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Traducción de

Ar tu r o Vázquez B a r ró n
y M a r ia n o S á n c h e z Ven t u r a

Revisión de la traducción
J o s é L u is H errerón y J é r ó m e B a sch et
JÉRÓME BASCHET

La civilización feudal
EUROPA DEL AÑO MIL
A LA COLONIZACIÓN DE AMÉRICA

FONDO DE CULTURA ECONÓMICA


Baschel, Jéróroe
La civilización feudal. Europa del año mil a la colonización de América / Jéróme B aschel; pról. de
Jacques Le Goff ; trad. de Arturo Vázquez Barrón, Mariano Sánchez Ventura ; rev. de la trad. de José
Luis Herrerón, Jéróme Baschet — México : FCE, Embajada de Francia en México, 2009
637 p : ilus. ; 23 x 17 cm — (Colee. Historia)
Título original: La civilisation féodale. De l'an mil á la eolonisation de l’Amérique
ISBN 978-607-16-0123-0

.1, Civilización medieval 2. H istoria — Edad Media I. Le Goff, Jacques, pról. II. Váquez Barrón,
Arturo, tr. III. Sánchez Ventura, Mariano, tr. IV. Herrerón, José Luis, rev. V. Baschet, Jéróme, rev. VI.
Ser. VIL t.

LC CB351 Dewey 940.1 B135n

Este libro fue publicado con el apoyo de la Embajada de Francia en México,


en el marco del Programa de Apoyo a la Publicación “Alfonso Reyes"
del Minisi.erio Francés de Relaciones Exteriores

Distribución m u n d ia l

Folo de portada: Capitel de Saint-Lazare de Autun, prim er cuarto del siglo xn.

Título original: La civilisation féodale. De l'an mil á la cclomsaíion de r.Arnáiqth


Flammarion, París, 2004

D. R. © 2009, Jcróme Baschet

D. R. © 2009, Fondo de Cultura Económica


Carretera Picacho Ajusco 227; 14738 México, D. F.
Empresa certificada ISO 9001: 2000

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el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

IS B N 978-007-10-0123-0

Impreso en M.éxico • Prinled in México


SUMARIO

Prefacio, Jacques Le Goff 9


Agradecimientos 15
Introducción. ¿Por qué interesarse en la Europa medieval? 19

P rim era parte


Formación y auge de la cristiandad feudal

I. Génesis de la sociedad cristiana 47


II. O rden señorial y crecim iento feudal 101
III. La Iglesia, institución dom inante del feudalism o 176
IV. De la E uropa medieval a la América colonial 264

S eg u n d a pa r te

Estructuras fundamentales de la sociedad medieval

V. M arcos tem porales de la cristiandad 323


VI. E structuración espacial de la sociedad feudal 364
VII. La lógica de la salvación 403
VIII. Cuerpos y almas 442
IX. El parentesco 483
X. La expansión occidental de las im ágenes 521

Conclusión. El feudalismo o el singular destino de Occidente 567


■Bibliografía. 599
Créditos de las imágenes 621
Indice onomástico 623
Ind.ice general 635
PREFACIO

Jéróm e B aschet tuvo la notable idea de "estudiar la E dad M edia en tierras


am ericanas”, lo que por u na parte le perm itió observar la E dad M edia euro­
pea con la doble distancia del tiem po y el espacio, y p o r la otra, esclarecer­
la historia de México y de América Latina, m ostrando u n a "herencia m edie­
val de M éxico”, según u n a expresión —sugerente aunque corregible— de
Luis W eckm ann. Así, al qu erer p rop orcion ar u n a h isto ria larga a sus estu ­
diantes de Chiapas y al querer m ostrarles cómo u n a de las principales m en ­
tes de la h isto ria de México es la historia m edieval europea, escribió u n a
obra de g ran originalidad y am plios alcances, que renueva la historia am e­
rican a y la h isto ria europea, la p rim era m ediante el pasado, y la segunda
m edíante el porvenir.
P or supuesto, me siento feliz de ver que Jéróm e B aschet justifica, m ejor
de lo que yo h a b ía podido sugerir, la concepción de u n a larg a E dad M e­
dia que salta, o m ejor dicho borra, la falsa ru p tu ra de u n siglo xvi, de un
R enacim iento que sería su negación y que la rem itiría a las tinieblas del
oscurantism o.
Lo m ás esclarecedor es h ab er superado la idea de que la conquista del
Nuevo M undo surgió de un simple apetito de riqueza o de un deseo de con­
versión de los indios, hecha posible gracias a las carabelas, y haber estable­
cido que se debió al dinam ism o propio del sistem a feudal, que está lejos de
ser un sistem a de estancam iento y es más bien u n régim en construido para
el crecim iento y el desarrollo interno y externo, alrededor de un po d er se­
ñorial de dom inación.
De igual m anera, Jéróm e B aschet m uestra con claridad que el m o to r y
la institución d o m inante del feudalism o es la Iglesia. P or lo m ism o, no re ­
sulta para nada sorprendente que en México y en América Latina volvamos
a encon trarla con su poderío absoluto. Pero esta Iglesia dinám ica no es in­
móvil, y evolucionó en el transcurso de la E dad M edia europea. En el siglo
xiii adoptó form as y estilos nuevos, en p a rtic u la r con las órdenes m endi­
cantes, órdenes urbanizadas que m antenían nuevas relaciones con los laicos
y que difundían los nuevos saberes de la escolástica. Se enfrentó a contesta­
tarios, los herejes, así com o al cuestionam iento de las "supersticiones” y de
la cultura folclórica. Hizo que surgieran los m arginados e instituyó u n a
"sociedad de persecución”.
Jéróm e Baschet otorgó especial atención a los dos últim os siglos de la
Edad Media tradicional: el xrv y el xv. En efecto, se trata de saber si ese feuda­
lismo m arcado por las calamidades del siglo xrv —ham bruna, peste, guerras,
cismas, herejías— es un "triste otoño” o la continuación de un dinam ism o
triunfante de pruebas económicas, sociales, políticas y religiosas. P ara Jéró­
m e Baschet no hay duda. La dinám ica medieval sigue su curso. Y la Iglesia
sigue estando a ia cabeza.
En el m om ento de ver cóm o la E uropa medieval se establece en Amé­
rica, Jéróm e Baschet plantea preguntas fundam entales: ¿puede hablarse de
feudalism o en A m érica L atina? ¿Cóm o definir el feudalism o? ¿Se tra ta
de un feudalismo tardío y dependiente?
En el debate que ha hecho enfrentarse a los historiadores de América
Latina entre u n a América L atina ya capitalista —al m enos sectorialm en­
te— o todavía feudal en el siglo xvi, Jéróm e B aschet se ubica claram ente
del lado de aquellos que, como el historiador inglés de inspiración m arxista
Eric Hobsbawm, piensan que todos los rasgos de la historia europea que en
ese m om ento “tienen un sabor a revolución 'burguesa' e 'industrial' no son
m ás que el condim ento de un platillo esencialm ente medieval o feudal”.
Jéróm e B aschet estim a que sean cuales fueren las diferencias entre la
Europa medieval y la América colonial del siglo xvi, lo esencial del feudalis­
m o medieval vuelve a encontrarse en América: el papel dom inante y estructu-
rador de la Iglesia; el equilibrio de la tensión entre m onarquía y aristocracia,
que se modifica sin que por ello se rom pa con la lógica feudal; las actividades
cada vez más im portantes de los hom bres de negocios quienes, aunque com ­
prom etidos con el com ercio atlántico o con la explotación de los recursos
m ineros y agrícolas del m undo colonial, perm anecen dentro de los m arcos
corporativos y monopólicos tradicionales, y estos hom bres siguen orientan­
do sus ganancias hacia la propiedad de la tierra y la adquisición de la no­
bleza. Pero Baschet aceptaría sin reparos la expresión de “feudalism o tardío
y dependiente", dado que m antiene, aun adm itiendo ciertas especificidades
del feudalism o colonial am ericano, lo esencial de la referencia al feudalis­
mo, y dado que se trata de un m undo cuya lógica es por com pleto ajena a la
nuestra. Jéróm e Baschet m uestra una vez m ás en este libro que es un autén­
tico historiador, que sabe reconocer y definir al "otro”. Lo cercano en cuanto
a lo hum ano puede resultar lejano en cuanto a la historia.
Así, luego de haber m ostrado de m anera clara, lúcida y m atizada la evo­
lución del feudalism o medieval europeo y la form a en que surge de él el feu­
dalismo colonial am ericano, que lo prolonga, Jéróm e Baschet estudia en una
segunda parte “las estructuras fundam entales de la sociedad medieval".
M uestra en p rim er lugar la construcción de las estructuras espaciales y
tem porales, m arco fundam ental de toda sociedad y toda civilización. El es­
pacio del feudalism o se articula alrededor de la tie rra y los m uertos, y la
red de p a rro q u ia s, poblados y cem enterios h ace que a p a rtir del siglo xi
la sociedad quede atad a al suelo, m ientras que las redes de peregrinaciones
(y de m an era secu n d aria de ru ta s com erciales) le perm iten desplazarse y
volver concreta la definición del cristiano como hom o viator.
E n la p rim era parte, Jéróm e B aschet h a b ía insistido en los tra sto rn o s
acarreados p o r el auge urbano. Las ciudades confieren al espacio m edieval
centros m ás o m enos vigorosos (las órdenes m endicantes lo n otaron, así
que ligaron la can tidad de sus conventos a la je ra rq u ía dem ográfica de las
ciudades). La Iglesia es la articulación de lo local y de lo universal. La es­
tructuración del tiem po resulta aún m ás compleja. El tiem po medieval deja
subsistir la diversidad del tiem po vivido y de los tiem pos sociales, en los cua­
les, a diferencia de las cam panas rurales, las cam panas urb an as d esapare­
cen en el siglo xiv ante los relojes m ecánicos. El calendario cristiano, que se
trasm in a entre las estructuras del calendario ju liano antiguo, aco m p asán ­
dolo m ediante la liturgia construida en la m em oria y la repetición de la vida
terrestre de Jesús y m ediante las fiestas de los santos, no logra que u n tiem ­
po lineal, a p artir de la nueva fecha original de la E ncam ación, se desprenda
del tiem po circular de estaciones recuperadas p o r la liturgia, ni que se u n i­
fique la m ultiplicidad de los tiem pos naturales y sociales.
El tiem po medieval sufre de este m odo un trastorno profundo debido a
la m anera en que el cristianism o transform a profundam ente la sensibilidad
hacia el pasado, el presente y el porvenir. A unque la E n carn ació n le da al
desarrollo del tiem po u n sentido, em pezando p o r el pasado, los clérigos de
la E dad M edia no lograron co nstruir un a histo ria (la historia no se enseña
en las escuelas ni en las universidades m edievales) con u n carác ter rac io ­
nal: se encuentra som etida a los cam inos im penetrables de la Providencia y
a u n a ideología de la regresión y de la decadencia, que com bate los logros
del trabajo rehabilitado y del crecim iento a falta de progreso. El presente se
prom ueve m ediante la transform ación de la eucaristía desde el doble punto
de vista de la teología y de la práctica: la prom ulgación en los siglos xi y xn de
la doctrina de la transustanciación, que im pone la creencia en la presencia
real de Jesucristo en la eucaristía, rem plaza u n sacrificio de m em oria (“h a ­
rán esto en conm em oración m ía”) con un sacram ento de presencia, de pre­
sente. Por últim o, la Iglesia medieval, que lucha desde san Agustín contra el
m ilenarism o —creencia en un futuro m esiánico de connotaciones heréti­
cas—, lo logra en m ayor o en m enor m edida (los m iedos del año mil son una
leyenda en un contexto de pasiones m ilenaristas) y legitima una concepción
del futuro, que es la de un porvenir: el Juicio Final que da al tiem po de la
hum anidad un final escatológico.
Los hom bres y las m ujeres de la Edad M edia viven el cristianism o esen­
cialmente como una religión de salvación. M arcada por otra parte por el ca­
rácter guerrero de su sociedad, viven su existencia terrestre en una lógica de
salvación que es una lógica de combate: lucha entre virtudes y vicios, com ba­
te contra Satanás, enemigo del género hum ano que recurre a todas las ten ta­
ciones internas y externas. San Antonio es un modelo simbólico del hombre.
Jéróm e Baschet, a u to r de u n a extraordinaria obra sobre Las justicias
del más allái, m uestra sin problem a que las luchas hum anas tienen lugar en
u n doble cam po de batalla que se refleja com o espejo: la vida terre n a y el
más allá. La Iglesia orquesta u na dualidad que se consolida en la Edad Me­
dia m ediante u n refinam iento de las relaciones entre los vivos y los m uer­
tos, y una elaboración m ás sofisticada de la localización del m ás allá; entre
el infierno y el paraíso se desliza el purgatorio, y aparece un sistem a de cinco
lugares. Los tres principales —dos eternos y uno intennedio— quedan com ­
pletados por los dos lim bos: el lim bo vacío de los p atriarcas y el lim bo de
los niños no bautizados, privados de la visión beatífica de Dios.
E n este m undo de oposiciones y de com bates singulares, que una im a­
gen renegrida y devaluada de la E dad M edia deform ó y exageró, un dualis­
mo y un conflicto parecen ten er u n a im portancia particular, el de los cuer­
pos y las almas, proyección de la persona hum ana (ya definida por Boecio a
principios del siglo vi) en la sociedad cristiana.
Pero Jéróm e Baschet, quien publicó un notable estudio acerca de las
relaciones del cuerpo y el alm a en el cristianism o, en paralelo con esas rela­
ciones en las religiones am erindias precolom binas, subraya que el hom bre
medieval es una unión del alm a y del cuerpo. No hay alm a p o r com pleto
desprovista de carne; incluso el alm a del m uerto que escapa de su cuerpo
elevándose hacia el cielo tiene u na envoltura corporal, y en las residencias
eternas, el paraíso y los infiernos, tanto los elegidos com o los condenados
volverán a encontrar un cuerpo, cuerpo de gloria en la claridad de la visión
beatífica, cuerpo de sufrim iento en las torturas infernales. La Iglesia, modelo
social, presenta la articulación de lo cam al con lo espiritual. Siem pre sensi-
ble a la larga duración, Jéróm e B aschet sub ray a con razón que la Edad
M edia central h ab rá sido quizás el periodo m enos dualista en la historia del
cristianismo, m ientras que el dualismo encontrará una form a radical en el si­
glo xvii con Descartes.
La tendencia de la cristiandad m edieval a la totalización y el estableci­
m iento de relaciones sim bólicas entre la n atu ra le za y la sociedad llevaron
de ig u al m an era al sistem a feudal a o torgar u n lugar central al parentesco.
Pero tam b ién en este caso se tra ta de u n a doble red. Al p arentesco carnal
que la Iglesia controla m ediante el m atrim onio y las reglas de incom patibili­
dad del m atrim onio entre parientes cercanos, se añaden los parentescos es­
pirituales (o “artificiales"), creados p o r el padrinazgo y el m adrinazgo, y las
diversas form as de confraternidad que unen, con la bendición de la Iglesia,
a los individuos de uno y otro sexos en u n a vasta red que hace de la h u m a­
nidad u n a am plia parentela. E sta tendencia hacia un parentesco universal
se encuentra incluso en la elaboración de un parentesco divino que se articu­
la en las relaciones padre-hijo, virgen m adre e hijo divino, y que se prolonga
en la tierra m ediante la m aternidad de la Virgen-Iglesia.
No ha de so rp ren d er que Jéróm e B aschet, quien es ante todo u n gran
histo riad or de las im ágenes medievales, haya caracterizado, p o r últim o, el
dinam ism o m edieval con u n a expansión de las im ágenes que establece la
diferencia entre la civilización occidental y las civilizaciones anicónicas del
judaism o y del islam. D urante la E dad M edia se in stau ra en Occidente una
"cultura de la imago" —cu ltura que va a h ered arse a Am érica con la con­
quista y la colonización— en la que las representaciones hum anas y terres­
tres, y en p rim er lugar el hom bre mismo, fueron creados a imagen y sem ejan­
za de Dios y del m undo divino.
U sando de m an era juiciosa y p ro fu nda las ideas de los historiadores
Im m anuel W allerstein y F ern an d B raudel en lo referente a los im perios, y
las de M arc Augé p ara los paganism os, Jéróm e B aschet m u estra que el sis­
tem a feudal se opone a la lógica im perial (la R om a antigua, la China m edie­
val y la m oderna son co ntrapuntos del O ccidente medieval y de la América
colonial) y que el sistem a eclesial se opone a la lógica del paganism o.
La excelencia de esta exposición corría el riesgo de conducir a dos peli­
gros m ayores que Jéróm e B aschet logró evitar de m anera notable.
El prim ero era h acer que los turiferario s de la E dad M edia cobraran
im portancia m ediante el elogio de u na edad de fe y orden. Pero m ostró muy
bien la parte som bría del sistem a feudal medieval, que engendra al m ism o
tiem po caritas y persecución.
El otro era fortalecer a los partidarios,, tem ibles en nuestros días, de la
"superioridad occidental”. Jéróm e Baschet logró aplicar al sistem a occiden­
tal medieval la herm osa y atinada fórm ula de W alter Benjam ín: “No existe
ningún docum ento de cu ltu ra que no sea al m ism o tiem po un docum ento
de barbarie”.
Por últim o, Jéróm e Baschet sugiere en este libro cuándo y cómo term i­
na n uestra “larga E dad M edia”: en la segunda m itad del siglo xyin, con las
Luces (que en ciertos aspectos la prolongan) y la Revolución francesa. Tres
componentes de un nuevo sistem a aparecen entonces en escena: el mercado
y la economía, el tiem po lineal y la historia, la razón y la ciencia. Ahí term i­
na el sistem a feudal que Jéróm e B aschet describió y explicó con tan ta p re­
cisión para E uropa y América Latina.
Jacques Le Goff
AGRADECIMIENTOS

Este libro es el fruto de cinco años de enseñanza en la U niversidad A utóno­


m a de Chiapas ( u n a c h ), en San Cristóbal de Las Casas. Deseo agradecer a los
que hicieron posible esta estancia, y en p a rticu la r a Jacques Revel, p re si­
dente de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, quien tuvo a bien
considerar con constante benevolencia un proyecto que no necesariam ente
ap aren tab a ser p o r com pleto razonable, y quien perm itió que se llevara a
cabo en las m ejores condiciones posibles. Jorge López Arévalo tuvo la gen­
tileza de invitarm e a la Facultad de Ciencias Sociales de la u n a c h , de la que
en ese tiem po era director, y me acogió generosam ente. Este trabajo contó
con el apoyo del Consejo N acional para la Ciencia y la Tecnología, que m e
otorgó u n a cáted ra patrim o nial de 1997 a 1999. P or últim o, este libro no
habría tom ado form a si la enseñanza de la que surge no hubiera sido recibi­
da con atención por parte de los estudiantes de historia de la u n á c h . A todos
ellos, em barcados en esta travesía a contracorriente por el Atlántico, les ex­
preso mi m ás profundo agradecim iento p or su paciencia y por su im pacien­
cia, p o r su entusiasm o y p o r sus dudas, pues con ello me ayudaron a darle
sentido al estudio de la E dad M edia en tierras m exicanas.
El género al que pertenece este libro —ya sea que se le llam e síntesis o
com pilación— supone num erosos préstam os, voluntarios las m ás de las ve­
ces, y en ocasiones tal vez involuntarios. Por desgracia, la adelgazada biblio­
grafía y la ausencia de notas im piden relacionar de m anera sistem ática cada
uno de los p lan team ien to s p ropuestos en el texto con los autores que han
trabajado sobre dicha tem ática. Incluso sí resu lta dudoso que esto pueda
ser de alguna utilidad, por adelantado ofrezco disculpas a todos los que p u ­
dieran sentirse olvidados o traicionados.
Debo u n reconocim iento especial a mis principales guías en esta empresa.
Jacques Le Goff, m aestro indiscutible, es su precursor por excelencia. Él abrió
la m ayor p arte de los cam inos aquí seguidos. Anita y Alain G uerreau, por
sus escritos y p o r num erosas pláticas, m e trasm itiero n los conceptos esen­
ciales y el m arco interpretativo al que la presente obra se encom ienda: por
poca coherencia que posea, es a ellos a quienes la debe. Jean-Claude Bonne
y Jean-C laude Schm itt, cuya estim ulante am istad m e perm itió form arm e
en el estudio de 1a. E dad M edia y de sus im ágenes, saben por supuesto que
ias ideas expuestas aquí son suyas, antes de ser m ías. Me hab ría gustado
pode- citar a todos los amigos y colegas cuyos trabajos y palabras acom paña­
ron y o rien taro n m i cam inar: este libro les debe m ucho, pero la lista sería
dem asiado extensa o bien dem asiado breve.
Juan Pedro Viqueira se preocupó m uy am ablem ente del destino de este
libro, que encontró, gracias a él, la m ejor acogida posible en el Fondo de
C ultura Económ ica. Además, sus atin ad as observaciones perm itieron h a ­
cerle enm iendas al texto y sobre todo reducir, en la m edida en que me fue
posible seguir sus consejos, las fallas de mis alusiones a la historia de la Nue­
va España.
Jean y Claudine fueron los conejillos de Indias de esta iniciación a la
Edad Media y la m odificaron con sus sensatos com entarios. Por último, sin
Rocío Noemí, quien transform ó el sentido de m i escapada chiapaneca, este
libro jam ás h ab ría visto la luz. Sin Vicente, nacido de este encuentro, qui­
zás h ab ría sido escrito con m ayor rapidez, pero con una felicidad infinita­
m ente menor.
Para Jacques Le Goff
INTRODUCCIÓN
¿Por qué interesarse en la Europa medieval?

La E dad M edia tiene m ala reputación. M ucho m ás tal vez que cualquier
otro periodo histórico: mil años de historia de la E u ro p a occidental, entre
los siglos v y xv, entregados a ideas preconcebidas y a un desprecio im posi­
ble de desarraigar, cuya función es quizá p erm itir a las épocas posteriores
forjar la convicción de su propia m odernidad y de su capacidad para encar­
nar los valores de la civilización. La obstinación de los historiadores en cri­
ticar con vigor los lugares com unes no cam bia en nada las cosas, o lo hace
muy poco. La opinión com ún sigue asociando a la E dad M edia con ideas de
barbarie, de oscurantism o y de intolerancia, de regresión económica y de des­
organización política. Los usos periodísticos y m ediáticos confirm an este
movimiento, echando m ano de m anera regular de los epítetos “m edievales''
—incluso “m edievalescos”— cuando se tra ta de calificar una crisis política,
una decadencia de valores o un regreso del integrism o religioso (La Jom ada
de la Ciencia del 13 de septiem bre de 1999 evoca así "el m ilenio del oscu­
ran tism o”, de los siglos v al xv).

La c o n s t r u c c ió n d e l a id e a d e E dad M e d ia

C iertam ente, la im agen de la Edad Media es am bigua. Por lo m enos en E u­


ropa, las fortalezas les resultan divertidas a los niños de escuela y los caba­
lleros de la M esa R edonda siguen conservando algunos adeptos, m ientras
que la organización de torneos caballerescos o de fiestas m edievales parece
resu ltar u n eficaz argum ento turístico, incluso en E stados Unidos. Peque­
ños y grandes visitan las catedrales góticas y quedan im presionados por la
aud acia técnica de sus constructores; a los m ás ingeniosos les deleita im ­
pregnarse de la pureza mística de los m onasterios rom anos. Lo extraño de las
creencias y de las costum bres m edievales em ociona a los am antes del fol­
clor; la pasión p o r las raíces, exacerbada po r la pérdida generalizada de re­
ferencias, em puja m asivam ente hacia esa edad rem ota y m isteriosa. Ya en
el siglo XIX, el rom anticism o, al defender lo opuesto a las Luces, disfrutaba
al valorizar la Edad Media. M ientras que W alter Scott daba a este entusias­
mo caballeresco su form a novelesca más acabada (Ivanhoe), teóricos corno
Novalis o Carlyle oponían lo m aravilloso y la espiritualidad m edieval al ra ­
cionalism o frío y al reino egoísta del dinero, característicos de su tiem po.
De iguai m anera, Ruskin, quien veía en la E dad M edia un paraíso perdido
del que Europa no había salido sino para en trar en decadencia, llegaba has­
ta retom ar la expresión de “Dark Ages”, m ediante la cual las Luces denigra­
ban los tiem pos m edievales, pero p ara aplicarla, a contrapelo de la visión
m oderna, a su propia época. Todo el siglo xix europeo se cubrió de un oscu­
ro m anto de castillos e iglesias neogóticas, fenóm eno en el que confluyen la
nostalgia rom ántica de un pasado idealizado y el esfuerzo de la Iglesia ro ­
m ana por enm ascarar, bajo la apariencia de una falsa continuidad de la que
el neotomismo es un aspecto más, las rupturas radicales que la afirmación de
la m odernidad capitalista la obligaba a aceptar entonces.
Hace ya al m enos dos siglos que la E dad M edia se tam balea entre dos
extremos, oscuro contrapunto de los partidarios de la m odernidad y cándi­
do refugio de aquellos a los que el m oderno presente horroriza. Por lo de­
más, existe un punto en com ún entre la idealización rom ántica y los sarcas­
mos m odernistas: dado que la Edad Media es el reverso del m undo m oderno
(lo que resulta innegable), la visión que de ella se da queda p o r com pleto
determ inada por el juicio que se hace del presente. Así, unos la exaltan para
criticar m ejor su propia realidad, m ientras que otros la denigran para hacer
valer más los progresos de su tiempo. Si bien ahora resulta conveniente dar
por term inados los juicios apresurados sobre el “m ilenio oscurantista", no
hay la m enor intención de rem plazados con la im agen de una época idílica
y lum inosa, de florecim iento espiritual y de progreso com partido. La apues­
ta no es la rehabilitación de la E dad Medía, aunque no resultaría del todo
inútil establecer cierto reequilibrio en la com paración con una Antigüedad
m ilitarista y esclavista, que la burguesía de los siglos xvm y xix ornam entó
abusivam ente con virtudes ideales de un clasicism o im aginado, o recordar
tam bién que la gran época de la caza de brujas no es la E dad Media, como
es com ún creerlo, sino los siglos xvi y xvn, que pertenecen a los tiem pos
considerados m odernos. Pero lo esencial es escapar tanto a la siniestra ca­
ricatura como a la idealización: "ni leyenda negra, ni leyenda rosa”, escribió
Jacques Le Goff. La E dad M edia no es ni el hoyo negro de la historia occi­
dental, ni el paraíso perdido. Hay que ren u n c iar al m ito tenebroso tanto
como al cuento de hadas.
No es posible salir de esta alternativa sesgada sin entender cóm o y por
qué esta m ala rep utació n tenaz de la E dad M edía y su reflejo invertido se
form aron. La Edad M edia lleva hasta en el nom bre los estigm as de su des­
valorización. Media aetas, m édium aevum, en latín, y las expresiones equiva­
lentes en las lenguas europeas, es la edad de en m edio, un entre dos cosas
que no p od ría nom brarse de m anera positiva, u n largo paréntesis entre una
Antigüedad prestigiosa y u n a nueva época, por fin m oderna. Son los h u m a ­
nistas italianos de la segunda m itad del siglo xv —com o G iovanni Andrea,
bibliotecario del papa, en 1469— los que em piezan a u sa r dichas expresio­
nes p ara glorificar su propio tiem po, adornándolo con prestigios literarios
v artísticos de la Antigüedad y diferenciándolo de los siglos inm ediatam ente
anteriores. Pero es necesario esperar hasta el siglo xvn para que el corte de la
historia en tres edades (Antigüedad, E dad M edia, Tiem pos M odernos) se
convierta en u n a h e rram ien ta historiográfica com ún, en p a rticu la r en las
obras de los eruditos alem anes (Rausin en 1639, Voetius en 1644 y H orn en
1666). P or últim o, en el siglo xvm, con las Luces, esta visión de la h isto ria
se generaliza, m ientras que se alianza la asim ilación entre E dad M edia y
oscurantism o, cuyos efectos todavía son visibles en la actualidad. Ya sea que
se trate de los hum anistas del siglo xvi, de los eruditos del xvh o de los filóso­
fos del xviii, la E dad M edia aparece claram ente com o el resu ltad o de u n a
construcción historiográfica que apun tab a hacia la valorización del presen­
te, m ediante u n a ru p tu ra proclam ada con el pasado reciente.
En la m ateria, la época de las Luces constituye el m om ento fundam en­
tal. Para la burguesía, que pronto se adueña del poder político, la E dad Me­
dia constituye u n contrapunto perfecto: Adam Sm ith evoca la anarquía y el
estancam iento de un periodo feudal hund ido en los corporativism os y las
reglam entaciones, p o r oposición al progreso que aportó el liberalism o; Yol-
taire y R ousseau den uncian la tira n ía de la Iglesia y forjan la tem ática del
oscurantism o medieval, p ara hacer resaltar m ejor las virtudes de la libertad
de conciencia. Es entonces cuando aparece, de m anera decisiva, la visión de
la E dad M edia que p erd u ra h asta n uestros días. Porque las Luces se defi­
nen por oposición y la im agen de las tinieblas m edievales hace que su nove­
dad sea m ás resplandeciente. Entonces, tienen que m o stra r que todo “lo
que las h ab ía precedido, en política no era sino arb itraried ad , en religión
fanatism o, en econom ía m arasm o" (G uerreau). La construcción historio-
gráfica de la E dad M edia perm ite de este m odo exaltar los valores en nom ­
bre de los cuales la burguesía se adueña del poder y reacom oda la organiza­
ción social, sin d ejar de legitim ar la ru p tu ra revolucionaria con el antiguo
orden. A hora bien, el pensam iento de las Luces no sólo conduce a u n a de­
nuncia radical de ias tinieblas anteriores, sino que tam bién desem boca en
que se vuelva incom prensible la época medieval, lo que no hace sino acen­
tu ar su desvalorización. Al crear los conceptos enteram ente nuevos de eco­
nomía (Smith) y de religión (Rousseau), los pensadores de las Luces provocan
lo que Alain G uerreau denom ina la “doble fractura conceptúa!”. Al ocultar
las nociones que daban sentido a la sociedad feudal, vuelven im posible cual­
quier entendim iento de la lógica propia de su organización y la hacen n a u ­
fragar en la incoherencia y la irracionalidad, con lo que contribuyen a ju sti­
ficar la necesidad de abolir el antiguo ox'den.
Debido a que constituye u n a época m a n ch a d a por un prejuicio in fa­
m ante excepcionalm ente vigoroso, la E dad M edia invita, con p a rtic u lar
agudeza, a una reflexión sobre la construcción social del pasado y sobre la
función presente de la representación del pasado. Tal como acaba de m en­
cionarse, la idea de un m ilenio del oscurantism o responde a intereses pre­
cisos: la propaganda de los h um anistas en p rim e r lugar, luego y sobre todo
el im pulso revolucionario de los pensadores burgueses ocupados en soca­
var los cim ientos de un régim en antiguo cuya quintaesencia es la E dad
Media. Hay que creer que seguim os viviendo en el m undo al que dieron
form a, dado que su visión de la E dad M edia sigue haciendo las veces de
lugar com ún. Quizá la necesidad de sem ejante c o n trap u n to ya no resulta
tan im perioso com o a finales del siglo xvm. Sin em bargo, este pasado tan
lejano com o bárb aro sigue p restando buenos y leales servicios, y la im po­
sibilidad de d esarraigar las ideas preconcebidas sugiere que no es fácil re­
n u n ciar al dem asiado práctico bien h ech o r m edieval. Éste contribuye a
convencernos de las virtudes de n u estra m o d ernidad y de los m éritos de
nu estra civilización. La m ayor parte de las cu lturas tuvieron gran necesi­
dad de la im agen de los b árb aro s (o de los prim itivos), pertenecientes a
una lejanía exótica o presentes m ás allá de sus fronteras, para definirse a sí
m ism as com o civilizaciones. O ccidente no es la excepción, pero tam bién
presenta la p articularid ad de una época b á rb a ra asen tad a en el seno m is­
mo de su propia historia. En todos estos casos, el otra parte o el antes bár­
baro resultan decisivos p ara constituir, p o r contraste, la im agen de un aquí
y ahora civilizado. A interrogarse sobre las nociones de barbarie y de civi­
lización y a poner en duda la posibilidad de ju zg ar a las sociedades h u m a­
nas en función de sem ejante oposición: a eso nos invita tam bién la historia
de la Edad Media.
Pero ¿qué sentido tiene estudiar eí Occidente medieval desde tierras am eri­
canas y en p articu lar mexicanas? ¿Por qué interesarse desde México en una
sociedad tan alejada en el tiem po y en el espacio? La fecha de 1492, bisagra
convencional entre E dad M edia y Tiempos M odernos, p roporciona u n p ri­
m er elem ento de respuesta. Ese año está m arcad o p o r u n a notable conste­
lación de acontecim ientos de p rim er orden p a ra la península ibérica y para
Occidente: adem ás de la llegada de Colón a las islas del Caribe, el final vic­
torioso del sitio de G ranada realizado por Fernando de Aragón e Isabel la
Católica, la expulsión de los judíos de los reinos de Aragón y de Castilla, sin
hablar de la publicación de la prim era gram ática de u n a lengua vernácula,
la Gramática de la lengua castellana de A ntonio de N ebrija. La conjunción
de estos acontecim ientos en unos cuantos m eses no es Eruto de la casualidad
sino que responde, p o r el contrario, a u n a sucesión lógica, bien señalada
por B ernard Vincent. Aquí nos interesa en p a rtic u lar el vínculo entre el fi­
nal de la R econquista y el principio de la aventura m arítim a lanzada hacia
e) oeste, que llevará rápidam ente a la Conquista. Los dos hechos —al igual
que la expulsión de los judíos— form an parte de un m ism o proyecto de con­
solidación de la unidad cristiana, de la que los Reyes Católicos, de entre los
soberanos occidentales, pretenden volverse los paladines. P or eso, u n a vez
elim inada la dom inación m usulm ana en la p enínsula ibérica y afirm ada la
unidad cristiana de ésta, era lógico que Fernando e Isabel pusieran térm ino
a la larga espera de Colón y al final aceptaran apoyarlo, con la esperanza de
proyectar esta unid ad m ás allá de los territo rio s recién reconquistados,
para la m ayor gloria de Dios y de sus senadores reales. E n este sentido, Re­
conquista y Conquista revisten una profunda u n idad y form an parte de un
m ismo proceso de unificación y de expansión de la cristiandad. El cronista
López de G om ara, en 1552, lo dice p o r lo dem ás con sum a claridad: “En
cuanto term in ó la conquista sobre los m oros [...] em pezó la conquista de
las Indias, de tal m an era que los españoles siguieron en lucha contra los in­
fieles y los enem igos de la fe”.
Hay otra m arca de continuidad: los conquistadores de las tierras am eri­
canas adoptan com o protector y santo patrono a Santiago M atamoros, como
en los tiem pos de la R econquista con tra los m usulm anes. No im p o rta que
aquí no haya m oro alguno; basta con que los "indios" los sustituyan, de don­
de se explica la perpetuación, hasta nuestros días, de la danza de los m oros
v cristianos, que se p ractica en E spaña desde el siglo xn. P or lo demás, la
cristianización de los "indios” prolonga y reproduce la de los m oros de Gra­
nada, su preludio inm ediato. Es cierto que la Conquista tiene que entender­
se tam bién en relación con una lucha simultánea en contra del islam y sobre
todo del peligro otom ano, que entonces preocupa a los soberanos hispáni­
cos más todavía que los asuntos de las Indias, hasta que se dieron cuenta de
que sus riquezas podían resultar muy útiles para enfrentar la ofensiva turca
(H ernán Taboada). Sin embargo, aun si el referente antiislám ico de la Con­
quista se ubica tanto en el presente com o en el pasado, es posible advertir
que existe una fuerte continuidad entre un fenóm eno típicam ente medieval
como la Reconquista, y otro hecho, el viaje hacia el oeste y la conquista am e­
ricana, que p o r lo general se considera como profundam ente m oderno. En
este sentido, 1492 no es la línea divisoria entre dos épocas tan ajenas una
de la otra como el día de la noche, sino m ás bien el punto de articulación de
dos em presas extrañam ente parecidas, el punto de unión de dos m om entos
históricos dotados de una profunda unidad. Si bien no es su exacta reproduc­
ción, la Conquista es la prolongación de la R econquista. Entonces resulta
necesario reconocer que el corte trad icionalm ente adm itido entre Edad
M edia y Tiempos M odernos tiene que volver a pensarse con el m ayor dete­
nim iento, y que la C onquista hunde sus raíces en la historia m edieval de
Occidente.
Los españoles que ponen pie en el continente am ericano están im preg­
nados de una visión del m undo y de valores que son medievales. Los prim e­
ros de ellos ignoran que están llegando a un m undo desconocido. Cristóbal
Colón encuentra lo que no estaba buscando y no sabe que lo que encuentra
no es lo que estaba buscando. C iertam ente, puede m atizarse la oposición
tradicional entre Colón, descubridor a pesar suyo, y Vespucio, verdadero "in­
ventor" del continente am ericano, señalando que el prim ero, en el m om ento
de su tercer viaje, evoca una enorm e tierra “de la que nadie jam ás ha tenido
conocim iento”. Eso no im pide que m uera sin re n u n ciar a creer que ha a l­
canzado su objetivo, es decir, tierras que pertenecen a lo que llamamos Asia.
Colón 110 tiene nada de moderno; y es necesario disipar un eventual m alen­
tendido: su genio no se debe en absoluto al hecho de h ab er defendido la
esfericidad de la Tierra, adm itida ya en la A ntigüedad, y después por m ás
de la m itad de los teólogos medievales, como Alberto el Grande o Fierre dAilly.
El verdadero m érito de Colón, adem ás de sus m éritos com o navegante y
organizador, se debe a la acum ulación de una serie de errores de cálculo. El
debate que suscita el proyecto de Colón, en el curso de los años que antece-
den a su ap robación, no estrib a en el carácter esférico o no esférico de la
Tierra, sino en la evaluación de la d istancia m arítim a que hab ía que re­
correr, desde E uropa, p ara llegar a Japón p o r el oeste, y por consiguiente en
la factibilidad de la ruta occidental hacia las Indias. Colón estim a, con base
en u n a in terp retació n erró nea de los datos incom pletos disponibles en su
tiem po, que el F in isterre occidental y las tierras del Lejano O riente están
separadas sólo p or “un m ar estrecho”, y a eso se debe que tenga la audacia
de soltar am arras. A fin de cuentas, a pesar de las consecuencias im previs­
tas de su aventura, Colón es un viajero medieval, inspirado en M arco Polo,
m ercader veneciano del siglo xin, y en Fierre d’Ailly, teólogo escolástico de
finales del siglo xiv y p rincipios del xv. F u n d am en ta lo esencial de sus teo­
rías en la Im ago m u n d i de este ultim o, obra que no es particu larm en te in ­
novadora, y se obstina en querer encontrar al G ran Kan, para concretar las
esperanzas de conversión dejadas p o r M arco Polo, y en buscar el acceso a
Japón, que él llam a Cipango, p orque este a u to r su braya que ahí las casas
están hechas de oro.
Los p rim ero s co n qu istad ores exploran las tie rras am ericanas espe­
ran d o ver que en ellas se m aterializa la geografía im ag in aria de la E dad
M edia. D u ran te su tercer viaje, Colón pien sa h a b e r localizado el paraíso
terrestre en la desem bocadura del Orinoco; Cortés hace esfuerzos por des­
cu b rir el rein o de las am azonas, prom esa de riquezas enorm es, y escribe a
Carlos V que está a pun to de lograr este objetivo; m uchos otros com parten
tales sueños, cuando no afirm an h ab er encontrado a los pueblos m o n stru o ­
sos, com o los p an o lis de largas orejas o los cinocéfalos, descritos por la
tradición m edieval desde Isidoro de Sevilla (560-636) y representados por
ejemplo en el tím pan o de la basílica de Vézelay, en el siglo xri. Así, incluso
cuando se reconoce, algunos decenios después del p rim e r viaje de Colón,
que las tierras alcan zadas form an u n co n tin en te h asta entonces ignorado
po r los europ eo s y al que se em pieza a d a r un n o m bre nuevo —e incluso
cuando se reconoce que se tra ta de un acontecim iento considerable, el más
im po rtan te desde la E ncarnación de Jesucristo, según G om ara—, la nove­
dad del m undo así "descubierto” no es algo fácil de asum ir p o r parte de los
contem poráneos. Como lo sugirió Claude Lévi-Strauss, los españoles deja­
ron sus tie rra s no ta n to p a ra a d q u irir co nocim ientos inéditos com o para
confirm ar sus viejas creencias, y proyectaron sobre el Nuevo M undo la rea ­
lidad y las trad icio n es del antiguo. No hay sím bolo m ás vistoso de sem e­
ja n te m e n talid a d —m ás p reo cu p ad a p o r confirm ar un saber establecido
que p o r d esc u b rir lo desconocido— que la a c titu d de Colón, que obligó a
sus hom bres a declarar bajo juram ento que Cuba no era u n a isla y que pre­
vio castigo p a ra los rebeldes, sim plem ente porque sus teorías requerían
que así fuera (Todorov).
En este punto, es inevitable evocar los objetivos del descubrim iento y
luego los de la conquista. Son tres los que se aluden clásicamente: la necesi­
dad de u n a vía hacia el oro y las especias de las Indias, lo que perm itiría
rod ear la coalición otom ana; la b úsqueda de diferentes productos de con­
sumo corriente, como la m adera, el pescado del Atlántico Norte y la caña de
azúcar, cuya producción, d esarrollada en M adeira y.las Canarias, está en­
tonces en pleno auge, y p o r últim o el deseo de convertir y de evangelizar a
nuevas poblaciones. Estos objetivos pueden reducirse a dos: uno m aterial
(cuyo símbolo es el oro) y el otro espiritual (la evangelización); o incluso uno
político (la gloria del rey) y el otro religioso (la gloria de Dios). Sem ejante
presentación violenta de m an era radical la lógica de los cuadros m entales
vigentes en aquella época. No obstante, ciertos autores, como Fierre Vilar o
Tzvetan Todorov, h a n señalado claram ente que él oro y la evangelización
no debían de percibirse com o objetivos contradictorios. Se combinan con fa­
cilidad en la m ente de los conquistadores; y si bien a Colón el oro le preocu­
pa hasta la obsesión, esto se debe sobre todo a que debe servir para finan­
ciar la expansión de la cristiandad, y en particu lar el proyecto de cruzada
destinado a recu p erar Jerusalén, en poder de los otom anos, proyecto que
dice haber com entado con F ernando de Aragón. El viaje indio al final debe
reencam inar hacia Tierra Santa, de acuerdo con el m odelo medieval de la
cruzada; su fin últim o no es otro que la victoria universal de Jesucristo (y, de
hecho, m ucho m ás allá de Colón, las Indias se consideran como una venta­
ja para ganarle al im perio otom ano). Más am pliam ente, habría que pregun­
tarse lo que representaba el oro p ara los hom bres de aquel tiem po, y dejar
de d ar p or sentado que no po dría significar ninguna otra cosa que lo que
para nosotros significa: un equivalente m onetario, una riqueza m aterial, un
capital que había que ateso rar o invertir. Ciertam ente, en la E dad M edia y
en el siglo xvi, el oro es tam bién u n m etal dotado de un valor extremo y, de
m anera secundaria, de un uso m onetario. Pero seguram ente su significado
está m ucho m ás alejado del significado que tiene en la actualidad, o m ucho
más de lo que podríam os imaginar. El oro de los conquistadores casi nunca
se atesora y m ás bien es objeto de actitudes dispendiosas ajenas a la m en­
talidad contem poránea. M ucho m ás que un elem ento de riqueza con valor
en sí m ism o, parece ser u n signo y u n a oportunidad de prestigio. Para Co­
lón es la p ru eb a de la im p o rtan cia de su descubrim iento y una esperanza
de alta dignidad; p a ra un buen núm ero de conquistadores, es el m edio de
acceder a u n a p osición social m ás elevada, y de ser posible a la nobleza.
Así, el oro no significa ta n to u n valor económ ico com o un estatus social
("confiere gloria y poder; es sím bolo de am bas cosas", subraya Fierre Bon-
nassie). Además, tan im portantes resu ltan las virtudes m ágicas y el sim bo­
lism o espiritu al que se le atribuyen, que no es sólo u n a realidad m aterial.
El oro es m enos m ateria que luz, y sú brillo lo vuelve apto p a ra sugerir las
realidades celestes; articula los valores m ateriales y espirituales de acuerdo
con u n a lógica p o r com pleto medieval que Colón expresa en form a m aravi­
llosa: “El oro es excelentísim o; del oro se hace tesoro y con él, quien lo tie­
ne, hace cuanto quiere en el m undo y llega a que echa las ánim as al paraíso”.
En resum en, la sed de oro es u n rasgo que en sí no tiene nada de m oderno, y
que tiene m ucho m enos que ver con u n a lógica de tipo capitalista. Se corre
pues u n enorm e riesgo al leer los hechos de la aventura am ericana prestan ­
do a sus acto res n u e stra pro pia m entalidad, cuando es m uy probable que
sus valores y la lógica de su com portam iento hayan sido en lo esencial los
de los siglos medievales.
El m un do m edieval se hace presente en tierras am ericanas no sólo por
sus form as de pensam iento. M uchas instituciones esenciales de la organi­
zación colonial están tom adas m ás o m enos directam ente de la E uropa m e­
dieval. Se discute con el objeto de definir en qué m edida la encom ienda
tiene que ver con las instituciones feudales. E n cuanto a la Iglesia, cuyo
papel en la estructuración de la dom inación colonial resulta tan fundam en­
tal, costaría trab ajo en c o n tra r m uchas diferencias con la Iglesia ro m an a
medieval. Las órdenes m endicantes, que desem peñan el papel principal en
la conquista espiritual (y m aterial) de m uchas regiones, son fruto del siglo
xm europeo, m ien tras que el culto a los santos y a las im ágenes, que tanto
facilita la o b ra de conversión de las poblaciones indígenas, constituye una
de las grandes invenciones medievales. Con el objeto de no alargar dem a­
siado la lista, cosa que no resu ltaría difícil de hacer, m enciono tan sólo al­
gunos ejemplos, com o las universidades, otra gran creación de los siglos xii
y xm que se reprod uce en el Nuevo M undo (de m an era tan literal que la
Universidad de México, creada en 1551, ado pta ios estatutos de la de Sala­
m anca, que se rem ontan al siglo xm); las ciudades de América, que se edifi­
can según el plano en cuadrícula de las nuevas ciudades europeas del siglo
xm, o tam bién las instituciones com unales im portadas de E uropa (aun hoy,
uno de los funcionarios m unicipales, el alcalde, debe su nom bre al térm ino
árabe al-cadi, usado en la E spaña m edieval y cuyo significado es juez).
¿ U n a “h e r e n c ia m e d ie v a l d e M é x i c o "?

