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El lunes que descubrimos

que Uruguay no es el
mejor país
5 de noviembre de 2019 | Escribe: Cecilia Sánchez en Posturas

El lunes fue un día triste. De derrota. De reminiscencia. Hace


tiempo veníamos escuchando de una denuncia acá, de una
situación violenta allá, de una propuesta de campaña regresiva,
leyendo declaraciones reaccionarias y compartiendo videos
viralizados. Pequeñas piezas de un puzle que el domingo, entre
bombas y festejos del Partido Nacional (PN), parecieron
ensamblarse. El domingo nos cayó la ficha. El lunes granizó. La
composición del Parlamento y el altísimo porcentaje de apoyo
que tuvo el proyecto de reforma constitucional impulsado por el
senador Jorge Larrañaga nos cayeron como esas piedras heladas
que tampoco esperábamos. Nos golpearon, nos duelen, y
descubrimos lo que, al parecer, siempre estuvo frente a nuestras
narices: el fascismo avanza también en Uruguay. La Suiza de
América es más latinoamericana de lo que se quiere reconocer.
Y Latinoamérica arde.

Unos días antes de las elecciones, circulaba un tuit: “Toda


América cayendo a pedazos y el uruguayo toma mate, fuma un
porro, mira Netflix, agita de lunes a lunes, come todo el día,
viaja, curte arte, mete playa y llora a gritos por un cambio. Qué
loco”. El domingo, escuchando el discurso triunfante de Guido
Manini Ríos, nos empezó a hacer un poco más de ruido la
ilusión de la excepcionalidad uruguaya. Después de las
elecciones, leímos otras cosas en esas mismas redes sociales:
“cómo me voy a reír de ustedes reclamando por sus derechos
laborales”; “cuando pierdas todos tus derechos te vas a dar
cuenta de que sos pobre y votaste a Luis Lacalle Pou”; “comían
una vez al día en el 2000, gana el FA, ahorran, acceden a una
vivienda, se compran un auto, ponen un negocio familiar y
votan a la derecha porque el Frente Amplio [FA] te cobra
muchos impuestos, dejame de joder”.

¿A quién se dirige ese discurso? ¿Quiénes son ellos? ¿Quiénes


somos nosotros? ¿Los que sí entendemos cómo operan los
enemigos del pueblo? ¿Los intelectuales de izquierda? ¿La
vanguardia? ¿Los progresistas? ¿Los que no somos pobres?
¿Los que no vamos a perder nuestros privilegios? Difícil pensar
que desde este lugar se pueda convencer a alguien de algo,
difícil que nos podamos aproximar a comprender cómo ganó
tanto terreno el enemigo, cómo caló tan hondo el avance
conservador y, fundamentalmente, cómo comenzar a construir
alternativas colectivas y proyectos de vida en común basados en
la justicia y la solidaridad.

El odio y el miedo se leen entre líneas. El lunes, la caricatura


del uruguayo cebando mate y eligiendo por internet a dónde se
va a ir de vacaciones este verano se sustituyó por el desprecio a
un esencializado pobre ignorante que vota a la derecha y no
comprende que gracias al FA hoy vive bien (circunstancia que,
aun si se la da por cierta sin más, parecería ajena a su propio
trabajo, las luchas colectivas y el ejercicio de sus derechos).
Aparecieron la bronca, el reproche y el odio explícito al tan
invocado pueblo uruguayo. ¿Cuándo nos convencimos de que el
arquetipo de uruguayo es el que compra marihuana en la
farmacia y tiene un cero kilómetro? ¿Cuándo empezó a
parecernos compatible con un proyecto de izquierda festejar las
fotografías de carros de supermercado y shoppings repletos que
circulan en internet, al grito de “dónde está la crisis”? Parece
quedar bien plasmada la crisis del horizonte transformador
cuando la gestión va quitando de escena a la pregunta por el
poder. Cuando la posibilidad de consumo es la medida de éxito
de un proyecto político. En algún momento, evidenciar que el
capitalismo no es sostenible se fue tornando cosa de “ultras”.
“La gestión se está asustando y la ideología corre, pero nunca
llega”, canta La Mojigata.

