Inmanuel Kant (Konigsberg, 22 de abril de 1724), cuarto hijo de un
talabartero. Familia de religión pietista. Influencia decisiva de su madre, quien aconsejada por el teólogo y predicador Franz Albert Schultz lo envía a la escuela de Humanidades. A los ocho años de edad (otoño de 1732), ingresó en el Colegio Fridericiano, del que se hizo cargo Schultz un año después. La instrucción gramático-filológica (el latín, fundamentalmente) era el verdadero eje de la enseñanza; la matemática y la lógica eran enseñadas muy superficialmente; las CC. Naturales, la Historia y la Geografía apenas eran enseñadas. El Colegio Fridericiano apenas tuvo alguna influencia positiva sobre la personalidad de Kant. Durante su estancia en él, Kant se ve sometido a la férrea disciplina espiritual del pietismo, que no se contentaba con el cumplimiento objetivo de determinados preceptos y deberes (rezos, ejercicios piadosos, prácticas devotas, sermones y actos de catequesis), sino que tendía a posesionarse del hombre en su totalidad, de sus intenciones y convicciones, de su voluntad y de sus sentimientos. El condiscípulo de Kant, el ya profesor de filología de la Universidad de Leiden, David Ruhnken, recordaba aún la “disciplina pedantesca y sombría de los fanáticos” que ambos tuvieron que padecer en aquel colegio. Kant, aun sintiendo respeto por la opción religiosa de sus padres, siempre tuvo una profunda aversión por la reglamentación y mecanización de la piedad propias del pietismo. No sólo rechazaba todo lo que fuese torturarse a sí mismo con la disección de la propia vida psíquica, por entender que era el camino derecho “para caer, a fuerza de aturdimiento, en una pretendida inspiración de lo alto…, en el iluminismo o en el terrorismo”, sino que también llegaría a repudiar y anatemizar como signos de hipocresía las manifestaciones externas de las ideas o sentimientos religiosos.
La Universidad tampoco ofreció a Kant en líneas generales algo más
positivo. En esta época, el régimen universitario de Prusia no se diferenciaba esencialmente del régimen escolar. De su estancia en la Universidad de Königsberg es destacable su relación con el profesor Martin Knutzen, el único conocedor entre los profesores del concepto europeo de ciencia. Knutzen enseñó a Kant filosofía y matemáticas y puso en sus manos las obras de Newton. La influencia de toda la problemática conocida gracias a Knutzen le lleva a escribir sus Ideas sobre la verdadera apreciación de las fuerzas vivas (1746), con la que da cima a sus años de estudio universitario. Con esta obra interviene en la polémica de las primeras décadas del siglo XVIII sobre los problemas de la filosofía de la naturaleza y de la física, y más concretamente en torno al concepto leibniciano de fuerza. El contenido de esta obra, comparado con las de Euler o D’Alembert, es bastante pobre. Las distinciones kantianas entre las “fuerzas vivas” y “muertas”, entre las proporciones de la “presión muerta” y el “movimiento real” ya no tenían razón de ser en la mecánica de su época. En este sentido, no puede negarse que Lessing da en el clavo cuando dice que Kant se lanzó a apreciar las fuerzas vivas sin apreciar sus propias fuerzas. Lo verdaderamente positivo de esta obra son las observaciones que Kant hace sobre el método de la filosofía de la naturaleza. En esta obra, a Kant no se le interesan tanto los resultados reales de la filosofía natural de Leibniz como la manera en que los deriva y fundamenta. “Es necesario, dice Kant, tener un método por medio del cual, a base del examen general de los principios en que se funde cierta opinión y de su comparación con las consecuencias que de ellos se deriven, podemos deducir en cada caso si realmente la naturaleza de las premisas encierra todo lo que debe encerrar con vistas a las enseñanzas a que, partiendo de ellas, se llega. Esto se hace cuando se observan con toda precisión las funciones inherentes a la naturaleza de la conclusión y se cuida uno de que en la construcción de la prueba se elijan aquellos principios limitados a las funciones especiales que en la conclusión van implícitas. De otro modo podemos estar seguros de que estas conclusiones, defectuosas por la razón que acabamos de ver, no prueban nada … En una palabra, el presente estudio debe ser considerado única y exclusivamente como un fruto de este método”. Kant califica esta primera obra de “Tratado sobre el método”, con lo cual se avista ya uno de los intereses más fundamentales de su madurez: el establecimiento de un nuevo método en metafísica, método que es desarrollado en la Crítica de la Razón pura. Naturalmente, Kant en esta primera