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© Miguel de Unamuno

© Fundación Editorial El perro y la rana, 2018 (digital)

Centro Simón Bolívar, Torre Norte, piso 21, El Silencio,


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© De la ilustración: Aarón Mundo


Diseño de colección: Mónica Piscitelli
Edición al cuidado de: Yanuva León
Gema Medina
Mónica Piscitelli

Hecho el Depósito de Ley


Depósito legal: DC2018001550 Ilustrado por Aarón Mundo
ISBN: 978-980-14-3583-9
Presentación
Es tierra larga la imaginación de un niño, mar eterno, sueño
a párpados alzados, camino infinito de hormigas que van alegres
a perderse quién sabe en qué horizonte. Para los humanos nuevos La serie Morada (de 0 a 7 años) ofrece la palabra cándida y delicada a los más
es posible todo espectáculo, ellos —que vienen papel en pequeños, los que recién han roto el cascarón y corren
blanco, agüita clara— permiten la definición de cualquier línea agitadamente procurando reconocer el entorno.
y de ella, para arriba y para abajo, se revela lo demás a buen paso. La serie Roja (de 7 a 12 años) concede su luz a los que procuran
Una raya: la cuerda floja, y se atreven a correr desordenadamente crear sus propios universos, a los que hurgan e investigan sobre
sobre aquel batir de incertidumbre. Entonces para ellos debe ser las complejidades del mundo.
la palabra magnífica, para sus oídos las voces que truenan Y la serie Azul (de 12 en adelante) se alza como nave de aquellos que pronto se
desde los abuelos de la tierra, el genio grande que como decidirán a abrir sus propios cielos y necesitan el embrujo de muchos cantos para
manto de lluvia no da tregua al suelo seco. permanecer soñando.
Esta colección se asume barca de lo imposible y trae colores
de todos los mares, viene a nutrir la imaginación de nuestros
niños con obras que han marcado la infancia de muchas
generaciones en los cinco continentes, textos que contribuyen
al rescate de tradiciones culturales y a la celebración de lo otro.
niebla

I el use estropea y hasta destruye toda belleza. La fun-


ción más noble de los objetos es la de ser contem-

A l aparecer Augusto a la puerta de su casa


extendió el brazo derecho, con la mano
palma abajo y abierta, y dirigiendo los ojos
plados. ¡Qué bella es una naranja antes de comida!
Esto cambiará en el cielo cuando todo nuestro ofi-
cio se reduzca, o más bien se ensanche a contemplar
al cielo quedose un momento parado en esta actitud a Dios y todas las cosas en Él. Aquí, en esta pobre
estatuaria y augusta. No era que tomaba posesión vida, no nos cuidamos sino de servirnos de Dios;
del mundo exterior, sino era que observaba si llo- pretendemos abrirlo, como a un paraguas, para que
vía. Y al recibir en el dorso de la mano el frescor del nos proteja de toda suerte de males.»
lento orvallo frunció el sobrecejo. Y no era tampoco Díjose así y se agachó a recogerse los pantalones.
que le molestase la llovizna, sino el tener que abrir el Abrió el paraguas por fin y se quedó un momento
paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado suspenso y pensando: «ahora, ¿hacia dónde voy?,
y dentro de su funda! Un paraguas cerrado es tan ¿tiro a la derecha o a la izquierda?» Porque Augusto
elegante como es feo un paraguas abierto. no era un caminante, sino un paseante de la vida.
«Es una desgracia esto de tener que servirse uno «Esperaré a que pase un perro —se dijo— y tomaré
de las cosas —pensó Augusto—; tener que usarlas, la dirección inicial que él tome.»

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En esto pasó por la calle no un perro, sino sino un vago? Y a nosotros ¿qué nos importa que nombre y circunstancias de esta señorita a que he ve- —No la conozco, señor.
una garrida moza, y tras de sus ojos se fue, como trabaje o no? ¡El trabajo! ¡El trabajo! ¡Hipocresía! nido siguiendo y, ciertamente, esto es lo que procede —Y dígame... dígame... —sin sacar los dedos
imantado y sin darse de ello cuenta, Augusto. Para trabajo el de ese pobre paralítico que va ahí me- ahora. Otra cosa sería dejar mi seguimiento sin coro- del bolsillo—, ¿cómo es que sale así sola? ¿Es soltera
Y así una calle y otra y otra. dio arrastrándose... Pero ¿y qué sé yo? ¡Perdone, her- nación, y eso no, las obras deben acabarse. ¡Odio lo o casada? ¿Tiene padres?
«Pero aquel chiquillo —iba diciéndose Augus- mano! —esto se lo dijo en voz alta—. ¿Hermano? imperfecto!» Metió la mano al bolsillo y no encon- —Es soltera y huérfana. Vive con unos tíos...
to, que más bien que pensaba hablaba consigo mis- ¿Hermano en qué? ¡En parálisis! Dicen que todos tró en él sino un duro. No era cosa de ir entonces a —¿Paternos o maternos?
mo —, ¿qué hará allí, tirado de bruces en el suelo? somos hijos de Adán. Y este, Joaquinito, ¿es también cambiarlo, se perdería tiempo y ocasión en ello. —Sólo sé que son tíos.
¡Contemplar a alguna hormiga, de seguro! ¡La hor- hijo de Adán? ¡Adiós, Joaquín! ¡Vaya, ya tenemos el —Dígame, buena mujer —interpeló a la porte- —Basta y aun sobra.
miga, ¡bah!, uno de los animales más hipócritas! inevitable automóvil, ruido y polvo! ¿Y qué se ade- ra sin sacar el índice y el pulgar del bolsillo—, ¿po- —Se dedica a dar lecciones de piano.
Apenas hace sino pasearse y hacernos creer que tra- lanta con suprimir así distancias? La manía de viajar dría decirme aquí, en confianza y para inter nos, el —¿Y lo toca bien?
baja. Es como ese gandul que va ahí, a paso de carga, viene de topofobía y no de filotopía; el que viaja mu- nombre de esta señorita que acaba de entrar? —Ya tanto no sé.
codeando a todos aquellos con quienes se cruza, y no cho va huyendo de cada lugar que deja y no buscando —Eso no es ningún secreto ni nada malo, caba- —Bueno, bien, basta; y tome por la molestia.
me cabe duda de que no tiene nada que hacer. ¡Qué cada lugar a que llega. Viajar... viajar... Qué chisme llero. —Gracias, señor, gracias. ¿Se le ofrece más?
ha de tener que hacer, hombre, qué ha de tener que más molesto es el paraguas... Calla, ¿qué es esto?» —Por lo mismo. ¿Puedo servirle en algo? ¿Desea le lleve algún man-
hacer! Es un vago, un vago como... ¡No, yo no soy Y se detuvo a la puerta de una casa donde ha- —Pues se llama doña Eugenia Domingo del Arco. dado?
un vago! Mi imaginación no descansa. Los vagos bía entrado la garrida moza que le llevara imantado —¿Domingo? Será Dominga... —Tal vez... tal vez... No por ahora... ¡Adiós!
son ellos, los que dicen que trabajan y no hacen sino tras de sus ojos. Y entonces se dio cuenta Augusto de —No, señor, Domingo; Domingo es su primer —Disponga de mí, caballero, y cuente con una
aturdirse y ahogar el pensamiento. Porque, vamos a que la había venido siguiendo. La portera de la casa apellido. absoluta discreción.
ver, ese mamarracho de chocolatero que se pone ahí, le miraba con ojillos maliciosos, y aquella mirada le —Pues cuando se trata de mujeres, ese apellido «Pues señor —iba diciéndose Augusto al se-
detrás de esa vidriera, a darle al rollo majadero, para sugirió a Augusto lo que entonces debía hacer. «Esta debía cambiarse en Dominga. Y si no, ¿dónde está pararse de la portera—, ve aquí cómo he quedado
que le veamos, ese exhibicionista del trabajo, ¿qué es Cerbera aguarda —se dijo— que le pregunte por el la concordancia? comprometido con esta buena mujer. Porque ahora

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no puedo dignamente dejarlo así. Qué dirá si no de se encontró con que estaba húmedo. Sacó un periódi- De la cuna nos viene la tristeza suerte, alimento para su tristeza o su alegría nativas.
mí este dechado de porteras. ¿Conque... Eugenia co, lo colocó sobre el banco y sentose. Luego su cartera y también de la cuna la alegría... Un mismo caso es triste o alegre según nuestra dis-
Dominga, digo Domingo, del Arco? Muy bien, voy y blandió su pluma estilográfica. «He aquí un chis- posición innata. ¿Y Eugenia? Tengo que escribirle.
a apuntarlo, no sea que se me olvide. No hay más me utilísimo —se dijo—; de otro modo, tendría que «Vaya —se dijo Augusto—, esta Eugenita, la Pero no desde aquí, sino desde casa. ¿Iré más bien
arte mnemotécnica que llevar un libro de memo- apuntar con lápiz el nombre de esa señorita y podría profesora de piano, me ha cortado un excelente prin- al Casino? No, a casa, a casa. Estas cosas desde casa,
rias en el bolsillo. Ya lo decía mi inolvidable don borrarse. ¿Se borrará su imagen de mi memoria? Pero cipio de poesía lírica trascendental. Me queda inte- desde el hogar. ¿Hogar? Mi casa no es hogar. Hogar...
Leoncio: ¡no metáis en la cabeza lo que os quepa en ¿cómo es? ¿Cómo es la dulce Eugenia? Sólo me acuer- rrumpida. ¿Interrumpida?... Sí, el hombre no hace hogar... ¡Cenicero más bien! ¡Ay, mi Eugenia!»
el bolsillo! A lo que habría que añadir por comple- do de unos ojos... Tengo la sensación del toque de unos sino buscar en los sucesos, en las vicisitudes de la Y se volvió Augusto a su casa.
mento: ¡no metáis en el bolsillo lo que os quepa en ojos... Mientras yo divagaba líricamente, unos ojos ti-
la cabeza! Y la portera, ¿cómo se llama la portera?» raban dulcemente de mi corazón. ¡Veamos! Eugenia
Volvió unos pasos atrás. Domingo, sí, Domingo, del Arco. ¿Domingo? No me
—Dígame una cosa más, buena mujer... acostumbro a eso de que se llame Domingo... No; he de
—Usted mande... hacerle cambiar el apellido y que se llame Dominga.
—Y usted, ¿cómo se llama? Pero, y nuestros hijos varones, ¿habrán de llevar por
—¿Yo? Margarita. segundo apellido el de Dominga? Y como han de su-
—¡Muy bien, muy bien... gracias! primir el mío, este impertinente Pérez, dejándolo en
—No hay de qué. una P, ¿se ha de llamar nuestro primogénito Augusto
Y volvió a marcharse Augusto, encontrándose P. Dominga? Pero... ¿adónde me llevas, loca fantasía?»
al poco rato en el paseo de la Alameda. Y apuntó en su cartera: Eugenia Domingo del Arco,
Había cesado la llovizna. Cerró y plegó su para- Avenida de la Alameda, 58. Encima de esta apunta-
guas y lo enfundó. Acercose a un banco, y al palparlo ción había estos dos endecasílabos:

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II resplandor de aquellos otros ojos que le arrastraran «¡Mi Eugenia, sí, la mía —iba diciéndose—, ella me ha salido al paso. ¿No es esto acaso encon-
al azar. esta que me estoy forjando a solas, y no la otra, no trar algo? Cuando uno descubre una aparición que
Al abrirle el criado la puerta... Estuvo así un rato sugiriéndose la figura de la de carne y hueso, no la que vi cruzar por la puer- buscaba, ¿no es que la aparición, compadecida de su
Augusto, que era rico y solo, pues su anciana Eugenia, y como apenas si la había visto, tuvo que fi- ta de mi casa, aparición fortuita, no la de la porte- busca, se le viene al encuentro? ¿No salió la América
madre había muerto no hacía sino seis meses antes gurársela. Merced a esta labor de evocación fue sur- ra! ¿Aparición fortuita? ¿Y qué aparición no lo a buscar a Colón? ¿No ha venido Eugenia a buscar-
de estos menudos sucedidos, vivía con un criado y giendo a su fantasía una figura vagarosa ceñida de es? ¿Cuál es la lógica de las apariciones? La de la me a mí? ¡Eugenia! ¡Eugenia! ¡Eugenia!»
una cocinera, sirvientes antiguos en la casa a hijos de ensueños. Y se quedó dormido. Se quedó dormido sucesión de estas figuras que forman las nubes de Y Augusto se encontró pronunciando en voz alta
otros que en ella misma habían servido. El criado y porque había pasado mala noche, de insomnio. humo del cigarro. ¡El azar! El azar es el íntimo rit- el nombre de Eugenia. Al oírle llamar, el criado, que
la cocinera estaban casados entre sí, pero no tenían —¡Señorito! mo del mundo, el azar es el alma de la poesía. ¡Ah, acertaba a pasar junto al comedor, entró diciendo:
hijos. —¿Eh? —exclamó despertándose. mi azarosa Eugenia! Esta mi vida mansa, rutina- —¿Llamaba, señorito?
Al abrirle el criado la puerta le preguntó Augusto —Está ya servido el almuerzo. ria, humilde, es una oda pindárica tejida con las mil —¡No, a ti no! Pero, calla, ¿no te llamas tú
si en su ausencia había llegado alguien. ¿Fue la voz del criado, o fue el apetito, de que pequeñeces de lo cotidiano. ¡Lo cotidiano! ¡El pan Domingo?
—Nadie, señorito. aquella voz no era sino un eco, lo que le despertó? nuestro de cada día, dánosle hoy! Dame, Señor, las —Sí, señorito —respondió Domingo sin extra-
Eran pregunta y respuesta sacramentales, pues ¡Misterios psicológicos! Así pensó Augusto, que se mil menudencias de cada día. Los hombres no su- ñeza alguna por la pregunta que se le hacía.
apenas recibía visitas en casa Augusto. fue al comedor diciéndose: ¡oh, la psicología! cumbimos a las grandes penas ni a las grandes ale- —¿Y por qué te llamas Domingo?
Entró en su gabinete, tomó un sobre y escribió Almorzó con fruición su almuerzo de todos los grías, y es porque esas penas y esas alegrías vienen —Porque así me llaman.
en él: «Señorita doña Eugenia Domingo del Arco. días: un par de huevos fritos, un bisteque con pata- embozadas en una inmensa niebla de pequeños in- «Bien, muy bien —se dijo Augusto— nos lla-
EPM.» Y en seguida, delante del blanco papel, apo- tas y un trozo de queso Gruyere. Tomó luego su café cidentes, y la vida es esto, la niebla. La vida es una mamos como nos llaman. En los tiempos homéricos
yó la cabeza en ambas manos, los codos en el escri- y se tendió en la mecedora. Encendió un habano, se nebulosa. Ahora surge de ella Eugenia. ¿Y quién es tenían las personas y las cosas dos nombres, el que
torio, y cerró los ojos. «Pensemos primero en ella», lo llevó a la boca, y diciéndose: «¡Ay, mi Eugenia!» se Eugenia? Ah, caigo en la cuenta de que hace tiem- les daban los hombres y el que les daban los dioses.
se dijo. Y esforzose por atrapar en la oscuridad el dispuso a pensar en ella. po la andaba buscando. Y mientras yo la buscaba ¿Cómo me llamará Dios? ¿Y por qué no he de

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llamarme yo de otro modo que como los demás pues es lo que ahora deseo, que nos veamos, que nos Mientras iba así hablando consigo mismo cru- —Buenas tardes, Margarita.
me llaman? ¿Por qué no he de dar a Eugenia otro hablemos, que nos escribamos, que nos conozca- zó con Eugenia sin advertir siquiera el resplandor de —Buenas tardes, señorito.
nombre distinto del que le dan los demás, del que le mos. Después... Después, ¡Dios y nuestros corazo- sus ojos. La niebla espiritual era demasiado densa. —Augusto, buena mujer, Augusto.
da Margarita, la portera? ¿Cómo la llamaré?» nes dirán! Pero Eugenia, por su parte, sí se fijó en él, diciéndose: —Don Augusto —añadió ella.
—Puedes irte —le dijo al criado. »¿Me dará usted, pues, Eugenia, dulce aparición «¿Quién será este joven?, ¡no tiene mal porte y parece —No a todos los nombres les cae el don —ob-
Se levantó de la mecedora, fue al gabinete, tomó de mi vida cotidiana, me dará usted oídos? bien acomodado!» Y es que, sin darse clara cuenta servó él—. Así como de Juan a don Juan hay un abis-
la pluma y se puso a escribir: »Sumido en la niebla de su vida espera su res- de ello, adivinó a uno que por la mañana la había se- mo, así le hay de Augusto a don Augusto. ¡Pero...
puesta. guido. Las mujeres saben siempre cuándo se las mira, sea! ¿Salió la señorita Eugenia?
«Señorita: Esta misma mañana, bajo la dulce Augusto P ér ez .» aun sin verlas, y cuándo se las ve sin mirarlas. —Sí, hace un momento.
llovizna del cielo, cruzó usted, aparición fortuita, Y siguieron los dos, Augusto y Eugenia, en di- —¿En qué dirección?
por delante de la puerta de la casa donde aún vivo y Y rubricó diciéndose: «Me gusta esta costumbre recciones contrarias, cortando con sus almas la en- —Por ahí.
ya no tengo hogar. Cuando desperté fui a la puerta de la rúbrica por lo inútil.» marañada telaraña espiritual de la calle. Porque la Y por ahí se dirigió Augusto. Pero al rato volvió.
de la suya, donde ignoro si tiene usted hogar o no le Cerró la carta y volvió a echarse a la calle. calle forma un tejido en que se entrecruzan miradas Se le había olvidado la carta.
tiene. Me habían llevado allí sus ojos, sus ojos, que «¡Gracias a Dios —se decía camino de la aveni- de deseo, de envidia, de desdén, de compasión, de —¿Hará el favor, señora Margarita, de hacer
son refulgentes estrellas mellizas en la nebulosa de da de la Alameda—, gracias a Dios que sé adónde amor, de odio, viejas palabras cuyo espíritu quedó llegar esta carta a las propias blancas manos de la
mi mundo. Perdóneme, Eugenia, y deje que le dé voy y que tengo adónde ir! Esta mi Eugenia es una cristalizado, pensamientos, anhelos, toda una tela señorita Eugenia?
familiarmente este dulce nombre; perdóneme la lí- bendición de Dios. Ya ha dado una finalidad, un misteriosa que envuelve las almas de los que pasan. —Con mucho gusto.
rica. Yo vivo en perpetua lírica infinitesimal. hito de término a mis vagabundeos callejeros. Ya Por fin se encontró Augusto una vez más ante —Pero a sus propias blancas manos, ¿eh? A sus
»No sé qué más decirle. Sí, sí sé. Pero es tanto, tengo casa que rondar; ya tengo una portera confi- Margarita la portera, ante la sonrisa de Margarita. manos tan marfileñas como las teclas del piano a
tanto lo que tengo que decirle, que estimo mejor dente...» Lo primero que hizo esta al ver a aquel fue sacar la que acarician.
aplazarlo para cuando nos veamos y nos hablemos mano del bolsillo del delantal. —Sí, ya, lo sé de otras veces.

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—¿De otras veces? ¿Qué es eso de otras veces? —Gracias, señor, gracias. III Y esa aparición de mi Eugenia, ¿no será algo lógico?
—Pero ¿es que cree el caballero que es esta la Con trabajo se separó de allí Augusto, pues la ¿No obedecerá a un ajedrez divino?»
primera carta de este género...? conversación nebulosa, cotidiana, de Margarita la —Hoy te retrasaste un poco, chico —dijo —Pero, hombre —le interrumpió Víctor—,
—¿De este género? Pero ¿usted sabe el género de portera empezaba a agradarle. ¿No era acaso un Víctor a Augusto—, ¡tú, tan puntual siempre! ¿no quedamos en que no sirve volver atrás la juga-
mi carta? modo de matar el tiempo? —Qué quieres... quehaceres... da? ¡Pieza tocada, pieza jugada!
—Desde luego. Como las otras. «¡Lucharemos! —iba diciéndose Augusto calle —¿Quehaceres, tú? —En eso quedamos, sí.
—¿Como las otras? ¿Como qué otras? abajo—, ¡sí, lucharemos! ¿Conque tiene otro no- —Pero ¿es que crees que solo tienen quehaceres —Pues si haces eso te como gratis ese alfil.
—¡Pues pocos pretendientes que ha tenido la vio, otro aspirante a novio ...? ¡Lucharemos! Militia los agentes de bolsa? La vida es mucho más comple- —Es verdad, es verdad; me había distraído.
señorita...! est vita hominis super terram. Ya tiene mi vida una fi- ja de lo que tú te figuras. —Pues no distraerse; que el que juega no asa cas-
—Ah, ¿pero ahora está vacante? nalidad; ya tengo una conquista que llevar a cabo. —O yo más simple de lo que tú crees... tañas. Y ya lo sabes; pieza tocada, pieza jugada.
—¿Ahora? No, no, señor, tiene algo así como ¡Oh, Eugenia, mi Eugenia, has de ser mía! ¡Por lo —Todo pudiera ser. —¡Vamos, sí, lo irreparable!
un novio... aunque creo que no es sino aspirante a menos, mi Eugenia, esta que me he forjado sobre la —¡Bien, sal! —Así debe ser. Y en ello consiste lo educativo
novio... visión fugitiva de aquellos ojos, de aquella yunta de Augusto avanzó dos casillas el peón del rey, y de este juego.
Acaso le tenga en prueba... puede ser que sea in- estrellas en mi nebulosa, esta Eugenia sí que ha de en vez de tararear como otras veces trozos de ópera, «¿Y por qué no ha de distraerse uno en el juego?
terino... ser mía, sea la otra, la de la portera, de quien fuere! se quedó diciéndose: «¡Eugenia, Eugenia, Eugenia, —se decía Augusto—. ¿Es o no es un juego la vida?
—¿Y cómo no me lo dijo? ¡Lucharemos! Lucharemos y venceré. Tengo el se- mi Eugenia, finalidad de mi vida, dulce resplandor ¿Y por qué no ha de servir volver atrás las jugadas?
—Como usted no me lo preguntó... creto de la victoria. ¡Ah, Eugenia, mi Eugenia!» de estrellas mellizas en la niebla, lucharemos! Aquí ¡Esto es la lógica! Acaso esté ya la carta en manos
—Es cierto. Sin embargo, entréguele esta carta Y se encontró a la puerta del Casino, donde ya sí que hay lógica, en esto del ajedrez y, sin embargo, de Eugenia. Alea jacta est! A lo hecho, pecho. ¿Y ma-
y en propias manos, ¿entiende? ¡Lucharemos! ¡Y Víctor le esperaba para echar la cotidiana partida de ¡qué nebuloso, qué fortuito después de todo! ¿No ñana? ¡Mañana es de Dios! ¿Y ayer, de quién es?
vaya otro duro! ajedrez. será la lógica también algo fortuito, algo azaroso? ¿De quién es ayer? ¡Oh, ayer, tesoro de los fuertes!
¡Santo ayer, sustancia de la niebla cotidiana!»

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—¡Jaque! —volvió a interrumpirle Víctor. —Yo no soy de los que se asombran a priori o de —Pues, la verdad, no lo sé. Aunque me figuro —Sí, la conozco. Y ahora... ¡jaque otra vez!
—Es verdad, es verdad... veamos... Pero ¿cómo antemano. que debe de ser ni lo uno ni lo otro; vamos, así, peli- —Pero...
he dejado que las cosas lleguen a este punto? —Pues allá va: ¿sabes lo que me pasa? castaña. —¡Jaque he dicho!
—Distrayéndote, hombre, como de costumbre. —Que cada vez estás más distraído. —¿Es alta o baja? —Bueno...
Si no fueses tan distraído serías uno de nuestros pri- —Pues me pasa que me he enamorado. —Tampoco me acuerdo bien. Pero debe de ser Y Augusto cubrió el rey con un caballo. Y acabó
meros jugadores. —Bah, eso ya lo sabía yo. una cosa regular. Pero ¡qué ojos, chico, qué ojos tie- perdiendo el juego.
—Pero, dime, Víctor, ¿la vida es juego o es dis- —¿Cómo que lo sabías...? ne mi Eugenia! Al despedirse, Víctor, poniéndose la diestra, a
tracción? —Naturalmente, tú estás enamorado ab origine, —¿Eugenia? guisa de yugo, sobre el cerviguillo, le susurró al oído:
—Es que el juego no es sino distracción. desde que naciste; tienes un amorío innato. —Sí, Eugenia Domingo del Arco, avenida de la —Conque Eugenita la pianista, ¿eh? Bien,
—Entonces, ¿qué más da distraerse de un modo —Sí, el amor nace con nosotros cuando nace- Alameda, 58. Augustito, bien; tú poseerás la tierra.
o de otro? mos. —¿La profesora de piano? «¡Pero esos diminutivos —pensó Augusto—,
—Hombre, de jugar, jugar bien. —No he dicho amor, sino amorío. Y ya sabía —La misma. Pero... esos terribles diminutivos!» Y salió a la calle.
—¿Y por qué no jugar mal? ¿Y qué es jugar bien yo, sin que tuvieras que decírmelo, que estabas ena-
y qué jugar mal? ¿Por qué no hemos de mover estas morado o más bien enamoriscado. Lo sabía mejor
piezas de otro modo que como las movemos? que tú mismo.
—Esto es la tesis, Augusto amigo, según tú, filó- —Pero ¿de quién? Dime, ¿de quién?
sofo conspicuo, me has enseñado. —Eso no lo sabes tú más que yo.
—Bueno, pues voy a darte una gran noticia. —Pues, calla, mira, acaso tengas razón...
—¡Venga! —¿No te lo dije? Y si no, dime, ¿es rubia o mo-
—Pero, asómbrate, chico. rena?

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IV Conocer es perdonar, dicen. No, perdonar es cono-
cer. Primero el amor, el conocimiento después. Pero
«¿Por qué el diminutivo es señal de cariño? — ¿cómo no vi que me daba mate al descubierto? Y para
iba diciéndose Augusto camino de su casa—. ¿Es amar algo, ¿qué basta? ¡Vislumbrarlo! El vislumbre;
acaso que el amor achica la cosa amada? ¡Enamorado he aquí la intuición amorosa, el vislumbre en la nie-
yo! ¡Yo enamorado! ¡Quién había de decirlo...! Pero bla. Luego viene el precisarse, la visión perfecta, el re-
¿tendrá razón Víctor? ¿Seré un enamorado ab initio? solverse la niebla en gotas de agua o en granizo, o en
Tal vez mi amor ha precedido a su objeto. Es más, es nieve, o en piedra. La ciencia es una pedrea. ¡No, no,
este amor el que lo ha suscitado, el que lo ha extraído niebla, niebla! ¡Quién fuera águila para pasearse por
de la niebla de la creación. Pero si yo adelanto aquella los senos de las nubes! Y ver al sol a través de ellas,
torre no me da el mate, no me lo da. ¿Y qué es amor? como lumbre nebulosa también.
¿Quién definió el amor? Amor definido deja de ser- ¡Oh, el águila! ¡Qué cosas se dirían el águila de
lo... Pero, Dios mío, ¿por qué permitirá el alcalde que Patmos, la que mira al sol cara a cara y no ve en la
empleen para los rótulos de los comercios tipos de negrura de la noche, cuando escapándose de junto a
letra tan feos como ese? Aquel alfil estuvo mal juga- san Juan se encontró con la lechuza de Minerva, la
do. ¿Y cómo me he enamorado si en rigor no puedo que ve en lo oscuro de la noche, pero no puede mirar
decir que la conozco? Bah, el conocimiento vendrá al sol, y se había escapado del Olimpo!»
después. El amor precede al conocimiento, y este Al llegar a este punto cruzó Augusto con Euge-
mata a aquel. Nihil volitum quin praecognitum, me ense- nia y no reparó en ella.
ñó el padre Zaramillo, pero yo he llegado a la conclu- «El conocimiento viene después... —siguió di-
sión contraria y es que nihil cognitum quin praevolitum. ciéndose—. Pero... ¿qué ha sido eso? Juraría que han

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cruzado por mi órbita dos refulgentes y místicas es- Empezó la partida. A la piadosa mención de su madre Augusto dejó —¿De los nuestros?
trellas gemelas... ¿Habrá sido ella? El corazón me —¡Veinte en copas! —cantó Domingo. las cartas sobre la mesa, y su espíritu quedó un mo- —¡No, de los vuestros, no! Y además el piano
dice... ¡Pero, calla, ya estoy en casa!» —¡Decidme! —exclamó Augusto de pronto—. mento en suspenso. Muchas veces su madre, aquella sirve, sí, sirve... sirve para llenar de armonía los ho-
Y entró. ¿Y si yo me casara? dulce señora, hija del infortunio, le había dicho: «Yo gares y que no sean ceniceros.
Dirigiose a su cuarto, y al reparar en la cama se —Muy bien hecho, señorito —dijo Domingo. no puedo vivir ya mucho, hijo mío; tu padre me está —¡Armonía! Y eso ¿con qué se come?
dijo: «¡Solo! ¡dormir solo! ¡soñar solo! Cuando se —Según y conforme —se atrevió a insinuar llamando. Acaso le hago a él más falta que a ti. Así —Liduvina... Liduvina...
duerme en compañía, el sueño debe de ser común. Liduvina, su mujer. que yo me vaya de este mundo y te quedes solo en él La cocinera bajó la cabeza ante el dulce reproche.
Misteriosos efluvios han de unir los dos cerebros. —Pues ¿no te casaste tú? —le interpeló Augusto. tú cásate, cásate cuanto antes. Trae a esta casa dueña Era la costumbre de uno y de otra.
¿O no es acaso que a medida que los corazones más —Según y conforme, señorito. y señora. Y no es que yo no tenga confianza en nues- —Sí, tocará el piano, porque es profesora de
se unen, más se separan las cabezas? Tal vez. Tal —¿Cómo según y conforme? Habla. tros antiguos y fieles servidores, no. Pero trae ama a piano.
vez están en posiciones mutuamente adversas. Si —Casarse es muy fácil; pero no es tan fácil ser la casa. Y que sea ama de casa, hijo mío, que sea ama. —Entonces no lo tocará —añadió con firmeza
dos amantes piensan lo mismo, sienten en contrario casado. Hazla dueña de tu corazón, de tu bolsa, de tu des- Liduvina—. Y si no, ¿para qué se casa?
uno del otro; si comulgan en el mismo sentimien- —Eso pertenece a la sabiduría popular, fuente de... pensa, de tu cocina y de tus resoluciones. Busca una —Mi Eugenia... —empezó Augusto.
to amoroso, cada cual piensa otra cosa que el otro, —Y lo que es la que haya de ser mujer del mujer de gobierno, que sepa querer... y gobernarte.» —¿Ah, pero se llama Eugenia y es maestra de
tal vez lo contrario. La mujer sólo ama a su hom- señorito... —agregó Liduvina, temiendo que —Mi mujer tocará el piano —dijo Augusto sa- piano? —preguntó la cocinera.
bre mientras no piense como ella, es decir, mientras Augusto les espetara todo un monólogo. cudiendo sus recuerdos y añoranzas. —Sí, ¿pues?
piense. Veamos a este honrado matrimonio.» —¿Qué? La que haya de ser mi mujer, ¿qué? —¡El piano! Y eso ¿para qué sirve? —preguntó —¿La que vive con unos tíos en la avenida
Muchas noches, antes de acostarse, solía Vamos, ¡dilo, dilo, mujer, dilo! Liduvina. de la Alameda, encima del comercio del señor
Augusto echar una partida de tute con su criado, —Pues que como el señorito es tan bueno... —¿Para qué sirve? Pues ahí estriba su mayor en- Tiburcio?
Domingo, y mientras, la mujer de este, la cocinera, —Anda, dilo, mujer, dilo de una vez. canto, en que no sirve para maldita de Dios la cosa, —La misma. ¿Qué, la conoces?
contemplaba el juego. —Ya recuerda lo que decía la señora... lo que se llama servir. Estoy harto de servicios... —Sí... de vista...

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—No, algo más, Liduvina, algo más. Vamos, mañana? ¡Bah! A cada día bástele su cuidado. V ¡La correspondencia!... ¡El vinagrero! Y luego
habla; mira que se trata del porvenir y de la dicha Ahora, a la cama.» un coche, y después un automóvil, y unos chiquillos
de tu amo... Y se acostó. Cruzaba las nubes, águila refulgente, con las po- después.
—Es buena muchacha, sí, buena muchacha... Y ya en la cama siguió diciéndose: «Pues el caso es derosas alas perladas de rocío, fijos los ojos de presa «¡Imposible! —volvió a decirse Augusto—.
—Vamos, habla, Liduvina... ¡por la memoria de que he estado aburriéndome sin saberlo, y dos morta- en la niebla solar, dormido el corazón en dulce abu- Esto es la vida que vuelve. Y con ella el amor... ¿Y
mi madre!... les años... desde que murió mi santa madre... Sí, sí, hay rrimiento al amparo del pecho forjado en tempesta- qué es el amor? ¿No es acaso la destilación de todo
—Acuérdese de sus consejos, señorito. Pero un aburrimiento inconsciente. Casi todos los hombres des; en derredor, el silencio que hacen los rumores esto? ¿No es el jugo del aburrimiento? Pensemos en
¿quién anda en la cocina? ¿A que es el gato?... nos aburrimos inconscientemente. El aburrimiento es remotos de la tierra, y allá en lo alto, en la cima del Eugenia; la hora es propicia.»
Y levantándose la criada, se salió. el fondo de la vida, y el aburrimiento es el que ha inven- cielo, dos estrellas mellizas derramando bálsamo Y cerró los ojos con el propósito de pensar en
—¿Y qué, acabamos? —preguntó Domingo. tado los juegos, las distracciones, las novelas y el amor. invisible. Desgarró el silencio un chillido estriden- Eugenia. ¿Pensar?
—Es verdad, Domingo, no podemos dejar así la La niebla de la vida rezuma un dulce aburrimiento, te que decía: «¡La correspondencia!...» Y vislumbró Pero este pensamiento se le fue diluyendo, derri-
partida. ¿A quién le toca salir? licor agridulce. Todos estos sucesos cotidianos, insig- Augusto la luz de un nuevo día. tiéndosele, y al poco rato no era sino una polca. Es
—A usted, señorito. nificantes; todas estas dulces conversaciones con que «¿Sueño o vivo? —se preguntó embozándose en que un piano de manubrio se había parado al pie de
—Pues allá va. matamos el tiempo y alargamos la vida, ¿qué son sino la manta—. ¿Soy águila o soy hombre? ¿Qué dirá el la ventana de su cuarto y estaba sonando. Y el alma
Y perdió también la partida, por distraído. dulcísimo aburrirse? ¡Oh, Eugenia, mi Eugenia, flor papel ese? ¿Qué novedades me traerá el nuevo día de Augusto repercutía notas, no pensaba.
«Pues señor —se decía al retirarse a su cuar- de mi aburrimiento vital e inconsciente, asísteme en consigo? ¿Se habrá tragado esta noche un terremo- «La esencia del mundo es musical —se dijo
to—, todos la conocen; todos la conocen menos yo. mis sueños, sueña en mí y conmigo!» to a Corcubión? ¿Y por qué no a Leipzig? ¡Oh, la Augusto cuando murió la última nota del organi-
He aquí la obra del amor. ¿Y mañana? ¿Qué haré Y quedose dormido. asociación lírica de ideas, el desorden pindárico! llo—. Y mi Eugenia, ¿no es musical también? Toda
El mundo es un caleidoscopio. La lógica la pone el ley es una ley de ritmo, y el ritmo es el amor. He aquí
hombre. El supremo arte es el del azar. Durmamos, que la divina mañana, virginidad del día, me trae
pues, un rato más.» Y diose media vuelta en la cama. un descubrimiento: el amor es el ritmo. La ciencia

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del ritmo son las matemáticas; la expresión sensible Augusto se lavó, peinó, vistió y avió como quien Miró a todas partes por si le miraban, pues se —Bueno, lucharemos.
del amor es la música. La expresión, no su realiza- tiene ya un objetivo en la vida, rebosando íntimo sorprendió abrazando al aire. Y se dijo: «El amor es —¿Me promete usted su ayuda, Margarita?
ción; entendámonos.» arregosto de vivir. Aunque melancólico. un éxtasis; nos saca de nosotros mismos.» —Claro que sí.
Le interrumpió un golpecito a la puerta. Echose a la calle, y muy pronto el corazón le tocó Le volvió a la realidad —¿a la realidad?— la —¡Pues venceremos!
—¡Adelante! a rebato. «¡Calla —se dijo—, si yo la había visto, sonrisa de Margarita. Y se retiró. Fuese a la Alameda a refrescar sus
—¿Llamaba, señorito? —dijo Domingo. si yo la conocía hace mucho tiempo; sí, su imagen —¿Y qué, no hay novedad? —le preguntó emociones en la visión de verdura, a oír cantar a los
—¡Sí... el desayuno! me es casi innata...! ¡Madre mía, ampárame!» Y al Augusto. pájaros sus amores. Su corazón verdecía y dentro de
Había llamado, sin haberse dado de ello cuenta, pasar junto a él, al cruzarse con él Eugenia, la saludó —Ninguna, señorito. Todavía es muy pronto. él cantábanle también como ruiseñores recuerdos
lo menos hora y media antes que de costumbre, y aún más con los ojos que con el sombrero. —¿No le preguntó nada al entregársela? alados de la infancia.
una vez que hubo llamado tenía que pedir el desa- Estuvo a punto de volverse para seguirla, pero —Nada. Era, sobre todo, el cielo de recuerdos de su madre
yuno, aunque no era hora. venció el buen juicio y el deseo que tenía de charlar —¿Y hoy? derramando una lumbre derretida y dulce sobre to-
«El amor aviva y anticipa el apetito —siguió di- con la portera. —Hoy, sí. Me preguntó por sus señas de usted, y das sus demás memorias.
ciéndose Augusto—. ¡Hay que vivir para amar! Sí, «Es ella, sí, es ella —siguió diciéndose—, es si le conocía, y quién era. Me dijo que el señorito no De su padre apenas se acordaba; era una sombra
¡y hay que amar para vivir!» ella, es la misma, es la que yo buscaba hace años, se había acordado de poner la dirección de su casa. Y mítica que se le perdía en lo más lejano; era una nube
Se levantó a tomar el desayuno. aun sin saberlo; es la que me buscaba. Estábamos luego me dio un encargo... sangrienta de ocaso. Sangrienta, porque siendo aún
—¿Qué tal tiempo hace, Domingo? destinados uno a otro en armonía preestablecida; —¿Un encargo? ¿Cuál? No vacile. pequeñito lo vio bañado en sangre, de un vómito, y
—Como siempre, señorito. somos dos mónadas complementaria una de otra. —Me dijo que si volvía por acá le dijese que esta- cadavérico. Y repercutía en su corazón, a tan larga
—Vamos, sí, ni bueno ni malo. La familia es la verdadera célula social. Y yo no soy ba comprometida, que tiene novio. distancia, aquel ¡hijo! de su madre, que desgarró la
—¡Eso! más que una molécula. ¡Qué poética es la ciencia, —¿Que tiene novio? casa; aquel ¡hijo! que no se sabía si dirigido al padre
Era la teoría del criado, quien también se las te- Dios mío! ¡Madre, madre mía, aquí tienes a tu hijo; —Ya se lo dije yo, señorito. moribundo o a él, a Augusto, empedernido de in-
nía. aconséjame desde el cielo! ¡Eugenia, mi Eugenia...!» —No importa, ¡lucharemos! comprensión ante el misterio de la muerte.

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Poco después su madre, temblorosa de congoja, apoyando la mano, una mano fina que no parecía Pero ¡cuántas barbaridades han podido hacer los exclamó: «¡Si viviese tu padre...!» Después le hizo
le apechugaba a su seno, y con una letanía de ¡hijo hecha para agarrar, sino para posarse como paloma, hombres, Dios mío!» Estudió matemáticas, y en sentarse sobre sus rodillas, de lo que él, un chicarrón
mío! ¡hijo mío! ¡hijo mío! le bautizaba en lágrimas en el hombro de su marido. esto fue en lo que más sobresalió aquella dulce ma- ya, se sentía avergonzado, y así le tuvo, en silencio,
de fuego. Y él lloró también, apretándose a su ma- Su madre iba y venía sin hacer ruido, como un dre. «Si mi madre llega a dedicarse a las matemáti- mirando al cenicero de su difunto.
dre, y sin atreverse a volver la cara ni apartarla de pajarillo, siempre de negro, con una sonrisa, que cas...» , se decía Augusto. Y recordaba el interés con Y luego vino su carrera, sus amistades universi-
la dulce oscuridad de aquel regazo palpitante, por era el poso de las lágrimas de los primeros días de que seguía el desarrollo de una ecuación de segundo tarias, y la melancolía de la pobre madre al ver que
miedo a encontrarse con los ojos devoradores del viudez, siempre en la boca y en torno de los ojos grado. Estudió Psicología, y esto era lo que más se le su hijo ensayaba las alas. «Yo para ti, yo para ti —so-
coco. escudriñadores. «Tengo que vivir para ti, para ti resistía. «Pero ¡qué ganas de complicar las cosas!», lía decirle—, y tú, ¡quién sabe para qué otra!... Así es
Y así pasaron días de llanto y de negrura, hasta solo —le decía por las noches, antes de acostarse—, solía decir a esto. Estudió física y química e historia el mundo, hijo.» El día en que se recibió de licencia-
que las lágrimas fueron yéndose hacia dentro y la Augusto.» Y este llevaba a sus sueños nocturnos un natural. De la historia natural lo que no le gusta- do en Derecho, su madre, al llegar él a casa, le tomó
casa fue derritiendo los negrores. beso húmedo aún en lágrimas. ba era aquellos motajos raros que se les da en ella a y besó la mano de una manera cómicamente grave, y
Era una casa dulce y tibia. La luz entraba por Como un sueño dulce se les iba la vida. los animales y las plantas. La fisiología le causaba luego, abrazándole, díjole al oído: «¡Tu padre te ben-
entre las blancas flores bordadas en los visillos. Las Por las noches le leía su madre algo, unas veces horror, y renunció a tomar sus lecciones a su hijo. diga, hijo mío!»
butacas abrían, con intimidad de abuelos hechos ni- la vida del Santo, otras una novela de Julio Verne o Sólo con ver aquellas láminas que representaban el Su madre jamás se acostaba hasta que él lo hu-
ños por los años, sus brazos. Allí estaba siempre el algún cuento candoroso y sencillo. Y algunas veces corazón o los pulmones al desnudo presentábasele biese hecho, y le dejaba con un beso en la cama. No
cenicero con la ceniza del último puro que apuró hasta se reía, con una risa silenciosa y dulce que tras- la sanguinosa muerte de su marido. «Todo esto es pudo, pues, nunca trasnochar. Y era su madre lo pri-
su padre. Y allí, en la pared, el retrato de ambos, del cendía a lágrimas lejanas. muy feo, hijo mío —le decía—; no estudies médi- mero que veía al despertarse. Y en la mesa, de lo que
padre y de la madre, la viuda ya, hecho el día mismo Luego entró al Instituto y por las noches era su co. Lo mejor es no saber cómo se tienen las cosas de él no comía, tampoco ella.
en que se casaron. Él, que era alto, sentado, con una madre quien le tomaba las lecciones. Y estudió para dentro.» Salían a menudo juntos de paseo y así iban, en
pierna cruzada sobre la otra, enseñando la lengüeta tomárselas. Estudió todos aquellos nombres raros Cuando Augusto se hizo bachiller le tomó en silencio, bajo el cielo, pensando ella en su difunto
de la bota, y ella, que era bajita, de pie a su lado y de la historia universal, y solía decirle sonriendo: « brazos, le miró al bozo, y rompiendo en lágrimas y él pensando en lo que primero pasaba a sus ojos.

