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5 de Diciembre de 2008
Horacio Bojorge, S.J., En mi sed me dieron vinagre. La civilización de la acedia

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5.) LA ACEDIA EN LA VIDA


CONSAGRADA
Conviene tratar aparte de cómo se presenta la acedia en la vida monacal y
religiosa. Dado que allí se busca la perfección de la Caridad, la tentación de acedia
puede agudizarse, exasperarse y revestir formas paroxísticas específicas.
Numerosos maestros espirituales nos han dejado descripciones tanto de la
tentación como del mal de acedia en la vida consagrada, así como enseñanzas y
doctrina acerca de los modos de lucha y los remedios.

5.1.) La Tentación de Acedia Ataca al Monje

Veamos aquí algo de lo que nos dicen sobre la acedia los Padres del
monacato.
Casiano, Evagrio Póntico y otros Padres del desierto, ponen la acedia en
relación con ciertas horas del día. Esto se explica teniendo en cuenta los efectos
físicos de los ayunos monacales y del clima del desierto, el consiguiente
debilitamiento físico, la languidez, que predispone a la tristeza o a la irritabilidad
contra la vida monástica. "Por eso — explica Santo Tomás — los que ayunan
hasta el mediodía, cuando comienzan a sentirse faltos de alimentos y afectados
por el calor del sol, son atacados más vivamente por la acedia"134.
Casiano observa que: "principalmente hacia la hora sexta — la hora de la
siesta — la acedia tienta al monje, acometiéndolo en tiempo marcado, como la
fiebre palúdica, produciendo en su alma paciente los accesos más agudos a horas
fijas y determinadas"135.
El mismo Casiano considera que: "los eremitas y monjes solitarios son más
combatidos por la acedia, y que es un enemigo más tenaz y frecuente de los que
viven en el desierto"136. Y en otro lugar, describe a la acedia como "ansiedad de
corazón o tedio"137. Es ésta una denominación interesante y a tener en cuenta,
porque nos permite comprender cuánto hay de acedia en lo que llamamos
aburrimiento, ya sea dentro como fuera de la vida religiosa.

Casiano considera —por último— que una causa


de la acedia es la falta de aprecio por los bienes
recibidos de Dios, lo cual, además de ser una
ingratitud, es causa de envidia y acedia. Es
necesario apreciar los bienes de Dios en los demás,
pero no menos los que uno mismo ha recibido.
Negarlos o ignorarlos es falsa humildad y raíz de
tantos males del espíritu. La ingratitud — que como
se recordará es uno de los pecados contra la
Caridad que enumera el Catecismo de la Iglesia
Católica, y es una de las formas o de las
consecuencias de la acedia — quita la alabanza a
Dios, la alegría al alma y por fin la salud al
cuerpo.5.2.) Tristeza por el Bien Divino

San Gregorio considera la acedia como tristeza 138. La distingue de otras formas
de tristeza, y entre ellas, de la envidia139. Distinción que es un gran avance en la
sabiduría espiritual y pastoral de nuestra tradición y que será provechoso
recuperar.
San Gregorio enseña que la malicia de la acedia le viene de ser "tristeza por el
bien de Dios y por los bienes espirituales que están relacionados con el bien que
es Dios"140.
A este trastocamiento que lleva a entristecerse por el bien divino, subyace una
perversión de la percepción y del juicio creyente, una aprehensión de lo bueno
como malo y de lo malo como bueno141.

5.3.) Cuadro Clínico de la Acedia Monástica


Veamos la descripción de la acedia que hace Evagrio Póntico al describir los
"Ocho Pensamientos":
"El demonio de la acedia, al que también se le llama demonio del mediodía o
demonio meridiano, es el más pesado y duro de sobrellevar de todos (es decir de
los pecados capitales o pensamientos que atacan al monje y de los que viene
hablando). Ataca desde dos horas antes del mediodía y asalta al alma hasta dos
horas después del mediodía.
Primero produce la sensación de que el sol se hubiese detenido o avanzase
muy lentamente y de que el día tuviese cincuenta horas (¡el tiempo no pasa
nunca!).
Luego lo obliga a andar asomándose por las ventanas, lo empuja fuera de su
cuarto para observar la posición del sol, para ver si falta mucho para la hora de
nona (o sea tres horas después del mediodía, hora de comer en los monasterios
de entonces en la región); o para ver si no anda por ahí alguno con quien
conversar (y pasar el tiempo encontrando algún consuelo y distracción con las
creaturas, que alivie el vacío interior y la ansiedad, el tedio o aburrimiento).
Además le inspira una viva aversión hacia el lugar donde está (el monasterio);
por su estado de vida; por el trabajo (su oficio y cargo en el monasterio). Le
inspira la idea de que la caridad ha desaparecido (Dios y su amor se han
desvanecido; ninguno me quiere); que no hay nadie que lo pueda consolar
(aislamiento interior, dificultad de comunicación, falta de esperanza de poder salir
de la desolación que disuade de comunicarla al Padre espiritual o al Abad).
Si por casualidad ha sucedido en esos días que alguien lo haya entristecido, el
demonio se vale de eso para aumentar su aversión. Le hace desear estar en otro
lugar (en el mundo, o en otro monasterio, en cualquier lado menos aquí), donde
se imagina ilusoriamente que podrá encontrar (allí sí) con más facilidad lo que
aquí necesita y no encuentra (por ejemplo la devoción, el fervor y el consuelo
divinos); donde podrá tener un oficio menos penoso, más entretenido o más
provechoso. Razona que servir a Dios no es cuestión de lugar, porque está escrito
que a Dios se le puede servir en todas partes (Ver Juan 4,21-26); pero no piensa
¿por qué entonces no aquí?
Se añade a esto el recuerdo de sus parientes y de su vida anterior; le hace
imaginar lo larga que será su vida (¡si un día tarda tanto en pasar!), poniéndole
por delante de los ojos las fatigas de la vida ascética. Mueve, como quien dice,
todos los resortes para que abandone la lucha ascética (abandone su vocación) 142.
La descripción de Casiano coincide con la de Evagrio143.
Este demonio no es seguido por otro, como pasa con los demás. Después de
esta lucha, suceden, en el alma que vence, un estado de paz y una alegría
inefables". Buen consejo final, que mueve a esperanza al así tentado 144.
¿Pero qué sucede si el monje no soporta tan duro embate? ¿Qué pasa cuando
la ola de la tentación da con una voluntad endeble, en vez de dar contra una
decisión dura como una roca?
San Isidoro de Sevilla se ocupa de la tibieza de los monjes en estos términos
que pintan el deterioro de una voluntad revenida: "Quienes no practican la
profesión monástica con intención inflexible, cuanto con más flojedad se dirigen a
conseguir el amor sobrenatural, tanto con mayor propensión se inclinan
nuevamente al amor mundano. Porque la profesión que no es perfecta, vuelve a
los deseos de la vida presente, en los cuales, por más que de hecho no se vea
atado el monje, pero ya se ata con amor de pensamiento. Porque el ánimo que
considera dulce a esta vida, está lejos de Dios. Y alguien así no sabe qué es lo que
debe apetecer de los bienes superiores, ni qué es lo que ha de huir en los bienes
inferiores"145.
Muchos de estos "desearían volar a la gracia de Dios, pero luego temen
carecer de los gustos mundanos. Ciertamente, el amor de Cristo los atrae, pero la
codicia del siglo los retrae, de modo que se olvidan de los votos que han
pronunciado porque están aprisionados por los vanos contentamientos" 146. Así
sucede que se incurra por fin en culpa allí mismo donde se había comenzado con
tanto mérito, porque "quien ha prometido renunciar al siglo, se hace reo de
transgresión si cambió de voluntad; y así se hacen dignos de ser severamente
castigados en el juicio divino los que menospreciaron cumplir de hecho lo que en
su profesión prometieron"147. Se trata en efecto de un cierto menosprecio del amor
recibido, al trocarlo por el amor a las creaturas.
San Isidoro ve detrás de esto la acción del enemigo: "Con muchas argucias de
consejos, pone el diablo asechanzas para que, quienes tenían hecho voto de estar
contentos con poco y con escaseces, adquieran muchísimas cosas" 148.

5.4.) Las Hijas de la Acedia

El texto de Evagrio Póntico que leímos antes, muestra claramente cómo de un


estado de espíritu nacen diversos pensamientos e impulsos. El tentado por la
acedia, ha perdido la memoria de los consuelos divinos, tiene la voluntad
debilitada por la tristeza y la ansiedad, su percepción del tiempo y de las
relaciones está alterada y su inteligencia y juicio embotados. Se siente
atormentado por la pérdida de vista del Bien divino y tentado de ir a buscar
consuelo en las creaturas. Está ansioso, hastiado, y no encuentra satisfacción ni
en su trabajo, ni en sus hermanos, ni en el lugar donde vive. Su alma está, como
la describe San Ignacio de Loyola: "toda perezosa, tibia y triste".
Esta realidad la expresan autores espirituales refiriéndose a los efectos de la
acedia como a las hijas de la acedia, designando así los pecados y males
múltiples que nacen de ella:
San Isidoro de Sevilla dice que de la acedia nacen siete vicios:
1) la ociosidad (=pereza)
2) la somnolencia (=pereza)
3) la importunidad de la mente (distracciones)
4) la inquietud del cuerpo (ansiedad)
5) la inestabilidad (inconstancia)
6) la verbosidad (locuacidad) y
7) la curiosidad149.
Parece que San Isidoro atiende en esta lista a los impedimentos que la acedia
pone para la oración, y los defectos que produce en ella. En cambio, parece que
San Gregorio, en la lista de hijas de la acedia que sigue, atiende a efectos más
generales.
Según San Gregorio, las hijas de la acedia son seis:
1) la malicia
2) el rencor (contra los justos, contra los fervorosos, el que predica, el que lo
aconseja o lo dirige espiritualmente)
3) la pusilanimidad (falta de ánimo y coraje para resistir la tentación y luchar)
4) la desesperación (falta de confianza en la ayuda de la gracia, o de que se
pueda con ella vencer la tentación o superar la desolación)
5) pesadez en cuanto a los preceptos (pereza: para santificar las fiestas,
porque no logra alegrarse en el Señor; o bien para guardar los ayunos y
abstinencias; o simple y llanamente dificultad en guardar los mandamientos)
6) divagación de la mente en cosas ilícitas150.
Si se compara estas listas con el retrato del monje aburrido, perezoso y
tentado de acedia que nos pintó Evagrio, puede comprobarse que son el resultado
de una atenta observación y sistematización de la experiencia espiritual.
Nótese por fin, que la acedia se agudiza por las privaciones y el ayuno, es
decir por la mortificación de los apetitos corporales, lo cual desata el conflicto de
estos apetitos contra los del espíritu que les son contrarios (Gálatas 5,17). Esta es
la lucha del monje.

5.5.) Acedia en la Vida Religiosa Apostólica

Además de la acedia monástica, ya bien descrita por los Padres del Desierto,
hay muchas otras formas de acedia que hacen sus estragos sin que se las
reconozca, porque no se las ha descrito en sus formas variantes. Los Padres del
desierto nos han dejado una precisa descripción de cómo la acedia ataca al
monje, pero se engañaría quien pensase que sólo a los monjes los acecha ese mal
y que ataque a todo el mundo sólo con esos síntomas.
En la vida monástica la acedia se observa en condiciones de
laboratorio. Sin embargo, no es tentación exclusiva de religiosos
contemplativos y monjes de clausura. Con algunos rasgos diferenciales puede
observarse en la vida de todos los religiosos y demás creyentes. Pero la tentación
de acedia se presenta mucho más intensa y violentamente cuando el alma se
propone avanzar por el camino de la Caridad, como es el caso de los religiosos,
que aspiran a la perfección.
En los religiosos de vida activa la tentación de acedia se disimula a veces bajo
las formas de su actividad apostólica, que extremada y transformada en
activismo, conduce al abandono de la oración y a una efusión pelagiana en la
acción, como si de ella fuese a provenir el fruto espiritual.
Las Virtudes Teologales pueden languidecer en el alma del apóstol, cuando
éste se pone a sí mismo o se busca a sí mismo en la acción apostólica,
olvidándose de la gracia-eficaz para confiar en la eficacia de su acción propia; o lo
que es más grave, desviando la acción apostólica de sus fines últimos hacia sus
propios fines.
En la acción apostólica se puede buscar uno a sí mismo. Puede buscar el éxito
en las propias tareas apostólicas, la consideración, el reconocimiento y el respeto,
en una palabra, no tanto ni en primer lugar la gloria y santificación del Nombre
del Padre cuanto el propio buen nombre y prestigio.
Entre los religiosos de vida activa, donde la acción es importante, puede
buscarse la dominación y es más fácil aspirar al mando bajo apariencia de bien,
ilusionándose en que bajo el propio mando se hará más bien y mejor.
Por fin, como las obras apostólicas implican muchas veces el uso de
cuantiosos bienes económicos y materiales, puede cobijarse de este modo, fácil e
inadvertidamente, la codicia y el deseo del lucro en el corazón de los religiosos
activos, no sólo en individuos aislados, sino incluso a nivel congregacional.
Por todas estas puertas, los religiosos de vida activa pueden volver a
instalarse en el mundo que habían dejado. Como dijimos antes, pero parece
oportuno reiterarlo aquí: lo mundano se reencuentra y se reinstala en el ámbito
congregacional, y es ahora allí donde se busca el lucro, el vano honor y el poder.
En ese mundo que conserva una apariencia eclesiástica, se sigue usando las
etiquetas de la piedad para encubrir la búsqueda de sí mismos y los negociados
de los propios intereses en vez de los de Cristo, pero en él ha desaparecido el
gozo de la gracia. Prospera allí la acedia que se ensombrece ante los gozos
auténticos de la caridad, como ante un reproche a su falsía. Unos fervores y unos
entusiasmos pelagianos, en la realización de los propios planes y propósitos, son
los sucedáneos del consuelo de la gracia.
Y cuando se extinguen hasta estos fuegos fatuos de fervores humanos entre
las últimas cenizas del amor divino que ya no quema el corazón, y dado que éste
necesita algún calor, se le proporciona el de las emociones — que ojalá sean
siempre inocentes — de la industria del entretenimiento. Da pena ver a religiosos
llamados a ser agentes de la Civilización del Amor, convertidos en espectadores
pasivos, absortos en la contemplación del espectáculo de este Mundo, en éxtasis
ante la televisión como ante un sagrario151.
5.5.1. Un ejemplo actual

"A los dos años de haber profesado, me llegó el primer traslado. Destino:
Capital Federal. Ciudad que nunca me gustó por la aglomeración de gente, por la
misma idiosincrasia de sus habitantes, y porque estando en medio de una
multitud, uno puede llegar a sentirse angustiosamente solo, tal es la indiferencia
para con los que pasan al lado.
Inconscientemente, ese rechazo lo trasladé al plano espiritual, de tal manera
que para mi sensibilidad, uno era el Jesús provinciano, y otro el capitalino. Para
poder rezar, necesitaba cerrar los ojos, "viajar" a la Capilla de nuestra Casa
Madre, y olvidarme del Jesús " porteño, cancherito y sobrador" que me imaginaba
tener delante.
Cada vez se me fue haciendo más difícil la oración. El sagrario era
simplemente una caja, vacía de contenido y significado, ante la que "perdía" una
hora diaria sólo porque mis formadoras habían insistido siempre en que no
abandonara esa hora por nada del mundo. En realidad, lo que me empujaba a
perder la hora, era más la fe en ellas, que no la fe en Dios y en su Presencia. No
pasó mucho hasta que este vaciamiento alcanzara también a la celebración
Eucarística y demás actos de piedad. Me resultaba ridículo ese hombre que, todos
los días, se disfrazaba con tanto trapo, para hacer siempre lo mismo, decir
siempre lo mismo, y en definitiva, nada útil. Me acercaba a comulgar porque
recordaba haber estado en mi sano juicio cuando lo hacía con fervor, y que si
realmente había algo de cierto en lo que entonces había creído, llegaría el
momento en que todo volvería a ser como antes. El Sacramento de la
Reconciliación, era una obligación más, y no la más grata por cierto, pero al que
en ningún momento logré ver como mi tabla de salvación. El Rosario, rezado en
comunidad, era lo más monótono y enfermante del día. Es cierto que lo
rezábamos demasiado ligero pero, como a todo lo demás, veía ridículo hacerlo de
ese modo. Sin embargo, si por alguna razón debía rezarlo sola, lo más frecuente
era que, directamente, lo suprimiera. Lo mismo con la Liturgia de las Horas.
Creo que todo esto despertó en mí el deseo de huir de alguna manera. Y así
terminé dejando mi tendencia natural al silencio y a la lectura, supliéndola con
largas mateadas con las chicas del interior que vivían con nosotras, sumándome a
cuanta salida hubiera que hacer a la calle —aunque volviera aturdida con la
ciudad— y, lógicamente, el televisor...
En cuanto al apostolado, llegué a temer las horas de Catequesis con el
Secundario. Iba tensa y volvía deshecha. No podía entregar lo que no tenía. Y con
las alumnas estaba a la defensiva: temía que hicieran preguntas, que emitieran
opiniones y "me mataran" lo poco o nada que me sostenía.
No sabría decir exactamente, cuánto tiempo estuve así, pero sí que fue la
mayor parte del año. Los Ejercicios anuales no pasaron de ser "un respiro", en el
que, por muy corto tiempo, todo volvía a tener algún sentido. No tardé mucho en
volver a caer en el mismo cuadro.
Estando así, llegó el tiempo de presentar la solicitud de la Renovación de
Votos. Tuve fuertes tentaciones de no hacerla, pero una y otra vez me venía a la
memoria la frase que un sacerdote —el que me había bautizado— me dijera antes
de ingresar en la Congregación: "El Señor es el menos interesado en que te
equivoques. Si buscas sincera y honestamente cumplir su voluntad, ésta se te
manifestará en tus Superiores". Finalmente tomé coraje y la presenté, convencida
en mi interior de que no me aceptarían. ¿Cuál no sería mi sorpresa cuando,
después de dos meses o más, la Secretaria General me notificaba que había sido
aceptada!
A partir de ese momento "algo" se liberó en mí. Me sentí más liviana y como
un rayito de luz que entraba de a poco en mi mente y en mi corazón, y me
permitía ver que el mismo Dios que me había elegido seis años atrás, volvía a
elegirme ahora. Y comencé el camino de retorno a El."

