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BLOG, ANDRÉS HAX
01-02-2016 Ian McEwan, James Salter, Nouvelle
Por Andrés Hax.
En sus líricas memorias, Quemando los días, el gran James Salter habla de su obsesión por
el género: «Estuve hechizado por libros que son breves pero en los que cada página es
exaltada. El ruido y la furia o Mientras agonizo de Faulkner. Ese tipo de libros, como los de
Flannery O’Connor, Marguerite Duras y Camus, siguen siendo mis favoritos. Es como la
distancia media para un corredor. El ritmo es implacable y se tiene que sostener hasta el
final. Hace tiempo, los finlandeses eran celebrados por correr estas distancias y la cualidad
que se demandaba se llamaba sisu, una mezcla de coraje y aguante. Para mí, las novelas
más cortas lo demuestran de la mejor manera.»
Salter mismo escribió una de las nouvelles magistrales del siglo XX: A Sport and a
Pastime (Juego y distracción, 1967), un relato erótico que trata de un joven
estadounidense de viaje en la Francia de la inmediata posguerra. Se sube a un magnífico
auto y pasea por el país, junto a una mujer que conoció atendiendo en un restaurant de
pueblo chico. Es un viaje de cama en cama. Como en El gran Gatsby, las andanzas del
protagonista y su amante están contadas por un tercero, que está asombrado por la
manera de vivir de su amigo, y que quisiera tener una existencia como la de aquel pero no
puede. A la vez, sin embargo, se salva de la tragedia fundamental y de la oscura búsqueda
romántica de su colega expatriado.
Como dice Salter, en este género cada página tiene tensión y una fuerte autoridad
narrativa. Te agarran desde el comienzo con una apuesta alta que va subiendo párrafo tras
párrafo.
En un ensayo en The New Yorker (Some Notes on the Novella, 2012) Ian McEwan escribe:
«Creo que la nouvelle es la forma perfecta de la ficción en prosa. Es la bella hija de un
gigante hablador, hinchado y mal afeitado (pero un gigante que en sus mejores días es un
genio). Y esta hija es la manera por la que llegamos a conocer nuestros grandes escritores.
Los lectores llegan a Thomas Mann a través de Muerte en Venecia, a Henry James
por Otra vuelta de la tuerca, a Kafka por La metamorfosis, a Joseph Conrad por El corazón
de las tinieblas, a Camus por El extranjero. Podría seguir: Voltaire, Tolstoi, Joyce,
Solzhenitsyn. Y Orwell, Steinbeck, Pynchon. Y Melville, Lawrence, Munro. La tradición es
larga y gloriosa. Podría subir la apuesta aun más: las demandas de la economía del género
empujan a los escritores a pulir sus frases a un nivel de precisión y claridad, lograr sus
efectos con una intensidad inusual, mantenerse enfocados en el punto de su creación y
llevarlo para delante con una determinación funcional y concluirla con su unidad en
mente. No deambulan, no predican, no tienen subtramas o cuentos que no llegan a ningún
lugar.»
Por ejemplo, llegás a un hotel un poco tarde para almorzar pero demasiado temprano para
salir a pasear por la ciudad. (Imaginémonos que es una ciudad donde se duerme una larga
siesta). Entonces salís al balcón con El amante de Marguerite Duras, Billy Budd de Herman
Melville, El viejo y el mar de Hemingway, Apuntes del subsuelo de Dostoievsky. Te ponés
comodo y comenzás a leer, sin preocupaciones. Tal vez con un largo vaso de agua con hielo
a tu alcance. Tu respiración se va sincopando con el ritmo de la prosa. Leer no es ningún
esfuerzo. Estás, sin saberlo, hipnotizado. Y de golpe, en no más que un instante, estás en la
última página, la última frase. Cerrás el libro. Levantás de vista. Es el último momento del
crepúsculo. La noche refrescó el aire de la pequeña ciudad que aun no conocés. Las luces
titilan y se escuchan los gritos alegres de jóvenes en moto. Te levantás y salís a la calle. Con
un mundo en tu cabeza.