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Ar tu r o Vázquez B a r ró n
y M a r ia n o S á n c h e z Ven t u r a
Revisión de la traducción
J o s é L u is H errerón y J é r ó m e B a sch et
JÉRÓME BASCHET
La civilización feudal
EUROPA DEL AÑO MIL
A LA COLONIZACIÓN DE AMÉRICA
.1, Civilización medieval 2. H istoria — Edad Media I. Le Goff, Jacques, pról. II. Váquez Barrón,
Arturo, tr. III. Sánchez Ventura, Mariano, tr. IV. Herrerón, José Luis, rev. V. Baschet, Jéróme, rev. VI.
Ser. VIL t.
Distribución m u n d ia l
Folo de portada: Capitel de Saint-Lazare de Autun, prim er cuarto del siglo xn.
C o m c n l a r i o s : e d i t o r i c ü (2 ' í ' o n d o d c c u l t u r a e c r r n n m i c a . c o m
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S eg u n d a pa r te
La E dad M edia tiene m ala reputación. M ucho m ás tal vez que cualquier
otro periodo histórico: mil años de historia de la E u ro p a occidental, entre
los siglos v y xv, entregados a ideas preconcebidas y a un desprecio im posi
ble de desarraigar, cuya función es quizá p erm itir a las épocas posteriores
forjar la convicción de su propia m odernidad y de su capacidad para encar
nar los valores de la civilización. La obstinación de los historiadores en cri
ticar con vigor los lugares com unes no cam bia en nada las cosas, o lo hace
muy poco. La opinión com ún sigue asociando a la E dad M edia con ideas de
barbarie, de oscurantism o y de intolerancia, de regresión económica y de des
organización política. Los usos periodísticos y m ediáticos confirm an este
movimiento, echando m ano de m anera regular de los epítetos “m edievales''
—incluso “m edievalescos”— cuando se tra ta de calificar una crisis política,
una decadencia de valores o un regreso del integrism o religioso (La Jom ada
de la Ciencia del 13 de septiem bre de 1999 evoca así "el m ilenio del oscu
ran tism o”, de los siglos v al xv).
La c o n s t r u c c ió n d e l a id e a d e E dad M e d ia
En resum en, existe lo que Luis W eckm ann llam ó una "herencia m edieval
de México”. Sin em bargo, esta expresión y el libro al que esta expresión da
título requieren ciertas observaciones críticas. Como siem pre en la historia,
la noción de herencia —al igual que la de influencia— no deja de tener sus
riesgos, ya que sugiere la restitución pasiva de elem entos anteriores e incita
al historiador a sucum bir ante esta "obsesión de los orígenes” criticada por
Marc Bloch. En el caso de Luis W eckmann, tam bién conduce a aislar los
aspectos que, en la sociedad m edieval y en la sociedad colonial, son idénti
cos o similares, con el objeto de elaborar una lista de ellos como si fuera un
catálogo (un inventario post mortem podría decirse, ya que se está hablando
de herencia). Pero desde el punto de vista del análisis histórico, sem ejante
procedim iento sigue siendo im presionista y prohíbe toda com prensión pro
funda tanto del m undo m edieval y del México colonial como de la dinám i
ca histórica que los vincula. Queda m uy alejada de una verdadera em presa
com parativa, que debe preocuparse tan to de las diferencias como de los
parecidos, y no deja de estar desprovista de toda pertinencia si no se funda
m enta prim ero en un acercam iento global a la lógica de conjunto de las so
ciedades com paradas. P o r otra parte, W eckm ann sigue estando atrapado
en u na concepción tradicional de la oposición entre Edad Media y Tiempos
M odernos. Por eso, p a ra fu n d am en tar la hipótesis —por lo dem ás justifi
cada— de la im p o rtan cia del com ponente m edieval en la form ación del
México colonial, debe re c u rrir al argum ento del retraso español. A princi
pios del siglo xvi, se supone que el R enacim iento florecía en toda E uropa,
pero que E spaña seguía siendo medieval. Es una curiosa paradoja pensar
que los reinos que se lanzan a la am biciosa aventura propuesta por Colón y
luego a la colonización de la m ayor parte del continente am ericano fueran
justam ente los m ás retrógrados del continente europeo. Pero la argum enta
ción resulta tan inútil como poco creíble: los reinos españoles tenían entonces
una notable solidez y estaban en pleno auge, y su atraso era tan poco que
Fernando de Aragón s im ó de modelo a El Príncipe de Maquiavelo.
Viendo estos señalam ientos, quizá lo m ás sensato sería ren u n ciar a la
sacrosanta ru p tu ra entre E dad M edia y R enacim iento. Se trata aquí de un
problem a general, que rebasa am pliam ente el libro de W eckmann e invade
la bibliografía sobre el siglo xvi colonial. A lo largo de m uchas obras uno se
pregunta si tal o cual personaje es medieval o m oderno: Colón, ¿medieval o
m oderno?; Cortés, ¿noble feudal o hum anista?; B artolom é de Las Casas,
¿precursor de la m odernidad de los derechos hum anos o heredero atrasado
de la esco lástica to m ista ? A penas m enos artificiales re su lta n las te n ta ti
vas de sep a rar las dos facetas de una m ism a personalidad, u n a m o derna y
la otra medieval. Así, Colón podrá ser juzgado com o m oderno p o r su au d a
cia de aventurero, pero m edieval p o r su m isticism o. Como si u n a no estu
viese íntim am en te ligada a la otra, y com o si el m isticism o católico, con
Teresa de Ávila y m uchos otros, no alcanzara p u ntos culm inantes durante
la época llam ada m o d e rn a ... Todas estas interrogantes e hipótesis se basan
en u na visión convencional (y b astante peyorativa) de la E dad M edia, y su
ponen que existe u n a ru p tu ra tan radical entre E dad M edia v R enacim iento
que constituyen dos categorías exclusivas y que, incluso si se ren u n cia a
u n a fecha frontera única, sigue siendo posible clasificar a cada ser o a cada
hecho de acuerdo con esta alternativa. Pero si se adm ite que esta visión
debe criticarse, se llega a la idea de que la m ayor p a rte de las lectu ras de
la co n qu ista descansa sobre u n a visión d ram áticam ente deform ada de la
E dad M edia y sobre u n a idea insostenible de la ru p tu ra entre ésta y los
Tiempos M odernos. Al m enos puede sugerirse que resulta dudoso acceder a
u n a lectu ra satisfacto ria de la C onquista en ta n to no se haya un o librado
de la visión convencional del m ilenio m edieval com o co n trap u n to de la
m odernidad.
C ualesquiera que fueren las reservas que suscitan el procedim iento de
W eckm ann y su noción de “herencia medieval”, es posible reto m ar un a par
te de su tesis. Con la C onquista, lo que se establece de este lado del Atlán
tico es el m u n d o m edieval, de m an era que no es m u y exagerado afirm ar
que la E d ad M edia constituye la m itad de las raíces de la historia de Méxi
co. Como se ha dicho, no se tra ta exactam ente de reg istrar u n a herencia
recibida, cuyos elem entos podrían en um erarse en u n a lista interm inable.
Una visión histórica más global debería reconocer el peso de una dominación
colonial surgida de la dinám ica occidental, que im plicaba la transferencia y
la rep ro d u cció n de instituciones y de m entalidades europeas, aunque sin
ig n o rar que u n a realid ad original, irreductible a u n a sim ple repetición,
tom a form a en las colonias del Nuevo M undo. Entonces, se tra ta ría —aun
que sem ejante objetivo rebasa las posibilidades de este libro— de articular
de m an era global sociedad m edieval y sociedad colonial, y de cap tar la di
nám ica histórica que las vincula en un proceso en el que se m ezclan rep ro
ducción y ad aptación, dependencia y especificidades, dom inación y crea
ción. E n este sentido no resulta inútil, p o r poco que se quiera com prender
la form ación histórica del país que hoy es México, ten er alguna idea de lo
que ha sido la civilización occidental, y no sólo la España medieval, como pol
lo general se piensa, puesto que incluso si cada reino o cada región europea
p resentaba im p o rtan tes particu larid ad es, la cristiandad medieval consti
tuía una entidad unitaria y bastan te hom ogénea, que sólo puede entenderse
si se considera en su conjunto. A plicar a la E dad M edia el m arco de una
historia nacional, heredada del siglo xix, equivale a privarse de com prender
su lógica profunda. Es cierto que la historia de México presenta vínculos par
ticularm ente estrechos con la de España; pero, a través de ésta, es en la di
nám ica de conjunto de la cristian d ad m edieval donde hunde la parte m ás
desconocida y m enos aceptada de sus raíces.
Entonces, estu d iar la E dad M edia europea es volver la m irada hacia la
civilización que se encuentra en el origen de la conquista de América. Ésta no
es resultado de u n a sociedad que de pronto haya roto con el estancam iento
m edieval y que haya quedado rep entinam ente Humiliada con la claridad
del Renacim iento. Si bien E uro p a se lanza a esta aventura que no es sino la
prim era etapa de u n proceso que, en form as variadas, conduce al dom inio
occidental del planeta entero, esto no es por el efecto de la varita m ágica de
u n R enacim iento autoproclam ado. Aquí defenderem os la idea de que la
Conquista y la colonización no se deben a una sociedad europea liberada
del oscurantism o y del inm ovilism o medievales y ya entrada en la m oderni
dad. Más bien son resultado de una dinám ica de crecimiento y expansión, de
u na lenta acum ulación de progresos técnicos e intelectuales, propios de los
siglos medievales, y cuyo m om ento m ás intenso tom a form a alrededor del
año mil. También a esto puede ayudar la historia de la E dad Media: a com
p render cómo E uropa encontró la fuerza y la energía para com prom eterse
en la conquista del nuevo continente, y luego del m undo entero, a tal punto
que Occidente constituye au n hoy, m ediante su apéndice estadunidense, la
potencia que dom ina a la hum anidad. Por esa razón el presente libro tendrá
como eje principal el análisis de esta dinám ica de expansión y de dom ina
ción que se afirm a poco a poco en la E uropa medieval y que finalm ente lle
va a esta últim a h asta las tierras am ericanas. Así, pretendem os ayudar, m e
diante u n largo rodeo de m il años de u n a historia en apariencia lejana, a
com prender el im pacto violento entre la Antigüedad indígena y el Occidente
medieval, que es u n a p arte determ inante de la historia de México.
Es inevitable m en cio n ar los cortes habituales del m ilenio m edieval. La fe
cha de 476 m arca tradicionalm ente el inicio: entonces ya no hay em perador
en Rom a; O doacro se proclam a rey, antes de que lo elim ine el ostrogodo
Teodorico. Quizás esta fecha no tuvo, en la época mism a, la repercusión que
se le otorga después, tan to m ás cuanto que O doacro restituye entonces las
insignias im periales en C onstantinopla, lo que garantiza la continuidad del
Im perio rom ano, cuya dignidad se concentra en lo sucesivo únicam ente en
el soberano bizantino. Además, la decadencia del Im perio de O ccidente era
algo que ya desde hacía m ucho tiem po se daba po r sentado, igual que la ins
talación progresiva de los pueblos germ ánicos sobre sus territorios, inclusi
ve hasta R om a, a m enudo descuidada en beneficio de otras capitales, y ya
brevem ente ocupada en 410 p o r el visigodo Alarico y sus tropas. A pesar de
todo, 476 es u n pun to de referencia práctico que m arca, al térm ino de una
larga historia, el final de u na capital y la desaparición del Im perio rom ano
de Occidente. Pero tratán d o se del final de la E dad Media, el recurso a una
fecha lím ite es m enos unánim e. Algunos consideran 1453, cuando el Im pe
rio rom ano de O riente, después de h ab er sobrevivido u n m ilenio a su con
trap arte occidental, ve caer a C onstantinopla y los escasos territo rio s que
todavía controlaba en m anos de los turcos otomanos. Pero la fecha a la que se
dará m ás im p o rtan cia aquí es 1a. de 1492, ya que reviste u n a im portancia
m ucho mayor, tanto para la historia de la E uropa occidental (a cuya unidad
y "pureza" la to m a de G ranada y ía expulsión de los judíos de los reinos his
pánicos d an el últim o toque) como para la historia del continente am erica
no y del m undo entero.
A decir verdad, las fechas consideradas carecen de im portancia, ya que
toda periodización es xana convención artificial, en parte arbitraria, y resul
ta engañosa si se le otorgan m ás virtudes de las que puede ofrecer. Conside
rarem os ta n sólo que la idea tradicional de E dad M edia se refiere al milenio
de la h isto ria europea que abarca de los siglos v al xv. Ahora bien, sería di
fícil, y poco conform e a la experiencia del sab er histórico, p en sar que mil
años de historia p u edan constituir una época hom ogénea. H ablar de la Edad
M edia es entonces u n procedim iento red u cto r y peligroso, si con esta ex
presión se hace creer que se tra ta de u n a época igual a sí m ism a desde que
em pieza h a sta que term in a, y p o r lo m ism o, que es inmóvil. Justam ente,
este libro q u isiera dedicarse a establecer lo co ntrario, es decir, la idea de
u na intensa dinám ica de transform ación social. Desde esta óptica, no resulta
inútil recurrir a una periodización interna de la E dad Media, a pesar de to
das las advertencias y precauciones necesarias para este procedim iento, que
habría que repetir una vez más. La periodización interna de la E dad Media
es m ás delicada que la precedente, puesto que los usos varían de m anera
im portante según los países occidentales y pueden desem bocar fácilm ente
en confusiones y equivocaciones terminológicas. Para no em brollar en forma
inútil al lector, se evocarán tan sólo dos opciones. Algunos (en particular en
Italia y España) distinguen una "alta Edad M edia”, que abarca de los siglos
v al x, y luego una "baja Edad Media”, de los siglos XI al XV. Esta división tiene
la aparente ventaja de la sim etría: dos m itades iguales, separadas por la fe
cha fetiche del año mil. Preferiremos, sin embargo, echar m ano aquí de una
división trip artita con una alta Edad Media (siglos v a x), seguida de la Edad
M edia central, época de apogeo y de dinam ism o m áxim o (siglos xi a xm),
m ientras que los siglos xiv a xv, m ás sombríos-; m arcados p o r la Peste Ne
gra, las crisis y las dudas, pueden calificarse de baja E dad M edia (se tendrá
cuidado de evitar la confusión con la tradición inglesa y alem ana, que nom
b ra alta E dad Media, p or referencia a la elevación de sus m éritos y no a su
alejam iento tem poral, lo que aquí llam am os Edad M edia central). Se trata
pues de tres épocas en extremo distintas unas de otras, y la com paración de
algunas im ágenes em blem áticas —dos para cada subperiodo— perm itirá
tal vez que se dejen sentir las profundas transform aciones y las contradic
ciones de un m ilenio que no tiene nada de estático y que en ningún caso
sería posible resum ir en un a sola palabra (fotos 1 a 6 ).
Las dos periodizaciones evocadas tienen en com ún la im portancia que
dan al año mil corno lím ite entre la baja Edad M edia y los siglos siguientes.
Este m om ento reviste en efecto una im portancia considerable, pues m arca
un punto de transición, un cam bio de tendencia. Se pasa entonces de una
época contrastada —que acum ula prim ero crisis y retrocesos, y cuyos logros
lentam ente acum ulados culm inan en un auge todavía poco visible— a un
periodo de franca expansión, de crecim iento rápido y de dinam ism o crea
dor. R esulta evidente que el año mil no podría constituir por sí solo el m o
m ento preciso de este cambio de tendencia. Un fenóm eno de tal envergadu
ra no puede sino inscribirse en la duración. De hecho, se fue preparando
lentam ente, m ediante las bases institucionales creadas en el m om ento del
episodio carolingio y m ediante la sorda acum ulación de fuerzas a lo largo
de ese siglo x, cuya reputación es ta n execrable que durante m ucho tie m p o '
se le dio el apodo del “siglo de hierro". Además, el cambio de tendencia no se
m aterializa, en el conjunto de Occidente, sino poco a poco, y en m uchos
aspectos m ucho después del año mil. Así, no podría darse u n a fecha precisa
para esta transform ación, y el recurso al año mil como sím bolo de tal fenó
meno, no vale sino lo que valen todas las periodizaciones. P or eso, cuando
cedam os an te esta facilidad del lenguaje, se d eberá en ten d er que estam os
evocando u n proceso que ocurre en el curso de los siglos x y XI.
Sea cual fuere la m an era en que se defina el um bral que las separa, lo
im portante es esta inversión de tendencia, que da sentido a la oposición de
la baja Edad Media y de la Edad Media central. La confrontación de dos m a
pas, propuesta después po r Roberto S. López, perm ite hacerse una idea del
contraste entre las dos épocas (véase los m apas 1 y 2). La prim era, que evoca
los siglos rv a x, m uestra u na Europa en la que se irrum pe, una E uropa en
tregada a las m igraciones de num erosos pueblos venidos del exterior, ger
m ánicos y árabes en particular. M ientras que las flechas ap u n tan entonces
hacia el corazón de la E uropa occidental, éstas se invierten en el segundo
mapa, relativo a los siglos XI a xiv. La E uropa occidental se vuelve entonces
conquistadora; en lu gar de ceder terreno, avanza, desde el triple p u n to de
vista m ilitar (cruzadas, Reconquista), comercial (establecimiento de colonias
en el M editerráneo oriental y el M ar Negro, e intercam bios con O riente) y
religioso (auge de las órdenes religiosas, cristianización de la E uropa central
y del área báltica). De u n m apa al otro, el m ovim iento se invierte; de centrí
peto, p asa a ser centrífugo, y la expansión sucede a la contracción.
Si bien resu lta útil reco rdar las periodizaciones convencionales, aquí
querem os referim os a un a propuesta que rom pe con los m arcos habituales
y perm ite reb a sa r el corte entre E dad M edia y R enacim iento. Preocupado
po r llevar a este últim o a sus justas proporciones ("un acontecim iento b ri
llante au n q u e superficial”) y atento a las perm an encias de larga duración
en las que no tiene efecto, Jacques Le Goff propuso la hipótesis de u n a larga
E dad M edia, de los siglos iv al xvm, es decir, “entre el final del Im perio ro
m ano y la Revolución in d u strial”. C iertam ente, esta larga E dad M edia no
es inm óvil, o no lo es m ás que el m ilenio m edieval tradicional, y sería ab
surdo negar las especificidades de su últim a fase, com únm ente llam ada
Tiempos M odernos (efectos de la unificación del m undo y de la difusión de
la im p ren ta, ru p tu ra de la Reform a, fundación de las ciencias m odernas
con Galileo, D escartes y Newton, Revolución inglesa y E stado absolutista,
afirm ación de las Luces, etc.). Estas novedades son considerables, pero des
pués de todo tal vez no lo son m ás que la duplicación de la población y de la
producción que se opera entre los siglos XI y XIII, y que constituye u n creci-
F o t o 1.San Marcos y los sím bolos de, los cuatro evangelistas en ira libro de evangelios de origen
irlandés,, ilustrado entre 750-760 (Saint-Ga.ll, Biblioteca del monasterio, Cod. 51, p. 78).
Los m anuscritos de Irlanda y el norte de Inglaterra de los siglos vu y vm suelen considerarse una
expresión de] “arte b árbaro” de la Alta E dad Media. Es cierto que en este caso nos encontram os
muy alejados de las convcncioncs antiguas y que los motivos decorativos de los márgenes laterales
(entrelazados, espirales, peitas...) se inscriben en una tradición celta, anterior a la cristianización
y profusam ente ilustrada con motivos provenientes de la orfebrería (como ios de la joyería y las
hebillas). De hecho, estamos frente a u n a búsqueda estética deliberada que aspira a lograr ia máxi
ma geometría y la máxima ornam entación de la figura hum ana —y tam bién de la figura anim al, ya
que en las esquinas de la página encontram os los sím bolos de los evangelistas—. Ú nicam ente los
pies, las m anos y la cabeza evocan la corporeidad de san Marcos, cuya figura, muy sim ilar a la de
un Cristo, se construye casi enteram ente con la rigurosa geom etría de los toscos pliegues de su
vestimenta. Predom inan 3os rasgos curvos (incluso un círculo que delinea el m anto frente a las
piernas del santo), de m anera que la form a rectangular del libro, expuesto frontalm ente, resalta
aún más por el contraste. La curvatura de los ojos y las cejas, trazad as casi con com pás, parecen
concentrar toda la fuerza del personaje, m ientras que la sinuosa barb a, que hace eco de los en
trelazad o s de los m árgenes, parece su g e rirla p rofusión de la P alab ra divina. El conjunto del
trab ajo estético confiere un carácter sacro a la figura central, que es la deposiiaria del m ensaje
divino. Por o tra parte, las com posiciones.laterales que se in tercalan entre las figuras de los
evangelistas dan la clave, en su disposición o rn am en tal y m usical, p a ra la in terp retació n de
toda la estructura de la página: el uno en el centro y luego el cuatro, núm ero m ediante el cual el
uno refracta p o r todo el m undo.
San Juan Evangelista en un manuscrito carolingio de principios del siglo ix (denom inados
F o t o 2.
E ste m a n u sc rito de los E vangelios, p ro d u cto de la co rte de C arlom agn o en A quisgrán, es ca
racterístico de las asp iracio n es estéticas del ren acim ien to carolingio. S obre la p á g in a teñ id a
de pú rp u ra (color im perial), el evangelista aparece com o un erudito antiguo vestido a la rom ana,
que sostien e en u n a m ano el Evangelio y en la o tra el cálam o. A p e s a r del d e te rio ro del p ig
m ento blanco, a ú n se p u ed en a p re c ia r los pliegues elegantes y ligeros de su to g a que conver
gen ágilm en te h a c ia las S ag rad as E scritu ras. La cabeza, a la vez se ren a y rica en som bras,
d estaca gracias a la am plia aureola que la circunda. El d ecorado arq u itectó n ico y n a tu ra l del
fondo evoca las p in tu ra s de la A ntigüedad. La reap ro p ia ció n de las fo rm as clásicas tiene, sin
lu g ar a du d as, u n cará c te r político: an u n cia la “ren ov ación del Im p erio ” y hace de A quisgrán
u n a nueva R om a que asp ira a resu citar el espléndido poderío de an tañ o.
F o t o 3. El evangelista M arcos en la caicdral de Saniiagu de C om postela (1J88; obra del m aestro
Mateo, pórtico de la Gloria).
El pórtico de la G loria, firm ado p o r el m aestro M ateo, es u n a de las obras m aestras de la escul
tu ra rom ánica. E ste pórtico ofrece u n a visión gran d io sa del Juicio F inal a los peregrinos que
h an conseguido llegar al térm ino de su viaje. E n esta figura de sa n M arcos sorprende la precoz
recu p eración de los cánones de la estatu aria g recorrom ana. Las pro p o rcio n es de los cuerpos,
la circiilaridad de los rostros y la delicadeza de los trazos, así com o la flexible regularidad de la
cabellera y el efecto que produce la coloración de las pupilas (las esculturas rom ánicas y góti
cas eran polícrom as) dan testim o n io de un "clasicism o red esc u b ie rto ”. S ería m ás exacto afir
m a r —incluso si el león alado, sím bolo de M arcos, se aleja en estilo de lo arrib a descrito— que
se tra ta de un intenso esfuerzo p o r expresar la verdad en carn ad a del m ensaje divino.
F o to 4. La Asunción ele la Virgen en un salterio clel norte de Inglaterra (hacia 1170-1175, salterio
de York; Glasgow, University Librtny, H unler U.3.2., f.l9 v ).
D espués de las serenas escu ltu ras yacentes de los siglos xii-xm que p arecen esp era r la re su
rrección bajo los trazo s eternizado s de su ideal de vida te rre stre (caballeros con arm ad u ra
em puñ ando la espada, reyes y rein as con vestim entas solem nes), la escu ltu ra funeraria de fi
nales del M edievo som ete a los cu erp o s sin vida a los efectos devastadores de] tiem po. E n el
siglo xv el aterido —com o el del cardenal La G range en Avignon— m u estra el cadáver descar
nado, incluso en descom posición, p ara su s c ita rla m editación de los vivos. En esta estatua ya
cente, un poco anterior, el señor d ifu n to conserva a ú n su p o stu ra de descanso y su cabellera
p erm anece p ein ad a co m o en e) día de sus exequias. Su piel desnuda está aún intacta; sin em
bargo, ya com ienza a ser presa de los gusanos y los sapos que, de m an era m uy sugerem e, im pi
den el recuerdo de su rostro. P or otro lado, es difícil no p en sar en aquellas im ágenes de los cas
tigos infernales que re p re se n ta b a n a estas m ism as b estias m ord ien d o lu ju rio sam en te a los
condenados en los genitales o en los senos. Si bien es cierto que el arte m acabro corresponde a
una época m arcada por la peste y por la angustia exacerbada p o r la m uerte, tam bién es un efec
to del discurso m oral, cada vez m ás enfático, de los clérigos que buscan vincular al p en sa
m iento de la m uerte Ja obsesión del pecado, la búsqueda de la salvación personal y la hom oge-
neización de los com po rtam ientos sociales.
F o to 6. E l m a trm w H in A m nlfiii, pin tado p o r Jan van E yck en Brujas, en 1434
(Londres, N ational Gállery).
La p in tu ra rep re sen ta a Giovanni Amoifini, un m ercad er orig in ario de la ciu d ad de L ucca y estable
cido en B rujas (en aquel m om ento la m ás im p o rtan te ciudad de Flan des), ju n to a su esposa Giovanna
Cenam i en sus aposentos. La habitación es elegante p ero sin lujo superfluo (al igua] que las vestim en
tas rem atad as con u n sencillo ornato). E n la p in tu ra flam enca de la época, la sem ejanza de los trazos
individuales y el tra ta m ien to m in u c io so del detalle en lo s objetos se co m b in a con u n sim bolism o
oculto, im p reg n ado de valores cristianos. El m arco del espejo está ad o rn a d o p o r diez escenas, a p e
nas visibles, de la p a s ió n de Cristo. El p e rro es sím bolo de la fidelidad conyugal y la ún ica vela en cen
dida es sin lu g ar a d u d as el cirio del m atrim o n io que la esposa so lía llevar h asta el lecho y que, u n a
vez co nsu m ada la u n ió n, d eb ía ser extinguida. Según la ya clásica in terp retació n de E rw in Panofsky
el cuadro conm em ora el m atrim onio de la pareja Amoifini, equivale incluso a u n a su e n e de certificado
o acta de m atrim o n io , debido a la presencia del pintor, que hace las veces de testigo, cuya casi im per
ceptible silueta se entrevé en eí espejo y cuya nítid a firm a fungiría a la vez de validación de este certi
ficado (“Jo han nes de E yck fuit hic” [Jan van E yck estuvo aquí]). Sin em bargo, h a sido m otivo de deba
te el hecho de que el p in to r no representa el en trelazam iento d e am b a s m an o s derechas de los esposos
com o lo prescribía la costum bre m atrim onial y que la iconografía generalm ente respeta. N um erosos tra
bajos po steriores ponen en tela de ju icio la lectura de Panofsky, a tal grado que ah o ra se du da incluso
de la id e n tid a d de los A m oifini. El cu ad ro , que está elab o rad o en con so n an cia con las m ás estrictas
reglas de la perspectiva, p arece hacer eco de los ex perim en tos de B run elleschi, u n poco anteriores,
puesto que el p u n to de fuga se en cu en tra precisam ente en el centro deí espejo, ju sto donde aparece el
pintor, y coincide, así, con el p u n to de vista que correponde el espectad or del cuadro.
M a pa !, La Europa asediada: los m ovim ientos de población del siglo ¡va l x.
Las cruzadas
La colonización germánica
,5fr La Reconqu
La organización del presente libro está determ inada por las cuestiones que
acabo de presentar. Si bien resulta indispensable disponer, para abordarlas,
de inform ación suficiente sobre la E uropa medieval, no podría pretenderse
p roponer aquí u n a síntesis com pleta de los conocim ientos actuales, y cier
tos aspectos tuvieron que om itirse o m inim izarse. E ra inevitable hacer una
selección, y hab ría sido desm esurado estud iar en su totalidad la larga Edad
M edia de 1a que acabo de hablar. E n las páginas siguientes, no sólo retom o
los lím ites tradicionales de este periodo, sino que puse un fuerte acento en la
E dad M edia central, por considerar que se tra ta b a del m om ento decisivo de
afirm ación del auge occidental y porque, a p esar de unos vínculos m ás in
m ediatos con la baja Edad Media, la preocupación p o r las fuerzas fundam en
tales de la dinám ica occidental y p or sus consecuencias coloniales invitaba
a concentrar la atención en este m om ento.
La obra se divide en dos partes, entre las cuales existe una fuerte duali
dad. La prim era, quizá m ás convencional, se esfuerza por dar acceso a un
conocim iento elem ental de la Edad M edia y p o r sin tetizar las inform acio
nes relativas al establecim iento y la dinám ica de la sociedad medieval. E n
tre un prim er capítulo consagrado a la alta E dad M edia y uno últim o que se
esfuerza por establecer la confluencia entre la E uropa m edieval y la Améri
ca colonial, sus dos p alabras clave son feudalism o e Iglesia. E sta prim era
parte no oculta sus orientaciones historiográficas: la preocupación de la or
ganización social (que incluye en prim er lugar a la Iglesia) eclipsa el segui
m iento cronológico de los conflictos entre los poderes; los m arcos “nacio
nales” apenas se m encionan y la historia de la form ación de las entidades
políticas, m onárquicas o de otra índole, sólo se evoca de m anera m uy su
cinta. La segunda p arte se esfuerza p o r em prender u n a com prensión más
profunda de los engranajes de la sociedad feudal: tal vez exige m ás de parte
del lector. Es posible que se vea en ella la huella de la h isto ria llam ada de
las m entalidades; pero m ás bien quisiera su b ray ar que se tra ta de aproxi
m ar las estructuras fundam entales de la sociedad medieval, m ediante una
serie de temas transversales: el tiempo, el espacio, el sistem a moral, la perso
na hum ana, el parentesco, la im agen. La apuesta es com prender cóm o es
tán organizados y pensados el universo y la sociedad, evitando las distincio
nes que nos son habituales (econom ía/sociedad/política/relígión) y haciendo
un esfuerzo por ligar, ta n estrecham ente como sea posible, la organización
m aterial de la vida de los hom bres y las representaciones ideales 1 que le
dan coherencia y vitalidad .2
. FORMACIÓN Y AUGE
DE LA CRISTIANDAD FEUDAL
I. G ÉN ESIS DE LA SOCIEDAD CRISTIANA
La alta Edad Media
central, resu lta im posible ig norar los procesos fundam entales de desorga
nización y de reorganización que caracterizan al m edio m ilenio an terio r y
que resultan, p o r esta razón, indispensables p ara la com prensión de la di
námica medieval.
I n s t a l a c ió n d e nuevos pu eblo s
Y FRAGMENTACIÓN DE OCCIDENTE
¿Invasiones bárbaras?
La fusión romano-germánica
La desaparición de la esclavitud
Sí bien el Im perio deja de ser enem igo del cristianism o, a tal grado que
ciertos clérigos se p reg un tan si la destrucción de Rom a no anuncia el fin
del m undo, la am enaza proviene en lo sucesivo de los pueblos germánicos,
en su m ayor parte todavía paganos. Ciertam ente, los visigodos, ostrogodos
v vándalos ya están convertidos cuando penetran en el Imperio; pero opta
ron p o r la doctrin a arria n a y no por la ortodoxia católica que C onstantino
había hecho ado ptar po r el concilio de Nicea en 325 (véase el capítulo IX, en
la segunda parte). Se encuentran, pues, en una situación incóm oda ante las
poblaciones católicas de los territorios donde se instalan, y sobre todo con
el clero local, que considera al arrianism o como una herejía. Desde este
punto de vista, los francos, todavía paganos a finales del siglo v, hacen una
elección política más pertinente: su rey, Clodoveo, que percibe bien la fuerza
adquirida p o r los obispos de su reino, decide convertirse al cristianism o
(católico) y hace que Remi, el obispo de Reims, lo bautice, en com pañía de
3000 solados de su ejército, en un a fecha que las fuentes no perm iten esta
blecer con c e rte z a (¿496, 499?). E ste episodio h a rá de Remi uno de los
grandes santos de la m onarquía franca y de Reims la catedral obligada para
la coronación de sus reyes. Por lo pronto, la elección de Clodoveo le perm i
te estar en concordancia con las poblaciones y el clero de su reino, y obtener
así el apoyo de los obispos en sus em presas m ilitares co ntra los visigodos
arríanos. El reino visigótico de España se sum ará por lo dem ás tardíam ente
a esta juiciosa unificación religiosa, m ediante la conversión al catolicism o
del rey Recaredo en 587.
En el n o rte de E uropa, el paganism o p erd u ra p o r m ucho m ás tiem po.
Se conoce, en el siglo v, la m isión pionera de Patricio, prim er evangelizado!'
de Irlan d a (y fu tu ro santo p a tró n de ésta). Pero sí bien el cristianism o se
asienta entonces en el m undo celta, hay que esperar el final del siglo vi para
que se vuelva la fe exclusiva de los clanes aristo cráticos de la isla. Incluso
entonces, el pasado precristiano persiste con u n a fuerza inconcebible en el
continente, lo que da lug ar a u n a síntesis original entre u n a cultu ra ro m a
no-cristiana im p o rtad a y la cultu ra local de u n m undo celta que n u n ca se
había rom anizado (de lo que dan testim onio las cruces de piedra en las que
se m ezclan sím bolos cristianos e im aginario celta, o tam bién los extraordi
narios m an u scrito s irlandeses de los siglos vil y viii; véase la foto 1). La
conversión al cristianism o es todavía más lenta en los reinos anglosajones,
que siguen siendo paganos cuando Gregorio el Grande envía, desde Rom a,
una p rim era m isión en 597. Ésta, dirigida p o r el m onje Agustín, logra b au
tizar al rey de Kent, E telberto, así com o a unos 10000 anglos. El soberano
considera que la situ ació n le resulta provechosa, y su conversión, que se
opera bajo la égida de Roma, le perm ite asim ilar su gesto al de Constantino.
Pero la m isión de Agustín enfrenta una gran desconfianza y avanza con difi
cultad. Edwin, rey de N orth u m bria, no se convierte sino hasta 628, no sin
tener cuidado de darle al acontecim iento un sentido conform e a los valores
guerreros tradicio n ales de su pueblo (por lo dem ás, a su m uerte, cuatro
años después, el cristianism o se derru m b a en su reino). De hecho, hay que
esperar la Historia eclesiástica de los anglos, en 731, en la cual Beda el Vene
rable, u n a de las figuras m ás em inentes de la cultura altomedieval, relata las
peripecias de los reinos anglosajones y de su len ta conversión, p a ra poder
considerar que ha term inado esta fase agitada y que Inglaterra es una tierra
cristiana.
En d n o rte del continente, la progresión del cristianism o es aún más
tardía. Desde Utrecht y sobre todo desde su m onasterio de Echternach, Wili-
b rordo em prende, a finales del siglo vil, la conversión de los frisones, ins
talados en el norte de la Galia, consolidando así una zona fronteriza inesta
ble, p ara el m ayor beneficio de los soberanos francos. En lo que se refiere a
Bonifacio (675-754), a éste lo envían, con el apoyo de los reyes francos y del
pontífice rom ano, com o obispo m isionero de las iglesias de G erm ania y
avanza a m erced de las incursiones de los francos contra los sajones del
este, que todavía eran paganos. Aunque de m anera frágil, logra establecer
el cristianism o en Baviera y en la zona renana (donde funda el m onasterio de
Fulda, que estaba destinado a tener una enorm e influencia). Esto le valdrá
el título de apóstol de G erm ania, aun cuando sólo es en el m om ento de las
conquistas de Carlomagno que la conversión de los sajones será verdadera
m ente efectiva. La adhesión de Europa al cristianism o es una larga aventu
ra que no finaliza sino alrededor del año mil, con la conversión de Polonia
(966) y de H ungría (bautism o en 985 del futuro rev Esteban I), de Escandi-
navia (bautismo de los reyes H arald Diente Azul de D inam arca en 960, 01 av
Tryggvesson de N oruega en 995 y Olav de Suecia en 1008) y de Islandia (en
1000, por el voto de la asam blea cam pesina reunida en Thingvellir y luego
de un ritual cham ánico realizado por su jefe). Incluso si estas fechas no in
dican m ás que la conversión de los jefes y no una difusión general del cris
tianism o, a p a rtir de este m om ento todo Occidente es una cristiandad (ca
tólica), y el frente móvil —siem pre presente durante la alta Edad Media— en
el que cristianos y paganos entraban en contacto ya no existe sino de m anera
residual.
T h u n o r , y luego utiliza las tablas que salieron de este árbol considerado sa-
oxado por los sajones p ara construir, en el m ism o lugar, un oratorio dedica
do a san Pedro. La segunda opción, no m enos eficaz, buscab a pu n to s de
contacto que p erm itieran que el paganism o q u edara cubierto de m anera
menos b rutal p o r el cristianism o. Se puede tolerar, p o r ejemplo, la creencia
en la virtud p rotectora de los am uletos, a condición de que lleven una cruz.
Pero sobre todo es el culto de los santos lo que desem peña u n papel decisi
vo, perm itiendo u n a cristian izació n relativam ente cóm oda de num erosas
creencias y rito s paganos: m ás que d e stru ir u n sitio cultual antiguo, se le
confiere u n a sacralidad legítim a al afirm ar que se tra ta de un árbol bendito
por san M artín o bien de u n m anantial donde se ve la huella del casco de su
burro. El culto de los santos dio así al cristianism o u n a excepcional flexi
bilidad p a ra e m p ren d er con u n a m ezcla de éxito y de realism o su lucha
siem pre rein iciad a co n tra el paganism o. A d ecir verdad, esta flexibilidad
m arca tam b ién el lím ite de la conversión del O ccidente m edieval y de la
formación de u n a sociedad cristiana en el seno de la cual la Iglesia com ien
za a adqu irir una posición dom inante. Su lucha contra el paganism o es, en
efecto, al m ism o tiem po u n triu n fo —a im agen y sem ejanza de los santos
abatiendo dragones— y u n a victoria a m edias, ya que no se im pone sino al
precio de un serio com prom iso con u n a visión del m undo arraig ad a en el
m undo ru ral, an im ad a p o r rito s agrarios e im pregn ada de u n carácter so
brenatural om nipresente.
El R e n a c i m i e n t o c a r o l in g io ( s i g l o s vin v ix)
E n el cam po del pensam iento, del libro y de la liturgia es donde el ren aci
m iento carolingio encuentra sus éxitos m ás perdurables. Su centro está en
la corte de Carlom agno, luego en la de su hijo Luis el Piadoso, donde con
versen los grandes letrad o s que se encu en tran al servicio del em perador y
que siguen sirviéndolo u n a vez que han recibido u n a im p o rtan te re sp o n
s a b i l i d a d eclesiástica. Así es para Alcuino, p roveniente de York, principal
paña visigótica, el p rim er autor cristiano que intentó, en p articu lar en sus
E t i m o l o g í a s , c o n ju n ta rla totalidad de los conocim ientos disponibles. Sí bien
e l imaginario popular otorga a Carlom agno el m érito (o la equivocación) de
E l M e d i t e r r á n e o d e l a s t r e s c iv il iz a c io n e s
El esplendor islámico
No puedo evocar aquí los orígenes del islam m ás que de m anera m uy breve:
la hégira (cuando M ahom a se ve obligado a aban d o n ar la Meca en 622); la
unificación de Arabia, realizada p rácticam ente a la m uerte del profeta, en
632; la fulgurante conquista, a cargo de un ejército de aproxim adam ente
40000 hom bres, de Siria y de Palestina, del Im perio persa de los sasánidos y
de Egipto, bajo los tre s p rim ero s califas (632-656), y luego de Pakistán, de
África del norte y, en 711, de la España visigótica. Aunque la conquista im
pone la dom inación de u n grupo étnico muy m inoritario, se acom paña de la
conversión al islam de la m ayoría de los cristianos de Asia y África y de los
zoroastras de Persia. Así, algunos decenios después de la hégira, el islam
constituye u n inm enso im perio, com andado por un jefe suprem o que con
centra los poderes m ilitares, religiosos y políticos. Por prim era vez en la his
toria, las regiones que van del Atlántico a] Indus se in tegran en un m ism o
conjunto político.
De 661 a 750, los califas omevas adoptan Dam asco como capital y esta
blecen u n im perio islám ico estable. Apoyándose en las élites locales y las
prácticas adm inistrativas de los im perios anteriores, rom ano y persa, adop
tan u n a política de proclam ada ru p tu ra con el pasado, im ponen el árabe
como ú n ica lengua escrita y acuñ an su p ropia m oneda; en 692, el califa
Abd al-M alik construye Ja m ezquita de la Cúpula de la Roca en Jerusalén,
encim a del antiguo Templo Judío y del Santo Sepulcro, afirm ando con ello
la suprem acía del islam sobre sus dos rivales m onoteístas. La revuelta de
750 pone ñ n a la dom inación de la dinastía omeva, la to talidad de cuyos
descendientes fue exterm inada (salvo Abd al-R ahm an, quien huye y funda
el em irato om eva de Córdoba en 756). Si bien los árabes favorables a la re
novación y a las tendencias persas presentes en el im perio prom ueven p ri
mero este m ovim iento, la hegem onía no ta rd a en p a sar a los persas, y la
conducción del islam recae en los abbasíes, que establecen su capital en
Bagdad, fu n d ad a en 762 p o r al-M ansur (754-775). E n Irak, corazón de la
nueva dinastía, se desarrolla u n a agricultura sabia y altam ente productiva,
que aclim ata nuevos cultivos de origen subtropical (arroz, algodón, m elón
y caña de azúcar, en p articu lar). El Im perio islám ico, dotado entonces de
su rostro definitivo y francam ente oriental, tiene su apogeo, sobre todo con
H arum al-Rasid, el califa de las Mil y una noches (786-809).
Luego, a p a rtir de m ediados del siglo ix, los factores de división se im
ponen. Las luchas ya añejas se intensifican entre sunitas (que consideran la
Sunna, preceptos p osteriores a M ahom a, com o u n fundam ento de la fe, al
igual que el Corán) y chiitas (partidarios de Alí, yerno del Profeta, que re
chazan la Sunna). Las revueltas chiitas del siglo IX favorecen el desm em
bram iento del Im perio, que se escinde en dinastías provinciales, algunos de
cuyos g o b ern an tes ad o p tan el título de califa, de tal suerte que el califato
de B agdad pierd e poco a poco su im portancia. Se distinguen entonces va
rios conjuntos autónom os: M esopotam ia y las zonas orientales cada vez
m ás frag m en tad as; Egipto, donde se im ponen los fatim íes (969-1171), y
luego la d inastía ayub ida fu n d ad a p o r Saladino; África del norte, dividida
entre diferentes dinastías (entre las que se cuentan los aglabíes de K aim an,
que co n q u istan Sicilia a p a rtir de 827) y luego unificada p o r los alm orávi
des (1601-1163) y los alm ohades (1147-1269); E spaña (Al-Andalus), m arcada
p o r el esplendor del califato de los om eyas de Córdoba. Adem ás de las tie
rras conq uistad as, el islam asegu ra ta m b ién el control del M editerráneo.
En su p a rte occidental, la p ira te ría sarrace n a opera sin p ro testas durante
los siglos ix y x, a p a rtir de E spaña y dei M agreb, y teniendo entre sus obje
tivos el saqueo y el ab astecim ien to de esclavos. Tam bién se llevan a cabo
incursiones terrestres en Italia central, incluyendo aquellas contra los gran
des m o n asterio s de F arfa y de M ontecassino, co n tra Rom a, saqueada en
846, así como en los Alpes, a partir de la colonia sarracena im plantada en 890
en La G arde-Freynet, sobre la costa provenzal, y que los cristianos no logra
rá n elim in ar sino h a sta finales del siglo x. E n E spaña, el visir al-M ansur
(980-1002) controla con firm eza el te rrito rio y lanza tem ibles expediciones
co n tra los rein os cristian o s del norte; pero después de su m uerte, los con
flictos en tre facciones a c a rrea n la división y el fin del califato (1031), y los
m usulm anes de Al-Andalus p ronto quedan som etidos a los alm orávides be
reberes (1086-1147), y luego, a p a rtir de 1146, a los alm ohades del Magreb.
Llega entonces el tiem p o de los turcos, em pujados desde O riente p o r el
avance de los m ongoles, que se infiltran desde el siglo IX en el Imperio, donde
ad o ptan el islam y no ta rd a n en fo rm ar la guardia de todas las cortes m usul
m anas. La p rim era dinastía tu rca se im pone en Afganistán, en 962, m ientras
que en el siglo xi se form an el su lta n a to de R um en A natolia y el Im perio
silvuquí en M esopotam ia (1055). Luego, los turcos otom anos to m an el rele
vo con G sm án I (1281-1326). El im p erio que se form a entonces se vuelve
u na p o ten cia am en azad o ra, que te rm in a p o r ap o d erarse de C onstantino-
pla, alcanza su apogeo bajo Solim án el Magnífico (1520-1566), controla por
u n b u en tiem p o los B alcanes, M esop otam ia y el M editerráneo oriental, y
p erd u ra h asta después de la p rim era G uerra M undial.
A p e sa r de la división del califato om eya y p o sterio rm en te abbasí, y la
a ltern an cia de fases de expansión y de dificultades, el islam constituye sin
d uda alguna la civilización m ás b rillan te del M editerráneo en la época m e
dieval. Se caracteriza p o r u n a u rb a n id a d desarrollada, que reto m a p arcial
m ente los m odelos ro m an o s y los co m pleta con creaciones e innovaciones
im portantes. Dam asco, capital omeya, crece sobre u n a base rom ana reform u-
lada, m ien tras que Bagdad, creación abbasí y m ucho m ás claram ente órien-
ial, alcanza el m edio m illón de h a b ita n te s y h ace p alid ecer a C o n stan tin o
pla. Como en las otras ciudades m usulm anas —em pezando p o r Córdoba, de
la que se dice que reb a sa los 10 0000 h a b ita n te s h acia el año m il— , se des
pliegan, alrededor de im ponentes m ezquitas, el lujo y el refinam iento de una
alta cultura, u no de cuyos ejem plos con m ás posibilidades de im p resio n ar a
los occidentales es la A lham bra de G ranada. La p ro sp erid ad del islam y de
sus logros cu ltu rales e intelectu ales, p o r m u ch o tiem p o claram e n te su p e
riores a los de O ccidente, se m anifiestan con evidencia si se subraya la a m
plitud de los p ré sta m o s que los cristian o s de la E d a d M edia to m a ro n del
m undo árabe. É stos son p a rtic u la rm en te im p o rta n te s en las regiones con
quistadas p o r el islam que luego fueron recuperadas p o r los cristianos, sobre
todo Sicilia y E spaña. E n la prim era, se tolera a u n a población m u su lm an a
de utilidad p a ra la valoración agrícola de la isla y p a ra el funcionam iento de
los en granajes de la o rg an izació n ad m in istrativ a y fiscal m u su lm an a, re to
m ada p a ra su p rovecho p o r los reyes no rm and os. El arte de su corte está
inspirado en la v irtu o sid a d de las técnicas o rn am en tales m u su lm a n as (en
p articular la capilla p a la tin a de Palerm o, h acia 1140). Un poco después, el
em perado r F ederico II se ro d e a de u n a g u ard ia sa rra c en a y m a n tien e co
rrespondencia con nu m ero sos letrados árabes. M ientras que esta presencia
m usu lm an a en Sicilia llega a su fin en la p rim e ra m itad del siglo x i i i , en la
E spaña reco n q u istad a las com unidades m usulm an as m udéjares se m a n tie
nen h asta finales de la E dad M edia (sobre todo en los cam pos, porque en la
ciudad p o r lo general las expulsiones no dejan que sub sistan m ás que m ore
rías m uy reducidas). E n este caso tam bién, la interacción de las poblaciones
y el prestigio de la cu ltu ra islám ica se reflejan en el cam po de la arq u itectu
ra y de la o rn a m e n tac ió n , con el a rte m o zárab e de los siglos ix a XI, sobre
todo en las regiones en las que se im plantan poblaciones cristianas arabiza-
das echadas de Al-Andalus, y luego con el arte m udejar, sobre todo en Aragón
a p a rtir del siglo xm.
M ás que los p réstam o s artísticos, lim itados a elem entos parciales in te
grados en u n a pro d u cció n p ro p iam en te cristiana, las aportaciones técnicas
revisten u n a im p o rtan c ia notable. Así, puede m encionarse la adaptación de
nuevos cultivos, tales com o, p a ra Sicilia, los cítrico s y la cañ a de a zú car
(que h a b ría de a d q u irir u n a im p o rtan cia estratégica en la aventura a tlá n ti
ca), o ta m b ié n el gu san o de seda, im p lan tad o en E sp a ñ a bajo los om eyas.
El papel, u tilizad o desde finales del siglo vm p o r la ad m in istrac ió n califal,
p asa m ás ta rd e a O ccidente, así com o la cerám ica esm altada, el juego de
ajedrez (de origen oriental e introducido en O ccidente en el siglo xi) y quizá
las arm as de fuego, conocidas prim ero p o r los m usulm anes y que desem pe
ñ a rá n un papel tan im po rtan te en la lom a de C onstantinopla p o r los turcos
com o en la de G ran ad a p o r los Reyes Católicos. La m edicina árabe se con
vierte —p articu larm en te con la interm ediación de C onstantino el Africano,
cuyo nom bre dice b astante acerca de su origen— en la base de la reputación
de la E scuela de Salerno, a p a rtir de la segunda m itad del siglo XI, y durante
m ucho tiem po sigue alim en tan do , gracias a las trad u ccio n es latinas de
obras árabes, el sab er de los m édicos occidentales. E n el cam po de las m a
tem áticas, la v en taja m u su lm an a es de igual m a n era clara, y es eso lo que
in cita h acia 970 a G erberlo de Auriliac, el fu tu ro p ap a Silvestre II, a estu
d iar en C ataluña, donde adquiere una form ación m atem ática excepcional
en tre los clérigos de su tiem po. Así, los m usulm anes d o m inan de m anera
precoz la n u m e ra c ió n posicional, gracias al uso de los nú m ero s llam ados
arábigos (aun qu e sean de origen indio) y del cero, cuya vulgarización en
O ccidente se debe al tra ta d o Líber abaci, de L eonardo F ibonacci de Pisa,
escrito en 1 2 0 2 .
De m a n e ra m ás am plia, hay que subrayar la im p o rtan cia de la cultura
antigua griega en el m undo m usulm án y el papel de este últim o en su tra s
m isión a Occidente, gracias a Ja traducción latina de num erosas obras árabes
p resen tes en la p en ín su la ibérica. Los com en taristas árabes de la obra de
Aristóteles —Avicena, m u erto en 1037, y Averroes, m aestro de origen an d a
luz, m uerto en 1198— tienen al respecto un estatus relevante. Al prim ero lo
trad u c e n en Toledo en el siglo xii, gracias a la colaboración entre u n judío
arabó fo no , que lo tra n sc rib e en castellano, y u n cristiano, que lo restituye
en latín. Al segundo lo traduce G erardo de C rem ona, quien se establece en
Toledo, donde aprend e árab e y trad u ce h a sta su m uerte, en 1187, n u m ero
sas obras, entre las que se cuentan las de Averroes y de Aristóteles m ism o.
A unque las obras de este último, en el siglo xm, desem peñan un papel cen
tral en los m edios universitarios occidentales, no hay que olvidar que siempre
circulan acom p añ ad as de sus com entarios árabes traducidos al latín. Así, a
Aristóteles lo reciben y lo entienden en O ccidente m ediante el prism a de su
lectu ra árabe. De hecho, "es en el m u ndo m u su lm án donde se efectuó la
p rim era confrontación del helenism o y del m onoteísm o", de acuerdo con un
m odelo p o steriorm ente im portado a O ccidente (Alain de Libera). Entonces,
resu lta conveniente reco n o cer la im p o rtan cia de la m ediación árabe en lo
q ue se refiere a la fo rm ació n de la cultu ra occidental. P reocupado p o r p o
n e r en evidencia la deud a árabe de Occidente, Alain de Libera concluye: "la
razó n occidental no se h a b ría form ado sin la m ediación de los árabes y de
los ju d ío s” y, de m a n e ra todavía m ás lap id aria, “el O ccidente nació del
O riente”. Pero si b ien esta a p o rta c ió n árab e quedó ocu lta d u ra n te m ucho
tiem po, tam p o co hay p o r qué exagerarla (no más, p o r o tra parte, que la del
aristotelism o, al que los teólogos le ro m pen el cuello p a ra hacerlo caber en
los m arcos del pensam iento cristiano). Y resulta necesario señalar, con Pierre
G uichard, que "el m ov im ien to de las trad u ccio n es aco m p añ ó a la R econ
quista. Los occidentales an te todo fueron a b u sc a r a p u n ta de espadazos el
enriquecim iento de co nocim ientos que req u ería el desarrollo de su ciencia.
S eleccionaban lo que les e ra ú til en el m o m en to m ism o en que el p e n sa
m iento árabe, incap az de renovarse, se anquilosaba en la fidelidad a los a n
tiguos m aestro s". E n conclusión, O ccidente ex p erim en ta an te el islam u n
sentim iento am bivalente de "fascinación-repulsión” m uy bien ilustrado por
Ram ón Llull, e n tu siasm ad o p o r la cu ltu ra árab e —a tal p u n to que p reco n i
zaba el apren d izaje del árab e— y a la vez p artid ario virulento de la cruzada
y de la conversión de los m usulm anes. Así pues, O ccidente se apropió de un
conjunto de técn icas m ateriales e intelectuales, forjadas o difundidas en el
m undo árab e, p a ra fo rta le c er a u n a sociedad y a u n a c u ltu ra to talm en te
distintas, y finalm ente p a ra confirm ar su superio rid ad sobre el islam .
de que el sen tid o del acontecim iento de 1204 sea b a sta n te claro: la ru p tu ra
entre las dos cristian d ad es es p ro fu n d a y la relación de fuerzas, de m an era
inequívoca, es favorable a Occidente.
[...] al irse aproximando el tercer año que siguió a] año mil, se vio en casi toda
la Tierra, pero sobre todo en Italia y en Galia, renovarse las basílicas de las igle
sias; aunque la mayoría, muy bien construidas, ninguna necesidad^tuvieran,
una emulación llevaba a cada comunidad cristiana a tener una más suntuosa
que la de los demás. Era como si el mundo mismo se hubiese sacudido y, des
pojándose de su vetustez, se hubiese puesto por todas partes un blanco vestido
de iglesias. Entonces, los fieles reconstruyeron con mucha más belleza casi todas
las iglesias de las sedes episcopales, los santuarios monásticos dedicados'a los
diversos santos, y hasta los pequeños oratorios de las aldeas.
Este texto in d ic a de m a n e ra n o table que la re c o n stru cc ió n de iglesias
más bellas e in clu so su n tu o sa s no se debe a n in g u n a n ecesid ad m aterial,
sino m ás b ien a la em u lació n de gru po s e in stitu cio n es, p re o cu p ad o s p o r
m anifestar m ed ian te la belleza de los edificios dedicados a Dios el brío con
el que h acen esfuerzos p o r acercarse a él. Pocas veces se h a pu esto en evi
dencia con ta n ta clarid ad la fun ción social de la a rq u itec tu ra, que, ín tim a
m ente m ezclada con su eficacia sagrada, constituye, p a ra las co m unidades
locales, u n signo de reconocim iento, u n a p ru e b a de u n id ad in terna, al m is
mo tiem po que u n m edio p a ra m edirse con las co m u n id ad es vecinas y de
ser posible p a ra afirm ar su su p erio rid ad sobre ellas. Lejos de ser p ro d u c to
de u na sociedad declinante, sem ejante lógica sugiere al co n tra rio que u n a
parte creciente de la pro d u cció n se sustrae*del consum o, p a ra q u e d a r co n
sum ida en u n a co m p eten cia sa g ra d a generalizad a. R aúl G laber nos h a b la
de un m undo nuevo, en el inicio del segundo m ilenio, con u n notable acen
to de optim ism o. La célebre m e tá fo ra del "blanco vestido de iglesias” lo
dice tanto m ejo r cu an to que se ad orn a con u n a co n n o tació n bautism al: así
como el b au tizo es u n a regeneración , u n ren a c im ie n to m ed ia n te el cual el
fiel se deshace del pecad o y del ancian o que lleva en él, p a ra quedar, u n a
vez purificado, cu b ierto con u n a tú n ic a blanca, E u ro p a ren ace en tonces y,
despojándose de lo an tig u o que h a b ía en ella, se a b re a los h o riz o n tes de
u na h isto ria nueva. Lejos de h u n d irse en las tin ieblas del oscu ran tism o , el
Occidente del año m il se vuelve lu m ino so e in a u g u ra u n nuevo com ienzo.
Indicaré p rim ero los datos relativos a los distintos aspectos del auge occiden
tal, antes de p la n tea r in terro gantes sobre la articu lación de estos diferentes
factores.
