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, Carlos G.Vallés
GUSTAD
. · YVED .
¡Donesy frutos del Espír tu,
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Ii,
GUSTAD Y VED

<< Dios da el Espíritu sin medida >>

Juan 3,34.

TRATO PERSONAL.

El credo que recitamos desde Nicea se extiende en detalles sobre la obra y persona de
Jesús, pero al llegar al Espíritu Santo se contenta con una sola frase: «Creo en el Espíritu
Santo». Esa falta de proporción se refleja en nuestra conducta. Mucho conocemos, sabemos,
estudiamos y contemplamos sobre Jesús, centro de nuestra vida; pero acerca del Espíritu
Santo, más allá de decir que creemos en él, muchos de nosotros no nos atreveríamos a
entrar en detalles.
Algo mejor andamos que aquellos discípulos de Efeso que habían abrazado la fe en
Jesús sin haber oído hablar siquiera del Espíritu Santo. En cambio, ellos, en cuanto Pablo les
habló y les impuso las manos, recibieron visiblemente el Espíritu y sus dones con un realismo
tangible del que nosotros andamos aún muy lejos. Nos corresponde imitar en prontitud
carismática a los que hasta ahora hemos imitado en ignorancia práctica.
De eso se trata. De aumentar el trato con la Tercera Persona en nuestras vidas. De
caer en la cuenta de que la manera presente de llegarse Dios a nosotros es el Espíritu Santo.
De descubrir que más allá de los símbolos y los nombres se halla una persona, tan real como
el Padre y el Hijo, que nos espera para establecer con nosotros la intimidad divina que es
nuestra vida de gracia.
Que el Espíritu Santo, a través de sus dones, frutos, gracias y carismas, se haga
Persona en nuestras vidas.

Carlos G. Vallés
St. Xavier' s College
Ahmedabad 380009
India

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GUSTAD Y VED

La era del Espíritu.

Es casi una regla de tres. Con respeto de eternidad y con atrevimiento humilde de
entendimiento humano. Con la claridad atractiva que inspira la mejor de las ciencias y el
temblor litúrgico que se siente al hablar de Dios en lenguaje de hombres; pero es también un
torrente de luz que alegra el alma en el fondo más íntimo de su profundo ser: su inmenso
deseo de conocer algo mejor a Aquel a quien nunca puede llegar a conocer del todo. En esa
tarea, que llena una vida, todo pequeño avance es logro trascendente, y un breve paso trae
el gozo de un largo recorrido. Acercarse a Dios, y en él al secreto sagrado de su vida única en
trinidad de personas, es la aventura más feliz de la persona creyente en plenitud de fe.

La idea es de Grandmaison, con apoyo patrístico. Su alcance teológico es inmenso, sin


más límites que los que cada uno se señale en estudio y oración, que es donde germinan
ideas sobre suelo humano; y al mismo tiempo es fácil, con inocencia casi elemental. Y ésta es
la idea sencilla, la regla de tres del manual de la divinidad: el Espíritu Santo es a Jesús lo que
Jesús es al Padre. El Espíritu es enviado por Jesús como Jesús es enviado por el Padre; el
Espíritu Santo da testimonio de Jesús como Jesús da testimonio del Padre; el Espíritu Santo
glorifica a Jesús como Jesús glorifica Padre. Jesús habla en el nombre del Padre, y el Espíritu
Santo hablará y recordará y explicará toda la verdad a los discípulos en nombre de Jesús.
Todo esto -no hace falta decirlo-- han sido citas textuales de los evangelios. Casi cada acción,
cada gesto, cada palabra de Jesús en relación al Padre tiene su paralelo explícito en un gesto,
una palabra, una misión del Espíritu Santo para con Jesús. Así se establece esa continuidad
bendita de la presencia de Dios en el mundo y en el hombre, y la Trinidad queda definida en
acción y experiencia como Dios que se desenvuelve paso a paso, faceta a faceta, persona a
persona, sobre el género humano que él ha creado para que lo conozca y lo quiera.

El Padre quiere acercarse al hombre y envía a su Hijo. Jesús es el Padre paseándose


entre los hombres. Jesús es el Padre con voz y con rostro. «Felipe, quien me ve a mí ve al
Padre». Y luego Jesús tiene que irse y envía el Espíritu Santo en su lugar. Ahora quien ve,
siente, oye, y sigue al Espíritu, ve, siente, oye y sigue a Jesús. El Espíritu Santo debería ser
tan real hoy para nosotros como Jesús lo era en su vida para con los apóstoles. Nuestro
camino para llegar a Jesús es el Espíritu Santo, como Jesús es el camino para llegar al Padre.

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Camino, Verdad y Vida. Del Espíritu a Jesús, y de Jesús al Padre. En esa doble etapa de fe
nosotros recibimos en la experiencia de nuestro ser los dones, gracias, luz y acción del
Espíritu Santo que nos lleva a Jesús, y Jesús nos lleva al Padre. El Espíritu Santo es quien hoy
hace real en nuestros corazones la persona y el mensaje de Jesús. «El os explicará todo lo
que yo os he dicho»; y como todo lo que Jesús decía lo decía de parte del Padre, a él ya su
mensaje y a su presencia llegamos de la mano de Jesús y de su Espíritu.

Jesús nos sale al encuentro hoy en el Espíritu Santo como el Padre salió al encuentro
de los hombres en Jesús. Es en el Espíritu Santo en quien hablamos a Jesús, y en Jesús, al
Padre. Unidad trinitaria en que se mueve nuestra fe. Leemos el evangelio, meditamos sus
palabras, participamos en la Eucaristía, pronunciamos el nombre de Jesús con los labios y con
el corazón, y en toda esa nuestra actividad cristiana está presente y activo el Espíritu, ya que
«nadie puede decir que Jesús es Señor si no es a través del Espíritu Santo». Así como Jesús
hacía presente al Padre con su caminar entre los hombres, así el Espíritu Santo hace real a
Jesús en nuestra mente y corazón con el toque existencial de su presencia viva. Podemos
decir que el Espíritu Santo es la manera de existir de Jesús entre los hombres después de su
adiós corporal, así como Jesús fue durante treinta y tres años privilegiados la manera de
existir del Padre sobre la tierra. El contacto con el Espíritu Santo no es un lujo, un añadido,
una actitud opcional; es una continuación indivisible de una misma y única presencia divina.
«Nadie puede llegar al Padre sino por mí», dijo Jesús a los que lo veían y escuchaban; y
«nadie puede llegar a Jesús sino por mí», es lo que el Espíritu Santo nos hace sentir hoy
dentro de nosotros a los que vivimos por su gracia y bajo su protección.

San Basilio: «Al Padre se le ve en el Hijo, como al Hijo se le ve en el Espíritu Santo.


Vemos al Hijo a través del Espíritu Santo como vemos al Padre a través del Hijo». No se trata
de olvidar los evangelios; se trata de vividos tal y como se nos ha dispuesto que los vivamos,
a través del Espíritu Santo. Fue el Espíritu Santo quien obró en María la venida de Jesús, y es
el mismo Espíritu quien la obra en nosotros a cada momento. Entender a Jesús, sentir su
presencia, obedecer su mensaje, acatar su misterio, corresponder a su amor son las tareas
de nuestra fe diaria en ascensión ardiente de gracia y esfuerzo; y todo eso es trabajo del
Espíritu. La presencia que sentimos, la voz que nos mueve, la alegría que nos enciende, la
esperanza que nos anima, vienen de su influencia, suave y penetrante, en todo nuestro ser.
Cuando oímos las palabras de Jesús, es su Espíritu quien les da sentido y fuerza en nuestra
mente; cuando recibimos el Cuerpo y Sangre de Jesús en su sacramento, es el Espíritu quien
los hace gracia y energía en nuestra vida. Podemos decir que Dios se nos llega en su Espíritu,
y a través de él entramos en el misterio que es vida y promesa para siempre.

Esta es la proyección práctica de la realidad trinitaria. Garantiza la unidad del único


Dios que se comunica, y hace sentir la diferencia personal de la comunicación en cada caso,
en cada estilo, en cada época. Estamos en la era del Espíritu, somos la Iglesia: de
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Pentecostés, Jesús ha ascendido a los cielos, ha vuelto a la derecha del Padre y, junto con el
Padre, nos envía el Espíritu. El es ahora nuestro contacto. Su presencia, su gracia, su vida es
lo que nos hace sentir la vida de Dios en nosotros. Jesús era el Padre hecho presencia
corporal, y el Espíritu Santo es Jesús hecho presencia experiencia! Los discípulos de Jesús,
Pedro y Juan, Marta y María, Zaqueo y Magdalena vieron un rostro, y en él adivinaron, bajo el
influjo sagrado de la fe y el amor, la imagen del Dios de sus padres que los había
acompañado, abstracta y remota, en la historia de su pueblo y en las páginas de sus anales.
Dios se había acercado súbitamente a su pueblo, y el Padre se había dejado ver en el rostro
de su Hijo. Y ahora el marcharse del Hijo no interrumpe, sino acrecienta el acercamiento.
Dios ya no sólo anda por nuestros campos y visita nuestras ciudades, sino que se nos mete
en el alma, ilumina nuestra mente y hace Latir con fuerza nuestro corazón. Es el Espíritu
Santo en plenitud de actividad trinitaria entre nosotros, sobre quienes «han irrumpido», en
frase paulina, «los últimos tiempos». A esta tercera etapa del mundo -creación, encarnación,
Pentecostés- pertenece la actividad especial de la tercera persona en Dios, el Espíritu que
protagoniza la presencia de Dios en el mundo como el Padre lo hizo en la creación y el Hijo
en la redención. No sin razón, la liturgia antigua, después de celebrar el Adviento, la Navidad,
Pascua y Ascensión, llamaba al resto del año «Tiempo después de Pentecostés». Ese es el
período histórico en que vivimos de mano del Espíritu hasta el fin de los tiempos. Entrar
gozosamente en el movimiento íntimo de este misterio es vivir la Trinidad con toda la
realidad con que puede ser dado en la tierra y como anticipo de la cita definitiva en la
revelación final.

Jesús condenó en parábola a aquellos que rechazaban al hijo del dueño para hacerse
con la heredad. Rechazar al Hijo es rechazar al Padre. Y rechazar al Espíritu es rechazar al
Hijo y, finalmente, al Padre. Por eso condenó Jesús radicalmente la «blasfemia contra el
Espíritu Santo», que rechaza la presencia de Dios más próxima y con ello se desentiende de
la acción de Dios en el alma y de su presencia en el mundo. Si el rechazo abierto no es
nuestro pecado, sí lo puede ser la negligencia, la ignorancia, el olvido, la indiferencia. «Vino a
los suyos, y los suyos no lo recibieron». Si eso se dijo de Jesús cuando venía del Padre, lo
mismo se puede decir tristemente del Espíritu cuando viene de Jesús. Ha venido a los suyos,
ha entrado en sus dominios, ha acudido a la cita... y el mundo ni se ha enterado. ¡Qué poco
se sabe del Espíritu! ¡Qué difícil expresar su realidad! ¡Qué insólito comunicarse con él!
Somos tan materiales que queremos palabras habladas y rostros dibujados, y sin ello no
sabemos comunicarnos. Es hora de descubrir que la comunicación más profunda va más allá
del rostro y del lenguaje y se transmite directamente de corazón a corazón, al margen de
todos los códigos. Para profundizar en Dios necesitamos el Espíritu. El mismo Jesús hubo de
decir desde su cuerpo resucitado: « ¡Déjame, suéltame, no me impidas irme!». Quería dejar
paso a una presencia más sutil y más íntima, más cercana por ser precisamente menos
externa. «Si yo no me voy, el Espíritu Santo no vendrá». Es decir, si no vais más allá de este
rostro y esta voz que tan familiares os son, si no trascendéis fórmulas y actitudes
acostumbradas y os adentráis en nuevas maneras de ver y sentir y entender lo que más

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merece la pena entender, no descubriréis la profundidad que aún os espera en conocimiento


y amor.

«Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta». «Espíritu Santo, muéstranos a Jesús y
eso nos basta». La dicotomía persiste en nuestra mente como en la de Felipe. Y la respuesta
es la misma. «Felipe, quien me ve a mí ve al Padre». Quien ve al Espíritu ve a Jesús; quien
siente, escucha, palpa y vive la presencia del Espíritu Santo en su alma, siente y vive a Jesús.
No hay que esperar una revelación distinta. No hay oposición entre las divinas personas. «Vio
a tres, y adoró a uno». Sentimos al Espíritu, y en él llegamos al Hijo y al Padre. Ir
descubriendo la acción del Espíritu Santo en el alma es abrirse a la Trinidad por el conducto
especialmente preparado para nosotros. Para conocer a Jesús debemos acercamos a su
Espíritu.

La Escritura llama al Espíritu Santo «el Espíritu de Jesús» (Hechos 16,7;. FlP.1, 19:
Juan 15-16). Por eso pudo marchar Jesús tranquilo sin dejar «huérfanos» a sus discípulos,
porque su Espíritu quedaba con ellos, es decir, él mismo en su Espíritu seguía junto a todos
los hombres hasta el fin de los tiempos. Si Jesús es el camino que nos lleva al Padre, el
Espíritu Santo es ahora el camino actual, práctico, diario que nos lleva a Jesús. Esa es la
importancia insustituible del Espíritu Santo en nuestra vida.

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Antología del Espíritu.

Si la biografía de Jesús son los Evangelios, la del Espíritu Santo es toda la Biblia, desde
el Espíritu que se mueve sobre las aguas en el comienzo del Génesis hasta el Espíritu y la
Esposa que invitan al Esposo a la última venida al cerrarse el Apocalipsis. El Espíritu Santo ha
inspirado las Escrituras, y su soplo está en cada palabra. Se ha dicho, y con razón, que todo
escrito es autobiografía. Un autor se retrata en lo que dice. Aunque no hable de sí mismo
directamente, lo hace en cada página al hablar de otros. Delata sus preferencias, descubre
sus gustos, revela sus principios y, al delinear a cada personaje y enjuiciar cada situación, va
dejando retazos de su propia personalidad a lo largo de sus libros. Basta recoger esos rasgos
dispersos y ordenados en conjunto coherente para tener un retrato moral de su autor. No
tendremos quizá sus datos biográficos, pero sí sabremos sus inclinaciones y sus sentimientos,
y eso es lo que configura la persona. El Espíritu Santo se retrata en las páginas de los libros
sagrados que él inspiró.

La palabra «espíritu» asoma con facilidad esperada en los más variados momentos
bíblicos. En el Antiguo Testamento no denota directamente al Espíritu Santo, ya que la
revelación trinitaria se efectúa sólo en Jesús; y aun en el Nuevo Testamento es casi un juego
exegético determinar si en un pasaje concreto se trata de la persona del Espíritu Santo o
solamente del «espíritu» en el sentido general de la palabra. ¿Lleva artículo o no? ¿Debería
escribirse con mayúscula o con minúscula? Opciones que han de tomar los traductores. Lo
que sí es cierto es que en cada caso concreto, con mayúscula o con minúscula, se nos ofrece
un destello nuevo, directo o indirecto, claro o velado, del Espíritu de Dios en su acción
reveladora de sí mismo. Precisamente porque nos lleva a lo más profundo, de Dios (l Cor
2,10), el Espíritu se presenta con la delicadeza imperceptible del anónimo callado, del disfraz
discreto, del mensaje cifrado. Y la clave de ese mensaje es la palabra «espíritu» que nos
espera, siempre con una faceta nueva, casi a la vuelta de cada página en el texto sagrado.
Leer con fondo de fe esos pasajes y abrirse en cada uno de ellos a la palabra «espíritu»,
dejando que estrene cada vez un sentido nuevo con sorpresa de regalo y profundidad de
misterio, es ejercicio santo de avanzar en amor.

En todos los momentos cumbres de la historia del hombre se pronuncia la palabra


clave. «El Espíritu de Dios aleteaba sobre las aguas», «envía tu Espíritu y surgirá la
creación», «el Espíritu del Señor dibujó los cielos», «el Espíritu del Señor llenó la tierra

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entera»... La creación es obra de poder, de amor y de arte. Y el arte es cosa del Espíritu. El
planeó los días y los colores, el verde de la hierba y el azul del cielo, el blanco de la nieve y el
ocre de la tierra. El diseñó los animales grandes y pequeños con una variedad de imaginación
que hombre alguno jamás podría igualar. Aún andan por ahí clasificando flores y
descubriendo insectos siempre distintos y siempre nuevos que llevan en sus alas la marca
inconfundible del Espíritu que los formó. Y aún andan también por ahí midiendo a ver si el
universo tiene límites o no los tiene, mientras el Espíritu creador juega al escondite en los
jardines de estrellas que él ha plantado. No nos permitamos olvidar nunca que el Espíritu es
esencialmente creador, y por eso todo lo que hace está marcado por la originalidad, la
imaginación, la elegancia del artista de quien deriva todo arte. Es la invocación primera y
más popular del Espíritu: « ¡Ven, Espíritu creador!».

«El Espíritu del Señor descendió sobre mí». E Isaías se hizo profeta. El Espíritu se hace
voz y visión en Israel para formar y dirigir al pueblo que había de ser Iglesia. La profecía es el
modo que Dios tiene de ver las cosas, contraste a veces y esperanza siempre con perfiles de
otra perspectiva y colores de otra paleta. El pueblo de Dios necesita claridad, dirección, meta
y camino. Y el Espíritu se encarga en los profetas de hablar con palabras que todos entienden
y abrir horizontes que pocos sospechan. «Luz de los corazones» es título litúrgico del Espíritu
Santo. Toda actividad en el hombre que necesite luz cae en el ámbito del Espíritu. Y toda
época necesita profetas para abrir caminos y confirmar corazones. El Espíritu «habló por los
profetas», y sigue hablando para los que saben escuchar las voces en el desierto que
preparan los caminos del Señor.

«El Espíritu del Señor se apoderó de Sansón, y Sansón, sin tener nada en la mano,
despedazó al león como se despedaza un cabrito». Espíritu de poder aun en su aspecto más
material de lucha desnuda contra las fuerzas de la naturaleza. Fuerza que salve una vida y
elimina un obstáculo. Una vez que el hombre ve el camino a seguir, necesita energía en su
mente y en su cuerpo para seguido hasta el final. Y el Espíritu que le dio la luz, le da la
fuerza. Israel dominará a sus enemigos con la fe en la elección de Dios y la fortaleza de su
Espíritu que la acompaña. El Espíritu es el poder del Señor que lleva a cabo las obras de su
grandeza en el corazón del hombre y en los caminos de la historia.

Y así la historia se hace redención. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti». Con estas
palabras de un ángel a una doncella se abre una aurora nueva sobre cielos vírgenes. Y a está
todo dicho. El Espíritu Santo ha bajado una vez más, y llevará a cabo la obra bendita entre
todas las obras que ha venido a realizar de parte del Padre y del Hijo. El ángel puede
volverse tranquilo a sus moradas celestes, mientras la tierra duerme con la seguridad de la
nueva era que el Espíritu ha inaugurado con su presencia y su poder. El secreto está a salvo
en el seno de la Virgen. Un día se enterará el mundo entero.

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«El Espíritu Santo ha bajado sobre mí y me ha ungido». Ahora es Jesús quien cita las
palabras de Isaías. Continuidad de acción. Jesús, que avanza en el poder del Espíritu,
proclama el Reino con valentía y se abre paso entre la hostilidad de sus paisanos hacia su
vida pública, su predicación, sus milagros y su muerte. Toda su actividad está llena del
Espíritu, y su sacrificio supremo es ofrecido también a través del Espíritu que lo formó, le
acompañó toda su vida y lo preparó para la oblación final: «Por el Espíritu Santo se ofreció a
Dios en su inocencia» (Hebreos 9,14). Y su resurrección triunfal es también la obra final del
Espíritu, que creó aquel cuerpo a su entrada en el mundo y ahora le vuelve a dar vida con
todo el poder resplandeciente de la mañana de Pascua en la que Jesús «fue constituido Hijo
de Dios por el Espíritu Santo al resucitarlo de entre los muertos» (Romanos 1,4).

Antología del Espíritu en que cada cita sugiere una faceta y cada referencia abre un
tratado entero sobre la presencia creciente de Dios en su pueblo. Pedro, en su primer
sermón, bajo la influencia ya del torrente del Espíritu que se acababa de derramar sobre su
alma, ofrece un resumen inspirado de toda su experiencia al lado de Jesús y toda la historia
de la salvación: «Exaltado por la diestra de Dios, Jesús ha recibido del Padre el Espíritu
Santo, según estaba prometido, y todo lo que ahora veis y oís viene de él». Y a encargado de
la Iglesia naciente, el Espíritu guía, ilumina, dirige, fortalece y da vida al Cuerpo que todos los
cristianos forman en Jesús con la unidad dinámica de «un solo Cuerpo y un solo Espíritu» que
define san Pablo. Se puede seguir la vida entera del pueblo de Dios, así como la historia
personal de cada alma fiel, con sólo prestar atención a su relación con el Espíritu y a la acción
del Espíritu en su vida diaria. Esto es consecuencia de la idea fundamental que abría este
libro, a saber, que el Espíritu Santo es el punto de contacto de Dios con nosotros, su
presencia es nuestra vida, y su acción nuestra historia.

«El que tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice a las Iglesias».

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Vuelos de paloma.

A la palabra se añaden los símbolos. La imagen va a llegar adonde no llega la expresión


hablada. El Espíritu escapa a la definición matemática, pero se presta encantado a la
imaginación, a la poesía, a la metáfora, a la imagen. Y ahí se desata la creatividad ferviente y
cariñosa de todas las firmas que han forjado la Biblia, para llenar con piropos el hueco
teológico que les dejaba la persona más escondida y más activa de la divinidad.

«Paloma» es, desde luego, un piropo. Sabios teólogos se las ven y se las desean para
averiguar las razones especulativas que llevaron al Espíritu Santo a escoger la paloma como
símbolo propio, y acaban por darse por vencidos. No va por ahí la cosa. Es asunto de poesía,
más que de teología, que tampoco están reñidas. «Ven, amada mía, paloma mía, ven desde
las grietas de la roca, déjame oír tu voz, porque tu voz es dulce». Todo el Cantar de los
Cantares es un poema de amor, y al amor le gusta expresarse en metáforas. La paloma se
hace al instante ternura, inocencia, sencillez. Es fácil acercarse a ella, no se espanta, no hace
daño. Esos rasgos se aplican con fervor espontáneo al Espíritu Santo, y la imagen ayuda al
contacto. Y luego, al hacerse la paloma símbolo del Espíritu, sucede una cosa curiosa, y es
que, una vez aceptada la relación significativa, proyectamos de vuelta sobre la paloma las
virtudes que sabemos posee el Espíritu, y enriquecemos su figura con los trazos más
escogidos del repertorio divino. La paloma nos ha ayudado a entender al Espíritu, y ahora el
Espíritu, por su parte, ennoblece el carácter de la paloma con el halo de su propio recuerdo.
Así idealizamos la paloma, para que se ajuste más al modelo divino que representa, y la
tratamos con especial cariño, por respeto a quien nos recuerda. Hay animales con suerte.

La paloma aparece al final del diluvio. El cuervo había tenido mala suerte, porque no
hacía más que ir y venir, y Noé desconfió de él. Envió la paloma. Esta volvió la primera vez al
no encontrar donde posarse; en su segunda salida, a los siete días, vuelve con el ramo de
olivo en el pico como prueba de que la tierra está lista otra vez; y en su tercera salida, siete
días más tarde, ya no vuelve. La paloma fue fiel en volver con el verde mensaje, y fue
inteligente en no volver al arca en cuanto vio que podía quedarse fuera, en los prados nuevos
de la tierra recién estrenada. Esa inteligencia de la paloma también le va bien al Espíritu
Santo a quien representa. Sabe cuándo venir y cuándo marcharse. Cualidad importante en el
trato con los hombres.

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Desde entonces la paloma y el ramo de olivo han sido símbolo de paz. Paz cósmica
entre el cielo y la tierra. Pacto firmado con arco iris para que no haya más diluvios y no
vuelva a peligrar el género humano. Garantía de primaveras en ritmo de estaciones, y
sucesión de días y noches bajo la vigilancia de las estrellas. El pacto de Dios con Noé es aún
más generoso y universal que el pacto subsiguiente con Abrahán, y establece el
funcionamiento permanente del universo entero para siempre. Con Abrahán se creará un
pueblo, y antes con Noé se ha establecido el entorno de naturaleza en que ese pueblo pueda
vivir con libertad. Y todo bajo el signo' de la paloma. Paloma que es Espíritu Santo, y, en sus
alas, la paz.

La paz es el deseo más profundo del corazón humano, y desde ahora su don queda
vinculado al Espíritu Santo, dador de paz y dueño de la tranquilidad. El ramo de olivo le llega
al hombre en el pico de la paloma. Siempre que se pinta el símbolo o se cita la imagen, los
hombres, aun quizá sin saberlo están hablando de Dios y la Biblia y el Espíritu. Para que haya
paz entre los pueblos necesitamos que haya paz en los corazones, y para que haya paz en los
corazones necesitamos al Espíritu Santo que la dispensa. Blanca paloma de cándido vuelo.

Lo que era entonces simbólicamente la humanidad entera no pudo abandonar el arca -


incómodo cautiverio; por muy necesario que fuera- hasta que la paloma certifico con su vuelo
la seguridad de la salida. El Espíritu, Santo es quien nos libera de todo cautiverio moral o
Ideológico, físico o mental. Cuando la paloma vuela, podemos abrir las puertas. «Donde está
el Espíritu de Dios, está la libertad», dirá después san Pablo con experiencia propia y ajena.
La paloma nos guía.

Rabinos entendidos ven la paloma en las palabras de la creación: «el Espíritu de Dios
aleteaba sobre las aguas». Aunque allí no se menciona expresamente la paloma, SI se
menciona el aleteo, y ellos adivinan en la Cita la Imagen implícita y comparan la paloma que
vuela sobre las aguas originales de la creación con la paloma que vuela sobre las aguas
conquistadas del diluvio. Nueva creación, nuevo comienzo, inundación que es JUICIO final,
pero sobre ella la continuidad de gracia y esperanza en la paloma redentora que sigue
presente con su vuelo tranquilo. En todos los grandes momentos de la humanidad está
presente el Espíritu para afianzar nuestra fe.

«'Quién me diera alas de paloma para volar y descansar!». 'El salmista pide alas de
paloma. No de águila o de gaviota o de golondrina, que tienen vuelo más potente y rápido y
lejano. Quiere poder volar, sí, porque es hombre inocente acosado por enemigos poderosos
y quiere escapar, de las trampas que le tienden en la ciudad traicionera, al desierto, donde
estará lejos de los hombres y lejos del peligro. Pero quiere escapar con tranquilidad. Con alas
de paloma.

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Volar y descansar. Lo suficiente para elevarse, alcanzar el cielo, burlar a sus enemigos,
buscar seguridad en la distancia. Saber que en cualquier momento, cuando se acerque el
peligro, puede levantar el vuelo y ponerse a salvo. Vuelo tranquilo. Contacto con el cielo,
pero cercanía de la tierra. Poco a poco. Suavemente. Dulcemente. Revoloteo de palomas en
las plazas de la civilización. El mundo, un palomar de convivencia, como también de escape
rápido cuando lo requiera la súbita amenaza. Alas de paloma en cielos turbados.

«Meditaré como la paloma», dijo Isaías, o por lo menos sus traductores latinos. El
arrullar de la paloma, sus largas calmas en el alféizar de la ventana o sobre una viga del
techo, evocan la pausa meditativa del alma en paz. Para meditar hace falta tranquilidad. La
paloma es animal pacífico, y por eso su Imagen evoca la contemplación. Largos ratos en el
hueco solitario de la pared de roca sin cambiar de postura, Sin desplegar las alas. Sólo un
suave ronroneo anuncia la actividad interna de la figura inmóvil que contempla el cielo. No es
extraño que Isaías se quedara mirándola y la devoción de la paloma se hiciera la meditación
del profeta.

Las leyes del Levítico prescribían que los pobres que no tenían dinero para más
ofrecieran un par de palomas en sacrificio de purificación para la madre. Así lo hizo María en
su día, con el Niño en los brazos y José al lado, en la solemnidad del templo de los templos.
Ese rito convierte a la paloma en amiga de los pobres, símbolo de pureza y víctima de
sacrificio. El Espíritu Santo es «padre de los pobres» (pater pauperum), y es esa sencillez,
necesidad, apertura a recibir que caracteriza al pobre, lo que invita su presencia y prolonga
su estancia. El pobre sufre hambre, y el hambre materializa el deseo. Deseo elemental de
pan y alimento que significa el deseo transfigurado de Espíritu y de Dios. La pobreza es el
espacio vacío en el que encaja Dios.

La paloma es pureza por el blanco de su color y la sencillez de sus intenciones. Candor


hecho plumas en el azul del cielo. Y el Espíritu ama a los limpios de corazón, a los sinceros, a
los claros. La vida moderna le ha hecho al hombre volverse complicado, desconfiado,
retorcido. Ya no se fía de nadie no contesta a lo que le preguntan, disimula, miente. Se ha
perdido el «sí» y el «no» del evangelio~, Y los hablares de los hombres son una maraña
tejida a sabiendas para que nadie sepa qué han querido decir y nadie quede atrapado en lo
que dice. La sencillez es atributo del Espíritu, y es, bello recobrar la inocencia de las palabras
entre la hipocresía del lenguaje.

Y la paloma es sacrificio. Collar rojo de sangre sobre su blanco cuello. Ofrenda del
hombre en su humildad rendida, aceptando en carne ajena, pero querida, el dolor de su
situación bajo pasiones que no entiende e injusticias que sufre en espera de que la
aceptación hasta la muerte de su existencia efímera abra para la humanidad doliente el
camino de encontrarse a sí misma en su Dios que la llama. Quizá por eso el Espíritu tomó
forma de paloma sobre las aguas del Jordán cuando Jesús se identificaba con el hombre en
su dolor desnudo para llevar a las últimas consecuencias de sufrimiento y redención la
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realidad humana en toda u pobreza existencial y su capacidad augusta de entrar en DIOS por
la fe. Juan lo vio y dio testimonio.

Y una paloma más. En un viaje a Rusia visité ceca de Moscú el monasterio de Zagorsk
en pleno culto del día mariano de la Asunción de la Virgen. Allí, sobre la pila bautismal, vi
suspendida del alto techo una paloma de plata en la que adiviné la puertecita que podía
abrirse en su cuerpo para llegar al interior. Esa paloma es para los cristianos ortodoxos el
tabernáculo en el que guardan la Eucaristía por si hiciera falta para un enfermo en viático
súbito. El Espíritu Santo entre dos sacramentos, Eucaristía y bautismo~. El Espíritu Santo
formó en María el cuerpo sagrado de DIOS entre los hombres y ahora la paloma guarda
virginalmente en su pecho blanco ese cuerpo sagrado para su unión con el hombre cuando
más lo necesita al entregar su Vida. Y debajo, la fuente de las aguas; otra vez el Espíritu
aletea sobre aguas de creación y de redención. Paloma de plata sobre aguas vírgenes. La
primera imagen de la creación recogida en la fe y el arte de la Iglesia de hoy en tierra
inesperada El Espíritu siempre presente.

«Las alas de la paloma se cubrían de plata, sus plumas con reverberos de oro, y en ellas
brillaba pedrería como nieve en el monte Umbrío» (Salmo 67).

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Don, regalo, dádiva.

El Espíritu Santo es «don del Dios altísimo». Su esencia es ser don, dádiva, gracia que Dios
da al hombre o, mejor, en que Dios se da al hombre con la plenitud de su gozo y la totalidad
de su ser. «Todo don perfecto viene de arriba» dice Santiago, y el Espíritu viene del Padre,
desciende, reposa sobre Jesús, y en él sobre nosotros para llenarnos de cielo en la tierra.
Todo aquello que desciende de arriba prefigura con santo cariño la llegada del Espíritu. La
lluvia, la nieve, alas de ángel de anunciación y palabras de profecía, todo lo que fecunda la
tierra y alegra el corazón del hombre es don y, por consiguiente, es Espíritu, es mensaje, es
presencia, es vínculo de lo más íntimo de Dios con lo más íntimo en nosotros, si es que
sabemos reconocer su toque escondido en las realidades diarias.

«Si conocieras el don de Dios... », dijo Jesús con nostalgia sentida a una mujer
asombrada junto al brocal de un pozo. Si tuviéramos ojos para ver y fe para sentir el
revoloteo del Espíritu que se nos acerca de mil maneras en gozos pequeños e ilusiones
grandes, marcadas siempre con el origen divino de lo que viene de lo alto ... , cambiaría
nuestra vida al contacto repetido de la visita fiel. Una mañana clara que se nos entra por la
cara al abrir la ventana, una palabra amiga, una voz conocida, un manjar favorito, una bebida
refrescante, un chiste, un verso, una carcajada, un apretón de manos, un gozo súbito que no
se sabe ni de dónde viene ni a dónde va un silencio religioso en el alma, un saberse hermano
de todos los hombres y mujeres en la calle, un sueño inocente, una canción alegre, una
carta, una llamada de teléfono, una sonrisa un Juego, un bienestar. Todo eso es don y todo
eso es Espíritu. De lo alto Viene, de lo alto desciende, y llega hasta el fondo del alma, que le
pertenece con reconocida soberanía de Dueño y Señor. Si conociéramos el don de Dios... Si
conociéramos al Espíritu que es don y se nos entrega pedazo a pedazo como muestra y
anticipo del don final del último amor en plenitud perfecta... ¡Dichosas aguas del pozo de
Siquem, que despiertan y calman la sed y abren el entendimiento a una presencia alegre en
los campos iguales de Samaria!

La economía de consumo ha comercializado hasta la vulgaridad, el don exquisito del


regalo con fechas y precios y obligación esperada y mutualidad calculada. El regalo ha
perdido su estirpe al convertirse en mercancía de anuncio bajo publicidad organizada. Ha
perdido la espontaneidad, la elegancia, la sorpresa, la gratuidad del afecto, la representación
del corazón. Ahora solo es el bolsillo el que pesa y calcula y escoge cansado en el escaparate

Carlos G. Vallés. Página 13


GUSTAD Y VED

repetido el objeto baladí. ¿.Selo envuelvo para regalo? Sí, en el papel del mismo
establecimiento en que me llegarán a mí los óbolos que me correspondan en reciprocidad
que no perdona. Estamos perdiendo la nobleza de Vivir, Y según baja la vida de nivel en
entendimiento y libertad, vamos perdiendo los conceptos que realzan las cosas y dan valor a
nuestra existencia. Ya no sabemos lo que es un regalo, no sabemos lo que es un don... ¿y
cómo vamos a saber lo que es el Espíritu Santo, que es don y regalo por excelencia? ¿Cómo
vamos a saber lo que es la Eucaristía si no sabemos qué es una espiga y un racimo? ¿Cómo
vamos a saber lo que es el cielo si no sabemos qué es un banquete? Perdemos fe,
sencillamente, porque perdemos Vida, y DIOS pierde su valer ante nosotros porque los
objetos de su creación lo están perdiendo antes con la rutina de la producción en masa y el
consumo feroz. Perdemos cultura, perdemos refinamiento y, en consecuencia, perdemos la
capacidad humana de apreciar y valorar el Espíritu. La tiranía del supermercado allana la
calidad de la vida, y una vida disminuida nos da una religión disminuida. Hay que recuperar la
vida para recuperar el Espíritu.

Una idea importante de Pablo es que los dones son servicio. No son exclusiva privada
para provecho propio, sino capacitación especializada para servir mejor a la comunidad. Claro
que esa capacitación ayuda a la persona Y levanta su nivel interno de percepción y entrega al
Espíritu que la posee, pero esa elevación tiene lugar en el ejercicio del don para bien de
todos. Responsabilidad alegre de comunicar lo recibido. Condición de crecimiento que liga el
desarrollo del individuo al del grupo, en beneficio de ambos. Recibimos dones para servir
mejor. No vale guardar la moneda de oro en paño anudado y enterrarla en el escondrijo; hay
que invertir el capital y activar el don. Si entiendo algo mejor la acción de Dios, es para
hablar de ello con otros; SI siento alegría, es para alegrar a otros; si siento fervor, es para
animar a otros. Los dones se multiplican al participarlos. El Espíritu viene a mí para hacerse
servicio en mí.

Si he aprendido a reconocer el don de Dios en todos los incidentes que me trae el día,
ahora he de aprender también a interpretar como servicio y vivificar con la conciencia del
ministerio todo lo que yo haga con otros y por otros a lo largo del día. Una palabra de ánimo,
un saludo cordial, un escuchar al que quiere hablar, un caminar juntos, un libro prestado, una
pena aliviada, el trabajo diario bien hecho, la responsabilidad desempeñada, la alegría
expresada, la oración compartida ... : todo eso es ministerio, todo eso es servicio, todo eso es
Espíritu. Quiero sentir que estoy prestando un servicio, no sólo cuando oficialmente dirijo un
programa de ayuda o explícitamente apoyo a alguien, sino en todos mis contactos humanos
con cualquiera que sea y de cualquier manera que sea. El Espíritu está en mí, se comunica a
través de mí, y así, en todo lo que hago acepto el don y entrego el servicio.

«Darse» es quizá la definición más bella de la esencia de la religión, de lo mejor que el


hombre aspira a ser, de la moral más alta, de Dios mismo. También es lo más difícil, y por
Carlos G. Vallés. Página 14
GUSTAD Y VED

eso Dios viene a enseñar, con el mismo movimiento de su ser hacia nosotros, esa oculta
ciencia del darse para verificarse, del ser para otros y así llegar a ser uno mismo, del morir
para vivir. Dios es don de sí mismo en la intimidad secreta de las divinas personas que se dan
unas a otras, el Padre en su totalidad generadora al Hijo, el Hijo en su filiación amorosa al
Padre, y ambos al Espíritu que los une en su lazo vital para que cada uno de ellos sea todo lo
que es en relación a los otros, en plenitud de vivencia total y de entrega mutua. Y esa vida
infinita, que es don excelso entre las divinas personas, se extiende ahora a nosotros en esa
realidad insondable que llamamos «gracia» y que no es otra cosa que la vida de Dios
comunicada a nosotros. El Hijo, con su nacimiento en la tierra, hizo carne la presencia del
Padre entre nosotros, y ahora el Espíritu la acerca más todavía con el don interno de su ser
en el fondo del nuestro. El Espíritu Santo es la Trinidad extendida hasta nosotros, la invitación
a la intimidad eterna, Dios hecho don en el pecho del hombre. Presencia que nos consagra y
nos eleva a la trama trinitaria en que rada uno vive para los demás. Las personas divinas son
«relaciones» vivientes en las que cada uno existe en relación al otro, es decir, para el otro.
Jesús ha sido definido (Bonhöffer) como «el hombre para los demás», y el Espíritu Santo es
«Dios para los demás», el «don del Altísimo» que, al darse a nosotros, nos hace dones para
siempre.

Pablo arguye: « ¿Qué tienes que no hayas recibido?» Todo lo que tenemos y todo lo
que somos es don. Y ahora la conciencia de ser don recibido nos lleva a desear ser don
entregado a los demás en continuación existencial de esa cadena de entregas que viene de
arriba y avanza suavemente de hombre a hombre, hasta abarcar el mundo. El Espíritu Santo,
don de dones, nos enseña a ser don en nuestra vida. «El os enseñará», dijo Jesús. Que
fructifique la lección vital del Maestro divino.

Carlos G. Vallés. Página 15


GUSTAD Y VED

Plan de acción.

«Saldrá un vástago del tronco de Jesé, y. un retoño de sus raíces brotará Reposará sobre él
el Espíritu del Señor, Espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y de
fortaleza, Espíritu de ciencia y de, temor del Señor, y le inspirará en el temor del Señor»
(Isaías 11,2).

Uno de los textos más acariciados por los amantes del Espíritu Con la traducción
«piedad» después de «Ciencia», para no repetir el «temor», se constituyen los Siete dones
que caracterizan la acción del Espíritu en nuestras almas, una vez que reposó sobre «el
vástago de Jesé» y, a través de él, en todos nosotros. Hemos visto que el Espíritu Santo es
don por esencia; y para volver a desgranar ante nuestra mirada, necesariamente parcial, la
riqueza del breve concepto, se despliega el arco iris con «los siete dones sagrados» (sacrum
septenarium) que en letanía musical llenan el alma desde que de niños los aprendimos de
memoria en el catecismo don de sabiduría, de entendimiento, de consejo, de fortaleza, de
ciencia de piedad y de santo temor de DIOS. ¡Cuánta promesa escondida en ese vocabulario
escogido de anhelos humanos y goces divinos! El don del Espíritu fraguado ya en la
esperanza del Antiguo Testamento para su germinación larga y fructífera en la plenitud de los
tiempos en que agradecidamente vivimos.