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Y ella le decía siempre las mismas cosas, cosas coti- estuviera aquí ella para hacer florecer en rosa a esta —¿Pero ahora se le ocurre comprar perro, seño- VI
dianas, muy antiguas y siempre nuevas. Muchas de primera espina! rito?
ellas empezaban así: «Cuando te cases...» «Si viviera mi madre encontraría solución a esto —No lo he comprado, Domingo; este perro no «Tengo que tomar alguna determinación —se
Siempre que cruzaba con ellos alguna mucha- —se dijo Augusto—, que no es, después de todo, más es esclavo, sino que es libre; lo he encontrado. decía Augusto paseándose frente a la casa número
cha hermosa, o siquiera linda, su madre miraba a difícil que una ecuación de segundo grado. Y no es, —Vamos, sí, es expósito. 58 de la avenida de la Alameda—; esto no puede
Augusto con el rabillo del ojo. en el fondo, más que una ecuación de segundo gra- —Todos somos expósitos, Domingo. Trae leche. seguir así.»
Y vino la muerte, aquella muerte lenta, grave y do.» Le trajo la leche y una pequeña esponja para fa- En aquel momento se abrió uno de los balcones
dulce, indolorosa, que entró de puntillas y sin ruido, Unos débiles quejidos, como de un pobre ani- cilitar la succión. Luego hizo Augusto que se le tra- del piso segundo, en que vivía Eugenia, y apareció
como un ave peregrina, y se la llevó a vuelo lento, mal, interrumpieron su soliloquio. Escudriñó con jera un biberón para el cachorrillo, para Orfeo, que una señora enjuta y cana con una jaula en la mano.
en una tarde de otoño. Murió con su mano en la los ojos y acabó por descubrir, entre la verdura de un así le bautizó, no se sabe ni sabía él tampoco por qué. Iba a poner el canario al sol. Pero al ir a ponerlo faltó
mano de su hijo, con sus ojos en los ojos de él. Sintió matorral, un pobre cachorrillo de perro que parecía Y Orfeo fue en adelante el confidente de sus solilo- el clavo y la jaula se vino abajo. La señora lanzó un
Augusto que la mano se enfriaba, sintió que los ojos buscar camino en tierra. «¡Pobrecillo! —se dijo—. quios, el que recibió los secretos de su amor a Eugenia. grito de desesperación: «¡Ay, mi Pichín!» Augusto
se inmovilizaban. Soltó la mano después de haber Lo han dejado recién nacido a que muera; les faltó «Mira, Orfeo —le decía silenciosamente—, te- se precipitó a recoger la jaula. El pobre canario revo-
dejado en su frialdad un beso cálido, y cerró los ojos. valor para matarlo.» Y lo recogió. nemos que luchar. ¿Qué me aconsejas que haga? Si lotaba dentro de ella despavorido.
Se arrodilló junto al lecho y pasó sobre él la historia El animalito buscaba el pecho de la madre. te hubiese conocido mi madre... Pero ya verás, ya ve- Subió Augusto a la casa, con el canario agitán-
de aquellos años iguales. Augusto se levantó y volviose a casa pensando: rás cuando duermas en el regazo de Eugenia, bajo dose en la jaula y el corazón en el pecho. La señora le
Y ahora estaba aquí, en la Alameda, bajo el «Cuando lo sepa Eugenia, ¡mal golpe para mi rival! su mano tibia y dulce. Y ahora, ¿qué vamos a hacer, esperaba.
gorjear de los pájaros, pensando en Eugenia. Y ¡Qué cariño le va a tomar al pobre animalito! Y es lin- Orfeo?» —¡Oh, gracias, gracias, caballero!
Eugenia tenía novio. «Lo que temo, hijo mío — do, muy lindo. ¡Pobrecito, cómo me lame la mano...!» Fue melancólico el almuerzo de aquel día, me- —Las gracias a usted, señora.
solía decirle su madre—, es cuando te encuentres —Trae leche, Domingo; pero tráela pronto —le lancólico el paseo, la partida de ajedrez melancólica —¡Pichín mío! ¡Mi Pichincito! ¡Vamos, cálma-
con la primera espina en el camino de tu vida.» ¡Si dijo al criado no bien este le hubo abierto la puerta. y melancólico el sueño de aquella noche. te! ¿Gusta usted pasar, caballero?

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—Con mucho gusto, señora. —Pues no te entiendo más que tú cuando te ha- —Cállate con tu estribillo, hombre —exclamó —¿Anarquismo? —exclamó Augusto.
Y entró Augusto. blo en esperanto —le contestó su marido. la tía—. ¿Y cómo es que pudo usted acudir tan pron- Irradió de gozo el rostro de don Fermín, y aña-
Llevolo la señora a la sala, y diciéndole: «Aguarde —Este señor ha recogido a mi pobre Pichín, que to en socorro de mi Pichín? dió con la más dulce de sus voces:
un poco, que voy a dejar a mi Pichín», le dejó solo. cayó a la calle, y ha tenido la bondad de traérmelo. Y —Seré franco con usted, señora; le abriré mi pe- —Sí, señor mío, yo soy anarquista, anarquista
En este momento entró en la sala un caballero usted —añadió volviéndose a Augusto— ¿quién es? cho. Es que rondaba la casa. místico, pero en teoría, entiéndase bien, en teoría.
anciano, el tío de Eugenia sin duda. Llevaba anteojos —Yo soy, señora, Augusto Pérez, hijo de la difunta —¿Esta casa? No tema usted, amigo —y al decir esto le puso
ahumados y un fez en la cabeza. Acercose a Augusto, viuda de Pérez Rovira, a quien usted acaso conocería. —Sí, señora. Tienen ustedes una sobrina encan- amablemente la mano sobre la rodilla—, no echo
y tomando asiento junto a él le dirigió estas palabras: —¿De doña Soledad? tadora. bombas. Mi anarquismo es puramente espiritual.
—(Aquí una frase en esperanto que quiere decir: —Exacto; de doña Soledad. —Acabáramos, caballero. Ya, ya veo el feliz ac- Porque yo, amigo mío, tengo ideas propias sobre
¿Y usted no cree conmigo que la paz universal llega- —Y mucho que conocí a la buena señora. Fue cidente. Y veo que hay canarios providenciales. casi todas las cosas...
rá pronto merced al esperanto?) una viuda y una madre ejemplar. Le felicito a usted —¿Quién conoce los caminos de la Providencia? —Y usted, ¿no es anarquista también? —pre-
Augusto pensó en la huida, pero el amor a por ello. —dijo don Fermín. guntó Augusto a la tía, por decir algo.
Eugenia le contuvo. El otro prosiguió hablando, en —Y yo me felicito de deber al feliz accidente de —Yo los conozco, hombre, yo —exclamó su se- —¿Yo? Eso es un disparate, eso de que no man-
esperanto también. la caída del canario el conocimiento de ustedes. ñora; y volviéndose a Augusto—: tiene usted abier- de nadie. Si no manda nadie, ¿quién va a obedecer?
Augusto se decidió por fin. —¡Feliz! ¿Llama usted feliz a ese accidente? tas las puertas de esta casa... Pues ¡no faltaba más! ¿No comprende usted que eso es imposible?
—No le entiendo a usted una palabra, caba- —Para mí, sí. Al hijo de doña Soledad... Así como así, va usted a —Hombres de poca fe, que llamáis imposible...
llero. —Gracias, caballero —dijo don Fermín, agre- ayudarme a quitar a esa chiquilla un caprichito que —empezó don Fermín.
—De seguro que le hablaba a usted en esa gando—: Rigen a los hombres y a sus cosas enig- se le ha metido en la cabeza... Y la tía, interrumpiéndole:
maldita jerga que llaman esperanto —dijo la tía, máticas leyes, que el hombre, sin embargo, puede —¿Y la libertad? —insinuó don Fermín. —Pues bien, mi señor don Augusto, pacto ce-
que a este punto entraba. Y añadió dirigiéndose a su vislumbrar. Yo, señor mío, tengo ideas particulares —Cállate tú, hombre, y quédate con tu anar- rrado. Usted me parece un excelente sujeto, bien
marido—: Fermín, este señor es el del canario. sobre casi todas las cosas... quismo. educado, de buena familia, con una renta más que

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regular... Nada, nada, desde hoy es usted mi candi- —Si aprendierais esperanto —empezó don Al salir se le acercó un momento don Fermín y le —Pues que se quede con su riqueza, que si yo
dato. Fermín. dijo al oído: «¡No piense usted en eso!» «¿Y por qué trabajo no es para venderme.
—Tanto honor, señora... —Déjanos de lenguas universales. ¿Conque no no?» , le preguntó Augusto. «Hay presentimientos, —Y ¿quién te ha hablado de venderte, polvorilla?
—Sí; hay que hacer entrar en razón a esta mo- nos entendemos en las nuestras y vas a traer otra? caballero, hay presentimientos...» —Bueno, bueno, tía, dejémonos de bromas.
zuela. Ella no es mala, sabe usted, pero caprichosa... —Pero ¿usted no cree, señora —le preguntó Al despedirse, las últimas palabras de la tía fue- —Tú le verás, chiquilla, tú le verás e irás cam-
Luego, ¡fue criada con tanto mimo!... Cuando sobre- Augusto—, que sería bueno que no hubiese sino ron: «Ya lo sabe, es mi candidato.» biando de ideas.
vino aquella terrible catástrofe de mi pobre hermano... una sola lengua? Cuando Eugenia volvió a casa, las primeras pa- —Lo que es eso...
—¿Catástrofe? —preguntó Augusto. —¡Eso, eso! —exclamó alborozado don Fermín. labras de su tía al verla fueron: —Nadie puede decir de esta agua no beberé.
—Sí, y como la cosa es pública no debo yo ocul- —Sí, señor —dijo con firmeza la tía—; una sola —¿Sabes Eugenia, quién ha estado aquí? Don —¡Son misteriosos los caminos de la Provi-
társela a usted. El padre de Eugenia se suicidó des- lengua: el castellano, y a lo sumo el bable para hablar Augusto Pérez. dencia! —exclamó don Fermín—. Dios...
pués de una operación bursátil desgraciadísima con las criadas que no son racionales. —Augusto Pérez... Augusto Pérez... ¡Ah, sí! Y —Pero, hombre —le arguyó su mujer—, ¿cómo
y dejándola casi en la miseria. Le quedó una casa, La tía de Eugenia era asturiana y tenía una cria- ¿quién le ha traído? se compadece eso de Dios con el anarquismo? Ya te
pero gravada con una hipoteca que se lleva sus ren- da, asturiana también, a la que reñía en bable. —Pichín, mi canario. lo he dicho mil veces. Si no debe mandar nadie, ¿qué
tas todas. Y la pobre chica se ha empeñado en ir aho- —Ahora, si es en teoría —añadió—, no me pare- —Y ¿a qué ha venido? es eso de Dios?
rrando de su trabajo hasta reunir con qué levantar la ce mal que haya una sola lengua. Porque este mi ma- —¡Vaya una pregunta! Tras de ti. —Mi anarquismo, mujer, me lo has oído otras
hipoteca. Figúrese usted, ¡ni aunque se esté dando rido, en teoría, es hasta enemigo del matrimonio... —¿Tras de mí y traído por el canario? Pues no mil veces, es místico, es un anarquismo místico.
lecciones de piano sesenta años! —Señores —dijo Augusto levantándose—, es- lo entiendo. Valiera más que hablases en esperanto, Dios no manda como mandan los hombres. Dios es
Augusto concibió al punto un propósito gene- toy acaso molestando... como tío Fermín. también anarquista, Dios no manda, sino...
roso y heroico. —Usted no molesta nunca, caballero —le res- —Él viene tras de ti y es un mozo joven, no feo, —Obedece, ¿no es eso?
—La chica no es mala —prosiguió la tía—, pondió la tía—, y queda comprometido a volver por apuesto, bien educado, fino, y sobre todo rico, chica, —Tú lo has dicho, mujer, tú lo has dicho. Dios
pero no hay modo de entenderla. esta casa. Ya lo sabe usted, es usted mi candidato. sobre todo rico. mismo te ha iluminado. ¡Ven acá!

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Cogió a su mujer, le miró en la frente, soplole
en ella, sobre unos rizos de blancos cabellos y aña-
dió:
—Te inspiró Él mismo. Sí, Dios obedece... obe-
dece.
—Sí, en teoría, ¿no es eso? Y tú, Eugenita, dé-
jate de bobadas, que se te presenta un gran partido.
—También yo soy anarquista, tía, pero no como
tío Fermín, no mística.
—¡Bueno, se verá! —terminó la tía.

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VII los dos creaciones mutuas, ella de mí y yo de ella? parece se me va a convertir en pasado. Eugenia es ya Y de vez en cuando nos llegan hálitos, vahos y hasta
¿No es acaso todo creación de cada cosa y cada cosa casi un recuerdo para mí. Estos días que pasan... este rumores misteriosos de ese otro mundo, de ese inte-
«¡Ay, Orfeo! —decía ya en su casa Augusto, dán- creación de todo? Y ¿qué es creación?, ¿qué eres tú, día, este eterno día que pasa... deslizándose en nie- rior de nuestro mundo. Las entrañas de la historia
dole la leche a aquel—. ¡Ay, Orfeo! Di el gran paso, el Orfeo?, ¿qué soy yo? bla de aburrimiento. Hoy como ayer, mañana como son una contrahistoria, es un proceso inverso al que
paso decisivo; entré en su hogar, entré en el santuario. »Muchas veces se me ha ocurrido pensar, Orfeo, hoy. Mira, Orfeo, mira la ceniza que dejó mi padre ella sigue. El río subterráneo va del mar a la fuente.
¿Sabes lo que es dar un paso decisivo? Los vientos de que yo no soy, e iba por la calle antojándoseme que en aquel cenicero... »Y ahora me brillan en el cielo de mi soledad los
la fortuna nos empujan y nuestros pasos son deci- los demás no me veían. Y otras veces he fantaseado »Esta es la revelación de la eternidad, Orfeo, de dos ojos de Eugenia. Me brillan con el resplandor de
sivos todos. ¿Nuestros? ¿Son nuestros esos pasos? que no me veían como me veía yo, y que mientras la terrible eternidad. Cuando el hombre se queda a las lágrimas de mi madre. Y me hacen creer que exis-
Caminamos, Orfeo mío, por una selva enmarañada yo me creía ir formalmente, con toda compostura, solas y cierra los ojos al porvenir, al ensueño, se le to, ¡dulce ilusión! Amo, ergo sum! Este amor, Orfeo, es
y bravía, sin senderos. El sendero nos lo hacemos con estaba, sin saberlo, haciendo el payaso, y los demás revela el abismo pavoroso de la eternidad. La eter- como lluvia bienhechora en que se deshace y concreta
los pies según caminamos a la ventura. Hay quien riéndose y burlándose de mí. ¿No te ha ocurrido al- nidad no es porvenir. Cuando morimos nos da la la niebla de la existencia. Gracias al amor siento al
cree seguir una estrella; yo creo seguir una doble es- guna vez a ti esto, Orfeo? Aunque no, porque tú eres muerte media vuelta en nuestra órbita y emprende- alma de bulto, la toco. Empieza a dolerme en su cogo-
trella, melliza. Y esa estrella no es sino la proyección joven todavía y no tienes experiencia de la vida. Y mos la marcha hacia atrás, hacia el pasado, hacia lo llo mismo el alma, gracias al amor, Orfeo. Y el alma
misma del sendero al cielo, la proyección del azar. además eres perro. que fue. Y así, sin término, devanando la madeja de misma, ¿qué es sino amor, sino dolor encarnado?
»¡Un paso decisivo! Y dime, Orfeo, ¿qué nece- »Pero, dime, Orfeo, ¿no se os ocurrirá alguna nuestro destino, deshaciendo todo el infinito que en »Vienen los días y van los días y el amor queda.
sidad hay de que haya ni Dios ni mundo ni nada? vez a los perros creeros hombres, así como ha habido una eternidad nos ha hecho, caminando a la nada, Allá dentro, muy dentro, en las entrañas de las cosas
¿Por qué ha de haber algo? ¿No te parece que esa hombres que se han creído perros? sin llegar nunca a ella, pues que ella nunca fue. se rozan y friegan la corriente de este mundo con la
idea de la necesidad no es sino la forma suprema que »¡Qué vida esta, Orfeo, qué vida, sobre todo des- »Por debajo de esta corriente de nuestra existen- contraria corriente del otro, y de este roce y friega vie-
el azar toma en nuestra mente? de que murió mi madre! Cada hora me llega empu- cia, por dentro de ella, hay otra corriente en sentido ne el más triste y el más dulce de los dolores: el de vivir.
»¿De dónde ha brotado Eugenia? ¿Es ella una jada por las horas que le precedieron; no he conocido contrario; aquí vamos del ayer al mañana, allí se va »Mira, Orfeo, las lizas, mira la urdimbre, mira
creación mía o soy creación suya yo?, ¿o somos el porvenir. Y ahora que empiezo a vislumbrarlo me del mañana al ayer. Se teje y se desteje a un tiempo. cómo la trama ya viene con la lanzadera, mira cómo

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juegan las primideras; pero, dime, ¿dónde está el en- VIII —No tan clara —arguyó don Fermín—. Los —Voy a llamarla —dijo don Fermín haciendo
jullo a que se arrolla la tela de nuestra existencia, caminos de la Providencia son misteriosos siempre... conato de levantarse.
dónde?» Augusto temblaba y sentíase como en un potro Y en cuanto a eso de que para casarse sea preciso —¡No, de ningún modo! —exclamó doña
Como Orfeo no había visto nunca un telar, es de suplicio en su asiento; entrábanle furiosas ganas o siquiera conveniente conocerse antes, discrepo... Ermelinda, y llamó.
muy difícil que entendiera a su amo. Pero mirán- de levantarse de él, pasearse por la sala aquella, dar discrepo... El único conocimiento eficaz es el cono- Y luego a la criada, al presentarse:
dole a los ojos mientras hablaba adivinaba su sentir. manotadas al aire, gritar, hacer locuras de circo, ol- cimiento post nuptias. Ya me has oído, esposa mía, lo —¡Di a la señorita Eugenia que venga!
vidarse de que existía. Ni doña Ermelinda, la tía de que en lenguaje biblico significa conocer. Y, créeme- Se siguió un silencio. Los tres, como en com-
Eugenia, ni don Fermín, su marido, el anarquista lo, no hay más conocimiento sustancial y esencial plicidad, callaban. Y Augusto se decía: «¿Podré re-
teórico y místico, lograban traerle a la realidad. que ese, el conocimiento penetrante... sistirlo?, ¿no me pondré rojo como una amapola o
—Pues sí, yo creo —decía doña Ermelinda—, —Cállate, hombre, cállate, no desbarres. blanco cual un lirio cuando sus ojos llenen el hueco
don Augusto, que esto es lo mejor, que usted se es- —El conocimiento, Ermelinda... de esa puerta?, ¿no estallará mi corazón?»
pere, pues ella no puede ya tardar en venir; la llamo, Sonó el timbre de la puerta. Oyose un ligero rumor, como de paloma que
ustedes se ven y se conocen y este es el primer paso. —¡Ella! —exclamó con misteriosa voz el tío. arranca en vuelo, un ¡ah! breve y seco, y los ojos de
Todas las relaciones de este género tienen que empe- Augusto sintió una oleada de fuego subirle del Eugenia, en un rostro todo frescor de vida y sobre un
zar por conocerse, ¿no es así? suelo hasta perderse, pasando por su cabeza, en lo cuerpo que no parecía pesar sobre el suelo, dieron
—En efecto, señora —dijo, como quien habla alto, encima de él. Y empezó el corazón a martillar- como una nueva y misteriosa luz espiritual a la
desde otro mundo, Augusto—, el primer paso es le el pecho. escena. Y Augusto se sintió tranquilo, enormemente
verse y conocerse... Se oyó abrir la puerta, y ruido de unos pasos tranquilo, clavado a su asiento y como si fuese una
—Y yo creo que así que ella le conozca a usted, rápidos e iguales, rítmicos. Y Augusto, sin saber planta nacida en él, como algo vegetal, olvidado
pues... ¡la cosa es clara! cómo, sintió que la calma volvía a reinar en él. de sí, absorto en la misteriosa luz espiritual que
de aquellos ojos irradiaba. Y sólo al oír que doña

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Ermelinda empezaba a decir a su sobrina: «Aquí —¡Son misteriosos los caminos de la Providen- «Liduvina tiene razón —pensó Augusto—; —Dispense a su señora tía, señorita —suplicó
tienes a nuestro amigo don Augusto Pérez...», volvió cia —sentenció el anarquista. esta, después que se case, y si el marido la puede también Augusto poniéndose a su vez en pie, y lo
en sí y se puso en pie procurando sonreír. —Este caballero, digo —agregó la tía—, que mantener, no vuelve a teclear un piano.» Y luego, mismo hicieron los tíos—; pero no ha sido otra cosa...
—Aquí tienes a nuestro amigo don Augusto por una feliz casualidad ha hecho conocimiento con en voz alta: Y en cuanto a eso de la hipoteca y a su abnegación de
Pérez, que desea conocerte... nosotros y resulta ser el hijo de una señora a quien —Como es voz pública que es usted una exce- usted y amor al trabajo, yo nada he hecho para arran-
—¿El del canario? —preguntó Eugenia. conocí algo y respeté mucho; este caballero, puesto lente profesora... car de su señora tía tan interesantes noticias; yo...
—Sí, el del canario, señorita —contestó Augus- que es amigo ya de casa, ha deseado conocerte, —Procuro cumplir lo mejor posible con mi de- —Sí, usted se ha limitado a traer el canario unos
to acercándose a ella y alargándole la mano. Y pen- Eugenia. ber profesional, y ya que tengo que ganarme la vida... días después de haberme dirigido una carta...
só: «¡Me va a quemar con la suya!» —¡Y admirarla! —añadió Augusto. —Eso de tener que ganarte la vida... —empezó —En efecto, no lo niego.
Pero no fue así. Una mano blanca y fría, blanca —¿Admirarme? —exclamó Eugenia. a decir don Fermín. —Pues bien, caballero, la contestación a esa car-
como la nieve y como la nieve fría, tocó su mano. —¡Sí, como pianista! —Bueno, basta —interrumpió la tía—; ya el se- ta se la daré cuando mejor me plazca y sin que nadie
Y sintió Augusto que se derramaba por su ser todo —¡Ah, vamos! ñor don Augusto está informado de todo... me cohíba a ello. Y ahora vale más que me retire.
como un fluido de serenidad. —Conozco, señorita, su gran amor al arte... —¿De todo? ¿De qué? —preguntó con aspereza —¡Bien, muy bien! —exclamó don Fermín—.
Sentose Eugenia. —¿Al arte? ¿A cuál, al de la música? y con un ligerísimo ademán de ir a levantarse Eugenia. ¡Esto es entereza y libertad! ¡Esta es la mujer del
—Y este caballero —empezó la pianista. —¡Claro está! —Sí, de lo de la hipoteca... porvenir! ¡Mujeres así hay que ganarlas a puño,
«¡Este caballero... este caballero... —pensó Augusto —¡Pues le han engañado a usted, don Augusto! —¿Cómo? —exclamó la sobrina poniéndose en amigo Pérez, a puño!
rapidísimamente— este caballero! ¡Llamarme caba- «¡Don Augusto! ¡Don Augusto! —pensó este, pie—. Pero ¿qué es esto, qué significa todo esto, a —¡Señorita...! —suplicó Augusto acercándose
llero! ¡Esto es de mal agüero!» ¡Don...! ¡De qué mal agüero es este don! ¡casi tan qué viene esta visita? a ella.
—Este caballero, hija mía, que ha hecho por una malo como aquel caballero! » Y luego, en voz alta: —Ya te he dicho, sobrina, que este señor deseaba —Tiene usted razón —dijo Eugenia, y le dio
feliz casualidad... —¿Es que no le gusta la música? conocerte... Y no te alteres así... para despedida la mano, tan blanca y tan fría como
—Sí, la del canario. —Ni pizca, se lo aseguro. —Pero es que hay cosas... antes y como la nieve.

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Al dar la espalda para salir y desaparecer así los —¿Y yo? —arguyó doña Ermelinda. que ganarla a puño, amigo, a puño! Ya irá usted reacción, la autoridad, la edad media, el retroceso!
ojos aquellos, fuentes de misteriosa luz espiritual, —¡Tú, la del pasado! ¡Esta es, digo, la mujer del conociéndola y verá de qué temple es. Esto es toda ¡Guerra a la hache!
sintió Augusto que la ola de fuego le recorría el cuer- porvenir! ¡Claro, no en balde me ha estado oyen- una mujer, don Augusto, y hay que ganarla a puño, a —¿De modo que es usted foneticista también?
po, el corazón le martillaba el pecho y parecía querer do disertar un día y otro sobre la sociedad futura y puño. ¿No quería usted conocerla? —¿También?, ¿por qué también?
estallarle la cabeza. la mujer del porvenir; no en balde le he inculcado —Sí, pero... —Por lo de anarquista y esperantista...
—¿Se siente usted malo? —le preguntó don las emancipadoras doctrinas del anarquismo... sin —Entendido, entendido. ¡A la lucha, pues, —Todo es uno, señor, todo es uno. Anarquismo,
Fermín. bombas! amigo mío! esperantismo, espiritismo, vegetarianismo, foneticis-
—¡Qué chiquilla, Dios mío, qué chiquilla! — —¡Pues yo creo —dijo de mal humor la tía— —Cierto, cierto, y ahora ¡adiós! mo... ¡todo es uno! ¡Guerra a la autoridad!, ¡guerra a
exclamaba doña Ermelinda. que esta chicuela es capaz hasta de tirar bombas! Don Fermín llamó luego aparte a Augusto, para la división de lenguas!, ¡guerra a la vil materia y a la
—¡Admirable!, ¡majestuosa!, ¡heroica! ¡Una —Y aunque así fuera... —insinuó Augusto. decirle: muerte!, ¡guerra a la carne!, ¡guerra a la hache! ¡Adiós!
mujer!, ¡toda una mujer! —decía Augusto. —¡Eso no!, ¡eso no! —dijo el tío. —Se me había olvidado decirle que cuando es- Despidiéronse y Augusto salió a la calle como
—Así creo yo —añadió el tío. —Y ¿qué más da? criba a Eugenia lo haga escribiendo su nombre con aligerado de un gran peso y hasta gozoso. Nunca
—Perdone, señor don Augusto —repetíale la —¡Don Augusto! ¡Don Augusto! jota y no con ge, Eujenia, y del Arco con ka: Eujenia hubiera presupuesto lo que le pasaba por dentro del
tía—, perdone; esta chiquilla es un pequeño erizo; —Yo creo —añadió la tía— que no por esto que Domingo del Arko. espíritu. Aquella manera de habérsele presentado
¡quién lo había de pensar!... acaba de pasar debe usted ceder en sus pretensiones... —Y ¿por qué? Eugenia la primera vez que se vieron de quieto y de
—Pero ¡si estoy encantado, señora, encantado! —¡Claro que no! Así tiene más mérito. —Porque hasta que no llegue el día feliz en que cerca y que se hablaron, lejos de dolerle, encendíale
¡Si esta recia independencia de carácter, a mí, que no —¡A la conquista, pues! Y ya sabe usted que nos el esperanto sea la única lengua, ¡una sola para toda más y le animaba. El mundo le parecía más gran-
le tengo, es lo que más me entusiasma!; ¡si es esta, tiene de su parte y que puede venir a esta su casa la humanidad!, hay que escribir el castellano con de, el aire más puro y más azul el cielo. Era como si
esta, esta y no otra la mujer que yo necesito! cuantas veces guste, y quiéralo o no Eugenia. ortografía fonética. ¡Nada de ces!, ¡guerra a la ce! respirase por vez primera. En lo más íntimo de sus
—¡Sí, señor Pérez, sí —declamó el anarquis- —Pero, mujer, ¡si ella no ha manifestado que le Za, ze, zi, zo, zu con zeta, y ka, ke, ki, ko, ku con oídos cantaba aquella palabra de su madre: ¡cásate!
ta—; esta es la mujer del porvenir! disgusten las venidas acá de don Augusto!... ¡Hay ka. ¡Y fuera las haches! ¡La hache es el absurdo, la Casi todas las mujeres con que cruzaba por la calle

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parecíanle guapas, muchas hermosísimas y ningu- El conocimiento que no es pecado no es tal conoci- IX que esté yo. No es cosa, como comprendes, de que me
na fea. Diríase que para él empezaba a estar el mun- miento, no es racional.» encierre en mi cuarto y me niegue a que me vea, y sin
do iluminado por una nueva luz misteriosa desde Al servirle la comida su fiel Liduvina se le quedó Al día siguiente de esto hablaba Eugenia en el solicitarme va a dedicarse a mártir silencioso.
dos grandes estrellas invisibles que refulgían más mirando. reducido cuchitril de una portería con un joven, —Déjale que se dedique.
allá del azul del cielo, detrás de su aparente bóveda. —¿Qué miras? —preguntó Augusto. mientras la portera había salido discretamente a to- —No, no puedo resistir a los mendigos de nin-
Empezaba a conocer el mundo. Y sin saber cómo se —Me parece que hay mudanza. mar el fresco a la puerta de la casa. guna clase, y menos a esos que piden limosna con los
puso a pensar en la profunda fuente de la confusión —¿De dónde sacas eso? —Es menester que esto se acabe, Mauricio — ojos. ¡Y si vieras qué miradas me echa!
vulgar entre el pecado de la carne y la caída de nues- —El señorito tiene otra cara. decía Eugenia—; así no podemos seguir, y menos —¿Te conmueve?
tros primeros padres por haber probado del fruto —¿Lo crees? después de lo que te digo pasó ayer. —Me encocora. Y, la verdad, ¿por qué no he de
del árbol de la ciencia del bien y del mal. —Naturalmente. ¿Y qué, se arregla lo de la pia- —Pero ¿no dices —dijo el llamado Mauricio— decírtelo?, sí, me conmueve.
Y meditó en la doctrina de don Fermín sobre el nista? que ese pretendiente es un pobre panoli que vive en —¿Y temes?
origen del conocimiento. —¡Liduvina! ¡Liduvina! Babia? —¡Hombre, no seas majadero! No temo nada.
Llegó a casa, y al salir Orfeo a recibirle lo co- —Tiene usted razón, señorito; pero ¡me interesa —Sí, pero tiene dinero y mi tía no me va a dejar Para mí no hay más que tú.
gió en sus brazos, le acarició y le dijo: «Hoy empe- tanto su felicidad! en paz. Y, la verdad, no me gusta hacer feos a nadie, y —¡Ya lo sabía! —dijo lleno de convicción
zamos una nueva vida, Orfeo. ¿No sientes que el —¿Quién sabe qué es eso?... tampoco quiero que me estén dando la jaqueca. Mauricio, y poniendo una mano sobre una rodilla
mundo es más grande, más puro el aire y más azul —Es verdad. —¡Despáchale! de Eugenia la dejó allí.
el cielo? ¡Ah, cuando la veas, Orfeo, cuando la co- Y los dos miraron al suelo, como si el secreto de —¿De dónde?, ¿de casa de mis tíos? ¿Y si ellos —Es preciso que te decidas, Mauricio.
nozcas...! ¡Entonces sentirás la congoja de no ser la felicidad estuviese debajo de él. no quieren? —Pero ¿a qué, rica mía, a qué?
más que perro como yo siento la de no ser más que —No le hagas caso. —¿A qué ha de ser, hombre, a qué ha de ser? ¡A
hombre! Y dime, Orfeo, ¿cómo podéis conocer, si —Ni le hago ni pienso hacerle, pero se me antoja que nos casemos de una vez!
no pecáis, si vuestro conocimiento no es pecado? que el pobrete va a dar en la flor de venir de visita ahora —Y ¿de qué vamos a vivir?

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—De mi trabajo hasta que tú lo encuentres. —¡Mauricio! —Sí, sí, sé bien lo que me digo. Y ahora, te lo —En otro caso, ¿qué?
—¿De tu trabajo? Y luego le besó en los ojos. repito, no quiero ver los ojos suplicantes del señorito —¡Nada! ¡Hay que acabar con esto!
—¡Sí, de la odiosa música! —¡Esto no puede seguir así, Mauricio! don Augusto como los de un perro hambriento... Y sin dejarle replicar se salió del cuchitril de la
—¿De tu trabajo? ¡Eso sí que no!; ¡nunca!, ¡nun- —¿Cómo? Pero ¿hay mejor que esto?, ¿crees que —¡Qué cosas se te ocurren, chiquilla! portería. Al cruzar con la portera le dijo:
ca!, ¡nunca!; ¡todo menos vivir yo de tu trabajo! Lo lo pasaremos nunca mejor? —Y ahora —añadió levantándose y apartándo- —Ahí queda su sobrino, señora Marta, y dígale
buscaré, seguiré buscándolo, y en tanto, esperaremos... —Te digo, Mauricio, que esto no puede seguir le con la mano suya—, quietecito y a tomar el fresco, que se resuelva de una vez.
—Esperaremos... esperaremos... ¡y así se nos así. Tienes que buscar trabajo. Odio la música. ¡que buena falta te hace! Y salió Eugenia con la cabeza alta a la calle, don-
irán los años! —exclamó Eugenia taconeando en Sentía la pobre oscuramente, sin darse de ello —¡Eugenia! ¡Eugenia! —le suspiró con voz de en aquel momento un organillo de manubrio
el suelo con el pie sobre que estaba la rodilla en que clara cuenta, que la música es preparación eterna, seca, casi febril, al oído—, si tú quisieras... encentaba una rabiosa polca. «¡Horror!, ¡horror!,
Mauricio dejó descansar su mano. preparación a un advenimiento que nunca llega, —El que tiene que aprender a querer eres tú, ¡horror!» , se dijo la muchacha, y más que se fue
Y él, al sentir así sacudida su mano, la separó de eterna iniciación que no acaba cosa. Estaba harta de Mauricio. Conque... ¡a ser hombre! Busca trabajo, huyó calle abajo.
donde la posaba, pero fue para echar el brazo sobre música. decídete pronto; si no, trabajaré yo; pero decídete
el cuello y hacer juguetear entre sus dedos uno de los —Buscaré trabajo, Eugenia, lo buscaré. pronto. En otro caso...
pendientes de su novia. Eugenia le dejaba hacer. —Siempre dices lo mismo y siempre estamos lo
—Mira, Eugenia, para divertirte le puedes po- mismo.
ner, si quieres, buena cara a ese panoli. —Es que crees...
—¡Mauricio! —Es que sé que en el fondo no eres más que un
—¡Tienes razón, no te enfades, rica mía! —y haragán y que va a ser preciso que sea yo la que bus-
contrayendo el brazo atrajo a la cabeza la de Eugenia, que trabajo para ti. Claro, ¡como a los hombres os
buscó con sus labios los de ella y los juntó, cerrando cuesta menos esperar...!
los ojos, en un beso húmedo, silencioso y largo. —Eso creerás tú...

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X se me antoja que no es ya pretendiente ni solicitante;
que no pretende ni solicita porque ha obtenido.
Como Augusto necesitaba confidencia se dirigió Claro que no más que el amor de la dulce Eugenia.
al Casino, a ver a Víctor, su amigote, al día siguiente ¿No más...?»
de aquella su visita a casa de Eugenia y a la misma Un cuerpo de mujer irradiante de frescura, de
hora en que esta espoleaba la pachorra amorosa de su salud y de alegría, que pasó a su vera, le interrumpió
novio en la portería. el soliloquio y le arrastró tras de sí. Púsose a seguir,
Sentíase otro Augusto y como si aquella visita casi maquinalmente, al cuerpo aquel, mientras pro-
y la revelación en ella de la mujer fuerte —fluía de seguía soliloquizando:
sus ojos fortaleza— le hubiera arado las entrañas del «¡Y qué hermosa es! Esta y aquella, una y otra.
alma, alumbrando en ellas un manantial hasta en- Y el otro acaso en vez de pretender y solicitar es pre-
tonces oculto. Pisaba con más fuerza, respiraba con tendido y solicitado; tal vez no le corresponde como
más libertad. ella se merece... Pero ¡qué alegría es esta chiquilla!,
«Ya tengo un objetivo, una finalidad en esta ¡y con qué gracia saluda a aquel que va por allá! ¿De
vida —se decía—, y es conquistar a esta muchacha dónde habrá sacado esos ojos? ¡Son casi como los
o que ella me conquiste. Y es lo mismo. En amor otros, como los de Eugenia! ¡Qué dulzura debe de
lo mismo da vencer que ser vencido. Aunque ¡no... ser olvidarse de la vida y de la muerte entre sus bra-
no! Aquí ser vencido es que me deje por el otro. Por zos!, ¡dejarse brezar en ellos como en olas de carne!
el otro, sí, porque aquí hay otro, no me cabe duda. ¡El otro...! Pero el otro no es el novio de Eugenia, no
¿Otro?, ¿otro qué? ¿Es que acaso yo soy uno? Yo soy es aquel a quien ella quiere; el otro soy yo. ¡Sí, yo soy
un pretendiente, un solicitante, pero el otro... el otro el otro; yo soy otro!»