En resum en, existe lo que Luis W eckm ann llam ó una "herencia m edieval
de México”. Sin em bargo, esta expresión y el libro al que esta expresión da
título requieren ciertas observaciones críticas. Como siem pre en la historia,
la noción de herencia —al igual que la de influencia— no deja de tener sus
riesgos, ya que sugiere la restitución pasiva de elem entos anteriores e incita
al historiador a sucum bir ante esta "obsesión de los orígenes” criticada por
Marc Bloch. En el caso de Luis W eckmann, tam bién conduce a aislar los
aspectos que, en la sociedad m edieval y en la sociedad colonial, son idénti­
cos o similares, con el objeto de elaborar una lista de ellos como si fuera un
catálogo (un inventario post mortem podría decirse, ya que se está hablando
de herencia). Pero desde el punto de vista del análisis histórico, sem ejante
procedim iento sigue siendo im presionista y prohíbe toda com prensión pro­
funda tanto del m undo m edieval y del México colonial como de la dinám i­
ca histórica que los vincula. Queda m uy alejada de una verdadera em presa
com parativa, que debe preocuparse tan to de las diferencias como de los
parecidos, y no deja de estar desprovista de toda pertinencia si no se funda­
m enta prim ero en un acercam iento global a la lógica de conjunto de las so­
ciedades com paradas. P o r otra parte, W eckm ann sigue estando atrapado
en u na concepción tradicional de la oposición entre Edad Media y Tiempos
M odernos. Por eso, p a ra fu n d am en tar la hipótesis —por lo dem ás justifi­
cada— de la im p o rtan cia del com ponente m edieval en la form ación del
México colonial, debe re c u rrir al argum ento del retraso español. A princi­
pios del siglo xvi, se supone que el R enacim iento florecía en toda E uropa,
pero que E spaña seguía siendo medieval. Es una curiosa paradoja pensar
que los reinos que se lanzan a la am biciosa aventura propuesta por Colón y
luego a la colonización de la m ayor parte del continente am ericano fueran
justam ente los m ás retrógrados del continente europeo. Pero la argum enta­
ción resulta tan inútil como poco creíble: los reinos españoles tenían entonces
una notable solidez y estaban en pleno auge, y su atraso era tan poco que
Fernando de Aragón s im ó de modelo a El Príncipe de Maquiavelo.
Viendo estos señalam ientos, quizá lo m ás sensato sería ren u n ciar a la
sacrosanta ru p tu ra entre E dad M edia y R enacim iento. Se trata aquí de un
problem a general, que rebasa am pliam ente el libro de W eckmann e invade
la bibliografía sobre el siglo xvi colonial. A lo largo de m uchas obras uno se
pregunta si tal o cual personaje es medieval o m oderno: Colón, ¿medieval o
m oderno?; Cortés, ¿noble feudal o hum anista?; B artolom é de Las Casas,
¿precursor de la m odernidad de los derechos hum anos o heredero atrasado
de la esco lástica to m ista ? A penas m enos artificiales re su lta n las te n ta ti­
vas de sep a rar las dos facetas de una m ism a personalidad, u n a m o derna y
la otra medieval. Así, Colón podrá ser juzgado com o m oderno p o r su au d a­
cia de aventurero, pero m edieval p o r su m isticism o. Como si u n a no estu ­
viese íntim am en te ligada a la otra, y com o si el m isticism o católico, con
Teresa de Ávila y m uchos otros, no alcanzara p u ntos culm inantes durante
la época llam ada m o d e rn a ... Todas estas interrogantes e hipótesis se basan
en u na visión convencional (y b astante peyorativa) de la E dad M edia, y su­
ponen que existe u n a ru p tu ra tan radical entre E dad M edia v R enacim iento
que constituyen dos categorías exclusivas y que, incluso si se ren u n cia a
u n a fecha frontera única, sigue siendo posible clasificar a cada ser o a cada
hecho de acuerdo con esta alternativa. Pero si se adm ite que esta visión
debe criticarse, se llega a la idea de que la m ayor p a rte de las lectu ras de
la co n qu ista descansa sobre u n a visión d ram áticam ente deform ada de la
E dad M edia y sobre u n a idea insostenible de la ru p tu ra entre ésta y los
Tiempos M odernos. Al m enos puede sugerirse que resulta dudoso acceder a
u n a lectu ra satisfacto ria de la C onquista en ta n to no se haya un o librado
de la visión convencional del m ilenio m edieval com o co n trap u n to de la
m odernidad.
C ualesquiera que fueren las reservas que suscitan el procedim iento de
W eckm ann y su noción de “herencia medieval”, es posible reto m ar un a par­
te de su tesis. Con la C onquista, lo que se establece de este lado del Atlán­
tico es el m u n d o m edieval, de m an era que no es m u y exagerado afirm ar
que la E d ad M edia constituye la m itad de las raíces de la historia de Méxi­
co. Como se ha dicho, no se tra ta exactam ente de reg istrar u n a herencia
recibida, cuyos elem entos podrían en um erarse en u n a lista interm inable.
Una visión histórica más global debería reconocer el peso de una dominación
colonial surgida de la dinám ica occidental, que im plicaba la transferencia y
la rep ro d u cció n de instituciones y de m entalidades europeas, aunque sin
ig n o rar que u n a realid ad original, irreductible a u n a sim ple repetición,
tom a form a en las colonias del Nuevo M undo. Entonces, se tra ta ría —aun­
que sem ejante objetivo rebasa las posibilidades de este libro— de articular
de m an era global sociedad m edieval y sociedad colonial, y de cap tar la di­
nám ica histórica que las vincula en un proceso en el que se m ezclan rep ro ­
ducción y ad aptación, dependencia y especificidades, dom inación y crea­
ción. E n este sentido no resulta inútil, p o r poco que se quiera com prender
la form ación histórica del país que hoy es México, ten er alguna idea de lo
que ha sido la civilización occidental, y no sólo la España medieval, como pol­
lo general se piensa, puesto que incluso si cada reino o cada región europea
p resentaba im p o rtan tes particu larid ad es, la cristiandad medieval consti­
tuía una entidad unitaria y bastan te hom ogénea, que sólo puede entenderse
si se considera en su conjunto. A plicar a la E dad M edia el m arco de una
historia nacional, heredada del siglo xix, equivale a privarse de com prender
su lógica profunda. Es cierto que la historia de México presenta vínculos par­
ticularm ente estrechos con la de España; pero, a través de ésta, es en la di­
nám ica de conjunto de la cristian d ad m edieval donde hunde la parte m ás
desconocida y m enos aceptada de sus raíces.
Entonces, estu d iar la E dad M edia europea es volver la m irada hacia la
civilización que se encuentra en el origen de la conquista de América. Ésta no
es resultado de u n a sociedad que de pronto haya roto con el estancam iento
m edieval y que haya quedado rep entinam ente Humiliada con la claridad
del Renacim iento. Si bien E uro p a se lanza a esta aventura que no es sino la
prim era etapa de u n proceso que, en form as variadas, conduce al dom inio
occidental del planeta entero, esto no es por el efecto de la varita m ágica de
u n R enacim iento autoproclam ado. Aquí defenderem os la idea de que la
Conquista y la colonización no se deben a una sociedad europea liberada
del oscurantism o y del inm ovilism o medievales y ya entrada en la m oderni­
dad. Más bien son resultado de una dinám ica de crecimiento y expansión, de
u na lenta acum ulación de progresos técnicos e intelectuales, propios de los
siglos medievales, y cuyo m om ento m ás intenso tom a form a alrededor del
año mil. También a esto puede ayudar la historia de la E dad Media: a com ­
p render cómo E uropa encontró la fuerza y la energía para com prom eterse
en la conquista del nuevo continente, y luego del m undo entero, a tal punto
que Occidente constituye au n hoy, m ediante su apéndice estadunidense, la
potencia que dom ina a la hum anidad. Por esa razón el presente libro tendrá
como eje principal el análisis de esta dinám ica de expansión y de dom ina­
ción que se afirm a poco a poco en la E uropa medieval y que finalm ente lle­
va a esta últim a h asta las tierras am ericanas. Así, pretendem os ayudar, m e­
diante u n largo rodeo de m il años de u n a historia en apariencia lejana, a
com prender el im pacto violento entre la Antigüedad indígena y el Occidente
medieval, que es u n a p arte determ inante de la historia de México.
Es inevitable m en cio n ar los cortes habituales del m ilenio m edieval. La fe­
cha de 476 m arca tradicionalm ente el inicio: entonces ya no hay em perador
en Rom a; O doacro se proclam a rey, antes de que lo elim ine el ostrogodo
Teodorico. Quizás esta fecha no tuvo, en la época mism a, la repercusión que
se le otorga después, tan to m ás cuanto que O doacro restituye entonces las
insignias im periales en C onstantinopla, lo que garantiza la continuidad del
Im perio rom ano, cuya dignidad se concentra en lo sucesivo únicam ente en
el soberano bizantino. Además, la decadencia del Im perio de O ccidente era
algo que ya desde hacía m ucho tiem po se daba po r sentado, igual que la ins­
talación progresiva de los pueblos germ ánicos sobre sus territorios, inclusi­
ve hasta R om a, a m enudo descuidada en beneficio de otras capitales, y ya
brevem ente ocupada en 410 p o r el visigodo Alarico y sus tropas. A pesar de
todo, 476 es u n pun to de referencia práctico que m arca, al térm ino de una
larga historia, el final de u na capital y la desaparición del Im perio rom ano
de Occidente. Pero tratán d o se del final de la E dad Media, el recurso a una
fecha lím ite es m enos unánim e. Algunos consideran 1453, cuando el Im pe­
rio rom ano de O riente, después de h ab er sobrevivido u n m ilenio a su con­
trap arte occidental, ve caer a C onstantinopla y los escasos territo rio s que
todavía controlaba en m anos de los turcos otomanos. Pero la fecha a la que se
dará m ás im p o rtan cia aquí es 1a. de 1492, ya que reviste u n a im portancia
m ucho mayor, tanto para la historia de la E uropa occidental (a cuya unidad
y "pureza" la to m a de G ranada y ía expulsión de los judíos de los reinos his­
pánicos d an el últim o toque) como para la historia del continente am erica­
no y del m undo entero.
A decir verdad, las fechas consideradas carecen de im portancia, ya que
toda periodización es xana convención artificial, en parte arbitraria, y resul­
ta engañosa si se le otorgan m ás virtudes de las que puede ofrecer. Conside­
rarem os ta n sólo que la idea tradicional de E dad M edia se refiere al milenio
de la h isto ria europea que abarca de los siglos v al xv. Ahora bien, sería di­
fícil, y poco conform e a la experiencia del sab er histórico, p en sar que mil
años de historia p u edan constituir una época hom ogénea. H ablar de la Edad
M edia es entonces u n procedim iento red u cto r y peligroso, si con esta ex­
presión se hace creer que se tra ta de u n a época igual a sí m ism a desde que
em pieza h a sta que term in a, y p o r lo m ism o, que es inmóvil. Justam ente,
este libro q u isiera dedicarse a establecer lo co ntrario, es decir, la idea de
u na intensa dinám ica de transform ación social. Desde esta óptica, no resulta
inútil recurrir a una periodización interna de la E dad Media, a pesar de to­
das las advertencias y precauciones necesarias para este procedim iento, que
habría que repetir una vez más. La periodización interna de la E dad Media
es m ás delicada que la precedente, puesto que los usos varían de m anera
im portante según los países occidentales y pueden desem bocar fácilm ente
en confusiones y equivocaciones terminológicas. Para no em brollar en forma
inútil al lector, se evocarán tan sólo dos opciones. Algunos (en particular en
Italia y España) distinguen una "alta Edad M edia”, que abarca de los siglos
v al x, y luego una "baja Edad Media”, de los siglos XI al XV. Esta división tiene
la aparente ventaja de la sim etría: dos m itades iguales, separadas por la fe­
cha fetiche del año mil. Preferiremos, sin embargo, echar m ano aquí de una
división trip artita con una alta Edad Media (siglos v a x), seguida de la Edad
M edia central, época de apogeo y de dinam ism o m áxim o (siglos xi a xm),
m ientras que los siglos xiv a xv, m ás sombríos-; m arcados p o r la Peste Ne­
gra, las crisis y las dudas, pueden calificarse de baja E dad M edia (se tendrá
cuidado de evitar la confusión con la tradición inglesa y alem ana, que nom ­
b ra alta E dad Media, p or referencia a la elevación de sus m éritos y no a su
alejam iento tem poral, lo que aquí llam am os Edad M edia central). Se trata
pues de tres épocas en extremo distintas unas de otras, y la com paración de
algunas im ágenes em blem áticas —dos para cada subperiodo— perm itirá
tal vez que se dejen sentir las profundas transform aciones y las contradic­
ciones de un m ilenio que no tiene nada de estático y que en ningún caso
sería posible resum ir en un a sola palabra (fotos 1 a 6 ).
Las dos periodizaciones evocadas tienen en com ún la im portancia que
dan al año mil corno lím ite entre la baja Edad M edia y los siglos siguientes.
Este m om ento reviste en efecto una im portancia considerable, pues m arca
un punto de transición, un cam bio de tendencia. Se pasa entonces de una
época contrastada —que acum ula prim ero crisis y retrocesos, y cuyos logros
lentam ente acum ulados culm inan en un auge todavía poco visible— a un
periodo de franca expansión, de crecim iento rápido y de dinam ism o crea­
dor. R esulta evidente que el año mil no podría constituir por sí solo el m o­
m ento preciso de este cambio de tendencia. Un fenóm eno de tal envergadu­
ra no puede sino inscribirse en la duración. De hecho, se fue preparando
lentam ente, m ediante las bases institucionales creadas en el m om ento del
episodio carolingio y m ediante la sorda acum ulación de fuerzas a lo largo
de ese siglo x, cuya reputación es ta n execrable que durante m ucho tie m p o '
se le dio el apodo del “siglo de hierro". Además, el cambio de tendencia no se
m aterializa, en el conjunto de Occidente, sino poco a poco, y en m uchos
aspectos m ucho después del año mil. Así, no podría darse u n a fecha precisa
para esta transform ación, y el recurso al año mil como sím bolo de tal fenó­
meno, no vale sino lo que valen todas las periodizaciones. P or eso, cuando
cedam os an te esta facilidad del lenguaje, se d eberá en ten d er que estam os
evocando u n proceso que ocurre en el curso de los siglos x y XI.
Sea cual fuere la m an era en que se defina el um bral que las separa, lo
im portante es esta inversión de tendencia, que da sentido a la oposición de
la baja Edad Media y de la Edad Media central. La confrontación de dos m a­
pas, propuesta después po r Roberto S. López, perm ite hacerse una idea del
contraste entre las dos épocas (véase los m apas 1 y 2). La prim era, que evoca
los siglos rv a x, m uestra u na Europa en la que se irrum pe, una E uropa en ­
tregada a las m igraciones de num erosos pueblos venidos del exterior, ger­
m ánicos y árabes en particular. M ientras que las flechas ap u n tan entonces
hacia el corazón de la E uropa occidental, éstas se invierten en el segundo
mapa, relativo a los siglos XI a xiv. La E uropa occidental se vuelve entonces
conquistadora; en lu gar de ceder terreno, avanza, desde el triple p u n to de
vista m ilitar (cruzadas, Reconquista), comercial (establecimiento de colonias
en el M editerráneo oriental y el M ar Negro, e intercam bios con O riente) y
religioso (auge de las órdenes religiosas, cristianización de la E uropa central
y del área báltica). De u n m apa al otro, el m ovim iento se invierte; de centrí­
peto, p asa a ser centrífugo, y la expansión sucede a la contracción.
Si bien resu lta útil reco rdar las periodizaciones convencionales, aquí
querem os referim os a un a propuesta que rom pe con los m arcos habituales
y perm ite reb a sa r el corte entre E dad M edia y R enacim iento. Preocupado
po r llevar a este últim o a sus justas proporciones ("un acontecim iento b ri­
llante au n q u e superficial”) y atento a las perm an encias de larga duración
en las que no tiene efecto, Jacques Le Goff propuso la hipótesis de u n a larga
E dad M edia, de los siglos iv al xvm, es decir, “entre el final del Im perio ro ­
m ano y la Revolución in d u strial”. C iertam ente, esta larga E dad M edia no
es inm óvil, o no lo es m ás que el m ilenio m edieval tradicional, y sería ab ­
surdo negar las especificidades de su últim a fase, com únm ente llam ada
Tiempos M odernos (efectos de la unificación del m undo y de la difusión de
la im p ren ta, ru p tu ra de la Reform a, fundación de las ciencias m odernas
con Galileo, D escartes y Newton, Revolución inglesa y E stado absolutista,
afirm ación de las Luces, etc.). Estas novedades son considerables, pero des­
pués de todo tal vez no lo son m ás que la duplicación de la población y de la
producción que se opera entre los siglos XI y XIII, y que constituye u n creci-
F o t o 1.San Marcos y los sím bolos de, los cuatro evangelistas en ira libro de evangelios de origen
irlandés,, ilustrado entre 750-760 (Saint-Ga.ll, Biblioteca del monasterio, Cod. 51, p. 78).

Los m anuscritos de Irlanda y el norte de Inglaterra de los siglos vu y vm suelen considerarse una
expresión de] “arte b árbaro” de la Alta E dad Media. Es cierto que en este caso nos encontram os
muy alejados de las convcncioncs antiguas y que los motivos decorativos de los márgenes laterales
(entrelazados, espirales, peitas...) se inscriben en una tradición celta, anterior a la cristianización
y profusam ente ilustrada con motivos provenientes de la orfebrería (como ios de la joyería y las
hebillas). De hecho, estamos frente a u n a búsqueda estética deliberada que aspira a lograr ia máxi­
ma geometría y la máxima ornam entación de la figura hum ana —y tam bién de la figura anim al, ya
que en las esquinas de la página encontram os los sím bolos de los evangelistas—. Ú nicam ente los
pies, las m anos y la cabeza evocan la corporeidad de san Marcos, cuya figura, muy sim ilar a la de
un Cristo, se construye casi enteram ente con la rigurosa geom etría de los toscos pliegues de su
vestimenta. Predom inan 3os rasgos curvos (incluso un círculo que delinea el m anto frente a las
piernas del santo), de m anera que la form a rectangular del libro, expuesto frontalm ente, resalta
aún más por el contraste. La curvatura de los ojos y las cejas, trazad as casi con com pás, parecen
concentrar toda la fuerza del personaje, m ientras que la sinuosa barb a, que hace eco de los en­
trelazad o s de los m árgenes, parece su g e rirla p rofusión de la P alab ra divina. El conjunto del
trab ajo estético confiere un carácter sacro a la figura central, que es la deposiiaria del m ensaje
divino. Por o tra parte, las com posiciones.laterales que se in tercalan entre las figuras de los
evangelistas dan la clave, en su disposición o rn am en tal y m usical, p a ra la in terp retació n de
toda la estructura de la página: el uno en el centro y luego el cuatro, núm ero m ediante el cual el
uno refracta p o r todo el m undo.
San Juan Evangelista en un manuscrito carolingio de principios del siglo ix (denom inados
F o t o 2.

E vangelios de la coronación, Viena, Kunsthistorisches M usa mi,. We.líliche Schal-kam m c.r


der Hofburg, f. 1 78v).

E ste m a n u sc rito de los E vangelios, p ro d u cto de la co rte de C arlom agn o en A quisgrán, es ca­
racterístico de las asp iracio n es estéticas del ren acim ien to carolingio. S obre la p á g in a teñ id a
de pú rp u ra (color im perial), el evangelista aparece com o un erudito antiguo vestido a la rom ana,
que sostien e en u n a m ano el Evangelio y en la o tra el cálam o. A p e s a r del d e te rio ro del p ig ­
m ento blanco, a ú n se p u ed en a p re c ia r los pliegues elegantes y ligeros de su to g a que conver­
gen ágilm en te h a c ia las S ag rad as E scritu ras. La cabeza, a la vez se ren a y rica en som bras,
d estaca gracias a la am plia aureola que la circunda. El d ecorado arq u itectó n ico y n a tu ra l del
fondo evoca las p in tu ra s de la A ntigüedad. La reap ro p ia ció n de las fo rm as clásicas tiene, sin
lu g ar a du d as, u n cará c te r político: an u n cia la “ren ov ación del Im p erio ” y hace de A quisgrán
u n a nueva R om a que asp ira a resu citar el espléndido poderío de an tañ o.
F o t o 3. El evangelista M arcos en la caicdral de Saniiagu de C om postela (1J88; obra del m aestro
Mateo, pórtico de la Gloria).

El pórtico de la G loria, firm ado p o r el m aestro M ateo, es u n a de las obras m aestras de la escul­
tu ra rom ánica. E ste pórtico ofrece u n a visión gran d io sa del Juicio F inal a los peregrinos que
h an conseguido llegar al térm ino de su viaje. E n esta figura de sa n M arcos sorprende la precoz
recu p eración de los cánones de la estatu aria g recorrom ana. Las pro p o rcio n es de los cuerpos,
la circiilaridad de los rostros y la delicadeza de los trazos, así com o la flexible regularidad de la
cabellera y el efecto que produce la coloración de las pupilas (las esculturas rom ánicas y góti­
cas eran polícrom as) dan testim o n io de un "clasicism o red esc u b ie rto ”. S ería m ás exacto afir­
m a r —incluso si el león alado, sím bolo de M arcos, se aleja en estilo de lo arrib a descrito— que
se tra ta de un intenso esfuerzo p o r expresar la verdad en carn ad a del m ensaje divino.
F o to 4. La Asunción ele la Virgen en un salterio clel norte de Inglaterra (hacia 1170-1175, salterio
de York; Glasgow, University Librtny, H unler U.3.2., f.l9 v ).

E sta m in iatu ra es u n a excepcional representación de la asunción de M aría después del m om en­


to en que los ap óstoles la colocan en el sepulcro. Los ángeles elevan, en p resen cia de Cristo, el
cuerpo sin vida de la Virgen hacia el cielo (nótese que en la d o ctrin a y en la tradición figurativa
no sería esta im agen la que prevalecería, sino la de una M aría resu citad a que se eleva con toda
ia gloria de su cuerpo viviente). E sta obra es ejem plar en tanto que m u estra la lógica de los pia­
nos y la o rn am en tació n q u e caracterizan a la m in iatu ra ro m án ica. El p rim e ro de estos dos as­
pectos se ve claram en te en el cadáver de la Virgen y su sudario, que so rp ren d en por su p resen ta­
ción fro n tal (esta fro n talid ad se com plem enta con un sabio m a n ejo en cap as de los diversos
plano s su p e rp u esto s de atrá s h a c ia d elante que, incluso, p ro d u cen u n efecto de trenzado, po r
ejem plo con las m anos de los ángeles que pasan en /re rite del sudario y éste a su vez pasa p o r en­
cim a de sus b razos). El segundo aspecto se ap recia claram en te en la p ro n u n c ia d a geom etría,
perceptible en ia serie de sem icírculos qu e conform an los bordes del sudario y en la disposición
reg u lar y repetitiva de los ángeles y de sus alas. E sta disposición produce, en su conjunto, una
form a d e mundorla, figura que, adem ás de d estacar el cuerpo sin vida de M aría, subraya el pri­
vilegio excepcional de su elevación celeste. Aunque la im agen en su conjunto aspira a persuadir
de la corpo reid ad de la asunción, lo divino se m anifiesta no ta n to a través de las virtudes de ía
en carnación, sino m ed iante u n a o rnam entación que sugiere otro orden de realidad.
F oto 5. Una imagen torm entosa de ¡a muerte: la estatua yacente ríe Francois de La Sarraz
(1360-1370, capilla San Antonio de La Sarraz, camión de Vaud).

D espués de las serenas escu ltu ras yacentes de los siglos xii-xm que p arecen esp era r la re su ­
rrección bajo los trazo s eternizado s de su ideal de vida te rre stre (caballeros con arm ad u ra
em puñ ando la espada, reyes y rein as con vestim entas solem nes), la escu ltu ra funeraria de fi­
nales del M edievo som ete a los cu erp o s sin vida a los efectos devastadores de] tiem po. E n el
siglo xv el aterido —com o el del cardenal La G range en Avignon— m u estra el cadáver descar­
nado, incluso en descom posición, p ara su s c ita rla m editación de los vivos. En esta estatua ya­
cente, un poco anterior, el señor d ifu n to conserva a ú n su p o stu ra de descanso y su cabellera
p erm anece p ein ad a co m o en e) día de sus exequias. Su piel desnuda está aún intacta; sin em ­
bargo, ya com ienza a ser presa de los gusanos y los sapos que, de m an era m uy sugerem e, im pi­
den el recuerdo de su rostro. P or otro lado, es difícil no p en sar en aquellas im ágenes de los cas­
tigos infernales que re p re se n ta b a n a estas m ism as b estias m ord ien d o lu ju rio sam en te a los
condenados en los genitales o en los senos. Si bien es cierto que el arte m acabro corresponde a
una época m arcada por la peste y por la angustia exacerbada p o r la m uerte, tam bién es un efec­
to del discurso m oral, cada vez m ás enfático, de los clérigos que buscan vincular al p en sa­
m iento de la m uerte Ja obsesión del pecado, la búsqueda de la salvación personal y la hom oge-
neización de los com po rtam ientos sociales.
F o to 6. E l m a trm w H in A m nlfiii, pin tado p o r Jan van E yck en Brujas, en 1434
(Londres, N ational Gállery).

La p in tu ra rep re sen ta a Giovanni Amoifini, un m ercad er orig in ario de la ciu d ad de L ucca y estable­
cido en B rujas (en aquel m om ento la m ás im p o rtan te ciudad de Flan des), ju n to a su esposa Giovanna
Cenam i en sus aposentos. La habitación es elegante p ero sin lujo superfluo (al igua] que las vestim en­
tas rem atad as con u n sencillo ornato). E n la p in tu ra flam enca de la época, la sem ejanza de los trazos
individuales y el tra ta m ien to m in u c io so del detalle en lo s objetos se co m b in a con u n sim bolism o
oculto, im p reg n ado de valores cristianos. El m arco del espejo está ad o rn a d o p o r diez escenas, a p e­
nas visibles, de la p a s ió n de Cristo. El p e rro es sím bolo de la fidelidad conyugal y la ún ica vela en cen ­
dida es sin lu g ar a d u d as el cirio del m atrim o n io que la esposa so lía llevar h asta el lecho y que, u n a
vez co nsu m ada la u n ió n, d eb ía ser extinguida. Según la ya clásica in terp retació n de E rw in Panofsky
el cuadro conm em ora el m atrim onio de la pareja Amoifini, equivale incluso a u n a su e n e de certificado
o acta de m atrim o n io , debido a la presencia del pintor, que hace las veces de testigo, cuya casi im per­
ceptible silueta se entrevé en eí espejo y cuya nítid a firm a fungiría a la vez de validación de este certi­
ficado (“Jo han nes de E yck fuit hic” [Jan van E yck estuvo aquí]). Sin em bargo, h a sido m otivo de deba­
te el hecho de que el p in to r no representa el en trelazam iento d e am b a s m an o s derechas de los esposos
com o lo prescribía la costum bre m atrim onial y que la iconografía generalm ente respeta. N um erosos tra­
bajos po steriores ponen en tela de ju icio la lectura de Panofsky, a tal grado que ah o ra se du da incluso
de la id e n tid a d de los A m oifini. El cu ad ro , que está elab o rad o en con so n an cia con las m ás estrictas
reglas de la perspectiva, p arece hacer eco de los ex perim en tos de B run elleschi, u n poco anteriores,
puesto que el p u n to de fuga se en cu en tra precisam ente en el centro deí espejo, ju sto donde aparece el
pintor, y coincide, así, con el p u n to de vista que correponde el espectad or del cuadro.
M a pa !, La Europa asediada: los m ovim ientos de población del siglo ¡va l x.

Las cruzadas
La colonización germánica
,5fr La Reconqu

M a p a 2. Europa en expansión d e l s ig lo x al xrv.


m iento excepcional en la historia occidental, de una am plitud desconocida
desde la invención de la agricultura, y que no vuelve a producirse antes de
la Revolución industrial. La larga Edad Media en su conjunto es un periodo
de profundas transfo rm acio nes cuantitativas y cualitativas y, al respecto,
no existen m ás diferencias entre los siglos xvi a xvn y los siglos X I a xm que
entre éstos y la alta E dad Media. Si bien todas estas evoluciones son capita­
les, eí concepto de larga Edad M edia invita a poner atención en la unidad v
coherencia de este período de casi 15 siglos. Las continuidades son m últi­
ples, desde los ritos de la realeza sagrada hasta los esquem as de los tres ór­
denes de la sociedad, desde los fundamentos técnicos de ia producción m ate­
rial hasta el papel central desempeñado por la Iglesia. Sobre todo, un análisis
global lleva a concluir que no se da un cuestionam iento de los m arcos pre­
dom inantes de ia organización social, de m anera que las m ism as "estructu­
ras fundam entales persisten en la sociedad europea del siglo ív al siglo xix”.
Desde esta perspectiva —y sin negar sus profundas transform aciones, ni
sobre todo la dinám ica que las caracteriza—, la larga E dad Media, asim ila­
da al feudalism o, se escalona entre una A ntigüedad esclavista y las p rim i­
cias de la Revolución industrial y del m odo de producción capitalista.
La larga E d ad M edia de Jacques Le Goff es una inestim able herram ien­
ta p ara ro m p er con las ideas ilusorias del R enacim iento y de los Tiempos
M odernos. R especto de estos últim os, convertidos en una fase de la larga
E dad Media, Le Goff subraya con énfasis que "el concepto de m odernidad
aplicado a los Tiempos M odernos hay que revisarlo o de plano ponerlo en
el cuarto de los trebejos”. Y en cuanto al siglo xvi, constituye tanto m enos
u n a ru p tu ra cuanto que la idea de renacim iento es consustancial a la E dad
M edia m ism a. Si se h abla de renacim iento carolingio, de renacim iento del
siglo X II, y luego de los siglos xv y xvi, y si, todavía al final del siglo xvm, los
revolucionarios necesitan del m ito del retorno a la Antigüedad para rom per
con el antiguo orden, es que la incapacidad de p en sar la novedad de otra
m anera que com o u n retorno a u n pasado glorioso es u n a de las m arcas de
continuidad de la larga E dad M edia (con la que la m odernidad com enzará
a rom per en el paso del siglo xvm al xix, dando origen a la idea m oderna de
la historia, tal com o lo dem ostró R einhart Koselleck). "Lejos de m arc ar el
final de la E dad Media, el R enacim iento —los Renacim ientos— es un fenó­
m eno característico de u n largo periodo medieval, de u n a E dad M edia
siem pre en busca de u n a autoridad en el pasado, de u n a edad de oro hacia
atrás” (Le Goff). Resulta inútil añadir que, en semejante marco teórico, las pre­
guntas ¿medieval o renacentista?, ¿medieval o moderno?, pierden toda perti­
nencia. Leí os de todo análisis en térm inos categóricos exclusivos, se tra ta
en lo sucesivo de d ar cuenta de las evoluciones y de las transfon-naciones en
el seno de una coherencia de muy larga duración.
P or último, hay que disip ar u n posible error. A p esar de que la larga
Edad M edia se acerca a nosotros desde el p u n to de vista cronológico (tres
siglos, en relación con su versión tradicional), tiene que seguirse conside­
rando com o separada de nuestro presente. El equívoco puede presentarse
sobre todo p orque nos hem os esforzado en abogar p o r u n a E dad M edia
cercana —m ucho m ás cercana de io que piensa la opinión general— y que
se ha vuelto parte integral de ia hisloria de México. Sin embargo, a pesar de su
contribución fundamental al auge de O ccidente y a su dominio sobre Amé­
rica v el m undo, la (larga) Edad M edia ba de considerarse como un universo
opuesto al nuestro: m undo de la tradición an terio r a la m odernidad, m u n ­
do rural an terio r a la industrialización, m un d o de la Iglesia todopoderosa
anterior a la laicización, m undo de la fragm entación feudal anterior ai triu n ­
fo del Estado, m undo de las dependencias interpersonales anteriores al sala­
riado. En resum en, la Edad Medía es p ara nosotros un antim undo, anterior
al reino del m ercado. Estas rupturas no deben acreditarse al Renacim iento,
sino esencialm ente a la Revolución industrial y a la form ación del sistem a
capitalista. Ahí reside la barrera histórica decisiva, que hace de la E dad M e­
dia un m u n d o lejano, u n tiem po anterior, en el que casi todo se nos vuelve
opaco. Es p o r eso que el estudio de la E dad M edia es una experiencia de al-
teridad, que obliga a desprendernos de nosotros m ism os, a deshacer nues­
tras evidencias y a em prender u na paciente lab or para aprehender un m u n ­
do del que incluso los aspectos aparentem ente m ás fam iliares participan de
una lógica que se nos ha vuelto ajena.

La organización del presente libro está determ inada por las cuestiones que
acabo de presentar. Si bien resulta indispensable disponer, para abordarlas,
de inform ación suficiente sobre la E uropa medieval, no podría pretenderse
p roponer aquí u n a síntesis com pleta de los conocim ientos actuales, y cier­
tos aspectos tuvieron que om itirse o m inim izarse. E ra inevitable hacer una
selección, y hab ría sido desm esurado estud iar en su totalidad la larga Edad
M edia de 1a que acabo de hablar. E n las páginas siguientes, no sólo retom o
los lím ites tradicionales de este periodo, sino que puse un fuerte acento en la
E dad M edia central, por considerar que se tra ta b a del m om ento decisivo de
afirm ación del auge occidental y porque, a p esar de unos vínculos m ás in ­
m ediatos con la baja Edad Media, la preocupación p o r las fuerzas fundam en­
tales de la dinám ica occidental y p or sus consecuencias coloniales invitaba
a concentrar la atención en este m om ento.
La obra se divide en dos partes, entre las cuales existe una fuerte duali­
dad. La prim era, quizá m ás convencional, se esfuerza por dar acceso a un
conocim iento elem ental de la Edad M edia y p o r sin tetizar las inform acio­
nes relativas al establecim iento y la dinám ica de la sociedad medieval. E n­
tre un prim er capítulo consagrado a la alta E dad M edia y uno últim o que se
esfuerza por establecer la confluencia entre la E uropa m edieval y la Améri­
ca colonial, sus dos p alabras clave son feudalism o e Iglesia. E sta prim era
parte no oculta sus orientaciones historiográficas: la preocupación de la or­
ganización social (que incluye en prim er lugar a la Iglesia) eclipsa el segui­
m iento cronológico de los conflictos entre los poderes; los m arcos “nacio­
nales” apenas se m encionan y la historia de la form ación de las entidades
políticas, m onárquicas o de otra índole, sólo se evoca de m anera m uy su­
cinta. La segunda p arte se esfuerza p o r em prender u n a com prensión más
profunda de los engranajes de la sociedad feudal: tal vez exige m ás de parte
del lector. Es posible que se vea en ella la huella de la h isto ria llam ada de
las m entalidades; pero m ás bien quisiera su b ray ar que se tra ta de aproxi­
m ar las estructuras fundam entales de la sociedad medieval, m ediante una
serie de temas transversales: el tiempo, el espacio, el sistem a moral, la perso­
na hum ana, el parentesco, la im agen. La apuesta es com prender cóm o es­
tán organizados y pensados el universo y la sociedad, evitando las distincio­
nes que nos son habituales (econom ía/sociedad/política/relígión) y haciendo
un esfuerzo por ligar, ta n estrecham ente como sea posible, la organización
m aterial de la vida de los hom bres y las representaciones ideales 1 que le
dan coherencia y vitalidad .2

1Idéelles en el orig in al Tiene el sentido de ''idea" (y no de “perfecto") que le da M aurice Godelier


en su obra ¿ o ideal y lo ruaUnal. Peusiuiiiciilo, economías, sociedades, Taurus, M adrid, 1989. [ t . ]
2 A lo largo del texto se indica de qué autores se to m aro n las referencias m ás directas; pero
lo esencial de la b ib lio g ra fía y de las obras utilizadas p a ra cada capítulo se en cu en tra al final
de] volum en.
P r im e r a p a r t e

. FORMACIÓN Y AUGE
DE LA CRISTIANDAD FEUDAL
I. G ÉN ESIS DE LA SOCIEDAD CRISTIANA
La alta Edad Media

Aun s i eí objeto principal del presente libro es e l auge de la E dad M edia

central, resu lta im posible ig norar los procesos fundam entales de desorga­
nización y de reorganización que caracterizan al m edio m ilenio an terio r y
que resultan, p o r esta razón, indispensables p ara la com prensión de la di­
námica medieval.

I n s t a l a c ió n d e nuevos pu eblo s

Y FRAGMENTACIÓN DE OCCIDENTE

¿Invasiones bárbaras?

La expresión tradicional de invasiones bárbaras (a las que com únm ente se


atribuía la responsabilidad de la caída del Im perio rom ano de O ccidente)
debe ser objeto de u n a doble crítica. Bárbaro: esta palabra, en un principio,
sólo designa a los no griegos, y luego a los no rom anos. Pero la connotación
negativa adquirida p o r este térm ino hace difícil em plearlo hoy sin rep ro d u ­
cir un juicio de valor que convierte a Rom a en el m odelo de la civilización,
y a sus adversarios en los agentes de la decadencia, de la regresión y de la
incultura. Ciertamente, los pueblos germ ánicos —expresión aceptable en su
neutralidad descriptiva— que se instalan poco a poco en el territorio del Im ­
perio que estab a en decadencia y que luego cayó, al principio ignoran todo
de la cultura u rb an a tan apreciada p or los rom anos, y no se entregan a los
arcanos del derecho y de la adm in istración del E stado, ajenos com o son a
la p ráctica de la escritura. Pero su cohesión social y política, alrededor de
su jefe, o tam bién su habilidad en m ateria de artesanías y particularm ente
en el trabajo de los m etales, superior a la del m undo rom ano, les garantiza
algunas ventajas y les perm ite aprovecharse de las debilidades de un Im pe­
rio en dificultades. El térm ino de invasión no es m ás satisfactorio que el de
bárbaros. C iertam ente, hubo episodios sangrientos, confrontaciones m ilita­
res, incursiones violentas y ocupaciones de ciudades; sin duda son aquellos
que los relatos de los cronistas h an puesto de relieve. Sin em bargo, la insta­
lación de los pueblos germ ánicos debe im aginarse m ás bien como una len­
ta infiltración que duró varios siglos, como una inm igración progresiva y a
m enudo pacífica, en el curso de la cual los recién llegados se instalaban de
m anera individual, sacando provecho de sus talentos artesanales o ponien­
do su fuerza física al servicio del ejército rom ano, o bien en grupos num ero­
sos que se beneficiaban entonces de un acuerdo con el Estado rom ano, que
les otorgaba el estatus de “pueblo federado". Así, en una prim era etapa, el
Im perio pudo absorber esta inm igración o pactar con ella, antes de desapa­
recer p or el efecto de sus propias contradicciones, exacerbadas a m edida
que la infiltración extranjera iba haciéndose mayor.
La historiografía reciente lo ha m ostrado de m anera clara: la zona fron­
teriza (limes) en el norte del Im perio desem peñó un papel im portante, no
tan to com o separación, tal com o suele im aginarse, sino como espacio de
intercam bios y de interpenetración. Del lado rom ano, la presencia de ejér­
citos considerables y la im plantación de una hilera de ciudades im portantes
en la retaguardia (París, Tréveris, Colonia) estim ulan la actividad de estas
regiones e increm entan su peso demográfico, quizá sentando las bases de la
im portancia adquirida p o r el noroeste de E uropa a p a rtir de la alta Edad
Media. E n lo que se refiere a los grupos germ ánicos que viven en las proxi­
m idades del limes, éstos dejan de ser nóm adas y se vuelven campesinos que
viven en aldeas y practican la cría de ganado, lo que les perm ite ser guerre­
ros m ejor alim entados que los rom anos. Debido a su sedentarización, su
form a de vida es m ás sim ilar de lo que podría pensarse a la de los pueblos
rom anizados, que po r lo dem ás com ercian voluntariam ente con ellos. Así,
cuando las incursiones de los hunos, llegados de Asia central, irrum pen por
E uropa, los visigodos que piden autorización para e n trar al Im perio son
agricultores a los que este nuevo peligro preocupa tanto como a los rom a­
nos m ism os. La frontera, entonces, fue el espacio en el que rom anos y no
rom anos se acostum braron a encontrarse y a intercam biar, y com enzaron a
d ar origen a un a realidad interm edia; la frontera se volvió "el eje involunta­
rio alrededor del cual los m undos rom ano y b árbaro convergían” (Peter
Brown).
Luego, la unid ad im perial se disloca en form a definitiva, dando lugar,
durante los siglos v y vi, a una decena de reinos germánicos. Desde 429 hasta
439, los vándalos se instalan en el norte de África con el estatus de pueblo
federado, luego los visigodos en E spaña y Aquitania, los ostrogodos en Ita­
lia (con Teodorico, que reina a p artir de 493), los burgundios en la parte este
de la Galia, los francos en el norte de ésta y en la Baja R enania y, por últi-
mo, a p a rtir de 570, los anglos y los sajones, que establecen en las islas b ri­
tánicas (excepto en los territorios de Escocia, Irlanda y el País de Gales, que
sisuen siendo celtas) los num erosos reinos que se d esgarrarán d u ran te la
alta Edad Media (Kent, Wessex, Sussex, Anglia Oriental, Mercia, N orthum -
bria). Sin lograr, no obstante, in v e rtirla fragm entación que en ese entonces
caracteriza a O ccidente, u n fenóm eno notorio de aquel periodo es el incre­
mento del poderío de los francos, dirigidos p or los soberanos de la dinastía
merovingia, fundada p o r Clodoveo (t 511) e ilustrada por G o tario (t 561) y
Dagoberto (t 639). Los francos, en efecto, logran echar a los visigodos de
Aquitania (en la batalla de Vouillé, en 507), englobar los territorios de otros
pueblos, en p a rticu la r el de ios b u rg und ios en 534, p ara finalm ente dom i­
n ar el conjunto de la Galia (con excepción de la Arm órica celta). Adquieren
así u n a prim acía en el seno de los reinos germ ánicos, lo que refuerza to d a­
vía más el peso, ya dem ográficam ente dom inante, de la Galia. Un poco des­
pués, d u ran te el siglo vi, los últim os pueblos germ ánicos en llegar, los lom ­
bardos, se instalan en Italia, con lo que contribuyen a arru in ar la reconquista
de u n a p arte del antiguo Im perio de Occidente dirigido por el em perador de
oriente Ju stiniano (t 565).
Incluso después de la instalación de los pueblos germ ánicos, el Occi­
dente altom edieval sigue estando m arcado p o r la inestabilidad del pobla-
m íento y la ap arició n de recién llegados. La expansión m u su lm an a invade
la p enínsula ibérica y pone fin al reino visigodo en 711, m ientras que b a n ­
das arm adas m usulm anas avanzan hasta el centro de la Galia, con la finalidad
de saquear Tours, antes de que los venza en Poitiers, en 732, el jefe franco
Carlos M artel, lo que los obliga a una retirad a hasta los Pirineos. Luego, en
la segunda p arte de la alta E dad Media, hay que m encionar las incursiones
tum ultuosas de los húngaros, en el siglo x, y sobre todo las de los pueblos
escandinavos, tam bién llam ados vikingos o norm andos (literalm ente north
men, "hom bres del n o rte ”). Estos últim os, valerosos guerreros y grandes
navegantes, acosan las costas de Inglaterra desde finales del siglo vin y so­
m eten a los reinos anglosajones al pago de un tributo, h asta que el danés
Canuto se im pone como rey de toda Inglaterra (1016-1035). En el continen­
te, los h o m b res del norte aprovechan el debilitam iento del Im perio caro­
lingio y, a p a rtir de los años 840, ya no se conform an con a tacar las costas
sino que p en etran p ro fu n d am ente en todo el oeste de los territorios fran ­
cos, invocando a sus divinidades paganas y sem brando pánico y destru c­
ción. Al final, los soberanos carolingios tien en que ceder, y el tratad o de
Saint-Clair-sur-Epte (911) les otorga la región que, en el oeste de Francia,
todavía lleva su nombre. Pero el expansionismo de los vikingos no se detiene
ahí y, desde esa base continental, el duque de Norm andía, Guillermo el Con­
quistador, se lanza al asalto de Inglaterra, de la que se vuelve rey luego de su
victoria en H astings (1066) sobre Haroldo, quien hacía esfuerzos por re­
co n stru ir un reino anglosajón. P or otra parte, la fam ilia norm anda de los
Hautevilie se arriesga a ir todavía m ás lejos, conquistando el sur de Italia
con Roberto Guiscardo, en 1061, y luego Sicilia, en 1072, antes de que Ro-
ger II, al reu n ir el conjunto de estos territorios, obtuviera el título de rey de
Sicilia, de Apulia y de C alabria en 1130. Por últim o, los vikingos de Escan-
dinavia, bajo la conducción del legendario Eric el Rojo, se im plantan, a par­
tir de finales del p rim er m ilenio y po r varios siglos, en las costas de G roen­
landia (a la que ya n o m b ran el "país verde"). De ahí, Leií Eriksson y sus
hom bres se aventuran, a principios del siglo xi, hasta las orillas de Canadá
y quizá de Terranova, pero sus habitantes no tardan en rechazarlos. Así, fue­
ron ellos los prim eros europeos que pisaron suelo am ericano, aunque su
aventura sin futuro no tuvo el m enor efecto histórico.

La fusión romano-germánica

Volvamos u n poco atrás para subrayar los efectos de la fragm entación de la


unidad rom ana y de la instauración de los reinos germ ánicos. El conjunto
de estos movimientos contribuye al desplazamiento del centro de gravedad del
m undo occidental desde el M editerráneo hacia el noroeste de Europa. A los
factores ya m encionados (papel de la antigua frontera rom ana, peso dem o­
gráfico de la Galia, expansión de los francos), hay que añadir la conquista
duradera de E spaña por parte de los m usulm anes, que controlan igualm en­
te el conjunto dei M editerráneo occidental, y la desorganización de Italia,
agotada debido al insostenible proyecto de la reconquista justiniana y a la
epidem ia de peste que hace estragos a p a rtir de 570 y durante el siglo vil.
Desde entonces, el papel principal en la E uropa cristiana se traslada al nor­
te. Otra consecuencia de la desagregación del Im perio de Occidente es la
desaparición de todo E stado verdadero. Una vez que la unidad de Rom a
queda rota, su sistem a fiscal se derrum ba con ella. La desaparición de la fis-
calidad rom ana es incluso u no de los factores que favorecen la conquista
por parte de los pueblos germ ánicos. Aun si Ies resulta costoso desde el pun­
to de vista cultural, las ciudades perciben con claridad que la dom inación
"bárb ara” es algo preferible al peso creciente del fisco rom ano, m ientras
que “los reyes germ ánicos se dan cuenta de que el precio a p ag ar p o r u n a
conquista fácil a m enudo es o torgar a los pro pietarios rom anos privilegios
fiscales tan generosos que el sistem a fiscal se destrirvó desde adentro” (Chris
W ickham). Ei d erru m b e de la fiscalidad hace de Occidente, a p a rtir de la
mitad del siglo vi, u n conjunto de regiones sin relación entre sí; y los reinos
germánicos, incluso cuando llevan lejos ia conquista, siguen siendo trib u ta ­
rios de esta p ro fu n d a regionalización. Son incapaces de restablecer el im ­
puesto, o incluso de ejercer un verdadero control sobre sus territorios y so­
bre las élites locales. Así, si bien los reves germ ánicos tienen u n a intensa
actividad de codificación jurídica, m ediante la redacción de códigos y edic­
tos en los que se m ezclan com pendios de derecho rom ano y com pilaciones
de usos y costum bres de origen germ ánico (ley sálica de los francos, leyes de
Etelberto, edictos de R othari, etc.), este frenesí jurídico resulta a la m edida
de la ausencia de todo p o d er real auténtico; y toda tentativa seria de aplica­
ción resulta ser u n h u m illante fracaso. La fuerza de u n rey germ ánico es
esencialm ente un poder de hecho: protegido po r un entorno que está ligado
a él m ediante u n vínculo personal de fidelidad, el rey es u n guerrero indis­
cutible, que conduce a sus hom bres a la victoria m ilitar y al saqueo. El proce­
so que confunde la cosa pública con las posesiones privadas del soberano,
iniciado desde el siglo m, conduce entre los reyes germ ánicos a u n a total
confusión. La consecuencia de esto es un a patrim onialidad del poder que,
entre otras cosas, perm ite reco m pensar a los servidores fieles m ediante la
concesión de u n bien público. En pocas palabras, resulta imposible conside­
rar los reinos de la alta Edad M edia como Estados.
Sin em bargo, sería equivocado pensar que el fin del Im perio significa el
remplazo com pleto de las estructuras sociales y culturales de Rom a medían­
le un universo im portado, propio de los pueblos germ ánicos. Más bien, se
com prueba un proceso de convergencia y de mezcla, cuyos principales acto­
res sin duda alguna son las élites rom an as locales. É stas com prenden que
les resulta posible m antener sus posiciones sin el apoyo de Roma, por poco
que consientan en transigir con los jefes de guerra germánicos. Ciertamente,
no les resulta fácil negociar con estos “bárbaros", que van vestidos con pieles
de animales, usan el pelo largo e ignoran todo refinamiento de la civilización
urbana. No obstante, el interés prevalece, y los jefes bárbaros reciben su par­
te de la riqueza ro m an a —tierras y esclavos—, a tal grado que se vuelven
m iem bros em inentes de las élites locales. Poco a poco, y prim ero en España
y en la Galia, las diferencias entre aristócratas rom anos y jefes germánicos se
atenúan, tanto m ás cuanto que a m enudo sus linajes quedan unidos m ediante
m atrim onios. Así se opera la unificación de las élites, que term inan por com ­
p artir un estilo de vida com ún, cada vez m ás m ilitarizado, aunque tam bién
fundado en la propiedad de la tierra y el control de las ciudades. Esta fusión
cultural rom ano-germ ánica es uno de los rasgos fundam entales de la alta
E dad Media, y quizá es entre los francos donde tiene m ayor éxito, lo cual es
uno de los ingredientes de su expansión. Esta fusión, por lo demás, queda ilus­
trad a de m anera precoz en el sello de Chiiderico (t 481), el padre de Clodo-
veo, en el que la imagen del rey aparece con la larga cabellera del jefe de
guerra franco cayendo sobre los pliegues de una toga rom ana (Peter Brown).

TRASTOCAMIENTO DE LAS ESTRUCTURAS ANTIGUAS

La decadencia comercial y urbana

Los desórdenes ligados a los m ovim ientos m igratorios y el final de la u n i­


dad ro m an a tienen consecuencias económ icas de p rim e r orden. La insegu­
ridad, com binada con la escasez m onetaria y con 1a falta de m antenim iento
de la red de cam inos rom anos, y luego con su destrucción progresiva, aca­
rrea la decadencia y la casi desaparición del gran com ercio, en otros tiem ­
pos tan im p o rtan te en el Im perio. Ciertam ente, algunos productos de lujo
siguen alim en tan d o a las cortes reales y a las casas a risto cráticas (espe­
cias y productos de Oriente, arm as y pieles de Escandm avia, esclavos de las
islas británicas). Sin la preservación, incluso m ínim a, de un flujo de inter­
cam bios de gran alcance, no p odría explicarse el tesoro de la tu m b a real
de S utto n Hoo (Suffolk, Inglaterra), del siglo vn, donde se en co n traro n
arm as y ro p ajes escandinavos, m onedas de oro de F ran cia O ccidentalis,
vajillas de p la ta de C onstantinopla y seda de Siria. Pero el agotam iento
afecta lo que era la p arte esencia] de la circulación de m ercancías en el Im ­
perio, es decir, los p roductos alim enticios de base, com o los cereales, que
se im p o rtab an de m an era m asiva desde África h a sta R om a y servían in ­
cluso p a ra el ab astecim iento de los ejércitos co n centrados en la fro n tera
norte, o h a sta los productos artesanales que circulaban am pliam ente en ­
tre las regiones. Puede m encionarse, gracias al testim onio de la arqueolo­
gía, el caso de la cerám ica africana, que h a b ía invadido todo el m undo
m editerráneo d u ran te el Bajo Im perio, y cuyas exportaciones, m antenidas
a p e sa r de la con q uista vándala, dism inuyen y d esaparecen hacia m ed ia­
dos del siglo vi, dejando lugar por doquier al auge de los estilos regionales
de cerámica. En efecto, hay que fechar en el siglo vi la decadencia m asiva de
todos los sectores de la artesan ía (con excepción de la m etalurgia, p a ra la
cual los pueblos germ ánicos ap ortan un conocim iento superior) y el fin de
los islotes de p ro sp e rid a d económ ica que h a sta entonces h a b ía n podido
preservarse. A p a rtir de entonces, la pro d u cció n se realiza en u n a escala
cada vez m ás local, lo que acen tú a todavía m ás la decad en cia de los in ­
tercam bios. La regionalización de las actividades productivas, p aralela a
la fragm entación política, es u na de las características fundam entales de la
alta Edad M edia.
Con el gran com ercio, las ciudades, que son igualm ente em blem áticas
de la civilización rom ana, sufren u na profu nd a decadencia. Sus dim ensio­
nes se reducen de m anera considerable: Roma, que tal vez había alcanzado
el m illón de habitantes, después de 410 todavía cuenta con 200 000, pero
con tan sólo 50000 al final del siglo vi; y p a ra to m a r otro ejem plo, m ucho
más común, u n a ciudad del centro de la Galia como Clerm ont, que en otros
tiem pos ten ía u n a extensión de 200 hectáreas, encierra en unas estrechas
m urallas u n territorio reducido a tres hectáreas. Desde 250 em pieza a d is­
m inuir la construcción de edificios públicos, que eran el orgullo de las ciu­
dades rom anas y que después de 400 dejan de erigirse p o r com pleto (con
excepción de las sedes episcopales). Los edificios públicos antiguos están
en m inas, y a m enudo se reutilizan sus m ateriales para edificar iglesias o
casas particulares. Las élites senatoriales, en otro tiem po asociadas al p res­
tigio de la capital, se repliegan a sus dom inios, m ientras que las in stitucio­
nes urbanas (como la curia, antigua instancia de gobierno autónom a de las
ciudades) decaen ante el poder creciente de los obispos. En resum en, las ciu­
dades —y con ellas la cultura u rb an a que era el corazón de la civilización ro­
mana— ya no son más que la som bra de sí m ism as. Pero, a pesar de su con­
siderable decadencia, las ciudades de Occidente nunca desaparecen por
completo. Incluso puede decirse que, aprovechando la debilidad del control
ejercido p o r los reyes germ ánicos, se m antienen, d urante ios siglos VI a vrn,
como los principales actores políticos en el ám bito local (Chris Wickham).
C iertam ente, su papel queda lim itado, pero gracias a la am plía autonom ía
de las élites u rbanas y al auge de la función episcopal, logran sobrevivir a la
crisis final del sistem a rom ano.
M ientras decaen las ciudades, la ruralización constituye un rasgo esen­
cial de la alta E dad Media. Los desórdenes ya m encionados, de igual m a ­
nera, se dejan sen tir en el cam po, y los siglos v y vi se caracterizan por una
crisis de la producción agrícola. Sin em bargo, sería im p ru d en te am pliar
esta conclusión al conjunto del periodo aquí considerado. Al contrario, los
historiadores han acum ulado, a pesar de la escasez de fuentes de inform a­
ción, indicios que cuestionan la idea tradicional de una recesión generali­
zada en el cam po durante la alta Edad Media. Ciertamente, la dism inución
—en una tercera parte m ás o m enos— del tam año de los anim ales de cría,
entre el Bajo Im perio y la alta Edad Media, indica el retroceso de los sabe­
res agronóm icos ligados a la organización del gran dom inio y el abandono
de la com ercialización del ganado, en provecho .de una cría de uso local.
Sin em bargo, tam bién se com prueba, durante la alta E dad Media, la difu­
sión lenta de ciertas innovaciones técnicas (m olino de agua, utillaje m etá­
lico), así com o u n a leve extensión de las superficies cultivadas. Se trata
ciertam ente de un prim er desarrollo, lim itado y frágil, a m enudo interrum pi­
do y puesto en riesgo de m anera periódica p o r circunstancias adversas,
pero no obstante fundam ental en la m edida que acum ula las fuerzas ocul­
tas que se afirm arán durante el periodo posterior.