El número «siete» consagra la plenitud del don, e intelectos sutiles pronto se


ejercitaron en buscar correspondencias entre los siete dones, los siete sacramentos, las siete
virtudes (tres teologales y cuatro cardinales), las siete palabras de Nuestro Señor en la cruz y
las siete primeras bienaventuranzas (ya que la octava, dicen, es resumen de todas las otras y
puede omitirse para el caso). Testimonio de buena voluntad, de los gustos espirituales de la
época, de agudeza de ingenio y, sobre todo, de la importancia concedida a los dones del
Espíritu en la práctica de la religión vivida. Lo que sí queda de las especulaciones antiguas es
una idea fundamental que aclara el sentido de los dones y la manera cómo actúan en nuestra
vida. La idea es que «los dones facilitan el ejercicio de las virtudes», es decir, que nos hacen
fácil y casi natural el reaccionar noblemente ante las circunstancias de la vida, nos inclinan
suavemente a seguir las indicaciones del Espíritu, nos hacen dóciles y ágiles en el deporte del
vivir. Esa facilidad, esa suavidad, esa casi connaturalidad, son el toque del Espíritu Santo en
su acción a un tiempo firme y delicada, eficaz y respetuosa, y eso es lo que aportan sus
dones a nuestro esfuerzo diario para ser mejores.

Carlos G. Vallés. Página 16


GUSTAD Y VED

No es que con eso la acción humana en seguimiento del bien vaya a fluir
automáticamente. Todo lo contrario. Nada de fuerza o coacción. Nada de programación
impuesta. El Espíritu trabaja desde dentro uniéndose calladamente a nuestros esfuerzos,
enderezando nuestros deseos, acompañando nuestros planes. Es corriente en las aguas y
viento en las velas. Anima y alerta. Sugiere y señala. De tal manera esconde su vuelo que
casi nos creemos que todo es iniciativa nuestra, casi nos olvidamos de su impulso cuando
todo va bien, y necesitamos de vez en cuando un descanso en los dones, un eclipse temporal
de la facilidad que nos da el Espíritu, una crisis, un volver a nuestro ser humano, pobre y
desnudo, para volver a anhelar la presencia olvidada, la fuerza huida, la familiaridad
disfrutada inconscientemente en su día y añorada ahora para que vuelva con más ímpetu,
venga desde arriba, surja de dentro y nos devuelva al nivel de vida y de gozo que sabemos
puede el Espíritu causar en nuestro ser.

El Espíritu eleva nuestras facultades. El las creó y las conoce bien. El sabe «de qué
barro estamos hechos», no solo en el sentido de que sabe nuestra debilidad y. nuestra.
impotencia, sino que conoce tan bien como nadie, ni siquiera nosotros mismos, nuestras
posibilidades, nuestros horizontes, las cumbres a que podemos aspirar y las tierras lejanas a
que podemos llegar. Y a eso viene él. A levantar velos, a descubrir paisajes, a apuntar límites
y hacernos entrever y desear nuestro más alto ser en su compañía inefable. Nos dicen los
psicólogos que no usamos en la práctica más allá del quince por ciento de nuestras
facultades, y nos confirma la, experiencia que no rendimos, ni con mucho: lo que podamos
rendir, que se nos quedan las ideas en el tintero y las energías en las veredas de la vida, y no
hacemos, logramos, obtenemos, ni con mucho, todo lo que podríamos hacer, lograr y
obtener; no llegamos a donde podríamos llegar; no amamos como podríamos amar. y
dejando a un lado psicologías y números, sabemos en lo más profundo de nuestro ser que
estamos llamados a algo más alto y más noble en nuestro pensar y en nuestro actuar, que
siempre nos quedamos cortos, que con frecuencia fallamos y nuestra Vida no es lo que
debería ser, y seguimos viviendo muy por debajo de nuestras posibilidades.

Aquí viene el Espíritu a renovar la faz de la tierra, que no es renovar campos y


praderas, sino renovar a hombres, y mujeres para que sonrían los campos del alma con
floración de más profundo entender y mejor amar. El Espíritu Viene por dentro, savia vital de
primavera interna, a potenciar todo lo que en un principio nos dio .Y nos conserva. Nos dio
entendimiento para pensar en la Vida e investigar el cosmos, y así lo hemos utilizado para
avanzar en filosofía y ciencia, en profundizar el sentido de la vida y descifrar el enigma de la
creación. Hemos logrado destellos que solo nos hacen desear llegar más allá y ver más claro
la infinitud adivinada del ser de Dios y el hombre y el mundo. Y ahora el Espíritu, siempre
presente en nosotros desde el comienzo de nuestra aventura humana, intensifica su acción,
activa su don, abre sus alas y llena de luz nueva el paisaje antiguo. Entendimiento, sabiduría,

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GUSTAD Y VED

consejo, ciencia. Dones modernos de ámbito sin fronteras. La capacidad intelectual del
hombre potenciada a mayor nivel desde su raíz permanente hasta la nueva cosecha de
profundo saber. La alegría de reconocer en nuestra madurez intelectual, en la conquista de
un nuevo concepto, en la fruición de una visión recién descubierta, en el resplandor de una
atrevida síntesis, la creciente aurora del Espíritu en nuestra mente. «El os recordará y
explicará todo lo que yo os dije». El Espíritu desarrolla la semilla latente en nosotros, que
necesita su calor y su lluvia para el fruto pleno.

Tenemos fortaleza. Hemos durado hasta ahora en la Vida: hemos hecho frente a
dificultades, hemos superado obstáculos, hemos ganado batallas. Pero también hemos
perdido, hemos retrocedido, hemos sangrado, y nos retiramos ante frentes difíciles y
banderas hostiles. Estamos cansados y pedimos tregua. Y entonces vuelve a nacer la fuerza
del Espíritu en nosotros, afirma nuestros escudos, afila nuestras lanzas y hace. Sonar
trompetas de victoria en los campos de nuestra historia personal y social.

Tenemos piedad y temor de Dios, sabemos rezar entendamos las Escrituras, nos
esforzamos en guardar los mandamientos y amar a Dios sobre todas las cosas. y también ahí
nos. fallan las fuerzas, nos estancamos, nos enfriamos. La oración se hace rutina, y los
mandamientos una carga. Se cumple el deber, pero faltan con frecuencia el fervor y el
entusiasmo. Es el Espíritu Santo, origen ya del primer fervor, que nos vuelve con el don que
enardece la fe y enciende la oración. El encuentro con Dios vuelve a ser alegría, y la conducta
humana se encauza con suavidad hacia normas exactas ..Esa facilidad, ese toque, esa
persuasión íntima, esa inclinación delicada, denotan la presencia creciente del Espíritu en el
alma. Esos son sus dones. La elevación de las facultades del hombre, la capacidad de ir más
lejos, la claridad de ver mejor y la facilidad de hacer todo eso con espontaneidad casi natural.
Los dones son siete, porque siete es el número que lo cubre todo en la profecía y la mística,
como el Espíritu cubre todo el ser del hombre con sus alas; y se especifican siete direcciones
no como exclusivas, sino como muestra de la acción total que todo lo transforma en unidad
paralela y profundidad radical. Promesa firme de renovación eterna.

Los dones del Espíritu se anuncian como privilegio del Mesías, en quien convergen la
sabiduría y entendimiento de Salomón, la prudencia y fortaleza de David, el conocimiento y el
temor de Dios de los patriarcas y profetas. Plenitud de dones en el vástago del tronco de
Jesé. Y la generosidad bíblica permite después ampliar a todos los hombres y mujeres de
todos los tiempos la bendición mesiánica en todos sus dones. El Antiguo Testamento vertido
sobre el Nuevo, la historia de Israel concentrada en mi biografía, el Mesías encarnado en mi
flaqueza. Yo también soy retoño de Jesé, y sobre mí desciende el mismo Espíritu que
descendió sobre Jesús y lo hizo redentor. Por eso resulta tan consolador este texto, y su
lectura llega tan adentro sin casi saber por qué. Ahí va todo un programa de gracia y
bendición para toda la humanidad y para mi propia esperanza.

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GUSTAD Y VED

Este texto de Isaías está ya inspirado por el Espíritu. Es decir, que en él el Espíritu
Santo se está preparando ya autobiográficamente su propia venida, describiendo su plan,
detallando sus deseos. Los dones son los epígrafes de su programa, los capítulos de la
historia por venir, los títulos de su acción. Ellos han escogido deliberadamente para definir su
presencia y caracterizar su actitud. Son originales suyos. Merecerá la pena contemplarlos uno
a uno.

Carlos G. Vallés. Página 19


GUSTAD Y VED

6
Gustad y ved (Don de sabiduría).

La sabiduría es palabra que llena el Antiguo Testamento Tiene un libro entero a su nombre, y
se derrama por salmos y profetas y casi cada idea inspirada, que desarrollan en lenta y
amorosa contemplación el juego de la sabiduría divina en tierras de promesa. «Mis delicias
son jugar con los hijos de los hombres»; y nuestra delicia es jugar, admirar, recibir, llenarnos
de esa sabiduría que da sentido a la vida y gusto a todo lo que hacemos

Gustar. Esa es la palabra clave. El sentido íntimo a la vez espiritual y corporal, que
hace llegar hasta los huesos el entendimiento y el placer sereno de la belleza de las cosas y
el orden que DIOS puso en ellas. Gustar. El sentido del gusto, el más estragado, el más
atrofiado con tantos sabores artificiales y tanta saciedad sensual que le da reparo y
vergüenza decirse de las cosas del espíritu y emplearse en la vocación suprema para que fue
creado, que es gustar a Dios.

«Gustar» e~ latín es sapere, y de sapere viene sapientia, que es «sabiduría». Tiene más
que ver con el «sabor» que con, el «saber». Ignacio escribía que el fin de sus Ejercicios
Espirituales es enseñar a «sentir y gustar de las cosas internamente». El salmo dice que «la
boca del justo meditará la sabiduría» al pronunciarla, al saboreada, al paladearla y rumiarla
para que entre no sólo en su mente y en su entendimiento, sino en su paladar y en su cuerpo
entero, y consagre con su sabor de cielo todo lo que el hombre es sobre la tierra.

El intelectualismo exagerado que vivimos desde hace siglos en Occidente nos ha


privado del contacto con los sentidos, del placer de ver y oír y sentir, de la capacidad de vivir
el cuerpo como parte de nuestro ser, como expresión, morada y socio del alma, como
compañero para siempre en la resurrección de la carne. Triunfo de la razón, pero con
menoscabo del cuerpo; victoria del raciocinio a costa de la derrota de los sentidos. Se
proponen argumentos, pero ¿dónde ha quedado ese argumento sin silogismo s y sin
palabras, esa convicción del fondo del alma que se identifica con el fondo del organismo
entero, ese saber inequívocamente desde los mismos huesos cuál es el camino verdadero y la
respuesta justa, aunque no pueda demostrarse con pruebas matemáticas de cifras y
ecuaciones? ¿Dónde están la intuición, la inspiración, el genio? ¿Dónde está el sentido del
gusto interno y profundo que abre la puerta a todo ese mundo en que se mueven los sabios

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GUSTAD Y VED

y los santos y ven lo que nosotros no vemos y gozan lo que no gozamos, porque tienen esa
facultad, secreta y certera, que llega más allá de las demostraciones de nuestros laboratorios
y las pruebas de nuestros libros de texto?

Frase feliz del obispo Diádoco Foticense: «Sensus mentis est gustus perfectus».
Es todo un párrafo que está pidiendo a gritos ser traducido. «La facultad mental de sentir es
el gusto en toda su perfección, clave de todo discernimiento. Así como, cuando gozamos de
buena salud, el sentido corporal del gusto nos lleva a distinguir sin error alguno los alimentos
sanos de los nocivos, y nos hace apetecer los más saludables y sabrosos para nuestra
satisfacción y gozo, así nuestra mente, una vez que se encuentra en buena salud y libre de
esas enfermedades que son las preocupaciones de todo tipo, puede sentir la dulzura de la
divina consolación, acordarse de su gusto inconfundible y ejercitar así el don supremo del
amor, el don de la degustación exquisita, según dice el Apóstol: 'Esto pido para vosotros, que
vuestro amor crezca en vuestra mente y vuestros sentidos para que probéis y disfrutéis los
gustos más refinados'».

La palabra «gusto» se ha salvado en nuestra sociedad en el «buen gusto», que aún se


manifiesta en la elegancia espontánea de hombres y mujeres que actúan con gracia natural
en la vida diaria. Virtud, casi más femenina que masculina, que no ha de buscarse en la
etiqueta artificial de fórmulas aprendidas, sino en esa facilidad agradable de hablar y vestir,
de la frase feliz, el cumplido oportuno, el traje inteligente, el corte original, el gesto noble, el
porte grácil, la sonrisa real. Todo ese buen gusto deriva, en palabra y concepto, del gusto
esencial que reside en la lengua y que presta la metáfora de su sentido a las expresiones de
mejor conducta del hombre ante los hombres. El don de sabiduría es el don del buen gusto
en las cosas del espíritu. El saber discernir, disfrutar, agradar. La espontaneidad con Dios. La
familiaridad con los hombres. La alegre confianza. El hondo sentir. La facilidad de moverse
con soltura en cualquier ambiente por el sentido constante de lo que pide cada situación. El
buen gusto como principio del bien actuar.

Hay quienes hacen del sentido del gusto, en la estricta acepción de la palabra, incluso
un arte y una profesión. Los catadores de vino afinan sus sentidos, cultivan su experiencia,
repiten sus pruebas, entrenan su cuerpo entero a responder con espontaneidad segura a
cada marca, cada cosecha, cada copa de la bebida siempre distinta y siempre viva. El color,
el cuerpo, el bouquet, la transparencia, el gusto lleno y el gusto después del gusto, en
sucesión aromática de sabor intenso. Los ojos cerrados, la mano acampanada acunando el
vaso, la piel expectante, el olfato alerta, la boca imparcial ante el juicio cierto. Momento de
verdad. Encuentro del hombre y la naturaleza, la sed y el alivio, el deseo y la vid.
Profesionales del gusto en el mercado de sabores.

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GUSTAD Y VED

También hay un vino «que engendra vírgenes», y a él se aplica en plenitud de imagen


el arte de discernir y apreciar todo lo que trae alegría y sostén a la vida. La tranquilidad y la
atención desarrollan esa facultad latente en el catador de los sabores del espíritu. Vendimia y
solera. No se deja engañar. Caen las imitaciones. Se comprueba el certificado de origen. Vino
que llega de viñedos bíblicos, desde la viña que es Israel hasta aquella Vid de la que todos
somos sarmientos. Vino que es sangre y Eucaristía, redención en la cruz y sacramento en
nuestros altares. Y dentro de nosotros, el Espíritu que discierne, que cata, que acerca, que
enseña la adoración y enciende la fe. Oficio sagrado de sabores eternos.

El don del Espíritu despierta los sentidos y valoriza la vida. Su acción trae a la nuestra
el refinamiento del buen hacer, el gusto por la excelencia, el lujo sencillo de los placeres
limpios, la capacidad de disfrutar a fondo con el arte, la poesía, la música. «Sois la sal de la
tierra». Lo que da gusto y sentido a todo lo que hace el hombre. Saber gustar donde la gente
sólo consume; saber disfrutar donde la gente se intoxica; saber reposar donde todo el mundo
tiene prisa por llegar adonde nunca llegan y hacer lo que nunca hacen. El don de vivir, el don
de apreciar la vida y el aire y los árboles y los pájaros. El recobrar las brisas del primer
paraíso, donde cada amanecer era esperanza, y cada hora fruición, y cada atardecer plenitud.
Inocencia de los sentidos y pureza de la mente. Paz en la mirada y alegría en la compañía
mutua, mientras Dios se pasea por las tardes en el jardín que él ha creado.

Saber escuchar música con la tranquilidad orgánica que le devuelve el sonido claro y
profundo de lo mejor que se ha hecho en la tierra con la inspiración que viene de arriba. Hay
quien asiste a conciertos sólo por aplaudir al final, aunque sean como aquella dama del padre
Coloma que «se dormía en los adagios y se despertaba en los rondós», atenta sólo al aplauso
final para demostrar públicamente que le había gustado lo que ni siquiera había oído. Hay
quien lee libros sólo para poder criticarlos, y va a museos sólo para poder decir que ha
estado en ellos. Hay quien vive sin enterarse de que ha Vivido. Vida mecánica sin don de
Espíritu.

Y hay quien, en estos tiempos trabajosos en que vivimos se droga para zafarse de la
vida y escapar hacia oropeles transitorios y artificiales que lo entregan a la desesperación
cada vez, que lo devuelven invariablemente a la realidad pura de que él ha renegado.
Drogarse es raptar a los sentidos ofender a las venas, manchar la sangre, encarcelar el
cerebro: amortajar el cuerpo. La droga es lo más opuesto al don del Espíritu, y SI nuestra
amenazada civilización ha de salvarse de la plaga maldita, ello ha de ser por la acción
repetidamente benéfica y siempre creadora del Espíritu, que devuelve su nobleza a los
sentidos, su dignidad al hombre y su gusto a la vida.

Quien ha gustado las aguas limpias «que alegran la ciudad de DIOS» .no volverá a sentir
atractivo alguno por los barrizales turbios del engaño malsano. Para que no se nos degrade la
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GUSTAD Y VED

facultad de sentir, basta con gustar el sabor transparente del torrente «que brota del trono
de Dios y del Cordero». Ante ese gusto único desaparecen los requerimientos oscuros de
gozos Ínfimos. El original ahuyenta a los plagios. Por eso los dones del Espíritu son
redención, por eso son dones del Mesías que salva a la humanidad. No son lujo de élite para
unos pocos, si no la necesidad básica de todo el género humano. No son adorno, sino
alimento. Robustecen y liberan y salvan. Son gracia y esperanza. Son promesa y futuro. Son
la misma vida.

Jesús «crecía en sabiduría». No podía ser menos. Obra del espíritu en su nacimiento,
su crecimiento es integral; y, según se afirma su cuerpo y se abre su mente, se incrementan
en el los dones de lo alto, y sobre todos ellos la sabiduría, que marca su estirpe y consagra
su misión. A los doce años en escena tan exegéticamente difícil como enamoradamente bella.
Deslumbra a los doctores del Templo con sus intervenciones en la catequesis pascua!. No se
trata, como a veces equivocadamente se ha representado, de un estudiante superdotado
poniendo a sabiendas en apreturas a maestros tradicionales ante un público dispuesto a
reírse de ellos. Lejos de Jesús tal actitud. Los doctores de la ley no se enfadaron con él, sino
que «se admiraban de sus respuestas». Jesús procede con tacto y respeto, se acerca con
reverencia a maestros venerables en el lugar sagrado, y abre su alma a la tradición de su
pueblo mientras escucha y piensa y pregunta y contesta. Sabiduría hecha luz en sus ojos,
hecha ternura en su voz, hecha impaciencia en su juventud, hecha promesa en su
consagración incondicional y precoz a «las cosas de su Padre». Y luego largos años de
Nazaret para que germine el vástago de Jesé y madure la esperanza, que en el Mesías ha de
alcanzar a toda la historia.

Así llega el momento anunciado en que las aguas del Jordán se llenan de poder y se abre el
cielo y se oye la voz, y Jesús se sabe Hijo amado en misión redentora. Cita de Espíritu Santo
en unción de Mesías. Con esa plenitud del Espíritu vuelve a su pueblo y habla en la sinagoga,
y sus paisanos se asombran de su sabiduría. Testigos del don que ilumina por un sábado la
oscuridad habitual del rito repetido. ¿De dónde le vienen a éste estas luces? Estaba lleno del
Espíritu, y así dispuesto a comunicado a los discípulos, y por ellos a todas las generaciones.
«Recibid el Espíritu Santo». «Les abrió los ojos para que entendieran las Escrituras». «No
podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con que hablaba Esteban». Herencia permanente
del don que no acaba nunca, porque siempre se necesita.

Hay un capítulo en el Libro de la Sabiduría tan «neotestamentario» dentro del Antiguo


Testamento que tiene su lugar entero y privilegiado en este momento como profecía y
realización del don que rige y acompaña la acción de Dios sobre su pueblo. Cito con placer:

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GUSTAD Y VED

«Cuanto está oculto y cuanto se ve, todo lo conocí, porque la que todo lo hizo, la
Sabiduría, me lo enseñó. Pues hay en ella un espíritu inteligente, santo, único, múltiple, sutil,
ágil, perspicaz, inmaculado, claro, impasible, amante del bien, agudo, incoercible, bienhechor,
amigo del hombre, firme, seguro, sereno, que todo lo puede, todo lo observa, penetra todos
los espíritus, los inteligentes, los puros, los más sutiles. Porque a todo movimiento supera en
movilidad la Sabiduría, todo lo atraviesa y penetra en virtud de su pureza».

«Es un hálito del poder de Dios, una emanación pura de la gloria del Omnipotente, por
lo que nada manchado llega a alcanzarla. Es un reflejo de la luz eterna, un espejo sin mancha
de la actividad de Dios, una imagen de su bondad».

«Aun siendo sola, lo puede todo; sin salir de sí misma, todo lo renueva; en todas las
edades entra en las almas santas y forma en ellas amigos de Dios y profetas, porque Dios no
ama sino a quien vive con la Sabiduría».

«Es ella, en efecto, más bella que el sol, supera a todas las constelaciones; comparada
con la luz, sale vencedora, porque a la luz le sucede la noche, pero contra la Sabiduría no
prevalece la maldad. Se despliega vigorosamente de un confín al otro del mundo, y gobierna
de excelente manera todo el universo».

«Yo la amé y la pretendí desde mi juventud; me esforcé por hacerla esposa mía y me
constituí en el amante de su belleza. Realza su nobleza con su intimidad con Dios, pues el
Señor del universo la amó. Está iniciada en la ciencia de Dios y le guía en la elección de sus
obras».

«Si en la vida la riqueza es un bien deseable, ¿qué cosa más rica que la Sabiduría que
todo lo hace? Si la inteligencia es creadora, ¿quién sino la Sabiduría es el artífice del
universo? ¿Amas la justicia? Las virtudes son el fruto de sus esfuerzos, pues ella enseña la
templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza: lo más provechoso para el hombre en la
vida. ¿Deseas además gran experiencia? Ella sabe el pasado y conjetura el porvenir,
interpreta las máximas y descifra los enigmas, conoce el alcance de señales y prodigios, así
como la sucesión de épocas y tiempos».

«Decidí, pues, tomarla por compañera de mi vida, sabiendo que sería mi consejera en
los días felices y mi aliento en las preocupaciones y penas».

<< Me dirigí al Señor y se la pedí; le dije con todo mi corazón: Dios de los Padres,
Señor de la misericordia, que con tu palabra hiciste el universo y con tu sabiduría formaste al
hombre para que dominase sobre los seres por ti creados, rigiese el mundo con santidad y
justicia y ejerciese el mando con rectitud de espíritu: dame la sabiduría, que se sienta junto a
Carlos G. Vallés. Página 24
GUSTAD Y VED

tu torno, y no me excluyas del número de sus hijos >>


(Sabiduría 7,21-8,9; 9,1-4).

Santa María, sede de la Sabiduría, ¡ruega por nosotros!

Carlos G. Vallés. Página 25


GUSTAD Y VED

Ved y gustad (Don de entendimiento).

Jesús se queja de sus discípulos. << Aún están sin entendimiento?». Podían haberle
contestado: << es que aun no hemos recibido el Espíritu Santo » Jesús les contaba
parábolas lirios y los pájaros, les hablaba con sencillez del campo y las cosechas y de
banquetes y fiesta. Y los discípulos le oían con gusto y con amor, se colgaban de sus labios,
alargaban con su atención las charlas del maestro. Pero al final tenían que preguntarle y
rogarle: <<Explícanos esa parábola >>. ¡A eso hemos llegado¡ Explicar una parábola. <<
Pero no sabéis que…?>> Y Jesús explica una y otra vez, y luego los emplaza a la cita
definitiva, en que el Espíritu Santo vendrá y les explicará todo y les abrirá la mente y los
conducirá a toda verdad.

«Felipe, llevas tanto tiempo y aún no me conoces?». Otra queja. La última; porque ya
se acercan sombras que convergen hacia la cita en el huerto donde Jesús pasa su última
noche con el Padre. ¿ No me conocéis? Pero, Señor, carne y sangre no pueden revelar lo que
sois. Miles de personas os han visto y oído de Galilea a Judea, han seguido vuestros pasos y
escuchado vuestros discursos. Y se han entretenido por un rato, han alabado vuestra doctrina
y han admirado vuestra personalidad, han sido curados de sus dolencias, han participado del
pan y los peces que les has repartido... y se han marchado para seguir viviendo sus vidas tal
como las vivían antes, como si vos no hubieseis pasado por ellas. No basta oíros para
entenderos, ni veros para amaros. Vos lo dijisteis, Señor. «Nadie puede venir a mí si el Padre
no lo trae». Y nadie puede entenderos a vos, entender vuestra persona y vuestra doctrina si
el Espíritu no se lo revela. Y hoy se repite la situación. Todo el mundo conoce vuestro
nombre, Señor, todo el mundo ha oído hablar de los Evangelios, todo el mundo sabe lo que
es Navidad y, sin embargo, la mayoría pasa de largo, os ve sin conoceros, os cita sin
entenderos, os saluda sin invitaros a su casa, y menos a su corazón. El mundo sigue siendo
«carne y sangre» y no os reconoce aunque estéis en medio de todos. «En medio de vosotros
está Uno a quien no conocéis», dijo el Bautista; y lo que dijo él cuando acababais de llegar
sigue siendo verdad hoy que lleváis siglos por nuestras tierras y vuestra imagen está en todos
los caminos y vuestro nombre en todos los labios. No os conocemos, Señor. No sabemos la
verdad de vuestro ser y la dulzura de vuestra compañía. No penetramos en la intimidad de
vuestra vida, no sospechamos la profundidad de vuestra unión con el Padre y el Espíritu
Santo. Aun el orar lo hacemos por costumbre, y al pronunciar vuestro nombre se nos escapa
su poder. Somos cristianos de superficie, discípulos del montón. Hoy más que nunca

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GUSTAD Y VED

volvemos a necesitar ese Espíritu que nos descubra vuestras profundidades, nos revele
vuestros tesoros, nos lleve a vos.

Ese es el don de entendimiento. El don de entender, y entender precisamente lo que


más merece la pena entender. Entender a Jesús, entender su doctrina, entender a su Padre y
al Espíritu. Entender por dentro, profundizar, penetrar. intelligere en latín es «intus-
legere», leer por dentro, estudiar a fondo, llegar al corazón. Se puede leer y estudiar y
escribir sin siquiera rozar el sentido real de la verdad profunda. Hasta un ateo puede escribir
una tesis sobre Jesús y su doctrina, y no falta quien lo ha hecho. Podrá tener todos los
«conocimientos» que llevan a un título académico, pero le falta el << conocimiento >> que
lleva a la persona y a la fe y al amor. ¡ Cuánta literatura sobre Jesús, y que poco llegamos a
entenderlo! ¿Aún no me conocéis?>>. Danos el don del espíritu, Señor el don del
conocimiento, para que te conozcamos como te conoce el Espíritu, como tú eres.

Todos los días leemos las escrituras. Pasajes que conocemos de antiguo, lecturas
cargadas de historia., frases que quizás rebelaron de puro sabidas; de vez en cuando la
caricia de un recuerdo atesorado en una cita oculta, el ritmo suavizante de carencias queridas
con años de amistad, y siempre la lectura tranquila de páginas de fe. Y de repente, cuando
menos se espera en el rito diario, se abre un texto antiguo ante ojos atónitos, se hace luz, se
vislumbra el cielo, se contempla el rostro de Dios reflejado en sui palabra fiel, se adivina la
plenitud de la revelación escondida en la fase hecha cristal. ¡si había leído yo mil veces esa
frase y no había caído en la cuenta! ¡sí había meditado mil veces ese pasaje y nunca había
sospechado su belleza! ¡ si lo sabía de memoria y no entendía su significado¡ Y ahora todo es
tan claro, tan sencillo, tan bello…Años de estudio y horas de meditación no me habían
descubierto lo que esta experiencia de luz me ha revelado en un instante. Ese es el don de
entendimiento, el aleteo del Espíritu Santo, el eco de pentecostés. Hace falta el estudio y
hace falta la meditación; pero sobre todo, hace falta la confianza de dejarse sorprender por el
Espíritu en rincones llenos de promesa.

Jesús dedicó tiempo a prepararle discípulos al Espíritu Santo, a hacer pensar a mentes
dóciles, a trabajar el don de entendimiento. Le gustaba hablar largo, a solas, de persona a
persona, alargando la noche si hacía falta, incluso arriesgándose a que se interpretasen mal
sus charlas privadas, repitiendo argumentos, invitando preguntas para instruir a cada uno
según su carácter y preparar la venida del Espíritu con sus dones sobre aquellos que se le
acercaban en la vida. «Maestro, ¿dónde vives? Venid y ved. Y se quedaron con él todo el
día». Largo encuentro de secreta memoria. Velada íntima que consagró a dos discípulos. «
¡Hemos encontrado al Mesías!». Noche feliz de revelación personal.

Nicodemo llegó al amparo de la noche. Frases preparadas de presentación.


Planteamientos abstractos. Diálogo que llega a filosofía. El viento que sopla donde quiere, y
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GUSTAD Y VED

el hombre que vuelve a nacer. La perplejidad atónita y confusa de quien se llamaba maestro:
«¿Tú te dices maestro ... y no entiendes eso?». El maestro no entiende. La lección continúa.
El maestro se hace discípulo, y el diálogo se hace monólogo, hasta que el cronista se olvida
de que Jesús tenía a alguien ante sí al hablar, y la entrevista acaba sin interlocutor, en
meditación sapiencial ante la noche sola.

La mujer samaritana llegó sin saberlo. No esperaba a un extraño en el pozo ancestral.


Se resistió al diálogo. ¿Cómo me pides de beber? ¿Cómo vas a sacar agua? ¿Acaso eres
mayor que nuestro padre Jacob? Pero poco a poco la enseñanza del Maestro paciente se abre
paso a través de una historia dudosa, y una mente rebelde se abre al entender. Señor, dame
de ese agua. Veo que eres profeta. ¿No será éste el Cristo? Jesús sabe vencer resistencias y
allanar obstáculos. Sabe llevar paso a paso, aun al indiferente y al hostil, la revelación que
cambia la vida. «Sabemos nosotros mismos que éste es el Salvador del mundo».

En Jerusalén, el diálogo fue con grupos de gente que venía a la fiesta y frecuentaba el
Templo. Curiosidad en unos, enemistad en otros. «Muchos creyeron en él», mientras otros
«cogieron piedras para apedrearlo». Y, en medio de sentimientos encontrados, Jesús
continúa su labor de enseñar, de dialogar, de abrir entendimientos y preparar revelaciones.
«Yo soy la luz del mundo». «No me conocéis a mí ni a mi Padre». « ¿Por qué no entendéis mi
lenguaje?». «¿Por qué no escucháis mi palabra?». Aunque sus explicaciones no se acepten,
Jesús continúa su labor de enseñar, de hacerse entender, de alumbrar el conocimiento en las
mentes de quienes lo deseen. No le quedaba mucho tiempo para hacerlo.

La despedida también es conversación larga con su grupo más íntimo, lección última
de claridad y cercanía en vísperas de cruz. « ¡Ahora sí que hablas claro!» le dicen los
discípulos agradecidos con la sorpresa del pronto entender. «Yo soy el camino, la verdad y la
vida». Palabras que hacen luz en las mentes dispuestas. Entendimiento fácil tras la
convivencia y confianza, y ante el peligro y la separación. Al fin comprenden los lentos
discípulos disfrutando en anticipo del don que pronto ha de llevar a su consumación el
Espíritu hoy prometido. A Jesús le bastaba saber que había sido comprendido para poder
despedirse con misión cumplida en la intimidad del sacramento que entrega cuerpo y sangre
para presencia perpetua en sombra de pasión. «Dejaréis de verme, pero pronto volveré a
vosotros. Quedaos en Jerusalén. Recibiréis el Espíritu Santo». El Espíritu continuará la obra
de Jesús de iluminar mentes y abrir corazones. El don de entendimiento como patrimonio
permanente para la humanidad en busca de luz.

Cinco veces repite un salmo la plegaria directa: «Dame entendimiento» (Salmo 118). Y
otro proclama la gracia conseguida: «Entendieron sus obras» (Salmo 63). Entender la obra
de Dios en la historia humana y en la vida propia. Ver su mano. Trazar el mapa. Y saberse
actor escogido en el drama que acaba en gloria. «Veremos y amaremos», como soñaba
certeramente Agustín.

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Visión del plan de Dios que alcanzó Pablo y está destinada a ser nuestra por el don del
Espíritu. «Misterio que en generaciones pasadas no fue dado a conocer a los hombres, como
ha sido ahora revelado a sus santos apóstoles y profetas por el Espíritu: que los gentiles sois
coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma Promesa en Cristo Jesús
por medio del Evangelio, del cual. Ha llegado hacer ministro conforme al don de la gracia de
DIOS a mí concedida por la fuerza de su poder. A mí, el menor de los santos, me fue
concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles .la inescrutable riqueza de Cristo, y
esclarecer como se ha dispensado el Misterio escondido desde Siglos en Dios, creador de
todas las cosas para que la multiforme sabiduría de Dios sea ahora manifestada a los
Principados Y a las Potestades en los cielos, mediante la Iglesia, conforme al previo designio
eterno que realizó en Cristo Jesús, Señor nuestro, quien, mediante la fe en él, nos da valor
para llegarnos confiada mente a Dios» (Efesios 3,5-12).

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Sabiduría en acción (Don de consejo).

Una vez que hemos gustado y entendido (gustar antes de entender, pues no se puede
entender sin gustar), nos toca aplicar a las situaciones concretas de la vida, en nosotros y en
los demás, la visión que ennoblece y anima nuestro diario caminar. Ese es el don de consejo.
Aconsejarnos y aconsejar. La postura difícil, el problema familiar, la decisión dudosa, la
solución práctica. La vida está hecha de incidentes encadenados, y cada uno de ellos trae su
pequeña perplejidad, su lista de opciones, su necesidad de escoger. ¿Voy o me quedo?
¿Acepto o rehusó? ¿Me lanzo o me espero? ¿Quién me lo dirá? ¿Quién me aconsejará? ¿ cada
instante trae su necesidad de reflexión, y hace falta la atención constante para dirigir la vida.
El don de consejo es sabiduría en acción.

Y yo no vivo sólo. Junto a mí viven otros, y a mis decisiones influyen en sus vidas
coma las suyas en la mía. Lo que es más: yo puedo también influir en sus decisiones,
indirectamente con mis comentarios y opiniones, y directamente si me piden consejos. Este
es el gran servicio que podemos prestarnos unos a otros: Ayudarnos a vivir con ayudarnos a
tomar decisiones en la vida. La palabra oportuna, el consejo leal, el momento de luz cuando
todo era oscuro, la alternativa inesperada cuando nadie veía solución. Y el escuchar callado,
reverente, largo y atento cuando alguien habla en confianza de su lucha con la existencia, de
su desilusión ante el amor roto, de su duda ante el futuro, de su desánimo o de su confusión.
Silencio que puede ser el mejor consejero al crear el espacio en que el que habla se oiga a sí
mismo, escuche su voz, defina su situación y analice sus detalles, y al hacerlo vea él mismo la
dirección clara, la salida segura, la postura firme que ha de valerle en el momento difícil, y, al
verla como efecto de su propio razonar, la adopte con naturalidad y seguridad en avance
ganado. El don de consejo es don social que nos une a unos y a otros en la búsqueda
continuada del camino acertado que nos acerca a Dios.

El consejo se basa en la sabiduría y el conocimiento. Con ellos obtenemos la visión que


Dios tiene de las cosas, del mundo, de la vida; y, una vez conseguida esa visión, podemos
situar en ella el episodio concreto que queremos enfocar para darle su puesto y su sentido.
Es como consultar el mapa a lo largo del camino. El mapa nos da el punto de partida y el
punto de llegada y los cruces y los desvíos. Nos da la dirección general que hemos de seguir,
las distancias y las alturas. En él obtenemos las coordenadas que fijan y orientan el momento
presente. Y desde esa perspectiva segura podemos decidir y escoger. El don de consejo sigue

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en ejecución al de sabiduría y al de entendimiento, porque necesita ese saber y ese entender


para determinar el curso de acción en un momento dado.

Dios lleva a cabo su plan «según el consejo de su voluntad» (Efesios 1,11). Ese divino
consejo es el que se hace nuestro en el don del Espíritu y nos deja penetrar la visión de Dios
para hacerla nuestra. Aconsejar a otro parece a primera vista una tarea puramente humana
de sentido común y prudencia práctica. El arte de la política, de encontrar salida donde
parece que no la hay, de complacer a todos haciendo lo que no le gusta a ninguno, de
ocultar la verdad sin decir abiertamente la mentira. Devaneos humanos de oportunismo
culpable. Nada más lejos del saber divino, que busca ante todo la verdad y sabe cómo
hacerla realidad suave y amable en cada momento y en cada ocasión. Nuestro gran defecto
es precisamente que nos creemos demasiado listos; creemos que nos las sabemos todas, que
podemos prescindir del consejo divino y arreglárnoslas por nosotros mismos con nuestra
experiencia y nuestros recursos. Vemos hombres de mundo que obtienen éxito y consiguen
fama con su talento y su intriga, y creemos que imitándolos a ellos podemos nosotros
también dar con caminos de progreso y triunfar en la vida. Triunfo engañoso. Con ardides
humanos no vamos a ninguna parte, sino a la frustración y la desesperanza. Hay que adquirir
otra visión, ganar otras alturas, consultar otra sabiduría. Hay que volver una y otra vez al
ambiente limpio de verdades del alma donde las cosas tienen otro color y la vida otra
dirección. Hay que situarse en el plan de Dios para saber lo que hay que decidir en el
momento concreto. Hay que cultivar la eternidad para saber lo que hay que hacer hoy.

El consejo es la sabiduría práctica en menesteres diarios. La Escritura nos da ejemplos


bellos de personajes insignes. Salomón supo cómo dirimir la contienda de dos mujeres y un
niño sin testigos y sin pruebas. Daniel consiguió liberar a la indefensa Susana de la acusación
insidiosa de dos ancianos del pueblo. Y Jesús mismo, con la plenitud de sus dones de Mesías
y del Espíritu que en él moraba, confundió a quienes le tendían trampas bien preparadas para
desprestigiar su ministerio. «Esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. Moisés dice que en
tal caso hay que apedrearla. ¿Tú qué dices?». « ¿Es lícito pagar tributo al César, sí o no?».
Jesús salva la situación con una moneda y una inscripción. ¿Qué dice aquí? Leed vosotros.
Responded vosotros. Ahí tenéis la respuesta. Jesús se inclina calladamente y escribe en el
polvo. y los acusadores se van marchando uno por uno, comenzando por los mayores.
Solución consoladora donde parecía no haber salida. Y quizá el momento más profundo del
don de consejo en Jesús fue cuando calló ante Herodes. Silencio amonestador que, en el
respeto de la vergüenza condena la petulancia e invita a la reflexión. Reaccionar ante cada
situación y ante cada persona con la medida exacta con la actitud que ayuda, con el consejo
que libera. Fijar direcciones en un mundo de confusión. Abrir puertas a las mentes cerradas.

Lo que nubla nuestra mente es la prisa de vivir, la ansiedad de acertar la agonía de


decidirse. La precipitación es madre de equivocaciones. Nos asustamos, nos atropellamos,
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nos lanzamos a la primera proposición y, apenas tomada la decisión, nos arrepentimos de


haberla tomado. Nos falta la paz el sosiego, la perspectiva, la distancia que devuelve la
proporción a las cosas y el juicio a nuestra mente. Y a veces, al contrario por la misma
dificultad que trae consigo el decidirse, nos retrasamos, nos alargamos:esperamos mas de lo
que deberíamos esperar, pasa la ocasión y nos. quedamos sin tomar una decisión, que es la
peor de las decisiones. La inercia espiritual o la precipitación en decidirse. Cada decisión
tiene su momento, y adelantarlo o retrasarlo desvirtúa la eficacia del discernimiento. Aspecto
importante del don del Espíritu que nos sitúa en la encrucijada exacta al momento de elegir
el camino. Sentido del tiempo, oportunidad en la acción respeto a la marcha de la vida. No
apresurarse a rezagarse, sino cada cosa a su tiempo y cada decisión en su momento. Hacer
las cosas a su tiempo es la primera condición para hacerlas bien.

Al ejercer el don de consejo con otros es cuando más delicadeza y atención al Espíritu
se requiere: Aparte de la disposición general de situarse en el plan de Dios, es esencial en
esos momentos abrirse al contacto presente de la inspiración de arriba. Toda persona que ha
recibido confidencias sabe que llegan momentos en que todo razonamiento falla y todo
discurrir humano se queda corto. Se puede escuchar con respeto, se puede repetir lo que la
otra persona ha dicho para engendrar claridad, se puede resumir, se puede comentar, pero
cuando llega el momento de tomar una decisión difícil de contemplar opciones que todas
duelen, de dar el paso en lo que parece oscuridad total, todos los recursos resultan inútiles y
todo apoyo se rompe. En cambio, si hemos aprendido a escuchar desde el principio a la otra
voz que está presente en el diálogo, si estamos a tono con sus acentos si cedemos a sus
indicaciones, vemos luz donde todo era tinieblas, encontramos respuestas que no son
nuestras conseguimos comunicar consuelo y esfuerzo más allá de lo que nos atrevimos a
esperar. Más que aconsejar una persona a otra, es dejarse aconsejar ambas por el Espíritu
que las dirige y que usa instrumentos humanos, más eficazmente cuanto más dóciles sean a
su influjo, para hacer sentir la suave inclinación de su curso certero.