5.5.2. Análisis del caso

Este ejemplo presenta un proceso de ingreso en, y de salida de un estado de


acedia. Obsérvese lo siguiente.
El punto de partida parece ser un cambio de destino, resistido, o por lo menos
no vivido con motivaciones sobrenaturales, por lo cual el espíritu de la joven
religiosa queda a merced de prejuicios, sentimientos y razones puramente
humanas que bloquean las perspectivas espirituales y apostólicas del Reino. Los
sentimientos provincialistas y antiporteños son sentimientos mundanos, contrarios
a la caridad universal y bloquean en el corazón de la joven religiosa el surgir de
los gozos de la caridad que pudieran provenir de su nueva situación. Queda
inhibida así su creatividad espiritual y se inicia un proceso de involución
mundanizante. Dar auténticas motivaciones sobrenaturales de todo cambio de
destino, sobre todo a religiosas jóvenes, es cosa que los superiores no deberían
descuidar. Pero a veces, a nivel congregacional, son cosas que, erróneamente, se
dan por supuestas o se imparten de manera puramente formalista y exterior.
Nótese la capacidad creadora de lenguaje despectivo, que expresa, en forma
burlesca y agresiva, un interno despecho, proveniente el estado de acedia. En
este caso, la religiosa manifestaba raramente esas expresiones y ellas eran
invento y creación suya. Pero cuando abundan los casos en una comunidad, o
cuando uno de sus miembros hace proselitismo de su acedia, el lenguaje puede
socializarse y las expresiones burlescas se enseñan y se aprenden de otros. Así se
convierten en modo de hablar, en cultura de la acedia dentro de la vida religiosa.
Recuerdo el caso de un joven sacerdote que, muy celebrado por sus compañeros,
zahería la liturgia tradicional diciendo: "Y levantando los ojos al cielo...¿qué vió?:
¡las vigas del techo!..."
En nuestro ejemplo, tanto la dolencia espiritual como su verdadera entidad de
mal de acedia, pasaron inadvertidas, tanto a la misma religiosa como a su
superiora y hermanas. No estaban preparadas doctrinalmente para reconocer el
mal y buscarle remedios. Esta impreparación, es responsable de muchas
"pérdidas de vocaciones". En las encuestas y análisis sobre los motivos del
abandono de la vida sacerdotal y religiosa, los encuestadores, por la misma
ignorancia, se van detrás de pistas secundarias o falsas.
A falta de auxilios exteriores, en el caso de esta religiosa, el remedio le viene
desde dentro, por la acción del Espíritu y la gracia. Se ha de notar el papel que
tiene la memoria en ese proceso. Memoria de pasadas comuniones y de tiempos
de gracia vividos en su historia. Memoria del dicho de un sacerdote, hombre de
Dios que motiva la interpretación espiritual de la concesión de los votos.

5.5.3. Una forma de acedia: la acedia docente o escolar

Tras la primera edición de En mi Sed me dieron vinagre, lectores amables me


han hecho llegar "muestras" de acedia, de las más diversas formas, recogidas en
diversos terrenos de la vida eclesial de hoy. Sensibilizado para el tema, yo mismo
he podido advertir su presencia y distinguir sus formas propias en situaciones
matrimoniales, familiares, comunitarias, congregacionales, presbiterales,
parroquiales... Se va dibujando así ante mis ojos una variada morfología de la
acedia, de la que quiero compartir aquí un capítulo.
Intento presentar ahora la que llamaré acedia escolar, docente o colegial. Es
una tentación propia de religiosos docentes. Me refiero a los que enseñan, por
carisma congregacional, en colegios, escuelas y otras instituciones de enseñanza.
Como veremos en el capítulo 7º, la acedia nace de los apetitos de la carne
mortificados por los del espíritu. Así la acedia monástica nace con motivo de los
ayunos, el aislamiento, la soledad, el silencio y la renuncia de los consuelos de
este mundo, propios de la vida monacal.
Pero la vida docente en colegios y en comunidad religiosa, no es menos ardua
y exigente. Aunque los motivos sean otros, también la vida docente mortifica la
carne, exige la renuncia de sí mismo y se presta, por eso, para engendrar acedia
hacia la vida y las actividades propias de esa vocación.
Esos motivos de acedia escolar, algunos de los cuales voy a enumerar a
continuación, han de ser superados cultivando la mística de la vocación docente,
una fuerte espiritualidad y un encendido fervor apostólico-docente. Para ello uno
ha de estar alerta acerca de los motivos y embates de la acedia y se ha de
remotivar permanentemente en el carisma propio.
Si no se reconocen los casos individuales de acedia y si no se los trata a
tiempo, la acedia escolar puede convertirse en epidemia y afectar a toda una
congregación. Puede llegar a institucionalizarse y a racionalizar sus motivos,
declarando irracionales los derroches y los sacrificios del amor docente.
5.5.3.1. Motivos clásicos de la acedia escolar

Siempre ha sido tarea ardua enseñar en un colegio. No todos, ni en toda


circunstancia, han sido capaces de vivir alegre y entusiastamente las renuncias
que exige la disciplina escolar: la servidumbre escolar: el cepo de los horarios
escolares durante todo un año lectivo; la fatiga escolar: que se acumula y se hace
aplastante hacia fin de año; la claustrofobia escolar: la monotonía de las horas,
días y semanas entre los muros del colegio, que pueden llegar a experimentarse
como un horizonte estrecho y hasta como el encierro de una prisión; el esfuerzo
escolar: las fatigas del aula; la preparación de clases y la corrección de los
deberes y ejercicios de los alumnos; la formación pedagógica permanente que
exige estudio y continua actualización de los conocimientos; la ascesis escolar: la
abnegación necesaria para superar serenamente los problemas y conflictos de
disciplina que se plantean incesantemente en el ámbito colegial; la neurosis
escolar: la depresión o la sensación de sinsentido después del fin de cursos,
cuando el colegio queda vacío...
Todos esos han sido siempre motivos de acedia escolar. En todos los tiempos
hubo docentes amargados por alguno de semejantes motivos, y los recuerdan
siempre sus alumnos.

5.5.3.2. Más motivos, actuales, de acedia escolar

Pero en las circunstancias del mundo actual los motivos de la acedia escolar
tienden a agudizarse y diversificarse. Diríamos que la acedia aggiorna sus
motivos, amplía y diversifica su repertorio. A ello contribuyen muchos factores.
La disolución familiar multiplica los niños-problema. Éstos, que eran antes
excepción, ahora son en algunos lugares tan numerosos que parecen ir rumbo a
convertirse en desalentadora mayoría. Los nuevos "huérfanos de padres vivos",
como los ha llamado Juan Pablo II en su Carta a las Familias, se hacen a veces
tan difíciles de manejar como las tunas. Estos "abandónicos" (vulgo guachos,
proverbialmente mal agradecidos) se cobran a menudo de la autoridad docente
las deudas que sienten que les debe la autoridad paterno-materna; y con la
característica injusticia y crueldad infantil, suelen desahogar en sus maestros los
rencores que abrigan contra sus padres. Son las antípodas del alumno agradecido
que hace tan gratificante el ejercicio de la vocación docente. Bastan unos
poquitos, a veces uno, para arruinar con su inconducta la atmósfera del aula.
A esas actitudes hostiles, a los problemas de conducta con que se expresa esa
hostilidad y a los consiguientes cortocircuitos disciplinares, se suma la creciente
desmotivación infanto-juvenil para el aprendizaje. Algunos hablan de un
'derrumbe espectacular' de los niveles tanto del interés por, como de la capacidad
para aprender. Según me confiaba afligido un viejo maestro: "El rendimiento
intelectual no ha dejado de descender por décadas y no se sabe cuándo tocará
fondo".
Pero el desinterés de los jóvenes es particularmente doloroso para los
religiosos cuando se lo encuentran, redoblado si es posible, en las clases de
religión o catequesis; precisamente allí donde ellos aspirarían a comunicar a las
nuevas generaciones los misterios que les son más entrañables y que constituyen
los motivos últimos de su consagración religiosa. Cierta vez me llamaron a tomar
las clases que había dejado una religiosa, la cual había entrado en crisis de fe
debido a la indiferencia de sus alumnos de catequesis.
En este caldo cultural proliferan problemas aún más graves que los de
disciplina en el aula, el deterioro del clima docente, el desinterés y el bajo
rendimiento intelectual. Me refiero a las relaciones afectivas y emocionales
prematuras, de las que fácil e insensiblemente se pasa a la disolución moral. Los
"abandónicos" (insatisfechos-afectivos-crónicos), se convierten en esos
adolescentes que vemos "arreglarse" precozmente, y que a falta del amor de sus
mayores, buscan ávidamente el de sus semejantes. Cuanto mayor ha sido el
abandono paterno-materno más precoz parece ser el desquite afectivo que se
procuran estos casi preadolescentes, con la captación de una parejita. Dentro de
ese contexto tienen lugar las relaciones sexuales prematuras y los igualmente
prematuros y catastróficos embarazos precoces.
Junto con la insatisfacción afectiva, entra también el sinsentido en el corazón
de los jóvenes y los arrastra en forma creciente a la droga y en ocasiones también
al suicidio.
¿Puede imaginarse el ambiente de un aula donde, a la distracción crónica que
introduce la preparación del viaje de fin de año, se suma el bombazo de una
compañera embarazada por un compañero, o el escándalo de ribetes policiales
que provoca un condiscípulo cuando se descubre que se drogaba y pasaba droga?
¿Qué paz tienen esos corazones adolescentes para interesarse por las materias
curriculares?
Evidentemente, estamos en otros tiempos. En la institución escolar de
nuestros días se plantean, debido a estos nuevos hechos, situaciones para las que
nadie estaba preparado. Ni a nivel de la misma institución colegial, ni muy a
menudo a nivel de las instancias de conducción o gobierno escolar: civiles y/o
congregacionales. Se genera así una incómoda y frustrante sensación de
impreparación o incapacidad ante situaciones que parecen desbordar a todos. Una
ola contracultural parece arrasar todos los diques escolares y ponerlos en
evidencia como insuficientes, ineptos y anticuados. ¿Para qué seguir gastando el
tiempo y la vida en esta tarea frustrante y en apariencia cada vez más ineficaz e
inútil?
Los problemas que venimos enumerando son potencialmente aún más
conflictivos porque, habiéndose resquebrajado la unanimidad de los juicios, no
sólo morales sino también psico-pedagógicos, las medidas que toman ante ellos
las autoridades del colegio pueden y suelen ser criticadas y condenadas por los
padres, por docentes, y a veces, ni siquiera gozan de la unánime conformidad de
la comunidad religiosa. La demagogia de muchos docentes los impulsa a
condescender y a ceder sin límites ante los desbordes juveniles y los jaques
culturales. Eso no facilita las cosas a los pocos que sienten que deben resistir y
mantener ciertas exigencias aún a costa de ser impopulares. ¿Habrá que seguir
luchando con molinos de viento?
Las cosas se complican aún más, cuando, en ocasión de los flirteos con la
marihuana o de la drogadicción de algunos alumnos, se entra en terrenos donde
se puede incurrir en delito o en riesgoso contacto con la corrupción de autoridades
o funcionarios policiales y hasta judiciales. ¿Qué hacer con esos forasteros que
rondan las puertas del colegio pasando droga y de los que se desentiende todo el
mundo, hasta la policía?
Súmense los conflictos con padres que transfieren al colegio la culpa por la
educación que no supieron dar ellos mismos a sus hijos. También de parte de
estos padres "abandonadores", le llegan al docente reproches en vez de
agradecimientos.
Dentro del mismo cuerpo docente no faltan los conflictos y motivos de acedia.
Los religiosos están en una delicada situación de colegas con sus codocentes
laicos. En el colegio repercuten las medidas de paros sindicales, que exigen cada
vez negociaciones y acuerdos. Suele haber también situaciones difíciles en ocasión
de despedir docentes, de redistribuir horas dejadas por un docente que se retira,
de incorporar a alguien nuevo en su lugar, de nombrar o ascender personal a
cargos de dirección.
Por si todo esto fuera poco, ha venido a sumarse la creciente complejidad de
la legislación y reglamentación escolar. La responsabilidad legal y hasta penal que
puede derivar de accidentes ocurridos dentro de la escuela, hace que aún
incidentes nimios hayan de ser tratados cautelarmente como graves.
La Ley Federal de Educación ha significado en la Argentina un jaque a todos
los niveles: desde el edilicio, pasando por el ingente papeleo burocrático, hasta la
sobrecarga que exige el estudio de los mismos y/o la asistencia a los cursos de
capacitación o reciclaje. Esta nueva Ley ha trasmitido algunos metamensajes
negativos, aptos para sembrar desánimo entre docentes y directivos. Uno de ellos
es la implícita evaluación negativa de todo lo que se sabía y trasmitía durante
años. Otro, la obsolescencia e inutilización por vía legal, de la capacitación de
algunos docentes. En algunos de ellos, especialmente los más antiguos, al
desánimo por tener que reemprender a su edad un reciclaje profesional exigente,
se suma el hecho de que ven amenazadas sus fuentes de ingresos para la
supervivencia familiar, a la que ya estaban atendiendo con una máxima carga
horaria.
Otra fuente de preocupación: en algunas provincias las autoridades recortan,
retacean, mezquinan o retrasan los pagos de aportes del gobierno. O los vinculan
a tales condiciones que de hecho lesionan el principio de libertad de enseñanza.
Se practica una cierta extorsión administrativa sobre la enseñanza eclesial. Estas
vejaciones económicas agregan un factor más de preocupación administrativa a
los religiosos, a la vez que de irritación a su personal docente laico — por más fiel
y adicto que sea a la institución escolar —, cuando ve retrasado el pago de sus
haberes. También estos malestares refluyen sobre el ánimo de los religiosos.
A veces, los cambios de legislación y reglamentaciones, se convierten en un
verdadero jaqueo legislativo que mantiene continuamente en vilo a los
responsables y obliga a movilizaciones desgastantes y fatigosas a la larga. Desde
el Congreso sobre la Educación parecería que no ha cesado ese jaque educativo
en la Argentina.

