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La libertad y el trauma de crecer en la novela de le Clezio. Trabajo surgido de la asignatura Análisis de textos II, de la carrera en Literatura Dramática y Teatro
Originaltitel
Análisis de Desierto, de JMG le Clezio. De Angel De Leon
La libertad y el trauma de crecer en la novela de le Clezio. Trabajo surgido de la asignatura Análisis de textos II, de la carrera en Literatura Dramática y Teatro
La libertad y el trauma de crecer en la novela de le Clezio. Trabajo surgido de la asignatura Análisis de textos II, de la carrera en Literatura Dramática y Teatro
Infancia y libertad: análisis de Desierto, de J.M.
G le Clézio Angel Antonio Trejo García
Lalla y Nur empiezan la novela siendo niños; Nur sigue a
su padre a través del desierto y Lalla pasea por las dunas y la costa sin otra preocupación que ver a las gaviotas, escuchar las historias del viejo Namán y jugar con el Hartani. Al final de la novela, la familia de Nur desiste del viaje, pero él sigue adelante, se separa de ellos para acaso no volver a verlos nunca, y Lalla se interna en el desierto para dar a luz a su hijo. ¿Por qué? ¿Por qué adentrarse en el camino pedregoso bajo el sol abrasador? ¿Por qué no rendirse frente al ejército cristiano, asimilarse a su modo de vida? ¿Por qué no quedarse junto al fotógrafo a gozar de la fama y la fortuna? Lalla, a su lado, puede conocer las ciudades con cuyos nombres extraños soñaba en los lejanos días de su infancia y, sin embargo, se va, regresa a la mísera Cité… Lalla se enfrenta a un hecho doloroso, inevitable, de la vida humana: dejar de ser una niña. Aunque hay una enorme distancia entre su circunstancia y la mía, me reconozco, en justo ahora, en su peripecia. Frente al final de mi carrera universitaria, ya no me será posible dedicar todo mi tiempo y mi energía al entrenamiento actoral; atrás quedaron los días en que podía elegir pasar todo el día en la facultad porque quería tomar en la mañana la clase de actuación con tal maestro y en la noche con otro. Hasta ahora, he podido pasar el fin de semana entero y los días que salgo temprano realizando mis ejercicios de voz o leyendo. Esto es para mí lo que para Lalla acostarse en las dunas para sentir la mirada de Es-Ser: realizo mi rutina de Linklater para conectar con mis emociones y mis recuerdos como Lalla se adentra en el desierto para escuchar la canción de su madre. De un momento a otro, tengo que conseguir un trabajo, tengo que salir al mundo, recorrer el desierto… ya no mi desierto privado, donde una gaviota puede ser un príncipe, sino el desierto de lo real. Este enfrentamiento lo sufre Lalla cuando su tía la lleva a trabajar con una vendedora de alfombras; Lalla no puede soportar ver cómo maltrata a sus empleadas, y renuncia a su empleo. Hasta ese momento, Lalla ha vivido en su propio mundo; es una chica solitaria, incomprendida, con una exaltada imaginación, ajena a lo que pasa afuera, a las problemas económicos de su tía, a los problemas sociales, que son menos reales para ella que las historia del viejo Naman. Su tía no le dice nada, no la obliga a regresar. Como ella, mi madre ha sido paciente cuando le he dicho que ningún trabajo me conviene porque todos los horarios posibles chocan con mis ensayos. Pero esta situación infantil no puede durar para siempre. Me llené de rabia cuando Amma arregla un matrimonio para Lalla, pero entonces comprendí que Amma se limitaba a cumplir su deber maternal con su sobrina. No es solamente que su condición económica ya no le permita mantenerla: es que Lalla tiene que crecer. En el contexto de la novela, eso es lo establecido para una niña que se convierte en mujer; además, Amma le consigue un marido rico, y aunque la novela no se adentra en los pensamientos y motivaciones de Amma, imagino que le emocionaba la perspectiva de que Lalla tendría una vida mejor de la que tuvieron ella y su madre, se había esforzado en conseguirle un marido por encima de su condición social. Lalla, en un momento de egoísmo en el que también me reconozco, se burla de su tía por recibir regalos de su prometido que requieren electricidad, de la que carece su casa: no ve que Amma piensa que su sobrina, a diferencia suya, vivirá en una casa con electricidad. El esposo de Amma rara vez tiene trabajo, es ella la que tiene que salir a buscar trabajo para mantener a sus hijos y a su sobrina, además de hacerse cargo de la casa. Lalla no tendrá que enfrentarse a eso, no tendrá que trabajar en un lugar como la fábrica de alfombras de la que huyó, ni soportar el espectáculo de la miseria y el horror. Seguramente es una posición que muchas mujeres de la Cité envidiarían, pero Lalla la rechaza. Me imagino que Lalla pasó por un momento de reproche hacia su tía; yo le reproché a mi madre ya no querer darme la vida despreocupada a la que he estado acostumbrado desde niño. Lalla sufre al ver “el lado falso de su tía”, yo sentí lo mismo frente a mi mamá, no