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¡Merecemos poesía!

El 21 de marzo celebramos el Día Internacional de la Poesía, decretado así por la


UNESCO en París, 1999. Si pidiéramos explicaciones a la ONU, su respuesta sería:
“La poesía es una manifestación de la diversidad en el diálogo, de la libre circulación
de las ideas por medio de la palabra, de la creatividad y de la innovación. La poesía
contribuye a la diversidad creativa al cuestionar de manera siempre renovada la
forma en que usamos las palabras y las cosas, y nuestros modos de percibir e
interpretar la realidad. Merced a sus asociaciones y metáforas y a su gramática
singular, el lenguaje poético constituye, pues, otra faceta posible del diálogo entre las
culturas”. (www.un.org)

Esta definición, de dudoso fundamento –sospechosamente inclinado a ideas como


la inclusión e innovación, propias de cierta perspectiva de desarrollo económico–
por supuesto, no alcanza para describir con justicia la auténtica experiencia poética.
En ese tenor, aprovecho la efeméride para hacer pública una objeción.

Primeramente, reconozcamos un hecho fundamental, parafraseando a Mario


Bojórquez: hicimos poesía mucho antes que política. Esto quiere decir que la
experiencia de la realidad estructurada sobre la base de fines labores, normados
constitucionalmente y regidos por la dinámica de los modelos financieros, es
demasiado novedosa e ingenua para la poesía.

¿Por qué hemos de aceptar que la poesía es tan solo una herramienta faldera de los
propósitos políticos? A lo largo de su larga y compleja genealogía se encuentran quizá
los misterios y realidades más urgentes de nuestra especie, por supuesto, esto le ha
valido durante su historia un campo colmado de fosas y sacrificio, es decir, no es la
dulce rosa encaramada y servil que nos pintan los manuales.

Cuando lo político se ha convertido en uniforme, la poesía irrumpe aún más


dolorosa.
Ella lucha desgarrándose en la piel del poeta, buscando su propio nacimiento en los
terribles dolores de un final verdaderamente abrupto. Si celebramos lo poético, la
poética, el poema o los y las poetas –cosas distintas– debemos esperar con genuina
confianza la novedad, asir el peligro y asumir su infinita incertidumbre, arriesgarlo
todo. Yo dudo con fervor de esta confianza, ergo, no puedo aceptar simples
felicitaciones.

Cada vez que urge el fin a un mundo sofocado, sobreviene la poesía. Su lógica es la
de la vida misma, es ella el símbolo perfecto de tal catástrofe. Cuando en verdad
confrontamos las cosas del vivir, lo hacemos con padecimiento porque nos impele la
fuerza de abandonar nuestros deseos corrientes. En palabras de Slovaj Žižek, “la
verdad y la felicidad no van de la mano –la verdad duele, trae consigo inestabilidad,
arruina el transcurso tranquilo de nuestras vidas. La elección es nuestra: ¿queremos
ser felizmente manipulados o exponernos a los riesgos de la creatividad auténtica?”.

Es allí mismo que, machacándose de gusto, la poesía penetra un juego determinante


con lo contradictorio, ella es la contradicción misma en juego. ¿Por qué seguimos
empeñados en consumir palabras que no atardecen, que nos digan una y otra vez lo
que queremos escuchar? ¿Por qué adoramos los días que no saben morir?

La poesía es ruptura, se deja en ella la carne viva desollada. Su potencial figurativo,


sus monstruos verbales y alegorías, no deben interpretarse jamás como meros
ejercicios ilustrativos. La poesía no es la lindura que nos enseñó la SEP, sino el
pronunciamiento del mundo que atraviesa un cuerpo verdaderamente humano.

Merecemos poesía, carajo, para volver a vivir.

Es hora de que volteemos la mirada al lugar preciso de la poesía, donde iracunda


marcha entre los dedos entrecerrados, el puño leve de los niños, contra la
“innovación” que sólo mira un amanecer posible: el mismo de siempre.

Entonces viene la pregunta: ¿Puede haber poesía en la actualidad?

Responde Gorostiza: “¿Usted cree que se puede ser poeta mientras se escribe
cincuenta veces al día ‘sin otro particular, le reitero a usted las seguridades de mi
más alta consideración’?”.
Ahora, escuchamos la propuesta de integrar una mención directa a las humanidades
en el artículo tercero constitucional. Se pugna en el legislativo por un nuevo orden
presupuestal que libre de su marginación a estos pilares enmohecidos de nuestra
esencia. ¿Qué ha hecho la oficina de patentes que no haya hecho por nosotros
también la poesía? ¿Es porque en ella no hay generación de inversiones para el
capital privado? ¿Es porque no hay en sus modestas reuniones el flujo monetario
justificable?

Venga, no han sido los poetas emprendedores. Es verdad, algunos han preferido ser
algo más de medio tiempo. Pero una vez que la mordida te ha comido el cuello, no
hay cura; ellos saben, sea cual sea la circunstancia, que es mejor regalar los libros a
esperar obstinadamente que los compren: porque en ella no encontrarán un empleo,
sino una urgencia vital.

En estos días, la rabia y los poetas no deben temer el politizarse. En estas


circunstancias hacerse a un lado sería la más dolosa complicidad. Nada hay que
duela más al tiempo, que el silencio de los poetas.

Que se politicen, no por hacer de la poesía un mero apartado más de la maquinaria


institucional, sino para evitar que así sea, cerrarle el paso a quienes provocan
deliberadamente su marginación. Es preciso luchar por la libertad de cuanto queda
por decir, lo que debe ser escuchado y las sensibilidades ingrávidas de porvenir, por
la posibilidad de devolvernos en ello a la misma realidad que nos hemos negado,
empeñados en llenar la tierra con filas, trámites, escaleras eléctricas, empujones,
arrebatos, agruras y quejumbre.

Merecemos poesía, para poder decir –sin lugar al autoengaño– “al fin habrá un
amanecer”.

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