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Domingo II del Tiempo Ordinario

19 enero 2020

Jn 1, 29-34

En aquel tiempo, al ver Juan a Jesús que venía hacia él, exclamó: “Este es el
Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Este es aquel de quien yo
dije: «Tras de mí viene un hombre que está por delante de mí porque existía
antes que yo». Yo no lo conocía, pero he salido a bautizar con agua, para que
sea manifestado a Israel”. Y Juan dio testimonio diciendo: “He contemplado
al Espíritu que bajaba del cielo como una paloma y se posó sobre él. Yo no lo
conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: «Aquel sobre quien
veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que ha de bautizar con
Espíritu Santo». Y yo lo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo
de Dios”.

UN SALTO CUALITATIVO

La comunidad del cuarto evangelio pone en boca del Bautista su


propio credo: Jesús es el “Hijo de Dios”. Esta afirmación constituye el
núcleo mismo de la fe cristiana y, por ello, la ruptura definitiva con la
ortodoxia judía, de la que provenían los primeros discípulos.

En sí misma, tal proclamación suponía un salto cualitativo con


respecto a la creencia anterior: Dios no era (únicamente) el ser
transcendente que habitaba los cielos, sino que se había hecho uno de
los nuestros –es el misterio cristiano de la “encarnación”–, con lo que
transcendencia e inmanencia quedaban fundidas en un abrazo
definitivo. Con Jesús, como afirma el propio evangelio de Juan, “Dios
acampó entre nosotros” (1,14). Se ha roto la distancia entre el cielo y
la tierra –eso es lo que significa la imagen del “cielo rasgado”, de que
se hablaba en el relato del bautismo–, se ha desvelado la no-
separación radical entre “Dios” y el “mundo”. Todo eso es lo que la fe
cristiana afirma al creer en Jesús como “Hijo de Dios”.

Si el inicio del cristianismo supuso un salto cualitativo en la


comprensión religiosa, no me parece exagerado afirmar que a nosotros
nos ha correspondido vivir otro de no menor envergadura.

Si en aquel se proclamaba que Dios se había hecho uno de


nosotros, en este se nos hace manifiesto que todo lo que los creyentes
dicen de Jesús es extensivo y aplicable a todos los seres humanos. No
son de extrañar, por tanto, las resistencias que aparezcan por parte de
quienes se hallan en la “ortodoxia” anterior. Pero, aunque cueste
creerlo, lo que es Jesús lo somos todos.
Divinidad y humanidad-mundanidad son solo las “dos caras” de
lo real. La inmanencia es la forma que adopta la transcendencia al
hacerse manifiesta. No hay separación alguna. Dios no es un Ser
separado. Las formas no son sino modos (disfraces) en los que Dios se
oculta.

Lo que llamamos “Dios” es el Fondo de todo lo real, nuestra


identidad última. Es la Vida que somos, experimentándose en estas
formas concretas. Somos Plenitud que se percibe (casi siempre) como
carencia, Presencia ilimitada que (casi siempre) se imagina temporal,
somos Dios tomando forma humana… Es el misterio cristiano de la
encarnación llevado hasta su final.

Ahí se manifiesta la comprensión que ilumina de raíz la paradoja


humana: somos alegría en la tristeza, fuerza en la debilidad, luz en la
oscuridad, certeza en la incertidumbre, amor en el desencuentro…,
Vida en la muerte. Lo que, desde el teísmo, se afirmaba de un “Dios”
separado, no era sino nuestra identidad más profunda.

¿Me abro a percibir las “dos caras” de lo real?

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