obra dista mucho del punto de vista crítico, pero ya apunta en él la duda hacia la firmeza y la solidez de la metafísica tradicional, a pesar de que él mismo, en este estadio de su pensamiento, se muestra incapaz de abandonarla. Su duda para con la metafísica tradicional es, en esta obra, fruto de una impresión general más que de la claridad de sus conceptos: “Nuestra metafísica –dice Kant- sólo se halla realmente, como tantas otras ciencias, en los umbrales de un conocimiento verdaderamente concienzudo; sabe Dios si llegará a pasar de ahí. No es difícil descubrir sus fallas en muchas de las cosas que emprende … Y lo único que de ello tiene la culpa es la propensión que prevalece en quienes se empeñan en extender las fronteras del conocimiento humano. Les gustaría llegar a poseer una gran sabiduría universal, pero habría que desear que esta sabiduría, además de ser grande, fuese verdaderamente profunda”. A continuación se suceden unos años de los que no se conoce con detalle la vida de Kant. Durante este tiempo Kant se ve obligado a ganarse la vida como preceptor. En este periodo escribe la Historia general de la naturaleza y teoría del cielo (1754), obra que recoge el problema de la formación del universo en el punto en el que lo dejó Newton. Lo que para éste es la última realidad “dada” en la naturaleza, es lo que la filosofía, según Kant, tiene que derivar y desarrollar genéticamente ante los ojos de nuestro espíritu. La concepción fundamental que informa el pensamiento de Kant en esta obra presenta un carácter absolutamente optimista bajo la influencia de la “armonía” leibniciana. Es el sistema leibniciano de la armonía el que Kant cree reconocer incluso bajo la forma de la física y la mecánica newtonianas. Un plan misterioso sirve de base a los orígenes y al derrumbamiento mecánicos del mundo, plan que no nos es dado seguir en detalle, pero del que, sin embargo, tenemos la certeza de que hará que la totalidad del universo vaya acercándose cada vez más a su suprema meta. Aun allí donde esta convicción aparece vestida bajo la forma tradicional de la prueba teleológica de Dios, Kant no le ofrece la mayor resistencia: “Reconozco todo el valor de aquella prueba que, basándose en la belleza y en la perfecta ordenación del universo, se remonta a la suprema sabiduría de su creador. A menos que queramos resistirnos petulantemente a todo convencimiento, no tenemos más remedio que rendirnos a razones tan irrefutables como éstas”. Sin embargo, Kant introduce inmediatamente una cuña: “Afirmo, sin embargo, que los defensores de la religión, por el hecho de servirse de estas nociones de un mal modo, eternizan la disputa con los naturalistas, ya que sin necesidad alguna ofrecen a éstos un lado débil”. Este lado débil es confundir la teleología material y la formal, los fines internos y las intenciones externas. El solo hecho de que veamos cómo la armonía de las partes forma un todo y cómo este todo se halla en consonancia con un fin común no nos da siempre derecho a suponer que esa armonía provenga de una inteligencia exterior a las partes, superior a ellas y que actúe sobre éstas de un modo sabio y artificioso. Cabría perfectamente la posibilidad de que la armonía fuese inherente por naturaleza al objeto mismo”. A pesar de esta cuña, la actitud defensiva de Kant ante el método teleológico de la filosofía popular tiene todavía mas de reacción personal que de indagación sistemática. Poco a poco va imponiéndose en Kant el análisis crítico de los conceptos y las pruebas. También en este tema. Así surge el Ensayo de algunas consideraciones sobre el optimismo (1759), donde vierte ya sus dudas sobre los planteamientos que antes había mantenido. Cuatro años después vuelve a abordar el problema en La única prueba posible para demostrar la existencia de Dios (1762-3), donde expone y razona de un modo completo y sistemático su actitud ante la teleología. En esta obra se subraya el defecto sustancial de la físico-teología. La prueba de la existencia de un creador divino deducida desde la ordenación del universo ajustada a un fin, puede ser muy asequible para el sentido común, pero no es rigurosa: aun dando por supuesto que se demuestre cómo por la acción divina el desorden cede el puesto al orden y del “caos” surge un “cosmos”, esto precisamente hace que el ser primigenio que se trata de concebir como infinito y omnisatisfactorio entrañe un límite originario que le viene impuesto desde fuera. Y si es la tosca materia la antítesis que este ser ha de domeñar para revelarnos su sabiduría y bondad, no cabe duda de que, para que la prueba no pierda todo su significado, tendremos