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La ética kantiana toma otro camino. Como en Aristóteles la meta es la felicidad, el núcleo
de la ética kantiana es la racionalidad. Y así como Martín Fierro y el Sargento Cruz que,
como los antiguos griegos peleaban en yunta, la razón necesita imperiosamente de la
libertad tanto como la libertad precisa de la razón.
Para Kant, el principio de la moralidad debe determinar a priori a la voluntad. Y la razón es lo
único que puede mover a la voluntad a obrar libremente y a encontrarle a la vida un sentido digno
de ese nombre.
“Debe haber –dice– un propósito más valioso que la felicidad al cual está destinada la Razón y al que
deben subordinarse todos los fines particulares del hombre”. Esto incluye necesariamente a la
felicidad. Con esto, la felicidad, que proponía Aristóteles como finalidad de la vida, sale de
la cancha.
¿Qué jugador entra en reemplazo de ese jugador? La buena voluntad. Porque el propósito
más digno consiste en producir una voluntad buena en sí misma, que no espera beneficio
alguno. Y, para esto la razón es absolutamente necesaria porque es lo único que puede
mover a la voluntad a obrar libremente.
Cuando el principio que determina a la voluntad es una ley de la razón, la voluntad saca de
sí misma su sentido. Es decir que la buena voluntad impone como deber el cumplimiento de
la ley moral.
Descartados los acatos contrarios al deber, es interesante la distinción que hace Kant entre
los actos conforme al deber pero por inclinación mediata y lo cumplidos meramente por deber.
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Dos. Además de mostrarnos un descenso vertical del nivel de vida de la gran mayoría de
los argentinos, y de situaciones en el manejo de la cosa pública que realmente vergonzantes,
los últimos años han permitido observar una oleada incesante de mentiras, que además de
haber navegado entre el odio, la perversidad y la idiotez, se ha permitido una suerte de
“legalización” al circular libremente con el nombre de fake news, acaso en la cipayona
creencia de que el sonido gringo les daba un touch más cool, naturalizándolas y haciéndolas
de ese modo casi veraces.
Se sobreentiende que en cualquier discurso la cuestión de la verdad está absolutamente
sobreentendido. Pero no. Y aquí hay algunas cuestiones que me parece interesante
compartir con ustedes. La palabra que traducimos como verdad se dice en griego αλήθεια y
nosotros la escribimos (y aun pronunciamos) aleteia.
Entre los ríos del infierno –que Dante revisita en la Comedia– hay uno que se llama Leteo,
cuyas aguas deparan el olvido. De este modo, a-leteia sería sin olvido o des-olvido. Algo como
recordar, palabra que, con una ligerísima variante –acordar– la lengua de Vinicius y de
Camoens emplea para decir “despertar”, que en latín se apega a “ad cordis” traducible
como “recuperar, volver al corazón”, tras lo cual hallaremos también la raíz de cordura. Y la
cordura (o la vigilia) nos acerca a este sistema de acuerdos al que llamamos sensatez, cuya
síntesis lógica sería eso que llamamos verdad.
La teoría de la verdad de Platón ha sido exquisitamente trabajada por Haidegger, el primer
rector nazi –pero de la Universidad de Friburgo y en 1933–. Allí analiza y describe, como
eje de la teoría de la verdad el libro VII de La República, donde Platón a través de su
conocida alegoría de la caverna, describe la existencia del mundo de las Ideas o arquetipos,
del cual este mundo nuestro es una copia.
Filosofía, ética y política
Ortega y Gasset, a quien los liberales argentinos recurren para enunciar una única cita –
“argentinos a las cosas”– comenta por ahí que un celebrado escultor le propuso a Plotino
hacer una estatua suya. A lo que el radicalizado neo-platónico le respondió: “No, gracias.
No quiero legar al mundo la sombra de una sombra”. Montado en eso, Borges fabula en su
cuento Tlön, Uqbar, orbis tertius que en un “extraviado” tomo de la Enciclopedia Británica,
podía leerse: “El mundo que habitamos es un error; una incompetente parodia. La
paternidad y los espejos son abominables, porque lo multiplican y afirman”.
Es más que una conjetura afirmar que el cielo de los cristianos no puede ser otra cosa que
una versión no autorizada de esa mirada, oficializada en el Concilio de Nicea, en el siglo IV.
La idea de la Verdad de Aristóteles resulta ciertamente afín a lo que todos entendemos por
tal. La define como “decir de lo que es que es y de lo que no es, que no es”. Y declara en la
Metafísica que “la filosofía es la ciencia de la verdad…” ¿Qué tal?