La desaparición de la esclavitud

Quizá lo m ás d eterm inante sea la profunda transform ación de las e stru c­


tu ras sociales rurales. E n el m undo rom ano, lo esencial de la producción
agrícola se realizaba en el m arco del gran dom inio esclavista. Ahora bien,
es justam ente este tipo de organización —em pezando con la esclavitud m is­
m a— lo que desaparece. Esta cuestión h a suscitado am plias discusiones,
que todavía hoy están lejos de haberse resuelto y no están iluminadas más que
p o r conocim ientos im perfectos. No obstante, u n a constatación esencial
puede lograr la unanim idad: cuando se llega al siglo XI, la esclavitud, que
constituía la base de la producción agrícola en el Im perio rom ano, ya no
existe, de m an era que entre el final de la A ntigüedad tard ía y el de la alta
E dad M edia ocurre de m an era innegable la desaparición de la esclavitud
productiva (por el contrario, la esclavitud doméstica, que no desem peña p a­
pel alguno en la producción agrícola, sigue existiendo, en particu lar en las
ciudades de la E uropa m editerránea, hasta el final de la E dad M edia y aun
después). Pero el acuerdo deja de darse en el m om ento en que se plantean
tres cuestiones determ inantes p ara entender la desaparición de la esclavitud;
¿por qué?, ¿cuándo?, ¿cómo?
Las causas religiosas, tradicionalm ente invocadas, se vieron lim itadas
en su im portancia por la historiografía del últim o medio siglo. En realidad,
el cristianism o está lejos de condenar la esclavitud, com o lo atestiguan los
escritos de san Pablo. Se em peña, al contrario, en reforzar su legitim idad, a
tal pun to que teólogos com o Agustín e Isidoro de Sevilla, ta n esenciales
para el pensam iento medieval, ven en él un castigo deseado p o r Dios. Cier­
tam ente, la Iglesia considera la liberación de los esclavos (m anum isión)
como u na obra piadosa; pero no predica m ucho con el ejem plo, ya que los
esclavos —que posee en gran cantidad— tienen fam a de pertenecerle a Dios
v por lo m ism o no podrían ser sustraídos a un am o tan em inente (sin m en­
cionar el hecho de que un papa com o G regorio el Grande com pra nuevos
esclavos). Sin em bargo, aunque la Iglesia no se opone en n ad a a la esclavi­
tud, la difusión de las prácticas cristianas m odifica pro fu n d am en te la per­
cepción de los esclavos y m itiga poco a poco su exclusión de la sociedad
hum ana. En efecto, si bien en una prim era etapa la Iglesia prohíbe que a un
cristiano se le red u zca a la esclavitud, reconoce después que el esclavo es
un cristiano: recibe el bautism o (su alm a debe salvarse) y com parte, durante
los oficios, los m ism os espacios que los hom bres libres. Sem ejante práctica,
que reduce la separación entre libres y no libres, tiende a m in ar los cim ien­
tos ideológicos de la esclavitud; a saber, la vida in frah u m an a del esclavo y
su desocialización radical (Fierre Bonnassie).
Se evocan tam bién, tradicionalm ente, causas m ilitares, porque el final
de las guerras rom an as de conquista parece agotar las fuentes de abasteci­
miento de esclavos. Pero los desórdenes del siglo v suscitan, al contrario, un
alza en el n ú m ero de esclavos, v las guerras p erp etu as llevadas a cabo por
los reinos germ ánicos, entre ellos o en co n tra de las poblaciones an terio r­
m ente establecidas (los celtas, víctim as de la penetración de los anglosajo­
nes en las islas británicas, son m asacrados y condenados al exilio en Armó­
nica o reducidos a la esclavitud), garantizan el m antenim iento de un a fuente
de nuevas entregas d u ran te todo el tran scu rso de los siglos vi a vm, igual
que, en el siglo ix, las incursiones carolingias en B ohem ia y E uropa central.
Pero m ientras que el esclavo antiguo era un extranjero, que ignoraba la len­
gua de sus am os, la cuestión ya no resu lta exactam ente la m ism a p a ra el
esclavo de este periodo, a m enudo capturado d u ran te u n a gu erra entre ve­
cinos, lo que contribuye todavía m ás a red u cir su desocialización y la dis­
tancia que lo separa de los hom bres libres.
Al re c h az ar las explicaciones ligadas al contexto religioso y m ilitar, la
historiografía h a insistido, desde Marc Bloch, en las causas económ icas de
la decadencia de la esclavitud: una vez que desaparece el contexto m uy abier­
to de la econom ía antigua, que perm itía obten er grandes beneficios de la
producción agrícola, la esclavitud deja de ser apropiada. Los grandes pro­
pietarios se dan cuenta del costo y del peso del m antenim iento de la m ano
de obra servil, a la que hay que alim entar todo el año, incluso d u ran te las
estaciones no productivas. Ahora, resulta m ás eficaz establecer a los escla­
vos en parcelas —situadas en la periferia del dom inio— que les perm iten
hacerse cargo p or sí m ism os de su subsistencia, a cam bio de un trabajo
efectuado en las tierras del am o o de u na p arte de la cosecha obtenida. Tal
es el proceso de chasement , 1 ya practicado en el siglo IB y bien docum entado
entre los siglos Vi y IX. Tiene como resultado la form ación del gran dominio,
considerado com o la organización rural clásica de la alta E dad M edia y en
p articular de la época carolingia. A m enudo tan extendido com o aquellos
de la Antigüedad (superando a veces las 10 000 hectáreas), se caracteriza
p o ru ñ a dualidad entre la reserva (tetra dominicata), explotada directam en­
te por el am o (gracias a lo que conserva de m ano de obra servil y al servicio
que los tenentes casati vienen a cum plir allí, a m en u d o tres días a la sem a­
na), y los m ansos (mansi), parcelas donde se establecen estos últim os y gra­
cias a las cuales garantizan la subsistencia de su familia.
Sin embargo, hay modificaciones im portantes que deben incorporarse
a este esquema. La im portancia del gran dom inio debe relativizarse. Si bien
constituye la form a de organización que garantiza de m anera privilegiada
e] poderío de los grupos dom inantes —aristocracia e iglesia—, resulta con­
veniente subrayar la im portancia, durante la alta E dad Media, de un peque­
ño cam pesinado libre, que cultiva tierras independientes de los grandes do­
m inios, llam adas alodios. Estos hom bres libres gozan de un estatuto
privilegiado, en p articu lar en m ateria judicial, pero sobre ellos recaen obli­
gaciones, especialm ente m ilitares, tanto m ás difíciles de atender cuanto
que a m enudo son m uy pobres. Por eso es probable que hayan tenido gran
interés en las innovaciones técnicas y en todo lo que podía au m en tar su
producción. M ientras algunos historiadores relacionan el prim er auge dei
campo, a p a rtir del siglo vm, con el gran dom inio, otros se preguntan si no
fue en p rim er lugar obra de aquellos que poseían un alodio, y si estos últi­
mos no constituían entonces la m ayoría de la población rural. E n todo caso,
la dinám ica alcanza a los grandes dom inios, donde acentúa el proceso de
chasemenl de los antiguos esclavos, la descentralización de satélites depen­
dientes del dom inio principal y el debilitamiento del control sobre los mansos.
1 Se refiere a] proceso m ediante el cual ei esclavo quedaba asentado, ju n io con su familia,
en un m anso servil o tenencia, con lo que se diferenciaba del esclavo ai que e] am o seguía
alim en tan do y vistiendo, [r.]
Así, la dificultad de organización de los grandes dom inios y los inconvenien­
tes de la m ano de obra servil fueron m uy seguram ente u n a causa decisiva
de la decadencia de la esclavitud, pero ésta interviene no en el contexto de
recesión supuesto p o r M arc Bloch, sino m ás bien en interacción con el rela­
tivo auge que inició el cam pesinado alodial.
Posteriores críticas al trabajo de M arc Bloch sugieren que no es sufi­
ciente co nsid erar causas económ icas. Así, algunos h an querido subrayar
que el final de la esclavitud era obra de los esclavos m ism os y de sus luchas
(de clase) p or la liberación (Fierre Dockés). Se puede, en efecto, hacer valer
la im portancia de las guerras bagaudas, revueltas de esclavos que estalla­
ron en el siglo m, y luego a m ediados del siglo v (así com o la revuelta de los
esclavos asturiano s en 770), o tam bién su b ray ar que existen m uchas otras
formas de resistencia, que van desde la reticencia ai trabajo —o de plano su
sabotaje— h a sta la h u id a que, a lo largo de la E dad M edia, se vuelve cada
vez más m asiva, lo que suscita la preo cu p ación creciente de los d o m in an ­
tes. Sin em bargo, si bien resulta difícil, en vista de la cronología, atrib u ir el
papel determ in an te a las luchas de los dom inados, los señalam ientos de
Fierre Dockés llevaron a su brayar el papel de las transform aciones polí­
ticas. En efecto, el m an ten im iento de u n sistem a de explotación tan duro
como la esclavitud supone la existencia de u n aparato de Estado fuerte, que
garantiza su repro d u cció n m ediante las leyes que afirm an su legitim idad
ideológica y m ediante la existencia de u n a fuerza represiva —u tilizada o
no, pero siem pre am en azad o ra— indispensable p ara asegurar la obedien­
cia de los dom inados. Por eso, cuando decae el aparato de E stado antiguo,
a los terraten ien tes les cuesta cada vez m ás trab ajo m an ten er el dom inio
sobre sus esclavos. Ciertam ente, cada revivificación del poder político —in­
cluso aún en la época carolingia— parece p ro p icia p a ra u n a defensa de la
esclavitud, pero se trata siem pre de tentativas lim itadas y cada vez con m e­
nores posibilidades de frenar u n a evolución que iba haciéndose m ás y más
irreversible. Así, es u n a transform ación global, a la vez económ ica, social y
política, lo que conduce a los am os a tra n sfo rm ar unos grandes dom inios
que se h ab ían vuelto incontrolables y poco ad aptados a las nuevas reali­
dades, y a re n u n c ia r de m anera progresiva a la explotación directa del ga­
nado hum ano.
La cronología de la extinción de la esclavitud tam bién está som etida a
debate. Sin em bargo, p odrán descartarse las tesis m ás extrem as. Así, la m a­
yoría de los historiadores m arxistas, obnubilados p o r la letra de los clásicos
del m aterialism o histórico, asocian el final de la esclavitud con la crisis del
Imperio rom ano, que se supone m arcó, en los siglos iii a v, la transición de­
cisiva del m odo de producción de la A ntigüedad al m odo de producción
feudal. Pero las investigaciones llevadas a cabo desde hace m ás de m edio
siglo han m ostrado el carácter insostenible de dicha tesis, puesto que n u ­
m erosas fuentes atestiguan el m antenim iento masivo, durante la alta Edad
Media, de u n a esclavitud que en lo esencial es idéntica a la de la Antigüe­
dad. Así, en las leyes germ ánicas de los siglos vi a vm, el estatus infrahum a­
no del esclavo se reitera sin m odificaciones sustanciales: el esclavo queda
asimilado a un anim al, como lo confirman las m enciones frecuentes que de
él se hacen en las rúbricas consagradas al ganado. Con el objeto de lograr su
obediencia m ediante el terror, al esclavo pueden golpearlo, m utilarlo (abla­
ción de la nariz, de las orejas, de los labios o desprendim iento de la cabelle­
ra, opciones que tienen la ventaja de no d ism inuir su fuerza de trabajo) y
hasta m atarlo en caso de ser necesario. Lo privan de todo derecho de pro­
piedad plena, no puede casarse y sus hijos le pertenecen a su amo, que puede
venderlos a su antojo. Por últim o, la prohibición de relaciones sexuales del
esclavo m asculino con u na m ujer libre, asim iladas en lo que a ella se refiere
a la bestialidad y castigadas con la m uerte para los dos culpables, confirma
la segregación radical de la que son víctim as los esclavos. Así, el m anteni­
m iento de la esclavitud productiva du ran te la alta E dad M edia está bien
comprobado, aunque no p or ello se podría postergar su desaparición hasta
la últim a p arte del siglo x, o incluso a principios del xi, tal com o lo desea­
rían autores como Guv Bois. Es posible que todavía hacia el año mil existan
esclavos en los dom inios rurales (denom inados en los textos servus o man-
cipium), pero, adem ás de que es posible discutir acerca de su situación, que­
da claro que su im portancia es desde entonces lim itada, incluso m arginal, y
que han dejado de llevar a cuestas lo esencial de las tareas productivas. Así
pues, se adm itirá, con Fierre B onnassie, que "la extinción del régim en es­
clavista es una larga historia que abarca toda la alta E dad M edia”. Lo esen­
cial del proceso se lleva a cabo quizás entre los siglos vi y vm, m ientras que
los testim onios de los siglos ix a x m anifiestan los últim os esfuerzos por
salvar un sistem a que se había vuelto insostenible y que, finalmente, agoni­
za y m uere p ara siem pre.
Al h ab er evocado }^a las principales m odalidades de extinción de la es­
clavitud, me lim itaré en este punto a algunas observaciones com plem enta­
rias. Una de las vías es la m anum isión de los esclavos, que pasan entonces a
engrosar las filas del pequeño cam pesinado libre, y a cuyos esfuerzos se
puede atrib uir el prim er auge de los cam pos de la alta E dad Media. No obs­
tante, la liberación no siem pre está exenta de restricciones, y la práctica muy
frecuente de la m anum issio cum obsequio prevé u n a reserva de obediencia
v la obligación de p ro p o rc io n a r algunos servicios al am o. La otra vía es la
del chasem ent. En ciertos casos, éste va acom pañado de m anum isión, pero
las m ás de las veces no m odifica form alm ente el estatus jurídico del bene­
ficiario: legalm ente, éste sigue siendo un esclavo, incluso si en la práctica el
esclavo con un m anso ya no es exactam ente u n esclavo; sobre todo a m edi­
da que van p asand o las generaciones. Esto no significa, no obstante, que
desaparezca to d a huella de servidum bre, puesto que, todavía en el siglo x,
un m anso servil debe 156 días de faenas p o r año (co n tra los m enos de 36
de un m anso libre) en el ejemplo de la abadía bávara de Staffelsee. Así, ya sea
que se trate de esclavos casati o de hom bres m anum itidos cum obsequio, se
m ultiplican situaciones interm edias que vuelven poco clara la delim itación
anterior en tre libres y no libres y prefiguran la afirm ación de la categoría
medieval de la servidum bre. De hecho, cada vez se va haciendo m enos clara
la distinción en tre u n esclavo con m anso —cuyo m odo de vida se aleja de
m anera m an ifiesta de aquel del antiguo g anado h u m an o — y un hom bre
de origen libre —som etido a u n a presión cada vez m ayor y cuyos derechos
poco a poco se van m erm ando—.
E ntonces, u n a m o d alid ad fun d am ental de la tra n sició n de Ja esclavi­
tud al feudalism o tiene que ver con la atenuación progresiva de la diferen­
cia entre libres y no libres, no sólo p o r la m u ltip licació n de situaciones
interm edias, sino tam bién p o r la p érdida de validez p ráctica de dicha dis­
tinción, p o r las razones princip alm ente m ilitares y religiosas ya evocadas.
Cuando ciertos clérigos de los siglos vm y IX abogan p o r la supresión de la
diferencia e n tre libres y no libres, esto es p ro b ab lem en te po rq u e dicha
diferencia está entonces en vías de p erd er to d a significación real y porque
cada vez resu lta m ás im p racticable p re te n d e r excluir de la h u m a n id a d y
de la sociedad a individuos cuyo m odo de vida se acerca al de los otros
cam pesinos po bres. Así, la desap arición m uy progresiva de la esclavitud
se lleva a cabo no ta n to p o r u n a dism inució n de los efectivos (que podría
m edirse con b astan te facilidad) com o p o r u n a transform ación lenta y por
etapas de las categorías (lo que vuelve el fenóm eno m ucho m ás com plejo
y difícil de co m p rend er). E sto no im p ide que la dinám ica fundam ental
sea la de u n a extinción del g ran dom inio esclavist a, base de la econom ía
antigua, que desem bocará, m ediante form as diversas de transición, en un
nuevo sistem a cuya form a estabilizada se identificará claram ente a p artir
del siglo XI.
C onversión al cristianism o y arraigamiento de la I glesia

El Im perio tardío era cristiano desde la conversión de] em perador Cons­


tantino, en el m om ento de su victoria sobre M ajencio en el puente Milvio
en 312. Este acontecim iento m arca el final de las persecuciones contra los
cristianos y favorece que la nueva religión se propague en un m om ento en
el que, quizá, sólo u na décim a parte de los habitantes del Im perio la sigue.
Luego, en 392, el em perad or Teodosio hace del cristianism o la única reli­
gión lícita en el Im perio. D urante todo el siglo iv, al beneficiarse de la paz,
de las riquezas y de los m edios para establecer posiciones de fuerza locales
otorgadas p o r el em perador, la Iglesia crece sacando provecho de las es­
tru ctu ras im periales. La red de diócesis, que se consolida entonces y que
p erd u rará en lo esencial h asta la época m oderna, se superpone a la de las
ciudades rom anas (v en consecuencia, en las regiones antiguam ente rom a­
nizadas como Italia o el sur de la Galia, donde existía una gran cantidad de
ciudades antiguas, se observa un a densa red de pequeñas diócesis, m ien­
tras que en el norte, donde ia antigua red urbana era menos densa, las dió­
cesis son poco num erosas y están m ucho más extendidas). Otro ejemplo de
esta alianza entre el Im perio tardío y la Iglesia es la estrecha asociación que
opera entre la figura del em p erado r y la de Jesucristo, de la cual la icono­
grafía de la época ofrece abundantes testimonios.

La conversión de los reyes germánicos

Sí bien el Im perio deja de ser enem igo del cristianism o, a tal grado que
ciertos clérigos se p reg un tan si la destrucción de Rom a no anuncia el fin
del m undo, la am enaza proviene en lo sucesivo de los pueblos germánicos,
en su m ayor parte todavía paganos. Ciertam ente, los visigodos, ostrogodos
v vándalos ya están convertidos cuando penetran en el Imperio; pero opta­
ron p o r la doctrin a arria n a y no por la ortodoxia católica que C onstantino
había hecho ado ptar po r el concilio de Nicea en 325 (véase el capítulo IX, en
la segunda parte). Se encuentran, pues, en una situación incóm oda ante las
poblaciones católicas de los territorios donde se instalan, y sobre todo con
el clero local, que considera al arrianism o como una herejía. Desde este
punto de vista, los francos, todavía paganos a finales del siglo v, hacen una
elección política más pertinente: su rey, Clodoveo, que percibe bien la fuerza
adquirida p o r los obispos de su reino, decide convertirse al cristianism o
(católico) y hace que Remi, el obispo de Reims, lo bautice, en com pañía de
3000 solados de su ejército, en un a fecha que las fuentes no perm iten esta­
blecer con c e rte z a (¿496, 499?). E ste episodio h a rá de Remi uno de los
grandes santos de la m onarquía franca y de Reims la catedral obligada para
la coronación de sus reyes. Por lo pronto, la elección de Clodoveo le perm i­
te estar en concordancia con las poblaciones y el clero de su reino, y obtener
así el apoyo de los obispos en sus em presas m ilitares co ntra los visigodos
arríanos. El reino visigótico de España se sum ará por lo dem ás tardíam ente
a esta juiciosa unificación religiosa, m ediante la conversión al catolicism o
del rey Recaredo en 587.
En el n o rte de E uropa, el paganism o p erd u ra p o r m ucho m ás tiem po.
Se conoce, en el siglo v, la m isión pionera de Patricio, prim er evangelizado!'
de Irlan d a (y fu tu ro santo p a tró n de ésta). Pero sí bien el cristianism o se
asienta entonces en el m undo celta, hay que esperar el final del siglo vi para
que se vuelva la fe exclusiva de los clanes aristo cráticos de la isla. Incluso
entonces, el pasado precristiano persiste con u n a fuerza inconcebible en el
continente, lo que da lug ar a u n a síntesis original entre u n a cultu ra ro m a ­
no-cristiana im p o rtad a y la cultu ra local de u n m undo celta que n u n ca se
había rom anizado (de lo que dan testim onio las cruces de piedra en las que
se m ezclan sím bolos cristianos e im aginario celta, o tam bién los extraordi­
narios m an u scrito s irlandeses de los siglos vil y viii; véase la foto 1). La
conversión al cristianism o es todavía más lenta en los reinos anglosajones,
que siguen siendo paganos cuando Gregorio el Grande envía, desde Rom a,
una p rim era m isión en 597. Ésta, dirigida p o r el m onje Agustín, logra b au ­
tizar al rey de Kent, E telberto, así com o a unos 10000 anglos. El soberano
considera que la situ ació n le resulta provechosa, y su conversión, que se
opera bajo la égida de Roma, le perm ite asim ilar su gesto al de Constantino.
Pero la m isión de Agustín enfrenta una gran desconfianza y avanza con difi­
cultad. Edwin, rey de N orth u m bria, no se convierte sino hasta 628, no sin
tener cuidado de darle al acontecim iento un sentido conform e a los valores
guerreros tradicio n ales de su pueblo (por lo dem ás, a su m uerte, cuatro
años después, el cristianism o se derru m b a en su reino). De hecho, hay que
esperar la Historia eclesiástica de los anglos, en 731, en la cual Beda el Vene­
rable, u n a de las figuras m ás em inentes de la cultura altomedieval, relata las
peripecias de los reinos anglosajones y de su len ta conversión, p a ra poder
considerar que ha term inado esta fase agitada y que Inglaterra es una tierra
cristiana.
En d n o rte del continente, la progresión del cristianism o es aún más
tardía. Desde Utrecht y sobre todo desde su m onasterio de Echternach, Wili-
b rordo em prende, a finales del siglo vil, la conversión de los frisones, ins­
talados en el norte de la Galia, consolidando así una zona fronteriza inesta­
ble, p ara el m ayor beneficio de los soberanos francos. En lo que se refiere a
Bonifacio (675-754), a éste lo envían, con el apoyo de los reyes francos y del
pontífice rom ano, com o obispo m isionero de las iglesias de G erm ania y
avanza a m erced de las incursiones de los francos contra los sajones del
este, que todavía eran paganos. Aunque de m anera frágil, logra establecer
el cristianism o en Baviera y en la zona renana (donde funda el m onasterio de
Fulda, que estaba destinado a tener una enorm e influencia). Esto le valdrá
el título de apóstol de G erm ania, aun cuando sólo es en el m om ento de las
conquistas de Carlomagno que la conversión de los sajones será verdadera­
m ente efectiva. La adhesión de Europa al cristianism o es una larga aventu­
ra que no finaliza sino alrededor del año mil, con la conversión de Polonia
(966) y de H ungría (bautism o en 985 del futuro rev Esteban I), de Escandi-
navia (bautismo de los reyes H arald Diente Azul de D inam arca en 960, 01 av
Tryggvesson de N oruega en 995 y Olav de Suecia en 1008) y de Islandia (en
1000, por el voto de la asam blea cam pesina reunida en Thingvellir y luego
de un ritual cham ánico realizado por su jefe). Incluso si estas fechas no in­
dican m ás que la conversión de los jefes y no una difusión general del cris­
tianism o, a p a rtir de este m om ento todo Occidente es una cristiandad (ca­
tólica), y el frente móvil —siem pre presente durante la alta Edad Media— en
el que cristianos y paganos entraban en contacto ya no existe sino de m anera
residual.

Poder de los obispos y auge del m onaquisino

El proceso de conversión resu ltaría incom prensible si no se tom ara en


cuenta el auge de la institución eclesiástica. Abordaré la cuestión en el capí­
tulo ni, pero ya aquí debe subrayarse el papel fundam ental de los obispos
que, en el Occidente cristiano de los siglos v a Vil, son los pilares incuestio­
nables de la iglesia. Ellos cap tan en su beneficio lo que subsiste de las es­
tructuras urbanas rom anas, de tal suerte que, al irse increm entando su pres­
tigio, la función episcopal queda investida por la aristocracia, especialmente
la senatorial. E sta aristocratización de la Iglesia, muy m arcada en el sur de
Galia y en E spaña, garantiza el m antenim iento de una red de ciudades epis­
copales en m anos de hom bres bien formados, respaldados por familias pode­
rosas y que saben gobernar. Ei obispo es entonces la principa] autoridad
urbana, que co ncentra en su persona poderes religiosos y políticos: es juez
v mediador, en cam ació n de la ley y el orden, "padre” y protector de su ciu­
dad. El obispo no p reten d e asu m ir este papel sólo con su fuerza hum ana;
requiere, en aquellos tiem pos borrascosos, un a ayuda sobrenatural, que en­
cuentra en los santos, y cuyo culto constituye una extraordinaria invención
de dicho periodo. Ambrosio, obispo de Milán (considerado m ás tarde como
uno de Jos cuatro doctores de la Iglesia occidental, con Agustín, Jerónim o y
Gregorio), se cuenta entre aquellos que dan un im pulso decisivo a dicha in­
novación, cuando procede, con enorm e fastuosidad litúrgica, a la exhum a­
ción de los cuerpos de los m ártires Gervasio y Protasio y a su traslado a su
basílica episcopal, en 386. Poco a poco, toda E uropa em pieza a venerar a
los santos, “esos m u erto s m uy especiales” (Peter Brown) cuyas vida ejem ­
plar v perfección heroica transform an los restos corporales (las reliquias) en
depósito de sacralidad, en canal privilegiado de com unicación con la divini­
dad y en g aran tía de p rotección celestial, incluso de eficacia m ilagrosa.
Cada diócesis tiene en lo sucesivo su santo patrono: ya sea m á rtir u obispo
fundador m ás o m enos legendario, un patronus, en el sentido que ten ía di­
cha palabra en la sociedad rom ana, es decir, un poderoso p ro tecto r capaz
de tom ar bajo su cuidado a su clientela, un personaje influyente en la corte
celestial —como en otros tiem pos los aristócratas en la corte imperial—, que
intercede m ediante las palabras (suffmgia) p ro nunciadas en defensa de los
clientes que le rinden los hom enajes debidos a su rango.
La reputación del santo patrono, cuyo cuerpo por lo general se conser­
va en Ja catedral, es desde entonces un elem ento decisivo del prestigio del
obispo que la tiene a su cargo, y se entiende que esto haya surgido de la pre­
ocupación de fijar y em bellecer la biografía de su héroe, hacer que se cono­
cieran sus m ilagros y d ar a su tum b a un a fastuosidad cada vez mayor. Un
ejemplo notable es el de san Martín, soldado rom ano convertido en el siglo IV
y que se hizo obispo de Tours y apóstol del norte de la Galia. Pero es sólo en
los años 460 cuando uno de sus sucesores, a 1a. cabeza de la diócesis, tra n s­
forma su tum ba, h asta entonces m odesta, y le construye una gigantesca ba­
sílica, o rn am en tad a con m osaicos que m u estran los m ilagros efectuados
por M artín, que son testimonio de u n poder aún activo del cual los visitan­
tes, que llegan de todas partes de la Galia, abrigan la esperanza de benefi­
ciarse. La reputación de] santo da prestigio a la sede episcopal y p o r ello no
resulta sorprendente que uno de los grandes prelados de aquel periodo sea
Gregorio de Tours, obispo de esta ciudad de 573 a 594, y cuya Historia de
los francos nos ilustra sobre su época y sobre la im portancia de u n a piedad
hacia los santos que el obispo com parte plenam ente con sus m ás humildes
fieles. Todo el Occidente de este periodo se cubre de lujosos santuarios,
imágenes terrestres del paraíso; y las ciudades, en las que pululan las igle­
sias, parecen transform arse en centros cerem oniales dedicados al culto de
los santos. Muy pronto, las reliquias se tran sfo rm an en objetos ta n sagra­
dos y tan esenciales p ara la expansión de las iglesias, que se está dispuesto
a cualquier cosa p a ra conseguirlas. Se m ultiplican entonces los robos de
reliquias, concebidos'no com o actos de vandalism o sino com o em presas
piadosas, justificadas por el bien del santo mismo, al que suponían m altra­
tado en su an terio r m orada y que reclam aba ios cuidados de la nueva co­
m unidad que lo acoge (Patrick Geary). Uno de los m ás fam osos robos de
reliquias lo com eten los venecianos, que hu rtan de Alejandría el cuerpo del
evangelista Marcos en 827 y lo llevan a su ciudad, de la que se convertirá en
sím bolo y tesoro suprem o. Pero éste no es sino un episodio entre m uchos
otros, a m enudo m ás m odestos, en los que no faltan las artim añas de trafi­
cantes que sacan dinero de sus intervenciones, para beneficio espiritual de
los futuros depositarios de reliquias fam osas. En el curso de la Antigüedad
tardía y de la alta Edad Media, el culto de los santos se convierte en uno de
ios fundam entos de la organización social, haciendo de las reliquias los bie­
nes más preciados que puedan poseerse sobre la Tierra y los instrum entos
indispensables de contacto con el m undo celestial.
Los obispos, en esa época, son tanto m ás im portantes cuanto que no de­
penden de ninguna jerarquía. El obispo de Rom a (que m ás tarde reservará
para sí el título de papa) no goza entonces m ás que de un privilegio hono­
rífico, reconocido desde la Antigüedad, ai igual que los p atriarcas de Cons-
tantinopla, Antioquía y Alejandría. De diferentes partes de Occidente se soli­
cita su em inente parecer, aunque tam bién desde C onstantinopla, donde su
opinión tiene peso en los debates teológicos. De hecho, en los siglos v y vi,
el obispo de Rom a tiene la m irada puesta sobre todo en el Im perio de Orien­
te, del que se considera parte integrante. Así pues, no existe en ese entonces
ninguna estructuración jerarquizada de la Iglesia occidental. Cada diócesis
es prácticam ente autónom a y el obispo am o y señor en su territorio, incluso
si a veces es convocado a concilios “nacionales”, como los que tuvieron lu­
gar en Toledo, en la España visigótica del siglo vn. Esto resulta igual en los
tiempos de G regorio el Grande (obispo de R om a de 590 a 604), a pesar de
ciertos signos de cambio: al voltear m ás hacia Occidente, Gregorio envía la
m isión de Agustín a ias islas británicas, y hace que su cancillería redacte
alrededor de 20 000 cartas, en respuesta a peticiones relativas a cuestiones
administrativas o eclesiásticas, llegadas de todo Occidente. Sin em bargo, si
bien su parecer cuenta, com o el proveniente de u n a fuente de sab id u ría o,
llegado el caso, de un árbitro, Gregorio no dispone de ninguna superioridad
institucional sobre los demás obispos ni de ningún poder disciplinario para in­
tervenir en los asuntos de sus diócesis. Entonces, si resulta una de las m ayo­
res fisuras de la Iglesia medieval, esto se debe sobre todo a su obra teológica
y moral. Su m ensaje, particu larm en te claro, da la m edida de la afirm ación
de la in stitución eclesial de su tiem po. A la sociedad ah o ra cristiana (y en
consiguiente a los soberanos que la guían) le fija u n objetivo fundam ental:
la salvación de las alm as. Al estar el pecado y el diablo en todas partes no
resulta fácil alcanzarla, y m ucho m enos p ara aquellos hom bres com prom e­
tidos con los asuntos del m undo y el gobierno de los hom bres. G regorio re­
comienda, pues, que los cristianos, en cuanto a este asunto ta n delicado, se
confíen a u n a élite de especialistas de lo sagrado, los clérigos, a los que cali­
fica de "médicos del alm a” y que saben, m ejor que nadie, cóm o salvarlos de
los m últiples peligros que los acechan. Sus palabras resultan m u y exigentes
incluso para los clérigos, y en particu lar para los aristócratas que se volvie­
ron obispos, de los que se sospechaba que estab an m ás dotados p a ra el
m ando de los hom bres que p ara los ejercicios espirituales. Pero, sobre todo,
es el testim onio de la b rech a creciente entre clérigos y laicos, y de la posi­
ción dom inante reivindicada po r un clero que pretende en lo sucesivo guiar
a la sociedad y en u n ciar las norm as que convienen al "gobierno de las al­
m as” (Peter Brown).
Además de los obispos, otra in stitu ció n —to talm en te nueva— tiene
auge d u ran te los siglos altom edievales, antes de la b ra r de m anera decisiva
el rostro del cristianism o occidental: el m onaquisino. M uy al principio del
siglo v el m onaquism o se establece en Occidente. Venido de O riente, Ju an
Casiano llega a M arsella con la idea de ad ap tar la experiencia de los erem i­
tas del desierto egipcio, cuyas hazañas penitencíales y cuya sab id u ría des­
cribe en sus Instituciones cenobíticas, m ientras que san H onorato funda, no
lejos de ahí, el m onasterio de Lerins, d ura escuela donde se form an los h i­
jos de la aristocracia m eridional destinados a la carrera episcopal. Pero es
sobre todo en el siglo vi cuando las fundaciones m onásticas se m ultiplican,
como otras tan tas iniciativas particulares, asum idas a m enudo por obispos
o a veces a títu lo individual. Así, Cesario, obispo de Arles, crea en 512 un
m onasterio p a ra su herm an a y 200 m onjas (p ara las m ujeres, a m enudo
provenientes de la aristocracia, el ideal fu nd am en tal es la preservación de
la virginidad). A m ediados del m ism o siglo, Casiodoro (490-580) funda un
m onasterio en el sur de Italia, que pretende ser ante todo un lugar de cultu­
ra, consagrado a la salvaguarda de la retórica y la gram ática latinas y a la
difusión de la literatura cristiana. Poco después, Gregorio el Grande, surgi­
do de u n a gran fam ilia rom ana, renuncia a su carrera de funcionario impe­
rial y decide tran sfo rm ar su casa del Aventino en un lugar de retiro donde
lleva una vida de penitencia en extrem o severa. Varias obras que se esfuer­
zan por codificar las reglas de la vida m onástica circulan en la Italia de
aquel tiem po, com o la anónim a Regla del am o, o la de Benito, destinada a
un porvenir m ás rico. M uerto en 547, éste no es entonces, sin embargo, más
que un fundador entre m uchos otros, y los lom bardos, poco tiem po des­
pués, destruyen su m onasterio de M ontecassino. Quizás es Gregorio el Gran­
de quien resulta el verdadero inventor de la figura de Benito, cuya vida y
milagros relata en el libro n de sus Diálogos, en 594, con lo que prepara el
posterior auge del m onaquisino que se llam ará benedictino. Por último, más
al norte, en 590, Colum bano, un santo hom bre venido de Irlanda., funda
Luxeuil, en los Vosgos, donde la aristocracia franca m anda a educar a sus
hijos. En total, hacia 600, existen alrededor de 200 m onasterios en la Galia,
y 320 más un siglo después, algunos de los cuales son inm ensam ente ricos,
a veces hasta con una extensión de 20000 hectáreas de tierras. El conjunto de
estos establecim ientos, fundados en general en sitios aislados, perm ite al
cristianism o asentarse en los campos: al lado de la red u rbana de los obis­
pados existe en lo sucesivo u n sem illero rural de fundaciones m onásticas.
El éxito de esta institución es considerable, a tal punto que en el siglo vi
la palabra conversión adquiere un nuevo sentido. Ya no significa solamente la
adhesión a una nueva fe, sino tam bién la elección de una vida resueltam en­
te distinta, m arcada p o r la en trad a a un m onasterio. En efecto, si bien los
prim eros discípulos de Jesucristo eran u n a élite cuya ard u a elección podía
pasar por ser la señal confirm ada de la elección divina, a p artir de este m o­
mento, en u n a sociedad que se ha v u e l t o com pletam ente cristiana, algunos
se preguntan si la calidad de cristiano es garantía suficiente para acceder a
la salvación. ¿Cómo log rar su salvación en m edio de las tribulaciones del
siglo? ¿Cómo preservarse del pecado cuando se es partícipe de los asuntos
de un tiem po atorm entado? El ideal de vida cristiana resulta, para los lai­
cos devotos, cada vez m ás inaccesible, e incluso la carrera eclesiástica,,
estrecham ente ligada a las preocupaciones del m undo, parece m uy poco
segura. Aparece la exigencia de una escuela m ás dura: ésta será el m onasté-
rio, lugar de estudio y de oración, de m ortificación sobre todo, m ediante la
o b e d i e n c i a enajenante al padre abad, m ediante la penitencia y la privación.

jTgpjntual e ideológicam ente, el auge del m onaquisino es pues la consecuen­


cia de la form ación de u n a sociedad que se quiere p o r com pleto cristiana
pero se confiesa necesariam ente im perfecta. Es el refugio de u n ideal ascé-
t^c0 eTI medio de u n m undo que la teología m oral de Agustín y de Gregorio
entreea a la o m nipresencia del pecado. Pero es tam b ién el instrum ento de
una profundización de la cristianización en el espacio occidental y de la pe­
netración de la Iglesia en los campos.

La lucha contra el paganismo

¿Mediante qué procesos se llevó a cabo la conversión de O ccidente al cris­


tianismo? Es evidente que el bautism o de u n rey y de algunos guerreros no
basta p ara que u n pueblo se haga cristiano. H acia el año 500 el cristian is­
mo es todavía en lo esencial u n a religión de ciudades (y m uy im perfecta, ya
que, por ejemplo, en 495 se siguen celebrando en R om a las Lupercales, fies­
tas paganas de purificación en el curso de las cuales los jóvenes aristócratas
corren desnudos p o r la ciudad). ¿Y en el cam po? Para im aginarlo, basta con
saber que la p alab ra pagan o tom a entonces el sentido cristiano que todavía
tiene. Pero, com o lo subraya la Historia contra los paganos de Orosio, "pa­
gano” (paganus) es tam bién el hom bre del pagus, el cam pesino. Así, el poli­
teísmo antiguo es considerado com o una creencia de rurales retrasados. No
es sólo u n a “ilusión p asad a de m o d a”, com o ya h ab ía dicho C onstantino,
además es la su bsistencia de lo ru ral, el objeto del desprecio de los citad i­
nos. Para los cristianos, los dioses antiguos existen, pero son dem onios que
es necesario expulsar. La expulsión de los dem onios está pues en el centro
de todo relato de propagación de la fe cristiana contra el paganism o. Su pri­
m era form a es el bautism o, que, en tanto adhesión a Dios, es u n a renuncia
a Satanás y a los dem onios del paganism o ("renuncio a Thunor, a Woden, a
Saxnot y a todos los dem onios, sus com pañeros”, dice u n a fórm ula p a ra el
bautism o de los sajones). Pero en general resu lta insuficiente y es p o r eso
que clérigos especializados p ractican entonces en g ran escala el exorcis­
mo, que pretende liberar el cuerpo de los fieles de los dem onios alojados en
ellos. La otra m odalidad decisiva es la destrucción de los tem plos paganos,
de sus altares y estatuas, con el fin de expulsar a los demonios. San M artín de
Tours es el ejem plo m ism o del obispo encargado de esta doble tarea, como
exorcista y com o destructor de tem plos. Tam bién es el caso de san Marcelo
de París, a quien su leyenda lo hace triu n far sobre u n tem ible dragón, que
quizá sim boliza al diablo y al paganism o y, al m ism o tiem po, a las fuerzas
de un a natu raleza insum isa que el santo logra dom inar. Aparece entonces
p or p a rtid a doble com o u n héroe civilizador, que encarn a conjuntam ente
la victoria del cristianism o sobre el paganism o y la del hom bre sobre la
naturaleza.
Pero esta p rim era aproximación resulta insuficiente. Es probable que
m uchos cristianos de la alta E dad M edia co m p artieran las dudas de los
oyentes de Agustín: si bien el dios único del cristianism o gobierna con certe­
za las cosas superiores, las del cielo y del m ás allá, ¿acaso es por completo
seguro que se preocupe po r los asuntos prosaicos y naturales de este m un­
do? ¿O no h ab ría que p en sar que a éstos los rigen espíritus inferiores? Un
siglo m ás tarde, los serm ones de Cesáreo de Arles (470-542) dan una ver­
sión típica de esta preocupación de los clérigos en su lucha contra un paga­
nism o que perdu ra, incluso cuando h an quedado destruidos los tem plos y
rotos los ídolos. Sus "restos” (es éste el sentido de la palabra superstitio) es­
tán p o r todas partes, corno otras tantas m alas costum bres y hábitos sacrile­
gos que hay que erradicar. La m ayor dificultad quizá tiene que ver con la
sacralidad difusa del m undo natural, que los paganos perciben com o im ­
pregnado de fuerzas sobrenaturales. Todavía en 690, en España, deben tras­
ladarse a las iglesias ofrendas votivas acum uladas alrededor de árboles sa­
grados, de m anantiales, en cruceros o en lo alto de las colinas. La visión
cristiana del m undo im pone desacralizar to talm en te la naturaleza, som e­
tiéndola p or com pleto al hom bre. ¿Pero acaso esto es posible en u n m undo
tan ruralizado com o el de la Edad Media? El culto de los santos —quienes,
según la d octrina de la Iglesia, no p o drían sacar su poder m ás que de Dios
m ism o— es ciertam ente el único com prom iso eficaz y aceptable ante este
desafío im posible. E n efecto, si bien el aire inferior sigue siendo habitado
p o r los dem onios, los buenos cristianos deben rehusarse a hacer alianzas
con ellos, como algunos lo hacen, y d e b e n acogerse a los santos, capaces de
controlarlos (y quizá tam bién, de cierta m anera, de sustituirlos y encarnar
el conjunto de estos poderes interm edios entre los hom bres y Dios). La ac­
ción concreta de los santos se deja sentir en todos los lugares de la cristian­
dad, de m anera que, m ediante sus gestos próxim os, las m últiples m anifes­
taciones de u na sacralidad difusa p ueden considerarse com o la expresión
de la voluntad de Dios.
Reavivadas cada vez que el frente de la cristianización avanza y pone a
los clérigos frente a u n paganism o todavía vivo o superficialm ente cubierto,
estas dificultades se p lan tean en térm inos que rep ro d u cirán en lo esencial
los m isioneros encargados de evangelizar el Nuevo M undo. Desde los siglos
altomedievales, dos actitudes com plem entarias se afinan rápidam ente: des­
t r u i r v desviar. La p rim era va acom p añ ad a preferentem ente de u n a su sti­

t u c i ó n . Es lo que hace san Bonifacio cuando, hacia 730, derriba el roble de

T h u n o r , y luego utiliza las tablas que salieron de este árbol considerado sa-

oxado por los sajones p ara construir, en el m ism o lugar, un oratorio dedica­
do a san Pedro. La segunda opción, no m enos eficaz, buscab a pu n to s de
contacto que p erm itieran que el paganism o q u edara cubierto de m anera
menos b rutal p o r el cristianism o. Se puede tolerar, p o r ejemplo, la creencia
en la virtud p rotectora de los am uletos, a condición de que lleven una cruz.
Pero sobre todo es el culto de los santos lo que desem peña u n papel decisi­
vo, perm itiendo u n a cristian izació n relativam ente cóm oda de num erosas
creencias y rito s paganos: m ás que d e stru ir u n sitio cultual antiguo, se le
confiere u n a sacralidad legítim a al afirm ar que se tra ta de un árbol bendito
por san M artín o bien de u n m anantial donde se ve la huella del casco de su
burro. El culto de los santos dio así al cristianism o u n a excepcional flexi­
bilidad p a ra e m p ren d er con u n a m ezcla de éxito y de realism o su lucha
siem pre rein iciad a co n tra el paganism o. A d ecir verdad, esta flexibilidad
m arca tam b ién el lím ite de la conversión del O ccidente m edieval y de la
formación de u n a sociedad cristiana en el seno de la cual la Iglesia com ien­
za a adqu irir una posición dom inante. Su lucha contra el paganism o es, en
efecto, al m ism o tiem po u n triu n fo —a im agen y sem ejanza de los santos
abatiendo dragones— y u n a victoria a m edias, ya que no se im pone sino al
precio de un serio com prom iso con u n a visión del m undo arraig ad a en el
m undo ru ral, an im ad a p o r rito s agrarios e im pregn ada de u n carácter so­
brenatural om nipresente.

El R e n a c i m i e n t o c a r o l in g io ( s i g l o s vin v ix)

Los defensores de la visión oscuran tista de la E dad M edia se sorprenderán


al com probar que u n a expresión am pliam ente consagrada por el uso histo-
riográfico evoca u n ren acim iento en el corazón m ism o de los siglos m ás
som bríos de las tinieblas m edievales. Sin em bargo, com o ya he dicho, la
E dad M edia es u n a larg a retah ila de "renacim ientos”, y el deseo de u n re ­
greso a la Antigüedad, que es la esencia de este ideal, no es el atributo p ro ­
pio de los siglos XV y x v i: se m anifiesta desde finales del siglo v m .
La alianza de la Iglesia y el Imperio

La historia de los carolingios es ante todo la de la ascensión m ilitar de una


familia aristocrática franca. Carlos Martel, el m ayordom o del palacio, espe­
cie de virrey de los francos, hab ía adquirido gran prestigio m ilitar luego de
su victoria sobre los m usulm anes en Poitiers. Prestigio que recae sobre su
hijo Pipino el Breve, quien prosigue su obra de unificación m ilitar y adquie­
re tal poder que logra, en 751, poner fin al reinado de Childerico, el último
rey merovingio surgido del linaje de Clodoveo, y proclam arse en su lugar rey
de los francos (al soberano depuesto lo rasuran y lo privan de su larga cabe­
llera, símbolo de poder de los jefes francos). Por ello se beneficia del acuerdo
del obispo de Roma, quien está buscando el apoyo del poder franco ante los
lom bardos, que am enazan con invadir Rom a. Por eso el pontífice renueva
personalm ente la coronación de Pipino en 754; le añade adem ás la unción, a
la m anera de los reyes del Antiguo Testam ento, confiriéndole con ello al
soberano franco el beneficio de una sacralidad divina legitimada por la Igle­
sia. Así em pieza a entablarse una alianza decisiva entre la m onarquía fran­
ca y el pontífice rom ano. A la m uerte de Pipino, su hijo Carlom agno hereda
el trono de los francos e inaugura un reino particularm ente largo (768-814).
E m prende u n a vasta política de conquista militar, prim ero en Italia, donde
vence a los lom bardos y se ciñe su corona, luego contra los sajones, que se­
guían siendo paganos, y cuya resistencia obstinada obliga a Carlom agno a
32 años de cam pañas de extrem a violencia, en las que se m ezclan m atanzas
y deportaciones, te rro r y conversiones forzadas. El resultado, im portante
p ara la historia de Europa, es la conquista de G erm ania y su integración a
la cristiandad.
Por últim o, C arlom agno lleva m ás allá la guerra, contra los eslavos de
Polonia y de H ungría y contra los avaros, pero en lo esencial con una finali­
dad defensiva. Por la m ism a razón avanza hacia el sur de los Pirineos, con el
fin de constituir la "m archa de E spaña”, frágil zona de protección ante los
m usulm anes. Pero no podría creerse que hubiera tenido el proyecto de em ­
prender la reconquista de la península ibérica, como quería hacerlo creer la
leyenda a la que-£Z cantar de Roldán dio u n a resonancia considerable, a
p artir del siglo XI. En la base de este relato épico, em blem ático de la cultura
medieval, no se en cu en tra sino u n hecho histórico sin relieve; el aniquila­
m iento, en 778, de la retag u ard ia dirigida p o r el sobrino de Carlomagno,'
bajo la acción de los vascos, que controlaban entonces las m ontañas de los
Pirineos.
Sea com o sea, C arlom agno logra reunificar u n a p arte considerable del
antiguo Im perio de Occidente: la Galia, Italia septentrional y central, y Re-
nania, a la que añade G erm ania (véase el m apa i.l). Tiene a su disposición
recursos excepcionales y u n poder inédito desde el fin de Roma. E n 796 em ­
prende la construcción de su palacio en Aquisgrán, cuya localización con­
firma el vuelco del centro de gravedad hacia la Europa del noroeste, ya sensi­
ble desde la p rim era afirm ación del poder franco, tres siglos antes. El plano
de dicho palacio, centrado en u na gran sala circular, está inspirado, con una
clara intención política, en la iglesia-palacio de San Vital de Ravena, legado
de Justiniano. Así que tam poco es u n a casualidad que C arlom agno se en­
cuentre en R om a el día de Navidad del año 800, aniversario im portante del
nacimiento de Jesucristo. Sin embargo, la coronación imperial, que tiene lu­
gar ese día, se desarrolla en circunstancias am biguas y poco claras, a tal
punto que ciertos historiadores sugieren que el papa habría colocado la co­
rona im perial en la cabeza de Carlom agno de m anera sorpresiva y casi sin

M a pa i . l . El Mediterráneo de las tres civilizaciones: el islam , Bizancio


y el Im perio carolingio a principios del siglo ix.
que se diera cuenta. En todo caso, es probable que la coronación imperial res­
pondiera más a una iniciativa de León III que a u n a intención de Carlomag-
no. E n efecto, adem ás de que confirm a la alianza ya establecida en 751, de
esta m anera el papa m anifiesta a los francos que la dignidad de aquél depen­
de de la Iglesia. Con ello se esfuerza por m antener el control sobre un poder
que se h a b ía vuelto considerable y que para su gusto se ejercía demasiado
lejos de Roma. Además, para el obispo de Rom a ésta es u n a form a de rom ­
per los lazos con el em perador de ConsLantinopla, que deja de encarnar Ja
universalidad ideal del orden cristiano, ya que reina otro em perador legiti­
m ado p o r Rom a. Sem ejante distanciam iento quizá no h ab ría podido pro­
ducirse si C onstantinopla no hubiera quedado debilitada entonces, com o se
verá, p o r la crisis iconoclasta y la presión m usulm ana. Pero las consecuen­
cias, ante todo, son lo que aquí resulta im portante: el obispo de R om a deja
de ubicarse bajo la dependencia de una lejana autoridad (a partir de 800 ya no
fecha sus docum entos en función de los años de reinado del em perador de
O liente, com o siem pre lo había hecho hasta entonces); se orienta de m anera
todavía m ás decidida que en tiem pos de G regorio hacia O ccidente, donde
com ienza a disponer de un poder real. El acontecim iento del año 800 signi­
fica pues la ru p tu ra de uno de los últim os puentes entre Oriente y Occiden­
te, cuyo progresivo alejam iento conducirá a] cism a de 1054, entre las Igle­
sias católica 3' ortodoxa.
El acontecim iento significa tam bién u n a em ergencia del papado como
verdadero poder. En el transcurso del siglo IX, gracias a la alianza con el em­
perador carolingio, el papa comienza a desem peñar en los asuntos occiden­
tales u n papel im portante. Al respecto, se beneficia de la posesión del “Patri­
m onio de San Pedro" (territorio que cruza en diagonal Italia central, de Roma
a Ravena), otorgada y legitim ada por los soberanos carolingios, gracias a la
redacción de uno de los docum entos apócrifos m ás célebres de la historia:
la supuesta “donación de C onstantino”. Por lo dem ás, ahí reside tal vez la
significación m ayor del Im perio carolingio: una prim era afirm ación del p a­
pado y, m ás am pliam ente, de la Iglesia occidental. Si bien desde antes la
Iglesia le había apostado al poder real, esforzándose por contribuir a su ins-
titucionalización y po r crear una m ayor distancia entre la realeza y la aristo­
cracia, ahora es el papa quien consagra el poder de la dinastía carolingia y a
cam bio recibe de ella la confirmación de sus cim ientos territoriales y m ate­
riales. El m om ento carolingio descansa así sobre una alianza entre el Imperio
y la Iglesia, que garantiza, m ediante un intercam bio equilibrado de favores y
apoyos, el auge conjunto de am bas partes. El emperador, que nom bra o bis-
v abades, dispone de una am plia red de 180 iglesias-catedrales y alrede­
dor de 700 m onasterios, que son u na de las m ás fuertes bases de su acción.
G rm cantidad de estos clérigos le proporcionan un a ayuda directa a su obra
de gobierno, ya que son los principales personajes de su corte y ponen a su
-ervicio sus com petencias y su erudición. Por último, la Iglesia se encarga en
todo m om ento de m an tener el au ra del p oder im perial, no sólo legitim án­
dolo m ediante lo sagrado, sino esforzándose siem pre en hacer aparecer las
acciones im periales como las de un príncipe cristiano, que actúa de acuerdo
con la. voluntad divina. A cam bio, la Iglesia se beneficia de u n a protección
sT n iRual, garantizada p or diplomas de inm unidad que confieren a las tierras

• Iglesia u na autonom ía judicial y fiscal, y las sustraen de toda interven­


c i ó n del poder real o imperial, sin hablar de la decisión carolingia de 779 que

v u c l e obligatorio el diezmo, destinado al m antenim iento del clero. La Iglesia

puede desde entonces crecer y perfeccionar su organización. A instigación de


Pipino el Breve, Crodegardo de Metz organiza el clero de las catedrales, n u ­
merosas a p artir de entonces, en “cabildos”, es decir, en com unidades de ca­
nónigos, som etidos a u n a regla de vida colectiva y casi m onástica, m ientras
que Benito, abad de Aniano, hace esfuerzos p or hom ogeneizar el estatus de
los m onasterios que se colocaron bajo la Regla de. san Benito. M uchos de los
rasgos de la institución eclesiástica de los siglos posteriores se delinean en el
Imperio carolingio, así como num erosas reglas m ediante las cuales la Iglesia
pretende o rd en ar a la sociedad cristiana, en particular en lo que se refiere a
las estructuras de parentesco (véase el capítulo IX).
Pero regresem os al Im perio, del que la Iglesia no es el único pilar. E ntre
los poderes del em perador, el principal es quizás el de convocar al com bate
a todos los hom bres libres, cada año en el mes de mayo; Así se form a, para
algunos m eses de cam paña, el ejército al que el em perador debe sus conquis­
tas. Pero resulta dudoso que cada vez se reú n an todos los hom bres con los
que teóricam ente el em perador puede co n tar (alrededor de 40 000). Por lo
demás, ren u n cia ráp id am en te a exigir de todos el cum plim iento de sem e­
jante obligación, tan to m ás cuanto que num erosos hom bres libres, m uy po­
bres, no disp on en de los recursos necesarios p a ra ad quirir u n arm am ento
pesado y costoso. El resto de la organización del Im perio resu lta todavía
m enos firme, y la im agen de u na adm inistración b ien organizada y fuerte­
m ente centralizada que sugieren los capitulares (nom bre dado a las decisio­
nes im periales trasm itidas en las provincias) es quizás am pliam ente ilusoria.
C iertam ente, el Im perio se divide en 300 pagi, encabezados p o r condes,
m ientras que las zonas fronterizas son defendidas p o r personajes de m ayor
prestigio, duques o marqueses; Pero, de hecho, lo esencial clel control de las
provincias se confía a las aristocracias locales, o a veces a guerreros a los que
el em perador quiere recom pensar y que viven de los ingresos de su cargo.
El control de los territorio s descansa, pues, en lo esencial, en los lazos de
fidelidad personal, solem nizados m edíante el juram en to o la recom enda­
ción vasallática, entre el em perador y los aristócratas encargados de las
provincias. De hecho, la ideología carolingia, que los clérigos elaboran, su­
bordina el grupo aristocrático al soberano, considerado com o la fuente úni­
ca de los “honores” (es decir, en prim er lugar, al gobierno de las provincias):
el hecho de recibir dichos honores y de servir al em perador se vuelve entonces
un elem ento fundam ental del poder de la aristocracia, que define y legitima
su estatus. Pero incluso si el em perador tiene el cuidado de hacer que los
m issi dom ínici (enviados que dependen directam ente de él) visiten sus pro­
vincias, esta ox'ganización puede tam bién revelarse m uy frágil.
A pesar de la debilidad política del Im perio, su unidad perm ite progre­
sos im portantes. Además de u n prim er auge de los cam pos, acom pañado
de un leve cam bio demográfico desde los siglos VIH y IX, se observa un reini­
cio del gran comercio. Pero éste es sobre todo obra de com erciantes exterio­
res al Im perio: en el sur, los m usulm anes, que siguen aprovisionando a las
cortes principescas o imperiales con productos orientales; en el norte, los m a­
rinos escandinavos, que im portan m adera, pieles y arm as. Así, Dorestad, en
el M ar del N orte, se vuelve el principal pu erto de E uropa, donde se enta­
blan los intercam bios entre el continente, las islas británicas y los reinos
escandinavos. Aunque en lo esencial siguen siendo externas al Im perio, se­
mejantes com entes comerciales obligan a un reordenam iento m onetario. De
hecho, Carlom agno tom a una decisión de sum a im portancia para los siglos
medievales, al dejar de acu ñ ar oro y al im poner un sistem a fundado en la
plata, m etal m enos raro y m ás adaptado al nivel real de los intercam bios.
La libra de plata se fija entonces en 491 gram os (50% m ás que en la Anti­
güedad), con sus divisiones en 20 chelines de 12 peniques cada uno, que se­
rán la base de la organización m onetaria durante toda la E dad Medía.