El secreto del don de consejo al ejercerse de persona a persona es el centrar la


atención no en el problema, sino en la persona. No hay enfermedades, sino enfermos. No
clasificar nunca con etiquetas fáciles, no recitar libros de texto no fulminar soluciones. Por
conocido que sea el problema: es nuevo cada vez, porque es distinta la persona que lo vive.
no se trata de Premisas y conclusiones; no hay que aplicar formulas repetidas. Hay que
mirar a los ojos, hay que atender a. la voz, hay que respetar el dolor, hay que escuchar en
silencio. Estudios especiales y experiencias pasadas quedan todos archivados por el
momento, útiles, sí, pero como fondo y entrenamiento, no como norma final o manual de
referencia: Sobre ese fondo viene ahora el contacto real de la persona amiga, la situación
concreta, el problema vivido. Ahí es donde actúa el Espíritu y se deja sentir su persuasión
callada. La docilidad a sus dones nos prepara para el momento necesario; y, aplicándonos el
don de consejo a nosotros mismos aprendemos a aplicarlo a los demás. Servicio de persona a

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persona que tanto alivio puede traer al trajín de las almas en el largo vivir. Madre del Buen
Consejo, ¡ruega por nosotros!

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El poder de Dios (Don de fortaleza).

Hemos conocido el camino. Ahora hay que recorrerlo. El Espíritu nos ha mostrado la dirección
general de nuestra vida así como nos va mostrando las aplicaciones concretas de nuestra
primera elección a las elecciones cotidianas que hacen la vida. Sabemos lo que hay que
hacer. Ahora hay que hacerlo. El don de consejo nos ha situado enfrente de las opciones que
marcan nuestro andar y ha señalado la dirección de avance en cada caso con llamada de
urgente claridad. Pero no nos basta con la llamada. Necesitamos fuerzas para obedecerla. No
nos basta con el don de consejo; necesitamos el don de fortaleza. La fuerza, el valor, la
constancia, la perseverancia. El consejo hecho acción, la sabiduría hecha poder. Los dones
continúan su tarea.

Dios no hace las cosas a medias. El es saber y es poder. « El da el querer y el obrar».


El querer es parte del obrar, ya que una vez que se pone en marcha el organismo humano,
que es todo uno, no puede menos de tender a poner en práctica lo que ha visto que es
bueno y ha llegado a desear .. El querer el bien viene de Dios, y con ese querer ha de venir
también el poder y el hacer, ya que Dios no puede engañar, como sería si diera el comienzo y
negara la consumación, diera el dese? y negara la obra. Jesús mismo condenó al labrador
que comienza el surco y lo deja a medias, al contratista que comienza a edificar la torre y no
la acaba. Dios no es así. Comienza y acaba. Promete y cumple. Da los santos deseos y da la
fuerza del Espíritu para llevarlos a cabo. Ese es el don de fortaleza.

Una de las razones que damos al analizar la triste situación de la falta de vocaciones
en nuestro tiempo para el sacerdocio y la vida religiosa es que a las generaciones de hoy no
les gusta comprometerse a algo que ha de durar de por vida. No falta generosidad, y los
jóvenes de hoy se ofrecen valientes para ir a trabajar a un país subdesarrollado, para
encargarse de tareas de vanguardia en tierras difíciles, para servir a los más necesitados en
el cuerpo y en el alma. Lo hacen con entrega y nobleza, representan a Cristo, se templan en
la experiencia, y todo eso es magnífico, es vivir valores cristianos con ejemplaridad alegre.
Pero es sólo por una temporada, por unos años, por una etapa. Después, ya veré... No me
comprometo. Tengo toda la vida por delante. Cuando vea más, ya decidiré lo que quiero
hacer. Mientras tanto, otra experiencia, otra temporada. Se hace el bien a muchos, se forma
uno a sí mismo. Pero es sólo una etapa. No hay decisión permanente. No hay entrega de por
vida. No hay sacerdocio. No hay votos. Si ha de haber vocaciones en la Iglesia de Dios,

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GUSTAD Y VED

necesitamos una nueva efusión del don de fortaleza.


Los grandes valores humanos son de por vida. La entrega, el compromiso, la promesa.
Tanto en la familia como en la religión. También el matrimonio es entrega mutua y
permanente para toda la vida. Y también ahí vemos a jóvenes de hoy titubear, dudar,
retrasar, evitar con fórmulas parciales y temporales el compromiso definitivo que abarca la
vida entera. Y en esos ensayos y esas medias tintas se pierde el valor noble y grande del
compromiso total. La vida no puede vivirse a pedazos. Hay que definirse, hay que entregarse.
Hay que mojarse. En nuestros días vilipendiamos, y con razón, a los «tránsfugas» que
cambian de partido político, pero luego vamos y hacemos nosotros lo mismo. con cosas
mucho más importantes que la política. Se cambia de compañero o compañera, se cambia
de orientación en la vida, se cambia de convicciones, se cambia de todo. Padecemos una
interpretación envenenada del don divino de la libertad. Nos quieren hacer creer que ser libre
es hacer lo que a uno le dé la gana, no comprometerse nunca, no definirse, no <atarse». Al
contrario la libertad es el don de poseerse a sí mismo para entregase en plenitud de
conciencia y generosidad de ánimo a las causas grandes de la vida y del espíritu; «El amor es
fuerte como la muerte», dijo el libro que mas, sabe de amor en la Biblia, el Cantar de los
Cantares, y esa es su esencia y su verdad. El amor verdadero, sea entre hombre y mujer o
sea entre el alma y su Dios, que ambos se cantan en el libro sagrado, es fuerte como la
muerte y hasta la muerte; y si no, no es amor. Y hay quienes ahora quieren hacerlo débil
como la moda que se cambia cada primavera. ¿Que se lleva esta temporada? Tira el vestido
usado y compra el nuevo. Así no hay amor, así no hay familia, así no hay sacerdocio, así no
hay vida. Mariposeo caprichoso que liba todas las flores sin escoger ninguna. El amor es
fuerte, y por eso el don de fortaleza es el don de amar.

Se usa mucho ahora la palabra «compromiso». Compromiso político, religioso, social.


... Es palabra Joven, cargada de energía. Nos gusta pronunciarla en todos los contextos
echarla por delante en conferencias y diálogos y discusiones y encuentros. Y la palabra puede
mucho, es dardo que penetra y llega y hiere para sanar. Pero también puede quedarse en
puro viento, e incluso su repetición esperada puede erigirse en sustituto engañoso de la
acción. Cuanto más se habla del compromiso, menos se practica. Se convence en palabra
cómoda para expresar ideales a los que nadie aspira. Se desvirtúa su contenido, se acorta su
permanencia, se reduce su alcance. Y ya puede pronunciarse sin miedo, porque nadie exigirá
que se lleve a la práctica lo que el primer vocablo significa. Vivimos en una sociedad en la
que todos hablan de compromiso y a nadie le gusta comprometerse. En el breve tiempo que
la palabra lleva de moda, se ha desgastado. Palabra joven que ha nacido vieja.

Volviendo a la teología del Espíritu, hay autores tradicionales que consideran el don de
fortaleza como una gracia especial para momentos heroicos. El don del martirio, de resistir
tentaciones violentas, de abrazar sufrimientos extraordinarios. Verdad es que todos
necesitamos ayuda especial en esas crisis. Pero el don de fortaleza no es sólo para ocasiones
extraordinarias, es para todas las ocasiones y todas las horas. Es el don que da fuerza para

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GUSTAD Y VED

vivir. ¿Qué cosa más heroica que la vida en su incógnita dolorosa, su larga brevedad, su
sequedad impenitente, su ignorado final? Hace falta valor para vivir, para enfrentarse día a
día con la tarea ingente de arrastrar la existencia veinticuatro horas más, para seguir viviendo
cuando entran ganas de morir. Hay días cargados de dolor en la vida en los que parece
imposible seguir andando, y más sin saber hasta cuándo, sin saber, por dónde, << ¡basta ya,
Señor ¡ llévate mi vida, que no soy mejor que mis padres>>. Si hasta un profeta, y un
profeta como Elías, pierde el ánimo de vivir, ¿qué no nos pasará a nosotros en nuestros
propios desiertos de humano desaliento? También nosotros necesitamos la mano del ángel, la
hogaza de pan y el jarro de agua. El don de fortaleza. << Elías se levantó, comió y bebió, y
con la fuerza de aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el monte de
Dios, el Horeb>>. Cuarenta días es la vida entera.

Rabindranath Tagore, en sus charlas de reflexión religiosa en Santiniketan, dice que


todos deberíamos tener un camello en nuestros establos. No basta con caballos. Los caballos
nos sirven para pasear y galopar, para jugar y hacer carreras, pero no valen para cruzar el
desierto. Si llevamos un caballo al desierto, correrá primero, sí, volará, avanzará, se
adentrará en la arena brillante, y llegará lejos en poco tiempo. Pero pronto el calor lo
sofocará, las arenas quemarán su paso, el horizonte igual nublará su vista, y tropezará y
caerá, dejando su vida y su jinete a merced de las dunas funerarias. En cambio, el camello
entrará con pie firme en la arena hostil, avanzará con paso igual y dirección segura,
aguantará distancias sin comida, sin bebida, sin que le digan nada ni lo acucien ni lo dirijan, y
llegará a su tiempo a la orilla que él conoce bien, poniendo a salvo a quien se había confiado
a él. La vida es desierto, y para cruzarla necesitamos la perseverancia, la tenacidad, la
fortaleza de la cabalgadura del desierto.

Una conexión importante entre los dos últimos dones: no es sólo que el don de
fortaleza nos capacite para llevar a cabo lo que señala el don de consejo, sino que de
antemano la fortaleza aclara el consejo y lo hace posible. La conexión es fácil de ver. Lo que
más nos impide reconocer el camino que debemos seguir es el sospechar que no vamos a
poder aceptarlo, que va a ser muy difícil, que es mejor evitado; y así, para no tener que
caminar por él, comenzamos por no vedo. El miedo es el peor consejero, y todos tenemos
miedo. Es imposible acertar con el buen camino mientras nuestros ojos estén velados por el
temor. Por eso, en cierta manera, el don de fortaleza precede al don de consejo, aunque
luego lo siga en la ejecución. El valor de mirar limpia la mirada y aclara el camino. Una vez
que la mente queda libre de prejuicios y aprensiones y sospechas y temores, puede revisar
imparcialmente todas las opciones y valorar cada una en su mérito exacto. La fuerza del
Espíritu nos libera del miedo y, ya liberados, acertamos confiadamente con la opción mejor.
La fortaleza da el equilibrio que necesitamos para juzgar bien.

Los salmos y los profetas repiten la confianza del creyente, que es la que le da claridad
en el alma y ánimo en la adversidad: «El Señor es mi fortaleza». Firme y breve profesión de

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fe que resume una actitud y afirma una vida. Necesito fuerza para vivir, y esa fuerza me
viene de arriba, de dentro, del Dios que me creó y me puso en este mundo con los peligros
que él sabe y las posibilidades que él conoce, y que ahora refina su presencia y aumenta su
poder en mí con el don del Espíritu que llena mis facultades y protege mis sentidos. Al sentir
en mí esa fortaleza nueva, sonrío con gozo interno que me asoma al rostro y proclama al
mundo mi fe y mi alegría. El Señor es mi fortaleza.

Pablo va más lejos: «Mi debilidad es mi fortaleza». Es decir, la condición para que el poder de
Dios venga y actúe en mí es que yo sepa y admita que mis fuerzas aisladas no me valen. Es
regla divina que Dios llena el vacío de sus criaturas. Si yo me engrío, me ciego, me creo que
me las puedo arreglar por mi cuenta, que ya tengo experiencia y formación para hacer frente
a dificultades que nada tienen de nuevo para mí, que tengo claros los principios y firmes las
convicciones, que ya he capeado temporales mayores en mi vida y puedo fiarme de mí
mismo, de mis recursos y de mi habilidad en todo lo que se me ponga por delante... pronto
sabré hasta dónde llegan esos recursos, y pronto conoceré la amargura del fracaso. Por eso
no nos llega en la práctica el don del Espíritu; por eso no recibimos su poder ni
experimentamos su alegría, porque estamos llenos de nosotros mismos, pagados de nosotros
mismos, y apenas damos lugar a la acción de Dios en nuestra vida. No es ni siquiera que
nosotros podamos hacer por nuestras propias fuerzas las cosas fáciles y necesitemos a Dios
para las difíciles. Esa es una actitud práctica tan universal como falsa. «Sin mí no podéis
hacer nada». Cada acción nuestra, por mínima que sea, es toda nuestra y toda de Dios, y sin
su fuerza, su gracia, su presencia, no podemos existir ni, menos aún, obrar en manera
alguna. Dios se hace unidad sagrada de acción con nosotros, y de esa fuente en que se unen
dos manantiales fluye toda obra del hombre y de Dios en y con el hombre. Lo importante es
no estorbar, no engreírse, no erigir obstáculos a la acción de Dios en nosotros. El verdadero
obstáculo no es nuestra debilidad, sino, al contrario, el no querer reconocerla. «El poder de
Dios se manifiesta en nuestra debilidad»; por eso «con sumo gusto seguiré gloriándome,
sobre todo, de mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Pues cuando estoy
débil es cuando soy fuerte».

La epístola a los Hebreos resume en un capítulo brillante toda la historia del pueblo de
Dios en función de la fe que sus grandes figuras tuvieron en Dios y de las maravillas de poder
que Dios obró entre ellos para ejemplo y ánimo de los que hoy somos ese pueblo y
continuamos esa historia. Este es el párrafo final de ese resumen para hacerlo nuestro: «y ¿a
qué continuar? Pues me faltaría el tiempo si hubiera de hablar sobre Gedeón, Barac, Sansón,
Jefté, David, Samuel y los profetas. Estos, por la fe, sometieron reinos, hicieron justicia,
alcanzaron las promesas, cerraron la boca a los leones; apagaron la violencia del fuego,
escaparon del filo de la espada, curaron de sus enfermedades, fueron valientes en la guerra,
rechazaron ejércitos extranjeros; las mujeres recobraron resucitados a sus muertos. Unos

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fueron torturados, rehusando la liberación por conseguir una resurrección mejor; otros
soportaron burlas y azotes, y hasta cadenas y prisiones; apedreados, torturados, aserrados,
muertos a espada; anduvieron errantes, cubiertos de pieles de ovejas y de cabras; faltos de
todo; oprimidos y maltratados, ¡hombres de los que no era digno el mundo!» (Hebreos
11,32-38).

Y María también cantó el poder de Dios para con su humilde esclava: «El
Todopoderoso ha hecho cosas grandes en mí. Desplegó la fuerza de su brazo». El Espíritu
Santo había descendido sobre ella.

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10

Tesoros de saber (Don de ciencia).

Da alegría ver la palabra «ciencia» en Isaías, y verla como uno de los atributos del
Mesías, como uno de los dones del Espíritu. No es que Isaías esté pensando en Einstein, pero
sí quiere extender a todos los terrenos posibles la facultad que el Mesías y, en él, nosotros
estamos llamados a ejercer en todos los campos del saber. Ya nos ha dado cita con la
sabiduría, el entendimiento y el consejo, que cubren la actividad de la inteligencia humana en
su dimensión más alta y divina de encontrar a Dios y el camino hacia él, y ahora llama
también a la ciencia para que nos acompañe en nuestra búsqueda, añadiendo con ella la
tierra misma, la naturaleza y toda la creación a nuestro campo de acción. El Espíritu de Dios
quiere llenar todas las actividades del espíritu del hombre, y por ello consagra también a la
ciencia colocándola entre sus dones.

Los teólogos dicen que la finalidad del don de ciencia es enseñamos a <<juzgar
rectamente de las cosas creadas». Y en esas cosas creadas están las leyes de la naturaleza,
los movimientos de los astros, la composición de los elementos, la observación de la vida y el
movimiento, el volar de las aves y el fraguarse de las tormentas; y, junto con todo ello, las
leyes del pensamiento humano, que se observa y se disciplina a sí mismo para penetrar más
y más en los secretos redentores del mundo que lo rodea. El hombre quiere entender la
naturaleza, y este proceso, vitalmente humano, cuando es dirigido y potenciado por el don
del Espíritu, queda encuadrado con los demás dones en el marco de la visión de Dios que el
hombre comparte en ellos. La ciencia se hace teología, el laboratorio es un templo, y el
estudio oración.

«Estoy volviendo a pensar los pensamientos de Dios», gustaba de repetir Kepler al


trabajar en sus descubrimientos de astronomía. Definición certera y bella del hacer de la
ciencia bajo el soplo del Espíritu. La naturaleza está en marcha desde que el Espíritu de Dios
aleteando sobre las aguas le dio su fuerza y su vigor. El hombre comienza a acercarse a ella
con curiosidad y temor, a los rayos y a los vientos, eclipses y estaciones, procesos y
sustancias, frío y calor, fiebre y salud, y descubre paso a paso las leyes que rigen los
fenómenos que él observa y que hacen que el sol salga con regularidad y los campos den su
fruto y las estrellas brillen en la noche. La verdad creada pasa por el tamiz de su
entendimiento y se hace fórmula y ecuación en tratados que llenan bibliotecas y explican el
cosmos. Estamos llamados a pensar y deducir, a sacar consecuencias y formular teorías, a

Carlos G. Vallés. Página 39


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acercarnos con los modelos de nuestra mente a la realidad inteligible que nos rodea, a
entender la firmeza de la tierra que pisamos y descubrir los caminos que llevan a las estrellas.
Toda creación es nuestra, y la manera de apropiárnosla es entenderla, saberla, expresarla.
Don de ciencia que nos ayuda a hacer nuestro el don de la creación.

Dios le dio dominio a Adán sobre los animales haciéndolos desfilar a todos ante él para
que él le impusiera a cada uno su nombre. «Dios formó del suelo todos los animales del
campo y todas las aves del cielo y los llevó ante el hombre para ver cómo los llamaba, y para
que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera. El hombre puso nombre a
todos los ganados, a las aves del cielo y a todos los animales del campo». El nombre
identifica, clasifica, permite referirse a un animal, permite llamarlo. El dominio no es real
hasta que se expresa en palabras. Esa es la labor de la ciencia. Empieza por dar nombre a los
animales, luego afina más y busca nombres para cada órgano, cada función, para rocas y
árboles y flores y plantas, y luego para cada parte en ellos. Crece el vocabulario, crece el
catálogo, crece la ciencia.

Y, más allá de los objetos, las relaciones entre ellos. La ciencia es el estudio de las
relaciones. Causas y efectos. Premisas y consecuencias. Datos y teoremas. La mente va
ordenando, va conquistando clasificaciones, va ganando nombres. Toda ciencia es
nomenclatura. Todo demostrar es describir. Todo teorema es ecuación. En cuanto hay
símbolos para expresar una ley, la ley queda promulgada. El inverso del cuadrado de la
distancia. Energía, igual a masa por el cuadrado de la velocidad de la luz. Velocidad es
espacio partido por tiempo. Ya está. Cada fórmula es una conquista. Un animal nuevo que
pasa ante la vista de Adán para que éste le dé su nombre, lo marque con el hierro de la
ganadería a que pertenece. Electrón, neutrón, mesón. Quásar o agujero negro. Partículas y
galaxias, plantas y animales. Cada uno con su nombre, su definición, su registro en los
archivos del hombre. El dominio de Adán se extiende. La ciencia del hombre crece sin
fronteras. Se sabe los nombres de todo, el bacilo más escondido y el fenómeno más extraño.
Todo va cayendo ante la pesquisa insaciable de su mente soberana. Don de ciencia. Dignidad
de rey de la creación. Herencia de Adán, padre del género humano, que supo dar nombre a
las cosas.

La herencia de Adán se consolida en el pacto que Dios hace con Noé cuando las aguas
se retiran después del castigo y la tierra vuelve a florecer. Dios promete que desde entonces
y en adelante, para siempre, las estaciones se sucederán unas a otras con regularidad
permanente, que ya no habrá diluvios que interrumpan el curso de la naturaleza, y que ello
queda garantizado con la presencia multicolor del arco iris a través de los cielos. Es decir, que
la naturaleza es regular en su comportamiento, obedece a leyes constantes, se puede
estudiar, se puede predecir, y ésa es la base de toda investigación y de toda ciencia. El
verano no vendrá después del otoño, ni la primavera precederá al invierno. El orden está
fijado y nunca cambiará. Al hombre le toca descubrirlo poco a poco, definirlo, disfrutarlo.

Carlos G. Vallés. Página 40


GUSTAD Y VED

Dios, que más adelante se comprometerá con Abrahán a un pacto de historia y profecía para
el futuro de su pueblo escogido, se compromete ya aquí con todo el género humano en pacto
cósmico de estaciones y estrellas ante Noé, al salir éste del arca, y promete fidelidad en las
leyes del universo. Carta magna del pensamiento humano.

«Noé construyó un altar a Yahvé y, tomando de todos los animales puros y de todas
las aves puras, ofreció holocaustos en el altar. Al aspirar Yahvé el calmante aroma, dijo en su
corazón: 'Nunca más volveré a maldecir el suelo por causa del hombre, porque las trazas del
corazón humano son malas desde su niñez, ni volveré a herir a todo ser viviente, como lo he
hecho. Mientras dure la tierra, sementera y siega, frío y calor, verano e invierno, día y noche,
no cesarán'. Dijo Dios a Noé y a sus hijos con él: 'Esta es la señal de la alianza que para las
generaciones perpetuas pongo entre yo y vosotros y toda alma viviente que os acompaña:
pongo mi arco en las nubes, y servirá de señal de la alianza entre yo y la tierra. Cuando yo
anuble de nubes la tierra, entonces se verá el arco en las nubes, y me acordaré de la alianza
que media entre yo y vosotros y toda alma viviente, toda carne, y no habrá más aguas
diluviales para exterminar toda carne. Pues en cuanto esté el arco en las nubes, yo lo veré
para recordar la alianza perpetua entre Dios y toda alma viviente, toda carne que existe sobre
la tierra'» (Génesis 8,20-22; 9,8.12-16).

Los salmos llaman a la luna «testigo fiel» de este pacto histórico, no precisamente porque
viera su ceremonia desde el cielo, sino porque, al aparecer sin falta cuando le toca noche a
noche en sus fases crecientes o menguantes, en plenitud de luna llena o en círculo oscuro de
sOJ1lnra indefinida en luna nueva, demuestra con su exactitud y su constancia que el pacto
de Dios con Noé sigue vigente. Que el universo es de fiar, que todas las cosas creadas siguen
su curso, que el estudio de la naturaleza tiene base firme, y el hombre puede entregarse
confiadamente a él en virtud del don del Espíritu que le capacita para «juzgar rectamente de
las cosas creadas». He aludido antes a la relación de Noé con Abrahán. Si Abrahán es el
padre de todos los creyentes con su pacto de fe que augura redención en Isaac, figura de
Cristo, Noé, con su pacto ecológico y meteorológico, es el padre de todos los hombres y
mujeres del mundo de todos los tiempos y razas, en particular de aquellos que piensan y
estudian y se acercan con admiración reverente a la naturaleza para leer su mensaje y
cultivar su amistad. El universo se ha hecho transparente, y el arco iris sigue brillando en el
cielo.

Al hablar de los dones en general, he mencionado que autores tradicionales, entre


ellos el mismo santo Tomás, emparejan los dones con las bienaventuranzas con mayor o
menor fortuna. En el reparto, al don de ciencia le ha tocado la compañía de la tercera
bienaventuranza: «Bienaventurados los que lloran». No es precisamente por la dificultad que
Carlos G. Vallés. Página 41
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conlleva el estudio de la ciencia, sino por un razonamiento mucho más sutil. El don de ciencia
nos revela el «orden» del universo y, por contraste, el «desorden» que es el pecado; y así,
nos lleva a llorar por nuestras faltas. Un poco rebuscado. Al menos la segunda parte es más
alegre: «Porque ellos serán consolados». La consolación de la ciencia. (¿No escribió Beocio
«Sobre la consolación de la filosofía»? ¡Y lo escribió en la cárcel!). Pocos placeres hay
mayores en el mundo que el resolver con puro esfuerzo mental un difícil problema
matemático, llevar a cabo felizmente un experimento nuevo en el laboratorio, entrever con
emoción contenida la verdad expresada en la taquigrafía esotérica de una fórmula atrevida.
Las cosas encajan, se hace la luz, se dibuja el rostro de Dios en los rasgos de la creación.

« ¡Oh cristalina fuente,


si en esos tus semblantes plateados
formaras de repente
los ojos deseados
que tengo en mis entrañas dibujados... !».

Las cosas creadas reflejan la imagen del Creador. El poeta místico espera que los
remolinos de la fuente dibujen los ojos del Amado, porque sabe que esos ojos son los que
han dado vida y transparencia a sus aguas. Toda la creación habla de él, porque él es quien
la ha hecho.

«Mil gracias derramando


pasó por esto sotos con presura,
y, yéndolos mirando,
con sola su figura
vestidos los dexó de su hermosura».

Ese es el secreto último del don de ciencia. Entender la naturaleza porque vemos en
ella a Dios que la creó. Ver en su belleza, en su grandeza y en su verdad el reflejo de la
verdad y la belleza que las formaron. Integrar así en conocimiento total cielo y tierra, cuerpo
y espíritu, ciencia y fe. Profundidad generosa de los dones que todo lo llenan.

«En Jesús están», dice Pablo, «todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia». Sobre
él había descendido en un principio el Espíritu con sus dones, y él es el resumen último de
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esa integración que perseguimos. En su persona y a través de los dones del Espíritu
buscamos ese entender toda la verdad en todas sus dimensiones para la alegría de nuestra
fe. Se trata de descubrir «el abismo de las riquezas de la sabiduría y la ciencia de Dios».
Sabiduría y ciencia. Dios y Jesús. Tesoros y riquezas. Pablo sabía muy bien que allí estaba la
esencia final de todo lo que buscamos en nuestra vida. Y llega la expresión definitiva: «la
ciencia sublime de Jesucristo». Saberle a él es saberlo todo. Nunca había llegado tan alto la
palabra «ciencia».

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11

Vivir en familia (Don de piedad).

La piedad es virtud romana. Pietas. La palabra denota el sentimiento de amor, reverencia,


intimidad, que un buen hijo o hija siente para con sus padres. Es la virtud de la familia. En
ella se funda lo mejor que nos dejó Roma, la base de la civilización occidental, el saberse en
familia en su propia casa, y luego, por extensión, en la sociedad y en la familia universal que
tiene por Padre a Dios. En esta última acepción, la piedad se hizo actitud religiosa y se
identificó con el fervor y la devoción y, más allá, con la compasión y la misericordia. Todo ello
enriquece la palabra, con tal de que no pierda el sentido original del que parten todos los
demás: el sentimiento filial y confiado del hijo para con su padre.

Ese es el don de piedad. El don de sentirse hijo. El don de tener a Dios por Padre y
saberlo y disfrutarlo con paz doméstica y alegría filial. La felicidad fundamental del hombre,
de la que todas irradian; el sentirse a gusto en su propia casa, de donde viene el sentirse a
gusto en la naturaleza y en el universo. El saberse heredero de todo lo bueno, protegido en
su vida y bienvenido en su muerte al gozo sin fin en la morada del Padre. El sentir ternura,
obediencia, admiración y afecto hacia Dios como Padre en mayor y más verdadera
ejemplaridad que cualquier padre de la tierra. El don sagrado de la filiación.

Es el don por excelencia del Mesías. Proclamado ya en el salmo: «Tú eres mi hijo, yo
te he engendrado hoy. Pídeme, y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines
de la tierra». El Mesías es esencialmente Hijo. Su filiación le da cercanía y confianza, le da
fuerza y garantía. En eso estriba no ya su misión, sino su mismo ser. Al ser Hijo, hace
presente al Padre, habla en su nombre con su autoridad y su poder. Idea inigualable del
consejo divino que, para acercarse a los hombres, se hace Hijo en el Mesías, y así su legación
es su misma esencia.

Llega el Mesías, y su bautismo en las aguas del Jordán actualiza y hace realidad la
profecía del salmo. «Tú eres mi hijo muy amado; en ti tengo mis complacencias». Momento
de gracia, consagración, filiación. Credenciales de sangre. Misión de familia. Y el Espíritu en
alas de la paloma preside la experiencia, porque es él quien confiere el don y sella la
encomienda. Su don de piedad es el don de hacerse y sentirse Hijo, y su presencia proclama
el nacimiento. El formó a Jesús, hijo de María Virgen, en los comienzos de Nazaret, y él

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anuncia ahora su filiación del Padre al presentarlo al pueblo que lo espera. Mesías consagrado
por el Espíritu en su naturaleza de Hijo de Dios.

El Evangelio revela más adelante el papel continuado que el Espíritu juega en la


filiación de Jesús. Hay un momento particularmente bello de expansión espontánea de Jesús
al ver contentos a sus discípulos, su familia apostólica en la tierra. Jesús ha explicado que la
mies es mucha y los trabajadores pocos, y ha enviado a los discípulos de dos en dos a
anunciar la paz de casa en casa, curar enfermos y predicar el Reino. Ellos vuelven con el
entusiasmo rebosante del primer éxito. « ¡Hasta los demonios se nos sometían en tu
nombre!». Y Jesús se alegra con la alegría de sus amigos, se contagia con su entusiasmo y
prorrumpe en lo que alguien, con respetuoso acierto, ha llamado «el Magnificat de Jesús»:
«En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu

Santo y dijo: 'Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado
estas cosas a sabios y prudentes y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido
tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino
el Padre, y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar'» (Lucas
10,21-22). Cuando Jesús se llena del Espíritu, la primera palabra que le viene a la boca es
¡Padre! El Espíritu le recuerda su filiación, le hace sentirse Hijo, le hace volverse al Padre en
amor y agradecimiento y alabanza. Esa es su misión, y ése su don.

También con nosotros. «La prueba de que sois hijos», escribe Pablo, «es que Dios ha
enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama ¡Abbá, Padre!» (Gálatas 4,6).
El Espíritu es quien nos hace hijos, quien nos enseña a decir ¡Padre! Y otro pasaje paralelo:
«En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no
recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu
de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro
espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Romanos 8, 14-16). Espíritu de
adopción, Espíritu de hijos. Somos hijos del Padre porque participamos del Espíritu del Hijo; y
así como Jesús, cuando «se llenó del Espíritu», exclamó «¡Padre!», así nosotros, al recibir su
don, pronunciamos el nombre sagrado y «nos atrevemos», como todos los días ante la
Eucaristía, a llamar a Dios «Padre». Padre nuestro que estás en el cielo...

Al llamar a Dios «Padre» lo hacemos ya, no con el formalismo frío de una convicción
intelectual, sino con el acento íntimo y personal con que Jesús mismo lo hacía, ya que es el
mismo Espíritu el que mueve nuestros labios. Ese es el secreto del don de piedad, el don de
filiación; no es el argumento escueto que lleva a la mente a una conclusión lógica; es mucho
más que eso: es el aliento cálido, la emoción interna, la facilidad familiar, el eco fraterno del
hermano mayor y cabeza nuestra. Jesús, de quien aprendemos la palabra y con cuyo afecto
la pronunciamos. Hay muchas maneras de decir «Padre», pero la nuestra, la cristiana, la
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inspirada por el Espíritu, es la manera de Jesús, la del sentir por dentro, la del hacer vibrar la
palabra sagrada con el ardor de la fe y la sinceridad del cariño, la del saber íntimamente que
somos lo que decimos y amamos lo que somos. El mayor don del Espíritu es el constituimos y
hacemos sentir hijos de Dios.

El mismo don que nos lleva a sentimos hijos de nuestro Padre nos lleva también a
sentimos hermanos de nuestros hermanos y hermanas. Don de familia. Dios es Padre de
todos. También eso lo sabemos, y también ahí necesitamos el don del Espíritu que nos haga
sentir, experimentar, practicar lo que en teoría creemos. Don de fraternidad. Demasiado
pronto en la historia del género humano se oyeron las palabras, «¿Es que acaso soy yo el
guardián de mi hermano?». La tentación primera del hombre es desentenderse de sus
semejantes, de sus propios hermanos. ¿Qué tengo yo que ver con él? ¿A mí qué? El
sacerdote y el levita pasan de largo ante el viajero herido. Ese es el gran pecado de todos los
tiempos. Pasar de largo. Mi hermano está tumbado en el camino con dolor y sangre, y yo no
le hago caso. Dolor físico, necesidad moral, apuro económico, enfermedad, soledad. Allí yace
mi hermano. Y yo paso de largo. No hay compasión, no hay piedad, no hay don de
hermandad. Necesito el don del Espíritu que me abra, me alerte, me sensibilice ante la
presencia de cualquier hombre o mujer para reconocer la igualdad de sangre, el sello de
familia, la herencia del Padre. El don que nos hace hijos nos hace hermanos con todas las
consecuencias, urgentes y necesarias más que nunca en nuestros días, de amor y servicio a
todos en nuestra gran familia.

El don del Espíritu se extiende más todavía, hasta el don de amistad. Ese contacto
especial entre dos almas que nace de dentro, cala hondo, no se sabe cómo empezó, no pone
condiciones, no exige garantías, tanto más crece cuanto más se comparte, transforma la vida
y suaviza la muerte.

«Jonatán, hijo de Saúl, amaba a David con toda su alma». y un hombre tuvo la santa
audacia de llamarse «el discípulo a quien amaba Jesús». Don de amistad que revela lo mejor
que hay en el hombre al darse sin reservas en libertad de presencia y plenitud de entrega.
Felicidad del hombre que no sólo se sabe amigo de otros, sino que puede decir con confianza
sincera que otros también lo tienen a él por amigo. Yo soy aquel a quien otros aman. Y eso
no por presunción humana, sino por don divino. Saber ser amigo. Saber ganarse amigos.
Saberse sentir íntimo y abierto, inspirar confianza y merecer confidencias. Adquirir esa mirada
que invita a descansar a los ojos del amigo que buscan reposo; ese tono de voz que abre
silencios· y adivina respuestas; ese gesto que une las almas; ese gozo que promete alegría
sincera en compañía fiel... Todo eso es don del Espíritu en el fondo del alma. Hablamos de
«hacer» amigos. Lenguaje dudoso. La amistad no se fabrica. La amistad no se gana por
fuera. Sale de dentro. Ser yo amigo para que otros me reconozcan como tal y se me
acerquen con el sentir paralelo que engendra la amistad. Jesús hablaba con la fuerza del
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Espíritu cuando dijo a los hombres que lo habían seguido durante tres años que cambiaron el
mundo: «No os he de llamar siervos, sino amigos». Cuando Jesús se marcha, lo que quiere
dejar sobre la tierra son amigos. No los llama siervos, discípulos ni apóstoles. Todo eso serán,
y mucho más, cuando se dispersen por el mundo con la Buena Nueva en los labios y el
Espíritu en el corazón; pero la fuente y origen de ese fervor y esa entrega está en la amistad
que los unió con un hombre que un día los llamó, les habló del Padre, vivió con ellos, los
consideró amigos, porque no les ocultó nada de lo que sabía y había vivido por cielo y tierra
con experiencia eterna. De la amistad con Jesús nació el Evangelio, y de la amistad extendida
de los que aman a Jesús seguirá naciendo en otros tiempos y otros corazones la fe y el amor
que redimen al mundo.

El amor que inspira el Espíritu va más allá de la familia y de la amistad y abre las
puertas del hogar al huésped que comparte por unos días la intimidad familiar y practica y
ayuda a practicar, siquiera brevemente, la teoría certera pero remota de que todos los
hombres somos hermanos. El don de la hospitalidad. Virtud antigua, cuando la tierra era
desierto desolado o montaña fría, y el caminante necesitaba del albergue oportuno en tierra
extraña para sobrevivir al hielo o al sol. Toda puerta se abría ante la llamada inesperada, y el
peregrino hallaba refugio sin decir nombre o familia, porque todos los hombres son iguales
ante la necesidad última de la vida en peligro. Esa facilidad de entrar en casa ajena y sentirse
aceptado ante rostros sorprendidos pero amables es signo y anticipo de la acogida que Dios
se prepara ante cada persona para sus visitas de inspiración temporal por el camino y de
llamada definitiva al final de él. El Espíritu Santo se ha llamado a sí mismo «huésped del
alma» (dulcis hospes animae), y la práctica humilde de la hospitalidad terrena nos prepara a
recibir con gozo inmediato la llegada del Huésped que ilumina nuestras veladas y ensaya con
nosotros la última visita en que el huésped se convertirá en anfitrión y nos llevará para
siempre al hogar en que ya nadie será huésped.

Si el don de piedad es el don de sentimos hijos, ha de incluir también en su ámbito


bienhechor esa tendencia definitoriamente cristiana por la que nos sabemos y sentimos hijos
de María, esposa del Espíritu, madre de Jesús y madre nuestra. Don especial del Espíritu, que
nos da una Madre y nos inspira para con ella toda la confianza, el fervor y la ternura que el
mejor hijo puede tener para la mejor madre. Don grande que sólo el Espíritu puede conceder.
Don de tener madre. Don de no estar solo en la vida, de encontrar un regazo, de tener
alguien que nos vele al sueño del vivir como una madre vela el dormir de un hijo inocente de
sueños. Don de tener una mano a que agarramos al caminar por sendas desiguales y parajes
inciertos. El don de ser hijos en totalidad de familia bautismal con filiación divina. Y la
presencia de la Madre llenando ese hogar que desde hoyes nuestro.
Madre del amor hermoso, ¡ruega por nosotros!

Carlos G. Vallés. Página 47


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Acatamiento y reverencia
(Don de temor de Dios).

También el temor puede ser un don. Para ello ha de venir después del don de piedad,
del amor, de la filiación, y traerle al hijo en la familia el sentido de respeto a su Padre, de
veneración, de santo temor. No temor a ser castigado, sino temor a ofender, a hacer algo
que entristezca al Padre, a hacerse indigno de la familia, a traicionar al hogar. El hombre se
conoce ya lo bastante a sí mismo como para temer su propia inconstancia, su debilidad, su
veleidad rebelde, su triste capacidad de hacer daño, de herir a otros, de sentir envidia, hablar
mal de los demás, ser egoísta, enfadarse y reñir. El mismo se asombra de la facilidad
traicionera con que su alma se entristece y se venga en carne inocente con despecho ruin y
sucio rencor, sufriendo él mismo sin entender cómo hace sufrir a los demás en ciego frenesí.
Ahí viene la necesidad de conocer los fondos opacos de la ceguera propia, admitir
limitaciones, saberse vulnerable. Ese es el don del santo temor. La conciencia humilde de la
propia fragilidad.

Es también el don de la reverencia. Respeto a Dios y a los hombres en él. La demasiada


familiaridad, dice un proverbio inglés, lleva al desprecio. El acercamiento de Dios a su pueblo
es la trama misma de la historia de la salvación que va, desde un pueblo que temía aparecer
ante Dios y pedía a Moisés que subiera él solo al monte, pues tenían miedo de acompañar y
ver a Dios, hasta la intimidad de pastores en Belén y vecinos en Nazaret, de la contemplación
afectiva y la Eucaristía diaria Dios-con-nosotros es el nombre que elige el Emmanuel para
definir y consagrar la inmediación de su presencia en la intimidad de nuestras almas.
Bendición que penetra a fondo y plasma toda nuestra conducta neotestamentario con Dios,
llena de proximidad y confianza; pero que arrastra también el lento peligro de disminuir el
respeto y rebajar la adoración. El misterio distante se diluye en la familiaridad cotidiana, el
diálogo amistoso hace olvidar los truenos del Sinaí, y el trato fácil apaga la divinidad. Sin
perder el privilegio de cercanía que nos ha ganado la encarnación, es hora de recobrar el
sentido de respeto y adoración que debe marcar nuestra relación con Dios. «Acatamiento y
reverencia». Son las palabras clave que adelanta san Ignacio a quien quiere adentrarse en la
contemplación. Hacia allí apunta ese temor, nacido de la reverencia y el misterio, que acalla
los labios y dobla las rodillas, y logra así una intimidad mayor que el atrevimiento de las
palabras y la importunidad.

