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Para comprender la labor de este misionero argentino, Zenit publica esta entrevista con
Jesús María Silveyra, autor argentino del libro: «Un viaje a la esperanza, salir de la pobreza
con trabajo y dignidad» (Editorial Lumen).
— En sus reconocidas obras, entre las que se cuentan: «Pedro, la historia jamás
contada», «Los ojos de María», «Los Apóstoles», «Confesiones de un peregrino a
Medjugorje», «El camino de la misericordia» y recientemente en su último libro: «Un
viaje a la esperanza, salir de la pobreza con trabajo y dignidad», trasciende una clara
tendencia de elección en la búsqueda de Dios, ¿por qué?
— Silveyra: En primer lugar, la literatura en sí misma, las ganas de escribir que tuve desde
que siendo un jovencito leí, entre otras cosas, «El viejo y el mar», de Ernest Hemingway, y
me dije a mí mismo: «cuando sea grande, voy a ser escritor».
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En segundo lugar, la Palabra de Dios, que fue afectando mi propia palabra en el proceso de
conversión personal. La Palabra que fue nutriendo a mi modesta palabra de un sentido
trascendente, de permanente búsqueda del Absoluto y su misterio.
La Palabra que fue regando mi pequeña palabra con la grandeza del gozo proveniente del
contacto con el Espíritu de Dios, fuente de inspiración, que con su luz, fuego, viento, torrente
y calma fue ayudándome a moldear mi palabra.
Por último, un llamado y un atisbo de misión que se hicieron presentes en mi vida literaria:
contribuir a evangelizar la cultura.
Llamado que recogí en 1986, durante la visita del querido Juan Pablo II a la Argentina,
cuando el difunto Santo Padre, «el Grande», habló en el teatro Colón de aquella misión
reservada para los artistas.
Cada vez que uno de mis lectores se siente llamado, interpelado, conmovido o,
simplemente, se pregunta sobre la existencia de Dios y se lanza a su propia búsqueda,
siento que estoy aportando un granito de arena en el anuncio del Evangelio. Esto no quiere
decir que deba restringir mi literatura únicamente a lo religioso.
–Silveyra: Como he dicho, mis obras son una búsqueda permanente de Dios a través de la
experiencia mística o, si se quiere, del contacto con el misterio. Comencé a publicar a partir
de 1992, cuando decidí dedicarme de lleno a la literatura abandonando parcialmente mi vida
empresarial.
Primero fueron una serie de cuentos que me pusieron cara a cara con la muerte y la
esperanza de una vida eterna. Más tarde, me encontré con la figura de san Pedro.
Jesucristo había elegido a un hombre débil, como cualquiera de nosotros, que nos hacía
llegar con su vida un mensaje de radicalismo evangélico: Pedro, una vez convertido, no sólo
confirmó en la fe a sus hermanos sino que entregó su vida por amor a su maestro.
Redactar la crónica sobre los siete monjes trapenses asesinados en Argelia, fue comprobar
que el mensaje de amor cristiano de «dar la vida», estaba vivo en las postrimerías del siglo
XX.
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Entre medio, hubo otros libros. Estuvo la Virgen siempre presente, iluminando mi búsqueda
con su mensaje de «Guadalupe», en el que repetía que ella era nuestra madre, la que nos
protegía en el hueco de su manto, bajo el cruce de sus brazos; como también lo estuvo la
«Reina de la Paz», intercediendo, ayudándome a abrir el corazón un poco más.
Por último, publiqué una novela política, cuando la Argentina estaba sumida en una de las
peores crisis de su historia.
En ella imaginaba un presidente que venía a poner al país de pie, liberándolo de tanta
pobreza, marginalidad y frustración.
Creo que, esa novela, fue la antesala para meterme más profundamente en el tema social
de la mano del padre Pedro Opeka, experiencia que cuento en mi último libro.
En una palabra, a partir del proceso inicial de búsqueda «personal» de Dios, creo que estoy
saliendo al encuentro con el «otro» para anunciarle la buena noticia de que Dios está en
medio de nosotros y que nos ama.
— Silveyra: Tomé conocimiento de él, por un artículo que apareció en un diario local. El título
era: «El sacerdote que rescató de las calles a 17.000 africanos».
Más abajo decía: «En lo que antes era un basurero, creó una pequeña ciudad», refiriéndose
a la obra de Akamasoa.
El padre Pedro Opeka contaba que se había acercado a los hombres de la calle y les
propuso salir de esa vida con lo que el podía enseñarles: trabajar‖.