Prestigio imperial y unificación cristiana

E n el cam po del pensam iento, del libro y de la liturgia es donde el ren aci­
m iento carolingio encuentra sus éxitos m ás perdurables. Su centro está en
la corte de Carlom agno, luego en la de su hijo Luis el Piadoso, donde con­
versen los grandes letrad o s que se encu en tran al servicio del em perador y
que siguen sirviéndolo u n a vez que han recibido u n a im p o rtan te re sp o n ­
s a b i l i d a d eclesiástica. Así es para Alcuino, p roveniente de York, principal

i n s t i g a d o r de la política intelectual de Carlom agno, antes de ser nom brado

a b a d de San M artín de Tours; de Teodulfo, nom brado obispo de Orleans, y

un poco después de Agobardo, hecho obispo de Lvon; de R ábano M auro,


a b a d de Fulda, cuya obra, que h ab ría de ten e r u n gran éxito, prolonga la

a m b i c i ó n enciclopédica de Isidoro de Sevilla (570-636), quien fue, en la E s­

paña visigótica, el p rim er autor cristiano que intentó, en p articu lar en sus
E t i m o l o g í a s , c o n ju n ta rla totalidad de los conocim ientos disponibles. Sí bien
e l imaginario popular otorga a Carlom agno el m érito (o la equivocación) de

haber inventado la escuela, la realidad es m ás m odesta: la A dm onitio gene-


ralis de 789 se lim ita a im poner a cada catedral y a cada m onasterio la obli­
gación de proveerse de u n centro de estudios. P or lo dem ás, C arlom agno
mismo es el prim er soberano medieval que aprendió a leer (pero no a escri­
bir). En el contexto de su tiem po, eso ya era m ucho.
De hecho, el objetivo principal de los letrados carolingios es leer y di­
fundir los textos fundam entales del cristianism o. Se tra ta de disponer de
ejemplares m ás num erosos y confiables de los libros esenciales: la E scritu­
ra antes que nada, aunque tam bién los m anu scritos litúrgicos indispensa­
bles p ara la celebración del culto, así com o los clásicos de la literatu ra cris­
tiana. No b asta para lograrlo con proceder, com o lo ordena Carlom agno, a
una revisión del texto de la Biblia, cuya traducción latina realizada p o r san
Jerónimo, la Vulgata, había sido alterada al correr de los siglos. Dos instrum en­
tos resultan igualm ente indispensables. El prim ero es u n a escritura de m e­
jor calidad, y es p o r esa razón que los clérigos carolingios generalizan el
uso de l a “m in iatura C a r o l i n a ” , un tipo de letra m ás pequeño y m ás elegante
que los de los siglos anteriores (con el resultado de libros al m ism o tiem po
m ás m anejables y m ás legibles). Por u n a bella ironía de la historia, esta ca­
ligrafía m aravillará a los h u m a n i s t a s del siglo xv, quienes a veces la tom arán
por u n a creación de la A ntigüedad clásica y la utilizarán p ara diseñar los
prim eros caracteres de im prenta. Además, en la época carolingia los escri­
bas to m an la costum bre de separar las palabras, así com o las oraciones,
gracias a u n sistem a de p untuación (contrariam ente al uso antiguo, que la
ignoraba p o r completo). Estas innovaciones, en apariencia m odestas, consti­
tuyen en realidad grandes avances en la historia de las técnicas intelectuales.
G racias a tales innovaciones y a u n a m ejor organización de los scripto-
ria, en los que los m onjes encargados de cop iar m anuscritos trab ajan en
equipo, repartiéndose las diferentes secciones de u n a m ism a obra, la p ro ­
ducción de libros aum enta de m anera considerable (se estim a que se copia­
ron aproximadam ente 50000 m anuscritos en la Europa del siglo ix). Lo esen­
cial de dichas obras responde a las necesidades del culto cristiano; pero otras,
menos num erosas ciertam ente, pertenecen a la literatura latina clásica. Se
copian porque perm iten aprender las reglas del buen latín; y es por eso que
Lupo de Ferriéres, u n abad del siglo IX, se preocupa por reen co n trar los
m ejores m anuscritos de Cicerón. Estos libros tam bién inform an sobre el
pasado pagano, que los cristianos sienten necesidad de conocer, quizá para
poder apartarse m ejor de él, ya sea que se trate del pasado de Rom a o del de
los pueblos germ ánicos (como lo atestigua, por ejemplo, la Historia de Amia-
no Marcelino, que sería desconocida en nuestros días si un monje de Fulda no
la hubiese copiado en el siglo ix). E ntonces, hay que reco rd ar este hecho
dem asiado encubierto: la conservación de lo esencial de la literatura latina,
antigua se la debem os a los clérigos copistas de la alta E dad M edia y a su
trabajo tenaz, realizado en un contexto m uy poco favorable.
El otro in stru m ento decisivo de esta propagación de los textos es el
m antenim iento de un conocim iento satisfactorio de las reglas del latín, lo
que hace de la gram ática y de la retórica las disciplinas reinas del saber ca-
rolingio. E n u n m om ento en el que la lengua latin a evoluciona de m anera
distinta según las regiones, los clérigos carolingios tom an una decisión que
fija el destino lingüístico de Europa. O ptan por restaurar la lengua latina, no
exactam ente en su p ureza clásica, sino al m enos en una versión corregida,
aunque simplificada. C onsideran que esta elección resulta indispensable
para la trasm isión de un texto bíblico correcto y pa ra la com prensión de los
fundam entos del pensam iento cristiano. Pero al m ism o tiem po reconocen
que las lenguas habladas p o r las poblaciones se alejan inexorablem ente del
buen latín, a tal punto que recom iendan que los serm ones se trad u zcan a
las diferentes lenguas vulgares de quienes los escuchan. Abren con ello la
vía al bilingüism o que va a caracterizar a toda la E dad Media, con una m ul­
tiplicidad de lenguas vernáculas habladas localm ente por la población, por
u n lado, y p o r el otro u n a lengua sabia, la del texto sagrado y de la Iglesia,
que se vuelve incom prensible p ara el com ún de los fieles. Esta dualidad lin­
güística ensancha pues la separación entre los clérigos y los laicos, sin dejar
de garantizar a la Iglesia occidental u n a notable unidad.
Tal vez sea la reform a litúrgica lo que m ejor expresa el sentido del es­
fuerzo carolingio. En ella convergen al m ism o tiem po el auge de las técnicas
que perm iten disponer de libros m ás num erosos, m ás prácticos p o r su for-
tria v m ás seguros p o r su contenido, l a v olu ntad de unificación que es la
del proyecto im perial, y p o r últim o l a convergencia de interés entre
e s e n c ia

Roma y Aquisgrán. E n la E uropa de m ediados del siglo vm, existía u n a gran


diversidad de usos litúrgicos, pues m uchas regiones habían desarrollado
maneras particulares de celebrar las fiestas y los ritos cristianos. D ecir que
existía11 liturgias rom ana, galicana y visigótica no daría sino una im agen in­
completa de dicha diversidad. Pero dado que existe u n Im perio, y que éste
se propone h acer re sp eta r p o r todas partes la Ley divina, necesariam ente
única, ya no resu lta posible dejar u n asunto ta n esencial en m anos de la
diversidad de las costum bres locales. Así, la elección de los soberanos caro-
lingios consiste lógicam ente en voltear hacia Rom a, con el proyecto de am ­
pliar al conjunto del Im perio la liturgia que ahí se em pleaba. Ej sacram en-
tario, libro indispensable p ara la celebración de la m isa, que contiene todas
ías fórm ulas que e l sacerdote ha de p ro n u n c ia r entonces, es el instrum ento
básico de esta reform a litúrgica. Y finalm ente es el sacram entarlo llam ado
gregoriano (pues se le atribuye in justam ente a G regorio el Grande), dirigi­
do por el papa a Carlom agno y revisado po r Benito de Aniano, el que se im ­
pone en el Occidente cristiano y perm ite la unificación deseada p o r el em pe­
rador. Así, la reform a litúrgica, apuesta fundam ental para la Iglesia, se realiza
mediante u n a alianza entre Aquisgrán y Rom a, que sirve a los intereses con­
juntos de am bos poderes y m anifiesta el nuevo papel y el prestigio que se le
confieren al papa en Occidente.
Lanzado p o r la corte de C arlom agno y reforzado bajo Luis el Piadoso, el
renacim iento artístico, in separable de u n a visión del orden social bajo la
conducción del poder eclesial e imperial, se deja sentir en todos los ámbitos.
La arquitectura innova construyendo iglesias m ucho m ás im ponentes, que
se caracterizan a m enudo, com o la abad ía de C entula Saint-Riquier, p o r la
presencia de dos m acizos de igual im portancia: uno, oriental, dedicado a
los santos, y el otro, occidental, dedicado al Santo Salvador (Carol Heitz).
Además de que m anifiesta el deseo de asociar los dos polos del culto cristia­
no (Jesucristo y los santos), este dispositivo, así com o la m ultiplicación de
las capillas y de los altares, ilustra el auge de u n a liturgia cada vez m ás ela­
borada, que codifica cu idadosam ente procesiones y ciclos anuales de las
celebraciones. Además, p rep ara las fuertes fachadas flanqueadas p o r dos
torres de la época rom ánica y contribuye a la afirm ación del plano crucifor­
me que suplanta entonces al plano basilical (rectangular con un ábside semi­
circular en el extrem o), heredado de la a rq u ite c tu ra civil im perial y que
dom inaba h a sta entonces. Desde el siglo vm, el éxito del culto de los santos
obliga a veces a am pliar las iglesias de peregrinaje y a esbozar cambios para
favorecer el acceso de los fieles a las reliquias. E n cuanto a las imágenes,
éstas se im pregnan dejrem iniscencias clásicas, en p articu lar m ediante el
gusto de los plisados sueltos, que confieren a las figuras de los evangelistas,
a m enudo representados en los m anuscritos bíblicos con un aspecto de es­
cribas antiguos, un poderoso dinam ism o y u n a fuerte energía corporal, que
evoca la intensidad de la inspiración divina (véase la foto 2). También po­
drían m ultiplicarse los ejemplos en m ateria literaria. Así, Eginardo redacta
la biografía de Carlom agno tom ando com o m odelo la Vida de Augusto de
Suetonio. El poeta Angilberto se hace llam ar Homero, m ientras que el círcu­
lo de los letrad o s de la corte im perial, orgullosos de p o seer las obras de
los clásicos, como Cicerón, Salustio y Terencio, es com parado por Alcuino-
Horacio con la Academ ia ateniense. En pocas palabras, en todos los ám bi­
tos, en Aquisgrán-Ravena y alrededor de Carlomagno-Augusto, se jactan de
hacer que reviva la A ntigüedad porque ésa es la época p o r excelencia del
esplendor del Im perio. Se tra ta de m ultiplicar signos que son otras tantas
reivindicaciones políticas de la restauración im perial (renovado ijnpem jjy
que hacen de Carlom agno y de su hijo los dignos sucesores de los em pera­
dores de R om a (en el entendido de que sem ejante referencia encuentra su
legitim idad en la u n id ad finalm ente realizada del Im perio y de la Iglesia).
La experiencia carolingia es de corta duración. Se m antiene y se conso­
lida, en ciertos aspectos, d u ran te el reinado de Luis el Piadoso (814-840),
pero a su m uerte, la concepción patrim onial del po d er conduce al reparto
de Verdún, en 843, que divide el Im perio entre sus tres hijos. Si bien este tra ­
tado es im portante para la Francia Occidentalís (esbozo del futuro reino de
Francia, del que establece para varios siglos las fronteras orientales sobre el
eje R ódano-Saona), no logra apaciguar las rivalidades en el seno de la di­
nastía carolingia, que no hacen m ás que increm entarse. A estas dificultades
se añaden los desórdenes provocados p o r las incursiones norm andas y la
presión sobre la fro n tera oriental, así com o la ráp id a acentuación de las
debilidades internas del Imperio, cuyas provincias se m uestran cada vez más
incontrolables. El em perador no logra garantizarse la fidelidad de los con­
des y de los dem ás aristó cratas encargados de las entidades territoriales,
incluso al precio de concesiones im portantes, como la prom esa de no des­
titu ir al dignatario o de elegir a su hijo com o su sucesor. De nada sirve, la
tendencia centrífuga es irreversible. Desde m ediados del siglo IX, a pesar de
las prohibiciones im periales, los condes com ienzan a erigir sus propios cas­
tillos o torres, y sientan las bases de u n po d er autónom o. E n 888, cuando
muere el em perado r Carlos el Craso, nadie se p reo cupa p o r encontrarle un
sucesor.
El episodio carolingio goza de adm iradores incondicionales y tiene jue­
ces más escépticos, que lo perciben com o u n breve paréntesis, incluso como
un accidente, lo que resu lta innegable en térm ino s de unificación política,
pero quizá no ta n to si se consideran otros logros m ás duraderos. A veces
los h istoriadores se p reg u n tan si el Im perio carolingio m arca el final de la
Antigüedad o el inicio de la E dad Media. Algunos postulan u n a fuerte con­
tinuidad entre el Im perio rom ano y el de Carlom agno, e incluso a veces lle­
gan a afirm ar que los carolingios disponían de u n a fiscalidad idéntica a la
del Bajo Im perio y que la Iglesia no era sino un agente del gobierno im pe­
rial. Sem ejantes perspectivas, que rom anizan al extrem o el m undo carolin­
gio, descansan sobre u n a lectura de las fuentes que se ha criticado con rigor
v "que no parece fácil respaldar. Así que sería m ás razonable percibir el epi­
sodio carolingio al m ism o tiem po como el resultado de las conm ociones de
los siglos altom edievales (aunque sólo fuera p o rque la elección de Aquis-
grán como capital im perial institucionaliza el peso adquirido p o r la Europa
del noroeste) y com o u n a p rim era síntesis que p rep ara el auge de los siglos
posteriores de la E dad M edia (leve variación de la p roducción y de los in ­
tercam bios, uso del ju ram en to de fidelidad com o base de la organización
política y, sobre todo, afirm ación de la Iglesia). M ediante su alianza con el
reino de los francos vuelto Im perio, la Iglesia consolida su organización y su
posición dom inante en el seno de la sociedad (diezmo, reform a de los cabil­
dos catedralicios, reforzam iento de los grandes m onasterios, unificación li­
túrgica, establecim iento y difusión de los textos de base y de los in stru m en ­
tos gram aticales indispensables p a ra el m an ten im ien to de u n a u n id ad
lingüística e ru d ita de la cristiandad, afirm ación de la au to rid ad ro m an a y
definición de las reglas del m atrim onio y del parentesco).

E l M e d i t e r r á n e o d e l a s t r e s c iv il iz a c io n e s

Antes de term in ar este capítulo, desearía am p liar el cam po de visión, tanto


cronológica com o geográficamente, con el fin de situ ar los grandes espacios
en el seno de los cuales se producen la form ación y luego el auge de la cris­
tiandad occidental. Es indispensable evocar, al m enos de m an era sucinta,
los poderes vecinos en m edio de los cuales esta ú ltim a conquista se ubica
con grandes dificultades (véase el m apa i.l).
La decadencia bizantina

Visto desde C onstantinopla, no existe ningún "Im perio de Oriente" y a for-


tiori ningún “Im perio b izan tin o ” (nom bre que le dan los conquistadores
turcos). No se trata m ás que del Im perio rem ano, el único posible, el m is­
mo que el de Augusto, Diocleciano y C onstantino, es decir, la R om a eterna
tran sferid a a la nueva capital fu ndada p o r este últim o. E sta continuidad
reivindicada, esta afirm ación de p erm anencia a pesar de todas las conm o­
ciones, es u n a característica decisiva de este im perio al que se llam a bizan­
tino y que ta n sólo quiere ser rom ano. Q uizá'queda justificada bajo León I
(457-527) y Ju stin ian o (527-565), puesto que el Im perio vive entonces un
periodo de esplendor, en el m om ento en que Occidente atraviesa por una de
sus etapas de m ayor confusión. Su riqueza es considerable y controla toda
la cuenca oriental del M editerráneo: Grecia, Anatolia, Siria, Palestina, y so­
bre todo el rico Egipto, que envía a C onstantinopla un im puesto anual de
80000 to n e la d a s de grano s. La re co n q u ista de Ju stin ia n o , que recu p era
de m anera tem poral las costas adriáticas, Italia y África del norte, se apoya en
este poder y manifiesta la pretensión de m antener a Occidente bajo su tutela
y, por lo m ism o, de gobernar al conjunto de la cristiandad. Pero la epidem ia
de la peste a p a rtir de 542 diezm a al Im perio y la reconquista fracasa. Pron­
to no quedan sino unos cuantos fragm entos: el exarcado de Ravena, "ante­
n a ” de C onstantinopla en Occidente, creado en 584 y que en 751 cae en
m anos de los lom bardos; la laguna veneciana, donde ten d rá su auge una
ciudad refugio co ntranatura, cuya autonom ía ante los poderes occidentales
y sus vínculos privilegiados con el Im perio de O riente le dan, no obstante,
posibilidades de éxito; Sicilia, que pasa a poder de los m usulm anes durante
el siglo IX, y Calabria, que los norm andos arran can a C onstantinopla en
1071, con la to m a de Bari.
Desde principios del siglo vn, el viento sopla en otra dirección, debido a
la penetración de los persas, que tom an Damasco y Jerusalén en 613 y 614,
y luego a la ofensiva del islam , que conduce a la pérdida de Siria y Egipto.
Si se añade, en el norte, la presión de los eslavos y luego de los búlgaros,
ante los cuales el em perador Nicéforo encuentra la m uerte en 811, Bizancio
aparece com o un im perio sitiado, a p artir de entonces reducido a una parte
de los Balcanes y a Anatolia, y cuya población es en lo sucesivo esencial­
m ente griega. En este contexto de duras am enazas externas, la crisis icono­
clasta divide de m anera perdurable al Im perio (730-843). Para los em perado­
res iconoclastas, el culto de las im ágenes es la causa de las desdichas del
Im p e rio , y el pueblo de los bautizados, igual que los hebreos del Antiguo
T e s ta m e n to , tiene que volver a encontrar la benevolencia de Dios expurgan­
do sus inclinaciones idólatras. Después, luego de la victoria definitiva de los
' p a r t i d a r i o s de las im ágenes, que la tradición llam a el “triunfo de la o rto ­

doxia” (843), asistirnos a u n a recuperación que se prolonga ha sta principios


deí sislo xi. Se trata del esplendor macedonio, particularm ente bajo Basilio I
(867-886), León VI (886-912) y Basilio II (976-1025). El poder im perial, po­
deroso y estable, logra re c u p e rar ciertos territorio s, C reta y C hipre, m o ­
m entáneam ente Siria y Palestina, la B ulgaria oriental y luego la occidental.
La Islesia de C onstantinopla, de la que pronto se d irá que es ortodoxa,
aprovecha este m om ento p ara em prender su expansión. D espués de las pri­
meras m isiones de Cirilo y M etodio en el siglo IX, Basilio II obtiene en 989
la conversión del gran príncipe ruso, Vladimiro, celebrada con la construc­
ción de la basílica de Santa Sofía en Kiev.
~ Ño obstante, la decadencia se acentúa. Las estructuras internas, políti­
cas, fiscales y m ilitares del Im perio se debilitan. A p esar de los éxitos te m ­
porales, en p a rtic u la r bajo los prim eros em peradores de la d in astía de los
Comnenos, el territorio bizantino se encoge como u n a piel de zapa (consti­
tución del su ltanato de Iconio —o de Rum —, que sustrae la m itad de Anato-
lía en 1080, y crece m ás luego de su victoria de 1176; reconstitución de un
Im perio búlgaro independiente de Bizancio en 1187). Después del p arén te­
sis de los Estados latinos, vuelto a cerrar en 1261, el Im perio ya no es sino la
som bra de sí m ism o, reducido a la cuarta parte noroeste de Anatolia, poco
a poco m o rd isqu eada p o r los turcos, y a u n a p arte de Grecia, progresiva­
mente d ism inuida p o r el pod er serbio y luego por la p enetración otom ana,
que rodea a C onstantinopla y gana terreno en la parte europea del Im perio.
Los llam ados al apoyo occidental no surten efecto, y luego, en 1453, ocurre
lo inevitable: el sitio y la caída de C onstantinopla, que se convierte en E s­
tam bul, capital del Im perio turco.
En total, el Im perio bizan tin o tiene dos fases p articu larm en te b rillan­
tes, de la m itad del siglo v hasta m ediados del VI, y luego de m ediados del IX
hasta prin cip io s del XI; pero globalm ente sus fuerzas decadentes le perm i­
ten resistir cada vez m enos las m últiples presiones exteriores (desde los
persas, árabes y eslavos, hasta los búlgaros, serbios y turcos). A pesar de todo,
el orgullo de C onstantinopla, su pretensión de en carn ar los valores eternos
de R om a y de co n stitu ir el im perio elegido de Dios, así com o su desprecio
por todos los pueblos exteriores, incluidos los cristianos de Occidente, más
o m enos explícitam ente asim ilados a los b árbaros, perm anecen intactos
d u ran te largo tiem po (André Ducellier). Ciertam ente, al Im perio no le fal­
tan recursos, y de m an era perdurable es p o rtad o r de un poder que infunde
respeto y de modelos a los que se admira; piénsese en el arte bizantino, cuya
influencia es p rofunda en Occidente, en particu lar en Italia, donde los h u ­
m anistas del siglo xv se reapropian con avidez de la rica cultura helénica en
el m om ento en que Bizancio sucum be, Y si bien al correr de los siglos la se­
paración entre la realidad y el ideal del Im perio se ensancha peligrosam en­
te, la voluntad de preservar a toda costa este últim o explica quizá la im pre­
sión de lentitud y de perm anencia que sugiere la historia de Bizancio: ésta
"descansa sobre la idea de que nada debe cam biar" (Robert Fossier). Así,
una vez que han pasado los grandes debates relativos a la Trinidad y luego a
las im ágenes (véase los capítulos ix y x, en la segunda parte), la teología en
Bizancio parece m ucho m ás fuertem ente dom inada por una exigencia de
fidelidad a los textos fundadores que en Occidente, En esto no se percibe
nada que se parezca a la vitalidad de las discusiones escolásticas y de la re­
flexión que au to riza el auge de las escuelas y universidades occidentales.
Un papel determ inante h a de atribuirse aquí al m antenim iento del principio
imperial en tanto pilar de la organización bizantina (a pesar de una corrosión
debida a las concesiones y privilegios otorgados, en particular a los grandes
m onasterios). Más im portante aún es el hecho de que, a todo lo largo de la
historia bizantina, la Iglesia funciona en estrecha asociación con el jjoder
im perial: el p a triarca y el em p erador son las dos cabezas de u n a entidad
unificada p o r la idea de im perio cristiano, de acuerdo con el m odelo cons-
tantiniano que todavía se sigue observando en Occidente en la época caro­
lingia. La separación entre el Im perio y la Iglesia no se produjo en B izan­
cio, en tan to que la Iglesia de O ccidente lograba ad quirir su autonom ía e
incluso constituirse en institución dom inante. Quizá sea éste uno de los fac­
tores decisivos de la evolución divergente de O riente y Occidente, y u n a de
las fuerzas principales de la dinám ica específica de este último.

El esplendor islámico

No puedo evocar aquí los orígenes del islam m ás que de m anera m uy breve:
la hégira (cuando M ahom a se ve obligado a aban d o n ar la Meca en 622); la
unificación de Arabia, realizada p rácticam ente a la m uerte del profeta, en
632; la fulgurante conquista, a cargo de un ejército de aproxim adam ente
40000 hom bres, de Siria y de Palestina, del Im perio persa de los sasánidos y
de Egipto, bajo los tre s p rim ero s califas (632-656), y luego de Pakistán, de
África del norte y, en 711, de la España visigótica. Aunque la conquista im ­
pone la dom inación de u n grupo étnico muy m inoritario, se acom paña de la
conversión al islam de la m ayoría de los cristianos de Asia y África y de los
zoroastras de Persia. Así, algunos decenios después de la hégira, el islam
constituye u n inm enso im perio, com andado por un jefe suprem o que con­
centra los poderes m ilitares, religiosos y políticos. Por prim era vez en la his­
toria, las regiones que van del Atlántico a] Indus se in tegran en un m ism o
conjunto político.
De 661 a 750, los califas omevas adoptan Dam asco como capital y esta­
blecen u n im perio islám ico estable. Apoyándose en las élites locales y las
prácticas adm inistrativas de los im perios anteriores, rom ano y persa, adop­
tan u n a política de proclam ada ru p tu ra con el pasado, im ponen el árabe
como ú n ica lengua escrita y acuñ an su p ropia m oneda; en 692, el califa
Abd al-M alik construye Ja m ezquita de la Cúpula de la Roca en Jerusalén,
encim a del antiguo Templo Judío y del Santo Sepulcro, afirm ando con ello
la suprem acía del islam sobre sus dos rivales m onoteístas. La revuelta de
750 pone ñ n a la dom inación de la dinastía omeva, la to talidad de cuyos
descendientes fue exterm inada (salvo Abd al-R ahm an, quien huye y funda
el em irato om eva de Córdoba en 756). Si bien los árabes favorables a la re ­
novación y a las tendencias persas presentes en el im perio prom ueven p ri­
mero este m ovim iento, la hegem onía no ta rd a en p a sar a los persas, y la
conducción del islam recae en los abbasíes, que establecen su capital en
Bagdad, fu n d ad a en 762 p o r al-M ansur (754-775). E n Irak, corazón de la
nueva dinastía, se desarrolla u n a agricultura sabia y altam ente productiva,
que aclim ata nuevos cultivos de origen subtropical (arroz, algodón, m elón
y caña de azúcar, en p articu lar). El Im perio islám ico, dotado entonces de
su rostro definitivo y francam ente oriental, tiene su apogeo, sobre todo con
H arum al-Rasid, el califa de las Mil y una noches (786-809).
Luego, a p a rtir de m ediados del siglo ix, los factores de división se im ­
ponen. Las luchas ya añejas se intensifican entre sunitas (que consideran la
Sunna, preceptos p osteriores a M ahom a, com o u n fundam ento de la fe, al
igual que el Corán) y chiitas (partidarios de Alí, yerno del Profeta, que re ­
chazan la Sunna). Las revueltas chiitas del siglo IX favorecen el desm em ­
bram iento del Im perio, que se escinde en dinastías provinciales, algunos de
cuyos g o b ern an tes ad o p tan el título de califa, de tal suerte que el califato
de B agdad pierd e poco a poco su im portancia. Se distinguen entonces va­
rios conjuntos autónom os: M esopotam ia y las zonas orientales cada vez
m ás frag m en tad as; Egipto, donde se im ponen los fatim íes (969-1171), y
luego la d inastía ayub ida fu n d ad a p o r Saladino; África del norte, dividida
entre diferentes dinastías (entre las que se cuentan los aglabíes de K aim an,
que co n q u istan Sicilia a p a rtir de 827) y luego unificada p o r los alm orávi­
des (1601-1163) y los alm ohades (1147-1269); E spaña (Al-Andalus), m arcada
p o r el esplendor del califato de los om eyas de Córdoba. Adem ás de las tie­
rras conq uistad as, el islam asegu ra ta m b ién el control del M editerráneo.
En su p a rte occidental, la p ira te ría sarrace n a opera sin p ro testas durante
los siglos ix y x, a p a rtir de E spaña y dei M agreb, y teniendo entre sus obje­
tivos el saqueo y el ab astecim ien to de esclavos. Tam bién se llevan a cabo
incursiones terrestres en Italia central, incluyendo aquellas contra los gran­
des m o n asterio s de F arfa y de M ontecassino, co n tra Rom a, saqueada en
846, así como en los Alpes, a partir de la colonia sarracena im plantada en 890
en La G arde-Freynet, sobre la costa provenzal, y que los cristianos no logra­
rá n elim in ar sino h a sta finales del siglo x. E n E spaña, el visir al-M ansur
(980-1002) controla con firm eza el te rrito rio y lanza tem ibles expediciones
co n tra los rein os cristian o s del norte; pero después de su m uerte, los con­
flictos en tre facciones a c a rrea n la división y el fin del califato (1031), y los
m usulm anes de Al-Andalus p ronto quedan som etidos a los alm orávides be­
reberes (1086-1147), y luego, a p a rtir de 1146, a los alm ohades del Magreb.
Llega entonces el tiem p o de los turcos, em pujados desde O riente p o r el
avance de los m ongoles, que se infiltran desde el siglo IX en el Imperio, donde
ad o ptan el islam y no ta rd a n en fo rm ar la guardia de todas las cortes m usul­
m anas. La p rim era dinastía tu rca se im pone en Afganistán, en 962, m ientras
que en el siglo xi se form an el su lta n a to de R um en A natolia y el Im perio
silvuquí en M esopotam ia (1055). Luego, los turcos otom anos to m an el rele­
vo con G sm án I (1281-1326). El im p erio que se form a entonces se vuelve
u na p o ten cia am en azad o ra, que te rm in a p o r ap o d erarse de C onstantino-
pla, alcanza su apogeo bajo Solim án el Magnífico (1520-1566), controla por
u n b u en tiem p o los B alcanes, M esop otam ia y el M editerráneo oriental, y
p erd u ra h asta después de la p rim era G uerra M undial.
A p e sa r de la división del califato om eya y p o sterio rm en te abbasí, y la
a ltern an cia de fases de expansión y de dificultades, el islam constituye sin
d uda alguna la civilización m ás b rillan te del M editerráneo en la época m e­
dieval. Se caracteriza p o r u n a u rb a n id a d desarrollada, que reto m a p arcial­
m ente los m odelos ro m an o s y los co m pleta con creaciones e innovaciones
im portantes. Dam asco, capital omeya, crece sobre u n a base rom ana reform u-
lada, m ien tras que Bagdad, creación abbasí y m ucho m ás claram ente órien-
ial, alcanza el m edio m illón de h a b ita n te s y h ace p alid ecer a C o n stan tin o ­
pla. Como en las otras ciudades m usulm anas —em pezando p o r Córdoba, de
la que se dice que reb a sa los 10 0000 h a b ita n te s h acia el año m il— , se des­
pliegan, alrededor de im ponentes m ezquitas, el lujo y el refinam iento de una
alta cultura, u no de cuyos ejem plos con m ás posibilidades de im p resio n ar a
los occidentales es la A lham bra de G ranada. La p ro sp erid ad del islam y de
sus logros cu ltu rales e intelectu ales, p o r m u ch o tiem p o claram e n te su p e ­
riores a los de O ccidente, se m anifiestan con evidencia si se subraya la a m ­
plitud de los p ré sta m o s que los cristian o s de la E d a d M edia to m a ro n del
m undo árabe. É stos son p a rtic u la rm en te im p o rta n te s en las regiones con­
quistadas p o r el islam que luego fueron recuperadas p o r los cristianos, sobre
todo Sicilia y E spaña. E n la prim era, se tolera a u n a población m u su lm an a
de utilidad p a ra la valoración agrícola de la isla y p a ra el funcionam iento de
los en granajes de la o rg an izació n ad m in istrativ a y fiscal m u su lm an a, re to ­
m ada p a ra su p rovecho p o r los reyes no rm and os. El arte de su corte está
inspirado en la v irtu o sid a d de las técnicas o rn am en tales m u su lm a n as (en
p articular la capilla p a la tin a de Palerm o, h acia 1140). Un poco después, el
em perado r F ederico II se ro d e a de u n a g u ard ia sa rra c en a y m a n tien e co­
rrespondencia con nu m ero sos letrados árabes. M ientras que esta presencia
m usu lm an a en Sicilia llega a su fin en la p rim e ra m itad del siglo x i i i , en la
E spaña reco n q u istad a las com unidades m usulm an as m udéjares se m a n tie ­
nen h asta finales de la E dad M edia (sobre todo en los cam pos, porque en la
ciudad p o r lo general las expulsiones no dejan que sub sistan m ás que m ore­
rías m uy reducidas). E n este caso tam bién, la interacción de las poblaciones
y el prestigio de la cu ltu ra islám ica se reflejan en el cam po de la arq u itectu ­
ra y de la o rn a m e n tac ió n , con el a rte m o zárab e de los siglos ix a XI, sobre
todo en las regiones en las que se im plantan poblaciones cristianas arabiza-
das echadas de Al-Andalus, y luego con el arte m udejar, sobre todo en Aragón
a p a rtir del siglo xm.
M ás que los p réstam o s artísticos, lim itados a elem entos parciales in te­
grados en u n a pro d u cció n p ro p iam en te cristiana, las aportaciones técnicas
revisten u n a im p o rtan c ia notable. Así, puede m encionarse la adaptación de
nuevos cultivos, tales com o, p a ra Sicilia, los cítrico s y la cañ a de a zú car
(que h a b ría de a d q u irir u n a im p o rtan cia estratégica en la aventura a tlá n ti­
ca), o ta m b ié n el gu san o de seda, im p lan tad o en E sp a ñ a bajo los om eyas.
El papel, u tilizad o desde finales del siglo vm p o r la ad m in istrac ió n califal,
p asa m ás ta rd e a O ccidente, así com o la cerám ica esm altada, el juego de
ajedrez (de origen oriental e introducido en O ccidente en el siglo xi) y quizá
las arm as de fuego, conocidas prim ero p o r los m usulm anes y que desem pe­
ñ a rá n un papel tan im po rtan te en la lom a de C onstantinopla p o r los turcos
com o en la de G ran ad a p o r los Reyes Católicos. La m edicina árabe se con­
vierte —p articu larm en te con la interm ediación de C onstantino el Africano,
cuyo nom bre dice b astante acerca de su origen— en la base de la reputación
de la E scuela de Salerno, a p a rtir de la segunda m itad del siglo XI, y durante
m ucho tiem po sigue alim en tan do , gracias a las trad u ccio n es latinas de
obras árabes, el sab er de los m édicos occidentales. E n el cam po de las m a­
tem áticas, la v en taja m u su lm an a es de igual m a n era clara, y es eso lo que
in cita h acia 970 a G erberlo de Auriliac, el fu tu ro p ap a Silvestre II, a estu ­
d iar en C ataluña, donde adquiere una form ación m atem ática excepcional
en tre los clérigos de su tiem po. Así, los m usulm anes d o m inan de m anera
precoz la n u m e ra c ió n posicional, gracias al uso de los nú m ero s llam ados
arábigos (aun qu e sean de origen indio) y del cero, cuya vulgarización en
O ccidente se debe al tra ta d o Líber abaci, de L eonardo F ibonacci de Pisa,
escrito en 1 2 0 2 .
De m a n e ra m ás am plia, hay que subrayar la im p o rtan cia de la cultura
antigua griega en el m undo m usulm án y el papel de este últim o en su tra s­
m isión a Occidente, gracias a Ja traducción latina de num erosas obras árabes
p resen tes en la p en ín su la ibérica. Los com en taristas árabes de la obra de
Aristóteles —Avicena, m u erto en 1037, y Averroes, m aestro de origen an d a­
luz, m uerto en 1198— tienen al respecto un estatus relevante. Al prim ero lo
trad u c e n en Toledo en el siglo xii, gracias a la colaboración entre u n judío
arabó fo no , que lo tra n sc rib e en castellano, y u n cristiano, que lo restituye
en latín. Al segundo lo traduce G erardo de C rem ona, quien se establece en
Toledo, donde aprend e árab e y trad u ce h a sta su m uerte, en 1187, n u m ero ­
sas obras, entre las que se cuentan las de Averroes y de Aristóteles m ism o.
A unque las obras de este último, en el siglo xm, desem peñan un papel cen­
tral en los m edios universitarios occidentales, no hay que olvidar que siempre
circulan acom p añ ad as de sus com entarios árabes traducidos al latín. Así, a
Aristóteles lo reciben y lo entienden en O ccidente m ediante el prism a de su
lectu ra árabe. De hecho, "es en el m u ndo m u su lm án donde se efectuó la
p rim era confrontación del helenism o y del m onoteísm o", de acuerdo con un
m odelo p o steriorm ente im portado a O ccidente (Alain de Libera). Entonces,
resu lta conveniente reco n o cer la im p o rtan cia de la m ediación árabe en lo
q ue se refiere a la fo rm ació n de la cultu ra occidental. P reocupado p o r p o ­
n e r en evidencia la deud a árabe de Occidente, Alain de Libera concluye: "la
razó n occidental no se h a b ría form ado sin la m ediación de los árabes y de
los ju d ío s” y, de m a n e ra todavía m ás lap id aria, “el O ccidente nació del
O riente”. Pero si b ien esta a p o rta c ió n árab e quedó ocu lta d u ra n te m ucho
tiem po, tam p o co hay p o r qué exagerarla (no más, p o r o tra parte, que la del
aristotelism o, al que los teólogos le ro m pen el cuello p a ra hacerlo caber en
los m arcos del pensam iento cristiano). Y resulta necesario señalar, con Pierre
G uichard, que "el m ov im ien to de las trad u ccio n es aco m p añ ó a la R econ­
quista. Los occidentales an te todo fueron a b u sc a r a p u n ta de espadazos el
enriquecim iento de co nocim ientos que req u ería el desarrollo de su ciencia.
S eleccionaban lo que les e ra ú til en el m o m en to m ism o en que el p e n sa ­
m iento árabe, incap az de renovarse, se anquilosaba en la fidelidad a los a n ­
tiguos m aestro s". E n conclusión, O ccidente ex p erim en ta an te el islam u n
sentim iento am bivalente de "fascinación-repulsión” m uy bien ilustrado por
Ram ón Llull, e n tu siasm ad o p o r la cu ltu ra árab e —a tal p u n to que p reco n i­
zaba el apren d izaje del árab e— y a la vez p artid ario virulento de la cruzada
y de la conversión de los m usulm anes. Así pues, O ccidente se apropió de un
conjunto de técn icas m ateriales e intelectuales, forjadas o difundidas en el
m undo árab e, p a ra fo rta le c er a u n a sociedad y a u n a c u ltu ra to talm en te
distintas, y finalm ente p a ra confirm ar su superio rid ad sobre el islam .

E l auge no imperial de Occidente

De O ccidente se h a b la rá lo suficiente en este libro com o p a ra que aq u í se


diga m u ch o de él. No ob stan te, hay que m en cio n ar que la descom posición
carolingia no significó el fin de la idea de im perio en Occidente. Su re sta u ra ­
ción es o b ra de O tón I, a quien, fortalecido p o r la co nquista del reino lom ­
bardo en 952 y p o r sus victorias sobre los h ú n g aro s y los eslavos en 955, el
papa corona e m p erad o r en R om a en 962. Si bien la idea im perial p ara él no
tiene en ese entonces m ás que un alcance lim itado, al designar u n a especie
de au to rid ad su prem a que dom ina varios reinos, su nieto, O tón III, le vuelve
a d ar brevem ente todo su esplendor, antes de su m uerte en 10 0 2 , asum iendo
plen am ente la idea de renovación del Im p erio ro m ano (renovatio rom ani
impertí) y colocando a R om a en el centro de las preocupaciones que com ­
parte con el p ap a Silvestre II. La idea de im perio queda entonces asociada a
la de u n poder superior y sagrado, recibido directam ente de Dios, y a u n prin ­
cipio de u n iv ersalid ad que teó ricam en te confiere al em p erad o r la vocación
de unificar bajo su conducción al conjunto de la cristiandad. Tiene que ser su
jefe tem poral, así com o el p ap a es su jefe espiritual (véase la foto i.l).
P ero la re sta u ra c ió n im perial de los otonianos sufre en seguida u n a
fuerte lim itació n (véase el m ap a 1.2 ). Lejos de re c o n stitu ir el im perio de
Carlom agno, su p o der se extiende sólo p o r los reinos de G erm ania y de Ita ­
lia (a los que C onrado II añade el de B orgoña en 1033). Electiva, la corona
im perial p asa después a la fam ilia de los Sálicos, de 1024 a 1125, y luego a la
de los H ohenstaufen, cuya fuerza se concentra en Suabia y en Franconia (su
castillo de W aiblingen da su nom bre a los gíbelinos, los p artid ario s del em ­
p erad o r en Italia). Federico I Barbairoja (1155-1190) increm en ta su p re sti­
gio; E nriq u e VI (1191-1197) agrega a sus títulos la corona de Sicilia gracias
a su m atrim o n io con la hija del rey norm ando Roger II; su hijo, Federico II
(1220-1250), h u érfano criado en un Palerm o cosm opolita y atípico, hom bre
de cu ltu ra ligado al m undo árabe, cristiano que desafia al p ap a y varias ve­
ces excom ulgado, es uno de los p ersonajes m ás singulares de la E dad M e­
dia. D espués del fin de los H ohenstaufen, el em perador sigue siendo respe­
tado, au n cu ando no posee ningún p o d e r tem poral auténtico. No por eso la
dignidad im p erial deja de d esem p eñar u n papel n o table en las relaciones
europeas, com o lo atestig u a todavía Carlos V, el em p erad o r a n o m b re del
cual se lleva a cabo la conquista de México y al que Cortés tiene que ren d ir
cuentas de sus actos.
Así, a p e sa r de brillan tes recuperaciones, la h isto ria del Im perio en la
E dad M edia es la de u na inexorable decadencia. Del siglo XI al xm, el em pe­
ra d o r se en c u e n tra m etido en u n conflicto incesante con el papa, conflicto
que d eb ilita las bases de su poder y, finalm ente, confirm a la su p rem acía
pontifical. P o r o tra parte, si bien no dispone en G erm ania m ás que de un
asen tam ien to te rrito ria l fragm entado y de apoyos políticos lim itados, en el
s u r de los Alpes, ei dom inio del em perador es claram ente rechazado: tiene
que decidirse, a p esar de siglos de agotadoras tentativas, a ver que la Italia
sep ten trio n al y cen tral quede em ancipada y gobernada bajo el régim en de
ciudades au tó n o m as. P ronto (incluso si la expresión de “santo im perio ro ­
m an o germ ánico" no es m edieval), el Im perio ya sólo es germ ánico, y la
distancia entre lo ideal y la realidad se vuelve flagrante: "El Im perio rom ano
de vocación universal se redujo poco a poco h a sta confundirse con el reino
alem án, pero sin darle a éste u n v erdadero so b eran o ” (M ichel Parisse). Al
m ism o tiem po, el reforzam iento de los reinos occidentales confirm a el carác­
ter ilusorio de la universalidad del poder im perial, a tal punto que se im pone,
en el siglo xm , el precep to según el cual "el rey es em p erad o r en su re in o ”.
Lo que se afirm a, al m ism o tiem po que va declinando el Im perio en Oc­
cidente, es en p rim e r lu g a r la cristian d ad ro m ana, de la que el papa, en lo
F o ro E l em p erad or Otón I II en m afesw d (hacia 990; E vangelios de L cotaráo , Aquisgrán ,
Tesoro de ¡a Catedral, f. 16).

E) em perador, en su tr o n o y so s te n ie n d o el globo, a p a re c e en u n a m a n d o rla ; señal d e d ig n id a d g e n e ra l­


mente reserv ad a a la s p e rso n a s divinas. S o sten id o p o r los sím bo los de los evang elistas (ángel, águ ila, toro
y león), el E vangelio, en la fo rm a p o co frec u en te de u n solo rollo, cru z a su p echo, com o p ara in d ic a r q u e el
em perador a s u m e la B ib lia co m o ley su p rem a, h a s ta en lo in te r io r d e su co ra z ó n . Si b ien esta b a n d a no
podría c o n sid erarse co m o la im ag en del firm am ento , com o lo p re te n d ía la le c tu ra clásica y m uy d isc u tid a
oe E rnst K an to ro w icz, a l m e n o s su g ie re u n a d iv isió n e n tre el m u n d o te rre s tre , d o n d e a p a re c e n d ig n a ta ­
rios laicos y eclesiástico s, y el m u n d o celestial. El em perado r, en to n ces, hace las veces d e u n ió n e n tre los
dos: su tro n o e s tá so ste n id o p o r u n a aleg o ría de la T ierra, m ie n tra s q u e su c a b ez a alc a n z a la z o n a divina,
donde la m a n o de D ios la c o ro n a (o la bendice). Así, la im ag en exalta d e m a n e ra v ig orosa la fig u ra del em ­
perador, su b ra y a n d o al m ism o tie m p o q u e su p o d e r no tie n e le g itim id a d sin o a co n d ició n de a ju s ta rs e a
los p re c e p to s de la Escritura, (cuya in te rp re ta c ió n la co n tro lan los clérigos).
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Mapa i.2. Europa en el año mil.


sucesivo sólidam ente im plantad o en los territo rio s del "P atrim onio de San
Pedro”, es el jefe esp iritu al y el prín cipe m ás poderoso. Es él quien hace que
Occidente se lance a la em presa de las cruzadas, no el em perador, incluso si
u n B arbarroja se le u ne de m a n e ra entusiasta. Lo que se afirm a tam b ién es
la E uropa de las m o narqu ías, en tre las que se cu en tan com o las m ejo r ase n ­
tadas las de Inglaterra, sobre to do bajo E nriq ue II P lantagenet (1154-1189),
Francia, p articu larm en te bajo Felipe Augusto (1180-1223) V Luis IX (1226-
1270), y Castilla, sobre to do bajo Alfonso X el Sabio (1252-1284). H ay que
añadir Sicilia, que se erige en reino con Roger II (1130-1154) y que cae de m a ­
nera perdurable, así com o la Italia del Sur, bajo control de Aragón en 1282,
y por últim o los reinos escandinavos (D inam arca, Suecia y N oruega) y centro-
europeos (Polonia, H un gría y, a p a rtir de 1158, B ohem ia). Así, en el m o m e n ­
to en que O ccidente se deshace de la tutela b izan tin a y de la presión m u su l­
m ana, y luego se lan z a a la R eco nq uista y a la cru zada, el p o d er im p erial
declina. El Im perio no tiene pues u n papel relevante en el auge europeo, y
son otros m arco s, no im periales, los que p e rm ite n e m p re n d e r y fo rtale cer
el dinam ism o y la expansión de la cristian dad occidental.

Cambio de equilibrio entre las tres entidades

E ntre O ccidente, B izancio y el islam dom in an las rivalidades, los saqueos y


los conflictos arm ados, lo cual no excluye form as de coexistencia m ás o m e­
nos pacíficas e in tercam b io s ta n to co m erciales com o in telectuales. In ter­
cam bios y conflictos, saqueos y com ercio van, p o r lo dem ás, de la m ano, en
un clim a en el que la adm iración hacia B izancio y h acia el m u n d o á rab e se
m ezcla con recíp ro cas descalificaciones. P ara los m u su lm an es, los c ristia ­
nos de Bizancio o de O ccidente no son sino idólatras indignos del verdadero
m onoteísm o. Sin em bargo, los m uchos que todavía viven en los territo rio s
dom inados p o r el islam son respetad os, en ta n to “gentes del L ib ro ”, y son
objeto de u n a n o tab le toleran cia, siem p re y cu an d o p a g u e n la djizya, u n
im puesto que m a rc a su su b o rd in ació n y que in c ita a m u ch o s de ellos a la
conversión. A sim ism o, el acto de fe de los peregrinos cristianos que visitan
los Santos Lugares de Palestina está autorizado y, desde 680, el obispo Arcul-
fo lleva consigo el relato y la descripción de los m ism os hasta M an d a.
P ara los cristian o s, los m u su lm an es son infieles, gen eralm en te a sim i­
lados a los pagan o s y paradó jicam ente calificados com o idólatras. Se cuen­
ta en efecto q ue a d o ra n ídolos de M ahom a, q uien sería su dios, lo que es
un a m anera radical de co ntrapuntear la crítica del cristianism o por parte del
islam (aunque algunos, com o G uiberto de Nogent, en el siglo xn, recusan la
idea de una idolatría m usulm ana). O tra form a de la denegación occidental
del islam consiste en no ver en él m ás que un cisma, u n a desviación del cris­
tianism o: circu lan así d iferentes v ariantes de la leyenda de u n am bicioso
cardenal de la Iglesia rom ana, a veces llam ado Nicolás, quien, frustrado por
no haber podido acceder al pontificado, provoca u n cism a y se convierte en
el fundador de la secta m ahom etana. Ya sea que al islam se lo asimile a la ido­
la tría pagana o a u n a secta hereje, se ve que p a ra la cristian d ad resu lta in ­
concebible considerarlo com o u n a fe específica y coherente. Es p o r eso que
aquellos a los que llam am os “m usulm an es” entonces no pueden designarse
m ás que como "infieles” o tam bién com o "sarracenos” o “agarenos” (es decir,
descendientes de Agar y de su hijo Ism ael). Sin em bargo, esto no excluye
—p articularm ente en la E spaña de las tres religiones— u n a convivencia que
es, de hecho, u n a situación de coexistencia y-de interacciones regulares, en
la que se m ezclan intercam bios y pactos, cohabitación y conflictividad, tole­
ran cia y esfuerzo de subordinación.
La afirm ación progresiva de O ccidente frente al islam es m anifiesta.
D urante la alta E d ad M edia, el m undo cristiano en su conjunto se en cuen­
tra a la defensiva, am putado y luego acosado. El Im perio islám ico dispone de
u n a fuerza ap lastan te c o m p arad a con la de B izancio (su te rrito rio cu enta
con una extensión 10 veces mayor, sus ingresos son 15 veces superiores y tie­
ne un ejército cuya m asa es cinco veces m ás grande). A los ojos del islam ,
Occidente apenas existe, aunque el califa al-Rasid tra ta con consideración a
C arlom agno y se to m a la m olestia de enviarle u n elefante de regalo a su
corte. Una p rim era señal de cam bio en la relación de fuerzas ocurre después
de la m uerte de al-M ansur, en 1015-1016, cuando písanos y genoveses recu ­
p era n C erdeña de m anos de los m usu lm anes de E spaña. E n la p enínsula
ibérica, los siglos viii y ix perm iten u n a p rim era reorganización (fundación
del reino de las Asturias; condados pirenaicos de A ragón y de N avarra, M ar­
ca H ispánica y condado de B arcelona un siglo después). A p a rtir de estas
bases, los cristianos em prenden, sin altercados frontales, la repoblación de
espacios abandonados, hasta la cuenca del Duero, que alrededor del año mil
constituye la zona tap ó n entre Al-Andalus y los reinos del norte. Después, la
idea de un a reconquista de los territorios dom inados p o r el islam gana terre­
no y aprovecha el final del califato de Córdoba. Los prim eros avances signi­
ficativos tienen lugar bajo F em an do I (1035-1065), quien une León con Cas­
tilla y se ap o d era de Lam ego, Viseu y C oim bra. E n ei m o m en to en que el
papado confía a R oberto G uiscarao la m isión de re c o n q u istar Sicilia (1059),
decide ta m b ié n el envío de u n a "cru zad a” a E sp añ a (1064). Y si se agrega
que pisanos y genoveses com ienzan entonces a lan zar ataques co ntra el lito­
ral m agrebí (en el siglo x i i los im ita rá n los n o rm an dos, que to m a rá n M alta
y, de m an era tem poral, Trípoli, D jerba y M abdia), la m ita d del siglo XI ap a ­
rece claram en te com o el m o m en to decisivo en el que se em p ren d e la co n ­
traofensiva occidental p a ra h acer retro ced er al islam .
Una vez que Palerm o es recu perad o en 1072, el frente principa] es el de
la R econquista ibérica. Sus etapas p rin cip ales p u ed en m en cio n arse som e­
ram ente (véase el m ap a 1.3). E n 1085, la to m a dé Toledo, la an tig u a capital
visigótica, reviste u n elevado valor sim bólico, del que Alfonso VI de Castilla
tom a la autorización p a ra atribuirse el título de "em perador de to d a España"
(sobreviene, sin em bargo, u n a reacción de los m u su lm an e s, quienes, apo-

LEÓN R e in o s e n el s i g l o ix ARAGON R einos e n el siglo xm

M apa i .3. Las etapas de la R econquista.


vados p or los alm orávides, u n año después se llevan la victoria en la batalla
de Sagrajas). D u ran te la segu n da m itad del siglo x i i , Aragón, ayudado por
fuerzas provenientes del sur de Francia, libera Zaragoza en 1118 y, luego de
su unión con el condado de B arcelona en 1137, Tortosa y Lérida en 1148; la
tom a de O urique p erm ite a Portugal constituirse en reino en 1140, antes de
apoderarse de Lisboa en 1147, con el apoyo de cruzados ingleses y flam en­
cos. Al-Andalus ya no co n tro la en ese m om ento m ás que u n a tercera parte
de la península, pero su integración al im perio alm oliade pone a los cristia­
nos a la defensiva y perm ite la ú ltim a gran victoria m u su lm a n a en Alarcos,
en 1195. A principios del siglo x i i i , los esfuerzos del p ap a Inocente III y del
arzobispo de Toledo lo g ran restab lecer la paz entre los reinos de N avarra,
de Castilla y de León, de nuevo independientes desde 1157, de m an era que
su coalición, apoyada p o r la predicación de u n a cruzada, perm ite la victoria
decisiva de u n ejército co nsiderable en Las N avas de Tolosa, en 1212. Al
a b rir a los cristian o s el control del G uadalquivir, dich a v ictoria perm ite a
Fem ando III (1217-1252), quien reunifica de-m anera definitiva Castilla y
León, retom ar Córdoba en 1236, M urcia en 1243 y Sevilla en 1248, m ientras
que Jacobo I de Aragón (1213-1276) se ap o dera de las B aleares en 1229 y de
Valencia en 1238. A m ediados del siglo xm, la pen ín su la ibérica está dom i­
n ad a p o r tres reinos cristianos —Castilla, Aragón y Portugal— m ientras que
N avarra, ap risio n a d a en tre sus p o derosos vecinos, no logra crecer, y el is­
lam se encierra en el reino de G ranada, de donde será expulsado poco des­
pués de la u n ió n de Castilla y Aragón, m ediante el m atrim o n io de Isabel y
de Fernando, en 1469.
Incluso si ahora hay dud as de que se haya concebido com o una cru z a­
da antes de que to m a ra form a el proyecto lanzado h acia Tierra S anta, la
R econquista va em parejada, en el siglo xn al m enos, con la afirm ación de
u na ideología propia, difundida m ediante la predicación y la im agen. Lejos
de ser u na sim ple em p resa de conquista, debe a p arecer com o u n a guerra
justa, legitim ada p o r la infidelidad y los vicios de los “sarra ce n o s”, y p o r la
superioridad de los cristianos, que com baten en n o m b re de la verdadera fe
y m erecen, p o r esta razó n , el perd ó n de sus pecados y el acceso al paraíso
en caso de m o rir en com bate: com o lo expresa sin am bages El cantar de
Roldan, “los paganos no tienen razón y los cristianos tienen derecho”. Pero,
evidentem ente, es con las cru zad as con las que esta m en talid ad florece en
todo su esplendor. E n el tra n sc u rso del siglo xi, el pereg rin aje a Jerusalén
tiene u n éxito creciente, a la vez p orqu e la conversión de H u n g ría vuelve
practicable la vía terrestre, siem pre m ás fácil que el viaje p o r mar, y porque
constituye u n a fo rm a de p en ite n c ia m a tiz a d a de proeza, que resu lta m uy
conveniente p a ra las m en talid ad es laicas, en p a rtic u la r las de los príncipes
yíos nobles. Poco a poco, en u n contexto de cristianización de la caballería,
la co n dena cristia n a del uso de las a rm as se revierte, p a ra ju stificar la de­
fensa de los pereg rin o s c o n tra los m u sulm an es, ta n to m ás cu an to que los
turcos, recién instalados, m ultiplican los incidentes. D espués de la victoria
dé los silyuquíes sobre los b izan tin o s en M antzikert, en 1071, el p ap a G re­
gorio VII llam a a venir en ayuda del im perio de O riente y a lib erar los S an­
tos L ugares. P ero es la p re d ic a c ió n de U rb an o II, en C lerm ont en 1095, lo
que lanza realm ente el m ovim iento. No sin antes describir, de m an era com ­
placiente, las m atan zas y las destrucciones com etidas p o r los infieles, invita
a una “gu erra de Dios” p a ra rec o n q u ista r Jeru salén y los Santos Lugares, y
precisa que a los com batientes, vestidos con el signo de ia cruz, esta guerra
les valdrá la p e n ite n cia deb id a p o r sus p ecados y g a ra n tiz a rá la salvación
de su alm a. Q uizá ta m b ié n ve en esta sa n ta em presa, en u n m o m en to en
que el p o d er pontificio se afirm a de m an era decisiva, la ocasión de p o n e r al
papa en posición de jefe de la cristiandad. Así, los ejércitos dirigidos en par­
ticular p o r R oberto de N orm andía, R oberto de Flandes, G odofredo de Boui-
llon, R aim u n d o de Tolosa y B oh em u n d o de T arento, bajo la a u to rid a d del
legado pontificio Ademar, en 1098 to m a n A ntioquía, donde el d e sc u b ri­
m iento m ilagroso de la S an ta L anza de la crucifixión enciende las m entes.
Al año siguiente, se ap o d e ra n de Jeru salén , en u n am b ien te de sacralid ad
avivada p o r las o racio n es y las pro cesio n es litú rg icas y, quizá p a ra a lg u ­
nos, en la espera escatológica del fin del m u n d o o al m enos de la realización
sobre la T ierra de la Jeru salén celestial. Los p rin cip ad o s latinos de O riente
se o rg an izan entonces: p rin cip ad o de A ntioquía, co ndados de E desa y de
Trípoli, m ie n tra s que Jeru salén p asa a m anos de G odofredo de B ouillon, y
luego a las de su herm ano Balduino, quien to m a el título de rey (1100-1118).
E ste éxito de la cristian d ad latin a es brillante. Pero la defensa de los te­
rrito rio s co n q u istad os, en u n contexto h ostil, re su lta difícil, a p e sa r de la
creación de ó rd en es específicos —T em plarios, H osp italario s y C aballeros
Teutónicos— , los cuales inicialm ente se encarg ab an de ho sp ed ar y proteger
a los peregrinos, y p ro n to fueron adquiriendo u n a función pro p iam en te m i­
litar. La solidez de la im p lan tación la tin a apenas d u ra u n siglo. Ya en 1144,
Edesa, d e m asiad o avanzada, cae, y la cru zad a, a h o ra p re d ic a d a p o r san
B ernardo y dirigida p o r el e m p erad o r C onrado III y Luis VII de F rancia, se
divide y no tien e resu ltad o alguno. E n 1187, S aladino de E gipto reco n q u is­
ta Jerusalén. El e m p erad o r Federico Barbarroja em p rende la tercera cru za­
da, se lleva la victoria de Iconio, pero m uere ahogado en 1190; R icardo Co­
razón de León y Felipe Augusto se abren paso en San Ju an de Acre y firm an
un arm isticio con Saladino. D urante el siglo x i i i , los occidentales ya no con­
tro lan m ás que algun as ciudades costeras, com o B eirut, Sidón, Tiro y San
Ju an de Acre, y todos sus esfuerzos resultan vanos o efímeros: en 1229, Fe­
derico II, ya excom ulgado y p o r lo m ism o m ucho m ás sospechoso, negocia
con el sultán la recu p eració n de Jerusalén, que sigue siendo cristiana hasta
1244; san Luis, quien desea vencer a Egipto, sale victorioso prim ero en Da-
m ieta, y luego cae p risionero vergonzosam ente en M ansurah en 1254, antes
de m o rir d u ran te u n a segunda expedición a Túnez, en 1270. P or últim o, en
1291, los m am elucos de E gipto con quistan San Ju a n de Acre, y elim inan
así los últim os restos de los p rin cip ad o s latinos de Tierra Santa. Sólo Chi­
pre será m an ten id a en form a d u rad era h asta 1489, m ientras que el espíritu
de las cru zad as y la e sp eran za de re co n q u istar Jeru salén seguirán siendo
tan vivos com o inútiles incluso después de la E dad Media.
En total: u n a victoria sobre el islam brillante y em inentem ente sim bóli­
ca (1099), u n siglo de fuerte presencia latin a en Tierra Santa, y luego un si­
glo m ás d u ra n te el cual esta p resen cia ya no es sino su som bra, defendida
con desesperación. Las cru zadas se saldan con u n fracaso, al igual que to­
das las ten tativ as m isio n eras de las órdenes m en d ican tes (el m ism o san
F rancisco hace esfuerzos inú tiles p o r convencer al su ltán de E gipto, en
12.19). Sin em bargo, atestig u an u n evidente reequilibrio de las fuerzas. Si­
tiado p o r las p oten cias del islam d u ra n te la alta E dad M edia, O ccidente
c o n traataca y las hace retro ced er a p a rtir del siglo xi, las obliga a ponerse a
la defensiva d u ra n te el siglo xn, y au n si el proyecto de Tierra S anta se ter­
m ina a n te s'd e tiem po, la p resen cia occidental en el M editerráneo oriental
es d u radera, a tal p u n to que, d u ra n te el siglo x i i i , E gipto depende de las
flotas c ristia n a s p a ra su ap rov ision am iento. C iertam ente, el im perio oto­
m ano se vuelve u n a p o te n c ia considerable, que co nquista los B alcanes y
lleva su am en aza h a sta Viena, en 1529 y au n en 1683. El islam , entonces,
no corre el riesgo de desaparecer, ya que h a sta hoy está presen te desde el
Africa negra h a sta K azajstán e Indonesia, y porque algunos se obstinan en
ver en él uno de los principales focos de oposición a Occidente. No obstan­
te, el cam bio de equilibrio que se o pera d u ra n te la E dad M edia central, y
cuyos signos m ás claros son la R econquista y las cruzadas, resulta innega­
ble. Al respecto, la h isto rio g rafía de los países árabes quizá no carece de
pertinencia, pues ve en las cruzadas u n a em presa injustificada de conquista
y la p rim era m anifestación del im perialism o occidental.
La afirm ación de O ccidente ante Bizancio es todavía m ás notable. H asta
p rincipios del siglo viii, en v irtu d de la u n iv ersa lid ad del títu lo im p erial,
C o n stan tin o p la tien e p o r vocación la de e je rc e r u n a tu te la so b re O cci­
dente. Los so b e ra n o s germ án ico s, en p a rtic u la r los ostrogodos y los fra n ­
cos, se e n c u e n tra n en p rin cip io som etidos al e m p e rad o r y le p re sta n ju r a ­
m ento de fidelidad. Ita lia es c o n sid e ra d a m uy p a rtic u la rm en te com o u n a
tierra im p erial; y el p a p a m ism o d ep en d e de la a u to rid a d del e m p e ra d o r
y tiene cuidado de m an ifestar el respeto que se le debe a su jurisdicción. Sin
em bargo, poco a poco, los lazos se d istie n d e n y O ccidente se lib e ra de la
tutela de C onstantinopla. La p rim era ru p tu ra la provoca la alianza en tre el
papa y P ipino el Breve, en p a rtic u la r cuando este últim o ofrece al pontífice
eí exarcado de Ravena, reconquistado en c o n tra de los lom bardos. La d o n a ­
ción de C onstantino, in v en tad a en ese m om ento, según la cual éste h ab ría
entregado al p a p a S ilvestre el p o d er sobre R om a e Italia, fu n d a el p o d er
tem poral del p a p ad o y socava los cim ientos de las p reten sio n es b izan tin as
sobre Italia. La coronación de Carlom agno es u n a nueva etapa en la autono-
m ización de O ccidente; pero la rebelión resulta ta n inaceptable p a ra B izan­
cio que C arlom agno debe finalm ente conceder u n com prom iso, m ediante el
cual re n u n c ia al títu lo de im perator R o m a n o ru m , que lo id en tific aría con
el am o de C onstantinopla, en tan to se establece la idea de dos im perios her­
manos, que p ro ced en a u n a rep artició n te rrito ria l de su m isión com ún. El
conflicto es a ú n m ás frontal con O tón I, quien poco después de la re sta u ra ­
ción de 962, se p ro c la m a a u tén tico e m p erad o r de los ro m anos. C on stan ti­
nopla desprecia entonces a su em bajador, L iutprando de C rem ona, enviado
en 968, pero la crisis se resuelve después con el m atrim o n io de O tón II y la
princesa Teófano, p arien te del em p erado r de B izancio.
De u n a y o tra p a rte se acu m ulan las incom prensiones, ta n to m ás fácil­
m ente cu an to que cad a cual ign o ra a h o ra la lengua del otro (pronto se h a ­
bla de griegos y de latinos, p a ra oponer a o rientales y occidentales). La cri­
sis iconoclasta, en la que el p ap a interviene activ am ente —a ta l grado que
Gregorio II excom ulga al e m p erad o r León III—, suscita la desconfianza de
los latinos respecto de la d o ctrina de los griegos. A la rivalidad en la em pre­
sa de conversión de las poblaciones eslavas, es decir, p o r la definición de las
esferas de influencia en E u ro p a central, no ta rd a en añadirse la d isp u ta por
el control de Italia del sur. S o terrados conflictos de intereses se u rd e n en las
discusiones doctrin arias, en las que la cuestión de la procesión del E spíritu
Santo en el seno de la Trinidad, a p e sa r de su aparien cia anodina, se vuelve
rápidam ente el escollo principal. Al lado de o tras divergencias, en p a rtic u ­
la r litúrgicas (los griegos siguen usando p an ferm en tad o p a ra las hostias,
m ientras que los latinos recu rren al p a n ácim o), el rechazo a la idea según
la cual el E sp íritu S anto procede a la vez del P adre y del H ijo (filioque, en
latín ) se vuelve el p u n to central y el sím bolo de la ortodoxia que Bizancio
reivindica an te O ccidente. De hecho, es la d isp u ta del filioque lo que da el
pretexto de la ru p tu ra , co n su m ad a en 1054, con las excom uniones cruza­
das del p atria rc a de C onstantinopla, Miguel Cerulario, y de los legados pon­
tificios. De ah í en ad elan te hay dos cristiandades sep arad as p o r u n cisma:
la ortodoxa, cuya herencia será recogida, después de la caída de Constanti-
nopla, p o r R usia, y la ro m an a, cuya a u to rid ad suprem a, el papa, u n a vez
que la tu te la o rien tal quedó ap artad a, puede afirm ar sin obstáculos el ca­
rácter univ ersal de su poder.
Las cruzadas son la ocasión de una ru p tu ra y de un enfrentam iento toda­
vía m ás intenso. Desde el principio, y sin dejar de im p o n er u n ju ram en to de
fidelidad a los cruzados, el em perador de O riente rechaza el principio m is­
m o de la em p resa occidental, al que no a p o rta n in g ú n apoyo y en la que
p ro n to reconoce u n a vulgar em presa de con q u ista que no h a b ría podido
ten er legitim idad m ás que a condición de restitu ir al Im perio los territorios
reco nq uistad o s a los m usu lm an es (M ichel B alard). Los b izantinos, enton­
ces, no se so rp ren d en cuand o la cru zad a de 1204 se desvía de su objetivo
inicial p a ra lanzarse al asalto de su capital: p ara ellos, era u n acto prem edi­
tad o con m u ch a an ticip ació n. Del lado occidental, desde el regreso de la
to m a de Jerusalén, se p ropaga el tem a de la traición de los griegos, acu sa­
dos de no h a b e r ap o rtado n inguna ayuda a los cruzados, m ientras que en el
tra n scu rso del siglo x n se sospecha que son u n obstáculo en los esfuerzos
de los occidentales y que tienen trato s con los infieles. Incluso las ciudades
italian as trad icio n alm en te aliadas de B izancio, Génova y Venecia, to m an
distancia. La ru p tu ra se hace cada vez m ás obvia y se denuncian sin tapujos
los crím enes de los griegos, considerados cism áticos, en ta n to que los lati­
nos serían los detentores de la verdadera fe. E n este contexto, los cruzados,
em b arcad o s en la flota veneciana, sitian C o nstantinopla y la saq u ean de
m an era violenta en 1204, p o r prim era vez en su historia, ¡y a m anos de otros
cristianos! El Im perio se divide entonces en diferentes entidades que los je­
fes de los cruzados se atrib u yen (im perio latino alrededor de la capital, rei­
no de Tesalónica, d u cado de Atenas y prin cip ad o de Acaya), m ien tras que
Venecia, que fortalece en todas partes sus posiciones com erciales, controla
C reta y n u m e ro sa s islas egeas. C iertam ente, los griegos re c o n q u ista ro n
su im perio en 1261, con el apoyo de los genoveses, y al p a p a d o p ro n to le
preocupa la u n ió n de las Iglesias griega y latina, im pu esta ru d am en te en el
C o n c i l i o II de Lyon (1274), y luego celebrada, de m a n e ra m ás d iplom ática