Carlos G. Vallés. Página 48


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El temor es palabra de Antiguo Testamento, algo perdida en el Nuevo, pero siempre


importante para recuperar el total de la idea religiosa, que, al no poderla abarcar en su
perfección con nuestro entender limitado, tiende a inclinarse a un lado o a otro, exagerando
matices y rasgos según las tendencias de los tiempos. El hombre del desierto, en pugna con
tribus hostiles, animales salvajes y fenómenos de la naturaleza, vivía en estado de alerta ante
el peligro múltiple, y proyectó después ese miedo constitutivo de su ser a la imagen de DIOS
que regía esos fenómenos y había creado esos animales. El hombre temeroso creyó a Dios
objeto de temor y recargó en su teología incipiente ese rasgo esencial de su existencia
nómada. El temor de Dios se hizo base de la religión y principio de la sabiduría. El peligro es
que se haga no sólo principio, sino fin, y llene con sus ansiedades todas la práctica religiosa
del creyente. Por eso viene el Nuevo Testamento a completar el Antiguo, y la encarnación a
culminar la creación. Los dos momentos son esenciales en la historia del hombre, y a
nosotros nos toca la síntesis que integra el temor respetuoso ante el misterio con la entrega
confiada a la amistad. No perder nunca de vista ninguno de los extremos es la actitud, difícil
y completa, a la que ahora aspiramos bajo la dirección del Espíritu que todo lo abarca.

El temor santo es el principio de la liturgia. «El Señor reina, tiemblen las naciones;
sentado sobre querubines, vacile la tierra. El Señor es grande en Sión, encumbrado sobre
todos los pueblos; reconozcan tu nombre, grande y terrible. El es Santo» (Salmo 98).
Postrarse es adorar. Cerrar los ojos es ver. Callarse es orar. Todas las ceremonias del
Templo, salmos y cánticos, sacrificios y fiestas nacen de ese respeto personal y comunitario
ante el Señor que todo lo puede, que todo lo ve y que juzga con celo de amante exclusivo la
conducta indecisa de su pueblo y de cada individuo en él. Pasará tiempo hasta que esa
liturgia se enternezca con cantos de ángeles y visitas de pastores, hasta que Dios tome rostro
y ande entre los hombres y hable y sonría y se haga querer con amor de amistad y deje que
alguien recline la cabeza sobre su pecho en confidencia humana de última noche. Dios es
todo eso, y todo hay que abarcado para aproximar en fe y amor la totalidad de su ser. Tarea
privilegiada de toda la vida.

El temor de Dios bien entendido es el miedo que acaba con todos los miedos. «No temáis a
aquellos que matan al cuerpo». No temáis a nadie, que nadie os puede dañar cuando os
protege el que todo lo puede y a quien solo hay que temer, pues ese temor es lealtad y
sumisión a su poder eterno y majestad absoluta. El mensaje de Jesús se resumirá en su
saludo a la lancha perdida en el temporal: «No temáis; soy yo». No temáis a las olas ni a la
noche, no temáis a espíritus ni a fantasmas, no temáis a nada ni a nadie, y no me temáis
tampoco a mí ni a las imágenes que os hayáis formado de mí. Soy yo y estoy a vuestro lado.
Con eso ya no tenéis nada que temer. Esa es la verdad consoladora. Con Jesús en la vida, ya
no hay temores, porque su compañía lo puede todo y su amistad lo da todo. «Hombres de
poca fe, ¿por qué teméis?».

Carlos G. Vallés. Página 49


GUSTAD Y VED

El sentido de nuestra fragilidad ahonda aún más bajo la dirección del don de temor, y
llega a descubrir, con la tranquilidad de la verdad y el estremecimiento de la propia pobreza,
su incapacidad radical para ser lo que quisiera ser y hacer lo que debiera hacer. El trato diario
con las gentes y el trabajo profesional que ejercemos con seriedad nos llegan a hacer creer
que somos algo por nosotros mismos, que funcionamos bien, que respondemos con eficacia y
nobleza a las llamadas de la profesión y de la vida en una sociedad que nos aprecia y nos
considera miembros dignos y útiles, y así lo somos. Todo eso es verdad, pero también oculta
nuestra pobreza espiritual, nuestra dependencia creacional, nuestra debilidad moral, que
conocemos muy bien por la teoría de nuestro origen de la nada y la práctica de nuestros
deslices repetidos. Es decir, que, al vemos aceptados y alabados por la sociedad, nos
olvidamos en la práctica de nuestra debilidad y nuestra impotencia. Por eso nos hace bien
volver a descubrir nuestra condición de criaturas, nuestra indolencia desnuda, nuestra
inclinación, absurda y real, hacia lo que nos daña, y asombramos, con el miedo de quien se
asoma a un pozo en su jardín, de la negra profundidad vertical del mal en nosotros.
Conciencia de peligro en casa, de mezquindad interna, de pequeñez vital en un marco de
estrellas. Ser nada ante quien lo es todo. Desviarse ante la rectitud. Fallar ante el amor.
Sombras esenciales en el cuadro de nuestra vida. Y también ésas las recuerda y resalta el
Espíritu que abarca toda nuestra existencia. Ultimo don que devuelve proporción y equilibrio
a las prerrogativas excelsas de conocimiento y sabiduría, de consejo y fortaleza, de ciencia y
de piedad. Llenos de los dones del Espíritu, seguimos siendo criaturas de humilde vivir y
enfocamos agradecidos las perspectivas de nuestro gozo en la sencillez de nuestra
terrenidad. El Espíritu Santo remata su obra en nosotros. «No recibisteis un espíritu de
esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis el Espíritu de hijos adoptivos que nos
hace exclamar: ¡Abbá, Padre!» (Romanos 8,14).

Una cita insólita del Antiguo Testamento, llena de profecía, resume y engarza en proyección
mariana la acción múltiple del Espíritu en nuestras almas: «Yo soy la Madre del amor
hermoso, del temor, del conocimiento y de la santa esperanza». Así habla la Sabiduría eterna,
fruto del Espíritu y figura de María. La doncella que se turbó al recibir por el ángel el mensaje
del Espíritu y llegó a ser, al aceptarlo, madre nuestra en esperanza y en amor. Ella resume
para nosotros esas actitudes, fecunda y paradójicamente contradictorias, que integran
nuestro ser cristiano, y ella nos las hace posibles y reconciliables en nuestro hacer diario.
Amor y temor, conocimiento y esperanza. Y su mano de Madre sobre nuestra humilde
existencia. El Espíritu Santo descenderá, y todo se hará posible para nosotros como lo fue
para ella. Anunciación continuada de ángeles cotidianos. Y dones del Espíritu que continúan
su andadura por la historia de la redención que sigue en nosotros.

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13

«Oleo derramado es tu nombre».

Los dones no agotan la acción del Espíritu. Sigue en su presencia, su tacto, su


transparencia, su intimidad callada y anónima, pero exclusiva e inconfundible. Y seguimos
desgranando la letanía de imágenes para expresar en poesía y metáfora lo que va más allá
de la palabra y del concepto. Eso es lo que hizo la Escritura desde los profetas hasta los
apóstoles, y al profundizar en sus imágenes volvemos al primer entendimiento de la verdad
cristiana.

He aquí un texto del Nuevo Testamento, distinto y paralelo al mismo tiempo, contraste
y complemento de la visión de Isaías. El estilo es de Pablo, que extiende en imágenes nuevas
la revelación antigua. «y es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo, y el
que nos ungió, nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones»
(2 Cor 1,21-22). Tres imágenes en dos líneas. La unción, el sello y las arras. Tres ventanas
por las que asomamos al panorama revelador de la acción del Espíritu en las almas y cuerpos
que él ha creado. El escoge las imágenes con que gusta describirse, y nos deja a nosotros la
alegre tarea de descubrir a todo lo largo de las escrituras santas los mil sentidos, las
alusiones, los secretos, la descripción, que es arte y dogma a un tiempo, del ser divino del
Espíritu y de su acción en nosotros. Nada más grato que desvelar, rasgo a rasgo, el lienzo
oculto de una obra maestra.

El Espíritu es unción que unge con óleo consagrado altares, templos, sacerdotes y
reyes, para llenados de su presencia y separados para su servicio en liturgia y gobierno. El
aceite era producto de excepción en la agricultura esencial de los pueblos bíblicos. Mezclado
con perfumes, adquiría el valor sacro de ser portador de una bendición telúrica para los
personajes y objetos que regían la vida religiosa y política del pueblo de Dios en su
peregrinación profética.

Jacob llegó a Jarán, descansó en Betel y se durmió allí sobre el suelo con una piedra
como cabezal. Fue en ese sueño donde vio a Yahvé, que le confirmó la bendición dada a
Abrahán e Isaac y le prometió estar siempre de su parte. Al despertar, se sobrecogió ante la
majestad del sueño que había tenido y quiso perpetuar su memoria para aleccionarse a sí
mismo y a su posteridad. «Levantándose Jacob de madrugada, y tomando la piedra que se
había puesto por cabezal, la erigió como estela y derramó aceite sobre ella» (Génesis 28,18).

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GUSTAD Y VED

El aceite penetra y permanece, empapa y suaviza, se extiende por los poros más íntimos y se
desliza hasta las rendijas más escondidas con paso callado y seguro de ósmosis inteligente. Si
se echa agua sobre la piedra, se moja su superficie por un momento, pero un breve rato de
sol basta para enjugar el remojón y devolver su sequedad a la piedra. El aceite es constante.
Cala hondo y permanece. Permanece precisamente porque llega hondo. Esa cualidad
primordial del aceite es la que describe y prefigura la acción del Espíritu cuando entra en el
alma del hombre. Penetra y permanece. No es pasajero ni superficial. Entra hasta el fondo,
empapa, unge. Allí queda su acción, aunque pase el tiempo y cambien las circunstancias. La
unción del Espíritu atraviesa todo lo que es el hombre en cuerpo y alma, pensamiento y
amor, historia e imaginación, y hace llegar hasta el centro de su personalidad el efecto
innovador de su presencia y de su gracia.

El salmo 108, al hablar del efecto de la maldición en su víctima, nos descubre la


opinión y creencia de los pueblos que hicieron la Biblia sobre este aspecto de la acción del
aceite sobre el cuerpo, resaltando así, aunque sea en un contexto primitivo y violento, la
importancia y el sentido del acto de ungir. «Que la maldición empape su cuerpo como el agua
y penetre hasta sus huesos como el aceite». El agua humedece la piel, pero el aceite empapa
los huesos. Esta cualidad penetrante del aceite es la que le hace símbolo e instrumento de la
acción del Espíritu en quien se abre a su presencia. Hasta los huesos. Esa es la unción. No es
contacto efímero o coloración pasajera, no es pincelada superficial o teñido lavable; es
avance directo y decidido hasta los huesos y su misma médula, es adentrarse sin fronteras y
penetrar sin obstáculo, es la acción de Dios mismo en el hombre que él ha creado con
derecho de amor y constancia de promesa eterna. El ungüento, que es elección y gracia y
presencia del Espíritu, permanece para siempre.

Por eso había que prepararlo con esmero. «Habló Yahvé a Moisés, diciendo: Toma tú
aromas escogidos: de mirra pura, quinientos siclos; de cinamomo, la mitad, o sea, doscientos
cincuenta; de caña aromática, doscientos cincuenta; de casia, quinientos, en siclos del
Santuario, y un sextario de aceite de oliva. Prepararás con ello el óleo para la unción sagrada,
perfume aromático como lo prepara el perfumista. Este será el óleo para unción sagrada. Con
él ungirás la Tienda de la Reunión y el arca del Testimonio, la mesa con todos sus utensilios,
el candelabro con todos sus utensilios, el altar del incienso, el altar del holocausto con todos
sus utensilios y la pila con su base. Así los consagrarás y serán cosa sacratísima. Todo cuanto
los toque quedará santificado. Ungirás también a Aarón y a sus hijos y los consagrarás para
que ejerzan mi sacerdocio. Hablarás a los hijos de Israel, diciendo: Este será para vosotros el
óleo de la unción sagrada de generación en generación. No debe derramarse sobre el cuerpo
de ningún hombre para uso profano; no haréis ningún otro de composición parecida a la
suya. Santo es y lo tendréis por cosa sagrada» (Éxodo 30,22-32).

Reyes, profetas, sacerdotes y sumos sacerdotes serán ungidos con el óleo sagrado y
quedarán de por vida consagrados al servicio de Dios en su pueblo. El rey será siempre rey, y

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el sacerdote será siempre sacerdote. El autor de la unción es el Señor, y por eso quien la ha
recibido se transforma en «el ungido de Yahvé». La unción hace que la persona pertenezca
ya al Señor para siempre, y así es como nosotros pertenecemos al Espíritu. La piedra bañada
por el aceite deja de ser mojón de camino y se convierte en altar del Señor. La frente ungida
por el óleo santo deja de ser profana y es ya para siempre la de rey o profeta o sacerdote,
que todo eso somos en nuestra humildad como pueblo santo bajo el influjo de los dones del
Espíritu y la divinidad de su presencia.

He aquí una bella narración bíblica de la sorpresa y la eficacia de la unción del Espíritu
sobre un hijo de hombre: «El profeta Eliseo llamó a uno de los profetas y le dijo: Ciñe tu
cintura y toma este frasco de aceite en tu mano y vete a Ramot de Galaad. Cuando llegues
allí, verás a Jehú, hijo de Josafat, hijo de Nimsi; en llegando, haz que se levante de entre sus
compañeros y hazle entrar en una habitación apartada. Tomarás el frasco de aceite y lo
derramarás sobre su cabeza diciendo: Así dice Yahvé: Te he ungido rey de Israel. Abres
luego la puerta y huyes sin detenerte'. El joven partió para Ramot de Galaad. Cuando llegó,
estaban los jefes del ejército sentados, y dijo: 'Tengo una palabra para ti, jefe'. Jehú
preguntó: '¿Para quién de nosotros?'. Respondió: 'Para ti, jefe'. Jehú se levantó y entró en la
casa; el joven derramó el aceite sobre su cabeza y le dijo: 'Así habla Yahvé, Dios de Israel:
Te he ungido rey del pueblo de Yahvé, de Israel'. y abriendo la puerta, huyó. Jehú salió
adonde los servidores de su señor. Le dijeron: '¿Todo va bien? ¿A qué ha venido a ti ese
loco?'. Respondió: 'Vosotros conocéis a ese hombre y sus palabras'. Dijeron: 'No es verdad.
Dínoslo'. Replicó: 'Esto y esto me ha dicho: Así dice Yahvé: Te he ungido rey de Israel'. Se
apresuraron a tomar cada uno su manto, que colocaron bajo él encima de las gradas; tocaron
el cuerno y gritaron: '¡Jehú es rey!'» (2 Reyes 9,1-6.10-13).

La unción es protección para el ungido, escudo y defensa contra todo ataque, ya que
Dios toma como cosa propia lo que ha consagrado con su óleo santo. Hay un verso valiente
en el salmo 104· que es toda una declaración de inmunidad soberana ante todos los peligros
de la vida y del desierto y de los emisarios de la noche que acechan por doquier al pueblo en
peregrinación: « ¡No toquéis a mis ungidos!». Los ungidos de Dios, su pueblo y sus ministros,
pasaban por tierras hostiles entre enemigos ambiciosos, y Dios advierte de antemano a los
que acechan impacientes de botín y de sangre el paso del pueblo de Dios: «¡No me los
toquéis! ¡No molestéis a mis ungidos! Llevan sobre sus frentes el óleo de mi bendición, y
quien los toca a ellos me toca a mí». La unción del Espíritu es protección para el alma.
Ungidos hemos sido en el bautismo, y nuestro paso por la vida va precedido del decreto real
que manda a la creación entera que nos respete, porque somos los ungidos del Espíritu. Así
respetaban la unción en nuestra historia bíblica de pueblo de Dios aquellos que sabían su
valor por sentirla en sí mismos y reconocerla en otros, como demuestra la bella experiencia
de David con Saúl:

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«David dirigió la palabra a Ajimélek, hitita, y a Abisay, hijo de Sarvia, hermano de


Joab, diciendo: '¿Quién quiere bajar conmigo al campamento, donde Saúl?'. Abisay
respondió: 'Yo bajo contigo'. David y Abisay se dirigieron de noche hacia la tropa. Saúl
dormía acostado en el centro del campamento, con su lanza, clavada en tierra, a su
cabecera; Abner y el ejército estaban echados en tomo a él. Dijo entonces Abisay a David:
'Hoy ha copado Dios a tu enemigo en tu mano. Déjame que ahora mismo lo clave en tierra
con la lanza de un solo golpe. No tendré que repetir'. Pero David dijo a Abisay: 'No lo mates.
¿Quién atentó contra el ungido de Yahvé y quedó impune?'. Añadió David: 'Vive Yahvé, que
ha de ser Yahvé quien le hiera, bien que llegue su día y muera, bien que baje al combate y
perezca. Líbreme Yahvé de levantar mi mano contra el ungido de Yahvé. Ahora toma la lanza
de su cabecera y el jarro de agua y vámonos'. Tomó David la lanza y el jarro de la cabecera
de Saúl y se fueron.

Nadie los vio, nadie se enteró, nadie se despertó. Todos dormían, porque se había
abatido sobre ellos el sopor profundo de Yahvé».

«Pasó David al otro lado y se colocó lejos, en la cumbre del monte, quedando un gran
espacio entre ellos. Gritó David a la gente y a Abner, hijo de Ner, diciendo: '¿No me
respondes, Abner?'. Respondió Abner: '¿Quién eres tú que me llamas?'. Dijo David a Abner:
'¿No eres tú un hombre? ¿Quién como tú en Israel? ¿Por qué, pues, no has custodiado al rey
tu Señor? Pues uno del pueblo ha entrado para matar al rey, tu señor. No está bien esto que
has hecho. Vive Yahvé que sois reos de muerte por no haber velado sobre vuestro señor, el
ungido de Yahvé. Mira ahora, ¿dónde está la lanza del rey y el jarro de agua que había junto
a la cabecera?'. Reconoció Saúlla voz de David y preguntó. '¿Es ésta tu voz, hijo mío, David?'
. Respondió David: 'Mi voz es, oh rey, mi señor', y añadió, '¿Por qué persigue mi señor a su
siervo? ¿ Qué he hecho y qué maldad hay en mí? Que el rey mi señor se digne escuchar
ahora las palabras de su siervo. Si es Yahvé quien te excita contra mí, que sea aplacado con
una oblación; pero si son los hombres, malditos sean ante Yahvé, porque me expulsan hoy
para que no participe en la heredad de Yahvé, diciéndose: Que vaya a servir a otros dioses.
Que no caiga ahora mi sangre en tierra lejos de la presencia de Yahvé, pues ha salido el rey
de Israel a la caza de mi vida como quien persigue una perdiz en los montes'. Respondió
Saúl: 'He pecado, vuelve, hijo mío, David, no te haré ya ningún mal, ya que mi vida ha sido
preciosa a tus ojos. Me he portado como un necio y estaba completamente equivocado'.
Respondió David: 'Aquí está la lanza del rey. Que pase uno de los servidores y la tome. Yahvé
devolverá a cada uno según su justicia y su fidelidad; pues hoy te ha entregado Yahvé en mis
manos, pero no he querido alzar mi mano contra el ungido de Yahvé'» (l Samuel 26,6-23).
Nobleza de David, que al respetar así la unción del Señor merecerá ser un día ungido él
mismo como rey favorito del pueblo de Dios.

El aceite es medicina, y el buen samaritano curó con aceite y vino las heridas de un
caminante ensangrentado, símbolo de la humanidad doliente en el camino de la vida. Para un

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hebreo la salud física del cuerpo era efecto y reflejo de la salud moral y espiritual de la
persona, y el aceite en las heridas representa la acción curativa del Espíritu en nuesstro
interior, bálsamo pacificador de las turbulencias del alma. El aceite es salud sobre la piel en
masaje que da tono y suavidad y brillo al cuerpo que Dios ha creado para templo suyo. Es
aseo y belleza en el rostro que se presenta ante los demás como mirada y sonrisa visibles de
Dios al hombre a través de sus semejantes.

«De tus altas moradas abrevas las montañas,


del fruto de tu cielo hartas la tierra;

la hierba haces brotar para el ganado,


y las plantas para el uso del hombre,
para que saque de la tierra el pan
y el vino que recrea el corazón del hombre,
para que lustre su rostro con aceite
y el pan conforte el corazón del hombre»
(Salmo 103,13-15).

«Unges con óleo mi cabeza» (Salmo 22,5) es la mejor imagen con que el hombre
bíblico sabe expresar a Dios lo que por él hace en gracia y bendición para fuerza y salud. Rito
simbólico. Aseo y belleza que ennoblece el rostro diario al salir a la calle y saludar a los
amigos y conocidos con aliento fresco de mañana nueva. «Cuando ayunes», amonestó Jesús,
«lava tu rostro y unge tu cabeza», pues un rostro sin ungir es señal de duelo y de tristeza, y
nada de eso debe aparecer en quien ayuna para acercarse a Dios. «Oleo de alegría» es como
el salmo nupcial describe los perfumes del príncipe que va a la boda, esponsales de Dios y el
alma, que en todos los tiempos y en todos los pueblos han significado la unión más estrecha
a que aspira nuestra dicha. Prosperidad como la del magnate a quien solo un deudor debía
«cien medidas de aceite» en una parábola de abundancia y riqueza. Símbolo también de
unión y felicidad en la familia que une a generaciones en vínculo perpetuo:

«Oh, qué bueno es, qué dulce


habitar los hermanos todos juntos!
Como un ungüento fino en la cabeza
que baja por la barba,
hasta la orla de sus vestiduras.
Como el rocío del Hermón que baja
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por las alturas de Sión;


allí Yahvé la bendición dispensa,
la vida para siempre»
(Salmo 132).

Jesús se quejó a Simón el fariseo: «No ungiste mi cabeza con aceite». No es que Jesús
necesitara perfumes, cosa que en gesto a un tiempo humano y profético relegó a su
sepultura (Mateo 26,12), pero le había herido la falta de delicadeza de su anfitrión, la omisión
deliberada del rito de hospitalidad, que exigía que al huésped se le ofreciera agua para
lavarse los pies, aceite para el rostro y cabello, y el beso de la paz, y ninguna de esas
atenciones había tenido con él el fariseo que por un lado quería mantener su posición social
invitando a comer a su casa a un hombre importante, y por otro quería mantener la postura
oficial de los fariseos hostil a Jesús mostrándose frío y descortés con él en la seguridad de su
propia casa. y Jesús lo notó. Y le dolió. No le importaban los perfumes sobre la cabeza a
quien iba a tener su frente coronada de espinas, pero sí le dolió la traición en la hospitalidad
y el contraste entre aquella mujer arrepentida que ungía, sus pies con lágrimas y los
enjugaba con sus cabellos, y el fariseo que le había negado la cortesía elemental del rito
preparatorio a la comida. El aceite queda así consagrado, en esta memoria evangélica, como
símbolo de la hospitalidad, virtud abierta de amor y confianza de quien sabe que al recibir a
un huésped recibe a Dios o a sus ángeles (Hebreos 13,2). Jesús lo echó de menos cuando se
lo negaron.
El aceite, en los días de la Biblia, era luz y claridad, ya que sus lámparas iluminaban la noche
y ardían en las vigilias del templo o de los puestos de guardia. Sabias fueron las vírgenes que
llevaron aceite para sus lámparas en la noche de boda, y necias las que se olvidaron de él y
se quedaron sin cortejo y sin fiesta. En la noche sin luna del año nuevo indio, todos los
balcones y ventanas se llenan de lamparillas pequeñas de aceite que parpadean en la
oscuridad y abren caminos palpitantes de luz para guiar al nuevo año en su entrada esperada
y querida para renovar la vida y la luz. No hay foco eléctrico que tenga el poder mágico de
las lámparas de aceite en la noche expectante.

El aceite derramado sobre las aguas del océano enfurecido calma la tempestad; y el
ramo de olivo en el pico de la paloma anuncia el fin del diluvio. Unción de paz en momentos
de turbación. A la paloma, que ya era signo del Espíritu, se le une ahora el ramo de olivo,
que también lo es. Paz sobre todos los elementos de la creación.

El olivo es el árbol de la tierra prometida. Lleva historia en sus raíces programadas por
el paso de los días, en su tronco labrado por los embates de los acontecimientos, en sus
hojas de caricia suave y en su fruto que sabe guardar en la firmeza de su carne la humedad
penetrante de su verde sabor. El hombre bueno también es comparado al «olivo que crece en
los jardines de la casa del Señor», y sus hijos son «retoños de olivo alrededor de su mesa».
Con ramos de olivos en las manos salieron al encuentro de Jesús las multitudes que lo

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aclamaban como Hijo de David y Rey de Israel; y bajo olivos en la noche rezó Jesús su última
oración con sinceridad de sangre y cercanía de calvario.

Pablo concibe una metáfora gráfica para explicar la nueva vida del gentil bautizado en
Cristo: «Tú fuiste cortado del olivo silvestre... para ser injertado en un olivo cultivado»
(Romanos 11 ,24). Rama salvaje de olivo agreste que ha de injertarse en el tronco sano del
olivo generoso que así Cristo para nutrirse de su savia y dar fruto desde sus raíces; Siempre
el olivo presidiendo la imagen de gracia y crecimiento en la Tierra Santa de ayer y de hoy.

Olivo, aceite, unción; imagen tras imagen que a través de salmos, de tradición, de
poesía, convergen en el Espíritu que es el origen y la causa de la unción sagrada. Todo un
tratado de teología emerge de todos esos textos a lo largo de toda la Biblia en que se habla
de la unción, del olivo y el aceite, y de la fuerza que allí subyace por el Espíritu a quien
describen. «El aceite de la unción sagrada», escribe D. Lys en el Vocabulario de la Biblia,
«puede considerarse como el medio de transmisión del Espíritu, que reviste a quien el Señor
elige con el poder necesario para llevar a cabo la vocación a que, ha sido llamado». El
bautismo es la gran vocación, y en el somos ungidos como miembros de Cristo el Ungido, y
llevamos desde entonces en nuestro mismo nombre de cristianos la expresión de la unción
del Espíritu que nos hace ser lo que nos llamamos y practicar lo que profesamos. Si «Cristo»
significa «Ungido», los «cristianos» somos, por nombre y definición, «ungidos». Plenitud de
metáfora y de vocabulario en la experiencia de la nueva vida que el Espíritu nos trae. El
aceite es suavidad y facilidad, es belleza y. alegría, es luz y tranquilidad, fuerza y salud,
aderezo y alimento; es en la tecnología moderna lubricación y ligereza, como gota de
sabiduría antigua en robots de futuro; y, sobre todo, es esa cualidad íntima, penetrante y
permanente que entra y profundiza, transforma y consagra una piedra en altar, un edificio en
templo, y un hombre en el ungido del Señor, sacerdote, profeta y rey.

«En cuanto a vosotros, estáis ungidos por el Espíritu Santo, esa unción permanece en
vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe. Como su unción os enseña todas las cosas,
permaneced en él según os enseñó» (l Juan 2,20.27). y esta unción nuestra, de la que se
deriva todo nuestro bien viene, de la unción primeva y total por la que el Espíritu ungió a
Jesús como HIJO de DIOS y Salvador nuestro. «Dios ungió a Jesús de Nazaret con el Espíritu
Santo y con poder» (Hechos 1O,38). Esa unción, que es Espíritu, es lo más profundo en
Jesús y, con él; en nosotros. El nombre de Jesús ya es para nosotros en labios y en oídos, en
alma y corazón, como para la Esposa del Cantar de los Cantares, «óleo derramado».
Metáfora de Espíritu que llena nuestra vida.

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14

Sello de elección.

«Recibe el sello del don del Espíritu Santo». Con estas palabras se imparte hoy el sacramento
de la confirmación, desarrollo y fruto del bautismo ante la vida adulta del cristiano ungido por
el Espíritu. Las palabras son eco de un texto que san Pablo repite nada menos que tres
veces: «Habéis sido sellados por el Espíritu Santo para el día de la redención» (Efesios 1,13;
4,30; 2 Corintios 1,22). Sello real sobre cera blanda que imprime su marca y reclama su
propiedad. El Espíritu que imprime su faz en nosotros, su poder en nuestra impotencia, su
divinidad en nuestra humildad. Sólo nos toca ser cera dócil a la presión del sello para recibir
la imagen de Dios en nuestra humanidad.

El sello representaba a la persona en aquellos tiempos. La práctica común para


autentificar un documento o concluir una carta era el sello de hierro. El anillo en el dedo
medio de la mano derecha llevaba el sello personal, y el gesto de destapado y apretarlo
contra el pergamino oficial era la acción de autoridad y dominio que ya nadie podía violar... El
sello del rey era sagrado. Propiedad real. Majestad impresa. Patrimonio sacro. Si hemos sido
sellados con el sello del Espíritu, a él le pertenecemos por derecho inviolable. Llevamos en
nuestras almas la marca del rey.

El sello es también protector del secreto. Nadie puede abrir la misiva sino aquel a
quien se destina. Aquí hay un doble secreto indicado y sobreentendido. Uno es la acción
entre el Espíritu Santo y nosotros, que es secreto de ambos y que nadie conoce ni puede
conocer, pues es en la intimidad umbrosa del fondo del alma donde tienen lugar los
encuentros velados. El otro secreto es aún más profundo, pues nos oculta a nosotros mismos
el alcance de la acción del Espíritu, que quiere sorprendemos un día con la plenitud de lo que
por ahora sólo logramos entrever en adivinanza incipiente. Nuestro sello personal, como los
grandes siete sellos del Apocalipsis, lo levantará sólo el Cordero al fin de los tiempos para
descubrir ante nuestros ojos atónitos y agradecidos nuestra propia historia tal como ni
nosotros mismos la sabemos, con todas sus providencias ocultas, sus peligros ignorados, sus
consecuencias imprevistas, sus episodios olvidados. Nuestra vida tal como Dios la vio en la
transcendencia de cada detalle y el sentido de cada palabra. La profundidad de nuestro ser,
la seriedad de nuestras opciones, el heroísmo de nuestra soledad, la sinceridad de nuestra
entrega, circunstancias a las que nosotros mismos no damos importancia y pasamos por alto,
pero que Dios conoce en todo su valor y nos revelará un día como un cuadro acabado en la

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totalidad de sus colores y la plenitud de su sentido. Hasta entonces nos sabemos sellados con
el sello del Rey bajo el misterio que nos intriga y nos regocija.

Hay crisis en la vida en que bajan las nubes, el horizonte se oscurece, se angustia el
alma, no se entiende el dolor. No nos entendemos a nosotros mismos. Hay un sello de fe que
oculta a nuestras propias miradas el valor de nuestro sufrimiento y el sentido de nuestra
humildad; pero basta saber, en fe y esperanza, que el sello viene de palacio, y que un día se
abrirá y cesaremos de ser el enigma que somos ante nosotros mismos para contemplar en
revelación súbita y eterna la obra de Dios en nosotros y en el mundo entero. A nosotros
también se nos dice como al vidente de Patmos: «No llores; ha triunfado el León de la tribu
de Judá, el Retoño de David; él podrá abrir el libro y sus siete sellos» (Apocalipsis 5,5). Y nos
gozamos de saber que nuestra vida y su misterio están bajo el sello divino que guarda,
protege y explica a su tiempo lo que somos en la pobreza y grandeza de nuestra existencia.

El sello es amor. «Ponme cual sello sobre tu corazón, como un sello en tu brazo,
porque fuerte es el amor como muerte» (Cantar de los Cantares 8,6). Es el Esposo qU1~n
habla y quiere fijar el sello de su amor sobre. El corazón mismo de su amada y, como marca
externa y v1s1ble, sobre su brazo, en tatuaje de sangre que identifique para siempre a la
persona y el cariño en abrazo final. Sello de posesión amorosa, de entrega mutua, ya que el
esposo, al grabar su nombre, se entrega tanto a la esposa como ella a él al grabárselo.
Compromiso visible de amor eterno. Ese es el sello del Espíritu en nosotros. Dichosos los
momentos en que lo sentimos sobre el brazo de nuestras acciones y sobre el corazón de
nuestros sentimientos, los amaneceres de gracia en que palpamos la realidad del sello,
verificamos su promesa y vivimos su realidad. Y dichosos también si sabemos apreciar el
valor de la oscuridad que prepara a la luz, los momentos y las esperas en que no sentimos
nada, pero sabemos con certeza de amantes que el sello está allí y el amor permanece y el
Espíritu actúa. Toda nuestra vida bajo el sello del Espíritu.

Dios hizo grabar los nombres de los hijos de Israel como un sello sobre las vestiduras
del sumo sacerdote para demostrar que el sacerdocio de uno llega a todos, para recibirlos a
todos cuando el sumo sacerdote entraba en el santuario y bendecidos a todos al bendecir a
uno. Estas son las instrucciones que dictó a Moisés para el ajuar litúrgico:

«Tomarás dos piedras de ónice, sobre las cuales grabarás los nombres de los hijos de
Israel: seis de sus nombres en una piedra y los seis restantes en la otra, por orden de
nacimiento. Como se tallan las piedras y se graban los sellos, así harás grabar esas dos
piedras con los nombres de los hijos de Israel; las harás engarzar en engastes de oro.
Después pondrás las dos piedras sobre las hombreras del efod, como piedras que me hagan
recordar a los hijos de Israel, y así llevará Aarón sus nombres sobre sus dos hombros para
recuerdo delante de Yahvé» (Éxodo 28,9-12).

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Nuestros nombres grabados como sello en relieve sobre las vestiduras del sacerdote,
que avanza hasta la presencia del arca en medio de los querubines. Allí estamos con pleno
derecho en el santo de los santos como parte esencial del ritual sagrado. Somos pueblo de
Dios, somos individuos amados y escogidos uno por uno para formar parte de esa historia
que pasa por el desierto y lleva a la tierra prometida en redención personal y comunitaria.

El sello de Dios nos da garantía y confianza en medio de la fragilidad congénita que


sabemos nuestra. Es protección no sólo contra ataques externos, sino contra nosotros
mismos. Dios no permitirá que su sello sea profanado; o, mejor dicho, Dios en su Espíritu es
sello vivo que informa y vivifica nuestro propio espíritu y afirma los rasgos de su rostro en las
sombras del nuestro. La impronta del sello tiene valor de testigo, de sellar un pacto de Sinaí y
Calvario al mismo tiempo para fidelidad constante con nuestro deseo y su gracia. Sabemos
portadores del sello del Espíritu es alegría ferviente en días difíciles.

Jesús mismo es «Aquel a quien el Padre Dios ha marcado con su sello» (Juan 6,27).
Entendemos ya ese lenguaje al saber que el sello es el Espíritu Santo, que es quien ha
formado y ungido a Jesús y lo ha investido con poder absoluto en cielo y tierra. El consuelo
es saber que el mismo sello que ha marcado a Jesús nos marca a nosotros, y que el mismo
Espíritu que se une a él en Trinidad augusta habita en nosotros con intimidad atesorada.
Llevamos en la frente el sello de Dios con que el ángel del Apocalipsis marca a los elegidos
(9,4), y ya nadie nos puede dañar.

Carlos G. Vallés. Página 60


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15

Prenda y primicia.

La palabra griega es arrhabón, y la castellana «arras», y se parecen con parentesco


filológico. Aún existe en algunos sitios la costumbre de trece monedas de oro que ofrece el
novio a la novia en los esponsales, don y promesa de fidelidad perpetua, y que ésta guarda
con la misma fidelidad toda su vida, pues más que oro o monedas son expresión material y
visible del amor mutuo y la unión indisoluble. Esas son las arras.

Es a esas monedas, guardadas con celo conyugal, a las que parece referirse la
parábola del Evangelio sobre la mujer que perdió una de ellas y por eso se apuró tanto y
revolvió toda la casa y no paró hasta encontrarla, y al hallarla convocó a toda la vecindad y
los invitó a todos a participar en su alegría por haber encontrado la moneda perdida ... como
el pastor se alegra al recobrar la oveja extraviada, y Dios al recibir al pecador arrepentido con
gozo de todas las vecindades angélicas. No hubiera sido tan importante el gozo de aquella
buena mujer si se tratase sólo de una moneda ordinaria, pero sí si se trataba de la herencia
matrimonial, de la dote tradicional cuya conservación hasta la muerte era signo y figura de la
fidelidad de la mujer al marido. La pérdida de una de esas monedas era suceso externo que
delataba en su materialidad la falta de fidelidad conyugal, y de ahí la angustia de la mujer fiel
y su ansiedad por probar su inocencia encontrando la moneda perdida, y de ahí también su
alegría y su festejo callejero cuando la encuentra.

Las arras son promesa de entrega fiel para siempre. Es adelanto material de
consagración interna. Es prenda anticipada de pertenencia futura. Es figura y señal, en oro
acuñado, del amor constante en custodia perpetua. Yeso es el Espíritu en nosotros. «Nos ha
dado en arras el Espíritu» (2 Corintios 5,5). Promesa nupcial. Fidelidad eterna. Amor
ferviente. Cuño de oro en los esponsales del alma.

La palabra griega es más general, y se refiere a todo aquello que se da de antemano


para sellar un contrato y garantizar una compra, adelantando parte del importe total que el
comprador perderá si no lleva a cabo la compra. Es la «señal» o «anticipo» o «adelanto» que
se nos exige al encargar una mercancía, y que nos obliga a recogerla y pagar el resto antes
de una fecha fijada. Es un término comercial de uso diario. Y Pablo, escribiendo en griego, lo
aplica con familiaridad doméstica al don del Espíritu que hemos recibido. Es un anticipo, una
promesa, una garantía, en la limitación de nuestra existencia terrena, de que la totalidad del

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don ha de seguir en su día; una parte inicial del contrato definitivo que nos asegura que todo
ha de completarse en un plazo breve, y el Espíritu será nuestro en la totalidad de su gracia y
la eternidad de nuestro premio.

Se nos ha pagado el primer plazo. El contrato es en firme. El Espíritu habita ya en


nosotros con la misma realidad divina que un día explotará en plenitud de un nuevo
amanecer que durará para siempre y que por ahora permanece velada, sencillamente porque
no podemos soportar tanta claridad. Pero el proceso está en marcha. Dios es buen
comerciante y no se echa atrás. Ya tenemos a su Espíritu con nosotros. El anticipo que cierra
el trato. Las monedas de oro que bendicen los esponsales. Podemos empezar la fiesta.

Hay otro concepto muy bíblico y muy similar a éste. Es el de las primicias o primeros
frutos. Y también lo aplica Pablo al Espíritu. «Poseemos las primicias del Espíritu» (Romanos
8,23). Los primeros frutos de cada cosecha se recogían cuidadosamente y se le ofrecían al
Señor en el Templo, en solemne ceremonia anual, como prenda y consagración de la cosecha
entera que había de seguir. Al darle a Dios los primeros frutos, le daban toda la cosecha en
figura e intención, y así quedaba consagrada como suya. Arras agronómicas de mercado del
campo. Espigas de trigo en vez de monedas de oro. Y al poseer el Espíritu poseemos ya aquí
esas primicias de la cosecha final que madurará al otro lado del tiempo. Pero el Espíritu es el
mismo, las espigas son del mismo campo, y los racimos de la misma vid; y en esos primeros
frutos que ya gozamos vemos la seguridad venidera de los campos llenos cuando madure la
estación.

El rito de las primicias se originó en el pueblo hebreo con la llegada a la Tierra


Prometida y la gratitud rebosante ante la tierra y los campos y los árboles y las mieses.
Quisieron consagrar al Señor, en gratitud nacional y espontánea, la abundancia que les había
dado, y recordaron el mandamiento anticipado que había previsto la legislación oportuna para
el gran momento:

«Cuando llegues a la tierra que Yahvé tu Dios te da en herencia, cuando la poseas y


habites en ella, tomarás las primicias de todos los productos del suelo que coseches en la
tierra que Yahvé tu Dios te da, las pondrás en una cesta y las llevarás al lugar elegido por
Yahvé tu Dios para morada de su nombre. Te presentarás al sacerdote que esté entonces en
funciones y le dirás: 'Yo declaro hoya Yahvé mi Dios que he llegado a la tierra que Yahvé juró
a nuestros padres que nos daría'. El sacerdote tomará de tu mano la cesta y la depositará
ante el altar de Yahvé tu Dios. Tú pronunciarás estas palabras ante Yahvé tu Dios: 'Mi padre
era un arameo errante que bajó a Egipto y fue a refugiarse allí siendo pocos aún, pero se
hizo una nación grande, poderosa y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron
y nos impusieron dura servidumbre. Clamamos entonces a Yahvé Dios de nuestros padres, y
Yahvé escuchó nuestra voz; vio nuestra miseria, nuestras penalidades y nuestra opresión, y
Yahvé nos sacó de Egipto con mano fuerte y tenso brazo, en medio de gran terror, señales y
prodigios. Nos trajo aquí y nos dio esta tierra, tierra que mana leche y miel. Y ahora yo traigo
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las primicias de los productos de la tierra que tú, Yahvé, me has dado'. Las depositarás ante
Yahvé tu Dios, y te postrarás ante Yahvé tu Dios» (Deuteronomio 26,1-10).