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Al llegar a esta conclusión de que él era otro, la una, como ella, como la única, ¡ninguna!, ¡ningu- «Si ella se empeña en preferir al otro, es decir, —Pero, hombre, ¿vas despierto o dormido?
moza a que seguía entró en una casa. Augusto se na! Todas estas no son sino remedos de ella, de la al uno, soy capaz de una resolución heroica, de algo —Hola, Víctor.
quedó parado, mirando a la casa. Y entonces se dio una, de la única, ¡de mi dulce Eugenia! ¿Mía? Sí; yo que ha de espantar por lo magnánimo. Ante todo, —Te esperaba en el Casino, pero como no ve-
cuenta de que la había venido siguiendo. Recapacitó por el pensamiento, por el deseo la hago mía. Él, el quiérame o no me quiera, ¡eso de la hipoteca no pue- nías...
que había salido para ir al Casino y emprendió el otro, es decir, el uno, podrá llegar a poseerla mate- de quedar así! » —Allá iba...
camino de este. Y proseguía: rialmente; pero la misteriosa luz espiritual de aque- Arrancole del soliloquio un estallido de goce que —¿Allá?, ¿y en esa dirección? ¿Estás loco?
«Pero ¡cuántas mujeres hermosas hay en este llos ojos es mía, ¡mía, mía! Y ¿no reflejan también parecía brotar de la serenidad del cielo. Un par de —Sí, tienes razón; pero mira, voy a decirte la
mundo, Dios mío! Casi todas. ¡Gracias, Señor, gra- una misteriosa luz espiritual estos cabellos de oro? muchachas reían junto a él, y era su risa como el gor- verdad. Creo que te hablé de Eugenia...
cias; gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam! ¡Tu ¿Hay una sola Eugenia, o son dos, una la mía y otra jeo de dos pájaros en una enramada de flores. Clavó —¿De la pianista? Sí.
gloria es la hermosura de la mujer, Señor! Pero ¡qué la de su novio? Pues si es así, si hay dos, que se quede un momento sus ojos sedientos de hermosura en —Pues bien; estoy locamente enamorado de
cabellera, Dios mío, qué cabellera! » él con la suya, y con la mía me quedaré yo. Cuando aquella pareja de mozas, y apareciéronsele como un ella, como un...
Era, en efecto, una gloriosa cabellera la de aque- la tristeza me visite, sobre todo de noche; cuando solo cuerpo geminado. Iban cogidas de bracete. Y a él —Sí, como un enamorado. Sigue.
lla criada de servicio, que con su cesta al brazo cru- me entren ganas de llorar sin saber por qué, ¡oh, qué le entraron furiosas ganas de detenerlas, coger a cada —Loco, chico, loco. Ayer la vi en su casa, con
zaba en aquel momento con él. Y se volvió tras ella. dulce habrá de ser cubrir mi cara, mi boca, mis ojos, una de un brazo e irse así, en medio de ellas, mirando pretexto de visitar a sus tíos; la vi...
La luz parecía anidar en el oro de aquellos cabellos, con estos cabellos de oro y respirar el aire que a tra- al cielo, adonde el viento de la vida los llevara. —Y te miró, ¿no es eso?, ¿y creíste en Dios?
y como si estos pugnaran por soltarse de su trenzado vés de ellos se filtre y se perfume! Pero...» «Pero ¡cuánta mujer hermosa hay desde que —No, no es que me miró, es que me envolvió en
y esparcirse al aire fresco y claro. Y bajo la cabellera Sintiose de pronto detenido. La de la cesta se ha- conocí a Eugenia! —se decía, siguiendo en tanto su mirada; y no es que creí en Dios, sino que me creí
un rostro todo él sonrisa. bía parado a hablar con otra compañera. Vaciló un a aquella riente pareja— ¡esto se ha convertido en un dios.
«Soy otro, soy el otro —prosiguió Augusto momento Augusto, y diciéndose: «¡Bah, hay tantas un paraíso!; ¡qué ojos!, ¡qué cabellera!, ¡qué risa! La —Fuerte te entró, chico...
mientras seguía a la de la cesta—; pero ¿es que no mujeres hermosas desde que conocí a Eugenia...!», una es rubia y morena la otra; pero ¿cuál es la rubia?, —¡Y eso que la moza estuvo brava! Pero no sé lo
hay otras? ¡Sí, hay otras para el otro! Pero como la echó a andar, volviéndose camino del Casino. ¿cuál la morena? ¡Se me confunden una en otra! ...» que desde entonces me pasa: casi todas las mujeres

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que veo me parecen hermosuras, y desde que he sa- —Pues sí, yo creí que sería todo lo contrario; que —Eso lo creerás tú... —exclamó Augusto un que lo está? ¿Es que estoy yo o no estoy enamorado
lido de casa, no hace aún media hora seguramente, cuando uno se enamora de veras es que concentra su poco picado y de mal humor, pues aquello de que de Eugenia?, ¿es que cuando la veo no me late el co-
me he enamorado ya de tres, digo, no, de cuatro: de amor, antes desparramado entre todas, en una sola, su enamoramiento no era sino de cabeza le había razón en el pecho y se me enciende la sangre?, ¿es
una, primero, que era todo ojos, de otra después con y que todas las demás han de parecerle como si nada llegado, doliéndole, al fondo del alma. que yo no soy como los demás hombres? ¡Tengo que
una gloria de pelo, y hace poco de una pareja, una fuesen ni valiesen... Pero ¡mira!, ¡mira ese golpe de —Y si me apuras mucho te digo que tú mismo demostrarles, Orfeo, que soy tanto como ellos!»
rubia y otra morena, que reían como los ángeles. Y sol en la negrura de su pelo! no eres sino una pura idea, un ente de ficción... Y a la hora de cenar, encarándose con Liduvina
las he seguido a las cuatro. ¿Qué es esto? —No; verás, verás si logro explicártelo. Tú esta- —¿Es que no me crees capaz de enamorarme de le preguntó:
—Pues eso es, querido Augusto, que tu repuesto bas enamorado, sin saberlo por supuesto, de la mu- veras, como los demás...? —Di, Liduvina, ¿en qué se conoce que un hom-
de amor dormía inerte en el fondo de tu alma, sin jer, del abstracto, no de esta ni de aquella; al ver a —De veras estás enamorado, ya lo creo, pero de bre está de veras enamorado?
tener donde meterse; llegó Eugenia, la pianista, te Eugenia, ese abstracto se concretó y la mujer se hizo cabeza sólo. Crees que estás enamorado... —Pero ¡qué cosas se le ocurren a usted, señorito...!
sacudió y remejió con sus ojos esa charca en que tu una mujer y te enamoraste de ella, y ahora vas de ella, —Y ¿qué es estar uno enamorado sino creer que —Vamos, di, ¿en qué se conoce?
amor dormía: se despertó este, brotó de ella, y como sin dejarla, a casi todas las mujeres, y te enamoras de lo está? —Pues se conoce... se conoce en que hace y dice
es tan grande se extiende a todas partes. Cuando la colectividad, del género. Has pasado, pues, de lo —¡Ay, ay, ay, chico, eso es más complicado de lo muchas tonterías. Cuando un hombre se enamora
uno como tú se enamora de veras de una mujer se abstracto a lo concreto y de lo concreto a lo genérico, que te figuras!... de veras, se chala, vamos al decir, por una mujer, ya
enamora a la vez de todas las demás. de la mujer a una mujer y de una mujer a las mujeres. —¿En qué se conoce, dime, que uno está ena- no es un hombre...
—Pues yo creí que sería todo lo contrario... Pero, —¡Vaya una metafísica! morado y no solamente que cree estarlo? —Pues ¿qué es?
entre paréntesis, ¡mira qué morena!, ¡es la noche lu- —Y ¿qué es el amor sino metafísica? —Mira, más vale que dejemos esto y hablemos —Es... es... es... una cosa, un animalito... Una
minosa! ¡Bien dicen que lo negro es lo que más ab- —¡Hombre! de otras cosas. hace de él lo que quiere.
sorbe la luz! ¿No ves qué luz oculta se siente bajo su —Sobre todo en ti. Porque todo tu enamora- Cuando luego volvió Augusto a su casa tomó en —Entonces, cuando una mujer se enamora de
pelo, bajo el azabache de sus ojos? Vamos a seguirla... miento no es sino cerebral, o como suele decirse, de brazos a Orfeo y le dijo: «Vamos a ver, Orfeo mío, veras de un hombre, se chala, como dices, ¿hace de
—Como quieras... cabeza. ¿en qué se diferencia estar uno enamorado de creer ella el hombre lo que quiere?

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—El caso no es enteramente igual... XI —No, no es nada; qué sé yo... —¡Oh, Eugenia, Eugenia!
—¿Cómo, cómo? —¿Quiere algo?, ¿necesita algo? —Bueno, las cosas más fríamente. Nunca me
—Eso es muy difícil de explicar, señorito. Pero Cuando llamó aquel otro día Augusto a casa de —Un vaso de agua. pude imaginar que le daría tan fuerte, porque me dio
¿está usted de veras enamorado? don Fermín y doña Ermelinda, la criada le pasó a la Eugenia, como quien ve un agarradero, salió usted miedo cuando entré aquí; parecía un muerto.
—Es lo que trato de averiguar. Pero tonterías, de salita diciéndole: «Ahora aviso». Quedose un mo- de la estancia para ir ella misma a buscar el vaso —Y más muerto que vivo estaba, créamelo.
las gordas, no he dicho ni hecho todavía ninguna... mento solo y como si estuviese en el vacío. Sentía de agua, que se lo trajo al punto. El agua temblo- —Va a ser menester que nos expliquemos.
me parece... una profunda opresión en el pecho. Ceñíale una teaba en el vaso; pero más tembló este en manos de —¡Eugenia! —exclamó el pobre, y extendió
Liduvina se calló, y Augusto se dijo: «¿Estaré de angustiosa sensación de solemnidad. Sentose para Augusto, que se lo bebió de un trago, atropellada- una mano que recogió al punto.
veras enamorado?» levantar al punto y se entretuvo en mirar los cuadros mente, vertiéndosele agua por la barba, y sin quitar —Todavía me parece que no está usted en dis-
que colgaban de las paredes, un retrato de Eugenia en tanto sus ojos de los ojos de Eugenia. posición de que hablemos tranquilamente, como
entre ellos. Entráronle ganas de echar a correr, de —Si quiere usted —dijo ella—, mandaré que buenos amigos. ¡A ver! —y le cogió la mano para
escaparse. De pronto, al oír unos pasos menudos, le hagan una taza de té, o de manzanilla, o de tila... tomarle el pulso.
sintió un puñal de hielo atravesarle el pecho y como ¿Qué, se ha pasado? Y este empezó a latir febril en el pobre Augusto;
una bruma invadirle la cabeza. Abriose la puerta de —No, no, no fue nada; gracias, Eugenia, gracias se puso rojo, ardíale la frente. Los ojos de Eugenia
la sala y apareció Eugenia. El pobre se apoyó en el —y se enjugaba el agua de la barba. se le borraron de la vista y no vio ya nada sino una
respaldo de una butaca. Ella, al verle lívido, palide- —Bueno, pues ahora siéntese usted —y cuando niebla, una niebla roja. Un momento creyó perder el
ció un momento y se quedó suspensa en medio de la estuvieron sentados prosiguió ella—: Le esperaba sentido.
sala, y luego, acercándose a él, le dijo con voz seca y cualquier día y di orden a la criada de que aunque —¡Ten compasión, Eugenia, ten compasión de
baja: no estuviesen mis tíos, como sucede algunas tardes, mí!
—¿Qué le pasa a usted, don Augusto, se pone le hiciese a usted pasar y me avisara. Así como así, —¡Cálmese usted, don Augusto, cálmese!
malo? deseaba que hablásemos a solas. —Don Augusto... don Augusto... don... don...

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—Sí, mi bueno de don Augusto, cálmese usted —No, no me lo ha dicho nadie, pero lo sé. —No, no; lo digo porque mi amigo mejor me ha —Vino don Augusto a visitaros, salí yo misma
y hablemos tranquilamente. —Entonces... dicho que hay muchos que creen estar enamorados a abrirle, quería irse, pero le dije que pasara, que no
—Pero, permítame... —y le cogió entre sus ma- —Pero es, Eugenia, que yo no pretendo nada, sin estarlo... tardaríais en venir, ¡y aquí está!
nos la diestra aquella blanca y fría como la nieve, de que no busco nada, que nada pido; es, Eugenia, que —Lo ha dicho por usted, ¿no es eso? —¡Vendrán tiempos —exclamó don Fermín—
ahusados dedos, hecha para acariciar las teclas del yo me contento con que se me deje venir de cuando —Sí, por mí lo ha dicho, ¿pues? en que se disiparán los convencionalismos sociales
piano, para arrancarles dulces arpegios. en cuando a bañar mi espíritu en la mirada de esos —Porque en el caso de usted acaso sea verdad eso... todos! Estoy convencido de que las cercas y tapias
—Como usted quiera, don Augusto. ojos, a embriagarme en el vaho de su respiración... —Pero ¿es que cree usted, es que crees, Eugenia, de las propiedades privadas no son más que un in-
Este se la llevó a los labios y la cubrió de besos —Bueno, don Augusto, esas son cosas que se que no estoy de veras enamorado de ti? centivo para los que llamamos ladrones, cuando
que apenas entibiaron la frialdad blanca. leen en los libros; dejemos eso. Yo no me opongo a —No alce usted tanto la voz, don Augusto, que los ladrones son los otros, los propietarios. No hay
—Cuando usted acabe, don Augusto, empeza- que usted venga cuantas veces se le antoje, a que me puede oírle la criada... propiedad más segura que la que está sin cercas ni
remos a hablar. vea y me revea, a que hable conmigo y hasta... ya lo —¡Sí, sí —continuó exaltándose—, hay quien tapias, al alcance de todo el mundo. El hombre nace
—Pero mira, Eugenia, ven... ha visto usted, hasta a que me bese la mano, pero yo me cree incapaz de enamorarme de veras...! bueno, es naturalmente bueno; la sociedad le malea
—No, no, no, ¡formalidad! —y desprendiendo tengo un novio, del cual estoy enamorada y con el —Dispense un momento —le interrumpió y pervierte...
su mano de las de él prosiguió—: Yo no sé qué cual pienso casarme. Eugenia, y se salió dejándole solo. —¡Cállate, hombre —exclamó doña Ermelin-
género de esperanzas le habrán hecho concebir mis —Pero ¿de veras está usted enamorada de él? Volvió al poco rato y con la mayor tranquilidad da—, que no me dejas oír cantar al canario! ¿No
tíos, o más bien mi tía, pero el caso es que me parece —¡Vaya una pregunta! le dijo: le oye usted, don Augusto?, ¡es un encanto oírle! Y
que usted está engañado. —Y ¿en qué conoce usted que está de él enamo- —Y bien, don Augusto, ¿se ha calmado ya? cuando esta se ponía a aprender sus lecciones de pia-
—¿Cómo engañado? rada? —¡Eugenia, Eugenia! no había que oírle a un canario que entonces tuve:
—Sí, han debido decirle que tengo novio. —Pero ¿es que se ha vuelto usted loco, don En este momento se oyó llamar a la puerta y se excitaba, y cuanto más esta daba a las teclas, más
—Lo sé. Augusto? Eugenia dijo: —¡Mis tíos!—. A los pocos momen- él a cantar y más cantar. Como que se murió de eso,
—¿Se lo han dicho ellos? tos entraban estos en la sala. reventado...

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—¡Hasta los animales domésticos se conta- —¡Mal, muy mal! Me ha dicho que tiene novio —¡Bravo! —exclamó el tío— ¡bravo!, ¡bravo! —¿No me dijo usted una vez, señora, que la casa
gian de nuestros vicios! —agregó el tío—¡Hasta a y que se ha de casar con él. ¡He aquí un héroe!, ¡he aquí un anarquista... místico! que a Eugenia dejó su desgraciado padre...
los animales que con nosotros conviven les hemos —¿No te lo decía yo, Ermelinda, no te lo decía? —¿Anarquista? —dijo Augusto. —Sí, mi pobre hermano.
arrancado del santo estado de naturaleza! ¡Oh, hu- —Pues ¡no, no y no!, no puede ser. Eso del novio —Anarquista, sí. Porque mi anarquismo con- —... está gravada con una hipoteca que se lleva
manidad, humanidad! es una locura, don Augusto, ¡una locura! siste en eso, en eso precisamente, en que cada cual sus rentas todas?
—Y ¿ha tenido usted que esperar mucho, don —Pero, señora, ¿y si está enamorada de él...? se sacrifique por los demás, en que uno sea feliz ha- —Sí, señor.
Augusto? —preguntó la tía. —Eso digo yo —exclamó el tío—, eso digo yo. ciendo felices a los otros, en que... —Pues bien; ¡yo sé lo que he de hacer! —y se
—Oh, no, señora, no, nada, nada, un momento, ¡La libertad, la santa libertad, la libertad de elec- —¡Pues bueno te pones, Fermín, cuando un día dirigió a la puerta.
un relámpago... por lo menos así me lo pareció... ción! cualquiera no se te sirve la sopa sino diez minutos —Pero, don Augusto...
—¡Ah, vamos! —Pues ¡no, no y no! ¿Acaso sabe esa chiquilla lo después de las doce! —Augusto se siente capaz de las más heroicas
—Sí, tía, muy poco tiempo, pero lo bastante que se hace...? ¡Despreciarle a usted, don Augusto, a —Bueno, es que ya sabes, Ermelinda, que mi determinaciones, de los más grandes sacrificios. Y
para que se haya repuesto de una ligera indisposi- usted! ¡Eso no puede ser! anarquismo es teórico... me esfuerzo por llegar a la ahora se sabrá si está enamorado nada más que de
ción que trajo de la calle... —Pero, señora, reflexione, fíjese... no se puede, perfección, pero... cabeza o lo está también de corazón, si es que cree
—¿Cómo? no se debe violentar así la voluntad de una joven —¡Y la felicidad también es teórica! —excla- estar enamorado sin estarlo. Eugenia, señores, me
—Oh, no fue nada, señora, nada... como Eugenia... Se trata de su felicidad, y no debe- mó Augusto, compungido y como quien habla con- ha despertado a la vida, a la verdadera vida, y, sea ella
—Ahora yo les dejo, tengo que hacer —dijo mos todos preocuparnos sino de ella, y hasta sacrifi- sigo mismo, y luego—: He decidido sacrificarme de quien fuere, yo le debo gratitud eterna. Y ahora,
Eugenia, y dando la mano a Augusto se fue. carnos para que la consiga... a la felicidad de Eugenia y he pensado en un acto ¡adiós!
—Y ¿qué, cómo va eso? —le preguntó a Augusto —¿Usted, don Augusto, usted? heroico. Y se salió solemnemente. Y no bien hubo salido
la tía así que Eugenia hubo salido. —¡Yo, sí, yo, señora! ¡Estoy dispuesto a sacri- —¿Cuál? gritó doña Ermelinda: ¡Chiquilla!
—Y ¿qué es eso? ficarme por la felicidad de Eugenia, de su sobrina,
—¡La conquista, naturalmente! porque mi felicidad consiste en que ella sea feliz!

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XII —Nunca te he visto ponerte así de colorada. Y como has entrado en esta casa y te he mirado y no te malo? ¿Qué es ser malo? No, no, no esa mujer es,
además me pareces otra. había visto. Es, Rosario, como si no hubiese vivido, lo como tú, un ángel; pero esa mujer no me quiere...
—Señorito —entró un día después a decir a —El que me parece que es otro es usted... mismo que si no hubiese vivido... Estaba tonto, ton- no me quiere... no me quiere... —y al decirlo se le
Augusto Liduvina—, ahí está la del planchado. —Puede ser... puede ser… Pero ven, acércate. to... Pero ¿qué te pasa, chiquilla, qué es lo que te pasa? quebró la voz y se le empañaron en lágrimas los ojos.
—¿La del planchado? ¡Ah, sí, que pase! —¡Vamos, déjese de bromas y despachemos! Rosario, que se había tenido que sentar en una —¡Pobre don Augusto!
Entró la muchacha llevando el cesto del plan- —¿Bromas? Pero ¿tú crees que es broma? —le silla, ocultó la cara en las manos y rompió a llorar. —¡Sí, tú lo has dicho, Rosario, tú lo has dicho!,
chado de Augusto. Quedáronse mirándose, y ella, la dijo con voz más seria—. Acércate, así, que te vea Augusto se levantó, cerró la puerta, volvió a la mo- ¡pobre don Augusto! Pero mira, Rosario, quita el don
pobre, sintió que se le encendía el rostro, pues nunca bien. cita, y poniéndole una mano sobre el hombro le dijo y di: ¡pobre Augusto! Vamos, di: ¡pobre Augusto!
cosa igual le ocurrió en aquella casa en tantas veces —Pero ¿es que no me ha visto otras veces? con su voz más húmeda y más caliente, muy bajo: —Pero, señorito...
como allí entró. Parecía antes como si el señorito —Sí, pero hasta ahora no me había dado cuenta —Pero ¿qué te pasa, chiquilla, qué es eso? —Vamos, dilo: ¡pobre Augusto!
ni la hubiese visto siquiera, lo que a ella, que creía de que fueses tan guapa como eres... —Que con esas cosas me hace usted llorar, don —Si usted se empeña... ¡pobre Augusto!
conocerse, habíala tenido inquieta y hasta mohína. —Vamos, vamos, señorito, no se burle... —y le Augusto... Augusto se sentó.
¡No fijarse en ella! ¡No mirarla como la miraban ardía la cara. —¡Ángel de Dios! —¡Ven acá! —la dijo.
otros hombres! ¡No devorarla con los ojos, o más —Y ahora, con esos colores, talmente el sol... —No diga usted esas cosas, don Augusto. Levantose ella cual movida por un resorte, como
bien lamerle con ellos los de ella y la boca y la cara —Vamos... —¡Cómo que no las diga! Sí, he vivido ciego, tonto, una hipnótica sugestionada, con la respiración an-
toda! —Ven acá, ven. Tú dirás que el señorito Augusto como si no viviera, hasta que llegó una mujer, ¿sabes?, helante. Cogiola él, la sentó sobre sus rodillas, la
—¿Qué te pasa, Rosario, porque creo que te lla- se ha vuelto loco, ¿no es así? Pues no, no es eso, ¡no! otra, y me abrió los ojos y he visto el mundo, y sobre apretó fuertemente a su pecho, y teniendo su mejilla
mas así, no? Es que lo ha estado hasta ahora, o mejor dicho, es que todo he aprendido a veros a vosotras, a las mujeres... apretada contra la mejilla de la muchacha, que echa-
—Sí, así me llamo. he estado hasta ahora tonto, tonto del todo, perdido —Y esa mujer... sería alguna mala mujer... ba fuego, estalló diciendo:
—Y ¿qué te pasa? en una niebla, ciego... No hace sino muy poco tiempo —¿Mala?, ¿mala dices? ¿Sabes lo que dices, —¡Ay, Rosario, Rosario, yo no sé lo que me pasa,
—¿Por qué, señorito Augusto? que se me han abierto los ojos. Ya ves, tantas veces Rosario, sabes lo que dices? ¿Sabes lo que es ser yo no sé lo que es de mí! Esa mujer que tú dices que

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es mala, sin conocerla, me ha vuelto ciego al darme juntos durmiendo cada cual su sueño, ¡no!, sino —Bueno, señorito, ¿hacemos la cuenta? —Pero ¿de quién?, ¿de Rosario?
la vista. Yo no vivía, y ahora vivo; pero ahora que dormir juntos, ¡dormir juntos el mismo sueño! ¿Y si —Sí, tienes razón. Pero volverás, eh, volverás. —¿De Rosario...? ¡Quiá! ¡De la otra!
vivo es cuando siento lo que es morir. Tengo que durmiéramos tú y yo, Rosario, el mismo sueño? —Sí, volveré. —Y ¿de dónde sacas eso, Liduvina?
defenderme de esa mujer, tengo que defenderme de —Y esa mujer... —empezó la pobre chica, tem- —¿Y me perdonas todo?, ¿me lo perdonas? —¡Bah! Usted ha estado diciendo y haciendo a
su mirada. ¿Me ayudarás tú, Rosario, me ayudarás a blando entre los brazos de Augusto y con lágrimas —¿Perdonarle... qué? esta lo que no pudo decir ni hacer a la otra.
que de ella me defienda? en la voz. —Esto, esto... Ha sido una locura. ¿Me lo per- —Pero ¿tú te crees...?
Un ¡sí! tenuísimo, con susurro que parecía venir —Esa mujer, Rosario, no me quiere... no me donas? —No, no, si ya me supongo que no ha pasado a
de otro mundo, rozó el oído de Augusto. quiere... no me quiere... Pero ella me ha enseñado —Yo no tengo nada que perdonarle, señorito. Y mayores; pero...
—Yo ya no sé lo que me pasa, Rosario, ni lo que que hay otras mujeres, por ella he sabido que hay lo que debe hacer es no pensar en esa mujer. —¡Liduvina, Liduvina!
digo, ni lo que hago, ni lo que pienso; yo ya no sé si otras mujeres... y alguna podrá quererme... ¿Me que- —Y tú, ¿pensarás en mí? —Como usted quiera, señorito.
estoy o no enamorado de esa mujer, de esa mujer a la rrás tú, Rosario, dime, me querrás tú? —y la apreta- —Vaya, que tengo que irme. El pobre fue a acostarse ardiéndole la cabeza. Y
que llamas mala... ba como loco contra su pecho. Arreglaron la cuenta y Rosario se fue. Y apenas al echarse en la cama, a cuyos pies dormía Orfeo, se
—Es que yo, don Augusto... —Creo que sí... que le querré... se había ido entró Liduvina: decía: «¡Ay, Orfeo, Orfeo, esto de dormir solo, solo,
—Augusto, Augusto... —¡Que te querré, Rosario, que te querré! —¿No me preguntaba usted el otro día, señori- solo, de dormir un solo sueño! El sueño de uno solo
—Es que yo, Augusto... —Que te querré... to, en qué se conoce si un hombre está o no enamo- es la ilusión, la apariencia; el sueño de dos es ya la
—Bueno, cállate, basta —y cerraba él los ojos—, —¡Así, así, Rosario, así! ¡Eh! rado? verdad, la realidad. ¿Qué es el mundo real sino el
no digas nada, déjame hablar solo, conmigo mismo. En aquel momento se abrió la puerta, apareció —En efecto. sueño que soñamos todos, el sueño común?»
Así he vivido desde que se murió mi madre, conmigo Liduvina, y exclamando: ¡ah!, volvió a cerrarla. —Y le dije en que hace o dice tonterías. Pues bien, Y cayó en el sueño.
mismo, nada más que conmigo; es decir, dormido. Augusto se turbó mucho más que Rosario, la cual, ahora puedo asegurarle que usted está enamorado.
Y no he sabido lo que es dormir juntamente, dor- poniéndose rápidamente en pie, se atusó el pelo, se
mir dos un mismo sueño. ¡Dormir juntos! No estar sacudió el cuerpo y con voz entrecortada dijo:

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XIII —Con el derecho, señorita, que tiene todo ciu-
dadano a comprar lo que bien le parezca y su posee-
Pocos días después de esto entró una mañana dor quiera venderlo.
Liduvina en el cuarto de Augusto diciéndole que —No quiero decir eso, sino ¿para qué la ha
una señorita preguntaba por él. comprado usted?
—¿Una señorita? —Pues porque me dolía verla depender así de
—Sí, ella, la pianista. un hombre a quien acaso usted sea indiferente y que
—¿Eugenia? sospecho no es más que un traficante sin entrañas.
—Eugenia, sí. Decididamente no es usted el —Es decir, que usted pretende que dependa yo
único que se ha vuelto loco. de usted, ya que no le soy indiferente...
El pobre Augusto empezó a temblar. Y es que se —¡Oh, eso nunca, nunca, nunca! ¡Nunca,
sentía reo. Levantose, lavose de prisa, se vistió y fue Eugenia, nunca! Yo no busco que usted dependa de
dispuesto a todo. mí. Me ofende usted sólo con suponerlo. Verá usted
—Ya sé, señor don Augusto —le dijo solemne- —y dejándola sola se salió agitadísimo.
mente Eugenia en cuanto le vio—, que ha comprado Volvió al poco rato trayendo unos papeles.
usted mi deuda a mi acreedor, que está en su poder —He aquí, Eugenia, los documentos que acre-
la hipoteca de mi casa. ditan su deuda. Tómelos usted y haga de ellos lo que
—No lo niego. quiera.
—Y ¿con qué derecho hizo eso? —¿Cómo?
—Sí, que renuncio a todo. Para eso lo compré.

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—Lo sabía, y por eso le dije que usted no preten- —Pero ¡si yo no me opongo, Eugenia, a que us- mortecino resplandor de la lamparilla que frente al en un estado de espíritu en que pasaban ante él, en
de sino hacer que dependa de usted. Me quiere usted ted se case con ese novio que dice! altar mayor ardía. Parecíale respirar oscuridad, olor cinematógrafo, las más extrañas visiones.
ligar por la gratitud. ¡Quiere usted comprarme! —¿Cómo?, ¿cómo? ¿A ver? a vejez, a tradición sahumada en incienso, a hogar de Junto a él un hombre susurraba rezos. El hom-
—¡Eugenia! ¡Eugenia! —¡Si yo no he hecho esto para que usted, ligada siglos, y andando casi a tientas fue a sentarse en un bre se levantó para salir y él le siguió. A la salida
—Sí, quiere usted comprarme, quiere usted por gratitud, acceda a tomarme por marido!... ¡Si yo banco. Dejose en él caer más que se sentó. Sentíase de la iglesia el hombre aquel mojó los dedos índice
comprarme; ¡quiere usted comprar... no mi amor, renuncio a mi propia felicidad, mejor dicho, si mi feli- cansado, mortalmente cansado y como si toda aque- y corazón de su diestra en el aguabenditera y ofre-
que ese no se compra, sino mi cuerpo! cidad consiste en que usted sea feliz y nada más, en que lla oscuridad, toda aquella vejez que respiraba le ció agua bendita a Augusto, santiguándose luego.
—¡Eugenia! ¡Eugenia! sea usted feliz con el marido que libremente escoja!... pesasen sobre el corazón. De un susurro que parecía Encontráronse en la cancela.
—Esto es, aunque usted no lo crea, una infamia, —¡Ah, ya, ya caigo; usted se reserva el papel de venir de lejos, de muy lejos, emergía una tos conteni- —¡Don Avito! —exclamó Augusto.
nada más que una infamia. heroica víctima, de mártir! Quédese usted con la da de cuando en cuando. Acordose de su madre. —¡El mismo, Augustito, el mismo!
—¡Eugenia, por Dios, Eugenia! casa, le digo. Se la regalo. Cerró los ojos y volvió a soñar aquella casa dulce —Pero ¿usted por aquí?
—¡No se me acerque usted más, que no respon- —Pero, Eugenia, Eugenia... y tibia, en que la luz entraba por entre las blancas —Sí, yo por aquí; enseña mucho la vida, y más
do de mí! —¡Basta! flores bordadas en los visillos. Volvió a ver a su ma- la muerte; enseñan más, mucho más que la ciencia.
—Pues bien, sí, me acerco. ¡Pégame, Eugenia, Y sin más mirarle, aquellos dos ojos de fuego dre, yendo y viniendo sin ruido, siempre de negro, —Pero ¿y el candidato a genio?
pégame; insúltame, escúpeme, haz de mí lo que desaparecieron. con aquella su sonrisa que era poso de lágrimas. Y Don Avito Carrascal le contó la lamentable
quieras! Quedose Augusto un momento fuera de sí, sin repasó su vide toda de hijo, cuando formaba parte historia de su hijo1. Y concluyó diciendo: «Ya ves,
—No merece usted nada —y Eugenia se levan- darse cuenta de que existía, y cuando sacudió la nie- de su madre y vivía a su amparo, y aquella muerte Augustito, cómo he venido a esto...»
tó—; me voy, pero ¡cónstele que no acepto su limos- bla de confusión que le envolviera tomó el sombrero lenta, grave, dulce e indolorosa de la pobre señora, Augusto callaba mirando al suelo. Iban por la
na o su oferta! Trabajaré más que nunca; haré que y se echó a la calle, a errar a la aventura. Al pasar jun- cuando se fue como un ave peregrina que empren- Alameda.
trabaje mi novio, pronto mi marido, y viviremos. Y to a una iglesia, San Martín, entró en ella, casi sin de sin ruido el vuelo. Luego recordó o resoñó el en-
en cuanto a eso, quédese usted con mi casa. darse cuenta de lo que hacía. No vio al entrar sino el cuentro de Orfeo, y al poco rato encontrose sumido
1 Historia que he contado en mi novela Amor y pedagogía.

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—Sí, Augusto, sí —prosiguió don Avito—; la ciencia ni realidad que valgan para mí; no puedo sucedieron al suicidio de mi Apolodoro reclinaba —¿Y cómo? —añadió Augusto con una forza-
vida es la única maestra de la vida; no hay pedagogía vivir sino recordándole o esperándole. Y he ido a mi cabeza en el regazo de ella, de la madre, y llora- da sonrisa y recordando lo que había oído de una de
que valga. Sólo se aprende a vivir viviendo, y cada parar a ese hogar de todas las ilusiones y todos los ba, lloraba, lloraba. Y ella, pasándome dulcemente las doctrinal de don Avito— ¿cómo?, ¿deductiva o
hombre tiene que recomenzar el aprendizaje de la desengaños: ¡a la iglesia! la mano por la cabeza, me decía: «¡Pobre hijo mío!, inductivamente?
vida de nuevo... —¿De modo es que ahora cree usted? ¡pobre mío!» Nunca, nunca ha sido más madre que —¡Déjate ahora de esas cosas; por Dios,
—¿Y la labor de las generaciones, don Avito, el —¡Qué sé yo...! ahora. Jamás creí al hacerla madre, ¿y cómo?, nada Augusto, no me recuerdes tragedias! Pero... En fin,
legado de los siglos? —Pero ¿no cree usted? más que para que me diese la materia prima del ge- si te he de seguir el humor, ¡cásate intuitivamente!
—No hay más que dos legados: el de las ilu- —No sé si creo o no creo; sé que rezo. Y no sé nio... jamás creí al hacerla madre que como tal la —¿Y si la mujer a quien quiero no me quiere?
siones y el de los desengaños, y ambos sólo se en- bien lo que rezo. Somos unos cuantos que al ano- necesitaría para mí un día. Porque yo no conocí a —Cásate con la mujer que te quiera, aunque no
cuentran donde nos encontramos hace poco: en el checer nos reunimos ahí a rezar el rosario. No sé mi madre, Augusto, no la conocí; yo no he tenido lo quieras tú. Es mejor casarse para que le conquis-
templo. De seguro que te llevó allá o una gran ilu- quiénes son, ni ellos me conocen, pero nos sentimos madre, no he sabido qué es tenerla hasta que al per- ten a uno el amor que para conquistarlo. Busca una
sión o un gran desengaño. solidarios, en íntima comunión unos con otros. Y der mi mujer a mi hijo y suyo se ha sentido madre que te quiera.
—Las dos cosas. ahora pienso que a la humanidad maldita la falta mía. Tú conociste a tu madre, Augusto, a la excelen- Por la mente de Augusto pasó en rapidísima vi-
—Sí, las dos cosas, sí. Porque la ilusión, la que le hacen los genios. te doña Soledad; si no, te aconsejaría que te casases. sión la imagen de la chica de la planchadora. Porque
esperanza, engendra el desengaño, el recuerdo, y el —¿Y su mujer, don Avito? —La conocí, don Avito, pero la perdí, y ahí, en se había hecho la ilusión de que aquella pobrecita
desengaño, el recuerdo, engendra a su vez la ilusión, —¡Ah, mi mujer! —exclamó Carrascal, y una la iglesia, estaba recordándola... quedó enamorada de él.
la esperanza. La ciencia es realidad, es presente, lágrima que se le había asomado a un ojo pareció —Pues si quieres volver a tenerla, ¡cásate, Cuando al cabo Augusto se despidió de don
querido Augusto, y yo no puedo vivir ya de nada irradiarle luz interna—. ¡Mi mujer!, ¡la he descu- Augusto, cásate! Avito dirigiose al Casino. Quería despejar la niebla
presente. Desde que mi pobre Apolodoro, mi bierto! Hasta mi tremenda desgracia no he sabido —No, aquélla no, aquélla, no la volveré a tener. de su cabeza y la de su corazón echando una partida
víctima —y al decir esto le lloraba la voz—, murió, lo que tenía en ella. Sólo he penetrado en el mis- —Es verdad, pero ¡cásate! de ajedrez con Víctor.
es decir, se mató, no hay ya presente posible, no hay terio de la vida cuando en las noches terribles que

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XIV unos chiquillos. Y el matrimonio fue para nosotros Éramos dos mozuelos que vivían juntos haciendo el uno del otro; que el demonio se nos había metido
un juego. Jugábamos a marido y mujer. Pero aquello eso que se llama vida marital. Pero pasó el año y al en casa. Y al fin estalló el tal demonio y llegaron las
Notó Augusto que algo insólito le ocurría a su fue una falsa alarma... ver que no venía fruto empezamos a ponernos de reconvenciones mutuas y aquello de «tú no sirves» y
amigo Víctor; no acertaba ninguna jugada, estaba —¿Qué es lo que fue una falsa alarma? morro, a mirarnos un poco de reojo, a incriminar- «quien no sirve eres tú» y todo lo demás.
displicente y silencioso. —Pues aquello porque nos casaron. nos mutuamente en silencio. Yo no me avenía a no —¿Sería por eso que hubo una temporada, a los
—Víctor, algo te pasa... Pudibundeces de nuestros sendos padres. Se entera- ser padre. Era un hombre ya, tenía más de veintiún dos o tres años de haberte casado, que anduviste tan
—Sí, hombre, sí; me pasa una cosa grave. Y ron de un desliz nuestro, que tuvo su cachito de es- años y, francamente, eso de que yo fuese menos que malo, tan preocupado, neurasténico?, ¿cuando tu-
como necesito desahogo, vamos fuera; la noche está cándalo, y sin esperar a ver qué consecuencias tenía, otros, menos que cualquier bárbaro que a los nueve viste que ir solo a aquel sanatorio?
muy hermosa; te lo contaré. o si las tenía, nos casaron. meses justos de haberse casado, o antes, tiene su pri- —No, no fue eso... fue algo peor.
Víctor, aunque el más íntimo amigo de Augusto, —Hicieron bien. mer hijo... a esto no me resignaba. Hubo un silencio. Víctor miraba al suelo.
le llevaba cinco o seis años de edad y hacía más de —No diré yo tanto. Mas el caso fue que ni tuvo —Pero, hombre, ¿qué culpa...? —Bueno, bueno, guárdatelo; no quiero romper
doce que estaba casado, pues contrajo matrimonio consecuencias aquel desliz ni las tuvieron los consi- —Y, es claro, yo, aun sin decírselo, le echaba la tus secretos.
siendo muy joven, por deber de conciencia, según guientes deslices de después de casados. culpa a ella y me decía: «Esta mujer es estéril y te —¡Pues sea, te lo diré! fue que exacerbado por
decían. No tenía hijos. —¿Deslices? pone en ridículo.» Y ella, por su parte, no me cabía aquellas querellas intestinas con mi pobre mujer,
Cuando estuvieron en la calle, Víctor comenzó: —Sí, en nuestro caso no eran sino deslices. Nos duda, me culpaba a mí, y hasta suponía, qué sé yo... llegué a imaginarme que la cuestión dependía no
—Ya sabes, Augusto, que me tuve que casar muy deslizábamos. Ya te he dicho que jugábamos a ma- —¿Qué? de la intensidad de lo que sea, sino del número, ¿me
joven... rido y mujer... —Nada, que cuando pasa un año y otro y otro y entiendes?
—¿Que te tuviste que casar? —¡Hombre! el matrimonio no tiene hijos, la mujer da en pensar —Sí, creo entenderte...
—Sí, vamos, no te hagas el de nuevas, que la —No, no seas demasiado malicioso. Éramos que la culpa es del marido y que lo es porque no —Y di en dedicarme a comer como un bárbaro
murmuración llega a todos. Nos casaron nuestros y aún somos jóvenes para pervertirnos. Pero en lo fue sano al matrimonio, porque llevó cualquier lo que creí más sustancioso y nutritivo y bien sazo-
padres, los míos y los de mi Elena, cuando éramos que menos pensábamos era en constituir un hogar. dolencia... El caso es que nos sentíamos enemigos nado con todo género de especias, en especial las

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que pasan por más afrodisíacas, y a frecuentar lo en punto, ni minuto más ni minuto menos, la sopa —Esas no se os morirán. —Eso, hombre, eso. ¡Figúrate qué desgracia!
más posible a mi mujer. Y, claro... en la mesa, y de tal modo, que comemos todos los —En efecto. Y todo iba muy bien y nosotros —¿Desgracia? ¿Pues no lo deseasteis tanto...?
—Te pusiste enfermo. días casi las mismas cosas, en el mismo orden y en la contentísimos. Ni me turban el sueño llantos de —Sí, al principio, los dos o tres primeros años,
—¡Natural! Y si no acudo a tiempo y entra- misma cantidad. Aborrezco el cambio y lo aborrece niño, ni tenía que preocuparme de si será varón o poco más. Pero ahora, ahora... Ha vuelto el demo-
mos en razón me las lío al otro mundo. Pero curé Elena. En mi casa se vive al reloj. hembra y qué he de hacer de él o de ella... Y, además, nio a casa, han vuelto las disensiones. Y ahora como
de aquello en ambos sentidos, volví a mi mujer y —Vamos, sí, esto me recuerda lo que dice nues- he tenido siempre mi mujer a mi disposición, cómo- antaño cada uno de nosotros culpaba al otro de la
nos calmamos y resignamos. Y poco a poco volvió tro amigo Luis del matrimonio Romera, que suele damente, sin estorbos de embarazos ni de lactan- esterilidad del lazo, ahora cada uno culpa al otro de
a reinar en casa no ya la paz, sino hasta la dicha. decir que son marido y mujer solterones. cias; en fin, ¡un encanto de vida! esto que se nos viene. Y ya empezamos a llamarle...
Al principio de esta nueva vida, a los cuatro o cinco —En efecto, porque no hay solterón más solte- —¿Sabes que eso en poco o nada se diferencia ...? no, no te lo digo...
años de casados, lamentábamos alguna que otra vez rón y recalcitrante que el casado sin hijos. Una vez, —¿De qué? ¿De un arrimo ilegal? Así lo creo. —Pues no me lo digas si no quieres.
nuestra soledad, pero muy pronto no sólo nos con- para suplir la falta de hijos, que al fin y al cabo ni Un matrimonio sin hijos puede llegar a convertirse —Empezamos a llamarle ¡el intruso! Y yo he
solamos, sino que nos habituamos. Y acabamos no en mí había muerto el sentimiento de la paternidad en una especie de concubinato legal, muy bien orde- soñado que se nos moría una mañana con un hueso
sólo por no echar de menos a los hijos, sino hasta por ni menos el de la maternidad en ella, adoptamos, nado, muy higiénico, relativamente casto, pero, en atravesado en la garganta...
compadecer a los que los tienen. Nos habituamos o si quieres prohijamos, un perro; pero al verle un fin, ¡lo dicho! Marido y mujer solterones, pero sol- —¡Qué barbaridad!
uno a otro, nos hicimos el uno costumbre del otro. día morir a nuestra vista, porque se le atravesó un terones arrimados, en efecto. Y así han transcurrido —Sí, tienes razón, una barbaridad. Y ¡adiós
Tú no puedes entender esto... hueso en la garganta, y ver aquellos ojos húmedos estos más de once años, van para doce... Pero ahora... regularidad, adiós comodidad, adiós costumbres!
—No, no lo entiendo. que parecían suplicarnos vida, nos entró una pena ¿sabes lo que me pasa? Todavía ayer estaba Elena de vómitos; parece
—Pues bien; yo me hice una costumbre de mi y un horror tal que no quisimos más perros ni cosa —Hombre, ¿cómo lo he de saber? que es una de las molestias anejas al estado que
mujer y Elena se hizo una costumbre mía. Todo viva. Y nos contentamos con unas muñecas, unas —Pero ¿no sabes lo que me pasa? llaman... ¡Interesante! ¡Interesante! ¡Interesante!
estaba moderadamente regularizado en nuestra grandes peponas, que son las que has visto en casa, y —Como no sea que has dejado encinta a tu mu- ¡Vaya un interés! ¡De vómito! ¿Has visto nada más
casa, todo, lo mismo que las comidas. A las doce que mi Elena viste y desnuda. jer... indecoroso, nada más sucio?