Me quedé helado cuando leí esto, por la similitud que encontraba entre Pedro y mi personaje
novelesco, así como entre Akamasoa (que quiere decir en malgache: «Los buenos amigos»)
y los «Centros de Esperanza» que yo había imaginado en mi libro.
«De pie frente a la miseria, Pedro les propuso crear una nueva vida de trabajo y
solidaridad», continuaba diciendo el artículo, para terminar con una frase del padre Opeka
muy radical: «La pobreza no es una fatalidad del destino, es algo producido por los hombres,
sobre todo por los políticos que prometen y no hacen».
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Aquel sacerdote de barba larga y ojos claros, que le daban un aspecto profético, tenía algo
importante para decirnos a los argentinos.
— ¿De que manera le ha impactado poder viajar a Madagascar, y más aún, estar cerca
y convivir con el padre Pedro Opeka para observar su obra misional y así poder dar su
testimonio en este libro?
Estar cerca de la pobreza, pienso que me hizo más pobre y, por consiguiente, pude
aprender de ellos un sinnúmero de cosas, entre ellas: el saber esperar.
El pobre siempre debe hacerlo. Espera ser atendido, curado, educado, alojado, vestido,
alimentado. Por lo tanto, es maestro de esperanza.
Me parece que son pocas las experiencias de este tipo que deben existir en el mundo. Lo
digo por la integridad del proyecto. Da educación, salud y trabajo, además del contenido
espiritual que se trasluce con intensidad en la misa dominical donde se congregan siempre
más de seis mil personas.
Es decir: el pueblo que tiene esperanza, también tiene fe. Una fe profunda expresada con el
particularismo de su raza y su cultura. Verlos bailar o escucharlos cantar, confieso que me
contagió de una alegría inusual.
Sobre todo, la alegría de los 8.500 niños que van a las escuelas de Akamasoa.
Este fue un regalo especial que Dios me concedió en aquel recóndito lugar.
Por último (aunque en esto del orden, no siempre hay que guiarse por la estricta
enumeración), me impactó la figura del padre Pedro Opeka.
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Digo en las charlas que doy sobre este libro que Pedro ―es testigo y testimonio del amor de
Dios‖.
Creo que con esto bastaría para describir el efecto que causó en mí, vivir y conversar con él,
caminar juntos por los pueblos, verlo actuar y decidir.
Conocer este tipo de personas, que en todo momento tratan de ser coherentes entre lo que
dicen y hacen, no es común en el mundo que vivimos.
Este sentido de la promoción humana, se respira por doquier y se traduce en distintos lemas
y consignas colocados en los pueblos que alientan a recuperar la cultura del esfuerzo
abandonando los tiempos en que muchos de esos jóvenes y adultos vivían de la
mendicidad, la prostitución, la droga o el cirujeo en los basurales.
El padre Opeka los ayudó a ponerse de pie, para que recuperaran la esperanza en la vida y
soñaran con un futuro distinto.
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–¿Qué mensaje deja a la Iglesia y al mundo la obra cotidiana del padre Pedro Opeka?
— Silveyra: El testimonio del padre Pedro Opeka vivifica la Iglesia en muchos sentidos.
En primer lugar, Pedro es un ejemplo del misionero que necesita y siempre ha necesitado la
Iglesia.
Dejó todo por seguir a Cristo y anunciar la Buena Noticia: casa, padre, madre, hermanos,
bienes, su propia patria y hasta su salud (dado que contrajo el paludismo y diversas
enfermedades estomacales en Madagascar).
En segundo lugar, porque lo hizo para estar cerca de los más pobres y necesitados,
asumiendo la «opción por los pobres» en forma radical y con gran valentía (lo que lo llevó a
ser amenazado en varias oportunidades).
Pedro enfatizaba en sus charlas conmigo que: «coraje y dulzura deben ir juntos».
«Lo que más me duele es cuando se muere un niño». «Cuando estén todas las viviendas
terminadas haremos una gran fiesta».
Dos frases del padre Opeka que resumen la particular vida cotidiana junto a los humildes.
Por último, en él se hace presente también la acción evangelizadora, no sólo en las misas
dominicales donde predica en la lengua malgache que aprendió en el sur de la isla hace ya
casi treinta años, sino diariamente en la capilla junto a su casa, donde rodeado de niños
preside la oración vespertina, que es un verdadero «canto de esperanza».
Tanto, que contagió el título de mi libro convirtiendo mi propio viaje espiritual, en «Un viaje a
la Esperanza».