Pablo era hebreo y vivía en su sangre la tradición repetida de la ceremonia anual. La


palabra «primicias» rebosaba para él de sentido, recuerdos, doctrina y emoción. Sabía y
sentía en su alma la importancia del rito simbólico, de la procesión de oferentes, de las
palabras del representante del pueblo, de los gestos del sacerdote, de la oración final. Al usar
esa palabra, Pablo expresa lo mejor que lleva dentro, su historia y su herencia, sus memorias
y sus creencias, su arte y su devoción, y llama al Espíritu «primicias», como esos frutos
nuevos, intactos y relucientes que traían los hijos de Israel al Templo en una mañana de
fiesta. El Espíritu es gozo y verdor, es rito y danza, es fruto y fronda, es la unión vivida del
pueblo entero en sus mejores momentos con su Dios y Señor. Y ese Espíritu es ya nuestro en
prenda y garantía, unción y sello, huésped y amigo. Nuestra Eucaristía es la celebración diaria
de las primicias del Espíritu en tierra prometida. Procesión y ofertorio, gesto y realidad,
consagración y plegaria. Y el altar lleno de Dios y de hombre en la entrega solemne de las
mieses y la vendimia del amor. Fruto bendito que hoy recibimos en oscuridad, y un día se
abrirá gozoso con la sonrisa permanente de los campos eternos. y el fruto seguirá siendo
siempre primer fruto en su juventud renovada.

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16

Quien tenga sed, beba.

«El último día de la fiesta, el más solemne, puesto en pie, Jesús gritó: 'Si alguno tiene
sed, venga a mí, y beba el que crea en mí. Como dice la Escritura: de su seno correrán ríos
de agua viva'. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él.
Porque aún no había Espíritu, pues todavía Jesús no había sido glorificado» (Juan 7,37-39)

Era en Jerusalén y en la fiesta de las Tiendas, una de las tres más solemnes del año,
junto con la Pascua y Pentecostés. Duraba siete días en el séptimo mes, durante los cuales
los habitantes de Jerusalén y todos los hombres adultos en un radio de treinta kilómetros,
para quienes era obligatoria la asistencia, y otros muchos hombres y mujeres y niños, para
quienes no lo era, habitaban en tiendas de campaña para conmemorar los años de desierto y
dar gracias a Dios por la peregrinación y la conquista a través de luchas y peligros en
existencia nómada.

«Habló Yahvé a Moisés, diciendo: Habla a los hijos de Israel y diles: El día quince de
ese séptimo mes celebraréis durante siete días la fiesta de las Tiendas en honor de Yahvé.
Durante siete días habitaréis en cabañas. Todos los naturales de Israel morarán en cabañas,
para que sepan vuestros descendientes que yo hice habitar en cabañas a los hijos de Israel
cuando los saqué de la tierra de Egipto. Yo, Yahvé, vuestro Dios» (Levítico 23,33-34.42-43).

La ceremonia central consistía en recoger ramas de palmeras, sauces y árboles


frondosos, ir al Templo y rodear en procesión el altar, formando un túnel con las ramas.
Mientras tanto, un sacerdote llenaba de agua un ánfora de oro en el depósito de Siloé y la
traía solemnemente por la llamada Puerta del Agua, mientras el pueblo cantaba el verso de
Isaías: «Sacaréis agua con gozo de los manantiales de la salvación» (12,3); la llevaba hasta
el Templo y la derramaba sobre el altar. El coro de levitas cantaba el Hal-lel (salmos 112-
117), y al llegar a las palabras «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterno su
amor», gritaban todos al unísono se volvían hacia el altar y agitaban los ramos en
acompañamiento de dramatismo litúrgico. Un pueblo que se había formado en el desierto
conocía el valor del agua, daba gracias por la fuente que saltó de la roca al golpe de la vara
de Moisés, y rezaba para que la lluvia puntual fertilizara los campos un año más en bendición
necesaria y esperada.

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En aquel cuadro de celebración popular, Jesús «se puso en pié» y «grito y habló de la
sed de otras aguas más esenciales y más íntimas, aguas que brotaban de sus propias
entrañas. Y Juan, que sabía de secretos de aquel costado en que se le permitía reclinarse, y
del que un día postrero vería brotar sangre yagua, explica que, al hablar del agua que
brotaba de su seno, Jesús hablaba del Espíritu. Agua de vida de la fuente del costado de
Cristo.

Dios era para el hebreo «fuente de agua viva» (Jeremías 2,13) Y dador de ese don
esencial para la vida. «Abrió la roca y fluyeron aguas; como ríos corren en la tierra seca»
(Salmo 104,41). «Fluirán las aguas, y una fuente manará de la Casa del Señor» (Joe14, 18).
Y la visión de Ezequiel, que nos aturde en sus detalles y nos asombra en su grandeza:

«Me llevó a la entrada de la Casa, y he aquí que debajo del umbral de la Casa salía
agua en dirección a oriente, porque la fachada de la Casa miraba hacia oriente. El agua
bajaba de debajo del lado derecho de la Casa, al sur del altar. Luego me hizo salir por el
pórtico septentrional y dar la vuelta por el exterior, hasta el pórtico exterior que miraba hacia
oriente, y he aquí que el agua fluía del lado derecho. El hombre salió hacia oriente con la
cuerda que tenía en la mano, y midió mil codos; entonces me hizo atravesar el agua: me
llegaba hasta los tobillos. Midió otros mil y me hizo atravesar el agua: me llegaba hasta las
rodillas. Midió mil más y me hizo atravesar el agua: me llegaba hasta la cintura. Midió otros
mil: era ya un torrente que no se podía atravesar, porque el agua había crecido hasta
hacerse un agua de pasar a nado, un torrente que no se podía atravesar. Entonces me dijo:
'¿Has visto, hijo de hombre?'. Me llevó, y luego me hizo volver a la orilla del torrente. Y al
volver vi que a la orilla del torrente había gran cantidad de árboles a ambos lados. Me dijo:
'Esta agua va hacia la región oriental, baja a la Arabá, desemboca en el mar, en el agua
hedionda, y el agua queda saneada. Por dondequiera que pase el torrente, todo ser viviente
que en él se mueva vivirá. Los peces serán muy abundantes, porque allí donde penetra este
agua lo sanea todo, y la vida prospera en todas partes adonde llega el torrente. A sus orillas
vendrán los pescadores; desde Engadi hasta Enegláyim se tenderán redes. Los peces serán
de la misma especie que los peces del mar Grande, y muy numerosos. A orillas del torrente, a
una y otra margen, crecerán toda clase de árboles frutales cuyos frutos no se agotarán:
producirán todos los meses frutos nuevos, porque este agua viene del santuario. y sus frutos
servirán de alimento, y sus hojas de medicina'» (Ezequie147,I-l2).

Apenas puede haber imagen más bella y significativa para el Espíritu que el agua viva,
saltarina, clara, libre, alegre, don del cielo y de las montañas, poder arrollador y belleza
serena, gozo de los campos y sonrisa de la naturaleza. No es extraño que los ríos sean
sagrados en muchas civilizaciones, y el mar hable de Dios a quien lo contempla en silencio. El
Espíritu Santo limpia y santifica, arrastra y fecunda, es bautismo que purifica y poder que
mueve. El bautismo es «rito de agua que regenera y renueva en el Espíritu Santo» (Tito 3,5).
El agua es figura y vehículo del poder que llena el alma con el ímpetu de Dios.

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La alegría del agua se siente no sólo en el campo, sino en la misma ciudad, cuyas
calles pueden ser lechos empedrados para arroyos urbanos. «Corrientes de agua alegran la
Ciudad de Dios», canta el salmo (45); y el vidente del Apocalipsis ve también el torrente de
agua en la Jerusalén celestial, que mana del trono de Dios y del Cordero, como el Espíritu
procede trinitariamente del Padre y del Hijo. «Luego me mostró el río de agua de Vida,
brillante como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. En medio de la plaza, a
una y otra margen del río, hay árboles de Vida que dan fruto doce veces, una vez cada mes,
y sus hojas sirven de medicina para los gentiles» (Apocalipsis 22,1-2). y termina el libro y la
Biblia con la llamada del Espíritu y la Esposa a la cita profética: «El que tenga sed, que se
acerque, y el que quiera, reciba gratuitamente agua de vida» (22,17). El agua del Espíritu
para la sed del alma.

Tenemos cita diaria con el agua que cura nuestra piel y refresca nuestra garganta. Con
fe y poesía, esos encuentros domésticos pueden convertirse en cita con el Espíritu que
siempre mueve las aguas de la creación.

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17

Brisa y aliento.

Cuando se agitaban las aguas en la piscina de Betsaida, era señal de la presencia del
Espíritu que sanaba; y cuando el viento movía las copas de los árboles, era señal para David
de que el Señor iba ante él para dar la victoria a su ejército. El viento también es señal del
Espíritu. Es incluso un juego de palabras: tanto en griego como en hebreo, la misma palabra
designa al viento y al espíritu (con o sin mayúscula), y ese feliz accidente verbal nos permite
hablar del Espíritu con la metáfora teológica del viento.

Así lo hizo Jesús con Nicodemo entre las brisas discretas de una noche de
confidencias. «El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni
adónde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Juan 3,8). El mismo Nicodemo quedó un
poco confuso con el cambio súbito de sentido en la misma palabra, y Jesús bromeó con él en
la intimidad nocturna. «Tú eres maestro en Israel ¿y no entiendes estas cosas?».

Viento que sopla sin saber de dónde, y que lleva no se sabe a qué. Inspiración secreta
e impulso transparente. Frescura y movimiento. Oxígeno y vida. Brisa y tempestad. Fuerza
dionisíaca que hace danzar al cosmos. Céfiro mañanero que acaricia la piel. Lejano e íntimo.
Suave y arrollador.

¿Qué elemento representa mejor la libertad, la fuerza, la inmensidad, la cercanía, el


misterio y la realidad del Espíritu en nuestras vidas? Con la metáfora del agua, la del viento
es la que mejor describe sin describir la presencia y la acción del Espíritu de Dios en el
mundo que él ha creado. Un viento impetuoso precedió a la experiencia de Pentecostés, y
mientras el viento «llenaba toda la casa», el Espíritu llenaba el alma de los apóstoles allí
reunidos. Dejemos que las escrituras nos hablen del viento y de Dios.

«Elías entró en la cueva y pasó en ella la noche. Le fue dirigida la palabra de Yahvé,
que le dijo: '¿Qué haces aquí, Elías?'. El dijo: 'Ardo en celo por Yahvé, Dios Sebaot, porque
los hijos de Israel te han abandonado, han derribado tus altares y han pasado a espada a tus
profetas; quedo yo solo y buscan mi vida para quitármela'. Le dijo: 'Sal y ponte en el monte
ante Yahvé'. y he aquí que Yahvé pasaba. Hubo un huracán tan violento que hendía las
montañas y quebrantaba las rocas ante Yahvé; pero no estaba Yahvé en el huracán. Después
del huracán, un temblor de tierra; pero no estaba Yahvé en el temblor. Después del temblor,

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fuego, pero no estaba Yahvé en el fuego. Después del fuego, el susurro de una brisa suave.
Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, salió y se puso a la entrada de la cueva. Le fue
dirigida una voz que le dijo: '¿Qué haces aquí, Elías?'» (1 Reyes 19,9-13).

Dios estaba en el susurro de la brisa suave. El Espíritu nos guía con delicadeza matinal.
A veces ni caemos en la cuenta nosotros mismos de su presencia y de su influencia, tan
callada como eficaz. ¿Quién nos da ese gozo súbito que no sabemos de dónde viene y que
llena de repente nuestro corazón con un anticipo anónimo de dicha futura? ¿Quién hace
brillar por un instante ante nuestra vista atónita la belleza de la creación y el sentido de la
vida como si todo fuera evidente y claro y hermoso y profundo? ¿Quién despierta en nosotros
la amistad y la confianza, quién revela la belleza de un rostro y la nobleza de un corazón,
quién nos acerca a otros, nos abre sonrisas, nos hace sentimos a gusto entre los demás?
¿Quién nos descubre el equilibrio de un paisaje, el secreto de un verso, el encanto de una
melodía? ¿Quién desciende sobre nosotros en la oración con un calor íntimo, con un nuevo
entender de un pasaje de la Biblia, con la seguridad irrefutable de la realidad eucarística?
¡Benditas brisas del Espíritu que sorprenden al alma y hacen ondular como campo de mieses
las emociones de su eterna primavera!

Si el profeta no encontró a Dios en la tempestad, el salmista sí lo encuentra. También


la fuerza y la majestad del cielo en tormenta son imagen del Espíritu que rige y domina, y
también el huracán majestuoso esconde su presencia. Todo viento habla su mensaje, y brisas
y vendavales se complementan para expresar todos los aspectos diversos de una realidad
que nunca agotan. El viento de Pentecostés también fue huracanado y sacudió cimientos de
piedra en el edificio y de conducta en los hombres.

«Inclinó el cielo y bajó


con nubarrones bajo sus pies;
volaba a caballo sobre un querubín
cerniéndose sobre las alas del viento,
envuelto en un manto de oscuridad;
como un toldo, lo rodeaban
oscuro aguacero y nubes espesas;
al fulgor de su presencia
las nubes se deshicieron en granizo y centellas;
y el Señor tronaba desde el cielo,
el Altísimo hacía oír su voz»
(Salmo 17,10-14).

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El salmo 103 llama a los vientos «mensajeros de Dios» y, más íntimamente todavía,
«soplo de Dios», y ve en ese soplo divino la acción creadora que da vida a todo ser viviente
sobre la tierra:

«Escondes tu rostro y se anonadan,


les retiras tu soplo y expiran,
y a su polvo retornan.
Envías tu soplo y son creados,
y renuevas la faz de la tierra.
Sobre las alas del viento te deslizas;
tomas por mensajeros a los vientos».

Jesús mismo sopló un día de gloria sobre sus discípulos y les dijo: «Recibid el Espíritu
Santo» (Juan 20,22). El soplo de Jesús es el Espíritu Santo. Aliento y vida de su mismo
pecho. Poder de perdonar pecados, de redimir almas, de edificar el cuerpo de la Iglesia.
Plenitud de Cristo resucitado, entrega y despedida, gesto de cruz y eucaristía, promesa
cumplida y presencia continuada. Jesús se va, pero queda su aliento, su Espíritu, y cada brisa
mañanera, cada temporal encendido, cada suspiro de hombre, cada respiración rítmica nos
recordará el divino contacto, el poder permanente, el amor jurado. El Espíritu como herencia
de Jesús, enviado del Padre, vínculo de la Trinidad. Espíritu de Dios que se sigue moviendo
sobre las aguas de la creación renovada dando vida al mundo.

Carlos G. Vallés. Página 69


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18

Ardor de fuego.

Tras el agua y el viento, el fuego. Lenguas de fuego dibujarán el Espíritu en


Pentecostés, y ya desde el Antiguo Testamento el fuego del cielo acompañaba las teofanías
que acercaban a Dios a su pueblo. También el fuego, como el agua y el viento, puede
significar la aprobación de Dios en luz y calor, como también su ira en castigo y destrucción;
pero, en cualquier caso, encarna siempre su cercanía y su presencia. El mismo salmo que nos
hablaba de vientos y nubes al acercarse Dios, nos habla también de fuego y relámpagos y, al
final, de salvación del afligido cuando interviene en toda su majestad el poder del Altísimo.

«Entonces tembló y retembló la tierra,


vacilaron los cimientos de los montes,
sacudidos por su cólera;
de su nariz se alzaba una humareda,
de su boca un fuego voraz,
y lanzaba carbones ardiendo.
Disparando sus saetas los dispersaba,
y sus continuos relámpagos los enloquecían.
El fondo del mar apareció
y se vieron los cimientos del orbe,
cuando tú, Señor, lanzaste un bramido,
con tu nariz resoplando de cólera.
Desde el cielo alargó su mano y me agarró,
me saco de las aguas caudalosas,
me libró de un enemigo poderoso,
de adversarios más fuertes que yo.
Me acosaban el día funesto
pero el Señor fue mi apoyo;
me sacó a un lugar espacioso,
me libró, porque me amaba»
(Salmo 17,8-9, 15-20).

Carlos G. Vallés. Página 70


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Fuego, agua y viento acompañan al Señor de los cielos cuando se acerca a la tierra a
proteger y salvar a sus escogidos.

La columna de nube que guía a Israel por el desierto se hace columna de fuego en la
oscuridad de la noche. Esa es una de las funciones favoritas del Espíritu: protección y guía.
Caminar paso a paso. Marcar los momentos en que hay que reposar y los momentos en que
hay que avanzar. Indicar la dirección día a día. Marcha parcial que da fuerzas para cada
etapa sin revelar todavía el final de tierra prometida. Excursiones cercanas que abren el
camino sin alcanzar aún el último misterio. Promesa de fe por la que seguimos la caminata de
hoy sin preguntar adónde nos llevará la de mañana. Voto de confianza a la columna de
fuego que va por delante. Su mera vista da segundad, y su presencia vela el sueño. Basta
con mirarla para que descienda la paz al alma. Ruidos en la noche. Despertar instantáneo de
los ojos que se han formado en el peligro. Un ataque, una fiera, un enemigo. Todo el cuerpo
alerta al momento para rechazar la agresión nocturna. Pero lo primero que hacen los ojos
con instinto seguro es mirar hacia la columna de fuego. Allí está. Todo va bien. Falsa alarma.
Vuelve el sueño aplacado. La columna vela. El fuego protege. Feliz el pueblo que sigue a la
columna.

El fuego, de origen celestial en el rayo y las centellas y de poder irresistible más allá de
la mano del hombre e~ señal, al consumir el sacrificio, de que Dios acepta y recibe el don.
Del hombre lo transforma en sí mismo. La imagen primitiva, pero gráfica y valiente, es que
el fuego «devora»

El sacrificio y, a través de él, Dios «se alimenta», se sienta a la mesa con los hombres
y, al participar juntos en el banquete, Dios y el hombre declaran su unión y celebran su
amistad. El sacrificio se llama una y otra vez en la Biblia «alimento de Dios» (Levítico 21, 6, 8,
17). También creían los antiguos que el hombre tenía fuego en el estómago, y eso era lo que
digería el alimento. El fuego es función vital y rito religioso de transformación y de unión.

«No se apagará el fuego que consume el holocausto sobre el altar; el sacerdote lo


alimentará con leña todas las mañanas colocará encima el holocausto y sobre él quemará el
sebo de los sacrificios de comunión. Fuego permanente arderá sobre el altar sin apagarse»
(Levítico 6,5-6).

En ocasiones señaladas, el fuego desciende del cielo, como rayo original de la mano de
Dios, para consumir el sacrificio visiblemente y señalar su aceptación. Ofrenda humana sobre
el altar desnudo. Oración y súplica para aplacar a la majestad ofendida. Espera tensa de
fervor ardiente. Respuesta de lo alto. Los cielos se abren con estrépito de truenos. Se hace
una luz repentina, y el fuego brilla sobre el altar. Arde la ofrenda. Y los hombres adoran la
gloria de Dios.
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«Entonces Aarón, alzando las manos hacia el pueblo, le bendijo; después de haber
acabado el sacrificio por el pecado, el holocausto y el sacrificio de comunión, descendió.
Luego Moisés y Aarón entraron en la Tienda de Reunión y; cuando salieron, bendijeron al
pueblo. La gloria de Yahvé se dejó ver de todo el pueblo. Salió fuego de la presencia de
Yahvé que consumió el holocausto y las partes grasas puestas sobre el altar. Todo el pueblo
al verlo prorrumpió en gritos de júbilo y cayó rostro en tierra» (Levítico 9,22-24).

«Holocausto» es palabra griega de sentido técnico en su origen y de aplicación


fecunda en su imagen. Quiere decir «quemar del todo» sin dejar parte alguna sin consumir
por el fuego. En los sacrificios ordinarios los sacerdotes tenían derecho a quedarse con parte
de la víctima y usarla para su propio abastecimiento como estipendio legal. No así en el
holocausto, que pertenecía directa y exclusivamente a Dios y, como tal, había de ser
consumido en su totalidad por el fuego sagrado. Los sacerdotes del templo no siempre
respetaban las normas establecidas, y su avaricia les llevaba a veces a transgresiones y
manipulaciones de las ofrendas que ofendían gravemente al Señor. Tal fue el caso de los
hijos de Elí, que abusaron de la ancianidad de su padre al suplido en las funciones del
Templo, y con ello trajeron la ruina sobre sí mismos, sobre su padre y sobre todo Israel.

«Los hijos de Elí eran unos malvados que no conocían a Yahvé ni las normas de los
sacerdotes respecto del pueblo: cuando alguien ofrecía un sacrificio, venía el criado del
sacerdote, mientras se estaba cociendo la carne, con el tenedor de tres dientes en la mano,
lo hincaba en el caldero o la olla, en la cacerola o el puchero, y todo lo que sacaba el
tenedor, el sacerdote se lo quedaba; y así hacían con todos los israelitas que iban allí, a Silo.
Incluso antes de que quemasen la grasa, venía el criado del sacerdote y decía al que
sacrificaba: 'Dame carne para asársela al sacerdote, no te aceptará carne hervida, sino
solamente carne cruda'. Y si el hombre le decía: 'Primero se quema la grasa, y después
tomarás cuanto se te antoje', le respondía: 'No, me lo darás ahora o lo tomo por la fuerza'. El
pecado de los jóvenes era muy grande ante Yahvé, porque trataban con desprecio la ofrenda
hecha a Yahvé» (1 Samuel 2,12-17).

El símbolo del holocausto es bellamente válido en nuestra vida. Todo para el Señor.
Nada de tacañerías, regateos, medias tintas. Generosidad y totalidad. Que el fuego haga su
labor. Que arda mi vida, con todo lo que soy, pienso y deseo, en homenaje pleno al Dios que
me creó. No me quedo con nada, no reclamo estipendios, no negocio concesiones. Todo
sobre el altar. Gesto de entrega total. Liturgia de sumo sacerdote. Ofrenda digna de Dios,
Señor absoluto de su creación. y secreto de paz interior para quien así se entrega sin
reservas, sin condiciones, sin excepción alguna en su consagración voluntaria a Dios. La
entrega a medias es lo que nos hace sufrir con su insatisfacción, sus dudas, sus idas y
venidas, su falta de sinceridad, de firmeza, de estabilidad. Conozcamos el valor de dado todo
en la tranquilidad de no retener nada. La prueba del fuego. El mérito del holocausto.

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El fuego prueba y purifica. «En el fuego se purifica el oro, y los adeptos de Dios en el
horno de la humillación» (Eclesiástico 2,5). En el crisol se separa el oro de la escoria. La vida
fácil no revela lo que hay en el hombre, y mediocridades sin cuento andan por los caminos
del mundo sin saber ellos mismos el precio de su vida y el valor de la virtud. Pero llega la
adversidad, y da la oportunidad de mostrar el temple y ejercer la paciencia. El sufrimiento
acrisola la vida. y ahí está precisamente el secreto de entender de alguna manera y encontrar
fuerzas para hacer frente al dolor, dentro del misterio de vida y de fe que es el sufrir, y el
respeto de sagrario que inspira toda herida abierta en el corazón del hombre. El secreto es
saber que ese sufrimiento que nos aqueja, por duro que sea e irracional que parezca, es en
último término fuego que viene de arriba y que, con dolor de cauterio pero con esperanza de
cruz, prueba y purifica y acendra el oro que llevamos dentro para engarzarlo un día en
corona de eternidad.

«Nuestro Dios es fuego devorador» (Hebreos 12,29). El contexto de Antiguo y Nuevo


Testamento en que aparece la frase la refiere a la exclusividad con que Dios, amante celoso,
quiere ser amado y seguido por su pueblo con exclusión de cualquier otro dios. Moisés, al
resumir ante el pueblo de Israel la historia candente que habían vivido bajo su liderato, les
dice: «Por culpa vuestra Yahvé se irritó contra mí y juró que yo no pasaría el Jordán ni
entraría en la espléndida tierra que Yahvé tu Dios te da en herencia. Yo voy a morir en este
país y no pasaré el Jordán. Vosotros, en cambio, lo pasaréis y poseeréis esa espléndida tierra.
Guardaos, pues, de olvidar la alianza que Yahvé vuestro Dios ha concluido con vosotros, y de
haceros alguna escultura o representación de todo lo que Yahvé tu Dios te ha prohibido,
porque Yahvé tu Dios es un fuego devorador, un Dios celoso» (Deuteronomio 4,21-24).

El amor que Dios nos tiene no admite rivales. La sinceridad del fuego como testigo de
la unión sagrada. Fuego que funde dos metales en uno. Fuego que arde en dos corazones al
tiempo. Fuego que quema y marca como el sol ardiente a la esposa de los Cantares
realzando su belleza morena ante los esponsales que se acercan. Fuego que es rubor en
mejillas vírgenes como ornamento acendrado de inocencia sorprendida. Al amor le va bien la
metáfora del fuego.

Jesús dijo que había venido a traer fuego a la tierra (Lucas 12,49) y estaba deseando
que se encendiese. En ese fuego está todo: purificación, decisión, sufrimiento, amor, entrega.
Y Juan Bautista había proyectado ya desde su visión de profeta la aparición e identificación
del fuego que nos allega a Dios cuando predijo de Jesús: «El os bautizará con el Espíritu
Santo y con fuego» (Mateo 3,11). Es decir, con el Espíritu Santo que es fuego en su ardor y
su luz y su penetración y su consagración de todo lo que toca para hacerlo sagrado en
liturgia de amor. Al fin el bautismo ha llegado. Larga marcha, a través de desiertos y
tormentas, hasta las lenguas de fuego del cenáculo apostólico. Allí nos espera.

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19

Cristo se ama a sí mismo.

Si había dificultad en fijar el número de los dones del Espíritu Santo, más la hay con el
número de los «frutos». El catecismo de mi niñez enumeraba doce, que eran los que la
versión latina de la carta a los Gálatas atribuía a Pablo; pero el texto griego original de la
carta sólo lleva nueve. La solución la da el mismo Pablo, que usa allí la palabra «fruto» en
singular, no en plural. Es decir, se trata de la cosecha, el efecto total, el resultado final de la
presencia del Espíritu en el alma, que es uno e indiviso y que se manifiesta en las múltiples
actitudes y actividades de la persona, de las que Pablo menciona espontáneamente nueve, y
alguien amplió después a doce, sin duda por ser número de plenitud bíblica en las doce tribus
de Israel, los doce apóstoles y las doce puertas de la Jerusalén celestial. Procedimiento
frecuente en números antiguos.

Esta es la enumeración de Pablo: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia,
afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza» (Gálatas 5,22). Palabras llenas de
vida, letanía sagrada, programa de acción, panorama de eternidad. Rasgos valiosos que, al
describir los efectos de la presencia del Espíritu en el alma, nos revelan su esencia y nos
acercan a su persona, que es lo que más nos interesa en la búsqueda espiritual de nuestra
vida con todo el entusiasmo que da el deseo humano y la gracia divina.

El fruto nace de dentro. La cosecha surge de la semilla acunada en el calor de la tierra.


Llevamos el Espíritu dentro, y se trata de dejarle asomarse, crecer, florecer, dar fruto a su
tiempo y a su manera. Pablo explica a continuación de su lista inspirada: «Si vivimos según el
espíritu, obremos también según el Espíritu». Que se manifieste en trabajo y conducta lo que
es convicción y experiencia.

No es sudor y esfuerzo; es fe y confianza. No es plaanificación personal; es impulso de


la gracia. No es tanto hacer como dejar que suceda. Saber los tiempos y la estación, fiarse de
la lluvia y el sol, saber esperar. Claro que habrá que trabajar siempre, como el labrador cuida
sus campos, pero sabiendo y viviendo por dentro el hecho fundamental de toda cosecha: que
es la tierra la que alimenta la simiente y dirige su crecer. Trabajo sin ansiedad. Entrega sin
tensión.

Carlos G. Vallés. Página 74


GUSTAD Y VED

El primer fruto del Espíritu es el amor. «El amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Romanos 5,5). Quien da el
Espíritu, da el amor. «Dios es amor» (l Juan 4,16). Todo eso lo sabemos y lo aceptamos. A lo
que ahora se nos invita con insistencia nueva es a sentir ese amor salimos de dentro a no
forzamos a amar a los demás como ejercicio ascético de fuerza de voluntad para llenar el
expediente y pasar el examen de los que aspiran a la perfección, sino a dejar que el amor
que llevamos dentro por la presencia y la energía del Espíritu se abra paso a través de
nuestro egoísmo y nuestra timidez, derribe prejuicios y allane obstáculos, y se manifieste en
gesto y palabra, en compañía y sonrisa, en acción y ayuda, en cariño y entrega, hasta llegar
al corazón de cuantos nos rodean y albergan en secreto la cálida esperanza de recibir todo
nuestro afecto y corresponder, con el amor que ellos también llevan dentro, al que les llega
desde nosotros.

El amor no puede forzarse. Nace, despierta, surge. Es el aletea del Espíritu en lo más
profundo de nuestro ser, y en reconocerlo, aceptarlo y seguirlo está el arte de amar. Si no
amamos bien, es porque no reconocemos la presencia del Espíritu en nosotros, no cedemos a
sus impulsos, no abrimos las puertas a las corrientes de confianza y amor que nos llevan a
entregamos y fiamos y amar. Sentir el amor como fruto del Espíritu es el camino firme y
seguro del mejor amor.

Rabindranath Tagore expresa con profundidad intuitiva la dinámica divina del amor:
«Hay un cielo infinito que abraza a la tierra y al sol en su lejanía estelar, y así hace posible
que se pertenezcan mutuamente en parentesco cósmico. Del mismo modo Dios, con su ser
inmenso, llena el vacío que hay entre un ser humano y otro. La distancia entre hombre y
hombre es infinita; y si no existiera en medio ese puente eterno que es Dios, ¿cómo íbamos a
alcanzamos unos a otros?».

Nosotros creíamos que quien estaba cerca era el hombre, tan cerca que con sólo
alargar la mano lo tocamos, con sólo pronunciar su nombre lo llamamos, con sólo mirarlo lo
poseemos; juntos vivimos, juntos vamos al trabajo y comemos y charlamos. El que estaba
lejos, según creíamos en un principio, era Dios; tan lejos que no lo podíamos alcanzar
directamente, y sólo a través del hombre que estaba aliado podíamos llegar al Dios que
quedaba tan lejos. Por eso nos exhortaban a servir al prójimo, ya que por Dios no podemos
hacer nada; pero él, en su bondad, toma como hecho a él mismo lo que hacemos al menor
de los hombres; nos esforzábamos en amar a nuestros semejantes, con la fe de que ese
amor al hombre de al lado llega a Dios que lo creó; y así, paso a paso, yendo de cerca a
lejos, del servicio del hombre a la adoración de Dios, de la tierra al cielo, labrábamos nuestro
ascenso gradual hasta el trono lejano. «Si no amas a tu prójimo a quien ves, ¿cómo puedes
amar a Dios a quien no ves?».

Todo eso es verdad, y nuestro esfuerzo es genuino; pero ahora una nueva luz viene a
cambiar la perspectiva y ayudar nuestro empeño. El que está cerca es Dios, y el que está
Carlos G. Vallés. Página 75
GUSTAD Y VED

lejos es el hombre. En vez de llegar a Dios a través del hombre, tenemos que llegar al
hombre a través de Dios. El hombre está lejos. Aunque se siente a mi lado, es un extraño, no
llego a su alma, no entro en sus sentimientos, no sé lo que pasa en su mente. Hay una
distancia estelar de corazón a corazón; mensajes tardan años luz en llegar y no se descifran
cuando llegan. ¿Cómo comunicarse? A través de Dios que está en medio, está al lado y está
dentro. El llena con su infinitud ese espacio que nos separa, y en el abrazo divino tiene lugar
el contacto humano. El hombre encuentra al hombre en Dios.

Dos racimos cuelgan de una misma vid. Se comunican a través de la savia vital que
nace de un mismo tronco y les llega a través de la misma rama. Si arrancamos los dos
racimos y los echamos en un cesto, dejan de comunicarse, aunque sus granos se apiñen
unos contra otros. Se han hecho extraños, separados, opuestos, y el contacto externo de su
piel sólo puede hacer que se malogren tristemente sus dulces frutos con manchas de
contagio. Se ha roto la unión, se han alejado de la rama, han perdido el contacto íntimo de la
savia común, y ya no se conocen.

El contacto vital del hombre con el hombre es a través de la Vid que a todos nos
sustenta con su gracia y su ser. La presencia de Dios en mí me da vida, y como esa misma
presencia es la que da vida a los hombres y mujeres que me rodean, en Dios los encuentro,
en Dios los entiendo y en Dios los amo. De dentro sale el amor que brota en mi pecho y a
todos llega. Es la savia de la Vid. Es la acción de Dios, su Espíritu, su fruto. Es lo que hace
posible el amor en el mundo, lo que constituye el contacto diario de persona a persona en el
mundo, en la familia, en la sociedad.

Cuando personas que viven intensamente su compromiso espiritual, cada uno a su


manera, se encuentran, aunque sea por primera vez, aunque no se conozcan, aunque sean
de tierras y culturas distintas, aunque no hablen la misma lengua ni profesen la misma
religión, si verdaderamente viven en Dios, se produce un contacto instantáneo, un
entendimiento espontáneo, un afecto mutuo que les hace sentirse desde un principio como si
se conocieran de toda la vida. Y esa es la profunda verdad. Eran racimos que colgaban de la
misma rama.

Nos dicen que las ondas de televisión son de propagación rectilínea, y por eso, dada la
curvatura de la tierra, no pueden llegar por sí mismas de continente a continente, pues se
perderían en el espacio. Ahí vienen, en consecuencia, los satélites de comunicación, que
reciben desde el alto espacio el mensaje de un centro y lo devuelven en geometría espacial al
receptor distante para que capte la imagen y el sonido con fidelidad celestial. Algo así nos
sucede a nosotros. Hay muchas curvaturas en nuestro carácter y muchos ángulos en
nuestras costumbres, y la manera más directa de llegar de corazón a corazón es la dirección
celeste que mira hacia arriba y llega a Dios y encuentra en él el camino que lleva a los
hombres con eco inmediato. En nuestro caso, el satélite bienhechor está dentro de nosotros

Carlos G. Vallés. Página 76


GUSTAD Y VED

mismos, Dios habita en nosotros, y el contacto con él es el contacto con todos los que viven
en él.

San Agustín describió con teología 'certera la profundidad del amor cristiano en su más
breve y densa fórmula: «Cristo se ama a sí mismo». Cristo en mí hace nacer el amor que
llega hasta ti y hace que yo ame en ti al Cristo que en ti habita. «Vive en mí Cristo», había
dicho san Pablo. SI Cristo vive en mí, Cristo ama en mí; y si ama en mí, también recibe en
quien yo amo el amor que yo en su nombre le tengo. «Cristo se ama a sí mismo».

El da y él recibe, él inspira y él mueve, él comienza y él consuma. Reflejo en el hombre


del movimiento trinitaria en el que el amor circula y vuelve de Dios a Dios en trinidad de
personas y unidad de ser. Miembros todos de un cuerpo en Cristo, nos amamos con el amor
único que de él viene y a él va. Cristo se ama a sí mismo en nosotros, por nosotros, a través
de nosotros, como él y el Padre y el Espíritu se aman en ellos y entre ellos en misterio que ya
es nuestro en fe y lo será para siempre en eternidad feliz. Ese es el alto valor del sentimiento
más noble que alberga el corazón humano: el amor viene de Dios, hace presente a Dios, es
Dios en nosotros.

El amor es el primer fruto del Espíritu. Es el Espíritu mismo presente en nosotros y


activo con la misma esencia de su ser, que es amor. Esta manera de entender el amor
humano como fruto de la presencia y actividad del Espíritu en nosotros es la que le da su
dignidad, su nobleza su profundidad, su divinidad, ya nosotros nos hace despertar con
gratitud a nuestra responsabilidad y nuestro gozo al reconocer que llevamos y administramos
en nosotros el amor de Dios.

Entender el amor como fruto del Espíritu es aprender a amar.

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GUSTAD Y VED

20

Estad siempre alegres.

Por borrachos tomaron a los apóstoles a las nueve de la mañana del día de
Pentecostés. «Un poco pronto», comentó san Pedro con el sentido del humor que sí le había
dado la experiencia insólita de aquella mañana temprana en Jerusalén. Alegres estaban todos
ellos, con una alegría bulliciosa que a los curiosos que se habían reunido al oír el estruendo
les hizo pensar en el vino. Cuando el Espíritu viene, trae consigo la alegría o, mejor dicho, él
mismo es la alegría, y al darse comunica esa alegría de su ser a quienes se abren a su venida
y a sus dones. La alegría es el segundo fruto de la cosecha del Espíritu.

Una pregunta que conturba a veces: ¿Cuánto tiempo hace desde que te reíste a gusto
por última vez? ¿Cuándo fue tu última carcajada? No se trata de una risa bullanguera,
provocada, obligada por seguir la risotada del grupo, sino risa sincera, sana, espontánea, risa
agradecida que brota de dentro, abre el rostro y sacude el cuerpo con un relámpago de
bienestar que lleva a cada nervio y cada célula la vibración desatada del gozo de vivir. Hay
quien no ha reído con ganas hace semanas, meses, años quizá. Hay quien se ha olvidado de
lo que es reírse en voz alta con alegre descaro. Va uno tirando en la vida y cumpliendo en
sociedad con sonrisas débiles, risas forzadas, muecas violentas que son triste remedo de
caras que quieren ser felices. Hay que reír aunque el chiste no tenga gracia, hay que aplaudir
aunque la salida sea insulsa. Hay que ser cortés, hay que cultivar la sonrisa. Pero reír como
ríe un niño, entregarse a la risa, hacer vibrar el aire con la explosión del gozo que sale de
dentro, eso ha quedado olvidado en la rigidez rutinaria de una vida aburrida.

No es que haya que reír siempre, pero sí hay que manifestar siempre el fruto del
Espíritu que es la alegría que se sigue del amor. «La consecuencia del amor es la alegría»
dice santo Tomás con todo el peso de su autoridad escolástica. El andar con cara larga no
redunda en honra del Dios a quien profesamos servir y nos gloriamos en amar. «O cambias
de cara o cambias de gurú», dijo a un atribulado discípulo su gurú, que consideraba mala
propaganda para su escuela tener discípulos tristones a su lado. «No entristezcáis al Espíritu
Santo de Dios», dice san Pablo (Efesios 4,30), y es posible que el Espíritu no se encuentre
muy a gusto tras rostros serios y expresiones amargadas. Si llevamos a Dios dentro, debería
notársenos en la cara. Cosmético divino de acción interna.

Carlos G. Vallés. Página 78


GUSTAD Y VED

El célebre juez americano Oliver Wendell Holmes pensó en su juventud seguir la


carrera eclesiástica y dedicarse al ministerio pastoral; pero no lo hizo, porque, según él, los
eclesiásticos que él conocía parecían, por su apariencia y conducta, ser empleados de la
funeraria. No nos vendría mal miramos al espejo de vez en cuando, sobre todo cuando nos
quejamos de que pocos jóvenes siguen hoy el camino del ministerio eclesiástico y la vida
religiosa, pocos se entregan al compromiso cristiano de servir al prójimo por Dios. ¿Qué
rostros ven en nosotros? No somos empleados de pompas fúnebres.

No es que se trate de forzar la sonrisa, de fingir la alegría, de maquillar el rostro como


se hace con calculada programación en la industria moderna del vender y convencer. Se paga
a hombres y mujeres para que sonrían al cliente y le hagan creer, con la estudiada técnica
del rostro radiante, que el producto, el coche, el viaje, la casa, o sencillamente los
macarrones, son lo mejor que jamás ha existid~ ni existirá, y nada mejor puede comprarse
con dinero. Sonrisas de mercado, caretas de carnaval, rostros alquilados para ganar clientes.
Entre tanta sonrisa fingida, no es extraño que perdamos el sentido de la alegría genuina,
libre, espontánea. Hay que devolverle al mundo la capacidad de alegrarse por dentro y por
fuera, y ésa es la labor del Espíritu en nuestras almas. Somos apóstoles de la alegría.

Cuando Israel vuelve del exilio, se edifica de nuevo el Templo, se vuelve a proclamar la
Ley ya establecer el reino, y el pueblo se siente al principio abrumad? por el peso de
recuerdos, despedidas, tareas nuevas y peligros constantes, hasta el punto de que sus líderes
han de establecer normas concretas de conducta y sentimiento que ayuden al pueblo a
rehacerse ante una nueva historia. y una de las condiciones que ponen es señalar la alegría
como elemento esencial de supervivencia:

«Entonces Nehemías el gobernador y Esdras el sacerdote escriba y los levitas que


explicaban al pueblo dijeron a todo el pueblo: 'Este día está consagrado a Yahvé vuestro
Dios; no estéis tristes ni lloréis'; pues todo el pueblo lloraba al oír las palabras de la Ley.
díjoles también: 'Id Y comed manjares grasos, bebed bebidas dulces y mandad su ración a
quien no tiene nada preparado. Porque este día está consagrado a nuestro Señor. No estéis
tristes: la alegría de Yahvé es vuestra fortaleza. También los levitas tranquilizaban al pueblo
diciéndole: 'Callad: este día es santo. No estéis tristes'. Y el pueblo entero se fue a comer y
beber, a repartir raciones y hacer gran festejo, porque habían comprendido las palabras que
les habían enseñado» (Nehemías 8,9-12).

La alegría del Señor es nuestra fortaleza. Para que el pueblo viva se una trabaje y
avance, necesita la alegría de las personas y del grupo que exprese la fe y dé voz a la
esperanza. Con tristeza no se hace historia.