La presión demográfica
“Nobleza ”y “caballería ”
A los señalam ientos an terio res Ies hace falta u n elem ento esencial p a ra c a
racterizar a la aristo c ra c ia recién recon figu rad a a lre d e d o r del té rm in o de
miles y de los códigos de la caballería: el castillo. Jo seph M orsel señaló a ti
nadamente que la "castellanización de O ccidente”, en tre ios siglos x a xn, es
el fundam ento de dicha reorganización. Los castillos son de ahí en adelante
los puntos de anclaje alrededor de los cuales se define el p o d er aristocrático
v "el térm ino de miles sirve a p a rtir de ah í p a ra su b su m ir el conjunto de los
que realizan d ire c ta y exclusivam ente la d o m in ació n social de u n espacio
organiza 'o p o r los castillo s”. E ntonces, el castillo es el co razó n al m ism o
tiempo práctico y sim bólico del p o d er de la aristocracia, de su dom inación
sobre las tierras y los hom bres. La evolución de las form as de construcción de
los castillos es en co nsecu en cia u n signo im p o rta n te de las tra n sfo rm a c io
nes de este grupo (véase las fotos n .l y n.2). A p a rtir de finales del siglo x y
sobre todo d u ran te el siglo XI, se m u ltiplican p o r cientos, incluso p o r m iles,
los castillos de m a d e ra co n stru ido s sobre m otas, m o n tícu lo s artificiales de
tierra que p ueden a lc a n z ar los 10 o los 15 m etro s de altura, protegidos p o r
un foso. Luego, sobre to d o a partir del siglo XII y au n q u e se sigan c o n stru
yendo entonces m o tas castrales, el castillo, cada vez con m ás frecuencia, se
construye de piedra, y poco a poco deja de ser u n a sim ple torre o u n torreón,
a m edida que se le van añ ad ien d o diversas extensiones y recintos con cén tri
cos cada vez m ás elaborados. Si bien su función defensiva re su lta evidente,
incluso ostensible, el castillo es p rim e ro u n lu g a r donde vive el señor, sus
parientes y sus soldados. G eneralm ente asociado con construcciones agríco
las, es tam bién u n centro de explotación rural y artesanal, así com o un centro
F o to ¡i .la.. Evolución de la. construcción de castillos:
torreón de H oudan (primera m ita d del siglo xil).
cle poder, ya que es a h í d o n d e los cam pesinos pag an sus ren tas, y ta m b ién
donde se re ú n e el trib u n a l señorial. A m enu d o, se a p ro p ia del lu gar m ás
e l e v a d o (y cuand o no es así, la m ota o la arq u ite ctu ra pone en evidencia la
misma b úsqu ed a de verticalidad). El castillo dom ina así el terru ñ o , com o el
s e ñ o r dom ina a sus h ab itan tes. Sím bolo de p ied ra o de m adera, m anifiesta
la hegem onía de la a risto c ra c ia, su posició n d o m in an te y se p ara d a en el
s e n o de la sociedad.
La actividad principal de la aristocracia, y a sus ojos la m ás digna, es sin
duda la guerra. É sta consiste, las m ás de las veces, en incursiones breves y
con pocos m u erto s. E n los siglos xi a xm , las g u erras en tre reyes o en tre
príncipes son ra ra s y las g ran d es b atallas, com o la de B ouvines, en 1214,
son excepcionales, al p u n to de que Georges Duby pudo escribir que la bata-
B a se d e la R e c o n q u is ta lle v a d a a c a b o p o r lo s a ra g o n e s e s , la c o n s tr u c c ió n in ic ia l s e r e m o n ta a
m e d ia d o s d e l s ig lo x i. L o s r e v e s d e A ra g ó n r e s i d e n a h í c o n f r e c u e n c ia y f u n d a n u n a c o m u n id a d
d e c a n ó n ig o s r e g u l a r e s . P a r a e s ta c o m u n i d a d e d if ic a n , a p r in c i p io s d e l s ig lo xn, s o b r e la s e g u n d a
m u ra lla , u n a n o ta b le ig le s ia r o m á n ic a c u y a c ú p u la e s tá c u b ie r ta p o r u n te c h o o c to g o n a l.
]ja era 1° con trario de la gu erra caballeresca. Sin em bargo, es preciso evitar
re p ro d u c ir la visión tradicional de la guerra privada entre señores, violencia
sin límite c a racterístic a de los desórdenes de la edad feudal. E n efecto, la
c ie rra responde entonces a una lógica propia, que predomina m uy particu-
íarménte d u ra n te los siglos x y XI, la de la ja Ule (Dom inique Barlhélem y).
Su fundamento es el código de honor, que im pone un deber de venganza, no
sólo de los crím enes de sangre, sino tam b ién de los atentados a los bienes,
g] resultado es una violencia entre señores, innegable pero regulada, y codi
ficada: el sistem a de la jai de asocia episodios guerreros lim itados, cuyo ob-
jctnri no et tanto m a lar com o c a p tu ra r enem igos p o r los que luego se pide
un i ese a l e v u n a p ru d e n te bú squ ed a de com prom isos negociados. La gue
rra Itihiidí es m enos el signo de u n caos social incontrolable que una p rácti
ca que perm ite la reproducción del sistem a señorial, al movilizar las solida
ridades en el seno de la aristo cracia sin dejar de reg u lar in fine las luchas
entre señores op o sitores, au n q u e tam b ién al m a n ife sta r cu án to n ecesitan
los cam pesinos, víctim as p rin cip ales de los saqueos, la protección de sus
am os En todo cuso, la gu erra noble se practica a caballo, ya que el co m b a
te a pie tiene la reputación de ser indigno (véase la folo ti.2}. El equipam iento
reqneiido se perfecciona durante la E dad M edia: adem ás del indispensable
caballo, que debe ad iestrarse para el combate, y la espada de doble filo, de
laque la lite ra tu ra indica que es objeto de una verdadera veneración, la lo
riga (o cota de m alla de hierro) sustituye al jubón de cuero grueso refo r
zado con placas m etálicas de la época carolingia. Igualm ente, al sim ple cas
co lo reem plaza el yelm o, que cubre nuca, m ejillas y nariz. Sí se añ ad e el
escudo v, a partir de finales del siglo XI, la larga lanza, sostenida horizontal-
mente en el m o m en to del ataq ue rápido d estinado a d e rrib ar al adversario
(lo que se hace m ás difícil con la invención de los estribos), lo que lleva en
cima el guerrero son alrededor' de 15 kilos de arm am en to . El conjunto es,
además, bastante costoso, pues se estim a que es necesario, a principios del
siglo m i . d ispo ner de alrededor de 150 hectáreas de propiedades piara poder
asum ir los gaslos necesario s p a ra el ejercicio de la actividad caballeresca.
Por ultim o, au n q u e los caballero,s los desprecien, los soldados de in fan te
ría, surgidos de las milicias urbanas o de los rurales .libres, desem peñan un
papel cada vez m ás im p ortante, com o ayudantes de los caballeros, en espe
ra de que, a finales de la E dad M edia, arq u ero s y b allesteros determ inen a
m enudo el final de los com bates.
A testiguados a p a rtir de principios del siglo XII, los torneos son o tra m a
nera de exh ib ir el estatu to do m in an te de la aristo cracia y de regular las re
laciones en su seno. D em ostraciones de fuerza destinadas a im presionar, se
tra ta de batallas ritualizadas, que reúnen a varios equipos, provenientes de
regiones d istin tas y que, a m enudo, se oponen de tal m an era que reprodu
cen las tensiones entre las facciones aristocráticas. Los caballeros arm ados
con su larg a lanza em pren d en ataques colectivos, que dan lu gar a peleas a
m enudo confusas, cuyo objetivo es d e rrib a r a los adversarios, y de ser po
sible, lo g rar h acer prisioneros, p o r quienes se pide un rescate. P ruebas de
proezas que pone en píe de igualdad a m odestos caballeros y a grandes
príncipes, el torneo es p a ra que los especialistas m ás ren o m brados tengan
la ocasión de re c ib ir fuertes sum as de dinero; a veces p erm ite a los hijos
m enores desprovistos de herencia, com o el fam oso G uillerm o el M ariscal
ser reco m p en sad o s con el m atrim o n io con u n a h e re d era de alto rango v
ad q uirir así u n a posición social envidiable. Pero tales prácticas, que perm i
ten a la aristo cracia red istrib u ir parcialm ente las posiciones en su seno, en
p a rtic u la r a través del acceso al m atrim onió, suscitan fuertes condenas de
la Iglesia a p a rtir de 1130. E sta últim a subraya entonces que los torneos ha
cen co rrer in ú tilm en te la sangre de los cristianos y desvían la atención de
los caballeros de los justos com bates que legitim an su m isión. La caza, otra
actividad em b lem ática de la nobleza, tam b ién es co ndenada p o r la Iglesia.
Su función económ ica es poco im portante, ya que ah o ra se sabe que —lejos
de la im agen d efo rm ad a que proporcionan las descripciones literarias—
m enos de 5% de la provisión de carne de las m esas nobles lo proporciona la
caza. R eg resaré a este p u n to en el cap ítu lo vi, p e ro p u e d o in d ic a r ya que
la caza cum ple sobre todo u n a fun ción social (Anita y Alain G uerreau) y
m anifiesta ante todos el prestigio del noble que cabalga, que dom ina la na
tu raleza y el te rrito rio . Libre de p a sa r con su tro p a y su ja u ría p o r donde
m ejor le parezca, afirm a su po d er sobre el conjunto del espacio señorial.
Así, todas las actividades de la nobleza tienen al m ism o tiem po u n a finali
d ad m aterial y u n a significación sim bólica, que ap u n ta a m an ife star pres
tigio y hegem onía social.
("no existe una, sino varias feudalidades", subraya R. Fossier). Así, al su r del
Loira el com prom iso del vasallo pu ede q u ed ar sellado con u n sim ple ju ra-
mentó de fidelidad, m ien tras que en ciertas regiones m ed iterrán eas la re la
ción vasallática, m ás ig u alitaria V con m enos obligaciones, se establece a
menudo sobre la base de u n contrato escrito, com o en C ataluña, desde el si-
ojo XI. Al contrario, en el m u n d o germ ánico, la jerarq u ía in tern a de la n o b l e
z a es tan p ro n u n c ia d a que el beso, co n sid erad o dem asiad o ig u alitario, se
elim ina del ritu al del vasallaje; adem ás, en oposición a la tendencia a v o l v e r
indisociable el h o m en aje y la in vestidu ra, se m a n tie n e p o r m u ch o tiem po
un plazo de alred ed o r de u n añ o en tre el establecim iento del vínculo vasa-
]¡ático y la en treg a del feudo, m ie n tra s que la afirm ación de los “m in iste
riales”, s e r v i d o r e s de o rig en a veces servil que se in teg ra n al grupo de los
milites que depen den de los castellanos, m a n tie n e u n a fuerte separación
entre la caballería y la nobleza, y ap laza su unificación. F inalm ente, p a ra
tomar u n últim o ejem plo, el m u nd o norm a n do "(Inglaterra incluida), donde
los h istoriado res ven a m e n u d o el p ro to tip o de la fidelidad vasallática, se
beneficia con la vigorosa reorganizació n dirigida p o r G uillerm o el Conquis
tador; en este caso, la obligación m ilitar de los vasallos sigue siendo p artic u
larmente fuerte, aunque se reem place sin problem as a p a rtir del siglo X II con
una contribución en dinero ( e l scutagium ), lo que perm ite a los grandes se
ñores y al rey reclu tar m ercenarios, considerados m ás seguros, e incluso p a
gar a los vasallos p a ra g a ra n tiz a r su co m pro m iso m ás allá de la du ració n
acostum brada de las cam pañas.
A p esar de las g ran des diferencias regionales, pu ed o señ alar algunas
evoluciones de co n ju n to , em p ezan do con la d ifusión de la feudalización.
En los siglos x y xi existen todavía m u ch os alodios, tierra s libres que sus
propietarios m an tie n e n en form a directa. E stos gozan de privilegios, pero
tam bién están obligados al servicio m ilitar y a la p articipación en los trib u
nales condales. D espués, d u ra n te los siglos xi y xn las tierras de O ccidente
dejan poco a p oco de se r alodiales: m ien tras que las m ás m odestas se in te
gran a un d o m in io señorial, los alodios m ás im p o rta n tes se ceden general
m ente a u n p oderoso que luego los concede com o feudo. E n el siglo xni, los
alodios su b sisten sólo de m a n e ra m arginal, lo que significa p o r u n a p arte
que todas las tie rra s quedan en lo sucesivo in teg rad as al sistem a señorial y,
por la otra, a u n q u e de m a n e ra m enos generalizad a, que u n a p arte im por
tante de dichas tierra s son m an ten id as com o feudos. C iertam ente, es nece
sario te n e r en cu en ta las tie rra s de la Iglesia, de las cuales u n a proporción!
notable escapa a las relaciones feudovasalláticas, y las regiones, en particular?
m eridionales, donde dichas relaciones no tienen m ás que u n a importancia :;í
relativa. No puede negarse, sin em bargo, que una parte significativa del con-“
trol ejercido sobre las tierras (y los hom bres) pase p o r el establecim iento de
los vínculos vasalláticos, lo que les confiere una innegable im portancia
Al m ism o tiem po, los vínculos feudovasalláticos son víctim as de su éxi
to, y su eficacia tien d e a red u cirse a m edida que su uso se hace m ás he-
cuente y la red de las dependencias vasalláticas, m ás densa. U na de las pi m
cipales dificultad es aparece cuando se vuelve com ún que un m ism o caballa o
preste hom enaje a varios señores diferentes. Esta pluralidad de homenajes,
bien pro b ad a desde el siglo xi, es ventajosa p ara los vasallos, pero afecta el
buen cu m p lim iento del servicio vasallático y puede incluso p o n er en duda
el respeto de la fidelidad ju rad a, en los casos en que h ab ría que servir a dos
am os rivales entre sí. D urante u n tiem po se cree h ab er encontrado el reme
dio al in stitu ir el ho m en aje ligio, hom enaje preferencia! que conviene res
p e ta r p o r p rio rid ad ; pero la solución no d u ra m ucho, pues el hom enaje li
gio, a su vez, se m ultiplica. P or último, la evolución m ás peligrosa se debe al
hecho de que el con trol del señ o r sobre los feudos que otorga se aten ú a sin
cesar. Si b ien al p rin cip io se tra ta b a de u n a concesión aco rd ad a personal
m ente al vasallo y destin ad a a recuperarse a su m uerte, el feudo se trasmite^
cada vez m ás com o h ere n c ia del vasallo a sus descendientes, así com o lo
expresa el adagio “el [vasallo] m uerto coge al vivo”. A veces, el señor exige el
hom enaje de tod os los hijos del difunto (parage) o se reserva el derecho de
elegir al hijo que considera m ás capaz, pero generalm ente a pa rtir de m edia
dos del siglo X II sólo el m ayor p resta hom enaje, y sus herm anos se convier
ten eventualm ente en sus propios vasallos (frérage). Sea com o sea, en lo su
cesivo el feudo parece perten ecer al patrim onio fam iliar del vasallo, quien a
veces ta m b ié n se p e rm ite venderlo. Al señor ya no le q u eda sino h a cer es
fuerzos p o r m antener, al c o rre r de las generaciones, el reconocim iento de
las obligaciones vasalláticas. E so es lo que m anifiestan la reiteració n del
hom enaje en el m om ento de cada trasm isión hereditaria del feudo, así como
el establecim iento de u n derecho de sucesión (el relevium, a veces m uy ele
vado y que el señ or fijaba de m a n e ra a rb itraria, pero generalm ente redu
cido a u n año de ingreso del feudo). P or últim o, el señor conserva el derecho
de castigar las faltas de los vasallos, e incluso la posibilidad de confiscar el
feudo (el derecho de com iso) en caso de falta grave. Pero, en la práctica, la
confiscación es cada vez m ás difícil de llevar a cabo y se lim ita a los casos de
r a i c i ó n flagrante o de agresión directa a] señor. E n total, la trasm isió n he-
M ás que detallar las reglas del derecho feudal, es im p o rtan te c ap ta r las for
mas de organización social y las dinám icas de transform ación en el seno de
las cuales las relaciones feudovasalláticas p u d iero n desem p eñ ar cierto p a
pel. Sin ser, en térm in o s p ro p ia m e n te dichos, su causa, su difusión a c o m
pañó u n proceso de d isem in ació n de la au to rid ad , in icialm ente im perial o
real (es decir, del p o d e r de m an d o y de ju sticia que se d en o m in a el ban).
Como se ha visto, desde la segunda m itad del siglo IX , los vínculos de fideli-
lau que sostenían la ap aren te u n idad im perial se vuelven cada vez m ás frá-
/ las entidades territoriales confiadas a la alta aristocracia afirm an su
nte au ton om ía. El siglo x es así el tiem po de los "p rincipados”, g ran
des regiones constituidas en condados o en ducados, cuyo am o confunde lo
que concierne a su pro p io poder, m ilitar y territorial, y la a u to rid ad pública
antes conferida p o r el em p erad o r o el rey. La p atrim o n ializació n de la fu n
ción del conde, que asum e la defensa m ilitar y ejerce la justicia, desem boca
en la fo rm ació n de m a n d o s au tó n o m o s tra sm itid o s en fo rm a h e re d ita ria.
El m ism o p ro ceso se rep ite después en u n nivel inferior. C ondes y duques
utilizan el vasallaje com o u n o de los m edios que les perm iten , ad em ás de
los vínculos de p a ren tesco o de am istad , g a ra n tiz a r la fidelidad de los n o
bles locales, d isp o n er de u n e n to rn o confiable y de u n co n tin g en te m ilitar
tan im p o rta n te com o fu e ra posible. Luego, la cohesión de los p rin cip ad o s
cede a su vez, a finales del siglo x o d u ra n te el siglo X I, lo que la evolución
hacia la tra sm isió n h e re d ita ria de los feudos no hace sino acentuar. Con
diferentes ritm o s y de acu erd o con m odalidades variables según las regio
nes —aquí, h u n d im ie n to p recoz y to tal de la au to rid ad condal, com o en el
M áconnais de G. Duby; allá, m an ten im ien to m ás d u rad e ro de esta últim a,
que no hace sino o torgar concesiones lim itadas y revocables, com o en el con
dado de Flandes; sin h a b la r de u n a infinidad de situaciones interm ed ias—,
una p a rte im p o rta n te del p o d er de m and o se in scribe a p a rtir de entonces
en el m arco de los vicecondados y de las “castellan ías”, a las que se conce
den o que a c a p aran el ejercicio de la ju sticia y el derecho de c o n stru ir casti-
líos, que en o tro s tiem pos eran p rerrogativas de ia au to rid ad real, y poste
rio rm e n te de la condal. P o r últim o, señoríos de extensión todavía más
re d u cid a se vuelven, a finales del siglo xi y d u ran te el siglo xn, uno de los
m arcos elem entales del p o der sobre los hom bres (una dom inación que, en
sem ejante contexto, hay que d u d a r en calificar, de acuerdo con nuestro vo
cabulario, com o “p o lític a ”). La n o rm a de la lógica feudal consiste así en
u n a disem inación de la autorid ad h a sta los niveles m ás locales de la organi
zación social. Q ueda p o r señ alar que, si bien hace de los reyes personajes
dotados de u n a m uy re d u cid a capacidad de m ando, 1a generalización del
m arco señorial se am plifica todavía m ás a finales del siglo xn y h asta el si
glo x i i i , m ien tras que se inicia ya u n a reafirm ación de la autoridad real.
P ara la h isto riografía del siglo xix, estrecham ente asociada con el pro
vecto de la b u rg u e sía im plicad a en la construcción del E stado nacional y
que concebía su gesta com o u n a lucha contra un antiguo régim en m arcado
p o r el feudalism o, sem ejante frag m entación señorial sólo p o d ía aparecer
com o el colm o del h o rro r y com o el com plem ento lógico del oscurantism o
medieval. E ra entonces obligado insistir en los desórdenes y las destruccio
nes provocadas p o r las g u erras privadas en tre señores, con el fin de que
ap areciera con m ayor claridad la “evidencia": la anarquía feudal y, p o r con
traste, el o rd en a p o rta d o p o r u n E stado nacional centralizado (del cual el
D erecho R o m an o se constituye entonces com o referente m ítico). Es difícil
no ver cu án to esta visión d espreciativa de la E dad M edia está ligada a la
ideología del siglo xix y a los intereses in m ediatos de aquellos que la pro
m ovían. E ntonces, ya era tiem p o de que los histo riad o res som etieran tal
h erencia a la crítica, lo que qued a ilu strad o p o r el hecho de que, reciente
m ente, se haya p o d id o d a r a u n a o b ra co n sag rad a a la F ran c ia de los si
glos X I y X II el título de E l orden señorial. Como lo indica su autor, p a ra ello
es necesario "im aginar que antes del E stado m oderno, cierto equilibrio so
cial y político p u d o ex istir gracias a poderes locales y de aspecto privado"
(Barthélem y). Incluso si está lim itada y regulada por los códigos de la fai.de
(térm ino germ ánico relativo al derecho de venganza), no se podría negar la
violencia de dicho o rd en , ni la ru d a explotación que im p o n e a la m ayoría
de los p roductores. De este m odo, la expresión no podría entenderse como
un juicio de valor, sino sólo com o u n juicio de hecho: el orden rein a en el
m undo feudal, y no de m anera ineficaz, sin lo cual no podría explicarse el im :
p resio n an te auge del cam po que se o p era al m ism o tiem po que la disper
sión feudal de la au to rid ad . De hecho, ésta debe analizarse no tan to en tér
m inos de fxagrnentación (percepción negativa a pa rtir de un ideal de Estado)
com o de m a n era positiva, en ta n to proceso de “anclaje espacial del poder"
(Morsel). La co n cen tració n de p oderes de orígenes distin to s en m an o s de
señores cercanos y exigentes incluso po d ría co n sid erarse com o u n o de los
elementos decisivos del crecim ien to occidental. Al m enos debe ad m itirse
qUe esta form a de o rg anización estab a lo suficientem ente a d a p ta d a a las
posibilidades m ateriales de producción y a la lógica social global com o p a ra
que dicha co m b in ació n p u d iese d a r lug ar a u n a p o d ero sa d in á m ica que,
por lo dem ás, no se reduce a la sola cuantificación económ ica, sino a b arca
el conjunto de los fenóm enos que concurren en la afirm ación de la civiliza
ción occidental.
De hecho, no es so rp ren d en te que u n a reflexión de tal n atu ralez a surja
hov, en u n m o m en to m a rcad o p o r u n cuestiona m iento del m odelo clásico
del Estado-nación. E ste cuestionam iento opera de m uchas m aneras, a veces
muv diferentes o h a sta opuestas, si se consid era el fuego cruzado en tre las
políticas neoliberales, que se esfuerzan p o r circun scribir el cam po de in ter
vención del E stado, p o r u n a parte, y po r otra, las reivindicaciones de au to n o
mía, regionales o étnicas. C iertam ente, sería riesgoso acercar dem asiado el
m undo feudal y la situ ació n actual, debido a la eno rm e diferencia de co n
textos; en p a rtic u la r debem os desconfiar de una argum entación que sacaría
partido del ejem plo feudal p a ra h acer la crítica de las peticiones de a u to n o
mía (a decir verdad el tem o r a la fragm entación invoca m ás bien la am en a
za de “b alcanización”, m ientras que la feudalización m ás bien p o d ría servir
de referencia a fenóm enos com o el auge de las policías privadas, o al re tro
ceso de la au to rid a d p ú b lica an te el p oder de los narcotraficantes, capaces
de co n stitu ir v erd ad eros “feu do s”, que son otros tantos E stados d en tro del
Estado). E n cu an to a la au to no m ía regional o local, concebida con u n a base
étnica en el caso de los pueblos o riginarios, no se p arece m ucho a la frag
m entación feudal, desde el m om ento en que se plantea la cuestión decisiva:
la autonom ía, ¿ p ara quién?, ¿para qué?, ¿y en relación con qué? A parece
entonces que la fragm entación feudal es u n in stru m en to de acentuación del
dom inio seño rial, m ie n tra s que la au to n o m ía indígena, que ciertam en te
puede fortalecer a la élite local, sólo es defendible en la m edida en que sirve
a un proyecto de tran sfo rm a c ió n social y a u n refo rzam ien to de las p rá c
ticas dem ocráticas de participació n colectiva y de control de los dirigentes.
A nadie se le o c u rriría p ro p o n e r la célula feudal com o m odelo, y la ú n ica
reflexión ú til que la observación de este ejem plo puede a p o rta r a la d iscu
sión actu al es la siguiente: el auge m aterial y cultu ral de u n a civilización no
supone n e ce sariam e n te u n a p o derosa o rg an izació n del E stado, ya que el
auge del O ccidente medieval, ta n poderoso y decisivo, se lleva a cabo en u
m undo sin E stado, caracterizad o p o r u n a dilución rad ical de la autorida
central.
Y LA RELACIÓN DE DOMÍN1VM
Ya sea que resulte del chasem ent de esclavos en los m ansos o que tenga que
ver con los alodieros, el h á b ita t ru ra l de finales de la alta E d a d M edia se
encuentra disperso y es inestable. C onsiste en con stru ccio n es ligeras con
armazón de m ad era (que no dejan al arqueólogo m ás que escasas huellas o
ninguna). F uera de algunos edificios m ás im p o rtan tes, que h acen las veces
de puntos fijos, estas frágiles resid en cias q u ed a n ab an d o n ad a s de m a n e ra
periódica. Si se re cu e rd a p o r o tra p a rte que la a g ric u ltu ra en ese entonces
es extensiva y parcialm en te itin eran te, se puede concluir que, todavía hacia
las poblaciones ru ra le s de O ccidente está n estab ilizadas de m a n e ra
imperfecta. Luego, en m o m e n to s diferentes según las regiones (en lo esen-
n la seg u nd a m itad del siglo x y d u ra n te el siglo xi, pero a veces m ás
tardíamente, com o en el Im perio), op era u n am plio reacom odo del cam po.
Junio al desbro zam ien to y la conq u ista de nuevos suelos, se debe h a ce r lu
gar a la re e stru c tu ració n de los p a trim o n io s eclesiásticos, que, ad em ás del
auge de las d o n acio n es p iad o sas con las que se benefician entonces, d a n
lugar a u n a in ten sa p rá c tic a de cesiones, ventas o intercam bio, m ism a que
perm ite d a r u n a m ay or cohesión espacial a los dom inios de la Iglesia. Esto
contribuye, ju n to con otros fenóm enos que afectan las tierras laicas, com o
la decadencia de los alodieros, obligados a colocarse bajo la d ep en d en cia
de un poderoso, a que la división en parcelas quede establecida m ás cla ra
mente y a que se estabilice la red de cam inos. Pero lo esencial es quizás el
reagrupam iento de h o m b res (congregatio h o m in u m ) y la estabilización del
hábitat ru ral, cada vez m ás hecho de piedra. El resultado es "el nacim iento
de la aldea en O ccidente”, p o r poco que se quiera admitir, con R obert Fossier,
que u n a ald ea supone u n "ag ru pam iento co m p acto de casas fijas, au n q u e
tam bién [...] u n a o rg an izació n co h eren te del te rru ñ o c ircu n d an te, y sobre
todo la aparició n de u n a to m a de conciencia com u n itaria sin la cual no hay-
aldeanos’, sino sólo 'habitantes'". H acia 900 no hay aldeas conform es a esta
definición; h acia 1 1 0 0 , lo esencial del cam po occidental está organizado de
esta m an era. E n tre am b as fechas se estableció la red del h á b ita t ru ra l que
—con el añad id o de las nuevas aldeas im p lan tad as d u ra n te los siglos >p -
xm en las zonas de colonización, y teniendo en cuenta el abandono de cié
tos lugares— va a p e rd u ra r h asta el siglo xix. Es evidente que se trata, si j
de una revolución com o R obert Fossier se siente tentado a decir, al menos -
una m utación considerable, ya que dibuja la fisonom ía del cam po occide.'
tal por cerca de ocho siglos.
Lejos de ser hom ogéneo, este proceso se lleva a cabo de acuerdo con ■
cronologías y m odalidades m uy variadas según las regiones (y en el seno de
cada un a de ellas). P articularm ente precoz en Italia central, donde se inicia
antes de la m itad del siglo x a iniciativa de los señores, da lugar al reagru-
pam iento del h á b ita t en aldeas adosadas a u n castillo señorial, apretadas a
su alrededor y ro d ead as p o r u n a m u ra lla fortificada. E sto no quiere decir
que esta opción tenga u n a causa esencialm ente m ilitar (es, con m ucho, mas
bien social e ideológica), ni que la fuerza sea su único vector (a m enudo va
acom p añada de c o n trato s relativam ente favorables a los p ro d u cto res y de
ciertas ventajas ju rídicas). E so no im pide que sea ejem plo de un proceso
fuertem ente m arcad o p o r la voluntad de los d o m inantes y a veces también
p o r la intervención de la Iglesia. E stas aldeas fortificadas a d o p tan el nom
bre de castrum, de donde surge la expresión de incastellam ento, aplicada por
Fierre Toubert a esta v arian te del re a g ru p am ien to de los hom bres, que no
o b stan te no es ta n general com o se h a b ría p en sado al principio: si bien el
castrum es su elem ento principal, el reag ru p am ien to del h áb itat no siempre
se hace alrededor de u n castillo y puede to m a r la form a de aldeas abiertas,
m ien tras que la m ay o r p a rte de los castillos no se construyen, de entrada,
con el fin de re a g ru p a r a la población y a m enudo sólo ad q uieren esta fun
ción en un a segunda etapa. E n otras regiones del sur, m ed iterráneas o piri-
neicas, las aldeas cástrales coexisten con las "aldeas eclesiales”, igualm ente
fortificadas au nque cen trad as en un edificio de culto, m ien tras que resulta
conveniente su b ray ar que si bien el rea g ru p am ien to del h á b ita t es precoz,
la e stru ctu ració n de la circu n scrip ció n te rrito ria l (finage) y sobre todo la
territorialización de las zonas sin cultivar pued en ap lazarse h a sta el siglo
Xiv. En la E u rop a del norte, el reag rupam iento de los hom bres em pieza des
pués, y se puede señ alar en él u n pap el im p o rta n te de las com unidades al
deanas en formación. Al m enos el reagrupam iento de las casas cam pesinas, a
m enudo al interior de u na m uralla de m adera, parece m enos forzado y la aso
ciación del h áb itat con u n castillo puede o c u rrir en u n a segunda etapa, una
vez realizado el reagru pam ien to . P or últim o, en las zonas de colonización,
en particular en la península ibérica y en el este de Alemania, se trata a veces
reagrupar u n h á b ita t antig u o , y a veces de d a r en seguida a u n a nueva
^plantación la fo rm a de aldeas densam ente pobladas.
— E n lu s form as m ás v ariad as, este fenóm eno p u ed e definirse com o u n
e s o ¿e "encelulam iento”, expresión forjada p o r R obert Fossier p a ra de
La relación de do m in iu m
Ya no se cree hoy, com o lo q u ería la histo rio g rafía tradicional, que todos los
productores d ep en dien tes del señor feudal e ra n siervos. U na de las a p o rta
ciones m ás n o tab les de la o b ra de G eorges D uby es la de h a b e r m o stra d o
que la serv id u m bre no e ra la fo rm a central de explotación del feudalism o.
Ciertamente, ésta existió y q uizá p u ed e co n sid erarse resu ltad o de la evolu
ción de la a lta E d a d M edia, cu an d o , p a ra le la m en te al eclipsam iento de la
esclavitud, la d istinció n en tre libres y no libres pierd e su nitidez y ya no lo
gra dar c u en ta de las situ acio n es interm ed ias que entonces se m ultiplican.
La servidum bre al final es la fo rm a estab ilizad a de u n estatu to interm edio
entre la esclavitud y la lib ertad : el siervo ya n o es u n a p ro p ie d ad del am o,
asim ilada al g an ad o , p ero su lib e rta d está gravada con im p o rtan tes lim ita
ciones. Si b ien la esclavitud es u n cautiverio definitivo, el ritu a l de la servi
dum bre, u tiliz a d o en ciertas regio nes y d u ra n te el cual el siervo lleva u n a
cuerda en el cuello, p arece significar u n cautiverio im perfectam en te libe
rado m ediante u n a renta. Tres m arcas principales expresan la lim itación de
libertad del siervo: la cap itació n o infu rció n , trib u to m ed ian te el cual se
com pra el cautiverio; la m ainm oríe o nuncio, que significaba la incapacidad
de p ro p ied ad p le n a de un p a trim o n io y que im p o n ía la sujeción p o r p a rte
del am o de u n a p a rte de la h eren cia tra n sm itid a p o r el siervo; y p o r últim o,
el formariage u ossa, trib u to pagado en el m om ento de c o n tra e r matrinj|¡M|
nio y que m an ifestab a la lim itación de la libertad m atrim onial. P o r ú ltin j|H
h a b ría que a ñ a d ir la im p o rtan cia de las conreas, servicio en trabajo que
le debía al am o, que no son exclusivas de los siervos, pero que, en su c;kq
q u ed ab an m ás al arb itrio del señor. E ste cuadro d eb ería com plicarse rr
cho al te n e r en c u e n ta la diversidad regional y sobre todo p o r el hecho df
que algunas de estas obligaciones recaen a veces sobre cam pesinos líbr
P o r lo dem ás, no re su lta seguro que la situación m aterial de los siervo
siem pre sea m ás d ra m á tic a que la de sus vecinos libres, y puede uno p-
g u n tarse si el peso específico de su condición no se debe sobre todo a
m an ch a h u m illan te de u n a servidum bre que da lu gar a m últiples situar
nes de exclusión o de d iscrim in ación. Pero lo esencial es su b ray ar que
servidum bre es sólo u n a form a de explotación entre otras. Y sí bien a veces
co n el im pulso d ado p o r Georges Duby, tal vez se ha m inim izado en exceso f-
su papel, se puede concluir hoy que la servidum bre m edieval no es ni domi- ’t
n an te ni m arginal. "No es el corazón del sistem a, pero sí uno de sus cerro- ■
jo s”, m anejado en tre otras form as de explotación, unas veces abandonado )’
o tras reto m ad o (D om inique B arthélem y). Si bien la tendencia de conjunto
se o rie n ta m ás b ien h a cia la d ecadencia, la servidum bre puede, según las ?
regiones y las épocas, co n c e rn ir a la m itad de los aldeanos o desaparecer
p o r com pleto, y se a d m itirá que, en situaciones p ro m ed io , afecta de 10 a
20 % de la población rural.
Así pues, hay que an a liza r la form a m ás general de la dom inación feu
dal, la que se in stau ra en tre un señor y los villanos, que, de m an era comple
ta o parcial, d ep end en de él. La relación de d o m h ú u n i establecida entre
am bos se m anifiesta m edian te u n haz entrem ezclado y extraordinariam en
te variable de obligaciones, a las que es com ún a trib u ir un doble origen. La
p rim e ra sería te rrito ria l y se fu n d aría en la posesión em inente del suelo,
reivindicada p o r el señor. La segunda se derivaría de la disem inación del
p o d er político y de la captación, en el nivel señorial, de las prerrogativas de
la a u to rid ad pública, es decir, esencialm ente el im perativo de defensa mili
tar, la p reocupación p o r la paz y el ejercicio de la justicia. Como este poder
de m ando se llam a han, se h a querido forjar la expresión de ‘‘señorío banal”
(por oposición a u n sim ple señorío territorial), para expresar el hecho de que
el descenso del p o d er en otro s tiem pos d eten tad o p o r los so b eran o s o los
condes h a sta llegar a m an o s de los señores constituye u n a pieza clave del
nuevo pod er de estos ú ltim o s (G eorges Duby). Pero esta expresión, sin fun
d am en to en los textos m edievales, tiene el inconveniente de sugerir que se
¿,-ñ d i s t i n g u i r claram ente, en el po d er del señor, lo que se refiere al han y
P . tiene que ver con lo territorial. Ahora bien, lo que caracteriza al seño-
° es j u s t a m e n t e la fu sió n de estos dos elem entos e n una dom inación úni-
n° lo que v u e l v e irrelevante la preocupación de diferenciarlos.
El señor explota de m a n e ra directa u n a p arte del suelo claram ente m ás
•duclda que en el sistem a dom inial de la alta E d ad M edía. Si bien puede
alcanzar un tercio o la m itad de las tierras cultivables, se restringe a m e n u
do a menos de u n a d écim a p a rte y se observa u n a fuerte ten d en cia de los
señorea a desentenderse de la actividad productiva m ism a. La m ayor p arte
del (parte explotada del territorio), entonces, queda constituida p o r las
H’ittuí1.'' (conjuntos de parcelas dispersadas en zonas distintas de la circu n s
cripción territorial) que los aldeanos cultivan de m an era individual y libre, y
que trasmiten a sus descendientes. Pero tienen, respecto del señor, u n con
junto de obligaciones y deben pagarle m últiples rentas, unas de las cuales se
cobran en el lu g ar m ism o de producción, o tras (las que dan reconocim ien
to del r á c u lo de dependencia) deben llevarse al castillo, p o r ejem plo u n a o
¡jos veces p o r año, en una cerem onia ritu alizad a que incluye expresiones de
sumisión. E ste ritu a l es la fo rm a visible de la relación de d o m inación feu
dal, y va que p o n e al se ñ o r (o a su re p re se n ta n te) en p resen cia de sus de
pendientes, parece ju stificar la observación de Marx, quien subraya que la
sociedad m edieval está fu nd ad a en u n a "dependencia p ersonal”, de tal suer
te que "todas las relaciones sociales aparecen en ella com o relaciones entre
personas". Puede evocarse aq u í la am plia gam a de ren tas y deberes im p u es
tos por ios señores, pero es conveniente su b ray ar que su com binación m is
ma, en p ro p o rcio n es y m o d alid ad es específicas, y m ás todavía su c a rá c ter
extraordinariam ente variable (entre lugares cercanos, entre señores de una
misma aldea o en tre d ep en d ien tes de u n m ism o señor) son características
fundamentales del dam inium . Una de estas rentas, tard íam en te generaliza
da, se d enom ina la "talla" y es posible, si se desea, atrib u irle un origen b a
nal, puesto que se preten de que se recau da a cam bio de la protección de los
aldeanos. El señ o r d e searía establecerla a su discreción, pero los c am p e
sinos exigen estab lecer su m o n to d en tro de los lim ites establecidos p o r la
costumbre. También hay que p ag ar el censo, que parece ser la ren ta de la tie
rra y que consiste a m en u d o en u n a p arte de la cosecha, pagada en especie
(el champart). L a proporción varía m ucho según los tipos de suelo y las regio
nes, entre u n a te rc era y u n a q u in ta parte, sin excluir tasas particu larm en te
bajas u o tras excepción al m en te elevadas. P ero existen tam b ién o tras o p
ciones, com o en Italia, d o n d e el c o n tra to de livello, c o n tra to renovable a
30 años, es p articu larm en te ventajoso p a ra los cam pesinos, o com o la apar
cería, reparto a m edias del prod u cto cuando el señor' proporciona semillj y
arado, solución que te n d rá gran éxito a finales de la E dad M edia. La e\ olu-
ción m ás im p o rtan te del censo es su progresiva transform ación, a paitu de
principios del siglo xn, en una renta pagada en dinero, lo que 110 carece de difi
cultades en la m edida en que el señor se esfuerza en im poner su propia es
tim ación de la co n tra p a rte m on etaria, que ra ra vez resulta del gusto de los
prod u cto res. Queda p o r a ñ a d ir el derecho de albergue (albergar y alimen
tar al se ñ o r y a sus allegados cierto n úm ero de días al año), los "regalos” y
ayudas excepcionales que exige el señor en ciertas ocasiones, com o el pago
de u n rescate, la p a rtid a en peregrinación, un m atrim onio o alguna otra ce
lebración familiar, todas tendientes a convertirse en u n a sum a pagada anual
m ente. O tros elem entos confluyen igualm ente en la d o m inación de los se
ñores, que m an d an c o n stru ir el m olino de la aldea, y ta m b ién el lagar y el
h orno, y obligan a los hab itan tes, sobre todo a p a rtir del siglo xn, a utili
zarlos m ed ian te el pago de fuertes im puestos, p o r ejem plo la décim a parte
de los granos p resen tados (por eso el m olinero es visto com o el hom bre del
señ o r y se le m an tien e al m argen de la com unidad de la aldea). P or último,
los derechos de m u taciones (laudem io) y, en el caso de los señores que pue
den cobrarlos, los p eajes sobre las m ercancías, en el paso de los ríos o en
ciertos p u n to s de los cam inos, o tam b ién d u ra n te la venta en el m ercado
local, ofrecen un ingreso sustancial y a veces considerable.
O tro aspecto fu n d am en tal del p o der del señor es la posibilidad de ejer
cer p o r sí m ism o la ju sticia, tan to m ás efectiva cu an to que la del conde le
deja el p aso libre y re su lta incapaz de re alizar su deber. Aquí tam b ién las
cronologías regionales son m uy variables: en ciertos casos, com o en Macon-
nais y en C ataluña, los trib u n ales de los condes dejan de reu n irse desde
1030-1040 3’ los tribunales señoriales tom an m uy rápido el relevo; en otras
partes, en p a rtic u la r m ás al norte, la justicia condal resiste h asta finales de)
siglo xi, e incluso h a s ta m ediados deí siglo xn, y es sólo en ese m om ento
cuando las cortes castellanas am plían sus prerrogativas. P or o tra parte, no
todos los señores tie n e n las m ism as com petencias jurisdiccionales. La jus
ticia señorial conoce de los delitos m ás diversos com etidos en la aldea, pero
es ante todo u n a ju stic ia ag raria y territorial; im pone m ultas o la confisca
ción de algún bien, p o r n u m ero sas infracciones, p o r ejem plo en caso de
que u n im puesto no se pague, de que se altere algún lím ite o de que se con
travengan las reglas de uso de los bosques. Además del carácter m uy rentable
de dicha justicia, se \re toda la ventaja que de ella saca el señor, con frecuencia
juez y parte, p a ra co n firm ar su d o m in ación sobre los dep endientes. Al se
ñor en éste como en m uchos otros casos, lo ayudan sus servidores, los sargen
tos que vigilan las cosechas y las corveas, quienes inspeccionan los bosques
v aplican las decisiones de ju sticia; al preboste, el h echo de ser el re sp o n
sable del m a n te n im ie n to del seño río y a quien a m en u d o se reco m p en sa
con una parcela y con u n a p a rte de los im puestos y de las m ultas judiciales,
]o incita a s e r p a rtic u larm en te exigente y explica que co ncentre en su p erso
na oran p arte de la an im o sid a d de los aldeanos. El señ or y su p reboste es
tán obligados en p rin cip io a re sp e ta r las costum b res locales, pero h a sta el
sido x i i i al m enos, sus ju icio s son inapelables. P o r últim o, ciertos señores
acaparan u n a co m p eten cia com pleta, que puede llegar h a sta la condena a
muerte (derecho de alta justicia). Incluso si se utiliza poco, la horca, levan
tada cerca del castillo, es sin d u d a u n sím bolo del p o der señorial, ap to al
menos a d ejar g rab ad o en la m ente de ios depend ien tes u n respeto m ás
bien glacial.
Las corveas, tra b a jo debido en las tierras del am o, y a veces tam bién ac
tividad dom éstica en el castillo y en sus granjas, p asan p o r ser el em blem a
del sistem a señorial. Sin em bargo, es m ás b ien en el sistem a dom inial ca
racterístico de la alta E d a d M edia donde desem p eñ ab an u n pap el central:
los poseedores de los m ansos debían, en general, d ar servicio tres veces por
semana, con el ñn de explotar las tierras de la reserva del am o. E n cam bio,
en el sistem a señorial, en el que la p a rte v alorizada d ire ctam e n te p o r los
señores se reduce de m a n era considerable, las corveas dism inuyen en igual
proporción. In clu so si la d isp a rid a d p red o m in a, u n a situ ació n c o m ú n a
partir del siglo xii, ve las corveas lim itadas a tres días p o r año; en otras p a r
tes a cuatro o seis, a veces con el añadido de un día p o r mes. Además, la ten
dencia, en este caso tam bién, se orienta al pago anual de u n a ren ta en din e
ro que sustituye a la obligatoriedad de las corveas. Puede concluirse que las
corveas dejaron de ser u n aspecto central de la p u n ció n ejercida por los do
m inantes, in clu so si se añ a d e n las corveas de c a rre ta (tran sp o rtac ió n de
diversos granos, de heno, de vino o de otros p ro d u cto s agrícolas), la p a rti
cipación en el m a n te n im ie n to de las fortificaciones del castillo o en la ali
m entación de los g uardias y de los caballos, o tam bién la obligación de par
ticipar en las o p e racio n es m ilitares, tra d ic io n a l p a ra todos los hom bres
libres, in cluido s los cam pesinos. Sin em bargo, co nservan u n fuerte valor
simbólico (com o lo atestigu a la com ida so rp ren dentem en te abun d an te que
el señor ofrece a los aldeanos cu ando realizan las corveas) y concentran m uy
a m enudo la an im o sid ad de los dependientes, que no dejan de rec lam a r su
lim itación y su m onetarización: se consideran tan to m ás hum illantes cu
to que c o n tra sta n con la am plia au to n o m ía característica de la actividad
cam pesina y aldeana. Así es com o las corveas se convierten en un sím h -f-
que desem peña u n papel de ocultam iento y desvía la atención hacia un - .
pecto p o r com pleto secundario de la dom inación (Julien Demade). De ma
nera inversa, los m ecanism os que g arantizan los m ejores ingresos a los
ñores en general son los m enos cuestionados. A los ya m encionados Yiv
que a ñ a d ir el en d eu d am ien to de m uchos aldeanos (debido a m últiples r:,.
zones, com o la im p o rta n c ia de los pagos en dinero o la insuficiencia de las
reservas de grano), que a u m e n ta el v ínculo'de dependencia. De hecho, sel
h a podido observar de qué m an era el control de las reservas cerealeras daba i
u n a im p o rta n te ventaja a los señores, refo rzad a p o r el hecho de que éstos I
fijan las fechas en que las re n ta s en dinero deben pagarse: los campesinos \
deben así vender sus p roductos justo después de la cosecha, en el momento 5
en que los precios son m ás bajos. Ya sea que los señores los com pren enton
ces p a ra revenderlos después con u na fuerte ganancia, com o se h a elabora
do la hipótesis, o que no lo hagan, parece que la co m p ra de las rentas no
p resen ta sólo ventajas p a ra los dependientes. A p a rtir del siglo xm , acentúa
su en d e u d a m ie n to y crea u n a situación favorable a los señores en lo que
respecta al control de las reservas cerealeras.
Tensiones en el señorío
F ragm entación política, fijación espacial, enceiulam iento: otros tantos tér
m inos que, según la h isto rio g rafía h e re d a d a de las Luces y del siglo xix
deberían asociarse con u n a situación de desorden, de regresión o afín en o s
de bloqueo. Aliora bien, el auge y el dinam ism o ganan la partida. Pero la des
cripción de este crecim iento aún debe integrar dos elem entos que por largo
tiem po se h a n co n siderad o o puestos a la lógica del sistem a feudal, pero
acerca de los cuales, al contrario, se desea subrayar que tienen eme ver plena
m ente con su dinám ica: la ciudad y el p o d er m onárquico.
E n la sala d é lo s N ueve, m a g istra tu ra colectiva que g obierna Siena entre 1287 y 1355, A m brogio L orenzetti com pone un vasto fresco que da
lo rm a a los fu n d a m e n to s ideológicos del poder que el consejo, reu n id o en ese lugar, p re te n d e en carn ar, A la tira n ía y a sus co n secu en cias
d esastro sas, el a rtis ta opo n e el B u e n G obierno que, in sp ira d o p o r la sa b id u ría , hace r e in a r la ju stic ia v Ja paz social. Sus efectos se dejan
sen iii U n to en la ciu d ad com o en el cam p o som eiido a su sutoiid¿uí (e! contado). h,n esta rep resen íació n excepcional se m ezclan una. mirada
a t e n t a a la s r e a li d a d e s c o o e r e t a s ele la vid-a. u rb a n a y ur5a prograíTií'trK.ra ¡qs.n i'-i t= r.- ;<=n d f ¡ri f'.'iudttz.i \ c?'- =,>/ c r ttm m r ,.
Dado que no es posible exponer aquí con m ás detalle las form as de desarro
llo de las realidades urb an as, m e lim itaré a evocar algunas cuestiones gene
rales relativas a la relación entre ciudades y cam po, y al lugar del fenómeno
u rb a n o en el sistem a feudal. Es co m ún c o n sid erar a la ciudad y a la "bur
guesía” que la h a b ita com o los ferm entos de un cueslionam iento del orden
feudal, lo que el golpe fatal que asestaron las revoluciones burguesas de los
siglos xvii y x v i i i parece confirm ar. José Luis R om ero expuso con coheren
cia esta visión y llegó a con sid erar que la revolución com ercial y burguesa,
iniciada en el siglo XI, co n stitu ía de en trad a u n fenóm eno radicalm ente aje
no a la lógica del feudalism o y d esem bocaba en la yuxtaposición de dos
sistem as económ icos y cu ltu rales distintos, u n o de los cuales ten d ía al in-
m ovilism o de u n o rd en trad icio n al enraizado en el cam po y dom inado por
la aristocracia, y el o tro caracterizado p o r el dinam ism o del m undo urbano
y el gusto p o r la novedad, p ro p io de la m en talid ad burguesa. No obstante,
hoy se tien d e a h acer prev alecer o tra concepción, v se subraya que el des
arrollo de los intercam bios y de las ciudades es producto de la dinám ica del
feudalism o m ism o, y que te rm in a p o r in teg rarse a ella, a p esar de las ten
siones ya m encionadas. Para Jacques Le Goff, existe en la E dad M edia "una
red u rb an a inscrita en el espacio y en el funcionam iento del sistem a feudal”.
Lo que he dicho del papel de los poderes señoriales, episcopales y condales,
en el auge de las ciudades, del desarrollo paralelo de las com unidades ru ra
les y de las com unidades urbanas, así com o de la im portancia de las aristo
cracias en las ciudades, confirm a esta integración de las ciudades al sistem a
feudal. Como tam bién se h a visto, el auge u rb an o lo suscitan el dinam ism o
del cam po, en p a rtic u lar la p ro du cción de excedentes que cam pesinos y se-
-es venden en la ciudad, y la m on etarización creciente de las rentas, que
obliea a los d ep en d ien tes a a u m e n ta r sus ventas y p ro p o rcio n a a los seño-
.. - un n u m e r a r i o m ás ab u n d an te. Se tra ta de un im pulso decisivo p a ra los
intercambios y el d esarrollo u rb a n o , al m ism o tiem p o que u n a necesidad
vital para el funcionam iento de los señoríos, en este caso p ara el pago de las
r e n t a s y la utilización su n tu a ria (socialm ente indispensable) de la ren ta se
ñorial. Así que resulta riesgoso describir el sistem a feudal com o u n a econo
mía dual, sep aran d o p o r u n lado u n a econ om ía ru ra l de autosuficiencia y
póTeTotto u n a econom ía de m ercado an im ad a p o r las ciudades. Im m anuel
W a U e r s t e i n lo señaló enérgicam ente: “El feudalism o no es la a n títe sis del
La tensión realeza/aristocracia
Como hem os visto, los siglos ix a xi están m arcados p o r una disem inación
de la au to rid ad , que fin alm en te a c a p a ra ro n los castellanos y los señores.
Desde entonces, son ellos quienes, con algunos condes y duques (así com o
con los obispos y los m onasterios que detentan un p o der señorial), com par
ten lo esencial del m ando sobre los hom bres. Como el del em perador, y con
im portantes d iferencias geográficas, el po d er de los reyes no es con m ucho
sino sim bólico. N o c o n tro lan el te rrito rio de sus reinos y no d isponen m ás
que de u n apoyo adm inistrativo irrisorio. Así, el soberano francés sólo tiene
poder real en el d o m in io b a sta n te exiguo que controla, de m a n e ra directa,
alrededor de P arís y de Orleans: el resto del reino se concede en feudos, que
p rácticam ente se vuelven a u tó n o m o s y qu ed an bajo el control de grandes
nobles (duque de B orgoña, condes de C ham paña, de V erm andois o de Flan-
des); m ien tras q ue to d o el oeste p ro n to queda co ntrolado com o feudo p o r
el soberano inglés, E nriq u e II Plantagenet.; en cuanto al su r —Tolosa y Lan-
guedoc—, escapa p o r com pleto a la m irad a del soberano capeto. E n A lem a
nia, donde el em perad o r tam bién es rey de G erm ania y re}? de Italia, el efecto
mosaico se acen tú a todavía m ás, y el soberano ni siquiera se beneficia de un
dominio directo tan com pacto com o el del rey de Francia, lo cual lo vuelve
muy insuficiente p a ra sus necesidades. Por últim o, las m onarquías escandi
navas y eslavas n o d isp o n en m ás q u e de u n p o d e r restrin g id o en extrem o.
No obstante, los reyes existen y disfrutan incluso de u n prestigio que por
lo general n o se cu estio n a. Las fuentes de su legitim idad son diversas: la
conquista m ilitar, co n sid erad a señal del favor divino; la elección, principio
en retroceso, al que se recu rre en ciertos casos de interrupción dinástica; la
designación poi' el rey precedente o la sucesión dinástica, que tiende a impo
nerse (aunque la p ru d en cia in cita a m enudo a co ro n ar al h eredero cuando
su predecesor todavía está vivo). El prestigio de la figura real en la E dad Me
dia se debe sobre todo a la consagración, que ya practicab an los visigodos
que luego refulgió con los carolingios y que por últim o se generalizó en Oc
cidente (con excepción de Castilla, que siguió siendo u n a “m o n arq u ía sin
consagración” y debe siem pre hacer esfuerzos por com pensar esta carencia
de sacralidad; Teófilo Ruiz). D urante este rito, cuidadosam ente codificado
p o r la liLurgia y llevado a cabo p o r un colegio episcopal, el soberano es ungi
do con aceite santo, a la m anera de los reyes del Antiguo Testam ento, lo que
le confiere un c a rá c ter sagrado. Algunos signos, com o el hecho de llevar
puesto m om en tán eam en te la dalm ática del subdiácono o un m anto llevado
a la m an era de la casulla del sacerdote, parecen hacerlo e n tra r en el cuerpo
eclesiástico, al igual que las m enciones de la unción sacerdotal durante el
rilo. Sin em bargo, a diferencia del bastíais bizantino, que tiene categoría de
sacerdote, ios clérigos occidentales se apresuran a subrayar que el rey sigue
siendo un laico y rech azan con vehem encia toda evocación explícita de los
■reyes-sacerdotes bíblicos (M elchisedech, p o r ejem plo). Incluso en Francia,
donde según la leyenda la unción se lleva a cabo con aceite de la Santa Am
polla, m ilagrosam ente traíd a p o r una palom a durante el bautism o de Clodo-
veo, "el rey se acerca, sin lograr llegar a él, a un carácter propiam ente sagra
do” (Jacques Le Goff). Si bien la consagración no es suficiente p ara establecer
un a “m onarquía sagrada” que h aría que el rey quedara integrado al clero, al
m enos lo eleva un poco m ás arrib a de los dem ás laicos, ya que está im estido
con un a alta m isión deseada p o r Dios (incluso a veces se le p resen ta como
"coronado p o r D ios”; véase la foto ix.7). El m ejor signo de esta "aura” es el
po d er tau m atú rg ico conferido p o r la consagración a los reyes de F rancia y
de Inglaterra, célebres p o r cu ra r durante las cerem onias públicas la escrófu
la (Marc B loch). Pero si b ien la consagración contribuye de m an e ra inne
gable a la afirm ación de la figura real, es u n arm a de doble filo. Incluye, en
efecto, el ju ram en to de defender al pueblo cristiano y lu ch ar contra los ene
migos de la Iglesia; y los clérigos no dejan de insistir en las obligaciones qué
in cu m b en al rey, en v irtu d de la coronación. A dm itiendo incluso que el ri
tual m agnifique al prín cipe al m o strar que lo eligió Dios, lo que m anifiesta
de m an era todavía m ás vigorosa es que debe su poder a la Iglesia (y no sólo
a los vínculos de sangre). Incluso si la lectura real de la consagración se es
fuerza p o r debilitar esta influencia, el riLo pone a la m onarquía en u n a fuer
te d ependencia sim bólica an te el clero y las representaciones eclesiásticas.