5.5.3.3. El frente interno

Por fin, aunque no sea lo menos importante, están los motivos comunitarios y
congregacionales que preocupan o entristecen. En los colegios o comunidades
docentes el número de religiosas/os que componen la comunidad, lejos de crecer
va disminuyendo, a veces drásticamente; donde amenaza seguir disminuyendo a
falta de relevos en el horizonte, la sobrecarga de trabajo llega a ser agobiante y
esa falta de perspectiva de relevos desmoraliza y causa desesperanza. Cada vez
más tareas y problemas recaen sobre las espaldas de cada vez menos hermanas.
La fatiga de las hermanas que llevan el peso de los colegios se agrava en el caso
de hermanas jóvenes que, además de una carga horaria docente respetable,
están realizando paralelamente cursos de capacitación; o en el de hermanas
directoras ocupadas en cursos de reciclaje para adaptarse a la nueva Ley y en la
presentación de proyectos educativos que van y vuelven con observaciones y
nuevas exigencias.
Pongamos por fin las dificultades para cultivar el espíritu y la mística de la
propia vocación. No es fácil encontrar directores espirituales o confesores ni
animadores espirituales en localidades pequeñas y alejadas; ni el tiempo para
nutrirse con buenas lecturas que alimenten luego la oración. Esto despierta en los
religiosos más responsables y celosos por su vida de piedad, sentimientos de
culpa por el déficit en los ejercicios espirituales; la sensación de propia
imperfección y la insatisfacción consigo mismo al no lograr superar los propios
problemas espirituales y aún morales. Al frente de lucha de los motivos exteriores
se suma este otro frente interior de motivos de acedia, que impiden o destruyen
la consolación y el gozo de la caridad. En estas situaciones prolifera fácilmente la
desesperanza, la tibieza real o sentida, la instalación en estados permanentes de
desolación que son potencialmente destructores y peligrosos para la vocación de
las más jóvenes y para la alegría en su vocación de las mayores.
Sobre estas situaciones se instala fácilmente la acedia, la tristeza en vez del
gozo por su vocación y su tarea docente.
5.5.3.4. Algunos rasgos de acedia docente

La enumeración de los motivos ya permite imaginar muchos rasgos posibles


de la acedia docente. He aquí algunos, espigados entre las "muestras" recibidas.
Hemos llamado la atención más arriba152 sobre la capacidad creadora de
lenguaje despectivo de la acedia. Cuando se pierde la devoción fácilmente se
moteja y se hace burla de los demás y pulla de lo que la alimenta. Así, la acedia
escolar, entre otros motes ha creado el de: conventillo escolar, para referirse a la
institución y sus conflictos. Es un ejemplo, al que sin duda los familiarizados con
el ambiente podrán agregar un montón.
Alguien sentirá que está "fuera de foco" y que no coinciden sus intereses
personales con el mundo escolar. No consigue apropiarse la misión docente. O
sentirá rechazo por la comunidad escolar motejándola de diversas maneras. No
verá ni estará dispuesto a reconocer intereses o motivaciones nobles y verdaderas
en los demás, juzgando cualquier tipo de comentario o consulta como chusmerío
docente.
Se atormentará con los juegos de prestigio y poder que se juegan en las
instituciones humanas y también en las docentes. Y si es directivo tendrá que
tomar decisiones a pesar de su fastidio y sus temores; incluso previendo, con
juicios temerarios de por medio, las reacciones de fulano y mengano.
Se tomará la falta de madurez propia de los adolescentes como maldad, casi
se diría que ontológica, contra la que no se puede luchar.
Experimentará deseos de huir de esa realidad escolar. Le resultará imposible
verla como un campo idóneo para un trabajo apostólico y misionero. No logrará
ver la obra de Dios presente, sin embargo, en algunos miembros por lo menos, de
su comunidad educativa.
En fin, y en pocas palabras, tendrá más ojo para los males que para los bienes
de la obra apostólica docente. Y cuando a pesar de todo, vea algún bien, no
encontrará gozo en él, pues es posible que lo perciba como 'logro de los demás',
que pone en evidencia el propio fracaso. Ya no le alegrarán los triunfos de la
propia 'camiseta'. Podrá cobrar tirria a las entregas de premios, etc.
No es de extrañar que de aquí pueda surgir una 'doctrina' bastante bien
articulada que racionalice la inutilidad de los colegios y la necesidad o la
conveniencia de dejarlos. O por lo menos se exprese dubitativa y
cuestionadoramente sobre estos asuntos.

5.5.3.5. Tentaciones de fuga con apariencia de bien

Si nuestro lector está familiarizado con el ambiente de un colegio gestionado


por una comunidad religiosa docente, estos hechos no le serán desconocidos y
podrá sin duda completar el elenco. Los he enumerado, hasta la saciedad, para
señalar que la sumatoria de todos ellos, hace hoy de la vocación docente una
situación tanto o más propicia a la acedia que la de un monje estilita en la peor
canícula del peor desierto.
Y así como entre los monjes la acedia producía la tentación de fuga, las
tentaciones de fuga individuales o colectivas son numerosas y diversas en la vida
docente. Para reconocerlas como tentaciones, puesto que son todas nobles y
buenas, racionalmente inobjetables, basta con fijarse en un solo signo: no van ni
llevan hacia el colegio, sino que sacan y "salvan" de él.
Una forma de la tentación de fuga que llega a caballo de la acedia podrá ser la
vida contemplativa. Otra podrá ser la reorientación hacia un concepto más amplio
de educación. Otra, todavía, la opción por los más pobres y el dejar los colegios
para ir a insertarse en las Villas o en parroquias suburbanas, para atender un
dispensario o tomar algunas horas de catequesis. Estos son los casos más nobles
y los más peligrosos, porque como tentaciones bajo especie de bien, llegan
fácilmente a insitucionalizarse.
En los demás casos, se asiste al repliegue liso y llano sobre los propios
intereses. Se obtiene algún título que permita salir e insertarse en el mundo
laboral. Algunas veces, ¡oh ironía del destino! en algún colegio de la congregación
que se abandonó.

5.5.3.6. Acedia escolar congregacional

Con este libro queremos llamar la atención sobre las formas sociales y
culturales de la acedia. Particularmente grave es la situación cuando la tentación
de acedia escolar, deja de ser asunto privado, de un religioso en particular, y se
congregacionaliza. Es decir, cuando ya no es un individuo sino una comunidad y
hasta toda una congregación, la que está afectada, sin advertirlo, por una forma
socializada e institucionalizada de acedia escolar. Entonces, la institución, no sólo
ya no ayudará a los individuos a discernir y vencer la tentación, sino que la
sembrará activamente en sus miembros, desalentará a los fervorosos,
culpabilizará a los que aún quieran cultivar la mística de su carisma y llegará
incluso a convertir su tentación en doctrina; racionalizará sus deserciones y
terminará dejando los colegios, convencida de que está prestando un servicio a su
congregación y a la Iglesia. Nada significará para ellas que, desde el obispo hasta
el último fiel, todos manifiesten su dolor por el cierre del colegio. ¿No es bien
posible que en muchos casos de abandono de instituciones escolares y de crisis de
congregaciones educativas ocurridos en las últimas décadas, haya intervenido la
tentación que tratamos de señalar aquí?
Está muy amenazada hoy la alegría de la vocación docente en un colegio de
una congregación religiosa. Las religiosas del colegio tienen que presenciar a
menudo que, habiendo alcanzado la acedia a superioras y formadoras, éstas no
quieren que sus jóvenes "sufran lo que yo sufrí en aquél colegio"; por lo que las
envían a alguna pequeña comunidad inserta en medios populares; tratan de
reorientar desde la formación el futuro de la congregación hacia otros rumbos y se
desentienden de los reclamos de las que aún creen en los colegios que quiso el
fundador.
En algunas congregaciones, donde la acedia docente institucionalizada ha
ganado a superioras mayores y formadoras, las hermanas que llevan el peso de
los colegios tienen que mirar con hambre y desde lejos a un puñadito de
hermanas jóvenes que están en formación... para otra cosa. El metamensaje es
claro e hiriente.
La acedia institucionalizada formula profecías contra los colegios y su futuro, o
mejor dicho, profetiza que no tienen futuro. Y pone todos los medios para realizar
esas profecías, aplastando toda resistencia que pudiera demostrarlas falsas. Los
que en medio de todo esto aún encuentran el gozo de la caridad en su vocación
docente, están hoy en un huerto de los olivos.

5.5.3.7. Conclusión

He tratado de describir los motivos y formas del tipo de acedia que ataca a la
vocación docente de religiosos y congregaciones religiosas. He mostrado cómo los
motivos de acedia se agigantan debido a la lucha contracultural moderna y
postmoderna y cómo logran su objetivo desanimando y entristeciendo a
educadores y congregaciones educativas católicas. La sumatoria de esos motivos
constituye una presión muy fuerte que ha empujado y de hecho amenaza con
seguir empujando a la acedia escolar a muchos religiosos docentes. Conforma una
cierta atmósfera de acedia escolar que puede contagiar a enteras congregaciones
enseñantes y puede escalar hasta sus gobiernos congregacionales.
Sobre esa tentación de acedia llegan cabalgando diversas tentaciones,
individuales o colectivas, que cohonestan la fuga y la deserción del frente de lucha
docente: la vida contemplativa, el concepto amplio (el otro es tácitamente
calificado de estrecho) de educación, la opción por los pobres y la inserción en los
medios populares, etc. etc.
Es necesario advertir el fenómeno espiritual y combatirlo con medios
espirituales. En lugar de desertar el frente de lucha, hay que concentrar las
fuerzas y hacer un esfuerzo doblemente lúcido y creativo para poner sobre nuevas
bases las obras docentes y asegurar su libertad docente frente a los intentos de
sojuzgamiento o liquidación que provienen de la cultura dominante.

6.) ACEDIA Y DESOLACION SEGUN


SAN IGNACIO DE LOYOLA
6.1.) Razones contra Gozo
Dice San Ignacio de Loyola que es propio de Dios y de sus Angeles, en sus
mociones, dar verdadera alegría y gozo espiritual, quitando toda tristeza y
turbación inducida por el enemigo. Y que lo propio del enemigo es tratar de turbar
y entristecer al alma, militando contra las alegrías y gozo de la Caridad. Esta regla
de discernimiento, sin nombrarla, de hecho describe la acedia como fenómeno
espiritual.
San Ignacio observa que el instrumento del cual se vale el enemigo de la
caridad para sembrar tristeza y turbación en el alma consolada, es de orden
racional: razones aparentes, sutilezas y engaños repetidos. He aquí el texto de la
regla ignaciana de discernimiento a que nos referimos:
"Propio es de Dios y de sus Angeles en sus mociones dar verdadera alegría y
gozo espiritual, quitando toda tristeza y turbación que el enemigo induce, del cual
es propio militar contra la tal alegría, trayendo razones aparentes, sutilezas y
asiduas falacias"153.
Lo que San Ignacio describe en esta regla, es precisamente el ataque de la
acedia contra la caridad en su forma más refinada. Ignacio observó y hace notar
en sus reglas de discernimiento, que el arma del enemigo contra el gozo, es de
orden intelectual: la razón, los pensamientos; y que esos pensamientos serán
tanto más peligrosos y engañosos, cuanto más apariencia de verdad y de bien
tengan.
Un ejemplo arquetípico que ilustra la mecánica de esta tentación es la escena
de la Unción en Betania (ver 2.1.). Hemos visto cómo Judas se opone al gozo de
la misericordia en nombre de la misericordia y con argumentos de misericordia.
Su desamor es fecundo en encontrar razones y pretextos contra el amor, y es
hábil en revestirlos de apariencia honorable. En realidad no tiene otra cosa que
oponerle sino razones. Razones de la hipocresía que son sólo excusas.
Donde el enemigo encuentra gozo de la caridad, acude con su jarro de vinagre
ideológico.
San Ignacio ha descrito en su Regla una ley del acontecer espiritual que se
comprueba, además, tanto en la experiencia de los Ejercicios Espirituales como de
la vida corriente: a la inspiración inicial se le opone casi inmediatamente un
"pero", una objeción; al buen deseo le asalta una duda, una pregunta, o
simplemente una acusación descalificadora; al llamado de Dios, razones y
objeciones; "Señor, soy un muchacho, no sé hablar" (Jeremías 1,7-9, ver Exodo
4,1.10-11; Isaías 6,5).

Escrúpulos

Otra ofensiva de esta misma índole contra el gozo de la Caridad son los
escrúpulos154, cuya naturaleza es la misma: un pensamiento que milita contra el
gozo del alma justa:
"Si ve (el enemigo) que un alma justa no consiente en sí pecado mortal ni
venial ni apariencia alguna de pecado deliberado, entonces el enemigo, cuando no
puede hacerla caer en cosa que parezca pecado, procura (por lo menos) hacerle
poner pecado donde no hay pecado, así como en una palabra o pensamiento
mínimo"155.
Ya se deja ver la condición sádica de la acedia del enemigo y su ensañamiento
contra el gozo de la Caridad.
Los escrúpulos — enseña San Ignacio — por un tiempo, aprovechan al alma.
Pero hay almas a las que los escrúpulos, convirtiéndoles el gozo de la gracia en
tormentos de ley, pueden disuadirlas del camino del fervor de la caridad y la
amistad con Dios. El tormento de los escrúpulos puede llegar a hacer odiosa la
amistad de Dios y precipitar al alma en la acedia, o alejarla del camino ascético y
hacerla volver a derramarse en las cosas.
Esta doctrina ignaciana de discernimiento es necesaria para preservar el gozo
de la caridad, y la caridad misma, contra los ataques abiertos o embozados. Los
pensamientos y razones aparentes que se presentan al alma como buenos y
santos, son sin embargo los que, cuando han fracasado los demás medios, saca a
relucir el enemigo del gozo, para emplear contra él sus armas más sofisticadas y
temibles156. Contra las razones con apariencia de bien y de verdad, el gozo
siempre tiene, de antemano, la discusión perdida. Porque en toda discusión
siempre es el gozo quien "se va al pozo".
Se sigue que en la vida espiritual, hay que proteger el gozo y el consuelo de la
caridad contra las razones aparentes, contra los espíritus discutidores,
perfeccionistas, impugnadores, suspicaces (los maestros de la sospecha),
escépticos o simplemente distractivos. Como se protege el buen vino del contacto
con el aire para que no se avinagre.