que reconocer a esta materia una existencia propia y sustantiva sobre la que ha de proyectarse la fuerza encaminada a un fin. De aquí que este método no pueda servir más que para probar la existencia de un “autor de los engarces y las conexiones artificiales del mundo, pero no de la materia misma, ni de las partes integrantes del universo”. Por este camino, Dios podrá demostrarse como arquitecto, nunca como verdadero creador del mundo. Con lo cual, en el fondo, corre el más grave de los peligros precisamente la idea de la absoluta sujeción del mundo a un fin, que es lo que trataba de demostrar. En esta obra, Kant ofrece la alternativa a la prueba anterior, pero enfocando ya el problema de una manera distinta: ¿Cabe la posibilidad de remontarse hasta la certeza de una existencia absoluta (Dios), sin presuponer más que la certeza de las verdades ideales o de las “posibilidades generales?” Con este planteamiento, Kant ya no parte de la estructura de lo real para descubrir en ella el testimonio de la existencia de una voluntad suprema creadora, sino que se apoya en la simple vigencia de las verdades supremas para acceder a la certeza de una existencia absoluta. Dicho de otra manera, Kant quiere remontarse hasta las posibilidades universales que constituyen la premisa para la existencia de lo real. La pregunta anterior es contestada por Kant afirmativamente: “Si se suprime toda existencia, no podemos sentar nada; nada en absoluto existiría, desaparecería todo material de algo pensable y se vendría a tierra por completo toda posibilidad. La negación de toda existencia no entraña ciertamente ninguna contradicción interna, pues como para ello sería necesario que se sentase algo y al mismo tiempo se eliminase, y aquí no se sienta nada en absoluto, no puede decirse, ni mucho menos, que esta eliminación implique contradicción interna. Sin embargo, sí hay contradicción en admitir una posibilidad cualquiera y en no admitir, a pesar de ello, nada real, pues cuando no existe nada, no se da tampoco nada que sea pensable, y nos contradecimos si, no obstante, queremos que algo sea posible”. Una vez convencidos de una existencia absolutamente necesaria, cabe demostrar que esta existencia tiene que ser necesaria única y simple, inmutable y eterna, que abarca dentro de sí toda la necesidad y que tiene un carácter puramente espiritual; en una palabra, que deben darse en ella todas las cualidades que solemos agrupar y resumir bajo el nombre y concepto de Dios. Este razonamiento se atiene, pues, evidentemente al argumento ontológico como tal y a él se remite igualmente la prueba cosmológica y la físico-teológica. Pero hay un cambio importante frente a San Anselmo y Descartes. Frente a ellos, Kant no parte del concepto del ser más perfecto para deducir de él su existencia, derivando, por tanto, la existencia de la esencia, sino que parte de las posibilidades ideales puras, del sistema de verdades eternas en general, para poner luego de manifiesto la necesidad de postular un ser absoluto como condición para la posibilidad de este sistema. Estamos aquí ante un curioso preludio del futuro “método trascendental”, pues ya aquí vemos que la justificación final de la tesis de la existencia como posición absoluta está en que sin ella sería inconcebible la posibilidad del conocimiento. Claro está que, desde el punto de vista del sistema crítico posterior, todas las “posiciones” obtenidas por este camino son puramente relativas nunca absolutas, ya que se circunscriben tanto en su validez como en su uso a la experiencia que hacen posible. Después de La única prueba posible para demostrar la existencia de Dios, Kant abordaría un problema que sería fundamental en su madurez, el de los principios de la teología natural y de la moral. Kant redactó entonces sus Investigaciones sobre la claridad de los principios de la teología natural y de la moral (1763). Él veía muy claramente la importancia del tema: “El problema planteado es de tal naturaleza que si se resolviese adecuadamente imprimiría necesariamente una determinada fisonomía a la filosofía superior. Si lográsemos establecer el método con arreglo al cual cabe lograr la mayor certeza posible en esta clase de conocimiento y penetrar en la naturaleza de esta convicción, no cabe duda que este eterno oleaje de las opiniones y las sectas de escuelas dejaría el puesto a un precepto inmutable en cuanto al método de enseñanza que aunaría las cabezas pensantes en una sola clase de esfuerzos, del mismo modo que en las ciencias naturales el método de Newton transformó el caos de las hipótesis físicas en un método seguro basado en la