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—Pero ¿ella estará gozosísima al sentirse madre? —Tienes razón, sí, tienes razón. Y lo más terri- vayamos, de que si ella ha de salir a tomar el aire y —¿Ves? Ya empiezas a compadecerla.
—¿Ella? ¡Como yo! Esto es una mala jugada ble es, ¿a que no te figuras?, que mi pobre Elena no el sol cuando esté ya en meses mayores, no ha de ha- —En fin, Augusto, ¡que pienses mucho antes de
de la Providencia, de la Naturaleza o de quien sea, puede defenderse del sentimiento del ridículo que cerlo donde haya gentes que la conozcan y que acaso casarte!
una burla. Si hubiera venido... el nene o nena, lo que la asalta. ¡Se siente en ridículo! vayan a felicitarla por ello. Y se separaron.
fuere... si hubiera venido cuando, inocentes tórtolos —Pues no veo... Callaron los dos amigos un rato, y después que Augusto entró en su casa llena la cabeza de
llenos, más que de amor paternal, de vanidad, le es- —No, tampoco yo lo veo, pero así es; se siente en el breve silencio selló el relato dijo Víctor: cuanto había oído a don Avito y a Víctor. A penas se
perábamos; si hubiera venido cuando creíamos que ridículo. Y hace tales cosas que temo por el... intru- —Conque ¡anda, Augusto, anda y cásate, para acordaba ya ni de Eugenia ni de la hipoteca liberada,
el no tener hijos era ser menos que otros; si hubiera so... o intrusa. que acaso te suceda algo por el estilo; anda y cásate ni de la mozuela de la planchadora.
venido entonces, ¡santo y muy bueno!, pero ¿ahora, —¡Hombre! —exclamó Augusto alarmado. con la pianista! Cuando al entrar en casa salió saltando a reci-
ahora? Te digo que esto es una burla. Si no fuera por... —¡No, no, Augusto, no, no! No hemos per- —Y ¡quién sabe...! —dijo Augusto como quien birle Orfeo, le cogió, le tentó bien el gaznate, y apre-
—¿Qué hombre, qué? dido el sentido moral, y Elena, que es como sabes habla consigo mismo —¡quién sabe...! Acaso casán- tándole el seno le dijo: «Cuidado con los huesos,
—Te lo regalaba, para que hiciese compañía a profundamente religiosa, acata, aunque a regaña- dome volveré a tener madre... Orfeo, mucho cuidadito con ellos, ¿eh? No quie-
Orfeo. dientes, los designios de la Providencia y se resigna —Madre, sí —añadió Víctor—, ¡de tus hijos! ro que te atragantes con uno; no quiero verte morir
—Hombre, cálmate, y no digas disparates... a ser madre. Y será buena madre, no me cabe de ello Si los tienes... a mis ojos suplicándome vida. Ya ves, Orfeo, don
—Tienes razón, disparato. Perdóname. Pero ¿te duda, muy buena madre. Pero es tal el sentimien- —¡Y la madre mía! Acaso ahora, Víctor, empie- Avito, el pedagogo, se ha convertido a la religión de
parece bien, al cabo de cerca de doce años, cuando to del ridículo en ella, que para ocultar su estado, ces a tener en tu mujer una madre, una madre tuya. sus abuelos... ¡es la herencia! Y Víctor no se resigna
nos iba tan ricamente, cuando estábamos curados para encubrir su embarazo, la creo capaz de cosas —Lo que voy a empezar ahora es a perder noches... a ser padre. Aquel no se consuela de haber perdido
de la ridícula vanidad de los recién casados, venir- que... En fin, no quiero pensar en ello. Por de pronto, —O a ganarlas, Víctor, o a ganarlas. a su hijo y este no se consuela de ir a tenerlo. y ¡qué
nos esto? Es claro, ¡vivíamos tan tranquilos, tan se- hace ya una semana que no sale de casa; dice que le —En fin, que no sé lo que me pasa, ni lo que nos ojos, Orfeo, qué ojos! ¡Cómo le fulguraban cuando
guros, tan confiados...! da vergüenza, que se le figura que van a quedarse pasa. Y yo por mí creo que llegaría a resignarme; me dijo: “¡Quiere usted comprarme!, ¡quiere usted
—¡Hombre, hombre! todos mirándola en la calle. Y ya habla de que nos pero mi Elena, mi pobre Elena... ¡Pobrecita! comprar no mi amor, que ese no se compra, sino mi

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cuerpo! ¡Quédese con mi casa!” ¡Comprar yo su XV —Ese... panoli desaborido. Y para mí como si —¿A otro? ¿A ese gandul de Mauricio, a quien
cuerpo... su cuerpo...! ¡Si me sobra el mío, Orfeo, no existiera. ¡Como que no existe! se le pasea el alma por el cuerpo? ¿A eso le llamas
me sobra el mío! Lo que yo necesito es alma, alma, —Pero ¿qué has hecho, chiquilla? —preguntó —Pero qué tonterías estás diciendo... querer?, ¿a eso le llamas otro? Augusto es tu salva-
alma. Y una alma de fuego, como la que irradia de doña Ermelinda a su sobrina. —¿Es que cree usted tía, que ese tío...? ción y sólo Augusto. ¡Tan fino, tan rico, tan bueno...!
los ojos de ella, de Eugenia. ¡Su cuerpo... su cuerpo... —¿Qué he hecho? Lo que usted, si es que tiene —¿Quién, Fermín? —Pues por eso no le quiero, porque es tan bue-
sí, su cuerpo es magnífico, espléndido, divino; pero vergüenza, habría hecho en mi caso; estoy de ello —No, ese... ese del canario, ¿tiene algo dentro? no como usted dice... No me gustan los hombres
es que su cuerpo es alma, alma pura, todo él vida, segura. ¡Querer comprarme!, ¡querer comprarme a —Tendrá por lo menos sus entrañas... buenos.
todo él significación, todo él idea! A mí me sobra el mí! —Pero ¿usted cree que tiene entrañas? ¡Quiá! —Ni a mí, hija, ni a mí, pero...
cuerpo, Orfeo, me sobra el cuerpo porque me falta —Mira, chiquilla, es siempre mucho mejor que ¡Si es hueco, como si lo viera, hueco! —¿Pero qué?
alma. O ¿no es más bien que me falta alma porque quieran comprarla a una que no es el que quieran —Pero ven acá, chiquilla, hablemos fríamente y —Que hay que casarse con ellos. Para eso han
me sobra cuerpo? Yo me toco el cuerpo, Orfeo, me venderla, no lo dudes. no digas ni hagas tonterías. Olvida eso. Yo creo que nacido y son buenos, para maridos.
lo palpo, me lo veo, pero ¿el alma?, ¿dónde está mi —¡Querer comprarme!, ¡querer comprarme a debes aceptarle... —Pero si no le quiero, ¿cómo he de casarme con
alma?, ¿es que la tengo? Sólo la sentí resollar un mí! —Pero si no le quiero, tía... él?
poco cuando tuve aquí abrazada, sobre mis rodillas, —Pero si no es eso, Eugenia, si no es eso. Lo ha —Y tú ¿qué sabes lo que es querer? Careces de —¿Cómo? ¡Casándote! ¿No me casé yo con tu
a Rosario, a la pobre Rosario; cuando ella lloraba y hecho por generosidad, por heroísmo... experiencia. Tú sabrás lo que es una fusa o una cor- tío...?
lloraba yo. Aquellas lágrimas no podían salir de mi —No quiero héroes. Es decir, los que procuran chea, pero lo que es querer... —Pero, tía...
cuerpo; salían de mi alma. El alma es un manantial serlo. Cuando el heroísmo viene por sí, naturalmen- —Me parece, tía, que está usted hablando por —Sí, ahora creo que sí, me parece que sí; pero
que sólo se revela en lágrimas. Hasta que se llora de te, ¡bueno!; pero ¿por cálculo? ¡Querer comprarme!, hablar... cuando me casé no sé si le quería. Mira, eso del amor
veras no se sabe si se tiene o no alma. Y ahora vamos ¡querer comprarme a mí, a mí! Le digo a usted, tía, —¿Qué sabes tú lo que es querer, chiquilla? es una cosa de libros, algo que se ha inventado no
a dormir, Orfeo, si es que nos dejan.» que me la ha de pagar. Me la ha de pagar ese... —Pero si quiero a otro... más que para hablar y escribir de ello. Tonterías de
—¿Ese... qué? ¡Vamos, acaba! poetas. Lo positivo es el matrimonio. El Código

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civil no habla del amor y sí del matrimonio. Todo —¡Todos, sí todos! Los que son de veras —Que no es más que... no sé cómo decirlo... que el contagio, y le dijo: «Pero, hombre, ¿qué es eso?,
eso del amor no es más que música... hombres se entiende. no es más que mi tío. Vamos, así como si no existiese ¿alguna desgracia en tu casa?» «Sí —le contestó el
—¿Música? —¡Ah! de verdad. pobre don Emeterio—, acabo de perder a mi pobre
—Música, sí. Y ya sabes que la música apenas —Sí, porque los otros, los que no son groseros y —Eso te creerás tú, chiquilla. Pero yo te digo mujer..» «¡Lástima! Y ¿cómo, cómo ha sido eso?»
sirve sino para vivir de enseñarla, y que si no te apro- brutos y egoístas, no son hombres. que tu tío existe, ¡vaya si existe! «De sobreparto», le dijo don Emeterio. «¡Ah, menos
vechas de una ocasión como esta que se te presenta —Pues ¿qué son? —Brutos, todos brutos, brutos todos. ¿No sabe mal!, le contestó el bárbaro de Martín, y entonces se
vas a tardar en salir de tu purgatorio... —¡Qué sé yo... maricas! usted lo que ese bárbaro de Martín Rubio le dijo le acercó a darle la mano. ¡Habrase visto caballería
—Y ¿qué? ¿Les pido yo a ustedes algo? ¿No me —¡Vaya unas teorías, chiquilla! al pobre don Emeterio a los pocos días de quedarse mayor...! ¡Una hombrada! Le digo a usted que son
gano por mí mi vida? ¿Les soy gravosa? —En esta casa hay que contagiarse. este viudo? unos brutos, nada más que unos brutos.
—No te sulfures así, polvorilla, ni digas esas co- —Pero eso no se lo has oído nunca a tu tío. —No lo he oído, creo. —Y es mejor que sean unos brutos que no unos
sas, porque vamos a reñir de veras. Nadie te habla de —No, se me ha ocurrido a mí observando a los —Pues verá usted; fue cuando la epidemia holgazanes, como, por ejemplo, ese zanguango de
eso. Y todo lo que te digo y aconsejo es por tu bien. hombres. aquella, ya sabe usted. Todo el mundo estaba alar- Mauricio, que te tiene, yo no sé por qué, sorbido el
—Sí, por mi bien... por mi bien... Por mi bien —¿También a tu tío? madísimo, a mí no me dejaron ustedes salir de casa seso... Porque según mis informes, y son de buena
ha hecho el señor don Augusto Pérez esa hombrada, —Mi tío no es un hombre... de esos. en una porción de días y hasta tomaba el agua hervi- tinta, te lo aseguro, maldito si el muy bausán está de
por mi bien... ¡Una hombrada, sí, una hombrada! —Entonces es un marica, ¿eh?, un marica. da. Todos huían los unos de los otros, y si se veía a al- veras enamorado de ti...
¡Quererme comprar...! ¡Quererme comprar a mí... a ¡Vamos, habla! guien de luto reciente era como si estuviese apestado. —¡Pero lo estoy yo de él y basta!
mí! ¡Una hombrada, lo dicho, una hombrada... una —No, no, no, tampoco. Mi tío es... vamos... mi Pues bien; a los cinco o seis días de haber enviudado —Y ¿te parece que ese... tu novio quiero decir...
cosa de hombre! Los hombres, tía, ya lo voy viendo, tío... No me acostumbro del todo a que sea algo así... el pobre don Emeterio tuvo que salir de casa, de luto es de veras hombre? Si fuese hombre, hace tiempo
son unos groseros, unos brutos, carecen de delicade- vamos... de carne y hueso. por supuesto, y se encontró de manos a boca con ese que habría buscado salida y trabajo.
za. No saben hacer ni un favor sin ofender. —Pues ¿qué, qué crees de tu tío? bárbaro de Martín. Este, al verle de luto, se mantu- —Pues si no es hombre, quiero yo hacerle tal. Es
—¿Todos? vo a cierta prudente distancia de él, como temiendo verdad, tiene el defecto que usted dice, tía, pero acaso

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es por eso por lo que le quiero. Y ahora, después de —¿No ha querido un hombre, con su capital, carga y en poder de su dueña. Y si ella se obstinaba en —Ahora sólo falta, señora, que convenza a su so-
la hombrada de don Augusto... ¡quererme comprar a comprarme? Pues ¿qué de extraño tiene que yo, una no recibir las rentas, él, por su parte, tampoco podía brina de cuáles han sido mis verdaderas intenciones,
mí, a mí!... después de eso estoy decidida a jugarme el mujer, quiera, con mi trabajo, comprar un hombre? hacerlo; de manera que aquello se perdería sin pro- y que si lo de deshipotecar la casa fue una imperti-
todo por el todo casándome con Mauricio. —Todo esto que estás diciendo, chiquilla, se pa- vecho para nadie, o mejor dicho, iría depositándose nencia me la perdone. Pero me parece que no es cosa
—Y ¿de qué vais a vivir, desgraciada? rece mucho a eso que tu tío llama feminismo. a nombre de su dueña. Además, él renunciaba a sus ya de volver atrás. Si ella quiere seré yo padrino de la
—¡De lo que yo gane! Trabajaré, y más que aho- —No sé, ni me importa saberlo. Pero le digo a us- pretensiones a la mano de Eugenia y sólo quería que boda. Y luego emprenderé un largo y lejano viaje.
ra. Aceptaré lecciones que he rechazado. Así como ted, tía, que todavía no ha nacido el hombre que me esta fuese feliz; hasta se hallaba dispuesto a buscar Doña Ermelinda llamó a la criada, a la que dijo
así, he renunciado ya a esa casa, se la he regalado pueda comprar a mí. ¿A mí?, ¿a mí?, ¿comprarme a mí? una buena colocación a Mauricio para que no tuviese que llamase a Eugenia, pues don Augusto deseaba
a don Augusto. Era un capricho, nada más que un En este punto de la conversación entró la criada que vivir de las rentas de su mujer. hablar con ella. «La señorita acaba de salir», contes-
capricho. Es la casa en que nací. Y ahora, libre ya de a anunciar que don Augusto esperaba a la señora. —¡Tiene usted un corazón de oro! —exclamó tó la criada.
esa pesadilla de la casa y de su hipoteca, me pondré a —¿Él? ¡Vete! Yo no quiero verle. Dile que le he doña Ermelinda.
trabajar con más ahínco. Y Mauricio, viéndome tra- dicho ya mi última palabra.
bajar para los dos, no tendrá más remedio que bus- —Reflexiona un poco, chiquilla, cálmate; no lo
car trabajo y trabajar él. Es decir, si tiene vergüenza... tomes así. Tú no has sabido interpretar las intencio-
—¿Y si no la tiene? nes de don Augusto.
—Pues si no la tiene... ¡dependerá de mí! Cuando Augusto se encontró ante doña Erme-
—Sí, ¡el marido de la pianista! linda empezó a darle sus excusas. Estaba, según
—Y aunque así sea. Será mío, mío, y cuanto más decía, profundamente afectado; Eugenia no había
de mí dependa, más mío. sabido interpretar sus verdaderas intenciones. Él, por
—Sí, tuyo... pero como puede serlo un perro. Y su parte, había cancelado formalmente la hipoteca de
eso se llama comprar un hombre. la casa y esta aparecía legalmente libre de semejante

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XVI —Sí, nos va mal, muy mal. Y si no te decides soy
capaz de...
—Eres imposible, Mauricio —le decía Eugenia —¿De qué, vamos?
a su novio, en el cuchitril aquel de la portería—, —De aceptar el sacrificio de don Augusto.
completamente imposible, y si sigues así, si no sacu- —¿De casarte con él?
des esa pachorra, si no haces algo para buscarte una —¡No, eso nunca! De recobrar mi finca.
colocación y que podamos casarnos, soy capaz de —Pues ¡hazlo, rica, hazlo! Si esa es la solución
cualquier disparate. y no otra...
—¿De qué disparate? Vamos, di, rica —y le —Y te atreves...
acariciaba el cuello ensortijándose en uno de sus —¡Pues no he de atreverme! Ese pobre don
dedos un rizo de la nuca de la muchacha. Augusto me parece a mí que no anda bien de la cabe-
—Mira, si quieres, nos casamos así y yo seguiré za, y pues ha tenido ese capricho, no creo que debe-
trabajando... para los dos. mos molestarle...
—Pero ¿y qué dirán de mí, mujer, si acepto se- —De modo que tú...
mejante cosa? —Pues ¡claro está, rica, claro está!
—¿Y a mí qué me importa lo que de ti digan? —Hombre, al fin y al cabo.
—¡Hombre, hombre, eso es grave! —No tanto como tú quisieras, según te expli-
—Sí, a mí no me importa eso; lo que yo quiero cas. Pero ven acá...
es que esto se acabe cuanto antes... —Vamos, déjame, Mauricio; ya te he dicho cien
—¿Tan mal nos va? veces que no seas...
—Que no sea cariñoso...

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—¡No, que no seas... bruto! Estate quieto. Y si molesta es tener que trabajar, y preveo que si nos ca- —Es, pues, como venía diciéndote, un... predes- garbo que pasó a su lado. Y aquella noche hablaba,
quieres más confianzas sacude esa pereza, busca de samos, y como supongo que tú querrás que tenga- tinado. Y acaso lo mejor sea no sólo que aceptes eso con un amigo, de don Juan Tenorio.
veras trabajo, y lo demás ya lo sabes. Conque, a ver mos hijos... de tu casa, sino que... —A mí ese tío no acaba de convencerme —de-
si tienes juicio, ¿eh? Mira que ya otra vez te di una —¡Pues no faltaba más! —Vamos, ¿qué? cía Mauricio—; eso no es más que teatro.
bofetada. —Voy a tener que trabajar, y de firme, porque la —Que le aceptes a él por marido. —¡Y que lo digas tú, Mauricio, que pasas por un
—¡Y qué bien que me supo! ¡Anda rica, dame vida es cara. Y eso de aceptar el que seas tú la que tra- —¿Eh? —y se puso ella en pie. Tenorio, por un seductor!
otra! Mira, aquí tienes mi cara... baje, ¡eso, nunca, nunca, nunca! Mauricio Blanco —Le aceptas, y como es un pobre hombre, —¿Seductor?, ¿seductor yo? ¡Qué cosas se in-
—No lo digas mucho... Clará no puede vivir del trabajo de una mujer. Pero pues... todo se arregla... ventan, Rogelio!
—¡Anda, vamos! hay acaso una solución que sin tener yo que trabajar —¿Cómo que se arregla todo? —¿Y lo de la pianista?
—No, no quiero darte ese gusto. ni tú se arregle todo... —Sí, él paga, y nosotros... —¡Bah! ¿Quieres que te diga la verdad, Rogelio?
—¿Ni otro? —A ver, a ver... —Nosotros... ¿qué? —¡Venga!
—Te he dicho que no seas bruto. Y te repito que —Pues... ¿me prometes, chiquilla, no incomo- —Pues nosotros... —Pues bien; de cada cien líos, más o menos
si no te das prisa a buscar trabajo soy capaz de acep- darte? —¡Basta! honrados, y ese a que aludías es honradísimo, ¡eh!,
tar eso. —¡Anda, habla! Y se salió Eugenia, con los ojos hechos un in- de cada cien líos entre hombre y mujer, en más de
—Pues bien, Eugenia, ¿quieres que te hable con —Por todo lo que yo sé y lo que te he oído, ese cendio y diciéndose: «Pero ¡qué brutos, qué brutos! noventa la seductora es ella y el seducido es él.
el corazón en la mano, la verdad, toda la verdad? pobre don Augusto es un panoli, un pobre diablo; Jamás lo hubiera creído... ¡Qué brutos!» Y al llegar —Pues qué, ¿me negarás que has conquistado a
—¡Habla! vamos, un... a su casa se encerró en su cuarto y rompió a llorar. Y la pianista, a la Eugenia?
—Yo te quiero mucho, pero mucho, estoy com- —¡Anda, sigue! tuvo que acostarse presa de una fiebre. —Sí, te lo niego; no soy yo quien la ha conquis-
pletamente chalado por ti, pero eso del matrimonio —Pero no te me incomodarás. Mauricio se quedó un breve rato como suspen- tado, sino ella quien me ha conquistado a mí.
me asusta, me da un miedo atroz. Yo nací haragán —¡Que sigas te he dicho! so; mas pronto se repuso, encendió un cigarrillo, sa- —¡Seductor!
por temperamento, no te lo niego; lo que más me lió a la calle y le echó un piropo a la primera moza de —Como quieras... Es ella, ella. No supe resistirme.

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—Para el caso es igual... —¡Es verdad! —contestó con profunda convic- XVII puesto a las puertas de la muerte y le ha llevado al
—Pero me parece que eso se va a acabar y voy a ción Rogelio, añadiendo—: Y si la pianista te deja, matrimonio, pero a otro... revienta. Es el caso que el
encontrarme otra vez libre. Libre de ella, claro, por- ¿qué vas a hacer? —¿Te acuerdas, Augusto —le decía Víctor—, pobre hombre andaba de casa en casa de huéspedes
que no respondo de que me conquiste otra. ¡Soy tan —Pues quedar vacante. Y a ver si alguna otra de aquel don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y y de todas partes tenía que salir, porque por cuatro
débil! Si yo hubiera nacido mujer... me conquista. ¡He sido ya conquistado tantas ve- Álvarez de Castro? pesetas no pueden pedirse gollerías ni canguingos
—Bueno, ¿y cómo se va a acabar? ces...! Pero esta, con eso de no ceder, de mantener- —¿Aquel empleado de Hacienda tan aficiona- en mojo de gato y él era muy exigente. Y no del todo
—Porque... pues, ¡porque he metido la pata! se siempre a honesta distancia, de ser honrada, en do a correrla, sobre todo de lo baratito? limpio. Y así rodando de casa en casa fue a dar a la
Quise que siguiéramos, es decir, que empezáramos fin, porque como honrada lo es hasta donde la que —El mismo. Pues bien... ¡se ha casado! de una venerable patrona, y entrada en años, mayor
las relaciones, ¿entiendes?, sin compromiso ni con- más, con todo eso me tenía chaladito, pero del todo —¡Valiente carcamal se lleva la que haya carga- que él que, como sabes, más cerca anda de los sesenta
secuencias... y, ¡claro!, me parece que me va a dar so- chaladito. Habría acabado por hacer de mí lo que do con él! que de los cincuenta, y viuda dos veces; la primera,
leta. Esa mujer quería absorberme. hubiese querido. Y ahora, si me deja, lo sentiré, y —Pero lo estupendo es su manera de casarse. de un carpintero que se suicidó tirándose de un an-
—¡Y te absorberá! mucho, pero me veré libre. Entérate y ve tomando notas. Ya sabrás que don damio a la calle, y a quien recuerda a menudo como
—¡Quién sabe ...! ¡Soy tan débil! Yo nací para —¿Libre? Eloíno Rodríguez de Alburquerque y Álvarez su Rogelio, y la segunda, de un sargento de carabi-
que una mujer me mantenga, pero con dignidad, —Libre, sí, para otra. de Castro, a pesar de sus apellidos, apenas si tiene neros que le dejó al morir un capitalito que le da una
¿sabes?, y si no, ¡nada! —Yo creo que haréis las paces... sobre qué caerse muerto ni más que su sueldo en peseta al día. Y hete aquí que hallándose en casa de
—Y ¿a qué llamas dignidad?, ¿puede saberse? —¡Quién sabe!... Pero lo dudo, porque tiene un Hacienda, y que está, además, completamente ave- esta señora viuda da mi don Eloíno en ponerse malo,
—¡Hombre, eso no se pregunta! Hay cosas que geniecito... Y hoy la ofendí, la verdad, la ofendí. riado de salud. muy malo, tan malo que la cosa parecía sin remedio
no pueden definirse. —Tal vida ha llevado. y que se moría. Llamaron primero a que le viera don
—Pues el pobre padece una afección cardiaca de José, y luego a don Valentín. Y el hombre, ¡a morir!
la que no puede recobrarse. Sus días están contados. Y su enfermedad pedía tantos y tales cuidados, y
Acaba de salir de un achuchón gravísimo, que le ha a las veces no del todo aseados, que monopolizaba

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a la patrona, y los otros huéspedes empezaban ya a con vida mis hermanos.» « ¿Tan mal se cree usted?» carcamal? ¡Qué asco!» Pero se informó del médico, —Encarnación es una criada, ni joven ni guapa, que
amenazar con marcharse. Y don Eloíno, que no po- «Me siento morir ...» «Pues si así es, le queda un me- le aseguraron que no le quedaban a don Eloíno sino llevó Emilia como de dote a su matrimonio—, que
día pagar mucho más, y la doble viuda diciéndole dio de conseguir que esta buena mujer no le ponga muy pocos días de vida, y diciendo: «La verdad es le habría cuidado por los trece duros de viudedad tan
que no podía tenerle más en su casa, pues le estaba de patitas en la calle, obligándole a irse al hospital.» que trece duros al mes me arreglan», acabó aceptán- bien como esa tía?» Y es fama que la Encarna añadió:
perjudicando el negocio. «Pero ¡por Dios, señora, «Y ¿cuál es?» « Casarse con ella.» « ¿Casarme con dolo. Y entonces se le llamó al párroco, al bueno de «Tiene usted razón, señorita; también yo me hubiera
por caridad! —parece que le decía él— ¿Adónde ella?, ¿con la patrona? ¿Quién, yo? ¡Un Rodríguez don Matías, varón apostólico, como sabes, para que casado con él y le habría cuidado lo que viviese, que
voy yo en este estado, en qué otra casa van a reci- de Alburquerque y Álvarez de Castro! ¡Hombre, no acabase de convencer al desahuciado. «Sí, sí, sí —dijo no será mucho, por trece duros.»
birme? Si usted me echa tendré que ir a morirme estoy para bromas! » Y parece que la ocurrencia le don Matías –; sí, ¡pobrecito!, ¡pobrecito!» Y le con- —Pero todo eso, Víctor, parece inventado.
al hospital... ¡Por Dios, por caridad!, ¡para los días hizo un efecto tal que a poco se queda en ella. venció. Llamó luego don Eloíno a Correíta y dicen —Pues no lo es. Hay cosas que no se inventan.
que he de vivir...!» Porque él estaba convencido de —Y no es para menos. que le dijo que quería reconciliarse con él —estaban Y aún falta lo mejor. Y me contaba don Valentín,
que se moría y muy pronto. Pero ella, por su parte, —Pero el amigo, así que él se repuso de la pri- reñidos—, y que fuese testigo de su boda. «Pero ¿se que es después de don José quien ha estado tratando
lo que es natural, que su casa no era hospital, que mera sorpresa, le hizo ver que casándose con la pa- casa usted, don Eloíno?» «Sí, Correíta, sí, ¡me caso a don Eloíno, que al ir un día a verle y encontrarse
vivía de su negocio y que se estaba ya perjudicando. trona le dejaba trece duros mensuales de viudedad, con la patrona!, ¡con doña Sinfo!; ¡yo, un Rodríguez con don Matías revestido, creyó que era para darle
Cuando en esto a uno de los compañeros de oficina que de otro modo no aprovecharía nadie y se irían al de Alburquerque y Álvarez de Castro, figúrate! Yo la Extremaunción al enfermo, y le dicen que estaba
de don Eloíno se le ocurre una idea salvadora, y fue Estado. Ya ves tú... porque me cuide los pocos días de vida que me que- casándole. Y al volver más tarde le acompañó hasta
que le dijo: «Usted no tiene, don Eloíno, sino un —Sí, sé de más de uno, amigo Víctor, que se ha den... no sé si llegarán mis hermanos a tiempo de ver- la puerta la recién casada patrona, ¡por tercera vez!, y
medio de que esta buena señora se avenga a tenerle casado nada más que para que el Estado no se aho- me vivo... y ella por los trece duros de viudedad que con voz compungida y ansiosa le preguntaba: «Pero,
en su casa mientras viva.» «¿Cuál?» , preguntó él. rrase una viudedad. ¡Eso es civismo! le dejo.» Y cuentan que cuando Correíta se fue a su diga usted, don Valentín, ¿vivirá?, ¿vivirá todavía?»
«Primero —le dijo el amigo— sepamos lo que us- —Pero si don Eloíno rechazó indignado tal casa y se lo contó todo, como es natural, a su mujer, «No, señora, no; es cuestión de días...» «Se morirá
ted se cree de su enfermedad.» «Ah, pues yo, que he proposición, figúrate lo que diría la patrona: «¿Yo? a Emilia, esta exclamó: «Pero ¡tú eres un majadero, pronto, ¿eh?» «Sí, muy pronto.» «Pero ¿de veras se
de durar poco, muy poco; acaso no lleguen a verme ¿Casarme yo, a mis años, y por tercera vez, con ese Pepe! ¿Por qué no le dijiste que se casase con Encarna morirá?»

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—¡Qué enormidad! verá usted, como si lo viera, ¡con esto de que somos un engaño, nada más que un engaño, don Eloíno, tragicomedia, de esta farsa fúnebre. Pensé primero
—Y no es todo. Don Valentín ordenó que no se cuñados se irán sin pagarme el pupilaje, cuando yo porque si me casé con usted fue porque me asegu- hacer de ello un sainete; pero considerándolo mejor
le diese al enfermo más que leche, y de esta poqui- vivo de esto!» Y parece que le pagaron, sí, el pupilaje, raron que usted se moría y muy pronto, que si no... he decidido meterlo de cualquier manera, como
ta de cada vez, pero doña Sinfo decía a otro hués- y se lo pagó el marido, pero se llevaron un bastón de ¡pa chasco! Me han engañado, me han engañado.» Cervantes metió en su Quijote aquellas novelas que
ped: «¡Quiá!, ¡yo le doy de todo lo que me pida! ¡A puño de oro que él tenía. «También a mí me han engañado, señora. Y ¿qué en él figuran, en una novela que estoy escribiendo
qué quitarle sus gustos si ha de vivir tan poco...!» Y —¿Y murió? quería usted que hubiese yo hecho? ¿Morirme por para desquitarme de los quebraderos de cabeza que
luego ordenó que le diese unas ayudas, y ella decía: —Sí, bastante después. Mejoró, mejoró bastan- darle gusto?» «Eso era lo convenido.» «Ya me mori- me da el embarazo de mi mujer.
«¿Unas ayudas? ¡Uf, qué asco! ¿A ese tío carcamal? te. Y ella, la patrona, decía: «De esto tiene la culpa ré, señora, ya me moriré... y antes que quisiera. ¡Un —Pero ¿te has metido a escribir una novela?
¡Yo, no, yo no! ¡Si hubiese sido a alguno de los otros ese don Valentín, que le ha entendido la enferme- Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro!» —¿Y qué quieres que hiciese?
dos, a los que quería, con los que me casé por mi gus- dad... Mejor era el otro, don José, que no se la enten- Y riñeron por cuestión de unos cuartos más o —¿Y cuál es su argumento, si se puede saber?
to! Pero ¿a este?, ¿unas ayudas? ¿Yo? ¡Como no...!» día. Si sólo le hubiese tratado él, ya estaría muerto, menos de pupilaje, y acabó ella por echarle de casa. —Mi novela no tiene argumento, o mejor di-
—¡Todo esto es fantástico! y no que ahora me va a fastidiar.» Ella, doña Sinfo, «¡Adiós, don Eloíno, que le vaya a usted bien!» cho, será el que vaya saliendo. El argumento se hace
—No, es histórico. Y llegaron unos hermanos tiene, además de los hijos del primer marido, una «Quede usted con Dios, doña Sinfo.» Y al fin se ha él solo.
de don Eloíno, hermano y hermana, y él decía abru- hija del segundo, del carabinero, y a poco de haberse muerto el tercer marido de esta señora dejándola 2,15 —¿Y cómo es eso?
mado por la desgracia: «¡Casarse mi hermano, mi casado le decía don Eloíno: « Ven, ven acá; ven, ven pesetas diarias, y además le han dado 500 para lutos. —Pues mira, un día de estos que no sabía bien
hermano, un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez que te dé un beso, que ya soy tu padre, eres hija mía...» Por supuesto, que no las ha empleado en tales lutos. qué hacer, pero sentía ansia de hacer algo, una come-
de Castro, con la patrona de la calle de Pellejeros!, «Hija, no —decía la madre, ¡ahijada!» «¡Hijastra, A lo más le ha sacado un par de misas, por remordi- zón muy íntima, un escarabajeo de la fantasía, me
¡mi hermano, hijo de un presidente que fue de la señora, hijastra! Ven acá... os dejo bien...» Y es fama miento y por gratitud a los trece duros de viudedad. dije: voy a escribir una novela, pero voy a escribirla
Audiencia de Zaragoza, de Za-ra -go-za, con una... que la madre refunfuñaba: «¡Y el sinvergüenza no —Pero ¡qué cosas, Dios mío! como se vive, sin saber lo que vendrá. Me senté, cogí
doña Sinfo!» Estaba aterrado. Y la viuda del suicida lo hacía más que para sobarla...! ¡Habrase visto...!» —Cosas que no se inventan, que no es posible unas cuartillas y empecé lo primero que se me ocu-
y recién casada con el desahuciado se decía: «Y ahora Y luego vino, como es natural, la ruptura. «Esto fue inventar. Ahora estoy recogiendo más datos de esta rrió, sin saber lo que seguiría, sin plan alguno. Mis

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personajes se irán haciendo según obren y hablen, —Pues porque a la gente le gusta la conversación —No, será... será... nivola. —¡Puede ser!
sobre todo según hablen; su carácter se irá formando por la conversación misma, aunque no diga nada. —Y ¿qué es eso, qué es nivola? Al separarse uno de otro, Víctor y Augusto, iba
poco a poco. Y a las veces su carácter será el de no Hay quien no resiste un discurso de media hora y se —Pues le he oído contar a Manuel Machado, el diciéndose este: «Y esta mi vida, ¿es novela, es nivola
tenerlo. está tres horas charlando en un café. Es el encanto poeta, el hermano de Antonio, que una vez le llevó o qué es? Todo esto que me pasa y que les pasa a
—Sí, como el mío. de la conversación, de hablar por hablar, del hablar a don Eduardo Benoit, para leérselo, un soneto que los que me rodean, ¿es realidad o es ficción? ¿No
—No sé. Ello irá saliendo. Yo me dejo llevar. roto a interrumpido. estaba en alejandrinos o en no sé qué otra forma es acaso todo esto un sueño de Dios o de quien sea,
—¿Y hay psicología?, ¿descripciones? —También a mí el tono de discurso me carga... heterodoxa. Se lo leyó y don Eduardo le dijo: «Pero que se desvanecerá en cuanto Él despierte, y por eso
—Lo que hay es diálogo; sobre todo diálogo. La —Sí, es la complacencia del hombre en el habla, ¡eso no es soneto! ...» «No, señor —le contestó le rezamos y elevamos a Él cánticos a himnos, para
cosa es que los personajes hablen, que hablen mu- y en el habla viva... Y sobre todo que parezca que el Machado—, no es soneto, es... sonite. » Pues así con adormecerle, para cunar su sueño? ¿No es acaso la
cho, aunque no digan nada. autor no dice las cosas por sí, no nos molesta con su mi novela, no va a ser novela, sino... ¿cómo dije?, liturgia de todas las religiones un modo de brezar el
—Eso te lo habrá insinuado Elena, ¿eh? personalidad, con su yo satánico. Aunque, por su- navilo... nebulo, no, no, nivola, eso es, ¡nivola! Así nadie sueño de Dios y que no despierte y deje de soñarnos?
—¿Por qué? puesto, todo lo que digan mis personajes lo digo yo... tendrá derecho a decir que deroga las leyes de su ¡Ay, mi Eugenia!, ¡mi Eugenia! Y mi Rosarito...»
—Porque una vez que me pidió una novela para —Eso hasta cierto punto... género... Invento el género, e inventar un género no —¡Hola, Orfeo!
matar el tiempo, recuerdo que me dijo que tuviese —¿Cómo hasta cierto punto? es más que darle un nombre nuevo, y le doy las leyes Orfeo le había salido al encuentro, brincaba, le
mucho diálogo y muy cortado. —Sí, que empezarás creyendo que los llevas tú, que me place. ¡Y mucho diálogo! quería trepar piernas arriba. Cogiole y el animalito
—Sí, cuando en una que lee se encuentra con de tu mano, y es fácil que acabes convenciéndote de —¿Y cuando un personaje se queda solo? empezó a lamerle la mano.
largas descripciones, sermones o relatos, los salta di- que son ellos los que te llevan. Es muy frecuente que —Entonces... un monólogo. Y para que parezca —Señorito —le dijo Liduvina—, ahí le aguar-
ciendo: ¡paja!, ¡paja!, ¡paja! Para ella sólo el diálogo un autor acabe por ser juguete de sus ficciones... algo así como un diálogo invento un perro a quien el da Rosarito con la plancha.
no es paja. Y ya ves tú, puede muy bien repartirse un —Tal vez, pero el caso es que en esa novela pien- personaje se dirige. —¿Y cómo no la despachaste tú?
sermón en un diálogo... so meter todo lo que se me ocurra, sea como fuere. —¿Sabes, Víctor, que se me antoja que me estás —Qué sé yo... Le dije que el señorito no podía
—¿Y por qué será esto?... —Pues acabará no siendo novela. inventando?... tardar, que si quería aguardarse...

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—Pero podías haberle despachado como otras XVIII —Sí, aquello fue una locura... una locura... no —¿Y qué le has dicho?
veces... sabía bien lo que me hacía ni lo que decía... como no —Hay cosas que no se dicen...
—Sí, pero... en fin, usted me entiende... —¡Hola, Rosarito! —exclamó Augusto apenas lo sé ahora... —e iba acercándose a la chica. —Es verdad. Y vamos, di, ¿os queréis?
—¡Liduvina! ¡Liduvina! la vio. Esta le esperaba tranquilamente y como resig- —Pero, ¡por Dios, don Augusto...!
—Es mejor que la despache usted mismo. —Buenas tardes, don Augusto —y la voz de la nada. Augusto se sentó en un sofá, la llamó: ¡ven —Mira, si es que vas a llorar te dejo.
—Voy allá. muchacha era serena y clara y no menos clara y sere- acá!, la dijo que se sentara, como la otra vez sobre sus La chica apoyó la cabeza en el pecho de Augusto,
na su mirada. rodillas, y la estuvo un buen rato mirando a los ojos. ocultándolo en él, y rompió a llorar procurando
—¿Cómo no has despachado con Liduvina Ella resistió tranquilamente aquella mirada, pero ahogar sus sollozos. «Esta chiquilla se me va a des-
como otras veces en que yo no estoy en casa cuando temblaba toda ella como la hoja de un chopo. mayar», pensó él mientras le acariciaba la cabellera.
llegas? —¿Tiemblas, chiquilla...? —¡Cálmate!, ¡cálmate!
—¡No sé! Me dijo que me esperase. Creí que —¿Yo? Yo no. Me parece que es usted... —¿Y aquella mujer...? —preguntó Rosario sin
querría usted decirme algo... —No tiembles, cálmate. levantar la cabeza y tragándose sus sollozos.
«Pero ¿esto es ingenuidad o qué es?», pensó —No vuelva a hacerme llorar... —Ah, ¿te acuerdas? Pues aquella mujer ha aca-
Augusto y se quedó un momento suspenso. Hubo —Vamos, sí, que quieres que te vuelva a hacer bado por rechazarme del todo. Nunca la gané, pero
un instante embarazoso, preñado de un inquieto llorar. Di, ¿tienes novio? ahora la he perdido del todo, ¡del todo!
silencio. —Pero qué preguntas... La chica levantó la frente y le miró cara a cara,
—Lo que quiero, Rosario, es que olvides lo del —Dímelo, ¿le tienes? como para ver si decía la verdad.
otro día, que no vuelvas a acordarte de ello, ¿entien- —¡Novio... así, novio... no! —Es que me quiere engañar... —susurró.
des? —Pero ¿es que no se te ha dirigido todavía nin- —¿Cómo que te quiero engañar? Ah, ya, ya.
—Bueno, como usted quiera... gún mozo de tu edad? Conque esas tenemos, ¿eh? Pues ¿no dices que te-
—Ya ve usted, don Augusto... nías novio?