De acuerdo con los Espejos de príncipes, que con fines pedagógicos ela
boran el re tra to ideal del rey, éste no sólo debe ser fuerte y valeroso en la
atierra, p a ra defender la p az y el b ien com ún, sino tam b ién justo, hum ilde,
caritativo y m agn án im o . C ada vez m ás, se quiere que sea sabio, es decir,
preocupado p o r las verdades divinas y bien in stru id o en n u m e ro sa s d isci
plinas, com o lo fue m ás que n in g ú n o tro Alfonso X de Castilla; y se repite,
después del Policraticus de J u a n de Salisbury, el adagio según el cual “un
u™\ iletrado es com o u n b u rro co ro n ad o ”. El rey m edieval tie n e que ser
—éste es un elem ento decisivo de su p o der— u n rey cristiano, y los so b era
nos occidentales riv alizan en la m ateria: varios se dicen “m uy c ristia n o s”,
en particular el francés, quien m onopolizará este título a p a rtir del siglo xrv;
m ientras que los reyes h isp án ico s reiv in d icarán el de "católicos”. E n este
sentido, el p o der real descansa en u n a adecuación a las n o rm as ideológicas
definidas p o r la Iglesia. Y nad ie m ejor que Luis IX de F rancia llena esta exi
gencia, llevada en su caso h a sta los m ás extrem os escrú pulos de u n a devo
ción y u n a p en iten cia casi m onásticas. El italiano Salim bene dice de él que
se parece m ás a u n m onje que a u n guerrero. E n todo caso es el rey cristiano
ideal, el laico en to d o s los aspectos conform e al m odelo deseado p o r los
clérigos, lo que le h a b rá valido los honores de u n a canonización ú n ica entre
los reyes de E u ro p a occidental después del siglo XII (Jacques Le Goff).
El p o d er m o n árq u ico se c o n cen tra en lo esencial en la p e rso n a m ism a
del rey. Es p o r esto que los soberanos del periodo con sid erado aquí son iti
nerantes. C iertam ente, tien en u n a capital privilegiada, o a m en u d o dos,
pero tienen que desp lazarse to d o el tiem po, p u es su p re se n c ia física es n e
cesaria p a ra d a r fuerza a sus decisiones. El rey, no obstante, no está solo: su
familia desem peña a m en u d o u n papel político, benevolente (el rey capeto
confía a sus h erm an o s territo rio s en infantado) u hostil (revuelta de los h i
jos de E n riq u e II P lantagenet); su en to rn o dom éstico se re p a rte los cargos
de la casa real, que poco a poco se convierten en fu nciones p o líticas que
perm iten p a rtic ip a r en el consejo del rey (el co ndestable está encargado de
los caballos y tam b ién de la guerra; el cam arero h ace las veces de tesorero;
el canciller, que p o r lo general es u n hom bre de Iglesia, red acta y autentifica
las escrituras reales). P or últim o, los grandes vasallos se reú n e n en la corte
del rey, en c o m p añ ía de u n n ú m ero crecien te de expertos, clérigos y ju ris
tas, y tam b ién astrólogos y m édicos. No es sino d u ran te el siglo x i i i cuando
la corte real tiende a fraccionarse en órganos especializados, com o el P arla
m ento, que se d edica a los asu n to s de ju sticia, o el T ribunal de C uentas,
encargado de los ingresos reales.
El p o d er del rey d escansa prim ero sobre su dom inio directo, que por
m ucho tiem po propo rcio na lo esencial de sus finanzas. El rey de Inglaterra,
quien controla u n a gran prop orció n de] suelo de su reino, en p articular los
bosques, igual que en m e n o r m ed ida el de F rancia, puede "vivir del suyo”,
lo que provoca la envidia del em perador. La ad m inistración del dom inio se
confía a oficiales reales (prebostes dom iniales en F rancia), quienes se en
cargan de dirigir los ingresos hacia las arcas reales. A esto se añaden diver
sos derechos económ icos, que todavía no difieren m ucho, a no ser tal vez
cu an titativ am en te, de la n o rm a señorial —derechos de peaje o de aduana
en Inglaterra, im puesto sobre la sal (gabela) en F ran cia—, algunas ayudas
excepcionales, en caso de cruzad a p o r ejem plo, y diversas retenciones a la
Iglesia, (percepciones de los ingresos de los cargos episcopales vacantes; dé
cima — 10 %— para ocasiones particulares, que tienden a generalizarse poco
a poco). A p e sa r de la em ergencia de las teo rías de la so b eran ía real en el
siglo x i i i , el p o d er del rey conserva un sabor em inentem ente feudal. El rey
es un noble; co m p arte los valores y el m odo de vida de la -aristocracia, in
cluso si p retend e d isponer de u n a dignidad y de prerrogativas que lo ubican
p o r encim a de ella. P or lo dem ás, u tiliza las reglas del vasallaje a su favor,
en la m edida en que se le reconoce com o señ o r em inente de todos los va
sallos con feudos en su reino. E sta cu alid ad le perm ite in terv en ir en nu
m erosas ocasiones, ta n to fam iliares y m atrim oniales com o vinculadas a la
trasm isión de los feudos. E n posición de árbitro o de juez, garante de la cos
tu m b re feudal, log ra que le sea favorable el derecho de com iso y con ello
recu p era el co ntro l directo de algunos feudos. De igual m anera, es como
señ o r feudal que p reten d e re u n ir en su ost (ejército) a la totalidad de sus
vasallos, tanto a los directos como a los indirectos, lo que logra sólo si puede
h acer que estos ú ltim os te m a n algún castigo en caso de incum plim iento.
Así, el soberano recurre a m enudo a u n a infantería form ada p o r campesinos
libres o p o r m ilicias u rb an as, y antes de que pase m ucho tiem po, cada vez
m ás a m ercenarios.
El rey dispone de u n a v ariad a gam a de m edios p a ra expandir su dom i
nio directo o su reino. E ntre éstos se cuentan, adem ás del arte de m anejar
el derecho feudal, el de las ad ecuadas alianzas m atrim o n iales (Alienor le
otorga A quitania a Luis VII de F rancia y después, luego de u n desafortuna
do divorcio p a ra el capeto, al inglés E n rique II). Pero la co n quista sigue
siendo el m edio m ás seguro, y el que da al p o d er real la m ayor firm eza. Es
p o r esto que, después de la victoria de G uillerm o el Conquistador y durante
el siglo xn, el reino de Inglaterra, con sus extensiones sobre el continente, es
uno de los m ás sólidos de E u ro p a. El Conquistador se atribuye u n a quinta
parte de las tierras, en p a rtic u la r los bosques, y vuelve uniform es las in stitu
ciones feudales en su beneficio. El ejercicio de ia ju sticia real o d u c a l se
m a n t i e n e ; los sheriffs (que ad m in istran los shires, equivalentes d e los vice-
condados n o rm and os) dependen directam ente del rey, quien es el único en
E u r o p a que conserva un derech o exclusivo de fortificación. Pero sí bien el
p o d e r de los sheriffs alcan za su apogeo a p rin cip io s del siglo xn, después
ficar o stensiblem ente en el curso de los siglos, la d iferen cia en tre clérigos
regulares y clérigos seculares es ig u alm en te im p o rta n te . Al e n tra r en u n a
uidui m onástica cuya Regla aceptan, los p rim eros eligen la h u id a del m u n
do s el aislam iento penitencial, rindiénd ose al sen/icio de Dios m ed ian te la
pLgana, el estu d io y, a veces, la actividad m an ual. E n cu an to a los seg u n
dos, que perm an ecen en el siglo, en m edio del m u n d o y en contacto con los
laicos, éstos tie n e n com o m isión el cu id ad o de las alm as (cura aním arum ,
de donde procede el no m b re que se da a los curas responsables de las p a rro
quias, cuya red p o r entonces se está fo rm and o), a través de la a d m in istra
ción de los sa c ra m e n to s y la en se ñ a n z a de la p a la b ra divina. Aun cu a n d o
algunos de ellos pu ed en co m b in a r am b as p e rte n e n c ia s o p a s a r de u n a a
otra, y aunque en tre los siglos xi y xm las m isiones de los regulares y de los
seculares se im b rican cada vez m ás, se tra ta de dos concepciones d istin tas
del m undo, cuya fo rtu n a va cam b ian d o , y de dos je ra rq u ía s p aralelas (la
primera p arcialm en te ab ierta a las m ujeres, la segunda estrictam ente reser
vada p ara los hom bres) que a veces com piten con rudeza.
Sin em bargo, a p e sa r de las n u m ero sas d iferen cias in tern as, la Iglesia
existe como u n a u nidad, definida a la vez de fo rm a in stitucional y de form a
litúrgica. La d u alid ad que sep ara a los clérigos y a los laicos es en este sen
tido fu ndam ental, au n cu an d o existe u n a zona in te rm e d ia y relativam ente
imprecisa en la fro n te ra de estos dos grupos. Así, algunos individuos p u e
den seguir siendo laicos reglam entariam ente, pero al m ism o tiem po se acer
can o se in c o rp o ra n al estilo de vida m onástico (los conversos cluniacenses
se integran a la co m u n id ad m onástica, a u n q u e con u n estatu s subalterno,
mientras que los cistercienses se encu en tran separad os de los m onjes y son
responsables de las tareas m ateriales; hay que re c o rd a r tam b ién a los m iem
bros de las terceras órden es m e n d ican tes y las b eg ard as de finales de la
Edad M edia, m ujeres laicas que viven en las ciu dades com o m onjas); Ade
más, algunos clérigos n o recib en m ás que las órd en es m en o res (porteros,
lectores, exorcistas, acólitos), o incluso solam ente la to n su ra que el obtspü
otorga y que confiere el e statu s clerical (el que p o r cierto casi siem pre es
requisito p ara gozar de la enseñanza universitaria). La pertenencia al clwo
po r lo tan to p arece te n e r dos niveles: la to n su ra y las órdenes m enores’son
suficientes p a ra co n ferir el e sta tu to de clérigo, pero ú n icam en te el acceso
en las órdenes m ayores (subdiácono, diácono, sacerdote) o el hábito mo
nástico otorgan u n verdadero p o d er sim bólico e im ponen u n m odo de vida
fuera de lo com ún, m arcado p o r la abstinencia sexual. Es p o r esto que en la
F rancia de finales de la E dad M edia, u n a te rc era p a rte de los clérigos sin
contradicción alguna p ued e d eclarar sus lazos m atrim o n iales (puesto que
no h an recibido m ás que las órdenes m enores o la to n su ra). Sin embargo,
estas situaciones in term ed ias no le q u ita n n ad a de im p o rta n cia a la duali
dad clérigos/laicos (es propio de toda realidad social el ser un contim m m de
situaciones concretas, de m an era que la delim itación de los grupos sociales
siem pre es m enos im p o rta n te que la identificación de las polaridades que
estru ctu ran el espacio social). Como lo afirm a hacia 1130-1150, con todo el
rigor necesario, el Decreto que se atribuye a G raciano, o b ra fundadora del
derecho canónico, "existen dos tipos de cristianos", los clérigos y los laicos.
El estilo de vida de los prim eros se caracteriza p o r la re n u n cia al m atrim o
nio, al cultivo de la tie rra y a to d a posesión privada. G raciano subraya tam
bién que la m arca de su estatuto es la tonsura, signo de la elección divina y
de la realeza de los clérigos —realeza evidentem ente espiritual, puesto que
el corte de los cabellos significa tam b ién la ren u n c ia a las cosas m ateria
les—. Se tra ta tam b ién de u n a distinción de estatuto jurídico, pues los cléri
gos, benefician ds del privilegio del fuero eclesiástico, no pueden ser juzgados
p o r los laicos, sino únicam en te p o r u n trib u n al eclesiástico, principalm ente
el del obispo. El que la sim ple to n su ra perm ita reivindicar este privilegio y
que los tribunales a veces deban p erseguir a los falsos clérigos que intentan
arrogárselo indebidam ente, no niega p a ra nada esta dualidad. Al contrario,
estas d isputas m u e stra n su fuerza m ás allá de las dificultades de la clasifi
cación de las personas. E n total, el clero constituye u n grupo privilegiado,
investido de un prestigio sagrado, que ag rupa con to d a verosim ilitud —in
cluso si consideram os sus m árgenes inferiores— a m u ch o m enos de una
décim a p arte de la población medieval.
A cum ulación material y poder espiritual.
D i CMC ..apile! ü ciruido, uh laico (del lado ¡z g u itrü o ) y un clérigo cu¡, su báculo, cuca cxlrcun du d este ioy
^ ü c u e n a m od elo a d u c id o de una iglesia, sím bolo de u n a nueva fu nd ación o d e í bien que es e! obiUuik
.a d onación. Las m an o s te n d id a s de! p rim e ro acaso in d ican qu e el laico ofrece la iglesia m ien tras .)U< .1
cleng o con ios b; a/.os , eeogidos la recibe. E n iodo caso, un áneel sale de 1a n ub e v parece a c e d a r la dmn
a o n , o p o r ¡o m enos bendecirla. E sto sugiere que las d o n acio n es p iad o sas sup on en un sistem a triangula.
O í o s o ios sanios son sus verdaderos d estin a ta rio s, y los clérigos sus sim ples "depositarios".
ravan frecu en tem en te que su bien se ha d ep o sitad o a p erp etu id a d , v no
puede cederse o ni siq u iera in te rc a m b ia rse. Sin em bargo, los perio d o s de
crisis favorecen la u su rp ació n de los b ienes de la Iglesia p o r los laicos, y la
colusión en tre el alto clero y la a risto c ra c ia p u ede p re se n ta r algunas des
ventajas, p o r ejem plo cu an d o u n obispo poco delicado cede ciertos bienes
diocesanos en calidad de feudos a m iem bros de su propia familia. Y aunque
]a lalesia tiene que a su m ir im p o rta n te s gastos que a veces la obligan a ce
der ciertas tierras o a d ep o sitar com o fianza ciertos bienes muebles, su es
tatuto es tal que se beneficia de u n a capacidad de acum ulación sin igual en
el seno de la sociedad feudal.
Además de las tierras, es necesario in clu ir entre los bienes de la Iglesia
los edificios de los m onasterios, catedrales, dependencias y palacios episco
pales. La m ayoría posee m uchos objetos preciosos: tapicerías, vestidos litúr
gicos, retablos y estatuas, altares y pulpitos, libi os y cruces, cálices, vasos y
relicarios, con frecuencia de oro o de p lata con engastes de joyas preciosas,
v todos im pregnados de un gran valor espiritu al y m aterial. E stos objetos,
que tam bién pueden h ab e r donado los laicos, constituyen el “tesoro” de cada
iglesia: nombre que se le da entonces al con junLo de sus relicarios, libros y
objetos m ás preciosos (véase las fotos n i .10 y ix.3). Sem ejante tesoro, donde
lo material y lo espiritual se confunden indisolublem ente, es el m ejor m odo
de acrecentar los ingresos de u n a iglesia, pues atrae peregrinos, que no escati
man sus óbolos a un santo prestigioso y a su “casa”, con la esperanza de re
cibir favores futuros o com o agradecimiento p o r los ya otorgados. Pero tales
objetos son tam b ién los p rim ero s que son robados o que son pignorados en
los m om entos difíciles. Por últim o, hay que recordar que C arlom agno hizo
obligatorio el diezm o, el cual consiste, en prom edio, en u n a décim a parte de
la cosecha o del producto de las otras actividades productivas, y se destina
teóricamente al m antenim iento de los clérigos que tienen alm as a su cargo,
puesto que ellos no p ueden cultivar la tierra ni p ro d u c ir nada con las m anos
(lo cual significaría rebajarse y caer en la capa inferior de la sociedad). Como
veremos, d u ran te el curso de los siglos x v xi. con frecuencia los señores lai-
eos o los m onjes desvían los diezmos; un a vez que se recuperan, la mitad o la
tercera parte de su m onto está reservada para el cura de la parroquia, y ¡o de
más queda p a ra el obispo y el m an ten im ien to de Jos,pobres. Adem ás de su
destinación práctica, el diezm o es tam bién la m arca del reconocim iento del
poder del clero; es el “signo de la dom inación universal de la Iglesia”, según
las palabras del papa Inocencio III (toda resistencia hacía el clero lógicam en
te se com bina con el rechazo o al m enos la reticencia a pag ar este diezmo).
Todo lo a n te rio r sería incom prensible sin el p o d er espiritual que se rs
lacíona con las funciones p rop ias de los oratores. Su oficio consiste en hj
cer plegarias y en realizar los ritos, no solam ente p a ra sí m ism os, sino paj
el conjunto de los cristianos, que de esta m an era pueden, sin pensar siquje
ra en que otros se responsabilizan de su salvación, librarse a las actividade<
propias de su orden, a co m b atir o a p ro d u c ir (véase la foto III.2 ). Los espe
cialistas de la o ració n y de la liturgia que los clérigos son, ofician para tocio;
los seres vivos, y m ás todavía p o r los m uertos, cosa que se convierte en uue
gran especialidad m o nástica, sobre todo en los siglos x a xn. Las donacio
nes pro remedio anim ac (para la salvación del alm a) p erm iten el ser inclui
do entre los fam iliares de la com unidad m onástica, en cuyo favor ésta eleva
sus oraciones y celebra sus m isas, o inclusive de ver el p ropio nom breins-
crito en el libro de la vida (o necrología) del m onasterio, a fin de que perió
dicam ente se le rem em o re. A dem ás de las p legarias p o r los m uertos, los
clérigos asu m en dos funciones principales, en virtud del p o der sagrado que
les confiere el ritu a l de o rd en ació n sacerdotal: tra s m itir la enseñanza v la
p alab ra de Dios, y o to rg ar los sacram entos, sin los cuales la sociedad cris
tiana no se po d ría reproducir. Se tra ta en p rim er lugar del bautism o, que al
m ism o tiem po abre la p rom esa de la salvación (por esto se llam a la "puerta
del cíelo”) y da acceso a la com unidad cristiana, y p o r consiguiente a la vida
en sociedad (no existe n in g u n a fo rm a de reg istro de la existencia social,
aparte del de la Iglesia, antes de la aparición del registro civil, a p a rtir de fi
nales del siglo xvm). El ritu al eucarístico no es m enos fundam ental. Genial
invención del cristian ism o , m ed ian te la cual el sacrificio del dios triunfa
definitivam ente sobre el sacrifico al dios, la m isa (du ran te la cual “el dios se
ofrece a sí m ism o ”, según la expresión de M arcel M auss) reafirm a constante
m ente la cohesión de la sociedad cristiana. M ediante la reiteración del sacri
ficio red en to r de Jesucristo, la m isa garantiza la incorporación de los fieles
a la com unidad eclesial y, com o sacrificio ofrecido p o r ésta, garantiza la circu
lación de las bendiciones con la esperanza de la salvación de los justos.
E n la segunda p a rte volveré a h a b la r de los sacram entos, en particular
del m atrim o n io (a los ya m en cio nados hay que sum ar, p a ra com pletar el
septenario que se constituye en el siglo x i i , la confesión, la confirm ación, la
ex trem aunción y la ordenación). Pero es posible ver ya que estos ritos son
indispensables p ara garan tizar la cohesión de la sociedad cristiana, así como
eí desenvolvim iento de to d a vida h u m a n a en su seno. M arcan sus etapas
principales (nacim iento, m atrim o n io y m uerte) y sólo ellos auto rizan la es
p eran za en la salvación en el o tro m u n d o , sin la cual la vida terre n al no
pii n un sentido cristiano. Ahora bien, ú n icam en te los sacerdotes pueden
évar a cabo todos estos ritos (a veces se discute p a ra saber si un laico pue-
£ ”éri un caso de urg en cia, p ro c e d e r al b au tism o , pero se tra ta de un caso
■xcepcional que casi no tiene efectos prácticos y no contradice la regía fu n
damental). Así, los clérigos, especialistas de lo sagrado y dispensadores ex
clusivos de los sac ra m e n to s que toda vida cristian a requiere, disp o n en de
¿ i monopolio decisivo: sin su ayuda y asistencia no se puede ni vivir en la cris
t ia n d a d ni a s p ira r a la salvación. Los fieles no pu ed en beneficiarse de la
gracj.i divina sin som eterse a la m ediación de los clérigos, sin re c u rrir a los
o'e-.tns a los que la ordenación sacerdotal confiere un poder sagrado. El clero
es sin d uda alg u n a u n in te rm e d ia rio n ecesario en tre los hom bres y Dios.
Sería absurdo —au n q u e conform e con nuestros propios hábitos m en ta
les— sep arar la p a rte m a te ria l y la p a rte esp iritu al del po d er de la Iglesia.
En la lógica del sistem a m edieval, sem ejan te división carece de sentido,
puesto que la Iglesia se define a 1a vez p o r el hecho de ser una in stitu ció n
encarnada, fu n d ad a sobre bases m ateriales muy sólidas, y u n a entidad es
piritual sag rada (aun cu an d o la form a de a rtic u la r am bas dim ensiones no
se logra sin dificultades, com o h a b rá de verse). La Iglesia no tendría poder
material alguno si no se le reconociera u n inm enso p o d er espiritual: no p o
dría ten er lu g a r do nación alguna de tie rra s o de bienes sin el a rre p e n ti
miento que nace al final de u n a vida sobre la que pesa la reprobación de los
clérigos, sin la preocupación de la salvación del alm a y sin la idea de que la
Iglesia pued e ay u d a r a los difun to s en el m ás allá. Adem ás, no se entregan
donaciones a la Iglesia p ara que ésta las acum ule, sino para que a su vez las
done (socorro m aterial a los p obres y a los enferm os, beneficios espirituales
a los donadores y a sus fam iliares). P o r lo tan to conviene rectificar la expre
sión que utilicé anteriorm ente: si la Iglesia goza de una ex trao rd in aria cap a
cidad p ara acu m u lar tierras y riquezas, es porque se le reconoce una fuerza
distribuidora todavía mayor; es porque es capaz de garantiza]' una circulación
generalizada de los beneficios m ateriales y espirituales.
Desde principios del siglo XX, es frecuente co n sid erar que los fieles dan a la
Iglesia b ien es m ate ria le s a cam b io de beneficios ya recibidos o esperados
(protección, curación, salud), h aciend o referen cia de m an era m ás o m enos
precisa a la lógica del don y del co ntrado n, an alizad a p o r M arcel M auss (la
c iI ji s iü í m fíjiiiecriitó .
M frtire irm b iita fto
iic a iiíiiw ititiia iiifr
liiiiiiícnroiiiMriM m
ímmmmimnmm
íM M ((M 3 S M S B S S m
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n 11)11 fi,111 r <11111 Uíi i i i
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r o ío lü .i. Lu ¡)i\)cc^ió¡i ucl púpu Gicguiiu Mugnu áciUnc la pesie que fustigó a R om a (hacia I4¡3;
Lab m u y ric a s ñ o ra s ele! d u q u e J u a n d e B erry, C h a n íilh ’, Condé, 65, f 7 í\\-7 2 ).
T i r a p t iiiis f t in t t f t .CttMClfrlSJfc
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m ftiiflíiis '% ü o i m m A t m . m '
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F o to ttt.3 . La notación m usical, invención de Guido de Arez,zo (finales del siglo Y/; Biblioteca de la Abadía
de M ontecassino, ms. 318, f. 291).
Hacía 1030, el m o n je d u n .ia c e n se G uido de A rezzo (que m u e re e n R«i\ ^ b 1090) p erfe ccio n a un sis-
lema de notación m u sical q u e es el o rig en del n u estro . M ie n tras qn¡ n t m o i m t-nie los “n e u m a s ” so la m e n
te daban las in d icacio n es del ritm o y de la a c e n tu a c ió n , G uido logra .indicar sm equívocos la m odulación
de los sonidos, m ed ia n te la definición de seis n o ta s (do., re, m i, fa, sol, ía —q u e so n las p rim e ra s silabas de
las palabras de u n h im n o a san J u a n ) y su d isp o sició n so b re lín eas d istin ta s— . Adem ás, la “m a n o guido-
nica" es una especie de h e rra m ie n ta n em o técn ica q u e p erm ite a los can to res a b a rc a r diversas octavas. No
es nada so rp ren d en te qu e esta in vención se d eba a un m onje cluniaccn.se, si se tiene en cu en ta la im por
tancia y el fasto que la litu rg ia —y p o r en d e el can to — rev estían en los estab lecim ien to s m o n ástico s que
d e p e n d ía n de Cluny.
m ísteno s de In g laterra después del año 1066, y hacen lo m ism o para los
soberanos hispánicos de la R econquista, lo cual les vale el apoyo financiero
de los reyes de Inglaterra, así como de los de Castilla y León, quienes mandan
anualm ente a Cluny u n censo de 1 000 (posteriorm ente de 2 000) monedas de
oro in cau tad as a los sarracenos. E n total, en 1109, la Iglesia de Cluny for
m a u na vasta red de 1184 establecim ientos, extendida a lo largo y ancho de
la cristiandad (e inclusive en Tierra Santa). Su form idable capacidad de acu
m ulación de riquezas le perm ite construir, a p artir de 1088, una nueva iglesia
abacial (llam ada Cluny III), que fue consagrada en 1130 y que con sus 187
m etro s de largo es la iglesia m ás grande de Occidente, sobrepasando todas
las de R om a (véase foto m.4). Se entiende p o r ta n to que los cluniacenses
hayan tendido con frecuencia a confundir su iglesia con ia Iglesia universal,
e incluso a identificar Cluny con Roma. En el siglo xi, el corazón palpitante de
la cristiandad es m ás m onástico que secular, y tan borgoñón com o romano.
Cluny e n carn a u n m on aq uisino exigente, pero m uy presen te en los
asu n to s del m undo. M ientras que la m isión de los m onjes du ran te la Edad
M edia consistía en u n retiro alejado del m undo, los abades y las principales
figuras de Cluny llegan a to m ar parte activa en las luchas co ntra los enemi
gos de la Iglesia, Pedro el Venerable, abad de Cluny de .1122 a 1156, apoyán
dose en tratado s, em p ren de ofensivas en todos los frentes, tan to contra los
herejes com o co ntra los judíos y los m usulm anes. E sta evolución reduce la
distancia entre los regulares y los seculares, en gran parte porque los moti
les cluniacenses, quienes casi siem pre han recibido el sacerdocio, asum en el
cargo de las iglesias que se les confían, y de esta m anera se im plantan en la
íed p arro q u ial y llevan a cabo las tareas pastorales. Esto no se hace sin en
fren tam ien to s con los seculares, en el curso de los siglos XI y XII, antes de
que sea reconocido el derecho de los m onjes a ejercer las tareas pastorales,
a condición de que se som etan a la autorización y el control del obispo. Sin
em bargo, el éxito m ism o de Cluny aviva ciertas contradicciones, las cuales
conducen a su declinación: desde principios del siglo xn sobre todo, la ex
trem a riqu eza de Cluny y su participación en el siglo em piezan a ser objeto
de críticas; la estrech a relación con las fam ilias aristo cráticas no deja de
tener sus inconvenientes, y la dependencia respecto de las donaciones se deja
sen tir cuando su ritm o com ienza a dism inuir; p o r últim o, la protección di
re c ta del pap a, que d u ra n te m ucho tiem po fue g aran tía de autonom ía, se
tran sfo rm a en u n a pesada tutela.
De hecho, a finales del siglo xi y durante el siglo xn, hacen su aparición
nuevas ó rdenes m onásticas, todas las cuales a su m an era se esfuerzan por
É «
. ^ lu1^
Foto iu.4. La iglesia abacial de Cluny, antes de su destrucción (litografía de finales del siglo xvm ).
Combre de sim onía se atacan todas las form as de intervención de los laicos
en los asuntos de la Iglesia, particu larm en te la ap ro p iació n señorial de igle-
si ,s diezmos. E fectivam ente, ésta tiene com o co nsecuencia que los cléri-
tr^ iL tib a n su cargo (sagrado) de las m anos (im puras) de los laicos, m ien-
h i aue estos ú ltim o s recib en u n a p a rte su stan cial de las g anancias del
¿néficio concedido. Las asam bleas sinodales y J a s decisiones pontificias
reclaman p o r lo ta n to la re stitu c ió n de las iglesias a p ro p ia d a s p o r los lai
cos TcTciial beneficia al p rincipio a los m onjes, sob re todo a los c lu n ia ce n
ses antes de que las p arro q u ias sean devueltas con m ás frecuencia a la tu
tela episcopal. E l ritm o de las restitu cio n es es m uy variab le según las
regiones, pero generalm ente es b a sta n te lento: son ra ra s las zonas donde se
hayan alcanzado resu ltad o s no tab les a p rin c ip io s del siglo Xii. Es sobre
lodo en la segunda m itad de este siglo y la p rim e ra del siguiente cu an d o el
movimiento se acelera (así, en la cuenca parisin a, los laicos ya no controlan
raásque 5% de las iglesias h acia 1250), au n q u e a veces, com o en N orm an-
día, poseen todavía en tre u n a te rc e ra p a rte y la m ita d de ellas, h a cia 1300.
En cuanto al celib ato de los sacerdotes, éste ya lo h ab ían exigido los
concilios desde el siglo V; pero a la sazón se tra ta b a de u n a exigencia m orai,
más que de u n a n o rm a rig u ro sa m e n te im perativa. Todavía en el siglo XI
apenas se re sp e ta b a y m ucho s sacerdotes e stab an casados o vivían en con
cubinato, po rq u e adem ás las designaciones señoriales poca atención p re s
taban a estos criterios. Pero sería erró neo no ver allí m ás que u n problem a
de m oral, pues se tra ta m ás que n a d a de red efinir el e sta tu to del clero. Al
hacer de la re n u n c ia ab so lu ta a la sexualidad y en consecuencia ctel celi
bato— la regla definitoria del estado clerical, la reform a procede a la sacra-
lización de los clérigos, es decir, según la etim ología de este térm in o , a p o
nerlos aparte, a d istin g u irlo s rad icalm en te de los laicos en el m o m en to
mismo en q u e 'la Iglesia p erfeccion a u n m odelo cristian o del m a trim o n io
para los últim os (véase el capítulo ix en la segunda parte). La obsesión de la
“pureza" del clero y la preocupación de distanciarlo de todo peligro de con
tam inación (que provocaría u n contacto in o p o rtu n o con los laicos, con |as
riquezas m ateriales y con la carne) están a la m edida de la nueva sacralidad
que los clérigos reivindican. É sta se m anifiesta en p articu lar en la evolución
del ritual de o rdenación, el cual m u ltiplica los sím bolos de la gracia \ de)
poder esp iritu al que ento nces se confieren al sacerdote, alejándose de la
sencillez de los siglos an terio res. La tra n sfo rm ac ió n de las concepciones
eucarísticas (véase el capítulo vi en la segunda parte) es otro de sus signo*,,
puesto que la doctrina de la p resen cia real, que el pap ad o hace suya a me
diados del siglo xi, confiere al sacerdote el poder de “pro d u cir con su propia
boca el cuerpo y la sangre del Señor", según las p a lab ras de Gregorio VII,
es decir, de realizar cada día el increíble m ilagro de tra n sfo rm ar el pan y el
vino en carne y sangre, el verdadero cuerpo de Cristo realm ente presente en
el sacram ento.
Éste es uno de los m eollos de las tran sfo rm acio n es que afectan a la
Iglesia du ran te los siglos xi y xn: llegar a u n a sacralización m áxim a del cle
ro, que al m ism o tiem po refuerce su po d er espiritual y p rohíba a los laicos
toda intervención p ro fan ad o ra en el ám bito reservado de la Iglesia. Sacrali-
zar es separar. Ahora bien, el m ovim iento de refo rm a no hace m ás que se
parar. D istingue los spiritualia, que no pu ed en p o seer y co nferir m ás que
los clérigos, y los temporalia, a los cuales los laicos tien en que limitarse.
Im pone u n a serie de oposiciones paralelas, entre lo espiritual y lo material,
el celibato y el m atrim onio, los clérigos y los laicos, y se esfuerza por evitar
en tre estas categorías to d a m ezcolanza (la cual, hay que señalarlo, no es
condenable m ás que en caso de contam inación de lo espiritual por lo mate
rial, de la co rru pción de los clérigos p o r las acciones de los laicos, siendo
juzgada p ositivam ente la relació n inversa). Al térm in o de este proceso de
separación, G raciano pu ede afirm ar, com o hem os visto, que “existen dos
tipos de cristianos”. Es esto lo que ya an unciaba casi u n siglo antes —a títu
lo de p rog ram a— H u m b erto de Silva C andida en su Libro contra los sim o
niacos: “Así com o los clérigos y los laicos se hallan separados en el seno de
los santuarios p o r los lugares y los oficios, así se deben distinguir al exterior
en función de sus respectivas tareas. Que los laicos se consagren solamente
a sus tareas, los asu n to s del siglo, y los clérigos a las suyas, es decir, los
asuntos de la Iglesia.” La relación en tre la in stitu ció n eclesial y la com uni
dad cristiana h ab ría de q u ed ar p o r eso profu n d am en te transform ada, y ésta
es la razón, com o ya lo dije, de que en los siglos xi y x i i el vocablo Iglesia
term ine p o r significar principalm ente al clero, p a rte em inente que vale por
el todo cuya salvación asegura, m ien tras que se suele re c u rrir a la noción
de chñsticm itas p a ra d e sig n a r al c o n ju n to de ia so cied ad c ristia n a , o rd e
n ada bajo la conducción de su jefe.
Las catedrales, que el arle gótico engrandece, se ub ican en el co razó n del tejid o urba.no, al que
d o m in an co n su m asa casi a p la c a n te . D edicada a san E steb an , la de B ourges se com enzó en
1195 y quedó lerm inada en lo esencial a m ediados del siglo siguiente. Se caracteriza p o r sus di
m ensiones p articu larm en te im po nentes (125 m etros de largo, 50 m etro s de ancho y 37.5 metros
de a ltu ra) y una n otab le h o m o g en eid ad , q u e p u e d e a p re c ia rse en su p la n o (véase el croquis
m 3 ). Se p ercib e a la derecha la serie de co n trafu e rtes que so stien en la alia nave central, desde
la fachada h asta ei presb iterio, sin que n in g ú n cru cero in te rru m p a su regularidad. Proyección
de u n a nave form ada p o r cinco naves, la am plia fach ad a está com p letam en te articu lad a po r ios
cinco portales, cuyas ja m b a s se u n e n u n a s con otras.
CATEDRAL DE LEON
í-LANTAI-E; LA/■.NTiüüA YGLESiA ROMANEA H£wAZ.iüM/M:/, ZUH -AACTUAL
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C roüus iii.l. D im ensiones com paradas de la catedral gálica de León y el edificio rom ano que remplaza.
Ln León, las obras que se em p ren d iero n en el siglo xix h a n p erm itid o d escu b rir los cim ientos del edificio ro
mánico que se h a lla b a s itu a d o b ajo la c o n stru c c ió n gótica q u e vino a re m p la z a ría (al c o n tra rio , el caso de
Salamanca p erm ite a d v e rtir u n a situ ac ió n excepcional, p u esto que la cated ral gótica está c o n stru id a al lado
tic aquella de la ép o ca ro m án ica, señal m u y r a ra de respeto hacia u n a co n stru cció n an terio r). El edificio ro
mánico (co nsag rado en 1073) incluye tres naves, ca d a u n a re m a ta d a p o r un áb sid e se m ic ircu lar. Un siglo
mas tarde, el obispo M a n riq u e de L ara (1181-1205) em p ren d e la c o n stru cció n de u n a nueva cated ral con e)
apoyo del rey A lfonso IX. In te rru m p id a s, la s o b ra s vuelven a in ic ia rse d u ra n te el o b isp a d o de M artín Fer
nández (1254-1289), q u e co nclu ye ex ito sa m e n te la edificación de los p o rta le s de la fac h a d a o ccid en tal. La
nueva catedral m u ltip lic a c o n sid e ra b le m e n te el esp acio in te rio r u tilizab le, signo a la vez del crecim ien to
u rb a n o y de- la v oluntad de p o d e r de la Iglesia.
éstos no pueden estar perforados m ás que p o r estrechas ventanas, que des
tilan un a luz p arsim o n io sa e irreg u lar (véase la foto m.7). E n u n a iglesia
rom ánica, las zonas de som b ra v de luz- co n tra sta n vigorosam ente y tros-
m en tan el espacio interior. E sta im presión de fragm entación está acentua
da todavía p o r la heterog en eid ad de las form as arq u itectu rales y la au v n
cia de un m ódulo com ún a las diferentes partes del edificio, de m anera que
la nave principal 3' las naves laterales, crucero y trib u n a s, coro y cúpulas,
deam bulatorio y capillas laterales parecen ser igual n ú m ero de elementos
autónom os agregados unos a otros (véase el croquis 111.2). P or otra parte, el
arte rom ánico es un arte del m u ro y de la superficie: sub ray a la im portan
cia de las am plias superficies de m urallas gruesas y densas, cuya construc
ción de piedra es visible d irectam ente desde el exterior, o se reproduce me
diante un revestim iento pintado, en el interior. Aquí las necesidades técnicas
se com binan con los móviles ideológicos, puesto que, al igual que la institu
ción que sim boliza, la iglesia preten d e ser u n a fo rtaleza que se defiende
co n tra el m u nd o exterior y p o r lo ta n to no puede, sim bólicam ente, dejarlo
p en etrar en su seno m ás que con p rudencia. Es necesario exaltar esos mu
ros que la protegen, ta n to com o las to rres-cam p an ario s que p o r entonces
enm arcan m asivam ente la fachada, p a ra significar la vigilancia de la cinda
dela divina. De esta m a n e ra la iglesia ro m án ica se m u e stra com o u n a ciu
dad santa fortificada, prefiguración terrenal de la Jerusalén celeste con sus
m urallas de piedras preciosas, isla de p ureza espiritual en m edio de la ame
nazadora confusión del m undo.
P ara calificar a la a rq u ite c tu ra gótica, p o r lo general se enum eran el
arco ojival, la bóveda de crucería y los arbotantes. Pero de los tres solam en
te este últim o es acaso u n a invención gótica, pues la bóveda de crucería se
em pezó a utilizar desde finales del siglo XI en el ám bito anglonorm ando (en
particu lar en la catedral de D urham ). Lo que m ás bien caracteriza al gótico
es la com binación de estos tres elem entos, al servicio de u n proyecto técni
co-ideológico nuevo. Una de sus prim eras form ulaciones puede observarse
entre 1130 y 1144, en la reconstru cción dirigida p o r el abad Suger del coro
y de la fachada de la abadía de Saint-Denis, necrópolis de los reyes de Fran
cia, aun cu ando quizá conviene a te n u a r el papel in au g u ral que p o r lo co
m ú n se atribuye a este edificio (R oland Recht). A lo largo de los decenios
siguientes el gótico se afirm a, adaptándose a diversas necesidades, durante
la co nstrucción de n u m ero sas catedrales de la p a rte cen tral del reino de
F rancia (Sens a p a rtir de 1140, N otre-D am e de P arís a p a rtir de 1163). Al
canza su m ad u rez en los años 1220 a 1270, de acu erdo con m odalidades
F oto m ./. La nave de cañón de la iglesia abacial de Conques (segunda m itad del siglo vó.
Rerm /ada en g ran p a rle b ajo el ab ad O dolric (m u erto en 1065), la iglesia ab acial de C onques
parece te rm in a d a c u a n d o el a b a d Begon III (1087-1 107) edifica el claustro. En la a rq u ite c tu ra
rom ánica clásica, los arco s son de m ed io p u n to y re p o sa n en p ilares, co lu m n a o m e d ia s co
lum nas, p o r lo general o rn a d a s con capiteles, com o aq u í se p uede v e r en las p artes elevadas de
la nave p rincipal. L a nave central de cañón, refo rzad a p o r arcos p erp iañ o s. p rolonga la m ism a
form a sem icircular. L a luz sólo p en etra in d ire ctam en te en la nave cen tral, incluyendo la p a n e
superior d o n d e las trib u n a s —piso su p e rp u e sto a las naves la te ra le s— h acen c o n tra p e so a la
carga de 3a b ó ved a cen tral. A sim ism o, el ábside, d o n d e ap arece el a lta r mayor, sólo está p e rfo
rado por estrechas ven tan as (ú n icam en te el crucero, que está re m a ta d o p o r u n a to rre octagonal
que d a ta dei siglo xiv, se e n c u e n tra m ás ilum inado). E n u n a nave ro m án ica, los co n tra ste s de
so m b ra y de luz están m uy m arcad o s.
CküQiib j¡¡,2. Plano de un edificio rom ánico: N out-D am e-du-P orí en Clennoní-Feyrand
(principios del siglo xn).
N oire-D am e-du-P on ofrece un ejem plo típico de un edificio ro m án ico en form a de cruz latina.
Se p u ede identificar la nave cen tral, flanqueada por dos naves laterales rem a ta d a s con tribu
nas, el cuerpo occidental asociado con la fachada, el cru cero co ro n ad o p o r u n a cúpula, el coro
ro d ead o de un d eavubulatono con sus absidiola^. Se advierte que todob estos elem entos no uti
lizar- ningún m ódulo de m ed id a com ún: ni siquiera e,\i¿>ie u n a relación n u m érica en tre el largo
de la nave central > el de las naves laterales, com o tam poco en tre la longitud de las bovedillas
de la nave y la del crucero.
m uchas veces c o n tra sta d a s (C hartres se te rm in a en lo esencial en 1220,
Amiens y R eim s h acia 1240, B ourges h a c ia 1250). P au latin am en te, el lla
mado opus francigenw n (señ alan do así que líe-d e-F rance es su cuna) es
a d o p t a d o a lo largo y an cho de tod o e l O ccidente, con m últiples y cada vez
más r e f i n a d a s variantes, y se vuelve, de B urgos a P rag a y de C anterbury a
Milán, Ia técnica constructiva do m inante h a sta p rincipios d e l siglo xvi.
Para explicitar este nuevo sistem a constructivo, que no tiene equivalen
te en la historia, se pued e em p ezar con la bóveda de crucería, form ada p o r
dos n e r v a d u r a s de p ie d ra que se cru z a n en ángulo recto y que es capaz de
s o s t e n e r el resto de la bóveda, h e c h a de m a te ria le s m ás ligeros (véase la
fofo lll-S ). D e e sta m an era, to do el peso de la bóveda se dirige a las cu atro
c o J u m i i '- — ' ' ' ' i sostienen, de m anera que m e d ia n te el co n trap eso a estas
fuerzas, p ío i 10 p o r los co n trafu ertes y a rb o tan tes, se prescinde de la íun-
i ion -o stc n m o ia de los m uro s laterales, los cuales p ueden ser rem plazados
puf a m p l i a s ap ertu ra s. D e allí los g ran d es vitrales que llam an la atención
tanto por la p ro fu sió n casi inasib le de las rep resentaciones que contienen,
como por la luz co lo read a con la cual i n u n d a n el edificio. E l g ran logro d e
la arquitectura gótica es la desaparición casi total de esos m uros que carac
terizaban al edificio i um aiuco, y la irru p ció n en el lu gar de culto de u n a luz
en verdad ru tilan te y cam biante, p ero que redu ce los contrastes de som bra
v claridad y tiende a hacer del edificio un a u n id a d de ilum inación. Si el ro
mánico fue un arte del m uro, el gótico es un arte de la línea y de la luz, sig
no sin lu g ar a d u d as de u n a relació n con el in u n d o m ás abierta, m enos
preocupada p o r el co n tacto con las realid ad es m u n d a n as, las cuales están
tan presentes a las p u ertas m ism as de las catedrales.
A través o m ás allá de la im p o rtan cia de la luz, en el corazón de la b ú s
queda gótica se e n c u e n tra n dos principios. E n p rim e r lugar, la unificación
del espacio in te rio r no es so lam en te la co n secu en cia de la luz coloreada y
continua que difunden los vitrales; p a ra em pezar, está ligada a la adopción
de planos que h acen que el edificio sea cada vez m ás hom ogéneo (elim ina
ción de las trib u n as, aten u ació n de los cruceros, integración del deam bula-
torio y de las capillas laterales en la u n id ad a rq u ite c tó n ica del coro) y que
utilizan en to d a s las p a rte s de la iglesia m edidas c o o rd en ad as que están
fundadas en u n m ódulo único (véase el croquis m.3). No existe detalle en el
diseño de las p eq u eñ as co lum n as o de las m o ld u ras que no se elabore de
m anera m ás sistem ática, re c u rrie n d o a form as poco n u m ero sas pero que
están asociadas m ed ian te m ú ltiples com binacion es. A diferencia de los es
pacios je ra rq u iz ad o s y diversificados del ro m án ico , la a rq u ite c tu ra gótica
F o t o i i í .8 . Bóvedas de crucería y am plios vitrales: el coro v la nave de la catedral de León
(segunda, m ita d del siglo xm ).
L a c a te d r a l d e L e ó n m u e s t r a la c u lm in a c ió n d e la b ú s q u e d a g ó tic a , d e la c u a l la b ó v e d a de
c r u c e r ía e s u n o d e lo s i n s t r u m e n t o s té c n ic o s p riv ile g ia d o s . G r a c ia s a é s ta , f o r m a d a p o r dos
n e r v a d u r a s c u y a i n t e i 's e c c i ó n q u e d a r e f o r z a d a p o r u n a f u e r t e e l a v e d e o r c o , l a s f u e r z a s c r e a
d a s p o r e l p e s o d e l a b o v e d a m i e n t o s e c o n c e n t r a n e n l o s p i l a r e s l a t e r a l e s , a p u n t a l a d o s e x te r io r -
m e n t e p o r lo s a r b o t a n te s y s u s c o n tr a f u e r te s . D e e s ta m a n e r a la s t r i b u n a s p u e d e n e lim in a r s e y
lo s m u r o s la te r a le s r e m p la z a r s e p o r i n m e n s o s v itr a le s , i m p r e g n a d o s d e c o lo r e s b rilla n te s
V s a t u r a d o s d e i c o n o g r a f í a . B a jo la s a lt a s v i d r i e r a s a p a r e c e e l t r i f o r i o , s e r i e d e a r c a d a s d e n tr o
d e l a s c u a l e s s e u b i c a n v i d r i e r a s m á s p e q u e ñ a s y, m á s a b a j o , l o s a r c o s m i t r a l e s q u e s e a b r e n a
la s n a v e s la te ra le s . E s p o s ib le c o n s id e r a r la a r q u i t e c t u r a g ó tic a c o m o u n a a u d a z c o m b in a c ió n
d e p i l a r e s s o p o r t a d o r e s y p a r e d e s d e v i d r i o ( c o s a q u e l a c a t e d r a l d e L e ó n , c o n s u s 1 8 0 0 m 2 ele
v itra le s , e x p re s a c la r a m e n te ) . P o r lo ta n to n o e s s o r p r e n d e n te q u e la s v a n g u a r d ia s a rq u ite c tó
n i c a s d e p r i n c i p i o s d e l s ig lo x x , c o m e n z a n d o p o r e l B a u h a u s , h a y a n , r e i v i n d i c a d o e l g ó tic o
c o m o u n a d e la s p re fig u ra c io n e s d e s u s p r o p ia s b ú s q u e d a s .
Cro q t us; n i . 3 . Plano de un edificio gótico : la catedral de San Esteban de Bourges
(primera ir d * " '1 X lü ).
L a c a t e d r a l d e B o u r g e s l l e v a n) e x t r e m o la 1 g ó t i c a d e la h o m o g e n e i d a d d e l l u g a r s a
g r a d o y la u n i f o r m i z a e i ó n c o n s t r u c t i v a . L a i al e s tá f la n q u e a d a p o r c u a tr o n a v e s la te
r a l e s y r e m a t a d a p o r u n d o b l e d e a m b u l a t o r i o . L a s c a p i l l a s q u e s e a b r e n h a c i a el d e a m b u l a t o r i o
son ta n p o c o p r o f u n d a s q u e q u e d a n d e n tr o d e l e s p e s o r d e lo s c o n tr a fu e r te s , y se h a s u p rim id o
el c r u c e r o ( l a s c a p i l l a s l a t e r a l e s e n l o s c o s t a d o s d e l a n a v e f u e r o n a ñ a d i d a s p o s t e r i o r m e n t e ) . E l
m is m o m ó d u lo d e m e d i d a f u e u t il iz a d o d e u n c a b o a l o t r o d e l e d if ic o ( u n a b ó v e d a d e la s n a v e s
la te r a le s e q u iv a l e a la c u a r t a p a r t e d e u n c r u c e r o d e la n a v e c e n tr a l) . A s im is m o , t o d o s lo s e le
m e n to s , c o m o la s m o ld u r a s , la s c o lu m n illa s y lo s c a p ite le s , tie n e n la m is m a d im e n s ió n e n t o
d a s la s p a r t e s d e la i g le s ia . L a u n i d a d d e l p r o y e c t o a r q u i t e c t u r a l fu e p o r lo t a n t o d e f in id a d e s d e
e) i n i c i o d e l a c o n s t r u c c i ó n , h a c i a 1 1 9 5 . y m a n t e n i d a d u r a n t e l a s e g u n d a e t a p a , q u e s e e m p r e n
dió h a c ia 1 2 2 5 , h a s t a s u t e r m i n a c i ó n a m e d i a d o s d e l m i s m o s ig lo . L o s d o s p l a n o s s e a j u s t a n a
u n a e s c a la m u y d i f e r e n t e , y h a y q u e t e n e r e n c u e n ta el h e c h o d e q u e la c a te d r a l d e B o u r g e s e s
m á s d e d o s v e c e s m a y o r q u e N o tre -D a m e -d u - P o r t.
busca la u nificación a través de la articu lació n de elem entos tan hoinogg
neos com o sea posible hacerlos. Es esto lo que Ervvin Panofsky nontbruVi
"el principio de clarificación" que opera en la arquitectura gótica, esa pre
ocupación p o r la "autoexplicación” que in ten ta hacer perceptible el pimci-
pió constructor del edificio, lo cual según él es síntom a de u n a comunidad
de p en sam ien to y de h á b ito s con la escolástica contem poránea: ¿no están
las Sum as teológicas del siglo xru, tam bién, fundadas en u n doble principio
de clasificación sistem ática y coherencia totalizadora, de división en partes
constantes, englobadas en un conjunto hom ogéneo cuya estructura se ex-
plicita con claridad?
El segundo principio consiste en un deseo de espiritualización. Uno de
sus signos p aten tes es la negación del m uro, m aterial, en beneficio de la
luz, que la E d ad M edia relaciona con lo espiritual y considera un símbolo
de Dios ("La obra resplandece con noble luz. Que su resplandor ilumine los
espíritus, a fin de que guiados p or las verdaderas claridades, alcancen la
verdadera Luz, allá donde Cristo es Ja verdadera p u e rta ”, dicen los versos
que Suger hizo g ra b a r en la fachada de Saint-Denis). La verticalidad cre
ciente de las líneas arquitectónicas, su brayada p o r las pequeñas columnas
que artic u la n cad a vez m ás los pilares, es o tra de sus m anifestaciones, así
corno la b ú sq u eda de u n a elevación de las bóvedas que cada vez es más au
daz. É sta alcanza 36 m etros en Chartres, 38 en Reim s, 42 en Amiens, mien
tras la intrepidez de los arq uitectos góticos en vano se alza h asta los 48
m etros en Beauvais, cuyo coro se desplom a en 1284. U na vez alcanzado
este lím ite, el llam ado del cielo se desplaza hacia los añadidos exteriores, y
la flecha de pied ra de la catedral de Strasbourg, a principios del siglo XV, se
eleva h asta lot> 142 m etros, elevación que no será superada p o r ningún mo
n um ento h asta el siglo xix. Por lo tan to es posible im aginarse, sobre todo si
se piensa en su contraste con la poca elevación de las habitaciones urbanas,
en que form a las naves "sobredim ensionadas” de las catedrales debían im
p resion ar a los contem poráneos (Roland Recht).
Por cierto, las cated rales —asociadas con los nu m ero so s edificios que
las rodean, el palacio episcopal, las residencias de los canónigos y la casa
de Di os— co n stitu y en el corazó n de las ciudades m edievales. Financiadas
p o r las donaciones de los fieles, pero sobre todo p o r los ingresos señoriales
y eclesiásticos de los obispos y los canónigos —es decir, p o r la sobreexplo-
tación de sus dependien tes ru rales—, éstas son en efecto ocasión de obras
prolongadas V considerables, incluso jam ás term inadas, que estim ulan no
tablem ente la actividad u rb an a. Así, la catedral y la ciudad m an tien en una
i .¡Án a la vez ín tim a y am bigua: visible desde m uy lejos, em blem a de la
, j,u] v su creciente in teracció n con la ca m p a ñ a circu n d an te, la catedral
| mismo tiem po parece d o m in a r la ciudad, casi a p lastarla con sus dim en-
\ „ |o Cu al acaso 110 es m ás que u n a fo rm a de h a c e r percep tib le la po-
feiicia de u n a institución eclesial p o r entonces triunfante.
E n tre lo s siglos XI y xni no e s solam ente la iglesia de p ied ra lo que cam bia,
sin o tam bién la Iglesia com o in stitución . La creación de las órdenes m e n
d i c a n t e s es u n o de los aspecto s m ás no tab les de estas tran sfo rm a cio n es.
P ara empezar, evocaré la figura de san Francisco, personaje a la vez sin g u
la r v revelador de las tension es de su siglo. Para esto hay que re c u rrir a las
cljietvmes Vidas q u e sus discípulos re d a c ta ro n de co n fo rm id ad con las le
ves del género hagiográfico, con el p ro p ó sito de a te stig u a r la sa n tid a d de
F r a n c i s c o y de fo rta le c er su culto. P o r lo tan to , en estos textos no se debe
luisiai tanto u n a "verdad" biográfica com o u n a expresión de los m odelos y
los \ alores ideales de u n a época. S an F ran cisco nace en 1181 o 1182, en
Asi^ u n a ele las ciud ad es del cen tro de Italia donde el c o m e r c i o florece p re
c o z m e n t e . Es h ijo de u n rico m e rc a d e r cuyos negocios ten d ría que c o n ti
nuar. Sin em bargo, el joven F ran cisco em p ren d e la b ú sq u e d a de ideales
más elevados, signo de que el desarrollo de las actividades u rb an a s no sig
n if ic a n e c esariam en te la fo rm ació n de u n a "burguesía" d o tad a de valores
p r o p i o s bien asegurados. Sin saberlo, tiene interio rizad as las je ra rq u ía s de
su t i e m p o y al p rin cip io sueña con proezas caballerescas y se p re p a ra para
p a r t i r a la guerra en el s u r de Italia. M as u n a visión so b re n a tu ra l lo d i
suade de tal cosa. Luego, m ien tras reza en la i g l e s i a de San D am iano ante
la i m a g e n de C risto en la cruz, éste le h ab la y lo invita a re c o n s tru ir su
i g l e s i a . Com o b u e n laico, a q uien las realid ad es m a te ria les aún im p id en
e l e v a r s e h a sta las verdades esp iritu ales, F ran cisco cree que tien e que
aprender la a lb a ñ ile ría p a ra re p a ra r el edificio que am en aza con d e rru m
barse. Pero es ev id en tem en te p a ra u n a m isión m ás alta que C risto lo lla
ma. Francisco, cuya co n d ucta provoca un conflicto con sus padres, p o c o a
p o c o to m a c o n cien cia de e sta m isión, y re n u n c ia a la h e ren c ia p a tern a.
M ediante u n acto decisivo de conversión, se desviste p a ra re stitu irle a su
padre las telas con las que com ercia, y se coloca, desnudo, bajo la p ro te c
ción del o b isp o (véase la foto m.9). E n vez del b ie n e sta r m a te ria l que su
F oto m .9 . San Francisco renuncia a los bienes paternos (hacia 1290-1304;
frescos de Giotto en la basílica de Asís).
É s t e e s el e p i s o d i o c r u c i a l d e ¡ a c o n v e r s i ó n ; e n u n a c t o t e a t r a l , F r a n c i s c o s e d e s n u d a y d esecha
l a r o p a q u e s u p a d r e l e h a b í a d a d o , p a r a d a r a e n t e n d e r a s í s u r e n u n c i a a l a h e r e n c i a f a m ilia r .
E l o b is p o ]o c u b r e p ú d ic a m e n te c o n s u p r o p io m a n t o , c o n u n g e s to c a r g a d o d e l s im b o lis m o de
la a d o p c i ó n , a q u í t r a s p u e s t o e n e l p l a n o e s p i r i t u a l . A u n q u e se d a c o m o u n j u e g o t e x t i l ( d e ¡as
r o p a s d e l p a d r e a l m a n t o d e l o b is p o ) , la c o n v e r s ió n e s s o b r e t o d o u n a s u n to d e p a re n te s c o : san
F r a n c i s c o r o m p e c o n s u s p a r i e n t e s c a r n a l e s , p a r a m o s t r a r l a s u p e r i o r i d a d d e l p a r e n t e s c o e s p i
r i t u a l q u e u n e a lo s m ie m b r o s d e la I g le s ia , m i e n t r a s q u e s u g e s to d e o r a c i ó n a p u n t a a la m a n o
b e n d e c i d o r a d e l P a d r e d iv in o . U n o d e s u s b i ó g r a f o s d e h e c h o p o n e e n s u b o c a e s ta s p a la b r a s ,
e n e s e p r e c is o i n s t a n te : " C o n t o d a lib e r ta d , e n a d e la n t e p o d r é d e c ir : ¡ N u e s tr o P a d r e q u e e s tá en
lo s c ie lo s ! P i e t r o B e r n a r d o n e y a n o e s m i p a d r e ” . E n c u a n t o a G i o t to , é s t e d a a l s i s t e m a d e l p a
r e n t e s c o m e d ie v a l la f o r m a d e u n a p e r f e c t a g e o m e t r í a ( p a r e n te s c o c a r n a l , p a r e n t e s c o e s p ir itu a l,
p a r e n t e s c o d iv in o ) .
nacimiento h a b ría de procu rarle, ab raza la exigencia de una pobreza radi-
f-il v elige "seguir desnudo a Cristo d esn udo ”.