Y con esa soberbia también entramos en la lógica de la guerra y


le preguntamos a ese que “votó mal” qué va a hacer en
noviembre, de qué lado de la mecha se encuentra. Nada nos
diferencia esencialmente de los opresores, dice Paulo Ravecca.
También se puede oprimir –y odiar– en nombre del bien. A
nosotros, los buenos de la película, también nos atraviesa el
fascismo. El odio virtual que algunos progresistas exhibieron
con indignación es muy parecido al odio virtual –y material– de
la derecha. El sujeto cosificado, convertido en el “mal pobre”
que vive de los beneficios del Estado y no los valora, se
emparienta demasiado con el “pichi” que no labura y vive del
Ministerio de Desarrollo Social. El ignorante que no comprende
la relación entre el acceso a determinados bienes y servicios y el
gobierno de turno no tiene los elementos necesarios para el
ejercicio del sufragio. Intuyo que los argumentos en favor del
voto censitario no serían tan distintos.

El lunes estamos más tristes o enojados, pero todo sigue igual.


Y en una escuela, una vez más, una madre agrede a una maestra
en Montevideo. Importa ubicar lo acontecido en la trama social
y pensarlo como expresión de una relación tensa entre las
escuelas y las familias. En ocasiones, la escuela y los
educadores hallamos dificultades para anteponer una
perspectiva plural frente a las familias de nuestros estudiantes y
no logramos escapar a la lógica binaria que nos aglutina
en nosotros y ellos.
Estamos de acuerdo: al fascismo, ni un tantito así,
pero no podemos olvidarnos nunca de que
nuestras armas no son las del enemigo.
Poner la mirada en esta tensión desde los postulados de las
nuevas oleadas conservadoras en educación enciende una
alarma. Los malestares que socialmente circulan en torno a la
escuela y los docentes hacen eco en los discursos
antidemocráticos y con eje en el recorte de derechos. Las
propuestas del PN que han circulado en estos días dan sólida
cuenta de ello: la reformulación de la libertad de cátedra, o la
eliminación de la representación docente de la Administración
Nacional de Educación Pública, en el entendido de que la
educación es un “asunto ciudadano” y por tanto “debe ser
gobernada por los representantes de los ciudadanos”, son
ejemplos de ello. Si la familia es permanentemente
desacreditada en la educación de sus propios hijos, seguramente
preste el oído a quien enuncie que “el docente no es educador”
y exija el respeto al “derecho de los padres de dar a sus hijos la
educación moral que esté de acuerdo con sus propias
convicciones”, como enuncia Escola sem Partido.

La violencia física muestra el rostro más duro de este


desencuentro; está claro que esta expresión del conflicto es
inadmisible, pero como educadores tenemos que poder
proponer alternativas que discutan la demonización de esas
familias. Sólo podremos salir de este escenario proponiendo un
horizonte colectivo superador, una forma distinta de
vincularnos. La construcción y el fortalecimiento de sociedades
más democráticas supone la consolidación de espacios
democráticos que promuevan su práctica. La escuela podría ser
un espacio privilegiado para ello, dirá Redondo. El lunes urge
salir a ese encuentro y urge también la construcción de nuevos
modos de habitar la escuela.
Asumir una vida no fascista supone el ejercicio de no totalizar
la experiencia propia, la apertura al encuentro con un otro que
me mueve y me conmueve, que me tuerce. Renunciar al control
del otro, abrazar la incertidumbre de no saber qué va a emerger
de ese encuentro, no intentar aplastar las diferencias. Estamos
de acuerdo: al fascismo, ni un tantito así, pero no podemos
olvidarnos nunca de que nuestras armas no son las del enemigo.

Cecilia Sánchez es profesora de Filosofía e integrante del


Grupo de Estudios en Políticas y Prácticas Educativas
(Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación,
Universidad de la República).

Agradezco la lectura compartida y los comentarios de Pablo


Martinis, Gabriela Rodríguez y Cristian López del Grupo de
Estudios de Políticas y Prácticas Educativas (FHCE, UdelaR),
también los aportes de Mercedes Sánchez y Christian Quintero.

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