experiencia y en la Geometría.” Kant propone así un trasvase del método newtoniano hacia las cuestiones de la metafísica: “El auténtico método de la metafísica coincide en el fondo con el que Newton introdujo en la ciencia de la naturaleza y que tan fecundos resultados dio en ella. Este método consiste en investigar mediante experiencias seguras y, en todo caso, con ayuda de la geometría las reglas de acuerdo con las cuales se desarrollan ciertos fenómenos en la naturaleza. Aunque no siempre se vean las primeras causas de ellas en los cuerpos, es indudable que actúan con arreglo a estas leyes, y la manera de explicar los complejos acaecimientos naturales consiste en hacer ver claramente cómo se hallan encuadrados dentro de estas reglas bien probadas. Lo mismo ocurre en el campo de la metafísica: investigad mediante una experiencia interior segura, es decir, mediante la conciencia patente y directa, aquellos rasgos característicos que son implícitos de un modo cierto al concepto de ciertas cualidades generales, y aunque no conozcáis inmediatamente la esencia total de la cosa, podréis serviros de ellas con toda seguridad para derivar de ahí mucho de lo que forma la esencia de la cosa misma.” Hay sobre todo un rasgo por el que Kant se distingue ahora tanto de la metafísica tradicional como del método empleado en un comienzo por él mismo. La metafísica no puede “descubrir” nada, sino simplemente expresar las relaciones fundamentales puras de la experiencia misma. Pone en claro lo que empieza presentándose ante nosotros como un todo oscuro y complejo y nos hace comprender su estructura, pero sin que por sí y ante sí pueda añadirle ni una sola característica. Incluso aquella época antigua del pensamiento kantiano del que es exponente la Historia general de la naturaleza y teoría del cielo creía moverse por entero dentro del campo de la “experiencia”, pero no renunciaba a completar y superar lo empíricamente dado mediante la fuerza sintética de la fantasía y de la deducción basada en el intelecto, allí donde los datos de la experiencia no eran suficientes. Partía del universo, del cosmos del naturalista; pero, arrancando de aquí, se dejaba llevar, en un progreso continuo y para él mismo imperceptible, a hipótesis sobre el creador divino del mundo, sobre la ordenación teleológica del universo, sobre la perduración y la inmortalidad del espíritu humano, etc. Es ahora cuando se da clara cuenta de toda la problemática interior a este modo de pensar en su conjunto. ¿Puede la metafísica proceder de un modo constructivo? Kant se responde negativamente. La síntesis, la creación, sólo tiene cabida allí donde los contenidos de que se trata son formaciones creadas por la propia inteligencia y que, por tanto, se hallan sujetas pura y exclusivamente a las leyes del entendimiento. En este sentido pueden y deben proceder “sintéticamente” las matemáticas y sobre todo la geometría pura, pues las formas sobre las que ésta versa nacen sólo en el acto mismo de la construcción. No ocurre lo mismo con los conceptos y las explicaciones de la “sabiduría universal”. Mientras que en las matemáticas, el objeto determinado, la elipse o la parábola no existe antes de la construcción genética de esta figura, la metafísica se halla vinculada desde el primer momento a un determinado material fijo con que se encuentra. Lo que la metafísica propone desplegar ante nuestro espíritu no son determinaciones puramente ideales, sino las cualidades y las relaciones de lo “real”. Por eso tampoco puede, al igual que la física, producir su objeto, sino simplemente captarlo en su estructura real; no lo describe en el sentido de la geometría, sino que únicamente puede “transcribirlo”, es decir, destacar y enfocar por separado algunos de sus rasgos característicos. El pensamiento metafísico no debe proponerse ser una “cavilación”; no es un pensamiento progresivo-deductivo como la geometría, sino un pensamiento “retroactivo-inductivo”, ya que partiendo de un hecho o de un conjunto de hechos dados, investiga las condiciones que los determinan, indaga las posibles “causas explicativas” que hay detrás de un conjunto de fenómenos. Claro está que estas causas explicativas son, en principio, meras hipótesis, pero adquieren certeza en la medida en que se logra captar con ellas la totalidad de los fenómenos conocidos y exponerlos con su ayuda como una unidad determinada por leyes. Para Kant, no cabe duda que esta misión dista mucho de estar cumplida hasta ahora por la metafísica: “la metafísica es, sin duda, la más difícil de todas las ciencias humanas; sin embargo, todavía no se ha escrito ninguna”. Y en realidad