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—Yo no he dicho nada... —No, no, déjalo. Yo sé cuál es mi enfermedad. —¡Vete, vete ahora! se entienden. Lo que es producto social es la menti-
—¡Calma!, ¡calma! —y poniéndola junto a sí Y lo que me hace falta es emprender un viaje. —Y —Y aquella mujer... ra...»
en el sofá se levantó él y empezó a pasearse por la después de un silencio—: ¿Me acompañarás en él? Abalanzose Augusto a la chica, que se había ya Al sentir unos lametones en la mano exclamó:
estancia. —¡Don Augusto! puesto en pie, la cogió, la apretó contra su pecho, «Ah, ¿ya estás aquí, Orfeo? Tú como no hablas no
Pero al volver la vista a ella vio que la pobre mu- —¡Deja el don! ¿Me acompañarás? juntó sus labios secos a los labios de ella y así, sin be- mientes, y hasta creo que no te equivocas, que no te
chacha estaba demudada y temblorosa. Comprendió —Como usted quiera... sarla, se estuvo un rato apretando boca a boca mien- mientes. Aunque, como animal doméstico que eres,
que se encontraba sin amparo, que así, sola frente a Una niebla invadió la mente de Augusto; la san- tras sacudía su cabeza. Y luego soltándola: ¡anda, algo se te habrá pegado del hombre... No hacemos
él, a cierta distancia, sentada en aquel sofá como un gre empezó a latirle en las sienes, sintió una opre- vete! más que mentir y darnos importancia. La palabra
reo ante el fiscal, sentíase desfallecer. sión en el pecho. Y para libertarse de ello empezó a Rosario se salió. Y apenas se había salido fue se hizo para exagerar nuestras sensaciones e impre-
—¡Es verdad! —exclamó—; estamos más pro- besar a Rosarito en los ojos, que los tenía que cerrar. Augusto, y cansado como si acabase de recorrer a pie siones todas... acaso para creerlas. La palabra y todo
tegidos cuanto más cerca. De pronto se levantó y dijo dejándola: leguas por entre montañas se echó sobre su cama, género de expresión convencional, como el beso y el
Volvió a sentarse, volvió a sentarla sobre sí, la —¡Déjame!, ¡déjame!, ¡tengo miedo! apagó la luz, y se quedó monologando: abrazo... No hacemos sino representar cada uno su
ciñó con sus brazos y la apretó a su pecho. La pobre- —¿Miedo de qué? «La he estado mintiendo y he estado mintién- papel. ¡Todos personas, todos caretas, todos cómi-
cilla le echó un brazo sobre el hombro, como para La repentina serenidad de la mozuela le asustó dome. ¡Siempre es así! Todo es fantasía y no hay cos! Nadie sufre ni goza lo que dice y expresa y acaso
apoyarse en él, y volvió a ocultar su cara en el seno más aún. más que fantasía. El hombre en cuanto habla mien- cree que goza y sufre; si no, no se podría vivir. En el
de Augusto. Y allí, como oyese el martilleo del cora- —Tengo miedo, no sé de quién, de ti, de mí; te, y en cuanto se habla a sí mismo, es decir, en cuan- fondo estamos tan tranquilos. Como yo ahora aquí,
zón de este, se alarmó. ¡de lo que sea!, ¡de Liduvina! Mira, vete, vete, pero to piensa sabiendo que piensa, se miente. No hay representando a solas mi comedia, hecho actor y es-
—¿Está usted malo, don Augusto? volverás, ¿no es eso?, ¿volverás? más verdad que la vida fisiológica. La palabra, este pectador a la vez. No mata más que el dolor físico.
—¿Y quién está bueno? —Cuando usted quiera. producto social, se ha hecho para mentir. Le he oído La única verdad es el hombre fisiológico, el que no
—¿Quiere usted que llame para que le traigan —Y me acompañarás en mi viaje, ¿no es así? a nuestro filósofo que la verdad es, como la palabra, habla, el que no miente...»
algo? —Como usted mande... un producto social, lo que creen todos, y creyéndolo Oyó un golpecito a la puerta.

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—¿Qué hay? los que nos revelan el amor. Por muy enamorada que
—¿Es que no va usted a cenar hoy? —preguntó esté una mujer de un hombre, o un hombre de una
Liduvina. mujer, no se dan cuenta de que lo están, no se dicen
—Es verdad; espera, que allá voy. a sí mismos que lo están, es decir, no se enamoran de
«Y luego dormiré hoy, como los otros días, y dor- veras sino cuando él ve que ella mira a otro hombre
mirá ella. ¿Dormirá Rosarito? ¿No habré turbado la o ella le ve a él mirar a otra mujer. Si no hubiese más
tranquilidad de su espíritu? Y esa naturalidad suya, que un solo hombre y una sola mujer en el mundo,
¿es inocencia o es malicia? Pero acaso no hay nada sin más sociedad, sería imposible que se enamora-
más malicioso que la inocencia, o bien, más inocente sen uno de otro. Además de que hace siempre falta
que la malicia. Sí, sí, ya me suponía yo que en el fondo la tercera, la Celestina, y la Celestina es la sociedad.
no hay nada más... más... ¿cómo lo diré?... más cínico ¡El Gran Galeoto! ¡Y qué bien está eso! ¡Sí, el Gran
que la inocencia. Sí, esa tranquilidad con que se me Galeoto! Aunque sólo fuese por el lenguaje. Y por
entregaba, eso que hizo me entrara miedo, miedo, no esto es todo eso del amor una mentira más. ¿Y el fi-
sé bien de qué, eso no era sino inocencia. Y lo de: “¿Y siológico? ¡Bah, eso fisiológico no es amor ni cosa que
aquella mujer?”, celos, ¿eh?, ¿celos? Probablemente lo valga! ¡Por eso es verdad! Pero... vamos, Orfeo, va-
no nace el amor sino al nacer los celos; son los celos mos a cenar. ¡Esto sí que es verdad!»

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XIX encendidos de haber llorado, pero con esas lágrimas —Después... después me encargó que averigua- —Pues no lo entiendo...
que escaldan, ¿sabe usted?, las de rabia... se yo de usted con diplomacia... —Y es, sin embargo, cosa muy clara. Una vez
A los dos días de esto anunciáronle a Augusto —¡Ah!, pero ¿es que hay diferentes clases de lá- —Y la mejor diplomacia, señora, es no tenerla, y entré en una reunión y uno que allí había y me
que una señora deseaba verle y hablarle. Salió a re- grimas? sobre todo conmigo... conocía ni me saludó siquiera. Al salir me quejé
cibirla y se encontró con doña Ermelinda, que al: —Naturalmente; hay lágrimas que refrescan y —Después me rogó que averiguase si le moles- de ello a un amigo y este me dijo: «No le extrañe
«¿usted por aquí?» de Augusto, contestó con un: desahogan y lágrimas que encienden y sofocan más. taría a usted el que ella aceptase, sin compromiso a usted, no lo ha hecho aposta; es que no se ha
«¡como no ha querido volver a vernos...! » Había llorado y no quiso cenar. Y me estuvo repi- alguno, el regalo que usted le ha hecho de su propia percatado siquiera de la presencia de usted.» Y
—Usted comprende, señora —contestó Augus- tiendo su estribillo de que los hombres son ustedes casa... le contesté: «Pues ahí está la grosería mayor; no
to—, que después de lo que me ha pasado en su casa todos unos brutos y nada más que unos brutos. Y ha —¿Cómo sin compromiso? en que no me haya saludado, sino en que no se
las dos últimas veces que he ido, la una con Eugenia estado estos días de morro, con un humor de todos —Vamos, sí, el que acepte el regalo como tal re- haya dado cuenta de mi presencia.» «Eso es en él
a solas y la otra cuando no quiso verme, no debía los diablos. Hasta que ayer me llamó, me dijo que galo. involuntario; es un distraído...», me replicó. Y yo
volver. Yo me atengo a lo hecho y lo dicho, pero no estaba arrepentida de cuanto le había dicho a usted, —Si como tal se lo doy, ¿cómo ha de aceptarlo? a mi vez: «Las mayores groserías son las llamadas
puedo volver por allí... que se excedió y fue con usted injusta, que reconoce —Porque dice que sí, que está dispuesta, para involuntarias, y la grosería de las groserías distraerse
—Pues traigo una misión para usted de parte de la rectitud y nobleza de las intenciones de usted y demostrarle su buena voluntad y lo sincero de su delante de personas. Es, señora, como eso que
Eugenia... que quiere no ya que usted le perdone aquello que arrepentimiento por lo que le dijo, a aceptar su gene- llaman neciamente olvidos involuntarios, como si
—¿De ella? le dijo de que la quería comprar, sino que no cree rosa donación, pero sin que eso implique... cupiese olvidarse voluntariamente de algo. El olvido
—Sí, de ella. Yo no sé qué ha podido ocurrirle semejante cosa. Es en esto en lo que hizo más hin- —¡Basta, señora, basta! Ahora parece que sin involuntario suele ser una grosería.»
con el novio, pero no quiere oír hablar de él, está capié. Dice que ante todo quiere que usted le crea darse cuenta vuelven a ofenderme... —Y a qué viene esto...
contra él furiosa, y el otro día, al volver a casa, se que si dijo aquello fue por excitación, por despecho, —Será sin intención... —Esto viene, señora doña Ermelinda, a que des-
encerró en su cuarto y se negó a cenar. Tenía los ojos pero que no lo cree... —Hay ocasiones en que las peores ofensas son pués de haberme pedido perdón por aquella especie
—Y creo que no lo crea. esas que se infligen sin intención, según se dice. ofensiva de que con mi donativo buscaba comprarla

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forzando su agradecimiento, no sé bien a qué viene —Pues se equivoca usted de medio a medio. —Le juro a usted, don Augusto, le juro por la —¿E irá usted pronto a vernos?
aceptarlo pero haciendo constar que sin compromi- Porque precisamente después de haberme mi sobri- santa memoria de mi santa madre que esté en gloria, —Eso...
so. ¿Qué compromiso, vamos, qué compromiso? na dicho todo lo que acabo de repetirle a usted, al le juro... —Mire que si no la pobrecilla no me va a creer,
—¡No se exalte usted así, don Augusto...! insinuarle yo y aconsejarle que pues ha reñido con —El segundo, no jurar... va a sentirlo...
—¡Pues no he de exaltarme, señora, pues no he el gandul de su novio procurase ganar a usted como —Pues le juro que es usted el que ahora se olvi- —Es que pienso emprender un viaje largo y le-
de exaltarme! ¿Es que esa... muchacha se va a burlar tal, vamos, usted me entiende... da, involuntariamente por supuesto, de quién soy jano...
de mí y va a querer jugar conmigo? —y al decir esto —Sí, que me reconquistase... yo, de quién es Ermelinda Ruiz y Ruiz. —Antes, de despedida...
se acordaba de Rosarito. —¡Eso! Pues bien, al aconsejarle esto, me dijo —Si así fuese... —Bueno, veremos...
—¡Por Dios, don Augusto, por Dios...! una y cien veces que eso no y que no y que no; que —Sí, así es, así —y pronunció estas palabras con Separáronse. Cuando doña Ermelinda lle-
—Ya tengo dicho que la hipoteca se deshizo, le estimaba y apreciaba a usted para amigo y como tal acento que no dejaba lugar a duda. gó a casa y contó a su sobrina la conversación con
que la he cancelado, y que si ella no se hace cargo de tal, pero no le gustaba como marido, que no quería —Pues entonces... entonces... diga a su sobrina Augusto, Eugenia se dijo: «Aquí hay otra, no me
su casa yo nada tengo que ver con ella. ¡Y que me lo casarse sino con un hombre de quien estuviese que acepto sus explicaciones, que se las agradezco pro- cabe duda; ahora sí que le reconquisto.»
agradezca o no, ya no me importa! enamorada... fundamente, que seguiré siendo su amigo, un amigo Augusto, por su parte, al quedarse solo púsose
—Pero, don Augusto, ¡no se ponga así! ¡Si lo —Y que de mí no podrá llegar a estarlo, ¿no es eso? leal y noble, pero sólo amigo, ¿eh?, nada más que ami- a pasearse por la estancia diciéndose: «Quiere jugar
que ella quiere es hacer las paces con usted, que vuel- —No, tanto como eso no dijo... go, sólo amigo... Y no le diga que yo no soy un piano en conmigo, como si yo fuese un piano... me deja, me
van a ser amigos...! —Vamos, sí; que esto también es diplomacia... que se puede tocar a todo antojo, que no soy un hom- toma, me volverá a dejar... Yo estaba de reserva...
—Sí, ahora que ha roto la guerra con el otro, ¿no —¿Cómo? bre de hoy te dejo y luego te tomo, que no soy sustituto Diga lo que quiera, anda buscando que yo vuelva a
es eso? Antes era yo el otro; ahora soy el uno, ¿no es —Sí, que viene usted no sólo a que yo perdone ni vicenovio, que no soy plato de segunda mesa... solicitarla, acaso para vengarse, tal vez para dar celos
eso? Ahora se trata de pescarme, ¿eh? a esa... muchacha, sino a ver si accedo a pretenderla —¡No se exalte usted así! al otro y volverle al retortero... Como si yo fuese un
—Pero ¡si no he dicho tal cosa...! para mujer, ¿no es eso? Cosa convenida, ¿eh?, y ella —¡No, si no me exalto! Pues bien, que sigo sien- muñeco, un ente, un don nadie... ¡Y yo tengo mi ca-
—No, pero lo adivino. se resignará... do su amigo... rácter, vaya si le tengo, yo soy yo! Sí, ¡yo soy yo!, ¡yo

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soy yo! Le debo a ella, a Eugenia, ¿cómo negarlo?, el hinchando, hinchando y la casa le viniera estrecha, Así llegó a aquel recatado jardincillo que había en ¡Cuántas veces sentado solo y solitario en uno de
que haya despertado mi facultad amorosa; pero una salió a la calle para darle espacio y desahogo. la solitaria plaza del retirado barrio en que vivía. Era la los bancos verdes de aquella plazuela vio el incendio
vez que me la despertó y suscitó no necesito ya de Apenas pisó la calle y se encontró con el cielo plaza un remanso de quietud donde siempre jugaban del ocaso sobre un tejado y alguna vez destacarse
ella; lo que sobran son mujeres.» sobre la cabeza y las gentes que iban y venían, cada algunos niños, pues no circulaban por allí tranvías ni sobre el oro en fuego del espléndido arrebol el con-
Al llegar a esto no pudo por menos que son- cual a su negocio o a su gusto y que no se fijaban apenas coches, e iban algunos ancianos a tomar el sol torno de un gato negro sobre la chimenea de una
reírse, y es que se acordó de aquella frase de Víctor en él, involuntariamente por supuesto, ni le hacían en las tardecitas dulces del otoño, cuando las hojas de la casa! Y en tanto, en otoño, llovían hojas amarillas,
cuando anunciándoles Gervasio, recién casado, que caso, por no conocerle sin duda, sintió que su yo, docena de castaños de Indias que allí vivían recluidos, anchas hojas como de vid, a modo de manos momi-
se iba con su mujer a pasar una temporadita en París, aquel yo del «¡yo soy yo!» se le iba achicando, achi- después de haber temblado al cierzo, rodaban por el ficadas, laminadas, sobre los jardincillos del centro
le dijo: «¿A París y con mujer? ¡Eso es como ir con cando y se le replegaba en el cuerpo y aun dentro enlosado o cubrían los asientos de aquellos bancos con sus arriates y sus macetas de flores. Y jugaban
un bacalao a Escocia!» Lo que le hizo muchísima de este buscaba un rinconcito en que acurrucarse y de madera siempre pintada de verde, del color de la los niños entre las hojas secas, jugaban acaso a reco-
gracia a Augusto. que no se le viera. La calle era un cinematógrafo y hoja fresca. Aquellos árboles domésticos, urbanos, en gerlas, sin darse cuenta del encendido ocaso.
Y siguió diciéndose: «Lo que sobran son muje- él sentíase cinematográfico, una sombra, un fantas- correcta formación, que recibían riego a horas fijas, Cuando llegó aquel día a la tranquila plaza y se
res. ¡Y qué encanto la inocencia maliciosa, la malicia ma. Y es que siempre un baño en muchedumbre hu- cuando no llovía, por una reguera y que extendían sentó en el banco, no sin antes haber despejado su
inocente de Rosarito, esta nueva edición de la eterna mana, un perderse en la masa de hombres que iban sus raíces bajo el enlosado de la plaza; aquellos árboles asiento de las hojas secas que lo cubrían —pues era
Eva!, ¡qué encanto de chiquilla! Ella, Eugenia, me y venían sin conocerle ni percatarse de él, le produjo presos que esperaban ver salir y ponerse el sol sobre otoño—, jugaban allí cerca, como de ordinario, unos
ha bajado del abstracto al concreto, pero ella me lle- el efecto mismo de un baño en naturaleza abierta a los tejados de las casas; aquellos árboles enjaulados, chiquillos. Y uno de ellos, poniéndole a otro junto
vó al genérico, y hay tantas mujeres apetitosas, tan- cielo abierto, y a la rosa de los vientos. que tal vez añoraban la remota selva, atraíanle con al tronco de uno de los castaños de Indias, bien arri-
tas... ¡tantas Eugenias!, ¡tantas Rosarios! No, no, Sólo a solas se sentía él; sólo a solas podía decirse un misterioso tiro. En sus copas cantaban algunos madito a él, le decía: «Tú estabas ahí preso, te tenían
conmigo no juega nadie, y menos una mujer. ¡Yo soy a sí mismo, tal vez para convencerse, « ¡yo soy yo!»; pájaros urbanos también, de esos que aprenden a huir unos ladrones ...» «Es que yo ...», empezó malhumo-
yo! ¡Mi alma será pequeña, pero es mía!» Y sintien- ante los demás, metido en la muchedumbre atareada de los niños y alguna vez a acercarse a los ancianos que rado el otro, y el primero le replicó: «No, tú no eras
do en esta exaltación de su yo como si este se le fuera o distraída, no se sentía a sí mismo. les ofrecen unas migas de pan. tú...» Augusto no quiso oír más; levantose y se fue

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a otro banco. Y se dijo: «Así jugamos también los XX Anunciáronle que una señorita deseaba verle. desarmado y sin saber qué decir. Sentáronse los dos,
mayores; ¡tú no eres tú!, ¡yo no soy yo! Y estos pobres «¿Una señorita?» «Sí —dijo Liduvina—, me pare- y se siguió un brevísimo silencio.
árboles, ¿son ellos? Se les cae la hoja antes, mucho Emprendería el viaje, ¿sí o no? Ya lo había anun- ce que es... ¡la pianista!» «¡Eugenia!» «La misma.» —Pues sí, lo dicho, don Augusto, a usted le han
antes que a sus hermanos del monte, y se quedan en ciado primero a Rosarito, sin saber bien lo que se Quedose suspenso. Como un relámpago de mareo engañado respecto a mí y a mí me han engañado
esqueleto, y estos esqueletos proyectan su recortada decía, por decir algo, o más bien como un pretexto pasole por la mente la idea de despacharla, de que respecto a usted; esto es todo.
sombra sobre los empedrados al resplandor de los re- para preguntarle si le acompañaría en él, y luego a le dijeran que no estaba en casa. «Viene a conquis- —Pero ¡si hemos hablado uno con otro, Eugenia!
verberos de luz eléctrica. ¡Un árbol iluminado por la doña Ermelinda, para probarle... ¿qué?, ¿qué es lo tarme, a jugar conmigo como con un muñeco — —No haga usted caso de lo que le dije. ¡Lo pa-
luz eléctrica!, ¡qué extraña, qué fantástica apariencia que pretendió probarle con aquello de que iba a em- se dijo—, a que le haga el juego, a que sustituya al sado, pasado!
la de su copa en primavera cuando el arco voltaico prender un viaje? ¡Lo que fuese! Mas era el caso que otro...» Luego lo pensó mejor. «¡No, hay que mos- —Sí, siempre es lo pasado pasado, ni puede ser
ese le da aquella apariencia metálica!, ¡y aquí que las había soltado por dos veces prenda, que había dicho trarse fuerte!» de otra manera.
brisas no los mecen...! ¡Pobres árboles que no pueden que iba a emprender un viaje largo y lejano y él era —Dile que ahora voy. —Usted me entiende. Y yo quiero que no dé a
gozar de una de esas negras noches del campo, de hombre de carácter, él era él; ¿tenía que ser hombre Le tenía absorto la intrepidez de aquella mujer. mi aceptación de su generoso donativo otro sentido
esas noches sin luna, con su manto de estrellas pal- de palabra? «Hay que confesar que es toda una mujer, que es que el que tiene.
pitantes! Parece que al plantar a cada uno de estos Los hombres de palabra primero dicen una cosa todo un carácter, ¡vaya un arrojo!, ¡vaya una reso- —Como yo deseo, señorita, que no dé a mi do-
árboles en este sitio les ha dicho el hombre: “¡tú no y después la piensan, y por último la hacen, resulte lución!, ¡vaya unos ojos!; pero, ¡no, no, no, no me nativo otra significación que la que tiene.
eres tú!” y para que no lo olviden le han dado esa ilu- bien o mal luego de pensada; los hombres de palabra doblega!, ¡no me conquista!» —Así, lealtad por lealtad. Y ahora, como debe-
minación nocturna por luz eléctrica... para que no se no se rectifican ni se vuelven atrás de lo que una vez Cuando entró Augusto en la sala, Eugenia es- mos hablar claro, he de decirle que después de todo
duerman... ¡pobres árboles trasnochadores! ¡No, no, han dicho. Y él dijo que iba a emprender un viaje taba de pie. Hízole una seña de que se sentara, lo pasado y de cuanto le dije, no podría yo, aunque
conmigo no se juega como con vosotros! » largo y lejano. mas ella, antes de hacerlo, exclamó: «¡A usted, don quisiera, pretender pagarle esa generosa donación de
Levantose y empezó a recorrer calles como un ¡Un viaje largo y lejano! ¿Por qué?, ¿para qué?, Augusto, le han engañado lo mismo que me han en- otra manera que con mi más puro agradecimiento.
sonámbulo. ¿cómo?, ¿adónde? gañado a mí!» Con lo que se sintió el pobre hombre Así como usted, por su parte, creo...

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—En efecto, señorita, por mi parte yo, después —Explíquese usted más claro, señorita. No vale fatalidad que tú. Eres tú, que me traes y me llevas y me —¡Déjame!, ¡déjame! —dijo ella, mientras se
de lo pasado, de lo que usted me dijo en nuestra últi- decir las cosas a medias. haces dar vueltas como un argadillo; eres tú, que me arreglaba y componía el pelo.
ma entrevista, de lo que me contó su señora tía y de —Pues bien, don Augusto, las cosas claras, muy vuelves loco; eres tú, que me haces quebrantar mis más —No, tú... tú... tú... Eugenia... tú...
lo que adivino, no podría, aunque lo deseara, pre- claras. ¿Cree usted que es fácil que después de lo firmes propósitos; eres tú, que haces que yo no sea yo... —No, yo no, no puede ser..
tender cotizar mi generosidad... pasado y sabiendo, como ya se sabe entre nuestros Y le echó el brazo al cuello, la atrajo a sí y la apre- —¿Es que no me quieres?
—¿Estamos, pues, de acuerdo? conocimientos, que usted ha deshipotecado mi pa- tó contra su seno. Y ella tranquilamente se quitó el —Eso de querer... ¿quién sabe lo que es querer?
—De perfecto acuerdo, señorita. trimonio regalándomelo así, es fácil que haya quien sombrero. No sé... no sé... no estoy segura de ello...
—Y así, ¿podremos volver a ser amigos, buenos se dirija a mí con ciertas pretensiones? —Sí, Augusto, es la fatalidad la que nos ha —¿Y esto entonces?
amigos, verdaderos amigos? «¡Esta mujer es diabólica!» , pensó Augusto, y traído a esto. Ni... ni tú ni yo podemos ser infieles, —¡Esto es una... fatalidad del momento!, pro-
—Podremos. bajó la cabeza mirando al suelo sin saber qué contes- desleales a nosotros mismos; ni tú puedes aparecer ducto de arrepentimiento... qué sé yo... estas cosas
Le tendió Eugenia su fina mano, blanca y fría tar. Cuando, al instante, la levantó vio que Eugenia queriéndome comprar como yo en un momento de hay que ponerlas a prueba... Y además, ¿no había-
como la nieve, de ahusados dedos hechos a dominar se enjugaba una furtiva lágrima. ofuscación te dije, ni yo puedo aparecer haciendo de mos quedado, Augusto, en que seríamos amigos,
teclados, y la estrechó en la suya, que en aquel mo- —¡Eugenia! —exclamó, y le temblaba la voz. ti un sustituto, un vice, un plato de segunda mesa, buenos amigos, pero nada más que amigos?
mento temblaba. —¡Augusto! —susurró rendidamente ella. como a mi tía le dijiste, y queriendo no más que pre- —Sí, pero... ¿Y aquello de tu sacrificio? ¿Aquello
—Seremos, pues, amigos don Augusto, buenos —Pero, ¿y qué quieres que hagamos? miar tu generosidad... de que por haber aceptado mi dádiva, por ser amiga,
amigos, aunque esta amistad a mí... —Oh, no, es la fatalidad, no es más que la fatali- —Pero ¿y qué nos importa, Eugenia mía, el apa- nada más que amiga mía, no vaya a haber quien te
—¿Qué? dad; somos juguete de ella. ¡Es una desgracia! recer de un modo o de otro?, ¿a qué ojos? pretenda?
—Acaso ante el público... Augusto fue, dejando su butaca, a sentarse en el —¡A los mismos nuestros! —¡Ah, eso no importa; tengo tomada mi reso-
—¿Qué? ¡Hable!, ¡hable! sofá, al lado de Eugenia. —Y qué, Eugenia mía... lución!
—Pero, en fin, después de dolorosas experien- —¡Mira, Eugenia, por Dios, que no juegues Volvió a apretarla a sí y empezó a llenarle de be- —¿Acaso después de aquella ruptura...?
cias recientes he renunciado ya a ciertas cosas... así conmigo! La fatalidad eres tú; aquí no hay más sos la frente y los ojos. Se oía la respiración de ambos. —Acaso...

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—¡Eugenia! ¡Eugenia! —No, no, lo pasado, pasado, ¡no!, ¡no!, ¡no!… —Eso es lo que no me importa. —La verdad es, chiquilla, que no te entiendo.
En este momento se oyó llamar a la puerta, y —Bien, bien, que espera la Rosario... —¿Me vas a hacer creer que después de las espe- —Lo creo.
Augusto, tembloroso, encendido su rostro, exclamó —Por Dios, Eugenia... ranzas que te he hecho concebir no estás celosa? —Yo no sé qué es esto, si inocencia, malicia,
con voz seca: «¿Qué hay?» —No, si nada de extraño tiene; también a mí me —Si usted supiera, don Augusto, cómo me he burla, precoz perversidad...
—¡La Rosario, que espera! —dijo la voz de esperaba en un tiempo el... Mauricio. Volveremos a criado y en qué familia, comprendería que aunque —Esto no es más que cariño.
Liduvina. vernos. Y seamos serios y leales a nosotros mismos. soy una chiquilla estoy ya fuera de esas cosas de ce- —¿Cariño?, ¿y por qué?
Augusto cambió de color, poniéndose lívido. Púsose el sombrero, tendió su mano a Augusto los. Nosotras, las de mi posición... —¿Quiere usted saber por qué?, ¿no se ofenderá
—¡Ah! —exclamó Eugenia—, aquí estorbo ya. que, cogiéndosela, se la llevó a los labios y la cubrió —¡Cállate! si se lo digo?, ¿me promete no ofenderse?
Es la... Rosario que le espera a usted. ¿Ve usted cómo de besos, y salió, acompañándola él hasta la puer- —Como usted quiera. Pero le repito que esa —Anda, dímelo.
no podemos ser más que amigos, buenos amigos, ta. La miró un rato bajar las escaleras garbosa y con mujer le está a usted engañando. Si no fuera así y si —Pues bien, por... por... porque es usted un infe-
muy buenos amigos? pie firme. Desde un descansillo de abajo alzó ella usted la quiere y es ese su gusto, ¿qué más quisiera yo liz, un pobre hombre...
—Pero Eugenia... sus ojos y le saludó con la mirada y con la mano. sino que usted se casase con ella? —¿También tú?
—Que espera la Rosario... Volviose Augusto, entró al gabinete, y al ver a —Pero ¿dices todo eso de verdad? —Como usted quiera. Pero fíese de esta chiqui-
—Y si me rechazaste, Eugenia, como me recha- Rosario allí de pie, con la cesta de la plancha, le dijo —De verdad. lla; fíese de... la Rosario. Más leal a usted... ¡ni Orfeo!
zaste, diciéndome que te quería comprar y en rigor bruscamente: «¿Qué hay?» —¿Cuántos años tienes? —¿Siempre?
porque tenías otro, ¿qué iba a hacer yo luego que al —Me parece, don Augusto, que esa mujer le está —Diecinueve. —¡Siempre!
verte aprendí a querer? ¿No sabes acaso lo que es el engañando a usted... —Ven acá —y cogiéndola con sus dos manos de —¿Pase lo que pase?
despecho, lo que es el cariño desnidado? —Y a ti ¿qué te importa? los sendos hombros la puso cara a cara consigo y se le —Sí, pase lo que pase.
—Vaya, Augusto, venga esa mano; volveremos a —Me importa todo lo de usted. quedó mirando a los ojos. —Tú, tú eres la verdadera —y fue a cogerla.
vernos, pero conste que lo pasado, pasado. —Lo que quieres decir es que te estoy engañan- Y fue Augusto quien se demudó de color, no —No, ahora no, cuando esté usted más tran-
do... ella. quilo. Y cuando no...

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—Basta, te entiendo. —Pero ¡hombre, eso primero no es posible! celos de esta otra que no le cuesta, y si además de no —¿Y a qué llamas lujos?
Y se despidieron. —¡En teniendo mucho dinero todo es posible! costarle nada le produce encima... si lleva a una mu- —A esas cosas que se ve en los teatros y se lee en
Y al quedarse solo se decía Augusto: «Entre una —¿Y si ellas se enteran? jer dinero que de otra saca, entonces... las novelas...
y otra me van a volver loco de atar... yo ya no soy yo...» —Eso a ellas no les importa. —Entonces, ¿qué? —¡Pues, hombre, pocos crímenes de esos que
—Me parece que el señorito debía dedicarse a la —¿Pues no ha de importarle, hombre, a una mu- —Que todo marcha a pedir de boca. Créame us- llaman pasionales, por celos, se ven en vuestra cla-
política o a algo así por el estilo —le dijo Liduvina jer el que otra le quite parte del cariño de su marido? ted, señorito, no hay Otelas... se...!
mientras le servía la comida—; eso le distraería. —Se contenta con su parte, señorito, si no se le —Ni Desdémonos. —¡Bah!, eso es porque esos... chulos van al tea-
—¿Y cómo se te ha ocurrido eso, mujer de Dios? pone tasa al dinero que gasta. Lo que le molesta a una —¡Puede ser...! tro y leen novelas, que si no...
—Porque es mejor que se distraiga uno a no que mujer es que su hombre la ponga a ración de comer, —Pero qué cosas dices... —Si no, ¿qué?
le distraigan y... ¡ya ve usted! de vestir, de todo lo demás así, de lujo; pero si le deja —Es que antes de haberme casado con Liduvina —Que a todos nos gusta, señorito, hacer papel
—Bueno, pues llama ahora a tu marido, a gastar lo que quiera... Ahora, si tiene hijos de él... y venir a servir a casa del señorito había servido yo y nadie es el que es, sino el que le hacen los demás.
Domingo, en cuanto acabe de comer, y dile que quie- —Si tiene hijos, ¿qué? en muchas casas de señorones... me han salido los —Filósofo estás...
ro echar con él una partida de tote... que me distraiga. —Que los verdaderos celos vienen de ahí, seño- dientes en ellas... —Así me llamaba el último amo que tuve antes.
Y cuando la estaba jugando dejó de pronto rito, de los hijos. Es una madre que no tolera otra —¿Y en vuestra clase? Pero yo creo lo que le ha dicho mi Liduvina, que
Augusto la baraja sobre la mesa y preguntó: madre o que puede serlo, es una madre que no to- —¿En nuestra clase? ¡bah!, nosotros no nos per- usted debe dedicarse a la política.
—Di, Domingo, cuando un hombre está enamo- lera que se les merme a sus hijos para otros hijos o mitimos ciertos lujos...
rado de dos o más mujeres a la vez, ¿qué debe hacer? para otra mujer. Pero si no tiene hijos y no le tasan
—¡Según y conforme! el comedero y el vestidero, y la pompa y la fanfarria,
—¿Cómo según y conforme? ¡bah!, hasta le ahorran así molestias... Si uno tiene
—¡Sí! Si tiene mucho dinero y muchas agallas, además de una mujer que le cueste otra que no le
casarse con todas ellas, y si no no casarse con ninguna. cueste nada, aquella que le cuesta apenas si siente

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XXI una cierta oculta simpatía, quien mayor afecto, más despertaban de pronto como en sobresalto, pero era —Y no sospechó usted nada antes, no lo barruntó...
compasión acaso nos ha mostrado, y yo, para figu- para volver a dormirse muy pronto, pasado el relám- —¡Nada! Mi mujer salía sola de casa con bas-
—Sí, tiene usted razón —le decía don Antonio rarme una vez más que me libro de un peso, voy a pago de vida, ¡y de qué vida!, y luego como si nada tante frecuencia, a casa de su madre, de unas ami-
a Augusto aquella tarde, en el Casino, hablando a confiarle mis desdichas. Esa mujer, la madre de mis hubiese sido, como si se hubiese olvidado de todo lo gas, y su misma extraña frialdad la defendía ante mí
solas, en un rinconcito—, tiene usted razón, hay un hijos, no es mi mujer. que pasó. Era como si estuviésemos siempre reco- de toda sospecha. ¡Y nada adiviné nunca en aquella
misterio doloroso, dolorosísimo en mi vida. Usted —Me lo suponía; pero si es ella la madre de sus menzando la vida, como si la estuviese reconquistan- esfinge! El hombre con quien huyó era un hombre
ha adivinado algo. Pocas veces ha visitado usted mi hijos, si con usted vive como su mujer, lo es. do de continuo. Me admitió de novio como en un casado, que no sólo dejó a su mujer y a una pequeña
pobre hogar… ¿hogar?, pero habrá notado... —No, yo tengo otra mujer... legítima, según se ataque epiléptico y creo que en otro ataque me dio el niña para irse con la mía, sino que se llevó la fortuna
—Sí, algo extraño, yo no sé qué tristeza flotante la llama. Estoy casado, pero no con la que usted co- sí ante el altar. Y nunca pude conseguir que me dijese toda de la suya, que era regular, después de haberla
que me atraía a él... noce. Y esta, la madre de mis hijos, está casada tam- si me quería o no. Cuantas veces se lo pregunté, antes manejado a su antojo. Es decir, que no sólo aban-
—A pesar de mis hijos, de mis pobres hijos, a bién, pero no conmigo y después de casarnos, siempre me contestó: «Eso no donó a su esposa, sino que la arruinó robándole lo
usted le habrá parecido un hogar sin hijos, acaso sin —Ah, un doble... se pregunta; es una tontería.» Otras veces decía que el suyo. Y en aquella seca y breve y fría carta que recibí
esposos... —No, un cuádruple, como va usted a verlo. Yo verbo amar ya no se usa sino en el teatro y los libros, y se hacía alusión al estado en que la pobre mujer del
—No sé... no sé... me casé loco, pero enteramente loco de amor, con que si yo le hubiese escrito: ¡te amo!, me habría despe- raptor de la mía se quedaba. ¡Raptor o raptado... no
—Vinimos de lejos, de muy lejos, huyendo, pero una mujercita reservada y callandrona, que habla- dido al punto. Vivimos más de dos años de casados lo sé! En unos días ni dormí, ni comí, ni descansé;
hay cosas que van siempre con uno, que le rodean y en- ba poco y parecía querer decir siempre mucho más de una extraña manera, reanudando yo cada día la no hacía sino pasear por los más apartados barrios
vuelven como un ánimo misterioso. Mi pobre mujer... de lo que decía, con unos ojos garzos dulces, dulces, conquista de aquella esfinge. No tuvimos hijos. Un de mi ciudad. Y estuve a punto de dar en los vicios
—Sí, en el rostro de su señora se adivina toda dulces, que parecían dormidos y sólo se despertaban día faltó a casa por la noche, me puse como loco, la más bajos y más viles. Y cuando empezó a asentár-
una vida de... de tarde en tarde, pero era entonces para chispear anduve buscando por todas partes, y al siguiente día seme el dolor, a convertírseme en pensamiento, me
—De martirio, dígalo usted. Pues bien, amigo fuego. Y ella era toda así. Su corazón, su alma toda, supe por una carta muy seca y muy breve que se había acordé de aquella otra pobre víctima, de aquella mu-
don Augusto, usted ha sido, no sé bien por qué, por todo su cuerpo, que parecían de ordinario dormidos, ido lejos, muy lejos, con otro hombre... jer que se quedaba sin amparo, robada de su cariño y

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de su fortuna. Creí un caso de conciencia, pues que —No, eso tardó, tardó algo. Fue cosa de la convi- vivido con mi mujer, con mi propia mujer, y ¡anda!, avergonzarnos, nos pusimos a besuquear a la niña, y
mi mujer era la causa de su desgracia, ir a ofrecerla vencia, de un cierto sentimiento de venganza, de des- ¡y ahora aquel ladrón...! Me imaginé que mi mujer alguno de estos besos cambió de rumbo. Aquella no-
mi ayuda pecuniaria, ya que Dios me dio fortuna. pecho, de qué sé yo... Me prendé no ya de ella, sino de habría despertado del todo y que vivía en pura bra- che, entre lágrimas y furores de celos, engendramos al
—Adivino el resto, don Antonio. su hija, de la desdichada hija del amante de mi mujer; sa. La otra, la que vivía conmigo, conoció algo y me primer hermanito de la hija del ladrón de mi dicha.
—No importa. La fui a ver. Figúrese usted aque- la cobré un amor de padre, un violento amor de padre, preguntó: «¿Qué te pasa?» Habíamos convenido en —¡Extraña historia!
lla nuestra primera entrevista. Lloramos nuestras sen- como el que hoy le tengo, pues la quiero tanto, tanto, tutearnos, por la niña. «¡Déjame!» , le contesté. Pero —Y fueron nuestros amores, si es que así quiere
das desgracias, que eran una desgracia común. Yo me sí, cuando no más, que a mis propios hijos. La cogía acabé confesándoselo todo, y ella al oírmelo tembla- usted llamarlos unos amores secos y mudos, hechos
decía: «¿Y es por mi mujer por la que ha dejado a esta en mis brazos, la apretaba a mi pecho, la envolvía en ba. Y creo que la contagié de mis furiosos celos... de fuego y rabia, sin ternezas de palabra. Mi mujer, la
ese hombre?», y sentía, ¿por qué no he de confesarle la besos, y lloraba, lloraba sobre ella. Y la pobre niña me —Y claro, después de eso... madre de mis hijos quiero decir, porque esta y no otra
verdad?, una cierta íntima satisfacción, algo inexplica- decía: «¿Por qué lloras, papá?», pues le hacía que me —No, vino algo después y por otro camino. Y es mi mujer, mi mujer es, como usted habrá visto, una
ble, como si yo hubiese sabido escoger mejor que él y él llamase así y por tal me tuviera. Y su pobre madre al fue que un día estando los dos con la niña, la tenía mujer agraciada, tal vez hermosa, pero a mí nunca me
lo reconociese. Y ella, su mujer, se hacía una reflexión verme llorar así lloraba también y alguna vez mez- yo sobre mis rodillas y estaba contándole cuentos y inspiró ardor de deseos, y esto a pesar de la conviven-
análoga, aunque invertida, según después me ha decla- clamos nuestras lágrimas sobre la rubia cabecita de la besándola y diciéndola bobadas, se acercó su madre cia. Y aun después que acabamos en lo que le digo me
rado. Le ofrecí mi ayuda pecuniaria, lo que de mi for- hija del amante de mi mujer, del ladrón de mi dicha. y empezó a acariciarla también. Y entonces ella, ¡po- figuré no estar en exceso enamorado de ella, hasta que
tuna necesitase, y empezó rechazándomelo. «Trabajaré Un día supe —prosiguió— que mi mujer había te- brecilla!, me puso una de sus manitas sobre el hom- pude convencerme de lo contrario. Y es que una vez,
para vivir y mantener a mi hija», me dijo. Pero insistí y nido un hijo de su amante y aquel día todas mis en- bro y la otra sobre el de su madre y, nos dijo: «Papaíto... después de uno de sus partos, después del nacimiento
tanto insistí que acabó aceptándomelo. La ofrecí ha- trañas se sublevaron, sufrí como nunca había sufrido mamaíta... ¿por qué no me traéis un hermanito para del cuarto de nuestros hijos, se me puso tan mal, tan
cerla mi ama de llaves, que se viniese a vivir conmigo, y creí volverme loco y quitarme la vida. Los celos, lo que juegue conmigo, como le tienen otras niñas, y no mal, que creí que se me moría. Perdió la más de la
claro que viniéndonos muy lejos de nuestra patria, y más brutal de los celos, no lo sentí hasta entonces. La que estoy sola...?» Nos pusimos lívidos, nos miramos sangre de sus venas, se quedó como la cera de blanca,
después de mucho pensarlo lo aceptó también. herida de mi alma, que parecía cicatrizada, se abrió y a los ojos con una de esas miradas que desnudan las se le cerraban los párpados... Creí perderla. Y me puse
—Y es claro, al irse a vivir juntos... sangraba... ¡sangraba fuego! Más de dos años había almas, nos vimos éstas al desnudo, y luego, para no como loco, blanco yo también como la cera, la sangre

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se me helaba. Y fui a un rincón de la casa, donde nadie —¿Mucho más?
me viese, y me arrodillé y pedí a Dios que me matara —¡Más, sí! De modo que usted tiene dos muje-
antes de que dejase morir a aquella santa mujer. Y llo- res, don Antonio.
ré y me pellizqué y me arañé el pecho hasta sacarme —No, no, no tengo más que una, una sola, la
sangre. Y comprendí con cuán fuerte atadura estaba madre de mis hijos. La otra no es mi mujer, no sé si
mi corazón atado al corazón de la madre de mis hijos. lo es del padre de su hija.
Y cuando esta se repuso algo y recobró conocimiento —Y esa tristeza...
y salió de peligro, acerqué mi boca a su oído, según —La ley es siempre triste, don Augusto. Y es
ella sonreía a la vida renaciente tendida en la cama, y más triste un amor que nace y se cría sobre la tumba
le dije lo que nunca le había dicho y nunca le he vuelto de otro y como una planta que se alimenta, como
de la misma manera a decir. Y ella sonreía, sonreía, de mantillo, de la podredumbre de otra planta.
sonreía mirando al techo. Y puse mi boca sobre su Crímenes, sí, crímenes ajenos nos han juntado, ¿y
boca, y me enlacé con sus desnudos brazos el cuello, y es nuestra unión acaso crimen? Ellos rompieron lo
acabé llorando de mis ojos sobre sus ojos. Y me dijo: que no debe romperse, ¿por qué no habíamos noso-
«Gracias, Antonio, gracias, por mí, por nuestros hi- tros de anudar los cabos sueltos?
jos, por nuestros hijos todos... todos... todos... por ella, —Y no han vuelto a saber...
por Rita...» Rita es nuestra hija mayor, la hija del la- —No hemos querido volver a saber. Y luego
drón... no, no, nuestra hija, mi hija. La del ladrón es la nuestra Rita es una mujercita ya; el mejor día se nos
otra, es la de la que se llamó mi mujer en un tiempo. casa... Con mi nombre, por supuesto, con mi nom-
¿Lo comprende usted ahora todo? bre, y haga luego la ley lo que quiera. Es mi hija y no
—Sí, y mucho más, don Antonio. del ladrón; yo la he criado.