6.2.) Desolación contra Consolación

En sus Reglas de Discernimiento 157, San Ignacio describe los efectos de la


Gracia en el alma, con el nombre de consolación. Y llama desolación a lo
contrario. Por la descripción que hace de "lo contrario", es reconocible la tentación
de acedia.
Al describir la consolación, san Ignacio la homologa con las tres virtudes
teologales: "llamo —dice— finalmente consolación todo aumento de esperanza, fe
y caridad, y toda alegría interior que llama y atrae a las cosas celestiales y a la
propia salud de su alma, aquietándola y pacificándola en su Criador y Señor"158.
San Ignacio notó la relación especular entre gozo y virtudes teologales, así
como la existencia de sus contrarios, cuyo primado detenta la acedia.
La primera serie de Reglas de Discernimiento trata de la desolación, y
contiene, en efecto:
1) una breve pero clarísima descripción de la acedia, que Ignacio define por
oposición a la consolación159.
2) prescripciones de remedios contra ella 160 8ª Regla: "El que está en
desolación, trabaje en estar en paciencia, que es contraria a las vejaciones que le
vienen, y piense que será pronto consolado(...)" (EE 321).
3) explicación de sus causas161.
La segunda serie de Reglas de discernimiento se ocupa de formas más sutiles
de la acedia:
1) previene contra razones contrarias al gozo162
2) enseña cómo defenderse de los fulgores engañosos y los fuegos fatuos de
gozos que no son los de la caridad sino consolaciones aparentes, que han de
distinguirse de las verdaderas163 Se debe atender mucho al discurso de los
pensamientos (...) y si en el discurso de los pensamientos que trae, acaba en
alguna cosa mala o distractiva, o menos buena que la que el alma tenía propuesta
antes hacer, o la enflaquece o inquieta o conturba al alma quitándole su paz,
tranquilidad y quietud que antes tenía, clara señal es proceder de mal espíritu"
(EE 333)..
Veamos un ejemplo que muestra cómo desde un estado de auténtica
consolación puede pasarse insensiblemente a otro, falso, que termina en el
disgusto. Relata una religiosa:
" A terminar de despegarme del mundo había contribuido la visita de diez días
que hice a mi casa al terminar el postulantado y antes de ingresar al Noviciado.
Durante todo el año del postulantado había extrañado mi casa, mi ciudad, mis
amigos. Fui pensando que diez días iban a ser pocos para reencontrarme con
todos y con todo. Sin embargo, una vez en casa, tres o cuatro días fueron
suficientes para sentirme como pez fuera del agua: me molestaba el televisor
prendido todo el día, el equipo de música de mis hermanas, la trivialidad de mis
amigos, y por sobre todo, la ausencia del Santísimo para quedarme un rato con
El, a cualquier hora del día. Aquellos diez días se me hicieron eternos y volví al
Noviciado con grandes deseos: `con grande ánimo y liberalidad'. Durante un
tiempo todo fue hermoso. Los Ejercicios previos al ingreso a la nueva etapa de
formación me habían encendido en fervor, y no había cosa que no fuera para mí
motivo de gozo. Sentía que "en El era, me movía y existía". Sin embargo, poco a
poco, sin saber cómo ni cuándo comenzó, empecé a sentir que su Presencia me
asfixiaba. Ese estar en El que tanto gozo me había causado, de pronto se
transformó en cárcel. Mirara donde mirara, hiciera lo que hiciera, en todo estaba
Dios. Era como un aire enrarecido que, a la vez, me cerraba las puertas para
`otros aires'. Era demasiado Dios. Me sentí saturada de El. En ningún momento
sentí un rechazo abierto hacia su Presencia, sólo quería un poco menos".
La tentación de acedia, no advertida o consentida, puede instalar al alma en
un estado permanente de acedia. Y aunque por inadvertencia no hubiese culpa en
ello, habría grave daño del sujeto y se impedirían grandes bienes. La desolación
sentida y no resistida, peor aún si aceptada, precipita a la larga o a la corta en el
avinagramiento, que puede terminar siendo culpable, y a veces puede llegar, a la
postre, a perseguir militantemente al gozo. La oposición de la desolación y de la
falsa consolación, a la consolación, reflejan la oposición de la acedia al gozo de la
caridad.
Por eso, la Contemplación para alcanzar Amor 164, es el mejor antídoto contra la
acedia, a estar a las recetas de Casiano, que vimos antes 165, y a las de San Benito
y de Santo Tomás a la que nos referiremos más adelante166.

6.3.) Acedia en Ejercicios de Mes

Durante el Mes de Ejercicios no es raro que — aparte de las desolaciones


comunes y por eso más fácilmente reconocibles — sobrevengan mociones de
acedia que a veces no se sabe reconocer como tales. Por lo cual conviene estar
alerta para cuando se presenten.
Una ejercitante refiere al que le da los ejercicios que en la meditación del
descenso de Cristo a los Infiernos, le ha venido un sentimiento de tristeza al
contemplar cómo el Señor va al rescate de Adán:
"Estaba leyendo la segunda lectura del Oficio del Sábado Santo, como
preparación para la contemplación del descenso de Jesús a los Infiernos. Es un
texto de una antigua Homilía sobre el Santo y Grandioso Sábado. Durante toda la
lectura me había emocionado mucho. Antes de comenzarla, ya estaba muy
agradecida y enfervorizada en el Señor, con imágenes bien vivas y con la
consolación propia de la tercera semana. Pero al llegar al paso de la lectura donde
Cristo, tomándolo a Adán de la mano, lo levanta, y le dice: "Despierta tú que
duermes", y sobre todo al llegar al lugar donde le dice: "tienes preparado un
trono de querubines.." me asaltó una tristeza fuerte de que a Adán le dieran esa
gloria después de su caída. Inmediatamente me dí cuenta de este sentimiento y le
dije al Señor: "Señor, no quiero este pensamiento, no quiero pensar esto", pero el
pensamiento no me dejaba. Hasta que lo escribí para contarle la moción al
director de Ejercicios. Sobre esto me venían sentimientos de vergüenza y
mociones para que no lo contara. A lo que respondí con un propósito firme: "No,
Señor, yo lo contaré". Y al instante se me pasó aquella moción de tristeza y me
volvió el fervor anterior."

Sabor Agrio a Herodes

Reporto aquí la experiencia de otro ejercitante, que me contó un director de


ejercicios de mes, porque refleja sugestivamente la acedia como sensación de
agrio.
El caso es el siguiente. Un ejercitante, en la aplicación de sentidos sobre el
misterio de la adoración de los Magos, gustaba la personalidad de Herodes como
un dulce que se ha fermentado ligeramente y está agriado. Es obvio que el
pecado de Herodes — como dijimos antes: 3.1. — es un pecado de acedia, porque
se entristece por lo que los ángeles anuncian como un gozo y era efectivamente la
realización de la gran esperanza mesiánica del pueblo de Dios. Es llamativo que el
ejercitante "gustara" esta acedia y la hipocresía conexa, con ese sabor agrio. El
ejercitante estaba repitiendo la experiencia primitiva de los cristianos, que
encontraron ácido ese pecado.

Otros ejemplos

Durante los Ejercicios de Mes se alcanza un grado de concentración y atención


espiritual muy grande, que permite advertir y reconocer movimientos interiores
que pasarían inadvertidos en la vida cotidiana.
He aquí algunos ejemplos más de movimientos de acedia advertidos en
Ejercicios de Mes y reconocidos como tales por el ejercitante.
Primer ejemplo:
"Estaba rezando la Liturgia de las Horas. Al leer la segunda lectura del Oficio
de Lecturas, que era un texto de San Agustín, me sobrevino un marcado
sentimiento de fastidio cuando confiesa haberse abrazado al único Mediador
Jesús, y haber encontrado en El el medio para acercarse a la Luz y al Alimento
que veía tan inalcanzables. Rechacé ese sentimiento por reconocerlo como
tentación, oponiéndole una segunda lectura del pasaje, animada con sentimientos
de alegría y gratitud".
Segundo ejemplo:
"Durante el día me vino al pensamiento la pregunta acerca de si María había
podido tener tentaciones. Hablándolo con el director, éste me dijo que no
necesariamente la Virgen María hubiese debido tener tentaciones. Más tarde, en
ese día, mientras rezaba el Rosario, se me vino a la mente lo conversado con el
Padre director de Ejercicios. En un momento dado, no fue un pensamiento,
tampoco un sentimiento, ni siquiera una frase interior: fue como una mirada que
me invitaba a mirar despectivamente a María Virgen (mirada "acediosa"), con un
despecho mezcla de envidia ("¿por qué Ella?") y de desvalorización ("¡así
cualquiera!). Cuando me percaté de ello, miré a María con todo el amor, gratitud
y admiración que pude encontrar en mi corazón, y los alimenté el tiempo que
quedaba del Rosario, terminándolo con un canto en su honor".
A la luz de estos ejemplos y de los que vimos en el capitulo anterior, se
reconocerá qué frecuentes y qué poco advertidos son los movimientos de acedia
que se producen en el alma de los consagrados. Y qué daños individuales y
comunitarios, no sólo como pérdida del fervor sino hasta de la fe, pueden producir
si no se los advierte y rechaza con prontitud y decisión. Aún cuando, por
inadvertencia, la tentación no se convierta en pecado, tiene igualmente efectos
devastadores para las gracias recibidas. Bien dice San Ignacio que "la desolación
es contraria a la desolación" y procura destruirla.
Se comprende también cuánto bien se impide en la Iglesia por el
desconocimiento de este mal.

7.) PNEUMODINAMICA DE LA
ACEDIA
Después de describir el fenómeno de la acedia llega el momento de hacer un
esfuerzo por comprenderlo; por investigar las causas de este hecho
espiritualmente tan extraño; y por explicar la "mecánica" de esta disfunción
espiritual. Llamo pneumodinámica de la acedia a esta exploración de las fuerzas
espirituales y psicológicas implicadas en la acedia, por analogía con el capítulo de
las ciencias físicas llamado dinámica, que se ocupa del estudio de las fuerzas
naturales.
¿Cómo es posible que alguien se entristezca por el bien de Dios?
Lo que parece imposible y absurdo en teoría, hemos visto que es una notoria
realidad de experiencia. Tratemos pues de mostrar cómo es posible lo que
parecería imposible.

7.1.) Apercepción y Dispercepción

La acedia se presenta, ya lo adelantábamos en 2.9., como una a-percepción y


una dis-percepción del bien. Apercepción porque no se percibe el bien.
Dispercepción, porque se lo percibe como un mal. Como distorsión de la
percepción del bien, se trata en primer lugar de un problema de la función
cognoscitiva. Un problema del conocimiento del bien y del mal. La acedia supone,
pues, en primera instancia de análisis, una corrupción de la inteligencia. Como
toda envidia, la acedia es una forma de "invidencia", o sea de imposibilidad de ver
el bien.
Si nos preguntamos ahora cuál es la razón o la causa de esa corrupción de la
inteligencia, nos encontraremos con un apetito. O sea con un factor volitivo que
perturba la percepción. El bien no se puede ver porque no se lo quiere ver.
Pero si seguimos preguntando acerca de la causa de la perturbación de ese
apetito, volvemos a encontrar otra vez una apercepción o dispercepción previa. La
visión determina el apetito. A su vez, el apetito determina la visión. No se quiere
ver porque no se ve bien.
Observamos así una circularidad de inteligencia-voluntad-inteligencia.
Conocimiento-amor-conocimiento. O para decirlo en términos bíblicos: visión-
sabor-visión; mirar-gustar-ver. No se conoce bien sino lo que se ama. Y no se
ama lo que no se conoce.
La visión perturba el apetito y el apetito perturba la visión.
La perturbación del apetito puede deberse a diversas causas:
1) Un deseo vehemente, como el hambre de Esaú.
2) Un temor, como el de los Israelitas a los pueblos que ocupaban la Tierra
Prometida.
3) La dilación en la satisfacción del deseo de Dios, vivida como frustración,
especialmente entre los que, como el monje, más intensamente buscan a Dios.
4) La indolencia o pereza para creer, puesto que la fe es la que permite la
visión del bien, como en los que se sienten llamados a una vocación pero no
acogen con fe la llamada.

Acedia y Pereza

Es este el lugar propicio para abrir un paréntesis donde tratemos de la pereza,


ya que tradicionalmente se la ha considerado tan cercana a la acedia, que se la da
por hija suya o se las define
como sinónimas o equivalentes167.
La voluntad perezosa no quiere mover a la inteligencia a creer para conocer el
bien verdadero y la orienta hacia otros bienes. Así se conectan acedia y pereza;
indiferencia o tibieza para amar, e indolencia para conocer al Dios infinitamente
amable.
¿La consecuencia?: efusión en las cosas. La voluntad perezosa mueve a la
inteligencia hacia los objetos que no debe y la desvía de aquellos que debería
conocer. La pereza, pues, inicialmente, no inhibe toda actividad, sino que
comienza trocando una actividad debida por otra indebida.
Es como el niño que se agota jugando en lugar de hacer los deberes; hasta
que cae rendido de fatiga por hacer lo que no habría debido, y es incapaz ya de
hacer lo que hubiera debido. O como el joven que va y viene sobre el trueno de su
moto pero no tiene a dónde huir para no estar donde debería.
La imagen proverbial del perezoso es la del apático dormilón. Pero esa es sólo
la fase terminal de su dolencia. Por lo común el perezoso comienza hiperactivo
antes de terminar deprimido. Es un ansioso que pasa de la conmoción a la apatía,
de la agitación al agotamiento.
Porque la pereza, contra lo que sugiere equivocadamente la opinión común,
no consiste en no hacer nada. Consiste en no hacer lo debido. El perezoso puede
obligarse a mil ocupaciones no obligatorias con tal de no cumplir con su
obligación.
¿Pero qué pasa cuando el perezoso no quiere cumplir con sus deberes y
obligaciones supremas; cuando no quiere poner los actos de fe, esperanza y
caridad; cuando se niega al ejercicio de las virtudes teologales?
Al rehuir ocuparse de los bienes últimos y supremos que dan el sentido último
a su existencia, es como el caminante que se desentiende de la meta a donde
debe llegar y se va por todos los desvíos. O como el que se pierde en el desierto y
termina girando en círculos hasta que cae exhausto sin haber llegado a ninguna
parte.
Huye primero del sentido. Pero esa huída de lo esencial lo aboca a tener que
vivir luego huyendo del sinsentido. ¿Cómo? ¿hacia dónde? Hacia los sentidos
provisorios; hacia alguna actividad que lo entretenga, que lo ayude a encontrar
siempre nuevas escapatorias al asedio del aburrimiento, entreteniéndolo con
algún minúsculo sentido inmediato: el baile de una noche, el paseo, el bar, el
club, el hobby, la novela...y tantas otras formas de "evasión", como
acertadamente se les dice. Sentidos forzosamente provisorios, puesto que el
perezoso huye de los últimos y definitivos, de los permanentes y eternos. Y dado
que los no-últimos muy pronto lo dejan o él los deja, tarde o temprano,
fatalmente, vuelve a quedar a merced de la invasión del sinsentido: del tedio, la
náusea, el aburrimiento, en una lucha desigual y perdida de antemano con ese
mar que lo inunda, y en la que se agita hasta que se agota.
¿Cómo puede llegar, si no, el perezoso a hablar de "matar el tiempo"? ¿Cómo
puede el tiempo convertírsele en un enemigo, hasta el punto de tener que
matarlo? El tiempo del perezoso es el tiempo de Cronos, el dios cruel que devora
a sus hijos, porque los engendra en un tiempo que no está abierto a la eternidad.
Un tiempo meta de sí mismo que, como el Ouroboros, es como una serpiente que
se devora la cola. Y el Hijo de Cronos se convierte en parricida.
Dado que sólo las virtudes teologales, llenan de eternidad el tiempo y lo
vivifican con vida eterna, y dado que la acedia ciega a su víctima para esos bienes
y la pereza le impide mirarlos, ambas clausuran su corazón para el encuentro con
Dios.
Observábamos antes la circularidad de inteligencia-voluntad-inteligencia;
conocimiento-amor-conocimiento; visión-sabor-visión; mirar-gustar-ver.
Encontramos aquí una circularidad correspondiente y equivalente: acedia-pereza-
acedia-pereza. Hay una retroalimentación de ambos pecados capitales. Este hecho
nos explica por qué en la tradición se encuentra definida la acedia como una cierta
forma de pereza.

7.2.) Los Dos Apetitos Antagónicos

"Si vivís según el Espíritu, no daréis satisfacción a las apetencias de la carne.


Pues la carne tiene apetitos contrarios al espíritu, y el espíritu tiene apetitos
contrarios a la carne, como que son entre sí antagónicos, de forma que no hacéis
lo que quisiérais" (Gálatas 5,16-17).
Siendo antagónicos el espíritu y la carne, son antagónicos también los
quereres o sea los apetitos de uno y otra.
Los apetitos se especifican por su objeto: son distintos cuando tienen objetos
distintos, y son opuestos cuando tienen objetos opuestos.
Los dos apetitos de los que habla San Pablo, son antagónicos porque tienen
objetos contrarios entre sí, como muestra el contexto próximo y de toda la carta:
El apetito espiritual tiene como objeto la gloria de Cristo, de la Cruz y de la
gracia; mientras que el apetito carnal tiene como objeto la gloria vana, que viene
de la carne, de la circuncisión, de las obras de la ley. De esos apetitos por bienes
diversos, resultan también obras — o sea conductas, formas de vida — distintas y
opuestas: las obras de la carne y las obras del espíritu (Gálatas 5,18-23).
Para Pablo, las expresiones vivir según el Espíritu (vv.16.25) y pertenecer a
Cristo (v.24), son equivalentes: "Los que son de Cristo Jesús, han crucificado la
carne con sus pasiones y sus apetencias. Si vivimos según el Espíritu, obremos
según el Espíritu. No busquemos la gloria vana provocándonos los unos a los
otros y envidiándonos mutuamente" (Gálatas 5,24-26).
La vida cristiana supone por lo tanto, en la visión de Pablo, una opción por un
bien por encima de otro bien; y supone, consecuentemente, la opción por un
apetito en contra del otro; de una conducta, unas obras y una vida, en contra de
las opuestas. La opción por un apetito en contra de otro, significa la mortificación
de un apetito por el otro, de un deseo por otro mejor. Pablo ve así la ley de la
Cruz, inserta en la existencia cristiana.
La vida cristiana presupone una opción previa a toda otra elección y que es
fuente de todas las demás: entre la carne y el espíritu. Y esa opción ha de ser
mantenida y realizada en obras o conductas que la ratifiquen. De lo contrario
queda evacuada y como anulada.

