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Filosofía, ética y política

Filosofía, ética y política

Uno. Es posible que –por obra del desconocimiento y la superstición– el nombre de la


Masonería pueda asociarse a la idea de algo imprecisable, misterioso y oscuro. Lo cual
resulta paradójico, si se piensa que, por ejemplo, no pocos de sus miembros se cuentan
entre las figuras destacadas del Iluminismo. Y que hay quienes advierten influencias
recíprocas entre las ideas masónicas de ética como deber y los conceptos nucleares de la Crítica
de la Razón Práctica y la Metafísica de las costumbres de Immanuel Kant, la figura más luminosa
del iluminismo o siglo de las luces.
La situación guarda alguna semejanza con la filosofía, que suele suscitar dos actitudes
antagónicas e igualmente erróneas: una consiste en atribuirles –a la filosofía o, peor aún, a
los filósofos– un nivel excelso de sabiduría y conocimientos, mientras la otra actitud se
inclina por definir a los filósofos como personas que viven en una nube de… ideas, que no
sirven para nada. La filosofía ocurre en medio de estas posiciones, puesto que la excelsitud
no es moneda tan frecuente como se puede creer (hay una fuerte tendencia a citar y a
repetir en detrimento del pensar). Sin embargo, siguen apareciendo filósofos originales: no
porque sí, sino porque hay nuevos problemas que demandan una lectura y una
interpretación crítica, dado que, parafraseando Evita, la filosofía será crítica o no será.
Podría entonces arriesgarse esta suerte de paradoja: no es que, según se cree, los filósofos
vivan en el aire; sino que la filosofía es como el aire: no se la ve, no se la siente…; pero sin
ella gran parte del mundo y de las cosas carecería de sentido. Sin embargo, todos tenemos
ideas del bien y del mal; de lo que se debe y no se debe hacer; de lo que es la ciencia; de lo 1
verdadero y de lo falso; de lo que es lógico y lo que no lo es; del sentido de la historia; de lo
que es y no es; del poder, de la justicia, del derecho, de la libertad y de la razón, por
ejemplo. Y ahí es cuando, efectivamente hay realidades tales como: la noción de ciencia
desplegada por la epistemología; la lógica, que establece criterios de verdad y fundamenta
todos los lenguajes; la ética, que reflexiona sobre la moral y otros sistemas normativos y la
política.
Dos. Posiblemente algunas de las confusiones que mencionaba se vinculen con el
desconocimiento de cuestiones propias de la filosofía: así, se llama metafísica a ciertas
creencias en un supuesto más allá o a “lo que está más allá de la física”, que se interpreta
como un platónico más allá, lo que no deja de ser más que una traducción literal de la obra
sin nombre que Andrónico de Rodas catalogó como Tα mετα τα φυσικά, es decir, “lo que
está después (del libro de) la Física”. Del mismo modo que se llama códigos de ética a ciertos
reglamentos referidos al ejercicio de actividades sociales o profesionales. La ética, en
general, es una reflexión sobre la moral, esto es, sobre las normas que rigen las costumbres
de uso, por lo que la codificación de la ética es tan factible como la codificación de la
felicidad o del hambre.
En la Ética a Nicómaco, el Viejo Aristóteles enseña que el fin de la ética es la felicidad. No
predica el sacrificio y la autoflagelación, sino la vida buena, que no es la buena vida, no;
aunque su discípulo Epicuro se inclinó un tanto para el lado living la vida loca, enseñando
que hay que desestimar el temor a la muerte, porque cuando nosotros estamos ella no está,
y cuando ella está, nosotros no. ¿Cómo se alcanza esa vida buena? Mediante el ejercicio de
la virtud, la templaza y la prudencia. Y la virtud, dice, es aquello que se espera de cada ser, como
el filo del cuchillo o la valentía del soldado. Podríamos preguntarnos: ¿y cuál es la virtud de
un político?
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La ética kantiana toma otro camino. Como en Aristóteles la meta es la felicidad, el núcleo
de la ética kantiana es la racionalidad. Y así como Martín Fierro y el Sargento Cruz que,
como los antiguos griegos peleaban en yunta, la razón necesita imperiosamente de la
libertad tanto como la libertad precisa de la razón.
Para Kant, el principio de la moralidad debe determinar a priori a la voluntad. Y la razón es lo
único que puede mover a la voluntad a obrar libremente y a encontrarle a la vida un sentido digno
de ese nombre.
“Debe haber –dice– un propósito más valioso que la felicidad al cual está destinada la Razón y al que
deben subordinarse todos los fines particulares del hombre”. Esto incluye necesariamente a la
felicidad. Con esto, la felicidad, que proponía Aristóteles como finalidad de la vida, sale de
la cancha.
¿Qué jugador entra en reemplazo de ese jugador? La buena voluntad. Porque el propósito
más digno consiste en producir una voluntad buena en sí misma, que no espera beneficio
alguno. Y, para esto la razón es absolutamente necesaria porque es lo único que puede
mover a la voluntad a obrar libremente.
Cuando el principio que determina a la voluntad es una ley de la razón, la voluntad saca de