Su m ensaje, que p o r entonces com ienza a p re d ic a r m e d ian te la pa)a-
|,ra y sobre to d o m ed ian te el ejem plo, im p resio n a p o r su sencillez: vivir
ron ei Evangelio com o única regla: h acer penitencia. F rancisco lo pone en
p r a c t i c a a través de u n a devoción que asocia la in m ed iatez con cierta ale-
ena m anifestación de u n a com unión con Dios que, sin em bargo, no sería
p o s ib le alcanzar sino m ediante el severo cam ino de la penitencia. Sem ejan
tes rasgos con frecu en cia h acen que se co m p are a F rancisco y sus co m p a
ñeros, a quienes recom ienda siem pre ten er "el ro stro risu eñ o ”, con juglares,
oficio m ucho tiem p o co nd enado p o r la Iglesia. Esos rasgos tam b ién se e n
c u e n t r a n en el fam oso Cántico del herm ano Sol, donde F rancisco hace el
elogio de la n a tu ra le z a y del p lacer que al h o m b re le pro cu ra. Aquí se e n
cuentra u n a de las tensiones constitutivas del personaje: la conjunción de la
penitencia y del júb ilo , o m ás p recisam en te la elección de u n a p en ite n cia
extrema que no co n d u zca a la h u id a del m undo, sino al a m o r de éste. Los
habitantes de Asís, quienes ven p a sa r a F rancisco h irsu to y h arap ie n to , se
preguntan si no hay en él cierta locura, y es esto lo que su apodo, Poverello,
expresa un ta n to . Pero su ejem plo viviente de p o b reza y p en iten c ia le vale
también un crecien te ren o m b re, que a tra e ju n to a él un n úm ero cad a vez
mayor de discípulos.
Pronto F rancisco se en cu en tra a la cabeza de una pequeña com unidad,
que la institución eclesial h a b ría podido ju zg ar com o peligrosa e in c o n tro
lable, com o lo in d ica la p rim e ra reacción de Inocen cio III. Sin em bargo,
sucede lo co n trario y, en 1209, aunque no sin reservas, el p a p a se deja co n
vencer, aprueba el estilo de vida pro p uesto p o r Francisco y le otorga el dere
cho a predicar. Pero el deseo de en m arcar esta experiencia y de darle form as
compatibles con las e stru c tu ra s del p o d er vigente en la Tglesia, lleva a H o
norio III a exigir la redacción de una regla form al: la de 1221 es rech azad a
/Regida non bullata) an tes de que las nuevas m odificaciones, que aten ú an
todavía m ás la rad icalid ad del proyecto inicial, p e rm ita n finalm ente su
aprobación en Í223 (Regula bullata). A m ed id a que la com u n id ad crece,
Francisco se aleja de las necesidades que im p o ne la dirección espiritu al y
material de u n a o rden. P ro n to ren u n cia a ser su jefe y elige vivir com o er
mitaño, en el m o n te de la V enia. Acentúa las p en iten cias y las privaciones
extremas en u n esfuerzo p o r acercarse todavía m ás a Dios, h a sta el grado
de que Francisco, enferm o, no parece ser m ás que u n a llaga viva. Es en to n
ces, en 1224, cu a n d o la tra d ic ió n u bica el m ilagro de la estigm atización,
m odam iento con las reglas de la in stitu ció n eclesial. La interpretación <
la vida de F rancisco que im pone B uenaventura es u n a clara victoria de ...; •>
tos últim os, an tes de que la d isp u ta se con cen tre en la cu estió n de la po. *
breza, exigencia a b so lu ta p a ra los esp irituales, quienes arg u m en ta n cjue
Jesucristo jam ás h ab ía poseído nada. Pero a principios del siglo xiv o bu-n
tendrían que acep tar u n a m ayor m oderación p a ra m an ten erse en la comu
nidad del orden, o-bien h a b ría n de derivar hacia la herejía, corno lo ha. i-n
los “fraticellos". Al térm in o de este proceso tu m u ltu o so , la figura de Ft;-n-
cisco h ub o de ser in te g ra d a a la in stitu c ió n eclesial y finalm ente puesia a
su sen/icio.
E vocaré con m ás brevedad a D om ingo de Guzmán, nacido hacia 1:", ()
en Caleruega (Castilla), en el seno de u n a fam ilia de la p eq u eñ a a ristó n a-
cia. O pta p o r u n a c a rre ra eclesiástica tra d ic io n a l y deviene canónigo ele
la catedral de O sm a. C uando aco m paña a su obispo en u n viaje al sur d
Francia, descubre el im pacto del catarism o y decide consagrarse a la ludia
contra la herejía. H acia 1206 em pieza a predicar en la región de Fanjeaux.-I
P ronto se le unen algunos discípulos p a ra llevar u n a vida evangélica, y lúe- í:
go él funda un p rim e r convento en Tolosa. E n 1217, el p ap a ap rueba la n,u.e- ¡í
va oí den, que se coloc t ba¡o la regla de san Agustín. D om ingo ve en la pre-'J
d k ació n , basad a en el estudio v la penitencia, un arm a indispensable contra
los enem igos de la Iglesia. Los nuevos conventos de aquellos que son llam a-1
dos apro p iad am en te los frailes p red icad o res se m ultiplican con rapidez, y
D om ingo m uere a la cabeza de u n a o rden p o derosa en 1221 (su canoniza
ción se realiza en 1234). La trayectoria del fu ndador castellano no se paiece
casi n ad a a la del san to de Asís: se vincula de inm ediato con la institu'-ioi]
eclesiástica, en p articu lar con la lucha co ntra la herejía. Por añ adidura, los
dom inicanos habrán de especializarse en las tareas inquisitoriales y asumi
rá n con orgullo esta función, considerándose los “canes del señ o r” (domim
canes, de acuerdo con u n juego de palab ras que su n om bre latino permite;
véase la foto m .ll). Así, los dom inicanos orientan inm ediatam ente sus acti
vidades h acia el estudio y el esfuerzo intelectual, que son indispensables
p ara a rg u m e n ta r al servicio de la Iglesia. P or lo tanto, m ultip lican los stu-
dia, donde sus m iem bros adq uieren su form ación, m ien tras que los prim e
ros franciscanos bu scan form as m ás sencillas y m ás in m ed iatas p a ra estar
en contacto con Dios. No obstante, a p e sa r de estas diferencias iniciales, la
evolución de las dos ó rdenes las acerca y, m uy pro n to , se ven al mismo
tiem po unidas por objetivos y p rácticas m uy sim ilares, y opuestas p o r una
intensa rivalidad.
'F o to iti.1 1 . El Tritnijo du. la Iglesia y de los dom inicos (1366-13681; frascos de Andrea di Bonaiuto,
capilla de los Españoles. Santo- María Novella, Florencia.
Colocada f r e n Le a l a r e p r e s e n t a c i ó n d e l T r i u n f o d e s a n i o T o m á s ( a d e c u a d a m e n t e d i s p u e s t a e n l a s a l a c a p i t u l a r
di’ un c o n v e n io d o m i n i c a n o ) , e s t a v a s t a a l e g o r í a d e l a I g l e s i a p o n e e l a c e n t o e n l a s p r á c t i c a s q u e s e h i c i e r o n
vencíales, d u r a n t e l o s ú l t i m o s s i g l o s d e l a E d a d M e d i a , p r i m o r d i a l m e n t e l a p r e d i c a c i ó n y l a c o n f e s i ó n . A b a j o ,
la i z q u ie rd a , u n i m p o n e n t e e d i f i c i o e c l e s i a l s e v e a s o c i a d o c o n l a j e r a r q u í a c l e r i c a l , q u e s e e n c u e n t r a r e u n i d a
en to rn o a l p a p a . A l a d e r e c h a , l o s d o m i n i c a n o s t i e n e n e l p a p e ] p r i n c i p a l : p r e d i c a n v s e e n f r e n t a n a l o s h e r e j e s ,
m ientras q u e l o s c a n e s d e v o r a d o r e s r e c u e r d a n q u e s u m i s i ó n e s t á i n s c r i t a e n s u n o m b r e (do m in i canes). A rri-
íxs. casi a i c e n t r o d e l f r e s c o , u n f r a i l e r e c i b e l a c o n f e s i ó n d e u n d e v o t o a r r o d i l l a d o a n t e é l ( e n l a E d a d M e d i a n o
rvlscía d c o n f e s i o n a r i o ) . L a c o n f e s i ó n e s u n a e n c r u c i ja d a : lo s q u e r e c u r r e n a e lla s o n i n v it a d o s p o r s a n t o D o m in -
ó avanzar h a c i a e l p a r a í s o . C o m o a lm a s p u r a s v e s tid a s c o n tú n ic a s in m a c u la d a s , a llí la s r e c ib e s a n P e d ro ,
sím bolo d e la i n s U l u c i ú n e c l e s i a l y g u a r d i á n d e l a p u e r t a d e l c i e l o . U n a v e z t r a s p a s a d o e s t e u m b r a l , l o s e l e g i d o s
gozan d e la v i s i ó n b e a t í f i c a , e s d e c i r , d e l a c o n t e m p l a c i ó n d e l a e s e n c i a d i v i n a , q u e a p a r e c e e n m e d i o d e l a
cohorte d e l o s á n g e l e s . E s é s t a l a r e c o m p e n s a s u p r e m a , l a c u a l l o s c r i s t i a n o s a l c a n z a n c u a n d o s i g u e n l a s e n s e
ñanzas d e l a I g l e s i a y r e c i b e n , g r a c i a s a e l l a , i o s s a c r a m e n t o s s a l v a d o r e s . P o r l o t a n t o e l f r e s c o s u p e r p o n e d e
1()rnu¡ a d m i r a b l e l o s I c e s s e n t i d o s d e l v o c a b l o iglesia: e i e d i f i c i o , l a i n s t i t u c i ó n c l e r i c a l y ¡a c o m u n i d a d d e l o s
f ie le s l l a m a d a a r e u n i r s e e n la g l o r i a c e le s te .
El éxito de ias dos órdenes, las llam adas m endicantes, po rq u e en sus
com ienzos no p reten d en po seer n a d a y no vivir m ás que de las limosnas,
ráp id am en te se extiende en to d a la cristian d ad . Los frailes predicadores,
caracterizados p o r sus traje blanco, cubierto con un m anto negro, son alre
dedor de 7 000 hacia 1250 y d ispo n en de 700 conventos a finales del siglo
xm, m ien tras que los fran ciscanos (tam b ién llam ados frailes m enores en
razón de su hum ildad), vestidos con u n basto sayal crudo (ni teñido ni blan
queado) y reconocibles, al igual que Francisco, por la sim ple cuerda anuda
da que rodea su cintura, son acaso 2 000 hacia 1250 y se en cuentran repar
tidos en cerca de 1 600 establecim ientos m edio siglo después. O tras órdenes
m endicantes tam b ién aparecen, pero el concilio de Lyon II (1274) lim ita su
nu m ero a cuatro: adem ás de los fran ciscan o s y los dom inicos, están los
carm elitas, ap ro bados en 1226, y los erm itaños de san Agustín, creados en
1256. Cada orden, bajo la dirección de u n general y de responsables provin
ciales, posee u n a cohesión m ucho m ás fuerte que las redes m onásticas an
teriores. Cada u na de ellas cuenta con un com ponente fem enino, aparte de su
ram a m ascu lin a —así, la ord en de las clarisas, que funda sa n ta Clara de
Asís y está aso ciad a con los fran ciscan o s—, y adem ás con una tercera or
den, a la que se acogen los laicos que desean vivir devotam ente. El ideal cié
la pobreza, asociado con la h u m ild ad y la penitencia, es la característica
prim ordial de las órdenes m endicantes. Pero, com o todas las aventuras mo
násticas anteriores, h a b rá de a fro n ta r la p arad o ja del éxito, que acarrea la
m ultiplicación de las donaciones y la acum ulación de bienes. Si las órdenes
tradicionales exigían que los m onjes no poseyeran n ad a a título individual,
pero acep tab an las donaciones que se h acían a la in stitución, las órdenes
m endicantes, p reo cu p ad as p o r d o ta r de sentido al ideal de la pobreza, re
chazab an esta opción. Pero p ro n to te n d rá n que fo rjar la te o ría según la
cual los bienes que reciben son pro p ied ad del papa, conservando la orden
sólo su utilización, cosa que los franciscanos espirituales no dejan de denun
ciar com o u n a ficción hipócrita.
La ap o rtació n de las órdenes m en d ican tes consiste sobre todo en una
concepción original del papel del clero regular. Aunque aceptan u n a regla de
id i com unitaria y ascética, los m endicantes no optan po r la huida del m un
do. Aun cuando asum en com o ideal el ejemplo de los erm itaños del desierto
(Alam B oureau), en la p rá c tic a acep tan vivir en m edio de los fieles, para
p red icar con la p a la b ra y el ejem plo (en realidad, esta vocación pastoral
solam ente caracteriza a las ram as m asculinas de las órdenes, pues las mu
jeres quedan confinadas a u n a clausura tradicional, lo cual tal vez favorece
el florecim iento de u n a in te n sa devoción m ística, en p a rtic u la r en tre las
dominicas, que así com pensan su exclusión de las tareas que los frailes a su
men). El siglo xii ya h ab ía visto cierto a cercam ien to entre los reg u lares y
los seculares; p ero los m en dican tes dan u n paso m ás al in stalarse en el co
razón de las ciudades (aquellos extraños regulares, u rb an o s y predicadores,
son p o r lo dem ás llam ados frailes, y no m onjes). Las órdenes m endicantes
aportan de esta m a n e ra u n a contribución decisiva a la Iglesia de su tiem po,
al asum ir u n en cu ad ram ien to y u n a p a sto ra l ad ap tad o s a los m edios u rb a
nos. Al h acer esto, intervienen en u n terreno que n o rm alm ente pertenece al
clero secular, y los conflictos entre los m en d ican tes y los seculares p ro n to
se p resentan, p o r ejem plo, en el seno de la u n iv ersidad de París, y m ás ge
neralm ente en las ciudades, donde los obispos ven con m alos ojos a esos
predicadores de excelente p re p a ra ció n , cuyos serm ones tie n e n m ás éxito
que los de los seculares y que c ap tan en sus extendidas iglesias las d o n a
ciones de los fieles. El vínculo entre las órdenes m endicantes y el fenóm eno
urbano es p o r lo dem ás ta n nítido que se ha podido establecer u n a correla
ción entre la im p o rta n c ia de las ciu dades m edievales y el nlim ero de co n
ventos m en d ican tes que abrigan (Jacques Le Goff). En to d as las ciudades
de E uropa, su im p la n ta c ió n se lleva a cabo según la m ism a lógica: p u esto
que req u ieren u n terren o am plio, los conventos m endicantes se establecen
en los lím ites de la zona construida y, en vista de la rivalidad que existe entre
ellas, lo m ás lejos posible u n o s de otros, siguiendo una geom etría b a sta n te
regular que se pued e verificar hasta en las ciudades coloniales de América.
Si una ciu d ad a m p a ra dos conventos m en dican tes, en la m ita d de la línea
que los con ecta se en c u e n tra n los edificios prin cipales del cen tro de la ciu
dad; sí son tres, el centro u rb a n o ocu pa ap ro x im ad am en te el p u n to m edio
del triángulo que form an.
D esde finales del siglo xn, la insistencia en ciertas prácticas ahora reform u-
ladas resu lta en u n a configuración inédita en cuyo centro se ubica el tríp ti
co predicación-confesión-com unión. Corno ya lo com enté, profundas tra n s
form aciones afectan a la com u nión , sa c ra m e n to "terrible", acto card in al
que asegura a la vez la cohesión de la co m u n id ad c ristia n a y su división je
rárquica en clérigos y laicos (así, en el curso del siglo xn, la com u n ió n con
el pan y el vino p au latin am en te se reserva p a ra los clérigos, y los laicos sólo
tienen acceso a la prim era). P o r lo ta n to , conviene re c o rd a r a los laicos,
acaso in tim id ad o s p o r la sacralid ad ap la sta n te del rito, la necesidad de co
mulgar p erió d icam en te. Es p o r esto que el concilio de L etrán IV (1215),
después de d iversas asam b leas diocesanas p ero ah o ra en to d a la c ristia n
dad, requ iere de todos los fieles la obligación de recib ir la com unión p o r lo
menos u n a vez p o r año, d u ra n te la P ascua (canon O m nis utriusque sexiis).
Exigencia m ín im a que dice m u ch o sobre los lím ites de la p articipación sa
cramental de los laicos com unes, esta regla a c a rrea u n a consecuencia con
siderable, p ues n o sería posible p a ra nadie, a m enos de exponerse a graves
riesgos esp iritu ales, re c ib ir la e u caristía sin h a b e r purificado sus pecados
anteriorm ente. L a obligación de la co m u n ió n anual p o r lo ta n to im pone
tam bién el deb er de u n a confesión anual.
En la A ntigüedad ta rd ía y en los p rim ero s siglos de la alta Edad M edia,
la Iglesia h a b ía a d m itid o la po sib ilid ad de u n a p e n iten cia que p e rm itie ra
purificarse de los pecados com etidos tra s el bautism o. A la sazón se tratab a
de un ritu a l p ú b lico que no podía realizarse m ás que u n a sola vez, v.que
por lo tan to g eneralm ente se difería hasta el m o m ento de acercarse la m uer
te. Más tarde, desde el siglo vn, los m onjes irlandeses introdujeron en toda
la cristiandad el sistem a de la penitencia tarifada, que estuvo en vigor h asta
x ii . É sta, que era renovable, daba lugar a un ritual de reconciliación
publica, que con frecuencia se llevaba a cabo en el portal n o rte de las igle
sias, u m b ral que los p en itentes debían c ru z a r arra strá n d o se sobre las ro d i
llas y los codos, tra s h a b e r cum plido escrupulosam ente las indicaciones del
Penitencial, que fijaba p a ra cada falta las p en iten cias requeridas, en la for
m a de rezos, ayunos, m ortificaciones o peregrinaciones (véase la foto ix.s).
E n el siglo xii, el fo m ialism o rígido de sem ejante sistem a debió parecer
cada vez m ás inad aptad o , m ien tras los m aestros de teología, com o Abelar
do, definían el pecad o com o u n a in clin ació n in te rn a y señ alab an la nece
sidad de evaluar los actos hum anos teniendo en cuenta su intencionalidad.
De hecho, a la sazó n u n a p rá c tic a p en iten cial renovada em pieza a practi
carse, an tes de ser san cio n ad a p o r el concilio de L etrán IV. La confesión
—reconocim iento an te el sacerdote de los pecados com etidos m ediante los
aclos, las in ten cio n es o los p e n sam ie n to s— se vuelve la p a rte esencial de
la penitencia: al obligar al devoto a d esnudar su corazón culpable y sufrir la
hum illación que eso le provoca, constituye u n a pena que éste se inflige a sí
m ism o. E n las p alab ras de Pedro el Cantor, m aestro teólogo en París, muer
to en i 197, “la confesión oral constituye lo esencial de la expiación”. Esto
es tan verdadero que el sacerdote otorga ahora la absolución u n a vez que la
confesión se te rm in a y la co n trició n se m anifiesta, sin esp e ra r siquiera a
que se realice la satisfacción (el acto de penitencia que se le im pone al fiel).
E sta, sin em bargo, sigue siendo in dispensable, y u n cristiano que muere
confesado, pero sin h a b e r realizado la penitencia requerida, experimentará
las llam as del purg atorio. E s cierto que el creciente recurso a las indulgen
cias contribuye entonces a evitar tales situaciones. De antiguo, las donacio
nes o incluso la p articip ació n en una cru zad a perm itían conseguir una in
dulgencia, es decir, el perdón que obviaba la necesidad de cumplir con la
satisfacció n peniten cial. Pero, desde entonces, la visita a u n santuario, y
sobre todo el recogim iento ante ciertas im ágenes, perm ite la suspensión de
las peniten cias con las que hay que cum plir, m ientras que a p a rtir del siglo
xiv las indulgencias h a b rá n de p ro lo n g ar sus efectos en el m ás allá, acor
tando los to rm en to s de las alm as en el purgatorio.
E n adelante, a los sacerdotes les incum be u n a tarea delicada, pues de
ben so m eter al exam en de conciencia a todos los fieles, quienes están obli
gados a confesarse al m enos u na vez al año (sin m encionar a un laico ejem
plar, com o sa n Luis, que re cu rre a su confesor u n a vez p o r sem ana en
p ro m ed io y lo tiene a su disposición perm an en tem en te, día y noche, a fin
de jam ás p erm an ecer en estado de pecado m ortal, lo cual ilustra bastante el
papel cen tral que la confesión adquiere en el sistem a eclesial de entonces).
¿Cóm o in te rro g a r al p e n ite n te con el suficiente celo com o p a ra acosar los
p ecados sin olvidar n in gu n o (pues la confesión sería p o r ende nula), pero
tam b ién con el tacto suficiente com o p a ra evitar que la vergüenza sea un
obstáculo p a ra el reconocim iento total? ¿Cómo evaluar con equidad las ac-
ciones y los pensam ientos, tom an d o en cu enta todas las circunstancias par
ticulares y so p esan d o las in ten cio nes que d a n e l verdadero sentido a cada
gesto? Son tan tas las dificultades que el crecim iento de la confesión a u ricu
lar c o n d u c e a l a profusión de u n nuevo tipo de obras. Las Sum as de confesión,
entre las cuales las p rim era s se deben a Tomás de C hobham (1210-1215),
R a i m u n d o de P eñaforte y Ju a n de Friburgo, p ro p o rcio n an una clasificación
de los pecados que puede g u ia r el trabajo del confesor, y exam inan m etódi
camente to d as las d i f i c u l t a d e s y todos los "casos de conciencia” que p u d ie
r a encontrar. Los M anuales de confesores sim plifican u n a m ateria cada vez
m á s densa, a fin de que sean utilizables en la p ráctica p o r los sim ples sacer
dotes. Si a esto se agregan las S u m a s que tra ta n de los vicios y de las v irtu
des, así com o los tra ta d o s m orales que se destinan a los laicos, resu lta una
cantidad consid erab le de m an u scrito s que p o r entonces se destin an al per
feccionamiento de las técnicas de introspecció n del alm a cristiana. Pero la
confesión, au n q u e prefigura de cierta m a n e ra al psicoanálisis, p rin c ip a l
mente p o r el p ap el reg en erad o r que confiere a la p a la b ra y al reconocim ien
to de las culpas, tam b ién se distingue de éste radicalm ente: m ientras que el
psicoanálisis no lib ra ab so lució n alguna, la confesión articu la el reco n o ci
m i e n t o lib e ra d o r co n el refo rzam ien to del p o d er de la in stitu c ió n eclesial,
interm ediaria obligada p a ra la salvación (véase la foto iii. 1 1). Com o precio
del p erdón que oto rg a, la Iglesia se atribuye, gracias a la confesión, u n te
mible in stru m e n to de control de los co m p o rtam ien to s sociales y se in m is
cuye hasta en lo m ás ín tim o de las conciencias individuales.
El crecim ien to de la confesión está acom p añ ad o del de la predicación.
La práctica de los serm o n es y de las h om ilías ciertam en te se re m o n ta a la
Antigüedad ta rd ía, pero d u ran te m uchos siglos la predicación perm aneció
integrada a la m isa y se concebía com o u n ejercicio sabio que se destin ab a
principalm ente a los clérigos m ism os. E n el siglo xn, sin em bargo, ésta se
extiende n o tab lem en te y los laicos son cada vez m ás los destinatarios de los
.enmones de los reg u lares, com o san B ernardo, apasio n ad o predicador, y
asimismo de los seculares, com o Jacques de Vitry (1165-1240) o Alain de Lille,
autor de u n im p o rta n te Arte de predicar. Pero son sobre todo los frailes
m endicantes quienes h acen de la p redicació n u n in stru m en to central p a ra
la instrucción de los laicos. Los dom inicos y los franciscanos se convierten
en “autén ticos profesio n ales de la p a la b ra ” (Hervé M artin), quienes se for
man en el a rte de p re d ica r en los studia de sus órdenes y difunden en to d a
la cristiandad "una p alabra nueva” (Jacques Le Goff y Jean-Claude Schm itt).
La predicació n n o p o r eso deja de ser u n aspecto in h e re n te al m in isterio
pasto ral de los seculares, p ero el papado sostiene co n tin u am en te la inter
vención de estos especialistas que son los frailes m endicantes, a quienes el
concilio de L etrán IV confía la m isión de "ayudar a los obispos en el oficio
de la san ta p re d ic a c ió n ”. D esde entonces, los serm ones se p ro n u n cian en
las plazas públicas, los dom ingos y los días festivos; tam b ién se organizan
grandes ciclos de predicación durante la Navidad, Cuaresm a, Pascua y Pen
tecostés, o b ien d u ra n te la visita de u n p red icad o r Itin eran te fam oso. Más
que nada, la nueva p a la b ra se aleja de los cultos m odelos an teriores y pre
tend e tra s m itir el m ensaje divino sin dejar de “h a b lar de cosas concretas y
palpables que los fieles conocen p o r experiencia”. El vivo estilo, a veces tea
tral, de los p red icad o res, así com o la frecuente utilización de los exenrpla,
anécdotas o breves relatos entretenidos destinados a ca p tar la atención del
público sin d ejar de d ar u n a lección m oral, de los cuales el dom inico Este
ban de B ourbon (1190-1261) pudo com poner u n extenso com pendio, com
p letan el arsenal de u n a p alabra que busca ser eficaz.
¿Pero eficaz p a ra qué? La predicación pretende, claro está, “hacer creer",
es decir, inculcar los rudim entos doctrinales y las norm as elem entales de la
m oral que la Iglesia define. E n este sentido, es u n in stru m en to decisivo de
la p en etració n de la “aculturación cristiana” en los siglos finales de la Edad
M edia (Hervé M artin). Pero el desarrollo de la p red icació n tam bién está
vinculado al de la confesión: no solam ente los serm ones alaban los méritos
de la confesión (u n a sola lág rim a de co ntrición tiene “la v irtu d de apagar
todo el fuego del infierno”, dice el dom inico G iordano de Pisa, en los años
iniciales del siglo Xiv), sino sobre todo, m ediante la evocación de las faltas
com etidas y de la salvación que con éstas se arriesga perder, pretenden crear
u n choque saludable, ap ro p iad o p a ra p o n e r a los fieles en el cam ino de la
confesión. Es p o r esto que H um berto de R om ans, otro dom inico que murió
en 1277, pued e afirm ar: “Se siem bra m ediante la predicación, y se cosecha
m ediante la confesión”. La predicación efectivam ente es u n a incitación a la
confesión; y la tría d a predicación-confesión-com unión form a, desde el si
glo x iii , un co n ju n to fu ertem ente articulado, en el corazón de las nuevas
práctica de la cristiandad.
De todo esto re su lta n n otab les cam bios de to n alid ad en el seno de la cris
tian d ad . N o o b stan te, no se tra ta de ru p tu ra s radicales, sino m ás bien de
inflexiones de equilibrio, en el seno de las tensiones co n stitu tiv as del cris
tianismo m edieval. Aquí b a sta rá un ejem plo (véase tam bién el capítulo vm).
Durante la alta E d ad M edia y h a sta el siglo xn, las p rá c tic as cristian as p a
recían c a ra cteriza rse p o r u n ritu alism o g eneralizado, del cual el clam or
monástico y la h u m illació n de los san to s son b a sta n te ilustrativos. Al evo
car a u n dios lejano de aspecto vetero testam en tario , el cristian ism o casi
parece reducirse a la p ráctica de los sacram entos esenciales, a las m últiples
liturgias que o rd en an la vida de los clérigos, y al culto de los santos, que en
otimer lugar es el culto de las reliquias. Ciertam ente sería ab surdo negar que
eJ culto de los s a n to s co n se rv a u n p a p e l c e n tra l h a s ta el fin de la E d a d
Media y m ucho m ás adelante. Es p o r lo dem ás el dom inico genovés Jacopo
de Varazze (1230-1298) quien com pila u no de los be.stsel.lers m edievales que
habrá de co n o cer u n éxito du rad ero, La leyenda dorada, que p a ra la hagio
grafía es lo que las S u m a s p a ra la teología. A proxim adam ente en el m ism o
momento, el rey sa n Luis se desespera p o r la p érd id a del S anto Clavo y de
rodillas, descalzo, vestido con u n a sim ple tú n ica, d a la b ienvenida com o
penitente a u n a reliq u ia en verd ad excepcional, la co ro n a de espinas, p a ra
cuya adquisición h a consagrado m uchos esfuerzos 3' m ucho dinero y para la
cual hace construir, a sem ejanza de u n inm enso relicario en el centro de su
palacio, la S an ta Capilla.
” El cam bio de acento consiste en u n a evolución de los criterios Jos m o
delos de la sa n tid a d . La im p o rta n c ia relativa de los m ilagros, que de los
cintos h acen h éroes d otados de poderes excepcionales, tiende a dism inuir,
leu m eciendo la escenificación de com portam ientos m orales que a los fieles
'-c pt ementan com o m odelos que deben im itar (André Vauchez). C iertam ente
1a1, excepciones resonantes, com o la estigm atizad'ón de san Francisco, pero
Jos textos hagiográficos, en conjunto, d an m enos espacio a los m ilagros re a
lizados d u ran te la vida del santo, y hay m u cho s santos recientes cuyo p o d er
sobrenatural no se revela sino después de la m uerte, m ed ian te las cu racio
nes que se d a n ju n to a su tu m b a. D urante su vida, éstos no se m anifiestan
como su p erh o m b res, sino ta n sólo com o cristian o s ejem plares que se han
entregado a la p e n iten cia, esforzándose p o r a lc a n z ar la p erfección m oral.
En cuanto a los sim ples fieles, si bien la p ráctica de los sacram entos fu n d a
mentales y la in te rc esió n de los clérigos siguen siendo los m edios in d is
pensables de la salvación, el crecim iento de la confesión 3' del exam en de
conciencia obliga a cada quien a escrutar sus actos, y m ás aún sus intencio-
nes^La preocup ació n m o ral 3' la casuística de los pecados —siem pre a rtic u
lados con la n ecesidad sacram enta] de la confesión— asum en entonces u n a
im portancia inédita. De allí se deriva el aum ento de lo que es posible llamar
la devoción personal: la oración y la m editación piadosa, anteriorm ente re
servada a los clérigos, desde entonces son accesibles p a ra u n a élite laica,
p ara la cual u n núm ero creciente de obras devotas se copian en lengua ver
nácula, prim ord ialm en te los libros de ho ras que perm iten la recitación co
tidiana de las horas m onásticas.
A veces, eslos fenóm enos se co n sid eran com o u n a “pro m o ció n de los
laicos” en el seno de la Iglesia. Pero m ás bien se tra ta de la adopción po¡
p arte de los laicos de p rácticas que an terio rm en te estaban reservadas a los
clérigos. La consecuencia es su sum isión todavía más estricta a los valoies \
a las norm as elaboradas p o r la Iglesia, con m ayor razón porque los clérigos
no h an renunciado a ninguno de sus privilegios esenciales en m ateria de in
tercesión sacram en tal y p o iq u e la d o m inación ideológica de la institución
eclesial parece m ás ab so lu ta que n unca. Si de “pro m o ció n de los laicos”
queremos hablar, esta expresión no puede significar más que una difusión
acrecentada en el cuerpo social de las n orm as clericales, u n a m ejor interio
rización de éstas p o r los laicos, que los conduce a p a rtic ip a r m ás activa
m ente en la reproducción de u n sistem a eclesial dom inado p o r el clero. Por
añ ad idu ra, repetiré que no se tra ta m ás que de u n cam bio de acento: el ri
tualism o no desaparece en absoluto; los sacram entos siguen siendo la base
de la organización social, y un p oem a alegórico de principios del siglo xiv,
La vía del infierno y del paraíso, sugiere todavía que es suficiente, para al
canzar la salvación, recitar cotidianam ente el Ave M aría.
L ím it e s y c o n t e s t a c io n e s
D E LA DOMINACIÓN D E LA IG LESIA
con la América colonial. Será cuestión de proceder, tan sintéticam ente como
sea posible, a su articulació n histórica, evaluando sus organizaciones socia
les respectivas y preocu pánd ose p o r la dinám ica que entre am bas establece
u n vínculo genético. Previamente, es indispensable precisar las características
de los últim os dos siglos de la E d ad M edia, de los cuales poco se ha dicho
hasta el m om ento.
La b a ja E dad M e d ia :
E sta tab la de m a d e ra p in ta d a , q u e se d e stin a b a p a ra se r llevada en las p ro cesion es, perl onecía contOP
p ro b ab ilid a d a u n a cofradía, de la cual debía se r u n o d e los em b lem as m ás preciad os. M uestra a la Vate»
que carga al niño Jesús y p rotege a los cristianos bajo su m an to (los h o m b res a su d erech a, las mujeres»®
izq u ierd a). E n p rim e r p lan o , los p en ite n te s con el ro stro c u b ie rto se flagelan, y las tú n ic a s abiertas cW-
ver sus espaldas ensan g ren tad as.
establecer, y p o r lo ta n to es posible re c o rd a r que la p este negra en p ro m e
dio reduce en u n tercio la p o b lación del O ccidente m edieval, p ro p o rció n
que se eleva a la m itad en ciertas ciudades y regiones.
Se co m p ren d e que la gente de entonces con sid ere este suceso u n a ca
tástrofe, en la q ue p o r lo general se ve un castigo divino (ciertas im ágenes
m uestran a C risto lan zan d o las flechas de su furia sobre la h u m an id a d , la
cual entonces no en cuentra protección m ás que con la Virgen), a m enos que
ciertos grupos no sean convertidos en chivos expiatorios (así, se acusa a los
judíos de h a b e r con tam in ad o los pozos). Pero la peste no es la única flecha
que el D ios de la cólera lanza desde su tro no celeste: la guerra tam bién lo es.
La llam ada G u e rra de los Cien Años opone, desde 1328, a los dos reinos
más poderosos de O ccidente, F rancia e Inglaterra. C uando los tres hijos de
Felipe IV el Bello m u eren sin heredero, p o n ien d o así fin a la descendencia
de los capetos directos, la coron a de F rancia pasa a u n sobrino de los d ifu n
tos reyes, Felipe VI de Valois, qu ien debe e n fre n ta r la im pugnación de u n
descendiente m ás directo, el rey de In glaterra E d u a rd o III, nieto de Felipe
el Bello p o r p a rte de su m ad re. D u ran te m ás de u n siglo, los so b eran o s in
gleses reiv in d ican la c o ro n a de F ran cia, lan zan d o desde sus posesiones
continentales gran d es ofensivas, g an an d o im portantes b atallas, com o en
Cieev (1348), en Poitiei^ donde el rey Juan el Bueno cae prisionero (1356), y
sobie todo en Azin u t donde los arqueros ingleses tra sto rn an totalm ente
las reglas de la gu i a rr cdieval (1415). Con el tratado de Troves, en 1420, los
ingleses p arecen lo g rar sus fines, al im p o n er el casam iento de la h ija de
Carlos IV de F ra n c ia con E n riq u e V de In g la te rra , previendo el acceso del
hijo, producto de su unión, al tro no de los dos reinos. P or añadidura, a par
tir de 1407, el e n fren ta m ien to se ve aco m p añ ad o de u n a g u erra civil entre
el partido de los bo rgoñeses, favorables a los ingleses, y los de A rm agnac,
fieles al “rey de Bourges”, Carlos VII, a quien Ju a n a de Arco, joven cam pesi
na segura de h a b e r sido investida con u n a m isión divina, convence de que
debe creer en su legitim idad, que debe hacerse c o ro n a r en R eim s y re co n
quistar su reino (1429-1431).
Junto a o tro s conflictos, com o la G uerra de las Dos Rosas, que enfrenta
a dos ram as reales en lu ch a p o r la c o ro n a de Ing laterra, la G u erra de los
Cien Años da testim o n io del hecho de que los conflictos arm ados, en la E u
ropa de entonces, alcanzan u n a nueva m agnitud, m ás devastadora que an
tes y que afectan m ás a las p ob lacion es ru rales y u rb an as. No solam ente
opone d u ran te largo tiem p o a dos po ten tes m o n arqu ías, sino que tam b ién
ve el desarrollo de innovaciones notables en el arte militar, p articularm ente
el uso de los arcos y las ballestas, y pronto, de las prim eras arm as de fuego, ar
cabuces y bom bardas, que h acen obsoletas las técnicas tradicionales de la
caballería. La función m ilitar de los aristócratas se ve por lo tan to reducida,
au n cu an d o ellos ren ieg an de estas novedades que co n sid eran indignas,
o bstinándose en defender la ética de la guerra caballeresca. Inversam ente,
la im p o rtan cia de los m ercen ario s y de las tro p as a sueldo aum enta. Por
entonces se co n stitu yen “co m pañías”, que bajo la dirección de u n jefe de
guerra, venden sus servicios a quien los pued a pagar. Pero sirve a sus in
tereses la prolo n g ación h a sta donde les sea posible de las hostilidades que
Ies d an de comer, y acaso tam bién al interés de los príncipes, quienes saben
que las co m p añ ías ociosas m uy co m únm ente se entreg an al saqueo y al
bandolerismo,, transform ánd o se así en u n a de las plagas que m ás tem en las
poblaciones.
A la lista de los m ales de los tiem pos hay que añadir el G ran Cisma, que
divide a la Iglesia ro m a n a entre 1378 y 1417. Sucede que a p a rtir de 1309,
poco después de la elección de Clem ente V, el papa y la curia se instalan en
Aviñón, cosa que num eroso s contem poráneos denu n cian com o la "cautivi
dad de B abilonia". Tras diversas tentativas infructuosas, Gregorio XI decide
reg resar en 1377 a R om a, sede norm al del sucesor de Pedro (entonces ins
tala su residencia en el Vaticano, y no en el palacio de L e tó n com o sienipie
lo había hecho el obispo de Rom a); pero cuando m uere, una parte de la ui-
ria se en cu en tra todavía en Aviñón y los cardenales se hunden en la conlu-
sión, p rim ero eligiendo a U rbano VI, quien se in sta la en R om a, y luego a
Clem ente VII, q u ien regresa a Aviñón. En adelante la Iglesia ten d rá dos ca
bezas, y d u ran te 40 años la lucha entre el papa de Aviñón y el de Rom a divi
de a O ccidente. Cada uno se esfuerza p o r ob ten er el apoyo de los príncipes
y de las ciudades, excom ulgando a sus adversarios y lanzando sobre sus do
m inios la pro h ib ició n litúrgica. El funcionam iento de la estru ctu ra eclesial
se ve gravem ente afectado p o r esta división en la cim a, y los ánim os se en
cu en tran gravem ente afectados. H abiendo fracasado todas las tentativas de
arbitraje, se term in a p o r adm itir, al cabo de tres decenios, que la solución
sólo puede re su ltar de u n concilio general, que congregue a todos los obis
pos de la c ristia n d a d occidental. Es esto lo que in te n ta el concilio que se
reún e en P isa en 1409, al deponer a am bos papas rivales y elegir un nuevo
pontífice; p ero el rem edio es p eo r que el mal, pues am bos rechazan la deci
sión, de m an era que la Iglesia será, durante un tiem po, tricéfala. Más tarde,
el concilio de C onstanza (1414-1418) realiza con éxito la operación e impo
ne, no sin h a b e r em itid o an te rio rm e n te un d ecreto que consagra la nueva
im portancia que ha adquirido la asam blea conciliar; u n nuevo y único p o n
tífice', M artín V (1417-1431).
El regreso p erió d ico de la p este negra, los efectos d estru cto res de las
guerras y de las grandes com pañías, el G ran Cism a de la Iglesia: la gente de
entonces te n ía m otivos p a ra sentirse ab ru m ad a p o r la Providencia. Los co
lores otoñales que Jo h a n H uízinga p in ta no su rg ie ro n de la n ad a. El p esi
mismo invade los espíritus y el sentim iento de vivir en un m undo agonizan
te, que to ca a su fin, se h ace m ás p resen te que n u n ca. La obsesión de la
muerte estalla por doquier, ta n to en las p rácticas fu n erarias com o en la lite
ratura y el arte, donde los tem as macabros, com o el Triunfo de la Muerte, y
luego las D anzas M acabras, g a n an fam a (véase las fotos 5 y iv.2 ). Sin em
bargo, el b alan ce de esto te n d ría que ser m esu rad o. M andas senescit ("el
mundo envejece”) es u n tópico que im pregna el pensam iento clerical desde
hace m ucho e inclusive d u ran te los siglos del auge m edieval. La aguda p re
ocupación p o r la m u erte, in sc rita en la lógica de la p asto ral que la Iglesia
practica desde hace m ucho tiem po, no tiene en la peste su única causa, com o
lo m uestra el hecho de que ciertos tem as m acab ro s se desarro llan ya en el
sido xjn (el E n c u e n tro de los tre s m u e rto s y los tres vivos), y o tro s desde
el decenio de 1330 (el Triunfo de la Muerte). Por último, Occidente no se com-
place en la depresión dem ográfica. A p esar de las dificultades acum uladas y
a pesar del retorno periódico de la peste, la recuperación se hace sentir desde
el siglo xv, y m ás n ítid am en te todavía después de 1450. Si bien a finales del
siglo xv E u ro p a no h a alcan zado exactam ente los niveles de p o b lación a n
teriores a la epidem ia, al m enos hay ten dencia a acercarse a ellos (el reino
de Francia, siem pre el de m ás peso, regresa a sus 15 m illones de habitantes,
en un territorio que ciertam ente h a crecido algo, m ientras que la península
ibérica se alza h a sta los siete m illones de alm as, h acia 1500). Y la sensible
alza de la ta sa de fecu n d id ad en relación con la E d ad M edia central, cpae
permite ver frecu en tem ente fam ilias de cinco, incluso de seis a ocho niños,
índica la v italidad y el deseo de reconstru cción , m ás que la om nipresencía
del miedo y la m elancolía.
En cuanto a los asp ecto s m ás no tab les de la d in ám ica feudal —el auge de
las ciudades y del co m ercio, y el re fo rz a m ien to de los pod eres m o n á rq u i
cos—, éstos no h acen m ás que crecer en im p ortancia. Si consideram os glo
balmente los siglos xiv y xv, y a p e sa r de las bajas b ru tales provocadas p o r
los pasajes sucesivos de la peste, la población de las ciudades occidentales
aumenta, au n q u e a u n ritm o m ás m od erado que con an terioridad. Los ra s
gos m encionados en el cap ítu lo 11 se acen tú an , y los m edios u rb an o s co n ti
núan su diversificación. Si b ie n sigue vigente el e n tre la zam ie n to e n tre la
aristocracia u rb a n a y los m ercad eres, alg un as ciudades los obligan a dife
renciarse con m ás claridad, crean do así una nueva oposición discursiva en
tre las élites u rb a n a s y la "nobleza”. Ju n to a los co m erciantes, a rtesan o s y
banqueros, los ju rista s, n o ta rio s y ab og ad os crecen en im p o rtan cia , así
como los “oficiales", encarg ad os de las tareas ad m in istrativas del gobierno
urbano o p rincipesco, o todavía los intelectuales, un iversitarios o in cip ien
tes “h u m an istas”. Tam bién las capas p opulares se hacen m ás visibles e ines
tables, to cad as p o r u n a co y u n tu ra p oco favorable p a ra los salarios (salvo
cuando la peste hace su aparición, p ero las m edid as p a ra b loquear los sala
rios pronto p o n e n fin a esta ventaja). Sus dificultades crecen, conduciendo
al endeudam iento con los m aestros artesan os y al desem pleo, m ientras que
la afluencia de in m ig ran te s no calificados engrosa la m u ch ed u m b re de los
mendigos y los m arginados. La jerarquización se ve reforzada entre los m aes
tros, com pañeros y aprendices, y varias m edidas h acen m ás difícil el acceso
en las co rp o racio n es de los a rte sa n o s y com erciantes. Las revueltas u rb a
nas en cu en tran en esto p a rte de su explicación. Así, pequeños artesan o s y
asalariados m odestos form an el grueso de las tropas que apoyan a Étienne
M arcel en París en 1358, au n cuando éste defiende los intereses de la oligar
quía de los com ercian tes a la que pertenece y prin cip alm en te promueve
reivindicaciones políticas, las cuales p retenden el control de la m onarquía
p o r parte de las ciudades. Esto es m ás claro aún en la revuelta de los Ciompi,
quizá la m ás am plia y la m ás organizada de este periodo, que en 1378 en
san g rienta e incend ia a Florencia. Antes de ser desviadas y luego anuladas
p o r la on d a de la represión, las reivindicaciones de los insurgentes atacan
claram ente a la oligarquía u rb an a, al im poner la igualdad de las Artes ma
yores y las Artes m enores, y crear tres artes suplem entarias a fin de garanti
zar la rep resen tació n social y la participación política de los artesanos más
m odestos y sus com pañeros.
A p e sa r de tales explosiones, se refuerza la posición de los grandes co
m erciantes y de los banqueros. Sus com pañías, cuya base es esencialmente
familiar, pero que acep tan y rem u neran capitales de diversos participantes,
extienden sus asen tam ien tos financieros y geográficos. Se afinan las técni
cas com erciales y b an q u eras, com o la co ntabilidad doble, introducida a
m ediados del siglo XIV, o la carta de cam bio, antepasada del cheque, que fa
cilita las operaciones com erciales a distancia. La im portancia de las técni
cas de cálculo se ve reforzad a p o r la m ultiplicación de los tratados de arit
m ética com ercial, m ien tras que otros m anuales se esfuerzan en ayudar a
los com erciantes en sus actividades a través de E uropa; asim ism o, las abun
d antes cartas intercam biadas, principalm ente entre los dueños de las com
p añ ías y sus agentes, in d ican la p reocupación p o r o b ten er la inform ación
que es ind isp en sable p a ra la conducción de los negocios. Da testim onio
ejem plar de esta preocupación, com o de la obsesión por registrarlo y conta
bilizarlo todo, Francesco Datini, hábil y p ru dente com erciante toscano del
siglo XIV que de la n a d a h ab ía llegado a c o n stru ir u n a red de compañías,
establecidas en Prato, Florencia, Génova y Barcelona, y quien al m orir deja
125000 cartas, 500 registros de cuentas y m illares de letras de cam bio. Las
actividades com erciales tienen u n crecim iento am plio, así com o el arte
sanado, que re c u rre m ás al m olino de agua y a.1 tela r (así, D atino emplea
700 obreros ta n sólo en sus talleres textiles de Prato). Los m ás em prendedo
res acu m u lan fortun as considerables: la de los Médicis, en Florencia, equi
vale a la c u a rta p a rte de los gastos an u ales de la ciudad; la de Jacques
Coeur, en Bourges, equivale a la m itad del im puesto real. Otros tantos nom
bres que, junto con el de los Fugger de Augsburgo, sim bolizan el poder al que
los negocios p e rm ite n elevarse d u ra n te el siglo xv. Pero hay que recordar,
con F e m a n d B raudel, que las av en turas m ás brillantes del “capitalism o fi
nanciero”, las de los B ardi, de los P e m z z i y de los M édicis de Florencia, o
incluso las de los b an q u ero s de Génova, entre 1580 y 1620, y de A m sterdam
en el siglo x v i i , te rm in a n to d as en fracasos; no h a b rá éxito en la m ateria
hasta m ediados del siglo XIX.
De nin g u n a m an e ra puede afirm arse con seguridad que el fin de la E dad
Media m a rc a u n cam b io fu n d am en tal en las m en talid ad es u rb a n as. Cier
tam ente, la h o stilid a d clerical y aristo c rá tic a respecto al negocio, sin des
aparecer, deja u n poco m ás de espacio p a ra u n a visión positiva del com er
ciante. É sta se expresa, p o r ejemplo, en los Cuentos de Canterbury, de Chaucer
(1373), en la co n cien cia que de sí m ism os y de la d ignidad de su fam ilia
consignan cierto s co m ercian tes en sus diarios (las ricordanze de los ita lia
nos) o ta m b ié n en u n cu ad ro com o el que .Tan van Eyck pinta en 1434 p ara
conm em orar el casam ien to de los esposos Amolfini (véase la foto 6 ). La va
loración de la g an an cia y la lab o r así com o la utilidad social que se atribuye
a sus activ id ad es son ad m itid a s m ás ab iertam ente; pero p a ra los com er
ciantes m ism os, ang u stiad o s p o r los riesgos de los negocios y preocupado?
por la po sib ilid ad de p erd erlo todo, la P rovidencia sigue dirigiendo el ju e
go. Ellos acu d en a D ios y a la Iglesia, ro g an do su protección, la cual ag ra
decen en caso de éxito, m u ltip licand o las d onaciones y los actos piadosos.
Objetos de toda la atención de las órdenes m endicantes, los ricos citadinos
aceptan lo esencial de los cu ad ro s eclesiales y son "cristianos c o m u n es”
(Hervé M artin). Sucede incluso que, ato rm en tad o s p o r la culpabilidad que
instila el d iscu rso clerical, al final de su vida se vuelven devotos escru p u lo
sos, como D atini, quien lega casi toda su fortuna a los pobres, obligando por
esto a la disolución de sus com pañías. Así, no queda n ad a de toda u n a vida
de esfuerzos, y la acum ulación de bienes que había perm itido se disuelve in
fine. Una ta n p erfecta su m isión a las reglas de la caridad cristian a reduce a
nada los im p erativ o s de la ganancia, que se e n c u e n tra n aún m uy lejos de
haber c o n q u ista d o su a u to n o m ía y h u n d ir al m u n d o bajo las “aguas h e la
das del cálculo egoísta”.
En la m ed id a m ism a en que su éxito es m ás espectacular, los ricos n e
gociantes se p o n e n a im ita r con m ás a rd o r y fastuosidad los usos de la aris
tocracia . No solam ente las adquisiciones de tierras se m ultiplican, sino que
la oligarquía u rb a n a p u ed e entonces p erm itirse re p ro d u c ir el m odelo cul
tural de las cortes, y especialm ente com petir con el m ecenazgo de los p rín
cipes. E v id e n te m en te lo que así s_e b u sc a es la in co rp o ració n en la n o b le
za, caso tam b ién de los grandes sen ad o res de los m onarcas. E sto es lo que
sucede con los Le Viste, fam ilia o rig in aria de la b u rg u esía de Lvon, que se
ilustra en los grandes cuerpos de servidores de la m o n arq u ía francesa, sien
do uno de sus m iem bros el com anditario del fam oso tapiz de La dama con el
unicornio, a finales del siglo xv. E n cu an to a Jacques Coeur, quien llegó a
ser el principal financiero del rey Carlos VII, su palacio de Bourges sorpren
de p o r su esp len d or principesco y p o r su au d az p ro g ram a iconográfico, el
cual sugiere con in sisten cia la in co rp o ració n del am o del lu g a r a la corte
real, asociando de m a n e ra visible los sím bolos del rey y de su banquero.
Pero este juego, que m anifiesta con d em asiada evidencia la am bición de ser
indispensable al soberano, no carece de peligros y finalm ente conduce a la
desgracia y al destierro. Así, las conductas “burguesas” se pliegan ante los es
crúpulos alim en tados p o r los clérigos, al tiem po que se ag o tan en la fasci
nación p o r la aristocracia. Tales fenóm enos, que predom inan h asta el siglo
x v iii p o r lo m enos, explican en b u en a parte p o r qué el espíritu de la ganan
cia no significa n ecesariam en te el triu n fo del capitalism o, e im itan a dife
ren ciar claram ente a los “hom bres de negocios feudales”, que ya son capa
ces de hacerlos bien y de extender sus horizontes, y a la verdadera burguesía
cuyo tiem po aú n 110 ha llegado (Eric H obsbaw m ).
Esto 110 le im pide a la ciudad m an te n er y a cen tu ar sus especificidades.
Si bien en su ám bito las c iñ a s cuentan m ás que en otras partes, tam bién las
letras cuentan. La lectu ra tiene progresos notables entre los citadinos, y en
1380 Villani afirm a que 70% de los florentinos saben leer y escribir. La de
m anda de libros crece, sostenida por los m edios uni versitarios y cada vez más
por los príncipes, los nobles y los notables urbanos, entre quienes los más ri
cos a veces son bibliófilos apasionados, que acum ulan suntuosos manuscritos
ilum inados (véase la foto iv.3), m ientras que el resto ha de poseer, aparte de
sus tratad o s com erciales, al m enos u n libro de horas, que en el siglo XV se
convirtió en el em blem a indispensable d e ja devoción laica. La producción
de m anuscritos se ve m uy solicitada y los talleres u rb an o s se esfuerzan por
elevarla, g racias a n uevas técnicas. Tras alg u n as tím idas ap ariciones, el
papel, de origen chino, se em pieza a u tilizar cada vez m ás a p a rtir de prin
cipios del siglo xiv, pues tiene u n a doble ventaja sobre el pergam ino (menor
peso y costo). Al filial del siglo xrv, el grabado en m etal, luego en madera,
ofrece los p rim eros procedim ientos de rep ro d u cció n m ecánica, particular
m ente en boga para la difusión de las im ágenes piadosas. Finalm ente, aunque
otros artesan o s tam bién trab ajaro n sim u ltá n ea m en te en la m ism a direc
ción, es al orfebre G ulenberg a quien se ha vinculado con la invención de la
tipografía (letras m etálicas móviles), que perm itió la impresión de la famosa
Biblia de M éllense, h a cia 1450. E sta innovación, que rá p id a m e n te llega a
todo O ccidente (a lre d e d o r de 15 000 o b ras im p re sa s an te s del final del si
glo xv), está destinada a tran sfo rm ar profun d am ente la difusión de lo escrito
v el conjunto de las p rácticas socioculturales.
Si bien la im p re n ta —ju n to con el u so del p apel que le es in d isp e n sa
ble— es en efecto "una gran invención m edieval” (Alain D em urger), no es la
única que se le puede a trib u ir a la baja E dad M edia. Se puede citar la difu
sión de los relojes m ecánicos (véase el capítulo I de la segunda parte) y la de
las gafas, d e scu b rim ien to éste que tal vez fue perfeccio n ad o en V enecia a
finales del siglo xin, y que fue u n co nsiderable rem edio p a ra los in tele ctu a
les y otros aficionados a las letras y a las cifras. A parte de las arm as de fuego
que ya se m encionaron, la m ejora de las técnicas m ineras y m etalúrgicas, o
inclusive las de los astilleros navales, tienen notables consecuencias. N um e
rosos m sti u m en to s útiles p a ra la navegación h acen su aparició n o se p er
feccionan entonces de m an era decisiva, com o la b rú ju la (su principio, tra s
mitido desde China, viene analizado en un tra ta d o de A lejandro N eckam en
1187, pero su uso no se generaliza sino h a sta el siglo xiv), el astrolabio (que
Gerberto de A urillac in tro d u c e en O ccidente an te s del año m il, y de uso
frecuente a p a rtir del siglo xn) y los portolanos (debidos a los m arin o s pisa-
nos, genoveses y catalanes, y que esbozan, sobre todo a p a rtir del siglo xiv,
los contornos de las costas). Su perfeccionam iento, al igual que el de la ca
rabela, aco m p añ a y favorece la p rim e ra a v en tu ra a tlá n tica que los genove
ses y los p o rtu g u eses em p ren d iero n , a lc an zan d o las C anarias ya en 1312,
Madeira y las Azores u n siglo después. La exploración siste m átic a de las
costas africanas se inicia a instigación de los reyes de P ortugal y sobre todo
del infante E nriq ue el Navegante (1394-1460): la to m a de C euta la in au g u ra
en 1415, y B artolom é Días dobla finalm ente el cabo de B uena E speranza en
1488. El proceso, que cu lm in a en el viaje de C ristóbal Colón, tiene sus ra í
ces en los siglos que tienen la reputació n de ser los m ás oscuros de la "crisis
de la Edad M edia”. Esto tendría que conducir a reform ular la articulación en
tre Edad M edia y R enacim iento, con m ás razó n p o rq u e la idea del re n a c i
miento de las artes y las bellas letras está a la o rd e n del día desde el siglo
xiv, de m an era notable con Petrarca (m uerto en 1378), no sólo en Italia sino
también al n o rte de los Alpes, donde en 1408 N icolás de Clam anges, secre
tario del papa en Aviñón, se enorgullece: “Yo m e esforcé para lograr que ren a
ciera en F rancia la elocuencia tan to tiem po e n te rra d a ”. Acaso sería entonces
más p ertin en te co n ceb ir la b aja E dad M edia, o al m enos el siglo xv, com o
un tiem po de tra n sfo rm acio n es activas, de invenciones y de innovaciones
—en toda E u ro p a y no solam ente en Ita lia — que sin solución de conti
n uid ad conducen a los grandes descubrim ientos que com únm ente se acre
ditan al Renacim iento. P or lo m enos se ten d ría que considerar, como invita
a hacerlo Jacques Chiffoleau, que los adelantos creadores no llegan después
de los som bríos colores del final de la E d a d M edia, sino que unos y otros
son consustanciales.