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XXII —Eso me recuerda, Víctor, la leyenda del fogue- una vez, preparando uno de estos, mientras estaba, —Fue cosa tuya.
teiro que tengo oída en Portugal. como de costumbre, su hermosa mujer a su lado para —Sí, pero no quiero oírsela a otro.
—Y bien, ¿qué? —le preguntaba Augusto a —Venga. inspirarle, se le prende fuego la pólvora, hay una ex- —Eso pasa mucho; el mote mismo que damos a
Víctor— ¿cómo habéis recibido al intruso? —Tú sabes que en Portugal eso de los fuegos plosión y tienen que sacar a marido y mujer desvane- alguien nos suena muy de otro modo cuando se lo
—¡Ah, nunca lo hubiese creído, nunca! Todavía artificiales, de la pirotecnia, es una verdadera be- cidos y con gravísimas quemaduras. A la mujer se le oíamos a otro.
la víspera de nacer nuestra irritación era grandísima. lla arte. El que no ha visto fuegos artificiales en quemó buena parte de la cara y del busto, de tal ma- —Sí, dicen que nadie conoce su voz...
Y mientras estaba pugnando por venir al mundo Portugal no sabe todo lo que se puede hacer con eso. nera que se quedó horriblemente desfigurada, pero —Ni su cara. Yo por lo menos sé de mí decirte
no sabes bien los insultos que me lanzaba mi Elena. ¡Y qué nomenclatura, Dios mío! él, el fogueteiro, tuvo la fortuna de quedarse ciego y que una de las cosas que me dan más pavor es que-
«¡Tú, tú tienes la culpa, tú! », me decía. Y otras ve- —Pero venga la leyenda. no ver el desfiguramiento de su mujer. Y después de darme mirándome al espejo, a solas, cuando nadie
ces: «¡Quítate de delante, quítate de mi vista! ¿No —Allá voy. Pues el caso es que había en un pue- esto seguía orgulloso de la hermosura de su mujer y me ve. Acabo por dudar de mi propia existencia e
te da vergüenza de estar aquí? Si me muero, tuya blo portugués un pirotécnico o fogueteiro que tenía ponderándola a todos y caminando al lado de ella, imaginarme, viéndome como otro, que soy un sue-
será la culpa.» Y otras veces: «¡Esta y no más, esta una mujer hermosísima, que era su consuelo, su en- convertida ahora en su lazarilla, con el mismo aire ño, un ente de ficción...
y no más!» Pero nació y todo ha cambiado. Parece canto y su orgullo. Estaba locamente enamorado de y talle de arrogante desafío que antes. «¿Han visto —Pues no te mires así...
como si hubiésemos despertado de un sueño y como ella, pero aún más era orgullo. Complacíase en dar ustedes mujer más hermosa?», preguntaba, y todos, —No puedo remediarlo. Tengo la manía de la
si acabáramos de casarnos. Yo me he quedado ciego, dentera, por así decirlo, a los demás mortales, y la sabedores de su historia, se compadecían del pobre introspección.
talmente ciego; ese chiquillo me ha cegado. Tan cie- paseaba consigo como diciéndoles: ¿veis esta mujer?, fogueteiro y le ponderaban la hermosura de su mu- —Pues acabarás como los faquires, que dicen se
go estoy, que todos dicen que mi Elena ha quedado ¿os gusta?, ¿sí, eh?, ¡pues es la mía, mía sola!, ¡y fas- jer. contemplan el propio ombligo.
con la preñez y el parto desfiguradísima, que está tidiarse! No hacía sino ponderar las excelencias de —Y bien, ¿no seguía siendo hermosa para él? —Y creo que si uno no conoce su voz ni su cara,
hecha un esqueleto y que ha envejecido lo menos la hermosura de su mujer y hasta pretendía que era la —Acaso más que antes, como para ti tu mujer tampoco conoce nada que sea suyo, muy suyo, como
diez años, y a mí me parece más fresca, más lozana, inspiradora de sus más bellas producciones pirotéc- después que te ha dado al intruso. si fuera parte de él...
más joven y hasta más metida en carnes que nunca. nicas, la musa de sus fuegos artificiales. Y hete que —¡No le llames así! —Su mujer, por ejemplo.

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—En efecto; se me antoja que debe de ser impo- no se da uno cuenta de que se desfigura, se envejece —¡No, hombre, no! Pues ¿no has visto cuántos Y rompiendo bruscamente la voluptuosidad de
sible conocer a aquella mujer con quien se convive y y se afea. y cuán grandes filósofos ha habido solteros? Que la conversación se salió.
que acaba por formar parte nuestra. ¿No has oído —Pero ¿crees de veras que uno no se da cuenta ahora recuerde, aparte de los que han sido frailes, En la calle acercósele un mendigo diciéndole:
aquello que decía uno de nuestros más grandes poe- de que se envejece y afea? tienes a Descartes, a Pascal, a Spinoza, a Kant... «¡Una limosna, por Dios, señorito, que tengo siete
tas, Campoamor? —No, aunque lo diga. Si la cosa es continua —¡No me hables de los filósofos solteros! hijos...!» «¡No haberlos hecho!», le contestó malhu-
—No; ¿qué es ello? y lenta. Ahora, si de repente le ocurre a uno algo... —Y de Sócrates, ¿no recuerdas cómo despachó moradoAugusto. «Ya quisiera yo haberle visto a us-
—Pues decía que cuando uno se casa, si lo hace Pero eso de que se sienta uno envejecer, ¡quiá!; lo de su lado a su mujer Jantipa, el día en que había de ted en mi caso —replicó el mendigo, añadiendo—:
enamorado de veras, al principio no puede tocar el que siente uno es que envejecen las cosas en derredor morirse, para que no le perturbase? y ¿qué quiere usted que hagamos los pobres si no
cuerpo de su mujer sin emberrenchinarse y encen- de él o que rejuvenecen. Y eso es lo único que siento —No me hables tampoco de eso. No me resuel- hacemos hijos... para los ricos?» « Tienes razón —re-
derse en deseo carnal, pero que pasa tiempo, se acos- ahora al tener un hijo. Porque ya sabes lo que suelen vo a creer sino que eso que nos cuenta Platón no es plicó Augusto—, y por filósofo, ¡ahí va, toma!», y le
tumbra, y llega un día en que lo mismo le es tocar decir los padres señalando a sus hijos: «¡Estos, estos sino una novela... dio una peseta, que el buen hombre se fue al punto a
con la mano al muslo desnudo de su mujer que al son los que nos hacen viejos!» Ver crecer al hijo es lo —O una nivola... gastar a la taberna próxima.
propio muslo suyo, pero también entonces, si tuvie- más dulce y lo más terrible, creo. No te cases, pues, —Como quieras.
ran que cortarle a su mujer el muslo le dolería como Augusto, no te cases, si quieres gozar de la ilusión de
si le cortasen el propio. una juventud eterna.
—Y así es, en verdad. ¡No sabes cómo sufrí en —Y ¿qué voy a hacer si no me caso?, ¿en qué voy
el parto! a pasar el tiempo?
—Ella más. —Dedícate a filósofo.
—¡Quién sabe...! Y ahora como es ya algo mío, —Y ¿no es acaso el matrimonio la mejor, tal vez
parte de mi ser, me he dado tan poca cuenta de eso la única escuela de filosofía?
que dicen de que se ha desfigurado y afeado, como

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XXIII «Ven acá, Orfeo —prosiguió, cogiendo al pe- era tal su respeto al público y a sí mismo que dilata- que debía su espíritu. Las nieblas hiperbóreas le pa-
rro—, ¿qué crees tú que debo yo hacer? ¿Cómo voy ba la hora de su presentación hasta que, suficiente- recían bien entre los bebedores de cerveza encabeza-
El pobre Augusto estaba consternado. No era a defenderme de esto hasta que al fin me decida y me mente preparado, se sintiera seguro en el suelo que da, pero no en esta clarísima España de esplendente
sólo que se encontrase, como el asno de Buridán, entre case? ¡Ah, ya!, ¡una idea, una idea luminosa, Orfeo! pisaba. cielo y de sano Valdepeñas enyesado. Su filosofía era
Eugenia y Rosario; era que aquello de enamorarse de Convirtamos a la mujer, que así me persigue, en ma- Muy lejos de buscar con cualquier novedad arle- la del malogrado Becerro de Bengoa, que después de
casi todas las que veía, en vez de amenguársele, íbale teria de estudio. ¿Qué te parece de que me dedique a quinesca un efímero renombre de relumbrón cimen- llamar tío raro a Schopenhauer aseguraba que no
en medro. Y llegó a descubrir cosas fatales. la psicología femenina? Sí, sí, y haré dos monogra- tado sobre la ignorancia ajena, aspiraba en cuantos se le habrían ocurrido a este las cosas que se le ocu-
—¡Vete, vete, Liduvina, por Dios! ¡Vete, déjame fías, pues ahora se llevan mucho las monografías; trabajos literarios tenía en proyecto, a la perfección rrieron, ni habría sido pesimista, de haber bebido
solo! ¡Anda, vete! —le decía una vez a su criada. una se titulará: Eugenia, y la otra: Rosario, añadiendo: que en lo humano cabe y a no salirse, sobre todo, de Valdepeñas en vez de cerveza, y que decía también
Y apenas ella se fue, apoyó los codos sobre la estudio de mujer ¿Qué te parece de mi idea, Orfeo?» los linderos de la sensatez y del buen gusto. No que- que la neurastenia proviene de meterse uno en lo que
mesa, la cabeza en las palmas de las manos, y se dijo: Y decidió ir a consultarlo con Antolín S. —o ría desafinar para hacerse oír, sino reforzar con su no le importa y que se cura con ensalada de burro.
«¡Esto es terrible, verdaderamente terrible! ¡Me pa- sea Sánchez— Paparrigópulos, que por entonces se voz, debidamente disciplinada, la hermosa sinfonía Convencido S. Paparrigópulos de que en última
rece que sin darme cuenta de ello me voy enamo- dedicaba a estudios de mujeres, aunque más en los genuinamente nacional y castiza. instancia todo es forma, forma más o menos inte-
rando... hasta de Liduvina! ¡Pobre Domingo! Sin libros que no en la vida. Antolín S. Paparrigópulos La inteligencia de S. Paparrigópulos era clara, rior, el universo mismo un caleidoscopio de formas
duda. Ella, a pesar de sus cincuenta años, aún está era lo que se dice un erudito, un joven que había de sobre todo clara, de una transparencia maravillosa, enchufadas las unas en las otras y de que por la for-
de buen ver, y sobre todo bien metida en carnes, y dar a la patria días de gloria dilucidando sus más ig- sin nebulosidades ni embolismos de ninguna espe- ma viven cuantas grandes obras salvan los siglos,
cuando alguna vez sale de la cocina con los brazos noradas glorias. Y si el nombre de S. Paparrigópulos cie. Pensaba en castellano neto, sin asomo alguno trabajaba con el esmero de los maravillosos artífices
remangados y tan redondos... ¡Vamos, que esto es no sonaba aún entre los de aquella juventud bulli- de hórridas brumas septentrionales ni dejos de de- del Renacimiento el lenguaje que había de revestir a
una locura! ¡Y esa doble barbilla y esos pliegues que ciosa que a fuerza de ruido quería atraer sobre sí la cadentismos de bulevar parisiense, en limpio caste- sus futuros trabajos.
se le hacen en el cuello...! Esto es terrible, terrible, atención pública, era porque poseía la verdadera llano, y así era como pensaba sólido y hondo, porque Había tenido la virtuosa fortaleza de resis-
terrible...» cualidad íntima de la fuerza: la paciencia, y porque lo hacía con el alma del pueblo que lo sustentaba y a tir a todas las corrientes de sentimentalismo

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neo-romántico y a esa moda asoladora por las cues- a los ojos de sus compatriotas nuestro pasado —es «Todo lo que en extensión parece ganarse, teoría; había que verle en la suerte. Cada disertación
tiones llamadas sociales. Convencido de que la decir, el presente de sus bisabuelos—, y conocedor piérdese en intensidad»; tal era su lema. Sabía de aquellas era todo un curso de lógica inductiva,
cuestión social es insoluble aquí abajo, de que habrá del engaño de cuantos lo intentaban a pura fantasía, Paparrigópulos que en un trabajo el más especifi- un monumento tan maravilloso como la obra de
siempre pobres y ricos y de que no puede esperarse buscaba y rebuscaba en todo género de viejas me- cado, en la más concreta monografía puede verterse Lionnet acerca de la oruga del sauce, y una muestra,
más alivio que el que aporten la caridad de estos y morias para levantar sobre inconmovibles sillares una filosofía entera, y creía, sobre todo, en las ma- sobre todo, de lo que es el austero amor a la santa
la resignación de aquellos, apartaba su espíritu de el edificio de su erudita ciencia histórica. No había ravillas de la diferenciación del trabajo y en el enor- Verdad. Huía de la ingeniosidad como de la peste
disputas que a nada útil conducen y refugiábase en suceso pasado, por insignificante que pareciese, que me progreso aportado a las ciencias por la abnegada y creía que sólo acostumbrándonos a respetar a la
la purísima región del arte inmaculado, adonde no tuviera a sus ojos un precio inestimable. legión de los pincha-ranas, caza-vocablos, barrunta- divina Verdad, aun en lo más pequeño, podremos
no alcanza la broza de las pasiones y donde halla Sabía que hay que aprender a ver el universo en fechas y cuenta-gotas de toda laya. rendirle el debido culto en lo grande.
el hombre consolador refugio para las desilusiones una gota de agua, que con un hueso constituye el Tentaban en especial su atención los más arduos Preparaba una edición popular de los apólogos
de la vida. Abominaba, además, del estéril cosmo- paleontólogo el animal entero y con un asa de pu- y enrevesados problemas de nuestra historia litera- de Calila y Dimna con una introducción acerca de la
politismo, que no hace sino sumir a los espíritus en chero toda una vieja civilización el arqueólogo, sin ria, tales como el de la patria de Prudencio, aunque influencia de la literatura índica en la Edad Media
ensueños de impotencia y en utopías enervadoras, y desconocer tampoco que no debe mirarse a las es- últimamente, a consecuencia decíase de unas cala- española, y ojalá hubiese llegado a publicarla, porque
amaba a esta su idolatrada España, tan calumniada trellas con microscopio y con telescopio a un infu- bazas, se dedicaba al estudio de mujeres españolas su lectura habría apartado, de seguro, al pueblo de
cuanto desconocida de no pocos de sus hijos; a esta sorio, como los humoristas acostumbran hacer para de los pasados siglos. la taberna y de perniciosas doctrines de imposibles
España que le había de dar la materia prima de los ver turbio. Mas aunque sabía que un asa de puchero En trabajos de índole al parecer insignificante redenciones económicas. Pero las dos obras magnas
trabajos sobre que fundaría su futura fama. bastaba al arqueólogo genial para reconstruir un era donde había que ver y admirar la agudeza, la sen- que proyectaba Paparrigópulos eran una historia
Dedicaba Paparrigópulos las poderosas ener- arte enterrado en los limbos del olvido, como en su satez, la perspicacia, la maravillosa intuición histó- de los escritores oscuros españoles, es decir, de
gías de su espíritu a investigar la íntima vida pasa- modestia no se tenía por genio, prefería dos asas a rica y la penetración crítica de S. Paparrigópulos. aquellos que no figuran en las histories literarias
da de nuestro pueblo, y era su labor tan abnegada un asa sola —cuantas más asas mejor— y prefería el Había que ver sus cualidades así, aplicadas y en corrientes o figuran sólo en rápida mención por la
como sólida. Aspiraba nada menos que a resucitar puchero todo al asa sola. concreto, sobre lo vivo, y no en abstracta y pura supuesta insignificancia de sus obras, corrigiendo

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así la injusticia de los tiempos, injusticia que tanto Vese, pues, que no era S. Paparrigópulos uno de harina sea más rice y comamos los españoles mejor allá le acusa, ya de traducir, ya de arreglar ideas to-
deploraba y aun temía, y era otra su obra acerca de esos jóvenes espíritus vagabundos y erráticos que se pan espiritual y más barato. madas del extranjero, olvidando que al revestirlas
aquellos cuyas obras se han perdido sin que nos pasean sin rumbo fijo por los dominios del pensa- Hemos dicho que Paparrigópulos sigue traba- Paparrigópulos en tan neto, castizo y transparente
quede más que la mención de sus nombres y a lo miento y de la fantasía, lanzando acaso acá y allá jando y preparando sus trabajos para darlos a la luz. castellano como es el suyo, las hace castellanas y por
sumo la de los títulos de las que escribieron. Y estaba tal cual fugitivo chispazo, ¡no! Sus tendencias eran Y así es. Augusto había tenido noticia de los estu- ende propias, no de otro modo que hizo el padre Isla
a punto de acometer la historia de aquellos otros que rigurosa y sólidamente itinerarias; era de los que van dios de mujeres a que se dedicaba por comunes ami- propio el Gil Blas de Lesage. Alguno le moteja de que
habiendo pensado escribir no llegaron a hacerlo. a alguna parte. Si en sus estudios no habría de apa- gos de uno y de otro, pero no había publicado nada su principal apoyo es su honda fe en la ignorancia
Para el mejor logro de sus empresas, una vez nu- recer nada saliente deberíase a que en ellos todo era ni lo ha publicado todavía. ambiente, desconociendo el que así le juzga que la fe
trido del sustancioso meollo de nuestra literatura na- cima, siendo a modo de mesetas, trasunto fiel de las No faltan otros eruditos que con la caracterís- es trasportadora de montañas. Pero la suprema in-
cional, se había bañado en las extranjeras, y como esto vastas y soleadas llanuras castellanas donde ondea tica caridad de la especie, habiendo vislumbrado justicia de estos y otros rencorosos juicios de gentes
se le hacía penoso, pues era torpe para lenguas extran- la mies dorada y sustanciosa. a Paparrigópulos y envidiosos de antemano de la a quienes Paparrigópulos ningún mal ha hecho, su
jeras y su aprendizaje exige tiempo que para más altos ¡Así diera la Providencia a España muchos fama que preven le espera, tratan de empequeñecer- injusticia notoria, se verá bien clara con sólo tener en
estudios necesitaba, recurrió a un notable expedien- Antolines Sánchez Paparrigópulos! Con ellos, le. Tal hay que dice de Paparrigópulos que, como cuenta que todavía no ha dado Paparrigópulos nada
te, aprendido de su ilustre maestro. Y era que leía las haciéndonos todos dueños de nuestro tradicional el zorro, borra con el jopo sus propias huellas, dan- a luz y que todos los que le muerden los zancajos
principales obras de crítica a historia literaria que en peculio, podríamos sacarle pingües rendimientos, do luego vueltas y más vueltas por otros derroteros hablan de oídas y por no callar.
el extranjero se publicaran, siempre que las hallase en Paparrigópulos aspiraba —y aspire, pues aún vive y para despistar al cazador y que no se sepa por dónde No se puede, en fin, escribir de este erudito sin-
trances, y una vez que había cogido la opinión media sigue preparando sus trabajos— a introducir la reja fue a atrapar la gallina, cuando si de algo peca es de gular sino con reposada serenidad y sin efectismos
de los críticos más reputados, respecto a este o aquel de su arado crítico, aunque sólo sea un centímetro dejar en pie los andamios, una vez acabada la to- nivolescos de ninguna clase.
autor, hojeábalo en un periquete para cumplir con su más que los aradores que le habían precedido en rre, impidiendo así que se admire y vea bien esta. En este hombre, quiero decir, en este erudito,
conciencia y quedar libre para rehacer juicios ajenos su campo, para que la mies crezca, merced a nue- Otro le llama desdeñosamente concionador, como pues, pensó Augusto, sabedor de que se dedicaba
sin mengua de su escrupulosa integridad de crítico. vos jugos, más lozana y granen mejor las espigas y la si el de concionar no fuese arte supremo. El de más a estudios de mujeres, claro está que en los libros,

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que es tratándose de ellas lo menos expuesto, y de —¿Y las obras de los grandes genios? La Divina Homero que si Homero mismo redivivo entrase en —No, no siga usted, amigo Paparrigópulos, y
mujeres de pasados siglos, que son también mucho comedia, la Eneida, una tragedia de Shakespeare, un su oficina cantando le echarían a empellones por- dígame lo más concretamente que sepa y pueda qué
menos expuestas para quien las estudia que las mu- cuadro de Velázquez... que les estorbaba el trabajar sobre los textos muertos le parece de la psicología femenina.
jeres de hoy. —Todo eso es colectivo, mucho más colectivo de de sus obras y buscar un apax cualquiera en ellas. —Habría que empezar por plantear una prime-
A este Antolín, erudito solitario que por timi- lo que se cree. La divina comedia, por ejemplo, fue —Pero, bien, ¿qué opina usted de la psicología ra cuestión y es la de si la mujer tiene alma.
dez de dirigirse a las mujeres en la vida y para ven- preparada por toda una serie... femenina? —le preguntó Augusto. —¡Hombre!
garse de esa timidez las estudiaba en los libros, fue —Sí, ya sé eso. —Una pregunta así, tan vaga, tan genérica, tan —Ah, no sirve desecharla así, tan en absoluto...
a quien acudió a ver Augusto para de él aconsejarse. —Y respecto a Velázquez... a propósito, ¿conoce en abstracto, no tiene sentido preciso para un mo- «¿La tendrá él?» , pensó Augusto, y luego:
No bien le hubo expuesto su propósito pro- usted el libro de Justi sobre él? desto investigador como yo, amigo Pérez, para un —Bueno, pues de lo que en las mujeres hace las
rrumpió el erudito: Para Antolín, el principal, casi el único valor hombre que no siendo genio, ni deseando serlo... veces de alma... ¿qué cree usted?
—¡Ay, pobre señor Pérez, cómo le compadezco a de las grandes obras maestras del ingenio huma- —¿Ni deseando? —¿Me promete usted, amigo Pérez, guardarme
usted! ¿Quiere estudiar a la mujer? Tarea le mando... no, consiste en haber provocado un libro de crítica —Sí, ni deseando. Es mal oficio. Pues bien, esa el secreto de lo que le voy a decir?... Aunque, no, no,
—Como usted la estudia... o de comentario; los grandes artistas, poetas, pin- pregunta carece de sentido preciso para mí. El con- usted no es erudito.
—Hay que sacrificarse. El estudio, y estudio tores, músicos, historiadores, filósofos, han nacido testarla exigiría... —¿Qué quiere usted decir con eso?
oscuro, paciente, silencioso, es mi razón de ser en para que un erudito haga su biografía y un crítico —Sí, vamos, como aquel otro cofrade de usted —Que usted no es uno de esos que están a ro-
la vida. Pero yo, ya lo sabe usted, soy un modesto, comente sus obras, y una frase cualquiera de un gran que escribió un libro sobre psicología del pueblo es- barle a uno lo último que le hayan oído y darlo como
modestísimo obrero del pensamiento, que acopio escritor directo no adquiere valor hasta que un eru- pañol y siendo, al parecer, español él y viviendo en- suyo...
y ordeno materiales para que otros que vengan de- dito no la repite y cita la obra, la edición y la página tre españoles, no se le ocurrió sino decir que este dice —Pero ¿esas tenemos...?
trás de mí sepan aprovecharlos. La obra humana es en que la expuso. Y todo aquello de la solidaridad esto y aquel aquello otro y hacer una bibliografía. —Ay, amigo Pérez, el erudito es por naturaleza
colectiva; nada que no sea colectivo es ni sólido ni del trabajo colectivo no era más que envidia e impo- —¡Ah, la bibliografía! Sí, ya sé... un ladronzuelo; se lo digo a usted yo, yo, yo que lo
durable... tencia. Pertenecía a la clase de esos comentadores de soy. Los eruditos andamos a quitarnos unos a otros

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las pequeñas cositas que averiguamos y a impedir entre sí mucho más que los hombres y es porque to- a la Mujer. Además, ya sabe usted que todo lo que se XXIV
que otro se nos adelante. das son una sola y misma mujer... gana en extensión se pierde en intensidad.
—Se comprende: el que tiene almacén guarda —Ve ahí por qué, amigo Paparrigópulos, así —En efecto, y yo deseo dedicarme al cultivo in- Cuando salió Augusto de su entrevista con
su género con más celo que el que tiene fábrica; hay que me enamoré de una me sentí enseguida enamo- tensivo y no al extensivo de la mujer. Pero dos por lo Paparrigópulos íbase diciendo: «De modo que
que guardar el agua del pozo, no la del manantial. rado de todas las demás. menos... por lo menos dos... tengo que renunciar a una de las dos o buscar una
—Puede ser. Pues bien, si usted, que no es erudi- —¡Claro está! Y añade ese interesantísimo y —¡No, dos no!, ¡de ninguna manera! De no tercera. Aunque para esto del estudio psicológico
to, me promete guardarme el secreto hasta que yo lo casi desconocido ginecólogo que la mujer tiene mu- contentarse con una, que yo creo es lo mejor y es bas- bien me puede servir de tercer término, de término
revele, le diré que he encontrado en un oscuro y casi cha más individualidad, pero mucha menos perso- tante tarea, por lo menos tres. La dualidad no cierra. puramente ideal de comparación, Liduvina. Tengo,
desconocido escritor holandés del siglo XVII una nalidad, que el hombre; cada una de ellas se siente —¿Cómo que no cierra la dualidad? pues, tres: Eugenia, que me habla a la imaginación,
interesantísima teoría respecto al alma de la mujer... más ella, más individual, que cada hombre, pero —Claro está. Con dos líneas no se cierra espa- a la cabeza; Rosario, que me habla al corazón, y
—Veámosla. con menos contenido. cio. El más sencillo polígono es el triángulo. Por lo Liduvina, mi cocinera, que me habla al estómago.
—Dice ese escritor, y lo dice en latín, que así —Sí, sí, creo entrever lo que sea. menos tres. Y cabeza, corazón y estómago son las tres facultades
como cada hombre tiene su alma, las mujeres todas —Y por eso, amigo Pérez, lo mismo da que es- —Pero el triángulo carece de profundidad. El del alma que otros llaman inteligencia, sentimiento
no tienen sino una sola y misma alma, un alma co- tudie usted a una mujer o a varias. La cuestión es más sencillo poliedro es el tetraedro; de modo que y voluntad. Se piensa con la cabeza, se siente con el
lectiva, algo así como el entendimiento agente de ahondar en aquella a cuyo estudio usted se dedique. por lo menos cuatro. corazón y se quiere con el estómago. ¡Esto es eviden-
Averroes, repartida entre todas ellas. Y añade que —Y ¿no sería mejor tomar dos o más para poder —Pero dos no, ¡nunca! De pasar de una, por lo te! Y ahora...»
las diferencias que se observan en el modo de sen- hacer el estudio comparativo? Porque ya sabe usted menos tres. Pero ahonde usted en una. «Ahora —prosiguió pensando—, ¡una idea
tir, pensar y querer de cada mujer provienen no más que ahora se lleva mucho esto de lo comparativo... —Tal es mi propósito. luminosa, luminosísima! Voy a fingir que quiero
que de las diferencias del cuerpo, debidas a raza, cli- —En efecto, la ciencia es comparación; mas en pretender de nuevo a Eugenia, voy a solicitarla de
ma, alimentación, etc., y que por eso son tan insig- punto a mujeres no es menester comparar. Quien nuevo, a ver si me admite de novio, de futuro ma-
nificantes. Las mujeres, dice ese escritor, se parecen conozca una, una sola bien, las conoce todas, conoce rido, claro que no más que para probarla, como un

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experimento psicológico y seguro como estoy de ¿Y si es? ¡Ah! entonces no queda sino resignarse. —Según y conforme. —No se trata de eso, sino de si debe o no una
que ella me rechazará... ¡pues no faltaba más! Tiene ¿Resignarse? Sí, resignarse. Hay que saber resignar- —Sí, el estribillo de tu marido. Pero contesta mujer guardar la palabra que dio...
que rechazarme. Después de lo pasado, después de se a la buena fortuna. Y acaso la resignación a la di- derechamente y no como acostumbráis hacer las —Ah, sí, lo dice usted por la otra... por esa mujer...
lo que en nuestra última entrevista me dijo, no es cha es la ciencia más difícil. ¿No nos dice Píndaro mujeres, que rara vez contestáis a lo que se os pre- —Por lo que lo diga; ¿qué crees tú?
posible ya que me admita. Es una mujer de palabra, que las desgracias todas de Tántalo le provinieron gunta, sino a lo que se os figuraba que se os iba a —Pues yo no entiendo de esas cosas...
creo. Mas... ¿es que las mujeres tienen palabra?, ¿es de no haber podido digerir su felicidad? ¡Hay que preguntar. —¡No importa!
que la mujer, la Mujer, así, con letra mayúscula, la digerir la felicidad! Y si Eugenia me dice que sí, si —Y ¿qué es lo que usted quiso preguntarme? —Bueno, ya que usted se empeña, le diré que lo
única, la que se reparte entre millones de cuerpos fe- me acepta, entonces... ¡venció la psicología! ¡Viva la —Que si vosotras las mujeres guardáis una pa- mejor es no dar palabra alguna.
meninos y más o menos hermosos —más bien más psicología! Pero ¡no, no, no! No me aceptará, no labra que hubieseis dado. —¿Y si se ha dado?
que menos—; es que la Mujer está obligada a guar- puede aceptarme, aunque sólo sea por salirse con la —Según la palabra. —No haberlo hecho.
dar su palabra? Eso de guardar su palabra, ¿no es suya. Una mujer como Eugenia no da su brazo a tor- —¿Cómo según la palabra? «Está visto —se dijo Augusto— que a esta mo-
acaso masculino? Pero ¡no, no! Eugenia no puede cer; la Mujer, cuando se pone frente al Hombre a ver —Pues claro está. Unas palabras se dan para zuela no la saco de ahí. Pero ya que está aquí, voy a
admitirme; no me quiere. No me quiere y aceptó ya cuál es de más tesón y constancia en sus propósitos, guardarlas y otras para no guardarlas. Ya nadie se poner en juego la psicología, a llevar a cabo un expe-
mi dádiva. Y si aceptó mi dádiva y la disfruta, ¿para es capaz de todo. ¡No, no me aceptará!» engaña, porque es valor entendido... rimento.»
qué va a quererme?» —Rosarito le espera. —Bueno, bueno, di a Rosario que entre. —¡Ven acá, siéntate aquí! —y le ofreció sus ro-
«Pero... ¿y si, volviéndose atrás de lo que me dijo Con tres palabras, preñadas de sentimientos, in- Y cuando Rosario entró preguntole Augusto: dillas.
—pensó luego—, me dice que sí y me acepta como terrumpió Liduvina el curso de las reflexiones de su —Di Rosario, ¿qué crees tú, que una mujer debe La muchacha obedeció tranquilamente y
novio, como futuro marido? Porque hay que po- amo. guardar la palabra que dio o que no debe guardarla? sin inmutarse, como a cosa acordada y prevista.
nerse en todo. ¿Y si me acepta?, digo. ¡Me fastidia! —Di, Liduvina, ¿crees tú que las mujeres sois —No recuerdo haberle dado a usted palabra al- Augusto en cambio quedose confuso y sin saber
¡Me pesca con mi propio anzuelo! ¡Eso sí que sería fieles a lo que una vez hayáis dicho?, ¿sabéis guardar guna... por dónde empezar su experiencia psicológica. Y
el pescador pescado! Pero ¡no, no!, ¡no puede ser! vuestra palabra? como no sabía qué decir, pues... hacía. Apretaba a

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Rosario contra su pecho anhelante y le cubría la cara experimentado; esta mozuela está haciendo estu- Apartose de pronto de ella Augusto, se miró a sí —Vete, vete, y no me olvides, ¿eh? —le cogió
de besos, diciéndose entre tanto: «Me parece que voy dios de psicología masculina.» Y sin darse cuenta mismo, y luego se palpó, exclamando al cabo: de la barbilla, acariciándosela—. No me olvides, no
a perder la sangre fría necesaria para la investigación de lo que hacía sorprendiose acariciando con las —Y ahora, Rosario, perdóname. olvides al pobre Augusto.
psicológica.» Hasta que de pronto se detuvo, pareció temblorosas manos las pantorrillas de Rosario. —¿Perdonarle?, ¿por qué? La abrazó y la dio un largo y apretado beso en la
calmarse, apartó a Rosario algo de sí y la dijo de Levantose de pronto Augusto, levantó luego en Y había en la voz de la pobre Rosario más miedo boca. Al salir la muchacha le dirigió una mirada lle-
repente: vilo a Rosario y la echó en el sofá. Ella se dejaba ha- que otro sentimiento alguno. Sentía deseos de huir, na de un misterioso miedo. Y apenas ella salió, pen-
—Pero ¿no sabes que quiero a otra mujer? cer, con el rostro encendido. Y él, teniéndola sujeta porque ella se decía: «Cuando uno empieza a decir só para sí Augusto: «Me desprecia, indudablemente
Rosario se calló, mirándole fijamente y enco- de los brazos con sus dos manos, se le quedó miran- o hacer incongruencias no sé adónde va a parar. Este me desprecia; he estado ridículo, ridículo, ridículo...
giéndose de hombros. do a los ojos. hombre sería capaz de matarme en un arrebato de Pero ¿qué sabe ella, pobrecita, de estas cosas? ¿Qué
—Pero ¿no lo sabes? —repitió él. —¡No los cierres, Rosario, no los cierres, por locura.» Y le brotaron unas lágrimas. sabe ella de psicología?»
—¿Y a mí qué me importa eso ahora ...? Dios! Ábrelos. Así, así, cada vez más. Déjame que —¿Lo ves? —le dijo Augusto—, ¿lo ves? Sí, perdó- Si el pobre Augusto hubiese podido entonces
—¿Cómo que no te importa? me vea en ellos, tan chiquitito... name, Rosarito, perdóname; no sabía lo que me hacía. leer en el espíritu de Rosario habríase desespera-
—¡Ahora, no! Ahora me quiere usted a mí, me Y al verse a sí mismo en aquellos ojos como en Y ella pensó: «Lo que no sabe es lo que no se do más. Porque la ingenua mozuela iba pensando:
parece. un espejo vivo, sintió que la primera exaltación se le hace.» «Cualquier día vuelvo a darme yo un rato así a bene-
—Y a mí también me parece, pero... iba templando. —Y ahora, ¡vete, vete! ficio de la otra prójima...»
Y entonces ocurrió algo insólito, algo que no —Déjame que me vea en ellos como en un es- —¿Me echa usted? Íbale volviendo la exaltación a Augusto. Sentía
entraba en las previsiones de Augusto, en su pro- pejo, que me vea tan chiquitito... Sólo así llegaré a —No, me defiendo. ¡No te echo, no! ¡Dios me que el tiempo perdido no vuelve trayendo las ocasio-
grama de experiencia psicológica sobre la Mujer, y conocerme... viéndome en ojos de mujer... libre! Si quieres me ire yo y te quedas aquí tú, para nes que se desperdiciaron. Entrole una rabia contra
es que Rosario, bruscamente, le enlazó los brazos Y el espejo le miraba de un modo extraño. que veas que no te echo. sí mismo. Sin saber qué hacía y por ocupar el tiempo
al cuello y empezó a besarle. Apenas si el pobre Rosario pensaba: «Este hombre no me parece como «Decididamente, no está bueno», pensó ella y llamó a Liduvina y al verla ante sí, tan serena, tan
hombre tuvo tiempo para pensar: «Ahora soy yo el los demás; debe de estar loco.» sintió lástima de él. rolliza, sonriéndose maliciosamente, fue tal y tan

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insólito el sentimiento que le invadió, que dicién- «Lo que he hecho con Rosario —prosiguió pen-
dole: «¡Vete, vete, vete!», se salió a la calle. Es que sando— ha sido ridículo, sencillamente ridículo.
temió un momento no poder contenerse y asaltar a ¿Qué habrá pensado de mí? Y ¿qué me importa lo
Liduvina. que de mí piense una mozuela así?... ¡Pobrecilla!
Al salir a la calle se encalmó. La muchedum- Pero... ¡con qué ingenuidad se dejaba hacer! Es un
bre es como un bosque; le pone a uno en su lugar, le ser fisiológico, perfectamente fisiológico, nada más
reencaja. que fisiológico, sin psicología alguna. Es inútil,
«¿Estaré bien de la cabeza?», iba pensando pues, tomarla de conejilla de Indias o de ranita para
Augusto. «¿No será acaso que mientras yo creo ir experimentos psicológicos. A lo sumo fisiológico...
formalmente por la calle, como las personas nor- Pero ¿es que la psicología, y sobre todo la femini-
males —¿y qué es una persona normal?—, vaya ha- dad, es algo más que fisiología, o si se quiere psico-
ciendo gestos, contorsiones y pantomimas, y que la logía fisiológica? ¿Tiene la mujer alma? Y a mí para
gente que yo creo pasa sin mirarme o que me mira meterme en experimentos psicofisiológicos me falta
indiferentemente no sea así, sino que están todos preparación técnica. Nunca asistí a ningún labora-
fijos en mí y riéndose o compadeciéndome...? Y esta torio... carezco, además, de aparatos. Y la psicofisio-
ocurrencia, ¿no es acaso locura? ¿Estaré de veras logía exige aparatos. ¿Estaré, pues, loco?»
loco? Y en último caso, aunque lo esté, ¿qué? Un Después de haberse desahogado con estas me-
hombre de corazón, sensible, bueno, si no se vuelve ditaciones callejeras, por en medio de la atareada
loco es por ser un perfecto majadero. El que no está muchedumbre indiferente a sus cuitas, sintiose ya
loco es o tonto o pillo. Lo que no quiere decir, claro tranquilo y se volvió a casa.
está, que los pillos y los tontos no enloquezcan.»