a u n q u e igualm ente inútil, en el Concilio de Florencia (1439). E sto no im p i­

de que el sen tid o del acontecim iento de 1204 sea b a sta n te claro: la ru p tu ra
entre las dos cristian d ad es es p ro fu n d a y la relación de fuerzas, de m an era
inequívoca, es favorable a Occidente.

Conclusión: u n cam bio de tendencia. A p e sa r de la anticip ació n n a rrativ a a


la que nos condujo este esbozo geopolítico, hay que regresar, p ara term inar,
a la alta E dad M edia, objeto principal de este capítulo. Se tra ta de una épo­
ca m ucho m ás llena de contrastes de lo que h a dicho la historiografía tra d i­
cional, que no veía en ella m ás que decadencia y b arb arie, d esorden y vio­
lencia. Ciertos periodos corresponden en parte, efectivam ente, a esta visión,
en p articular en tre 450 y 550 y, en m en o r m edida, entre 870 y 950. Pero re ­
sulta conveniente afirm ar que la alta E d ad M edia p ertenece plen am en te al
m ilenio m edieval. Si b ien no alcan za todavía la síntesis m ás firm e y a lta ­
mente creativa de la E dad M edia central, los procesos que en ella se afirm an
son in d isp en sab les p a ra que esta ú ltim a p u e d a en ten d erse, y son p o r lo
tanto p a rte in te g ran te de la lógica de afirm ación de la sociedad feudal. D u­
rante la tran sició n altom edieval, los elem entos de descom posición del siste­
m a ro m a n o p re d o m in a n en u n p rim e r m o m en to : r u p tu ra de la u n id a d
rom ana y d esap arició n del E stado, regionalización política y económ ica de
Europa; decad en cia acen tu ad a de las ciudades y ruralización; desaparición
del m odo de p ro d u c ció n esclavista. Sin em bargo, los elem entos de reco m ­
posición están lejos de resu ltar despreciables y no ta rd a n en d ib u jar ciertos
rasgos esenciales de los siglos siguientes: la len ta acu m u lació n de fuerzas
productivas; el desplazam iento del centro de gravedad del m undo occidental
del M ed iterrán eo h a c ia la E u ro p a del noroeste; la sín tesis ro m a n o -g erm á­
nica; el establecim iento de las bases del p o d er de la Iglesia, que recom pone
en su beneficio u n a sociedad a p a rtir de entonces cristian a (fundándose en
los tres p ilares que son el p o d e r de los obispos, u n a red de p o d erosos m o ­
nasterios y el éxito desm edido del culto a los santos). P or últim o, el fracaso
carolingio a p o rta la dem o stració n de la no viabilidad de la form a im perial
de la cristian d ad occidental; confirm a la dilución de la a u to rid ad pública en
el seno de los grupos d o m in an tes y deja a la Iglesia el cam po libre com o
ú n ica in s titu c ió n coextensiva al O ccidente c ristia n o y cap az de re iv in d i­
car su dirección. Así puede iniciarse, a finales de la alta E dad Media, el cam ­
bio de eq u ilib rio en tre O ccidente y sus rivales b iz a n tin o s y m u su lm an es.
La cristia n d a d ro m a n a con cen tra sus fuerzas en el m o m en to en que el is­
lam y Bizancio se vuelven frágiles. De este viraje en la tendencia, ta n erráti­
co com o decisivo, se m ultiplican los signos en el siglo que rodea al año mil,
con la elim inación de la p ira te ría sarracena y la to m a de C erdeña, el inicio
de la R econquista y el cism a de 1054. E n ese m om ento hay que re to m a r el
exam en de O ccidente, cuando en su seno hacen eclosión fenóm enos deter­
m inantes que se fueron prep aran d o lentam ente.
II. ORDEN SEÑORIAL Y CRECIMIENTO FEUDAL

La REFERENCIA al año m il puede servir p a ra m a rc a r el m om ento en el que se


afirma u n m ovim iento de auge, ya m uy visible y no so lam ente p re p a ra d o
en secreto, aso ciad o a u n p roceso de reo rg an izació n social cuyas bases,
ciertam ente, se se n ta ro n con an terio rid ad , p e ro cuyos re su ltad o s se m a n i­
fiestan sobre to d o a p a rtir del siglo XI. Sin duda, com o lo h e dicho, n ad ie
-Dodría p re te n d e r que el año m il haya podido constituir, p o r sí m ism o, u n
um bral decisivo en tre los problem as del “siglo de h ie rro ” y el im pulso de la
Edad M edia central. E ntonces, sí evoco aquí el año m il, lo hago p a ra desig­
nar u n conjunto de p rocesos que se extienden a lo largo de los siglos x y XI.
Incluso e n te n d id o de e sta m a n e ra , re c ie n te m e n te a lre d e d o r del a ñ o m il
se llevó a cabo u n d eb ate que o p o n ía a los m ed iev alistas que, d espués de
Georges Duby, a so ciab a n este p eriod o a u n a m u ta c ió n social de g ra n al­
cance y a veces convulsionada, con aquellos que, al a d v ertir c o n tra las d e­
form aciones de persp ectiv a debidas a u n a d o cu m en tación re p en tin am e n te
más abundante, hacían prevalecer la continuidad m ás allá del cam bio de m i­
lenio (D om inique B arthélem y). E sta polém ica no p ud o evitar cierta co n fu ­
sión, en la m ed id a en que estuvo asociada con u n antiguo debate sobre los
terrores del año m il, que supuestam en te ag obiaron a las poblaciones con el
pánico del fin del m u n d o , cuand o o c u rrió el m ilenio del n ac im ien to (o de
la Pasión) de Jesucristo.
E n la segu nd a p a rte reto m aré el m ilenarism o, pero puedo se ñ ala r des­
de ahora que el te m a de los te rro re s del año m il es en esencia u n m ito his-
toriográfico forjado en el siglo xvn, y perfeccionado p o r la Ilu stració n , con
el objetivo de cu b rir m ejor a la E d ad M edia con el velo de u n oscurantism o
polvoriento y de su p ersticion es ridiculas, y que fin alm ente fue re to m ad o
por la vena ro m án tic a . A p e sa r de que la eru d ició n p o sitiv ista d en u n ció la
idea de u n a oleada escatológica alred ed or del año m il com o u n a invención
sin fun d am ento d ocum en tal (F erdinand Lot), algunos au to res com o David
Landes en los ú ltim os años le rin d ie ro n h o n o res y la c o m b in aro n con los
conocim ientos de la histo rio g rafía reciente. E n total, existen a ctu a lm en te
tres tesis enfrentadas. Unos señalan que hacia el año m il hay indicios serios
de que se esp era con p a rtic u la r in te n sid a d el fin de los tiem pos, y esto lo
interpretan com o u n a reacción p o p ular ante la violencia señorial y las con­
vulsiones de la m u tació n feudal. P ara otros, los textos no p erm iten fundar
esta visión de los m iedos del año m il ren o v ad a p o r la h isto ria social; au n ­
que sí existe u n m om ento de tensiones sociales exacerbadas p o r la in stau ­
ració n del nuevo orden feudal. P o r últim o, otros con sid eran que alrededor
del año m il no o cu rrió n a d a particular, ni m iedos escatológicos ni m u ta­
ción feudal.
Aquí acep taré que, si b ien algunos d o cum entos dejan tra n sp a re n ta r
m arcas de preocupaciones y de esperanzas m ilenaristas a finales del siglo x
y a principios del XI, en p a rtic u la r los escritos del a b ate A bdón de Fleury,
tales sentim ientos, que a veces ad o p tan la fo rm a de explosiones de im p a­
ciencia, se encu en tran a todo lo largo de la E dad M edia, y quizá no son más
intensos alred ed o r del año m il com o en pleno siglo xm . P or o tra p arte, las
tesis "m utaeionistas" a veces corren el riesgo de caer en el exceso y hay que
en ten d er bien que la d in ám ica de afirm ación del feudalism o abarca largos
siglos, p o r lo m enos desde la época caro lin g ia h a sta el siglo xin. Sin em ­
bargo, u n a fase aguda y a m enudo conflictiva de p ro fu n d a restru ctu ració n
de la sociedad pued e u b icarse en el siglo (o u n poco m ás) que se extiende
alrededor del año m il, incluso si interviene en fechas y con ritm o s diferen­
tes en función de las regiones. P or últim o, lo m ás im p o rtan te —si no puede
evitarse evocar el año m il— consiste en darle la vuelta a la perspectiva tra ­
dicional y en tra n sfo rm a r el siniestro sím bolo del oscu ran tism o m edieval
en u n a etap a del auge y la afirm ación del O ccidente cristiano. La concien­
cia de u n a nueva era aparece p o r lo dem ás en algunos textos m edievales, el
m ás fam oso de los cuales se lee en las H istoriae que el m onje cluniacense
R aúl G laber red acta entre 1030 y 1045, con la finalidad de celebrar los no­
tables acontecim ientos que m arcaro n el m ilenio del nacim iento y la m uerte
del Salvador:

[...] al irse aproximando el tercer año que siguió a] año mil, se vio en casi toda
la Tierra, pero sobre todo en Italia y en Galia, renovarse las basílicas de las igle­
sias; aunque la mayoría, muy bien construidas, ninguna necesidad^tuvieran,
una emulación llevaba a cada comunidad cristiana a tener una más suntuosa
que la de los demás. Era como si el mundo mismo se hubiese sacudido y, des­
pojándose de su vetustez, se hubiese puesto por todas partes un blanco vestido
de iglesias. Entonces, los fieles reconstruyeron con mucha más belleza casi todas
las iglesias de las sedes episcopales, los santuarios monásticos dedicados'a los
diversos santos, y hasta los pequeños oratorios de las aldeas.
Este texto in d ic a de m a n e ra n o table que la re c o n stru cc ió n de iglesias
más bellas e in clu so su n tu o sa s no se debe a n in g u n a n ecesid ad m aterial,
sino m ás b ien a la em u lació n de gru po s e in stitu cio n es, p re o cu p ad o s p o r
m anifestar m ed ian te la belleza de los edificios dedicados a Dios el brío con
el que h acen esfuerzos p o r acercarse a él. Pocas veces se h a pu esto en evi­
dencia con ta n ta clarid ad la fun ción social de la a rq u itec tu ra, que, ín tim a ­
m ente m ezclada con su eficacia sagrada, constituye, p a ra las co m unidades
locales, u n signo de reconocim iento, u n a p ru e b a de u n id ad in terna, al m is­
mo tiem po que u n m edio p a ra m edirse con las co m u n id ad es vecinas y de
ser posible p a ra afirm ar su su p erio rid ad sobre ellas. Lejos de ser p ro d u c to
de u na sociedad declinante, sem ejante lógica sugiere al co n tra rio que u n a
parte creciente de la pro d u cció n se sustrae*del consum o, p a ra q u e d a r co n ­
sum ida en u n a co m p eten cia sa g ra d a generalizad a. R aúl G laber nos h a b la
de un m undo nuevo, en el inicio del segundo m ilenio, con u n notable acen ­
to de optim ism o. La célebre m e tá fo ra del "blanco vestido de iglesias” lo
dice tanto m ejo r cu an to que se ad orn a con u n a co n n o tació n bautism al: así
como el b au tizo es u n a regeneración , u n ren a c im ie n to m ed ia n te el cual el
fiel se deshace del pecad o y del ancian o que lleva en él, p a ra quedar, u n a
vez purificado, cu b ierto con u n a tú n ic a blanca, E u ro p a ren ace en tonces y,
despojándose de lo an tig u o que h a b ía en ella, se a b re a los h o riz o n tes de
u na h isto ria nueva. Lejos de h u n d irse en las tin ieblas del oscu ran tism o , el
Occidente del año m il se vuelve lu m ino so e in a u g u ra u n nuevo com ienzo.

E l AUGE DEL CAMPO Y DE LA POBLACIÓN (SIGLOS XI A XIIl)

Indicaré p rim ero los datos relativos a los distintos aspectos del auge occiden­
tal, antes de p la n tea r in terro gantes sobre la articu lación de estos diferentes
factores.

La presión demográfica

H abrá que convenir, en cu a n to a la E dad M edia, en que re su lta difícil su s­


tentar datos dem ográficos confiables, ya que no existen en esa época censos
regulares, n i reg istro s de nacim ien to s y decesos. Los p u n to s de referencia
son casi inexistentes, exceptuando algunos censos n otables llevados a cabo
con fines a d m in istrativ o s, y sobre tod o fiscales, com o el D omesday Book,
realizado en In g laterra, en 1086, poco despu és de que la c o n q u ista ro n los
N orm andos, y que resu ltó ta n e x tra o rd in a rio a los ojos de sus contem po­
rán eo s que le d ie ro n el n o m b re del Juicio Final. No obstante, a fuerza de
estim aciones y aproxim aciones, re su lta posible a c ep ta r los señalam ientos
siguientes. E n tre el siglo XI y p rin cip ios del xiv, la p o blación de Inglaterra
habría pasado de 1.5 a 3.7 m illones de habitantes; la del dom inio germánico
de 4 m illones a 10.5 m illones; la de Italia de 5 m illones a 10 millones; la de
Francia de 6 m illones a 15 m illones (lo cual confirm a el peso ya dom inante
de las Galias a finales de la A ntigüedad). E stos datos b a sta n p a ra indicar
u n a clara ten dencia: en tres siglos (de hecho, esencialm ente en tre 1050 y
1250), la p o b lación de E u ro p a o ccidental se duplica, y h a sta se trip lica en
ciertas regiones. S em ejante crecim iento dem ográfico n u n ca se h abía alcan­
zado en E u ro p a desde la revolución neolítica y la invención de la agricultu­
ra, y no se volverá a observar h asta la Revolución industrial. Es claro que se
trata de u n hecho m ayor de la historia occidental.
E ste resu ltado se obtiene p o r la conjunción de un increm ento en la fe­
cundidad (que se eleva de cuatro hijos p o r p a re ja a cinco o seis, en particu­
la r debido al beneficio del creciente recurso a las nodrizas, que suprim e la
interrupción de la fecundidad du ran te el am am antam iento) y de u n a regre­
sión de las causas de m ortalidad. Al respecto, insistiré en el retroceso de las
g randes h a m b ru n a s. M uy frecuentes d u ra n te la alta E dad M edia (en p ro ­
medio, u n a cada 12 años), las h a m b ru n as d ab an lugar, p a ra tra ta r de esca­
p a r a u n a m ortalid ad m asiva a p e sa r de todo inevitable, a la utilización de
alim entos su stitu to s (p an fab ricado a base de sem illas de uva u otras sus­
tancias m ezcladas con u n poco de harin a, raíces y hierbas), al consum o de
carnes no rm alm en te considerad as im p u ras e in ad ecu ad as p a ra la alim en­
tación (perros, gatos, ratas, serpientes o carroña), y tam bién, com o últim o
recurso, a lo indecible: la antropofagia, m ediante el consum o de cadáveres,
o h asta m ed ian te el asesin ato del prójim o, fenóm eno que las fuentes evo­
can con dificultad, p ero que se señala con regularidad du ran te la alta Edad
M edia (Fierre B onnassie). D u ran te el siguiente periodo, las grandes ham ­
b ru n a s se siguen p ro d u c ie n d o (p a rtic u larm en te en 1005-1006, 1031-1032
—ú ltim a fecha en la que u n a fuente, en este caso R aúl Glaber, m enciona el
canibalism o de supervivencia—, y luego 1195-1197 y 1224-1226), pero su
frecuencia es claram ente menor, a tal p u nto que tran scu rre u n largo respiro
de un siglo y m edio sin que el h am bre se deje sen tir de m anera generalizada
(sin em bargo, sigue m anifestánd ose de m an era local, en razó n de fenóm e­
nos clim áticos p u n tu ales, o en form a de p en u ria, m ás breve, que los ali­
m entos su stitu to s p e rm ite n sup erar). El re su lta d o es u n alza m uy notable
de la esperanza de vida prom edio de las poblaciones occidentales. Incluso si
laaplicación de esta noción a las épocas antiguas resu lta en p arte dudosa, la
c o m p a r a c i ó n es significativa: m ien tras que no reb a sab a los 20 años en el s i -

oio íi, en el apogeo de la R om a an tig u a, se eleva h a sta los 35 años h a cia


¡ 300 . La “te n e b ro sa ” E d a d M edia casi d u p lica las glorias del clasicism o:
¿dónde está la b arb a rie y dónde la civilización?

Los progresos agrícolas

Proteger (o casi) de la h a m b ru n a a u n a pob lació n m u ltip licad a p o r dos re ­


sulta im posible sin u n fuerte increm ento de la pro ducción agrícola. Las de­
forestaciones y la extensión de las superficies cultivadas (generalm ente lla­
madas rozas, es d ecir claros) son el p rim e r m edio de este auge agrícola.
Hacia el año m il, E u ro p a del norte sigue siendo u n a zona silvestre de vastos
bosques con b o q u etes fo rm ad o s p o r enclaves h u m an izad o s; en el m u n d o
atlántico p red o m in a la la n d a cu b ierta de m aleza, al igual que, en los países
mediterráneos, los terren o s p antanosos, pedregosos o excesivam ente escar­
pados. E n to d as p artes, O ccidente se caracteriza p o r u n a n atu ra le z a rebel­
de o dom esticada a m edias, p o r culturas itin eran tes e incapaces de reb asa r
rendim ientos irriso rios, a p e sa r de los esfuerzos de la alta E dad M edia, así
como p o r u n h á b ita t frágil e inestable. Tres siglos después, el paisaje eu ro ­
peo es rad icalm en te distinto: la re d de poblados ta l com o va a su b sistir en
lo esencial h a sta el siglo xix ya e stá en pie, y la relació n c u a n tita tiv a entre
las zonas sin cultiv ar o pobladas de árboles (el sa'ltus) y el te rrito rio h u m a ­
nizado (el ager) q uedó m ás o m enos invertida. E n u na p rim e ra etapa, los
poblados extienden de m an era progresiva su dom inio cultivado (sobre todo
en el siglo xi) y luego se m u ltiplican nuevos estab lecim ientos, aldeanos o
m onásticos, en el co razó n de zonas a n tig u a m e n te vírgenes (sobre todo en
el siglo xn). E n tre estos ú ltim os, los m o n a ste rio s cistercienses, a los que
una ética de a u ste rid a d invita a im p la n ta rse en los lugares m ás retirad o s,
tienen u n a p a rtic u la r p reo cu p ació n p o r m e jo ra r las técn icas de la agricul­
tura y de las artesanías. P or últim o, la extensión de las superficies cultivadas
se logra m e d ia n te la ex p lo tación de te rre n o s que a n te rio rm e n te se consi­
deraban poco p ro p icio s (laderas escarp ad as, rib e ra s de ríos, zonas p a n ta ­
nosas desecadas). Según M arc Bloch, E u ro p a vive en tonces “el m ayor in ­
crem ento de las superficies cultivadas desde los tiem pos p reh istó rico s”, es
decir, desde la invención m ism a de la agricultura.
Pero este fenóm eno no h a b ría b astad o p a ra alim en ta r a u n a E uropa
m ás num erosa. Todavía e ra n ecesario o b ten er u n alza de los rendim ientos
de los cultivos de cereal, que p ro p o rc io n a n la base de la alim entación, en
p a rtic u la r p a n y papillas. Si in te n ta m o s h ac er u n a estim ación prom edio,
que no tiene m ucho sentido en la m edid a en que u n a de las características
de este periodo es la extrem a irregu laridad de los rendim ientos, som etidos
a lo aleatorio del clim a, se obtienen a p e sa r de todo datos significativos: en
efecto, se p asa de dos (o de 2.5) granos alm acenados p o r cada sem illa sem ­
brada, d u ran te la alta E dad M edia, a cu atro o cinco granos p o r cada sem i­
lla hacia 1200 (y h a sta a seis u ocho g ranos p o r sem illa en los suelos más
fértiles, p o r ejem plo en Picardía, en el n o rte de Francia). Como verem os, es
al térm ino de u n esfuerzo considerable, que com bina varias innovaciones
técnicas y u n len to pro ceso de selección de las sem illas m ás ad ap tad as a
cada terreno, com o pu do obtenerse sem ejante resultado. Estos éxitos son al
m ism o tiem po decisivos p ara sostener el auge demográfico, e irrisorios cuan­
do se juzgan desde u n a perspectiva am ericana, es decir, desde la escala del
m aíz, el cual, incluso si los ren d im ien to s de la época de la C onquista no
d ebían re b a sa r 60 p o r cad a sem brado, m erece el nom bre de "planta m ila­
gro sa” que le da e] m édico sevillano Ju a n de C árdenas en 1591. Si se añade
que el cultivo del m aíz se a d a p ta a terren o s difíciles, incluso m uy escarpa­
dos, y que puede o b ten erse m ed ian te u n a técnica ta n sencilla com o la del
b astó n plantador, te n ía con qué h a c e r palid ecer a los cam pesinos de Occi­
dente, obligados a realizar considerables esfuerzos de m ejoram iento técnico
y a en fren tar ra d a s faenas de lab ran za p a ra obtener u n a ganancia lim itada
en la producción.
E n tre todos los facto res que se co m b in an p a ra p ro d u c ir el difícil a u ­
m ento de los rend im ien tos occidentales, se debe to m a r en consideración la
(densidad in c re m e n ta d a de los sem brados, p erm itid a en p a rtic u la r p o r un
m ejor uso de los abonos, hum ano s y sobre todo anim ales. Además, todavía
faltaba elegir de m an era juiciosa los cereales m ejor adaptados a las caracte­
rísticas de cada región: trig os blan co y candeal, que son m ás exigentes y
agotan m ás el suelo, p ero m ás fáciles de m oler y que d an u n a h a rin a m ás
fina y de m ejor conservación; el centeno, de m enor rendim iento pero m ás se­
guro, que tolera suelos m ás p obres pero que es víctim a de parásitos, com o
el tizó n del centeno, ho ngo que provoca las epidem ias del "fuego de san
A ntonio”, u n a enferm edad que aterro riza a las poblaciones; la cebada, poco
panificable, que acom paña sobre todo el progreso de la cría; la avena, buen
cereal de prim avera, m enos exigente y m ás productivo que el trigo candeal,
que aprecian los caballos y que tam b ién sirve., antes del auge del lúpulo en
ef siglo xn, p a ra la fab ricació n de cerveza, beb id a de la que existen claros
testim onios desde el siglo vm en la E u ro p a del noroeste; sin h a b la r de la
espelta o de u n a g ra m ín e a com o el m ijo, frecu en te en el sur. Pero la solu­
ción m ás eficaz es a so c ia r cereales distin to s (el m o rcajo), lo que p erm ite
obtener u n eq u ilib rio e n tre la bú sq u ed a de re n d im ien to s su p eriores, en
particular con el trigo candeal, y la necesidad de g a ra n tiza r u n a producción
m ínim a an te los riesgos clim áticos, echando m ano de especies m enos p ro ­
ductivas p ero m ás resisten tes. Lo ú n ico que p o d ía g ara n tiz a r |a p u e sta a
punto de sem ejantes equilibrios era el tiem po prolongado de u n a investiga­
ción paciente y de un a experiencia acum ulada.
Si bien los agrónom os antiguos ya ten ían conciencia de la necesidad de
dejar que los suelos d escan saran periódicam ente, la alta E d ad M edia h abía
resuelto esta cuestión gracias al carácter extensivo y am pliam ente itin eran ­
te de sus lab ran zas. No obstante, a p a rtir del siglo xi, el auge de la p ro d u c ­
ción y el uso m ás intensivo de los suelos obligan a b u sc a r nuevas solucio­
nes. C iertam ente, todavía se echa m ano de sistem as antiguos, com o dejarlos
reposar 10 años, o u sarlo s dos años sí y tre s no. P solución m ás fre­
cuente consiste en p o n e r en cultivo u n o año sí y u r n alternancia con
el barbecho, que sirve p a ra el p asto reo de a n im a k 50, a p a rtir del si­
glo XII, la ro tac ió n trien a l (con u n a p arte p a ra barbecho, o tra p a ra cereales
de invierno y o tra p a ra cereales de verano), va cono cida an te rio rm en te,
tiende a g en eralizarse, sobre tod o en el sur, au n q u e ta m b ién en el norte.
Más exigente p a ra los suelos y m enos favorable p a ra la cría, este sistem a es
óptim o p a ra la p ro d u c c ió n cerealera, ta n to m ás cu a n to que p erm ite dos
cosechas p o r año, con lo que equilibra los riesgos clim áticos. E n el siglo xn,
dicho sistem a tod av ía n o su po ne u n a ro ta c ió n perfectam en te regular, y no
es sino a p a rtir del siglo XIII cu an do esta opción da lu g a r a la definición de
zonas de ro tació n y a u n a organización colectiva con base en el acuerdo de la
com unidad aldeana.
Tam bién interv ien e u n a m ejor p rep aració n del suelo: generalización de
la p ráctica de las tres lab ra n z a s sucesivas, escardar, layar y rastrillar. Pero
lo esencial es sin d u d a el pro greso de las técn icas de lab ran za, con el paso
del arado ro m a n o al arad o de vertedera (una invención de la alta E dad M e­
dia, p ro b ab lem en te de orig en eslavo, pero cuya difusión ocurre sobre todo
a p a rtir de los siglos X y Xi). El p rim ero, que p e n e tra el suelo débilm ente y
con dificultad, ech an d o la tie rra a p artes iguales en cada lado, está a d a p ta ­
do a los suelos b lan d o s y livianos del m un do m editerráneo, m ientras que el
segundo p erm ite p o n er en valor los suelos pesados de las planicies de Euro­
p a del norte, obteniendo, gracias a la cuchilla (una hoja de m etal que surca
el suelo y facilita la p en etració n de la reja) labranzas m ás profundas y efica­
ces. M ucho m ás que las ru e d as que a veces sirven de sostén al ap arato , el
arado supone el añadido de u n a vertedera, de m ad era o de m etal, que echa
la tie rra h acia u n solo lado, y a cierta distan cia (véase la foto iv.3). Así, en
lugar de acu m u lar los te rro n e s que sobrealzan la tie rra a am bos lados del
paso del arado, la v ertedera com pensa los huecos de cada surco con la tie­
rra sacada del surco vecino y reconstituye así un suelo m ás plano y unifor­
me, que el rastrillo achica y p rep ara con m ayor facilidad.
Pero este progreso sólo tiene verdadero sentido en la m edida en que se
integra en u n nuevo sistem a técnico, igualm ente caracterizado por la m ejo­
ra de la tracció n anim al. Los bueyes, que se em pleaban tradicionalm ente,
van cediendo su lu g ar a los caballos, que son m ás fuertes y nerviosos, capa­
ces de ja la r u n utillaje m ás pesado y de sacar u n arado atascado en u n suelo
denso. P ara ello, es necesario p o n e r a punto un nuevo tipo de tiro, ya no de
cruz, a la antig u a usanza, sino con la form a, quizá desde finales del siglo xi,
de collera, ríg id a y rellen a de paja, que tra sla d a el esfuerzo de la tracción
h acia el p u n to donde la fuerza del anim al es óptim a. M ientras que p a ra los
tiros bovinos la p u e sta a p u n to de u n yugo frontal constituye u n a m ejora
im p ortan te, el tiro en fila de los caballos dem uestra ser toda\ 11 m ás .eficaz.
Se añade tam b ién la difusión, entre los siglos ix a xi, del lie n tje de los ani­
m ales. La utilizació n de caballos p a ra la labranza se ates- >or prim era
vez en el siglo IX en N oruega, y al p a rec er se benefició, desde la segunda
m itad del siglo xi, de u n a am plia difusión. El recurso al caballo adem ás tie­
ne o tra ventaja, en p rim e r lu g a r casi in v oluntaria pero que resu lta ser de
gran alcance. E n efecto, fuera de la época de labranza, el caballo proporcio­
n a g randes servicios p a ra la tra n sp o rta c ió n de gente y de m ercancías, lo
que favorece en p a rtic u la r la llegada de los cam pesinos a las ciudades y la
com ercialización de sus productos. Así, el desarrollo del caballo es p artic u ­
larm en te im p o rtan te, no sólo porque, asociado al arado de vertedera, per­
m ite la p u esta en valor de suelos pesados, fértiles pero difíciles de trabajar,
sino tam bién p o r sus efectos sobre las relaciones entre ciudades y cam pos
(Alain G uerreau).
El auge del cam po es ta m b ié n el de la crian za de caballos, d.e_bpyinps
(tanto de tiro com o p a ra la carn e y la leche), de ovinos (tanto p o r el cuero y
la lana com o p o r la carne; pero su triu n fo será sobre todo decisivo a p a rtir
del siglo xiv, a la m edid a del auge de la producción textil), y p o r últim o los
cerdos, ta n fu n d am en tales en la alim en tación m edieval y ta n bien a d a p ta ­
dos al equilibrio del cam po, ya que p a ra alim en tarlos se saca provecho de
las zonas sin cultivar y en p a rtic u la r de los bosques (m ontanera). E n c u a n ­
to a los dem ás anim ales, se n o ta un contraste entre las zonas m eridionales,
en las que se m an tien e u n a crianza extensiva, con el recurso m asivo y cada
vez más organizado a la tra sh u m a n c ia en Italia y en E spaña, y las zonas de
fuerte p ro d u cció n cerealera, en las que la crian za tiende a co n cen trarse ya
sea en tierras reservadas al pastoreo, ya sea en los barbechos (donde abo n a
el suelo) y en las zonas p obladas de árboles. Puede estim arse que d u ran te el
siglo xn el n ú m ero de cabezas de ganado se duplica en Occidente. Pero en­
tonces se alcanza, sobre todo a p a rtir de la m itad del siglo xm, u n equilibrio
cada vez m ás frágil, ya que el aum ento de las superficies cultivadas re strin ­
ge los espacios n ecesario s p a ra la alim en tació n del ganado. La c o n tra d ic ­
ción entre la b ra n z a s y c ria n z a es tal que to d a m odificación de la relació n
entre ager y saltus p u ede c a m b ia r las p ro p o rcio n es de las p artes vegetal y
animal de la alim en tació n hu m ana.
Por últim o, u n com plem ento notable lo ap o rtan los cultivos no cereale-
ros, lentejas o chícharos sem brados entre los trigales, o tam bién legum bres y
árboles frutales. El p rin cip al de ellos con seguridad es la viña, im p o rta n te
tanto po r sus ap o rte s nu tritiv o s com o p o r el valor sim bólico (eucarístico)
del riño, que es tal que la cristiandad no puede vivir sin uvas. Es p o r eso que
la viña, p ro d u cto exigente en cuidados y en conocim ientos, la cual im pone
un uso du rad ero del suelo que confiere a las parcelas u n estatuto específico,
se cultiva en to d a E uropa, inclusive en E scandinavia. E n cuanto a los proce­
dimientos m edievales de vinificación, prod ucen u n a bebida m uy d istin ta al
vino actual, a veces p erfum ada con especias y siem pre con poco alcohol, pero
que da lug ar a u n fuerte consum o (hasta dos litros diarios p o r persona).

Las otras transformaciones técnicas

En la E dad M edia hay pocas invenciones técnicas verdaderas, y sin em bargo


opera en ese tiem po —y resu lta decisivo— u n a difusión de técnicas conoci­
das con an terio rid ad , pero que habían perm anecido las m ás de las veces sin
aplicación p ráctica. E ntonces, el progreso se lleva a cabo en la E dad M edia
m enos p o r acu m u lació n de innovaciones que p o r el establecim iento, en u n
contexto tran sfo rm ad o , de u n “sistem a técn ico ” nuevo (B ertrand Gille). La
estru ctu ra social d esem p eñ a u n pap el d ete rm in a n te en esto, po rq u e si las
técnicas conocidas en la A ntigüedad se u sa b a n poco en ese m om ento, esto
•e en p a rte a que la esclavitud p erm itía d isp o n e r de u n a abundante
íu ue de energía h u m an a, poco costosa y de uso fácil. Así que no era tan
trio desarrollar el uso de la fuerza anim al o m ecánica. Al contrario, la
decadencia de la esclavitud vuelve m ás urgente el recurso a energías alter­
nativas, y constituye así u n factor notable del desarrollo técnico medieval.
El m olino de agua tal vez es el m ejor sím bolo de esto. C onocido desde el
siglo i antes de n u e stra era, ya que Vitruvio describe perfectam en te su téc-
nipa, en el im perio ro m a n o p erm an ece com o u n a c u rio sid ad intelectual,
sin u tilid ad p ráctica. La realid ad sigue siendo el uso del m olino de mano,
m ovido p o r esclavos (o eventualm ente el m olino de caballos). El recurso al
m olino de agua sigue m uy de cerca la curva de decadencia de la esclavitud:
se le ve atestiguado en el Bajo Im perio, u n poco m ás a m enudo en los siglos
vm y IX, en p a rtic u la r en los grandes dom inios, m ien tras que el auge se
vuelve verdaderam ente significativo entre m ediados del siglo X y el siglo XI,
al grado de que el Domesday Book indica la existencia de u n m olino p o r
cada tres poblados en prom edio. Después, el siglo xin es el del uso generali­
zado. E n todas p a rte s se u sa la fuerza h id ráu lica p a ra m oler las h arin a s y
p a ra p resion ar los aceites. El m olino de agua, a p a rtir de entonces, es con­
sustancial al paisaje del cam po occidental, au n q u e tam b ié n del de las ciu­
dades (Tólosa, p o r ejemplo, cu enta entonces con alred ed o r de 40 m olinos).
Igualm ente im p o rtan te es el desarrollo de u n a m etalurgia artesanal. Es
u n a novedad con respecto a la A ntigüedad ro m an a, que, ce n tra d a en un
m undo m editerráneo caracterizado p o r la rareza del h ierro y de la m adera,
y p o r la debilidad de los ríos, no d ab a a los m etales m ás que u n débil uso
productivo. Al desplazarse el centro de gravedad europeo hacia el norte, las
potencialidades n atu rales se am plifican y se com prueba un claro auge de la
m etalurgia a p a rtir de la m itad del siglo X, sobre todo en los Pirineos, en el
dom inio alem án y en el norte de Francia. Las m inas de donde se extrae el m i­
neral de hierro se m ultiplican, pero tam bién la búsqueda de hulla destinada
a alim en tar las fraguas. Casi siem pre, éstas se in stalan en regiones p la n ta ­
das de árboles (la m ad era sigue siendo el prin cip al com bustible) y se bene­
fician de a b u n d an tes ríos (cuya fuerza se usa p a ra m over m artillos y fue­
lles). Se d esp ren de u n a rá p id a m ultip licación, sobre to d o en las regiones
productoras, del utillaje de hierro, hachas p a ra la tala, layas y hoces, piezas
m etálicas p a ra los arados, h e rra d u ra s p a ra los caballos, y p o r supuesto
tam bién u n a alza en la producción de espadas y arm as diversas. El dom inio
de las técnicas m etalúrgicas no deja de m ejorar, en p a rticu la r en las fraguas
q ue los m onjes cistercien ses in sta la n en sus dom inios d u ra n te el siglo x i i .
Habida cuenta de la im p o rta n c ia cada vez m ás crucial de estos p roductos,
el herrero se vuelve, a m en u d o igual que el cura, el p rim e r p erso n aje del
p o b lad o . El m olin ero no tiene u n estatu to m enos im p ortante, pero al ser el
h o m b re del señor feudal, no deja de p rov ocar desconfianza entre los aldea­
nos- De m a n e ra m ás general, el crecim iento del cam po se tra d u c e en u n
auae de la artesan ía ru ra l que, al reb asar el sencillo m arco de la producción
destinada al g ru p o familiar, es u n a creación m edieval. Adem ás de la fragua
y elm o lin o , en los poblados de los siglos xi y xn aparecen talleres en los que
se trabaja la p ied ra y la m adera, vidrierías, alfarerías, cervecerías y ho rn o s
para pan. En cu an to a las telas, se tra ta sobre todo de u n a pro d u cció n u rb a ­
na, aunque tam b ié n era en p a rte ru ral, y las p rim e ra s operaciones del tr a ­
bajo de la lana, h a sta llegar a la h ila tu ra , a m en u d o se llevan a cabo en el
poblado (en p a rtic u la r gracias al uso de la rueca, a p a r tir del siglo xm ),
cuando los p ro d u c to s te rm in a d o s n o salen del ta lle r señ o rial o de los m o ­
nasterios cistercienses, que h acen de esto u n a especialidad. E stas p ro d u c ­
ciones aldeanas n o se d estin an ú n icam en te al co nsum o in tern o y en p arte
se venden en los m ercad os de los poblado s próxim os. E n to tal, se estim a
aproxim adam ente en 10 o 15% la p roporción de los artesanos ru rales en los
poblados (y se da p o r sentado que la m ayoría siguen siendo al m ism o tie m ­
po cam pesinos).
Por últim o, p a ra com pletar este p a n o ra m a de los com ponentes del auge
del cam po, conviene a ñ a d ir u n últim o factor, en el que seg u ram en te los
hom bres no desem peñan nin gú n papel activo, incluso si sacan provecho de
sus efectos benéficos. La h isto ria del clim a, que h a adq u irid o u n a gran im ­
portancia en el tra n sc u rso del ú ltim o m edio siglo, h a podido d e m o stra r la
existencia de v ariacio n es clim áticas significativas d u ra n te la E d a d M edia.
Después de u n a fase fría.que llega a su fin en la época carolingia, em pieza a
darse u n re ca le n tam ie n to e n tre 900 y 950, p a ra pro lo n g arse h a sta finales
del siglo x ii . E ste ligero in crem en to de las te m p e ra tu ras b a sta p a ra provo­
car u n retroceso de los hielos, u n a g anancia de altitu d de la vegetación (fa­
vorable a la c rian z a m o n tañ esa) y en la m ay o r p a rte de las regiones e u ro ­
peas, una elevación del nivel de las aguas su b te rrá n e as, que a u m e n ta las
posibilidades de in stalación de poblados, siem pre dependientes de u n acce­
so al agua p o r m edio de extracción. Si.bien provoca u n exceso de calor para
los cultivos m ed iterrán eo s, esta m odificación clim ática crea condiciones
óptim as p a ra los cereales y los árboles de E u ro p a del norte, con lo que con-
: tribuyen to d av ía u n poco m ás al d esp lazam ien to del centro de gravedad
europeo. C iertam ente se p o d rá d u d a r de que el calen tam ien to clim átic
pueda explicar p o r sí solo el auge del cam po de la E dad M edia central, per
la coincidencia cronológica es tal que debe considerarse u n im portante fac
to r favorable, que acom paña la tendencia descrita anteriorm ente.

¿Cómo explicar el auge?

Resulta sorprendente com probar, de acuerdo con Alain G uerreau, que a un


fenóm eno tan decisivo como el auge europeo de los siglos XI al XIII —y tanto
m ás excepcional cuanto que la m ayor p arte de las sociedades tradicionales
constituyen sistem as en equilibrio que no buscan el aum ento de la produc­
ción— no se le h a dado una explicación satisfactoria o ni siquiera capaz de
p rovocar la m en o r u n an im id ad . Un exam en historiográfico m o straría con
facilidad que se h an form ulado las concepciones m ás diversas, lo que lleva
a u na g ran confusión teórica. D u ran te m ucho tiem po se favorecieron los
factores externos, como el surgim iento del m undo m usulm án, al que Henri
P irenne h ab ía atrib u id o u n papel en sentido negativo, com o p o r reacción,
m ien tras que M aurice L om bard in vertía la perspectiva p a ra evocar el lla­
m ado de Oriente, que, al estim ular los intercam bios, h ab ría desencadenado
el m ovim iento de crecim iento occidental. Hoy ya no se en c u en tran funda­
m entos suficientes p a ra estas hipótesis y se ce n tra la m ira d a m ás bien en
causalidades internas. Para unos, es el aum en to de la población lo que per­
m ite p ro d u c ir m ás: el factor dem ográfico se co nsidera entonces com o la
causa principal (M arc Bloch), com o "un p ila r incuestionable" (R obert Fos-
sier), incluso com o el p rim u s m otus, "el m o to r que pone todo en m archa"
(R oberto S. López). Pero el m ism o M arc B loch ap u n ta que de ese modo
sólo se logra que se desplace el problem a, porque ¿cuál es entonces la razón
de que la p o b lación em piece a a u m en tar? O tros au to res o to rgan el papel
p rin cip al al p rogreso técnico: ya iniciado a finales de la alta E dad Media,
p erm ite a u m e n ta r la pro d u cció n y p o r ende a lim e n ta r m ejo r a u n a pobla­
ción increm entada (Lynn W hite). La lógica se invierte, pero uno puede pre­
g u n tarse de nuevo qué es lo que d esencadena dicho progreso, puesto que,
com o ya se dijo, éste no se apoya en v erdaderas invenciones, sino en la di­
fusión de técnicas conocidas a n te rio rm en te pero dejadas de lado. Con b a­
ses com parables en parte, Pierre B onnassie com bina dos factores, que inte-
rac tú a n d u ran te la alta E dad M edia: la p resió n del ham bre, terrible, incita
a a u m e n ta r la producción, con el fin de satisfacer la exigencia de supervi-
de los h om bres, m ien tras que la ap licación de técnicas nuevas, le n ­
le n c ia

ta m e n te difundidas, p erm ite re a liz a r este objetivo explotando suelos m ás


íÜfícíles; el fenóm eno se in iciaría así, y d esem bocaría en un retroceso de la
ham bruna y p o r ende en un p rim e r increm ento de la población, lo que a su
vez perm itiría u n nuevo auge de la producción.
En cuanto al filón historiográfico que abrió G eorges Duby, éste pone el
acento en u n a causalid ad de tip o social. La reo rganización feudal confiere
un m ejor asen tam ien to a los señores, deseosos en lo sucesivo de o b ten er
mavores dividendos de sus dom inios y capaces de so m e te r a las p o b lacio ­
nes a un control m ás estricto. E n térm inos de un vocabulario m arxista, que
entonces va viento en po p a (1969), el im pulso del crecim iento ru ra l de O c­
cidente "en últim a in stan cia debe situ arse en la presión que ejerció el poder
señorial sobre las fuerzas productivas” (y precisa que "esta p resión cada vez
más in tensa re su lta b a del deseo que co m p artían la gente de la Iglesia y la
Erente de la g u erra p a ra re a liz a r m ás p len am en te un ideal de co n su m o al
servicio de Dios o p ara su gloria persona]"). A ésta pueden com binarse otras
cansas de n atu rale z a social, en particular, com o lo he dicho, la decadencia
de la esclavitud, que incita al progreso técnico y quizás explica la c o n trib u ­
ción de la aristo cracia a la difusión de las nuevas técnicas. P or últim o, p u e ­
de m encionarse el papel de los m onasterios, cuyo ideal ascético se trad u ce
en u n a p rá ctic a del esfuerzo redentor, concebido com o u n a form a de a d o ­
ración divina y que no deja de te n e r resultados tangibles, en p artic u lar en el
caso de los cistercienses. De m a n e ra m ás general, hay en esto u n a a c titu d
característica de la Iglesia cristiana, que m ezcla concepción penitencial del
trabajo y actitu d nueva ante u n a n atu raleza en vías de desacralización, y de
la que se h a su b ray ad o, a veces con cierto exceso, cu á n to p red isp o n e a la
innovación técnica (Lvnn W híte, Perry Anderson).
E ste breve re c o rrid o del h o rizo n te b asta p a ra su g erir que el p ro b lem a
de la in terp re ta ció n del auge occidental de los siglos xi a xm está lejos de
haber quedado resuelto. Al m enos puede excluirse la explicación unicausal
y, cualq uiera que sea la solución ad o p tad a, un jren ó m en o esencial se debe
quizás a los efectos de retro alim en tació n y de enlace circu lares en tre los
diferentes facto res (en p a rtic u la r en tre alza dem ográfica y auge de la p ro ­
ducción). Así pues, parece indisp en sab le a d o p ta r el m arco explicativo m ás
incluyente posible. D esde este p u n to de vista, las causalidades sociales p a ­
recen, en tre to d as las evocadas, las m ás p ertin e n tes, pues tien e n que ver
con las condiciones de posibilidad, a la vez m ateriales e ideológicas, in d is­
pensables p a ra sem ejante auge productivo, m ás allá de los m edios técnicos
y hum anos necesarios p a ra ponerlo en m archa. Q uizás haya que ir m ás le­
jos aún, pues queda todavía p o r explicar p o r qué los señores de pronto pue­
den ejercer u n a "presión m ayor sobre las fuerzas productivas”, sin suscitar
ú n a explosión social que a n u la ría su esfuerzo. Asi, la hipótesis sólo puede
resultar viable si se d em u estra que entonces se in stalan nuevas estructuras
sociales, lo que nos rem ite al tem a ya evocado de la "m utación feudal”. Por
último, esto nos lleva a a d m itir que resu lta im posible entender el auge occi­
dental sin reco n stitu ir la lógica global de la sociedad m edieval, que, en defi­
nitiva, es la condición fun d am ental del auge, su causalidad no inicial pero
envolvente. Así, de lo que hay que ocup arse ah o ra es''de'dar ú ñ á 'v isló n de
conju nto de la sociedad feudal y de su dinám ica, rem itien d o a las conclu­
siones toda eventual in terpretació n del auge occidental.

La feudalidad y la organización d e la aristocracia

P uede considerarse, en u n p rim e r acercam iento, que la a risto cracia, clase


dom inante en el Occidente medieval, se caracteriza p o r la conjunción del do­
m inio sobre los hom bres, del p o d e r sobre la tie rra y de la actividad guerre­
ra. Sin em bargo, los criterios y las m odalidades de definición de esta oligar­
quía de los "m ejores” no h an dejado de cam biar. P o r esto, Jo seph M orsel
invita a p referir la noción de aristocracia, que el histo riad o r debe construir
p o n iend o énfasis en la d o m in ación social ejercida p o r u n a m in o ría cuyos
contornos p erm an ecen d u ra n te m ucho tiem po b a stan te abiertos y fluidos,
m ás que la de nobleza. C iertam ente, la caracterización com o "noble" (nobi­
lis: "conocido", y luego “bien nacido") es frecuente, pero sólo al final de la
E dad M edia puede o torgarse u n a verdadera pertin en cia a ía noción de no­
bleza, tal com o la concebim os de m a n e ra espontánea, es decir, com o cate­
goría social cerrad a y definida p o r u n conjunto de criterios estrictos (entre
los cuales la sangre desem peña u n papel prim ordial). La nobleza, com o gru­
po social y no com o cualidad, no es sino la form a tard ía y establecida de la
aristocracia m edieval. P or últim o, si b ien la noción de aristocracia sólo tie ­
ne sentido en función de las relaciones de do m in ació n que las rep re sen ta ­
ciones sociales de la excelencia vienen a legitim ar, es necesario precisar que
la caracterizació n com o "noble” no tien e p e rtin e n c ia fu e ra de la du alid ad
que la opone a los no nobles. S er noble es an te todo u n a p re ten sió n p a ra
distinguirse de lo com ún, m ediante un m odo de vida, m ediante actitudes y
m ed iante signos de o stentación que van de la vestim enta a las m an eras de
comportarse a la m esa, p ero sobre todo m ediante u n prestigio hered ad o de
la ascendencia. La no bleza es en p rim e r lu g a r la distinción que establece
una separación en tre u na m in o ría que despliega su su p erio rid ad y la m asa
,je los dom inados, confinados a u n a existencia vulgar y sin esplendor.