La Iglesia, siempre
Por todo lo anterior, sería m uy abusivo considerar globalm ente la baja E dad
Media com o u n tiem po de crisis, de decadencia y de retroceso. Sin que dejen
de estar presentes, los colores otoñales de Jo h a n H uizinga sólo p arcialm en
te le convienen o al m enos no son suficientes p ara definirla. Los elem entos de
crisis son innegables, pero tal vez son m enos profundos y m ás lim itados en el
tiempo de lo que suele decirse. Se tra ta de u n period o em inentem ente con
trastado, d uran te el cual las graves dificultades no im piden el m antenim iento
de una ra e rte din ám ica. P or lo tan to , no resu lta fácil ver cóm o fu n d a r ia
idea de una “crisis general del sistem a feudal” (Rodney HiJton). En sem ejan
te esquema, h istorio gráfico, la crisis h a b ría de dar a luz a u n nuevo sistema,
característico de Jos Tiem pos M odernos y m a rc a d o p o r la afirm ación del
Estado y el capitalism o. H ab ría que concluir que la Conquista y la coloniza
ción de! Nuevo M undo son el efecto de estos nuevos tiem pos, separados de
la Edad M edia p o r ei gran corte del R enacim iento. Pero la perspectiva cam
bia n ítid am en te si se red u ce el alcance de la crisis de la baja E dad M edia,
m atizándolo y sobre to do con sid eran d o que n ad a p e rm ite ver allí la crisis
finad del feudalism o. Como hem os visto, la sociedad de la baja E dad M edia
está caracterizad a p o r las m ism as e stru c tu ra s fu n d am en tales que existían
dos siglos antes. Allí volvem os a e n c o n tra r los m ism os grupos d o m inantes
principales y los m ism os dom inados: la Iglesia sigue siendo la institu ció n
hegemónica, m ie n tra s que c o n tin ú a el crecim iento del m u n d o u rb a n o y el
reforzamiento de los poderes m onárquicos. El balance que hace R obert Fos-
sier es inapelable: “E n la h isto ria de la sociedad, n in g u n a novedad fu n d a
m en tal separa a la baja E dad M edia del siglo xn y del siglo x m ”; lo que la
caracteriza es solam ente la "aceleración de los m ovim ientos esbozados m u
cho an tes”. P or lo ta n to existe u n a co n tin u id ad entre el desarrollo de la
E dad M edia centra] y la dinám ica que resurge al final de la E dad Media, de
tal m an era que el im pulso que co n duce a la co n quista de las Américas es
fundam entalm ente el m ism o que se ve operar desde el siglo xi. La coloniza
ción del u ltra m a r atlántico no es el resultado de un m undo nuevo, que nace
en el h u m u s donde se descom pone u n a E dad M edia agonizante. Más allá
de las transform aciones, las crisis y los obstáculos, es la sociedad feudal la
que em puja a E u ro p a hacia m a r adentro, siguiendo la trayectoria iniciada
desde el alba del segundo m ilenio.
Esbozo de comparación
entre la Europa feudal y la América colonial
Es posible, con base en las características del feudalism o resum idas de esta
manera, esb o z ar u n a co m p aració n con las realid ad es coloniales a m eric a
nas. Tendrá que ser excesivam ente som era y aproxim ativa (m ás aún porque
el autor se aventura lejos de su universo de conocim ientos habitual). E n todo
caso, esta te n ta tiv a no p re te n d e explicar la com plejidad del m u n d o colo
nial; su ú n ic a am b ició n es d e sp ren d er algunos rasgos m asivos y p ro p o n e r
una hipótesis general, cuyo eventual interés sería a y u d a r a ap ro x im arse a
estas realidades con m ayor eficacia.
¿Se re p ro d u jo en el m u n d o colonial la relació n de d o m m iu m , es decir,
la fusión del p o d er sobre la tie rra y el p oder sobre los hom bres? La resp u es
ta es c laram en te negativa. C iertam ente, a los co n q uistadores, ya sea que
fueran nobles o n o lo fueran, los an im aba en lo esencial u n ideal aristo crá
tico, c ara cterístic o de la h idalguía ibérica (R uggiero R om ano). H icieron
todo lo p osible p o r d u p licar en América el sistem a feudal europeo. B ernal
Díaz del Castillo d a u n a p ru eb a n ítid a de esto, cuando se refiere a la R econ
quista y a las tierras que p o r entonces fueron concedidas a los nobles espa
ñoles, p a ra a firm a r que los co n q u istadores deb ían ser recom p en sad o s del
mismo m odo, es decir, m ediante la entrega de feudos:
Y así cuando Granada fue conquistada [...] los reyes dieron tierras y señoríos a
todos los que les ayudaron en las guerras y las batallas. He recordado todo esto
a fin de que, si se miran los buenos y numerosos servicios que nosotros hicimos
por el rey nuestro señor y por toda la cristiandad, y que se las ponga en una
balanza, y cada cosa se pese según su justo valor, se verá que nosotros somos
dignos y merecemos ser recompensados como los caballeros que más arriba he
mencionado.
[...] de todos los sectores sociales, la Iglesia era el que tenía una mayor cohesión
estamental, reforzada por una fuerte presencia económica y política. Exención
tributaria, tribunales especiales y una serie de fueros y privilegios que venían
de la Edad Media hacían de los clérigos los miembros más destacados de la so
ciedad. Su control sobre la doctrina, la liturgia y la moral, y a través de ellas
sobre el arte, la imprenta, la educación y la beneficencia le daban a la Iglesia
una excepcional influencia social y cultural.
AI respecto, la posición del clero colonial puede ap arecer más dom inan
te todavía que en O ccidente, si se considera en p articu lar que la, inmunidad
eclesiástica se m an tien e in ta c ta a lo largo de todo este periodo, o también
el hecho de que la Iglesia es con m ucho la principal institución dispensado
ra de crédito y que de esta m a n e ra desem peña un papel clave en las activi
dades productivas y com erciales del m undo colonial. Por ello Felipe Castro
puede concluir con to d a claridad:
La Iglesia fue el verdadero pilar del régimen colonial [...] Contribuyó decisiva
mente a crear, difundir y reproducir las normas y valores que mantuv ieron la
estabilidad social y política del virreinato durante casi tres siglos. No en balde
el obispo Abad y Queipo, vocero de los intereses de la Iglesia a finales de la Co
lonia, reclamaría para el clero los títulos de conquistador y conservador de las
conquistas.
ESTRUCTURAS FUNDAMENTALES
DE LA SOCIEDAD MEDIEVAL
V. MARCOS TEMPORALES DE LA CRISTIANDAD
U n id a d y div e r s i d a d d e l o s t i e m p o s s o c ia l e s
Como señala Jacques Le Goff, "las m ediciones del tiem po y del espacio son
u n in stru m e n to de dom inación social de la m ayor im p ortancia. Quien las
co n tro la au m e n ta considerab lem ente su p o d e r sobre la sociedad". Desde
este p u n to de vista, la Iglesia h a sido la gran vencedora. La lenta adopción
de la era cristiana (cálculo de los años partien d o del nacim iento de Cristo)
índica que O ccidente se constituye p au latin am en te en u n a unidad, bajo la
form a de la “cristiandad". Sin em bargo, d u ra n te m ucho tiem po siguieron
vigentes los sistem as cronológicos inspirados en la A ntigüedad pagana, por
referencias a los cónsules o a los reinados de los em peradores, Juego a los
sob erano s o, incluso, a la fundación de R om a o a la co n jetu ra de la crea
ción del inundo. E n el añ o 525 D ionisio el Pequeño, u n m onje oriental, es
tablecido en R om a, p u blica sus Tablas pascuales. Al ju zg ar que el sistema
ento n ces en vigor tom aba com o p u n to de referencia el rein ad o de Diqcle-
ciano y h o n ra b a así indebidam ente la m em oria de u n tirano, decide calcu
la r los años a p a rtir del nacim iento de Cristo. El tratado de Dionisio, obra
que tuvo un gran im pacto en O ccidente en la m edida en que puso término a
las controversias relativas a la fecha de la Pascua, es tam bién el canal por el
cual se difunde la era cristiana (Georges Declercq). Con todo, los progresos
de ésta son m uy lentos, y serán las obras de B eda el Venerable las que asegu
ren el verdadero éxito del sistem a de Dionisio: su tratad o Be la medición del
tiempo (725) am plía las tab las de fechas pascuales de D ionisio y las inscribe
en una concepción m ás global del tiem po; su Historia eclesiástica del pueblo
inglés (731) es la p rim e ra o b ra h istó ric a que utiliza de m an e ra sistem ática
la era cristian a com o in stru m ento de m edición del tiem po, incluyendo al fi
nal de la o b ra u n a cronología resu m id a que abarca desde el 60 a.C. h asta el
731 d.C.
El m u n d o in su la r es en re a lid a d p re c u rso r en la m ateria: en el m ism o
periodo se utiliza la era cristiana p rim ero en las cartas anglosajonas y poco
después ta m b ié n re c u rre n a ésta W illibrord (en 728) y B onifacio, m isione
ros o rig in ario s de las islas. P o sterio rm en te, en los siglos IX y X, la era cris
tiana va ganand o terren o len tam ente en el continente, sobre todo en el á m
bito germ ánico. Pero no es sino d u ran te los siglos xi y x i i que se generaliza
su uso en O ccidente, ta n to en los d o cum entos pontificios (a p a rtir de N ico
lás II, en 1058) y en las actas de las cancillerías reales, condales o episcopa
les, com o en las o b ras h isto rio gráficas (con excepción del m u n d o ibérico,
que utiliza la era de E spaña, la cual tiene u n desfase de 38 años respecto de
la era cristian a). Agreguem os que la cronología retrospectiva de los sucesos
anteriores a Cristo, que B eda ya h a b ía p robado, no se difunde sino a p a rtir
del siglo xui y, sob re todo, del xv. E n cu a n to al siglo, p eriodo de cien años
calculado con base en el p rim e r año de la era cristiana, aparece tím idam en-
te e n el siglo XIII, en c u e n tra apoyo gracias a la p ro clam ación del p rim e r ju
bileo cristiano p o r p a rte de B onifacio V I I I en 1300, pero no se utiliza com o
instrum ento h istoriográfico an tes del siglo xv). Así, si b ien el co njunto del
sistema cronológico que está en vigor a h o ra se in stau ró lentam ente du ran te
la E dad M edia, la p rá c tic a de c o n ta r ios años ab incarnatione D om ini, se
gún el sistem a p ro p u esto p o r D ionisio el Pequeño, aparece, a p a rtir del siglo
XI, como u n a d e las m u estras m ás evidentes de la u n id a d d e la cristiandad,
lo que estableció en tre o tra s cosas u n a diferencia clara con respecto al ca
lendario m usulm án , cuyo año de referencia es la hégira.
Si el añ o de referen cia del calen d ario unifica a la cristian d ad desde el
siglo xi, persiste u n a extrem a diversidad en la elección del día que inaugura
cada año nuevo. D esprovisto de c u a lq u ie r valor cristiano, el p rim ero de
enero, a d o p tad o en la A ntigüedad, cae en desuso a p e sa r de la persistencia
de los rito s de las calen d as de en ero y la co stu m b re de ofrecer, ese m ism o
día, los "aguinaldos” (regalos m ed ian te los cuales los patroni rom anos ase
guraban la le alta d de sus clientes d u ra n te to d o el año, y que la Iglesia de
n un cia com o u n a lógica del don y el co n trad ó n c o n traria a la caridad cris
tiana). P or lo tanto, coexisten varios "estilos” cronológicos diferentes, según
se haga co m enzar el año en N avidad, en la A nunciación, com o lo hace el
papado, o en la Pascua, preferencia p articu larm en te com pleja p o r el carác
te r móvil de esta festividad. Hay que señ a lar el caso p a rtic u la r de Castilla,
que p erm anece fiel al p rim ero de enero ro m an o h a sta el siglo xiv, dando
lu g ar posteriorm ente, cuando o tras regiones europeas siguen la evolución
inversa, a la rivalidad entre los estilos de la N avidad y de la A nunciación (lo
que no deja de ten er consecuencias en el Nuevo M undo, donde repercute la
diversidad de estas preferencias en el siglo xvi). P or lo tanto, si los diferen
tes estilos de calendarización se refieren a hechos esenciales p a ra la his
to ria de la salvación y, en consecuencia, m anifiestan el carácter cristiano de
los m arcos tem porales, su rivalidad es m u estra de la fragm entación política
de la E uropa feudal, a tal extrem o que, d u ran te ciertos m eses, coexisten dos
años diferentes en u n m ism o reino.
La E dad M edia vive con el calen dario establecido p o r Julio César, es
decir, un año de 365 días, con u n día su p lem entario cad a cu atro años. Sin
em bargo, los astrónom os m edievales no tard an m ucho en con statar que de
ahí se deriva u n desfase en relación con el ritm o del sol. E sto aparece clara
m ente en los tratad o s de Alfonso X el Sabio, quien calcula con m ayor preci
sión la duración del ciclo solar y de esta m anera da testim onio de los progre
sos de la astronom ía medieval y de sus avances respecto de los conocimientos
antiguos. No obstante, p a ra re m ed ia r esta situ ació n h a b rá que esperar la
reform a del calendario prom ovida p o r el papa G regorio XIII, quien suprime
10 días del año 1583 (del 5 al 14 de octubre) a fin de re cu p e rar el retraso del
calendario respecto del sol. E sta m edida se ad o p ta de inm ediato en Occi
dente, y Felipe II o rdena su aplicación en las Indias occidentales. Es no
table que el papado haya adoptado u n a iniciativa de esta naturaleza, con la
cual da prueba, a p esar de la secesión de las regiones reform adas, de su ca
p acid ad p ersisten te p a ra co n tro lar los m arco s tem porales de la sociedad.
Si el año se divide en 12 m eses, de acuerdo con el sistem a antiguo (del
cual los calendarios retom an tam bién la designación de los días de cada mes
com o idus y calendas), u n a innovación decisiva es la introducción de la se
m ana, calcada del m odelo bíblico de los siete días de la Creación del mundo.
La sem ana reviste u n a im portancia extrem a: desde la época paleocristiana,
constituye la base del tiem po litúrgico, p orque a p a rtir de entonces se adop
ta la regla de u n a conm em oración h eb d om adaria del sacrificio de Cristo. El
"día del Señor” (dies dom inicas, en francés dimanche, en castellano domingo,
en italian o d om enica) se convierte p o r ende en un elem ento d e term in an te
del ritm o de la vida. La E dad M edia experim en ta ta m b ié n u n a du alid ad
entre seis días de actividades, que co rresp o n d en a los seis días de la C rea
ción y el séptim o día de descanso ta n to para los ho m b res com o p a ra Dios.
Este d ía fuera de lo com ún debe consagrarse al culto divino y a la sociabili
dad (reuniones, fiestas, etc.), y la Iglesia reitera sin cesar la interdicción de
las actividades g u erreras y de labo r dom inical! au n q u e tolera las excepcio
nes en caso de necesidad, p or ejemplo, d urante el periodo de cosechas. H acia
finales de la E dad M edia, las im ágenes del "Cristo del dom ingo” m u e stra n a
Jesús h erid o p o r las h e rra m ie n tas que los cam pesinos y los artesanos u tili
zan de m a n e ra ilícita el dom ingo, con lo que se b u sca ilu stra r h a sta qué
punto tra b a ja r el día del Señor es ofenderlo (D om inique Rigaux).
A unque no se ignoran las 24 ho ras del día rom an o, éstas no son objeto
de uso p ráctico . Sucede todo lo c o n tra rio con las ocho h o ras canónicas,
que resu ltan escansiones decisivas cuya d u ració n varía en función de la es
tación del año (m aitines, a m edia noche; luego laudes, p rim a y tercia; sexta,
cuando el sol está en el cénit; y finalm ente, nona, vísperas, al ponerse el sol,
y com pletas). Las cam p an as de los m o n asterio s y las iglesias a n u n c ia n a
todos las h o ra s can ó n icas, ya que co rresp o n d en a los rezos que m a rc a n el
ritm o de la jo m a d a de los clérigos. Pero las cam panas tam bién acom pasan
la lab o r de los cam pesinos, al igual que tod as las actividades de la p o b la
ción de las ciudades. El vínculo en tre el sonido fam iliar de las cam p an as y
la vida ru ral es tan estrecho que da pie a cierta etim ología de fan tasía que
establece Ju an de G arlande en el siglo x t ii : “Las cam p anas (campanae) reci
ben su n o m b re de quienes viven en el cam po (in cam po) j’a que estos ú lti
mos no pueden d e term in a r las horas sino gracias a las cam p an as”. A p a rtir
del siglo XIV, la recitació n de las h o ras can ón icas se extiende en tre la éjite
laica, gracias a la m ultiplicación del libro de horas que indica los rezos que
corresponden a cada u n a de las horas y a cada día del año.
Si el m om ento del d ía se m ide de m anera flexible, la alternancia tajante
entre el día y la noch e es evidente p a ra todos. La noche es u n tiem po de
m iedos reales (las agresiones son m ás factibles, lo cual hace de la noche
una c irc u n sta n c ia agravante p a ra la justicia) y de m iedos esp iritu ales (la
noche d a lu g a r a las peores m anifestacion es de] diablo y a las luchas m ás
intensas c o n tra las tentacio nes). Al ser un objeto de inquietudes, la noche
tam bién p ued e ser, cu an do el com b ate c o n tra el m al es victorioso, u n m o
m ento privilegiado p a ra enco n trarse con Dios. Com o en todas las socieda
des donde escasean los m edios de ilu m inación , la d u alid ad del día y de la
noche tiene m ás rep ercu sió n que en el m u n d o m oderno, au n q u e esto no
significa que la d iabolización de la noche sea ab so lu ta en la E dad Media.
Además, desde el siglo x i i i , el em pleo del vidrio perm ite la fabricación de
lám paras de aceite m ás eficaces, que reducen el riesgo de incendios. Por
últim o, en lo que toca a la m edición de los instantes breves, ésta parece bas
tante aproxirnativa si la com param os con nuestro s hábitos horarios: con
frecuencia se m enciona el tiempo de un cirio que se consum e o el de la reci
tación de u n Ave M aría o de un Padre N uestro; una vez más, se tra ta de refe
rencias em inentem ente cristianas.
Las repi eseu Liciones de los m eses ap arecen frecuentem ente en la decoración piu la d a o esculpida de las
iglesias, pero es to talm en te excepcional que se asocien con un calendario litúrgico. Aquí, en la capilla de
san Peregrino, cada u n a de las inscripciones indica una fiesta de Cristo, la Virgen o un santo, que veneran
los benedictinos del m o n asterio de B om inaco. Es com o si las páginas de un m anuscrito litúrgico se h u
bieran p ru \ celado sobre j o s m u ros en to rn o al altar, p a ra in dicar las celebraciones realizadas d u ra n te el
año en ese m ism o lugar. Aquí vemos la p rim era m itad del año: en relación con el m es de enero, p a rtic u
larmente ¡ecargado de celebraciones, un h om bre se calienta ju n to al fuego; la poda de la vid corresponde
aquí ai mes de febrero; el spinario de m arzo (un h om b re que se quila una espina del pie) es una alegoría
que proviene de la A n tig ü e d a d y q u e se a s o c ia c o n la lu ju ria ; e n a b ril, u n jo v en s o s tie n e u n r a m o
de flores, c o m o ta m b ié n el c a b a lle ro d e m a y o , m ie n tr a s q u e en ju n io se d a in ic io a la c o se c h a .
A m b ig ü e d a d e s d e l t ie m p o h is t ó r ic o
“El tiem po para los clérigos de la E dad M edia es h isto ria y esta historia tie
ne u n sentido ”, recu erd a Jacques Le Goff. Y si M arc Bloch afirm a que "el
cristianism o es u n a religión de h isto riad o res”, no es sólo porque los cristia
nos tengan com o textos sagrados libros de h isto ria o porque la liturgia sea
u n acto de rem em branza que celebra y repite la vida de Cristo y de los san
tos. Es sobre todo porque los sucesos fundacionales del cristianism o, el na
cim iento y la crucifixión de Jesús, en lu g ar de asociarse con u n tiem po in
m em orial o m ítico, com o la C reación o el pecado original, constituyen
hechos perfectam ente consignados y situados en u n tiem po verdaderam en
te histórico: Jesús nació bajo el im perio de Augusto y m urió bajo el imperio
de Tiberio (aun cuando los Evangelios no perm iten fijar fechas irrefutables).
Es D ionisio el Pequeño quien, p o r la correlació n establecida en tre la era
cristian a y los reinado s im periales, sitú a el nacim ien to de Cristo el 25 de
m arzo del año 1 (de nuestra era) y su m uerte en el 33 o 34. A] hacerlo, se apar
ta de las opiniones trad icion alm en te m ás adm itidas, in spiradas sobre todo
en Tertuliano y E usebio de C esárea (la invención de D ionisio perm ite afir
mar, de m an era b a sta n te paradó jica, que éstos situ a b an el nacim iento de
Cristo en el año 3 o 2 antes de nu estra era). Ahora bien, los cálculos de Dioni
sio el Pequeño se b asan en u n a serie de erro res (o al m enos de elecciones
sesgadas), que no escaparon a la atención de B eda el Venerable y que incita
ron a algunos autores del siglo XI, com o Abbon de Fleury, a prom over otras
fechas m ás justificadas. Pero la "invención” de D ionisio ya se hab ía difundi
do dem asiado y nadie, h a sta nu estros días, h a considerado con seriedad la
posibilidad de reco rrer todos los años de la era cristiana. Por lo dem ás, to
das estas discusiones no hacen m ás que confirm ar el carácter decididam en
te histórico del tiem po cristiano. Tantos esfuerzos p o r calcular el verdadero
año del nacim iento de Cristo solam ente tie n en sentido po rq u e pretenden
d a r respuesta a las exigencias de u n tiem po histórico y, en p rim er lugar, de
u n a cronología p recisa y verificable. Lo que está en juego no es cualquier
cosa, p uesto que, p o r su E ncarnación, es Dios m ism o quien se inscribió en
la historia.
Por o tra p arte, el tiem po cristiano es un tiem p o lineal que se despliega
desde u n inicio (1a. Creación del m undo y el pecado original) hasta u n fin (el
Juicio Final), p asan d o p o r el n acim iento de Cristo, pivote central que m odi
fica el curso de la h isto ria al ofrecer a los hom bres la redención. Este tiem
po lineal tam bién tiene u n a orientación, ya que su térm in o está pred eterm i
nado y d escrito en la B iblia, aun cuand o ésta p recisa que no se sabe ni el
día ni la h o ra de dicho térm ino. C reer en el Juicio Final, que m a rca rá el fin
de los tiem pos e inm ovilizará el universo y a los seres en la eternidad, es u n
punto d o ctrin al indiscutible. Desde el p u n to de vista cristian o , la h isto ria
de la h u m an id a d se divide p o r ende en dos épocas: la del A ntiguo Testa
mento, p ro fu n d a m e n te am bigua, pues está d e te rm in ad a p o r la alianza de
Dios con el p ueblo elegido y contiene el germ en de las verdades reveladas
por Cristo, p ero sigue estan do d o m in ad a p o r el pecado y la im posibilidad
de alcan zar la salvación; luego, la del Nuevo T estam ento, iniciada p o r el
sacrificio de C risto, que perm ite a los h om bres re c ib ir la gracia divina y
vencer el mal. E sta división b inaria es fundam ental y, en el siglo xiii, Tomás
de Aquino recu erd a aun su valor esencial (contra los m ilenaristas que a n u n
cian la in m in en cia de u n nuevo period o de la h isto ria h um ana). P o r lo de
más, la oposición de los dos testam en to s se declina en diversas dualidades:
confrontación de la Sinagoga y de la Iglesia, de la Ley y de la G racia, de
Adán y de Cristo. E sta bipartición de la historia tam bién da lu gar a subdivi
siones que no m odifican su sentido principal. Así, es frecuente distinguir el
tiempo a n terio r a la Ley (ante lege), desde el pecad o original hasta Moisés,
el tiem po de la Ley (sub legem), que se inicia con la entrega de los 10 m a n
damientos y, finalm ente, el de la G racia (sub gratiam), que com ienza con el
nacimiento de Cristo. E sta p resen tación trip a rtita indica u n a progresión en
la época del Antiguo Testam ento, creando una etapa interm edia, que no po
see todavía la gracia, pero conoce p o r lo m enos los m an d am ien to s divinos.
Por últim o, san A gustín lega a la E d ad M edia u n a seg m entación de la
historia en seis épocas, relacio n ad as con los seis días de 1a Creación y con
las edades de la vida h u m a n a (esta división de las seis edades de la vida,
transm itida en la E d ad M edia p o r Isido ro de Sevilla, com pite a p a rtir del
siglo xm con o tra qu e es c u a d rip a rtita , y los a ñ o s que lim ita n las etap as
de la vida v a ría n b a s ta n te según los au to res). Las edades del m u n d o , se
gún san Agustín, se extienden de Adán a Noé (co rresp o n d ien tes a la te m
prana infancia, infancia), de Noé a Abraham (paralelam ente con la infancia,
pueritia), de A braham a David (adolescencia), de David al cautiverio en
B abilonia (juventud), del cautiverio en B abilonia al nacim iento de Cristo
(m adurez) y, finalm ente, de Cristo al fin de los tiem pos, culm inando así en
la inm ovilidad de la etern id ad , de la m ism a m an era que el descanso del
séptim o día sigue a los seis días de la Creación. Por lo tanto, la versión agus-
tin ian a consiste en una fragm en tación del tiem po del Antiguo Testamento,
m ientras que el tiem po de la G racia sigue unificado. La asociación de este
últim o con la vejez pued e sorprender; pero es que san A gustín retom a la
m etáfo ra del b au tism o según san Pablo, que vincula al anciano con la re
generación de la vida espiritual. E n sum a, aun cu an d o esta periodización
se refiere en últim a in stan cia a la b ipartición de los dos testam entos, refuer
za la visión lineal de la histo ria, h acien do sen tir u n a progresión com para
ble a la de las edades de la vida y que está com prendida entre un inicio y un
final ineluctable.
Las concepciones cristianas in tro d u cen u n a fuerte ru p tu ra en relación
con las concepciones antiguas. Al m arg en de la diversidad de los autores,
en la A ntigüedad prevalece en efecto u n a visión cíclica del tiem po, donde
todo se repite en u n etern o reto rno. Los antiguos griegos no percibían el
m undo a través de las categorías de cam bio sino com o u n a realidad estáti
ca, o com o un m ovim iento circular. P ara Aristóteles, “el tiem po es un círcu
lo"; y P latón afirm a que “ ‘e ra ’, ‘es' y ‘s e rá ’ son aspectos de u n tiem po que
im ita a la eternidad, que gira en círculo conform e a las leyes del número",
sugiriendo con ello que los sucesos re to rn an y que las épocas se repiten, a
tal grado que todo p o d ría p a re c e r fijo en un p resen te que re u n iría en sí el
p asado y ei futuro. Es c o n tra esta visión cíclica, aú n co m p artid a esencial
m ente en R om a —y c o n tra ciertos au to res cristian o s corno Orígenes, que
p arecen dem asiado apegados a ella— que san A gustín elabora u n a nueva
concepción del tiem po. E n La ciudad de Dios proclam a la falsedad del tiem
po cíclico, que negaría la aparición única de Cristo en un m om ento histórico
preciso y sin repetición posible. O pone al tiem po cíclico el "cam ino recto”
de Dios, que “destruye esos círculos giratorios". Sin em bargo, la visión his
tó rica y lineal de A gustín no deja de te n e r sus lim itaciones. En efecto, al
situ ar la realidad presente en la sexta y últim a época de la historia humana,
indica que, desde la perspectiva de la salvación, no puede producirse nada
nuevo h asta que no llegue el Juicio Final. A p a rtir del nacim iento de Cristo,
la historia está condenada a p erm an ecer idéntica a sí m ism a, con la certeza
de que n ad a fu n d am en tal puede suceder. Desde entonces, los hom bres vi
ven de los frutos de la redención y a la espera del Juicio Final, m ientras que
todo lo d em ás no son sino peripecias que en n a d a m odifican la verd ad era
historia de la salvación. Si h u b o u n a h istoria desde la Creación del m undo,
a p artir del n acim ien to de C risto ya no la hay.
La c o n fro n tac ió n e n tre la concepción cíclica y lineal del tiem p o está
destinada a rep etirse d u ra n te la conq uista del N uevo M undo. El fran cisca
no B ern ard in o de S ah ag ú n es, an te los n ah u as, com o sa n A gustín frente a
Platón, y en su Códice -florentino consigna este testim onio extraordinario de
un tiem po indígena d o m inado p o r la exaltación de un pasado prim ordial y
por el apego a u n etern o retorno: “O tra vez será así, o tra vez estarán las co
sas, en algún tiem po, en algún lugar. Lo que se hacía, hace m ucho tiem po y
va no se hace, o tra vez se h ará, o tra vez así será, com o fue en lejanos tie m
pos”. Pero, p o r m uy útil que sea, la oposición en tre tiem po cíclico y tiem po
lineal en p a rte es insuficiente. Inclusive en las sociedades trad icio n ales,
donde el re to rn o periódico de las estaciones y las actividades agrícolas im
prime su m a rc a en toda visión del tiem po, siem pre existe parcialm ente u n a
experiencia del tiem p o irreversible, au n q u e sólo sea p o rq u e ca d a quien
puede m edir con la vara de su p ro p ia vida el cam ino que conduce a la m uer
te. Por lo ta n to , el p ro b lem a no está en afirm ar la au se n cia de u n tiem p o
irreversible, sino en sab er en qué m edid a éste se asum e o no com o tal, y si
éste constituye o no la fo rm a d o m in an te del tiem p o social y el su sten to de
la rep resentación del d evenir h istórico. M ás que ate n erse a u n a oposición
estricta, en realid ad se tra ta de an aliza r cóm o los llam ados tiem po lineal y
tiempo cíclico se co m b in an en articulaciones variadas, propias de cada cul
tura. En cu an to a la idea m ism a del tiem po cíclico, ésta es n ecesariam ente
una com binación entre la sucesión em pírica de hechos y seres diferentes y una
interpretación que los relacio n a con u n a m ism a esencia (por ejem plo, dos
soberanos que se su ceden son evid en tem en te individuos diferentes, pero
puede considerarse el hecho de que am bos encarn an , en el fondo, u n único
y mismo principio). Un pensam ien to cíclico del tiem po es así u n a form a de
englobar d iferen cias accid en tales d en tro de u n a id e n tid a d esencial. Pero
esta concepción p u ed e asum ir, a p e sa r del re to rn o cíclico de lo m ism o, la
aparición de ciertas diferencias, dando lug ar así a u n a visión en espiral, de
la cual el pensam iento m aya parece d ar un ejemplo al asociar el tiem po con la
figura de u n caracol.
En el cristianism o se com b in an dos tipos de tiem po: el tiem po lineal de
la historia h u m a n a que avanza inelu ctab lem en te h acia un suceso singular;
y el circulas a n n i de la litu rg ia que repite las m ism as fiestas cada año. Des
de luego, ni u n o ni o tro se in scrib en en el m ism o p lañ o de d u ra ció n y, p o r
ende, pueden com binarse sin dem asiada dificultad: el tiem po litúrgico asu
me el ciclo de los días del año, m ientras que el tiem po lineal es el de la larga
d uración p o r la que atraviesa la h u m an id a d . No obstante, la im portancia
dei tiem po litúrgico en el m undo m edieval sugiere que los círculos que tra
za interfieren en la visión del tiem po histórico. Efectivam ente, el tiem po li
túrgico revive cada año los sucesos fundadores de la vida de Cristo y de los
santos. P eriódicam ente, vuelve a h ace r presente u n pasado siem pre idénti
co a sí m ism o. E l ciclo litúrgico, referen cia fu n d am en tal de la sociedad
cristiana, m anifiesta u n tiem po repetitivo, que devuelve sin cesar el presen
te a su p asad o fundador. P or lo dem ás, quizá se deba a que el tiem po de la
G racia —la vejez del m u n d o que se inicia con el nacim iento de Cristo, se
gún san Agustín— es u n periodo inm óvil, carente de historia, que deja tan
to espacio p a ra la infatigable repetición litúrgica de su m om ento inicial. El
tiem po lineal cristiano , en consecuencia, no está a resguardo de los retor
nos del tiem po cíclico, que en p arte se im ponen a él.
P or lo tan to, conviene ir m ás allá de la dualidad de las tem poralidades
cíclica y lineal. R e in h a rt K oselleck p ro p u so que la concepción del tiempo
h istórico se e stru c tu ra p o r la ten sió n en tre el “cam po de experiencia” y el
“horizonte de espera" (el cam po de experiencia es el "pasado actual”, es de
cir, adem ás de la m em oria, la visión com pleta del pasado desde el presente;
el h o rizo n te de espera es "un fu tu ro a ctu a liz ad o ”, alim entado de miedos,
esperanzas y to d a fo rm a de percepción del fu tu ro desde el presente). Las
diferentes form as de a rtic u la r experiencia y espera tra za n tres configura
ciones princip ales en el curso de la h isto ria occidental. E n la Antigüedad,
como en la m ayor p a rte de las sociedades tradicionales, los ritm os cíclicos
de la n atu raleza y de las labores agrícolas im ponen su m arca en las repre
sentaciones del tiem po histórico. E l tiem p o entonces no es tan to lo que
pasa sino lo que retorna; y el horizonte de espera se superpone estrictamen
te al cam po de experiencia: el futu ro no es sino la repetición del m undo de
los antepasados. La sociedad m edieval (que se prolonga h asta el siglo x h u )
presenta u na configuración am bivalente, desdoblada. El despliegue de una
visión lineal de la h isto ria despeja u n h o rizo n te de espera inédito y aplas
tante, in scrito en la p erspectiva escatológica del fin de los tiem pos. Pero
este horizonte de espera se proyecta en teram en te en el m ás allá y se asocia
con la p reo cu p ació n p o r el destino en el otro m undo, m ien tras que, en el
plano terrenal, el cam po de experiencia sigue im poniéndose com o referen
cia dom inante, según la lógica de las sociedades rurales. E ntre los siglos xvi
y xvn, espera y experiencia tien den a disociarse m ás aún, aunque sin llegar
a u n a reconfiguración realm en te nueva. Luego, en el siglo xvm, el proceso
de d iso ciació n alcan za u n grado de ru p tu ra que da origen a las nociones
fundadoras de la m odernidad: progreso, revolución, en una palabra, H isto
ria. Surge entonces, esta vez en el p lano terrenal, la im paciencia p o r un fu
turo nuevo que, lejos de e sta r som etid o a las experiencias anteriores, se
distinga de ellas cad a vez m ás. N ace así u n tiem po en te ra m en te histórico,
que se asum e en su irrevocabilidad y que, sin em bargo, se re to m a y co n tro
la ráp id am en te, puesto que el siglo XIX lo inscribe en la lín ea previsible del
progreso hacia u n fin de la h isto ria anunciado.
Un tiempo sernihistórico
La escritura de la historia
Los m a n u s c rito s del Com entario del A pocalipsis de B e ato d e L iéb an a, ilu m in a d o s en la p e n ín s u la
ibérica y el su ro e s te de F ra n c ia p rin c ip a lm e n te d u r a n te los siglo s x y xr, se e n c u e n tr a n e n tre las
obras m a e s tra s del a rte m o zárab e. S ig u ien d o la d escrip ció n del A pocalipsis, la Je ru salén celeste es
una ciu d ad c u a d ra n g u la r d e 12 p u e r ta s y m u ra lla s de p ie d ra s p re c io sa s (en el c e n tro fig u ran san
Juan, el ángel q u e m id e la ciu d ad y el cordero , sím b olo de C risto, co n la cruz). E sta m in ia tu ra lleva
al extrem o la ló g ica d e p la n itu d del a rte m edieval, p u es to d o s los m u ro s se h a lla n re m a c h a d o s so
bre el m ism o p la n o , el de la p á g in a . M e d ian te este eficaz p ro c e d im ie n to de m o stra c ió n ; el a rtisla
exhibe 3a to ta lid a d d e los c u a tr o la d o s de la ciu d ad celeste, sin su je ta rla a la a r b i t r a r i a d e fo rm a
ción de u n p u n to de vista h u m a n o . R e p resen ta así su p e rfe c ta geom etría, glorificada ad e m á s p o r el
vigor de los colores.
Por últim o, a p a rtir del siglo X I, o tra in te rp reta ció n identifica la prim era
resurrección con la de los ju sto s al final de los tiem pos, de m an era que al
rnillenium se le desp o ja de la te m p o ra lid a d te rre stre y se le engloba en la
del Juicio Final.
La escalología que oficializa la Iglesia se caracteriza, pues, por la espera
del fin del m undo y de los sucesos dram ático s que h an de precederlo. Ade
m ás de los n u m eroso s cataclism os n a tu rale s y de la irru p ció n de Gog y
M agog —dos pueblos a los que se h ab ía m antenido p risio n ero s hasta en
tonces en O riente— es sobre todo el A nticristo el que polariza esta espera.
Evocado en u n a de las epístolas de san Juan, esta figura adquiere consisten
cia en un com en tario de san Jerónim o, luego en num erosos tratad o s m e
dievales, com o el del m onje Adson de M ontier-en-D er, red actad o en 954,
que gozará de am p lia difusión a p a rtir del siglo XII. R especto a este perso
naje de supuesto origen judío, posiblem ente nacido en B abilonia, que es en
todos los sentidos lo co n trario de Cristo, su réplica maléfica, h a sta el grado
de que se le calificara com o "hijo del D iablo”, los clérigos estim an que su
reino de tres años y m edio esta rá m arcado p o r grandes desórdenes y por la
persecución de los cristianos, y que, tras su m uerte, en el m onte de los Oli
vos en Jerusalén, a la h u m a n id a d no le q u ed ara n m ás que unos cuantos
días de vida antes del Juicio Final. E n consecuencia, las catástrofes adverti
das, los conflictos y los problem as experim entados en la E dad M edia se in
terp retan regu larm en te com o otros ta n to s signos precursores de la llegada
del Anticristo, incluso corno m anifestaciones de su presencia. Puesto que el
Anticristo es "la figura cen tral del suceso escatológico” (B ernhard Tópfer),
esa lectu ra de los h echos del p resen te m antiene, d u ran te to d a la E dad Me
dia, la idea de la inm inencia del fin de los tiem pos.
Por analogía con los seis días de la Creación, se dice que el m undo debe
d u ra r 6000 años (para Dios u n día equivale a 1 000 años). Con fundam ento
en la p alab ra del Evangelio, que asocia la llegada de C risto con la última
h ora (es decir, el año 5500 desde la Creación), los prim eros cristianos fijan
el fin del m undo en el año 500, lo que explica ciertas inquietudes escatoló-
gicas consignadas en tre los años 493 y 496. Sin em bargo, con el propósito
de d esarticular esta interp retació n literal de los seis días de Dios, san Agus
tín propuso su concepción de las seis edades del m undo, m ientras que otros
autores, siguiendo a E usebio de C esárea, a d o p tab a n otro cóm puto, apla-;
zando el fin del m u n d o h a sta el año 800. Un poco m ás tarde, B eda el Vene
rable vuelve a h a c e r los cálculos y sitú a el nacim ien to de Cristo 3 952 años
después de la Creación, au n que se rehúsa, al igual que san Agustín, a cifrar
la duració n del m u n d o . La h isto ria de los có m p u to s cristian o s p arece ser
así la de los reju venecim ien to s sucesivos del m u n d o , que son o tras ta n ta s
postergaciones de plazos escatológicos. Pero ciertas singularidades del ca
lendario tam b ién p ueden h acer que suba la fiebre; y A bbon de Fleury relata
que “casi en to d o el m un d o co rría el ru m o r de que, cuando la A nunciación
coincidiera con el viernes santo, eso significaría sin d u d a el fin de este m u n
do” (esta co njun ció n se p ro d u jo en los años 970, 981, 992, 1065 y 1250;
tam bién caracteriza al año 1, que quizá D ionisio el Pequeño escogió p o r tal
razón com o el p u n to de referencia de la era cristiana).
En el siglo x el ab ate O dón de Clunv está convencido de la próxim a lle
gada del A nticristo, au n cuando, com o hem o s visto, el año m il no co ncen
tra m ás que o tra s fechas las p reo cu p acio n es escatológicas. E n el siglo xn
las prim eras cru zad as se desarrollan en un clim a de espera del fin del m u n
do, “en v ista de los tiem p o s p róx im o s del A nticristo", según las p alab ras
que G uiberto de N ogent p o n e en boca del p a p a U rbano II; asim ism o, los
conflictos en tre el p a p a y el em p e ra d o r m u ch as veces se consideran, sobre
todo p o r p a rte de O tón de Freising, com o disensiones que a n u n c ia n los ú l
timos tiem pos. El siglo xm no es m enos escatológico: entre 1197 y 1201 co
rre el ru m o r de que el A nticristo ya h a nacido; poco después, Federico II es
un candidato a ese papel, y el año 1260 ve surgir, p a rticu la rm en te en Italia,
diversos m ovim ien to s de p en iten cia, p rin c ip a lm e n te el de los flagelantes,
que R aniero F asani su scita en Perugia, m ien tra s que a finales del siglo el
médico A rn ald o de V illanueva, en su tra ta d o so b re el A nticristo, p red ice
el fin del m u n d o p a ra el año 1378. La peste n eg ra de 1348 reaviva la inquie
tud y genera u n nuevo m ovim iento de flagelantes que se esfuerzan p o r cal
m ar la cólera divina y c o n ju ra r la am en a z a de la d e stru c ció n del m u n d o
(véase la foto iv.l). D urante el G ran Cisma, que divide a la Iglesia entre 1378
y 1417, a cada p ap a lo califican de A nticristo sus adversarios y p o r doquiera
pululan, al m ism o tiem p o , las profecías. H acia 1380 el dom inico catalán
Vicente F e rre r a n u n c ia que el cism a d u ra rá h a sta la llegada del A nticristo;
en sus p rédicas, que ag itan a las m u c h e d u m b re s de la E u ro p a m eridional,
exhorta a los fieles a h a c e r p e n ite n c ia en vista de la in m in e n cia del fin del
m undo y advierte, en u n a c a rta al pap a, q ue el A nticristo p o d ría te n e r ya
nueve años. P o r últim o, el m ism o L utero no cesa de rep e tir que el fin de los
tiem pos se d a rá al año siguiente, y el A nticristo es u n te m a om n ip resen te
en las p o lém icas que su scita la re fo rm a p ro te sta n te . De esta m an era, a u n
que existen ciclos breves d u ra n te los cuales la fiebre escatológica sube y
luego vuelve a bajar, la esp era escatológica al p a re c e r ni se refuerza ni dis
minuye, sino que m ás b ien parece con stante si consideram os la larga dura
ción de la E dad M edia
La espera escatológica, com o la Iglesia llega a en cu ad rarla, se integra
de u n a u o tra m a n e ra en sus en se ñ a n z a s y sus serm ones (aun cuando no
siem pre es fácil d iso c ia r escato log ía de m ilen arism o , y cu an d o varios de
los m ovim ientos recién evocados po seen tin te s m ilenaristas). Desde esta
óptica, la in m in en cia del fin de los tiem p o s no invita en absoluto a trans
fo rm a r las realid ad es sociales, sino m ás b ien a h acer p en iten cia y renun
ciar u rg entem ente a los pecados. El fu tu ro am e n a z ad o r de la escatología
es u n a advertencia acu cian te en beneficio de la salvación del alm a y de la
Iglesia, que es su m ejo r garan te. La esp era del fin del m u n d o es, pues, un
facto r de in teg ració n social, que re fu e rz a la d o m in a ció n de la Iglesia, al
m enos m ien tras no se d e te rm in e n u n a fecha p recisa o u n argum ento de
m asiado detallado. Pues de ser así, la escatología, p o r el contrario, correría
el riesgo de convertirse en "un facto r de d e sin teg rac ió n ”, despojando a la
Iglesia del control de ese futuro dem asiado cercano e incluso m inando la ne
cesidad de las in stitu c io n e s te rre n a le s . Si b ie n está claro que la Iglesia,
que "quiere p e rp e tu a rse en el tiem po" (C laude Carozzi), tien e la obliga
ción de con trolar las tensiones escatológicas, la oposición crucial acaso no
está entre los peligros de u n a escatología in m ed ia ta y el aplazam iento del
fin del m undo a u n tiem po lejano que calm aría la tensión. La apuesta de la
Iglesia consiste m ás bien en alejar cu alqu ier profecía fechada, con el fin de
escenificar un fu tu ro p ró xim o p ero in cierto , y en consecuencia siempre
susceptible de d iferirse. E sta e strateg ia de u n a inm in en cia que se aplaza
in cesantem ente fu n c io n a en la m ed id a en que la certeza de la predicción
de largo plazo es m ás im p o rta n te que la exactitud o la in ad aptación de las
esperas inm ediatas. Es preciso, sobre todo, que la Iglesia conserve el mo
nopolio de la "organización de ese fin del m u n d o que no llega, de m anera
que pueda estabilizarse ante la am en aza de u n fin del m undo posible y con
la esp eran za de la p a ru s ía [el re to rn o de C risto]”. B asándose en esta afir
m ación, R ein h art K oselleck sostiene que el fu tu ro escatológico no corres
po n d e al fin de u n tiem p o con cebido com o lineal, sino que se integra de
hecho al tiem po presente, com o elem ento constitutivo de la estabilidad de la
Iglesia y de su dom inación.
La subversión milenarista.: el fu turo, a q u í y ahora
U N U N IV ERSO LOCALIZADO,
FUNDADO EN EL APEGO A LA TIERRA
A q u í .se o b s e r v a n r e a g r u p a m i e n i o s d e p e q u e ñ a s d i m e n s i o n e s , i n i c i a d o s e n e l s i g l o X! v c o m p a
r a b le s a lo s q u e d a n l u g a r a la s ¿.ayera* c a t a l a n a s . E l p r i n c i p i o e s el m i s m o c u a n d o s e t r a í a de
a l d e a s d e m a y o r i m p o r t a n c i a . A s í s u c e d e e n e l c a s o d e l a a l d e a d e C é z e r a c q ( a r r i b a ) d o n d e se
a d v ie n e la p r e s e n c ia d e u n a m o ta c a s tra ], a lg o a p a r ta d a d e l n ú c le o d e la p o b la c ió n .
zona fu n e ra ria , p u esto que incluye edificios que d ependen de ia iglesia,
como la bodega y la fragua; pero el cem enterio es indiscutiblem ente u n a par
te im portante de la sagrera, cu an do n o es que la ocupa en su totalidad.
El re a g ru p a m ie n to de los vivos, p o r lo ta n to , se asocia estrech am en te
con el de los m u erto s, e incluso en las regiones d onde este últim o no co n s
tituye la fu erza m o triz del p rim ero , se d e sa rro lla al m enos com o su firm e
sostén y su reflejo eficaz. La re u n ió n de los m u e rto s en el cem en terio p a
rroquial p ro p o n e —o im p o n e— u n a fu erte im agen de la congregado hom i-
nuni, p u esto que n o so la m e n te es o b lig a to ria (las se p u ltu ra s aislad as son
impensables desde entonces), sino tam b ién co m u n itaria: las tum bas no es
tán m arca d a s m á s que p o r u n a sim ple cruz, p ero sin placa ni in scrip ció n
del nom bre; y cu an d o ya no h ay m ás espacio, se rem ueve la tie rra y las
osam entas se re ú n e n a u n c o stad o del cem en terio , sin co n sid eració n p o r
las id entidades in dividuales ni p o r la co n tin u id a d fa m ilia r Tales prácticas
indican que el cem enterio p arro q u ial p re te n d e ser u n lu g ar colectivo, d o n
de todos están d e stin a d o s a fu n d irse en la c o m u n id a d in d ife ren c iad a de
los m u erto s. C om o b ien lo h a señ a la d o M icbel L auw ers: “Es en la tie rra
de los cem en terio s m uy co n cretam en te donde los d ifuntos se tra n sfo rm a n
en an te p a sa d o s a n ó n im o s " . E l c e m en terio , q ue los clérigos se o c u p an de
definir p o r vez p rim e ra d u ra n te el siglo xn, se co n sidera "el seno de la Igle
sia”, que un ifica a la c o m u n id a d de los d ifu n to s, del m ism o m odo que el
seno de A braham reúne, en el m ás allá, las alm as de los justos a la som bra
del p a tria rc a (véase el c a p ítu lo m ). El cem e n te rio p a rro q u ia l, seno de la
Iglesia, d o n d e to d o s los cu erp o s se re ú n e n m a te ria lm e n te, es, al m ism o
tiem po que n ú cleo y fu n d a m e n to de la u n id a d ald ean a, la c o n tra p a rtid a
visible de la invisible fra te rn id a d de las alm as en el m ás allá. R eproduce en
la m uerte a la c o m u n id a d de los vivos y, p o r ello m ism o, co n stitu y e u n a
representació n ideal de la con gregació n y la u n id a d del grupo aldeano.
Pero no hay que o lv idar que este v alo r de fu n d a m e n to c o m u n itario tien e
por reverso la exclusión de los excom ulgados, los herejes, los infieles, los
niños que no re cib ie ro n el b a u tism o y los su icid as, a quienes se n iega el
acceso al c e m e n terio p a rro q u ia l (de igual m a n e ra que a los pecadores se
les excluye de la b ea titu d celeste y se les co nd en a a los castigos infernales).
El cem enterio es u n "espacio de inclusión y ex clusión” (D om inique logna-
Prat), que p e rm ite a la Iglesia definir a la vez la u n id a d de 1a co m unidad y
su exterioridad.
El cem en terio es u n lu g a r im p o rta n te p a ra la vida social, que no sólo
les sirve a los m u erto s, sino tam bién a los vivos. Ya sea abierto y delim itado
po r cruces o encerrado entre m uros, el cem enterio es u n lugar muy anirrn
do. La gente lo atraviesa cada dom ingo p a ra acudir a m isa, de xnanei a qUe
ésta es tam bién u n a visita a los m uertos; sirve com o refugio, como lugar de
regocijos y danzas; allí se p o n e n los m ercados, se aplica con frecuencia la
justicia y se reúne la gente p a ra tra ta r diversos asuntos y concluir acuerdos
A los m u erto s no solam ente no se les m antiene a distancia, sino que la tie
rra donde repo san se convierte en un lugar privilegiado p a ra la vida colec
tiva. E n efecto, las actividades que se llevan a cabo en el cem enterio se be
nefician de la g a ra n tía que re p re se n ta n los an tepasados y, de modo más
preciso aún, de la referen cia a la u n id ad c o m u n itaria que éstos encarnan
P or lo tanto, el cem enterio p erm ite legitim ar los actos de los vivos median
te su vínculo con la tra d ic ió n (M ichel Lauw ers). Todavía hay que hacer
hincapié en la fu n ció n que la Iglesia desem peña en esto: es ella la que
prom ueve esa congregación de los m uertos y la que perm ite la constitución
del espacio privilegiado que es el cem enterio, gracias a la proxim idad del
edifico de culto y a la posición em in en te que le confiere el ritu al de la con
sagración.
La p resencia de los m u erto s en el centro del espacio de los vivos, sin
que m edie u n a separación m uy m arcad a entre unos y otros, es un elemento
decisivo del en celulam ien to y de la vinculación de los hom bres con su lu
gar. La cohesión y la estab ilid ad de la com u n id ad local tienen a p artir de
entonces como referencia a los m uertos, de tal m anera que la partida o la ex
pulsión de la aldea significa u n a ru p tu ra con los antepasados, u n sacrilegio
a la m em oria de los padres. E n resum en, son tres los elem entos principales
que definen a la p a rro q u ia , c o n stitu id a desde entonces, y los vínculos que
ésta hace prevalecer: la p ila bau tism al, la recau d ació n del diezm o y el ce
m enterio. La iglesia p a rro q u ia l es el sitio donde cada quien debe recibir el
bautism o p a ra e n tra r en la com unidad cristiana, pagar la contribución que
reconoce el p o d er sa c e rd o ta l y ser en terra d o p a ra reu n irse en la otra vida
con la co m u n id ad de los difuntos: así se g aran tiza la stabilitas loci de los
hom bres, desde su nacim ien to h a sta su deceso. La coincidencia entre el
pago del diezm o y la sep u ltu ra es p articularm ente determ inante p a ra la efi
cacia del m arco p a rro q u ia l. D esde luego, ésta no se alcanza enteram ente
h asta la segunda m itad del siglo xn. Así, aunque la estru ctu ra de la red pa
rroquial se establece generalm ente en el siglo xi, la consolidación funcional
de las entidades parroquiales, indispensable p a ra que éstas desempeñen, su
papel en la vinculación de los h om bres con la tierra, sólo llega a consum ar
se u n siglo m ás tarde.
El universo de lo conocido y la inquietante exterioridad
De todo esto re su lta que el espacio vivido, que re co rren co n cretam en te los
hombres y las m ujeres de la E dad M edia, en la in m en sa m ayoría de los ca
sos es su m a m e n te red u cid o . Sin em bargo, este espacio lim itad o no es ho-
m oséneo y puede atrib u írsele una e stru c tu ra globalm ente concéntrica. E n
el centro del cen tro se hallan la iglesia y el cem enterio; luego viene el espa
cio donde se h a n construido las casas aldeanas, que a veces está rodeado de
muros o un id o al castillo. A lrededor se extienden las tierras cultivadas (ager);
después, en los linderos de las zonas boscosas, se e n cu en tran a m enudo los
terrenos conquistados recientem ente, no ta n bien ordenados y a veces culti
vados de m a n e ra tem p o ral (las tierras desbrozadas). M ás allá, com ienza el
ámbito de lo no cultivado (sa ltu s), p o r lo general boscoso, m al controlado,
Deno de pelig ro s au n q u e in d isp en sab le p a ra la econom ía agraria, p u esto
que es lu g a r de recolección (de fru to s y m iel silvestres) y de p a stu ra p ara
los anim ales, p rin cip alm en te aves y puercos. Siendo un "espacio de m aravi
llas y ho rro res, de héroes y m o n stru o s”, el bosque es un lugar m arginal, re
fugio privilegiado p a ra seres tam b ién m arginales, com o los hom bres salva
jes y las h adas, los b a n d o le ro s y los erm itañ o s. Es, p a ra estos últim os, u n
lugar de p ru e b a s su p erad as, d o n d e se fortalecen sus virtudes y su fuerza
espiritual. Com o en el d esierto de tó rridas arenas donde los santos egipcios
buscaban a D ios en la soled ad y el ascetism o, el bosque perm ite h u ir del
m undo de los h o m b res y e n tra r en contacto, en m edio de los peligros de un
am biente salvaje y hostil, con lo divino y lo so b ren atural. Al ser lo contrario
del espacio socializado, el bosque es —p a ra d o ja ecológica au n q u e verdad
simbólica— el d esierto de la E u ro p a occidental (Jacques Le Goff).
El bosq ue es u n espacio periférico, cuyas características co n trastan con
la aldea y el ager, que son las zonas centrales. Y si bien esta dualid ad del
centro y la periferia, pro fu n d am en te m arcada tan to en la organización con
creta de los espacios vividos com o en el im ag inario , es u n aspecto fu n d a
m ental de las e stru ctu ras espaciales, se su perpone a o tra dualidad que con
trapone el in te rio r co n el exterior. A dem ás, el vocablo francés que designa
el espacio b oscoso (forét) tien e p o r etim ología la p a la b ra latin a foris (ex
terio r) que se u tiliz ó p rim e ro p a ra d e sig n a r zon as no p o r fu e rza b o sc o
sas, pero con sid erad as so cialm ente “exterio res” y en las cuales los reyes se
reservaban u n derecho de caza exclusivo, que después se extendió a la aris
tocracia. La caza, g ran ritu a l de dom inio aristocrático, se ha analizado ju s
tam ente com o la p u e sta en p rá c tica de la d u alid ad en tre los espacios in te
riores y exteriores (Alain G uerreau). Se tra ta de un doble rito, en el que se
distingue la caza con p erro s y la caza con aves. E sta últim a se caracteriza
oo r la inm ovilidad del cazador y se practica desde u n lugar al descubierto y
a veces incluso cultivado, próxim o a las zonas centrales. La caza con perros,
p o r el co n trario , supone u n a larga persecución de la p resa p o r el bosque.