Los dos amores opuestos

Encontramos la misma oposición dramática en la doctrina del Apóstol Juan.


Sólo que aquí no se habla de apetitos sino de amores opuestos: "No améis al
mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo el amor del Padre no
está en él. Puesto que todo lo que hay en el mundo — la concupiscencia de la
carne, la concupiscencia de los ojos y la vanagloria de las riquezas — no viene del
Padre sino del mundo" (1ª Juan 2,15-16).
Nótese cómo también en San Juan, el amor del mundo se desglosa en
apetitos, que Juan llama concupiscencias, las cuales apuntan a una gloria vana,
igual que en la visión paulina.
También en la visión de Juan, los amores son opuestos porque tienen objetos
opuestos. La oposición está en que los bienes que son objeto del amor mundano
son pasajeros, mientras que los bienes objeto de la caridad son permanentes: "el
mundo y sus concupiscencias pasan, pero quien cumple la voluntad de Dios
permanece para siempre" (v.17). Los objetos, unos transitorios y otros perennes,
son los que confieren transitoriedad o perennidad a sus correspondientes amores,
y en consecuencia al sujeto que ama. Dios hace perenne al que lo ama
confiriéndole la comunión con su vida eterna (1ª Juan 1,1-3; 5,13).
Los bienes pasajeros son, por eso mismo, prescindibles y en algunos casos
prescindendos. Dios, en cambio, es el Bien imprescindible y el amor a Dios debe
gobernar los demás amores. Pero para el hombre caído, el Bien divino es por eso
un Bien arduo, difícil de alcanzar. La dificultad en alcanzarlo puede ocupar de tal
manera la atención, que se pierda de vista el Bien por mirar la dificultad. Entonces
lo arduo del Bien es percibido como un mal.

La Rebelión de la Concupiscencia

Hay que advertir bien, que los bienes pasajeros no son — de suyo y según el
orden primitivo de la creación, anterior al pecado original — ni irreconciliables ni
opuestos al bien permanente ni a la comunión de las creaturas con el Creador. En
la visión creyente, en efecto, el bien de las creaturas proviene del Creador y ha de
servir a la comunión con El.
Es la oposición e irreconciliación de los apetitos del hombre herido por el
pecado, la que proyecta su irreconciliación y su antagonismo sobre esos bienes.
Es la oposición de los apetitos de la carne a los del espíritu — consecuencia del
pecado original — la que produce gozos y tristezas, paces e iras, deseos y
temores opuestos entre sí, respecto de unos bienes u otros.
Cuando el bien de Dios aparece como privando — o amenazando privar — de
sus bienes propios al apetito carnal y mundano, entonces, ese bien es tenido por
mal, y sobreviene la acedia, la tristeza, la ira y hasta el odio.
Dado que a veces el amor a Dios imperará la renuncia a bienes prescindibles,
esa renuncia implica una mortificación de los apetitos concupiscentes y la
consiguiente tristeza o ira de dichos apetitos.
Esa mortificación del apetito carnal por el espiritual, o del amor mundano y
sus concupiscencias por el amor divino, es la que, por excitación de lo irascible del
apetito carnal mortificado, inclina a considerar al Bien divino como causa de la
privación de un bien, o sea como causa de un mal. Y esto explica la acedia,
permitiéndonos entenderla como una tristeza de los apetitos de la concupiscencia,
ante aquél Bien que los priva de hecho, o puede privarlos, de sus bienes
específicos.
En realidad, no son los bienes los opuestos entre sí, sino los apetitos. El
fundamento de la incompatibilidad de los apetitos contrarios no es la
inconmensurabilidad de sus respectivos bienes, unos transitorios y otros
duraderos, sino el hecho de que tanto los unos como los otros no son realmente
conocidos y apreciados en su bondad si no es por la fe. Sólo la vida en el Espíritu,
que presta su real consistencia a los bienes eternos, puede subordinarle los
efímeros y sacrificárselos si es necesario. De modo que la oposición radical, no es
la que pudiera ponerse entre los bienes, o la que puede experimentarse entre los
apetitos, sino la que existe entre percepción creyente y la percepción incrédula,
entre la percepción espiritual y la percepción carnal.
Y esa percepción y evaluación creyente de los bienes, tiene también a los
propios apetitos y a sus respectivas solicitaciones, como objeto bueno o malo, y
elige o desecha uno u otro de esos apetitos, en cuanto quiere y consiente en
querer con el uno y no quiere y se niega a querer con el otro.De modo que el
cristiano toma posición ante sus propios quereres, como buenos o malos, como
bienes o males.
La mortificación es la virtud cristiana por la cual se acepta la crucificción de un
apetito en aras del otro, como estilo de vida. San Juan ve en esa capacidad de la
fe para hacer morir los apetitos contrarios, la verdadera victoria del creyente, su
participación en la victoria del crucificado.
Así se explica el surgimiento de la vida monástica como el propósito de llevar
la mortificación y la renuncia a un grado heroico, en un estilo de vida donde se
radicalizan las virtudes teologales. Las privaciones ascéticas mueven a disgusto, a
tristeza y por último a ira, contra los bienes espirituales en cuya búsqueda se
embarcara el monje en su aventura ascética. Donde el deseo espiritual se
radicaliza, también se agudiza la resistencia y la tentación de acedia, que — como
vimos — da lugar al duro combate del monje.
Así también se explica — por el contrario — la acedia con que el pecador
rechaza los diez mandamientos y se entristece por la voluntad divina como
obstáculo que se opone a la realización de sus deseos.
Así — por último — se explica por qué la civilización de la acedia, enemiga de
la Cruz, se opone a la Iglesia y a la revelación cristiana, la cual pone límites a la
voluntad del Hombre, sometiéndola a la voluntad divina, a ejemplo de Cristo.

Causa y Efecto del Pecado Original

El estado de irreconciliación de la carne con el espíritu, que es como hemos


visto el punto de inserción de la acedia en el organismo espiritual de la vida
cristiana, es consecuencia del pecado original. Diríamos que es "la" consecuencia
más propia de dicho pecado. Por lo cual bien merece la acedia ser considerada
como la consecuencia más característica del pecado original y como una prueba y
argumento del mismo.
Los Santos Padres al referirse al archipecado del Angel malo, se dividen al
explicarlo, los unos como soberbia y los otros como envidia 168. La acedia — que es
envidia o sea tristeza por el Bien que es Dios, y que implica la soberbia de afirmar
el querer propio contra la Voluntad divina — es el mejor de los nombres para el
pecado del Angel malo, del cual deriva luego el de nuestros protoparientes. Así lo
define el libro de la Sabiduría: "Por acedia del diablo entró la muerte en el mundo
y la experimentan (tanto la acedia como la muerte) los que le pertenecen"
(Sabiduría 2,24; ver también 6,23 y 7,13). Así lo interpreta muy tempranamente
Clemente Papa y tras él Justino y Teófilo de Antioquía. San Ireneo ha sido llamado
'el arquitecto de la doctrina sobre la envidia primigenia del diablo'. A partir del s.
III la teología patrística se bifurca. Los padres occidentales, Tertuliano y Cipriano
mantienen fundamentalmente la doctrina tradicional plasmada en Ireneo. La
escuela Alejandrina se aparta de la doctrina ireneana. A partir de entonces la
teoría de la envidia primigenia del diablo pierde terreno progresivamente hasta
desaparecer. La inflexión comienza con Orígenes y prosigue con Clemente
alejandrino. Según Orígenes, el pecado del diablo fue la soberbia. Basilio,
Gregorio Nazianceno, jerónimo, Agustín, harán triunfar definitivamente la teoría
origenista del pecado diabólico como soberbia y sepultarán la doctrina tradicional
culminada en Ireneo169.
La acedia es, por lo tanto, efecto y causa del pecado original. Y sin esta
categoría teológica no es posible hacer buena teología de la historia ni buena
teología espiritual; y es difícil acertar en el diagnóstico pastoral o en la cura de
almas, en la dirección espiritual o en el discernimiento y por ende en el buen
gobierno de sí mismo y de los demás.
El Pecado Original —ha escrito Juan Pablo II— "es verdaderamente la clave
para interpretar la realidad. El Pecado Original no es sólo una violación de una
voluntad positiva de Dios, sino también, y sobre todo, de la motivación que está
detrás. La cual tiende a abolir la paternidad (de Dios), destruyendo sus rayos que
penetran en el mundo creado, poniendo en duda la verdad de Dios, que es Amor,
y dejando la sola conciencia de amo y de esclavo. Así, el Señor aparece como
celoso de su poder sobre el mundo y sobre el hombre; en consecuencia, el
hombre se siente inducido a la lucha contra Dios. Análogamente a cualquier otra
época de la historia, el hombre esclavizado se ve empujado a tomar posiciones en
contra del amo que lo tenía esclavizado"170.
Ese fue el drama de los siglos de la acedia. Y quizás el drama de los siglos
tout court. Porque refiriéndose a toda otra época de la historia, el Papa nos remite
a la resistencia del hombre a lo sagrado. Este no es sólo un dato teológico, sino
también un hecho de experiencia universal, descrito por la ciencia de las
religiones. Como fenómeno universal conviene decir algo de él a continuación.

7.3. Temor de Dios y Miedo a Dios

Resistencia Universal ante Lo Sagrado

Lo sagrado es ambivalente, a la vez atrae y repele al hombre, quien


manifiesta ante lo sagrado una tendencia contradictoria. "Por un lado — dice
Mircea Eliade — trata de asegurarse y de incrementar su propia realidad mediante
un contacto lo más fructuoso posible con las hierofanías y cratofanías; por otro,
teme perder definitivamente esa `realidad', al integrarse en un plano ontológico
superior a su condición profana; aún deseando superarla, no puede abandonarlo
todo. La ambivalencia de la actitud del hombre frente a lo sagrado no se nos
manifiesta sólo en el caso de las hierofanías y cratofanías negativas (miedo a los
muertos, a los espíritus, a todo lo `maculado'), sino también en las formas
religiosas más desarrolladas. Incluso una teofanía como la que revelan los
místicos cristianos inspira a la mayoría de las personas atracción, pero también
repulsión (cualquiera que sea el nombre que a esa repulsión se dé: odio,
desprecio, temor, ignorancia voluntaria, sarcasmo, etc.)" 171.
Mircea Eliade observa que en el corazón mismo de la experiencia religiosa
encontramos la tendencia contraria y apunta la resistencia a lo sagrado: "La
actitud ambivalente del hombre ante algo sagrado que a la vez le atrae y le
repele, que es benéfico y peligroso, se explica no sólo por la estructura
ambivalente de lo sagrado en sí mismo, sino también por las reacciones naturales
del hombre ante esa realidad trascendente que le atrae y le aterra con igual
violencia. Esta resistencia se acentúa aún más cuando el hombre se encuentra
totalmente solicitado por lo sagrado, cuando se ve llamado a tomar la decisión
suprema: abrazar plena y definitivamente los valores sagrados o mantenerse
frente a ellos en una actitud equívoca" 172. Es, como hemos visto el caso de la vida
monacal, o el de las encrucijadas de la conversión o el pecado.
Eliade retoma aquí las tesis de Rudolf Otto, en su obra Lo Sagrado, donde ha
señalado y descrito el efecto fascinante y atemorizador a la vez, que ejerce lo
divino sobre el hombre.
Sin embargo, la resistencia ante lo sagrado es ambivalente. Y acerca de este
fenómeno, la teología bíblica tiene más para enseñarnos y para precisar.

Temor o Miedo

El Temor de Dios, es para la Escritura, el comienzo de la sabiduría (Salmo


110,10). Pero para el autor sagrado, este temor no es sinónimo de miedo, sino
más bien de respeto.
El que respeta a Dios afirma que Dios es bueno en su grandeza. Si teme algo
de El, es el justo castigo de su propia maldad. El temor de Dios es por lo tanto la
afirmación del Bueno como bueno y de lo malo (en mí mismo) como malo. Es, por
eso, comienzo de la sabiduría y condición previa y necesaria del amor a Dios.
Nadie ama lo que no respeta.
El respeto ( del latín re-spectus, derivado a su vez del verbo re-spicere =
mirar dos veces) es la mirada atenta, la consideración correcta que mira y
advierte, reconociéndolo, al que tiene delante. En el caso de Dios, es alguien
inconmensurablemente superior y distante, a pesar de todo lo que pueda
acercarse por su bondadosa condescendencia.
El respeto a Dios, es por lo tanto también consideración y reverencia. Es,
como le gusta decir a San Ignacio de Loyola: acatamiento.
El temor de Dios es algo interno al amor, es temor de ofender, temor de no
ser o de no hacerse digno de la condescendencia de que se es objeto. Es temor
"filial" como explican los Santos Padres: el temor que tiene el buen hijo de
disgustar a su Padre. Lo distinguen así del temor "servil", o miedo del esclavo
ante su amo. Este temor servil, tampoco es desdeñable cuando se trata de
disuadir al pecador del pecado que lo domina, y es útil donde falta el temor filial.
El miedo a Dios, en cambio, supone que alguien (que se estima bueno a sí
mismo) considera que Dios puede dañarlo. Tiene por eso miedo a Dios. Considera
que Dios no es bueno sino malo; si no malo necesariamente en sí mismo, al
menos para sí.
Este miedo es opuesto al temor de Dios. Porque si del temor nace — y en él se
funda — la Caridad, en el miedo hay tristeza por ser Dios quien es. De este miedo
a Dios sólo puede brotar el odio a Dios. "Los demonios — dice Santiago 2,19 —
creen pero tiemblan".
El conocimiento demoníaco excluye el amor, mientras que el amor — como
veremos enseguida — exorciza el miedo (1ª Juan 4,18).

7.4.) El Gozo como Fuerza

Puesto que la acedia se opone al gozo de la caridad, conviene considerar


cuáles son los efectos previsibles de su neutralización por parte de la tristeza que
se le opone.