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XXV —¿Pornográfico? ¡De ninguna manera! Lo —Porque eres un solitario, Augusto, un solita- ni que esa una haya; mas al preguntar: pero ¿con
que hay aquí son crudezas, pero no pornografías. rio, entiéndemelo bien, un solitario... Y yo las es- cuál?, se entiende con cuál de las dos, o tres, o diez,
Fue Augusto a ver a Víctor, a acariciar al tardío Alguna vez algún desnudo, pero nunca un desvesti- cribo para curar... No, no, no las escribo para nada, o ene.
hijo de este, a recrearse en la contemplación de la do... Lo que hay es realismo... sino porque me divierte escribirlas, y si divierten a —Es verdad.
nueva felicidad de aquel hogar, y de paso a consultar —Realismo, sí, y además... los que las lean me doy por pagado. Pero si a la vez —Cásate, pues, cásate, con una cualquiera de las
con él sobre el estado de su espíritu. Y al encontrarse —Cinismo, ¿no es eso? logro con ellas poner en camino de curación a algún ene de que estás enamorado, con la que tengas más a
con su amigo a solas, le dijo: —¡Cinismo, sí! solitario como tú, de doble soledad... mano. Y sin pensarlo demasiado. Ya ves, yo me casé
—¿Y de aquella novela o... ¿cómo era?... ¡ah, —Pero el cinismo no es pornografía. Estas cru- —¿Doble? sin pensarlo; nos tuvieron que casar.
sí, nivola!... que estabas escribiendo?, ¿supongo que dezas son un modo de excitar la imaginación para —Sí, soledad de cuerpo y soledad de alma. —Es que ahora me ha dado por dedicarme a las
ahora, con lo del hijo, la habrás abandonado? conducirla a un examen más penetrante de la reali- —A propósito, Víctor... experiencias de psicología femenina.
—Pues supones mal. Precisamente por eso, por dad de las cosas; estas crudezas son crudezas... peda- —Sí, ya sé lo que vas a decirme. Venías a consul- —La única experiencia psicológica sobre la
ser ya padre, he vuelto a ella. Y en ella desahogo el gógicas. ¡Lo dicho, pedagógicas! tarme sobre tu estado, que desde hace algún tiempo Mujer es el matrimonio. El que no se casa, jamás
buen humor que me llena. —Y algo grotescas... es alarmante, verdaderamente alarmante, ¿no es eso? podrá experimentar psicológicamente el alma de la
—¿Querrías leerme algo de ella? —En efecto, no te lo niego. Gusto de la bufonería. —Sí, eso es. Mujer. El único laboratorio de psicología femenina
Sacó Víctor las cuartillas y empezó a leer por —Que es siempre en el fondo tétrica. —Lo adiviné. Pues bien, Augusto, cásate y cása- o de ginepsicología es el matrimonio.
aquí y por allá a su amigo. —Por lo mismo. No me agradan sino los chistes te cuanto antes. —Pero ¡eso no tiene remedio!
—Pero, hombre, ¡te me han cambiado! —excla- lúgubres, las gracias funerarias. La risa por la risa —Pero ¿con cuál? —Ninguna experimentación de verdad le tiene.
mó Augusto. misma me da grima, y hasta miedo. La risa no es —¡Ah!, pero ¿hay más de una? Todo el que se mete a querer experimentar algo, pero
—¿Por qué? sino la preparación para la tragedia. —Y ¿cómo has adivinado también esto? guardando la retirada, no quemando las naves, nun-
—Porque ahí hay cosas que rayan en lo porno- —Pues a mí esas bufonadas crudas me produ- —Muy sencillo. Si hubieses preguntado: pero ca sabe nada de cierto. Jamás te fíes de otro cirujano
gráfico y hasta a las veces pasan de ello... cen un detestable efecto. ¿con quién?, no habría supuesto que hay más de una que de aquel que se haya amputado a sí mismo algún

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propio miembro, ni te entregues a alienista que no y en el infinito cierra. Luego lo mismo da lo de más corresponde. Pero... ¡paso por todo! Sí, sí, cabe duda XXVI
esté loco. Cásate, pues, si quieres saber psicología. acá de lo natural que lo de más allá. ¿No está claro? en el imaginar, que es un pensar...
—De modo que los solteros... —No, está oscurísimo, muy oscuro. Augusto se dirigió a casa de Eugenia dispuesto
—La de los solteros no es psicología; no es más —Pues porque está tan oscuro, cásate. Mientras Augusto y Víctor sostenían esta conversación a tentar la última experiencia psicológica, la defini-
que metafísica, es decir, más allá de la física, más —Sí, pero... ¡me asaltan tantas dudas! nivolesca, yo, el autor de esta nivola, que tienes, lector, en la tiva, aunque temiendo que ella le rechazase. Y en-
allá de lo natural. —Mejor, pequeño Hamlet, mejor. ¿Dudas?, mano y estás leyendo, me sonreía enigmáticamente al ver que controse con ella en la escalera, que bajaba para salir
—Y ¿qué es eso? luego piensas; ¿piensas?, luego eres. mis nivolescos personajes estaban abogando por mí y justi- cuando él subía para entrar.
—Poco menos que en lo que estás tú. —Sí, dudar es pensar. ficando mis procedimientos, y me decía a mí mismo: «¡Cuán —¿Usted por aquí, don Augusto?
—¿Yo estoy en la metafísica? Pero ¡si yo, queri- —Y pensar es dudar y nada más que dudar. Se lejos estarán estos infelices de pensar que no están haciendo —Sí, yo; mas puesto que tiene usted que salir, lo
do Víctor, no estoy más allá de lo natural, sino más cree, se sabe, se imagina sin dudar; ni la fe, ni el co- otra cosa que tratar de justificar lo que yo estoy haciendo con dejaré para otro día; me vuelvo.
acá de ello! nocimiento, ni la imaginación suponen duda y has- ellos! Así cuando uno busca razones para justificarse no hace —No, está arriba mi tío.
—Es igual. ta la duda las destruye, pero no se piensa sin dudar. en rigor otra cosa que justificar a Dios. Y yo soy el Dios de —No es con su tío, es con usted, Eugenia, con
—¿Cómo que es igual? Y es la duda lo que de la fe y del conocimiento, que estos dos pobres diablos nivolescos.» quien tenía que hablar. Dejémoslo para otro día.
—Sí, más acá de lo natural es lo mismo que más son algo estático, quieto, muerto, hace pensamien- —No, no, volvamos. Las cosas en caliente.
allá, como más allá del espacio es lo mismo que más to, que es dinámico, inquieto, vivo. —Es que si está su tío.
acá de él. ¿Ves esta línea? —y trazó una línea en un —¿Y la imaginación? —¡Bah!, ¡es anarquista! No le llamaremos.
papel—. Prolongada por uno y otro extremo al in- —Sí, ahí cabe alguna duda. Suelo dudar lo que Y obligó a Augusto a que subiese con ella. El
finito y los extremos se encontrarán, cerrarán en el les he de hacer decir o hacer a los personajes de mi ni- pobre hombre, que había ido con aires de experi-
infinito, donde se encuentra todo y todo se lía. Toda vola, y aun después de que les he hecho decir o hacer mentador, sentíase ahora rana.
recta es curva de una circunferencia de radio infinito algo dudo de si estuvo bien y si es lo que en verdad les

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Cuando estuvieron solos en la sala, Eugenia, sin —Por Dios, no me haga sufrir.. desprendimiento ni hizo el despecho de lo que con «Esto es hecho», pensó Augusto, que se sintió ya
quitarse el sombrero, con el traje de calle con que —El que se hace sufrir es usted mismo. Mauricio me pasó —ya ves si te soy franca— hace completa y perfectamente rana.
había entrado, le dijo: —¡No puedo resignarme, no! la compasión. ¡Sí, Augusto, me das pena, mucha —Y ahora —agregó Eugenia levantándose—
—Bien, sepamos qué es lo que tenía que decirme. —Pues ¿qué quiere usted? pena! —y al decir esto le dio dos leves palmaditas voy a llamar a mi tío.
—Pues... pues... —y el pobre Augusto balbucea- —¡Que seamos... marido y mujer! con la diestra en una rodilla. —¿Para qué?
ba— pues... pues... —¡Acabáramos! —¡Eugenia! —y le tendió los brazos como para —¡Toma, para darle parte!
—Bien; pues ¿qué? —Para acabar hay que empezar. cogerla. —¡Es verdad! ——exclamó Augusto, conster-
—Que no puedo descansar, Eugenia; que les he —¿Y aquella palabra que me dio usted? —¡Eh, cuidadito! —exclamó ella apartándose- nado.
dado mil vueltas en el magín a las cosas que nos di- —No sabía lo que me decía. los y hurtándose de ellos— ¡cuidadito! Al momento llegó don Fermín.
jimos la última vez que hablamos, y que a pesar de —Y la Rosario aquella... —Pues la otra vez... la última vez... —Mire usted, tío —le dijo Eugenia—, aquí tie-
todo no puedo resignarme, ¡no, no puedo resignar- —¡Oh, por Dios, Eugenia, no me recuerdes eso!, —¡Sí, pero entonces era diferente! ne usted a don Augusto Pérez, que ha venido a pe-
me, no lo puedo! ¡no pienses en la Rosario! «Estoy haciendo de rana», pensó el psicólogo ex- dirme la mano. Y yo se la he concedido.
—Y ¿a qué es lo que no puede usted resignarse? Eugenia entonces se quitó el sombrero, lo dejó perimental. —¡Admirable!, ¡admirable! —exclamó don
—Pues ¡a esto, Eugenia, a esto! sobre una mesilla, volvió a sentarse y luego pausada- —¡Sí —prosiguió Eugenia—, a un amigo, nada Fermín—, ¡admirable! ¡Ven acá, hija mía, ven acá
—Y ¿qué es esto? mente y con solemnidad dijo: más que amigo, pueden permitírsele ciertas peque- que te abrace!, ¡admirable!
—A esto, a que no seamos más que amigos... —Pues bien, Augusto, ya que tú, que eres al fin ñas libertades que no se deben otorgar al... vamos, —¿Tanto le admira a usted que vayamos a casar-
—¡Más que amigos...! ¿Le parece a usted poco, y al cabo un hombre, no te crees obligado a guardar al... novio! nos, tío?
señor don Augusto?, ¿o es que quiere usted que sea- la palabra, yo que no soy nada más que una mujer —Pues no lo comprendo... —No, lo que me admira, lo que me arrebata,
mos menos que amigos? tampoco debo guardarla. Además, quiero librarte —Cuando nos hayamos casado, Augusto, te lo lo que me subyuga es la manera de haber resuelto
—No, Eugenia, no, no es eso. de la Rosario y de las demás Rosarios o Petras que explicaré. Y ahora, quietecito, ¿eh? este asunto, los dos solos, sin medianeros... ¡viva la
—Pues ¿qué es? puedan envolverte. Lo que no hizo la gratitud por tu anarquía! Y es lástima, es lástima que para llevar a

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cabo vuestro propósito tengáis que acudir a la auto- —Sí, le entiende a usted, tío. XXVII —Mas para ello —agregó él— sería convenien-
ridad... Por supuesto, sin acatarla en el fuero interno En aquel momento llamaron a la puerta y te que tocases un poco el piano. Oyéndote en él, en
de vuestra conciencia, ¿eh?, pro formula, nada más Eugenia dijo: Empezó entonces para Augusto una nueva vida. tu instrumento profesional, me inspiraría.
que pro formula. Porque yo sé que os consideráis —¡La tía! Casi todo el día se lo pasaba en casa de su novia y —Pero ya sabes, Augusto, que desde que, gracias
ya marido y mujer. ¡Y en todo caso yo, yo solo, en Y al entrar esta en la sala y ver aquello, exclamó: estudiando no psicología, sino estética. a tu generosidad, he podido ir dejando mis lecciones
nombre del Dios anárquico, os caso! Y esto basta. —Ya, ¡enterada! ¿Conque es cosa hecha? Esto ¿Y Rosario? Rosario no volvió por su casa. La no he vuelto a tocar el piano y que lo aborrezco. ¡Me
¡Admirable!, ¡admirable! Don Augusto, desde hoy ya me lo sabía yo. siguiente vez que le llevaron la ropa planchada ha costado tantas molestias!
esta casa es su casa. Augusto pensaba: «¡Rana, rana completa! Y me fue otra la que se la llevó, una mujer cualquiera. Y —No importa, tócalo, Eugenia, tócalo para que
—¿Desde hoy? han pescado entre todos.» apenas se atrevió a preguntar por qué no venía ya yo escriba mis versos.
—Tiene usted razón, sí, lo fue siempre. Mi casa... —Se quedará usted hoy a comer con noso- Rosario. ¿Para qué, si lo adivinaba? Y este despre- —¡Sea, pero por única vez!
¿mía? Esta casa que habito fue siempre de usted, fue tros, por supuesto, para celebrarlo... —dijo doña cio, porque no era sino desprecio, bien lo conocía y, Sentose Eugenia a tocar el piano y mientras lo
siempre de todos mis hermanos. Pero desde hoy... Ermelinda. lejos de dolerle, casi le hizo gracia. Bien. Bien se des- tocaba escribió Augusto esto:
usted me entiende. —¡Y qué remedio! —se le escapó al pobre rana. quitaría él en Eugenia. Que, por supuesto, seguía
con lo de: «¡Eh, cuidadito y manos quedas!» ¡Buena Mi alma vagaba lejos de mi cuerpo
era ella para otra cosa! en las brumas perdidas de la idea,
Eugenia le tenía a ración de vista y no más que perdida allá en las notas de la música
de vista, encendiéndole el apetito. Una vez le dijo él: que según dicen cantan las esferas;
—¡Me entran unas ganas de hacer unos versos y yacía mi cuerpo solitario
a tus ojos! sin alma y triste errando por la tierra.
Y ella le contestó: Nacidos para arar juntos la vida
—¡Hazlos! no vivían; porque él era materia

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tan sólo y ella nada más que espíritu —Sí, es para darle familiaridad... —Claro, si lo tenemos. Y si no, ¿por qué no el —¡Ah, como yo le coja!...
buscando completarse, ¡dulce Eugenia! —Y lo de «dulce Eugenia» me parece un ripio. perro?, ¿por qué no el perro, del que se ha dicho con —No, no es eso. Me persigue, pero no ya con las
Mas brotaron tus ojos como fuentes —¿Qué?, ¿que eres un ripio tú? tanta justicia que sería el mejor amigo del hombre si intenciones que tú crees, sino con otras.
de viva luz encima de mi senda —¡Ahí, en esos versos, sí! Y luego todo eso me tuviese dinero...? —¡A ver!, ¡a ver!
y prendieron a mi alma y la trajeron parece muy... muy... —No, si tuviese dinero el perro no sería amigo —No te alarmes, Augusto, no te alarmes. El po-
del vago cielo a la dudosa tierra, —Vamos, sí, muy nivolesco. del hombre, estoy segura de ello. Porque no lo tiene bre Mauricio no muerde, ladra.
metiéronla en mi cuerpo, y desde entonces —¿Qué es eso? es su amigo. —Ah, pues haz lo que dice el refrán árabe: «Si
¡y sólo desde entonces vivo, Eugenia! —Nada, un timo que nos traemos entre Víctor Otro día le dijo Eugenia a Augusto: vas a detenerte con cada perro que te salga a ladrar al
Son tus ojos cual clavos encendidos y yo. —Mira, Augusto, tengo que hablarte de una camino, nunca llegarás al fin de él.» No sirve tirarles
que mi cuerpo a mi espíritu sujetan, —Pues mira, Augusto, yo no quiero timos en cosa grave, muy grave, y te ruego que me perdones de piedras. No le hagas caso.
que hacen que sueñe en mí febril la sangre mi casa luego que nos casemos, ¿sabes? Ni timos ni antemano si lo que voy a decirte... —Creo que hay otro medio mejor.
y que en carne convierten mis ideas. perros. Conque ya puedes ir pensando lo que has de —¡Por Dios, Eugenia, habla! —¿Cuál?
¡Si esa luz de mi vida se apagara, hacer de Orfeo... —Tú sabes aquel novio que tuve... —Llevar a prevención mendrugos de pan en el
desuncidos espíritu y materia, —Pero ¡Eugenia, por Dios!, ¡si ya sabes cómo le —Sí, Mauricio. bolsillo e irlos tirando a los perros que salen a la-
perderíame en brumas celestiales encontré, pobrecillo!, ¡si es además mi confidente...!, —Pero no sabes por qué le tuve que despachar al drarnos, porque ladran por hambre.
y del profundo en la voraz tiniebla! ¡si es a quien dirijo mis monólogos todos...! muy sinvergüenza... —¿Qué quieres decir?
—Es que cuando nos casemos no ha de haber —No quiero saberlo. —Que ahora Mauricio no pretende sino que le
—¿Qué te parecen? —le preguntó Augusto lue- monólogos en mi casa. ¡Está de más el perro! —Eso te honra. Pues bien; le tuve que despachar busque una colocación cualquiera o un modo de vi-
go que se los hubo leído. —Por Dios, Eugenia, siquiera hasta que tenga- al haragán y sinvergüenza aquel, pero... vir y dice que me dejará en paz, y si no...
—Como mi piano, poco o nada musicales. Y mos un hijo... —¿Qué, te persigue todavía? —Si no...
eso de «según dicen...» —Si lo tenemos... —¡Todavía!

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—Amenaza con perseguirme para comprome-
terme...
—¡Desvergonzado!, ¡bandido!
—No te exaltes. Y creo que lo mejor es qui-
tárnosle de en medio buscándole una colocación
cualquiera que le dé para vivir y que sea lo más lejos
posible. Es, además, de mi parte algo de compasión
porque el pobrecillo es como es, y...
—Acaso tengas razón, Eugenia. Y mira, creo
que podré arreglarlo todo. Mañana mismo hablaré
a un amigo mío y me parece que le buscaremos ese
empleo.
Y, en efecto, pudo encontrarle el empleo y conse-
guir que le destinasen bastante lejos.

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XXVIII —Desde que me despidió, e hizo bien en despe- Augusto palideció. «¿Sabrá este todo?» , se dijo, arrojó en el sofá sin darse clara cuenta de lo que ha-
dirme, porque no soy yo el que a ella corresponde, he y esto le azaró aún más que su anterior sospecha de cía, como para estrangularlo. Y entonces, al verse
Torció el gesto Augusto cuando una mañana le procurado consolarme como mejor he podido de esa que aquel hombre supiese de Eugenia lo que él no Mauricio en el sofá, dijo con la mayor frialdad:
anunció Liduvina que un joven le esperaba y se en- desgracia y respetar, por supuesto, sus determina- sabía. Pero repúsose al pronto y exclamó: —Mírese usted ahora, don Augusto, en mis pu-
contró luego con que era Mauricio. Estuvo por des- ciones. Y si ella le ha dicho a usted otra cosa... —Y ¿a qué me viene usted ahora con eso? pilas y verá qué chiquito se ve...
pedirlo sin oírle, pero le atraía aquel hombre que fue —Le ruego que no vuelva a mentar a la que va —Me parece —prosiguió Mauricio, como si no El pobre Augusto creyó derretirse. Por lo me-
en un tiempo novio de Eugenia, al que esta quiso y a ser mi mujer, y mucho menos que insinúe siquie- hubiese oído nada— que a los despreciados se nos nos se le derritió la fuerza toda de los brazos, em-
acaso seguía queriendo en algún modo; aquel hom- ra el que haya faltado lo más mínimo a la verdad. debe dejar el que nos consolemos los unos con los pezó la estancia a convertirse en niebla a sus ojos;
bre que tal vez sabía de la que iba a ser mujer de él, Consuélese como pueda y déjenos en paz. otros. pensó: «¿Estaré soñando?», y se encontró con que
de Augusto, intimidades que este ignoraba; de aquel —Es verdad. Y vuelvo a darles a ustedes dos las —Pero ¿qué quiere usted decir, hombre, qué Mauricio, de pie ya y frente a él, le miraba con una
hombre que... Había algo que les unía. gracias por el favor que me han hecho proporcio- quiere usted decir? —y pensó Augusto si allí, en socarrona sonrisa:
—Vengo, señor —empezó sumisamente nándome ese empleíto. Iré a servirlo y me consolaré aquel que fue escenario de su última aventura con —¡Oh, no ha sido nada, don Augusto, no ha
Mauricio—, a darle las gracias por el favor insigne como pueda. Por cierto que pienso llevarme conmi- Rosario, estrangularía o no a aquel hombre. sido nada! Perdóneme usted, un arrebato... ni sé si-
que merced a la mediación de Eugenia usted se ha go a una muchachita... —¡No se exalte así, don Augusto, no se exalte quiera lo que me hice... ni me di cuenta... Y ¡gracias,
dignado otorgarme... —Y ¿a mí qué me importa eso, caballero? así! No quiero decir sino lo que he dicho. Ella... la gracias, otra vez gracias!, ¡gracias a usted y a... ella!
—No tiene usted de qué darme las gracias, se- —Es que me parece que usted debe de conocer- que usted no quiere que yo miente, me despreció, ¡Adiós!
ñor mío, y espero que en adelante dejará usted en la... me despachó, y yo me he encontrado con esa pobre Apenas había salido Mauricio, llamó Augusto
paz a la que va a ser mi mujer. —¿Cómo?, ¿cómo?, ¿quiere usted burlarse...? chicuela, a la que otro despreció y... a Liduvina.
—Pero ¡si yo no la he molestado lo más míni- —No... no... Es una tal Rosario, que está en un Augusto no pudo ya contenerse; palideció —Di, Liduvina, ¿quién ha estado aquí conmi-
mo! taller de planchado y que me parece le solía llevar a primero, se encendió después, levantose, cogió a go?
—Sé a qué atenerme. usted la plancha... Mauricio por los dos brazos, lo levantó en vilo y le —Un joven.

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—¿De qué señas? —Eso ya sería saber demasiado. «¡Ven acá, Orfeo —le dijo su amo —, ven acá! descargar el peso de la animalidad de la vida habría
—Pero ¿necesita usted que se lo diga? —Como las mujeres sabéis tantas cosas que no ¡Pobrecito!, ¡qué pocos días te quedan ya de vivir el hombre llegado a su humanidad? ¿Es que a no ha-
—¿De veras, ha estado aquí alguien conmigo? os enseñan... conmigo! No te quiere ella en casa. Y ¿adónde voy ber domesticado el hombre al caballo no andaría la
—¡Señorito! —Sí, y en cambio no logramos aprender las que a echarte?, ¿qué voy a hacer de ti?, ¿qué será de ti sin mitad de nuestro linaje llevando a cuestas a la otra
—No... no... júrame que ha estado aquí conmi- quieren enseñarnos. mí? Eres capaz de morirte, ¡lo sé! Sólo un perro es mitad? Sí, a vosotros se os debe la civilización. Y a
go un joven y de las señas que me digas... alto, rubio, —Pues bueno, di la verdad, Liduvina: ¿no sabes capaz de morirse al verse sin amo. Y yo he sido más las mujeres. Pero ¿no es acaso la mujer otro animal
¿no es eso?, de bigote, más bien grueso que flaco, de con quién anda ahora ese... prójimo? que tu amo, ¡tu padre, tu dios! ¡No te quiere en casa; doméstico? Y de no haber mujeres, ¿serían hombres
nariz aguileña... ¿ha estado? —No, pero me lo figuro. te echa de mi lado! ¿Es que tú, el símbolo de la felici- los hombres? ¡Ay, Orfeo, viene de fuera quien de casa
—Pero ¿está usted bueno, don Augusto? —¿Por qué? dad, le estorbas en casa? ¡Quién lo sabe...! Acaso un te echa! »
—¿No ha sido un sueño...? —Por lo que está usted diciendo. perro sorprende los más secretos pensamientos de las Y le apretó contra su seno, y el perro, que parecía
—Como no lo hayamos soñado los dos... —Bueno, llama ahora a Domingo. personas con quienes vive, y aunque se calle... ¡Y tengo en efecto llorar, le lamía la barba.
—No, no pueden soñar dos al mismo tiempo la —¿Para qué? que casarme, no tengo más remedio que casarme... si
misma cosa. Y precisamente se conoce que algo no —Para saber si estoy también todavía soñando no, jamás voy a salir del sueño! Tengo que despertar.»
es sueño en que no es de uno solo... o no, y si tú eres de verdad Liduvina, su mujer, o si... «Pero ¿por qué me miras así, Orfeo? ¡Si parece
—Pues ¡sí, estese tranquilo, sí! Estuvo ese joven —¿O si Domingo está soñando también? Pero que lloras sin lágrimas...! ¿Es que me quieres decir
que dice. creo que hay otra cosa mejor. algo?, te veo sufrir por no tener palabras. ¡Qué pron-
—Y ¿qué dijo al salir? —¿Cuál? to aseguré que tú no sueñas! ¡Tú sí que me estás so-
—Al salir no habló conmigo... ni le vi... —Que venga Orfeo. ñando, Orfeo! ¿Por qué somos hombres los hombres
—Y tú ¿sabes quién es, Liduvina? —Tienes razón; ¡ese no sueña! sino porque hay perros y gatos y caballos y bueyes y
—Sí, sé quién es. El que fue novio de... Al poco rato, habiendo ya salido Liduvina, en- ovejas y animales de toda clase, sobre todo domésti-
—Sí, basta. Y ahora, ¿de quién lo es? traba el perro. cos?, ¿es que a falta de animales domésticos en que

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XXIX le atormentaba más lo que Mauricio le dijera de lle- mirada de Augusto la fijó en el vacío, más allá de lo Faltaban tres días para el de la boda. Augusto
varse a Rosario. Sentía celos, unos celos furiosos, y que miraba. salió de casa de su novia pensativo. Apenas pudo
Todo estaba dispuesto ya para la boda. Augusto rabia por haber dejado pasar una ocasión, por el ridí- Por la mente del novio pasaron, en tropel, extra- dormir aquella noche.
la quería recogida y modesta, pero ella, su mujer culo en que quedó ante la mozuela. «Ahora estarán ños agüeros. «Esta parece saber algo», se fijó, y luego A la mañana siguiente, apenas despertó, entró
futura, parecía preferir que se le diese más boato y riéndose los dos de mí —se decía—, y él doblemente, en voz alta: Liduvina en su cuarto.
resonancia. porque ha dejado a Eugenia encajándomela y porque —¿Es que sabes algo? —Aquí hay una carta para el señorito; acaban
A medida que se acercaba aquel plazo, el novio se me lleva a Rosario.» Y alguna vez le entraron furio- —¿Yo? —contestó ella fingiendo indiferencia y de traerla. Me parece que es de la señorita Eugenia...
ardía por tomarse ciertas pequeñas libertades y con- sas ganas de romper su compromiso y de ir a la con- volvió a mirarle. —¿Carta?, ¿de ella?, ¿de ella carta? ¡Déjala ahí
fianzas, y ella, Eugenia, se mantenía más en reserva. quista de Rosario, a arrebatársela a Mauricio. Entre los dos flotaba sombra de misterio. y vete!
—Pero ¡si dentro de unos días vamos a ser el —Y de aquella mocita, de aquella Rosario, ¿qué —Supongo que la habrás olvidado... Salió Liduvina. Augusto empezó a temblar. Un
uno del otro, Eugenia! se ha hecho? —le preguntó Eugenia unos días antes —Pero ¿a qué esta insistencia en hablarme de extraño desasosiego le agitaba el corazón. Se acor-
—Pues por lo mismo. Es menester que empece- del de la boda. esa... chiquilla? dó de Rosario, luego de Mauricio. Pero no quiso
mos ya a respetarnos. —Y ¿a qué viene recordarme ahora eso? —¡Qué sé yo!... Porque, hablando de otra cosa, tocar la carta. Miró con terror al sobre. Se levantó,
—Respeto... Respeto... El respeto excluye el ca- —¡Ah, si no te gusta el recuerdo, lo dejaré! ¿qué le pasará a un hombre cuando otro le quita la se lavó, se vistió, pidió el desayuno, devorándolo lue-
riño. —No... no... pero... mujer a que pretendía y se la lleva? go. «No, no quiero leerla aquí», se dijo. Salió de su
—Eso creerás tú... ¡Hombre al fin! —Sí, como una vez interrumpió ella una entre- A Augusto le subió una oleada de sangre a la ca- casa, fuese a la iglesia más próxima, y allí, entre unos
Y Augusto notaba en ella algo extraño, algo for- vista nuestra... ¿No has vuelto a saber de ella? —y le beza al oír esto. Entráronle ganas de salir, correr en cuantos devotos que oían misa, abrió la carta. «Aquí
zado. Alguna vez pareciole que trataba de esquivar miró con mirada de las que atraviesan. busca de Rosario, ganarla y volver con ella a Eugenia tendré que contenerme —se dijo—, porque yo no sé
sus miradas. Y se acordó de su madre, de su pobre ma- —No, no he vuelto a saber de ella. para decir a esta: «¡Aquí la tienes, es mía y no de... tu qué cosas me dice el corazón.» Y decía la carta:
dre, y del anhelo que sintió siempre porque su hijo se —¿Quién la estará conquistando o quién la ha- Mauricio!»
casara bien. Y ahora, próximo a casarse con Eugenia, brá conquistado a estas horas...? —y apartando su

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«Apreciable Augusto: Cuando leas estas líneas yo estaré Al salir de la iglesia parecíale que iba tranquilo, —¡Al otro no le ha engañado! —dijo fríamente los demás —se decía—, con corazón; si fuese siquie-
con Mauricio camino del pueblo adonde este va desti- mas era una terrible tranquilidad de bochorno. Se Augusto, y después de haberlo dicho se aterró de la ra un hombre, si existiese de verdad, ¿cómo podía
nado gracias a tu bondad, a la que debo también poder dirigió a casa de Eugenia, donde encontró a los po- frialdad con que lo dijera. haber recibido esto con la relativa tranquilidad con
disfrutar de mis rentas, que con el sueldo de él nos per- bres tíos consternados. La sobrina les había comuni- —Pero le engañará... le engañará... ¡no lo dude que lo recibo?» Y empezó, sin darse de ello cuenta, a
mitirá vivir juntos con algún desahogo. No te pido que cado por carta su determinación y no remaneció en usted! palparse, y hasta se pellizcó para ver si lo sentía.
me perdones, porque después de esto creo que te con- toda la noche. Había tomado la pareja un tren que Augusto sintió un placer diabólico al pensar De pronto sintió que alguien le tiraba de una
vencerás de que ni yo te hubiera hecho feliz ni tú mucho salió al anochecer, muy poco después de la última que Eugenia engañaría al cabo a Mauricio. «Pero pierna. Era Orfeo, que le había salido al encuentro,
menos a mí. Cuando se te pase la primera impresión entrevista de Augusto con su novia. no ya conmigo», se dijo muy bajito, de modo que para consolarlo. Al ver a Orfeo sintió, ¡cosa extra-
volveré a escribirte para explicarte por qué doy este paso —Y ¿qué hacemos ahora? —dijo doña apenas si se oyese a sí mismo. ña!, una gran alegría, lo tomó en brazos y le dijo:
ahora y de esta manera. Mauricio quería que nos hu- Ermelinda. —Bueno, señores, lamento lo sucedido, y más «¡Alégrate, Orfeo mío, alégrate!, ¡alegrémonos los
biéramos escapado el día mismo de la boda, después de —¡Qué hemos de hacer, señora —contestó que nada por su sobrina, pero debo retirarme. dos! ¡Ya no te echan de casa; ya no te separan de mí;
salir de la iglesia; pero su plan era muy complicado y me Augusto—, sino aguantarnos! —Usted comprenderá, don Augusto, que noso- ya no nos separarán al uno del otro! Viviremos jun-
pareció, además, una crueldad inútil. Y como te dije en —¡Esto es una indignidad —exclamó don tros... —empezó doña Ermelinda. tos en la vida y en la muerte. No hay mal que por bien
otra ocasión, creo quedaremos amigos. Tu amiga. Fermín—; estas cosas no debían quedar sin un —¡Claro!, ¡claro! Pero... no venga, por grande que el mal sea y por pequeño
E ugenia D omingo del A rco. ejemplar castigo! Aquello no podía prolongarse. Augusto, des- que sea el bien, o al revés. ¡Tú, tú eres fiel, Orfeo mío,
—Y ¿es usted, don Fermín, usted, el anarquis- pués de breves palabras más, se salió. tú eres fiel! Yo ya supongo que algunas veces busca-
P.S. No viene con nosotros Rosario. Te queda ta...? Iba aterrado de sí mismo y de lo que le pasaba, o rás tu perra, pero no por eso huyes de casa, no por eso
ahí y puedes con ella consolarte.» —Y ¿qué tiene que ver? Estas cosas no se hacen mejor aún, de lo que no le pasaba. Aquella frialdad, me abandonas; tú eres fiel, tú. Y mira, para que no
así. ¡No se engaña así a un hombre! al menos aparente, con que recibió el golpe de la bur- tengas nunca que marcharte, traeré una perra a casa,
Augusto se dejó caer en un banco, anonadado. la suprema, aquella calma le hacía que hasta dudase sí, te la traeré. Porque ahora, ¿es que has salido a mi
Al poco rato se arrodilló y rezaba. de su propia existencia. «Si yo fuese un hombre como encuentro para consolar la pena que debía tener, o es

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que me encuentras al volver de una visita a tu perra? XXX —No te burles, Víctor. —No digo ni que sí ni que no. Sería una solu-
De todos modos, tú eres fiel, tú, y ya nadie te echará —Y ¿por qué no me he de burlar? Tú, querido ción como otra, pero no la mejor.
de mi casa, nadie nos separará.» Víctor encontró a Augusto hundido en un rin- experimentador, la quisiste tomar de rana, y es ella —Entonces, que les busque y les mate.
Entró en su casa, y no bien se volvió a ver en ella, cón de un sofá, mirando más abajo del suelo. la que te ha tomado de rana a ti. ¡Chapúzate, pues, —Matar por matar es un desatino. A lo sumo
solo, se le desencadenó en el alma la tempestad que —¿Qué es eso? —le preguntó poniéndole una en la charca, y a croar y a vivir! para librarse del odio, que no hace sino corromper el
parecía calma. Le invadió un sentimiento en que se mano sobre el hombro. —Te ruego otra vez... alma. Porque más de un rencoroso se curó del rencor
daban confundidos tristeza, amarga tristeza, celos, —Y ¿me preguntas qué es esto? ¿No sabes lo —Que no bromee, ¿eh? Pues bromearé. Para es- y sintió piedad, y hasta amor a su víctima, una vez
rabia, miedo, odio, amor, compasión, desprecio, y que me ha pasado? tas ocasiones se ha hecho la burla. que satisfizo su odio en ella. El acto malo libera del
sobre todo vergüenza, una enorme vergüenza, y la —Sí, sé lo que te ha pasado por fuera, es decir, lo —Es que eso es corrosivo. mal sentimiento. Y es porque la ley hace el pecado.
terrible conciencia del ridículo en que quedaba. que ha hecho ella; lo que no sé es lo que lo pasa por —Y hay que corroer. Y hay que confun- —Y ¿qué voy a hacer?
—¡Me ha matado! —le dijo a Liduvina. dentro, es decir, no sé por qué estás así... dir. Confundir sobre todo, confundirlo todo. —Habrás oído que en este mundo no hay sino
—¿Quién? —¡Parece imposible! Confundir el sueño con la vela, la ficción con la rea- devorar o ser devorado...
—Ella. —Se te ha ido un amor, el de a; ¿no te queda el de lidad, lo verdadero con lo falso; confundirlo todo —Sí, burlarse de otros o ser burlado.
Y se encerró en su cuarto. Y a la vez que las imá- b, o el de c, o el de x, o el de otra cualquiera de las n? en una sola niebla. La broma que no es corrosiva y —No; cabe otro término tercero y es devorarse
genes de Eugenia y de Mauricio presentábase a su es- —No es la ocasión para bromas, creo. confundente no sirve para nada. El niño se ríe en la uno a sí mismo, burlarse de sí mismo uno. ¡Devórate!
píritu la de Rosario, que también se burlaba de él. Y —Al contrario, esta es la ocasión de bromas. tragedia; el viejo llora en la comedia. Quisiste hacer- El que devora goza, pero no se harta de recordar el
recordaba a su madre. Se echó sobre la cama, mordió —Es que no me duele en el amor; ¡es la burla, la rana, te ha hecho rana; acéptalo, pues, y sé para ti acabamiento de sus goces y se hace pesimista; el que
la almohada, no acertaba a decirse nada concreto, se la burla, la burla! Se han burlado de mí, me han es- mismo rana. es devorado sufre, y no se harta de esperar la libera-
le enmudeció el monólogo, sintió como si se le acor- carnecido, me han puesto en ridículo; han querido —¿Qué quieres decir con eso? ción de sus penas y se hace optimista. Devórate a ti
chase el alma y rompió a llorar. Y lloró, lloró, lloró. Y demostrarme... ¿qué sé yo?... que no existo. —Experimenta en ti mismo. mismo, y como el placer de devorarte se confundirá
en el llanto silencioso se le derretía el pensamiento. —¡Qué felicidad! —Sí, que me suicide. y neutralizará con el dolor de ser devorado, llegarás

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a la perfecta ecuanimidad de espíritu, a la ataraxia; —¡Es que me ha hecho padre, Víctor! la escena del dolor representamos el dolor y nos pa- —¡Ellos sí que lo estarán pasando!
no serás sino un mero espectáculo para ti mismo. —¿Cómo?, ¿que te ha hecho padre? rece un desentono el que de repente nos entre ganas —¡Y tú también! ¿Te has encontrado nunca a
—Y ¿eres tú, tú, Víctor, tú el que me vienes con —¡Sí, de mí mismo! Con esto creo haber nacido de reír entonces. Y es cuando más ganas nos da de tus propios ojos más interesante que ahora? ¿Cómo
esas cosas? de veras. Y para sufrir, para morir. ello. ¡Comedia, comedia el dolor! sabe uno que tiene un miembro si no le duele?
—¡Sí, yo, Augusto, yo, soy yo! —Sí, el segundo nacimiento, el verdadero, es —¿Y si la comedia del dolor le lleva a uno a sui- —Bueno, y ¿qué voy a hacer yo ahora?
—Pues en un tiempo no pensabas de esa manera nacer por el dolor a la conciencia de la muerte ince- cidarse? —¡Hacer... hacer... hacer..! ¡Bah, ya te es-
tan... corrosiva. sante, de que estamos siempre muriendo. Pero si te —¡Comedia de suicidio! tás sintiendo personaje de drama o de novela!
—Es que entonces no era padre. has hecho padre de ti mismo es que te has hecho hijo —¡Es que se muere de veras! ¡Contentémonos con serlo de... nivola! ¡Hacer... ha-
—Y ¿el ser padre...? de ti mismo también. —¡Comedia también! cer... hacer...! ¿Te parece que hacemos poco con estar
—El ser padre, al que no está loco o es un mente- —Parece imposible, Víctor, parece imposible —Pues ¿qué es lo real, lo verdadero, lo sentido? así hablando? Es la manía de la acción, es decir, de
cato, le despierta lo más terrible que hay en el hom- que pasándome lo que me pasa, después de lo que ha —Y ¿quién te ha dicho que la comedia no es real la pantomima. Dicen que pasan muchas cosas en
bre: ¡el sentido de la responsabilidad! Yo entrego hecho conmigo... ¡ella!, pueda todavía oír con calma y verdadera y sentida? un drama cuando los actores pueden hacer muchos
a mi hijo el legado perenne de la humanidad. Con estas sutilezas, estos juegos de concepto, estas hu- —¿Entonces? gestos y dar grandes pasos y fingir duelos y saltar y...
meditar en el misterio de la paternidad hay para moradas macabras, y hasta algo peor... —Que todo es uno y lo mismo; que hay que ¡pantomima!, ¡pantomima! ¡Hablan demasiado!,
volverse loco. Y si los más de los padres no se vuel- —¿Qué? confundir, Augusto, hay que confundir. Y el que no dicen otras veces. Como si el hablar no fuese hacer.
ven locos es porque son tontos... o no son padres. —Que me distraigan. ¡Me irrito contra mí mis- confunde se confunde. En el principio fue la Palabra y por la Palabra se hizo
Regocíjate, pues, Augusto, que con eso de habérsete mo! —Y el que confunde también. todo. Si ahora, por ejemplo, algún... nivolista oculto
escapado te evitó acaso el que fueses padre. Y yo te —Es la comedia, Augusto, es la comedia que —Acaso. ahí, tras ese armario, tomase nota taquigráfica de
dije que te casaras, pero no que te hicieses padre. El representamos ante nosotros mismos, en lo que se —¿Entonces? cuanto estamos aquí diciendo y lo reprodujese, es
matrimonio es un experimento... psicológico; la pa- llama el foro interno, en el tablado de la conciencia, —Pues esto, charlar, sutilizar, jugar con las pa- fácil que dijeran los lectores que no pasa nada, y sin
ternidad lo es... patológico. haciendo a la vez de cómicos y de espectadores. Y en labras y los vocablos... ¡pasar el rato! embargo...

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—¡Oh, si pudiesen verme por dentro, Víctor, te ahora me palpo, ahora no dudo de mi existencia —No, lo más liberador del arte es que le hace a —¡Sí!
aseguro que no dirían tal cosa! real! uno dudar de que exista. —Y no era verdad. Porque como Descartes no
—¿Por dentro?, ¿por dentro de quién?, ¿de ti?, —¡Comedia!, ¡comedia!, ¡comedia! —Y ¿qué es existir? ha sido más que un ente ficticio, una invención de la
¿de mí? Nosotros no tenemos dentro. Cuando no —¿Cómo? —¿Ves? Ya te vas curando; ya empiezas a devo- historia, pues... ¡ni existió... ni pensó!
dirían que aquí no pasa nada es cuando pudiesen —Sí, en la comedia entra el que se crea rey el que rarte. Lo prueba esa pregunta. ¡Ser o no ser, que dijo —Y ¿quién dijo eso?
verse por dentro de sí mismos, de ellos, de los que lo representa. Hamlet, uno de los que inventaron a Shakespeare. —Eso no lo dijo nadie; eso se dijo ello mismo.
leen. El alma de un personaje de drama, de novela o —Pero ¿qué te propones con todo esto? —Pues a mí, Víctor, eso de ser o no ser me ha —Entonces, ¿el que era y pensaba era el pensa-
de nivola no tiene más interior que el que le da... —Distraerte. Y además, que si, como te decía, parecido siempre una solemne vaciedad. miento ese?
—Sí, su autor. un nivolista oculto que nos esté oyendo toma nota de —Las frases, cuanto más profundas, son más —¡Claro! Y, figúrate, eso equivale a decir que
—No, el lector. nuestras palabras para reproducirlas un día, el lector vacías. No hay profundidad mayor que la de un ser es pensar y lo que no piensa no es.
—Pues yo te aseguro, Víctor... de la nivola llegue a dudar, siquiera fuese un fugitivo pozo sin fondo. ¿Qué te parece lo más verdadero de —¡Claro está!
—No asegures nada y devórate. Es lo seguro. momento, de su propia realidad de bulto y se crea a todo? —Pues no pienses, Augusto, no pienses. Y si te
—Y me devoro, me devoro. Empecé, Víctor, su vez no más que un personaje nivolesco, como no- —Pues... pues... lo de Descartes: «Pienso, luego empeñas en pensar...
como una sombra, como una ficción; durante años sotros. soy.» —¿Qué?
he vagado como un fantasma, como un muñeco —Y eso ¿para qué? —No, sino esto: A = A. —¡Devórate!
de niebla, sin creer en mi propia existencia, imagi- —Para redimirle. —Pero ¡eso no es nada! —Es decir, ¿que me suicide...?
nándome ser un personaje fantástico que un oculto —Sí, ya he oído decir que lo más liberador del —Y por lo mismo es lo más verdadero, porque —En eso ya no me quiero meter. ¡Adiós!
genio inventó para solazarse o desahogarse; pero arte es que le hace a uno olvidar que exista. Hay no es nada. Pero esa otra vaciedad de Descartes, ¿la Y se salió Víctor, dejando a Augusto perdido y
ahora, después de lo que me han hecho, después quien se hunde en la lectura de novelas para dis- crees tan incontrovertible? confundido en sus cavilaciones.
de lo que me han hecho, después de esta burla, de traerse de sí mismo, para olvidar sus penas... —¡Y tanto...!
esta ferocidad de burla, ¡ahora sí!, ¡ahora me siento, —Pues bien, ¿o dijo eso Descartes?