“Nobleza ”y “caballería ”

La formación de la aristo cracia m edieval es u n proceso com plejo, m uy d is­


cutido entre los h isto riad o res. Se co n sid era co m ú n m en te que la a risto ­
cracia, tal com o se observa en los siglos xn y xm, es resultado de la convergen­
c ia de dos gru po s sociales d istintos. P o r u n a p arte, p o d ría tra ta rse de
orandes fam ilias que se re m o n ta n a veces a la aristo cracia ro m a n o -g erm á ­
nica, cuya fusión he evocado, o al m enos a los g randes de la época carolin-
gia, que re cib iero n com o p ru e b a de su fidelidad el h o n o r de g o b e rn a r los
condados u otros prin cip ado s territoriales surgidos del Im perio. D icha a ris­
tocracia, que se define p o r el p restig io de sus orígenes, reales o p rin c ip e s­
cos^ condales o ducales (cuando no se atrib uy en an tepasados m íticos), per­
petúa u n “m odelo real d eg radado ” (Duby), es decir, u n co njunto de valores
que”expresan su an tig u a participación en la defensa del orden público, pero
deform ados a m ed id a que éste va b o rrá n d o se en u n p a sad o cad a vez m ás
lejano. Por o tra parte, h a b ría que darles un lugar a los m ilites, en p rincipio
simples guerreros al servicio de los castellanos y que vivían en su entorno.
Hacia el año m il siguen p areciendo asim ilables a ejecutantes m ilitares, pero
su ascenso parece claro a finales del siglo XI y d u ra n te el siglo XII, a m edida
que reciben tierras y castillos en recom pensa p o r sus servicios. De cualquier
modo, es necesario cuid arse de p e rp e tu a r el m ito del ascenso de la caballe­
ría de los milites, com o si se tra ta ra de entrada de un grupo constituido, que
m ejorara su e sta tu to p a ra fusio narse finalm ente con la n obleza carolingia.
Si bien no hay d u d a de que la aristocracia tiene entonces u n a renovación e
integra en su seno a nuevos m iem bros de estatu to relativam ente m odesto,
la fusión que se lleva a cabo entonces es m uy relativa, al seg u ir siendo im ­
portantes las diferencias, reco no cid as com o tales, en tre los gran d es (m ag­
nates) que invocan p a ra sí altos cargos de o rigen carolingio y los sim ples
caballeros (milites) de castillo. No obstante, la concepción m ism a del grupo
aristocrático tiene entonces u n a redefinición im po rtan te, alrededor del cali­
ficativo m ism o de miles y de la perten en cia a la caballería, a la que se acce­
de m ediante la celebración de u n ritual (el espaldarazo) y que está provisto
de un código ético cada vez m ás estru ctu rad o . E n u n a p rim e ra etapa, n0
h ay equivalencia entre nobleza y caballería, ya que num erosos no. nobl^
son arm ados caballeros. Pero poco a poco, e incluso si la superposición
n u n ca es perfecta, puede concluirse que hubo u n a asim ilación tendencial
entre nobleza y caballería (los térm inos miles y nobilis tienden a volverse si­
nónim os). El entusiasm o de la nobleza p o r la caballería es tal que se vuclvt'
difícil reivindicarse noble sin ser caballero, y la designación com o miles ter­
m in a incluso p o r considerarse m ás valorizadora que la an tigua term inolo­
gía de nobilis o princeps. Ciertam ente, el espaldarazo no hace al noble, pero
la equiparación de las dos nociones tiende a reservar el acceso a la caballe­
ría a los hijos de nobles (así com o lo indican, p o r ejem plo, las constitucio­
nes de Melfi en 1231, o las de Aragón en 1235). Tam bién p o r m edio del es­
p aldarazo se lleva a cabo, sobre todo en el siglo x iii , la integración a la
nobleza de hom bres nuevos, generalm ente servidores que viven en el entor­
no de u n noble. Sin tal apertura, p o r lo dem ás cuidadosam ente lim itada, u n
grupo social tan reducido com o la aristocracia pro n to se h ab ría visto enca­
m inada a la decadencia, por no decir a la extinción.
L ajaristocracia feudal descansa desde entonces en un doble fundam en­
to discursivo. Se define prim ero p o r el nacim iento: se es noble porque se
tiene u n origen noble, es decir, en la m edida en que se puede hace valer el
prestigio social de la ascendencia. Se tra ta de una identidad heredada. Pero
a m edida que la caballería se vuelve im p o rtan te y se identifica con la noble­
za, se tra ta al m ism o tiem po de u n a p erten e n cia ad q u irida, que supone la
asim ilación de los valores del grupo y de las com petencias físicas que hacen
posible recib ir el espaldarazo. C o n trariam en te a lo que se pensó durante
m ucho tiem po, el esp ald arazo es u n a creación tardía, quizá de finales del
siglo xi: pero en ese entonces no es m ás que u n a sim ple entrega de arm as^
que b a sta p a ra “h acer al caballero", y no es sino en la segunda m itad del
siglo xn cu an d o adqu iere u n c a rá cter ritu a l m ás desarrollado. Se practica
p o r lo general al final de la adolescencia, u n a vez que se h a seguido la for­
m ación ideológica y m ilitar necesaria p a ra la reproducción del grupo, y da
lugar a grandes festejos, las m ás de las veces d u ran te Pentecostés. El joven
caballero recibe entonces su espada y sus arm as de m anos de un noble tan
em inente com o sea posible, que lleva a cabo después la palm ada, golpe
violento en la n u ca o en el ho m b ro con la m ano o con la p a rte p lan a de. la
espada, rito de pasaje que sim boliza quizás, en u n a m anera m uy adecuada
p a ra im presionar las m entes, los ideales del grupo al que se integra el joven
prom ovido. La Iglesia desem peñó u n papel im p o rtan te en la puesta a punto
del ritual del espaldarazo, que bien pod ría derivarse de la liturgia de b e n d i­
ción v de entrega de a rm as a los reves y a los prín cipes, reg istrad a d u ra n te
la alta E dad M edia y que luego se tra n sfo rm ó y aplicó a personajes de me-
ñor ra n g o , com o los defensores de las iglesias y los castellanos en el siglo xi.
¿íTtodo caso, la cristianización del espaldarazo, en su form a m uy bien ela­
b o ra d a a p a rtir de m ed iad o s del siglo XII, es p ate n te . E jjritu aí a m en u d o
está p re c e d id o p o r u n a noche de oración en la iglesia; y la espada, an tes de
ceñirla a la c in tu ra del nuevo caballero, se coloca previam ente en el a lta r y
se'h en d ice. M ás allá del ritu al m ism o, p u ede in sístirse en el im p o rtan te p a ­
pel la Iglesia en la estru ctu ració n de la ideología caballeresca.

Las form as del poder aristocrático

A los señalam ientos an terio res Ies hace falta u n elem ento esencial p a ra c a­
racterizar a la aristo c ra c ia recién recon figu rad a a lre d e d o r del té rm in o de
miles y de los códigos de la caballería: el castillo. Jo seph M orsel señaló a ti­
nadamente que la "castellanización de O ccidente”, en tre ios siglos x a xn, es
el fundam ento de dicha reorganización. Los castillos son de ahí en adelante
los puntos de anclaje alrededor de los cuales se define el p o d er aristocrático
v "el térm ino de miles sirve a p a rtir de ah í p a ra su b su m ir el conjunto de los
que realizan d ire c ta y exclusivam ente la d o m in ació n social de u n espacio
organiza 'o p o r los castillo s”. E ntonces, el castillo es el co razó n al m ism o
tiempo práctico y sim bólico del p o d er de la aristocracia, de su dom inación
sobre las tierras y los hom bres. La evolución de las form as de construcción de
los castillos es en co nsecu en cia u n signo im p o rta n te de las tra n sfo rm a c io ­
nes de este grupo (véase las fotos n .l y n.2). A p a rtir de finales del siglo x y
sobre todo d u ran te el siglo XI, se m u ltiplican p o r cientos, incluso p o r m iles,
los castillos de m a d e ra co n stru ido s sobre m otas, m o n tícu lo s artificiales de
tierra que p ueden a lc a n z ar los 10 o los 15 m etro s de altura, protegidos p o r
un foso. Luego, sobre to d o a partir del siglo XII y au n q u e se sigan c o n stru ­
yendo entonces m o tas castrales, el castillo, cada vez con m ás frecuencia, se
construye de piedra, y poco a poco deja de ser u n a sim ple torre o u n torreón,
a m edida que se le van añ ad ien d o diversas extensiones y recintos con cén tri­
cos cada vez m ás elaborados. Si bien su función defensiva re su lta evidente,
incluso ostensible, el castillo es p rim e ro u n lu g a r donde vive el señor, sus
parientes y sus soldados. G eneralm ente asociado con construcciones agríco­
las, es tam bién u n centro de explotación rural y artesanal, así com o un centro
F o to ¡i .la.. Evolución de la. construcción de castillos:
torreón de H oudan (primera m ita d del siglo xil).
cle poder, ya que es a h í d o n d e los cam pesinos pag an sus ren tas, y ta m b ién
donde se re ú n e el trib u n a l señorial. A m enu d o, se a p ro p ia del lu gar m ás
e l e v a d o (y cuand o no es así, la m ota o la arq u ite ctu ra pone en evidencia la
misma b úsqu ed a de verticalidad). El castillo dom ina así el terru ñ o , com o el
s e ñ o r dom ina a sus h ab itan tes. Sím bolo de p ied ra o de m adera, m anifiesta
la hegem onía de la a risto c ra c ia, su posició n d o m in an te y se p ara d a en el
s e n o de la sociedad.
La actividad principal de la aristocracia, y a sus ojos la m ás digna, es sin
duda la guerra. É sta consiste, las m ás de las veces, en incursiones breves y
con pocos m u erto s. E n los siglos xi a xm , las g u erras en tre reyes o en tre
príncipes son ra ra s y las g ran d es b atallas, com o la de B ouvines, en 1214,
son excepcionales, al p u n to de que Georges Duby pudo escribir que la bata-

F o to n .ib . La fortaleza de Loarre, con su s tres murallas sucesivas, es m u ch o m ás elaborada.

B a se d e la R e c o n q u is ta lle v a d a a c a b o p o r lo s a ra g o n e s e s , la c o n s tr u c c ió n in ic ia l s e r e m o n ta a
m e d ia d o s d e l s ig lo x i. L o s r e v e s d e A ra g ó n r e s i d e n a h í c o n f r e c u e n c ia y f u n d a n u n a c o m u n id a d
d e c a n ó n ig o s r e g u l a r e s . P a r a e s ta c o m u n i d a d e d if ic a n , a p r in c i p io s d e l s ig lo xn, s o b r e la s e g u n d a
m u ra lla , u n a n o ta b le ig le s ia r o m á n ic a c u y a c ú p u la e s tá c u b ie r ta p o r u n te c h o o c to g o n a l.
]ja era 1° con trario de la gu erra caballeresca. Sin em bargo, es preciso evitar
re p ro d u c ir la visión tradicional de la guerra privada entre señores, violencia
sin límite c a racterístic a de los desórdenes de la edad feudal. E n efecto, la
c ie rra responde entonces a una lógica propia, que predomina m uy particu-
íarménte d u ra n te los siglos x y XI, la de la ja Ule (Dom inique Barlhélem y).
Su fundamento es el código de honor, que im pone un deber de venganza, no
sólo de los crím enes de sangre, sino tam b ién de los atentados a los bienes,
g] resultado es una violencia entre señores, innegable pero regulada, y codi­
ficada: el sistem a de la jai de asocia episodios guerreros lim itados, cuyo ob-
jctnri no et tanto m a lar com o c a p tu ra r enem igos p o r los que luego se pide
un i ese a l e v u n a p ru d e n te bú squ ed a de com prom isos negociados. La gue­
rra Itihiidí es m enos el signo de u n caos social incontrolable que una p rácti­
ca que perm ite la reproducción del sistem a señorial, al movilizar las solida­
ridades en el seno de la aristo cracia sin dejar de reg u lar in fine las luchas
entre señores op o sitores, au n q u e tam b ién al m a n ife sta r cu án to n ecesitan
los cam pesinos, víctim as p rin cip ales de los saqueos, la protección de sus
am os En todo cuso, la gu erra noble se practica a caballo, ya que el co m b a­
te a pie tiene la reputación de ser indigno (véase la folo ti.2}. El equipam iento
reqneiido se perfecciona durante la E dad M edia: adem ás del indispensable
caballo, que debe ad iestrarse para el combate, y la espada de doble filo, de
laque la lite ra tu ra indica que es objeto de una verdadera veneración, la lo­
riga (o cota de m alla de hierro) sustituye al jubón de cuero grueso refo r­
zado con placas m etálicas de la época carolingia. Igualm ente, al sim ple cas­
co lo reem plaza el yelm o, que cubre nuca, m ejillas y nariz. Sí se añ ad e el
escudo v, a partir de finales del siglo XI, la larga lanza, sostenida horizontal-
mente en el m o m en to del ataq ue rápido d estinado a d e rrib ar al adversario
(lo que se hace m ás difícil con la invención de los estribos), lo que lleva en­
cima el guerrero son alrededor' de 15 kilos de arm am en to . El conjunto es,
además, bastante costoso, pues se estim a que es necesario, a principios del
siglo m i . d ispo ner de alrededor de 150 hectáreas de propiedades piara poder
asum ir los gaslos necesario s p a ra el ejercicio de la actividad caballeresca.
Por ultim o, au n q u e los caballero,s los desprecien, los soldados de in fan te ­
ría, surgidos de las milicias urbanas o de los rurales .libres, desem peñan un
papel cada vez m ás im p ortante, com o ayudantes de los caballeros, en espe­
ra de que, a finales de la E dad M edia, arq u ero s y b allesteros determ inen a
m enudo el final de los com bates.
A testiguados a p a rtir de principios del siglo XII, los torneos son o tra m a ­
nera de exh ib ir el estatu to do m in an te de la aristo cracia y de regular las re­
laciones en su seno. D em ostraciones de fuerza destinadas a im presionar, se
tra ta de batallas ritualizadas, que reúnen a varios equipos, provenientes de
regiones d istin tas y que, a m enudo, se oponen de tal m an era que reprodu­
cen las tensiones entre las facciones aristocráticas. Los caballeros arm ados
con su larg a lanza em pren d en ataques colectivos, que dan lu gar a peleas a
m enudo confusas, cuyo objetivo es d e rrib a r a los adversarios, y de ser po­
sible, lo g rar h acer prisioneros, p o r quienes se pide un rescate. P ruebas de
proezas que pone en píe de igualdad a m odestos caballeros y a grandes
príncipes, el torneo es p a ra que los especialistas m ás ren o m brados tengan
la ocasión de re c ib ir fuertes sum as de dinero; a veces p erm ite a los hijos
m enores desprovistos de herencia, com o el fam oso G uillerm o el M ariscal
ser reco m p en sad o s con el m atrim o n io con u n a h e re d era de alto rango v
ad q uirir así u n a posición social envidiable. Pero tales prácticas, que perm i­
ten a la aristo cracia red istrib u ir parcialm ente las posiciones en su seno, en
p a rtic u la r a través del acceso al m atrim onió, suscitan fuertes condenas de
la Iglesia a p a rtir de 1130. E sta últim a subraya entonces que los torneos ha­
cen co rrer in ú tilm en te la sangre de los cristianos y desvían la atención de
los caballeros de los justos com bates que legitim an su m isión. La caza, otra
actividad em b lem ática de la nobleza, tam b ién es co ndenada p o r la Iglesia.
Su función económ ica es poco im portante, ya que ah o ra se sabe que —lejos
de la im agen d efo rm ad a que proporcionan las descripciones literarias—
m enos de 5% de la provisión de carne de las m esas nobles lo proporciona la
caza. R eg resaré a este p u n to en el cap ítu lo vi, p e ro p u e d o in d ic a r ya que
la caza cum ple sobre todo u n a fun ción social (Anita y Alain G uerreau) y
m anifiesta ante todos el prestigio del noble que cabalga, que dom ina la na­
tu raleza y el te rrito rio . Libre de p a sa r con su tro p a y su ja u ría p o r donde
m ejor le parezca, afirm a su po d er sobre el conjunto del espacio señorial.
Así, todas las actividades de la nobleza tienen al m ism o tiem po u n a finali­
d ad m aterial y u n a significación sim bólica, que ap u n ta a m an ife star pres­
tigio y hegem onía social.

Etica caballeresca, y am or cortés

A m edida que se p rofundiza la unificación del grupo caballeresco, se conso­


lida tam b ién su código de valores. É stos quedan exaltados de m a n e ra par­
ticular, desde la p rim era m itad del siglo xn, en las canciones de gesta (como
E l cantar de Roldán), los relatos épicos que juglares y trovadores c a n tan en
las cortes señ o riales y p rin cip escas, y u n poco después en los rom ans de
c a b a lle ría (p rim e r género literario n o can tad o de la E d ad M edia, p ero no
o b s ta n te destinado a recitarse d u ran te las festividades castellanas). Los p ri­
meros valores p o r considerar son la "proeza", es decir, la fuerza física, el va­
lor v la habilid ad en el com bate, pero tam b ién de m a n e ra m ás específica en
la sociedad feudal, el h o n o r y la fidelidad, sin olvid ar u n sólido desprecio
por los hum ildes, fácilm ente com parados a la m o n tu ra en la que cabalga el
noble y que d irige a su antojo. Su ética d escan sa ta m b ié n en la gen ero si­
dad. Al con trario de la m oral burguesa de la acum ulación, un noble se distin­
gue p or su capacid ad p a ra g astar y distribuir. Se entrega de b u en a gana a la
ra p iñ a a costa de sus vecinos, de ta l su erte que los n o nobles lo d escriben
como un rapaz ávido y lleno de codicia. Pero si cobra botines, lo hace para po­
der vestirse con m ás esplendor, p ara ofrecer fiestas m ás suntuosas, p a ra m an ­
tener un en to rn o m ás n um eroso que realza su prestigio, p a ra m an ifestar su
generosidad respecto de los pobres (sin olvidar la necesidad de h acer frente
a los gastos m ilitares indispensables p a ra m a n te n e r su rango). Así, incluso
si los gestos q ue suscita pu ed en a veces parecérsele, la generosidad a risto ­
crática se distingue de la caridad, virtud cristian a p o r excelencia que debe
llevarse a cabo en la hum ildad de un vínculo fraterno. P ara el aristócrata, se
trata de d istrib u ir y con su m ir con exceso y ostentación, p ara afirm ar m ejor
su su p eriorid ad y su p o d e r sobre los beneficiarios de su prodigalidad.
Pero estos valores esenciales no ta rd a n en re s u lta r insuficientes. Y es
que, m uy p ro n to , la Iglesia desem peña u n pap el im p o rtan te en la e stru c tu ­
ración de la cab allería y su unificación alred ed o r de u n m ism o ideal. E sto
supone d istin g u ir en tre los m alos caballeros, saq u ead o res, tirá n ico s e im ­
píos, y los que p o n en su fuerza y su valentía al servicio de causas ju stas,
como la p ro tecció n de la Iglesia y la defensa de los hum ildes. Así, la Iglesia
se esfuerza p o r tra s m itir a los caballeros los antiguo s valores reales de ju s ­
ticia y de paz (Flori). D urante las asam bleas de paz de Dios, a finales del si­
glo x, y luego a lo largo de los siguientes siglos, la Iglesia in ten ta obtener de
los gu errero s que no ataq u en a aquellos que, clérigos o sim ples laicos, no
pueden defenderse, y que resp eten ciertas reglas, com o el derecho de asilo
en las iglesias y la su sp en sió n de los co m bates d u ra n te los dom ingos y las
fiestas p rin cip ales. Poco a poco, la Iglesia insiste ta m b ién en los inconve­
nientes de las g u erras en tre cristiano s y hace esfuerzos p o r desviar el brío
com bativo de la nobleza h acía los infieles m u sulm anes. Esto lo logra exito­
sam ente con la R econquista y m ucho m ás con la cruzada, que, según la p re ­
dicación de U rbano II en C lerm ont, en 1095, confiere u n objetivo verdadera-
m ente digno a la caballería: "que a h o ra luchen legítim am ente c o n tra los
bárbaros aquellos que peleaban contra sus herm anos y sus p arientes”. Cier­
tam ente este ideal, que tiende a hacer del caballero un servidor de Dios y de
la caballería u n a m ilicia de Cristo (militia Christi), no es p o r com pleto nue­
vo (la m ilitia ya era, en la época carolingia, el n o m b re que unificaba a los
servidores de un Im perio o rdenado p o r Dios), pero entonces se reform ula
de m anera que constituya el eje que estru ctu re al grupo de los milites. Así,
la aristocracia se beneficia de un im p ortante increm ento de legitim idad, ya
que, al m ism o tiem po que los clérigos hacen esfuerzos p o r can alizar y en­
cu ad rar la actividad y la ideología caballerescas, afirm an que el oficio de las
arm as fue deseado p o r Dios y resulta necesario, m ientras se ponga al servi­
cio de fines justos.
C iertam ente, existen innum erables conflictos y rivalidades entre cléri­
gos y caballeros, y los valores de unos y otros está n lejos d e convergir en
todos los aspectos, com o lo recuerda en p articu lar la oposición clerical a la
caza y los torneos, ocupaciones favoritas de los nobles. E n el centro de las di­
vergencias, pu eden identificarse p o r u n a p arte la violencia guerrera, que la
Iglesia condena cuando se ve am enazada p o r ella y que ap rueba cuando sir­
ve a sus intereses, y p o r o tra parte, la sexualidad y las p rácticas m a trim o ­
niales, que son objeto de concepciones confrontadas (véase el capítulo IX en
la segunda parte). Y sin embargo, incluso en estos terrenos, una vez pasada la
prim era m itad del siglo xn, las tensiones se hacen m enos agudas y los acer­
cam ientos se acentúan. Un ejem plo que se h a vuelto p articu larm en te acla-
rad or por los análisis de Anita G uerreau-Jalabert es el del am or cortés (a esta
expresión del siglo xix, hay que preferir la term inología medieval de fin ’amors,
es decir, el am or m ás fino, el m ás p uro). Antes de que se reto m a ra en los
rom ans del norte de F rancia a p a rtir de la segunda m itad del siglo xn, este
tem a es prim ero un a creación de la poesía lírica m eridional, género cantado
en las cortes aristocráticas e ilustrado en p rim er lugar p o r la producción de
G uillermo IX, duque de A quitanía (1071-1127).
El fn a m o r s es la afirm ación de un arte refinado de] am or, que c o n tri­
buye a m arcar la superioridad de los nobles y a distinguirlos de los dom ina­
dos, cuyo conocim iento del am or no puede sino ser vulgar u obsceno (como
lo m u estran los fabliaux, esos "cuentos satíricos" que, al e n tra r en el reper­
torio de los trovadores a p a rtir de la segunda m itad del siglo xn, hacen es­
carnio de clérigos, cam pesinos y burgueses, presentados en situaciones bur­
lescas o grotescas, y p erm iten al público noble m ofarse de su b aja estofa).
Pero el f n ’am ors contiene tam bién, al m enos en sus p rim eras expresiones
m eridionales, u n a dim ensión subversiva. E n efecto, pone en escena u n am or
adúltero, com o en el caso ejem plar de L anzarote del Lago, p rendado de Gi­
nebra, esposa del rey Arturo. Además, invierte la norm a social de sum isión
de la m u jer en beneficio de u n a exaltación de ésta, que asu m e an te su p re ­
tendiente u n a posición de seño r feudal respecto de su vasallo: así pues, m e­
diante la relación am orosa, lo que se exalta o se pone a pru eb a es la fidelidad
vasallática. Si b ien no se excluye 1a. relación sexual, ésta sólo puede lograrse
al térm ino de u n a larg a serie de pru eb as cuyo ritm o y c u y as'm o d alid ad es
quedan im p u esto s p o r la d am a (la m ás elevada consiste en c o m p a rtir el
m ismo lecho, d esnudos, evitando todo co ntacto físico). El a m o r cortés es,
así, u n a ascesis del deseo, m an ten id o insatisfech o p o r ta n to tiem po com o
sea posible, con el fin de in crem en tar su intensidad y de sublim arlo con h a ­
zañas caballerescas realizadas en no m b re de la am ada. El fin ’m nors deriva
así en u n culto del deseo, u n am o r del am or: convencido de que la pasión
term ina cu an do logra su objetivo, hace pues de su im posibilidad la fuente
del m ás alto júbilo (joy).
Con esto, el fin ’amors ab re el cam ino a u n acercam ien to con la ideolo­
gía clerical, ya que plantea, com o signo de la distinción nobiliaria, la su b li­
m ación del deseo sexual y la b úsq u ed a de u n a m o r elevado, lo m ás lejano
posible de la vulg aridad de un a m o r carnal co n su m ad o sin b u en a s m a n e ­
ras. El f n ’aniors tiende incluso a u n a m ística del amor, que roza el calco de
lo sagrado cristiano: no hay m ucha diferencia entre la dam a a m ad a y N ues­
tra Señora; y su cuerpo a veces es venerado com o si de u n a sa n ta reliquia se
tratase. Y si b ien Tristón e Iseo ilu stra las co n secuencias d estru ctiv as del
am or (lo que quizás explica su escaso éxito en las cortes aristocráticas), los
romans de Chrétien de Troves, un clérigo que escribió entre 1160 y 1185 para
las cortes de C ham paña y de Flandes, se em peñan al contrario en su perar las
contradicciones cread as p o r las tem áticas corteses, en p a rtic u la r al p o n e r
en escena la co m p atib ilid ad en tre el fin ’am ors y la relació n m atrim o n ial.
Este objetivo irónico se alcanza claram ente en su Parsifal o el cuento del Grial
(hacia 1180), donde, com o en todos los rom ans po sterio res del ab u n d a n te
ciclo del Grial, la tem ática am orosa pasa a un segundo plano, m ien tras que
se im pone com o ideal sup rem o de la cab allería la b ú sq u ed a de u n objeto
que no es sino el cáliz que recibió la sangre de Jesús crucificado.
Con to d a evidencia, la lite ra tu ra cortés no es reflejo de la realid ad a ris­
tocrática. M ás bien, se tra ta de expresar sus ideales y de resolver, de m anera
im aginaria, las ten sio nes que la atraviesan. A m en udo se h a subrayado, de
acuerdo con E. Kóhler, que la lite ra tu ra cortés exp resaba las aspiraciones
de la p eq u eñ a nobleza de los m ilites, en p a rtic u la r de los jóvenes que per­
m anecían sin tierras, deseosos de in tegrarse p lenam ente a la aristocracia y
acosados por el sueño de u n a alianza con u n a m ujer de alto rango. No resul­
ta m enos im probable que, en las form as clásicas que algunas grandes casas
principescas contribuyen a darle, esta lite ra tu ra p erm ita confirm ar un ideal
com ún a toda la aristocracia, atenuando sus jerarquías internas. Sobre todo
el acercam ien to progresivo con el p en sam ien to clerical es considerable.
C iertam ente, los esfuerzos de las cortes m ás grandes, com o la de los reyes
Plantagenet, p o r colocar en u n plano de igualdad caballería y "clericato'' (el
clero), están lejos de co rresp ond er a la realidad. Y no todos los aristócratas
se com portan ni com o perfectos m iem bros de la militia Christi, ni como co­
pias exactas de los héroes de román, preocupados p o r la idea de rebasarse a
sí m ism os y com p ro m etid o s en u n a bú sq u ed a cada vez m ás espiritual. No
obstante, a fin de cuentas, algo queda de tal educación: a finales del siglo xn
y después, el caballero que quiere m a n te n er su rango, e incluso distinguirse
ante sus iguales, ya no puede contentarse con ser valeroso (audaz y fuerte);
tam bién h a de ser sabio, lo cual, m ás allá de la obligación vasallática de ser
buen consejero, supone la integración de u n a ética m arcada p o r la enseñan­
za clerical y el reconocim iento de que la dom inación social no puede legiti­
m arse sólo m ediante la fuerza, sino que im pone la preocupación de justicia
y el respeto de los valores espiritu ales prom ovidos p o r la Iglesia ("Toda
vuestra sangre debéis d e rra m a r para a la san ta Iglesia resg u ard ar”, dice un
tratad o de caballería, h acia 1250). M ientras que en los siglos x y xi la aristo­
cracia se oponía a la Iglesia en casi todos sus valores, se establecieron pu n ­
tos de u n ió n cada vez m ás num erosos, a tal grado que la p rim era reconoce
finalm ente la prim acía de los valores cristianos y acepta som eterse a ellos,
al m enos de m an era ideal. Tal vez esto se debe a que, m ediante su contribu­
ción a la elaboración de los ritu ales y de la ética caballeresca, la Iglesia
proporcionó a la aristo cracia las justificaciones m ás sólidas de su dom ina­
ción social y u n o de los m ejores cim ientos de su cohesión interna.

Las relaciones feudovasalláticas y el ritual de homenaje

El vasallaje se co n sid era com o uno de los rasg o s m ás característico s de la


sociedad m edieval. Sin em bargo, al c o n trario de las visiones clásicas que
hacían de las "instituciones feudales" u n sistem a hom ogéneo y b ien estruc­
turad o, actu alm en te hay ten d en cia a re strin g ir la im p o rta n c ia del feudo y
¿e] vínculo vasallático, que sólo co n ciern en a u n a ínfim a p ro p o rció n de la
bjación (1 o 2%). E ste cam bio de perspectiva lo ad o p ta con fuerza R. Fos-
sje r cuando califica las relaciones vasalláticas com o "epifenóm eno sin im ­
portancia”, lo cual, a p esa r de to d o , no d eb ería h a ce r olvidar que e stru c tu ­
ran al m enos en p a rte las relacio n es en el seno de la clase d o m in an te. Sin
embargo, incluso en tre los dom in an tes, no tod as las concesiones de bienes
•-idoptan la form a del feudo y el vasallaje no es sino uno de los tipos de víncu­
lo al lado de los p acto s de am istad, ju ram en to s de fidelidad, asociaciones
entre señores laicos y m o n asterio s, e tcétera— que g a ran tiz an las so lid ari­
dades v la d istribu ción del p o d er en el seno de la aristo cracia (Morsel).
No obstante, no pu ed e elim inarse to d a la im p o rta n c ia a la relación va-
s a l l á t i c a que fo rm aliza en tre d o m in an tes (puede im p lic ar a prelados) un
vínculo de hom bre a hom bre, entre u n señor y su vasallo. Se tra ta de u n a re ­
lación a la vez m uy p ró x im a y je rá rq u ic a, que tie n e tin te s de u n valor casi
familiar, com o los indican los térm in o s em pleados: el sénior es el mayor, el
padre; el vassus es el joven, cu an d o no se le califica com o hom o o com o fi-
delis. En su form a clásica, esta relación im plica u n intercam bio asim étrico.
El vasallo es el h o m b re de su señ o r y se co m p rom ete a servirlo conform e a
las obligaciones de la co stu m b re feudal. É sta v aría de m a n e ra im p o rta n te
según las épocas y las regiones, p ero tres aspectos se vuelven esenciales en
el servicio vasallático: la obligación de in co rp o rarse a las operaciones m ili­
tares em prendidas p o r el señ o r (por u n a d u ració n que prim ero es fluctuan-
te y que tiende a reducirse a 40 días p o r año, a lo cual se añade un periodo de
vigilancia del castillo señorial), la ayu d a financiera (en diversas c ircu n s­
tancias que el se ñ o r decide a su antojo, p ero que después son lim itadas, en
particular en F ran cia y en Inglaterra, en los casos de esp ald arazo y de m a ­
trim onio de los hijos, de pago de u n rescate, de p a rtid a a la c ru zad a o en
peregrinación) y, p o r últim o, el d eb er de a co n se ja r bien al señor. E n tre es­
tas tr es obligaciones im po rtan tes, la p rim era resu lta p articu larm en te deter­
m inante, ya que es la base p rin cip al sob re la que se fo rm a n los ejércitos
feudales. A cam bio, el señ o r debe a su vasallo p ro te c c ió n y respeto; le da
testim onio de su g en ero sid ad (y p o r lo ta n to ta m b ié n de su superio rid ad )
m ediante regalos y asu m e g eneralm ente la ed u cació n de los hijos del vasa­
llo, quienes d ejan la casa p a te rn a d u ra n te la adolescencia p a ra vivir con el
señor. P or ú ltim o , y so b re to d o , el se ñ o r provee a su vasallo con u n feudo
que le p erm ite m a n te n er su rango y cu m p lir con sus obligaciones. M ás que
como u n bien o u n a cosa, el feudo debe considerarse com o la concesión de
un poder señorial, que pued e apoyarse en u n a tie rra y sus h abitantes, a u n ­
que tam bién puede lim itarse a u n derecho particular, por ejemplo el de ejetvl
cer la justicia, de co b rar u n im puesto o u n peaje.
La relación v asallática está in stitu id a p o r un ritu al, el hom enaje, c
en su form a clásica, re su lta sobre todo cara cterística de las regiones dei
norte del Loira. Puede dividirse en tres partes principales. FJ hom enaje pro-
píam ente dicho consiste en u n com prom iso verbal del vasallo, que se decía- 1
ra el h om b re del señor, y va seguido de la im m ixtio m a n u u m , en la que eht
vasallo, arrodillado, coloca las m anos ju n tas entre las de su señor (este ade- '
m án, que expresa claram ente una relación jerárquica en la que la protección '
responde a la fidelidad, es ta n im p o rtan te en la sociedad feudal que trans­
form a las m odalidades de la oración cristiana, la cual ya no se lleva a cabo
a la antigua usanza, con los brazos abiertos y las m anos hacia el cielo, sino
con las m an o s ju n ta s, sugiriendo así u n a relación de tipo feudal entre el
cristiano, el fiel, y Dios, el Señor). La segunda p arte del ritual, denom inada
fidelidad, consiste en un ju ram en to , prestad o sobre la Biblia, y un beso en­
tre el vasallo y el señor, a veces en la m ano, pero casi siem pre en la boca
(osculum), de acu erdo con u n uso frecuente en la E dad Media. Por último,
viene la in v estid u ra del feudo, m an ifesta d a ritu alm en te con la entrega de
u n objeto simbólico, com o u n trozo de tierra, u n bastón, una ram a o un ata­
do de paja. En total, el ritu al fo rm a u n conjunto sim bólico elaborado en el
que particip an adem anes, p a lab ra s y objetos, con la finalidad de construir
u n a relación a la vez je rá rq u ic a e ig u alitaria. Com o lo m ostró claram ente
Jacques Le Goff, el ritu al del vasallaje in stau ra, de m an era visible y concre­
ta, u n a “je ra rq u ía en tre iguales", con lo que e stru c tu ra las diferencias in­
ternas de u n a clase que, en su conjunto, se considera p o r encim a del hom ­
b re com ún.
Los orígenes de la relación vasallática se rem o n ta n a la época carolin-
gia. Desde m ediados del siglo vm se observa la p ráctica del juram ento, me­
diante el cual el rey o el em perador se esfuerza p o r garan tizar la fidelidad de
los grandes, a quienes confía los "honores" que son los cargos públicos, en
p articu lar el gobierno de las provincias. Luego, en la época de Carlom agno
y de Luis el Piadoso, el com prom iso vasallático, que es u n a form a de "reco­
m en d ació n ” m ed ian te la cual se p o n en bajo la protección de un personaje
em inente, reconociendo deberes p a ra con él, se generaliza com o form a de
su b o rd in ació n , u n ien d o a to d o s los h o m b re s libres con gran d es nobles y,
de m anera indirecta, con el em perador. C iertam ente, en la actualidad ya no
se cree que exista u n cu ad ro “clásico” de la fe u a alid ad cuya cuna sería el
n o rte de F ran cia, en co m p aración con el cual las o tras variantes no serían
sino formas “d e g rad ad as”. Así pues, hay que h a c e r lu g ar a u n a extrem a di­
regional, que a q u í no p uede sino evocarse de m an era m uy breve
v e rs id a d

("no existe una, sino varias feudalidades", subraya R. Fossier). Así, al su r del
Loira el com prom iso del vasallo pu ede q u ed ar sellado con u n sim ple ju ra-
mentó de fidelidad, m ien tras que en ciertas regiones m ed iterrán eas la re la­
ción vasallática, m ás ig u alitaria V con m enos obligaciones, se establece a
menudo sobre la base de u n contrato escrito, com o en C ataluña, desde el si-
ojo XI. Al contrario, en el m u n d o germ ánico, la jerarq u ía in tern a de la n o b l e ­
z a es tan p ro n u n c ia d a que el beso, co n sid erad o dem asiad o ig u alitario, se

elim ina del ritu al del vasallaje; adem ás, en oposición a la tendencia a v o l v e r
indisociable el h o m en aje y la in vestidu ra, se m a n tie n e p o r m u ch o tiem po
un plazo de alred ed o r de u n añ o en tre el establecim iento del vínculo vasa-
]¡ático y la en treg a del feudo, m ie n tra s que la afirm ación de los “m in iste ­
riales”, s e r v i d o r e s de o rig en a veces servil que se in teg ra n al grupo de los
milites que depen den de los castellanos, m a n tie n e u n a fuerte separación
entre la caballería y la nobleza, y ap laza su unificación. F inalm ente, p a ra
tomar u n últim o ejem plo, el m u nd o norm a n do "(Inglaterra incluida), donde
los h istoriado res ven a m e n u d o el p ro to tip o de la fidelidad vasallática, se
beneficia con la vigorosa reorganizació n dirigida p o r G uillerm o el Conquis­
tador; en este caso, la obligación m ilitar de los vasallos sigue siendo p artic u ­
larmente fuerte, aunque se reem place sin problem as a p a rtir del siglo X II con
una contribución en dinero ( e l scutagium ), lo que perm ite a los grandes se­
ñores y al rey reclu tar m ercenarios, considerados m ás seguros, e incluso p a­
gar a los vasallos p a ra g a ra n tiz a r su co m pro m iso m ás allá de la du ració n
acostum brada de las cam pañas.
A p esar de las g ran des diferencias regionales, pu ed o señ alar algunas
evoluciones de co n ju n to , em p ezan do con la d ifusión de la feudalización.
En los siglos x y xi existen todavía m u ch os alodios, tierra s libres que sus
propietarios m an tie n e n en form a directa. E stos gozan de privilegios, pero
tam bién están obligados al servicio m ilitar y a la p articipación en los trib u ­
nales condales. D espués, d u ra n te los siglos xi y xn las tierras de O ccidente
dejan poco a p oco de se r alodiales: m ien tras que las m ás m odestas se in te­
gran a un d o m in io señorial, los alodios m ás im p o rta n tes se ceden general­
m ente a u n p oderoso que luego los concede com o feudo. E n el siglo xni, los
alodios su b sisten sólo de m a n e ra m arginal, lo que significa p o r u n a p arte
que todas las tie rra s quedan en lo sucesivo in teg rad as al sistem a señorial y,
por la otra, a u n q u e de m a n e ra m enos generalizad a, que u n a p arte im por­
tante de dichas tierra s son m an ten id as com o feudos. C iertam ente, es nece­
sario te n e r en cu en ta las tie rra s de la Iglesia, de las cuales u n a proporción!
notable escapa a las relaciones feudovasalláticas, y las regiones, en particular?
m eridionales, donde dichas relaciones no tienen m ás que u n a importancia :;í
relativa. No puede negarse, sin em bargo, que una parte significativa del con-“
trol ejercido sobre las tierras (y los hom bres) pase p o r el establecim iento de
los vínculos vasalláticos, lo que les confiere una innegable im portancia
Al m ism o tiem po, los vínculos feudovasalláticos son víctim as de su éxi
to, y su eficacia tien d e a red u cirse a m edida que su uso se hace m ás he-
cuente y la red de las dependencias vasalláticas, m ás densa. U na de las pi m
cipales dificultad es aparece cuando se vuelve com ún que un m ism o caballa o
preste hom enaje a varios señores diferentes. Esta pluralidad de homenajes,
bien pro b ad a desde el siglo xi, es ventajosa p ara los vasallos, pero afecta el
buen cu m p lim iento del servicio vasallático y puede incluso p o n er en duda
el respeto de la fidelidad ju rad a, en los casos en que h ab ría que servir a dos
am os rivales entre sí. D urante u n tiem po se cree h ab er encontrado el reme­
dio al in stitu ir el ho m en aje ligio, hom enaje preferencia! que conviene res­
p e ta r p o r p rio rid ad ; pero la solución no d u ra m ucho, pues el hom enaje li­
gio, a su vez, se m ultiplica. P or último, la evolución m ás peligrosa se debe al
hecho de que el con trol del señ o r sobre los feudos que otorga se aten ú a sin
cesar. Si b ien al p rin cip io se tra ta b a de u n a concesión aco rd ad a personal­
m ente al vasallo y destin ad a a recuperarse a su m uerte, el feudo se trasmite^
cada vez m ás com o h ere n c ia del vasallo a sus descendientes, así com o lo
expresa el adagio “el [vasallo] m uerto coge al vivo”. A veces, el señor exige el
hom enaje de tod os los hijos del difunto (parage) o se reserva el derecho de
elegir al hijo que considera m ás capaz, pero generalm ente a pa rtir de m edia­
dos del siglo X II sólo el m ayor p resta hom enaje, y sus herm anos se convier­
ten eventualm ente en sus propios vasallos (frérage). Sea com o sea, en lo su­
cesivo el feudo parece perten ecer al patrim onio fam iliar del vasallo, quien a
veces ta m b ié n se p e rm ite venderlo. Al señor ya no le q u eda sino h a cer es­
fuerzos p o r m antener, al c o rre r de las generaciones, el reconocim iento de
las obligaciones vasalláticas. E so es lo que m anifiestan la reiteració n del
hom enaje en el m om ento de cada trasm isión hereditaria del feudo, así como
el establecim iento de u n derecho de sucesión (el relevium, a veces m uy ele­
vado y que el señ or fijaba de m a n e ra a rb itraria, pero generalm ente redu­
cido a u n año de ingreso del feudo). P or últim o, el señor conserva el derecho
de castigar las faltas de los vasallos, e incluso la posibilidad de confiscar el
feudo (el derecho de com iso) en caso de falta grave. Pero, en la práctica, la
confiscación es cada vez m ás difícil de llevar a cabo y se lim ita a los casos de
r a i c i ó n flagrante o de agresión directa a] señor. E n total, la trasm isió n he-

redimida de los feudos m odifica el equilibrio de la relación entre señores y


vasallos distiende el vínculo perso n al establecido entre ellos, restrin g e las
exigencias señoriales y co n tribuy e a u n a a u to n o m iza ció n creciente de los
vasallos.

D isem inación y anclaje espacial del poder

M ás que detallar las reglas del derecho feudal, es im p o rtan te c ap ta r las for­
mas de organización social y las dinám icas de transform ación en el seno de
las cuales las relaciones feudovasalláticas p u d iero n desem p eñ ar cierto p a ­
pel. Sin ser, en térm in o s p ro p ia m e n te dichos, su causa, su difusión a c o m ­
pañó u n proceso de d isem in ació n de la au to rid ad , in icialm ente im perial o
real (es decir, del p o d e r de m an d o y de ju sticia que se d en o m in a el ban).
Como se ha visto, desde la segunda m itad del siglo IX , los vínculos de fideli-
lau que sostenían la ap aren te u n idad im perial se vuelven cada vez m ás frá-
/ las entidades territoriales confiadas a la alta aristocracia afirm an su
nte au ton om ía. El siglo x es así el tiem po de los "p rincipados”, g ran ­
des regiones constituidas en condados o en ducados, cuyo am o confunde lo
que concierne a su pro p io poder, m ilitar y territorial, y la a u to rid ad pública
antes conferida p o r el em p erad o r o el rey. La p atrim o n ializació n de la fu n ­
ción del conde, que asum e la defensa m ilitar y ejerce la justicia, desem boca
en la fo rm ació n de m a n d o s au tó n o m o s tra sm itid o s en fo rm a h e re d ita ria.
El m ism o p ro ceso se rep ite después en u n nivel inferior. C ondes y duques
utilizan el vasallaje com o u n o de los m edios que les perm iten , ad em ás de
los vínculos de p a ren tesco o de am istad , g a ra n tiz a r la fidelidad de los n o ­
bles locales, d isp o n er de u n e n to rn o confiable y de u n co n tin g en te m ilitar
tan im p o rta n te com o fu e ra posible. Luego, la cohesión de los p rin cip ad o s
cede a su vez, a finales del siglo x o d u ra n te el siglo X I, lo que la evolución
hacia la tra sm isió n h e re d ita ria de los feudos no hace sino acentuar. Con
diferentes ritm o s y de acu erd o con m odalidades variables según las regio­
nes —aquí, h u n d im ie n to p recoz y to tal de la au to rid ad condal, com o en el
M áconnais de G. Duby; allá, m an ten im ien to m ás d u rad e ro de esta últim a,
que no hace sino o torgar concesiones lim itadas y revocables, com o en el con­
dado de Flandes; sin h a b la r de u n a infinidad de situaciones interm ed ias—,
una p a rte im p o rta n te del p o d er de m and o se in scribe a p a rtir de entonces
en el m arco de los vicecondados y de las “castellan ías”, a las que se conce­
den o que a c a p aran el ejercicio de la ju sticia y el derecho de c o n stru ir casti-
líos, que en o tro s tiem pos eran p rerrogativas de ia au to rid ad real, y poste­
rio rm e n te de la condal. P o r últim o, señoríos de extensión todavía más
re d u cid a se vuelven, a finales del siglo xi y d u ran te el siglo xn, uno de los
m arcos elem entales del p o der sobre los hom bres (una dom inación que, en
sem ejante contexto, hay que d u d a r en calificar, de acuerdo con nuestro vo­
cabulario, com o “p o lític a ”). La n o rm a de la lógica feudal consiste así en
u n a disem inación de la autorid ad h a sta los niveles m ás locales de la organi­
zación social. Q ueda p o r señ alar que, si bien hace de los reyes personajes
dotados de u n a m uy re d u cid a capacidad de m ando, 1a generalización del
m arco señorial se am plifica todavía m ás a finales del siglo xn y h asta el si­
glo x i i i , m ien tras que se inicia ya u n a reafirm ación de la autoridad real.
P ara la h isto riografía del siglo xix, estrecham ente asociada con el pro­
vecto de la b u rg u e sía im plicad a en la construcción del E stado nacional y
que concebía su gesta com o u n a lucha contra un antiguo régim en m arcado
p o r el feudalism o, sem ejante frag m entación señorial sólo p o d ía aparecer
com o el colm o del h o rro r y com o el com plem ento lógico del oscurantism o
medieval. E ra entonces obligado insistir en los desórdenes y las destruccio­
nes provocadas p o r las g u erras privadas en tre señores, con el fin de que
ap areciera con m ayor claridad la “evidencia": la anarquía feudal y, p o r con­
traste, el o rd en a p o rta d o p o r u n E stado nacional centralizado (del cual el
D erecho R o m an o se constituye entonces com o referente m ítico). Es difícil
no ver cu án to esta visión d espreciativa de la E dad M edia está ligada a la
ideología del siglo xix y a los intereses in m ediatos de aquellos que la pro­
m ovían. E ntonces, ya era tiem p o de que los histo riad o res som etieran tal
h erencia a la crítica, lo que qued a ilu strad o p o r el hecho de que, reciente­
m ente, se haya p o d id o d a r a u n a o b ra co n sag rad a a la F ran c ia de los si­
glos X I y X II el título de E l orden señorial. Como lo indica su autor, p a ra ello
es necesario "im aginar que antes del E stado m oderno, cierto equilibrio so­
cial y político p u d o ex istir gracias a poderes locales y de aspecto privado"
(Barthélem y). Incluso si está lim itada y regulada por los códigos de la fai.de
(térm ino germ ánico relativo al derecho de venganza), no se podría negar la
violencia de dicho o rd en , ni la ru d a explotación que im p o n e a la m ayoría
de los p roductores. De este m odo, la expresión no podría entenderse como
un juicio de valor, sino sólo com o u n juicio de hecho: el orden rein a en el
m undo feudal, y no de m anera ineficaz, sin lo cual no podría explicarse el im :
p resio n an te auge del cam po que se o p era al m ism o tiem po que la disper­
sión feudal de la au to rid ad . De hecho, ésta debe analizarse no tan to en tér­
m inos de fxagrnentación (percepción negativa a pa rtir de un ideal de Estado)
com o de m a n era positiva, en ta n to proceso de “anclaje espacial del poder"
(Morsel). La co n cen tració n de p oderes de orígenes distin to s en m an o s de
señores cercanos y exigentes incluso po d ría co n sid erarse com o u n o de los
elementos decisivos del crecim ien to occidental. Al m enos debe ad m itirse
qUe esta form a de o rg anización estab a lo suficientem ente a d a p ta d a a las
posibilidades m ateriales de producción y a la lógica social global com o p a ra
que dicha co m b in ació n p u d iese d a r lug ar a u n a p o d ero sa d in á m ica que,
por lo dem ás, no se reduce a la sola cuantificación económ ica, sino a b arca
el conjunto de los fenóm enos que concurren en la afirm ación de la civiliza­
ción occidental.
De hecho, no es so rp ren d en te que u n a reflexión de tal n atu ralez a surja
hov, en u n m o m en to m a rcad o p o r u n cuestiona m iento del m odelo clásico
del Estado-nación. E ste cuestionam iento opera de m uchas m aneras, a veces
muv diferentes o h a sta opuestas, si se consid era el fuego cruzado en tre las
políticas neoliberales, que se esfuerzan p o r circun scribir el cam po de in ter­
vención del E stado, p o r u n a parte, y po r otra, las reivindicaciones de au to n o ­
mía, regionales o étnicas. C iertam ente, sería riesgoso acercar dem asiado el
m undo feudal y la situ ació n actual, debido a la eno rm e diferencia de co n ­
textos; en p a rtic u la r debem os desconfiar de una argum entación que sacaría
partido del ejem plo feudal p a ra h acer la crítica de las peticiones de a u to n o ­
mía (a decir verdad el tem o r a la fragm entación invoca m ás bien la am en a­
za de “b alcanización”, m ientras que la feudalización m ás bien p o d ría servir
de referencia a fenóm enos com o el auge de las policías privadas, o al re tro ­
ceso de la au to rid a d p ú b lica an te el p oder de los narcotraficantes, capaces
de co n stitu ir v erd ad eros “feu do s”, que son otros tantos E stados d en tro del
Estado). E n cu an to a la au to no m ía regional o local, concebida con u n a base
étnica en el caso de los pueblos o riginarios, no se p arece m ucho a la frag ­
m entación feudal, desde el m om ento en que se plantea la cuestión decisiva:
la autonom ía, ¿ p ara quién?, ¿para qué?, ¿y en relación con qué? A parece
entonces que la fragm entación feudal es u n in stru m en to de acentuación del
dom inio seño rial, m ie n tra s que la au to n o m ía indígena, que ciertam en te
puede fortalecer a la élite local, sólo es defendible en la m edida en que sirve
a un proyecto de tran sfo rm a c ió n social y a u n refo rzam ien to de las p rá c ­
ticas dem ocráticas de participació n colectiva y de control de los dirigentes.
A nadie se le o c u rriría p ro p o n e r la célula feudal com o m odelo, y la ú n ica
reflexión ú til que la observación de este ejem plo puede a p o rta r a la d iscu ­
sión actu al es la siguiente: el auge m aterial y cultu ral de u n a civilización no
supone n e ce sariam e n te u n a p o derosa o rg an izació n del E stado, ya que el
auge del O ccidente medieval, ta n poderoso y decisivo, se lleva a cabo en u
m undo sin E stado, caracterizad o p o r u n a dilución rad ical de la autorida
central.

E L ESTABLECIMIENTO DEL SEÑORÍO

Y LA RELACIÓN DE DOMÍN1VM

D ebido a que el vasallaje, lim itado a los grupos d om inantes, no concierne


m ás que a u n a ínfim a proporción de hom bres (y m ucho m enos a u n de mu­
jeres), no p o d ría c o n stitu ir la relación social p rin cip al en el seno del sis­
tem a feudal. É sta debe com prom eter lo esencial de la población y definir el
m arco fu n d am en tal en el que se ejercen la p ro d u cció n y la reproducción
social: p o r eso, no puede sino tra ta rse de la relación entre los señores y los
p ro d u cto res que dependen de ellos (hay que n o ta r que aq u í el térm in o se­
ñor designa al am o de u n señorío, en relación con quienes dependen de él, y
p o r lo tanto no tiene el m ism o sentido que eñ la relación feudovasallática; por
lo dem ás, el que deten ta u n señorío, p o r lo general lo recibió com o vasallo
de u n seño r m ás poderoso). Seguiré aq u í los análisis de Alain G uerrean,
q uien da a esta relación en tre señores y d ep en dientes el n o m b re de dorni-
n iw n (o dom inación feudal), pues im plica —según los térm inos de la épo­
ca—, p o r un lado, a u n dom inas (am o, señor), y p o r el otro, a productores
ubicados en posición de dependencia. E stos últim os reciben el apelativo de
hom ines propii (hom bres del señor) o de villanos (villani, es decir, los habi­
tantes del lugar, originariam ente la villa). El térm in o villano, que al princi­
pio no es peyorativo, es quizás el m ás adecuado, en p rim e r lu g ar porque la
noción m o d ern a de cam pesino no tiene equivalente en las concepciones
m edievales. No se define en ellas a los hom bres del cam po p o r su actividad
(el trab ajo de la tierra), sino m ediante el térm in o de villano, que engloba a
todos los villageois (aldeanos), sea cual sea su actividad (incluidos los arte­
sanos) y que ind ica en lo esencial u na residencia local. Tam poco indica un
estatuto ju ríd ico (libre/no libre), cuestión que resu lta relativam ente secun­
daria. La base fundam ental de esta relación social es, con m ucho, de orden
espacial: designa a todos los habitantes de un señorío, los villanos (o aldea­
nos, si se prefiere) que sufren la dom inación del am o del lugar. Además, al
igual que el vínculo vasallático, esta relación se enuncia en los m ism os tér­
m inos que la relación del fiel con Dios (hom o!dom ínus). Así, los villanos
están, respecto del señor feudal, en la m ism a posición que los hom bres ante
Dios, de tal su erte que las dos relaciones se refu erz an m u tu am e n te, com o
u n jueg° de espejos. Antes de precisar la naturaleza de'la relación de domi-
,¡m es indisp en sable definir el m arco espacial en el que se establece y
ie por la razó n ya m encionada, es un o de sus aspectos decisivos.