El Gozo del Señor es vuestra Fortaleza

"El gozo del Señor es vuestra fortaleza, no estéis tristes" (Nehemías 8,5). La
frase es del sacerdote Esdras el día en que leyó la Ley de Moisés ante el pueblo en
la plaza que estaba frente a la Puerta del Agua, en Jerusalén, durante la Fiesta de
los Tabernáculos restaurada. Se trata del gozo resultante de escuchar la Palabra
de Dios y de creer en ella, del gozo de la fe y el amor a Dios.
Por su parte, Jesús, en la última cena y para fortalecer a sus discípulos de
cara a la prueba de la Pasión y a las futuras persecuciones, habla de un gozo suyo
y de sus discípulos: "Os he dicho estas cosas para que mi gozo esté en vosotros y
vuestro gozo sea pleno" (Juan 15,11).
Son las Palabras de Jesús las que están destinadas ahora a ser fuente de gozo
para sus discípulos, como lo eran en tiempo de Esdras las de la Ley para el
pueblo. Por el contexto, se ve claramente que el gozo de Jesús es el que proviene
de su amor al Padre, y que el gozo de los discípulos es el que provendrá de su
amor a Jesús y de ellos entre sí. Se trata pues claramente en este pasaje, del
gozo de la Caridad al que se opone la acedia. El contexto de anuncio de
tribulaciones y pruebas, sugiere la misma misteriosa vinculación entre gozo y
fortaleza: "vuestra tristeza se convertirá en gozo" (16,20). La frase nos recuerda
el género paradójico de las bienaventuranzas. Hay una misteriosa pero íntima
vinculación entre este gozo y la paciencia en las tribulaciones. El amor da fuerza
para sufrir incluso la ingratitud: "todo lo soporta, todo lo perdona...(1 Cor 13,7).
La historia de Sansón (Jueces 13-16), ilustra con su fondo y su forma, lo que
decimos. En el episodio del enjambre de abejas y el panal de miel que Sansón
encuentra en el cadáver del león, y en la adivinanza que Sansón propone a los
filisteos inspirándose en este hecho, se reflejan los temas de la dulzura y la
fuerza. Tanto la fuerza del amor de Sansón por Dalila, como la del vigor físico de
Sansón, que forman la trama de esta historia.
El héroe es débil por su pasión hacia Dalila y fuerte por su amor al pueblo de
Dios: "Del que come salió comida y del fuerte salió dulzura"(Jueces 14,14). "¿Qué
hay más dulce que la miel y qué más fuerte que el león?" (14,18). La debilidad de
Sansón por amor hacia una enemiga ingrata y traicionera, refleja a su manera el
drama del amor de Dios. La misma que lo devora, lo hace vivir. Sansón es fuerte
en su debilidad, por fidelidad a la ingrata, como Dios. El mismo nombre de
Sansón, Shimshon, derivado de "Sol" (en hebreo = Shémesh), sugiere a la vez la
dulzura y la fuerza del sol, además de sugerir una asociación mesiánica. El
corazón de Sansón es fiel a su pueblo y fiel a la enemiga y los amores
contrapuestos no se contrarrestan en él.
Dulzura de la miel y fuerza para el combatiente fatigado encontramos también
en el episodio de Jonatán, quien exhausto del combate, y habiendo hallado un
panal abandonado: "alargó la punta de la vara que tenía en la mano, la metió en
el panal y después llevó la mano a la boca y se le iluminaron los ojos" (1 Samuel
14,27). La fatiga de la lucha enturbia la visión del bien. La dulzura de la victoria,
después de dispersados los enemigos — abejas que abandonaron el panal —
devuelve la visión y el goce del bien.
El Cantar de los cantares, celebra también conjuntamente la dulzura (Cantar
5.10-11.16; 7,7-10) y la fuerza del amor divino, más fuerte que la muerte
(Cantar 8,6) capaz de soportarlo todo (1 Cor 13,7d).
El gozo de la Caridad es uno de los frutos del Espíritu Santo. Si es dable
establecer la correspondencia del gozo, fruto del Espíritu, con alguno de los dones
del Espíritu Santo enumerados en Isaías 11,2s., nos inclinaremos, aleccionados
por estas páginas bíblicas, a relacionarlo con el don de fortaleza. Y efectivamente,
el Catecismo de la Iglesia Católica enumera gozo y fortaleza, íntimamente unidos,
entre los dones y frutos del Espíritu Santo (CIC 1830-1832).

El Amor echa afuera el Temor

"El amor perfecto expulsa el temor", dice San Juan, con una expresión griega:
éxo bállei, que tiene retintines de exorcismo (1 Juan 4,18). El amor produce un
gozo que expulsa el temor y por lo tanto la tristeza, ya que ambos, temor y
tristeza, se dan por presencia de un mal o ausencia de un bien.
¿Por qué el amor expulsa el temor? Porque: "el temor mira al castigo" y quien
todavía mira al castigo y teme, "no ha llegado a la plenitud del amor".
El amor nace de la visión del bien. El temor de la perspectiva de un mal (=el
castigo), que proviene de otro mal (=mi pecado). El que ama y el que teme están
atendiendo a dos cosas diversas: el que ama atiende y considera al Dios amable;
el que teme está mirando a su propio pecado y al castigo que merece. Cuando la
mirada está puesta en Dios y fija en él por el amor perfecto, ya no se mira a sí
mismo y por lo tanto tampoco al castigo. Y así se entiende por qué "el amor
perfecto echa afuera al temor".
Amor y temor reposan pues sobre dos miradas diversas, sobre la atención a
dos objetos formales diversos. Y de esas dos miradas provienen dos fuerzas
opuestas: un amor y un temor opuestos entre sí, un gozo y una tristeza opuestos.
Como tristeza opuesta al gozo, la acedia enerva la fuerza divina en el alma
creyente. No sólo mina su capacidad de hacer el bien, sino que también corroe su
capacidad de oponerse al mal y la paciencia para sufrirlo.

Mi Fuerza se Realiza en la Debilidad

"Virtus in infirmitate perficitur" dice San Pablo (2 Corintios 12,9). Virtus


significa en latín vigor, fuerza. Se trata naturalmente aquí, no de la fuerza física,
sino de la fortaleza para obrar el bien. El vigor del creyente es un vigor espiritual.
Y ese es el sentido original de la palabra latina virtus, y de la castellana virtud: la
capacidad de hacer el bien. El amor sufriente, crucificado, muestra la grandeza de
su fuerza precisamente en la debilidad, manteniéndose pacientemente adherido al
bien a pesar del mal.
La fuerza de la caridad es la fuerza del amor sufriente. Un amor que da fuerza
para luchar y para padecer por el bien. El cáliz de la Pasión que el Señor acepta
en su agonía, simboliza la comunión con la voluntad de su Padre: por un lado
como comida (= "Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre"); por otro lado
como bebida ("El Cáliz que me ha dado mi Padre ¿no lo he de beber?"); y por fin
como una cierta embriaguez de esa voluntad, que acepta la del Padre "en lugar
del gozo que se le proponía" y habiendo "soportado la cruz sin miedo a la
ignominia", por lo cual "está sentado a la derecha del trono de Dios" (Hebreos
12,2).
Es posible considerar la Agonía del Huerto como un combate o una lucha — en
griego: agón — entre dos gozos opuestos y dos tristezas opuestas. Por un lado el
gozo del amor al Padre, que se complace en hacer su voluntad. Por otro lado el
gozo, que se le propone, de un reino de este mundo (Lucas 4,6; Juan 6,15). Por
un lado la tristeza del alma humana ante la muerte; por otro lado la tristeza por el
pecado (Lucas 19,41ss; Marcos 11,17) como rechazo y menosprecio al Padre; y la
tristeza del corazón del Hijo que prefiere la muerte a contristar él también al
Padre.
Al gozo que se le proponía, opuso Jesús un gozo superior. En ese conflicto de
ambos gozos nace el drama de la acedia en el corazón de los hombres. El dilema
es, entonces, mortificación, paciencia o acedia. Y el antídoto de la acedia:
fortaleza y gozo de la Caridad.
Jesús, sacó la fuerza — en su debilidad — de la embriaguez del Cáliz de su
Amor al Padre, y de su misericordia por la muchedumbre humana necesitada de
rescate.

Locura y Debilidad de Dios

Para entender la psicogénesis de la acedia, hay que tener en cuenta las


antinomias o paradojas en las que es maestro san Pablo: "la locura de Dios es
más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que
la fuerza de los hombres" (1 Corintios 1,25).
La fuerza no viene de las palabras, sino de Dios. Estas locuras del lenguaje
sólo puede permitírselas quien somete el lenguaje al ministerio del anuncio; sin
poner su confianza en la fuerza persuasiva del discurso, porque confía gozoso en
la virtus de la Caridad:
"No quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste, crucificado. Y me
presenté ante vosotros débil, tímido y tembloroso. Y mi palabra y mi predicación
no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una
demostración del Espíritu y del Poder para que vuestra fe se fundase, no en
sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios" (1 Corintios 2,2-5).
Nada de retórica, nada de dialéctica, nada de adulación, o halagos, nada de
captación de la benevolencia, nada de amenazas, nada de manipulación
psicológica, nada de demagogia de las pasiones, nada de cálculo político ni de
human relations. Lo que brilló a los ojos de los Corintios en la locura de Pablo fue
la locura de Dios mismo a través de su Apóstol. En la humillación de Pablo, es la
humillación de un Dios suplicante la que se muestra con una evidencia
sobrehumana.
"Dejaos reconciliar con Dios". Esta es la fuerza de la predicación de Pablo, a la
que no sirven sino que estorban los vigores retóricos o dialécticos. Es la fuerza de
la gratuita oferta y del vehemente ruego de reconciliación, de los cuales Pablo se
sabe, y se muestra, ministro y dispensador:
"Todo proviene de Dios que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el
ministerio de la reconciliación. Porque en Cristo [en la insensatez y debilidad, en
la injusticia de su Cruz], estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando
en cuenta las transgresiones de los hombres, sino poniendo en nuestros labios la
palabra de la reconciliación. Somos pues embajadores de Cristo, como si Dios os
suplicara por medio de nosotros: en nombre de Cristo os suplicamos:
¡reconciliaos con Dios!. A quien no conoció pecado, le hizo pecado, por nosotros,
para que viniésemos a ser justicia de Dios en él" (2 Corintios 5,18-21)
Pablo se presentó así, apóstol humillado de un Dios que se humilla ante el
hombre suplicándole la reconciliación y haciéndose culpable a sí mismo en su Hijo,
para ganar el amor de los culpables a costa del inocente. ¿Cuál puede ser la
fuerza de semejante locura?
Ante un Dios así calla el temor al castigo y puede nacer y llegar a su
perfección el amor cristiano: la Agapé (1 Juan 4,18), el Camino Mejor (1 Corintios
12,31).
Verdaderamente parece necio y ridículo un Dios así. Parece sólo apto para
engendrar acedia entre los hombres de un mundo fundado en el zarpazo de la
prepotencia, la imposición del poderoso, en la astucia retórica y dialéctica, en la
retorsión del lenguaje para adulaciones o intimidaciones sofísticas, o — en el
mejor de los casos — en la justicia del talión sin sombra de perdón o misericordia.
Una humanidad predispuesta a imaginarse dioses patrones, dictadores, que
esclavizan a los hombres y rivalizan con ellos.
Pero el corazón de los Corintios se rindió ante este Dios, perfil divino
absolutamente inédito en la interminable galería de las imaginaciones humanas
acerca de la divinidad, que lleva, en su propia disimilitud con todo lo que el alma
de hombre alguno sería capaz de imaginar e inventar, una cierta garantía de
sobrehumana y divina verdad. Ellos eran gente de un mundo donde lo divino ya
se había hecho vulgar, comercial, industrial, político, turístico y doméstico. Pablo
les traía la oferta de un Dios tan absolutamente a contrapelo de todos los que
habían fabricado o domesticado ellos mismos, que no tenía, por fin, apariencia
humana sino realmente sobrehumana y divina. Un Dios que sólo podía ser creído
a fuerza de inimaginable e inverosímil.
Y ante ese Dios, débil por amor, gracias a la fuerza de ese Espíritu Santo que
suplica comunión y reconciliación sin tomar en cuenta las trasgresiones, los
Corintios encontraron por fin el gusto de creer.

7.5. Gozo y Virtudes Teologales

El Gusto de Creer

Hay un gusto, o sea un gozo en conocer y reconocer al Dios verdadero y en


aceptarlo por la fe. La inteligencia del hombre está creada para conocer a Dios y
cuando lo encuentra lo reconoce con fruición como a su objeto adecuado; como la
persona a cuyo conocimiento está destinado por creación. La inteligencia del
hombre está creada para posibilitar ese encuentro en el que consiste la felicidad
del hombre.
El gusto de creer, pertenece al del gozo de la caridad. Es su comienzo o
incoación. Pero es una gracia. Lo que brota espontáneamente de la caída
naturaleza humana, del corazón humano herido por el pecado, cuando se lo
confronta con la oferta de la fe cristiana, es más bien la indiferencia, la
incomprensión, el disgusto, la aversión al Dios crucificado: la acedia, capaz de
convertir a Pedro, piedra fundamental de la Iglesia, en piedra de tropiezo para
Jesús y los demás discípulos (Mateo 16,18.23).
"Para dar la respuesta de la fe, es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta
y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el
corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en
aceptar y creer la verdad"173.

Termómetro de las Virtudes

El gozo es fruto de la Caridad. Por lo tanto es indicio de la existencia y de la


salud de esta virtud teologal. Pero la Caridad supone la Fe y la Esperanza, de
modo que cualquier defecto de ellas debilita la Caridad.
Resulta así que el gozo — junto con la paz y la misericordia — es como un test
de la salud espiritual y del vigor de las virtudes teologales. Es como un
termómetro en el que repercute el ejercicio de esas virtudes.
Si se desea imitar el cauce pastoral paulino, hay que poner por delante las
virtudes teologales y por lo tanto el gozo específico que de ellas dimana. La
pastoral paulina es gaudiocéntrica porque está centrada en las virtudes
teologales, como fundamento y fuente de las demás virtudes cristianas.
¿Hay que aclarar que el gozo de las virtudes teologales no es como los gozos
mundanos? No todo gozo bullicioso o bullanguero, no todo gozo sensible, refleja el
estado real del alma. Quizás no haya mejor reflejo sensible de lo que ese gozo
produce en el hombre, pacificándolo, que el canto gregoriano y la música sacra.
Es un gozo que no se pierde en medio de las tribulaciones y las pruebas, sino
que en ellas es fuente de fuerza. Un gozo que está en lo profundo de los
corazones abatidos y de los que sufren todo lo que las bienaventuranzas
prenuncian.
En el Concilio Vaticano II, la Iglesia manifestó su conciencia de sí misma con
aquella frase de San Agustín que refleja esta aparente paradoja: "La Iglesia
peregrina entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios" (Lumen
Gentium 8).
La espiritualidad ignaciana, de la que nos hemos ocupado (6.), ofrece los
elementos para una pastoral gaudiocéntrica. En dicha espiritualidad, la doctrina de
consolación y desolación se ha convertido en un camino sapiencial para liberarse
de los afectos desordenados y goces falsos, y una vez liberados de ellos, elegir
según Dios, buscando y hallando el beneplácito divino en la ordenación de la
propia vida. Esto es guiarse en todo por la búsqueda de la complacencia y el gozo
de Dios.

7.6.) Apéndice: El Problema de los Remedios


El tema de los remedios para la acedia no entraba dentro de los límites que
habíamos fijado inicialmente a este ensayo. No era nuestro propósito tratar de
ellos expresamente. Algunos pasajes de nuestra exposición aluden a ellos. Por
ejemplo al recordar la doctrina de Casiano, Isidoro, Benito, Tomás de Aquino e
Ignacio de Loyola. Pero un amable lector del manuscrito encontró decepcionante y
hasta negativo que "después de hablar tanto sobre un mal, no se tratase
expresamente acerca de sus remedios".
Para complacerlo, agregué un párrafo breve, en el que recordaba los remedios
que ofrecen Casiano, San Benito, Santo Tomás y San Ignacio de Loyola,
remitiéndome a los lugares del ensayo donde se habla de ellos.
Ese párrafo le pareció después demasiado exiguo a otro lector, quien halló
llamativo "que habiendo dado tanta importancia y centralidad al tema de la
acedia, se dedicasen solamente diez líneas — y apenas nominalmente — a su
remedio", y que "dada la amplitud de la exposición del tema, se esperaría que se
deben ofrecer líneas o pautas de reeducación suficientemente explicitadas".
Yo no había considerado insuficientes esas líneas, en parte porque estaba y
sigo persuadido de la validez, de la utilidad y la suficiencia de esos remedios
tradicionales, que al lector le parecieron exiguos y nominales. Y en parte también
porque, desde mi óptica de autor, familiarizado y conforme con los límites
autoimpuestos a mi escrito, que no aspiraba a ser un tratado sino modestamente
un ensayo, y más allá de considerar suficientes para un ensayo las referencias a
los remedios diseminadas en él, me seguía sintiendo satisfecho y optimista con la
virtud curativa de la descripción misma del mal. Confianza que contribuía a
alimentar en mí la experiencia de otros lectores de este trabajo.
Debo decir que no termina de imponérseme la lógica según la cual quien
conoce y sabe describir un mal, deba por eso forzosamente conocer y exponer
también sus remedios. El que hace algo bueno no se obliga por eso a hacerlo todo
o a hacer lo mejor. Se puede conocer el virus y la etiología de una enfermedad,
pero carecer de la vacuna. No tengo rubor en confesar que había limitado el
objeto de mi ensayo a disertar sobre el mal, creyendo hacer con eso sólo, algo de
provecho. Y porque no tenía elaboradas ni la doctrina ni las razones acerca de su
tratamiento. Gracias al deseo de estos lectores, he tenido la oportunidad de
ponerme a reflexionar, más a fondo y con mayor detención, aunque siempre
como ensayista, sobre este "problema" — porque vaya si lo es — de los remedios
o del tratamiento del mal de acedia.
Tampoco termina de convencerme, como le parecía al primer lector arriba
citado, que sea "negativo" hablar extensamente de un mal. Como dijo el
Arcipreste de Talavera: "si el mal no fuere sentido, el bien no sería conocido" 174. El
solo hecho de llamar la atención sobre un mal inadvertido, es ya de por sí algo
positivo. La experiencia de otros lectores del manuscrito de este estudio, me
convence de que señalarles este mal del que padecían, o del cual vivían rodeados
y en algunos casos acosados, y cuya verdadera índole ignoraban, fue de por sí
beneficioso por el mero hecho de comprenderlos en su exacta naturaleza y saber
nombrarlos. El demonio de la acedia se exorciza ya con reconocerlo e imperándolo
por su nombre.
Cualquier médico o enfermero entenderá que un buen diagnóstico es la mitad
de la curación, aunque el diagnóstico no sea todavía, de suyo, un acto
terapéutico. Y no creo que a un médico se le ocurriría reprocharle al clínico su
diagnóstico por no ser, también, terapéutico; ni porque diagnostique un mal
incurable o del que se ignora el remedio. Toda diagnosis tiene un valor intrínseco
positivo si es acertada.
Pero he aquí que sucede, además, que en psicología y en psicoanálisis, cuando
el paciente reconoce las causas y los orígenes de sus síntomas, no sólo puede
decirse que ese reconocimiento contribuye a curar su neurosis, sino que se afirma
que por eso mismo se logra la curación. Quizás este ejemplo pueda sugerir de qué
modo la sola presentación de la acedia que hemos hecho, le puede servir ya de
remedio en gran medida, sin necesidad de disertar aparte sobre sus remedios. En
los asuntos del alma y del espíritu, la sola anagnórisis del mal es ya su
terapéutica.
Hechas estas puntualizaciones, agradezco todavía el reclamo de esos
benévolos lectores, que me ha dado la oportunidad de abundar aquí en
precisiones y en la elucidación de asuntos que están en juego al abordar el
problema del tratamiento o de los remedios de la acedia. En atención a su deseo,
que considero puede ser el de otros muchos lectores de este libro, he reunido la
información dispersa a lo largo de mi ensayo dentro del marco de estas
reflexiones sobre el referido problema.