sí misma su sentido. Es decir que la buena voluntad impone como deber el cumplimiento de
la ley moral.
Descartados los acatos contrarios al deber, es interesante la distinción que hace Kant entre
los actos conforme al deber pero por inclinación mediata y lo cumplidos meramente por deber.
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Dos. Además de mostrarnos un descenso vertical del nivel de vida de la gran mayoría de
los argentinos, y de situaciones en el manejo de la cosa pública que realmente vergonzantes,
los últimos años han permitido observar una oleada incesante de mentiras, que además de
haber navegado entre el odio, la perversidad y la idiotez, se ha permitido una suerte de
“legalización” al circular libremente con el nombre de fake news, acaso en la cipayona
creencia de que el sonido gringo les daba un touch más cool, naturalizándolas y haciéndolas
de ese modo casi veraces.
Se sobreentiende que en cualquier discurso la cuestión de la verdad está absolutamente
sobreentendido. Pero no. Y aquí hay algunas cuestiones que me parece interesante
compartir con ustedes. La palabra que traducimos como verdad se dice en griego αλήθεια y
nosotros la escribimos (y aun pronunciamos) aleteia.
Entre los ríos del infierno –que Dante revisita en la Comedia– hay uno que se llama Leteo,
cuyas aguas deparan el olvido. De este modo, a-leteia sería sin olvido o des-olvido. Algo como
recordar, palabra que, con una ligerísima variante –acordar– la lengua de Vinicius y de
Camoens emplea para decir “despertar”, que en latín se apega a “ad cordis” traducible
como “recuperar, volver al corazón”, tras lo cual hallaremos también la raíz de cordura. Y la
cordura (o la vigilia) nos acerca a este sistema de acuerdos al que llamamos sensatez, cuya
síntesis lógica sería eso que llamamos verdad.
La teoría de la verdad de Platón ha sido exquisitamente trabajada por Haidegger, el primer
rector nazi –pero de la Universidad de Friburgo y en 1933–. Allí analiza y describe, como
eje de la teoría de la verdad el libro VII de La República, donde Platón a través de su
conocida alegoría de la caverna, describe la existencia del mundo de las Ideas o arquetipos,
del cual este mundo nuestro es una copia.
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Ortega y Gasset, a quien los liberales argentinos recurren para enunciar una única cita –
“argentinos a las cosas”– comenta por ahí que un celebrado escultor le propuso a Plotino
hacer una estatua suya. A lo que el radicalizado neo-platónico le respondió: “No, gracias.
No quiero legar al mundo la sombra de una sombra”. Montado en eso, Borges fabula en su
cuento Tlön, Uqbar, orbis tertius que en un “extraviado” tomo de la Enciclopedia Británica,
podía leerse: “El mundo que habitamos es un error; una incompetente parodia. La
paternidad y los espejos son abominables, porque lo multiplican y afirman”.
Es más que una conjetura afirmar que el cielo de los cristianos no puede ser otra cosa que
una versión no autorizada de esa mirada, oficializada en el Concilio de Nicea, en el siglo IV.
La idea de la Verdad de Aristóteles resulta ciertamente afín a lo que todos entendemos por
tal. La define como “decir de lo que es que es y de lo que no es, que no es”. Y declara en la
Metafísica que “la filosofía es la ciencia de la verdad…” ¿Qué tal?
Podremos coincidir en que la verdad es la adecuación de lo lógico a lo ontológico, de lo que se dice a lo
que es, porque en rigor, las cosas no son la verdad: lo que es verdad –lo que está en
cuestión– es lo que de las cosas se dice.
De ahí que podamos decir que no son las cosas las que se deben ajustar a la lógica, a las
proposiciones obre ella, al discurso; sino el discurso el que se tiene que ajustar a la realidad,
al mundo de las cosas, de lo que sucede, de lo que pasa, de lo que existe, de lo que es.
Cuando el discurso no se ajusta a la realidad, la relación entre las dimensiones lógica y
ontológica no tiene lugar. Entonces no hay verdad. Hay fake news, dirían los pillos. Hay
mentira, de una.
Cerca del fin de su vida, Michel Foucault, uno de los filósofos más inteligentes y agudos del
siglo pasado –y mucho más– aborda el tema de la verdad, pero de la verdad puesta en
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público. Hay varias clases y conferencias de esa época, recogidas y publicadas en libros tales
como Discurso y verdad y El coraje de la verdad. Tras escarbar en fuentes clásicas griegas y
romanas extrae un concepto extremadamente valioso, especialmente para estos tiempos y
para los temas que estamos mordisqueando aquí. Se trata del concepto de parhresía, el decir
veraz, que refiere al tipo de acto mediante el cual el sujeto, al decir la verdad, se manifiesta,
sale de sí, es él en el mundo de lo social. Lo que señala además Foucault es que la
característica de la parhresía es su eexpresión pública. Y de modo singular, de decirla afrente
al poder. (Platón en la Reública, critica que en la democracia hay demasiada parhresía…)
Ahora bien: ¿es posible la parhresía en tiempos de dictadura, de fake news, y otros
aherrojamientos?