E l nacim iento de la aldea


y el encelulam iento de los hom bres

Ya sea que resulte del chasem ent de esclavos en los m ansos o que tenga que
ver con los alodieros, el h á b ita t ru ra l de finales de la alta E d a d M edia se
encuentra disperso y es inestable. C onsiste en con stru ccio n es ligeras con
armazón de m ad era (que no dejan al arqueólogo m ás que escasas huellas o
ninguna). F uera de algunos edificios m ás im p o rtan tes, que h acen las veces
de puntos fijos, estas frágiles resid en cias q u ed a n ab an d o n ad a s de m a n e ra
periódica. Si se re cu e rd a p o r o tra p a rte que la a g ric u ltu ra en ese entonces
es extensiva y parcialm en te itin eran te, se puede concluir que, todavía hacia
las poblaciones ru ra le s de O ccidente está n estab ilizadas de m a n e ra
imperfecta. Luego, en m o m e n to s diferentes según las regiones (en lo esen-
n la seg u nd a m itad del siglo x y d u ra n te el siglo xi, pero a veces m ás
tardíamente, com o en el Im perio), op era u n am plio reacom odo del cam po.
Junio al desbro zam ien to y la conq u ista de nuevos suelos, se debe h a ce r lu ­
gar a la re e stru c tu ració n de los p a trim o n io s eclesiásticos, que, ad em ás del
auge de las d o n acio n es p iad o sas con las que se benefician entonces, d a n
lugar a u n a in ten sa p rá c tic a de cesiones, ventas o intercam bio, m ism a que
perm ite d a r u n a m ay or cohesión espacial a los dom inios de la Iglesia. Esto
contribuye, ju n to con otros fenóm enos que afectan las tierras laicas, com o
la decadencia de los alodieros, obligados a colocarse bajo la d ep en d en cia
de un poderoso, a que la división en parcelas quede establecida m ás cla ra ­
mente y a que se estabilice la red de cam inos. Pero lo esencial es quizás el
reagrupam iento de h o m b res (congregatio h o m in u m ) y la estabilización del
hábitat ru ral, cada vez m ás hecho de piedra. El resultado es "el nacim iento
de la aldea en O ccidente”, p o r poco que se quiera admitir, con R obert Fossier,
que u n a ald ea supone u n "ag ru pam iento co m p acto de casas fijas, au n q u e
tam bién [...] u n a o rg an izació n co h eren te del te rru ñ o c ircu n d an te, y sobre
todo la aparició n de u n a to m a de conciencia com u n itaria sin la cual no hay-
aldeanos’, sino sólo 'habitantes'". H acia 900 no hay aldeas conform es a esta
definición; h acia 1 1 0 0 , lo esencial del cam po occidental está organizado de
esta m an era. E n tre am b as fechas se estableció la red del h á b ita t ru ra l que
—con el añad id o de las nuevas aldeas im p lan tad as d u ra n te los siglos >p -
xm en las zonas de colonización, y teniendo en cuenta el abandono de cié
tos lugares— va a p e rd u ra r h asta el siglo xix. Es evidente que se trata, si j
de una revolución com o R obert Fossier se siente tentado a decir, al menos -
una m utación considerable, ya que dibuja la fisonom ía del cam po occide.'
tal por cerca de ocho siglos.
Lejos de ser hom ogéneo, este proceso se lleva a cabo de acuerdo con ■
cronologías y m odalidades m uy variadas según las regiones (y en el seno de
cada un a de ellas). P articularm ente precoz en Italia central, donde se inicia
antes de la m itad del siglo x a iniciativa de los señores, da lugar al reagru-
pam iento del h á b ita t en aldeas adosadas a u n castillo señorial, apretadas a
su alrededor y ro d ead as p o r u n a m u ra lla fortificada. E sto no quiere decir
que esta opción tenga u n a causa esencialm ente m ilitar (es, con m ucho, mas
bien social e ideológica), ni que la fuerza sea su único vector (a m enudo va
acom p añada de c o n trato s relativam ente favorables a los p ro d u cto res y de
ciertas ventajas ju rídicas). E so no im pide que sea ejem plo de un proceso
fuertem ente m arcad o p o r la voluntad de los d o m inantes y a veces también
p o r la intervención de la Iglesia. E stas aldeas fortificadas a d o p tan el nom­
bre de castrum, de donde surge la expresión de incastellam ento, aplicada por
Fierre Toubert a esta v arian te del re a g ru p am ien to de los hom bres, que no
o b stan te no es ta n general com o se h a b ría p en sado al principio: si bien el
castrum es su elem ento principal, el reag ru p am ien to del h áb itat no siempre
se hace alrededor de u n castillo y puede to m a r la form a de aldeas abiertas,
m ien tras que la m ay o r p a rte de los castillos no se construyen, de entrada,
con el fin de re a g ru p a r a la población y a m enudo sólo ad q uieren esta fun­
ción en un a segunda etapa. E n otras regiones del sur, m ed iterráneas o piri-
neicas, las aldeas cástrales coexisten con las "aldeas eclesiales”, igualm ente
fortificadas au nque cen trad as en un edificio de culto, m ien tras que resulta
conveniente su b ray ar que si bien el rea g ru p am ien to del h á b ita t es precoz,
la e stru ctu ració n de la circu n scrip ció n te rrito ria l (finage) y sobre todo la
territorialización de las zonas sin cultivar pued en ap lazarse h a sta el siglo
Xiv. En la E u rop a del norte, el reag rupam iento de los hom bres em pieza des­
pués, y se puede señ alar en él u n pap el im p o rta n te de las com unidades al­
deanas en formación. Al m enos el reagrupam iento de las casas cam pesinas, a
m enudo al interior de u na m uralla de m adera, parece m enos forzado y la aso­
ciación del h áb itat con u n castillo puede o c u rrir en u n a segunda etapa, una
vez realizado el reagru pam ien to . P or últim o, en las zonas de colonización,
en particular en la península ibérica y en el este de Alemania, se trata a veces
reagrupar u n h á b ita t antig u o , y a veces de d a r en seguida a u n a nueva
^plantación la fo rm a de aldeas densam ente pobladas.
— E n lu s form as m ás v ariad as, este fenóm eno p u ed e definirse com o u n
e s o ¿e "encelulam iento”, expresión forjada p o r R obert Fossier p a ra de­

signar el re a g ru p am ien to de los h o m b res en el seno de entid ad es sociales


localizadas, definidas p o r un centro —la aldea, el castillo—, p o r u n a circu n s­
cripción territorial e stru c tu ra d a p o r la red de parcelas y cam inos, y p o r los
límites que definen su extensión. R egresaré en el capítulo vi, en la segunda
parte, al tem a del encelulam iento, en p articu lar al papel que desem peñan en
él ia lalesia y el cem enterio. Pero el resultado es desde a h o ra claro: los h o m ­
bres están ah ora "encelulados”, al m ism o tiem p o re a g ru p a d o s en aldeas
rñás estables e integ rado s en el seno de estas un id ad es de base que se n o m ­
bran señoríos. "H acia 1100, todos los h o m b res q u ed an en c errad o s en la
malla'de un a red de señoríos, cada u n a de cuyas células es el m orco norm al
de Ja vida” (Fossier). Así, el encelulam iento asocia varios procesos: el n aci­
miento de la aldea, la g en eralización del señorío, y tam b ié n la del m arco
parroquial (sobre el que a b u n d aré en el capítulo vi). A unque sean paralelos
v contribuyan al m ism o resultado, estos tres procesos no pueden, e stric ta ­
mente, superponerse: la aldea, el señorío y la p a rro q u ia ra ra vez coinciden.
Mientras q u e en el siglo XI, u n se ñ o río re a g ru p a g e n e ra lm e n te a v aria s
aldeas, a p a rtir del siglo xn, y sobre todo del siglo xiii, se com prueba al con­
trario que varios señores ejercen su dom inación en el seno de u n a m ism a
aldea. Además de los co señoríos que vinculan u n a in stitu c ió n clerical con
un laico, o los consorzi italianos que asocian a veces a unos 10 am os p a ra un
mismo señorío, sucede cad a vez con m ás frecuencia que, en el seno de la
aldea, tierras y d erech o s específicos co n ciern en a am os d iferentes (a tal
punto que u n m ism o aldeano puede depender de varios señores en función
de sus distin to s bienes). El "en celulam ien to ” no significa la fo rm ación de
una red u n ifo rm e de células h om ogéneas y unívocas, y to d a la dificultad
consiste entonces en determ in ar cóm o se articulan los diferentes fenóm enos
m encionados. E ntonces, pued e d arse p o r bu en o que el señorío, que p o r lo
dem ás es m eno s u n a e n tid a d te rrito ria l que u n poder específico, re su lta
ser m uy m ovedizo, a d iferen cia de la rigidez p ro p ia del m arco p arro q u ia l
(así, la estabilidad de los lugares de culto con trasta con los frecuentes cam ­
bios de los sitios castralés). P o r o tra p arte, en ciertas regiones, com o la
Francia del oeste, el h á b ita t sigue q u ed an do en p a rte disperso, sin que por
ello se co ntradiga la lógica del encelulam iento. La Iglesia y el m arco p a rro ­
quial desem peñan entonces u n papel p repon d eran te en la form ación de “al-
deas frag m en tad as”. La expresión sugiere de m anera pertinente que Jo .....
hace la aldea no es tanto reagrupar sus casas como cohesionar a la co m u n i; ■;
de aldeanos (Pichot). E n total, los fenóm enos que confluyen en el ericelula-’s
m iento pu ed en com binarse de diversas m aneras, unas veces m ás estrictas -
y otras m ás relajadas; p ero el hecho de que se entrem ezclen y se encimen ■
sin superponerse perfectam ente, parece ser parte de la dinám ica de conjunto
del proceso.
¿Es posible entonces definir m ejor las apuestas del debate sobre "el año
m il”? P ara los defensores de la m utación, lo que ocurre en el siglo que está
alrededo r de esta fecha no es o tra cosa que u n a fase aguda del proceso de
encelulam iento de los hom bres y de establecim iento del m arco señorial. Lo
que se n o m b ra m utación, o incluso revolución, es un m om ento particular­
m ente intenso de anclaje de la dom inación señorial, en relación con la multi­
plicación de los castillos y las m otas castrales. Algunos han tratad o de iden­
tificar las reacciones suscitadas p o r dichas-transform aciones, en particular
en la "paz de D ios” , p ro clam ación lan zada p o r obispos y asam bleas conci­
liares a p a rtir de los años 975-990, que condenan las “m alas costum bres” de
los señores laicos, los ex ho rtan al respeto de los clérigos y de los pobres, y
llam an a la re sta u ra c ió n del o rd en público y de la paz. Se ap ro p ian así de
u n a preo cu pació n ab a n d o n a d a p o r el p o d er real y se ganan el apoyo popu­
lar. De cualq u ier m an era, D om inique B artliélem y hizo observar que este
m o lim ie n to no es ni de origen p o p u lar ni antiseñorial, pues la Iglesia de­
n u n cia la violencia de la aristo cracia laica en la m edida en que ella misma
es su víctim a, y defiende de hecho sus pro p io s señoríos ante una presión
aristoci'ática que corre el riesgo de resultarle perniciosa. E n su lucha contra
la nobleza, a veces llam a al rescate al pueblo, afectado por las m ism as cau­
sas, lo que no deja de ser peligroso y am enaza con rebasar sus propios obje­
tivos. Los m o l im ientos de la paz de Dios, entonces, hacen intervenir a gru­
pos pop ulares, p ero su objetivo fu n d am en tal es el m an ten im ien to de un
o rden seño rial que la Iglesia quiere dom inar. Las críticas a las tesis m uta-
cionistas, igualm ente, h a n hecho ver que, en este m ovim iento, no se opera
ningún cam bio de clase dom inante. E n am bos lados del año mil siguen sien­
do la aristo cracia y la Iglesia las que do m in an la organización social, pero
am bas sufren u n a vigorosa reo rg an izació n . Como lo he dicho, de ahí en
adelante la d o m in ació n a risto c rá tic a se ancla localm ente y se vuelve más-
eficaz gracias a la rem odelación espacial del cam po. Pero la cuestión crono­
lógica señalada p o r el debate sobre "el año mil" sigue sin resolverse: resulta
claro que el encelulam iento no p o d ría red u cirse a los decenios próxim os al
- mil' sus raíces se re m o n ta n a p rin c ip io s del siglo IX y se va puliendo
l^ ü íiic n te , hasta pleno siglo xii. El carácter progresivo de los fenóm enos y
s desiuses, así com o la au sencia de cronología uniform e aplicable a O cci­
dente ¿im ponen acaso que se h ag a prevalecer esta dinám ica plurisecular?
•0 se cree posible identificar, h a c ia 980-1060, u n a aceleración del proceso
(c'Lsteilánizacíón, seño rializació n , edificación de iglesias, sin h ab la r de las
trans formaciones del o rd en eclesial, del que h a b la ré en el capítulo siguien­
te) en un núm ero significativo de regiones? La polém ica sobre el año mil se
,ígota v estas dos opciones son tal vez m enos incom patibles de lo que parecen
ser Lo esencial consiste en reco n o cer la n atu ra le z a del proceso en curso: ya
sea que se re c u rra a la n o ció n de en celu lam ien to o que se prefieran otros
lérminos, la reconfiguración socioespacial —cuyas facetas com binables de
diferente m an era son el castillo y el señorío, la iglesia y la p arro q u ia, y la
aJdea v la co m u n id a d — d esem b o ca en la fo rm ació n de u n sistem a do tad o
de una nueva coherencia y que es el m arco de u n auge de am plitud inédita.

La relación de do m in iu m

Ya no se cree hoy, com o lo q u ería la histo rio g rafía tradicional, que todos los
productores d ep en dien tes del señor feudal e ra n siervos. U na de las a p o rta ­
ciones m ás n o tab les de la o b ra de G eorges D uby es la de h a b e r m o stra d o
que la serv id u m bre no e ra la fo rm a central de explotación del feudalism o.
Ciertamente, ésta existió y q uizá p u ed e co n sid erarse resu ltad o de la evolu­
ción de la a lta E d a d M edia, cu an d o , p a ra le la m en te al eclipsam iento de la
esclavitud, la d istinció n en tre libres y no libres pierd e su nitidez y ya no lo­
gra dar c u en ta de las situ acio n es interm ed ias que entonces se m ultiplican.
La servidum bre al final es la fo rm a estab ilizad a de u n estatu to interm edio
entre la esclavitud y la lib ertad : el siervo ya n o es u n a p ro p ie d ad del am o,
asim ilada al g an ad o , p ero su lib e rta d está gravada con im p o rtan tes lim ita ­
ciones. Si b ien la esclavitud es u n cautiverio definitivo, el ritu a l de la servi­
dum bre, u tiliz a d o en ciertas regio nes y d u ra n te el cual el siervo lleva u n a
cuerda en el cuello, p arece significar u n cautiverio im perfectam en te libe­
rado m ediante u n a renta. Tres m arcas principales expresan la lim itación de
libertad del siervo: la cap itació n o infu rció n , trib u to m ed ian te el cual se
com pra el cautiverio; la m ainm oríe o nuncio, que significaba la incapacidad
de p ro p ied ad p le n a de un p a trim o n io y que im p o n ía la sujeción p o r p a rte
del am o de u n a p a rte de la h eren cia tra n sm itid a p o r el siervo; y p o r últim o,
el formariage u ossa, trib u to pagado en el m om ento de c o n tra e r matrinj|¡M|
nio y que m an ifestab a la lim itación de la libertad m atrim onial. P o r ú ltin j|H
h a b ría que a ñ a d ir la im p o rtan cia de las conreas, servicio en trabajo que
le debía al am o, que no son exclusivas de los siervos, pero que, en su c;kq
q u ed ab an m ás al arb itrio del señor. E ste cuadro d eb ería com plicarse rr
cho al te n e r en c u e n ta la diversidad regional y sobre todo p o r el hecho df
que algunas de estas obligaciones recaen a veces sobre cam pesinos líbr
P o r lo dem ás, no re su lta seguro que la situación m aterial de los siervo
siem pre sea m ás d ra m á tic a que la de sus vecinos libres, y puede uno p-
g u n tarse si el peso específico de su condición no se debe sobre todo a
m an ch a h u m illan te de u n a servidum bre que da lu gar a m últiples situar
nes de exclusión o de d iscrim in ación. Pero lo esencial es su b ray ar que
servidum bre es sólo u n a form a de explotación entre otras. Y sí bien a veces
co n el im pulso d ado p o r Georges Duby, tal vez se ha m inim izado en exceso f-
su papel, se puede concluir hoy que la servidum bre m edieval no es ni domi- ’t
n an te ni m arginal. "No es el corazón del sistem a, pero sí uno de sus cerro- ■
jo s”, m anejado en tre otras form as de explotación, unas veces abandonado )’
o tras reto m ad o (D om inique B arthélem y). Si bien la tendencia de conjunto
se o rie n ta m ás b ien h a cia la d ecadencia, la servidum bre puede, según las ?
regiones y las épocas, co n c e rn ir a la m itad de los aldeanos o desaparecer
p o r com pleto, y se a d m itirá que, en situaciones p ro m ed io , afecta de 10 a
20 % de la población rural.
Así pues, hay que an a liza r la form a m ás general de la dom inación feu­
dal, la que se in stau ra en tre un señor y los villanos, que, de m an era comple­
ta o parcial, d ep end en de él. La relación de d o m h ú u n i establecida entre
am bos se m anifiesta m edian te u n haz entrem ezclado y extraordinariam en­
te variable de obligaciones, a las que es com ún a trib u ir un doble origen. La
p rim e ra sería te rrito ria l y se fu n d aría en la posesión em inente del suelo,
reivindicada p o r el señor. La segunda se derivaría de la disem inación del
p o d er político y de la captación, en el nivel señorial, de las prerrogativas de
la a u to rid ad pública, es decir, esencialm ente el im perativo de defensa mili­
tar, la p reocupación p o r la paz y el ejercicio de la justicia. Como este poder
de m ando se llam a han, se h a querido forjar la expresión de ‘‘señorío banal”
(por oposición a u n sim ple señorío territorial), para expresar el hecho de que
el descenso del p o d er en otro s tiem pos d eten tad o p o r los so b eran o s o los
condes h a sta llegar a m an o s de los señores constituye u n a pieza clave del
nuevo pod er de estos ú ltim o s (G eorges Duby). Pero esta expresión, sin fun­
d am en to en los textos m edievales, tiene el inconveniente de sugerir que se
¿,-ñ d i s t i n g u i r claram ente, en el po d er del señor, lo que se refiere al han y
P . tiene que ver con lo territorial. Ahora bien, lo que caracteriza al seño-
° es j u s t a m e n t e la fu sió n de estos dos elem entos e n una dom inación úni-
n° lo que v u e l v e irrelevante la preocupación de diferenciarlos.
El señor explota de m a n e ra directa u n a p arte del suelo claram ente m ás
•duclda que en el sistem a dom inial de la alta E d ad M edía. Si bien puede
alcanzar un tercio o la m itad de las tierras cultivables, se restringe a m e n u ­
do a menos de u n a d écim a p a rte y se observa u n a fuerte ten d en cia de los
señorea a desentenderse de la actividad productiva m ism a. La m ayor p arte
del (parte explotada del territorio), entonces, queda constituida p o r las
H’ittuí1.'' (conjuntos de parcelas dispersadas en zonas distintas de la circu n s­
cripción territorial) que los aldeanos cultivan de m an era individual y libre, y
que trasmiten a sus descendientes. Pero tienen, respecto del señor, u n con­
junto de obligaciones y deben pagarle m últiples rentas, unas de las cuales se
cobran en el lu g ar m ism o de producción, o tras (las que dan reconocim ien­
to del r á c u lo de dependencia) deben llevarse al castillo, p o r ejem plo u n a o
¡jos veces p o r año, en una cerem onia ritu alizad a que incluye expresiones de
sumisión. E ste ritu a l es la fo rm a visible de la relación de d o m inación feu ­
dal, y va que p o n e al se ñ o r (o a su re p re se n ta n te) en p resen cia de sus de­
pendientes, parece ju stificar la observación de Marx, quien subraya que la
sociedad m edieval está fu nd ad a en u n a "dependencia p ersonal”, de tal suer­
te que "todas las relaciones sociales aparecen en ella com o relaciones entre
personas". Puede evocarse aq u í la am plia gam a de ren tas y deberes im p u es­
tos por ios señores, pero es conveniente su b ray ar que su com binación m is­
ma, en p ro p o rcio n es y m o d alid ad es específicas, y m ás todavía su c a rá c ter
extraordinariam ente variable (entre lugares cercanos, entre señores de una
misma aldea o en tre d ep en d ien tes de u n m ism o señor) son características
fundamentales del dam inium . Una de estas rentas, tard íam en te generaliza­
da, se d enom ina la "talla" y es posible, si se desea, atrib u irle un origen b a ­
nal, puesto que se preten de que se recau da a cam bio de la protección de los
aldeanos. El señ o r d e searía establecerla a su discreción, pero los c am p e­
sinos exigen estab lecer su m o n to d en tro de los lim ites establecidos p o r la
costumbre. También hay que p ag ar el censo, que parece ser la ren ta de la tie­
rra y que consiste a m en u d o en u n a p arte de la cosecha, pagada en especie
(el champart). L a proporción varía m ucho según los tipos de suelo y las regio­
nes, entre u n a te rc era y u n a q u in ta parte, sin excluir tasas particu larm en te
bajas u o tras excepción al m en te elevadas. P ero existen tam b ién o tras o p ­
ciones, com o en Italia, d o n d e el c o n tra to de livello, c o n tra to renovable a
30 años, es p articu larm en te ventajoso p a ra los cam pesinos, o com o la apar­
cería, reparto a m edias del prod u cto cuando el señor' proporciona semillj y
arado, solución que te n d rá gran éxito a finales de la E dad M edia. La e\ olu-
ción m ás im p o rtan te del censo es su progresiva transform ación, a paitu de
principios del siglo xn, en una renta pagada en dinero, lo que 110 carece de difi­
cultades en la m edida en que el señor se esfuerza en im poner su propia es­
tim ación de la co n tra p a rte m on etaria, que ra ra vez resulta del gusto de los
prod u cto res. Queda p o r a ñ a d ir el derecho de albergue (albergar y alimen­
tar al se ñ o r y a sus allegados cierto n úm ero de días al año), los "regalos” y
ayudas excepcionales que exige el señor en ciertas ocasiones, com o el pago
de u n rescate, la p a rtid a en peregrinación, un m atrim onio o alguna otra ce­
lebración familiar, todas tendientes a convertirse en u n a sum a pagada anual­
m ente. O tros elem entos confluyen igualm ente en la d o m inación de los se­
ñores, que m an d an c o n stru ir el m olino de la aldea, y ta m b ién el lagar y el
h orno, y obligan a los hab itan tes, sobre todo a p a rtir del siglo xn, a utili­
zarlos m ed ian te el pago de fuertes im puestos, p o r ejem plo la décim a parte
de los granos p resen tados (por eso el m olinero es visto com o el hom bre del
señ o r y se le m an tien e al m argen de la com unidad de la aldea). P or último,
los derechos de m u taciones (laudem io) y, en el caso de los señores que pue­
den cobrarlos, los p eajes sobre las m ercancías, en el paso de los ríos o en
ciertos p u n to s de los cam inos, o tam b ién d u ra n te la venta en el m ercado
local, ofrecen un ingreso sustancial y a veces considerable.
O tro aspecto fu n d am en tal del p o der del señor es la posibilidad de ejer­
cer p o r sí m ism o la ju sticia, tan to m ás efectiva cu an to que la del conde le
deja el p aso libre y re su lta incapaz de re alizar su deber. Aquí tam b ién las
cronologías regionales son m uy variables: en ciertos casos, com o en Macon-
nais y en C ataluña, los trib u n ales de los condes dejan de reu n irse desde
1030-1040 3’ los tribunales señoriales tom an m uy rápido el relevo; en otras
partes, en p a rtic u la r m ás al norte, la justicia condal resiste h asta finales de)
siglo xi, e incluso h a s ta m ediados deí siglo xn, y es sólo en ese m om ento
cuando las cortes castellanas am plían sus prerrogativas. P or o tra parte, no
todos los señores tie n e n las m ism as com petencias jurisdiccionales. La jus­
ticia señorial conoce de los delitos m ás diversos com etidos en la aldea, pero
es ante todo u n a ju stic ia ag raria y territorial; im pone m ultas o la confisca­
ción de algún bien, p o r n u m ero sas infracciones, p o r ejem plo en caso de
que u n im puesto no se pague, de que se altere algún lím ite o de que se con­
travengan las reglas de uso de los bosques. Además del carácter m uy rentable
de dicha justicia, se \re toda la ventaja que de ella saca el señor, con frecuencia
juez y parte, p a ra co n firm ar su d o m in ación sobre los dep endientes. Al se­
ñor en éste como en m uchos otros casos, lo ayudan sus servidores, los sargen­
tos que vigilan las cosechas y las corveas, quienes inspeccionan los bosques
v aplican las decisiones de ju sticia; al preboste, el h echo de ser el re sp o n ­
sable del m a n te n im ie n to del seño río y a quien a m en u d o se reco m p en sa
con una parcela y con u n a p a rte de los im puestos y de las m ultas judiciales,
]o incita a s e r p a rtic u larm en te exigente y explica que co ncentre en su p erso ­
na oran p arte de la an im o sid a d de los aldeanos. El señ or y su p reboste es­
tán obligados en p rin cip io a re sp e ta r las costum b res locales, pero h a sta el
sido x i i i al m enos, sus ju icio s son inapelables. P o r últim o, ciertos señores
acaparan u n a co m p eten cia com pleta, que puede llegar h a sta la condena a
muerte (derecho de alta justicia). Incluso si se utiliza poco, la horca, levan­
tada cerca del castillo, es sin d u d a u n sím bolo del p o der señorial, ap to al
menos a d ejar g rab ad o en la m ente de ios depend ien tes u n respeto m ás
bien glacial.
Las corveas, tra b a jo debido en las tierras del am o, y a veces tam bién ac­
tividad dom éstica en el castillo y en sus granjas, p asan p o r ser el em blem a
del sistem a señorial. Sin em bargo, es m ás b ien en el sistem a dom inial ca­
racterístico de la alta E d a d M edia donde desem p eñ ab an u n pap el central:
los poseedores de los m ansos debían, en general, d ar servicio tres veces por
semana, con el ñn de explotar las tierras de la reserva del am o. E n cam bio,
en el sistem a señorial, en el que la p a rte v alorizada d ire ctam e n te p o r los
señores se reduce de m a n era considerable, las corveas dism inuyen en igual
proporción. In clu so si la d isp a rid a d p red o m in a, u n a situ ació n c o m ú n a
partir del siglo xii, ve las corveas lim itadas a tres días p o r año; en otras p a r­
tes a cuatro o seis, a veces con el añadido de un día p o r mes. Además, la ten ­
dencia, en este caso tam bién, se orienta al pago anual de u n a ren ta en din e­
ro que sustituye a la obligatoriedad de las corveas. Puede concluirse que las
corveas dejaron de ser u n aspecto central de la p u n ció n ejercida por los do­
m inantes, in clu so si se añ a d e n las corveas de c a rre ta (tran sp o rtac ió n de
diversos granos, de heno, de vino o de otros p ro d u cto s agrícolas), la p a rti­
cipación en el m a n te n im ie n to de las fortificaciones del castillo o en la ali­
m entación de los g uardias y de los caballos, o tam bién la obligación de par­
ticipar en las o p e racio n es m ilitares, tra d ic io n a l p a ra todos los hom bres
libres, in cluido s los cam pesinos. Sin em bargo, co nservan u n fuerte valor
simbólico (com o lo atestigu a la com ida so rp ren dentem en te abun d an te que
el señor ofrece a los aldeanos cu ando realizan las corveas) y concentran m uy
a m enudo la an im o sid ad de los dependientes, que no dejan de rec lam a r su
lim itación y su m onetarización: se consideran tan to m ás hum illantes cu
to que c o n tra sta n con la am plia au to n o m ía característica de la actividad
cam pesina y aldeana. Así es com o las corveas se convierten en un sím h -f-
que desem peña u n papel de ocultam iento y desvía la atención hacia un - .
pecto p o r com pleto secundario de la dom inación (Julien Demade). De ma­
nera inversa, los m ecanism os que g arantizan los m ejores ingresos a los
ñores en general son los m enos cuestionados. A los ya m encionados Yiv
que a ñ a d ir el en d eu d am ien to de m uchos aldeanos (debido a m últiples r:,.
zones, com o la im p o rta n c ia de los pagos en dinero o la insuficiencia de las
reservas de grano), que a u m e n ta el v ínculo'de dependencia. De hecho, sel
h a podido observar de qué m an era el control de las reservas cerealeras daba i
u n a im p o rta n te ventaja a los señores, refo rzad a p o r el hecho de que éstos I
fijan las fechas en que las re n ta s en dinero deben pagarse: los campesinos \
deben así vender sus p roductos justo después de la cosecha, en el momento 5
en que los precios son m ás bajos. Ya sea que los señores los com pren enton­
ces p a ra revenderlos después con u na fuerte ganancia, com o se h a elabora­
do la hipótesis, o que no lo hagan, parece que la co m p ra de las rentas no
p resen ta sólo ventajas p a ra los dependientes. A p a rtir del siglo xm , acentúa
su en d e u d a m ie n to y crea u n a situación favorable a los señores en lo que
respecta al control de las reservas cerealeras.

Tensiones en el señorío

Si se hace la su m a de todas las exigencias señoriales, la dom inación apare­


ce com o m uy opresiva. Pero ¿acaso es necesario reproducir el lugar común
del cam pesin o m edieval aplastad o p o r la ra p a cid ad b ru tal de los am os y
red ucid o a la m iseria, sin derechos y sin iniciativa? Sin n e g ar el p o d er de
ios señores, c iertam en te debe m atizarse m ás y señ alar la diversidad de las
situaciones atestigu ad as en el seno del m undo aldeano. P ara la m ayoría dé­
los siervos, el yugo a m en u d o re su lta agobiante, y m uchas fam ilias libres
sólo d isp o n en del m ín im o vital (estim ado en cu atro o cinco hectáreas, te­
niendo en c u en ta las ren tas que deben pagarse) y no pueden ten er otra pre­
ocupación que la de g ara n tiz a r su supervivencia. Pero los aldeanos pueden
encon trarse en u n a situ ación m ás ventajosa, siem pre que dispongan de una
superficie u n poco m a y o r (ocho o nueve h ectáreas no son excepcionales),
de b uenas tierras con rendim iento s crecientes, con tal de que, tam bién, ha­
yan podido c o m p ra r las rentas, que bajan p o r efecto de la devaluación m o­
n e ta r ia L i b e r a n e n t o n c e s u n e x c e d e n t e q u e v e n d e n e n e l m e r c a d o l o c a l , g r a ­
nas a lo c u a l p u e d e n c o m p r a r h e r r a m ie n ta s q u e f a c ilita n el tr a b a jo d e la
. a lim e n to s q u e le s g a r a n tiz a n u n a d ie ta m á s e q u ilib r a d a , te x tile s v
IJCI •*ci> ^
objetos diversos que m ejo ran su m arco de vida. P or últim o, sobre todo en el
Mo|u vni, aparece casi siem pre, en la aldea, una élite de labradores (Jos me-
lu>re<• i iftanñ, quienes, al d isponer de parcelas m ás p roductivas y de arreos
fuertes, se elevan p o r en cim a del co m ú n denom inador, a tal p u n to de re ­
currir al trabajo de los aldeanos m ás desprotegidos p a ra explotar sus tierras.
Así se produce en tre los siglos XI 3' XTTT u n a m uy m a rc a d a diferenciación
interna en el seno de las aldeas. Esto significa que, si bien el m arco señorial
beneficia en p rim e r lu g a r a los am os, tam b ién perm ite a los dom inados, al
menos a algunos de ellos, beneficiarse de u n n o tab le m ejo ram ien to de su
situación. E n este caso ta m b ié n es necesario cuid arse ta n to de la leyenda
negra como de la rosa. H abrá de adm itirse al m ism o tiem po —y en esto con­
siste quizá la fu erza de dicho sistem a— que la dom inación señ orial es en
extremo opresiva, p or la am plia gam a de prerrogativas que concentra en m a­
nos de los am os, y que concede a los dependientes un apreciable m argen de
maniobra y de iniciativ a que les perm ite beneficiarse tam b ién del auge del
campo. U na vez p asado s los sobresaltos del establecim iento del m arco se­
ñorial y al m en o s h a sta m ed iad os del siglo xn, u n equilibrio relativo en el
seno de los señoríos beneficia, en proporciones ciertam ente diferentes, tanto
a dom inantes com o a dom inados.
A p esar de que d u ra n te los siglos xn y x i i i no es frecuente que lo ro m ­
pan revueltas ab iertas, este equilibrio sigue siendo frágil. Se m an tien e a
pesar de infinitos conflictos, en fren tam ien to s p erm an en tes y ocultas resis­
tencias, en p a rtic u la r p o rq u e los aldeanos se esfuerzan en fijar el m onto de
las rentas, m ien tras que su irregularidad es u n aspecto característico de una
dom inación cuyo c a rá c te r "arb itrario " se d e n u n c ia con frecuencia. E n la
segunda m ita d del siglo x i i y d u ra n te el siglo xttt, estas ten sio n es se a ce n ­
túan de m a n e ra notable. A las querellas relativas al m onto de la com pra de
corveas se a ñ a d e n los efectos de la devaluación m o n etaria, que lleva a los
señores a exigir u n “sobrecenso", abuso que los cam pesinos consideran in ­
aceptable. Los conflictos p o r los derechos de utilización del saltus se avivan
tam bién, p u es los señ ores se esfuerzan en c o n tro la r m ás estrictam en te los
bosques esta b le c ie n d o zo n as reserv ad as a la caza y o tra s c o n sag rad a s a
los nuevos b ro tes, re g la m e n ta n d o la ta la de las diferentes especies, im p o ­
niendo m u lta s p a ra to d a s las infraccion es com etid as y b u sc an d o ta s a r los
derechos de explotación y de pastoreo, m ientras que los cam pesinos defien­
den sus derechos consuetudinarios y afirm an que esos suelos son communia
(bienes com unitarios). E n pocas palabras, p ara cada uno de los aspectos de
la dom in ació n seño rial existen cru en tas luchas en tre d o m inantes v domi.
nados. E stas se in cre m en ta n fu ertem en te debido a la necesidad creciente
de liquidez p o r p arte de los aristócratas, ya que se estim a que, en particular
p o r la devaluación m o netaria, los gastos indispensables para mantener su
rango, m ilita r y socialm ente, se d uplican en el tra n sc u rso del siglo xiu. Sel
evoca a m enudo u n a baja tendencia! de la ta sa de extracción, m ism a que.*
una vez alcanzado cierto um bral, provoca periódicas reacciones señoriales i
con el fin de re sta u ra r u n a p resión sobre los p ro d u cto res que va disminu*,
yendo. De hecho, la "renta señorial” está en recom posición permanente, de
m an era que la evolución desfavorable de ciertas form as de punción tiende
a com p en sarse con otras, lo que puede llegar h a sta u n a reactivación de la
servidumbre; pero los aldeanos, acostum brados a beneficiarse de un relativo
m ejoram iento en su condición, no p ueden sino oponerse a cualquier cues-'
tionam iento de los usos que jugaban a su favor.
No puedo terminar esta breve ap roxim ación a las relaciones entre do­
m in an tes y dom inados sin subrayar la em ergencia de form as de autoorga-
nización de la población aldeana. Sus orígenes y sus m odalidades difieren
m ucho según las regiones. Las cofradías de aldea que, desde el siglo xu, son
réplica del m arco p a rro q u ial, son a m enudo su p rim e ra expresión. Al ser
asociaciones de devoción y de ayuda m utua, son los cim ientos de la unidad
de los aldeanos, asum en las obligaciones de caridad hacia los pobres, loman
a su cargo los en tierros de los más desfavorecidos y a veces adquieren una
tierra pa ra explotarla. En m uchas regiones, la com unidad aldeana construye
y g aran tiza el m an ten im ien to de la iglesia, de m an era au tó n o m a, aunque
de com ún acuerdo con el cura. Al recu perar esta función, las cofradías aldea­
nas del siglo xin, al organizar adem ás el b an quete anual de la com unidad y
al estar d o tad as a veces de u n poder económ ico im p o rtan te, desem peñan
un papel de p rim er orden. C ontribuyen a la cristalización de u n a verdadera
organización com una! en el seno de la aldea. La com unidad, entonces, se
en cu en tra dotada de u n a person alidad m oral: a p a rtir del siglo XII se reúne
en asam blea (parlcnneníum, viciniurn) p a ra to m a r las decisiones im portan­
tes y elige p o r un año a sus rep resen tan tes. E sta "dem ocracia en la aldea”
perm an ece viva sobre todo h a sta el siglo x i i i , antes de agotarse cuando el
papel de la asam blea declina en beneficio de sus representantes o incluso de
un consejo form ado p o r los m iem bros m ás influyentes de la com unidad (Mo­
nique Bourin).
A m e n u d o , las aldeas están dotadas, en los siglos xn y xm, de fueros que
•fiblccen las obligaciones respectivas del señ or y de sus dependientes. Por
^'^'especificidades y su c arácter precoz, no p ueden considerarse com o sim-
' Ks replicas de los fueros u rbanos. Inusuales en In g laterra y sustituidas en
el Impei'io po r “confesiones de derechos” (Weistum), que ap u n tan a m enudo
alJífeiSciar los derechos que ejercen diferentes señores en u n a m ism a al­
dea los fueros son num erosos en Francia, en Ita lia y en los reinos h isp á n i­
cos donde son p a rtic u la rm en te precoces. La diversidad de situaciones im ­
pide proponer un p a n o ra m a hom ogéneo de ellas. Según los casos, d an m ás
o menos satisfacción a las reivindicaciones de los aldeanos (su p resió n de
ciertas obligaciones, m o n e ta riz a ció n de alg un as o tra s y definición de un
níoñlo fijo), pero tam b ién incluyen m edidas deseadas p o r los am os, cuando
no ¡ipuntan a reg u lar conflictos entre diferentes señores. M ás que co nside­
rar' los fueros com o conquistas logradas por los villanos, hay que ver en ellos
el com prom iso resu ltan te de u n a relación negociada (a veces incluso puede
observarse que el fuero de u n a m ism a aldea se reescribe o se m odifica de
m a n e r a p eriódica a u n ritm o rápido, del o rd en de u n o s diez años; B enoít
C ú r s e n t e ) . E n realid ad, si los señores co nceden fácilm ente los fueros, au n
cuando fortalecen las co m u n id ad es aldeanas, esto es quizá p o rq u e ven en
ellos el m edio p a ra a se n ta r su d o m in ació n e incluso p a ra h ac er que la co­
m unidad ald ean a sea garante de sus p rerro g ativ as. Con esta in te n ció n los
fueros ratifican el ab an d o n o de ciertas exigencias señoriales, g a ra n tiz an la
utilización de los bienes com unales reivindicada p o r los dependientes y a ve­
ce incluso transfieren el cobro de ciertas ren tas y el ejercicio de u n a co m ­
petencia jurisdiccional a la com unidad. E sta dispone entonces de u n presu-
puesio pro p io (en p a rtic u la r p a ra el m a n te n im ie n to de los cam inos, de la
iglesia o de o tras construccio nes) y de u n trib u n a l au tónom o, pero que en
general sólo juzga litigios agrarios y perm anece en p arte bajo control del se­
ñor, quien puede reservarse la percepción de u n a p arte de las m ultas.
Los cam pesinos, entonces, están lejos de su frir pasivam ente la d o m in a­
ción señorial y la aldea sabe organizarse in d ep en dientem ente del castillo y
de la Iglesia. No p o r ello p od ría idealizarse la dem ocracia aldeana. Sus asam ­
bleas excluyen a las m ujeres, y los fueros expresan en g ran m edida los in te­
reses de la élite cam pesin a (los maiores en oposición a los m inores), con la
que los señores en tienden que deben transigir. Pero, sean cuales fueren sus
límites, la a u to o rg a n iz a ció n de las com u n id ad es aldeanas, a la vez u n id a s
como colectividades y tra sp a sa d a s p o r divisiones in tern as, es u n proceso
considerable que tam b ién opera a favor de los dom inados. E n tre sus resu l­
tados m ás n otables se p uede señ alar u n a m ejor organización del
cam pesino (por ejem plo, la designación ro ta to ria de u n p a sto r "co-m,n.ti«
que vigila los anim ales de todos los aldeanos, y a veces el estableció-¡L'in0 v
la vigilancia de u n a red de irrigación), la reivindicación de los bienes
nales y su a d m in istració n (cam inos, ríos y zonas sin cultivar) y la <
de los derechos colectivos, en p a rtic u la r la dula, en los terren o s donde la
cosecha acaba de realizarse. P or últim o, esta organización afianza 1;
ciencia co m un itaria, que se m anifiesta en p a rtic u la r en las procesior:^ en
las que se exhibe el o rden aldeano y en ritu ales propios, com o el pía",; ulu
de árboles de m ayo o la elección anual de un rey de la juventud, d e sp r, •. -i.,
un a prueba com o u n a pelea de gallos o una ca rrera p ara m ata r a u n a\ .■ í;.u
estas prácticas y en estas rep resen tacio n es se expresa al m ism o tiempo ia'J
búsqueda de una u n idad co m un itaria (la conciencia de fo rm ar una entidad í
específica y cim entada p o r la com ún pertenencia a ésta) y el reconocimien- -
to de las diferencias y de las jerarquías in tern as que caracterizan a esta cor i
lectividad.

¿Una dom inación total?

Salvo excepciones, los señores intervienen cad a vez m enos en la actividad


productiva m ism a. E sta se organiza en lo esencial en el m arco de la comu­
nidad aldeana, de m a n e ra au tó n o m a respecto de los am os. Pero si bien si­
gue siendo am p liam en te externa al núcleo de la actividad productiva (el
cultivo de la tierra), la d o m inación señorial se ejerce con m ucha mayor
fuerza antes y después de ésta. Antes —y en esto reside la función del ence-
lulam iento — p orq ue los d o m in an tes o rd e n an el m arco m ism o d e 'la vida
social y de la actividad productiva, m ediante el reagrupam iento del hábitat,
el establecim iento de los señoríos y del m arco parroquial, y h asta en cierta
m anera m ediante el refo rzam iento de la com unidad aldeana; después, por
el m anojo de obligaciones y punciones que co m ponen la “re n ta señorial”,
incluidas las ventajas obtenidas p o r el endeudam iento y p o r el control dife­
rencial de las reservas cerealeras. Así, al ejercerse a n te rio r y posteriorm en­
te, la dom inación señorial en m arca con fuerza la actividad productiva que,
no obstante, es realizada librem ente p o r los dependientes, en el m arco de la
com unidad aldeana. P or ello, incluso si los h a b itan tes de u n a m ism a aldea
pueden depender de varios señores distintos, en cuanto a derechos o tierras
diferentes, el d o m in iu m se p re se n ta com o u n a form a de d o m in ació n “to­
ta l”, en el sentido en que concentra, en m anos de un o o varios señores, un
, - c i e r t a m e n t e localizado, au n q u e a m en u d o considerable, que asocia
íf e - : j s aspectos que llam aríam o s —si no estuviesen estrec h am en te im -
, _m ilitares, económ icos, políticos y judiciales. Ya sea que se atri-
^ ' n0 a estos poderes un doble origen, territo rial y banal, lo im p o rtan te
? su|,ravar que se com binan de m an era que desem bocan en una fusión del
ontrol e m i n e n t e de la tie rra y de la dom inación sobre los hom bres (el man-
íjo'miliia'r y el ejercicio de la justicia, en au sen cia de cu alq u ier o tra a u to ­
ridad eficaz). E ntre estos dos aspectos, la im bricación es tal que ya no tiene
n in<nm sentido querer disociarlos o distinguirlos, y es en esto en lo que con­
siste la esencia del d n m in iu m (Aiain Guerrean). En esta fusión, cada u n o de
los c o n c e p t o s que usam os p a ra d escrib ir su form ación pierde to d a signifi­
c a c ió n . Así, el p o der señorial sobre la tierra no es u n a propiedad, en el sen­
tido que dam os a este térm in o y, com o lo indica E dw ard T hom pson, en u n
c c íe b ie artículo sobre la econom ía m oral del antiguo régim en, "el concepto
central de la costu m bre feudal no era el de p ro p iedad, sino el de obligacio­
nes r e c í p r o c a s ” . R esulta claro, ya que el aldeano libre dispone de su te n e n ­
cia v la trasm ite a sus descendientes, p e r o debe p a g a r censo o cham part al
señor: inversam ente, éste reivindica u n a form a de control de la tie rra que
justifica el pago de estas rentas, pero no pu ede d isp o n er de ellas a su a n to ­
jo. En la Edad M edia la relación con la tie rra se expresa de m a n era dife­
re n te que en n u estro sistem a, fundado en los conceptos de propiedad (y de
alquiler). El señor es aquel que "tiene la tie rra ”, no po rque pueda exhibir un
título de propiedad, sino p orque es el que la conserva en sus m anos y ejerce
en ella la dom in ació n sobre los d ependientes. E n cierto m odo, es u n siste­
ma circular: el d om inante ejerce el pod er porque tiene la tierra, pero tiene la
fierra porque puede dem ostrar ciue en ella él ejerce el poder (Joseph Morsel).
Así pues, h ay algunos inconvenientes en afirm ar, com o lo hace Perrv A n -
derson, que el po d er del señor consiste en "una am algam a d e propiedad y de
soberanía”, ya que estas dos nociones pierd en entonces to d a significación,
la prim era al volverse in sep arab le del ejercicio del poder, y ia seg unda al
mezclarse con form as privadas de dom inación. Más vale entonces ad m itir
que el d n m in iu m es “u n a d om inación única sobre los h o m b res y sobre las
tierras" ( A l a i n G uerreau ), de m a n e ra que las no cio nes de p ro p ie d a d y de
soberanía no se ad ecú an a la realidad m edieval. P o r últim o, la fusión de la
dominación sobre los h o m b res y de la d om inación sobre las tierras supone
una condición indispensable: el vínculo de los hom bres con la tierra. Es p re ­
cisam ente este apego tendencial de los h o m b res a l lu g a r donde viven (y el
control de su capacid ad de circulación) lo que garan tiza el encelulam iento,
del que se ve u n a vez m ás h a sta qué p u n to es u n aspecto decisivo de la d
m inación feudal. Así, será indispensable re g re sa r sobre este aspecto en ) '
segunda parte, con el fin de ver en qué m edida y m ediante qué m ecanism os sí-
m antien e el vínculo de los hom bres con el suelo, que desde ahora puedP
considerarse com o uno de los rasgos fundam entales del sis Lema feudal.

L a dinámica d e l sistem a feudal

F ragm entación política, fijación espacial, enceiulam iento: otros tantos tér­
m inos que, según la h isto rio g rafía h e re d a d a de las Luces y del siglo xix
deberían asociarse con u n a situación de desorden, de regresión o afín en o s
de bloqueo. Aliora bien, el auge y el dinam ism o ganan la partida. Pero la des­
cripción de este crecim iento aún debe integrar dos elem entos que por largo
tiem po se h a n co n siderad o o puestos a la lógica del sistem a feudal, pero
acerca de los cuales, al contrario, se desea subrayar que tienen eme ver plena­
m ente con su dinám ica: la ciudad y el p o d er m onárquico.