comprendía que había llegado el momento de crecer. No es posible vivir para siempre sin otra ocupación que recorrer las dunas y perseguir a las gaviotas. Eventualmente, Lalla va más allá del berrinche y se hace cargo de su situación, pero si tiene que enfrentarse a la independencia del mundo adulto, lo va a hacer en sus propios términos: no va a ser una de tantas muchachas raptadas porque no se querían casar. Y es que, aunque es terrible la perspectiva de estas muchachas arrancadas a la fuerza del seno familiar para casarse con un hombre mayor, la otra perspectiva tampoco es sostenible: ser para siempre las niñas del hogar. Así que Lalla decide huir: rompe con su familia y con las normas del grupo social en el que vive. Amma ha cumplido con su deber. Así como respeta la decisión de Lalla de no trabajar con la vendedora de alfombras, nunca se muestra verdaderamente impositiva con respecto al matrimonio. Le deja muy claro a Lalla que no tiene otra posibilidad, pero podría haber arreglado su rapto, podría haberle prohibido salir de su casa, haber hecho valer su autoridad. Amma simplemente deja claro que, si Lalla se queda, se va a tener que casar, deja las puertas libres para su sobrina y la empuja a tomar una decisión. Tal vez si no tuviéramos esa presión nunca nos animaríamos a crecer. Lalla escapa rumbo al desierto, a una vida llena de dificultades, rechazando la salida segura y cómoda que le ofrece su tía. Lalla tuvo una opción que Amma no: Amma se vio obligada a emigrar a Paris, no tuvo otra opción, ya no encontraba trabaja en la Cité con el que pudiera mantener a su familia. Lalla renuncia a la perspectiva de un cómodo matrimonio, Lalla elige aquello a lo que Amma se ve obligada. Amma no se lo reprocha: cuando Lalla se reúne con su tía en París, ésta la recibe con alegría y no hace ninguna referencia a su fuga, aunque probablemente ocasionó algunas dificultades a su familia, que había recibido regalos de su prometido y había hecho un compromiso con él y ante la sociedad. Aunque las opciones de elección de Lalla son mayores que las de su tía, tampoco elige directamente irse a París; se ve empujada a tomar esta decisión luego de caer enferma, al borde de la muerte, en su intento por huir al desierto con el Hartani. Se ve empujada a las sucias calles de Paris cuando despierta de su sueño. Y, sin embargo, Lalla no renuncia a su sueño, pero ahora tendrá que tomar en cuenta a la realidad para seguir viviéndolo. La huida de Lalla es un bello momento de arrebato juvenil, en ese momento, no piensa en la necesidad de ganar dinero, de pagar una renta, de conseguir comida. Su huida hacia la independencia está llena de ilusiones; tal vez sueña con el eterno peregrinaje de sus ancestros, Los Hombres Azules del desierto, dispuestos a soportar el hambre y la sequía… ¿para qué? La belleza puede ser terrible, y encuentro una inmensa belleza en el desierto descrito incansablemente en la novela, a pesar de que, en muchas ocasiones, lo que describe el autor es su indiferencia hacia el destino de los hombres y las mujeres que lo recorren, o los peligros con que acecha: el viento de la desgracia que mata a los niños y los ancianos, los pedruscos que desgarran la piel, el sol abrasador que los consume. Hasta los horrores del desierto son hermosos, el autor nos transmite su terrible belleza, pues en medio de todo ese dolor, Lalla y los Hombres Azules experimentan momentos privilegiados de goce: las magníficas fiestas previas a la partida a la Guerra Santa, cuando unen su voz a la de Ma el-Ainin para conectarse con Dios y olvidar, por un instante, el cansancio y la desesperación, y el acto sexual de Lalla y el Hartani, luego de haberse desgarrado los pies y las rodillas, de caer extenuada por la aridez del desierto. Por estos momentos los personajes están dispuestos a atravesar el desierto interminable. Lalla constantemente decide soportar un cierto grado de dolor por esos momentos: mira el sol de frente, aunque sea insoportable para sus ojos, para absorber su resplandor, y aguanta el frío de las noches desérticas para oír el eco de la canción de su madre. Hacia el final de la novela, se describe la imposibilidad de Ma el-Ainin para comprender que los cristianos lo han vencido con dinero. Ma el-Ainin y sus hombres emprenden una Guerra Santa, no tienen conciencia de que existen cosas como bancos, deudas, especulación y tratados internacionales, son ajenos al mundo de los negocios, están en busca de lo invisible, en busca de la voz de Dios, de la belleza, de la libertad, de todas esas cosas por las que vale la pena sufrir un poco. Lalla y los Hombres Azules no comprenden el materialismo del mundo que los rodea, el mundo de los cristianos que amenaza devorarlos. Por eso Lalla rechaza el dinero del fotógrafo, por eso decide alumbrar a su hijo en el desierto donde creció, aferrada a una higuera como lo hizo su madre, aunque pudo haberlo tenido en París o Marsella, alumbrarlo en un