E n co ntraposición a la caza con aves, fija y asociada con los espacios inte
riores, la caza con perros es u n a p ráctica de m ovim iento a través de los es
pacios exteriores. Así, el doble ritu al de la caza contribuye a reforzar la
d ualidad interior/exterior y, al m ism o tiem po, p erm ite que la aristocracia
reivindique el privilegio de u n dom inio total del espacio. E n este sentido,
fortalece el encelulam iento y la percepción co ncéntrica del espacio que le
está ligado.
A este respecto, conviene su b ray ar que el encelulam iento no es una es
tru c tu ra que se im ponga solam ente a los dom inados, sino m ás bien una
lógica espacial que todos com parten. La aristocracia m ism a se circunscribe
durante los siglos XI y xn. Asistirnos, entonces, a un arraigo espacial de los do
m in an tes laicos, cuyo p o d er se fu n d a en la posesión de los castillos y las
tierras que controlan; se asientan en estas tierras a las que se liga su estatu
to de dom inantes y cuyo nom bre, adem ás, adoptan en general (véase el ca
pítulo ix). El arraig o local constituye incluso, desde entonces, la base más
ñrm e de la p erte n e n cia a la aristocracia: "M ientras que h a sta el siglo x los
aristó cratas d eb ían su posición ante todo a su in tegración en u n a red de
parentesco, desde el siglo xii la calidad de aristócrata depende de la fijación
a un te rrito rio ” (Alain G uerreau). Los linajes aristocráticos, preocupados
ta n to p o r la p erm a n e n c ia espacial com o p o r la c o n tin u id ad genealógica,
constituyen desde entonces lo que Anita G uerreau-Jalabert h a llam ado "lo-
poiinajes”, es decir, cadenas genealógicas que g arantizan la transm isión de
u n poder territorial (véase el capítulo ix). En cuanto a los hijos m enores que
parten en busca de prestigio o u n buen m atrim onio —de quienes Guillermo
él Mariscal es el ejem plo típico y el caballero e rran te de los rom ances es el
eco literario — su ideal no deja de ser la adquisición de un bu en feudo don
de fijar su destino y a rraig ar a su descendencia.
A hora es preciso tra sp a sa r los lím ites de la p arroquia. Más allá de ésta
se extiende el exterior del exterior. A los que proceden de allí se les percibe
en la aldea com o extraños, com o in tru so s de quienes hay que desconfiar;
pero su existencia m ism a no es inútil, pues “ap o rtan las m arcas de la dife
rencia p a ra m ejo r fu n d ar la identidad social" (Claude Gauvard). De hecho,
p a ra casi to d a la población, la m ayor parte de la vida social se realiza en un
radio de acción de apenas 15 kilóm etros, y sólo la feria local puede su scitar
periódicam ente d esp lazam ientos u n poco m ás am plios. Claro que hay ex
cepciones: los clérigos con frecu en cia re c o rre n m ayores d istan cias (por
ejemplo, p a ra a c u d ir a la sede diocesan a o en u n a m isión diplom ática), al
igual que los nobles (en ocasión de u n a visita al castillo de u n señ o r feudal
lejano, de expediciones g uerreras, de festividades o de torneos). Pero son
contados los que así se desplazan y, p a ra la m ayoría de los d om inados, el
universo social no se extiende m ás allá de la p arro q u ia, salvo p a ra a b a rc a r
aldeas vecinas, con ias cuales en general las relaciones son tensas, a pesar
de los frecuentes lazos individuales y fam iliares. Éste es ei am biente en cuyo
seno se co ntraen m atrim o nio s (en la p arro q u ia o con u n a pareja originaria
de una aldea vecina) y se entretejen las relaciones de p arentesco espiritual,
intercam bio y so lid arid ad . La p a rro q u ia form a así con las aldeas vecinas,
entre las cuales se va y viene p erm an en tem en te, ei p aís am igo, fam iliar, el
“país de lo co n o cid o ”, m ás allá del cual em pieza lo desconocido (Claude
Gauvard).
Esta experien cia social, que ca ra c teriz a aú n la ú ltim a fase de la E dad
Medía, es la m arca de eficacia del encelulam iento. En efecto, en el seno de
una entid ad espacial lim itada, a la vez p a rro q u ia y señorío, los individuos
reciben el b a u tism o , tra b a ja n y p agan las ta sa s que m a rc a n su d e p e n d e n
cia y, finalm ente, descansan en la tie rra de los antep asad o s. E n el seno del
país de lo conocido, el cual se extiende hasta las aldeas vecinas, cada quien
traba las relaciones fam iliares, de vecindad, am istad y solidaridad que per
miten la existencia social. No hay necesidad de m urallas p a ra alcanzar este
resultado; e incluso la im posición de un estatuto jurídico aprem ian te com o
el de los sien/os n o desem peña aquí el pape] principal. Es m ás bien el tejido
mismo de esas relaciones sociales —de dependencia y solidaridad, sin olvi
dar los lazos en tre vivos y m u erto s— el que im pone la stab¿litas loci com o
una necesidad, com o u n a form a de existencia b asad a en la trad ició n y que
se considera n atural. Además, al in sta u ra r los fundam entos prácticos de una
percepción con cén trica del espacio, que valora u n centro positivo y sacrali-
zado (en oposición a la periferia), y u n a in terio ridad p ro tecto ra y tran q u iliza
dora (en o posición al exterior), la Iglesia y, en m en o r m edida, la a risto c ra
cia establecieron u n sistem a de representación que contribuyó plenam ente
al encelulam iento y a la vinculación de los h o m b res con la tierra.
E ste m odelo, reiterém oslo, tiene excepciones. La colonización de n u e
vas tierras trae consigo im p o rtan tes desplazam ientos de la población, sobre
todo en los m árg en es de la cristiand ad (pero el objetivo de la colonización
consiste en in sta u ra r u n a nueva estabilidad espacial). El avance del frente
de la R econquista h ab itú a a la península ibérica, particularm ente a Castilla
a u n a m ovilidad que se prolonga d u ran te los siglos xvi y xvn con la partida
de 500000 españoles hacia América (Bernard Vincent). Por último, además de
su pro p io crecim iento, el progreso de las ciudades se n u tre con la llegada
de nuevos pob lado res provenientes de la cam piña. Sin em bargo, la inmi
gración que atra e n las ciudades m edievales com unes se inscribe en un ra
dio lim itado de aproxim adam ente 10 kilóm etros. Las contadas ciudades que
tenían u n a gran actividad artesan al d uplican esa cifra, m ientras que casos
tam bién excepcionales com o París o Londres, Sevilla o Florencia alcanzan
los 40 kilóm etros. Así, la m igración a las ciudades, aunque rom pe el nexo
con la p a rro q u ia n a ta l p a ra que prevalezca el vínculo p e rd u rab le con una
nueva circunscripción, pocas veces se proyecta en u n universo desconoci
do, sobre todo porque la ciudad adoptiva en general in teractú a con la zona
de origen. Desde luego, en los siglos xiv y xv el ra d io de atracción urbano
au m e n ta m uy a m enudo a 25 o 30 kilóm etros y a veces se agudiza la com
petencia entre ciudades vecinas p o r la clientela y la m ano de obra. Además,
según la atractiva hipótesis de Jacques Chiffoleau, el desarraigo de los nue
vos ciudadanos dei lugar en que se desarrolló su vida fam iliar y, sobre todo, el
sentim iento de ru p tu ra con los antepasados y la tradición que éstos encar
nan p u d iero n h a b e r contrib uido , quizá a través de las m ediaciones de las
instituciones eclesiásticas urbanas, a “la gran m elancolía de finales de la
Edad M edia” y su obsesión p or la m uerte. Pero, incluso entonces, la propor
ción de la población que em igra a la ciudad sigue siendo m ínim a y no rom
pe con el carácter do m inante de los m arcos espaciales descritos hasta aquí.
E l e s p a c io p o l a r iz a d o d e l f e u d a l is m o
Por im p o rtan tes que sean, los in tercam b io s com erciales poco contribuyen
realm ente a la u n id a d del m u n d o occidental, pu es la p ro p o rció n de la p o
blación en la que influyen es ínfim a. P or lo tanto, insistirem os en otro factor
de unidad, com partido de m a n e ra m ás am plia. Con excepción de los judíos,
los herejes y los excom ulgados, todos los h a b ita n tes de la E u ro p a occiden
tal form an p a rte de la cristiandad. Todos saben en form a m ás o m enos con
fusa que el b au tizo los h a hecho e n tra r en esa am p lia com unidad, en parte
visible y en p a rte invisible, p o rq u e desde ese m om ento se han convertido en
hijos de Dios y, p o r lo m ism o, en h e rm a n o s de todos los dem ás cristianos.
Aún hay que p re g u n ta rse cóm o e x p erim en tan local y co n cretam en te
esta u n id ad de la cristian d ad las poblaciones en su conjunto. La pereg rin a
ción, g ran fenó m en o m edieval, co n tribu y e en fo rm a n o table a d ich a u n i
dad. E n la E d ad M edia, to d a p eregrinación es u n a aventura, u n riesgo; si el
destino es lejano, el pereg rin o red ac ta su te sta m e n to antes de p a rtir o, p o r
lo m enos, se to m a el cuidado de p o n er en o rd en sus asuntos, com o si el via
je no tuviera reto rn o . La decisión de hacer la p eregrinación puede tom arse
en form a individual, p o r haberse hech o a n te rio rm e n te u n ju ra m e n to o por
la esperanza de u n a curación; pero, en los siglos xi y xn, tam b ién puede ser
im puesta p o r los clérigos, com o u n a p en iten cia o, desde el siglo xni, com o
sanción penal de u n trib u n al. C ualquiera que sea la situación que la provo
que, ad q u iere u n giro p en iten cial, au n q u e sólo sea p o r los tra b a jo s y los
sufrim ientos que im pone el cam ino. La opción de la peregrinación siem pre
parece u n a ru p tu ra —m ás o m enos p rofunda, según la extensión del viaje—
con el m u n d o cotidiano, con el m arco fam iliar de la vida norm al. El pere
grino o p ta p o r convertirse en extranjero , y es así com o lo p ercib en en los
lugares p o r donde p asa (peregrinas, p alab ra latin a que designa al peregrino,
significa originalm ente “extranjero”, “exiliado”). La peregrinación es u n a par
tida h acia o tro lugar, a u n an tes de ser cam in o h a c ia u n a m eta: de hecho,
durante los p rim eros siglos de la E dad M edia, la p a rtid a penitencial es m ás
im portante que el d estin o del viaje, y es en la ép o ca carolingia cuando la
vagancia penitencia] sin objetivo se eclipsa en favor de la peregrinación ha
cia un lug ar d eterm in ad o con an ticipación y regido p o r n o rm as estrictas
(prim ordialm ente la indispensable au torización clerical)- La peregrinación
es un viaje del in te rio r al exterior, un exilio del país de lo conocido cuyo
destino es el universo donde todos son extranjeros.
Así sucede con todas las peregrinaciones, ya sea que su radio de atrac
ción sea local, regional o se extienda p o r to d a la cristiandad. Aunque a me
nudo se les desdeñe, las peregrinaciones locales revisten una gran im portan
cia., pues perm iten estru ctu rar una com arca y desarrollar la solidaridad entre
aldeas vecinas (Alain G uerreau). E stas peregrinaciones, que suscita la espe
cialidad terap éu tica o profiláctica de los santos locales, pueden tener como
m eta una iglesia p arro q u ial o u n a capilla aislada, y se desarrollan en una
fecha fija, lo que provoca grandes agrupaciones, o sin una periodicidad defi
nida, adquiriendo entonces u n giro m ás individual que depende de las do
lencias cuyo alivio se requiere. Pero siem pre (a diferencia de las procesiones
rogatorias que tra z a n u n a ap ro p iació n del te rrito rio de la com unidad) la
peregrinación local se en cam in a h acia el exterior, ya sea porque rebasa el
m arco parroquial o p orque conduce h asta las zonas periféricas de un terri
torio. Las peregrinaciones regionales, o que llegan a ab a rc a r todo un reino,
ponen en juego reliquias de santos prestigiosos, resguardadas en santuarios
cuya am plitud y calidad arquitectónica denotan su prestigio. Tal es el caso
de la cabeza de san Juan B autista en la catedral de Am iens, o de la tum ba de
M artín de Tours,. santo que se convierte en pro tecto r de la dinastía merovin-
gia y que d u ra n te el siglo vj atra e a p ereg rin o s que provienen de todos los
puntos de la Galla. Aun cuando posteriorm ente la abadía de San M artín pasa
por fases alternas de ren o m b re y olvido, esta p eregrinación m antiene su
influencia en todo el reino.
Por últim o, hay que in sistir en las grandes peregrinaciones de la cris
tiandad. Paradójicam ente, las ciudades que las atraen no se encuentran geo
gráficam ente en el centro de la cristiandad, sino en sus m árgenes, inclusive
m ás allá. Así sucede desde luego en el caso de Jerusalén y los lugares santos
de Palestina, que son objeto de la peregrinación p o r excelencia, a, la vez por
su longitud y p o r la dificultad del cam ino, que de ella hacen la m ayor prue
ba, y porque perm ite e n tra r en com unicación directa con Cristo m ism o en
los sitios de su vida terrenal y de su Pasión. Desde el siglo ív, cuando Cons
tantino m an d a c o n stru ir la basílica del S anto Sepulcro, hay m uchos testi
m onios de esta peregrinación, gracias a las descripciones de los Lugares
Santos y de relatos de viaje com o el de la española Egeria. Posteriorm ente,
a pesar de los ataqu es y las destrucciones que provocan el persa Chosroe II
Yluego la c o n q u ista m u su lm an a, el flu jo de p ereg rin o s no cesa nunca. In
cluso después de la recu p eració n de Jeru salén p o r p a rte de S aiadino en
] 187 , los tra ta d o s entre cristianos y m u su lm an es norm alizan, la entrada de
J o s viajeros m ed ian te la im posición de gravámenes, m ien tras que su acogi
L a I g l e s ia , a r t ic u l a c ió n d e l o l o c a l y l o u n iv e r s a l
No es posible concluir este capítulo sin trasp asar las fronteras de la cristian
dad y evocar brevem ente las concepciones de la tierra y del universo. Estas
prolongan adem ás la visión concéntrica del espacio que hem os analizado has
ta aquí. En prim er lugar, hay que recordar la im portancia de las m árgenes de
la cristiandad: zonas de conquista y de integración tardía, tanto hacia el norte
y el este como en la península ibérica. Más allá, se extiende el m undo no cris-
daño, el de los conflictos y los intercam bios con los m usulm anes y, m ás lejos
aún, la Á frica p ro fu n d a y el extrem o O riente. E stas regiones no se ig noran
totalmente: desde antes de la exploración m etódica de las costas africanas
por parte de los portugueses, el prestigio a m en azad o r de los tá rta ro s, en la
década de 1 2 2 0 , y, u n a vez estabilizado el im perio m ongol, la esperanza de
obtener la conversión de su jefe, el G ran K an, su scitan u n notable m ovi
miento de viajeros e intercam bios, que cesa h acia 1400. El pap ad o envía
unas 10 em bajadas, sobre todo las de los franciscanos Ju an de Plan de Car-
pin en 1245 y G uillerm o de R ubrock en 1253. Se b u sca a los discípulos de
santo Tomás, supuesto apóstol de las Indias, y se logran algunas conversio
nes. Los h erm an o s Polo, a la vez movidos p o r sus propios negocios y em ba
jadores de la cristian dad, llegan a C hina p o r p rim e ra vez en 1266, desde
donde tra en u n m ensaje de K ubilai Kan en el que éste le pide a] p ap a p red i
cadores de la fe católica, y posterio rm ente, en 1275 (esta vez con el joven
Marco, a u to r del Libro de las mam)'illas), perm anecen 16 años al servicio del
Gran K an, an tes de reg resar a Venecia, vía. S u m a tra y la India. A unque los
relatos de estos viajeros a p o rta n nuevos datos sobre un m u n d o cuyo orden
v riqueza ensalzan, en n ad a im piden que el O riente siga siendo el ám bito de
lo im aginario y lo m aravilloso: los conocim ientos que de allá se adquieren
"se ag lu tin an a las leyendas preexistentes en lu g a r de su stitu irla s” (Paul
Zumthor). Allá viven los pueblos m onstruosos que describieran autores clási
cos como Plinio y Solino, y que Isidoro de Sevilla y R abano M auro sum an al
acervo de conocim ientos que com parten los clérigos m edievales, incluidos
los m ás doctos, com o Alberto M agno o R oger Bacon: los cinocéfalos (hom
bres con cabeza de p erro que se com unican a ladridos), los panotis, que tie
nen orejas gigantescas, los ciápodos, que poseen u n solo pie, ta n grande que
lo utilizan p a ra protegerse del sol, los hom bres sin cabeza cuyo rostro se en
cuentra en el pecho, las antípodas que tienen los pies al revés, p o r no m en
cionar a cíclopes,, pigm eos y otros gigantes (véase la foto vi.2). Allá, adem ás
(en la G ran M uralla china), están retenidos Gog y Magog, los pueblos que
irrum pirán en la cristian dad al final de los tiem pos. También en Asia (o en
Etiopía) se e n cu en tra el P reste Juan, soberano de un reino cristiano donde
reina la ju sticia, la paz y la abundancia. La c a rta que supuestam ente envió
éste al em p erado r de Bizancio em pieza a circular en Occidente desde el siglo
xin y su difusión sigue creciendo h asta el siglo xvi. El papa Alejandro III hace
que le envíen u n m ensaje en 1177; num erosos son los príncipes que sueñan
con sellar u n a alianza con él y todos los viajeros que se aventuran hacia el
Oriente se esfuerzan en localizar el m ítico reino del Preste Juan.
F ü'í'ü \ 1.2. Pueblos legendarios de lu¿ con fin es del m undo, según las m iniaturas del
L ib r o d e la s m a r a v il la n (París, 141J-Í4 1 2 ; París, b n f , ms. fr. 2810, jf. 29 v. y 76 vj.
E ste m an u scrito del Libro de las ¡nasuvíll&s, c o m p ila c ió n de re la to s de viaje, lo solicitó el du
que- de B orgoña, Ju a n sin Miedu, p a ra ofrecérselo a su tío, el duque Ju a n de Berry. El relato, que
retom a entre otros M arco Polo, fue ilu strad o p ro fu sa m e n te y de u n a m a n e ra que con frecuen
cia exagera su d im en sió n m aravillosa. Aquí, el ilu s tra d o r m u e s tra los cinocéfalos de las islas
A dam an, au n q u e M arco Polo so la m e n te m e n c io n a h o m b re s ta n feos que p arecen perros. Asi
m ism o, cu ando el texto evoca las ra z a s salvajes de S iberia, el p in to r lo in te rp re ta recurricndt
al repertorio clásico de los pueblos legendarios (un ho m b re sin cabeza con el rostro en el pecho
un ciápodo que se protege del sol con su en o rm e pie y u n cíclope). E n el fondo de las m iniatu
ras p ueden observarse esbozos de paisajes característico s de p rin cip io s del siglo xv.
F o t o vj.3. M a p p a m u n d i de E h slo ij (Baja Sajorna, hacia 1230-1235; obra destruida).
Ej ‘á rb o l d e lo s v ic io s ”, a s í n o m b r a d o e n la in s c r ip c ió n , s u rg e d e la b o c a d e l in fie rn o . E n m e
dio d e la s lla m a s , u n c a b a lle r o q u e s o s tie n e u n h a lc ó n en el p u ñ o y q u e c a e d e s u m o n tu r a
sim b o liz a el o rg u llo , “r a íz d e to d o s lo s v ic io s ” y p e c a d o p o r e x c e le n c ia d e lo s d o m in a n te s . Del
tro n co del á rb o l n a c e n sie te ram a*;, c a d a u n a d e la s c u a le s 1o rm in o en u n m e d a lló n c o r r e s p o n
d iente a u n o d e lo s p e c a d o s c a p ita le s , c u v a s s u b d iv is io n e s se in d ic a n e n la s h o ja s. D e iz q u ie r
da a d e re c h a : la a v a r ic ia (m i h o m b r e e n c ie r ra s u s r iq u e z a s e n u n c o fre ); la c ó le ra (u n a m u je r
se a rra n c a lo s c ab e llo s); la g ula (J a n o s e n ta d o a la m e sa ); la lu ju r ia (u n a m u je r d e s n u d a q u e s o s
tiene u n e sp e jo y a q u ie n el d ia b lo tie n ta ); la p e re z a (u n p e rs o n a je s e n ta d o , e n a c titu d d e p o s tr a
ción); la v a n a g lo ria ( u n a m u je r q u e tie n e e n la s m a n o s u n a c o p a y u n lib r o ); la e n v id ia (u n a
m u ie r c o n u n a s e r p ie n te a lre d e d o r d el c u ello ).
im p ortan te de su género. É sta consagra el triu n fo del septenario y lo hace
el "punto cardinal de la p asto ral cristia n a” que Carla C asagrande y Silvana
Vecchio h an estudiado con esm ero.
Tras el com b ate de los vicios y las v irtu d es se perfila otra lucha, m ás fun
damental aún. Efectivam ente, son el diablo y sus tropas dem oniacas los que
tientan a los hom bres y los ind ucen al pecado, m ientras que Dios y sus ejér
citos celestiales se esfuerzan p o r protegerlos e incitarlos a la virtud. El m un
do es el teatro de este e n fre n ta m ien to p erm an en te y dram ático entre el
C reador y S atanás. E ste últim o es u n a de las creaciones m ás originales del
cristianism o: aunque el Antiguo Testam ento prácticam ente lo ignora, es so
bre todo el Evangelio el que am plía su papel y hace de él "el príncipe de este
m u n d o ” (Juan 12) o "el dios de este siglo” (II Corintios 4). E n aquel enton
ces, federa la m u ltitu d de espíritus dem oniacos que pululan en el judaismo
p o p u lar y, ai m ism o tiem po, procede de la disociación de la figura ambiva
lente de Jehová, dios colérico y castig a d o r lo m ism o que benevolente. Es
entonces, re c u rrie n d o p rin c ip a lm e n te a la lite ra tu ra apócrifa ju d ía (sobre
todo el Libro de Enoc, del siglo u a.C.), cuando se precisa el. m ito de la caída
de los ángeles, que constituye el acta de nacim ien to del diablo y m arca la
entrada del m al en el universo. Si la caída, en el relato inicial, es consecuen
cia del deseo de los dem onios, a quienes ha seducido la belleza de las m uje
res, desde al siglo iv se explica p o r el orgullo del p rim e ro de los ángeles,
Lucifer, qu ien desea ig u a la r a Dios y p o r ello se le expulsa del cielo, ju n to
con todos los ángeles rebeldes que apoyan su loca pretensión.
D urante la E d ad M edia, la im p o rta n c ia de la figura del E sp íritu M alig
no se refu erza co n stan te m e n te , ta n to en los textos com o en las im ágenes,
donde aparece sobre todo a p a rtir del siglo IX. Incluso es solam eníe hacia el
año mil que en c u e n tra u n lugar digno de él, cu an d o se d esarrolla u n a re
presentación específica que subraya su m onstru osidad y su bestialidad, con
lo que se manifiesta su p o d er hostil en form a cada vez m ás insistente (véase
las fotos VTI.3 y vn.4). Sin em bargo, aunque el cristianism o hace del universo
el escenario de un a lu ch a en tre Dios y S atan ás, no sería correcto identifi
carlo con las d o ctrin as du alistas. Por'el co n trario, al oponerse a la religión
de M ani (216-277) y sus discípulos, los m aniqueos, 3’ po sterio rm en te al ca-
tarismo, el cristianism o m edieval busca distanciarse del dualism o (según el
cual el m u n d o m aterial es o b ra de un p rin cip io del mal, to talm en te in d e
pendiente de Dios). La d o ctrina cristiana tiene a Dios por am o y creador de
todas las cosas; y el relato de la caída de los ángeles m uestra que S atanás y
los diablos son criatu ras, ángeles caídos que, com o lo repiten los clérigos a
cual más, no pueden a c tu a r sin el perm iso de Dios. P rocurando apartarse lo
más posible del riesgo dualista, santo Tom ás insiste incluso en el hecho de
que a los dem o n io s se les creó com o seres b u en o s y que son m alos p o r su
voluntad y no p o r su n a tu ra le z a. Con todo, el p o d e r del “p rín cip e de este-
m undo” al p a re c er está ta n extendido que la d o ctrin a a veces parece eclip
sarse un poco en favor de un aspecto que se experim enta profundamente y
que le concede de fació u n a am plia a u to n o m ía de acción. Toda la historia
del inundo parece marcada p o r la intervención del E spíritu Maligno, desde
la caída de los ángeles hasta el desencadenam iento escatológico anunciado
por el A pocalipsis. La ten tació n de Adán v Eva es Ja p rim e ra revancha de
Lucifer; y ios textos de san Agustín perm iten afirm ar que, gracias al pecado
original, el diablo posee un verdadero derecho de p ro p ied ad sobre el h o m
bre. Pero con su sacrificio C risto rescata este derecho del que se h a apode
rado el diablo y lib era así a Adán y a Eva y a todo s los ju sto s del Antiguo
Testamento, que Satanás re te n ía com o prisioneros h a sta ese m om ento en el
infierno. Desde entonces, la guerra entre las fuerzas del m al y del bien queda
más equilibrada, pues au n q u e aquéllas conservan a su favor el pecado ori
ginal, éstas e n cu e n tran en la E n carn ació n un arg u m en to aún m ás eficaz y
recu erd an que el hom bre posee, desde ese m om ento, los m edios para recu
p e ra r la.arm onía p erd id a con Dios.
La lucha no es m enos incierta y encarnizada, y en innum erables relatos
se detallan las a rtim a ñ a s m alévolas de aquel a quien se le llam a con justa
razó n el E nem igo. Se dice que es responsable de todas las desgracias y de
todos los infortunios: provoca tem pestades y torm entas, corrom pe los frutos
de la tierra, su scita las enferm edades de los hom bres y del ganado, hunde
los navios, derrumba los edificios y obstaculiza las m ejores intenciones (por
ejem plo, se cu enta cóm o se opone a la construcción de la catedral de York
haciendo que no p uedan levantarse las piedras). Con sus arm as favoritas, la
ten tació n y el engaño, b u sca in tro d u c ir en el corazón de los hom bres de
seos ilícitos y suscita m alos p en sam ien tos a través del sueño (cuyo origen
siem pre se sospecha que es diabólico) o con su aparición (la célebre Vida de
Antonio, el erm itaño del desierto, proporciona, desde el año 356, el arqueti
po de tales tentaciones diabólicas, que con frecuencia se rem em oran e ilus
tran). P ara estos fines puede u su rp ar una apariencia humana, particularm en
te la de u n a m u je r sed u cto ra o la de u n joven herm oso, inclusive la de un
santo. N ada es im posible p a ra el diablo, auténtico cam peón de la m etam or
fosis, ni siq u iera a su m ir el aspecto del arcángel G abriel, de la Virgen o de
Cristo. Las tentaciones de la carn e y del dinero, del poder y de los honores
son las m ás tem ibles, y es p a ra convertirse en obispo que a éstas sucum be
Teófilo —prefiguración m edieval de F austo— después de sellar su pacto con
el diablo, según la leyenda b iz a n tin a que se conoce en O ccidente desde el
siglo IX y que se difund e a b u n d a n te m e n te en textos, prédicas e imágenes
(véase la foto vu.2 ). Y puesto que el E spíritu M aligno interviene en todos los
asuntos de este bajo m u ndo , 110 se duda en instrum entalizarlo, al grado de
que, en ciertos conflictos, cada partid o se vale de una carta que Lucifer ha
escrito al contrincante: este estratagem a, que se utilizó principalm ente du
ra n te el Gran Cisma, debe h a b e r parecido u n m edio eficaz para desacredi
tar a los adversarios.
El diablo tam bién puede introducirse en el cuerpo de los hom bres, “po
seerlos” y h acerlos p erd er toda v oluntad propia. Por ello el ritu al del exor
cism o con el cual la Iglesia libera a los poseídos reviste u n a gran im portan
cia, sobre to d o d u ra n te la a lta E d a d M edia. De todas m aneras, tra s el año
m il, la p o sesió n cede a n te la obsesión diabólica, que ased ia las concien-,
cias, p articu larm ente las de los m onjes (así, el dem onio se le aparece a Raúl
G laber com o u n hom b recito dem acrado, jo ro b ad o y “negro com o un etío
pe"). E n n u m ero so s relato s donde se escenifican los to rm en to s del alm a
F u i o vi¡.2 . Teófilo rindiendo hom enaje al diablo (h a c ia 1 2 1 0 : .sa lterio de la r e in a I n g e b u r g a ;
Chanlilly, m useo Condé, ms. 9, f 35 v.j.
Un rasgo pro pio del cristianism o es plantear, com o centro activo de sus re
presentaciones, u n a dualidad radical del m ás allá. P or el contrario, la G recia
antigua y el ju d aism o prim itivo reagrup ab an a todos los m uertos en un u n i
verso su b terrán eo , esencialm ente unificado —H ades o Sheoi— . Aun c u a n
do en am bas civilizaciones opera u n a d iferenciación progresiva de los des
tinos po st m o rtem , ésta no alcan za a te n e r la n itidez b ru ta l del re p arto
moral que profetiza Cristo. El Juicio Final, a n u n cia d o p o r elE v an g elio de
san M ateo y el A pocalipsis, co n siderado com o artícu lo de fe fundam ental
por san Pablo (H ebreos 6 , 1-2) e integrado en todas las versiones del Credo,
traza la p erspectiva de la segunda llegada de C risto al final de los tiem pos,
quien ven d rá p a ra se p a ra r a los corderos de las cabras, lanzando a los m a
los al fuego e tern o de la cond en ació n e invitando a los justos a elevarse
hasta el reino de los cielos (M ateo 25). El m ensaje evangélico, que am plifi
can los P ad res de la Iglesia, fu n d a así la creencia en u n m ás allá dual, que
divide a la h u m an id a d en dos destinos rad icalm en te opuestos: la gloria ce
leste del p araíso p a ra unos, el castigo eterno en el infierno p ara otros. P re
valece pues lo que llam aríam o s u n a lógica de la inversión: el destino en el
más allá es consecu en cia del com p o rtam ien to en el m u n d o terren al y p ro
duce su in versión exacta. Com o lo m u estra ejem p larm en te la p aráb o la de
L ázaro y el rico m alvado (Lucas 16), q u ien vive rod ead o de placeres en la
tierra te n d rá que so p o rta r las p en as del o tro m undo, m ien tras que quien
sufre en el m undo terren al conocerá la felicidad en u ltratum ba.
Sin em bargo, esta visión terrib le no se im pone sin dificultades (san
A gustín dedica todo u n libro de La ciudad de Dios a defender la idea de la
eternidad de los castigos infernales). Pues ¿cóm o a d m itir que Dios condena
a todos los que no hayan sido b au tizad o s y a los cristianos que han falleci
do en estado de pecado m ortal a u n to rm en to tan atroz, sin la esperanza de
salir n u n ca de esas tem ibles llam as? Im ag in a r que Dios aleja de sí a una
parte ta n im portante de su creación, ¿no es acaso lo contrario de la idea de
u n dios de am o r y perdón? ¿No h ab ría que concebir solam ente penas provi
sionales, suficientes p a ra h acer p a g a r a los pecadores las faltas cometidas?
Es esto lo que defienden O rígenes y los p a rtid a rio s del re to m o final de to
das las criatu ras a Dios (apocatástasis), al igual que aquellos a quienes san
Agustín denom ina los m isericordiosos. Pero el obispo de H ipona es intran
sigente y com bate sin escrúpulos estos sentim ientos tan hum anos. El perdón
tiene sus lím ites, según explica, y la m agnificencia de la ju sticia divina im
pone que el castigo de los pecados capitales sea eterno. Fija así la doctrina
de la etern id ad de las penas infernales, que siguen todos los teólogos de la
E dad M edia después de él. Sin em bargo, hay buenas razones para suponer
que m uchos fieles de los siglos m edievales com partían las concepciones más
m isericordiosas de los adversarios de Agustín. Al m enos así lo sugiere, como
verem os, el reiterad o esfuerzo de los p red icad o res, obligados sin cesar a
revivir el tem o r a los castigos eternos y a desactivar las estratagem as por las
cuales los fieles b u scan su straerse a ese piadoso terror, o p o r lo m enos inge
niárselas p ara a te n u a r sus efectos.
En o tros aspectos, las concepciones del m ás allá su frirán , durante la
Edad Media, adaptaciones y evoluciones. E n los prim eros siglos del cristia
nism o p red o m in a la espera del Ju icio F inal y la resu rrecció n de los cuer
pos. Aun cuando las plegarias p o r los m u erto s indican ya cierta preocupa
ción p o r la salvación de las alm as, existe u n a gran in certid u m b re respecto
al estado que éstos g uard an a la espera del fin de los tiem pos. No obstante,
aunque es claro que no acceden ni al infierno ni al reino celestial propiam en
te dichos, A gustín tiene que a d m itir que las alm as reciben, desde el m o
m ento de la m uerte, recom pensas o castigos. E n la m ism a época se denun
cia como heterodoxa la tesis contraria, según la cual las alm as perm anecerán
en un estado de sueño p rolo ngado h a sta el Juicio Final. Ya no bastaba la
esperanza en la ju sticia final. Como la sociedad cristiana se instalaba poco
a poco en el tiem po y consolidaba su estabilidad, h ab ía que preocuparse p o r
ei destino a c tu a l de las alm as, en tre la m u e rte in d iv idu al y el Ju icio Final.
A Jas im p recision es de los p rim e ro s siglos las siguen reflexiones cad a vez
más extensas. La preo cu pació n p o r el m ás allá y p o r el destino de las alm as,
so b re todo desde el siglo vil, se desarrolla plen am ente en el contexto de u n a
afirmación de las exigencias del “gobierno de las alm as”, que tan to subrayó
G re g o rio M agno (Peter Brown). La salvación de las alm as, que ya era im por
tante desde el p u n to de v ista del destino de cada fiel, se convierte entonces
en el objetivo fund am ental de la sociedad cristian a y com ienza a ser e l p rin
cipio de su ordenam iento.
La idea de u n ju icio del alm a ju sto desp ués de la m u erte, in dividual u
ocasionalm ente colectivo, adquiere form a en num erosos relatos, entre otros
en la obra de B eda el Venerable, y luego da lu gar a guiones judiciarios cada
vez m ás com plejos. Las rep resentacion es iconográficas del juicio del alm a,
que po r lo general recu rren al m otivo de la balanza, ap arecen en O ccidente
en el siglo x (cruz irlandesa de M uiredach) y se desarrollan sobre todo a par
tir del siglo xn. E n esta época, au to res com o A belardo in te g ran el exam en
del alma, al que d an el n o m b re m ism o de iudicium , en tre las p reo cu p acio
nes legítim as del p en sam ien to teológico. La aten ción de los cristian o s se
dirige de m a n e ra cad a vez m ás explícita h a c ia la su erte del alm a, la que
cada quien esp era y tem e tra s su p ro p ia m uerte, y tam b ién la de sus pró ji
mos difuntos, en cuyo beneficio conviene m u ltiplicar las plegarias y las do
naciones caritativas. Sin em bargo, la esp era del Juicio F inal sigue siendo
una perspectiva fu ndam ental, que se recuerda sin cesar y que se ilustra con
creciente insistencia, p o r ejem plo, en los p o rtales de las iglesias rom ánicas
y sobre todo góticas (véase la foto vil.3). Si bien el juicio del alm a adquiere
durante la E d ad M edia u n a im p o rta n c ia creciente, su difusión no eclipsa
de ningún m odo el Juicio Final. No hay que concebir entre am bos u n a rela
ción de contradicción o de sustitución, sino de com plem entarieaad. La gran
preocupación de los teólogos es establecer la articulación necesaria de am
bos juicios, los cuales se re fu e rz an m u tu a m e n te , sin te n e r exactam ente ni
el m ism o objeto ni la m ism a función: p a ra R icard o de San Víctor o Tomás
de Aquino, el p rim ero es algo oculto e individual, y sólo el segundo abarca
los cuerpos re su c ita d o s y posee la p le n itu d de u n suceso que envuelve a
toda la h u m a n id a d y recapitula to d a la historia.
El m ás allá es, pues, u n a realidad presente, co ntem poránea: el m undo
de los vivos y el m u n d o de los m u ertos coexisten sim ultáneam ente. A unque
estén separados cu idadosam ente p o r la fro ntera de la m uerte, los intercam -
F o to vjí.3. E l tím p a n o d e l J u i c i o F in a l, en la en tra d a de la ig le sia a b a c ia l d e C o n q u e s
(p rim e r c u a rto d e l s ig lo XII).
Si este proceso se relaciona estrecham ente con el dom inio espacial del feu
dalism o, debem os in d icar tam b ién que la configuración de la geografía de]
m ás allá aco m p añ a sin d u d a la am p liación y la ritu alizació n creciente de
las prácticas que los vivos realizan en favor de los m uertos. M ientras que el
culto a los m u erto s p ro p iam en te dicho (que, en 1a. A ntigüedad pagana, es
p eraba de los antepasados beneficios p ara los vivos) se concentra en el cris
tianism o en “esos m u erto s tan especiales" que son los santos, la relación
esencialm ente se invierte, puesto que desde entonces son los vivos los que
deben ren d ir servicios a los m uertos. Si Agustín reconoce ya tres formas de
sufragio que son útiles a las alm as (las lim osnas, la celebración eucarística
y las plegarias) y si la liturgia de los m uertos (las oraciones de los funerales y
las celebraciones cotidianas del oficio de difuntos) se codifica esencialm en
te en la época carolingia, hay dos etapas u lterio res que m erecen atención.
E n los siglos XI y XI! una de las prin cipales m isiones de las com unidades
m onásticas consiste en ase g u rar la m em o ria de los difuntos (de todos los
fieles, pero tam b ién y de m a n e ra m ás p a rtic u la r de los m onjes y los bene
factores laicos, quienes, gracias a sus donaciones, m erecen asociarse a la
“fam ilia” m onástica). Y u n a de las razones de su éxito, sobre todo tratándo
se de la iglesia de Cluny, es el h a b er ofrecido, m ediante sus plegarias, la sal
vación de las alm as y la p erp etu ació n , en la m em o ria de los vivos, del re
nom bre de los an tepasados. Las necrologías, m anuscritos litúrgicos en los
que se inscriben los nom bres de quienes se benefician de los rezos de la co
m u n id ad m onástica, son los in stru m en to s privilegiados de esta atención
que se presta a los m uertos, v que entonces está en el centro de las relaciones
entre la aristocracia y el clero regular. La fiesta de difuntos, el 2 de noviem
bre, que O dilón de Cluny institu ye en 1030 en los centros m onásticos que
d ependen de él y que se ad o p ta rá p id am e n te en to d a la cristian d ad desde
m ediados de siglo xi, es o tra m u estra de la im p o rtan cia que la Iglesia otor
ga desde entonces al culto a los m uertos, e3 cual articu la las relaciones so
ciales entre los vivos m erced a la conm em oración de los difuntos.
La segunda etapa, am p liam ente favorecida., si no es que im p u lsad a in
cluso p o r la configuración geográfica del m ás allá en el siglo xn, se caracte
riza p or u n a difusión social del cuidado de los m uertos, p articu larm en te en
jos m edios u rb an o s. Su p rim e r in stru m e n to es el d esarro llo de la p ráctica
testam entaria a p a rtir del siglo x iii y sobre todo en el siglo xiv. Se desarrolla
entonces u n a v erd ad era “co ntab ilid ad del m ás allá” (.Tacques Chiffoleau),
que recurre todavía a las lim osnas que se d an a los pobres, pero que se enfo
ca cada vez más. en las m isas, con las que se b u sc a p rin cip alm en te red u c ir
el tiem po de su frim ien to en el p u rg ato rio (la re p re se n tació n de la M isa de
san Gregorio, frecuente en el siglo xy dem uestra adem ás el beneficio que las
almas del p u rg atorio reciben de la celebración eucarística). Esto tiene com o
consecuencia u n a verd ad era inflación de la can tid ad de m isas que solicitan
los fieles, preo cu pado s p o r fijar ellos m ism os el precio de su salvación. A fi
nales d e la E d a d M edia, no es ra ro prever el m o n to de varios m iles d e cele
braciones. Y, si en Cluny, d u ran te el siglo xi, ya p arecía honorable decir 900
m is a s en 30 días p o r un m onje difunto, la piedad acum ulativa y ardiente de
esos tiem pos obsesivos ¡conduce a la m arca sin p reced en tes en el siglo XIV
de 50000 m isas p o r u n seño r del su r de Francia! O tro recurso p a ra aco rtar
los torm en to s de las alm as en el pu rg ato rio son las indulgencias (an terio r
mente aplicables sólo a la peniten cia terrenal, p ero cuyos efectos se extien
den al m ás allá d u ran te el siglo xrv) que dan lu g ar a una contabilidad infla
cionaria del m ism o orden, cuya im b ricació n dem asiad o evidente con los
intereses m ateriales de la Iglesia será u no de los deton adores de la rebelión
de Lutero. A finales de la Edad Media, la preocupación p o r lo s m uertos, que
controla estrictam ente el clero (ayudado en esto p o r la estru ctu ració n de la
geografía del m ás allá), se h a convertido en un aspecto pesado de la p rác ti
ca eclesial, u n elem ento capital de los in tercam b io s espirituales y m a te ria
les en el seno de la cristiandad.
Ahora recorram o s con m ayor atención cada u no de los lugares del m ás allá
para descubrir la diversidad de sus representaciones y preguntarse sobre el pa
pel de cada uno.
Dado que el fu ro r del infierno siem pre tiene com o contrapeso la esperanza
del paraíso, nos volveremos directa]líente hacía éste para su b ray ar m ejor la
dualidad fundamental del m ás allá m edieval. Además, el infierno no puede
existir sin es paraíso, y ia b eatitud estaría incom pleta sin la condenación: si
la pena principal del infierno es la privación de Dios, p arte de la recom pen
sa de los elegidos consiste en la satisfacción de ver los to rm en to s de los
condenados. La violencia de la exclusión infernal no sólo da m ayor valor a
la adm isión celestial (Gregorio Magno arg u m en ta que los elegidos se rego
cijan ai ver los to rm en to s de los que escaparon), sino que tam bién m anifies
ta la jubilosa realizació n de la perfecta justicia divina. La ju sticia del más
allá tiene m uy poco que ver sin duda con ei am or divino, y las fronteras del
otro m undo trazan los lím ites de la caridad cristiana.
Las concepciones del paraíso, que el sentido común considera insípidas
y desprovistas de ias excitantes virtudes del infierno, poseen, sin em bargo,
un gran in terés histórico, en la m edida en que p reten d en ofrecer una im a
gen ideal del hom bre y la sociedad. Como verem os en el capítulo siguiente, el
cuerpo glorioso de los elegidos define u n a antropología cristiana ideal. Por
otro lado, ei p araíso perm ite p en sar en u n a sociedad perfecta, en la que los
elegidos p articip an en la com unidad de la Iglesia celestial, la cual es a la vez
com pañía de los ángeles y asamblea de los santos y de todos los justos. Sin
duda, la Iglesia celestial no es el m odelo que los clérigos se em peñan en re
prod u cir en el m undo terrenal, pero p o r lo m enos es la perspectiva ideal
que justifica su esfuerzo p o r co nferir al m und o de los vivos su legítim o or
den. P o r ú ltim o , el te rc e r elem ento esencial de la recom pensa p arad isia ca
consiste en la re u n ió n de los fieles con el Creador que, a p a rtir de Agustín,
se denomina la “visión de Dios”, aunque nada tenga en com ún con el sentido
de la vista corporal. Lo que tam bién se llam a la visión beatífica perm ite con
cebir la salvación cristiana como u n acceso a Dios, una participación plena en
su presencia, que los escolásticos definen com o u n a comprensión puram ente
intelectual de la esencia del Ser absoluto, que en el inundo terrenal es inasi
ble e invisible. La visión beatífica es un conocim iento perfecto del principio
divino, que eleva a la c ria tu ra finita h a sta la revelación del infinito. P o r lo
tanto, tiende, p o r así decirlo, a casi divinizar al hom bre, lo cual es u n a m ues
tra de la radi cali dad de la antropología cristian a que los paganos juzgaban
m onstruosa.
De form a m ás figurativa, la representación del ja rd ín paradisiaco m ués-
tra a los elegidos en u n lugar verde y lum inoso que expresa consuelo y gozo
y que sim boliza el florecim iento fecundo de la vida eterna. Tal imagen res
p o n d e a la etim ología del vocablo paraíso, que designa u n jard ín o lugar
lleno de árboles, com o dice Agustín, y que en la Biblia sólo se aplica al Edén
d onde fuero n creados Adán y Eva. El ja rd ín de la b ea titu d m uestra, pues
u n a relación esencial entre el paraíso celestial y el paraíso terrenal: la histo
ria de la hu m an id ad está destinada a c e rra r un círculo, de tal suerte que la
esperanza del p araíso que an im a a los hom bres es tam b ién el deseo del re
greso a la felicidad p erd id a de los orígenes. En fo rm a m uy d istinta a esle
p araíso bucólico, la reco m p en sa de los ju sto s se asocia a m enudo con la
Jerusalén celestial, ciudad cuadran guiar cuyos m uros de piedras preciosas
están atravesados p o r 12 p u ertas, según la descripción del Apocalipsis de
san Ju an (véase la foto v.3). La im portancia de este tem a, que inspiró exten
sam en te la creación artística y que se e n cu en tra presen te en las pinturas,
escultu ras y decoraciones de n u m ero sos objetos litúrgicos, se comprende
fácilm ente cu an d o se sabe que el edificio de culto m ism o se percibe como
u n a an ticip ació n de la Jeru salén celestial. Pero, en los siglos xn y xiit, la
principal evocación de la felicidad p aradisiaca m u estra a los elegidos en el
seno del p atria rc a A braham , según la p arábola de Lázaro y el rico malvado,
y com o eco de la litu rg ia de los m uertos, en cuyas oraciones se ruega poi
que las alm as de los difuntos accedan al descanso en el seno de Abraham
—y a veces de Isaac y de Jacobo (véase la foto vn.3)—. E sta representación
se beneficia de u n a g ran fuerza figurativa y p resen ta el paraíso com o una
reunión con u n a figura p atern al que recoge y protege a sus hijos: el patriar
ca A braham , calificado com o el “padre de todos los creyentes” (Romanos 4,
11). A los elegidos reu n id o s en el seno de A braham se íes rep resen ta ade
m ás com o n iños pequeños, p a ra m an ifestar m ejor su calidad de hijos del
p atriarca y p a ra m a rc a r ese reto rn o a la infancia espiritual que el Evangelio
establece com o condición de acceso al reino de los cielos (M ateo 18, 3). El
seno de A braham p ropo n e así u n a im agen perfecta de la Ecclesia celestial,
fraternid ad de todos los cristianos reunidos con arm oniosa unidad en torno
a su p ad re com ún.
Pero n in g u n a de estas representacio n es se refiere directam ente a la vi
sión beatífica que los teólogos consideran, sin em bargo, com o la parte esen
cial de la reco m p en sa celestial. Así se entiende que el anhelo creciente de
expresar la reu n ió n de los elegidos con Dios genera el desarrollo de otra re
presentación, la corte celestial, que se vuelve p redom inante en el siglo xrv y,
sobre todo, en el xv. Efectivam ente, ésta m u estra la asam blea de los ánge-
jes, los santos y los elegidos, dispuestos en to m o a la divinidad, sum idos en el
regocijo de su co n tem p lación (véase la foto vit.5). Pero tam bién hace ver a
la Id e sia ord enada, con su diversidad y sus jerarquías, alrededor de su jefe,
v perm ite s u b ra y a r la santid ad del clero (obispos, m onjes abates, fu n d a
dores de órdenes, cardenales y papas). Además, cualquiera que sea la form a
elegida, to d as las re p re se n ta cio n e s de] p a ra íso revisten un fuerte c ará c ter
eclesiológico. S on o tra s ta n ta s variaciones que aprovechan los distintos
sentidos de la p a la b ra ecclesia y que oscilan en tre u n a concepción m ás co
m unitaria, que evoca la fusión de todos los fieles en el seno de A braham , y
una concepción m ás in stitu cio n al, que sub ray a la p o sición d o m in an te del
clero en la corte celestial. Al paso de los siglos de la E dad Media, las re p re
sentaciones del p araíso p arecen deslizarse desde un a sociedad celeste igua
litaria. donde las distinciones terrenales se trascienden en favor de u n a fra
ternidad esp iritu al que un e a los fieles, h a c ia un a corte donde la b ea titu d
común no excluye ni la referencia a m odelos políticos ni la legitim ación de
jerarquías y posiciones terrenales.
Ahora flexibilicem os u n poco el esquem a bin ario que hasta aquí hem os p re
sentado. U na de las prin cip ales consecuencias de la form ación de u n a geo
grafía del m ás allá d u ra n te el siglo x i i es p recisam en te el n acim ien to del
purgatorio, “tercer lu g ar” interm edio entre el infierno y el paraíso (Jacques
Le Goff). La idea de u n tiem po de sufrim iento y purificación después de la
m uerte, que p erm ite la salvación del alm a y al que co n trib u y en los su fra
gios de los vivos, ciertamente no es nueva, puesto que la expresó, entre otros
autores, Agustín. Pero es en el contexto ya evocado del siglo xtt . y de m an e
ra m ás p recisa d u ra n te los años de 1170 a 1180, que aparece el p u rgatorio
como n o m b re y com o lu g ar específico (en el cual las alm as se purifican de
los p ecados v eniales o de los p ecados m ortales que confesaron, pero cuya
penitencia p re sc rita n o se cum plió p o r com pleto). El p u rg ato rio com o ter
cer lug ar se reco n o ce com o dogm a en el concilio de Lyon IT (1 274) y se ex
tiende cada vez m ás en la p redicación, antes de que la Comedia de D ante
ilustre con b rilla n tez su triun fo, o torgándole la m ism a im p o rtan cia que al
infierno y al paraíso. Y es que la distinción funcional del purgatorio como lu
gar reviste evidentes ventajas sociales, pastorales y litúrgicas. Al aclarar con
más nitidez la situ ació n de las alm as interm ed iarias —las que necesitan los
F o j o y ü .5. L a coronación de la Virgen, pin tada p o r Enguerrand Quariuii en 1454 (muscu P ia re de Litxembottrg
Villencu vc-íes-Avi'¿noii).
E s t e r e l a b i o f u e s o l i c i t a d o p o r l a c a r t u j a d e Y i l l e n e u v c - l e s - A v i g n o n , y d e m a n e r a m á s ; p r e c i s a p a r a la capilla
d e l a S a n t a T r i n i d a d , q u e a l b e r g a l a t u m b a d e l p a p a I n o c e n c i o V I . O f r e c e u n a v i s i ó n c o m p l e t a d e l universo,
a b o n a n d o e l m u n d o t e r r e n a l c o n e l m á s a l l á . B a j o l a t i e r r a a p a r e c e e l l i m b o d e l o s n i ñ o s , r e z a n d o y con ios
O jo s c e r r a d o s ; el p u r g a t o r i o , u n a d e c u y a s a l m a s ( l a d e u n p a p a ) e s l i b e r a d a p o r u n á n g e l ; y e l in f ie r n o , con
e l c a s i i g o d e l o s s i e t e p e c a d o s c a p i t a l e s . S o b r e l a ( .i e r r a , e l p i n t o r q u i s o r e p r e s e n t a r R o m a , c o n l a M isa de
s a n G r e g o r i o ( c u s o e f e c t o e s l a l i b e r a c i ó n d e l a s a l m a s d e l p u r g a t o r i o ) , y J e r u s a l é n , c o n e l e d i f i c i o circula,1
d e l S a n t o S e p u l c r o ( a l a d e r e c h a ) . E n l a c o r l e c e l e s t i a l l o s s a n t o s s e o r d e n a n j e r á r q u i c a m e n t e ( se d istin
g u e n , p o r e j e m p l o , o b i s p o s , c a r d e n a l e s y u n p a p a , , d e l l a d o d e r e c h o , y l o s f u n d a d o r e s d e ó r d e n e s relig io sas,
d e l l a d o i z q u i e r d o , s o b i 'e t o d o s a n i o D o m i n g o , s a n f r a n c i s c o y s a n B e n i t o ) . E n e l c e n t r o , l a V i r g e n es coro
n a d a p o i la T r i n i d a d . É s t a s e r e p r e s e n t a s e g ú n e l t i p o d e l a “T r i n i d a d d e l S a l t e r i o ” , f r e c u e n t e d e s d e e! siglo
x j i ( e l P a d r e \ e l H i j o a n l r o p o m o r i o s , c o n e l E s p í r i t u . S a n t o e n f o r m a d e p a l o m a e n t r e a m b o s ) . S e tra ía de
u n a r e p r e s e n t a c i ó n h o r i z o n t a l d e l a T r i n i d a d , q u e s u b r a y a l a i g u a l d a d e n t r e e l P a d r e y e l H i j o , a ta l grado
q u e a q u í n o h a y d i i e r e n c i a a l g u n a e n t r e e l l o s y q u e c u e s t a t r a b a j o d i s t i n g u i r l o s - E n e l c e n t r o d e l cu adro.
C r i s t o c r u c i f i c a d o , q u i e n e s e l e j e d e l a s a l v a c i ó n , u n e t i e r r a y c i e l o y p e r m i t e l a a s c e n s i ó n d e l a s a l m a s hasw
la r e c o m p e n s a p a ra d is ia c a .
sufragios de los vivos— , favorece la generalización de las prácticas ligadas
a la p reo cup ació n p o r las alm as y p re p a ra la inflación de las m isas p o r los
muerlos. Adem ás, el p u rg a to rio da fo rm a a la esp e ra n z a de la salvación
para los fieles que se saben im perfectos, y p a rtic u la rm en te p a ra los grupos
s o c ia le s cuya actividad la Iglesia considera sospechosa. Para los usureros, so
bre todo, el purgatorio significa esperanza: la de un castigo tem poral que per
mita conservar la bolsa en el m undo terrenal, sin la p érd id a'd e la vida eterna
en el otro m u n d o (Jacques Le Goff). Sin em bargo, n o hay que exagerar las
virtudes del lugar interm edio, pues éste no hace m ás que d a r algo de latitud
a un sistem a que sigue siendo fu n d a m e n ta lm e n te d u al (o confirm a p o r lo
menos la flexibilidad que este sistem a poseía ya con anterioridad, pero dán
dole una fuerza de evidencia inédita). No olvidemos que no hay, in fine, m ás
que dos d estinos posibles: la co n d en a in fern al o la b e a titu d p arad isiaca.
Además, el purgatorio, m orad a tem poral de las alm as, es en sí u n lugar provi
sional que d ejará de existir en el m om ento del Juicio Final, cuando el u n i
verso se inm ovilice en su eterna dualidad. ■ . -
Falta m en cio n ar los dos lim bos. El lim bo de los p a tria rcas (o de los p a
dres) pertenece al pasado: los justos del Antiguo Testam ento (desde Adán y
Eva h asta Ju a n el B autista) re sid ía n te m p o ra lm e n te allí, a la espera de la
redención. Antes del sacrificio de C risto n ad ie p o d ía a cced er en efecto al
paraíso celestial, ni siq u iera quienes h a b ía n obedecido los m a n d am ie n to s
divinos y, en consecuencia, m erecían la salvación. Según u n a tradición b a
sada en los E vangelios apócrifos, es entre su crucifixión y su resu rrecció n
que Cristo descendió al lim bo p a ra lib e ra r a los ju sto s del A ntiguo Testa
mento v conducirlos h a sta su nueva m o ra d a celestial. El lim bo de los p a
dres, vacío desde la llegada de Cristo, es p o r lo tan to un lu g ar su b terrán eo y
tenebroso que la iconografía casi no distingue del infierno: lo rep resen ta
como la caverna infernal, en la tradición bizantino-italiana, o como las fauces
de Leviatán, al norte de los Alpes. De hecho, el lim bo de los padres no se con
cebía com o un lugar específico, disociado del infierno, antes de la form ación
de la geografía del m ás allá en el siglo xn; y, de hecho, h asta ese m om ento se
habló del descenso de C risto a los infiernos. Es enton ces solam ente, en un
proceso paralelo a la creación del purgatorio, cuando aparecen expresiones
específicas (lim bus inferni, luego lim bus ú n icam en te) que hacen del lim bo
de los padres un lug ar separado y provisto de características propias.