Carlos G. Vallés. Página 79


GUSTAD Y VED

Nuestra historia en Cristo rezuma alegría. Basta verla en san Lucas, evangelista del
gozo redentor. He aquí algunos trazos breves de su pincel de historiador y pintor. El ángel a
Zacarías: «Isabel, tu mujer, dará a luz un hijo a quien pondrás por nombre Juan; será para ti
gozo y alegría, y muchos se gozarán en su nacimiento» (1,9). Gabriel a María: «Alégrate,
llena de gracia» (1,28). María ante Isabel: «Engrandece mi alma al Señor, y mi espíritu se
alegra en Dios mi salvador» (1,46). El ángel a los pastores: «Os anuncio una gran alegría»
(2,10). Los discípulos regresan «alegres» de su primera misión (10, 17), Y al verlo Jesús «se
llenó de gozo en el Espíritu Santo» (10,21). El pueblo entero «se alegraba con las maravillas
que Jesús hacía» (13,17). Dios mismo se alegra (15,7), y sus ángeles (15,10), cuando un
pecador se convierte. Zaqueo recibe a Jesús en su casa «con alegría» (19,6). Toda la
multitud de los discípulos «se llena de alegría» (19,37). Cuando Jesús se muestra a sus
apóstoles después de su resurrección, «no acababan de creérselo, de pura alegría» (24,41).
Y al final de todo, después de despedir al Señor en su Ascensión, se vuelven a Jerusalén «con
gran gozo» (24,52), y con esas palabras acaba Lucas su Evangelio.

Lucas escribe también los Hechos de los Apóstoles, y el evangelista del nacimiento y la
infancia de Jesús se convierte en el cronista del nacimiento y primer crecimiento de la Iglesia
en líneas paralelas que hacen volver a vivir a Jesús en su Cuerpo, que es la Iglesia, la alegría
que vivió y comunicó en su vida personal de Belén y Nazaret. La alegría es el tono de la
primera Iglesia, como lo es de todo cuerpo sano que crece y se desarrolla con plenitud de
vida.

Después del estallido de Pentecostés se forma la primera comunidad cristiana.


«Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan
por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón» (Hechos 1,46). Pedro
y Juan encuentran la alegría en medio del sufrimiento: «Ellos marcharon de la presencia del
Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre»
(5,41). Cuando Felipe anuncia el Evangelio en Samaría, «hubo una gran alegría en aquella
ciudad» (8,8). Y cuando bautizó al eunuco, alto funcionario de Candace, reina de los etíopes,
éste «siguió gozoso su camino» (8,39). Cuando Bernabé llegó a Antioquía, delegado desde
Jerusalén para comprobar que también los griegos comenzaban a abrazar el Evangelio, «lo
vio y se alegró» (11,23). Y los gentiles de Antioquía de Pisidia, al oír declarar al mismo
Bernabé y a Pablo que también a ellos les llegaba ahora la salvación «se alegraron y se
pusieron a glorificar la Palabra del Señor» (13,48) Y «quedaron llenos de gozo y del Espíritu
Santo» (13,52). La alegría engendra alegría, y así Pablo y Bernabé, «enviados por la Iglesia,
atravesaron Fenicia y Samaría contando la conversión de los gentiles y produciendo gran
alegría en todos los hermanos» (15,3). y la carta que declaraba oficialmente que no hacía
falta someterse a la Ley de Moisés para ser cristiano causó también gran alegría: «la leyeron
y se gozaron» (15,30). El carcelero de Filipos que quiso suicidarse al ver libres a sus
prisioneros Pablo y Silas, y se bautizó al ver el milagro de su liberación pacífica, «se alegró
con toda su familia por haber creído en Dios» (16,34).

Carlos G. Vallés. Página 80


GUSTAD Y VED

Tanta es la insistencia en la alegría que Dios llega a castigar a su pueblo «por no haber
servido a Yahvé tu Dios con alegría» (Deuteronomio 28,47); y su palabra final para los que lo
aman es: «entra en el gozo de tu Señor» (Mateo 25,21). El gozo que es fruto del Espíritu nos
acompaña, nos prepara, nos abre a la vida y a la gracia, y nos recibe al final hecho eternidad
feliz.

Por eso Pablo puede resumir así su mensaje: «Estad siempre alegres en el Señor»
(Filipenses 4,4).

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21

Paz a los hombres.

La paz es la perfección de la alegría. Es la continuidad sosegada del fervor ardiente, el


equilibrio sostenido del impulso inicial, la traducción diaria de la emoción cumbre. No
podemos permanecer toda la vida en el Tabor; hemos de bajar al trajín diario de la realidad
inevitable, con sus cambios de talante, sus altos y sus bajos, sus crisis y sus problemas, su
dolor y su angustia. Hay ratos y etapas en que la alegría queda velada tras la sinceridad del
pesar. Pero la paz siempre es posible. La serenidad del alma reflejada en la compostura del
cuerpo. Ecuanimidad hecha retrato en los rasgos animados del rostro en paz. Reconciliación
total de alma y cuerpo con todo lo que existe. La paz es el tercer fruto del Espíritu.

Hay personas que irradian paz. Sólo con entrar en su espacio vital se experimenta la
caricia interna de la tranquilidad transcendente que da profundidad a la vida y engendra la
calma. Centros de paz en un mundo agitado. Recuerdo amistoso de que las penas pasan y
los triunfos se desgastan con el tiempo, y lo único que importa es vivir la realidad diaria tal
como viene, sin dejar que sus embates sacudan los pilares de nuestra serenidad.

El fundamento inamovible de la paz del alma es la paz con Dios. La relación humilde y
confiada de hijo a Padre, con la conciencia de nuestras limitaciones y nuestros fallos y con la
fe en su comprensión y misericordia que mantiene su amor a través de todas las vicisitudes
de nuestra afanada vida. Ese es el don que Jesús nos trajo de parte del Padre. «Paz a los
hombres». El mismo en su persona es el «Príncipe de la Paz» (Isaías 9,5), «él es nuestra
paz» (Efesios 2,14) Y nos trae «el Evangelio de la paz» (Hechos 10 ,31).

Quien se sabe en paz con Dios puede acometer la ardua tarea de buscar paz con los
hombres. Esta es la dimensión social del fruto del Espíritu, tan necesaria como difícil en la
vida conflictiva que llevamos en la familia, en la sociedad, en el mundo entero. Fricción,
desconfianza, competencia, enemistad nos acechan por todas partes y convierten nuestra
existencia en un continuo sobresalto, nos hacen tener las defensas siempre alerta nos
enfrentan con los que de hecho son nuestros hermanos. Paz entre las personas, las familias,
las naciones. Difícil cometido para el género humano.

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En ese horizonte tormentoso, lo que a mí me toca, en mi pequeñez y mi


responsabilidad, es fomentar la paz y hacerla posible en mi entorno, para que de allí se
proyecte en deseo y oración a toda la humanidad. Que todos los que viven en contacto
conmigo sepan que nada tienen que temer de mí, que pueden acercarse sin recelo y
~estrechar mi mano con amistad. Que lean en mi mente y en mi corazón el tratado
incondicional de paz que tengo hecho con el mundo entero; que no vean en mí un rival, sino
un amigo; no un obstáculo para su carrera, sino una ayuda en su Vida. Que sepamos todos
sentamos alrededor del mismo fuego, escuchar nuestras historias, compartir la existencia, reir
juntos y celebrar la vida en comunidad. Jesús proclamó la bienaventuranza de los que «hacen
la paz», porque serán llamados «hijos de Dios». El don de inspirar confianza, de suavizar
raíces, de limar aristas, de domar palabras, de encender sonrisas, .de engendrar la paz.
Bendición de Espíritu en tiempos de aflicción.

Y la paz más difícil es la paz del hombre consigo mismo. La división más profunda es la
del propio yo. Esquizofrenia, doble personalidad, falta de autoaceptación, rebelión contra sí
mismo. Toda persona está dividida por dentro, todo hombre o mujer es una guerra civil
ambulante. Alma y cuerpo, «hombre viejo» y «hombre nuevo», Inocente y culpable, ángel y
bestia. Todo es dividir lo que es uno, crear conflictos dentro de uno mismo, hacer imposible
la paz. El deseo de ser mejor, loable en sí mismo, puede llevarme a rechazarme tal como soy,
y eso no es loable. La protesta, la queja, la impaciencia, la intransigencia conmigo mismo
pueden hacerme más daño que cualquier persecución de fuera. Puedo defenderme y
permanecer firme aunque no me acepten los demás, pero no puedo en manera alguna
permanecer firme ni vivir en paz si soy yo quien no me acepto a mí mismo. «Autoaceptación»
no quiere decir «autocomplacencia», y mucho menos dejarse a la pereza o negarse a corregir
y mejorar lo que sabemos requiere corrección y mejora en nosotros; pero sí quiere decir
firmar un tratado de paz conmigo mismo, reconciliarme con mi pasado, admitir mis
debilidades, no enfadarme ante el espejo, no impacientarme por mis repetidos fallos, no
renegar nunca de mí mismo. Esa unidad esencial de mí ser, traducida a la práctica psicológica
consciente, es el marco profundo en que ha de afirmarse mi paz personal.

La integración de la persona es el logro más importante en el desarrollo personal, y la


paz lo asienta y lo consagra. Pablo llama a la paz el «árbitro» del corazón (Colosenses 3,15),
Y cuando ella preside, escucha, juzga y decide los pensamientos y afectos que nos andan por
dentro, tenemos asegurada la unidad y la concordia en nuestro propio ser. Con tal árbitro en
el campo podemos jugar a gusto.

Y, por fin, paz con el mundo entero, con la creación y los astros y el día y la noche y el
calor y el frío y la lluvia y los truenos. Ecologismo cristiano que ama la naturaleza, porque es
obra de Dios, y se encuentra a gusto en el mundo, porque es la casa del Padre. Paz cósmica
que todo lo abarca en el destino final de la vocación única que a todos nos llama.

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GUSTAD Y VED

El Reino de Dios, decía Pablo, es «paz y gozo en el Espíritu Santo» (Romanos 14,17). Y
saludaba a sus cristianos: «Que el Dios de la paz esté siempre con vosotros» (Romanos
15,33). Si la paz es el fruto del Espíritu, que su evidencia en nuestra vida dé testimonio de la
presencia del Espíritu en nosotros.

Carlos G. Vallés. Página 84


GUSTAD Y VED

22

Fruto en paciencia.

Lo curioso de la palabra <<paciencia>>, que forma el cuarto fruto del Espíritu Santo,
es que en la Escritura se refiere ante todo, a la paciencia de Dios para con nosotros. Dios
tiene paciencia con los hombres y mujeres que han creado, tolera sus defectos y permite que
el género humano siga poblando la tierra a pesar de su condu8cta, con frecuencia indigna, y
de sus repetidos fallos. Fue la paciencia de Dios, según San Pedro (1 Pedro 3,20), la que
permitió que Noé construyera el arca y se salvara en ella la semilla del futuro. Y San Pablo
suscribe la doctrina: <<Dios soportó con gran paciencia objetos de cólera preparados para la
perdición, a fin de dar a conocer la riqueza de su gloria con nosotros >> (Romano 9, 22). Eso
lo dice Pablo con convicción, porque estaba convencido de que él mismo llegó al buen
camino porque Jesús tuvo paciencia con él (1 Timoteo 1, 16).

Es ese Espíritu, paciente con nosotros, quien viene ahora a nosotros, y así nos toca
aprender de él para tener nosotros con los demás la paciencia que él tiene con nosotros.
Pablo escribe: <<Os exhorto yo, preso por el Señor, a que viváis de una manera digna de la
vocación con que habéis sido llamados, con toda humildad, mansedumbre y paciencia,
soportándonos unos a otros con amor, poniendo empeño en conservar la unidad del espíritu
con el vínculo de la paz (Efesios 4,2).

«Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos llamados, de entrañas de


misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y
perdonándonos mutuamente si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó,
perdonaos también vosotros. Y, por encima de todo esto, revestíos del amor, que es el
vínculo de la perfección. Y que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis
sido llamados formando un solo Cuerpo. Y sed agradecidos» (Colosenses 3,12-15).

En ese bello párrafo de Pablo aparece la unidad del fruto del Espíritu en paz, amor y
paciencia, y su orientación al grupo, a la sociedad, a la Iglesia para que nos haga a todos ser
uno en comprensión y caridad. Insiste una y otra vez en la virtud, esencial y oscura, del
aguante. Sencillamente, aguantar. Soportamos unos a otros. Cuanto más cerca vivimos de
una persona, cuanto más espacios compartimos y más horas convivimos con ella, más
aumentan los roces, el cansancio, el fastidio de idiosincrasias que molestan, rasgos que

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GUSTAD Y VED

ofenden, actitudes que irritan. Se mantienen la relación sincera y el afecto fundamental hacia
la otra persona, pero se empaña el aprecio permanente con la niebla diaria.

Mucho se puede hacer para suavizar roces y facilitar la convivencia: hablarse,


conocerse, entenderse, comunicarse, abrirse, sincerarse, corregirse y tolerarse; mucho se
puede hacer, pero todo ello, para ser efectivo, ha de ir sobre un fondo esencial de paciencia,
de tolerancia, de puro y simple aguante humano que sabe que la situación nunca va a ser
ideal ni en uno mismo ni en los demás, y que, en consecuencia, se dispone a tolerar las
inevitables contrariedades con resignación anticipada. Para seguir adelante en la vida hace
falta paciencia, y ella nos viene del Espíritu, que nos la inspira con su fuerza y su compañía.
«A fuerza de paciencia salvaréis vuestras almas», dijo Jesús (Lucas 21,19).

El fruto de la palabra de Dios, en la parábola del sembrador, madura «en la paciencia»


(Lucas 8,15), Y ésa es imagen de siembra y realidad que todos necesitamos en nuestro
camino por la vida. Las cosas llevan tiempo. Los frutos maduran despacio. La naturaleza
sigue su ritmo, y las estaciones no pueden acelerarse. Y lo mismo sucede de la cosecha del
Espíritu. Hace falta tiempo. Y, por consiguiente, hace falta paciencia.

«Tened, pues, paciencia, hermanos, hasta la venida del Señor. Mirad; el labrador
espera el fruto precioso.de la tierra aguardándolo con paciencia hasta recibir las lluvias
tempranas y tardías. Tened también vosotros paciencia; fortaleced vuestros corazones,
porque la venida del Señor está cerca... No os quejéis, hermanos, unos de otros, para no ser
Juzgados, mirad que el Juez está ya a la puerta. Tomad, hermanos, como modelo de
sufrimiento y de paciencia a los profetas, que hablaron en nombre del Señor. Mirad como
proclamamos felices a los que sufrieron con paciencia: Habéis Oído la paciencia de Job en el
sufrimiento Y sabéis el final que el Señor le dio; porque el Señor es compasivo y
misericordioso>> (Santiago 5,7-11).

Abrahán alcanzó la promesa que le hizo padre de los creyentes porque «aguardó en
paciencia» (Hebreos 6,15). La paciencia es la manifestación práctica de la fe y la esperanza,
que nos hacen dar fruto en el amor.

Carlos G. Vallés. Página 86


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23

El arte de ser amable.

Afabilidad, bondad, mansedumbre. Agrupo tres palabras afines con las que Pablo trata
de expresar lo inexpresable. También podrían traducirse como amabilidad suavidad
benignidad. Palabras que se usan en griego para calificar el vino añejo, el yugo suave, es
decir, que no roza, no irrita, no hace llaga (que eso quiere decir «mi yugo es suave» del
Evangelio, en Mateo 10,30); el carácter lleno de la persona agradable en todo. Jesús mismo
queda definido con esas palabras en su venida al mundo: «Cuando se manifestó la bondad
de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres, él nos salvó, no por obras de justicia que
hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración
y de renovación del Espíritu Santo, que él derramó sobre nosotros con largueza por medio de
Jesucristo nuestro Salvador» (Tito 3,4-6). Es la bondad de Dios la que se hace visible en
Jesús. «Su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Efesios 2,7).

No se trata sólo de hacer el bien, sino de hacerlo con delicadeza, Con cariño, con suavidad,
con tacto. Son los buenos modales en las cosas del espíritu. Hacer lo que hay que hacer y
decir lo que hay que decir, pero hacerlo y decirlo con buena gracia, con consideración, con
educación. A veces parece que el saber que tenemos razón nos hace ser bruscos e
intransigentes, como si el poseer la verdad nos diera derecho a ser impertinentes con los
que, en Opinión nuestra, no la poseen. «Llevad a cabo la verdad con caridad» (Efesios 4,15).
Hay que actuar siempre con respeto total a las personas, y ese respeto se traduce en el
lenguaje, en tono de voz, los modales la deferencia. La verdad Sin caridad pierde su
credibilidad y su atractivo. El Espíritu que habita en nosotros es quien nos enseña a combinar
la firmeza con el tacto, a mantener nuestras convicciones y practicar la humildad, que de esa
mezcla difícil y eficaz se hace el apostolado concreto en la sociedad de hoy.

«Mansedumbre» no quiere decir «debilidad». El libro de los Números dice que Moisés era «el
hombre más manso de la tierra» (12,3), y con toda su mansedumbre supo enfrentarse al
faraón, acaudillar a un pueblo, tronar con ira ante la multitud hecha pagana al pie del Sinaí,
legislar con claridad y juzgar con firmeza. Jesús también reclamó para sí mismo esa actitud
de mansedumbre: «Venid a mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis paz para
vuestras almas» (Mateo 11 ,29). Y no fue contra su mansedumbre el saber desafiar a los

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mercaderes del Templo que hacían de la casa de su Padre un nido de ladrones, el denunciar
a escribas y fariseos por su hipocresía, el hablar claro y corregir a sus propios discípulos
siempre que hizo falta. Delicadeza no es debilidad y tacto no es cobardía. Lo que la presencia
del Espíritu trae a nuestras almas, como eminentemente lo hacía en la de Jesús es el
equilibrio entre la urgencia y la calma, el celo y la paciencia, la verdad y la caridad. Hacerlo
todo, pero a su tiempo, a su manera, con respeto a todos y con moderación siempre.

Pablo conocía también en su propio carácter sus prontos y su dominio, y escribe


explícitamente a los corintios, cuya conducta daba ocasión a no pocas reprimendas: « ¿Que
preferís: que vaya a vosotros con palo o con amor y espíritu de mansedumbre?» (1 Corintios
4,21). Y en su segunda carta: «Yo mismo, Pablo, os suplico por la mansedumbre y
benignidad de Cristo... » (2 Corintios 10,1). El apóstol hace suyas las virtudes de Cristo, a
quien representa, y modera, con su ejemplo y memoria, el impulso que siente de ir y hacer
un escarmiento entre algunos que durante su ausencia habían hablado mal de él y se
oponían a su obediencia. La rebeldía de algunos podría justificar su dureza, pero él ha
aprendido a templar sus reacciones y tomar las medidas que haya que tomar, sin por ello
ceder al genio y herir a sus amigos. En último término, esa acción resulta aún más eficaz.

Santiago encuentra otro sentido, instructivo y amable, en la misma palabra griega: ser
«dócil», en el sentido de docibilis en latín, es decir, «enseñable», capaz y dispuesto a
aprender, a ser enseñado. «La ira del hombre no obra la justicia de Dios. Por eso, desechad
toda inmundicia y abundancia de mal y recibid con docilidad la Palabra sembrada en
vosotros, que es capaz de salvar vuestras almas» (Santiago 1 ,22). La disposición continuada
de seguir aprendiendo de por vida es virtud rara y valiosa que necesita toda la influencia del
Espíritu Santo en nuestra alma para afirmarse y florecer. Aprender es de estudiantes, y
nuestros años de estudio ya han pasado, y ya nos sabemos lo que hay que saber, y no
vamos a empezar otra vez de nuevo con lecciones y maestros y libros de texto. Se pasó la
edad escolar y somos adultos. Todo eso es verdad, pero de aprender no se acaba nunca, y
seguir aprendiendo es la manera de seguir creciendo en el espíritu. Esa actitud requiere
humildad, curiosidad, apertura ante lo nuevo y valor para abrirse a lo desconocido y
desacostumbrado. Virtudes del niño que todo lo quiere saber, todo lo pregunta, todo lo abre
y lo desarma para saber qué hay dentro y cómo funciona, que conoce lo incompleto de su
saber y acepta las explicaciones de los mayores con admiración reverente. Así crece el niño.
Y así avanza el hombre si se abre a la enseñanza continuada del Espíritu, guía y maestro,
mientras dure su vida. «Serán todos enseñados por Dios» (Juan 6 ,45), dijo Jesús repitiendo
la promesa que había hecho Isaías y que se cumple en el Espíritu Santo.

Docilidad, bondad, sensibilidad: aspectos todos de ese toque suave esa brisa ligera, ese calor
humano que trae consigo la presencia del Espíritu en el fondo del alma. La virtud de la
amabilidad, humana por lo diaria y divina Por lo difícil, es la especialidad del Espíritu Santo,
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que con ella suaviza los roces inevitables del hombre en sociedad. Fruto divino en campos
humanos. La mansedumbre es bienaventuranza desde el Sermón del Monte, con promesa de
poseer la tierra en recompensa. La sencillez de espíritu gana el corazón, y ésa es la
verdadera conquista de la tierra.

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Siervo bueno y fiel.

Para que el futuro nazca y crezca y madure, hay que ser fiel al trabajo. Si hay cualidad
que define al buen labrador, es la constancia, la perseverancia, la fidelidad. Día tras día, sol o
lluvia, sementera o recolección, él ha de visitar sus campo, tomarles el pulso, medir su
talante, mirar al cielo, interrogar a las nubes, prevenir tormentas, calcular sequías, cortar y
regar, arar o segar, en secuencia estudiada de trabajo anual. El labrador le es fiel a sus
campos; y así es como sus campos le son fieles a él y llegan a la mies.

La fidelidad es la virtud que guarda a los demás y asegura su fruto. El hombre en


quien mora el Espíritu es hombre fiel, seguro, de fiar. Gran cualidad en un mundo de
promesas rotas y esperanzas fallidas. Palabra empeñada que no se quebranta. Empresa
iniciada que no se abandona. Lealtad y continuidad. De ahí depende el fruto final. Por eso
incluye Pablo, la fidelidad en su lista de frutos del Espíritu.

La epístola a los hebreos contiene un pasaje de inusitada seriedad y esperanza que


nos hace reflexionar a los que llevamos años en el servicio del evangelio y nos consideramos
veteranos, a salvo ya de tentaciones iniciales y fragilidades primerizas. El pasaje alusión a
cristianos que tenían ya experiencia de oración y sacramentos, que habían sido hechos
«partícipes del Espíritu Santo» y, sin embargo, «cayeron» de tal modo que hicieron casi
imposible su vuelta al buen camino; y de ahí deduce la seriedad y empeño con que hemos de
asegurar nuestra fidelidad a la vida de fe. Este es el pasaje:

«Por eso, dejando aparte la enseñanza elemental acerca de Cristo, elevémonos a lo


perfecto, sin reiterar los temas fundamentales del arrepentimiento de las obras. muertas y de
la fe en Dios; de la instrucción sobre los bautismos y de la imposición de las manos; de la
resurrección de los muertos y del juicio eterno. Y así procederemos con el favor de Dios.
Porque es imposible que cuantos fueron una vez iluminados, gustaron el don celestial y
fueron hechos partícipes del Espíritu Santo, saborearon las buenas nuevas de Dios y los
prodigios del mundo futuro y, a pesar de todo, cayeron, se renueven otra vez mediante la
penitencia, pues crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública
infamia. Porque la tierra que recibe frecuentes lluvias y produce buena vegetación para los

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que la cultivan, participa de la bendición de Dios. Por el contrario, la que produce espinas y
abrojos es desechada, y cerca está de la maldición, y terminará por ser quemada. Pero de
vosotros, queridos, aunque hablemos así, esperamos cosas mejores y conducentes a la
salvación. Porque no es injusto Dios para olvidarse de vuestra labor y del amor que habéis
mostrado hacia su nombre, con los servicios que habéis prestado y prestáis a los santos.
Deseamos, no obstante, que cada uno de vosotros manifieste hasta el fin la misma diligencia
para la plena realización de la esperanza, de forma que no os hagáis indolentes, sino más
bien imitadores de aquellos que, mediante la fe y la perseverancia, heredan las promesas»
(Hebreos 6,1-12).

La advertencia es dura, casi exagerada en su rechazo a los que una vez fallaron, pero
necesaria para hacemos caer en la cuenta de nuestra plena responsabilidad ante nuestra
conducta en cualquier momento y circunstancia. Debilidades y flaquezas las habrá siempre,
pero los principios, los valores fundamentales, los criterios de fe y de moral han de
permanecer firmes, y ahí se nos exige fidelidad absoluta, sin vacilaciones ni sombras. No se
puede servir a dos señores. No se pueden combinar dos lealtades. El corazón pertenece sólo
a un dueño, y de su lado ha de estar, sean cualesquiera las vicisitudes de la vida. En la
lealtad no se permiten dudas.

En el fondo, esta aparente dureza es consoladora, porque quiere decir que Dios nos
toma en serio. A Dios le importa nuestra actitud para con él, Y por eso quiere asegurarse de
que puede contar con nuestra lealtad. Si no le importáramos tanto, no se tomaría el trabajo
de advertimos y exigimos; pero, como nos quiere suyos, nos quiere cerca y a su lado, nos lo
hace saber con la insistencia del amante celoso.

Esta agitada página del Nuevo Testamento no es más que un eco de la actitud definida
y sostenida a lo largo de todo el Antiguo Testamento que marca la relación más íntima de
Dios con su Pueblo. Dios ha escogido a Israel, ama a su pueblo, quiere ser correspondido y
se esfuerza por evitar los desvaríos idólatras de la superstición caprichosa. Por eso ruega,
insiste, amenaza, castiga, premia, promete y hace todo lo que está en su mano, respetando
siempre la libertad del hombre que él ha creado, para que su amante le permanezca fiel, para
que Israel siga a Yahvé y no se desvíe hacia los altares de otros dioses.

También nosotros tenemos nuestros ídolos, si no de plata y oro como en tiempos más
elementales, sí de placer y egoísmo y triunfos y dinero. Hacia ellos se desvía nuestra fidelidad
inicial con terquedad inquietante, y a evitar esos desvíos vienen las advertencias del Dios que
nos ama y quiere que lo amemos, porque valora nuestro amor.

Si Israel puede ser infiel, Yahvé es siempre fiel, y esa fidelidad divina pasa también del
Antiguo Testamento al Nuevo, para tranquilidad nuestra. «Es cierta esta afirmación: si hemos
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muerto con él, también viviremos con él; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con
él; si le negamos, también él nos negará; si somos infieles, él permanece fiel, pues no puede
negarse a sí mismo» (2 Timoteo 2,11-13). «Fiel es el que os ha llamado, y él os llevará a
buen fin» (1 Tesalonicenses 5,24). «Dios es fiel, y os confirmará» (2 Tesalonicenses 3,2). «Sé
fiel hasta la muerte, y te daré la corona de la vida» (Apocalipsis 2,1?). Juego de f¡delidad
divina y humana que labra nuestra vida a través de las Vicisitudes del amor. Dios ama la
lealtad y recompensa con generosidad eterna nuestro esfuerzo generoso de nobleza leal.

Fidelidad a la primera llamada, perseverancia a través de las pruebas, constancia y


fijeza. La garantía del siervo fiel labrada a través de una vida honrada, y base de la confianza
que en él depositan todos, porque conocen su sinceridad. En un mundo en que ya nadie se
fía de nadie, el Espíritu hace que nosotros inspiremos confianza en su nombre, ya que somos
fieles a Dios, y en él, con su gracia, a todos los que tratan con nosotros. Bendición necesaria,
que hace que vuelva al mundo, al menos en signo y promesa, la inocencia y la serenidad en
el trato mutuo. Base esperada de una sociedad nueva.

La fidelidad tiene premio duradero. Crea bienestar en la tierra y recibe recompensa


eterna de Aquel a quien ha sido fiel. «Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu Señor».

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El término medio.

Pablo completa su visión de la cosecha del Espíritu con un último fruto: La templanza.
El término medio de las cosas, el autodominio, el equilibrio entre el placer y el dolor. El no
dejarse arrastrar por las pasiones, ni por la indolencia, si no ser dueño de sí mismo en
cualquier circunstancia; no dejarse llevar por excesos, sino acertar con la vía media en el
complicado laberinto de la vida. De eso se trata el último fruto del Espíritu.

Somos hombres de extremo. O todo o nada, entusiasmos o desesperación. Triunfo o


fracaso. Vamos por la vida dando tumbos de un lado a otro, haciendo penoso y fraccionando
el avance, que podría ser más sereno y tranquilo si anduviéramos por el medio del camino
con ecuanimidad viajera. No se trata de un centro matemático en monotonía estéril; siempre
habrá oscilaciones en la vida para hacernos sentir el movimiento que nos lleva hacia
adelante; pero esas oscilaciones han de ser moderadas, controladas, integradas en el ritmo
vital que avance sin torturarse y llega sin destrozarse.

El Espíritu sabe de extremos y de los efectos que causan en nosotros. El nos ha causado el
entusiasmo del primer fervor cuando necesitábamos el empujón fuerte que sacudiera nuestra
Inercia y nos hiciera comenzar la marcha. ¡Benditos fervores que Iniciaron y acompañaron
días de gracia en nuestro camino de aventura hacia Dios! Pero los extremos no duran. Las
lunas de miel pasan. Y vienen las pruebas y las crisis, que también pasan, pero que nos
zarandean con los cambios siempre sabidos, pero nunca esperados, de ánimo y de espíritu.

Los altibajos de la vida son los que nos impiden ver claro. Agitan el horizonte y
enturbian la mirada. Lo más importante en la vida es ver claro en las encrucijadas, acertar
con el camino verdadero y seguido. Si no vemos claro, no podemos pisar firme. Y no es fácil
ver claro en la confusión que nos rodea por fuera y con los embates de sentimientos
encontrados que nos asaltan por dentro. Falla el equilibrio, la claridad, el punto de mira, y no
se da en el blanco. Se toma una decisión equivocada, se elige la peor opción, se yerra el
camino. Para ver claro y elegir bien hay que recobrar la serenidad, hay que volver al término
medio.

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El gran maestro del discernimiento es el Espíritu Santo, precisamente porque él trae al


alma la serenidad y el equilibrio que hacen posible la decisión certera en el momento exacto.
Hace falta perspectiva para juzgar bien, y el Espíritu, con su presencia y su inspiración,
provee esa óptica, a un tiempo divina y humana, teórica y práctica, que enfoca la situación y
aclara el resultado. Hay que limpiar el objetivo antes de mirar, hay que afinar el instrumento
antes de tocar, hay que nivelar el alma antes de juzgar, y ése es el papel del Espíritu, que
limpia y templa y nivela los mecanismos de la mente ante el desafío de la elección.

Somos un montón de prejuicios. El egoísmo, el miedo, la costumbre, la sociedad nos


hacen preferir de antemano actitudes y conductas que son más cómodas, más seguras, más
aceptadas; y, siguiendo esa corriente, tomamos decisiones que afectan a nuestra vida y que
nosotros creemos son opción nuestra y personal, mientras que en realidad nos han sido
dictadas e impuestas solapadamente por las influencias múltiples, externas e internas, de
presente y pasado, que son las que determinan nuestro camino. Para que una decisión sea
verdaderamente personal, ha de ser enteramente libre; y esa libertad total de prejuicios y
temores sólo puede darla el Espíritu con la claridad de su presencia y la fuerza de su gracia.

Si en nuestra vida personal son difíciles las decisiones, más aún lo son en la vida
social, donde los prejuicios se suman, los intereses chocan y la hipocresía acalla concienncias.
Ahí se necesita, más que en ninguna otra ocasión o momento, la visión que da la familiaridad
interna con el Espíritu y la valentía que inspira su poder. Si hemos de ayudar a instituciones y
organizaciones en nuestra sociedad a salir de la rutina, enfrentarse con la realidad y explorar
rumbos nuevos para hacer todo el bien que pueden y quieren hacer en provecho propio y
bien de la humanidad, comencemos por liberamos nosotros mismos en nuestro horizonte
electivo, para comunicar después esa necesaria libertad hasta donde llegue nuestra influencia
a través del Espíritu que mora y actúa en nosotros.

Esa presencia consolida y consagra en nosotros mismos la plenitud de nuestro ser


humano en responsabilidad y libertad. La gracia de largo alcance de saber vivir en el término
medio. El equilibrio y la síntesis. La moderación y la templanza. El ver claro en las opciones
de la vida y elegir con naturalidad el mejor camino en cada caso. El sabio consejo de que,
cuando las cosas nos van bien, hemos de acordamos de que luego nos irán mal, y que
cuando nos van mal hemos de pensar que pronto volverán a irnos bien. No se trata de quitar
su realidad al sufrimiento y al gozo, sino de rebajar los bandazos que dan a nuestra frágil
barca, con la sencilla táctica de irnos al otro lado cuando ellos nos inclinan hacia el suyo. El
arte de relativizar los sucesos de la vida con mirada de eternidad. El sentido de la proporción.
La virtud de la templanza. Obra exclusiva del Espíritu Santo en el alma agradecida. Lección
práctica de vida diaria en tarea sostenida de largo bregar. Complemento necesario que cierra
la enumeración paulina de los frutos de la cosecha del Espíritu. «Contra ellos», acaba Pablo
con frase que resume una larga liberación personal de la Ley Mosaica y abre nuevos

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horizontes cristianos de libertad para la persona y el mundo, «contra ellos no hay ley»
(Gálatas 5,23).

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Poder de lo alto.

«Mirad yo voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre. Por vuestra parte,
permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de poder desde lo alto». (Lucas 24,49).
Así anunció Jesús a los discípulos la venida del Espíritu Santo. Promesa del Padre, toda ella
resumida en una palabra: poder. En labios de Jesús y en términos de espíritu, esa palabra
que tan abusada, maltratada y profanada ha sido en nuestros tiempos y en la historia entera
por la ambición de los pueblos y la violencia de los hombres- recupera su inocencia y su
grandeza, y viene a descubrir la majestad de la presencia soberana de Dios en los hombres y
mujeres que él ha creado a imagen y semejanza suya; presencia activa, positiva, dinámica,
que engendra vida y abre horizontes de fe y de gracia en la realidad cotidiana y es la
esperanza asomada a la eternidad. Dios es omnipotencia y no puede menos de hacer sentir
la plenitud de su poder en entornos donde su existencia se manifiesta en Vida y energía.
DIOS es Señor de la naturaleza y Señor del corazón del hombre, y su señorío llena la
creación.

Y ahora ese poder se llama «Espíritu Santo>~. El va a «revestir» a los apóstoles del
Evangelio con los atributos que harán posible su tarea y eficaces sus esfuerzos. «Poder desde
lo alto». Participación humana en el poder divino. Continuación, en la historia, de la aurora de
la creación. Nacimiento del Reino en el regazo del cosmos. Llegada de Dios al mundo en
Jesús. «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder el Altísimo te cubrirá con su sombra»
(Lucas 1,35). Paralelismo hebreo que identifica al Espíritu Santo con el poder del Altísimo en
palabras del ángel de la encarnación. A eso Viene el Espíritu Santo al corazón de los
hombres. A traer el poder del Altísimo.

Y a eso ha de seguir viniendo, porque la obra continúa y las dificultades crecen. A


veces parece que hemos perdido el poder de lo alto y caminamos sin rumbo y sin ilusión, sin
poder controlar los acontecimientos que nos arrollan, sin lograr enderezar el curso de la
humanidad, sin aprender nosotros ni conseguir enseñar a los demás el camino recto que
lleva al bienestar de todos a partir de la cooperación de cada uno. Nos desilusionamos y
perdemos ánimo al ver que las cosas, en vez de mejorar, van a peor y no conseguimos
detener el deterioro de criterios y valores, de conducta y moral en la sociedad de que
formamos parte.

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«La situación de la Iglesia hoy está marcada por la impotencia», dice Andrew Murray
no sin cierta (triste) razón. La mejor voluntad y los mayores esfuerzos de los seguidores del
Maestro se estrellan sin remedio contra los grandes problemas que afligen al mundo y que
parecen desafiar a toda solución. El hambre, el terrorismo, las enfermedades, el ateísmo, la
devaluación de la vida y el enturbamiento de las costumbres. Males que van en aumento ante
nuestra incapacidad por frenarlos, deterioro progresivo del pensar y actuar, que amenaza con
arrasar principios y creencias con daño irreparable para el género humano. Sobre el mundo
que piensa y espera se Cierne hoy un duro pesimismo global ante la magnitud de los males
que nos acosan y la insuficiencia de los remedios que podemos ofrecer.

Es verdad que tenemos el verdadero remedio, y lo sabemos; tenemos a Dios de


nuestra parte, tenemos el Evangelio y la gracia y la palabra de Dios y la Iglesia entre los
hombres, que sabe y puede dirigir a todos hacia la salvación de su ser entero en este mundo
y en el venidero. Pero también sabemos lo limitados que somos cuando se trata de poner en
práctica y llevar a cabo estos planes de redención, por nobles que sean. La fe salva, pero
nuestra fe es imperfecta. Chesterton dijo, con su gracejo habitual, que nadie puede decir que
el cristianismo haya fracasado..., porque nadie todavía lo ha probado. Nadie lo ha practicado
de veras. Somos cristianos a medias, y por eso sólo aportamos remedios a medias para
nuestra civilización herida. Por eso fallamos en nuestro empeño. La verdadera cura está en la
entrega completa y la fe sincera; y cuando eso nos falla, nos falla. el poder de sanar y
convencer y levantar y animar quienes quieren andar por el buen camino, pero les falta
fuerza para ello.

Por eso se nos vuelve a prometer hoy el Espíritu que nos revista de poder para hacer
frente a las nuevas dificultades que nos asaltan. Para los primeros cristianos, la acción del
Espíritu Santo era algo tangible que fortalecía su fe con el realismo de sus intervenciones.
Para Juan, discípulo de intimidad y de confidencia, la prueba de que Dios mora en nosotros
es que nos ha dado su Espíritu. Merece la pena pensar un momento en la fuerza del
argumento tal como lo ve Juan. El quiere convencer a sus discípulos y a sus lectores de que
Dios realmente mora en ellos, ya que esa presencia como tal no se ve ni se siente con los
sentidos. Dios mora en nosotros «por esencia, presencia y potencia», según la fórmula
tradicional de valor permanente, pero no percibimos esa presencia de manera sensible; y
Juan quiere dar a sus discípulos una prueba palpable de esa presencia, y la prueba es que
«nos ha dado su Espíritu». Es decir, la venida del Espíritu Santo a cada uno de nosotros es
algo tan real, tan palpable y visible para quien la recibe que es lo que nos convence de que
Dios realmente está en nosotros. La experiencia sensible y comprobable de la acción
constante del Espíritu Santo en nuestra vida es la que nos demuestra que Dios mora en
nosotros. «En esto conocemos que Dios permanece en nosotros: por el Espíritu que nos dio»
(l Juan 3,24). «En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha

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dado de su Espíritu» (4,13). Algo muy real debía de ser esa presencia para Juan cuando
constituye su mejor y más clara demostración.

Pablo usa el mismo argumento: «La prueba de que sois hijos es que DIOS ha enviado
a nuestros corazones el Espíritu» (Gálatas 4,6). Sabemos por la fe que somos hijos de Dios.
¿Cuál es la prueba? ¿Cuál es el argumento tangible que demuestra esa realidad espiritual? La
experiencia del Espíritu. Para Pablo y sus compañeros, la venida del Espíritu Santo (no sólo
en el día de Pentecostés a todo el grupo, sino en el acontecer diario a hombres y mujeres
bautizados en la nueva fe con fervor de pioneros y vocación de mártires) era algo tan real
que entraba por los ojos, en evidencia incontestable ante el testimonio alegre de la
comunidad expectante. «Mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos
discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder»
(l1Corintios 2,4). «Os trajimos el Evangelio, no con meras palabras, sino con el poder del
~espíritu» (1 Tesalonicenses 1,5). Por todas partes esa mención del «poder» y del «Espíritu»
que caracterizaron e hicieron posible el primer crecimiento de la Iglesia en suelo pagano. ¿Y
no es pagano también el suelo de nuestros días?

La experiencia del Espíritu era tan evidente que Pablo les echa en cara a aquellos que
quieren volverse atrás lo absurdo que es el abandonar una fe que de manera tan patente les
ha mostrado la realidad de su poder y los efectos de su gracia. «Insensatos gálatas! ¿Habéis
pasado en vano por tales experiencias?~. (Gálatas 2,1.4). Habéis sentido el poder del
Espíritu, habéis gustado sus dones, habéis palpado su presencia, ¿y ahora os olvidáis de todo
eso y vais a abandonar vuestra fe como si nada hubiera pasado? Si vuestra venida al
Evangelio hubiera sido un frío asunto intelectual, quizá Podríais marcharas con la misma
frialdad; pero sabéis muy bien lo que aquellos días fueron en fervor y gozo, en libertad y
profundidad, en milagros y maravillas, en fuerza y poder sobre cuerpos y almas en vosotros y
en todos los que compartieron con vosotros la experiencia única de la vida en Cristo. Y
después de haber visto las maravillas del Espíritu en vuestra vida, ¿vais a abandonar esa
realidad innegable para volveros a ritos muertos?