Los Remedios: Complejidad y Sencillez

En realidad, tienen razón nuestros amables y críticos lectores: el problema de


cómo remediar la acedia exigiría ser tratado extensa, profunda y minuciosamente.
Tal es su importancia y tal su complejidad. Sería deseable tratarlo con similar
extensión a la dedicada a disertar sobre el mal mismo. Difícilmente se podría darle
en menos espacio un tratamiento condigno y satisfactorio. Habría que tratarlo
diferenciadamente en los distintos niveles en que la acedia se presenta: a nivel de
tentación, de pecado actual e individual, de vicio capital, de mal social, de cultura
y de civilización. Habría que tratarlo a nivel de doctrina y de teología dogmática,
en cuanto que implica una determinada concepción de la vida cristiana; a nivel de
teología espiritual, de dirección espiritual y cura de almas; a nivel de liturgia, de
pastoral social, de acción cultural, de evangelización y de acción misionera; a
nivel de gobierno eclesiástico y congregacional. En fin, a todos los niveles en los
que la acedia incide se encuentra y se manifiesta. Concedo que todo esto excede
mi capacidad.
Puesto que la acedia tiene dimensiones de civilización, el remedio a los vicios
de una civilización debe investir dimensiones de civilización. El tratamiento de la
acedia en los individuos exige tener en cuenta la incidencia que tiene en su mal la
pandemia cultural y civilizacional en la que están inmersos. La acedia no sólo
reclama una terapéutica, pide una higiene, una profilaxis y una epidemiología.
Hablando del remedio para la Civilización de la Acedia, pensamos
espontáneamente en la Civilización del Amor, que vienen reclamando
proféticamente los Papas, desde Pablo VI, pero que, con otros nombres, lucharon
por instaurar sus antecesores desde Pío IX, que yo sepa. De esta Civilización del
Amor habría que disertar aparte y largamente, para no dejar insatisfechos a los
que reclaman recetas de acción inmediata para aquí y ahora. Además habría que
disipar el equívoco que se alberga en muchas cabezas que, cuando oyen hablar de
Civilización del Amor, entienden Civilización de la Filantropía, en vez de entender
que se trata de la Civilización de la Caridad.
Siendo la acedia lo opuesto al gozo de la Caridad, merecería la pena que
alguien, capaz de hacerlo, hiciese un tratado sobre la Caridad enfocado a la
pastoral de la acedia. Pero quizás, eso no sería necesario. Bastaría con impostar la
pastoral sobre el cultivo preferencial y prioritario de las virtudes teologales.
Automáticamente se estaría contribuyendo así a remediar la acedia en todos sus
niveles. No es otra cosa la que, por otra parte, proponen tanto la tradición como
la nueva evangelización. Ni otra cosa la que propone el Papa en su Carta sobre el
Tercer Milenio175. Ni otra la que propone San Ignacio al ejercitante en sus
Ejercicios.
¿Habrá pues que pensar en remediar la acedia, o más bien en cultivar y
preservar la gracia de la Caridad allí donde Dios la ha puesto y nos ha encargado
cultivarla? El mejor remedio es conservar el don de la salud. Así, el mejor remedio
contra la acedia es conservar la gracia de la Caridad. Presiento que entran en
juego aquí dos concepciones de la existencia cristiana.
Según una de esas dos concepciones, Dios ya ha hecho lo principal y nosotros
hemos de ser fieles servidores y ministros de lo que El hizo, viviendo de tal
manera que conservemos en nosotros los dones recibidos en ese comienzo y
origen divinos. La originalidad de la vida cristiana, está en ser fieles al origen.
La novedad se concede como gracia a esa fidelidad. Si no perdemos lo que Dios
nos ha dado y conservamos lo que ha obrado en nosotros, la lámpara encendida
del bautismo y la túnica blanca, entonces nos hacemos acreedores a recibir lo que
Dios nos promete. El cristiano está así inmerso en el actuar de Dios. Por la
fidelidad al pasado divino, se nos entrega el presente y el futuro divinos. Lo
nuestro es ser fieles. Esta es la visión que se desprende de los escritos de San
Juan, con su insistencia en el permaneced, y también la de Pablo, Pedro y muy
en especial de la Carta a los Hebreos. Nuestra libertad se ejercita en ese servicio
de fidelidad a lo que Dios ha hecho, hace y hará.
En la otra visión, lo que Dios hace o ha hecho se da por supuesto, y de lo que
hará se habla poco. Y en eso mismo se muestra la poca o relativa importancia
existencial y práctica que se le da. Parecería que lo que Dios ha hecho es sólo
capacitarnos y echarnos a andar para que hagamos lo que decidamos hacer, lo
cual es, por lo menos en la estimación práctica, lo principal: lo que debemos
hacer. Con un énfasis algo legal en lo del debemos. No es ésta la impostación de
la vida cristiana más propicia al cultivo y la preservación del gozo de la Caridad.
El discurso acerca de la gracia de la Caridad, centra la atención donde debe
estar: en el Autor del bien, en la acción divina en y con nosotros, y en los gozos y
consuelos verdaderos que deben ser atesorados, preservados y cultivados. Y a los
que se debe responder generosamente.
El discurso acerca de los remedios — en cambio — encierra el riesgo de volver
a centrar la atención en la acción humana del pastor, como médico o reeducador,
perdiendo de vista, por darla por supuesta, la parte de Dios en todo esto.
Reconociendo, pues, toda la complejidad del tema de los remedios de la
acedia, hay que reconocer también, sin embargo, que el principio curativo es muy
simple: el remedio contra la acedia es el gozo y los consuelos de la Caridad. A
todos los niveles: al de la tentación, del pecado, del vicio capital, al de la cultura y
de la civilización. Y el médico o agente principal de la curación, es Dios. La
curación de la acedia, no viene tanto "desde abajo" cuanto "desde arriba".
Si estas consideraciones que venimos haciendo se sopesan, se hará evidente
cómo al hablar del mal, simultáneamente apuntábamos y contribuíamos ya a su
remedio. Por ejemplo, cómo al hablar de la pastoral de las Virtudes Teologales y
de la pastoral gaudiocéntrica176, señalábamos pistas de sanación, o si se prefiere
hablar así: de reeducación. Toda evangelización consiste en educar en las
Virtudes Teologales: enseña a creer, a esperar los verdaderos bienes, a amar a
Dios y al prójimo por Dios. Y enseña a encontrar en esto los verdaderos gozos y
consuelos, prefiriéndolos a cualquier otro que se ofrezca.
Al describir la complejidad de un mal de dimensiones culturales y
civilizacionales, despejábamos de entrada la ilusión de que para el mal de acedia,
a cualquiera de sus niveles, pudiese existir tratamientos humanos, remedios de
acción automática o recetas caseras de sencilla aplicación, como para suscitar
engañosas esperanzas de que los pastores pudiéramos arreglarnos en esto por
nosotros mismos y sin Dios. No existen los filtros mágicos que pudieran aplicar
aprendices de brujo en una pastoral exitista, cortoplacista, eficacista y pelagiana.
Esa sería una pastoral trágicamente portadora de acedia, que propagaría el
contagio de lo que aspira a curar.
La Civilización de la Caridad, como la Jerusalén Celeste, desciende de lo Alto
(Apoc. 21,10). Antes que obra humana es gracia posibilitante. Al igual que el
Reino de Dios, es cosa que se pide, antes que cosa que se construye a lo Babel.
Sólo los que piden estas cosas porque las saben imposibles e inalcanzables por sí
mismos, están en condiciones de ser capacitados para obrar y contribuir
eficazmente en su realización como dóciles servidores y ministros de los impulsos
divinos.
Cambiar la Humanidad es obra sobrehumana, que sólo la Iglesia puede
acometer porque a ella le ha sido encomendada junto con los medios de gracia
necesarios para llevarla a término; y que sólo a la Iglesia le es dado verificar
parcialmente en sí misma, como modelo de una Humanidad redimida, realizándola
en sus santos cuando viven el gozo de la Caridad. En ese sentido la Iglesia es
remedio de la Civilización de la Acedia y semilla de la Civilización de la Caridad.
Escuela donde se aprende a vivir los gozos y los consuelos de la Caridad,
irradiándola desde su liturgia hacia sus demás dimensiones. El remedio de la
acedia del mundo pasa por la preservación del tesoro de gozo y de consuelo de la
Caridad que el Señor derrama en el corazón de los fieles. La Iglesia es la
administradora y guardiana maternal de ese tesoro que Dios le confía, para salar,
iluminar y fermentar el mundo. La depositaria del Gaudium et Spes es la que
puede remediar el Luctus et Angor del mundo. Y en su liturgia hace presente
una isla de eternidad en el tiempo.
La Caridad, remedio de la acedia, es, pues, gracia: ya sea en la Iglesia, en el
alma, en la cultura o en la Civilización. De ahí que el remedio contra la acedia sea
específico y diferente, no manipulable, no planificable, indomeñable. No aplicable
con criterios de eficacia puramente racional, natural y humana. Fácil de nombrar,
difícil de aplicar.
Antes de que nosotros describiéramos la acedia, ya estaba Dios ocupado en
remediarla. Lo nuestro sería darnos cuenta de eso y secundarlo.
La doctrina sobre la Gracia nos persuade de que la Civilización de la Caridad, o
sea el remedio de la acedia, es algo que pertenece más al orden de las cosas que
se piden, que al de aquellas que el hombre puede aplicar y dosificar por sí mismo.
A nivel teórico-dogmático, la Civilización de la Caridad, como remedio a la acedia,
reivindica los postulados de la doctrina ortodoxa sobre la gracia, opuestos a la
visión eficacista y pelagiana que es madre de la acedia. Mientras que la Caridad
tiene su gozo en la gratuidad de los dones y gracias divinas, el eficacismo
pelagiano y kantiano se niega a alegrarse con nada que no sea fruto del propio
esfuerzo, planificable y evaluable. A la pastoral de la gracia-eficaz, concebida
como un ministerio o sea como un servicio subordinado a la gracia divina, se
opone un concepto de pastoral de la eficacia-humana a cuyo servicio debería
ponerse y acudir la ayuda divina.
A nivel doctrinal, el remedio a la acedia pasa, pues, por la inversión de aquella
óptica a la que da lugar una cultura exitista, eficacista; cultura de los planes y de
la evaluación de los logros, que traspone al plano espiritual o pastoral los métodos
propios del mundo empresarial, desentiendose de los factores no cuantificables,
no planificables ni evaluables como son las gracias, los dones y los consuelos. La
óptica doctrinal correcta y católica, enfatiza por el contrario la Gracia: lo que Dios
obra, inflamando en su amor, consolando y pacificando al alma en su Señor y
Creador, lo cual no es naturalmente ni previsible, ni planificable, no se sujeta a
cronogramas, ni se deja evaluar de otra manera que por el discernimiento
espiritual.
Soñar en remedios eficacistas para la acedia, u ofrecerlos a quien tales
pidiese, equivaldría a querer curar la acedia con más acedia, agravando el mal y
extendiéndolo en vez de curarlo. Pero en este caso no vige la ley de homeopatía:
el pecado no puede curarse con más pecado, ni el mal con más mal, ni el
desorden con más desorden.

Las Recetas Tradicionales

¿Habremos de aguardar entonces a que Dios instaure una nueva Civilización


para encarar la pastoral de la acedia? De ninguna manera. Es necesario echar
mano con confianza a las recetas tradicionales que nos ofrecen acreditados
maestros, algunos de ellos fundadores de escuelas de espiritualidad. Esas son las
mismas recetas con que la Iglesia fermentó el mundo y la civilización antigua. La
fe les reconoce eficacia y confía en ellas, no por su sencillez, sino porque son el
canal por donde escurre el torrente de la gracia divina.
Casiano, como vimos, proponía la gratitud por los bienes divinos como
remedio para la acedia177. Enseña que la acedia viene de la ingratitud, más
propiamente: consiste en la ingratitud por los beneficios recibidos, por las gracias
y consuelos. Se ha de corregir el menosprecio con el aprecio. Así de sencillo.
Casiano recomienda resistir con energía la tentación de acedia: "enseña la
experiencia que con el ataque de la acedia no se ha de condescender, ni se ha de
huir, sino que se lo ha de vencer resistiéndolo"178.
San Benito, en un logion de laconicidad monástica que no excede una línea,
prescribe en su Regla: "No anteponer nada al amor de Cristo". Este consejo va en
la línea terapéutica de la higiene y la profilaxis: conserva como un tesoro la
Caridad que se te ha dado, guarda la gracia, no permitas que invadan tu corazón
amores que desalojen la Caridad, no aprecies los goces terrenos más que los
divinos, no sea que se te conviertan en tristeza por Dios.
En la misma dirección amonesta San Isidoro de Sevilla, como vimos también
antes179, poniendo en guardia contra la tibieza, contra el volverse atrás,
abandonando el amor primero.
San Gregorio Magno aconseja: "el vicio de acedia, o sea el tedio del corazón,
se expulsa pensando siempre en los bienes celestiales. La mente que se ocupa en
la consideración de bienes que tanto alegran y regocijan, no se puede aburrir de
ninguna manera"180 Aquí aparece en el ambiente monástico el trabajo orante o la
oración durante el trabajo. La "contemplación en la acción" que propondrá San
Ignacio de Loyola tiene aquí sus raíces, pero es posible en la vida laical. .
Santo Tomás, sobre las huellas de Casiano, considera que la causa de la
acedia es no apreciar o menospreciar los bienes que le vienen a uno de Dios 181. Y
en consecuencia propone como remedio el pensar y meditar en los bienes
espirituales182. Se trata evidentemente de una meditación creyente, de un ejercicio
de la fe. El descubrimiento de los bienes que ve la fe, está entre los motivos del
gozo de creer. Es la fe informada por la caridad la que conforta y consuela,
pacifica y hace bueno.
San Ignacio de Loyola pone en primer plano de su doctrina espiritual el
aprecio y el cultivo de la consolación, que es el gozo de la caridad en todas sus
formas. Sus reglas de discernimiento describen las diversas formas consolatorias
de la Caridad. Esto es particularmente útil. La sola palabra gozo — en efecto —
no siempre basta para comprender a qué variedad y complejidad de fenómenos
espirituales concretos se alude con ella y a cuáles — correlativamente — se opone
la acedia. San Ignacio adiestra para reconocer las distintas formas de la
consolación, y para recibirlas en el corazón, amparándolas contra los ataques de
la desolación o del desorden.
San Ignacio enseña también, en sus reglas de discernimiento a guardarse de
la acedia que acosa en forma de tentación 183. Coincidentemente con Casiano,
recomienda resistir virilmene el ataque de la acedia. Se ha de resistir a la
desolación y hacer todo lo contrario de lo que sugiere que hagamos184.
Por fin, su Contemplación para alcanzar Amor, al final de sus Ejercicios
Espirituales se revela — según vimos — como el antídoto específico contra el mal
de acedia; como un ejercicio de perseverancia en el bien, a la vez que como la
forma más indicada de fomentar una vida gozosa y consolada por la Caridad 185.
Un autor moderno propone: "Los remedios contra una tan insidiosa
enfermedad espiritual son el espíritu de penitencia, que mantiene despierta, lista
y pronta al alma para el servicio de Dios y fiel en la observancia tanto cristiana
como religiosa; una justa medida en el trabajo, porque previene el tedio en las
prácticas de piedad y la náusea por las cosas divinas; la meditación y la lectura
espiritual cotidianas, la práctica frecuente de los sacramentos de la confesión y de
la eucaristía; y finalmente, una predicación iluminada o una reflexión de los
novísimos, porque estos adquieren en la existencia gris del hombre con acedia,
una eficacia particular y saludable"186.