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XXXI Empezó hablándome de mis trabajos literarios
y más o menos filosóficos, demostrando conocerlos
Aquella tempestad del alma de Augusto termi- bastante bien, lo que no dejó, ¡claro está!, de hala-
nó, como en terrible calma, en decisión de suicidar- garme, y enseguida empezó a contarme su vida y sus
se. Quería acabar consigo mismo, que era la fuente desdichas. Le atajé diciéndole que se ahorrase aquel
de sus desdichas propias. Mas antes de llevar a cabo trabajo, pues de las vicisitudes de su vida sabía yo
su propósito, como el náufrago que se agarra a una tanto como él, y se lo demostré citándole los más
débil tabla, ocurriósele consultarlo conmigo, con el íntimos pormenores y los que él creía más secretos.
autor de todo este relato. Por entonces había leído Me miró con ojos de verdadero terror y como quien
Augusto un ensayo mío en que, aunque de pasada, mira a un ser increíble; creí notar que se le alteraba el
hablaba del suicidio, y tal impresión pareció hacerle, color y traza del semblante y que hasta temblaba. Le
así como otras cosas que de mí había leído, que no tenía yo fascinado.
quiso dejar este mundo sin haberme conocido y pla- —¡Parece mentira! —repetía—, ¡parece menti-
ticado un rato conmigo. Emprendió, pues, un viaje ra! A no verlo no lo creería... No sé si estoy despierto
acá, a Salamanca, donde hace más de veinte años o soñando...
vivo, para visitarme. —Ni despierto ni soñando —le contesté.
Cuando me anunciaron su visita sonreí enigmá- —No me lo explico... no me lo explico —aña-
ticamente y le mandé pasar a mi despacho-librería. dió—; mas puesto que usted parece saber sobre mí
Entró en él como un fantasma, miró a un retrato tanto como sé yo mismo, acaso adivine mi propósito...
mío al óleo que allí preside a los libros de mi librería, —Sí —le dije—, tú —y recalqué este tú con un
y a una seña mía se sentó, frente a mí. tono autoritario—, tú, abrumado por tus desgracias,

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has concebido la diabólica idea de suicidarte, y antes —¿Cómo que no estoy vivo?, ¿es que me he de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya —¡Eso más faltaba! —exclamé algo molesto.
de hacerlo, movido por algo que has leído en uno de muerto? —y empezó, sin darse clara cuenta de lo sabes, pues, tu secreto. —No se exalte usted así, señor de Unamuno —
mis últimos ensayos, vienes a consultármelo. que hacía, a palparse a sí mismo. Al oír esto quedose el pobre hombre mirándome me replicó—, tenga calma. Usted ha manifestado
El pobre hombre temblaba como un azogado, —¡No, hombre, no! —le repliqué—. Te dije an- un rato con una de esas miradas perforadoras que dudas sobre mi existencia...
mirándome como un poseído miraría. Intentó le- tes que no estabas ni despierto ni dormido, y ahora parecen atravesar la mira e ir más allá, miró luego —Dudas no —le interrumpí—; certeza absolu-
vantarse, acaso para huir de mí; no podía. No dis- te digo que no estás ni muerto ni vivo. un momento a mi retrato al óleo que preside a mis li- ta de que tú no existes fuera de mi producción no-
ponía de sus fuerzas. —¡Acabe usted de explicarse de una vez, por bros, le volvió el color y el aliento, fue recobrándose, velesca.
—¡No, no te muevas! —le ordené. Dios!, ¡acabe de explicarse! —me suplicó conster- se hizo dueño de sí, apoyó los codos en mi camilla, —Bueno, pues no se incomode tanto si yo a mi
—Es que... es que... —balbuceó. nado—, porque son tales las cosas que estoy viendo a que estaba arrimado frente a mí y, la cara en las vez dudo de la existencia de usted y no de la mía
—Es que tú no puedes suicidarte, aunque lo y oyendo esta tarde, que temo volverme loco. palmas de las manos y mirándome con una sonrisa propia. Vamos a cuentas: ¿no ha sido usted el que
quieras. —Pues bien; la verdad es, querido Augusto —le en los ojos, me dijo lentamente: no una sino varias veces ha dicho que don Quijote
—¿Cómo? —exclamó al verse de tal modo ne- dije con la más dulce de mis voces —, que no puedes —Mire usted bien, don Miguel... no sea que esté y Sancho son no ya tan reales, sino más reales que
gado y contradicho. matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni usted equivocado y que ocurra precisamente todo lo Cervantes?
—Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, tampoco muerto, porque no existes... contrario de lo que usted se cree y me dice. —No puedo negarlo, pero mi sentido al decir
¿qué es menester? —le pregunté. —¿Cómo que no existo? —exclamó. —Y ¿qué es lo contrario? —le pregunté alarma- eso era...
—Que tenga valor para hacerlo —me contestó. —No, no existes más que como ente de ficción; do de verle recobrar vida propia. —Bueno, dejémonos de esos sentires y vamos a
—No —le dije—, ¡que esté vivo! no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi —No sea, mi querido don Miguel —añadió—, otra cosa. Cuando un hombre dormido e inerte en la
—¡Desde luego! fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean que sea usted y no yo el ente de ficción, el que no cama sueña algo, ¿qué es lo que más existe, él como
—¡Y tú no estás vivo! el relato que de tus fingidas venturas y malandan- existe en realidad, ni vivo, ni muerto... No sea que conciencia que sueña, o su sueño?
zas he escrito yo; tú no eres más que un personaje usted no pase de ser un pretexto para que mi historia —¿Y si sueña que existe él mismo, el soñador?
llegue al mundo... —le repliqué a mi vez.

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—En ese caso, amigo don Miguel, le pregunto —Bueno, basta, no le moteje usted. Y vamos a puede hacer, en buena ley de arte, lo que ningún lec- Me miró con una enigmática y socarrona sonri-
yo a mi vez, ¿de qué manera existe él, como soñador ver, ¿qué opina usted de mi suicidio? tor esperaría que hiciese... sa y lentamente me dijo:
que se sueña, o como soñado por sí mismo? Y fíjese, —Pues opino que como tú no existes más que —Un ser novelesco tal vez... —Pues más difícil aún que el que uno se conoz-
además, en que al admitir esta discusión conmigo en mi fantasía, te lo repito, y como no debes ni pue- —¿Entonces? ca a sí mismo es el que un novelista o un autor dra-
me reconoce ya existencia independiente de sí. des hacer sino lo que a mí me dé la gana, y como no —Pero un ser nivolesco... mático conozca bien a los personajes que finge o cree
—¡No, eso no!, ¡eso no! —le dije vivamente—. me da la real gana de que te suicides, no te suicida- —Dejemos esas bufonadas que me ofenden y fingir...
Yo necesito discutir, sin discusión no vivo y sin con- rás. ¡Lo dicho! me hieren en lo más vivo. Yo, sea por mí mismo, Empezaba yo a estar inquieto con estas salidas
tradicción, y cuando no hay fuera de mí quien me —Eso de no me da la real gana, señor de Una- según creo, sea porque usted me lo ha dado, según de Augusto, y a perder mi paciencia.
discuta y contradiga invento dentro de mí quien lo muno, es muy español, pero es muy feo. Y además, supone usted, tengo mi carácter, mi modo de ser, mi —E insisto —añadió— en que aun concedido
haga. Mis monólogos son diálogos. aun suponiendo su peregrina teoría de que yo no lógica interior, y esta lógica me pide que me suicide... que usted me haya dado el ser y un ser ficticio, no
—Y acaso los diálogos que usted forje no sean existo de veras y usted sí, de que yo no soy más que —¡Eso te creerás tú, pero te equivocas! puede usted, así como así y porque sí, porque le dé
más que monólogos... un ente de ficción, producto de la fantasía novelesca —A ver, ¿por qué me equivoco?, ¿en qué la real gana, como dice, impedirme que me suicide.
—Puede ser. Pero te digo y repito que tú no exis- o nivolesca de usted, aun en ese caso yo no debo estar me equivoco? Muéstreme usted en qué está mi —¡Bueno, basta!, ¡basta! —exclamé dando un
tes fuera de mí... sometido a lo que llama usted su real gana, a su ca- equivocación. Como la ciencia más difícil que hay puñetazo en la camilla— ¡cállate!, ¡no quiero oír más
—Y yo vuelvo a insinuarle a usted la idea de que pricho. Hasta los llamados entes de ficción tienen su es la de conocerse uno a sí mismo, fácil es que esté impertinencias...! ¡Y de una criatura mía! Y como ya
es usted el que no existe fuera de mí y de los demás lógica interna... yo equivocado y que no sea el suicidio la solución me tienes harto y además no sé ya qué hacer de ti, deci-
personajes a quienes usted cree haber inventado. —Sí, conozco esa cantata. más lógica de mis desventuras, pero demuéstremelo do ahora mismo no ya que no te suicides, sino matarte
Seguro estoy de que serían de mi opinión don Avito —En efecto; un novelista, un dramaturgo, no usted. Porque si es difícil, amigo don Miguel, yo. ¡Vas a morir, pues, pero pronto! ¡Muy pronto!
Carrascal y el gran don Fulgencio... pueden hacer en absoluto lo que se les antoje de un ese conocimiento propio de sí mismo, hay otro —¿Cómo? —exclamó Augusto sobresalta-
—No mientes a ese... personaje que creen; un ente de ficción novelesca no conocimiento que me parece no menos difícil que el... do—, ¿que me va usted a dejar morir, a hacerme mo-
—¿Cuál es? —le pregunté. rir, a matarme?

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—¡Sí, voy a hacer que mueras! Eugenia o a Mauricio o a los dos no pensarías en gana, sí, así como suena, lo que me dé la real gana, lo —Pero ¡por Dios!... —exclamó Augusto, ya su-
—¡Ah, eso nunca!, ¡nunca!, ¡nunca! —gritó. matarte a ti mismo, ¿eh? que me salga de... plicante y de miedo tembloroso y pálido.
—¡Ah! —le dije mirándole con lástima y ra- —¡Mire usted, precisamente a esos... no! —No sea usted tan español, don Miguel... —No hay Dios que valga. ¡Te morirás!
bia—. ¿Conque estabas dispuesto a matarte y no —¿A quién, pues? —¡Y eso más, mentecato! ¡Pues sí, soy español, —Es que yo quiero vivir, don Miguel, quiero
quieres que yo te mate? ¿Conque ibas a quitarte la —¡A usted! —y me miró a los ojos. español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de vivir, quiero vivir...
vida y te resistes a que te la quite yo? —¿Cómo? —exclamé poniéndome en pie—, espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; es- —¿No pensabas matarte?
—Sí, no es lo mismo... ¿cómo? Pero ¿se te ha pasado por la imaginación pañol sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi —¡Oh, si es por eso, yo le juro, señor de
—En efecto, he oído contar casos análogos. He matarme?, ¿tú?, ¿y a mí? religión, y el cielo en que quiero creer es una España Unamuno, que no me mataré, que no me quitaré
oído de uno que salió una noche armado de un re- —Siéntese y tenga calma. ¿O es que cree usted, celestial y eterna y mi Dios un Dios español, el de esta vida que Dios o usted me han dado; se lo juro...
vólver y dispuesto a quitarse la vida, salieron unos amigo don Miguel, que sería el primer caso en que Nuestro Señor Don Quijote, un Dios que piensa en Ahora que usted quiere matarme quiero yo vivir,
ladrones a robarle, le atacaron, se defendió, mató a un ente de ficción, como usted me llama, matara a español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue vivir, vivir...
uno de ellos, huyeron los demás, y al ver que había aquel a quien creyó darle ser... ficticio? verbo español... —¡Vaya una vida! —exclamé.
comprado su vida por la de otro renunció a su pro- —¡Esto ya es demasiado —decía yo paseándo- —Bien, ¿y qué? —me interrumpió, volviéndo- —Sí, la que sea. Quiero vivir, aunque vuelva a
pósito. me por mi despacho—, esto pasa de la raya! Esto no me a la realidad. ser burlado, aunque otra Eugenia y otro Mauricio
—Se comprende —observó Augusto—; la cosa sucede más que... —Y luego has insinuado la idea de matarme. me desgarren el corazón. Quiero vivir, vivir, vivir...
era quitar a alguien la vida, matar un hombre, y ya —Más que en las nivolas —concluyó él con sor- ¿Matarme?, ¿a mí?, ¿tú? ¡Morir yo a manos de una —No puede ser ya... no puede ser...
que mató a otro, ¿a qué había de matarse? Los más na. de mis criaturas! No tolero más. Y para castigar tu —Quiero vivir, vivir... y ser yo, yo, yo...
de los suicidas son homicidas frustrados; se matan a —¡Bueno, basta!, ¡basta!, ¡basta! ¡Esto no se osadía y esas doctrinas disolventes, extravagantes, —Pero si tú no eres sino lo que yo quiera...
sí mismos por falta de valor para matar a otros... puede tolerar! ¡Vienes a consultarme, a mí, y tú em- anárquicas, con que te me has venido, resuelvo y fa- —¡Quiero ser yo, ser yo!, ¡quiero vivir! —y le
—¡Ah, ya, te entiendo, Augusto, te entiendo! piezas por discutirme mi propia existencia, después llo que te mueras. En cuanto llegues a tu casa te mo- lloraba la voz.
Tú quieres decir que si tuvieses valor para matar a el derecho que tengo a hacer de ti lo que me dé la real rirás. ¡Te morirás, te lo digo, te morirás! —No puede ser... no puede ser...

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—Mire usted, don Miguel, por sus hijos, por su —Pero... por Dios... —¡Víctima, sí! ¡Crearme para dejarme morir!, XXXII
mujer, por lo que más quiera... Mire que usted no —No hay pero ni Dios que valgan. ¡Vete! ¡usted también se morirá! El que crea se crea y el que
será usted... que se morirá. —¿Conque no, eh? —me dijo—, ¿conque no? se crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel, morirá Aquella misma noche se partió Augusto de esta
Cayó a mis pies de hinojos, suplicante y excla- No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vi- usted, y morirán todos los que me piensen! ¡A mo- ciudad de Salamanca adonde vino a verme. Fuese
mando: vir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, do- rir, pues! con la sentencia de muerte sobre el corazón y con-
—¡Don Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero lerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de Este supremo esfuerzo de pasión de vida, de vencido de que no le sería ya hacedero, aunque lo
ser yo! morir ente de ficción? Pues bien, mi señor creador ansia de inmortalidad, le dejó extenuado al pobre intentara, suicidarse. El pobrecillo, recordando mi
—¡No puede ser, pobre Augusto —le dije co- don Miguel, ¡también usted se morirá, también us- Augusto. sentencia, procuraba alargar lo más posible su vuelta
giéndole una mano y levantándole—, no puede ser! ted, y se volverá a la nada de que salió...! ¡Dios dejará Y le empujé a la puerta, por la que salió cabizba- a su casa, pero una misteriosa atracción, un impulso
Lo tengo ya escrito y es irrevocable; no puedes vivir de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque jo. Luego se tanteó como si dudase ya de su propia íntimo le arrastraba a ella. Su viaje fue lamentable.
más. No sé qué hacer ya de ti. Dios, cuando no sabe no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los existencia. Yo me enjugué una lágrima furtiva. Iba en el tren contando los minutos, pero contándo-
qué hacer de nosotros, nos mata. Y no se me olvida que lean mi historia, todos, todos, todos sin que- los al pie de la letra: uno, dos, tres, cuatro... Todas
que pasó por tu mente la idea de matarme... dar uno! ¡Entes de ficción como yo; lo mismo que sus desventuras, todo el triste ensueño de sus amores
—Pero si yo, don Miguel... yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, con Eugenia y con Rosario, toda la historia tragicó-
—No importa; sé lo que me digo. Y me temo Augusto Pérez, ente ficticio como vosotros, nivolesco mica de su frustrado casamiento habíanse borrado
que, en efecto, si no te mato pronto acabes por ma- lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, de su memoria o habíanse más bien fundido en una
tarme tú. mi don Miguel, no es usted más que otro ente nivo- niebla. Apenas si sentía el contacto del asiento sobre
—Pero ¿no quedamos en que...? lesco, y entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo, que descansaba ni el peso de su propio cuerpo. «¿Será
—No puede ser, Augusto, no puede ser. Ha lle- que Augusto Pérez, que su víctima... verdad que no existo realmente? —se decía— ¿ten-
gado tu hora. Está ya escrito y no puedo volverme —¿Víctima? —exclamé. drá razón este hombre al decir que no soy más que
atrás. Te morirás. Para lo que ha de valerte ya la vida... un producto de su fantasía, un puro ente de ficción?»

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Tristísima, dolorosísima había sido última- y viendo hacia atrás, detrás de su cabeza, envueltas —¡Vamos, vamos, déjese de esas andróminas, Y luego pensó: «Pero ¡no, no!, ¡yo no puedo mo-
mente su vida, pero le era mucho más triste, le era en bruma las figuras de los compañeros y compañe- señorito; a cenar y a la cama! ¡Y mañana será otro rirme; sólo se muere el que está vivo, el que existe, y
más doloroso pensar que todo ello no hubiese sido ras de su vida, sentíase arrastrado a la muerte. día! yo, como no existo, no puedo morirme... soy inmor-
sino sueño, y no sueño de él, sino sueño mío. La Llegó a su casa, llamó, y Liduvina, que salió a «Pienso, luego soy —se decía Augusto, añadién- tal! No hay inmortalidad como la de aquello que,
nada le parecía más pavorosa que el dolor. ¡Soñar abrirle, palideció al verle. dose—: Todo lo que piensa es y todo lo que es pien- cual yo, no ha nacido y no existe. Un ente de ficción
uno que vive... pase, pero que le sueñe otro...! —¿Qué es eso, Liduvina, de qué te asustas? sa. Sí, todo lo que es piensa. Soy, luego pienso.» es una idea, y una idea es siempre inmortal...»
«Y ¿por qué no he de existir yo? —se decía—, —¡Jesús! ¡Jesús! El señorito parece más muerto Al pronto no sentía ganas ningunas de cenar, y —¡Soy inmortal!, ¡soy inmortal! —exclamó
¿por qué? Supongamos que es verdad que ese hom- que vivo... Trae cara de ser del otro mundo... no más que por hábito y por acceder a los ruegos de Augusto.
bre me ha fingido, me ha soñado, me ha producido —Del otro mundo vengo, Liduvina, y al otro sus fieles sirvientes pidió le sirviesen un par de hue- —¿Qué dice usted? —acudió Liduvina.
en su imaginación; pero ¿no vivo ya en las de otros, mundo voy. Y no estoy ni muerto ni vivo. vos pasados por agua, y nada más, una cosa ligerita. —Que me traigas ahora... ¡qué sé yo!... jamón
en las de aquellos que lean el relato de mi vida? Y si —Pero ¿es que se ha vuelto loco? ¡Domingo! Mas a medida que iba comiéndoselos abríasele un en dulce, fiambres, foiegras, lo que haya... ¡Siento un
vivo así en las fantasías de varios, ¿no es acaso real ¡Domingo! extraño apetito, una rabia de comer más y más. Y apetito voraz!
lo que es de varios y no de uno solo? Y ¿por qué sur- —No llames a tu marido, Liduvina. Y no estoy pidió otros dos huevos, y después un bisteque. —Así me gusta verle, señorito, así. ¡Coma,
giendo de las páginas del libro en que se deposite el loco, ¡no! Ni estoy, te repito, muerto, aunque me —Así, así —le decía Liduvina—; coma usted; coma, que el que tiene apetito es que está sano y el
relato de mi ficticia vida, o más bien de las mentes moriré muy pronto, ni tampoco vivo. eso debe de ser debilidad y no más. El que no come que está sano vive!
de aquellos que la lean —de vosotros, los que ahora —Pero ¿qué dice usted? se muere. —Pero, Liduvina, ¡yo no vivo!
la leéis —, porqué no he de existir como un alma —Que no existo, Liduvina, que no existo; que —Y el que come también, Liduvina —observó —Pero ¿qué dice?
eterna y eternamente dolorosa?, ¿por qué?» soy un ente de ficción, como un personaje de novela... tristemente Augusto. —Claro, yo no vivo. Los inmortales no vivimos,
El pobre no podía descansar. Pasaban a su vista —¡Bah, cosas de libros! Tome algo fortificante, —Sí, pero no de hambre. y yo no vivo, sobrevivo; ¡yo soy idea!, ¡soy idea!
los páramos castellanos, ya los encinares, ya los pi- acuéstese, arrópese y no haga caso de esas fantasías... —¿Y qué más da morirse de hambre que de otra Empezó a devorar el jamón en dulce. «Pero si
nares; contemplaba las cimas nevadas de las sierras, —Pero ¿tú crees Liduvina, que yo existo? enfermedad cualquiera? como —se decía—, ¿cómo es que no vivo? ¡Como,

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luego existo! No cabe duda alguna. Edo, ergo sum! —Sí, pero no así, como está usted comiendo —¿Lo ves, Domingo, lo ves? No puedo tenerme —No, no, quiero que te acuestes y que te duer-
¿A qué se deberá este voraz apetito?» Y entonces re- ahora... Y ya sabe mi señorito aquello de «más mató en pie. mas; quiero sentirte dormir, oírte roncar, mejor…
cordó haber leído varias veces que los condenados a la cena, que sanó Avicena». —Claro, con tanto embutir en el estómago... —Como usted quiera...
muerte en las horas que pasan en capilla se dedican —A mí no puede matarme la cena. —Al contrario, con lastre se tiene uno mejor en —Y ahora, mira, tráeme un pliego de papel. Voy
a comer. «¡Es cosa —pensaba— de que nunca he po- —¿Por qué? pie. Es que no existo. Mira, ahora poco, al cenar me a poner un telegrama, que enviarás a su destino así
dido darme cuenta...! Aquello otro que nos cuenta —Porque no vivo, no existo, ya te lo he dicho. parecía como si todo eso me fuese cayendo desde la que yo me muera...
Renán en su Abadesa de Jouarre se comprende... Se Liduvina fue a llamar a su marido, a quien dijo: boca en un tonel sin fondo. El que come vive, tiene —Pero ¡señorito!...
comprende que una pareja de condenados a muer- —Domingo, me parece que el señorito se ha razón Liduvina, pero el que come como he comido —¡Haz lo que te digo!
te, antes de morir, sientan el instinto de sobrevivirse vuelto loco... Dice unas cosas muy raras... cosas de yo esta noche, por desesperación, es que no existe. Domingo obedeció, llevole el papel y el tintero y
reproduciéndose, pero ¡comer...! Aunque sí, sí, es el libros... que no existe... qué sé yo... Yo no existo... Augusto escribió:
cuerpo que se defiende. El alma, al enterarse de que —¿Qué es eso, señorito? —le dijo Domingo en- —Vaya, vaya, déjese de bobadas; tome su café y
va a morir, se entristece o se exalta, pero el cuerpo, si trando—, ¿qué le pasa? su copa, para empujar todo eso y sentarlo, y vamos a Salamanca.
es un cuerpo sano, entra en apetito furioso. Porque —¡Ay, Domingo —contestó Augusto con voz dar un paseo. Le acompañaré yo. Unamuno.
también el cuerpo se entera. Sí, es mi cuerpo, mi de fantasma—, no lo puedo remediar; siento un te- —No, no puedo tenerme en pie, ¿lo ves? Se salió usted con la suya. He muerto.
cuerpo el que se defiende. ¡Como vorazmente, luego rror loco a acostarme!... —Es verdad. Augusto P ér ez .»
voy a morir!» —Pues no se acueste. —Ven que me apoye en ti. Quiero que esta
—Liduvina, tráeme queso y pastas... y fruta... —No, no, es preciso; no puedo tenerme en pie. noche duermas en mi cuarto, en un colchón que —En cuanto me muera lo envías, ¿eh?
—Esto ya me parece excesivo, señorito; es dema- —Yo creo que el señorito debe pasear la cena. pondremos para ti, que me veles... —Como usted quiera —contestó el criado por
siado. ¡Le va a hacer daño! Ha cenado en demasía. —Mejor será, señorito, que yo no me acueste, no discutir más con el amo.
—¿Pues no decías que el que come vive? Intentó ponerse en pie Augusto. sino que me quede allí, en una butaca...

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Fueron los dos al cuarto. El pobre Augusto tem- mira, cógeme la mano derecha, sácamela, me parece de libros? ¿Conoces a don Miguel de Unamuno, mirando más allá de las tinieblas, y gritando:
blaba de tal modo al ir a desnudarse que no podía ni que no es mía, como si la hubiese perdido... y ayúda- Domingo? «¡Eugenia, Eugenia!» Domingo acudió a él. Dejó
aun cogerse las ropas para quitárselas. me a que me persigne... así... así... Este brazo debe de —Sí, algo he leído de él en los papeles. Dicen caer la cabeza sobre el pecho y se quedó muerto.
—¡Desnúdame tú! —le dijo a Domingo. estar muerto... Mira a ver si tengo pulso... Ahora dé- que es un señor un poco raro que se dedica a decir Cuando llegó el médico se imaginó al pronto
—Pero ¿qué le pasa a usted, señorito? ¡Si parece jame, déjame a ver si duermo un poco... pero tápame, verdades que no hacen al caso... que aún vivía, habló de sangrarle, de ponerle sina-
que le ha visto al diablo! Está usted blanco y frío tápame bien... —Pero ¿le conoces? pismos, pero pronto pudo convencerse de la triste
como la nieve. ¿Quiere que se le llame al médico? —Sí, mejor es que duerma —le dijo Domingo, —¿Yo?, ¿para qué? verdad.
—No, no, es inútil. mientras le subía el embozo de las mantas—; esto se —Pues también Unamuno es cosa de libros... —Ha sido cosa del corazón... un ataque de asis-
—Le calentaremos la cama... le pasará durmiendo... Todos lo somos... ¡Y él se morirá, sí, se morirá, se tolia —dijo el médico.
—¿Para qué? ¡Déjalo! Y desnúdame del todo, —Sí, durmiendo se me pasará... Pero, di ¿es que morirá también, aunque no lo quiera... se morirá! —No, señor —contestó Domingo—, ha sido
del todo; déjame como mi madre me parió, como no he hecho nunca más que dormir?, ¿más que so- Y esa será mi venganza. ¿No quiere dejarme vivir? un asiento. Cenó horriblemente, como no acostum-
nací... ¡si es que nací! ñar? ¿Todo eso ha sido más que una niebla? ¡Pues se morirá, se morirá, se morirá! braba, de una manera desusada en él, como si qui-
—¡No diga usted esas cosas, señorito! —Bueno, bueno, déjese de esas cosas. Todo eso —¡Bueno, déjele en paz a ese señor, que se muera siera...
—Ahora échame, échame tú mismo a la cama, no son sino cosas de libros, como dice mi Liduvina. cuando Dios lo haga, y usted a dormirse! —Sí, desquitarse de lo que no habría de comer
que no me puedo mover. —Cosas de libros... cosas de libros... ¿Y qué no —A dormir... dormir... a soñar... en adelante, ¿no es eso? Acaso el corazón presintió
El pobre Domingo, aterrado a su vez, acostó a su es cosa de libros, Domingo? ¿Es que antes de ha- —¡Morir... dormir... dormir... soñar acaso...! su muerte.
pobre amo. ber libros en una u otra forma, antes de haber rela- —Pienso, luego soy; soy, luego pienso... ¡No —Pues yo —dijo Liduvina— creo que ha sido
—Y ahora, Domingo, ve diciéndome al oído, tos, de haber palabra, de haber pensamiento, había existo, no!, ¡no existo... madre mía! Eugenia... de la cabeza. Es verdad que cenó de un modo dispa-
despacito, el padre nuestro, el ave maría y la salve. algo? ¿Y es que después de acabarse el pensamiento Rosario... Unamuno... —y se quedó dormido. ratado, pero como sin darse cuenta de lo que hacía y
Así... así... poco a poco... poco a poco... —y después quedará algo? ¡Cosas de libros! ¿Y quién no es cosa Al poco rato se incorporó en la cama lívido, an- diciendo disparates...
que los hubo repetido mentalmente—: Ahora, helante, con los ojos todos negros y despavoridos, —¿Qué disparates? —preguntó el médico.

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—Que él no existía y otras cosas así... la sangre, el corazón riega con ellos a la cabeza y al XXXIII —A despedirme de usted, don Miguel, a des-
—¿Disparates? —añadió el médico entre dien- estómago para que funcione, y la cabeza rige los pedirme de usted hasta la eternidad y a mandarle,
tes y cual hablando consigo mismo—, ¿quién sabe movimientos del estómago y del corazón. Y por lo Cuando recibí el telegrama comunicándome la así, a mandarle, no a rogarle, a mandarle que escriba
si existía o no, y menos él mismo...? Uno mismo es tanto este señor don Augusto ha muerto de las tres muerte del pobre Augusto, y supe luego las circuns- usted la nivola de mis aventuras...
quien menos sabe de su existencia... No se existe cosas, de todo el cuerpo, por síntesis. tancias todas de ella, me quedé pensando en si hice —¡Está ya escrita!
sino para los demás... —Pues yo creo —intervino Liduvina— que a o no bien en decirle lo que le dije la tarde aquella en —Lo sé, todo está escrito. Y vengo también a
Y luego en voz alta agregó: mi señorito se le había metido en la cabeza morirse, que vino a visitarme y consultar conmigo su propó- decirle que eso que usted ha pensado de resucitarme
—El corazón, el estómago y la cabeza son los y ¡claro!, el que se empeña en morir, al fin se muere. sito de suicidarse. Y hasta me arrepentí de haberle para que luego me quite yo a mí mismo la vida es un
tres una sola y misma cosa. —¡Es claro! —dijo el médico—. Si uno no cre- matado. Llegué a pensar que tenía él razón y que disparate, más aún, es una imposibilidad...
—Sí, forman parte del cuerpo —dijo Domingo. yese morirse, ni aun hallándose en la agonía, acaso debí haberle dejado salirse con la suya, suicidándo- —¿Imposibilidad? —le dije yo; por supuesto,
—Y el cuerpo es una sola y misma cosa. no moriría. Pero así que le entre la menor duda de se. Y se me ocurrió si le resucitaría. todo esto en sueños.
—¡Sin duda! que no puede menos de morir, está perdido. «Sí —me dije—, voy a resucitarle y que haga —¡Sí, una imposibilidad! Aquella tarde en que
—Pero más que usted lo cree... —Lo de mi señorito ha sido un suicidio y nada luego lo que se le antoje, que se suicide si es así su nos vimos y hablamos en el despacho de usted, ¿re-
—¿Y usted sabe, señor mío, cuánto lo creo yo? más que un suicidio. Ponerse a cenar como cenó vi- capricho.» Y con esta idea de resucitarle me quedé cuerda?, estando usted despierto y no como ahora,
—También es cierto, y veo que no es usted torpe. niendo como venía es un suicidio y nada más que un dormido. dormido y soñando, le dije a usted que nosotros, los
—No me tengo por tal, señor médico, y no com- suicidio. ¡Se salió con la suya! A poco de haberme dormido se me apareció entes de ficción, según usted, tenemos nuestra lógica
prendo a esas gentes que a cualquier persona con —Disgustos acaso... Augusto en sueños. Estaba blanco, con la blancura y que no sirve que quien nos finge pretenda hacer de
quien tropiezan parecen estimarla tonta mientras —Y grandes, ¡muy grandes! ¡Mujeres! de una nube, y sus contornos iluminados como por nosotros lo que le dé la gana, ¿recuerda?
no pruebe lo contrario. —¡Ya, ya! Pero, en fin, la cosa no tiene ya otro un sol poniente. Me miró fijamente y me dijo: —Sí que lo recuerdo.
—Bueno, pues, como iba diciendo —siguió el remedio que preparar el entierro. —¡Aquí estoy otra vez! —Y ahora de seguro que, aunque tan español, no
médico—, el estómago elabora los jugos que hacen Domingo lloraba. —¿A qué vienes? —le dije. tendrá usted real gana de nada, ¿verdad, don Miguel?

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—No, no siento gana de nada. fácil, demasiado fácil por desgracia... pero ¿resuci- usted, mi querido don Miguel, no vaya a ser que sea No, no, no se altere usted, que aunque dormido y
—No, el que duerme y sueña no tiene reales ga- tarlo?, ¡resucitarlo es imposible! usted el ente de ficción, el que no existe en realidad, soñando aún vivo. ¡Y ahora, adiós!
nas de nada. Y usted y sus compatriotas duermen y —¡En efecto —le dije—, es imposible! ni vivo ni muerto... no vaya a ser que no pase usted Y se disipó en la niebla negra.
sueñan, y sueñan que tienen ganas, pero no las tie- —Pues lo mismo —me contestó—, exactamente de un pretexto para que mi historia, y otras historias Yo soñé luego que me moría, y en el momento
nen de veras. lo mismo sucede con eso que usted llama entes de como la mía, corran por el mundo. Y luego, cuando mismo en que soñaba dar el último respiro me des-
—Da gracias a que estoy durmiendo —le dije— ficción; es fácil darnos ser, acaso demasiado fácil, y es usted se muera del todo, llevemos su alma nosotros. perté con cierta opresión en el pecho.
, que si no... fácil, facilísimo, matarnos, acaso demasiadamente Y aquí está la historia de Augusto Pérez.
—Es igual. Y respecto a eso de resucitarme he de demasiado fácil, pero ¿resucitamos?, no hay quien
decirle que no le es hacedero, que no lo puede aun- haya resucitado de veras a un ente de ficción que
que lo quiera o aunque sueñe que lo quiere... de veras se hubiese muerto. ¿Cree usted posible
—Pero ¡hombre! resucitar a don Quijote? —me preguntó.
—Sí, a un ente de ficción, como a uno de carne y —¡Imposible! —contesté.
hueso, a lo que llama usted hombre de carne y hueso —Pues en el mismo caso estamos todos los de-
y no de ficción de carne y de ficción de hueso, puede más entes de ficción.
uno engendrarlo y lo puede matar; pero una vez que —¿Y si te vuelvo a soñar?
lo mató no puede, ¡no!, no puede resucitarlo. Hacer —No se sueña dos veces el mismo sueño. Ese
un hombre mortal y carnal, de carne y hueso, que que usted vuelva a soñar y crea soy yo será otro. Y
respire aire, es cosa fácil, muy fácil, demasiado fácil ahora, ahora que está usted dormido y soñando y
por desgracia... matar a un hombre mortal y carnal, que reconoce usted estarlo y que yo soy un sueño
de carne y hueso, que respire aire, es cosa fácil, muy y reconozco serlo, ahora vuelvo a decirle a usted lo
que tanto le excitó cuando la otra vez se lo dije: mire

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or ac ión f ú n e br e
por modo de epílogo

S
uele ser costumbre al final de las novelas y una densa nube negra. Tenía experiencia de otras
luego que muere o se casa el héroe o prota- muertes, había olido y visto perros y gatos muertos,
gonista dar noticia de la suerte que corrie- había matado algún ratón, había olido muertes de
ron los demás personajes. No la vamos a seguir aquí hombres, pero a su amo le creía inmortal. Porque
ni a dar por consiguiente noticia alguna de cómo su amo era para él como un dios. Y al sentirle ahora
les fue a Eugenia y Mauricio, a Rosario, a Liduvina muerto sintió que se desmoronaban en su espíritu
y Domingo; a don Fermín y doña Ermelinda, a los fundamentos todos de su fe en la vida y en el
Víctor y su mujer y a todos los demás que en torno a mundo, y una inmensa desolación llenó su pecho.
Augusto se nos han presentado, ni vamos siquiera a Y acurrucado a los pies de su amo muerto pensó
decir lo que de la singular muerte de este sintieron así:
y pensaron. Sólo haremos una excepción y es en fa- «¡Pobre amo mío!, ¡pobre amo mío! ¡Se ha
vor del que más honda y más sinceramente sintió la muerto; se me ha muerto! ¡Se muere todo, todo,
muerte de Augusto, que fue su perro, Orfeo. todo; todo se me muere! Y es peor que se me mue-
Orfeo, en efecto, encontrose huérfano. Cuando ra todo a que me muera para todo yo. ¡Pobre amo
saltando en la cama olió a su amo muerto, olió la mío!, ¡pobre amo mío! Esto que aquí yace, blanco,
muerte de su amo, envolvió a su espíritu perruno frío, con olor a próxima podredumbre, a carne de ser

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comida, esto ya no es mi amo. No, no lo es. ¿Dónde cuanto le ha puesto un nombre a algo, ya no ve este libremente, en pacto sinalagmático, para explotar la vergüenza de presentarse desnudo ante su Dios. Y
se fue mi amo?, ¿dónde el que me acariciaba, el que algo; no hace sino oír el nombre que le puso o verlo caza. Nosotros le descubríamos la pieza, él la cazaba para eso inventaron el vestido, para cubrirse el sexo.
me hablaba? escrito. La lengua le sirve para mentir, inventar lo y nos daba nuestra parte. Y así, en contrato social, Pero como empezaron vistiéndose lo mismo
»¡Qué extraño animal es el hombre! Nunca que no hay y confundirse. Y todo es en él pretextos nació nuestro consorcio. ellos y ellas, no se distinguían entre sí, no se co-
está en lo que tiene delante. Nos acaricia sin que se- para hablar con los demás o consigo mismo. ¡Y has- »Y nos lo ha pagado prostituyéndonos e insul- nocían siempre y bien el sexo, y de aquí mil atroci-
pamos por qué y no cuando le acariciamos más, y ta nos ha contagiado a los perros! tándonos. ¡Y queriendo hacernos farsantes, monos y dades... humanas, que ellos se empeñan en llamar
cuando más a él nos rendimos nos rechaza o nos cas- »Es un animal enfermo, no cabe duda. ¡Siempre perros sabios! ¡Perros sabios llaman a unos perros a perrunas o cínicas. Ellos, los hombres, que son quie-
tiga. No hay modo de saber lo que quiere, si es que está enfermo! ¡Sólo parece gozar de alguna salud los que les enseñan a representar farsas, para lo cual nes nos han pervertido a los perros, quienes nos han
lo sabe él mismo. Siempre parece estar en otra cosa cuando duerme, y no siempre, porque a las veces les visten y les adiestran a andar indecorosamente hecho perrunos, cínicos, que es nuestra hipocresía.
que en lo que está, y ni mira a lo que mira. Es como hasta durmiendo habla! Y esto también nos ha con- sobre las patas traseras, en pie! ¡Perros sabios! ¡A eso Porque el cinismo es en el perro hipocresía, así como
si hubiese otro mundo para él. Y es claro, si hay otro tagiado. ¡Nos ha contagiado tantas cosas! le llaman los hombres sabiduría, a representar farsas en el hombre la hipocresía es cinismo. Nos hemos
mundo, no hay este. »¡Y luego nos insulta! Llama cinismo, esto es, y a andar sobre dos pies! contagiado unos a otros.
»Y luego habla, o ladra de un modo complicado. perrismo o perrería, a la impudencia o sinvergüen- »¡Y es claro, el perro que se pone en dos pies va »Se vistió el hombre, primero, con el mismo
Nosotros aullábamos y por imitarle aprendimos cería, él, el animal hipócrita por excelencia. El len- enseñando impúdica, cínicamente, sus vergüenzas, traje ellos y ellas; mas como se confundían, tuvie-
a ladrar, y ni aun así nos entendemos con él. Solo guaje le ha hecho hipócrita. Como que la hipocresía de cara! Así hizo el hombre al ponerse de pie, al ron que inventar diferencia de trajes y llevar el sexo
le entendemos de veras cuando él también aúlla. debería llamarse antropismo si es que a la impu- convertirse en un mamífero vertical, y sintió al al vestido. Esos pantalones no son sino una conse-
Cuando el hombre aúlla o grita o amenaza le en- dencia se le llama cinismo. ¡Y ha querido hacernos punto vergüenza y la necesidad moral de taparse las cuencia de haberse el hombre puesto en dos pies.
tendemos muy bien los demás animales. ¡Como que hipócritas, es decir, cómicos, farsantes, a nosotros, vergüenzas que enseñaba. Y por eso dice su Biblia, »¡Qué extraño animal es el hombre! ¡No está
entonces no está distraído en otro mundo...! Pero a los perros! A los perros, que no fuimos someti- según les he oído, que el primer hombre, es decir, el nunca en donde debe estar, que es a lo que está, y
ladra a su manera, habla, y eso le ha servido para dos y domesticados por el hombre como el toro primero de ellos que se puso a andar en dos pies, sintió habla para mentir y se viste!
inventar lo que no hay y no fijarse en lo que hay. En o el caballo, a la fuerza, sino que nos unimos a él

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»¡Pobre amo! Dentro de poco le enterrarán en la que le han hecho esos dos! ¡Hombrada la que el perro puro, el perro de veras cínico. ¡Y allí está mi
un sitio que para eso tienen destinado. ¡Los hom- Mauricio le ha hecho; mujerada la que le ha hecho amo!
bres guardan o almacenan sus muertos, sin dejar Eugenia! ¡Pobre amo mío! » Siento que mi espíritu se purifica al contacto
que perros o cuervos los devoren! Y que quede lo »Y ahora aquí, frío y blanco, inmóvil, vestido, sí, de esa muerte, de esta purificación de mi amo, y que
único que todo animal, empezando por el hombre, pero sin habla ni por fuera ni por dentro. Ya nada aspira hacia la niebla en que él al fin se deshizo, a la
deja en el mundo: unos huesos. ¡Almacenan sus tienes que decir a tu Orfeo. Tampoco tiene ya nada niebla de que brotó y a que revertió. Orfeo siente ve-
muertos! ¡Un animal que habla, que se viste y que que decirte Orfeo con su silencio. nir la niebla tenebrosa... Y va hacia su amo saltando
almacena sus muertos! ¡Pobre hombre! »¡Pobre amo mío! ¿Qué será ahora de él? ¿Dónde y agitando el rabo. ¡Amo mío! ¡Amo mío! ¡Pobre
»¡Pobre amo mío!, ¡pobre amo mío! ¡Fue un estará aquello que en él hablaba y soñaba? Tal vez hombre!»
hombre, sí, no fue más que un hombre, fue sólo allá arriba, en el mundo puro, en la alta meseta de Domingo y Liduvina recogieron luego al pobre
un hombre! ¡Pero fue mi amo! ¡Y cuánto, sin él la tierra, en la tierra pura toda ella de colores puros, perro muerto a los pies de su amo, depurado como
creerlo ni pensarlo, me debía...!, ¡cuánto! ¡Cuánto como la vio Platón, al que los hombres llaman divi- este y como él envuelto en la nube tenebrosa. Y el
le enseñé con mis silencios, con mis lametones, no; en aquella sobrehaz terrestre de que caen las pie- pobre Domingo, al ver aquello, se enterneció y lloró,
mientras él me hablaba, me hablaba, me hablaba! dras preciosas, donde están los hombres puros y los no se sabe bien si por la muerte de su amo o por la del
“¿Me entenderás?”, me decía. Y sí, yo le entendía, purificados bebiendo aire y respirando éter. Allí es- perro, aunque lo más creíble es que lloró al ver aquel
le entendía mientras él me hablaba hablándose tán también los perros puros, los de san Humberto maravilloso ejemplo de lealtad y fidelidad. Y dijo:
y hablaba, hablaba, hablaba. Él al hablarme así el cazador, el de santo Domingo de Guzmán con su —¡Y luego dirán que no matan las penas!
hablándose hablaba al perro que había en él. Yo antorcha en la boca, el de san Roque, de quien decía
mantuve despierto su cinismo. un predicador señalando a su imagen: ¡Allí le tenéis ¡QUEDA ESCRITO!
»¡Perra vida la que ha llevado, muy perra! ¡Y a san Roque, con su perrito y todo! Allí, en el mun-
grandísima perrería, o mejor, grandísima hombrada do puro platónico, en el de las ideas encarnadas, está

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