Un pasaje de la Carta a los Hebreos, que he citado antes en otro contexto, usa el
mismo argumento, ya que la experiencia era la misma para todos. «Porque es imposible que
cuantos fueron una vez iluminados, gustaron el don celestial y fueron hechos partícipes del
Espíritu Santo, saborearon las buenas nuevas de Dios y los prodigios del mundo futuro y, a
pesar de todo, cayeron, se renueven otra vez mediante la penitencia» (Hebreos 6,4-6). Se
acumulan las expresiones que describen la gloria de los primeros días para el cristiano adulto.
«La iluminación», «el don celestial», «la participación del Espíritu Santo», «las buenas nuevas
de Dios», «los prodigios del mundo futuro». Todo ello denota una experiencia tan real del
Espíritu que, si después de ella alguien prevarica, sería prácticamente imposible que ese tal
volviera al buen camino. La misma intensidad y evidencia de la primera experiencia hacen
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que, si su memoria llega a fallar, nada pueda ya resultar suficientemente atractivo para
facilitar la vuelta. Y esa experiencia de dones y prodigios, de iluminación y buena nueva, se
define, en suma, como «la participación del Espíritu Santo». El Espíritu Santo debía de ser
algo muy real, muy familiar, íntimo y comunicable para los primeros cristianos, cuando con
tanta naturalidad se referían a los efectos de su venida, en la Iglesia y en cada persona,
como a la maravilla más observable del mundo.

Tan admirables eran estos efectos que alguien quiso comprar con dinero el poder de
producidos. «En la ciudad había ya de tiempo atrás un hombre llamado Simón que practicaba
la magia y tenía atónito al pueblo de Samaría y decía que él era algo grande. Y todos, desde
el menor hasta el mayor, le prestaban atención y decían: 'Este es la Potencia de Dios llamada
Grande». Le prestaban atención, porque les había tenido atónitos por mucho tiempo con sus
artes mágicas. Pero cuando creyeron a Felipe que anunciaba la Buena Nueva del Reino de
Dios y el nombre de Jesucristo, empezaron a bautizarse hombres y mujeres. Hasta el mismo
Simón creyó y, una vez bautizado, no se apartaba de Felipe; y estaba atónito al ver las
señales y grandes milagros que se realizaban. Al enterarse los apóstoles que estaban en
Jerusalén de que Samaría había aceptado la Palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan.
Estos bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo; pues todavía no había
descendido sobre ninguno de ellos; únicamente habían sido bautizados en el nombre del
Señor Jesús. Entonces les imponían las manos y recibían el Espíritu Santo. Al ver Simón que
mediante la imposición de las manos de los apóstoles se daba el Espíritu, les ofreció dinero
diciendo: 'Dadme a mí también este poder para que reciba el Espíritu Santo aquel a quien yo
Imponga las manos'. Pedro le contestó: 'Vaya tu dinero a la perdición y tú con él, pues has
pensado que el don de Dios se compra con dinero. En este asunto no tienes tú parte ni
herencia, pues tu corazón no es recto delante de Dios. Arrepiéntete, pues, de tu maldad y
ruega al Señor, a ver si se te perdona ese pensamiento de tu corazón, porque veo que tú
estás en hiel de amargura y en ataduras de iniquidad'. Simón respondió: 'Rogad vosotros al
Señor por mí, para que no venga sobre mí ninguna de esas cosas que habéis dicho'» (Hechos
8,9-24). Tan llamativos eran los dones que traía consigo el Espíritu Santo en cada venida que
el mago de profesión se vio eclipsado y quiso comprar el secreto a la competencia para salvar
su reputación y su negocio. De ese episodio de nuestra primera historia nos ha quedado en el
lenguaje la palabra «simonía» para denotar el tráfico sacrílego de dinero en cosas sagradas, y
la lección que nunca debemos olvidar del realismo impresionante que acompañaba la venida
del Espíritu en tiempos de fe.

Pablo usa dos palabras griegas para denotar el poder del Espíritu: dynamis y
energeia. Fáciles de reconocer en nuestra lengua, ya que de ahí vienen «energía»,
«dinámico», «dinamita». Buena lección lingüística para devolvemos el sentido de fuerza y
potencia que late en los textos bíblicos sobre la acción del Espíritu Santo. Nuestra
terminología «espiritual» de «dones místicos» y «luces interiores» y «gracias sobrenaturales»
es muy digna y justificada, pero tiene el peligro de reducir al Espíritu y su labor en nosotros a

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algo abstracto, etéreo, intangible, sin realidad terrena que nosotros pudiéramos verificar en
nuestra vida diaria. Tal interpretación espiritualizada y desencarnada no hace justicia a la
concepción neo-testamentaria de la acción del Espíritu en nosotros. El Espíritu es fuerza y
poder, es energía y dinamismo, es acción y vida. He aquí la página clásica en los escritos de
Pablo que describe, en toda su realidad e intensidad, la acción cotidiana del Espíritu en una
Iglesia que creía en él:

«Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo; diversidad de ministerios,


pero el Señor es el mismo; diversidad de operaciones, pero es el mismo el Dios que obra todo
en todos. A cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común. Porque
a uno se le da por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo
Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carisma de curaciones, en el único Espíritu; a
otro, poder de milagros; a otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro,
diversidad de lenguas; a otro, don de interpretarlas. Pero todas estas cosas las obra un
mismo y único Espíritu, distribuyéndolas a cada uno en particular según su voluntad» (1
Corintios 12,4-11).

Aquello era una fiesta cuyo protagonista era el Espíritu Santo. Pablo necesita cuatro
capítulos de su primera carta a los corintios para legislar el orden en aquellas asambleas
litúrgicas tan llenas de vida que más parecían una juerga espontánea que una reunión
piadosa. El clima de fe en la primera Iglesia propiciaba la acción libre del Espíritu en aquel
pueblo privilegiado de inocente creer.

Cuando se nos recuerda el fervor de la Iglesia primitiva, nos apresuramos a señalar


que aquello eran gracias especiales necesarias para el nacimiento y los pasos iniciales de las
primeras comunidades cristianas, y que Dios en su 'providencia distribuyó generosamente
esos favores extraordinarios para asegurar el crecimiento y arraigo de su Iglesia en un
mundo hostil; pero que, una vez que ésta alcanzó mayoría de edad y robustez y firmeza en la
doctrina y universalidad numérica sobre la tierra, ya no eran necesarias tales intervenciones
extraordinarias, y así fueron retiradas para dejar paso a la sobriedad y la madurez de edades
sucesivas hasta los adultos tiempos en que vivimos.

Incluso citamos a nuestro favor al mismo san Pablo, que habla de que a los niños se
les da leche y no alimento sólido (1 Corintios 3,2), Y así tenía que hacer él con sus cristianos
hasta que crecieran y pudiera tratarlos como adultos. Nosotros ya somos mayores en la fe y
no necesitamos los auxilios extraordinarios que los primeros cristianos necesitaban· la edad
de los carismas ha pasado, nos preciamos de comer pan duro y aguantar sequías, y casi
miramos con desdeño, y Ciertamente con desconfianza, toda manifestación extraordinaria de
espiritualidades atrevidas. Ha pasado el tiempo de la dieta de leche y estamos en los días del
pan duro. De eso nos gloriamos.
Carlos G. Vallés. Página 100
GUSTAD Y VED

Esa actitud no es más que una defensa encubierta de nuestra cobardía y timidez. El
poder del Espíritu es el mismo hoy que en los primeros tiempos, y la necesidad que nosotros
y el mundo entero tiene y tenemos de él es aún mayor. El propio san Agustín en sus primeras
obras defendió la teoría del «andamio», es decir, que así como al construir un edificio hacen
falta andamios y soportes y encofrados hasta que fragüen los materiales, se unan todos los
tramos y se mantenga todo el edificio en pie, pero una vez acabada la obra se retiran los
andamios porque ya no hacen falta, así en los comienzos de la Iglesia hicieron falta ayudas
extraordinarias carismáticas, milagrosas, para sostener las primeras piedras de la
construcción, pero ahora que la Iglesia ya está establecida es conocida y respetada, no hacen
falta tales ayudas, y así se retiran los andamios y el edificio se mantiene por sí solo. Al final
de su Vida, Agustín escribió un libro, Retractationes en que corrigió algunas ideas que
había propuesto a lo largo de su Vida en sus múltiples escritos y en las que consideraciones
más maduras en años siguientes le habían hecho cambiar de opinión. Uno de los temas de
ese libro es el de los «andamios». El santo doctor cambia de opinión y afirma que esa acción
directa del Espíritu es tan necesaria ahora como siempre, ya que no es un andamio, sino
parte esencial de la misma obra. No es soporte externo, sino Vida esencial. La necesidad es
la misma, y Aquel que la socorre es el mismo hoy como antes. '

«Jesucristo es el mismo ayer y hoy y para siempre» (Hebreos 13,8). y si él es el


mismo, también lo es su espíritu, y puede y quiere hacer en el siglo veinte lo que hizo en el
siglo primero. En veinte siglos la humanidad ha mejorado en algunas cosas, pero ha
adquirido mayores problemas en otras. Necesitamos el poder del Espíritu más que nunca, y lo
recibiremos si nos abrimos a él con fe y confianza, con valentía y decisión, con urgente deseo
y con humilde expectación. Tenemos a nuestra disposición, por bondad y providencia divina
el mayor poder que ha existido jamás ni puede existir, y a nosotros nos toca ser sus canales
para que actúe sobre el mundo de hoy para bien de todos.

«A Aquel que tiene poder para realizar todas las cosas incomparablemente mejor de lo
que podemos pedir o pensar, conforme al poder que actúa en nosotros, a él la gloria en la
Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones y todos los tiempos. Amén» (Efesios
3,20-21).

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27

Poder de la Palabra.

Dos funciones o, mejor, dos aspectos de la misma función salvífica se atribuyen


especialmente al Espíritu Santo: la Inspiración de las Sagradas Escrituras y las intervenciones
de los profetas. El servicio de la Palabra. La comunicación que es amor y guía de Dios al
hombre a lo largo de toda la historia de la salvación y que se manifiesta en la palabra
inspirada, ya sea profecía ya sea escritura, que lleva a la acción redentora y una vez más,
aquí, esa palabra que nos llega de DIOS en el Espíritu es palabra de fuerza y poder que hace
o que dice y crea lo que promete.

«La Palabra de Dios es viva y eficaz y más cortante que espada de dos filos. Penetra
hasta las fronteras entre el alma y el Espíritu, hasta las junturas y médulas, y escruta los
sentimientos y pensamientos del corazón» (Hebreos 4,12).

La Palabra es poder. La Biblia es presencia y sacramento. El aliento de Dios al hablar a


través de los hombres es su misma Vida, su Espíritu, que es calor y energía y lleva a cabo
con su Impulso lo que indica con su inspiración. En la era de los medios de comunicación en
que vivimos las palabras se han multiplicado, y su valor ha disminuido con la facilidad de
grabarlas, calcadas, reproducidas, amplificarlas, traducidas, repetidas en ese torrente verbal
que nos inunda y ahoga a veces el mismo entendimiento de la cosa significada con la
avalancha de las palabras que pretenden significada.

No era así en la antigüedad. La lengua hebrea tenía entonces sólo unas diez mil
palabras, frente a los cientos de miles de cualquier lengua avanzada moderna. Eso realzaba
el valor de cada vocablo con el precio valioso de la mercancía escasa. Cada palabra era un
tesoro, cada expresión un capital. Y, a mayor profundidad, la concepción hebrea de la
palabra le daba vida, eficacia, poder en sí misma como embajada ardiente de un poder alado.
Cada palabra era una unidad de valor, una cápsula de energía, casi un misil cargado de poder
explosivo que vuela hasta su blanco con la puntería certera de un lenguaje potente y exacto.

Las palabras tienen, en cierto modo, una entidad real que las hace entrar en el mundo
de los hechos para dirigir y cambiar, herir y sanar, edificar y destruir, que todo eso puede
hacer una palabra, que es aire en apariencia, pero potencia viajera en realidad. Cuando Jesús
instruye a sus discípulos y les dice: «En la casa en que entréis, decid primero: 'Paz a esta

Carlos G. Vallés. Página 102


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casa' , y si hubiere allí un hijo de paz, vuestra paz reposará sobre él; si no, se volverá a
vosotros» (Lucas 10,5-6), uno casi se imagina esa palabra de paz de los discípulos como una
paloma blanca que sale de su boca, que busca en aquella casa a alguna persona digna y
amante de la paz en quien posarse, y que si no la encuentra se vuelve revoloteando a quien
pronunció la paz en espera de otra casa y otra persona en quien pueda posarse. La palabra
«paz», y con ella toda palabra de amor o de odio, de confianza y alabanza o de rechazo y
enemistad, no es un mero soplo de viento que se diluye y se pierde en el ambiente, sino una
materia viva, una energía activa, un arma con alas que vuela y alcanza y explota y hace
realidad de bendición o de castigo al mensaje que lleva en sus ondas.

El Segundo Isaías concluye sus oráculos con estas palabras memorables que subrayan
la eficacia y la realidad de la Palabra que sale de los labios de Dios y de los hombres que él
inspira: «Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que
empapan la tierra la fecundan y la hacen germinar para que dé simiente al sembrador y pan
para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío, sin
que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié» (Isaías 5.5; ~ 0-
11). Palabra de poder que nunca queda vacía en su misión de fecundidad y amor.

«No debe hacerse distinción esencial entre lo que en el Antiguo y Nuevo Testamento
son 'palabras', es decir, expresiones articuladas, y 'hechos' como acontecimientos históricos,
milagros, signos, sacramentos, manifestaciones del Remo, y todo aquello que, con ser
silencio, no deja de ser elocuente . La noción bíblica de la 'palabra' ni ha de ser
intelectualizada ni reducida a una mera expresión verbal. No es que la palabra indique la
realidad, sino que ella es la misma realidad. Es un evento. No es un razonamiento sino un
suceso. La Palabra de Dios es mucho más que un dicho de DIOS. Es una acción de Dios,
porque Dios actúa por su Palabra y habla en sus actos. La Palabra de Dios entra en la historia
cargada de poder explosivo. Representa un potencial de energía y posee una fuerza vital.
Como ella misma está Viva, tiene el poder de dar vida. Representa la irrupción en el mundo
de una fuerza creadora. Su intervención no puede dejar indiferentes a las cosas y las
personas a las que toca. Tiene poder de fecundidad y nunca vuelve a Dios sin obtener fruto.
La Palabra crea una corriente de energía entre Dios y el mundo» (J.-Ph. Ramseyer, en
Vocabulary of the Bible Lutterworth Press, London 1961).

La concepción que el pueblo hebreo tenía de la palabra de Dios va más allá de lo que
nosotros entendemos o nos Imaginamos. Puede decirse, por contrario que a nosotros nos
parezca el orden de las cosas, que para ellos, cuando un profeta anuncia que va a ocurrir un
suceso, no es que el profeta lo anuncie porque va a suceder, sino que sucederá porque el
profeta lo ha anunciado. La palabra de Dios en boca del profeta es la que desencadena la
historia y lleva indefectiblemente al acontecimiento anunciado, provocado y causado por la
declaración profética. La profecía no sólo anuncia, sino que causa el suceso. (La Idea es de
LoUls Bouyer, en The Meaning of Saered Seripture, p. 25).

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GUSTAD Y VED

Por eso los reyes de Israel y los de sus rivales tienen tanto interés en obtener profecías
a su favor y en evitar que se produzcan en contra suya. Si la profecía se pronuncia, llevará a
cabo su efecto indefectiblemente, de Victoria o derrota, según haya sido; y así, es esencial
que la palabra del profeta sea favorable al rey. El caso de Balaam; que raya en lo cómico con
la leyenda de la burra que hablo, es ejemplo evidente de un rey que quiso manipular los
oráculos de un profeta, tratando de que profetizase a su favor para que, una vez pronunciada
la profecía (por las buenas o por las malas), ésta le diera automáticamente la victoria.

«Balaq, hijo de Sippor, rey de Moab, tuvo miedo de los hijos de Israel y envió
mensajeros a buscar a Balaam, hijo de Beor, a Petor del Río, en tierra de los hijos de Ammav,
para decirle: 'He aquí que un pueblo ha salido de Egipto, ha cubierto la superficie de la tierra
y se ha establecido frente a mí. Ven, pues, por favor, maldíceme a ese pueblo,. Pues es más
fuerte que yo, a ver si puedo vencerlo y lo arrojó del país. Pues sé que el que tú bendices
queda bendito, y el que maldices maldito'» (Números 22,5-6). Lo encuentran, le ofrecen la
paga, Y Balaam pide la noche para consultar a Yahvé. «Pero dijo Yahvé a Balaam: 'No vayas
con ellos, no maldigas a ese pueblo, porque es bendito’. Se levantó Balan de madrugada y
dijo a los jefes de Balaq: 'Id a vuestra tierra, porque Yahvé no quiere dejarme ir con
vosotros'. Se levantaron, pues, los jefes de Moab, volvieron donde Balaq y le dijeron: 'Balan
se ha negado a venir con nosotros'» (12214). Aquí se suceden las embajadas y las negativas,
Balan monta en su burra, el ángel le corta el camino, la burra se espanta y protesta, el ángel
se deja ver y conmina al profeta: «Vete con esos hombres (los embajadores de Balaq), pero
no dirás nada más que lo que yo te diga». Esa era la clave. Palabra que pronuncie el profeta,
palabra que se hará verdad, y por eso ha de tener cuidado de que no se le escape ni por
equivocación alguna palabra contra Israel. El rey enemigo tratará de conseguir precisamente
eso, pero Dios vela por su pueblo y guarda la boca del profeta. «Oyó Balaq que llegaba
Balaam y salió a su encuentro hacia Ar Moab en la frontera del Arnón, en los confines del
territorio. Dijo Balaq a Balaam: '¿No te mandé llamar? ¿Por qué no viniste donde mí? ¿Es que
no puedo recompensarte?'. Respondió Balaam a Balaq: 'Mira que ahora ya he venido donde
ti. A ver si puedo decir algo. La palabra que ponga Dios en mi boca es la que diré'» (36-38).
Siguen plegarias y sacrificios, siete novillos y siete carneros sobre siete altares para conseguir
que el profeta maldiga a Israel.

Balaam lo intenta, pero le sale al revés, y al abrir los labios se le escapan bendiciones
para Israel. El rey se enfada. «DIJO Balaq a Balaam: '¿Qué me has hecho? ¡Para maldecir a
mis enemigos te he traído y los has colmado de bendiciones!', Le respondió diciendo: '¿No
tengo yo que esmerarme en hablar todo lo que Yahvé me pone en la boca?'. Le respondió
Balaq: 'Ven, pues, a otro sitio, porque lo que ves desde allí no es más que un extremo, no lo
ves entero. Maldícemelo desde allí'» (23,11-13). Otros siete altares con siete novillos y siete
carneros por holocausto, y a ver si el nuevo punto de vista facilita las intenciones del rey.
Pero el profeta vuelve a bendecir a Israel sin poderlo remediar, y el rey se le queja:
«Hombre, ya que no le maldices, por lo menos no le bendigas» (25). Lo intentan una vez

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más, con los consabidos novillos y carneros por delante y con el mismo éxito. Ni una palabra
en contra de Israel puede salir de la boca de Balaam; al contrario, le bendice más que nunca
y provoca la Ira del rey que lo había contratado: «Se enfureció Balaq contra Balaam,
palmoteó fuertemente y dijo a Balaam: 'Te he llamado para maldecir a mis enemigos y he
aquí que los has llenado de bendiciones ya por tercera vez. Lárgate ya a tu tierra. Te dije que
te colmaría de honores, pero Yahvé te ha privado de ellos'. Respondió Balaam a Balaq: ¿No
les dije yo a los mensajeros que me enviaste: Aunque me diera Balaq su casa llena de plata y
oro, no podría salirme de la orden de Yahvé ni hacer por mi cuenta nada bueno ni malo; lo
que me diga Yahvé, eso es lo que diré?'» (24,10-13) .. La palabra del profeta, que es la del
Espíritu, hace lo que dice, trae la derrota o la victoria, y por eso DIOS se Cuidara de que ni
una palabra torcida salga de la boca de su emisario. fuerza casi física de la palabra
pronunciada en nombre de DIOS.

En la región de la India en que vivo emprendimos hace algunos años la tarea de


traducir de nuevo la Biblia entera a la lengua de la región (el gujarati), porque la traducción
en uso era muy antigua y ya no respondía a los avances exegéticos y criterios lingüísticos de
hoy en día. Aunque el proyecto contaba con todas las aprobaciones oficiales, ciertos grupos
de cristianos añejos protestaron, y ésta es la razón en que basaron su protesta: la palabra de
Dios, según ellos, no podía cambiarse; era tan sagrada. Como DIOS mismo y, una vez fijada
en una primera traducción, por antigua que fuese, había de permanecer siempre la misma,
como sede inmutable del poder, la presencia y la majestad de DIOS. No podía cambiarse la
traducción, porque desvirtuaría el texto sagrado, consagrado ya por el uso y la liturgia como
palabra oficial de Dios. Nos costó convencerlos, y me quedó de la discusión el sentido positivo
que aquellos fervientes cristianos tenían de la dignidad e inmutabilidad de la palabra de DIOS
como vehículo de su presencia y su poder.

También en otras religiones existe el respeto por la palabra de Dios, la veneración de


las escrituras sagradas y la fe en el poder que ejercen en el alma con sólo escucharlas. Los
hindúes ilustran su creencia en la eficacia casi maternal de la palabra divina con esta historia
encantadora en su sencillez: Un ladrón estaba entrenando a su hijo en el Oficio de familia (es
decir, el robar) y tenía buen cuidado de no dejarle nunca ir al templo para que no escuchara
la lectura de las escrituras, ya que, si las escuchaba, se convertiría a la Virtud, abandonaría el
robo, y su padre se quedaría sin SOCIO y sin heredero en su trabajo tradicional, por más que
fuera de la ley. Un día, padre e hijo tenían que pasar cerca de un lugar al aire libre donde se
estaba leyendo y comentando la palabra de Dios ante numeroso público sentado sobre la
hierba, y el padre le ordenó al hijo que se tapara los oídos con las manos mientras cruzaban
aquel lugar, para que ni una palabra pudiera llegar a sus oídos y se evitara así todo peligro
de conversión con no oírla. El hijo obedeció, e iba atravesando el prado cuidadosamente con
los dedos en los oídos cuando una espina se le clavó inesperadamente en su pie descalzo, y
con un grito de dolor bajó los brazos y se agarró el pie dolorido con ambas manos. Su padre,
al instante, para conjurar el peligro, le tapó al hijo los oídos con sus propias manos mientras

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el hijo se sacaba la espina. Solo un momento había tenido el muchacho los oídos al
descubierto, pero esto había bastado. En aquel momento había oído el texto sagrado, y el
poder de la palabra había actuado, le había tocado el corazón y le había revelado lo inmoral
de la profesión de ladrón, por mucho que estuviera afianzada en la familia. El hijo renunció
allí mismo a su profesión y dejó el robo desde aquel instante. Y la segunda parte de la
historia también se adivina, para redondear el final feliz. El padre, al taparle los oídos a su
hijo con sus manos, había dejado destapados sus propios oídos, y también llegó a ellos la
palabra y tocó su corazón y le convirtió en persona honrada por el resto de sus días. Razón
tenía el buen hombre en desconfiar de las cercanías del templo y de la palabra de las
escrituras. Hubo de buscarse otro empleo.

En la ciudad de la India en que resido, durante unos días tristes de enfrentamientos


sangrientos entre seguidores de religiones distintas, tuvo lugar el siguiente episodio. Había
ardido una mezquita en uno de los barrios afectados por los disturbios y, cuando sus ruinas
estaban aún humeando, se vio a un niño de pocos años, solo y valiente, cuando personas
mayores no se atrevían a acercarse a la escena de la violencia reciente, rebuscar entre los
rescoldos e ir recogiendo cuidadosamente algo que los fieles musulmanes, que lo observaban
disimuladamente desde sus ventanas entreabiertas, sabían muy bien lo que era: hojas del
libro sagrado, el santo Corán, que el niño valeroso y ferviente iba rescatando una a una, las
llevaba a su frente en signo de respeto y las colocaba en la hornacina destinada a albergar el
sacro ,volumen en días de paz. Veneración digna de la palabra Viva. Es el Corán mismo el
que nos llama a los cristianos «la Gente del Libro». Seamos dignos de ese honroso apelativo
y apreciemos el valor y la fuerza de la Palabra de Dios.

Jeremías: « ¿Qué tiene que ver la paja con el grano? ¿No es mi Palabra como el fuego
que abrasa y como el martillo que hace pedazos la peña?» (23,29).

Pablo: «Tomad como espada el Espíritu, que es la Palabra de Dios» (Efesios 6,17).

Y Jesús: «Las Palabras que os he dicho. Son Espíritu y Vida» (Juan 6,63). Que lo sean
en nuestra Vida.

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28

«Habló por los profetas».

De todos los carismas del Espíritu que enumera san Pablo y que van apareciendo en
este libro bajo un título u otro, el que mas recomienda él mismo es el de la profecía: «aspirad
a los dones espirituales, especialmente a la profecía» (1 Corintios 14,1). «Me gustaría que
todos tuvieseis el don de profecía» (14,5)., «Que os interese sobre todo la profecía» (14,39).
Y la razón con que justifica tanta insistencia es como para hacemos pensar: «La profecía es la
que construye la comunidad cristiana» (14,4). Para todos los que amaos a la Iglesia en su
universalidad global y en las comunidades locales que la constituyen, las palabras de Pablo
nos incitan a entender mejor y penetrar en la esencia y la práctica de este don del Espíritu,
tan Importante para la vida del Pueblo de DIOS hoy como siempre.

Tres son los ministerios principales en el crecimiento de la iglesia, y Pablo, que además
de ser «apóstol» era también oficialmente «profeta» (Hechos 13,1), los enumera con claridad
casi administrativa: apóstoles, profetas y maestros (1 Corintios 12,28). La acción combinada
de esos tres oficios es la que lleva adelante a la Iglesia, funda, avanza y consolida el trabajo
y establece nuevas comunidades en continuidad orgánica «para él Crecimiento del Cuerpo de
Cristo» (Efesios 4; 11). Sin exclusivizar demasiado cada tarea, sí vemos rasgos distintos en
esos tres enfoques, según el carácter de cada persona y las inclinaciones que da el Espíritu; y
en esa diversidad está el complementarse y ayudarse para la acción conjunta y eficaz.

El «profeta» en este caso no es el de la imagen tradicional que predice el futuro, sino


el pionero inspirado que descubre nuevas rutas para el Evangelio, propone planes, intuye
direcciones de crecimiento y las hace saber a la Iglesia en sus asambleas para que ponga en
marcha sus recursos de oración y acción en esos terrenos y acerque a nuevas personas,
grupos y regiones al conocimiento de Cristo. El profeta tiene la visión, el instinto, el
sentimiento del Cuerpo que crece, y sabe hacia dónde dirigir la mirada y dónde concentrar el
esfuerzo. Su imagen es la del cuerpo erguido, la mirada en el horizonte, el brazo extendido y
la urgencia evangélica en sus labios: ¡Por allí! Tal como Juan Bautista, profeta y más que
profeta, que dirigía miradas y lealtades hacia Aquel que había de venir, cuando aún nadie
sabía de su cercanía. El profeta lee los corazones, ilumina las conciencias, interpreta
situaciones, adivina oportunidades. La profecía, tal como se vivió y se siguió en la primera
Iglesia, es la que definió las rutas del Evangelio, impulsó el crecimiento, trazó el mapa del
cristianismo en el mundo. La profecía es el carisma que rompe fronteras, abre caminos,

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GUSTAD Y VED

ilumina nuevos horizontes de gracia por tierras del mundo y por corazones de hombres y
mujeres que Dios escoge para formar su familia universal en la tierra.

Una vez que el profeta señala la dirección, es el «apóstol» quien se encarga de llevar a
cabo el avance, y de ahí su importancia. El apóstol viaja, se arriesga, entra en contacto,
predica, bautiza, establece la nueva comunidad en terreno virgen y, una vez organizado el
grupo, parte de nuevo, siempre en movimiento, hacia la próxima oportunidad que vuelve a
indicar la profecía. Hombre de acción, como el profeta lo había sido de visión.

Cuando el apóstol se marcha, deja encargado al tercer miembro de la tema evangélica,


al «maestro», cuyo cometido es consolidar, continuar, perpetuar la vida religiosa en la iglesia
recién fundada. El maestro reside permanentemente en el lugar, y en él enseña la doctrina y
dirige la comunidad. El apóstol es esencialmente «enviado» (que eso quiere decir su mismo
nombre) de un sitio a otro, según la inspiración y visión de los profetas que «hablan en
nombre de Dios», como también quiere decir etimológicamente su propio nombre. Profeta,
apóstol y maestro constituyen, pues, el equipo evangélico que planea, realiza y consolida los
avances del Evangelio. El apóstol y el profeta son los que forman el filo del ataque, y por. eso
Pablo puede decirles a sus cristianos que han sido «edificados sobre el cimiento de los
apóstoles y profetas» (Efesios 2,20), refiriéndose, no a los profetas del Antiguo Testamento
con sus predicciones del futuro, sino a los del Nuevo Testamento y su contribución esencial al
transmitir a los operarios evangélicos las iniciativas del Espíritu Santo. Así es como se edificó
y creció la Iglesia en sus primeros tiempos.

Si queremos que la Iglesia de hoy recupere la vitalidad de sus comienzos. Haremos


bien en fomentar la apertura carismática a las inspiraciones del Espíritu en la comunidad
cristiana. La aventura apostólica depende más de la inspiración del Espíritu Santo que de la
planificación humana, y nuestra edad: que todo lo calcula y mide y estudia y programa con
eficiencia robótica, se equivoca cuando tiende a reducir el ministerio sagrado a un consejo
empresarial donde se hacen muchos análisis, se aducen sabias razones, se citan dignas
autoridades y se toman decisiones prudenciales que se someten después a examen
periódico, cuyas conclusiones se recogen. en largos informes que se imprimen con perfección
tipográficas, se reparten a todos los interesados (o faltos de Interés), casi como en la
dirección profesional de una multinacional en acción. Tal actitud de fría eficiencia resulta fatal
para la acción evangélica, que no rehúsa la eficiencia pero va mucho más allá de ella en
visión sobrenatural y calor de caridad. Necesitamos el toque valiente y original de la profecía
para llenar de Espíritu a la Iglesia y todo lo que hacemos como miembros suyos. Sólo así
puede renacer el Evangelio.

Un episodio ejemplar que demuestra el papel fundamental que jugaba la profecía en


los primeros tiempos: la vocación de Timoteo. Pablo, que necesitaba siempre compañeros
para sus viajes y su predicación, y los escogía cuidadosamente para que encajasen bien con
él en carácter y fueran útiles en la tarea apostólica, tuvo problemas y hubo de cambiar de
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GUSTAD Y VED

equipo. «Al cabo de algunos días dijo Pablo a Bernabé: 'Volvamos ya a ver cómo les va a los
hermanos en todas aquellas ciudades en que anunciamos la Palabra del Señor'. Bernabé
quería llevar también con ellos a Juan, llamado Marcos. Pablo, en cambio, pensaba que no
debían llevar consigo al que se había separado de ellos en Panfilia y no les había acompañado
en la obra. Se produjo entonces una tirantez tal que acabaron por separarse el uno del otro:
Bernabé tomó consigo a Marcos y se embarcó rumbo a Chipre; por su parte, Pablo eligió por
compañero a Silas y partió, encomendado por los hermanos a la gracia de Dios. Recorrió Siria
y Cilicia consolidando las Iglesias. Llegó también a Derbe y Listra» (Hechos 15,36-41; 16,1).

A Pablo le iba bien con Silas, pero quería tener un compañero que fuera una ayuda
permanente y a quien pudiera nombrar delegado suyo en el futuro, y andaba a la busca de
un buen candidato para ese puesto. Ese candidato lo encontró en Listra en la persona de
Timoteo, y la manera como lo encontró y lo consagró al servicio del Evangelio quedó tan
grabada en su mente que años después se la repetía al discípulo querido para animarlo en su
tarea: «No descuides el carisma que hay en ti, que se te comunicó por intervención profética
mediante la imposición de las manos del colegio de presbíteros» (1 Timoteo 4,14). Y en la
misma carta: «Esta es la recomendación, hijo mío Timoteo, que yo te hago, de acuerdo con
las profecías pronunciadas sobre ti anteriormente. Combate, penetrado de ellas, el buen
combate, conservando la fe y la conciencia recta» (1,18-19).

La investidura apostólica de Timoteo se debió, no precisamente a consideraciones


prudencialmente humanas, ni siquiera a sus cualidades personales o a sus deseos, sino a la
intervención de los profetas de la comunidad local. El Espíritu Santo habló por ellos y designó
a un joven, que de por sí era tímido y era hijo de matrimonio mixto, con madre judía y padre
pagano, dificultad que Pablo hubo de superar, tras su elección, haciéndolo circuncidar para
hacerlo aceptable a los cristianos de origen judío, aunque el rito había sido ya abolido par~
los nuevos cristianos. La designación profética era la mejor garantía de la elección acertada, y
ayudaba tanto al candidato como a la comunidad a llenar los puestos importantes con
personas dignas y a que éstas ejercieran su ministerio con plena confianza. Pablo sabía qué
era recibir la vocación de Dios de boca de sus profetas, porque él mismo la había recibido así,
y esa elección lo había confirmado aun después de su experiencia única y su conversión
extraordinaria en, el camino de Damasco. La comunidad de Antioquía confirmó el mandato
del Señor, y Pablo quedó consagrado en su misión. «Había en la Iglesia de Antioquía profetas
y maestros: Bernabé, Simeón llamado Níger, Lucio el circense, Manahén, hermano de leche
del tetrarca Herodes, y Saulo. Mientras estaban celebrando el culto del Señor y ayunando,
dijo el Espíritu Santo: 'Separadme ya a Bernabé y a Saulo para la obra a la que los he
llamado'. Entonces, después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos y los
enviaron» (Hechos 13,1-3). Tras esas experiencias, no es extraño que Pablo dijera que la
profecía es lo que hace crecer a la Iglesia, ya que incluso le da sus ministros y pastores.

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GUSTAD Y VED

La decadencia en la Iglesia viene cuando falla la profecía. El Pueblo de Israel ya


conocía esas crisis, las peores de su historia, y buscaba la salida de su desolación en el
liderato de los profetas. El salmo 73, al lamentar la ruina del Templo de Jerusalén y la
postración que ello supuso para el pueblo entero, resume en una frase punzante la queja
fundamental que explica la catástrofe y busca su remedio: «Estamos sin profeta». Ya no hay
profetas en Israel. No tenemos quien nos guíe, nos dirija, nos castigue, nos anime, nos diga
qué hay que hacer en estos tiempos de prueba. Y al no saber qué hacer, nos encontramos
postrados, sin esperanza y sin fuerzas. Sólo la aparición de un profeta puede salvar a Israel.

Cuando Judas Macabeo reconquistó Jerusalén, quiso purificar el Templo desecrado,


pero aun entonces se encontró perplejo ante las decisiones que había de tomar. «Deliberaron
sobre lo que había de hacerse con el altar de los holocaustos que estaba profanado. Con
buen parecer, acordaron demolerlo para evitarse un oprobio, dado que los gentiles lo habían
contaminado. Lo demolieron, pues, y depositaron sus piedras en el monte de la Casa, en un
lugar conveniente, hasta que surgiera un profeta que diera respuesta sobre ellas» (l Macabeo
4,44-46). No había profeta que les dijera qué tenían que hacer, aun en un problema
aparentemente sencillo. «Tribulación tan grande no sufrió Israel desde los tiempos en que
dejaron de aparecer profetas» (9,27). Incluso el sumo sacerdote Simón, hombre de gran
prestigio y popularidad, fue elegido sólo condicionalmente «hasta que apareciera un profeta
digno de fe» (14,41). Sin profetas no puede funcionar el Pueblo de Dios; sin el don de
profecía no puedee avanzar la Iglesia.

Una razón por la que la profecía puede quedar a veces postergada y olvidada es que,
por su misma naturaleza, es independiente y original, y eso puede ocasionarle conflictos con
la autoridad oficial acostumbrada a métodos establecidos y tradiciones aceptadas. La profecía
nunca es cómoda. Es un reto, una sacudida, un toque de clarín. Y la sociedad es perezosa y
no le gusta que la sorprendan con novedades y aventuras. Que se calle el profeta. Que nos
dejen en paz. Que se nos permita hacer lo que siempre hemos hecho, y valorar lo que
siempre hemos valorado. Y si alguien nos amenaza con sacudir nuestra tranquilidad y
cambiar nuestras costumbres, siempre queda el remedio de aislar al individuo y ahogar su
voz bajo el peso de la institución que, a la larga, siempre ha de ganar. Los profetas suelen
acabar mal. Jerusalén, que no puede pasarse sin ellos, los apedrea hasta morir cuando le
resultan molestos. El riesgo de abrir caminos nuevos lleva al martirio.

Aún no se había acabado de escribir el Nuevo Testamento cuando esta tensión entre
profecía y autoridad ya se sintió en la Iglesia. El libro de los Hechos de los Apóstoles y las
cartas de san Pablo dan amplio testimonio de la importancia e influencia de los profetas en el
primer crecimiento de la Iglesia. Pronto florecieron comunidades fervientes, éstas se
organizaron y nació la institución. Y así se enfrentaron la institución y el carisma, como
inevitablemente había de suceder ya desde entonces y a través de la historia. Uno de los

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últimos y más breves escritos del Nuevo Testamento ha dejado constancia, con un dejo de
tristeza y añoranza, de este choque en el seno de la Iglesia todavía naciente.

Se trata de la tercera carta de san Juan. Está dirigida al presbítero Gayo, a quien
elogia sinceramente la carta con el elogio más querido a Juan (<<vives según la Verdad») y
a quien confía, en su ancianidad venerable, su preocupación de que las estructuras fijas
vayan sofocando la espontaneidad ferviente que hasta entonces había acompañado y dirigido
la presentación del Evangelio. Esa espontaneidad está representada en este pequeño drama
por un profeta itinerante, Demetrio, que con un grupo de amigos fervorosos recorre las
comunidades cristianas y las ilumina y conforta con los dones que el Espíritu Santo le
comunica. Juan aprecia a Demetrio y a su grupo (<<todos, y hasta la misma Verdad, dan
testimonio de Demetrio»), y él mismo los envía en su misión evangélica, prestándoles con su
nombre la autoridad de sus años y su prestigio, como había enviado ya antes otras
embajadas carismáticas semejantes. Juan, en su ancianidad, no puede desplazarse y envía
misioneros ambulantes en su nombre para revitalizar las Iglesias.

Pero ha surgido un problema. El encargado de la Iglesia local, Diótrefes, no está a


favor de esos profetas y se niega a recibirlos. No quiere ver su autoridad amenazada o su
prestigio disminuido por el éxito de predicadores de fuera. Ese jefe local representa la
estabilidad institucional, que ya no se siente a gusto con la libertad y espontaneidad del
visitante carismático. De hecho, había expulsado de su territorio al grupo anterior que Juan
había enviado, y ahora se opone también a la visita del nuevo grupo.

«He escrito alguna cosa a la Iglesia; pero Diótrefes, ese que ambiciona el primer
puesto entre elllos, no nos recibe (es decir, se niega a recibir al grupo); no recibe a los
hermanos y, como si no fuera bastante, impide a los que desean hacerlo y los expulsa de la
Iglesia» (9-10).

Juan quiere intentarlo una vez más y envía a Demetrio y sus compañeros. Al mismo
tiempo le escribe una carta a Gayo (la presente misiva) para rogarle que acoja en su casa a
los visitantes apostólicos, ya que el representante oficial de la Iglesia no quiere hacerlo, y les
facilite su trabajo como lo había hecho antes con otros grupos, confiando así en que logren
superar la oposición del jefe local, Diótrefes. «Querido, te portas fielmente en tu conducta
para con los hermanos, y eso que son forasteros. Ellos han dado testimonio de tu amor en
presencia de la Iglesia. Harás bien en proveerles para su viaje de manera digna de Dios. Pues
por el Nombre salieron sin recibir nada de los gentiles. Por eso debemos acoger a tales
personas, para ser colaboradores en la obra de la Verdad» (5-8).

Resultan trágicamente patéticas las palabras de Juan ya anciano, enamorado como


siempre de la Verdad, incapacitado para ir en persona, aunque aún sueña en hacerlo
(<<cuando yo vaya»), seguidor incansable del progreso de cada comunidad cristiana,
preocupado ahora por el ocaso de la profecía en la Iglesia oficial. Conflicto entre institución y
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carisma, entre organización y libertad, entre autoridad y conciencia, entre letra y espíritu. Ya
está allí presente antes de cerrarse la Biblia. Y sigue vivo entre nosotros. Que no falten
Demetrios y Gayos en la Iglesia de hoy. Juan el anciano así lo deseaba. «Grande fue mi
alegría al llegar los hermanos y dar testimonio de tu verdad, puesto que vives según la
Verdad. No experimento alegría mayor que oír que mis hijos viven según la Verdad» (3-4).
Que la última epístola de Juan el anciano nos anime también a nosotros en las Iglesia de hoy.