Cinco. Para pensar


a. En la Ética a Nicómaco, el Viejo sostiene que la política es superior a la ética, puesto
que mientras la ética se ocupa del bien individual, la política se encamina al bien de
todos, de la comunidad, de la ciudad, de la polis.
Obviamente, habla de Política entendida como deber, no como vía de ascenso social o de
conservación de privilegios, puesto que de lo que se trata es de cambiar la realidad de
nuestro pueblo, no la de la cuenta bancaria.
b. En la Fundamentación de la metafísica de las costumbres Kant dice:
“Aquello que se refiere a las inclinaciones universales y necesidades humanas tiene un
precio de mercado; aquello que, también sin presuponer necesidades, es conforme a
cierto gusto, o sea, a una complacencia en el puro juego, sin ninguna finalidad, de
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nuestras facultades anímicas, tiene un precio afectivo; pero aquello que constituye la
condición única bajo la cual algo puede ser fin en sí mismo no tiene meramente un
valor relativo, o sea, un precio, sino un valor interior, esto es, la dignidad”.
c. Fundada sobre los pilares de la razón y la libertad y también de la justicia social, la
sociedad argentina –nuestra sociedad– se debate hoy entre la irracionalidad y la
desesperación que atraviesan a gran parte de las sociedades del planeta. La voracidad
del capital financiero se esparce e invade los más estrechos intersticios de las
conciencias, estimulando la voracidad y el desconocimiento del otro como igual. La
pérdida de noción de la propia identidad por parte de las personas, sectores y clases
sociales, exalta las diferencias incluso donde no las hay. Irremediablemente lejana, sucia
y chamuscada ha quedado la bandera de la solidaridad que encabezaron los
revolucionarios de 1789, como parte de un ideario que encendió en estas tierras las
gestas emancipadoras. En su lugar, se promueve el desprecio y el odio hacia quienes
tienen menos recursos o características físicas o culturales distintas a la propia. Los
pobres, los empobrecidos, los oscuritos son caracterizados como responsables de los
males –reales e imaginarios– del país, con lo que los (i)rresponsables y beneficiarios
históricos de estas situaciones quedan exentos de todo lo que no sea cobrar sus profits,
libres de toda sospecha. De hecho, no queda otra alternativa que no sea la razón
nutrida del diálogo, de la recuperación de la verdad y de una revaloración de la política
como una acción destinada a hacer realidad una convivencia solidaria. Y en tanto
fundada en la justicia y a la acción política como un compromiso con los demás. Se
abre la posibilidad de reconocernos, de revisar no sólo lo actuado y de paliar las
consecuencias, sino sobre todo de conocernos y de reconocernos como sociedad,
como pueblo, como Nación. Una atenta lectura y meditación sobre la recurrencia de la
estolidez en tramos positivos de nuestra historia debería ser tarea colectiva, que exige
de todos nosotros una actitud constructiva, responsable solidaria y consciente; esto es,
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patriótica.
d. No hay posibilidad de pensar si no existen las condiciones para hacerlo libremente. Ya
volvemos sobre esto. Y esto de hacerlo libremente no tiene que ver con estar preso o
no, sino con mantener una razón cuya lucidez consista en pensar, pensarse desde su
propia condición sin censura ni condicionamientos.
e. Conocemos la frase de Clausewicz sobre la guerra como continuación… Podríamos
imaginar que en un tiempo se diga que la política es la continuación de la ética por
similares medios.

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