hospital de lujo, asistida por enfermeras. Lalla elige el dolor porque la conecta con lo espiritual, con sus raíces, con el amor de su madre y de los hombres libres del desierto. Lo prefiere a la fama y el dinero, a la seguridad que le brinda el fotógrafo, como la sirenita prefiere convertirse en espuma y soportar la sensación de caminar sobre vidrios a la seguridad de su palacio en el mar, lejos de su sueño. ¿Cómo nombrar eso invisible que buscan Lalla y los Hombres Azules? Sé que “eso” está en el canto de la madre de Lalla y en las oraciones de Ma el-Ainin, en la enigmática mirada de Lalla que el fotógrafo busca apresar, en los besos del Hartani y en el vuelo de la gaviota que en realidad es príncipe. Sé que es lo que yo mismo busco en el teatro, lo que encuentro en los ensayos, en las funciones, en las clases y el entrenamiento; algo extraordinario por lo que estoy dispuesto a atravesar el desierto y que se me desgarren los pies. El dolor es inevitable, pero al menos podemos elegir por qué estamos dispuestos a sufrir. De cierto modo, fui como Lalla cuando decidí estudiar teatro y no “una carrera que dejara dinero”. Ambas opciones hubieran significado la independencia económica, y enfrentarme al desierto de lo real: tocar puertas, buscar trabajo, luchar por la subsistencia. Pero sólo una de ellas me garantiza la libertad: si voy a desgarrar mis pies y soportar la aridez del desierto será para mantener mi sueño, para seguirme preparando como actor y poder pararme en el escenario. Al final, Lalla no tuvo que renunciar a las cosas que amó siendo niña, no tuvo que renunciar a sus sueños. Lalla regresa a su hogar, la sigue moviendo el anhelo de sentir la mirada de Es-Ser y recorrer el desierto interminable, pero ya no puede hacerlo con la misma comodidad que lo hacía cunado era niña: ha tenido que recorrer un largo camino, dedicarse a aquello que ama le cuesta, ya no es su tía la que tiene que pagar por ello. Regresa a su hogar convertida en una mujer: ahora es responsable no sólo de su propia vida, sino de la de su hijo. Hay un momento hermoso en la novela en el que Lalla, al sentir en su vientre el movimiento de su hijo, toma conciencia, por primera vez, de haber hecho sufrir a alguien que dependía de ella. Tal vez en ese instante comprende a Amma: su hijo tendrá que enfrentar lo mismo que ella enfrentó, tendrá que atravesar el desierto interminable y hacerse responsable de su propia vida. Hace poco, mamá me confesó que se había dado cuenta de lo egoísta que es tener hijos. Uno no piensa, me dijo, que los trae a un mundo difícil donde tendrán que enfrentar al dolor. Nos pidió perdón a mi hermana y a mí. “La mayor dicha para el hombre es no haber nacido”, es la sabiduría de la tragedia griega y, sin embargo, aunque somos expulsados a un mundo al que acaso no pedimos venir, este mundo está lleno de momentos privilegiados. El desierto es cruel, pero también hermoso; Lalla y mi madre pensaron mucho tiempo después de concebir a sus hijos en las dificultades que les esperaban, pero en ese momento sólo pensaban en la dicha, y aunque a mamá le pueda parecer, en este instante, algo egoísta, tal vez ese sea el mejor regalo que se le puede dar a un hijo: un momento en el que se olvida la miseria del mundo para escuchar la voz de Es-Ser. Cuando decidieron tenernos, sólo pensaban en la felicidad. Lalla desciende de los Hombres Azules del desierto, aquellos que no abandonaron el viaje, aunque era probable que no condujera a ningún lado, aunque nunca llegarían a la tierra prometida. Lalla mantiene viva esa llama, ese regalo que le da a su hijo, aun no nacido, cuando le habla al Hartani, en el desierto, de la dicha que les espera. Luego vienen la fiebre y la pobreza, pero la vida sería insoportable si todo el tiempo pensáramos en eso. “No había límite para la libertad, era tan vasta como la inmensidad de la tierra, hermosa y cruel como la luz, amable como los ojos del agua”. Éste es mi pasaje favorito de toda la novela, en la última página, luego de que los Hombres Azules son derrotados por el ejército de los cristianos. Nur empieza su viaje siendo niño, con la esperanza de encontrar la tierra prometida. Al final se ha convertido en hombre, ha perdido la ilusión del final de camino, se ha enfrentado a la derrota y a la dura realidad. Y, sin embargo, sigue caminando, aunque ahora entiende que probablemente nunca dejará de caminar. Lo más hermoso y aterrador de la novela es que no tiene final: Lalla y Nur continuarán su viaje sin descanso, hasta la muerte. Han dejado atrás la comodidad de la infancia, pero, aunque se convierten en adultos, de cierto modo siguen siendo niños: conservan el anhelo y la ilusión sin esperanza. ¿Cómo llamar a lo invisible que buscan y qué está dentro de ellos? ¿Infancia? ¿Libertad? Es lo que quiero mantener vivo, como ellos, aunque a partir de ahora me cueste, enfrentándome a la vida adulta para poder seguir buscando, en el teatro, la mirada de Es-Ser.