En el siglo XII, aparece igualm ente el segundo lim bo, que acoge a los ni
ños que m ueren sin h a b e r recibido el bautism o. D urante los prim eros siglos
de la E dad M edia, los niños a los que no se h ab ía b au tizad o estaban conde
nados al infierno, p o r el sim ple hecho de no h a b e r recibido el sacramento
indispensable para la salvación. Acaso p o r la presión de los padres, preocu
pados p or la condena ap aren tem en te in ju sta de sus hijos, y en el marco de
un a sociedad totalm ente cristianizada que desde los siglos XI y x ii generaliza
el bautism o precoz de los recién nacidos, 1a Iglesia p au latinam ente va mo
derando 1a. pena de los niños que m u eren antes de h a b er recibido el sacra
m ento purificador. Puesto que no llevan m ás que la m ancha del pecado origi
nal, y no el peso de n in g ú n pecado p ersonal, el clero te rm in a p o r admitir
que estos niños solam ente h a n de su frir la privación de Dios, sin experi
m en tar los to rm en to s corporales de la condenación. No obstante, durante
u n p rim er periodo, sus alm as siguen estando integradas al m undo infernal,
y su situación particu lar se ve com o u n a atenuación del castigo que se aplica
a los otros condenados. Luego, en el siglo x i i , el proceso de división funcional
de los lugares del m ás allá hace que se les atribuya u n a m orada distinta del
infierno. Su situació n no cam b ia fu n d am en talm en te, pero la especificidad
de su suerte se hace m ás paten te y se subraya m ás claram ente la ventaja de
la que se benefician.
E n el surgim iento del lim bo de los niños, se aprecia u n compromiso
que la Iglesia concede a las exigencias de la sociedad: los padres pueden
decir que su hijo, m u erto sin recib ir el b au tism o , no está condenado al in
fierno. Sin em bargo, esta disposición al p arecer no los satisface, pues al mis
m o tiem po aparecen los "santuarios de in term isió n ”, a donde los fieles acu
den esperando el m ilagro de u n a re su rre cció n m o m en tán ea que permita
o to rg ar el bautism o salvado r al niñ o an tes de que vuelva a la m uerte. No
obstante, la Iglesia en re a lid a d no cede n a d a en lo esencial: los niños sin
b au tizar siem pre experim entan la p en a principal de la condenación, puesto
que se les priva de reu n irse con Dios y se les excluye perm anentem ente de
la b ien av en turanza del p araíso . Y es que lo que está en juego es la defini
ción m ism a de la cristiand ad : sin el bautizo, a nadie puede considerársele
m iem bro de la sociedad cristiana en el m u n d o terrenal; y nadie puede inte
grarse a la Iglesia celestial en el m ás allá.
P ara m arcar la culm inación de los procesos analizados hasta aquí, quisiera
referirm e a la coronación de la Virgen que p intó E n g u erran d Q uarton para
la cartuja de Villeneuve-lés-Avignon (1454). E ste retablo ofrece u n a visión
extraordinariam ente sintética del universo, corno lo rep resentaban los h o m
bres de finales de la E d ad Media, e integra en consecuencia el mundo terre
nal v el m ás allá (véase la foto vti.5). El m undo terrenal aparece en la forma
condensada de sus p rin cip ales lugares sim bólicos, Rom a y Jerusalén, los
cuales com p o n en su polaridad horizontal, m ientras que, al centro, la cruci
fixión esboza el eje vertical de la salvación. En cuanto al m ás allá, éste se
presenta en la fo rm a de los cu atro lugares que existen en el presente de la
cristiandad (falta el lim bo de los p atriarcas, vacio desde hace m ucho tiem
po), El infierno, el p u rg ato rio y el lim bo de los niños se p resentan en la es
trecha b a n d a dedicada al m undo subterráneo. Aunque están separados por
rocas y se h allan bien identificados por sus c a ra cterístic as propias, están
asociados claram en te p o r su posición in terior com ún. A p esar del poco es
pacio, el infierno m u estra, en to m o a Satanás, el castigo de los siete peca
dos capitales. Las llam as del pu rg ato rio ato rm e n ta n a las alm as, m ien tras
que los ángeles se acercan y elevan ya hacia el cielo la p rim era de todas
ellas (¡la de un papa!). Y, com o si no fueran suficientes las tinieblas sub
terráneas a las que se h a condenado a los niños sin bautizar, el artista ios re
presenta rez a n d o con el ro stro levantado hacia la divinidad, pero con los
ojos cerrados, com o para subrayar m ejor su im posible anhelo de ver a Dios y
hacer visible que com parten con los condenados la p eo r de las penas. F inal
mente, sobre e! paisaje terrenal que se pierde en las brum as de lontananza,
aparece la corte celestial, d onde los sanios, re p a rtid o s en grupos según su
jerarquía, co n tem p lan a la divinidad trin ita ria asociada con la Virgen. Este
retablo p erm ite v er así de m an era ejem plar el o rd en total del m undo, con
forme a las represen tacio n es p red o m in an tes a finales de la E dad M edia, El
peso del m ás allá sobre el aq u í abajo es aplastan te. C ada aspecto del otro
m undo e n c u en tra desde entonces su lug ar propio, su espacio adecuado, en
el seno de un sistem a com plejo en cuyo centro se encuentra la Iglesia de Cris
to, que g o b iern a el m u n d o en n o m b re de su capacidad para p ro d u c ir la
salvación. E n to rn o al crucificado, el a rtista p in tó con una delicadeza ex
tra o rd in a ria las alm as que se elevan hacia el p a ra íso que casi se co n fu n
den con las nubes; sin em bargo, es esta ascensión ap en as visible la que da
sentido al c u a d ro entero. Es el efecto esp erado de la m ediación de los sa
cerdotes, que o p era m ie n tra s celebran la m isa en el a lta r que ad orna este
retablo y que se b a sa en el tesoro de m éritos de la g ran can tid ad de santos
que E n g u erran d p in tó con ta n ta precisión.
No obstan te, pese a los ajustes sustanciales que dan p o r resu ltad o el
sistem a de los cinco lugares, el m ás allá m edieval sigue siendo, en ú ltim a
instancia, un sistem a dual. A final de cuentas no existe m ás que condena
ción o salvación, acceso a Dios o rechazo lejos de él, y. a. pesar de la casuísti
ca que desarrollaron los escolásticos, la perspectiva últim a se sigue deter
minando p o r m edio de u n a m oral b in a ria del bien y del m al. Además ésta
oposición dual es la que e stru c tu ra las escenificaciones m edievales: ya se
tra te de dram as litúrgicos den tro de la iglesia, a p a rtir del siglo xn, o de
m isterios que se escenifican en el m edio urbano, los cuales en la baja Edad
M edia adquieren dim ensiones cada vez m ás-am biciosas, el paraíso y el in
fierno constituyen los dos polos obligados, presentes en la escena (Élie Ko-
nigson). El espacio teatral, com o el m undo del que es im agen, se ordena
medíanle la d u alid ad del bien y del m al, que se encarn a en los lugares del
m ás allá adonde éstos conducen.
Este m a n u s c r i t o , r e a l i z a d o p o r B a u d o i n d e L a n n o y s e g u n d o c a m a r l e n g o d e l d u q u e cíe B o r g o ñ n , c o n t i e n e
u íia de l a 5 r a r í s i m a s r e p r e s e n t a c i o n e s d e l a i n f u s i ó n d e l a l m a . E n u n a h a b i t a c i ó n d e s o n r i o m o b i l i a r i o , s e
destaca e l l e c h o d o n d e e s t á a c o s t a d o e l m a t r i m o n i o ; p e s e a s u p ú d i c a m e s u r a , l a d i s p o s i c i ó n e v o c a s i n e q u í
vocos p o s i b l e s la f u n c i ó n p r o c r e a d o r a d e la p a r e j a ( c u y a l e g i t i m i d a d s e r e p r e s e n t a d i s c r e t a m e n t e c o n l a s l a
bias cié la L e y ) . E n u n h a l o d e n u b e s , l a T r i n i d a d p a r e c e h a c e r s e p r e s e n t e e n k i i n t i m i d a d d e l d o r m i t o r i o
conyuga!, e n e l m o m e n t o d e e n v i a r a l a l m a d e s t i n a d a a i n f u n d i r s e e n el e m b r i ó n d e l n i ñ o q u e h a b r á d e n a
cer. E n e s ta T r i n i d a d d e l s a l t e r i o s e d i s t i n g u e c l a r a m e n t e a l P a d r e y a l H i j o , a u n q u e a m b o s s e e n c u e n t r a n e n
cí m ism o t r o n o y s o s t i e n e n c o n j u n t a m e n t e e l g l o b o , p u e s t o q u e D i o s P a d r e a p a r e c e v i c i o , c o m o s e a c o s t u m -
Dra en e s a é p o c a . E n l a f i l a c t e r i a q u e r o d e a a l a T r i n i d a d s e l e e u n v e r s í c u l o d e l G é n e s i s (1 2 6 : '“H a g a m o s al
nom bre a n u e s t r a i m a g e n y s e m e j a n z a " ) , l o c u a l s u g i e r e q u e la i n t e n c i ó n i n i c i a l d e la C r e a c i ó n d i v i n a s e r e
n u e v a c o t i d i a n a m e n t e d u r a n t e la i n f u s i ó n d e c a d a a l m a i n d i v i d u a l
F ü l'ü Viii.Z. S e p a r a c i ó n d d a l m a y a d cuei'pu e n d n¿órnenlo de la muerte (hacia 1i 6 5 ;
L íb e r sci\ las de U ild c ^ a rd a uc B in g c n , n ia u iió c r iío d e s tru id o ).
E n e l m o m e n t o d e l a m u e r t e , e l a l m a ¿,e s e p a r a d e l c u e r p o . S a l e p o r l a b o c a , a l m i s m o t i e m p o q u e el últim o
s u s p i r o d e v i d a . L o s g e s i o s p a r í i c u l a r m e n t e d i n á m i c o s d e l a l m a e x p r e s a n a q u í l a i n t e n s i d a d d e l c o m b a te tic
q u e e s o b j e t o . P a r e c e J u c h a r h i e r a l r n e n t e c o n t r a e) d i a b l o q u e i n t e n t a a p o d e r a r s e d e e l l a , m i e n t r a s q u e los
á n g e l e s s e a p r e s t a n a r e c o g e r l a e n u n . I i e a / . o . E l r e s u l t a d o d e l c o m b a t e p a r e c e p a r t i c u l a r m e n t e in c ie rto ', m ia
c o h o r t e d e l o s á n g e l e s p a r e c e t o m a r y a e l a l m a b a j o s u a l a p r o t e c t o r a , l a s l l a m a s d e l i n f i e r n o h a c e n m á s que
a c a r i c i a r lo s p i e s d e la m o r i b u n d a , y l a t r o p a d e lo s d i a b l o s d e s d e a llí a l i e n t a a s u e n v ia d o .
el contrario, deben asegurar, m ás allá de la m uerte, la firm e continuidad de la
persona, de fo rm a que la retrib u ció n en el m ás allá se aplique efectivam en
te al ser que, en el m u n d o terrenal, se ganó sus rigores o regocijos. Esto su
pone p o r lo m enos u n a u n id ad indefectible del alm a y sobre todo u n a id en
tificación lo m ás estre c h a posible en tre el alm a y el h o m b re a quien ésta
anim aba. De hecho, el cristian ism o m edieval lleva al extrem o esta asim ila
ción —y no solam ente p o rq u e sigue la trad ició n n eo p lató nica según la cual
el hom b re es su alm a — . Sin em bargo, la in d iv id u alizació n del alm a tiene
sus lím ites y, en el siglo xii , el m onje G uiberto de N ogent explica que, en/el
otro m undo, n in g ú n alm a puede d esignarse p o r su n o m b re personal. Se le
reconoce, sin d u d a —pues no desaparece en el an o n im ato de los m u erto s—,
pero ha perdido u n aspecto fundam en tal de su id en tid ad singular; p erten e
ce desde en to nces a la c o m u n id a d am p liad a de los m u ertos, en cuyo seno
todos deben alcan zar un conocim iento m u tu o generalizado. Las concepcio
nes m edievales oscilan p o r lo ta n to en tre dos polos: el alm a separada no es
ni u n vago esp ectro im p e rso n a l n i u n a p e rso n a en el sen tid o estricto del
término.
E n sum a, las concepciones m edievales de 1a. persona no se reducen a una
dualidad sim ple. E n ellas se advierte la ten sió n e n tre u n a rep rese n tació n
dual o m nipresente y u n a ten tació n te rn a ria que aflora en ciertas ocasiones.
Uno de los aspectos que e stá n en juego es el e sta tu to que se otorga al p rin
cipio de la fu erza vital (espiritu al, p ero ded icado a la a n im ació n del cuer
po), así com o a la función de interfaz entre lo m aterial y lo espiritual (im á
genes m entales de las cosas corporales, po tencias sensibles del alm a u otras
m odalidades de la percep ció n de las realid ad es m ateriales). Pero la evolu
ción de las concepciones m edievales deja ver u n deslizam iento de lo te rn a
rio hacia fo rm u lacio n es m ás b in arias. P o r lo ta n to , h ay que su b ra y ar la
com plejidad de la p e rso n a c ristia n a y a la vez, reco n o cer que el proceso
histórico suele privilegiar la estru ctu ra dual. Si la du alidad alm a/cuerpo no
basta p ara explicar a la p erso n a cristiana, define p o r lo m enos su estructura
fundam ental, com o bien lo su b ray an las representacio nes de la concepción
y de la m uerte.
Contra todo dualismo, el hombre está constituido por un solo ser, donde la ma
teria .y el espíritu son los principios consustanciales de una letalidad determina
da, sin solución de continuidad, por su mutua inherencia: no dos cosas, no un
alma que posee un cuerpo o que anima a un cuerpo, sino un alma encarnada y
un cuerpo animado, a tal grado de que, sin el cuerpo, al alma le sería imposible
tomar conciencia de sí misma [Marie-Dominique Chenu],
G r á f ic a v m .2 .
t _ __■
H om ologías entre el cueipo glorioso, la E nca m a ció n de Cristo y la Iglesia.
de la humanidad y eleva la materia de los cuerpos hasta las virtudes del alrna
Asimismo, la Iglesia es una encam ación institucional de valores espirituales
y p o r ello es el agente de una espiritualización de las realidades mundanas v
el in strum ento indispensable del avance de los hombres hacia su salvación.
Encarnación de ¡o espiritual
.y espiritualización ele lo corporal
Son num erosas las sociedades en las que la filiación sólo se tran sm ite a tra
vés de uno de los dos sexos: cada individuo pertenece o bien al grupo de p a
rentesco de su padre y de sus ascendientes en línea m asculina (sistem a patri-
lineal) o bien al grupo de su m adre y de sus ascendientes en línea fem enina
(sistem a m atrilin eal). Así sucede en p a rte en el m u n d o ro m a n o antiguo,
que presen ta rasgos patrilineales notables. D ichos rasgos d esaparecen des
de la alta E dad M edia en favor de u n sistem a de parentesco indiferenciado, en
el cual am bos sexos tran sm iten p o r igual el vínculo de filiación: cada indivi
duo p o r lo ta n to posee su p ro p ia "paren tela”, la cual reú n e a todos los con
sanguíneos ta n to de su p a d re com o de su m a d re (sin c o n ta r los p arien tes
afines, es decir los del cónyuge). E ste sistem a indiferenciado (o cognático),
que sigue vigente h a sta el día de hoy, es característico de la E d ad M edia en
su totalidad, aun cuando experim enta ciertas adaptaciones. La principal adap
tación se relaciona con la reo rganización de la aristocracia y, en form a m ás
general, con la de la sociedad feudal, du ran te Jos siglos xi y xn.
La historiografía con frecuencia ha caracterizado este m ovim iento como
el nacim iento del “linaje a risto c rá tic o ” (pero no es d em asiado adecuado el
térm ino, puesto que designa, en el vocabulario de los antropólogos, el con
junto de descendientes de un an tep asado com ún, lo cual supone un sistem a
patrilineal o m atrilineal); ta m b ié n se h a q u erido ad v ertir la tra n sició n de
una organización h o rizo n tal (com o la Sippe germ ánica de la alta E dad M e
dia, grupo fam iliar am plio que otorga un papel determ inante a la solidaridad
entre h erm anos y prim os) a u n a organización vertical que estrecha el grupo
fam iliar y p one el acento en u n a línea de tra n sm isió n genealógica de gene
ración en generación. E n realidad, Anita G u erreau-Jalabert h a dem ostrado
que no se tra ta de u n cam bio de reglas que definen la filiación (es decir, que
d eterm in an p a ra cada individuo las perso n as que socialm ente se conside
ran sus p arientes), sino de u n a ad ap tació n de las representaciones y Jas
prácticas del paren tesco a la territo rializació n de la aristocracia, la cual se
generaliza desde principios de la E dad M edia central. Lo que desde enton
ces define a la nobleza es el arraigo en u n te rrito rio —a lo m enos, un seño
río— donde puede ejercer su p o der y fu n d ar su posición social. La estrate
gia ideal de repro d u cció n social consiste pues en tra n sm itir com o herencia
indivisible este territo rio y el p o d er sobre los hom bres que lo acom paña. Se
form an así los “topolinajes", cadenas de tran sm isió n de generación en gene
ració n de un m ism o p o d er territo rial; dicho de o tra m anera, son líneas de
herederos de u n a m ism a tie rra y de la fun ción de dom inación que con ésta
se asocia. La noció n de “topolinaje" p re te n d e ex p resar la dependencia de
las estructuras de parentesco respecto a la estru ctu ració n espacial de la so
ciedad feudal e indica que u n a descendencia noble "no adquiere sustancia,
coherencia y contin u id ad m ás que m ediante la form a en que se im planta en
u n territo rio” (Anita G uerreau-Jalabert).
Es en este contexto en el que hay que re in te rp re ta r los diferentes rasgos
que se asocian generalm ente con el desarrollo de u n a conciencia dinástica.
El m ás evidente es la difu sió n en los ám b ito s aristo crático s, desde media
dos del siglo- x y sobre todo d u ran te los dos siglos siguientes, de u n a litera
tu ra llam ada "genealógica”. E n realidad, estos textos se p reocupan menos
p or reco n struir u n a verdadera genealogía que p o r ra stre a r las modalidades
de transm isión del poder que detenta u n a fam ilia aristocrática, y en particu
la r del castillo que es el n úcleo de dicho poder.- E sta lite ra tu ra tiene como
p rin cip al objetivo p o n er en evidencia, con fines legitim adores, un “topoli
naje”, y adem ás se cuida de m en cio n ar ta n to a los p arientes en línea pater
n a com o en línea m a te rn a (tanto m ás cu an to que en v irtud de la "hiperga-
m ia” d o m inan te —o casam ien to con u n a m u je r de rango superior—, la
línea m atern a con frecuencia es la m ás prestigiosa). Por otra parte, durante
el siglo XI, com ienza a a d q u irir fo rm a un nuevo sistem a antroponím ico (el
no m bre perso n al seguido del n o m bre que expresa la p ertenencia a una fa
m ilia). Para los aristó cratas, éste últim o n o m b re designa sobre todo el lu
gar, m uchas veces el castillo, en el cual se a rra ig a su poder, u n a m anera
clarísim a de m an ifestar el vínculo entre el estatu to social y el arraigo local.
P or últim o, los escudos de arm as, que in icialm en te aparecen en los estan
dartes que p erm iten identificar a los com batientes, se generalizan desde la
segunda m itad del siglo x ii , sin ser n u n ca u n a prerrogativa de la aristocra
cia. Es com ún relacionar los escudos de arm as con u n principio genealógico
y, efectivam ente, pu ed en tra n sm itirse de m a n e ra h e re d ita ria y exhibir un
vínculo de filiación. Sin em bargo, m ed ian te u n código que a u to riz a m ú lti
ples com binaciones, se hacen ig ualm ente p aten tes relaciones horizontales,
m atrim oniales, de vasallaje o incluso otros tipos de alianzas.
Un cam bio im p o rtan te, en relación con la form ación de los topolinajes,
concierne a las reglas de tra n sm isió n de los bienes. Si bien d u ra n te la alta
E dad M edia prevalecía el rep arto ig ualitario de las herencias, la espacializa-
ción del p o d er aristocrático invita a tra n sm itir a u n solo heredero la entidad
territorial que le confiere su posición a u n a fam ilia. Aún en form a bastan te
lenta y p arcial com o p a ra fre n a r la frag m en tació n de los poderes señ o ria
les, se d esarrolla poco a poco la indivisión de las herencias. A unque está le
jos de ser la ú n ica fo rm a que se utiliza y au n q u e su em pleo esté lejos de ser
absoluto en to d as las regiones de O ccidente, el d erech o de p rim o g en itu ra
es la solución m ás usual. Su difusión entre los siglos X I 3’ XII es considerable
y, pese a todos los m atices que convendría exponer, se asim iló en form a su
ficiente al fu n cio n am ien to del sistem a feudal com o p a ra que se im pugnara
violentam ente en el m om en to de la desintegración de éste (cosa que sancio
na el Código N apoleónico). La tran sm isión preferencial de la herencia tiende
a crear varios grupos-de excluidos en tre los descendientes: hijas, hijos m e
nores e hijos ilegítim os. Sus situ acio n es, sin em bargo, son m uy distintas.
A las h ijas se les excluye de la h ere n c ia m u c h o m enos de lo que suele
creerse. P uesto que se privilegia la tra n sm isió n en línea directa, antes que
la lateral, en el caso de no h a b e r descendiente m asculino la sucesión se otor
ga m ás fácilm ente a u n a hija que a u n h erm an o o a u n sobrino. P or lo tanto,
no es infrecuente que una m u jer se haga cargo de u n señorío, de u n conda
do, incluso de u n rein o (allí está Isabel de Castilla). Sin duda, la je ra rq u ía
de los sexos y la im p o rtan cia de los valores guerreros en el seno de la aristo
cracia son tales que siem p re se v alora m ás la po sib ilid ad de un h eredero
m asculino, tend en cia que se refuerza d u ran te la E dad M edia (en el caso del
reino de Francia, la regla de la tran sm isió n de la corona en línea exclusiva
m ente m ascu lin a se forja a p a rtir de 1328 de m a n e ra circu n stan cial, p ara
d escartar las p reten sio n es inglesas). P o r lo d em ás, desde la alta E dad Me
dia, las hijas al casarse reciben u n a dote de sus padres. C iertam ente, la dote
excluye del derecho a la h eren cia y, en este sentido, su generalización con
tribuye a la con centració n de la p arte principal del p atrim onio en m anos de
un solo heredero. S in em bargo, au n cuando se entrega en dinero contante,
la dote d ista m ucho de ser despreciable (puede c o n sistir en una p a rte im
portante de los bienes fam iliares, sobre todo a p a rtir del siglo x it t) . También.
podríam os seguir a los antropólogos que consideran la dote como una par
ticipación an ticip ad a de las hijas en la h erencia. La dote tam b ién puede
verse como una de las m odalid ad es de la "devolución divergente", institu
ción capital en todas las sociedades eurasiáticas (en contraposición a las
africanas), "en virtud de la cual las transferencias se realizan tanto en favor
de las hijas com o de los h ijo s” (Jack Goody). Y, com o lo ín d ica también.el
m ism o autor, “la devolución divergente de los bienes en favor tan to de las
m ujeres com o de los h o m b res está a c o m p a ñ a d a de u n a serie de m ecanis
m os de continuidad" que tienen el fin de g ara n tiz a r la coherencia en la uti
lización de los recu rso s fam iliares: es esto lo que ilu stra perfectam ente la
form ación feudal de los topolinajes.
A m edida que la p rim o g e n itu ra g an a te rren o , la situ ació n de los hijos
m enores se vuelve m enos envidiable que la de las hijas. A unque a menudo
se les otorga alguna com pensación m o n e taria y au n cuando su exclusión de
la herencia se ílexibiliza d u ra n te ciertos periodos, los hijos m enores muy a
m enudo están corno separados del tro n co familiar. E sto es particularm ente
claro cuando desde la infancia se les ofrece com o oblatos a un monasterio,
o cuando, ya m ás grandes, in g resan en la c a rre ra eclesiástica. Es probable
que la posición de desventaja en que se po n e a los hijos m enores, distancián
dolos de los intereses m ateriales de su p aren tela, no haya hecho m ás que
p rep arar y d ar m ás fuerza todavía a la conversión y ru p tu ra con el parentes
co carnal que supone la integ ració n al clero. Ju n to con los fenóm enos ana
lizados en la p rim era parte (com o los efectos de la redistribución de los car
gos episcopales en favor de la pequeña y m ed ian a aristocracia), esto permite
en ten d er p o r qué, a p e sa r de te n er un m ism o or igen social, las alianzas y
connivencias del alto clero y la aristo cracia son al fin y al cabo m enos seña
ladas que la afirm ación, frente a esta últim a, de los intereses y valores pro
pios de la Iglesia. E n cu an to a los hijos m en o res que siguen siendo laicos,
éstos se lanzan en b ú squeda de aventuras. R oberto Guiscardo y Rogelio de
Sicilia, quienes re c u p e ra ro n la Italia m e rid io n a l y Sicilia de m anos de los
m u sulm anes, son ejem plos m odelo de hijos m enores sin bienes propios y
que alcanzaron la m ás alta gloria, pues inclusive este últim o llegó a ser uno
de los reyes m ás im p ortan tes de OccidenLe. De m an era m ás general, Robert
M oore ha subrayado el papel decisivo de los hijos m enores en todas las em
p resas que c aracterizan la expansión de E u ropa, p articu larm en te en la pe-,
nínsula ibérica y en Tierra S a n ta —y, h a b ría que añadir, h asta en la conquis
ta de América— . A unque haya sido u n a desventaja individual, la exclusión
de los hijos m en o res p arece tra n sfo rm a rse en u n fac to r de dinam ism o so-
eial, p o r la p ro ez a com b ativ a y la au d a c ia c o n q u ista d o ra que le im pone
realizar al que se ve obligado a a d q u irir p o r su cuen ta la alta posición social
que el nacim iento le atribuye y niega sim u ltáneam en te, o incluso p o r el h e
cho de que g aran tiza a la Iglesia num erosos reclutas, procedentes de la élite
de la sociedad y sin em bargo p red isp u esto s a a b ra z a r los intereses de otro
tipo de parentesco.
P or últim o, d u ra n te la alta E dad M edia, a los hijos ilegítim os, en p a rti
cular a los que p roceden de u niones con concubinas, suele incluírseles en la
herencia en ig u ald ad de circ u n sta n c ias que con los hijos legítim os: Carlos
Mattel fue b astard o , así com o B ernardo, nieto de C arlom agno y rey de Ita
lia en el año 811; todavía a m ediados del siglo XI, la m ism a situación no sig
nifica obstáculo alguno p a ra que G uillerm o el Conquistador acceda al trono
de In g laterra. P ero desde el siglo x i i y m ás a u n desde el siglo x i i i , la situ a
ción de los hijos ilegítim os se degrada notablem en te. A unque haya m uchas
excepciones a la regla, p o r lo general se les excluye de la heren cia y sufren
cada vez m ás el desprecio y reglas d iscrim in ato rias (entre otras, la p ro h ib i
ción de acceder al sacerdocio). Es u n a consecuencia lógica de la im posición
del m odelo clerical del m atrim onio, que condena con virulencia el adulterio
y el concubinato y sólo reconoce com o legítim a la u n ió n m atrim onial. Pero
aquí las n o rm a s clericales no h acen m ás q ue fo rta le c er los intereses a ris
tocráticos, al excluir u n a categoría posible de herederos: de cierta form a, la
estigm atización creciente de los hijos b astard o s aco m p añ a la terrítorializa-
ción de la aristo cracia (R obert M oore). De m a n e ra m ás general, es posible
preguntarse si el m odelo clerical del m atrim on io, p o r contrario que pudiera
parecer en u n p rin cip io a las co stu m b res de la aristo cracia, no sirvió a sus
intereses com o clase. L a firm e oposición a la endogam ia, al concubinato y
al repudio ch o caba sin d uda con la preo cu pación de no verse sin descenden
cia; pero la afirm ación del m atrim o n io m o nóg am o e indisoluble, así com o
la descalificación de los hijos ilegítim os, lim ita b a n el n ú m ero de posibles
herederos y facilitaban u n a m ejo r gestión de los p atrim o n io s y, p o r lo tanto,
una m ayor solidez de los topolinajes. A unque re su lta ran sin du d a m olestas
m ientras la aristo cracia no se d istan ciara de sus form as organizativas a n te
riores, estas reglas, ciertam en te fastidiosas en térm in o s individuales, favo
recieron en u n p erio d o de d esarrollo pro d u ctiv o y dem ográfico las nuevas
e stru ctu ras de d o m in ac ió n fu n d ad as en el en celu lam ien to de los d o m in a
dos y la territo rializació n de los dom inantes.
E n resu m en , la in terven ció n de la Iglesia es m u ch o m ás p ro h ib itiv a y
decisiva en lo que concierne a las reglas de la alianza m atrim onial, m ientras
que el sistem a de filiación p arece te n e r u n a im p o rtan cia m enos marcada
aunque experim ente las repercusiones de la generalización del modelo cle
rical del m atrim onio. De esta form a, el clero pretende do m in ar la reproduc
ción física de la sociedad e influ ir de m a n e ra d e te rm in an te en la organi
zación de la clase aristocrática, su rival y cóm plice en la obra de dominación
social. Pero, aun cuando el clero reglam ente la práctica de los vínculos a los
c¡ue se sustrae, el parentesco espiritual resu lta aun m ás esencial para definir
su p ropia posición y la preem inencia que reivindica.
Sería im posible estud iar las estru ctu ras m edievales del parentesco sin insis
tir, siguiendo a Anita G uerreau-Jalabert, en la im portancia de los vínculos de
p arentesco esp iritu al que co n stituy en u n o de sus aspectos m ás origínales.
Una p arte esencial de estos vínculos se tra b a p o r m edio del bautism o. Ade
m ás de su función p u rificad ora, ind isp en sable p a ra acced er a la salvación
personal, este rito fu n d a m e n ta l m a rc a el verdadero nacim ien to social del
individuo. Es el m om ento en que recibe su nom bre y se vuelve m iem bro de
la com unidad de los fieles. Sin bautism o, no hay identidad ni existencia aquí
abajo ni salvación en el m ás allá. Es entonces cuando se instituyen los víncu
los de p arentesco esp iritu al m ás activos, el padrin azg o y el com padrazgo
(que unen a los p adres c a m a le s y a los p ad res espirituales). Com o respon
sables del n acim ien to físico del hijo, en v irtu d del cual se le transm ite la
falta original, a los p ad res carnales, en la E dad M edia —y p o r el contrario
de lo que pasaba en el ritu al tal com o se p racticaba todavía en el siglo v, an
tes de la institución del p ad rin azg o —, se les excluye rigurosam ente del rito
bautism al, el cual asegura el nacim iento social del m en o r y su regeneración
en la gracia divina. A hora tie n e n que ceder su lu g ar a los pad res espiritua
les, padrinos y m adrinas, que so stienen al niño sobre la pila bautism al, pro
n u n c ia n las p a la b ra s ritu a le s p o r él, le d a n su n o m b re y se h ac en garan
tes de su educación cristian a. E sta su stitu ció n de los p ad res carnales por
los espirituales d u ra n te el bau tism o, que m anifiesta la indignidad de aqué-
]]os a p a rtic ip a r en la p a rte m ás noble de la rep ro d u cció n de los m iem bros
Je la com unidad, hace evidente p a ra todos la p reem inencia del parentesco
espiritual y la desvalorización del paren tesco carnal.
El papel del p ad rin o en la educación religiosa del niño es m uy a m enudo
teórico, de acuerd o con los p rin cip io s que p rescrib en su intervención ú n i
camente a falta de los padres. Además, en ciertos m edios, los padres no p a
recen b u sc a r tan to p ad rino s p a ra sus hijos com o com padres para ellos m is
mos, com o q u ed a claro en los estud io s de C hristian e K lapisch-Zuber. El
compadrazgo en efecto p erm ite establecer u n a relación horizontal, pensada
en térm inos de am istad y fraternidad, que am plia el círculo de aliados y que
es-capaz de ap acig uar las tensiones sociales o políticas. Ya en e] siglo vi, los
reyes m erovingios u tilizan el com padrazgo p a ra p o n er fin a sus luchas íra-
tid d as y reestablecer en tre ellos relaciones pacíficas. E n otros contextos, el
com padrazgo conserva u n a dim ensión m ás vertical y se superpone a las re
laciones de clientelism o, p o r ejem plo, en la F lorencia de finales de la E dad
Media: te n er com o com p ad re a u n negociante rico significa a la vez benefi
ciarse de su p rotección e integrarse a su clientela política y económ ica. Tan
to en un caso com o en otro, es p ro bablem en te po rqu e p erm itía m ultiplicar
los lazos de solidaridad y reforzarlos m ediante un carácter sacralizado que el
parentesco esp iritu al pudo gozar de tan to favor entre los laicos. Sin em bar
go, no podríam os su b estim ar la im portancia del padrinazgo, en virtud de su
papel en el ritu al b au tism al y de su lu g ar p ro m in en te en la econom ía gene
ral del sistem a de p arentesco. E sto lo confirm a el desarrollo de las p ro h ib i
ciones m atrim o niales p o r causa de p arentesco espiritual. Si las principales
prohibiciones —e n tre p ad rin o y ah ijad a, m a d rin a y ahijado, com padre y
comadre— se p lan tearo n desde el Código de .Tustiniano en el año 530 o poco
más tard e, éstas se extienden en el O ccidente d u ra n te el siglo x i i (tam bién
entre ahijado e hija carnal, o entre ah ijad a e hijo carnal de u n a m ism a per
sona; en tre los cónyuges de aqxtelloS que el com padrazgo une). Como en el
caso del p a ren tesco carnal, es la época en la que la Iglesia en u n cia las re
glas m ás prohibitivas con el p ropósito de extender su posición de árbitro de
las prácticas m atrim oniales.
M ediante el b a u tism o ta m b ié n se establece la filiación de los hom bres
respecto a Dios. El niño que h a nacido de sus padres en el pecado original, re
nace del ag ua p u rificad o ra com o hijo de Dios. E n to n ces se vuelve hijo de
Dios, algo que no era en virtud de su nacim iento: el bautizo es u n a adopción
divina. E fectivam ente, las concepciones m edievales hacen de la patern id ad
de Dios, m ás que u n a característica de tod os los hom bres, un privilegio ex-
elusivo de los bautizados. Cierto, Dios creó a todos los hom bres a su imagen
y sem ejanza (G énesis 1, 26), pero no es p o r esta relación que son sus hijos
puesto que tal sem ejanza, p erv ertida p o r el pecado original, no puede res
tau rarse m ás que con el bautism o. Así, la p atern id ad de Dios no define a la
h u m an id ad entera: histó ricam en te in iciada p o r la E n cam ac ió n del Hijo y
tran sm itid a a cada u n o p o r el bau tism o, señala la condición específica de
los cristianos y los distingue de los dem ás hom bres, excluidos de la gracia y
de la salvación.
P or el bautism o, el cristiano tam b ién se hace hijo de la Madre-Iglesia.
La im p o rtan cia de esta figura, que no desem peña esta función en el Nuevo
Testam ento, au m e n ta en la m edida en que se afirm a la institución eclesial.
No deja de poseer la am bigüedad que le confiere la noción de ecclesia, entre
su acepción orig in al de co m u n id a d de todos los cristian o s y la tendencia
u lte rio r a id en tificarla con sus m iem b ro s clericales (véase el capítulo m).
A un cuand o desde el siglo IX y m ás todavía desde el siglo XI la segunda
acepción prevalece, la p rim e ra n u n ca desaparece totalm ente. E n la época
que nos ocupa, la M adre-Iglesia es la personificación de la institución o de
la co m un id ad , beneficiándose aquélla de tal indefinición. La m aternidad
de la Iglesia aparece entonces com o la co n trap a rtid a fem enina de la pater
n id ad de Dios, con ta n ta im p o rtan cia com o esta últim a. Agustín ya indica:
“la Iglesia es p a ra n o so tro s u n a m adre. Es de ella y del P adre que nacimos
e sp iritu a lm e n te ”; y su b ra y a n d o a u n m ás el c a rá c ter indisociable de am
bos: "nadie que desprecie a su m adre la Iglesia po d rá en co n trar en Dios un
recibim iento p a te rn a l”. Así corno Dios es el Padre, la Iglesia es verdaderam en
te la M adre, p u esto que da n acim ien to al cristian o en el bautism o. La pila
b autism al es el órgano de este parto, y Agustín, seguido en esto por la tradi
ción p a trístic a y litú rgica, la califica de "m atriz de la M adre Iglesia”. La
inscripción del b ap tisterio de L etrán, hacia 440, precisa que el E spíritu fe
c u n d a sus aguas, de ta l su erte que “la M adre-Iglesia da luz en estas aguas
al fru to virginal que concibió p o r el soplo de D ios”. E stos enunciados cal
can la p ro c re a ció n ca rn a l p a ra e sp iritu aliza rla m ejor: y es que hay que
co n ceb ir el b a u tism o com o u n a u tén tico p a rto espiritual. Tam bién se le
atrib u y e a la Ig lesia u n a fu n ció n alim en ticia que refu erza su condición
m aternal. Com o señala C lem ente de A lejandría, la Iglesia "atrae hacia sí a
sus pequeños y los a m a m a n ta con u n a leche sagrada, el Logos de los niños
de p e ch o ”. Y si las im ágenes ilu stra n a veces esta relació n al m o stra r a la
Iglesia a m a m a n ta n d o a los fieles (véase la ilu stra c ió n ix.i), es porque los
alim en ta tra n sm itie n d o el p rin cip io divino que p erm ite crecer en la fe,
¡xa. La Mculre-lglesm. amamanta, a los fieles (1150-1 ¡70; dibujo de una miniatura en los
I l u s t r a c ió n
C o m en tario s d e los E vang elios de san Jerónim o, Engelslxrg, Sliftsbibliothek, m s. 48, f. 103 v.j.
Definir la p osición del clero en esta red no resu lta fácil, en razón de la di
versidad de estatu to s que hay en su seno (posiciones jerárquicas; órdenes
m enores y mayores; seculares y regulares; tradicionales y nuevas) y de las si
tuaciones que se e n cu en tran en la linde que sep ara a clérigos de laicos (clé
rigos to n su rado s pero no ordenados, conversos, donados y m iem bros de la
orden tercera). Pero com o ya hem os visto, esa división entre clérigos y lai
cos que se defiende con tan to ard or sigue siendo socialm ente determ inante.
P or lo tan to , relacio narem os los análisis siguientes con individuos cuya
pertenencia al clero se hace m anifiesta p o r la realización de u n ritual —or
denación, to m a de h ábito o votos— y po r u n m odo de vida que los distingue
de todos los dem ás —esencialm ente el celibato— (de hecho, la aparición, en
el siglo III, de u n rito de ordenación que otorga u n papel exclusivo en la ce
lebración de la e u caristía constituye el origen de la separación entre cléri
gos y laicos).
Como los dem ás cristianos, los clérigos son hijos de Dios y de la Iglesia.
Sin em bargo, su función les confiere u n a posición específica en la red de
parentesco: tam bién son padres. Es p o r el sacram ento del bautism o que se
m anifiesta m ás claram ente la condición p aternal del sacerdote. Desempeña
así el papel de representante de Dios en la tierra; o m ás bien, en virtud de su
p osición com o lu garten ien te de Dios y m iem bro de la Iglesia-institución
p erm ite la co nsum ación del alum b ram ien to que Dios y la Iglesia realizan.
Sin duda, la p ate rn id a d de los sacerdotes n u n ca po d ría a sp irar a la misma
dignidad que la p atern id ad de Dios, pero aquélla es el agente indispensable
de la propagación de ésta (la evolución de la liturgia bautism al subraya el pa
pel especialm ente activo del sacerdote, puesto que, en Occidente, la fórmula
"yo te b au tizo ” reem plaza el antiguo giro pasivo, que se m antiene en Bizan-
cio, m ediante el cual el celebrante anuncia que el fiel “es bautizado en nom
bre de Dios”). Puesto que son los únicos que están habilitados p a ra conferir
los sacram entos, los sacerdotes son, en la sociedad medieval, los m ediado
res obligatorios del parentesco divino. Por m edio de ellos, se in stau ra, p a ra
los cristianos, la p ate rn id a d de Dios y la m atern id ad de la Iglesia.
Los títulos de los clérigos m anifiestan claram ente esta paternidad: abate
(de abbas, p ad re) y, sobre todo, p ap a (papa, papatus, térm in o s que se u tili
zan p a ra n o m b ra r a to d o s los obispos y que luego, a p a rtir del siglo xi, se
reservan sólo al pontífice rom ano). Es o m nipresente este m odo de dirigirse
a los clérigos: pater, p a d re ... Adem ás, la relación de p a te rn id a d no expresa
solam ente la d u alid ad en tre clérigos y laicos, sino tam bién las jerarq u ías en
el seno del clero, com o lo recuerdan la posición del ab ate a la cabeza de su
m onasterio y la del p a p a en la cúspide de la in stitu ció n eclesial. Asimismo,
los vínculos de d ep en d en cia en tre los establecim ientos m onásticos pueden
concebirse com o relacion es de filiación espiritual, p o r ejem plo, cuando se
m enciona la “d e scen d en cia de Claraval" o de o tras ab ad ías cistercienses.
También son vínculos de paren tesco espiritual que dejan ver, en el siglo xv,
los árboles m o n ástico s, a rraig ad o s en el seno del fu n d ad o r de u n a orden,
como san Benito o santo Domingo, y cuyas ram as abrigan a la m ultitud de sus
discípulos. A unque estas rep resen tacio n es se p a recen m ucho al árbol de
Jessé y a las p rim e ra s im ágenes de genealogía fam iliar en form a de árbol
que a p a re c en en to nces, es claro que no m u estra n el p aren tesco carnal del
santo, sino que ex presan la am p litu d de su fecundidad espiritual m ediante
la ex huberancia del árbol al que da origen (este tipo de representación ade
más cru za el A tlántico en la época colonial y aparece en tre otros ejem plos
en el convento de S anto D om ingo en Oaxaca). P or últim o, aunque las here
jías y o casio n alm ente las p resiones de los laicos cu estio nan la posición p a
ternal de los clérigos, ésta experim enta u n a evolución d e n tro de la Iglesia
misma. Así, los m iem bros de las órdenes m endicantes se hacen llam ar “fray”
(frater, frére, fraíello), in clu so p o r los laicos, señal de u n a inflexión m enos
jerárquica que, sin em bargo, se corrigió y atenuó rápidam ente. Pero, pese a
tales m atices y evoluciones, la d ualidad padres/hijos sigue coincidiendo en
lo esencial co n la d u a lid a d clérigos/laicos. No so lam ente expresa la je
rarq u ía estab lecid a e n tre am b as partes, sino que constituye u n a justifica
ción im p o rtan te de la m ism a. La p atern id ad esp iritual de los clérigos es ex
presión y g aran tía de su au to rid ad , tanto m ás cuanto que se articula con la
práctica del celib ato . Com o h em os visto, el clérigo se su strae a los v ín cu
los del paren tesco cam al, y es p o r esta ren u n cia que adquiere la facultad de
convertirse esp iritu alm en te en padre. Ya Agustín, al presentarle a u n nuevo
obispo al pueblo, afirm a: “no quiso ten er hijos conform e a la carne p a ra te
ner m ás hijos co n fo rm e al e sp íritu ”. Sem ejante configuración (rechazo del
parentesco carnal/posición de padre espiritual) fu nda la dom inación social
del clero sobre una doble jerarq u ía (espiritual/carnal; padre/hijo).
La posición del clero tam b ién parece caracterizarse p o r otro rasgo es
pecífico; una unión m atrim o n ial espiritual. Así, las m onjas son "esposas de
Cristo", y el obispo contrae nupcias con su iglesia (es decir, su diócesis), en
u n ritual marcado por la entrega del anillo. Como el obispo tam bién es hijo
de la Iglesia, al igual que todos los que h a n recibido el bautism o, la conjun
ción de una relación de filiación y de u n a alianza matrimonial hizo que va
rios historiadores hablaran aquí de un “incesto sim bólico” y definieran esta
infracción com o la distancia sacralizante que justifica la posición dom inan
te del clero (Añila Guerreau-Jalaberl). No obstante, el m atrim o n io con la
iglesia sólo concierne a los obispos (y sobre todo al papa, único que contrae
nupcias con la Iglesia universal). Además, este ritual, que se esboza a partir
del siglo ix p ara afirm arse en el siglo Xii, no es el fundam ento del poder es
p iritu al del obispo, el cual se recibe m ediante la im posición de m anos o la
unción, sím bolos de la efusión del E spíritu. Esta relación de alianza no pa
rece p o r lo tanto d esem p eñ ar un papel d ete rm in an te en la definición del
estatuto del clero, sino que constituye m ás bien un carácter suplem entario,
propio de la cúspide de la jerarq u ía eclesiástica. P ara definir al clero como
grupo d om inante en el seno de una sociedad dual, lo esencial consiste más
bien en el doble c ará c ter del celibato y de la p a te rn id a d espiritual. Es allí
donde se en cu en tra la diferencia que sacraliza a los clérigos y relaciona re
nunciación y pod er sim bólico.
Los C ánticos R o íh sch ild , p ro b a b le m e n te re a liz a d o s p a r a u n a m o n ja, ejem plifican los lazos
en tre la im agen y las p rá c tic a s de devoción que a finales de la E dad M edia se an u d an . Incluyen
u n a excepcional serie de veinte m in ia tu ra s ded icad as a la T rinidad, cada u n a m ás sorprenden
te que la otra. Aquí, el P ad re y el H ijo vuelan sobre las alas de la gigantesca p alo m a del Espíritu
S anto, a la que se aso cian tres soles ra d ia n te s. El c a rá c te r d in ám ico de las tre s perso n as con
tra sta con la fijeza de la E sen cia divina, re p re se n ta d a en el centro en un triple m arco. La para
doja de Dios a la vez tres y u n o se ex presa p o r lo ta n to m ed ia n te la y u x taposición, m uy poco
practicad a, de la trin id a d de ias p erso n as y la u n id ad de la esencia.
En esta o tra im ag en de los Cómicos, el P adre, el H ijo y el E sp íritu S anto están envueltos en un
am plio lien zo que a d q u ie re u n a fo rm a m uy so rp ré n d e m e y cuyas ex trem id ad es esbozan el
m ovim iento de las alas de la p alo m a. El lienzo es u n a m e tá fo ra visual del vínculo e n tre las
personas de la T rin idad: está aso ciad o m u y p a rtic u la rm e n te con el E sp íritu S anto, que sa n to
Tomás define com o el "nu d o del P adre y del H ijo”. E n resu m en , esta serie de im ágenes p re te n
de in c ita r en el e sp íritu devoto la b ú sq u e d a sin fin de la c o n tem p lació n divina, p ero tam b ién
sugiere q u e el do g m a trin ita rio escap a a la figuración y q u e n in g u n a im¿igen logra d a r cuenta
de sus p aradojas.
in iciad intelectual. Semejantes objetos del pensam iento, cuyo carácter pa
radójico abre un espacio dentro de los lím ites que establece la doctrina, bien
pudieron hab er proporcionado algo m ás que la ocasión para una ágil gimna
sia m ental: algo así com o la p alan ca de u n a din ám ica de transform ación.
La com plejidad del estatu to del Hijo es p a rte integral de estas paradojas
trin ita ria s y de las inversiones que a veces permiten. La Encarnación de
Dios hecho hom bre confiere a Cristo u na posición crucial y m ultiform e. Es
Hijo en la eternidad, desde el punto de vista de su divinidad, que es igual a
la d e l Padre; pero también es H ijo en la temporalidad, en virtud del alum bra
m iento virginal de M aría —es decir, dos filiaciones que n o deben confundir
se, pese a su aparente superposición—. E n consecuencia, Cristo tiene una do
ble relación para con l o s hombres. Por su Encarnación, es hermano de quienes
siguen su fe; en el Nuevo Testam ento, rehúsa el papel de m aestro y no acep
ta m á s que el de herm ano rnavor, de “prim ogénito entre m uchos hermanos"
(R om anos 8, 29). Sin em bargo, la acentuación de la divinidad del Hijo hace
que prevalezca ráp id am en te o tra relación. M ientras que, d u ran te la alta
Edad Media, las plegarias eucarísticas de la liturgia ro m an a solam ente se
dirigen al Padre, a p a rtir del siglo XI se desarrolla la invocación de Cristo.
Como igual del Padre, é) m ism o se convierte en Padre de los fieles. Desde el
siglo X I I , así se le califica explícitam ente, y ei t í t u l o de D om inus, que se le
aplica tanto com o al Padre, m anifiesta de m an era om nipresente la n a tu ra
leza jerárquica del vínculo que lo une con los hom bres. La relación Cristo/
hom bres es p o r tanto m o t i v o de una f u e r t e tensión que asocia, m ediante equi
librios variados, filiación con hermandad (lo m ism o pasa exactam ente con la
posición de los clérigos respecto a los laicos). La paradoja del D ios-hombre
es tam b ién la del P ad re-h erm ano . Lo que está en juego e s la posición del
hom bre, quien som etido a Dios y m iserable, puede ser elevado sin embargo
h a sta la redención celestial.
Si Cristo es P adre y h erm ano , tam bién es m adre. Caroline Bj’num ha
insistido en este aspecto m atern al de Cristo, y m ás am pliam ente en la con
nivencia del cristianism o con lo fem enino. La representación de Jesús como
m ad re aparece sobre todo en la espiritualidad cisterciense, en el siglo xn, y
posteriorm ente, en los círculos m ísticos de finales de la E d ad Media. Cristo;
de la m ism a m a n e ra que el abate, es percibido entonces com o u n a m adre,
en virtu d del a m o r y de la te rn u ra que m anifiesta hacia su grey, pero sobre
todo p o rq u e da vida y alim enta a sus fieles. El cuerpo de Cristo, que se ofre
ce en la eu caristía, es fem enino p orque es com ida. Sin em bargo, debem os
precisar que estas tem áticas se desarrollan en círculos específicos y con fre
cuencia co n ciern en a personalidades m uy singulares. P o r lo tanto, no debe
hacerno s olvidar que el p rin cip io m asculino d o m in a en form a m asiva en
las rep resentacion es cristianas. A este respecto, hay que re co rd ar la eviden
cia: Dios es P adre, y la T rinidad está e stru c tu ra d a p o r u n a relación de p a
ternidad y n o de m aternidad.
IJ n m u n d o d e im á g e n e s n u e v a s
■jí su n o m b re el ju i c i o F in a l q u e se e n c u e n tra en ei
u i i 1 i fr a g m e n to d el d in te l del p o rta l n o rte (que está casi
d u iú c u a n d o to m a e) fru to p ro h ib id o . C om o conse-
c¡ ^ <l i u e c su d e s n u d e z e s tá p a r c ia lm e n te o c u lta p o r u n a vid. Sin
el arU i i i ¡oici La v la ísaee p a te n te m e d ia n te las fo rm as redon-
cucr i d n d a n d o a s í q u e E v a es la m u je r te n ta d u ra p u r exce-
e s lá ! il i i e c v n a d o n e s del p e c a d o o rig in a l, s in o hori/A jnlaunem e,
d o .->ob¡e m is i'u , ^ \ m b r e u n o d e s u s c o d o s . R e s p e c io a e s ta p o s tu r a , d u r a n te m u c h o tiempo
m a s u p u e s ta “lc \ mu c o ” , la c u a i d c ’b e ría Isabel o b lig a d o a! a r tis ta m e d ie \a i a a d a p ta r sus í¡-
¡ e r e s p c c íiu i ^ i l ca.so ia fo r m a h o riz o n ta l d e l d in te l. E s m u c h o m á s s e n s a ío relacionar
c l js iu r a coi¡ 1 > p c im e n c ia le s q u e te n ía n lu g a r en el p o rta l n o rte : e s allí cu efecto donde
i l d e b ía n tr a s p a s a r ei u i d a a it m íe sia d e ro d illa s y a r r a s tr á n d o s e c o n los c o d o s, cuando
<. i ^ -Oó a la c o m u n id a d c l ie-> -I ¡ la p e n a q uo s u s p e c a d o s m e re c ía n los p e n ite n te s eran,
p u e s, a im a g e n > s e m e ja n z a ele m í p a b le s d e la pj im e ra y ía m á s g ra v e de las fallas.
de las instituciones y de los poderes constituidos, construyen jerarquías o m a
nifiestan relaciones de fuerza (por ejemplo, entre el p ap a y el em perador) o
de d o m in ació n (entre clérigos y laicos). Su significado eclesiológico es o m
nipresente, com o lo indica con claridad la figura de san Pedro, sím bolo de la
au to rid ad del pontífice rom ano, cuya iconografía cobra auge de m an era sig
nificativa a p a rtir de los siglos xi y x i i , y la de la Virgen, doble de la Iglesia,
quien se u n e a C risto m ed ian te su coronación real o que abriga a la co m u
nidad de los fieles bajo su m anto. Además de exaltar a la Iglesia universal, la
im ag en ta m b ié n p u ede en sa lz a r u n a de sus in stitu cio n es p a rticu la res, co
m en zan d o p o r las ó rdenes religiosas: en tre los franciscanos, es sobre todo
la leyenda de san Francisco la que hace oficio de em blem a, p o r ejemplo, en el
ciclo p in tad o p o r G iotto en la basílica de Asís (véase la foto m.9); m ientras
que en tre los dom inicos la vida del fu n d ad o r suele q u ed a r eclipsada p o r la
diversidad de grandes figuras de la orden, que se rep resen tan en plena acti
vidad intelectual o bien integradas en las ram as del árbol que nace del cuer
po de santo Dom ingo.
Las im ágenes con tribu yen tam b ién a legitim ar el p o d er tem poral, a ve
ces de m a n e ra d irecta, com o en los m osaicos de la iglesia de la M arto ran a
de P alerm o (1140) que m u e stra n a C risto cu an d o co ro n a al rey R oger II,
quien reivindica así u n a dignidad igual a la del em perador de Bizancio, pero
a veces ta m b ié n in d irectam en te: en la capilla P alatin a de Palerm o, la im a
gen de la m ajestad de Cristo, que dom ina el tro n o en donde se sienta el rey
d u ra n te las au d ien cias y los actos cerem oniales im p o rtan tes, contribuye a
sacralizar al so b erano m ed ian te el eco que de esta m a n e ra se crea entre su
person a y la de Cristo (véase la foto ix.6). Se p roduce u n efecto com parable
cuando la im agen del Juicio F inal sirve com o escenario p ara la im partición
de la ju sticia, ya se tra te de la del obispo (quien frecu en tem en te la rin d e
ante el tím p a n o de la catedral), la del p ap a (sala de audiencias del palacio
de los p ap as en Aviñón) o la de las a u to rid ad es seculares (salas de ju sticia
m unicipales). La justicia terrenal se presenta así com o reflejo de la justicia di
vina, evocando al m ism o tiem po esta su p rem a referencia con la esperanza
de au m en tar su autoridad. Hay usos judiciales m ás directos registrados desde
la segunda m itad del siglo X III, con la aparición de las pinturas infam antes: la
figuración de ciertos condenados en la fachada de u n edificio público cons
tituye u n a hum illación que es parte integrante del castigo (G herardo Ortallí).
Finalm ente, la fu nció n de la im agen com o sím bolo de identidad y garantía
de la cohesión de la colectividad se difunde en el cuerpo social: las ciudades
no tienen m ejor signo de adhesión que las im ágenes de su santo patrón (o de
F o to ix.ó. L a m a je s ta d de C risto y e l lu g a r d e l tron o rea l (h a c ia 1 1 4 3 , P o la in a , c a p illa P a la tin a ).
Los reyes n o rm an d o s de Sicilia a d o rn a ro n su palacio y los m on asterios que fu nd aro n con ricos
p ro g ram as iconográficos, re c u rrie n d o casi siem pre a la técn ica del m osaico que el Im p erio b i
z a n tin o no h a b ía d eja d o de usar. La c a p illa P a la tin a de P a le rm o ta m b ié n se rv ía co m o sala
de audiencias: el lu g ar del tro n o q ueda de m anifiesto p o r varios escalones y p o r un d eco rado de
m árm o les incru stados. Ju sto sobre el lu g ar donde se se n ta b a el rey, el m osaico m u e stra la m a
jesta d de C risto, que se e n c u e n tra se n tad o fro n talm en te en su tro n o y sostiene el lib ro, en tre
P edro y P ablo, q u ien es in clin an lig e ra m e n te la cab eza h a c ia él. L as m ajestad es d e C risto y del
rey, cu an d o este últim o ocupa el lu g ar que se le h a asignado, se benefician así de sus ecos cóm
plices. E sta disposición m anifiesta que el so b e ran o só lo posee legitim idad en la m ed id a en que
se sujete a la voluntad divina, tal com o los clérigos la in terp retan ; p ero tam bién está d estin ad a
a im p re sio n ar a los visitantes, m o stra n d o que el so berano de carne y h ueso an te qu ien se incli
nan es la im agen terren al del rey de los cielos.
la Virgen); las cofradías h acen lo m ism o con sus band eras o retablos, m ien
tras que n in g u n a institu ción m edieval p od ría esperar el reconocim iento de
su existencia, y tam p o co p od ría actuar, sin la identificación que le pro p o r
ciona su sello y la im agen singular que p o rta (Michel Pastoure.au),
La revolución de las im ágenes que se inicia a p a rtir del siglo XI no se lim ita
solam ente a su expansión cuantitativa. Tam bién les confiere u n a mayor v
m ás podero sa eficacia, m ás allá de lo que sugiere la triada de justificaciones
clericales de la im agen (instruir, rem em orar; em ocionar). Y eso que todavía
no hem os m encionado las im ágenes m ás m ilagrosas, que lo son por' su m o
dalidad de producción m ism a. Son, de acuerdo con tradiciones inicialm en
te orientales, las im ágenes a r c h e i r o p o i é l o s , es decir, que no fueron hechas
por la m ano del hom bre. Así sucede con el velo de Verónica que ésta tiende
a Cristo cuando asciende al Calvario, y en el cual su rostro habría quedado
milagrosamente im preso. Se conserva en la basílica de San Pedro en el Vati
cano desde el siglo X I I , y su culto tom a auge desde 1216, tra s un m ilagro
que avala Inocencio III. A unque al principio se considera una reliquia, este
objeto desde entonces se identifica de m an era significativa con una im agen,
m ás aún cu an d o sus copias, que se difunden enton ces en O ccidente com o
tan tas o tras difracciones de un sím bolo del p o der pontificio, se consideran
tan m ilagrosas com o el original. O tro ejem plo es el Volt o S anto de Lucca,
gran crucifijo m ilagroso cuyo culto se afirm a desde 1200, y cuya leyenda
reza que fue un ángel el qu e h a b ría te rm in ad o la e scu ltu ra (Jean-C laude
Schm itt). No sería posible olvidar aquí que la im agen de la Virgen de G ua
dalupe, em blem a de las reivindicaciones criollas y m estizas en la Nueva
E spaña del siglo xvm y p o steriorm ente sím bolo del México independiente,
procede de esta trad ició n m edieval de las obras acheiropoictos.