no podía escribirse mientras el andamiaje del que para ello disponía el pensamiento fuera el vulgar método deductivo-inductivo usual en la filosofía de las escuelas. En efecto, el medio del que se sirve casi exclusivamente este método es el silogismo: el mundo se considera conocido y comprendido por el mero hecho de reducirlo a una cadena de conclusiones racionales. El ataque a este modo de filosofar lo prolonga Kant en su Ensayo para introducir en la sabiduría del universo el concepto de magnitudes negativas (1763), donde nuestro filósofo, con la neta diferenciación entre la contraposición lógica y la contraposición real, origen de la diferenciación kantiana entre juicios analíticos y juicios sintéticos, renuncia a la silogística y a su método, calcado de la argumentación sintética de la geometría. El punto de vista según el cual la lógica, bajo su forma tradicional de silogística, podía bastar para “reflejar” el sistema de la realidad, se viene a tierra de una vez por todas. A esta solución ayudó de una manera decisiva el tratamiento kantiano según el cual la relación de causalidad no es susceptible de prueba por la vía lógica: el fundamento real de una cosa constituye una relación sustantiva, cualitativamente peculiar, no susceptible de ser agotada, sino ni siquiera de ser expresada por medio de la relación entre el fundamento lógico y la consecuencia. Es así como se diferencia definitivamente el método de la metafísica del de la silogística, pues la misión de aquella, tal como Kant la traza, consiste en ser la doctrina de los “fundamentos reales”. Con estas obras Kant echó los cimientos de su fama en los círculos literarios y filosóficos de Alemania. Sin embargo, su próxima obra, Sueños de un visionario, interpretados mediante los sueños de la metafísica (1766), defraudó. Cuando se esperaba el proyecto de una nueva y sólida metafísica, Kant publicaba esta obra, que ya por su forma literaria echaba por tierra todas las tradiciones de la literatura filosófico-científica. Escrita en un estilo un tanto satírico, los Sueños constituyen, sin embargo, una pieza fundamental en su crítica a la metafísica tradicional. La obra fue suscitada por la lectura de los Arcana Coelestia, de Immanuel Swedenborg, y de sus experiencias visionarias. Lo principal de los sueños no es la discusión de las experiencias visionarias, sino la pregunta de si las teorías de la metafísica especulativa, en la medida en que pretenden trascender la experiencia, están en mejor posición que las visiones de Swedenborg. Kant deja en claro que, en su opinión, se encuentran en una posición aún más débil: es posible que las visiones de Swedenborg se debieran al contacto con un mundo de espíritus, aunque este extremo no se puede probar. Pero de las teorías metafísicas se supone que se prueban racionalmente, y eso es precisamente lo que no se puede hacer con teorías acerca de seres espirituales. Ni siquiera podemos tener noción positiva de los espíritus. Sin duda los podemos describir por vía de negaciones. Pero, según Kant, la posibilidad de ese procedimiento no descansa ni en la experiencia ni en la inferencia racional, sino en nuestra ignorancia, en las limitaciones de nuestro conocimiento. La conclusión es que la doctrina de los espíritus ha de excluirse de la metafísica, que si quiere ser científica tiene que consistir exclusivamente en determinar “los límites del conocimiento puestos por la naturaleza a la razón humana”. Otro elemento importante dentro de los Sueños es que, como observa Kant, no es correcto decir que la metafísica tradicional sea necesaria para la moralidad, en el sentido de que los principios morales sean dependientes de verdades metafísicas como la inmortalidad del alma y el premio y el castigo divinos en la otra vida. Los principios morales no son conclusiones obtenidas por la metafísica especulativa. La moralidad goza, pues, de un estado de autonomía con respecto a la especulación. Y como culminación del este período llamado “precrítico” llegamos a la disertación de 1770 De mundi sensibilis atque intelligibilis forma et principiis. Kant se alinea con Leibniz frente a Newton y a Clarke, sosteniendo que el espacio y el tiempo no pueden ser realidades absolutas ni propiedades de cosas en sí. Kant aceptó con Leibniz que el espacio y el tiempo son fenoménicos y no propiedades de las cosas en sí. Pero, por otra parte, no estaba dispuesto a admitir la afirmación leibniciana de que el espacio y el tiempo son representaciones confusas, pues en este caso la Geometría, por ejemplo, no sería la ciencia exacta que es. Por eso Kant considera al espacio y al tiempo como