Remedio obvio pero arduo

Aunque el remedio sea simple y sencillo, lo difícil y problemático es su


aplicación. Que un acedioso apetezca conformarse con los gozos y los consuelos
que vienen de la consideración de las gracias y bienes recibidos, es algo tan
milagroso como la conversión de un pecador. Diríamos que es como convencer a
una adolescente anoréxica de que ha de comer. Para ella, una cosa tan sencilla
sería su salvación. Pero eso es precisamente lo que ella aborrece. Poco
adelantamos con saber el remedio si no sabemos cómo despertar su apetito. Y es
precisamente el apetito espiritual del acedioso lo que está enfermo y habría que
revertir.
Ese ha sido tradicionalmente el problema llamado de la "perseverancia", tanto
del creyente en su fe, como del que ha sido llamado en su vocación, o del
ejercitante en las gracias recibidas en Ejercicios.
El pronóstico que puede darse acerca de las posibilidades de curación del mal
de acedia, es reservado. El autor de la Carta a los Hebreos — por ejemplo — no
se muestra optimista acerca de la posibilidad de que los anoréxicos de Dios
vuelvan a recuperar su perdido apetito: "Por lo que se refiere a los que una vez
han sido iluminados, que saborearon el don celestial, que se hicieron partícipes
del Espíritu Santo y gustaron la dulzura de la palabra de Dios y los prodigios del
mundo futuro, pero luego cayeron en la apostasía, es imposible volverlos a
renovar por el arrepentimiento; ellos crucifican de nuevo por su cuenta al Hijo de
Dios y lo exponen a la burla pública" (Hebreos 6,4-6)
No es fácil que quien una vez declaró menos importante la consolación y el
gozo que antes gustara, y quien a pesar de haberla gustado se volvió a derramar
en las cosas, cambie su corazón para volver a dar la prioridad a lo que desestimó.
Ahí radica toda la dificultad de aplicar el remedio a quien le produce arcadas.
Porque lo que para remedio de nuestro mal la tradición unánimemente receta, es
el aprecio y la búsqueda del gozo y del consuelo espirituales. Pero eso es
precisamente lo que, como hemos visto, ya no alegra, o alegra menos, o
entristece y hasta enfurece al acedioso. Y como en medicina espiritual, es el
paciente el único que puede dejarse aplicar por Dios el remedio, no está en la
mano del director espiritual o del pastor, aplicar el remedio de la conversión a
quien no quiera convertirse.

CONCLUSION
"Al acercarse Jesús a Jerusalén y al ver la ciudad, lloró sobre ella diciendo:
`¡Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! Pero ahora está oculto
a tus ojos. Porque vendrán días sobre ti, en que tus enemigos te rodearán de
empalizadas y te cercarán y te apretarán por todas partes, y te estrellarán contra
el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre
piedra, porque no has conocido el tiempo de tu visita'" (Lucas 19,41-44).
Lamentando la incapacidad de Jerusalén para percibir la visita de Dios, Jesús
llora sobre la acedia de la ciudad santa.
No se sabe bien lo que es la acedia, hasta que no se pondera este llanto del
Salvador sobre el drama y el inescrutable misterio de la apercepción y la
dispercepción del bien.
El drama de la acedia es el drama de Jesús, y el misterio de la acedia lo
conduce a la muerte.
Los improperios que canta la Iglesia el Viernes Santo interpretan
ajustadamente los sentimientos del Salvador sobre un pueblo que no reconoce los
beneficios, peor aún, los toma a mal y los retribuye con ofensas: "Pueblo mío
¿Qué te hice o en qué te he faltado? ¡Responde! Te arranqué del Egipto, tú me
diste una cruz...Te exalté con honor y poder sobre tus enemigos; pero tú me
clavaste alzándome en una cruz". El lamento de Jesús es el lamento por la acedia.
Podría decirse que la acedia es "el pecado". La acedia es el mal del que debe ser
liberado principalmente y en primer lugar, el género humano.
"Uno de ellos fue corriendo a tomar una esponja, la empapó en vinagre y,
sujetándola a una caña, le ofrecía de beber" (Mateo 27,48). Se cumplía en Jesús
lo del Salmo: "En mi comida me echaron hiel, para mi sed me dieron vinagre"
(Salmo 68,22).
"Una viña tenía mi amigo en una colina fértil...y esperó que diese uvas dulces
pero le dio uvas agrias" (Isaías 5,1s).
La profecía de Isaías sobre la viña ingrata que da vinagre en lugar del dulce
vino del festín de bodas, se cumple en la pasión de Jesús. La sed del crucificado
es la sed de Dios que solicita el amor del hombre y que recibe en cambio, burla,
descalificación, rechazo o por lo menos evasivas, dilaciones, excusas, o
contraofertas "razonables".
Es el drama de Dios, exponerse a recibir lo agrio en trueque por lo dulce.
Aunque esto parezca inverosímil, la Pasión muestra que no lo es. Y dado que "lo
que fué eso será y lo que se hizo se seguirá haciendo" (Eclesiastés 1,9), la acedia
sigue existiendo, aunque nos hayamos olvidado de su nombre y ya no sepamos
señalarla donde ella está.

134

Summa Theol. Q.35 Art.1 ad 2m.


135

De Institutione Monastica X,1.


136

De Inst. Coenobiorum X,1.


137

O.c. X,1.
138

Más que como pereza. Véase lo dicho en nota 5.


139

Recuérdese que - como hemos dicho en 1.2.- en primer lugar, la acedia se distingue
de la tristeza común porque el objeto de la acedia no es un mal, sino un bien. Y en esto
coincide con la envidia. En segundo lugar, se distingue de la envidia porque el bien del que
se entristece la acedia es el bien divino, en tanto que la envidia se entristece de bienes
creados y de las creaturas.
140

Morales XXXI,17.
141

A este propósito enseña Diadoco de Foticea: "El auténtico conocimiento consiste en


discernir sin error el bien del mal. Cuando esto se logra, entonces el camino de la justicia,
que conduce el alma hacia Dios, sol de justicia, introduce a aquella misma alma en la luz
infinita del conocimiento, de modo que, en adelante, va ya segura en pos de la Caridad"
Sobre la Perfección Espiritual c.6. (PG 65,1169). Véase también lo dicho antes en 2.9.
142

Nótense los rasgos de este cuadro que sugieren la tentación de pereza y explican que
a la acedia se la haya podido presentar, sobre todo en la espiritualidad monacal, también
con ese nombre.
143

Casiano dedica al tema el libro X de sus Institutiones Coenobiorum. Allí leemos esta
descripción: "Cuando esta enfermedad se ha apoderado de la pobre alma, engendra en ella
horror por el lugar, fastidio por la celda, desdén y desprecio por los hermanos que viven
con él o están lejos, considerándolos negligentes o poco espirituales. Ella lo torna perezoso
y cobarde para todo el trabajo que realiza en el interior de su celda; no le permite
permanecer en ella, ni aplicarse a la lectura. Se lamenta a menudo de no progresar nada en
el largo tiempo que habita allí y de no producir ningún fruto espiritual mientras que
permanezca unido a la comunidad. Se queja, suspira y se lamenta de encontrarse vacío de
todo provecho espiritual e inútil en el lugar en que reside, mientras que podría gobernar a
otros y hacer el bien a muchos, aquí a nadie ha edificado y ninguno ha aprovechado su
enseñanza y doctrina. Ensalza los monasterios distantes y alejados y los describe como si
fueran más apropiados al progreso y más favorables para la salvación" (Trad.: Ana Gabriela
Casalá OSB).
144

Tomado de M.A. Fiorito, S.J., Buscar y hallar la Voluntad de Dios, Ed. Diego de Torres,
Bs.As. 1988, T.I, p.237-238. de donde he trascrito libremente con aclaraciones.
145

Liber Sententiarum III, c.XIX, 856.


146

L.c. 866.
147

L.c. 868.
148

L.c. 872.
149

De Sum. Bon. II,37.


150

Morales XXXI,17.
151

Ver 4.1.
152

5.5.1. Un ejemplo de acedia.


153

Ejercicios Espirituales = EE 329.


154

San Ignacio trata de ellos en Ejercicios, en las Notas para sentir Escrúpulos (EE 345-
351).
155

EE 349.
156

EE 332.
157

EE 313-336.
158

EE 316.
159

"Llamo desolación todo lo contrario de la tercera regla: Así como oscuridad del alma,
turbación en ella, moción a cosas bajas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y
tentaciones moviendo a infidencia, sin esperanza, sin amor, hallándose toda perezosa, tibia,
triste, y como separada de su Criador y Señor. Porque así como la consolación es contraria
a la desolación, de la misma manera los pensamientos que salen de la consolación son
contrarios a los pensamientos que salen de la desolación." (4ª Regla, EE 317).
160

5ª Regla: "En tiempo de desolación nunca hacer mudanza, mas estar firme y
constante en los propósitos y determinación en que estaba el día antecedente a la tal
desolación, o en la determinación en que estaba en la antecedente consolación (...)" (EE
318).
6ª Regla: "Dado que en la desolación no debemos mudar los primeros propósitos, mucho
aprovecha mudarse contra la misma desolación, así como es en instar más en la oración,
meditación, en mucho examinar, y en alargarnos en algún modo conveniente de hacer
penitencia" (EE 319).
7ª Regla: "El que está en desolación considere cómo el Señor le ha dejado en prueba en
sus potencias naturales, para que resista a las varias agitaciones y tentaciones del
enemigo; pues puede con el auxilio divino, el cual siempre le queda(...)" (EE 320).
161

9ª Regla: "Tres causas principales hay por las que nos hallamos desolados: la primera
es por ser tibios, perezosos o negligentes en nuestros ejercicios espirituales, y así por
nuestras faltas se aleja la consolación espiritual de nosotros; la segunda por probarnos para
cuánto somos, y en cuánto nos alargamos en su servicio y alabanza, sin tanto estipendio de
consolaciones y crecidas gracias; la tercera para darnos verdadera noticia y conocimiento
que no es de nosotros traer o tener devoción crecida, amor intenso, lágrimas ni otra alguna
consolación espiritual, mas que todo es don y gracia de Dios nuestro Señor; y porque en
cosa ajena no pongamos nido, alzando nuestro entendimiento en alguna soberbia o gloria
vana, atribuyendo a nosotros la devoción o las otras partes de la espiritual consolación" (EE
322).
162

Es la primera regla de la segunda serie (EE 329) que hemos trascrito más arriba en
6.1. La segunda Regla de la primera serie coincide con ésta en señalar que "en las personas
que van de bien en mejor subiendo (...) propio es del mal espíritu morder, entristecer y
poner impedimentos inquietando con falsas razones (...)" (EE 315). Es el estilo de las
razones de Judas contra María en la Unción en Betania (ver 2.1.).
163

El ángel malo puede consolar al alma para traerla a su dañada intención y malicia (EE
331).
Es propio del ángel malo que se disfraza de ángel de luz (...) traer pensamientos buenos y
santos conforme a la tal alma justa, y después, poco a poco procura salirse trayendo al
alma a sus engaños encubiertos y perversas intenciones (EE 332).
164

EE 230-237. En esta contemplación con que termina el Mes de Ejercicios, San Ignacio
invita al Ejercitante a considerar los beneficios y gracias de creación y redención, mirar
cómo Dios habita y trabaja para él en las creaturas, considerar por fin cómo Dios es la
fuente de todos los bienes de los que él goza y es partícipe. Y dado que el amor ha de ser
comunicación recíproca de bienes entre los que se aman, San Ignacio invita al ejercitante a
darse todo a Dios: "Tomad Señor y recibid..."
165

Ver 5.1.
166

Ver 7.6.
167

Véase 1.1.; 1.2. y 5.2. Sobre este asunto véase el citado artículo de G. Bardy, Acedia
en Dict. de Spir. Asc. et Mystique T.I, cols 166-169.
168

Véase: Isidro Ma. Sans, La Envidia primigenia del Diablo según la Patrística Primitiva
(Estudios Onienses, Serie III Vol. VI) Ed. Fax, Madrid 1963.
169

Isidro Ma. Sans, O.c. pp. 135-137.


170

Cruzando el Umbral de la Esperanza, Barcelona l994, p. 221.


171

M. Eliade, Tratado de Historia de las Religiones, Trad. cast.: Cristiandad, Madrid l974,
T.I, pp. 41-42.
172

O.c. T.II, p.251-252.


173

Const. Dei Verbum 5, CIC 153; la última frase es del Concilio Arausicano II.
174

Y agregaba: "decir mal del malo, loanza es del bueno" Alfonso Martínez de Toledo,
Arcipreste de Talavera, Corbacho, Prólogo.
175

El Papa propone insistir en el trienio 1997-1999 en las Virtudes Teologales


correspondientes a las tres Divinas Personas. En el año l997, Año del Hijo, se insistirá en la
Fe; en el año 1998, año del Espíritu Santo, se insistirá en la Esperanza; y en el año 1999,
año del Padre, se insistirá en la Caridad. Juan Pablo II, Tertio Milennio Adveniente Nº 40-
51.
176

Ver 7.5.
177

Ver 5.1.
178

De Inst. Coenobit. L. 10.


179

Ver 5.3.
180

Comm. in 1 Regum 5,9; PL. 79, 364. Todos los autores espirituales coinciden en
insistir en la actividad del espíritu y la oración constantes. Santa Melania le preguntó a una
eremita llamada Alejandra: "¿Cómo puedes soportar la acedia que produce el aislamiento y
la soledad, puesto que no ves a nadie?" y la reclusa le respondió: "Desde que amanece
hasta la hora de nona, oro sin cesar mientras hilo el lino. El resto del tiempo, repaso en mi
espíritu la historia de los patriarcas, los profetas, los apóstoles y los mártires. Después de
comer mi pan, espero las horas que restan perseverando fielmente y pronta para aceptar el
fin con una esperanza gozosa" PALLADIO, Hist. Laus., 5,3.
181

Summa Theol. 2a. 2ae. Q.35, Art.1, ad 3m.


182

Summa Theol. lugar citado ad 4m.


183

Ver 6.2.
184
Es lo que Ignacio llama "agere contra" o hacer el "oppositum per diametrum" = lo
diametralmente opuesto (EE 325).
185

Ver 6.2. Esta forma de contemplación, puede convertirse en una forma de oración
durante la acción. San Ignacio la propone a los jesuitas, que han de ser contemplativos en
la acción. Pero esta forma de oración se adapta muy bien a las exigencias de la vida laical.
186

V. HONINGS, Art.: Acedia, en Dicc. de Espiritualidad ( Dir. Ermanno


Ancilli) T.I, Col. 26.
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