E n este contexto, podem o s p re g u n ta rn o s p o r la frágil distinción entre
las prácticas de la im agen que la Iglesia considera legítim as y las que den u n
cia com o id o latría. M ichael Cam ille ha calificado incluso iró n icam en te de
“ídolo gótico ” a la im ag en c ristia n a del siglo X I I I . R ecordem os que éste es
tam b ién el diagnóstico inicial de B ernardo de Angers cuando acude a Con
ques, y es cierto que la m aterialid ad provocadora de las estatuas de los san
tos, resp lan d ecien tes de oro y piedras preciosas, p od ía su scitar fácilm ente
u n a co m p aració n con ídolos paganos: “D ebido a que esta p rá ctica parecía
con razón supersticiosa a las personas cultas —pues se pensaba que en ella
se perpetuaba un rito del culto a los antiguos dioses o, m ás bien, a los demo
nios— yo tam bién creí, ignorante, que esta costum bre era m ala y totalm en
te contraria a la fe cristiana”; y pregunta un poco m ás adelante, “¿qué pien
sas tú, herm ano, de este ídolo? ¿Jú p iter o M arte no h a b ría n aceptado una
estatua parecida?" Por otro lado, y en el m ism o tenor, la m ajestad de la Vir
gen de C lerm ont estaba colocada sobre una co lu m n a d etrás del altar, una
disposición extrañam ente sim ilar a la de los ídolos paganos y su represen
tación en la iconografía medieval. Pero m ás allá del benéfico efecto provo
cador, ¿es posible asim ilar la im agen c ristian a y el ídolo pagano en una
m ism a concepción m ágica, b asad a en la ausencia de distinción entre la re
presentación y el prototipo que representa?
E n el sentido m ás am plio que los clérigos dan al térm ino idolatría, ésta
designa todo culto que, en lu g ar de ren d irse a Dios, su único destinatario
legítimo, se dirige a una falsa divinidad, u na criatura (hom bre o anim al) o un
objeto m aterial. En este sentido, fuera del culto cristiano, no puede existir
m ás que id o latría (p ara Agustín, todo lo que se hace sin la fe cristian a es
idolatría). P or lo tanto, no es suficiente decir que la Iglesia cristian a funda
su existencia en la infranqueable distinción entre la verdadera religión y las
falsas. Para la Iglesia, no hay m ás que u na sola fe y u n solo culto posibles; y
la única oposición que tiene sentido es la que co n fro n ta la v erdadera fe de
los cristianos con la idolatría de todos los dem ás. E n el seno de esta defini
ción general, un aspecto m ás restrin gid o de la id o latría se refiere al culto
que se rinde a las im ágenes paganas, las cuales obligatoriam ente se califican
como "ídolos”, aun cuando la in terp retación cristiana oscile desde el princi
pio entre dos lecturas. Al ídolo unas veces se le considera com o refugio del
falso dios que rep resen ta (es decir, u n espíritu diabólico) y posee entonces
cierto poder maléfico que hay que desenm ascarar; otras veces, se denuncia
com o una sim ple ilusión, u n a “n a d e ría ”, un sim ple pedazo de piedra. Pero
allí tam bién está el riesgo p a ra la im agen cristian a m ism a, que los clérigos
deben defender de u n a posible acusación de idolatría. É sta es la razón por
la que G uillerm o D urand, siguiendo a m uchos otros, precisa que “los cris
tianos no adoran a las im ágenes, ni las consideran dioses ni ponen en ellas la
esperan za de la salvación". P a ra los clérigos mediev ales, es indispensable
en efecto afirm ar una dualidad entre la im agen y el prototipo que rep resen ta..
Es a éste al que se dirigen en ú ltim a instancia los fieles ("a la im agen sagra
da no se le trata com o u n ídolo, con sacrificios, sino que se le rinde reveren
cias en m em oria de la venerable m á rtir y en nom bre de Dios todopoderoso”,
dice B ern ard o de A ngers p a ra ju stificar la m a je sta d de S a n ta Fe). Sin em
bargo, no se despo ja de to d a fu n ció n a la im agen m aterial, p u esto que la
teo ría del transitus reconoce que las cosas m a te ria le s ay u d an a elevarse
h asta Jas eos as invisibles y adm ite Ja legitim idad del h o n o r que se rinde a la
im agen, a co n d ició n de que éste se asocie con el h o n o r que se rin d e a su
prototipo.
Sin em bargo, llega a suceder que los clérigos m ism os denuncien la te n
dencia de los fieles a ad o ra r la im agen m aterial, com o si fuera realm ente la
perso n a san ta que represen ta. E ste lu gar com ún de la id o latría aparece ló
gicam ente en la prim era reacción de B ernardo de Angers: “Yo pensaba enton
ces que era verdaderam ente insensato y contrario al buen sentido que tantos
seres dotados de ra zó n d irig ieran sus súplicas a u n objeto m udo y d e sp ro
visto de inteligencia”. Pero atribuirles a los fieles tal confusión en tre la im a
gen y su p ro to tip o se debe p rob ab lem en te m ás a u n elitism o desdeñoso de
p arte de los clérigos que a u n testim o n io confiable so b re la p ied a d de los
laicos. A dem ás, el auge de las im ágenes desde el siglo XI confirm a que la
Iglesia deja en to n ces de te m e r el resu rg im ie n to de la id o la tría en su seno.
La desconfianza que este te m o r h a b ía hecho p e rd u ra r d u ra n te to d a la alta
E dad M edia con respecto a las estatuas ya no tiene lu g a r y, a p a rtir del siglo
xil, num erosos aficionados, entre los cuales se hallan clérigos (com o el obis
po de W inchester, E nriq u e de Blois, en 1151), no d u d a n en a d m ira r y ap ro
piarse de las estatuas de las ru in as antiguas de Rom a, sin tem er a la acu sa
ción de id o latría. P o dría decirse lo m ism o de la im itac ió n de las form as
clásicas en el a rte gótico, p o r no h a b la r del regreso de la figuración de los
dioses paganos, desde el siglo xv, en el seno del arte cristiano, lo que W alter
B enjam ín in te rp re ta com o u n a estetización que revela la neutralización de
los dioses m uertos. La recuperación estética del arte antiguo progresa así al
m ism o ritm o que la confianza en sí de la institu ció n eclesial, segura de h a
b er liquidado a los falsos dioses del p aganism o y de encontrarse ella m ism a
a salvo de toda sospecha de idolatría.
Así, antes que devolver a la m an era de Voltaire la acusación de idolatría
c o n tra ias im ágenes cxdstianas, es posible a d v ertir en tre las justificaciones
clericales y las p rácticas efectivas u n a am plia convergencia y cierta d is
tancia. A dm itam os que en tre el p ro to tip o y su im agen existen relaciones
m uy estrechas, com o lo dem u estran los m ilagros que ésta realiza o incluso
el hecho de que p u ed an confundirse tem p oralm en te en el im aginario devo
to. E n las circunstancias cultuales, la virtud de la im agen consiste en asegurar
u n a m ediación, en estab lecer u n co n tacto en tre los h o m b res y el universo
celestial. Pero antes que a trib u irles a los fieles la idea de que la im agen es
Dios o u n santo —en cuyo caso e starían a d o ran d o en efecto a u n objeto
m atenal—, p ro b ab lem en te lo im p o rtan te es que Dios o el santo habitan la
im agen. É sta es u n a de sus m oradas, que a veces visita o abandona; es, por
lo tanto, uno de los lugares m ás propicios p a ra sus m anifestaciones. Y si,
evidentem ente, a las im ágenes se les o to rg a u n p o d er considerable, no se
p iensa necesariam ente que p o r sí m ism as lo detenten. A tribuirles u n valor
de m ediación significa, p o r el contrario, reconocer que su virtud consiste en
m ovilizar potencias situadas m ás allá de ellas, en los cielos, Pero, al mismo
tiem po, su im portancia com o objetos es d eterm inante, puesto que los ritos,
las m anipulaciones y las oraciones de que son centro perm iten establecer la
m ediación (es esto ju stam en te lo que la evolución de la teología de la im a
gen perm ite explicar). E n resum en, la eficacia de la im agen depende menos
de su m era m aterialid ad que de la relación que se establece en tre la im a
gen-objeto visible y el universo invisible con el que pone en contacto. En la
m edida en que concentra u n poder eficaz, la im agen cristiana no puede pen
sarse solam ente com o representación; tam b ién es presencia de la fuerza so
b ren atu ral que figura y convoca.
Los usos masivos de las representaciones, la denuncia de la idolatría, la
proxim idad entre las im ágenes de los cristianos y las que éstos denom inan
“ídolos” son aspectos destinados a repro d ucirse de m an era casi idéntica en
el Nuevo M undo, donde la C onquista adquiere la fo rm a de u n a “guerra de
im ágenes” (Serge G ruzinski). La id o latría es pues u n a categoría om n ip re
sente que perm ite a los españoles relacionar casi todo lo que ven en las tierras
que van d escubriendo (a excepción de las islas, donde fray B artolom é de
Las Casas y otros afirm an que la idolatría es poca cosa, probablem ente por
que son pocos los ritos colectivos que observan). Para los conquistadores y
los m isioneros —y p a rtic u la rm en te en el im perio m exica—, todo es abun
dancia excesiva de ídolos m onstruosos, cultos y sacrificios sanguinarios que
se ofrecen a falsos dioses. López de G om ara afirm a que "el objetivo de la
guerra consiste en despojar a estos indios de sus ídolos”, y el obispo de Méxi
co, Zumárraga, se congratula en 1531 de que se destruyeron “m ás de quinien
tos templos y veinte mil ídolos”. Sin em bargo, la oposición tradicional puede
deshacerse: así, en su Apologética, Las Casas afirm a que "la intención de los
que h o n ran ídolos no es h o n ra r piedras, sino venerar con religión [entenda
m os aquí, con devoción], en ellas, como en las virtudes divinas, al ordenador
del m undo, sea quien fuere”. Así d esarticula el arg u m en to trad icio n al con
tra la id olatría cu ando afirm a que a ésta no la suscita solam ente la perver
sión del diablo, sino tam bién el deseo natural de buscar a Dios. De allí resulta
u n a situ ació n p arad ó jica, pues Las Casas d en u n cia la id o la tría de los in
dios, quienes ig n oran al v erdadero Dios, y reco no ce al m ism o tiem po que
en sus actos existe u n a devoción tan au téntica com o la de los cristianos —si
no es que m ás— . El hecho de que él asocie la p alab ra idolatría, con térm inos
tan positivos com o veneración, devoción (o su sinónim o religión) transgrede
el sistem a de valores im p lantado d urante la E d ad Media.
Sin em bargo, la o b ra de Las C asas es excepcional e influye poco en la
actitud de la Iglesia colonial. Todavía en el siglo xvti, los obispos de las In
dias to m an con cien cia de las lim itacion es de la e v an g d izació n y em p re n
den u n a lu ch a p a ra e x tirp ar la id olatría, cuyos ra stro s persisten tes d esc u
bren (por ejem plo, Núñez de la Vega, sucesor de Las Casas en Cliiapas). Por
lo tanto, p ara llevar a b uen térm ino la o bra de la conquista, h abía fundam en
talm ente que d e stru ir los ídolos de los indios e im p o n er en todas partes las
im ágenes de los cristian os, ap ro vechando las sem ejanzas de su fu n ciona
m iento, p ero evitando los equívocos dem asiad o flagrantes. Sin duda, exis
ten diferencias im portantes, sobre todo porque la noción indígena de ixiptla.
(en náh u atl) desig na ta n to la e sta tu a del dios com o a sus re p re sen tan tes
hu m an os (el sacerdote, el hom bre-dios o el h o m b re sacrificado qué se con
vierte en dios), p ero tam bién porque, ju n to a las estatu as que dan form a a
las divinidades, otros objetos sagrados (los "bultos”) aseguran su presencia,
aunque no p osean la m ás leve dim ensión m im ética (lo cual explica que los
españoles no les h ay an p restad o n in g u n a atención, au n q u e su sacralidad
haya sido m ayo r que la de las estatu as que destru ían en carn izad am en te).
E n el m u n d o de los indios am ericanos tam b ién, las im ágenes eran form as
de presencia de lo divino, sin ser el dios m ism o (“las im ágenes de los dioses
deben ser co n sid erad as objetos sagrados capaces de servir com o lazo de
unión entre los h om bres y las divinidades”; Alfredo López Austin).
L a FUERZA DE LA REPRESENTACIÓN
L as B iblias m oralizadas de la p rim e ra m ita d del siglo xm co n tien en ocho m edallones en cada
página, asociados con los textos correspo nd ientes. Se concibieron de dos en dos, según el p rin
cipio de la exégesis bíblica. El p rim e ro de los dos ilu stra el texto sagrado: aquí, el episodio del
G énesis donde A braham condu ce a Isaac al a lia r del sacrificio. El seg u n d o pone en im ágenes
el significado alegórico del pasaje: en este caso, el sacrifico de Isaac se in te rp re ta , m uy clásica
m ente, com o una prefiguración del de Cristo, a quien aq u í se rep re sen ta carg an d o la cruz hacia
el Calvario. La yuxtaposición de am bo s medcillones perm ite asociar, p o r lo tanto, u n a escena del
Antiguo T estam ento y su realización en el N uevo T estam ento. La p rim e ra im agen condensa en
sí este significado, puesto que el m ad ero que carga Isaac va tiene la form a de la cruz.
apariencias sensibles h a sta las verdades m ás espiritu ales y m ás próxim as a
la U nidad divina.
E n u n contexto así, la cu estió n de lo verdadero y lo falso se plan tea de
u n a form a que descon cierta u n poco n uestros h áb ito s m odernos. P ara no s
otros, que exp erim entam o s los efectos de la disociación plató n ica del ser y
el p arecer (es decir, "la expulsión de la im agen fuera del ám bito de lo au té n
ticam ente real, su relegación al cam po de lo ficticio y lo ilusorio, su descali
ficación desde el p u n to de vista del conocim iento”; Jean-P ierre Vernant), la
verdad está en lo real, m ien tras que la im agen com pete a la ilusión. Sucede
de m odo m uy d istin to en el m u n d o m edieval, don d e el universo sensible
m ism o se concibe com o u n a im agen, u n signo, "una so m b ra ”, según la ex
presión de B onaventura (de ahí "el carácter extraño de la concepción m edie
val de lo real”, que E ric A uerbach h a advertido con inteligencia). Lo verda
dero es, en últim a instancia, la voluntad divina, pero tam bién todo lo que, en
el m undo sensible, se in te rp re ta de m an era b a sta n te correcta p a ra acercar
se a ella. Lo falso es la ilusión diabólica y todo lo que en el m undo sensible
la p erm ita. C iudad de Dios, ciu d a d del D iablo... Es así com o pued e co m
prenderse la n a tu ra le z a del te a tro medieval: lejos de ser el reino de la ilu
sión, es la revelación ú til de las verdades divinas a n u n cia d as p o r la E scri
tu ra. Y es de acu erdo con e sta lógica que se e n u n cia la conclusión de u n a
rep resentación del Juicio F inal en México, en 1539, m uy p arecida a las que
se conocen en O ccidente en el siglo xv: "Vosotros habéis visto esta cosa es
pantosa, horrible. Todo es verdad com o lo habéis visto, pues está escrito en
los libros sagrados” (Serge G ruzinski).
P odem os h a b la r entonces, con base en los estu d io s de E ric A uerbach,
de u n a lógica figural del sentido (o de u n a in terp retació n figural de la reali
dad). E n virtud de esta lógica, el m ás allá es la "verdadera realidad”, m ientras
que “este m u n d o n o es m ás que la so m b ra de cosas fu tu ra s”. Aquí abajo
todo es u n a figura, cuya realización "está etern am en te presente en el ojo de
Dios y en el m ás allá, d o n d e existe pues, en form a perm an en te, la realidad
v erd ad era y descu b ierta". P ero si to d a la creació n es u n lenguaje figurado
en el que Dios se m anifiesta, no significa esto que su realidad sensible deba
abolirse en el acto de la in terp retació n que alcanza su significación pro fu n
da (E ric A uerbach in siste en la especificidad de la in terp retació n figural,
que “considera que la vida en la tie rra es com pletam ente real [...] y, sin em
bargo, no es, pese a to d a su realidad, m ás que u n a um bra y u n a figura de la
verdad au tén tica, fu tu ra y ú ltim a, la verdadera re a lid a d que d esc u b rirá y
m an ten d rá a la figura”). É sta es la razó n p o r la que "un personaje se vuelve
tan to m ás real cuanto m ás se lo interp rete y cuanto m ás íntim am ente se lo
asocie con el p lan etern o de la salvación”. Así, en las concepciones m edie
vales, la verdad está en la in terp retació n que alcanza el sentido divino a tra
vés de sus figuras, m ás que en la realidad in m ediatam ente perceptible. Y es
según esta lógica figural que p u ed e decirse que la im agen m edieval es ver
dadera: puesto que contribuye a hacer presentes, o por lo m enos accesibles, a
las personas divinas o santas. Las im ágenes, plenam ente adm itidas y legiti
m adas du ran te la E dad M edia central, no son vanas apariencias. Son figu
ras en u n m undo que no es m ás que u n a figura y, com o las dem ás figuras,
p erm iten elevarse h a sta las verdades celestiales. P or lo tan to , aunque las
im ágenes no nos m u estran m ás que el aspecto exterior de la cosa, Tomás de
Aquino precisa incluso que, gracias a la m ediación de las im ágenes, el inte
lecto penetra en el in terio r de la cosa, de tal suerte que, com o lo señala .Tean
W irth, "las im ágenes m entales, pero tam b ién las im ágenes en general, con
tribuyen al conocim iento a b stracto ”.
E n toda la segunda p arle de este libro lie señalado, en diferentes niveles, las
manifestaciones de una m ism a lógica que busca establecer u n a tensión en
tre polos contrarios. Sin duda, tra tá n d o se del tiem po, se observa m ás bien
una co n tradicción entre la concepción a n tih istó ric a de u n tiem po que se
rep ite o no tra n sc u rre y la v isión h istó rica de u n tiem po lineal, orientado,
cuyo punto central es la E n carnación de Cristo. El conflicto entre la crono
logía y la eternidad, entre el gusto p o r los retornos que está encerrado en la
experiencia del pasado y la espera de u n futuro nuevo que se proyecta esen
cialmente en el m ás allá, pero que a veces tam bién desciende a la tierra, no
perm ite una conjunción elaborada de los contrarios, sino que da lugar a un
régim en híbrido que aquí califiqué de scm ihistórico. Sin em bargo, la co
existencia de estas concepciones, cuya contradicción no se supera, sino que
m ás bien queda abierta, confiere al sistem a m edieval u n a im p o rtan te capa
cidad de transformación y evolución.
E n cu anto al bien y al m al, se tra ta de dos co n trario s irreconciliables.
Y sin em bargo, S atanás no es u n principio independiente de Dios, sino una
de sus criaturas: así, se escapa del dualism o, que por el co ntrario reaviva el
fantasma de la herejía cátara. D urante la E d ad M edia, Satanás da m uestras
de un po d er cada vez m ás grande; el vicio y los discursos en torno a éste lo
invaden todo. P ara a se g u ra r el triu n fo del bien, el com bate debe ser más
en carnizado que nu nca. Se ac e n tú a la ten sió n en tre las fuerzas del bien y
las del mal; la intensidad de las dualidades murales se aviva y el universo se
polariza aún m ás. Se ac e n tú a el riesgo de una recaíd a du alista p o r dársele
m ás lugar al m al y reconocérsele m ás poderes a S atanás. Pero el peligro se
supera a costa de u n a d ra m a tiz a ció n acrecen tad a que exalta a ú n m ás a la
in stitu ció n e d e sía l, capaz de triu n fa r sobre las fuerzas desencadenadas y
sin em bargo controladas del Enem igo.
Dije que el p rincipio del feudalism o no era la fragm entación o el a rrai
go local, sino 1a artic u la c ió n en tre la fragm entación y la unidad, entre el
arraigo local y la participación en la universalidad cristiana. Además, es en
un solo lugar —la iglesia parroquial y su cem enterio— donde se traban, por
u n a parte, el encelu larniento y el apego de cada ser a la co m u n id ad de los
m uertos y a la de los vivos que es su rellcjo, y, p o r la otra, la participación,
m ediante 1a co m u nión eu carística, en el g ran cuerpo de la cristiandad. La
siabilaas loci, la n o rm a de v ida m ás am p liam en te com p artid a, puede en
tonces e n c o n tra r en su asociación con la m ovilidad p e re g rin a y el auge de
los intercam bios u n a ocasión p a ra verse confirm ada y no anulada.
La d u alid ad en tre lo esp iritu al y lo carn al da pie a u n a v erdadera ar
ticu lació n de los co n trario s. E n efecto, am bos p rin cip io s no deben ni con
fun d irse ni sep ararse, sino distinguirse, je ra rq u iz a rse y asociarse en u n a
unidad fuerte. Es así que se e stru c tu ra n tan to el esquem a de la persona h u
m ana, cuyo ideal es el cuerpo glorioso de los elegidos, com o la im agen de la
cristian d ad , que se fu n d a en u n a sep aració n cada vez m ás estricta entre
clérigos y laicos, u n id o s sin em bargo en u n solo cuerpo consagrado a u n fin
com ún. E ste m odelo antroposocial, que instituye u n a articulación jerarqui
zada entre entidades separadas, posee g ran plasticid ad y notable capacidad
dinám ica.
La lógica de la E n c a m a c ió n no deja de separar, je ra rq u iz a r y a rticu la r
enérgicam ente lo h u m an o y lo divino. E n consecuencia, el hom bre se carac
teriza a la vez p o r su p ro x im id ad y p o r su d istan cia respecto a Dios: ser "a
im agen y sem ejan za de Dios" significa tam b ién ser diferente de él y, p o r lo
tanto, de Cristo, a quien se tiene com o la única im agen au téntica del Padre.
El h o m b re está a tra p a d o en u n a te n sió n in fran q u e ab le entre su so m eti
m iento a la a p lastan te o m n ip o ten cia divina, que no le ofrece la salvación
sino a trav és de la m ed iació n eclesiai, y su glorificación com o c ria tu ra r a
cional, capaz de elevarse h a sta el bien suprem o. La resurrección final de los
cuerpos gloriosos y el acceso de los justos a la plena com prensión de Dios son
las form as m ás altas de esta red enció n de lo h u m an o , que se lleva h a sta su
casi divinización, pero que solam ente es posible m ed ian te el respeto te rre
nal de las reglas de la Iglesia y m edian te la sum isión del cuerpo al gobierno
del alma.
El p aren tesco divino p o n e en juego u n a serie de p aradojas, com o la
tran sfo rm ació n de la filiación en u n a relación ig u a litaria y la conjunción
lícita de la alianza m atrim onial y la filiación. Además, los clérigos se encuen
tra n en un a doble posición respecto a los laicos, de quienes son a la vez p a
dres y h e rm a n o s (igual q u e C risto respecto a los ho m bres). El sistem a de
parentesco refu erza p o r lo tan to las jerarquías, que se conciben com o rela
ciones entre p adres e hijos, y al m ism o tiem po las incluye en el m anto igua
litario de la h e rm a n d a d g en eralizad a de todos los cristianos, unidos p o r la
caritas. U na de las características m ayores de la sociedad cristiana, identifi-
cable en m últiples contextos, em pezando p o r la relación de vasallaje, consis
te así en articu lar com unidad y jerarquía, igualdad y subordinación. De esta
m anera, se p iensa a la vez la u n id ad o rgánica del cuerpo social y su o rd en a
m iento interno, la igualdad de p rin cip io de los hijos de Dios y su subordi
nación a las jerarq u ías institucionalizadas.
A ñadiré o tra articu lació n m ás, la de la u n icid ad y la m ultiplicidad. El
dogm a trin ita rio consiste en h acer que se adm ita, adem ás de la igualdad
del Padre y el Hijo, la im probable unión de tres y uno. La ortodoxia cristiana
asum e u n Dios a la vez único y m últiple, u n o p o r su esencia y tres por sus
personas. P ero son m ás las razo n es que tam b ién invitan a p e n sar que el
cristianism o m edieval reb asa la definición de un estricto m onoteísm o. ("Dios
es único [m onos, en griego] y no es ú n ic o ”, escribe Tertuliano). Teológica
m ente, no hay m ás que u n solo C reador y señ o r del universo, y los clérigos
reiteran que es el p o d er divino el que a c tú a a través de los santos; pero es
lícito preguntarse si las p rácticas sociales asociadas al culto de los santos y
de la Virgen no dan testim onio de u n a especie de deriva politeísta. En todo
caso, la desm ultiplicación de las figuras santas es vigorosa (ya que cada una
de ellas incluso p o d ía fragm entarse, en virtud de la com petencia entre sus
diferentes san tu ario s). Se in se rta en u n a geografía sagrada diversificada y
jerarquizada, de tal suerte que p o r lo m enos debem os considerar al cristia
nism o medieval com o u n m onoteísm o com plejo y de tendencia difrangente.
El p u n to focal de to d as las tensiones m en cionadas aquí es la E ncarna
ción. El acto fundador de Cristo, Dios hecho hom bre y E terno sometiéndose
a la m uerte, tra sto rn a , en u n p roceso de sep aración/articulación, el orden
de los niveles de la realidad. G racias al pensam iento de la E ncarnación, que
poco a poco construye y asu m e el episodio in au g u ra l del cristianism o, se
difunde u n a gam a de parejas de nociones trab ad as paradójicam ente: divino/
hum ano, espiritu al/carn al, celestial/terrenal, n atu ral/so b ren atu ral, eterni
dad/cronología, a u sen cia de d im en sió n espacial/localización, padre/hijo,
p ad re/h erm an o , jera rq u ía /ig u ald ad , g loria/hum ildad, descenso/ascenso...
Incluso las contradicciones constitutivas del arte medieval, que conjuga or
nam en tació n y n atu ralism o , arte de la p lan itu d y búsqueda del volumen,
hacen eco de la d u alid ad que p lan tea la E n c am ac ió n entre lo hum ano y lo
divino, lo terren al y lo celestial.
E l r i g o r a m b iv a l e n t e d e l s i s t e m a e c l e s i a l
La e x p a n s ió n d e O c c id e n t e (r e f e r e n c ia s t e ó r ic a s )
Ahora, conviene volver a la p regu n ta inicial: ¿por qué y cóm o pudo em p ren
d e r E u ro p a la co n q u ista del m undo, y en p rim e r lu g ar de las Indias oc
cidentales? No surge —com o ya dije— de un. tiem po que repen tin am en te se
haya vuelto m o d ern o ni de u n R enacim iento que m ágicam ente h u b iera
puesto fin a u n sistem a feudal congelado en su inm ovilidad ancestral y que
la "crisis” de los siglos xiv y xv hu b iera liquidado p a ra d a r paso al reinado
del capitalism o com ercial y del E stado m oderno. P or el contrario, el R en a
cim ien to es la m a rc a de u n a E d ad M edia que c o n tin ú a, y la m o d e rn id a d
de ios T iem pos M odernos hay que “pon erla en el c u a rto de los treb e jo s”
(Jacques Le Goff). En consecuencia, la expansión de E uropa en el siglo xvi
no debe analizarse ta n to en relación con los colores m elancólicos del otoño
de la E dad M edia o con los esplendores del h um anism o renaciente, sino en la
lógica de u n largo feudalism o, cuyo núcleo es el auge que adquiere fuerza
en los siglos xi y xn.
E n las pág in as anteriores, concedim os u n papel fundam ental al cristia
nism o en aras de la co m p ren sión de la d in ám ica expansiva de O ccidente.
A hora bien, u n a dim ensión cen tral de la obra de M ax W eber consiste en
que b u sca co m p ren d er la originalidad de O ccidente (la cual puede conside
rarse, al m enos de m a n e ra im plícita, la clave de su “su p e rio rid ad ” históri
ca). E n el n úcleo de esta especificidad, Max W eber sitúa el nacim iento del
capitalism o , que relac io n a con la teología calvinista de la pred estin ació n ,
sin duda no para h acer de ésta la causa de aquél, sino p a ra establecer entre
am bos afinidades e identificar lo que en el p ro testan tism o interviene com o
facto r favorable, en ciertas condiciones, p ara el avance del espíritu c a p ita
lista. A dem ás, M ax W eber suele o p oner la afirm ación de la fam ilia n u clear
de O ccidente, que re su lta pro p icia p a ra el desarrollo del capitalism o, al
peso de los grupos de p arentesco extendido de O riente, que supuestam ente
lo ob staculizan. Y atrib u y e esta p a rtic u la rid ad de E u ro p a a las "religiones
é ticas” (p rim o rd ia lm e n te el cristian ism o "y sobre todo la secta ética y as
cética del p ro te sta n tism o "), que tie n e n el m é rito de “ro m p e r las cad en as
del g ru p o de p a re n te sc o ” y de in s ta u ra r “u n a co m unidad su p e rio r de fe y
un m odo de vida ético com ún, en co n trap o sició n a la com u n id ad con
sanguínea”.
E sta tesis h a sido objeto de u n a fuerte crítica p o r p arle de Jack Goody,
q uien p o r el con trario engloba en u n solo co n ju n to las estru c tu ra s de p a
rentesco europeas y asiáticas, las cuales p o seen rasgos com unes d eterm i
n an tes (en co n traste con las african as). De m a n e ra m ás am plia, llam a la
aten ción sobre los riesgos de las presu p o sicio n es que recalcan dem asiado
"la unicidad de O ccidente”, las cuales a c en tú an artificialm ente las diferen
cias, sobre todo con O riente, y "vuelven prim itivas a las civilizaciones” que
no son europeas. E ric Wolf p ro po ne u n esfu erzo sim ilar au n q u e aún más
am plio: con la in tención de aso ciar a E u ro p a con el resto del m undo en un
destino com ún, engloba a to das las grandes civilizaciones que se observan
en la superficie del m undo hacia 1400 —y h a sta el siglo x v m — en u n m is
m o concepto (el m odo de p ro d u c c ió n trib u tario ), arg u m e n tan d o que si
bien p re se n ta n infinitas variantes, el núcleo de las relaciones productivas
obliga a identificar en ellas u n a sim ilitu d fu n d am en ta l. A unque m ás ade
lan te direm os p o r qué esta últim a a rg u m e n tac ió n no es convincente, pa
rece razo n ab le d a r crédito a las críticas que p o n e n en g u ard ia co n tra los
riesgos de u n a esencialización de la d iferen cia e n tre O ccidente y el resto
del m undo.
Debe recordarse otro aspecto de la ob ra de Max Weber. C ontra las tesis
de que la m odern id ad no pued e su rg ir m ás que de una laicización del pen
sam iento, él subraya lo que, en la religión, favorece las conductas racio
nales, y se m u e stra '‘sensible a las p o tencialidades racionalizadoras de las
religiones de la trascendencia" (Phillipe Raynaud). Sobre tales bases, resul
ta fácil a trib u ir al cristianism o un papel considerable en la form ación de la
racionalidad occidental y en la expansión europea. ¿Max Weber no ve en la no
vedad radical de la tem poralidad cristiana u na de las claves de la experien
cia única de O ccidente y de su destino hegem ónico? E n cu an to al análisis
que realizara m etódicam ente Marcel G auchet, éste sitúa en el núcleo de la
d inám ica occidental u n fenóm eno que u bica precisam ente du ran te la Edad
Media: la "liberación de la dinám ica original de la trascendencia” (entenda
m os po r esto la lógica que sep ara lo h u m an o de lo divino, la naturaleza de
lo so b ren atu ral, lo visible de lo invisible). A hora bien, es precisam ente al
tra b a r estos órdenes de la realid ad que la E n ca rn a ció n señala su distancia
irrem ediable. Y m ien tras que las religiones an terio res se pro p o n ían gober
n a r el mundo terren al, la centralidad del m ás allá que cara cteriza al cris
tianism o, pese a los efectos contrario s que induce la institucionalización de
la Iglesia, tiende a lib e ra r parcialm ente al m undo dei peso de la religión y a
prep arar la aceptación y el am o r de ias cosas terrenales. Así, a m edida que el
cristianism o asum e la dinám ica.de la trascen d en cia —a m edida, si se quie
re, que Dios se re tira del m u n d o — , amplía la posibilidad de una objetiva
ción y un co n o cim ien to racional de lo real. Finalm ente, la dinám ica de la
trascendencia produce una ruptura entre el ser y el deber-ser, la cual p erm i
te oponerse al m undo, p a ra enfrentarlo y tran sfo rm arlo . Para Maree] G au
che!, el cristianism o sería así “la religión del fin de la religión”, y la moder
nidad no resu lta ría de su. debilitam iento sino de ia rad icalizació n de sus
potencialidades.
Pese a la p rox im idad de algunas de las cuestion es íoi m uladas, no p re
tend em o s seguir aquí el filón w eberiano. Ciertamente, no sería im posible
reto m ar algunos aspectos de esos análisis, au n q u e h a b ría que integrarlos
en u n a perspectiva diferente. Así, un a u to r corno M ichael iviann, quien no
reivindica una filiación w eberiana, atribuye ai cristianism o un papel decisi
vo en ia com prensión de ia dinám ica occidental, y subraya p articu larm en te
sus virtudes pacificadoras y su capacidad para conferir a la cristiandad una
inerte unidad y u na ex trao rd in aria cohesión social, d iferente de la “pacifi
cación coercitiv a” establecida en la m ayo r p a rte de ias dem ás sociedades.
Con todo, ia perspectiva que aquí se ad o p ta no es ia de una h isto ria (incluso
política) de las religiones, y quisiera evitar en Ja m edida de lo posible to m ar
com o eje del análisis el cristianism o, en cu a n to hecho religioso do tad o de
una esencia in tem p o ral que se reveía m ás o m enos de acu erdo con ias
circunstancias históricas. Aquí no se trata m ás que o.e u n a lorm a particu lar
de cristianism o que se desarrolla en el espacio occidental, con rodas sus evo
luciones esnectíieas v en c o n trasíe sobre iodo c o r B izancio, donde estas
ucen, donde perdura 1a im bricación de ia Igle-
u m isió n a ia tradición bloquea toda dinám ica
teológica.
E n este sentido, ia especificidad cié la evolución occidental, au n q u e se
Insería en un proceso m ilenario, puede considerarse com o producto de dos
ra p íu ra s decisivas. En prim er lugar, en ia época de Agustín, se da la retun-
dación de un cristianism o que se ordena en torno a una institución eciesiai
desde entonces b ¡ (lo que supone ia necesidad de rehabilitar
parcialm ente cié las actividades terrenales, com enzando por
el m atrim onio, a Ioriza ai hom bre, ap lastad o p o r el peso del
pecado e incapa; salvación sin ia m ediación eclesial). Luego,
en los siglos xi y insum a la separación con Bizancio y queda
ro ta definitivam ente la asociación gem ela de la Iglesia y el Im perio, la cris
tian d ad latin a se afirm a com o un co n junto c o n tin en ta l dotado de fuerte
cohesión, bajo la dirección de u n a in stitu ció n sacerdotal centralizada y vi
gorosam ente sacralizad a (lo cual va acom p añ ad o de u n a serie de inversio
nes de las concepciones iniciales, com enzando p o r la doctrina eucarística, el
cuidado de los difuntos o la sacram entalización del m atrim onio). E n estas
condiciones, aú n sería insuficiente reem plazar al cristianism o, com o objeto
del análisis, p o r las especificidades del cristian ism o occidental. En efecto,
si la noción de religión no es p ertin e n te en la E d ad M edia, sería m ejor ha
b lar de la cristiandad com o m odelo social ordenado p o r la institución ecle-
sial, cuanto m ás cuanto que el factor dinám ico que hem os advertido es m e
nos un hecho religioso aislable com o tal que la Iglesia, m ism a, en su doble
acepción de cuerpo social form ado p o r la com unidad de los fieles y de insti
tución dom inante del feudalism o. Después de todo, h ab ría que ad o p tar una
perspectiva m ás inclusiva y co nsiderar el conjunto del sistem a feudal, en el
seno del cual la Iglesia desem peña u n papel decisivo.
Así, nos alejam os de u n a h isto ria de las religiones y de la insistencia
w eberiana en los factores llam ados religiosos. P or lo tanto, es m ás bien en
la óptica de u n a reflexión sobre la lógica general del feudalism o que plan
tearé las dos proposiciones siguientes:
S is te m a f e u d a l versu s ló g ic a im p e r ia l
, ,~w. o
esp alaro n extrema, pero sin ios costos y los lastres que nnpon-
Una vez que al Im perio se Je despoja de toda
a la que asegura ia cohesión, de form a nota-
- tucaz y a nenes ae m edios que podrían considerarse relativam en
te w- > nucos en térm inos de energías sociales.
S is te m a e c l e s i a l versus ló g i c a d e l o s p a g a n ism o s
S e l e c c ió n d e o b r a s g e n e r a l e s s o b r e la E dad M e d ia
Introducción
P r im e r a P a r t e
Capítulo iv
(baja. Edad Media y colonización de América)
de los españoles, Ciesas, M éxico, 1996, y N ueva Ley y nuevo rey. Reformas
borbónicas y rebelión p o p u la r en N ueva E spaña, u n a m - E I Colegio de Mi-
choacán, M éxico-Z am ora, 1996; A ntonio R ub ial G arcía, La santidad, con
trovertí dad, FCE-UNAM, México, 1999; W illiam Taylor, M inistros de lo sagrado.
Sacerdotes y feligreses en el M éxico del siglo xvin, El Colegio de M ichoacán-
E1 Colegio de México, M éxico-Zam ora, 2 vols., 1999.
Sobre los p an teo n es y las co stu m b res fu n erarias, véase Anne Staples,
"La lucha p o r los m u erto s”, Diálogos, 13, 5, 1977, pp. 15-20; José Luis Galán
Cabilla, "M adrid y los cem enterios en el siglo xvm: el fracaso de u n a refor
m a ”, en Equipo M adrid, Carlos III, Madrid y la Ilustración. Contradicciones
de un proyecto reformista, Siglo XXI , M adrid, 1988; M a. D olores .Morales,
"Cambios en las prácticas funerarias. Los lugares de sepultura en la ciudad
de México, 1784-1857", Historias, 27, 1992, pp. 97-102; Elsa Malvido, "Civi
lizados o salvajes. Los ritos al cuerpo hu m an o en la época colonial m exica
n a ”, en E lsa Malvido, G régory P ereira y Vera Tiesler (coord.), El cuerpo h u
m ana y su tratamiento mortuario, i n a h - c e m c a , México, 1997, pp. 29-49; Alma
Valdés, Testamentos, muerte y exequias. Saltillo y San Esteban al despuntar el
siglo XIX, U niversidad de Coahuila, Saltillo, 2000.
S eg u n d a P a r te
Acercam ientos generales a l problem a de] tiem po: R einhart Koselleck, Futuro
pasado, op. cit., así com o L'expérience de l ’Histoire, E H E S S - G a l l i m a r d - S e u i l,
París, 1997; N o rb e rt E lias, Sobre el tiempo, f c e , M adrid, 1989; K rzvsztof
Pom ian, L’ordre du tem ps, G allim ard, París, 1984; E nrique Florescano, Me-
moria mexicana, f c e , México, 1994; Giorgio Agamben, Infam ja e st.oria, E in
audi, Torino, 1978.
Sobre el tiem p o m edieval, los estu dio s m ás im p o rtan tes son los de
Jacques Le Goff: "E n la E d ad Media: Tiem po de la Iglesia y tiem po del m er
cader” y "El tiem p o del trab ajo en la ‘crisis’ del siglo xiv: del tiem po m edie
val al tiem po m o d ern o ”, en Tiempo, trabajo y cultura, op. cit. Véase tam bién
Jean-Claude Schm itt, Le corps, les rites, op. cit., y Aron Gourevitch, Las cate
gorías de la cultura m edieval, T aurus, M adrid, 1990; así com o H. M artin,
M entalitcs médiévales, op. cit. Sobre Denys le Petit y la difusión de la era
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Turnhout, Brepols, 2000. Sobre el tiem po litúrgico, Eric Palazzo, Liturgie et
société au Moyen Age, Aubier, París, 2000. Sobre la Iglesia y la u sura, Jacques
Le Goff, La bolsa y la vida: econom ía y religión en la Edad Media, Gedisa,
Barcelona, 1987, y B artolom é Clavero, Antidota, op. cit. Sobre las edades de
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y Agostino Paravicini Bagliani, "Edades de la vida”, d r o m . Sobre la historio
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Áge, Aubier, París, 1991 (e “H isto ria”, d r o m ) . Sobre la escatología y el m ile
narism o, véase N o rm an C ohn, En pos del milenio. Revolucionarios milcna-
ristas y anarquistas m ísticos de la Edad Media, Alianza, M adrid, 1981; Guy
L obrichon, “Ju g e m e n t d e rn ie r et A pocaívpse”, en La Bible au Moyen Áge,
Picard, París, 2005; G an d e Carozzi, Apocalypsc et sahit dans le ehristianisme
a n d e n et medieval, Aubier, París, 1999; B e m h a rd Tópfer, "Escatología y m i
len arism o ”, d r o m ; L'atiente des tem ps nouveaux. Eschatologie, millénarisme
et visions du fu tu r du Moyen Age au x x é siécle, T urnhout, Brepols, 2002; así
com o, p a ra las co n tin u id ad es en la época m oderna y contem poránea, Eric
H obsbaw m , Rebeldes p rim itiv o s. E studios sobre las form as arcaicas de los
m ovim ientos sociales en los siglos XIXy XX, Ariel, B arcelona, 1983; A ntonio
G arcía de León, Resistencia y utopía, E ra, México, 1985.
Capítulo vi (el espacio)
Este capitulo se basa en las hipótesis form uladas p o r Alain G uerreau, sobre
todu en “Guelques caracteres spéciñques de j’espace féodal eu ro p éen ”, en
Neithard Bulst, R obert D esd irían y Alain Guerreau (eds.), L ’E tat ou le Roi.
Les ¡ondaíions de la m u d e m ité nionarchiquc en France (xfVe-w ¡ n e siécles),
EHESS, París, 1996, pp. 85-101; "II signifícalo dei luoghi nell’Occidente me-
dievale: struttura e dinamica di uno 'spazio' specifico", en Enrico Castelnuovo
y Giuseppe Sergi (eds.), Arti e Storia nel Medioevo, i. Ternpi, Spazi, Istituzío-
ni, Einaudi, Torino, 2002, pp. 201-239 (y “Caza”, d r o m ) . Véase tam bién Paul
Zumlhur, La m esure du m onde, Seuil, París, 1993, y, p a ra u n a h isto ria del
concepto de espacio, M. Jam iner, Conccpls o f Space. The History o f Theories
o) Space in Physics, Harvard Uuiversity Press, Cambridge, 2a ed., 1970.
Sobre los p an teo n es y las prácticas fun erarias véase Michel Fixot y Eli-
zabetli Zadora-R io (dii's.), L ’environnem ent des églises et la topographie reli-
gieuse des campagnes medievales, Ed. de la M aison des Sciences de l’Homme,
París,-1994; Cccile Treffort, L ’E glise carolingioinc et la morí, PUL, Lyon, 1997;
M ichel Lauw ers, La rnémoire des ancetres, le souci des morís. Morís, rites et
socíéié au M oyen Age, B eaucliesne, París, 1997; y N aissance du cimetiére.
Espace sacié et ta re des morís dans l ’Üccidenl medieval, Aubier, París, 2005.
Me refiero tam bién a los trabajos ya citados de D. Iogna-Prat, Ordonner et
exclure, y J. Chiffoleau, La com p lab Hité.
P ara las redes de p eregrin acio nes; un m odelo de análisis se encuentra
en A. Guerreau, "Les pélerinages du M áeonnais. Une stracture d’organisation
sym bolique de l’espace”, Etimología jran^aise, 12, 1982, pp. 7-30. Véase tam
b ién D enise Péricart-Méa, ComposLelle et cuites de .saint Jacques au Moyen
Áge, p u f , París, 2000, y M ichel Sot, "P eregrinación”, d r o m . Sobre la consti
tució n de la geografía sag rad a m edieval, Sofía Boescb Gajano y L ucelia
Scaraffia (eds.), Luoghi sacri e spazi delta santitá, Rosenberg, Torino, 1990.
Sobre Jas reliquias, véase Patrick G ean ; Le voí des religues au Moyen Áge,
Aubier, París, 1993; Edina Bozoky y Annc-Marie H elvelius (eds.), Les reli
gues. Objeis, cuites, syrabales, Turnhouí, Brepols, 1999.
Sobre la eucaristía, Henri de Lubac, Corpus M ysticum . L'Eucharistie et
lEglise au Moyen Áge, 2“ ed., Aubier, París, 1949, y Miri Rubín, Corpus Christi.
The E ucharist in Late M edieval Culture, Cambridge University Press, Cam
bridge, 1992.
Sobre los viajes, el O riente y ei saber geográfico, William R anales, De la
ierre píate au globe terrestre, A. Colin, París, 1980 (Cahiers des Anuales, 38);
Claude Kappler, M onstruos, dem onios y maravillas a fines de la Edad Media,
Akal, M adrid, 1986; M ichel M ollat, Les explorateurs du x n i é au x v ié siécle.
Premiers regarás su r les m ondes nouveaux, París, 1984; R udolf W ittkower,
L ’Orienf fa b u leu x , T ham es and H udson, París, 1991; P. Z um thor, La mesure
du monde, op. cit., y los trab ajos de Patrick G autier Dalché, entre los cuales
se h alla La Descriptio rnappe m u n d i de H ugues de Saint-Victor, E tudes Au-
gustiniennes, París, 1988. Me refiero tam b ién a H an n a Zarem ska, Les ban-
nis au Moyen Age, París, Áubier, 1996 (con prefacio de C laude Gauvard).
Sobre los vicios y las virtudes, véanse los trab ajo s de C arla C asagrande y
Silvana Vecchio, I sette vizi capitali. Storia dei peccati nel Medioevo, E inau-
di, Torino, 2000, e I peccati della lingua. Disciplina ed etica della parola nella
cultura medievale, E nciclopedia Italiana, Rom a, 1987; véase tam bién Mireille
Vincent-Cassy, “L’envie au M oyen Áge”, Armales, ESC, 35, 1980, pp. 253-
271. Sobre S atanás, véanse Jeffrey B. Russeil, Lucifer. The Devil in the Middle
Ages, Cornell U niversity Press, Ithaca-L ondres, 1984, y m i artículo “Diablo",
en d r o m .
Las investigaciones sobre el m ás allá se renovaron a raíz de los estudios
de Jacques Le Goff, en p a rtic u la r El nacim iento del purgatorio, Taurus, M a
drid, 1985, y Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval, Gedisa,
Barcelona, 1985. Se m enciona tam bién a Michel Vovelle, La m ort et l ’Occident
de 1300 á nos jours, G alhm ard, París, 1983; E. Le Roy L adurie, Montaillou,
op. cit., y Jean-C laude S chm itt, Les revenants. Les vivants et les m orts dans
la société m édiévale, G allim ard , P arís, 1994. E n este cap ítu lo , se m e n c io
na tam b ién a E ric A uerbach, Studi su Dante, M ilán, 1984, y Figura, Belin,
París, 1993.
P a ra u n a b ib lio g rafía m ás am plia, rem ito a Jéróm e B aschet, Les justi-
ces de l ’au-delá. Les représentations de l ’enfer en France et en Italie (xi]l'-xv 6
siécles), E cole fran caise de R om e, R om a, 1993, y Le sein du Pére. Abraham
et la paternité dans l’O ccident médiéval, G allim ard, París, 2000 (así com o a
"Jugem ent de la m e , Ju g e m e n t d ern ier. co n tra d ictio n , co m p lém en tarité,
chevauchem ent?", R evue Mabillon, n. s., 6 , 1995, pp. 159-203). Se m enciona
tam b ién a C h ristian T ro ttm an n , La visión béatifique des disputes scolasti-
ques á sa définition par Benoit xn, Ecole francaise de Rom e, Rom a, 1995, e
Yves Christe, L ’A pocalypse de Jean, Picard, París, 1997.
Sobre los lugares interm edios, adem ás del libro ya citado de J. Le Goff,
véase su artículo, “Les lim bes”, Nouvelle Revue de Psychanalyse, 34, 1986,
pp. 151-173; Anca B ratu , Images d'un nouveau lieu de l’au-delá: le purga-
toire. Emergence et développem ent (c. 1250-c. 1500), en prensa; M ichelle
F ournié, Le ciel peut-il attendre? Le cuite du purgatoire dans le m idi de la
France (vers 1320-vers 1520), c e r f , París, 1997. Sobre el lim bo de los niños,
véase D idier Lett, L'enfant des miradles. Enfatice et société au Moyen Áge
(xiC-xniÁ siécle), Aubier, París, 1997. Me refiero tam b ién en este capítulo a
los libros ya citados de P. Brow n, E l prim er milenio, D. logna-P rat, Ordon-
ner et exclure, J. Chiffoleau, La comptabilité, así com o a Elie K onigson,
L’espace, thé&tral médiéval, c n r s , París, 1975.
Ca.pit.ulo IX (parentesco)
Capítulo x (imágenes)
E n este cap ítu lo m e refiero p a rtic u la rm en te a los trab ajo s de Jean-C laude
Schm itt, entre los cuales se h allan Le corps des images. Essais su r la culture
visuelle au Moyen Áge, G allim ard, París, 2002 (e “Im ág en es”, en d r o m ), y a
los de Jean-C laude B onne, en tre los cuales se e n c u e n tra n L ’a rt rom án de
face et de profil. Le tym pan de Conques, Le Sycom ore, P arís, 1984; “E n tre
am biguité et am bivalence. P roblém atiqu e de la sculpture ro m a n e ”, La part
de l’oeil, 8 , 1992, pp. 147-164; "Les o rn em en ts de l’h isío ire ”, Annales, HSS,
1996, 1, pp. 37-70, e "Images du sacre”, en Le sacre royal, op. cit. R em ito tam
bién a Jéróm e B aschet, "Inventiva y serialidad de las im ágenes m edievales.
P o ru ñ a aproxim ación iconográfica am pliada", Relaciones, xx, 1999, 77, pp.
51-103, 3' a m i libro L ’iconographie médiévale, París, G allim ard, 2008.
P ara un a visión general sobre las im ágenes m edievales y los problem as
de los m étodos: E m ile Male, L ’art. religieux du x m 11 siécle. Etudíe sur l’icono
graphie du Moyen Áge et sur ses sources d ’inspiration (1898), 8 ed., A. Colin,
París, 1948; E rw in Panofsky, La Renai.ssa.nce et ses avant-courriers dans Van
d ’Occident, F lam m arion, París, 1976; Early Netherlandish Painting, Harvard.
U niversity Press, 2 vols., 1953; P ierre F ran castel, La figure et le lien, París,
Denoel, 1967; M ever Schapiro, Words and Pictures, M outon, París-La Haya,
1973; R om anesque Art. Selected Papers, C h atio v W índus, L ondres, 1977 y
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sein P ublikum im Mittelalter: Form u n d Funklion früher Bildtaf. d. P assion,
Gebr. M ann Verlag, Berlín, 1981, y B ild u n d Kult. Eine Geschichte des Bildes
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diéval, Cahiers du Léopard d ’Or, 5, Léopard d'or, París, 1996; H erbert Kessler,
Seeing Medieval Art, Broadview Press, Peterborough, 2004.
Algunos aspectos m ás específicos los analizan Otto Pácht, L ’cnlum inure
médiévale, M acula, París, 1997; E nrico C astelnuovo, Vetrate medicvali, Ei-
naudi, Tormo, 1994; F rancois Boespflug y N icolás Lossky (eds.), Nicée u.
Douze siécles d ’images religieuses, c e r f , París, 1987; M ichael Camille, The
Gothic Idol. Ideology and Image-makdng in Medieval Art, C am bridge Univer-
sitv Press, Cam bridge, 1989; Jean W irth, "L'apparition du su rn a tu rel dans
l'art du Moyen Áge”, en Francoise D unand, Jean-M ichel Speser, Jean W irth
(eds.), L’image et la production du sacré, K lincksieck, París, 1991, pp. 139-
164; O tto K. W erckmeister, “The Lintel F ragm ent R epresenting Eve from
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1972, pp. 1-30; Jéróm e B aschet, Lieu sacré, lieu a images. Les fresqu.es de
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Ecole francaise de Rome, París-R om a, 1991.
Sobre la perspectiva, véanse Erw in Panofsky, La perspective com m e for
m e sym bolique, M inuit, París, 1975; Jean-C laude B onne, “Fond, surfaces,
support (Panofsky et l'art rom án)”, en Cahiers pour un temps: Erwin Panofsky,
C entre Pom pidou, París, 1983, pp. 117-134, y H u b ert D am isch, L ’origine de
la perspective, F lam m arion, París, 1987.
P ara referencias al m un do m eso am ericano, Alfredo López Austin,
Hombre-Dios. Religión y política en el m un do náhuatl, u n a m , México, 1973;
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historia sumaria., ed. E dm undo O’G orm an, u n a m , México, 2 vols., 1967; Do
lores Aramoni Calderón, Los refugios del sagrado, Conaculta, México, 1992.
Me refiero tam bién a Jean-Pierre V ernant, Religions, histoires, raisons, Mas-
pero, París, 1979; E. Konigson, L ’espace théatral, op. cit., y E. A uerbach, Fi
gura, op. cit.
C o n c l u s ió n
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B ridgem an/G iraucion. Foto 113.2: © B ridgem an/G iraudon. Foto m . 6: © Foto
de Yann Arthus-Bertrand/ALTITUDE. Foto HI.10: © R eunión de M useos N acio
nales de P arís. Foto H).i2 : © B iblioteca N acional de F rancia, París. Foto
ni.13: © B iblioteca B odleian, U niversidad de Oxford. Foto m.14: © B ibliote
ca Real de Bélgica, B ruselas. Foto iv.l: © M useo dei Petit Palais, Avignon.
Foto iv.3: © B rid g em an /G irau do n. Foto v.3: © B iblioteca N acional de M a
drid. F oto vi.!: © con el perm iso de Syndics of C am bridge U niversity Li
brary. Foto vi. 2 : © B iblioteca N acional de F rancia, París. Foto vi. 3: ©
B iblioteca N acional de F ran cia, París. Foto vn.i: © B iblioteca N acional de
Francia, París. Foto vi!.2: © B ridgem an/G iraudon. Foto vil.5: © M useo Fie
rre de Luxemburgo. Foto vin.l: © B iblioteca N acional de F rancia, París.
Foto vm . 2: © B iblioteca N acional de F rancia, París. Foto vm.3: © Staatsbi-
bliothek, M unich. Foto vm.4: © Borling K indersley Ltd. Foto ix.l: © Biblio
teca Beinecke, Yale Universily. Foto 1X.4: © M useo N acional de la E dad
Media, París. Foto ix.5: © M useo Rolin. Foto ix.7 : © Ósterreichischen Nalional-
bibliothek, Bildarchiv d. oNB, Viena.
ÍNDICE ONOMÁSTICO
S eg u n d a pa rte
VIII. Cuerpos y almas. Persona Ilui nana y sociedad cristiana .............. 442
El hom bre, unión de alm a y c u e r p o ................................................. 443
La articulación de lo carnal y lo espiritual: u n m odelo social .. 455
Una m áquina para espiritualizar, entre desviaciones y afirmaciones 468