intuiciones puras. En esta obra, Kant divide el conocimiento humano en (1) conocimiento sensible, cuyo objeto son las cosas sensibles, capaces de afectar a la sensibilidad del sujeto y de hacerle producir representaciones. Es el conocimiento de los objetos como aparecen, sometidos a las leyes de la sensibilidad que son el espacio y el tiempo y (2) conocimiento intelectual, conocimiento de objetos que no afectan a los sentidos, conocimiento de los inteligibles. Es el conocimiento de las cosas tal como son. 1. En el conocimiento sensible distinguimos: (a) materia: sensaciones producidas por la presencia de objetos sensibles y (b) forma: coordina la materia; es aportada por el sujeto cognoscente y es condición del conocimiento sensible. Dos son esas condiciones: espacio y tiempo, conceptos que son descritos como “intuiciones puras”. “El tiempo – dice Kant – no es nada objetivo y real; no es ni accidente, ni sustancia, ni relación; es la condición subjetiva, necesaria por la naturaleza del espíritu humano, de la coordinación de todos los sensibilia por una cierta ley, y es intuición pura. Pues sólo mediante el concepto de tiempo coordinamos sustancias y accidentes según la simultaneidad y la sucesión”. Tampoco “el espacio es nada objetivo y real; no es ni sustancia, ni accidente, ni relación; es subjetivo e ideal y procede de la naturaleza del espíritu por una ley estable, como esquema de coordinación de toda la sensibilidad externa”. De esta manera, Kant afirma que espacio y tiempo son intuiciones puras; es decir, carentes de contenido empírico y subjetivas, las cuales forman, junto con las sensaciones (materia), lo que en la Disertación se llama “apariencias”. Kant se pregunta: ¿cuáles son la forma y los principios del mundo sensible? Ante todo se perciben los elementos dados en las intuiciones puras o “conceptos” de espacio y tiempo. Hay coordinación espacial y temporal. Con ello tenemos las “apariencias”. Luego el espíritu, mediante el uso lógico del entendimiento, organiza los datos de la intuición sensible, dejando intacto su carácter fundamentalmente sensual. En su uso lógico el entendimiento organiza los datos de la intuición sensible; con eso tenemos los conceptos empíricos de la experiencia. Así se posibilitan las ciencias empíricas. 2. Si el conocimiento sensible tiene por objeto los sensibilia, el conocimiento intelectual parece que debe tener por objeto los intelligibilia. Si las ciencias empíricas caen en la categoría del conocimiento sensible, la metafísica es el ejemplo primario del conocimiento intelectual. Ese desarrollo sugiere obviamente que en la metafísica la mente aprehende objetos que trascienden los sentidos, empezando por Dios. Pero, ¿tenemos intuición de las realidades espirituales? Kant lo niega explícitamente (recordemos Sueños…): “El hombre no dispone de intuición de los objetos inteligibles, sino sólo de conocimiento simbólico de ellos”. O sea: concebimos los objetos suprasensibles por medio de conceptos universales, no por intuición directa. Nuestro entendimiento sólo puede trabajar con un material dado mediante intuición, pues en su uso lógico el entendimiento no suministra materiales, sino que se limita a organizar. El entendimiento tiene también un uso real, según el cual forma conceptos que son de carácter empírico, pero surgen con ocasión de ella: “Así, pues, como en la metafísica no hallamos principios empíricos, los conceptos que encontramos en ella tienen que buscarse no en los sentidos, sino en la naturaleza misma del entendimiento puro, y no como conceptos innatos, sino como conceptos abstraídos de las leyes intrínsecas del espíritu (atendiendo a sus acciones con ocasión de la experiencia) y, por lo tanto, adquiridos. De esta clase son los conceptos de posibilidad, existencia, necesidad, sustancia, causa, etc., junto con sus opuesto o correlatos…”. No es posible, pues, una metafísica dogmática que pueda lícitamente pretender que contiene un conocimiento de intelligibilia. Puesto que éstos no se dan a la subjetividad, el entendimiento no puede conocerlos, ni mucho menos crearlos. Kant marcaba así un dualismo decisivo en su sistema críticos posterior: la escisión entre el mundo sensible y el inteligible, así como la regla metódica consistente en velar por que los principios del conocimiento sensible no se extiendan de las realidades sensibles a las suprasensibles. Kant aún no se atrevía a extraer todas las consecuencias posibles de cara a temas teológicos como el de Dios, pero ya se encontraba en disposición de poder hacerlo. Tras un silencio de 11 años, Kant publica a continuación la Crítica de la Razón pura (1781).