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El café Trilce

Paul Asto Valdez

Creo que si alguna vez alguien me preguntara ¿cuándo fue el momento más
significativo en mi vida?, respondería sin temor a equivocarme, que fueron los
dos años que pasé metido en el café Trilce. Por aquel entonces era un chiquillo
de 19 años que soñaba con irse a París para morirse de hambre y de amor al
mismo tiempo. Acababa de ingresar a la universidad para estudiar literatura,
pensando que la carrera me ayudaría a convertirme en el poeta que nunca llegué
a ser, por lo que golpearme con la dura realidad que significó estar estudiando
algo que era totalmente distinto a lo que imaginaba, me dejó un sinsabor extraño
y cierta angustia que sólo comparten los que son conscientes de estar
adentrándose en un laberinto.

Por lo que no fue extraño que comenzara a compartir dicha angustia con
otras personas que vieron en la literatura, la única manera de hacer llevadera la
realidad que nos tocó vivir. Fue así que decidimos formar un grupo llamado Quo
Vadis, que se formó más por afinidades literarias antes que por una amistad que
todavía no existía. Fue precisamente en ese contexto, quizás a la segunda o
tercera semana de haber iniciado la carrera, que buscando un lugar donde
tomarnos un café para charlar sobre literatura, que encontramos un pequeño
local llamado, café Trilce.

Describir lo que significó leer aquel pequeño letrero, sólo podría


compararse con los espejismos de los desiertos. Su sola presencia mezclada
entre chinganas de mala muerte, locales de papas bombas, prostitutas y
colectivos hacia el norte de la ciudad, sólo ayudaron a acrecentar el miedo de
nuestro primer encuentro. Sin embargo, entrar y encontrarse con una pequeña
librería de libros usados y con el señor Dolorier, cuya pequeña nieta llevaba el
mismo nombre de aquel café, fue suficiente para entender que habíamos
encontrado el lugar perfecto. Fue en aquel café donde tuve mi primera discusión
literaria, mi primer intercambio de libros, mi primer amor no civilizado, y sobre
todo, mi primera borrachera significativa causada por los vinos de tapita de
plástico, o como nos gustaba llamarlo tiernamente; los vinos a lo Martín Romaña.
Además, fue el mismo Dolorier quien al enterarse de que estudiábamos
literatura, no solo nos habilitó el pequeño mezzanine del café, prohibido para el
público en general, sino que nos presentó al poeta Claudio Saya y al pintor Aníbal
del Río. Convirtiendo aquel café en la extensión de nuestra formación literaria;
entre añoranzas, descubrimientos y lecciones aprendidas a través de la piel
ajena.

Cuando decidimos que había llegado el momento de publicar nuestra


primera plaqueta, fue el mismo Dolorier quien nos financió parte de la
publicación, con la sola consigna de que aquella, llevara el logo del café a
manera de publicidad contratada. Aunque no muy en el fondo sabíamos que se
trataba de una excusa, que aquella plaqueta fotocopiada, compagina y doblada
sobre las mesas de aquel pequeño local, eran sólo la extensión de un sueño
olvidado, quizás la remembranza de un espejismo que la vida se encargó de
disipar. De qué otra forma se podría explicar su obstinación de seguir
soportándonos todos los días, de financiar una publicidad que a todas luces no
daba resultado alguno, pero sobre todo de acompañar a un grupo de chiquillos
que estaban convencidos que lo único que realmente importaba en la vida, era
la literatura.

Sin embargo, los sueños agradables no duran para siempre. Y despertar


fue tan inesperado como el sueño mismo. Una tarde encontramos el café
cerrado. Con el paso de las semanas, los libros y aquellas mesas tan
emblemáticas, fueron transformadas en una chingana cualquiera. Nunca
pudimos despedirnos, supongo que las únicas despedidas que valen la pena,
son aquellas que no necesitan hacerlo. El tiempo pasó, y fue inevitable estar
despiertos. No hubo París, sí algo de hambre y quizás un poco de amor. Pero el
sueño no se diluyó del todo, el café Trilce se convirtió en un símbolo, un ideal,
en una emoción que bien podría llamarse, felicidad.

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