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29

Curad a los enfermos.

Después de la palabra, el gesto. El gesto por excelencia para la transmisión del


Espíritu, que es la imposición de manos. El gesto de Jesús con los niños y con los enfermos el
gesto, de los apóstoles para significar e impartir la plenitud del espíritu y la consagración en
el ministerio. Gesto de bendición y plegaria, de contacto y comunión, de sacramento e
iniciación. Gesto de energía y poder que transmite la fuerza de DIOS a la debilidad del
hombre para sanar la enfermedad de su cuerpo y robustecer los poderes de su alma, para
hacerlo cristiano y erigirlo en ministro del culto, el servicio y la palabra. En ese gesto está
todo el Evangelio, toda la venida de DIOS al hombre, toda la tradición ininterrumpida que, en
cadena fiel de manos Impuestas, transmite el testigo del Espíritu en la Iglesia viva.

«A la caída del sol, todos cuantos tenían enfermos de diversas dolencias se los
llevaban; y, poniendo él las manos sobre cada uno de ellos, los curaba» (Lucas 4,40). Jesús
toca físicamente a cada enfermo. Dios toma en serio nuestros cuerpos, que él ha creado. No
se trata sólo de la curación del cuerpo visible Como signo de la redención del alma, por más
que este aspecto sea verdadero y consolador, sino, con mayor profundidad y verdad aún, se
trata de mostrar que el hombre es una unidad orgánica, y la salud del cuerpo afecta al alma
como la alegría del alma hace revivir al cuerpo. El poder del Espíritu se extiende a la persona
entera, y todo el hombre es quien se regocija de la llegada del Reino.

Los evangelios perderían, no sólo una gran parte de su extensión sino su misma trama
y sentido si se suprimieran las curaciones narradas en ellos. Jesús mismo resume su vida, en
informe destinado a llegar a los oídos de Herodes, en términos de las curaciones que
efectuaba: «Yo expulso demonios y llevo a cabo curaciones hoy y mañana, y al tercer día soy
consumado» (Lucas 13,32). Y lo mismo dicen de él sus discípulos. «Jesús realizó en presencia
de los discípulos otras muchas señales que no están escritas en este libro. Estas lo han sido
para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en
su nombre» (Juan 20 30-31). «Vosotros sabéis lo sucedido en toda Judea, comenzando por
Galilea, después que Juan predicó el bautismo; cómo Dios ungió a Jesús de Nazaret con el
Espíritu Santo y con poder, y cómo él pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos
por el Diablo, porque Dios estaba con él; y nosotros somos testigos de todo lo que hizo en la
región de los judíos y en Jerusalén» (Hechos 10:37-3.9). su misión consistía en curar a los

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enfermos y dar así testimonio público de que el Reino de Dios ya estaba presente en su
persona para salvación de la humanidad.

La misma misión es la que encomienda a sus discípulos: «y llamando a sus doce


discípulos, les dio poder sobre los espíritus inmundos para expulsarlos, y para sanar toda
enfermedad y toda dolencia. Los nombres de los doce Apóstoles son: primero Simón, llamado
Pedro, y su hermano Andrés; Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé;
Tomás y Mateo el publicano; Santiago el de Alfeo y Tadeo; Simón el Cananeo y Judas el
Iscariote, el mismo que le entregó. A estos doce envió Jesús, después de haberles dado estas
instrucciones: No toméis el camino de los gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos;
dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Id proclamando que el Reino de
los cielos está cerca. Sanad enfermos, resucitad muertos, Limpiad leprosos, expulsad
demonios. De gracia lo recibisteis; dadlo de gracia» (Mateo 10,1-8), Marcos define al apóstol
como alguien escogido para estar con Jesús y ser enviado a proclamar el Reino y a expulsar
demonios, que en el lenguaje de los evangelistas quiere decir «curar a los enfermos~>, ya
que la enfermedad se atribuía a la presencia del demonio en el enfermo. «Jesús subió al
monte y llamó a los que él quiso; y vinieron donde él. Instituyó Doce para que estuvieran
con él y para enviarlos a predicar con poder de expulsar a los demonios» (Marcos 3,13-15). Y
acaba así su evangelio: «y les dijo: Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda
la creación. El que crea y sea bautizado se salvara; el que no crea se condenará. Estas son
las señales que acompañarán, a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablaran
lenguas nuevas, tomarán serpientes en sus manos y, aunque beban veneno, no les hará
daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien» (16,15-18). Lucas repite
la misma encomienda y anota el éxito de la misión de los setenta y dos discípulos que
volvieron gritando de Jubilo: « ¡Señor! ¡Hasta los demonios se nos sometían en tu nombre!»
(Lucas 10,17). El signo mesiánico es claro y definitivo: «Id y contad a Juan lo que oís y veis:
los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos
resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva» (Mateo 11 ,4-5).

Pablo añade su propia convicción y experiencia: «Las características del verdadero


apóstol estuvieron presentes en mí trabajo entre vosotros: paciencia constante, así como
señales, prodigio y milagros» (2 Corintios 12,12). «Os trajimos, el Evangelio no solo con
palabras, sino con el poder del Espíritu» (1 Tesalonicenses 1,5). «De palabra y de obra, en
virtud de señales y prodigios, en el poder del Espíritu de Dios» (Romanos 15,19). Y así fue
como se propagó el Evangelio: «Toda la asamblea calló, y escucharon a Bernabé y a Pablo
contar todas las señales y prodigios que Dios había realizado por medio de ellos entre los
gentiles» (Hechos 15,12).

El poder del Espíritu sobre almas y cuerpos es algo mucho más importante Y
fundamental que un puro efecto demostrativo. No se trata de un apoyo externo y temporal
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en las primeras estaciones, que pronto se hace superfluo al asentarse las raíces y afirmarse el
tronco; es algo mucho más íntimo y permanente y ligado a la misma esencia del mensaje, la
obra y la persona de Jesús. Pablo ensena con lucidez teológica en Romanos la doctrina que
forma la base del creer cristiano acerca de la redención. «Por un hombre entró el pecado en
el mundo, y por el pecado la muerte» (Romanos 4,12). El pecado del alma se refleja en la
muerte del cuerpo, y así la muerte se convierte en enemiga, en castigo, en temor y recuerdo
del fin de todo lo que el hombre conoce sobre ,la tierra. Sello de mortalidad, separación
dolorosa, incógnita existencial. «El salario del pecado es la muerte; pero el don gratuito de
Dios es la vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro» (6,23). Jesús nos redime del pecado y,
en consecuencia, de la muerte, con su resurrección que transforma el fin de la vida temporal
en el comienzo de la vida eterna. «La muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está,
oh muerte, tu victoria? ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?» (l1 Corintios 15,55).

Si la muerte es compañera del pecado, la enfermedad lo es de la muerte, a la que


lleva en preparación, memoria y dolor. Y si Jesús, pues, nos redime del pecado, nos redime
también de la muerte y, con ella, de la enfermedad. por eso el signo de curar a los enfermos
no es un puro gesto arbitrario, por más que caritativo y benéfico, sino un eco esencial y
profundo de la gran liberación de alma y cuerpo que Jesús ha llevado a cabo en la tierra con
su venida entre nosotros. Jesús, con su resurrección, triunfa sobre la muerte como signo y
realidad de su triunfo sobre el pecado que nos trajo la muerte. Y al triunfar sobre la muerte,
triunfa sobre la enfermedad que eventualmente nos lleva a ella. El hombre entero queda
redimido por la venida del HIJO de DIOS al mundo.

Es verdad que todavía hay enfermedad sobre la tierra, como hay muerte y hay pecado.
La victoria de Jesús es completa y de una vez para siempre, pero ha de desarrollarse en el
tiempo, en nosotros, con todas nuestras debilidades y flaquezas. La gloria final queda todavía
velada por la lucha presente, pero ya tenemos en nosotros ese principio de vida que nos
consagra en cuerpo y alma como ciudadanos de la eternidad. Así como la presencia de Jesús
en sus sacramentos de eucaristía y perdón nos acerca a la realidad de su poder sobre el
mundo en medio de nuestra fragilidad, así la experiencia de su poder sanador sobre el dolor
y la enfermedad nos manifiesta en signo y anticipo su victoria sobre la muerte. En medida
incompleta mientras pasamos por la prueba de nuestra existencia mortal, pero no por ello
menos real y verdadera, hemos de experimentar en nuestra carne y en nuestra mente el
poder de Aquel que «pasó por el mundo haciendo bien y sanando».

Nos hemos vuelto demasiado tímidos en nuestra expectación del poder del Espíritu y
no nos atrevemos a esperar, y menos aún a pedir, que cure nuestros cuerpos mediante una
imposición de manos, Con la naturalidad y la confianza con que lo hacían los primeros
cristianos. Creemos firmemente que Dios sana nuestras almas y perdona nuestros pecados
cuando le pedimos perdón con corazón sincero, aunque conozcamos bien nuestra fragilidad,
que nos puede llevar a ofenderlo de nuevo. Nos fiamos de su palabra y aceptamos con fe

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agradecida su perdón en la confesión y la contrición que nos limpia el alma de todo pecado.
De eso no dudamos en nuestra fe y práctica cristianas. Sin embargo, no extendemos esa fe y
confianza a la salud del cuerpo y al dominio de Dios sobre él en su misma bondad. Creemos
en la sanación del alma, y no tan fácilmente en la del cuerpo. Esto debe hacemos pensar.

Jesús mismo estableció un paralelo entre las dos acciones, es decir, entre la sanación
del cuerpo y la del alma, y su fuerza llega hasta nosotros a través del incidente que provocó
la doctrina. Jesús se había dirigido al paralítico cuya camilla habían descolgado unos hombres
por el techo de la casa en que él se alejaba temporalmente, y le había dicho:

«Amigo, tus pecados te son perdonados» (Lucas 5,20). Estaban presentes escribas y fariseos
que se escandalizaron al oír a Jesús perdonar pecados, privilegio exclusivo de Dios. Jesús
aprovechó la ocasión para establecer sus credenciales y les dijo: « ¿Qué es más fácil: decir
'Tus pecados te son perdonados', o decir 'Levántate y anda'?». Y añadió: «Pues para que
sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecados, yo te digo (al
paralítico): Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa». Y así sucedió.

Jesús establece el paralelo. ¿Qué es más difícil? Ambas acciones son exclusivas de
Dios. Lo que sucede es que curar la enfermedad es más arriesgado, por ser fácilmente
verificable y comprobable por los sentidos y, en consecuencia, más aparente y expuesto a
crítica que el perdón de los pecados, que no se ve. Jesús va a llevar a cabo la curación
externa como sello y garantía de la curación interna que los ojos no ven. Amigos y enemigos
verán andar a un paralítico y entenderán que quien tiene poder para hacer andar a un tullido
también lo tiene para hacer andar al alma enferma, para perdonar pecados.

Yo soy sacerdote y perdono pecados en nombre de Dios con su autoridad y en su


sacramento. Yo tengo fe -y la transmito confiadamente al penitente en el seno de la Iglesia
para la paz de su alma- en que, cuando pronuncio sobre él las palabras de la absolución y
trazo la señal de la cruz, sus pecados quedan perdonados para siempre. Y luego me digo a
mí mismo: ¿Qué es más fácil; decir «Tus pecados te son perdonados», o decir «Levántate y
anda»? Si yo creo que mis manos perdonan pecados en nombre de Cristo, ¿por qué no creo
que puedan curar enfermos en su nombre? Yo tomo a diario el pan y el vino en mis manos y
los transformo en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Y me digo: ¿Qué es más fácil: decir «Esto
es mi Cuerpo», o decir «Levántate y anda»? Más difícil es traer a Dios del cielo que curar a
un enfermo en la tierra. Si, pues, no me atrevo a decir: «Levántate y anda», ¿cómo me
atrevo a decir: «Esto es mi Cuerpo»? Mis manos son las mismas, y la autoridad de quien me
envía y me consagra es la misma. Pero falla mi fe. Falla la fe de la comunidad cristiana hoy,
que no espera la curación de manos del sacerdote como espera la absolución. ¿Y quién va a
convencer a los escribas y fariseos de hoy de que Dios perdona pecados si no ven andar al
paralítico?
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Santo Tomás, con la fría imparcialidad de su didáctica abstracta, confirma la necesidad


de los «signos» hoy, tanto como en el siglo primero, para propagar y confirmar la fe. Dice en
la lla llae, quaest.178, art.1 ad corpus: «La palabra del predicador cristiano ha de ser
confirmada para ser creída. Esto se hace con los milagros, según Marcos 16,20: 'Ellos salieron
a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las
señales que la acompañaban'. Y así es razonable que sea. Porque lo normal para el hombre
es llegar a la verdad inteligible a través de sus efectos visibles». El gran doctor afirma la
doctrina sin preocuparle si en su tiempo se practicaba o no. Ya para entonces la fe en el
poder del Evangelio para sanar cuerpos había decaído. La lógica era la misma en su tiempo,
en el nuestro y en el siglo primero. La práctica ha descendido entre nosotros.

Me encontraba yo un día leyendo la Biblia en un rincón de la casa de la familia hindú


con que me alojaba (hindúes de raza y de religión), cuando se me acercó arrastrándose
penosamente por el suelo el hijo mayor de la familia, que era paralítico de las dos piernas. Yo
le mostré sin decir nada el libro que estaba leyendo. El entendió, se sentó a mi lado y
permaneció un rato en silencio. Después me dijo: «Padre, léame un pasaje de la Biblia». Y o
le leí la curación del paralítico en san Lucas. El la escuchó con reverencia y, después de un
rato de silencio, me dijo: «Padre, ¿puede usted imponerme las manos y rezar por mí para
que me cure?». Yo dije que sí. Lo hice con cariño y devoción. Le impuse las manos y recé por
su curación. Pasamos un rato en silencio. Y él se retiró luego arrastrándose penosamente
sobre el suelo como siempre.

En el Misal Romano usado oficialmente en la Iglesia hasta el Concilio Vaticano II,


comenzaba así la oración prescrita para el 3 de diciembre, fiesta de san .Francisco Javier:
«Oh Dios, que quisiste agregar a tu Iglesia los pueblos de las Indias por la predicación y los
milagro~ de san Francisco Javier. ... ». En el nuevo misal que nos dio el Concilio, la oración
dice así: «Señor y Dios nuestro: tú has querido que numerosas naciones llegaran al
conocimiento de tu nombre por la predicación de san Francisco Javier...,». La palabra
«milagros» ha desaparecido. La Iglesia se ha hecho tímida. Censura y recorta su propia
histona. Casi se ruboriza ante su antigua fe y suprime la cita comprometedora. Se le han
cortado las alas al Espíritu.

La Escritura permanece: «Ten piedad de nosotros, Dios creador de todas las cosas, y
míranos, y muéstranos l~ luz de tus misericordias, e infunde tu santo temor en las naciones
que no te buscaron, para que entiendan que no hay otro Dios sino Tú, y cuenten tus
maravillas. Alza tu mano sobre las naciones extrañas, para que vean tu poder. Porque, así
como delante de ellas has sido santificado en nosotros, así también delante de nosotros serás
engrandecido en ellas; para que te conozcan como nosotros también te hemos conocido, y
que no hay otro Dios fuera de Ti, Señor. Renueva los prodigios y obra nuevas maravillas.
Glorifica tu mano y tu brazo derecho. Apresura el tiempo y acuérdate del fin, para que
pregonen tus maravillas. Premia a los que en Ti esperan, para que se vea la veracidad de tus

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profetas, y oye las oraciones de tus siervos, conforme a la bendición que dio Aarón a tu
pueblo; y enderézanos por el sendero de la justicia; y sepan los moradores todos de la tierra
que Tu eres el Dios de los siglos» (Eclesiástico 36,1-5.7.15-17).

¡Creo, Señor! ¡Aumenta mi fe!

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¡Arriba los corazones!

Es tan variada la acción del Espíritu Santo, tan rica su personalidad y tan nueva y
original su imagen, que Jesús tuvo que inventarse una palabra para designarlo. Y nosotros
hemos tomado fielmente esa palabra intraducible y hemos enriquecido con ella nuestras
lenguas modernas. La palabra es «Paráclito». El nombre suena por primera vez en la
intimidad del cenáculo pascual, entre destellos de revelación sagrada y emociones de última
despedida. «Os enviaré el Paráclito», «cuando venga el Paráclito», «si no me voy, no vendrá
el Paráclito». Los discípulos han aprendido una palabra nueva, y se ha abierto un capítulo de
gloria en el entender humano de Dios.

El Paráclito es, en primera etimología, alguien a quien se llama para que ayude en una
tarea, en un plan, en una crisis. Compañero, socio, ayuda. El Espíritu Santo viene a
ayudamos en todo lo que necesitamos. Es ya el amigo fiel, al mismo tiempo que influyente y
poderoso, a quien podemos volvemos en cualquier momento con la seguridad de que
entenderá nuestro problema y se pondrá de nuestra parte para encontrar una salida del
apuro. En cuanto surge una dificultad en la vida, lo primero que buscamos es tener aliado a
alguien de confianza con quien poder hablar, comentar, manifestar nuestros temores,
explorar soluciones, tomar una decisión y recobrar la calma. Y si no tenemos a nadie, lo
buscamos, lo llamamos. Ese es el Paráclito. El que ha sido llamado y está ahora ya
permanentemente a nuestro lado. Siempre dispuesto a oír, a aconsejar, a ayudar. Paráclito es
aquel a quien se llama, y para nosotros es Aquel a quien no hay que llamar, porque ya está al
lado. Sólo hay que recordar, mirar, caer en la cuenta de que está ahí y espera y escucha y
suaviza y confirma con su presencia incondicional las vicisitudes de nuestra existencia. «Me
llamaréis y acudiré», nos ha dicho Dios, y ya ha acudido, llamado por nuestra indigencia y
nuestra fe y la promesa de Jesús, en la persona de su Espíritu para acompañamos siempre.

«Paráclito» es palabra técnica en la terminología legal griega. Designaba al amigo del


reo, al testigo a favor, al abogado defensor, que hacen todo lo posible para presentar el caso
de la manera más favorable ante el juez, mejor aún que el mismo acusado podría hacerlo.
Cuando una persona se encuentra procesada ante un tribunal de justicia, se ve presa del
miedo de lo que le pueda suceder. Más que el castigo por lo que haya podido hacer, lo que
teme es el proceso mismo, el interrogatorio, el ver acciones suyas presentadas de manera en
todo distinta a lo que en realidad fueron para él, mal interpretadas, retorcidas, revueltas

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contra él cuando en sí mismas no encerraban malicia alguna; el no saber el procedimiento, el


temer las esperas, el sentimiento de impotencia ante la maquinaria legal que lo aplasta más
con su trama burocrática que con la administración de la verdadera justicia. En esas
circunstancias necesita consejo legal y ayuda leal, necesita alguien que conozca por dentro
todo el funcionamiento de los tribunales, que sepa la terminología, que interprete el lenguaje,
que no se asuste ante las amenazas, que calcule el tiempo, que inspire paciencia, que
explique los motivos verdaderos, que satisfaga al jurado y obtenga un veredicto a favor.

Esa es nuestra posición ante Dios. Conciencia dudosa, leyes violadas, temor oculto,
incertidumbre moral. Necesitamos un experto, una persona de confianza para con nosotros y
para con el sistema; necesitamos un abogado, y ése es el Paráclito. El sabe los caminos, él
conoce al Juez, él habla por nosotros mejor de lo que nosotros mismos hablaríamos, él
persuade, él nos consigue la libertad. Esa es la obra del Espíritu. Abogado eficaz en las cortes
del cielo.

El verbo griego parakalein, de donde se deriva la voz «paráclito», también tiene otro
sentido clásico que cuadra más que ningún otro al Paráclito que Jesús nos envió. Parakalein
quiere decir exhortar, animar, consolar, levantar el ánimo, alentar. Se usa en conexión con el
general que arenga a sus soldados, el maestro que enfervoriza a sus discípulos (nosotros
diríamos el entrenador que anima a su equipo), y siempre el amigo que da ánimos, confianza
y alegría con su presencia, su palabra, su gesto, cuando más lo necesitamos en nuestras
depresiones crónicas. El Paráclito es alguien que anima a vivir, y eso es lo que más le
agradecemos al Espíritu que haga por nosotros, porque es lo que más necesitamos.
Animamos a vivir. Damos coraje y alegría para enfrentamos a la vida. Aligerar el cansancio,
revivir la esperanza, devolvemos las ganas de vivir, que con demasiada frecuencia perdemos
en el largo bregar. Don de dones en un mundo cansino, aburrido, repetido, agotado, hostil,
donde las dificultades nos agobian, los obstáculos nos frenan, la monotonía nos embota y la
ilusión inicial del primer caminar se transforma lenta e inexorablemente en el pesado andar
que arrastra a cada paso con esfuerzo penoso el tedio del vivir. Recobrar la sonrisa, levantar
la frente, avivar el paso, alargar la vista, recibir el viento, saludar al horizonte, revivir la
esperanza. En todas las edades y en todos los trabajos necesitamos esa voz amiga, esa mano
en el hombro, esa nota alegre, ese tirón de ánimo para salir del pesimismo y volver a poner
el alma en lo que hacemos porque merece la pena hacerse, y en la vida porque merece la
pena vivirse. ¡Arriba los corazones!

Hay personas que tienen ese carisma de saber comunicar el entusiasmo, encender la
alegría, renovar la esperanza. Carisma bello que viene directamente del Espíritu, fuente de
todo ánimo. La Biblia menciona a una de esas personas, que fue conocida y apreciada entre
los primeros cristianos por ese don tan valioso para una comunidad que crece y se multiplica:
el don de levantar los ánimos a personas y grupos. Era el levita de Chipre llamado José y
apodado Bernabé, que quiere decir, según explica el mismo texto sagrado, «hijo de la

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exhortación». Ahí la «exhortación» es nuestra paraklesis, y el «hijo» es un giro común en


hebreo, lengua con pocos adjetivos, para significar a alguien que tiene la capacidad~ la
virtud, la habilidad de hacer algo de una manera especial. Como ejemplos conocidos, «hijo de
paz» significa «pacífico», «hijo de perdición» es «maldito», y los «hijos de Israel» son
sencillamente los «israelitas». Con eso la expresión «hijo de la exhortación» quiere decir «el
entusiasta», «el gran animador», «el que tenía el don de levantar los ánimos».

Buen uso hizo el levita de su don especial. Alerta siempre a descubrir y atender a
quienes más necesitaban de su apoyo moral en la creciente comunidad cristiana, se fijó en un
hombre de gran promesa, sin duda, pero que atravesaba un momento difícil en su vida. Era
Saulo de Tarso, el perseguidor convertido súbitamente en apóstol, cuyo sorprendente paso
del judaísmo al cristianismo había hecho que los judíos decidieran matarlo mientras los
cristianos no se fiaban todavía de él. Entonces intervino Bernabé.

«Todos los que oían a Saulo quedaban atónitos y decían: '¿No es éste el que en
Jerusalén perseguía encarnizadamente a los que invocaban ese nombre, y no ha venido aquí
con el objeto de llevárselos atados a los sumos sacerdotes?'. Pero Saulo se crecía y confundía
a los judíos que vivían en Damasco demostrándoles que aquél era el Cristo. Al cabo de
bastante tiempo, los judíos tomaron la decisión de matarlo. Pero Saulo tuvo conocimiento de
su determinación. Hasta las puertas estaban guardadas día y noche para poderlo matar.
Pero los discípulos lo tomaron y lo descolgaron de noche por la muralla dentro de una
espuerta. Llegó a Jerusalén e intentaba juntarse con los discípulos; pero todos le tenían
miedo, no creyendo que fuese discípulo. Entonces Bernabé lo tomó y lo presentó a los
apóstoles y les contó cómo había visto al Señor en el camino y que le había hablado y cómo
había predicado con valentía en Damasco en el nombre de Jesús. Andaba con ellos por
Jerusalén, predicando valientemente en el nombre del Señor. Hablaba también y discutía con
los helenistas; pero éstos intentaban matarlo. Los hermanos, al saberlo, lo llevaron a Cesarea
y le hicieron marchar a Tarso» (Hechos 9,22-30).

Bernabé se fió de Pablo cuando nadie se fiaba de él, le dio ánimos, apaciguó a los que
se le oponían, lo encaminó en su carrera de apóstol. Ese fue un gran servicio que el gran
animador prestó a la Iglesia naciente. Pero pronto tuvo su valioso carisma de animar a todos
otra ocasión transcendental en que emplearse. Había surgido la oportunidad más importante
en la expansión de la Iglesia hasta entonces. La persecución que se desencadenó a partir del
martirio de Esteban había hecho que algunos cristianos abandonaran Jerusalén y se
dispersaran por regiones más tranquilas, llegando hasta Antioquía. Allí esos pocos cristianos
recién llegados comenzaron a proclamar sus convicciones y su fe en Jesús, y aunque al
principio lo hacían sólo entre judíos, pronto se lanzaron a hablar también de ello a paganos
de raza griega, y con tanta fe y celo lo hicieron que se convirtieron en buen número y
recibieron el bautismo. La Iglesia rompía por primera vez las barreras del judaísmo en que

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había crecido hasta entonces, y se hacía genuinamente universal no sólo de derecho, sino de
hecho. Había que asegurar aquel brote, y la comunidad de Jerusalén envió al mejor hombre
que tenía, al gran animador, al sembrador de entusiasmo, a Bernabé el de Chipre, a que
dirigiera y confirmara y fomentara aquel crecimiento providencial.

«Los que se habían dispersado cuando la tribulación originada a la muerte de Esteban,


llegaron en su recorrido hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, pero no predicaban la Palabra a
nadie más que a los judíos. Pero había entre ellos algunos chipriotas y cirenenses que,
venidos a Antioquía, hablaban también a los griegos y les anunciaban la Buena Nueva del
Señor Jesús. La mano del Señor estaba con ellos, y un crecido número recibió la fe y se
convirtió al Señor. La noticia de esto llegó a oídos de la Iglesia de Jerusalén y enviaron a
Bernabé a Antioquía. Cuando llegó y vio la gracia de Dios, se alegró y exhortaba a todos a
permanecer, con corazón firme, unidos al Señor, porque era un hombre bueno, lleno del
Espíritu Santo y de fe. Y una considerable multitud se agregó al Señor» (Hechos 11,19-24).

Y entonces sucedió una cosa bellísima que cambió el rumbo de la Iglesia, y con él el
de la historia del mundo. Bernabé, hombre de primer entusiasmo, pero limitado en sus
recursos se vio desbordado por el trabajo, adivinó las inmensas posibilidades del momento,
necesitó ayuda ~ pensó en el hombre a quien él mismo había ayudado a afIrmarse en sus
dotes de apóstol. Así se estableció una colaboración excepcional que abrió las puertas del
mundo a la Iglesia naciente.

«Bernabé partió para Tarso en busca de Saulo y, en cuanto lo encontró, le llevó a


Antioquía. Estuvieron juntos durante un año entero en la Iglesia y adoctrinaron a una gran
muchedumbre. En Antioquía fue donde, por primera vez, los discípulos recibieron el nombre
de 'cristianos'» (Hechos 11,25-26).

Pablo y Bernabé viajan luego juntos a Jerusalén, portadores de una ayuda material
que la joven comunidad de Antioquía enviaba a la Iglesia madre en tiempos que se preveían
difíciles. Acabada su embajada de caridad, la pareja evangélica vuelve a Antioquía, donde la
oración y la profecía de sus compañeros los designa para una nueva misión que es el primer
viaje apostólico de Pablo, que también comenzó por comunidades judías y se extendió a las
griegas. Formaban una pareja notable, con una clara división de trabajo. Bernabé iba por
delante con su buena presencia, su diplomacia, su simpatía, su entusiasmo contagioso; y
luego Pablo, menudo y elocuente, seguía con la palabra, la dialéctica, la organización. En
Listra los tomaron por dioses, debido a la curación de un tullido, y pronto imaginaron de qué
divinidades se trataba de entre el nutrido panteón helénico. Bernabé era Zeus, el padre de los
hombres y de los dioses, mientras que Pablo era Hermes, su mensajero y portavoz.
Peripecias por las que pasaban los primeros predicadores de la Buena Nueva y que servían
para subrayar el gran acontecimiento que iba invadiendo a la humanidad. El Evangelio estaba
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en marcha. El «hijo de la exhortación», junto con su entusiasmo, debía tener también su


genio, como desde luego lo tenía Pablo, y las dos personalidades fuertes y pioneras chocaron
y se separaron, como ya he mencionado en otro contexto; pero la huella del carisma de
Bernabé quedó para siempre en la Iglesia, y a él le debemos una deuda de gratitud por lo
que hizo en su día y por lo que, con su ejemplo, nos inspira a hacer en el nuestro.

Cuando la gente nos pregunta sobre nuestro trabajo, damos respuestas más o menos
detalladas sobre lo que hacemos o dejamos de hacer, según el interés de quien nos
pregunta, pero lo más bello, como hombres y como cristianos, sería poder contestar, sea cual
sea nuestra profesión, nuestro trabajo o nuestras actividades concretas: ¿Que qué hago yo?
¡Amar a la gente! En diálogo y en consejo, en casa y en la calle, en encuentros fortuitos o en
reuniones formales, en la iglesia o en la oficina; haga lo que yo haga, o diga lo que diga, a lo
que yo voy es a animar a la gente. Que sonrían, que se animen, que miren a la vida con
cariño ya sus semejantes con amor, que se sacudan esa depresión crónica, ese pesimismo
tenebroso, esa languidez quejosa, esa pereza existencial, esa inercia universal que pesa
sobre la raza humana e inunda de tristeza, ya que no de lágrimas, el valle en que deberían
cantar los pájaros y viajar las nubes y retozar las brisas y reír las flores. Que sea yo «hijo de
la exhortación» esté donde esté, haga lo que haga y trate con quien trate, para que a mi
alrededor se extienda como una ola .de santo regocijo y de fe en la vida que ilumine rostros,
encienda corazones y devuelva a todos la alegría de ser hombres y mujeres en medio de
cualesquiera dificultades y vicisitudes que pueda presentar este mundo agitado en que
vivimos. Esa es la manera fundamental de extender el Evangelio, de hacer Iglesia, de
conseguir, como en Antioquía, que los hombres vuelvan a llamarse cristianos.

Y ése es el don, el carisma, el sentido mismo del Paráclito en su misma esencia, en su


persona, en su nombre. Ahora estamos en situación de entender y apreciar la importancia del
gran párrafo con que Pablo abre su segunda carta a la Iglesia de Corinto:
« ¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo Padre de las misericordias Y
DIOS de toda consolación, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para poder
nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros
somos consolados por Dios!» (2 Corintios 1,3-4).

Basta caer en la cuenta de que la «consolación» y el «consolar» y «ser consolados»


son todos derivados lingüísticos de la paraklesis en su traducción necesaria al latín, solo la
obra del Paráclito, del Espíritu Santo que nos ama (y así podría traducirse perfectamente la
«consolación» y la «exhortación») para que nosotros podamos animar a los demás. El
Paráclito nos hace paráclitos, eco del gesto Inicial y misionero con que Jesús nos envió como
el Padre le había enviado a él. Corriente trinitaria en nuestras venas para que hagamos
realidad en nuestras vidas lo que es verdad y felicidad eterna en el seno de DIOS.

La Carta a los Hebreos también resume su profundo mensaje teológico en lo que él


llama «una palabra de exhortación» (Hebreos 13 ,22), que es otra vez la paraklesls, la obra
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del Paráclito siempre en acción que exhorta y consuela y anima a todos con su presencia, su
gracia y sus dones. El gran verso latino en su honor lo llama Consolator optlme (<<el que
mejor sabe consolar»), y la palabra latina consolator es, en el trueque lingüístico al que ya
estamos. Acostumbrados, ni más ni menos que la traducción del griego Parakletos. Ecos
variados de una misma palabra. Jesús conocía bien al Espíritu cuando le dio su nombre.
Riqueza lingüística, cultural, espiritual del Paráclito para llenar nuestras Vidas con su
consolación y su ánimo. Que nunca perdamos esa palabra que vale un imperio.

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«Todo esto que veis y oís».

Estas son.las tres grandes fiestas que celebraba Israel por mandato divino: «Tres veces al
año me celebrarás fiesta. Guardaras la fiesta de los Ázimos. Durante siete días comerás
panes ázimos, como te he mandado, en el tiempo señalado, en el mes de Abib; pues en él
saliste de Egipto. Nadie se presenta; delante de mí con las manos vacías. También guardaras
la fiesta de la Siega, de las primicias de tus trabajos de lo que~, hayas, sembrado en el
campo; y la fiesta de la Recolección al termino del año, al recoger del campo los frutos de tu
trabajo. Tres veces al año se presentarán tus varones delante de Yahvé, el Señor» (Éxodo
23, 14-17).

La fiesta de la Siega es la fiesta de Pentecostés. El libro del Levítico nos da más


detalles y nos explica la razón de su nombre. «Contaréis siete semanas enteras a partir del
día siguiente al sábado, desde el día en que habréis llevado la gavilla, de la ofrenda
escogida; hasta el día siguiente al séptimo sábado, contaréis Cincuenta días y entonces
ofreceréis a Yahvé una nueva oblación» (Levítico 23 15-16) Son Cincuenta dias, y el día
cincuenta es pentecostés en griego, lo que le dio el nombre a la fiesta en una sociedad en
que el griego era ya lengua franca.

Junto con la alegría de la recolección, celebraba Israel en ese día la promulgación de la


Ley en el Sinaí, experiencia única que consagró al Pueblo de Dios, le dio su carta magna de
nobleza y servicio, selló la alianza y confirmó la historia. El fervor de esa fiesta tradicional
había intensificado la oración de aquel pequeño grupo de apóstoles, varios primos de Jesús y
algunas mujeres de su séquito que permanecían reunidos «en el cuarto de arriba», cenáculo
de intensas memorias, «junto con María, la madre de Jesús» después de haber designado a
Matías para ocupar el puesto que había quedado vacío en el grupo de los apóstoles.

Presencia de María, plenitud del colegio apostólico, fidelidad y delicadeza del grupo de
mujeres, reconciliación de la familia, que en un principio se había opuesto al ministerio de
Jesús, y expectación ardiente de una promesa que Jesús les había hecho en aquella misma
habitación y que no podía fallar. La palabra «Paráclito» que allí habían oído repetir a Jesús en
sus confidencias de despedida iba a convertirse súbitamente en una realidad arrolladora que

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desde entonces dominaría sus vidas. Se preparaban efemérides nuevas sobre la tradición de
la fiesta antigua. La nueva Ley, que acabaría con todas las leyes, promulgada en un nuevo
Sinaí de valor universal en tiempo y espacio; la nueva cosecha en recolección prefigurada y
ahora realizada de frutos del Espíritu; la nueva vida en el seno de Aquel a quien Jesús había
llamado Padre, revelado ahora en proximidad íntima por Aquel a quien Jesús había llamado
Paráclito. Experiencia comunitaria de la Iglesia naciente que abría un modo nuevo de
entender a Dios en su riqueza trinitaria y en nuestra dignidad revelada, que nos eleva a vivir
nuestra vida como participación en la suya. Fiesta de Siega divina en campos de tierra
prometida, dorados ya para la alegre mies.

De repente, un ruido que separa dos edades. Truenos del Sinaí que a través de la
historia reverberan en Jerusalén. Trompetas de ángeles que anuncian el Reino. Explosión de
curiosidad en las calles que atrae a la gente de los alrededores, testigos en primicia de la era
que comienza. Escenario solemne de historia que se estrena. «Partos, medos y elamitas;
habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia el Ponto Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte
de Libia~ fronteriza~ con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes»
(Hechos 2,9-11). Universalidad catalogada de razas y pueblos. El género humano presente en
el momento en que se cambia su rumbo. Jerusalén hecha Iglesia que abarca el mundo.

Un viento que llena la estancia a paredes cerradas. Poder de Dios en estructura


humana. Fuerza y sorpresa. Dirección y movimiento. Aire lleno de vida, y viento con mensaje.
Todo se mueve sin moverse nada. Nadie sabe de dónde viene ni adónde va. Tempestades de
Tiberíades y tormentas del desierto. Brisas de la mañana y ráfagas de la noche. La piel del
rostro sabe que alguien ha llegado. El cuerpo entero anota la presencia. Todos lo saben a un
tiempo. Envueltos en un viento que los une. Consagrados por un entorno que se mueve. El
cenáculo respira.

Desciende el fuego. Llamas individuales que buscan cabezas en que descansar. Fuego
que abrasó sacrificios en altares antiguos, que iluminó noches de desierto en peregrinación
profética, que brilló en una zarza que ardía sin consumirse en la ladera del monte Horeb.
Resplandor de nuevo! entender y nuevo sentir. Frentes llenas de luz, y corazones llenos de
amor. Procesión estática de antorchas litúrgicas en recinto cerrado. Miradas que adivinan su
propia aureola al ver la de los demás. Hogar ardiente donde se fragua la nueva humanidad.

El fuego se reparte en lenguas. La luz habla. El ardor engendra sonido. Las llamas se
explican. Uno habla, y todos entienden. Cada oído traduce. Babel al revés. Suenan en el aire
las maravillas de Dios. Lenguaje de familia que une al mundo entero. Gramática de
hermandad. Palabra universal en acentos exóticos. Laboratorio de lenguas de electrónica
instantáneas. Ensayo de unidad. Profecía en acción. Hoy no hay extranjeros en la multitud.
No hay lenguas desconocidas. Todo el mundo se entiende. Todo el mundo es uno.

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El entusiasmo se contagia. Sonrisas de sorpresa, de asombro, de incredulidad. Alegría


de mosto temprano. Carcajadas de rostro a rostro. Las miradas preguntan. La curiosidad se
alza. El grupo se hace silencio para que hable uno. Todos quieren saber. Y Pedro surge.

El pescador se hace orador. El que lloró al cantar el gallo se yergue ante la multitud. Vibra la
resurrección en su voz. Citas y argumentos. Testimonio y coraje. Convicción que arrastra,
porque revela una experiencia. Y como explicación evidente de la jornada excepcional, como
demostración palpable, como prueba irrefutable, lo que todos han visto y oído: la cumbre del
Espíritu. Palabras inspiradas que resumen una teología y programan una era. Cada una de
ellas vibra con la plenitud de la verdad, y juntas nos dan la clave de nuestra esperanza y de
nuestra vida. Aquí están esas palabras, resumen de Evangelio y proyección de historia, para
que nos acompañen con su luz y su fuerza más allá de las páginas de este libro a punto de
determinarse, por encima ~e toda consideración y reflexión intelectual o humana, hacia la
realidad viviente de la fe cristiana en su mejor expresión:

«A este Jesús Dios lo resucitó: de 10 cual todos nosotros somos testigos. Y exaltado
por la diestra de Dios, recibió del Padre el Espíritu Santo, como había sido prometido, y todo
esto que veis y oís viene de él» (Hechos 2,32-33).

El Padre exalta a Jesús en su resurrección, le da el Espíritu Santo, y todo esto que veis
y oís, y todo lo que el mundo y la historia oirán y verán en siglos venideros, viene de él. De
Jesús, que recibe el Espíritu del Padre. De ahí viene el gozo de aquella mañana intoxicada, el
amanecer de la Iglesia en el mundo, la elocuencia de la verdad, el asombro de la multitud; de
ahí viene el crecimiento de la pequeña grey, el reventar del grano de mostaza, el despertar
de la levadura en el seno de la masa, el verdear de los campos para la mies; de ahí viene la
fe de los mártires, la inocencia de las vírgenes, la sabiduría de las escrituras, el esplendor de
la liturgia; y de ahí viene todo lo que yo he visto y oído en mí mismo, en mi vida y en mi
experiencia, en los fervores de mi juventud y el entendimiento de mi madurez, en mis
aventuras de oración y mi descubrimiento de las Escrituras, en mis amistades y en mi
soledad, en mis tentaciones y mis éxtasis, en mis dudas y mis certezas, en mi angustia y en
mi esperanza, en todo lo que he vivido y viviré y espero vivir para siempre, cuando caiga el
velo, y el destello se haga luz, y la fe se haga realidad, y Dios se haga rostro, y el credo se
haga Trinidad, y la tierra se haga cielo, y el tiempo se haga eternidad. Todo lo que he sido y
seré viene de ahí. Todo viene del Espíritu que Jesús recibe del Padre, y nosotros en él. Todo
es Pentecostés. Y todo eso está sucediendo en el palpitar diario de nuestro íntimo y
agradecido vivir. La promesa del Espíritu en el corazón de la humanidad.

Lucas, historiador y médico que toma el pulso y mide el crecimiento del cuerpo nuevo
del Cristo Total en los miembros que son su Iglesia, anota el dato con fidelidad profesional:
«Aquel día se les unieron unos tres mil» (Hechos 2,41).

Cuando llega el Espíritu, la Iglesia crece. Fin.


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