Podremos coincidir en que la verdad es la adecuación de lo lógico a lo ontológico, de lo que se dice a lo
que es, porque en rigor, las cosas no son la verdad: lo que es verdad –lo que está en
cuestión– es lo que de las cosas se dice.
De ahí que podamos decir que no son las cosas las que se deben ajustar a la lógica, a las
proposiciones obre ella, al discurso; sino el discurso el que se tiene que ajustar a la realidad,
al mundo de las cosas, de lo que sucede, de lo que pasa, de lo que existe, de lo que es.
Cuando el discurso no se ajusta a la realidad, la relación entre las dimensiones lógica y
ontológica no tiene lugar. Entonces no hay verdad. Hay fake news, dirían los pillos. Hay
mentira, de una.
Cerca del fin de su vida, Michel Foucault, uno de los filósofos más inteligentes y agudos del
siglo pasado –y mucho más– aborda el tema de la verdad, pero de la verdad puesta en
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público. Hay varias clases y conferencias de esa época, recogidas y publicadas en libros tales
como Discurso y verdad y El coraje de la verdad. Tras escarbar en fuentes clásicas griegas y
romanas extrae un concepto extremadamente valioso, especialmente para estos tiempos y
para los temas que estamos mordisqueando aquí. Se trata del concepto de parhresía, el decir
veraz, que refiere al tipo de acto mediante el cual el sujeto, al decir la verdad, se manifiesta,
sale de sí, es él en el mundo de lo social. Lo que señala además Foucault es que la
característica de la parhresía es su eexpresión pública. Y de modo singular, de decirla afrente
al poder. (Platón en la Reública, critica que en la democracia hay demasiada parhresía…)
Ahora bien: ¿es posible la parhresía en tiempos de dictadura, de fake news, y otros
aherrojamientos?
nuestras facultades anímicas, tiene un precio afectivo; pero aquello que constituye la
condición única bajo la cual algo puede ser fin en sí mismo no tiene meramente un
valor relativo, o sea, un precio, sino un valor interior, esto es, la dignidad”.
c. Fundada sobre los pilares de la razón y la libertad y también de la justicia social, la
sociedad argentina –nuestra sociedad– se debate hoy entre la irracionalidad y la
desesperación que atraviesan a gran parte de las sociedades del planeta. La voracidad
del capital financiero se esparce e invade los más estrechos intersticios de las
conciencias, estimulando la voracidad y el desconocimiento del otro como igual. La
pérdida de noción de la propia identidad por parte de las personas, sectores y clases
sociales, exalta las diferencias incluso donde no las hay. Irremediablemente lejana, sucia
y chamuscada ha quedado la bandera de la solidaridad que encabezaron los
revolucionarios de 1789, como parte de un ideario que encendió en estas tierras las
gestas emancipadoras. En su lugar, se promueve el desprecio y el odio hacia quienes
tienen menos recursos o características físicas o culturales distintas a la propia. Los
pobres, los empobrecidos, los oscuritos son caracterizados como responsables de los
males –reales e imaginarios– del país, con lo que los (i)rresponsables y beneficiarios
históricos de estas situaciones quedan exentos de todo lo que no sea cobrar sus profits,
libres de toda sospecha. De hecho, no queda otra alternativa que no sea la razón
nutrida del diálogo, de la recuperación de la verdad y de una revaloración de la política
como una acción destinada a hacer realidad una convivencia solidaria. Y en tanto
fundada en la justicia y a la acción política como un compromiso con los demás. Se
abre la posibilidad de reconocernos, de revisar no sólo lo actuado y de paliar las
consecuencias, sino sobre todo de conocernos y de reconocernos como sociedad,
como pueblo, como Nación. Una atenta lectura y meditación sobre la recurrencia de la
estolidez en tramos positivos de nuestra historia debería ser tarea colectiva, que exige
de todos nosotros una actitud constructiva, responsable solidaria y consciente; esto es,
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patriótica.
d. No hay posibilidad de pensar si no existen las condiciones para hacerlo libremente. Ya
volvemos sobre esto. Y esto de hacerlo libremente no tiene que ver con estar preso o
no, sino con mantener una razón cuya lucidez consista en pensar, pensarse desde su
propia condición sin censura ni condicionamientos.
e. Conocemos la frase de Clausewicz sobre la guerra como continuación… Podríamos
imaginar que en un tiempo se diga que la política es la continuación de la ética por
similares medios.