E l auge comercial y urbano

Si bien los in tercam b io s com erciales no e ra n inexistentes previam ente, el


cam bio es claro a finales del siglo xi y a p rin cip io s del siglo xu. Mientras
que la alia E dad M edia estaba m arcada p o r la triple suprem acía bizantina,
m u su lm an a y escandinava, un cam bio de co y u n tu ra se opera entonces a
favor del O ccidente cristian o , lo que p e rm ite u n auge com ercial m ás vigo­
roso, tanto en el ám bito local com o regional o continental. Como se ha vis­
to, el dinam ism o del señorío im plica, desde finales del siglo xi y sobre todo
en el siglo xn, u n alza de los intercam bios locales. M e rc ad o s regulares, se­
m anales o m ensuales, en la aldea m ism a, en la ciudad próxim a o a m enudo
tam bién en el p atio delantero del m o n asterio cercano, dan lu g ar a u n a in­
tensa circulación de pro d u cto s, alim en tad a igu alm en te p o r el auge de los
talleies señoriales. Los cam pesinos venden granos, ganado, huevos v aves
de corral, y diversos p ro d u cto s de u n a a rte sa n ía ru ra l em ergente, com o la
alfarería, la cestería, los hilados y m odestas piezas textiles, m ientras que de
la ciudad tra e n h erram ien tas, cera, pescados salados o cerveza, entre otras
cosas (vease la foto n.3). E n u n nivel m ás am plio, los textiles y la m etalurgia
son los dos soportes principales del com ercio. Así, Inglaterra vende sus me-
' ,b re to do la la n a de sus a b u n d a n te s re b a ñ o s a co m ercian tes del
(aU*s > b antes de av en tu rarse en la p ro d u cció n de p añ o s en el siglo xiii .
connneu ^ ^ ^ ^ p ro d u cció n de lie rra m ien tas agrícolas, clavos y cu-
Ah'n 611 aue prosp eran en Flandes, en Artois y en las regiones vecinas. Tam-
Ch M se c o n c e n L r a u n a p ro d u c ció n de p añ o s de m uy b u e n a rep u tación,
blC" - L o s a A lem ania y h a sta a R usia, p ero sobre todo h acia las regiones
i>XPncrrán eas, en p a rticu la r m edian te las ferias de F rejus y Arles. A este eje
nU’, ‘ lir auizás en ese tiem p o la ru ta com ercial prin cipal, hay que a ñ a d ir
Seste-oeste,> M que se ^afirm a a px a r tir de m ediad os del siglo xn, con el
tm Q 6S LC~ ^ .
'el comercio en el área balta, que d o m in a n los m ercaderes alem anes,
« riza d o s en u n a v asta red de ciu dades y de sucursales: la H ansa. Sobre
01
,Jo, exportan g ranos, pieles y m a d era p ro v en ientes del este del B áltico,
HK
•isia E u ro p a occidental e Inglaterra. ^ _
Por últim o, el M ed iterrán eo occidental q ued a lib erad o de la m llu en cia
;ulmana p o r las accio n es de los p ísa n o s y los g en o v eses, de los catala-
m us
s \ dé los norm andos, que recu p eraro n Córcega, Cerdeña, Sicilia, Baleares,
1K b N
lan s e g u r id a d a lo s p u erto s del su r de F rancia. E sto tiene com o resultado
Yl.
au¿e°de las ciudades costeras italianas: Amalfi y Salerm o, las p re cu rso ­
un
ras pronto son d e stro n ad a s p o r Pisa, p rim ero , p o r Génova después, y p o r
Ve necia. E stas ú ltim as to m a n ento nces a su cargo los in te rc am b io s entre
Occidente v O riente, beneficiándose con privilegios y m onopolios en Bizan-
,i0 como es el caso de Venecia, y luego in sta la n d o su cu rsales y d e sa rro ­
llando'sus in tereses en to d o el M editerráneo o rien tal, h a sta A ntioquía y el
Mar Negro. Ahí c o m p ra n p ro d u cto s cada vez m ás p reciad o s en O ccidente
—seda algodón, azúcar, especias, m arfil, oro, p erfu m es— y venden panos
defnorte lanas, aceite o sal. E sta expansión h ac ia el com ercio lejano forta­
lécela las ciudades italian as y desem boca en el siglo xn en u n a notable evo­
lución. Los co m ercian tes del n o rte tie n e n m en o s razo n es p a ra b a ja r hacia
la península a v en d er los p ro d u cto s que los italian o s llevan h a sta O riente.
La producción m etalú rg ica a u m e n ta en Ita lia m ism a, igual que las a rte sa ­
nías textiles, estim u lad a p o r la invención del telar horizontal. E n lo esencia
se trata de la fabricació n de p añ o de lan a, que e n riq u e ce rá a F lorencia vel
cáñamo y el lino siguen s i e n d o secundarios, al igual que la seda, que no obs­
tante com ienza a ten er auge a finales del sigio xn). A hora son los com eicían
tes italianos, calificados g enéricam ente com o “lom bardos", quienes cruzan
cada vez con m ás ánim os los Alpes p a ra vend er sus p ro ductos en F rancia y
en Alemania. Sus avances son lo que conduce a u b icar en la E u r o p a interm e­
dia la zona de los in tercam b io s com erciales m ás in ten so s, dando con e o
F o i o n,3. La ciu dad y el cam p o o. su alrededor; los efectos del Buen Gobierno, según los j'rescos
de A m brosio Lorenzetti (1338-1339); P alacio P úblico de Siena,

E n la sala d é lo s N ueve, m a g istra tu ra colectiva que g obierna Siena entre 1287 y 1355, A m brogio L orenzetti com pone un vasto fresco que da
lo rm a a los fu n d a m e n to s ideológicos del poder que el consejo, reu n id o en ese lugar, p re te n d e en carn ar, A la tira n ía y a sus co n secu en cias
d esastro sas, el a rtis ta opo n e el B u e n G obierno que, in sp ira d o p o r la sa b id u ría , hace r e in a r la ju stic ia v Ja paz social. Sus efectos se dejan
sen iii U n to en la ciu d ad com o en el cam p o som eiido a su sutoiid¿uí (e! contado). h,n esta rep resen íació n excepcional se m ezclan una. mirada
a t e n t a a la s r e a li d a d e s c o o e r e t a s ele la vid-a. u rb a n a y ur5a prograíTií'trK.ra ¡qs.n i'-i t= r.- ;<=n d f ¡ri f'.'iudttz.i \ c?'- =,>/ c r ttm m r ,.

la s ¡.'alies <:s!> c i íu ís v v n U >'- !c n l I ’ a v e te s en n ^ > ;iH a s t o r r e s , c a d « q w ie n s e c n -


i ropa i on tran q u ilid ad a s¡¡'' a< i 1 5 ¡ i n t ;i!gsmos al' <■*F< o ’ ' i 1 rí * »t ' »Uá, un r.apalcró ofrece sus
p rod u cio s; al lado, un m aestro n ip n i n </.a, mietUi " v 5 1 i s s i -, • * -> -.«o on luce su rebaño. Aunque ciu-
dad está bien delim itada po r su 1 m u ia llis I \s i 1 i iones con 1 a i ) - i * < s i t i , ui íuc?a. ba> nobles que cabal-
gan, y algunos llevan en el b razo un ave de presa v no d u d an en it de c a /a a ■am p o u aviesa. ir. n Lorenz.etü sin tetiza de m anea a
v oluntaria lodo el ciclo agrario, desde la sie m b ra hasta la siega > la tu lla insiste v igorosam ente en el transporte: algunos cam pesin o s
conducen su g anado v b u rro s cargados con sus cosechas hacia la ciudad, en donde co m p ran diversos productos artesanales.
n acim iento a las ferias de C ham paña. Ahí se negocian los p ro ductos del
n o rte y los del sur, en p a rtic u la r de las dos regiones m ás productivas que
son Italia y F landes. A d ife re n c ia de los m ercados, m ás reg u lares, las fe­
rias son concentraciones de m enor periodicidad, a m enudo anuales, aveces
sem estrales o trim estrales, dotadas con privilegios p o r la au to rid ad que las
funda y estrech am en te co n tro lad as p o r ella. Existen en todas las regiones
de O ccidente al m enos desde el siglo x. Pero las ferias de C ham paña, funda­
das en Provins, Troves, Bar-sur-Aube y Lagny, tien en u n éxito excepcional
desde la p rim era m itad del siglo xn y durante el siglo xiii , al final del cual se
inicia su decadencia. En ellas se advierte la voluntad m anifiesta del conde
de C ham paña, que se p reo cu p a p o r su b u ena organización, garantiza pro­
tección a los que asisten y cede u n a p arte im p o rtan te de las ganancias que
obtiene a la Iglesia. Signo de este auge de los intercam bios, la acuñación de
oro, ab an d o n ad a desde Cario m agno y que prim ero se intentó sin fortuna o
con el fin de d ar prestigio a ciertos príncipes, se re m id a entonces con éxito a
iniciativa de las ciudades italianas (la genov-ina en .1252 y, en el m ism o año
en F lorencia, el florín, que será el m odelo de todas las m onedas de oro de
finales de la E dad Media, y p o r último el ducado de Venecia, en 1284). No hay
m ejor p ru eb a del auge de estas ciudades y de su papel en el gran comercio.
La reafirm ación del hecho u rb a n o en la E d ad M edia cen tral e stá aso­
ciada al auge de las actividades artesanales y com erciales. Pero la función
m ilitar y sobre todo la presencia de una autoridad, episcopal, condal o prin­
cipesca, que suscita el m antenim ien to de u n entorno num eroso, son igual­
m ente decisivas. E stas últim as, por lo dem ás, perm itieron el m antenim iento
de los núcleos urbano s d u ran te la alta E dad Media, e incluso cuando el des­
arrollo artesanal y com ercial hace sentir sus efectos, a m enudo siguen desem ­
p eñ an d o u n p apel significativo en el auge u rb ano. Además, en el contexto
específico de la R eco nq uista ibérica, el re y gran d istrib u id o r de tierras, se
apoya en las ciudades para co n tro lar el territorio. E n p a rtic u lar en Castilla
y León, concede de m a n e ra precoz fueros a núcleos de p o blación preexis­
tentes o recientem ente creados. Establece, así, autoridades urb an as (conce­
jos), a las que concede el conjunto de los bienes reales (realengo) situados
en el te rrito rio (alfoz) que depende de la ciudad. Si bien las num erosas ciu­
dades establecidas al n o rte del D uero, d u ra n te los siglos XII y x iii , deben
transig ir con los poderes señoriales y eclesiásticos, que son otros tantos en­
claves en su cam po de com petencia, a las ciudades situadas entre D uero y
Taje, que corresp on den a u n a segunda etapa de la R econquista, a m enudo
se les concede u n alfoz extraordinariam ente extendido (por ejem plo Segovia
o Ávila) y m ucho m ás hom ogéneo. O tro rasgo original de la política de los
reves de Castilla tiene que ver con la im plantación consciente de u n a red de
muy pequeñas ciudades, a veces creadas m ediante reag ru p am ien to de algu­
nas aldeas y d e stin ad as a re u n ir a u n a población del o rd en de 800 a 2 000
habitantes. E ste m odelo de la villa, que p erm ite u n a fo rm a de control del
ferriio rio interm edia entre la de la aldea y la de las ciudades m ás im portantes
(civiltis ), d esem p eñ ará u n papel im p o rtan te en el m om ento de la im p lan ta ­
ción hispánica en el Nuevo M undo (Pascual M artínez Sopeña).
Si b ien las razo n es y las c irc u n sta n c ias v arían , la te n d en cia es m a n i­
fiesta: las ciu d ad es de O ccidente tien en un fu e rte crecim ien to d u ra n te la
sesunda m itad de la E dad M edia. Se form an p rim e ro burgos alred ed o r de
las m urallas an tig u as: sím bo lo s de la reno v ació n u rb a n a , d a n su n o m b re
a*los “burgueses", antes de que el térm in o se reto m e p a ra desig n ar al co n ­
junto de h ab ita n te s de la ciu dad (la “b u rg u e sía ” en el sentido m edieval no
tiene n ad a que ver, entonces, con la clase a la que con este térm in o desig­
namos usu alm en te, ya que incluye ta n to a caballeros com o a trab aja d o res
asalariados que viven en la ciudad). C uando alcanzan cierta extensión y no
están lejos de tocarse, los burgo s q uedan envueltos en u n a nueva m uralla,
las más de ias veces co n stru id a d u ra n te el siglo xn. D espués, com o lo ate s­
tigua el ejem plo de F lorencia, en la p rim e ra m ita d del siglo xxv, el c re c i­
miento vuelve n ecesaria la edificación de un a tercera m uralla, que duplica
por lo m enos la superficie in tra m u ro s (véase el m a p a n .i). Las ciudades
más grandes alcan zan enton ces 200000 h a b ita n te s (París, M ilán), 150000
(Florencia, V enecia, G énova) o casi llegan a las 100000 alm as (G ante y
Brujas, L ondres, C olonia y Tréveris). Pero, fu e ra de estas p restig io sa s ex­
cepciones, la m a y o r p a rte de las ciu dades n o re b a sa n los 10 000 o 20 000
habitantes. P o r lo dem ás, es en el nivel m ás m odesto donde resu lta conve­
niente to m a r la m ed id a del fenóm eno urb an o m ediet’al y de su auge: m ien ­
tras que a p en as u n a s 30 ciu d ad es alc a n z an los 5 000 h a b ita n te s an tes del
año mil, h ac ia 1200 ya son m ás de 150 las que llegan a esta cifra. P o r ú lti­
mo, adem ás del crecim ien to de ciu dades an tigu as, se crean m u ch as n u e ­
vas, tanto en el su r de F rancia y en los reinos hispánicos com o en A lemania.
Sobre todo en el siglo xni surgen casi p o r to d as p a rte s ciu d ad es cuyos
nom bres n o se p re sta n a engaño: B astida, Villeneuve, V illanueva... Su plano
en dam ero, fácilm en te reconocible, in dica u n a iniciativa planificada y las
distingue de las ciudades antiguas, cuyo crecim iento op era p o r lo general
según u n esq u em a concéntrico, d eterm in ad o p o r las ru ta s de acceso (véase
el m apa is.2 ).
Mm,Uda
(B ia m .í n/nirgoj, ^ n°ne
entre 1262
i neos),
* . los P iri‘
y ¡ 280
El m u nd o de las ciudades

El m ae de las ciudades d a lu g ar a un fenóm eno en el que la h isto rio g rafía


h ered ad a d el siglo xix in sistió con regocijo: la fo rm ación de las com unas,
presen tad as com o resultad o de la lucha triu n fa n te de la "burguesía” en “su
, ^¡ración revolucionaria a la lib ertad ”, que rom pe con u n orden aristo crá­
tico v feudal ten d ien te a la inm ovilidad (José Luis R om ero). Es cierto que
entonces em pieza a c irc u la r el dicho según el cual “el aire de la ciu d ad te
hace libre”, y que la constitución de las poblaciones u rb a n as en c o m u n id a ­
des fcom m im itas, univcrsitas) d o tad as de u n a p e rso n alid ad j u r í d i c a a-m e­
nudo se logra con m u ch o tesó n d u ra n te el siglo XII. P ero sería in co rrecto
aplicar a esta época u n a concepción m o d ern a de la libertad, pues las liber­
tades de que se tra ta entonces consisten esencialm ente en o b ten er fra n q u i­
cias urbanas (por ejem plo la exención de derechos señoriales, en p artic u la r
sobre los m ercados y los peajes, o la posibilidad de re c au d a r tasas p o r cu en ­
ta propia) y privilegios que p erm iten u n a o rg anización p o lítica au tó n o m a
(consejos y rep resen tan tes elegidos), el ejercicio de u n a ju sticia propia y la
formación de m ilicias u rb an as. C iertam ente, el m ovim iento com unal a ve­
ces da lugar a enfrentam ientos violentos, com o en Santiago de Cornpostela,
en 1116, o en Laon, donde asesinan al obispo en 1112 (este últim o ejemplo,
ampliamente descrito p o r el m onje G uiberto de N ogent, le inspira la fam osa
(rase: "¡Comuna, p alab ra nueva, p alab ra detestable!”). Pero es com ún ver a
duques o a condes, com o los de C ham paña, d esem peñar un papel favorable
al origen de las co m u n as. De hecho, la fo rm ació n de com u n as u rb a n a s es
paralela a la afirm ación de las com unidades rurales y a la m ultiplicación de
sus fueros. Al igual que estas últim as, los fueros urbanos a m enudo son obje­
to de u n acu erd o negociado de m an era v o lu n ta ria y sin violencia, en este
caso entre com erciantes, aristó cratas y auto rid ad condal, p o r ejem plo p ara
la institución de los cargos de los cónsules, que ejercen el poder en las ciuda­
des del su r de F rancia. En o tras p artes, el rey m ism o es quien otorga fra n ­
quicias en bloque, aunque se reserva el derecho de n o m b rar a las principales
autoridades m unicipales, com o en Castilla y en París, donde el rey de Francia
se cuida m u ch o de p e rm itir lo que concede a las o tras ciudades del reino,
en las que ve u n apoyo y u n útil refuerzo m ilitar con tra sus vasallos in su m i­
sos. L a idea de u n choque entre la “burguesía” (supuestam ente revolucionaria
desde u n p rin cip io) y la aristo cracia (necesariam en te feudal y conservado­
ra) aparece en to nces com o u n a proyección bistoriográfica sin m ucho fu n ­
dam ento. De hecho, la h o stilid ad p rincip al a la form ación de las com unas
proviene de los clérigos, y es en los lugares en los que el obispo m antiene el
m ás estricto control de las ciudades donde el m ovim iento se vuelve con más
frecuencia confrontación violenta.
Tanto com o la an acró n ica noción de libertad, debe ponerse en duda la
supuesta "dem ocracia” de los gobiernos urb an o s. La ciudad, fuertem ente
jerarquizada, está en m anos de los m ás ricos. Las com unas del siglo xn son
resultado de u n a colusión en tre la aristo cracia caballeresca y la élite d e jo s
’*m aestros artesanos y com erciantes, es decir, de u n puñ ad o de hom bres. Por
sorpren den te que parezca, la aristo cracia está m uy presen te en la ciudad.
Ya sea que se tra te de dom inantes ru rales que se in stalan en la proxim idad
de la corte del obispo o del conde del que son vasallos, ya sea de simples
senadores que viven en el entorno de un señor, el grupo de los milites represen­
ta a m enudo u n a décim a p a rte de la p o b lación u rb a n a , en p a rtic u la r en el
su r de F ran cia y en Italia, donde el h echo u rb a n o se desarro lla de m anera
precoz y con la m ayor am plitud, aunque tam bién, al tratarse de otras regio­
nes, en las ciudades donde residen reyes y príncipes. Las fam ilias aristocrá­
ticas d o m in an la ciudad, im pon en resp eto m ed ian te su fuerza m ilitar, im ­
p resionan p o r sus palacios, la ab u n d an cia de sus servidores dom ésticos, la
fastuosidad de sus fiestas y de sus desplazam ientos. Al m ism o tiem po que
p articip a n en las actividades pro d uctivas o com erciales, com o el equipa­
m iento de navios en Venecia, los aristó cratas llenan las ciudades de torres,
m ism as que reb asan el centen ar en Florencia, Verona y Bolonia, y también
fuera de Italia, com o en R atisbona, do nde alcan zan la can tid ad .d e 80. La
función m ilita r de estas torres responde a las necesidades de las luchas en­
tre clanes y partid o s, pero su c a rá c ter sim bólico es p o r lo m enos igual de
d.elcunm ante y conduce a u n a in ten sa com p eten cia p a ra g an a r en altura.
Aunque residan en la ciudad, los aristó cratas p erm anecen ligados al mundo
rural, p o r sus propiedades, cuya adm in istración confían a hom bres de con­
fianza elegidos en la ciudad y p o r sus vínculos fam iliares o de asociación
política con los dom inantes que tienen a su cargo los pueblos y los castillos
rurales. Las g randes fam ilias, entre las que se c u en ta n los C olonna y los
O rsini, que gracias a los favores pontificales co n tro lan R om a y sus alrede­
dores a p a rtir del siglo xiii , los B ardi en F lorencia, los Visconti en M ilán o
los Ziani en Venecia, poseen lo esencial del suelo u rb an o y controlan al alto
clérigo (no es ra ro que la m itad de los obispos y canónigos hayan salido de
sus filas). Esta aristocracia urbanizada a m enudo está en el origen mism o de las
com unas y acap ara su gobierno, al m enos h asta finales del siglo XII.
A m enudo se considera que el gobierno u rb an o tiende a p asa r entonces
a manos de los p rincipales co m erciantes y m aestros artesanos, que form an
lo que se llam a en Ita lia el popolo grasso, el cual se apoya en el popolo m i­
nuto p ara elim in ar a sus an tig u o s aliados aristo crático s. De hecho, m ás
bien hay que co n sid erar que, al m enos en los siglos xn y xiii, los co m ercian­
tes y los artesan o s n o fo rm an u n grupo ap arte, c la ra m en te sep arad o de la
aristocracia de ios m ilites: está n am p liam en te m ezclados y se fusionan, al
menos en form a p arcial, d e n tro de u n a m ism a élite u rb a n a que com bina
actividades artesano-com erciales y reivindicación de “nobleza", m entalidad
contable y ética cortés. A p e sa r de etiquetas a veces engañosas, los conflic­
tos urbanos en fren tan p o r lo general a facciones de la élite, ciertam ente dife­
rentes pero sociológicam ente m uy cercanas. No p o r eso sus luchas son m e­
nos intensas y, a veces, d esg arran p o r largo tiem p o y sin solución el tejido
urbano, con lo que ofrecen u n espacio al popolo m in u to . Pero, au n cuando
éste obtiene asam b leas y re p re se n ta n tes p ro pio s (com o el cap itán del p u e ­
blo), se está lejos de u na situación dem ocrática. El verdadero po d er lo deten­
tan los m aestros artesan o s m ás influyentes, co m o los pañeros, los orfebres
o los peleteros, y excluye los oficios considerados inferiores, albañiles, car­
pinteros, carn icero s o los que tra b a ja n el cuero. Las m ás de las veces, algu­
nas fam ilias lo g ran a c a p a ra r los cargos m unicipales, p o r ejem plo en Flan-
des, donde se co n stitu y en v erd ad eras din astías de regidores. No es sino a
finales del siglo xiii y d u ra n te el siglo xiv cu an d o el popolo m in u to de los
oficios inferiores y de los tra b a ja d o res asalariad o s a d q u iere m ay o r fuerza,
hace valer sus reivin d icacio n es y logra u n espacio de p a rtic ip a ció n en el
seno de las instituciones u rb an as, com o en F lorencia en 1292, o ya en 1253
en Lieja y en 1274 en G ante, donde el m ovim iento de los tejedores, que de­
jan la ciudad en señal de p ro testa, g an a el co n jun to de Flandes. Pero, al fi­
nal de la E d ad M edia, la fran ja su p e rio r de los co m ercian tes y artesan o s
vuelve a to m ar la delantera. E n Italia, las fam ilias de grandes com erciantes y
banqueros, cuyo ejem plo típ ico lo re p re se n ta n los M édicis de Florencia,
acaparan u n p o d er que finalm ente se vuelve dinástico y se asim ilan a la no­
bleza. Asimismo, al co n trario de su estatu to inicial, las ciudades de Castilla
quedan p o r m u ch o tiem po, d u ra n te los siglos xiv y xv, bajo control de u n a
nueva aristo cracia y se convierten así en in stru m en to s de control te rrito rial
en m anos de los señores.
En cu an to a ias actividades específicam ente u rb a n a s —el com ercio, la
producción a rte sa n al y los inicios de la b a n c a — , éstas se en c u e n tra n lejos
de co rresponder a las n o rm as de la racio n alid ad económ ica que el sistem a
capitalista establecerá a p a rtir del siglo xvm. P o r lo tan to , es m ás que rie s­
goso hablar, p a ra la E d ad M edia, de m ercado regido p o r la ley de la oferta y
la dem anda, o incluso de la libre com petencia. En la ciudad, las actividades
productivas están organizadas en corporaciones cuyas exigentes reglamen­
taciones, establecidas a p a rtir del siglo xn, fijan las norm as de producción y
de calidad de los pro d u cto s, los precios, los salarios y las condiciones de
trabajo, Al ser u n m onopolio reservado a los habitantes de la com una y a las
personas cooptadas p o r sus m iem bros, las corporaciones artesanales están
fuertem ente jerarq u izad as. El m aestro del taller.d irig e a los com pañeros
que contrata, a m enudo p o r día o p o r mes, a m enos que, ai estar satisfecho
con los m ejores, los asocie a largo plazo a .su actividad. E n cu an to a los
aprendices, tom ados p o r periodos de ocho a 10 años, hospedados y alimen­
tados, pero cuya carencia de calificación los priva de u n salario, sufren una
presión m ucho m ás fuerte aún. Sem ejante e stru ctu ra corporativista, ajena
a las regias del m ercado, m anifiesta sin du d a el “rechazo visceral de la Edad
M edia a la com petencia” (R obert Fossier). La exigencia de calidad, definida
p o r las n o rm as de las corporaciones, sigue siendo m ás im p o rtan te que el
aum ento de la producción; las reglas de la rentabilidad no se im ponen más
que la p reocupación de u n a m axim ización de los ingresos y del tiem po de
actividad, com o lo p ru e b a el hecho de que, aú n en el siglo xvu, los artesa­
nos no trab ajan m ás que alrededor de 180 días p o r año. La inversión sigue
siendo lim itad a y las consid eracio nes no económ icas d e te rm in a n am plia­
m ente el uso de las ganancias (ahorro en previsión de crisis, adquisición de
tierras, fundaciones piadosas, inversiones p a ra el m ás allá). Por últim o, la
relación salarial establecida en tre m aestros y com pañeros conserva rasgos
m uy diferentes a aquellos que im p o n d rá el auge económ ico del capitalis­
mo. Es aún u n a relación m uy personalizada, que no se establece de acuerdo
con las reglas de un “m ercado del trabajo", sino que to m a m ucho en cuenta
a las p ersonas y a las relaciones in terindividuales, com o lo sugiere en par­
tic u la r el gran papel que d esem p eñ an los ad elan to s y las rem uneraciones
en especie.
No o b stan te, sin la m e n o r d u d a la ciu d ad es, a p a rtir del siglo xn, un
m undo nuevo. E n ella se desarrollan actividades nuevas y se trazan m enta­
lidades singulares, m ie n tras que la Iglesia diaboliza a la ciudad, m oderna
Babilonia, lugar de pecado y tentaciones. Pero los clérigos dudan: ¿no ofre­
ce la Jeru salén celeste otro m odelo de ciudad, esta vez ideal? Im portantes
sectores de la Iglesia se a b re n al hecho u rb an o , o p ta n p o r g a ra n tiz a r la re­
dención de los citadinos y colaboran en la creación de u n a "religión cívica”,
que entrem ezcla la reverencia debida a la institución eclesial con la afirma­
ción de u n a id e n tid ad u rb a n a p ro p ia. La ciud ad su pone p o r su puesto u n a
forma específica de vivir, m a rc a d a p o r la den sid ad y la diversidad de sus
habitantes, y p o r un paisaje propio, cuyos frescos del Buen G obierno p in ta­
dos por Am brosio L orenzeíti en el palacio público de Siena (1338-1339) dan
u n a imagen ejem plar (véase la foto H.3). C iertam ente, es norm a] en co n trar­
se al in terio r de las m u ra lla s de las ciudades m edievales con tierras cu lti­
vadas e incluso con ganado, lo cual, aunado a la presencia de torres y a m e­
nudo de u n castillo, a ten ú a la distinción entre m un do u rb a n o y m undo rural
(sobre todo p o rq u e los pueblos m ism os a m en u d o están fortificados). Sin
embargo, a la m ira d a se im pone la calle, a m enudo estrecha y m al ilu m in a­
da, con sus casas de varios pisos y p u esto s repletos de diversos productos,
s us inm undicias difíciles de elim inar y sus cerdos que hacen las veces de re ­
colectores de b a su ra (con frecu en cia consag rad os a san A ntonio, p o r esta
razón gozan de ab so lu ta lib e rta d de circulación). Tam bién hay que evocar
la plaza p ú b lica (donde se lev an tan el palacio m u n icip al v la atalaya), m u ­
chas tab ern as, los "baños p ú b lic o s” y algunos o tro s lugares en los que las
autoridades m un icipales de finales de la E dad M edia se esfuerzan en o rg a­
nizar la p ro stitu c ió n , co n sid erad a com o un “servicio c o m ú n ” útil a la paz
pública.
La ciudad ta m b ié n es u n nuevo estado de ánim o, y si bien resulta a n a ­
crónico hacer que en ella reine un “espíritu em presarial", al m enos se dejan
sentir la o m n ip resen cia del dinero, la valorización de las labores y la m e n ­
talidad contab le q u e en señ an los m anuales de co m ercian tes y las escuelas
de com ercio. La ciudad, asim ism o, im plica en algunos casos notables u n a
actividad in telectu al an im ad a, que se co ncen tra alred e d o r de las escuelas
catedralicias, de los colegios, y luego de las universidades, y que viene a
sostener u n a p ro d u cció n creciente de libros m an u scrito s en los talleres la i­
cos que p ro n to su p e ra n a los scriptoria m o násticos. En los siglos xii y xni
los m edios escolares y u niversitarios están no tab lem en te ab iertos a las n o ­
vedades del m u n d o urb an o, en interacción fecunda con él, y sus innovacio­
nes los incitan a p ro p o n e r a su vez las suyas p ro p ia s en el ám bito del p e n ­
samiento (Jacques Le Goff). La efervescencia intelectual es ta n intensa que a
menudo tom a la form a de discusiones públicas que an im an plazas y calles,
como lo sugiere a finales del siglo xn E steban de T ournai, a b a d de S anta
Genoveva en París: "La indivisa T rinidad está co rtad a y h ech a pedazos en
los cruceros. Hay tan to s errores com o hay doctores, tantos escándalos como
auditorios, y ta n ta s blasfem ias com o plazas p ú b lic a s”. Sin em bargo, a p e­
sar de todas estas novedades, la conciencia de u n a oposición entre el m odo
de vida u rbano (la civilidad) y el m odo de vida rural, calificado m ás o menos
a p a rtir de 1380 com o "rusticidad”, no em erge sino de m anera tardía y ] ■■■■
cial. Los códigos de valores siguen estando fuertem ente influidos por !;v; ■
oposiciones trad icion ales (cortesía/villanía) y las clases u rb a n as hacen es- i
fuerzos, en la m edida de su éxito, po r im itar los m odelos aristocráticos. Es el
caso en p rim e r lug ar de los grandes com erciantes y de los m aestros artesa­
nos de los principales oficios, m uy cercanos a la aristocracia p o r su modo de
vida, p o r los valores corteses que co m p arten y p o r los vínculos familiares
que se esfuerzan en tejer.

Ciudades e intercambios en el marco feudal

Dado que no es posible exponer aquí con m ás detalle las form as de desarro­
llo de las realidades urb an as, m e lim itaré a evocar algunas cuestiones gene­
rales relativas a la relación entre ciudades y cam po, y al lugar del fenómeno
u rb a n o en el sistem a feudal. Es co m ún c o n sid erar a la ciudad y a la "bur­
guesía” que la h a b ita com o los ferm entos de un cueslionam iento del orden
feudal, lo que el golpe fatal que asestaron las revoluciones burguesas de los
siglos xvii y x v i i i parece confirm ar. José Luis R om ero expuso con coheren­
cia esta visión y llegó a con sid erar que la revolución com ercial y burguesa,
iniciada en el siglo XI, co n stitu ía de en trad a u n fenóm eno radicalm ente aje­
no a la lógica del feudalism o y d esem bocaba en la yuxtaposición de dos
sistem as económ icos y cu ltu rales distintos, u n o de los cuales ten d ía al in-
m ovilism o de u n o rd en trad icio n al enraizado en el cam po y dom inado por
la aristocracia, y el o tro caracterizado p o r el dinam ism o del m undo urbano
y el gusto p o r la novedad, p ro p io de la m en talid ad burguesa. No obstante,
hoy se tien d e a h acer prev alecer o tra concepción, v se subraya que el des­
arrollo de los intercam bios y de las ciudades es producto de la dinám ica del
feudalism o m ism o, y que te rm in a p o r in teg rarse a ella, a p esar de las ten­
siones ya m encionadas. Para Jacques Le Goff, existe en la E dad M edia "una
red u rb an a inscrita en el espacio y en el funcionam iento del sistem a feudal”.
Lo que he dicho del papel de los poderes señoriales, episcopales y condales,
en el auge de las ciudades, del desarrollo paralelo de las com unidades ru ra ­
les y de las com unidades urbanas, así com o de la im portancia de las aristo­
cracias en las ciudades, confirm a esta integración de las ciudades al sistem a
feudal. Como tam bién se h a visto, el auge u rb an o lo suscitan el dinam ism o
del cam po, en p a rtic u lar la p ro du cción de excedentes que cam pesinos y se-
-es venden en la ciudad, y la m on etarización creciente de las rentas, que
obliea a los d ep en d ien tes a a u m e n ta r sus ventas y p ro p o rcio n a a los seño-
.. - un n u m e r a r i o m ás ab u n d an te. Se tra ta de un im pulso decisivo p a ra los
intercambios y el d esarrollo u rb a n o , al m ism o tiem p o que u n a necesidad
vital para el funcionam iento de los señoríos, en este caso p ara el pago de las
r e n t a s y la utilización su n tu a ria (socialm ente indispensable) de la ren ta se­

ñorial. Así que resulta riesgoso describir el sistem a feudal com o u n a econo­
mía dual, sep aran d o p o r u n lado u n a econ om ía ru ra l de autosuficiencia y
póTeTotto u n a econom ía de m ercado an im ad a p o r las ciudades. Im m anuel
W a U e r s t e i n lo señaló enérgicam ente: “El feudalism o no es la a n títe sis del

c o m e r c i o . Al co n trario, h a sta cierto punto, sistem a feudal y auge de los in ­

t e r c a m b i o s fu ero n de la m a n o ”. Q uizás haya incluso que sugerir, com o lo

p r o p o n e n algunos, que la se p aració n en tre ciud ad es y cam po fue algo d e­

seado o, al m enos, alentado p o r los señores (quienes, de hecho, contribuye­


ron a fortalecer com u n id ad es aldeanas y com unidades urbanas): la existen­
cia de poblaciones u rb anizad as, co nsum idoras y no productoras, ¿acaso no
era entonces la co n dición p a ra u n a circulación de p ro d u cto s y de especies
monetarias que se h ab ía vuelto indispensable p a ra la realización de la renta
señorial?
También resu lta conveniente reflexionar en el estatuto de la “burguesía"
medieval. El h ech o de v er en los co m erciantes y en los a rtesan o s de los si­
glos xn y xm las p rim icias de la b u rg u e sía de los siglos xvm y xix es u n a
tendencia difícil de com batir, en la m ed id a en que los fu n d am en to s id eo ­
lógicos del estudio de la E dad M edia se cim entaro n en el m om ento del triu n ­
fo de dicha cíase. Sin em bargo, sem ejante visión teleológica produce te rri­
bles errores de perspectiva, al p ro y e c ta r sobre la “b urguesía" m edieval la
imagen de la del siglo xix (así, H enri P iren ne escribe: “Que el capitalism o
se afirme desde el siglo xn es algo que n u e stra s fuentes no p erm iten p o n er
en duda. El espíritu que anim a al gran com erciante que se enriquece es de en­
trada el e sp íritu del c a p ita lism o ”). El estu dio de las ciudades y de los m e­
dios u rb an o s en la E d ad M edia d eb ería enfocarse entonces en la ta re a de
hacer ap arecer las p ro fun das diferencias de prácticas y m entalidades, ocul­
tadas p o r las sim ilitu d es ap aren tes y p o r u n a c o n tin u id ad p o stulada p o r el
sentido com ún. A dem ás de los aspectos ya m en cio nados, ten d rem o s cu i­
dado de olvidar el carácter cuantitativam ente lim itado del desarrollo urbano
(la E dad M edia sigue siendo u n m u n d o esencialm ente rural). C iertam ente,
he dicho que el sistem a feu dal n e cesitab a u n auge de los in tercam b io s y,
por ende, de los gru p o s sociales que te n ía n a su cargo la circulación de las
m ercancías; pero queda p o r precisar, com o lo hace Alain G uerreau, que esto
se lleva a cabo a condición de que estos grupos, o p o r lo m enos estas activi­
dades, se m a n te n g a n en posición su b o rd in ad a . D iferentes m ecanism os se
em plean p a ra ello, y u n a de las funciones del esquem a de los tres órdenes
del feudalism o, del que h ab laré m ás adelante, es la de relegar a los nuevos
grupos u rbanos, confundidos con los cam pesinos, en el seno del orden infe­
rio r de los ‘'trab ajad o res" (laboratores) y de negarles to d a especificidad. Lo
que aquí está o p eran d o es la lógica feudal, y el m an ten im ien to de este mo­
delo ideológico, ta n to com o su institucionalízación en la organización de
los E stados G enerales h asta 1789, reafirm a con claridad la posición política
y socialm ente dom in ad a de los grupos urbanos.
Pero la actitu d de la "b u rguesía” m ism a m anifiesta con m ayor nitidez
au n su subordinación. En efecto, com erciantes, artesanos y banqueros en­
riquecidos sólo tien en u n deseo: in vertir en el cam po, ad q u irir tierras o se­
ñoríos, de ser posible recibir el espaldarazo y h acer creer que pertenecen a
u n linaje de an tig ua nobleza. Todavía en el siglo XV, los com erciantes barce­
loneses, en tre m ucho s otros, se o rie n tan hacia los ingresos territoriales o
señoriales, se in stalan en los barrio s m ás aristocráticos, llenan sus bibliote­
cas con obras caballerescas. No sería posible decir con m ayor claridad que,
a p esar de que crecieron las inversiones en la pro d u cció n artesan al o en el
com ercio, la E d ad M edia sigue estando, en lo fundam ental, dom inada por
la lógica del control de la tie rra (M arx escribía —en u n a fó rm u la que no
está exenta de to d a crítica, pero que tien e 1a. ventaja de in vitar a ten er en
cu enta la lógica de co n ju n to de u n sistem a social m ás que a ju zgar por se­
p arad o algunos de sus elem entos— que "en la E dad M edia, el capital m is­
m o, en tan to utillaje artesanal, tiene ese carácter de propiedad te rrito ria l”,
m ien tras que "en la sociedad b u rg u esa ocurre Jo c o n tra rio ”). A hora bien,
u n "burgués” cuyo ideal es a b a n d o n a r la actividad com ercial o artesanal,
p ara in scrib ir su ascenso en u n a tie rra o en un estatuto nobiliario, no tiene
n ad a en com ún con lo que enten dem os hoy p o r el térm in o de burguesía
(que supone que el beneficio obtenido de la actividad económ ica se destina
esencialm ente a reinvertirse com o capital). Ciertam ente, el auge de las rea­
lidades u rb a n a s y b u rg u e sa s llevará, p o r etapas, a la destrucción del siste­
m a feudal, p o r lo que resulta tentador señalar desde la E dad M edia el germen
de dicho proceso. Y si b ie n es reco m en d ab le ir a b u sc ar en to d a realidad
h istó rica lo que co nstitu ye u n a a n ticip ació n de su futuro, es conveniente,
sin em bargo, m an ten erse a salvo de las falsas perspectivas de la teleología.
E ste problem a, de g ran com plejidad, im p licaría reflexiones m ás elabora-
¿as> pero al m en o s p u ed o su b ra y a r que, d u ra n te los siglos m edievales, el
auge de los com erciantes y de las ciudades sigue estando integrado a la lógi­
ca del feudalismo, que l a dinám ica de este últim o es lo que lo suscita y que se
f a v o r e c e n m u tu a m e n te . P ro d u cció n artesan al, in tercam b io s com erciales,

t r a b a j o asalariad o y gru p o s u rb a n o s son otros tan to s elem entos que van a

f o r m a r , a p a rtir d e l siglo xvm, los co m ponentes esenciales de u n nuevo sis-

tema. Pero, antes, no existen sino com o m odestos fragmentos, aislados en


el s e n o de u n sistem a cuya lógica es p o r com pleto diferente; p o r eso, parece
riesgoso o to rg arles el sentido que rev estirán un a vez e stru ctu rad o s confor­
me a la lógica del sistem a capitalista.

La tensión realeza/aristocracia

Como hem os visto, los siglos ix a xi están m arcados p o r una disem inación
de la au to rid ad , que fin alm en te a c a p a ra ro n los castellanos y los señores.
Desde entonces, son ellos quienes, con algunos condes y duques (así com o
con los obispos y los m onasterios que detentan un p o der señorial), com par­
ten lo esencial del m ando sobre los hom bres. Como el del em perador, y con
im portantes d iferencias geográficas, el po d er de los reyes no es con m ucho
sino sim bólico. N o c o n tro lan el te rrito rio de sus reinos y no d isponen m ás
que de u n apoyo adm inistrativo irrisorio. Así, el soberano francés sólo tiene
poder real en el d o m in io b a sta n te exiguo que controla, de m a n e ra directa,
alrededor de P arís y de Orleans: el resto del reino se concede en feudos, que
p rácticam ente se vuelven a u tó n o m o s y qu ed an bajo el control de grandes
nobles (duque de B orgoña, condes de C ham paña, de V erm andois o de Flan-
des); m ien tras q ue to d o el oeste p ro n to queda co ntrolado com o feudo p o r
el soberano inglés, E nriq u e II Plantagenet.; en cuanto al su r —Tolosa y Lan-
guedoc—, escapa p o r com pleto a la m irad a del soberano capeto. E n A lem a­
nia, donde el em perad o r tam bién es rey de G erm ania y re}? de Italia, el efecto
mosaico se acen tú a todavía m ás, y el soberano ni siquiera se beneficia de un
dominio directo tan com pacto com o el del rey de Francia, lo cual lo vuelve
muy insuficiente p a ra sus necesidades. Por últim o, las m onarquías escandi­
navas y eslavas n o d isp o n en m ás q u e de u n p o d e r restrin g id o en extrem o.
No obstante, los reyes existen y disfrutan incluso de u n prestigio que por
lo general n o se cu estio n a. Las fuentes de su legitim idad son diversas: la
conquista m ilitar, co n sid erad a señal del favor divino; la elección, principio
en retroceso, al que se recu rre en ciertos casos de interrupción dinástica; la
designación poi' el rey precedente o la sucesión dinástica, que tiende a impo­
nerse (aunque la p ru d en cia in cita a m enudo a co ro n ar al h eredero cuando
su predecesor todavía está vivo). El prestigio de la figura real en la E dad Me­
dia se debe sobre todo a la consagración, que ya practicab an los visigodos
que luego refulgió con los carolingios y que por últim o se generalizó en Oc­
cidente (con excepción de Castilla, que siguió siendo u n a “m o n arq u ía sin
consagración” y debe siem pre hacer esfuerzos por com pensar esta carencia
de sacralidad; Teófilo Ruiz). D urante este rito, cuidadosam ente codificado
p o r la liLurgia y llevado a cabo p o r un colegio episcopal, el soberano es ungi­
do con aceite santo, a la m anera de los reyes del Antiguo Testam ento, lo que
le confiere un c a rá c ter sagrado. Algunos signos, com o el hecho de llevar
puesto m om en tán eam en te la dalm ática del subdiácono o un m anto llevado
a la m an era de la casulla del sacerdote, parecen hacerlo e n tra r en el cuerpo
eclesiástico, al igual que las m enciones de la unción sacerdotal durante el
rilo. Sin em bargo, a diferencia del bastíais bizantino, que tiene categoría de
sacerdote, ios clérigos occidentales se apresuran a subrayar que el rey sigue
siendo un laico y rech azan con vehem encia toda evocación explícita de los
■reyes-sacerdotes bíblicos (M elchisedech, p o r ejem plo). Incluso en Francia,
donde según la leyenda la unción se lleva a cabo con aceite de la Santa Am­
polla, m ilagrosam ente traíd a p o r una palom a durante el bautism o de Clodo-
veo, "el rey se acerca, sin lograr llegar a él, a un carácter propiam ente sagra­
do” (Jacques Le Goff). Si bien la consagración no es suficiente p ara establecer
un a “m onarquía sagrada” que h aría que el rey quedara integrado al clero, al
m enos lo eleva un poco m ás arrib a de los dem ás laicos, ya que está im estido
con un a alta m isión deseada p o r Dios (incluso a veces se le p resen ta como
"coronado p o r D ios”; véase la foto ix.7). El m ejor signo de esta "aura” es el
po d er tau m atú rg ico conferido p o r la consagración a los reyes de F rancia y
de Inglaterra, célebres p o r cu ra r durante las cerem onias públicas la escrófu­
la (Marc B loch). Pero si b ien la consagración contribuye de m an e ra inne­
gable a la afirm ación de la figura real, es u n arm a de doble filo. Incluye, en
efecto, el ju ram en to de defender al pueblo cristiano y lu ch ar contra los ene­
migos de la Iglesia; y los clérigos no dejan de insistir en las obligaciones qué
in cu m b en al rey, en v irtu d de la coronación. A dm itiendo incluso que el ri­
tual m agnifique al prín cipe al m o strar que lo eligió Dios, lo que m anifiesta
de m an era todavía m ás vigorosa es que debe su poder a la Iglesia (y no sólo
a los vínculos de sangre). Incluso si la lectura real de la consagración se es­
fuerza p o r debilitar esta influencia, el riLo pone a la m onarquía en u n a fuer­
te d ependencia sim bólica an te el clero y las representaciones eclesiásticas.
De acuerdo con los Espejos de príncipes, que con fines pedagógicos ela­
boran el re tra to ideal del rey, éste no sólo debe ser fuerte y valeroso en la
atierra, p a ra defender la p az y el b ien com ún, sino tam b ién justo, hum ilde,
caritativo y m agn án im o . C ada vez m ás, se quiere que sea sabio, es decir,
preocupado p o r las verdades divinas y bien in stru id o en n u m e ro sa s d isci­
plinas, com o lo fue m ás que n in g ú n o tro Alfonso X de Castilla; y se repite,
después del Policraticus de J u a n de Salisbury, el adagio según el cual “un
u™\ iletrado es com o u n b u rro co ro n ad o ”. El rey m edieval tie n e que ser
—éste es un elem ento decisivo de su p o der— u n rey cristiano, y los so b era ­
nos occidentales riv alizan en la m ateria: varios se dicen “m uy c ristia n o s”,
en particular el francés, quien m onopolizará este título a p a rtir del siglo xrv;
m ientras que los reyes h isp án ico s reiv in d icarán el de "católicos”. E n este
sentido, el p o der real descansa en u n a adecuación a las n o rm as ideológicas
definidas p o r la Iglesia. Y nad ie m ejor que Luis IX de F rancia llena esta exi­
gencia, llevada en su caso h a sta los m ás extrem os escrú pulos de u n a devo­
ción y u n a p en iten cia casi m onásticas. El italiano Salim bene dice de él que
se parece m ás a u n m onje que a u n guerrero. E n todo caso es el rey cristiano
ideal, el laico en to d o s los aspectos conform e al m odelo deseado p o r los
clérigos, lo que le h a b rá valido los honores de u n a canonización ú n ica entre
los reyes de E u ro p a occidental después del siglo XII (Jacques Le Goff).
El p o d er m o n árq u ico se c o n cen tra en lo esencial en la p e rso n a m ism a
del rey. Es p o r esto que los soberanos del periodo con sid erado aquí son iti­
nerantes. C iertam ente, tien en u n a capital privilegiada, o a m en u d o dos,
pero tienen que desp lazarse to d o el tiem po, p u es su p re se n c ia física es n e ­
cesaria p a ra d a r fuerza a sus decisiones. El rey, no obstante, no está solo: su
familia desem peña a m en u d o u n papel político, benevolente (el rey capeto
confía a sus h erm an o s territo rio s en infantado) u hostil (revuelta de los h i­
jos de E n riq u e II P lantagenet); su en to rn o dom éstico se re p a rte los cargos
de la casa real, que poco a poco se convierten en fu nciones p o líticas que
perm iten p a rtic ip a r en el consejo del rey (el co ndestable está encargado de
los caballos y tam b ién de la guerra; el cam arero h ace las veces de tesorero;
el canciller, que p o r lo general es u n hom bre de Iglesia, red acta y autentifica
las escrituras reales). P or últim o, los grandes vasallos se reú n e n en la corte
del rey, en c o m p añ ía de u n n ú m ero crecien te de expertos, clérigos y ju ris ­
tas, y tam b ién astrólogos y m édicos. No es sino d u ran te el siglo x i i i cuando
la corte real tiende a fraccionarse en órganos especializados, com o el P arla­
m ento, que se d edica a los asu n to s de ju sticia, o el T ribunal de C uentas,
encargado de los ingresos reales.
El p o d er del rey d escansa prim ero sobre su dom inio directo, que por
m ucho tiem po propo rcio na lo esencial de sus finanzas. El rey de Inglaterra,
quien controla u n a gran prop orció n de] suelo de su reino, en p articular los
bosques, igual que en m e n o r m ed ida el de F rancia, puede "vivir del suyo”,
lo que provoca la envidia del em perador. La ad m inistración del dom inio se
confía a oficiales reales (prebostes dom iniales en F rancia), quienes se en­
cargan de dirigir los ingresos hacia las arcas reales. A esto se añaden diver­
sos derechos económ icos, que todavía no difieren m ucho, a no ser tal vez
cu an titativ am en te, de la n o rm a señorial —derechos de peaje o de aduana
en Inglaterra, im puesto sobre la sal (gabela) en F ran cia—, algunas ayudas
excepcionales, en caso de cruzad a p o r ejem plo, y diversas retenciones a la
Iglesia, (percepciones de los ingresos de los cargos episcopales vacantes; dé­
cima — 10 %— para ocasiones particulares, que tienden a generalizarse poco
a poco). A p e sa r de la em ergencia de las teo rías de la so b eran ía real en el
siglo x i i i , el p o d er del rey conserva un sabor em inentem ente feudal. El rey
es un noble; co m p arte los valores y el m odo de vida de la -aristocracia, in­
cluso si p retend e d isponer de u n a dignidad y de prerrogativas que lo ubican
p o r encim a de ella. P or lo dem ás, u tiliza las reglas del vasallaje a su favor,
en la m edida en que se le reconoce com o señ o r em inente de todos los va­
sallos con feudos en su reino. E sta cu alid ad le perm ite in terv en ir en nu­
m erosas ocasiones, ta n to fam iliares y m atrim oniales com o vinculadas a la
trasm isión de los feudos. E n posición de árbitro o de juez, garante de la cos­
tu m b re feudal, log ra que le sea favorable el derecho de com iso y con ello
recu p era el co ntro l directo de algunos feudos. De igual m anera, es como
señ o r feudal que p reten d e re u n ir en su ost (ejército) a la totalidad de sus
vasallos, tanto a los directos como a los indirectos, lo que logra sólo si puede
h acer que estos ú ltim os te m a n algún castigo en caso de incum plim iento.
Así, el soberano recurre a m enudo a u n a infantería form ada p o r campesinos
libres o p o r m ilicias u rb an as, y antes de que pase m ucho tiem po, cada vez
m ás a m ercenarios.
El rey dispone de u n a v ariad a gam a de m edios p a ra expandir su dom i­
nio directo o su reino. E ntre éstos se cuentan, adem ás del arte de m anejar
el derecho feudal, el de las ad ecuadas alianzas m atrim o n iales (Alienor le
otorga A quitania a Luis VII de F rancia y después, luego de u n desafortuna­
do divorcio p a ra el capeto, al inglés E n rique II). Pero la co n quista sigue
siendo el m edio m ás seguro, y el que da al p o d er real la m ayor firm eza. Es
p o r esto que, después de la victoria de G uillerm o el Conquistador y durante
el siglo xn, el reino de Inglaterra, con sus extensiones sobre el continente, es
uno de los m ás sólidos de E u ro p a. El Conquistador se atribuye u n a quinta
parte de las tierras, en p a rtic u la r los bosques, y vuelve uniform es las in stitu ­
ciones feudales en su beneficio. El ejercicio de ia ju sticia real o d u c a l se
m a n t i e n e ; los sheriffs (que ad m in istran los shires, equivalentes d e los vice-

condados n o rm and os) dependen directam ente del rey, quien es el único en
E u r o p a que conserva un derech o exclusivo de fortificación. Pero sí bien el

p o d e r de los sheriffs alcan za su apogeo a p rin cip io s del siglo xn, después

p o c o a poco lo va re c o rta n d o la extensión de los derech o s de ju stic ia y la

a u t o n o m í a d e los señores laicos o eclesiásticos, y luego los privilegios de las

villas. Con E n riq u e II Plantagenet (1154-1189), los d om inios co ntinentales


dei rev inglés se extienden, adem ás de N orm andía, a Anjoti, B retaña, Poitou
Aquitania. A hora bien, este considerable te rrito rio que hace que el inglés
st. riieh'a b astante am enazador, es tam bién una desventaja. No sólo sus feu­
dos continentales lo obligan a rendirle hom enaje al rev de F rancia, sino que
tn n a u e II, d u ra n te su reinado, va perdiendo su fuerza al m an te n e r l a u n i­
dad de posesiones d e sm esu rad am en te extensas y adem ás divididas p o r el
mar E1 sueño angevino y la carga aq u ita n a im p lican necesidades de d in e ­
ro nunca satisfechas y contribuyen p o r ú ltim o a d e b ilita r una m o n a rq u ía
inglesa que no o b sta n te co n tab a con sólidas ventajas. A sim ism o, hay que
señalar, entre los rein o s occidentales m ás firm es, el que los n o rm an d o s es­
tablecen en Sicilia y en Italia del su r en el siglo xn, así com o los reinos h is­
pánicos co m p ro m etid o s en la R econquista. Ahí el rey, d u eñ o de la g u e rra
v de la tierra, d isfru ta de un g ran prestigio y logra, en nom bre de su función
en la lucha c o n tra el infiel, m a n te n e r im p o rta n te s p rerro g ativ as, en p a r ti­
cular un co n tro l sobre los castillos, que son restitu ib les. Adem ás del ost
feudal, puede exigir la ayuda de las m ilicias urbanas, y u n a parte im p o rta n ­
te de su p oder descansa sobre las ciudades, cuya red él m ism o estableció y a
cuyos consejos concedió am plias prerrogativas. Así, la m o n arq u ía fun d ad a
en la conquista logra, m ejor que las dem ás, o rd e n a r el sistem a feudal en su
beneficio.
En el caso francés, la g u erra p erm ite no que el reino crezca sino que se
recupere su control. El tiem po de Felipe II Augusto (11 80-1223) es decisivo:
su nom bre, que se refiere a la extensión del dom inio real d u ran te su reinci­
do, no es usu rp ad o , ya que, ante los hijos de E nriq u e II, R icardo Corazón de
León y Ju an sin Tierra, recupera N orm andía, Anjou, v luego Poitou, lo._qtie
confirma su esp ectacu lar victoria en Bom ánes, en 1214. co n tra la coalición
form ada p o r J u a n sin Tierra y el e m p e ra d o r O tón IV. A p a rtir de este m o ­
m ento, el rey de In g la te rra ya lo único que posee en el co n tin en te —y m uy
lejos de su isla— es A quitania (Guyena y Gascona), pero la rivalidad franco-
inglesa, m om entáneam ente apaciguada, resu rg irá en el siglo xiv. Después
bajo Luis IX (1226-1270), el final victorioso de la cruzada contra los albigen-
ses, celebrado m ediante el tratado de París (1229), p erm ite al rey controlar
el Languedoc, m ie n tra s que las dem ás posesiones del conde de Tolosa se
trasm iten a su hija, quien se casa con u n herm ano de Luis IX, y regresan
nalinente a la corona en 1271. El dom inio directo cubre en adelante las tres
cuartas p a rte s del reino, y san Luis, después de la m u erte del emperador
Federico II, aparece com o el soberano m ás poderoso de Occidente.
Dos funciones fundam entales se le reconocen al rey: debe garantizar la
paz y la justicia. La preocupación p o r la paz, esencial p ara el bien público y
que d u ran te algún tiem po d irectam en te estuvo en m anos de la Iglesia, re-
gresa poco a poco a los soberanos. Com o resu ltad o de esto está el derecho
de llevar a cabo guerras ju stas —y sigue siendo la Iglesia la que muy a me­
nudo reivindica la c a p acid ad de d e te rm in a r la legitim idad del uso de las
arm as—. E n lo que se refiere al respeto de la justicia, ésta es el deber esen­
cial de los reyes, quienes se dedican, sobre todo a p artir del siglo xni, a ejercer
de m an era efectiva esta función. Los reves —y ya no sólo el em p erad o r-
hacen valer entonces su derecho a legislar (m ediante edictos, ordenanzas o
fueros) y reivindican la lev com o base de su poder. Éste es ya el caso de Ro­
gelio II de Sicilia y de E nrique II Plantagenet, y luego de Luis IX en Francia
y de Alfonso X de Castilla, a quien se atribuye una considerable obra jurídi­
ca, que incluye en particular la recopilación de las Siete Partidas, mientras
que el em p erado r Federico II desarrolla u n verdadero culto p o r la Justicia,
de la que hace p o n e r u n a representación alegórica encim a de su busto, en
la puerta de Capua. El rey p retende ser la encarnación de la ley, la "ley viva"
(lex anímala). Pero si bien él proclam a la ley, tam bién tiene la obligación de
respetarla, puesto que es al m ism o tiem po su am o y servidor. Prácticam en­
te, los reyes se esfuerzan p o r a tra e r h acia ellos los casos considerados rea­
les, y sobre todo p o r h a c e r valer la posibilidad de una apelación de las sen­
tencias señoriales o condales. San Luis prom ueve en especial el_ derecho de
ap elar a! rey, al su g erir la im agen de u n so b eran o que h ace ju sticia per­
sonalm ente, sentado bajo su roble en V incennes (en realidad, si b ien el rey
m ism o escu ch a los casos, trasm ite su resolución a ju rista s profesionales).
El éxito del p roced im ien to es tal que los juicios fluyen hacia los parlam en­
tos reales en la segunda m itad del siglo xm . E sto obliga a m u ltip licar a los
representantes locales — sheriffs en In g laterra, bailes y senescales en Fran­
cia, corregidores en la penín su la ibérica— , en los que se delega el po d er de
juzear por apelación en n o m b re del rey, y a los que se agregan después fun­
ciones m ilitares y fiscales (por lo general reciben u n salario y a m enudo son
transferidos de u n a reg ió n a o tra p a ra tr a ta r de g a ra n tiz a r su fidelidad).
Esta recuperación real de la ju stic ia es pues u n fenóm eno general, aun q u e
no deja de ser parcial, que o p era desde principios del siglo xiii en Inglaterra
v en Castilla, u n o s 50 años después en F ran cia y en A ragón (pero nun ca en
e) Imperio). ■
O c u r r e n p ro fu n d a s m odificaciones de la con cepción de la ju sticia. E n
los siglos xi y x i i , cu an d o las asam bleas señoriales o condales ju zg an en ú l­
t i m a instancia, prevalece la costum bre, no escrita pero recitada de m an era

p e r i ó d i c a , y cuya au to rid a d se fu n d a en su sup u esta antigüedad y su víncu­

lo con una m em o ria que se h u n d e en los tiem po s m íticos de los ancestros.


A las asam bleas no les p re o c u p a ta n to resolver los casos, m ed ian te se n ten ­
cias que enuncian u n a verdad absoluta, com o llegar a un com prom iso entre
las p a r t e s , susceptible de restab lecer la paz social, o p o r lo m enos de m a n ­
te n e r los conflictos d en tro de lím ites aceptables. E sencialm ente arbitral, la
j u s tic ia se esfuerza entonces p o r llegar a u n a reconciliación o a u n acuerdo
negociado; p o r esta razón, incluso en los casos de sangre, recu rre de m ejor
grado a las co m p en sacio n es fin ancieras que a los castigos corporales. P or
ú l t i m o , sus m ed io s son endebles y debe ate n erse al p ro ced im ien to ac u sa­
torio, que coloca a las dos p a rte s fren te a frente, y deja al acu sad o r la re s­
ponsabilidad de a p o rta r la p ru e b a que fu n d a su queja. E n los casos m ás
graves, no h ay m ás recu rso que c o n ta r con el “juicio de Dios", que tam b ién
se llama “ordalía". E n tonces se o rganiza u n duelo judicial: cada p arte elige
su defensor y la sen ten cia d ep en de del resu lta d o de u n co m bate que tiene
fama de revelar la volu n tad divina. E n otros casos, se re cu rre a u n a p ru eb a
—las m ás de las veces c am in ar sobre b rasas ard ientes o su frir q u em aduras
con un hierro candente o de agua en ebullición— , cuyo resultado se supone
que m anifiesta la v o lu n tad de Dios. E n realid ad , el proceso p u ede p ro lo n ­
garse h a sta los sig uien tes días, p o r ejem plo p a ra a n a liz a r la cicatrización
de las llagas, lo que da a las p a rte s p resen tes y a la c o m u n id a d el tiem po
necesario p a ra lo g rar u n co n senso (P eter B row n). Pero la perspectiva de-
una ordalía y m ás a ú n de u n duelo ju d icial ta m b ié n pued e te n e r u n efecto
disuasivo, que lleva a la b ú sq u e d a de u n ac u e rd o negociado que p e rm ita
suspender la p ru eb a. D espués, al am plificarse las críticas que nu m ero so s
obispos em itiero n desde p rin cip io s del siglo xii, com o Yves de C hartres, el
Concilio de L etrán IV, en 1215, prohíb e a los clérigos p artic ip ar en las o rd a­
lías, lo que las priva de las plegarias indispensables p a ra su bu en desarrollo.
E n to n c e s s u d e c a d e n c ia s e a c e le r a , a u n q u e s e le s s ig a u tiliz a n d o d u r a n te e]-í
s i g l o XIII.
Con la reivindicación real de la ley, se transform a el conjunto de las ccm-w
cepcíones de la justicia. Desde el siglo xn, el auge del derecho en las escuelas!
y las universidades es notable, y los juristas adquieren un papel cada vez más i
im portante. Ai lado del establecim iento del "derecho com ún”, que se refiere a
un derecho rom ano am pliam ente glosado y entrem ezclado con el derecho de
origen eclesiástico (el derecho canónico), los reves del siglo xin se preocupan
p o r las costum bres, que o rd en an p o n er p o r escrito. La redacción de e.sios
documentos es un arm a de doble filo, pues si bien con ello se manifiesta el re­
conocim iento real de las costum bres, éstas, al m ism o tiem po, quedan ípadas
y son interpretadas por los juristas encargados de su transcripción, mientra^
que ei rey m anifiesta así su control sobre la costum bre m ism a y sobre el terri­
torio donde se aplica. La legitim idad de los juicios del rey, directos o en ape­
lación, se funda en lo sucesivo en un corpus escrito del que él es la garantía y
que incluye derecho com ún (para todo el reino) y derecho de costum bre (par­
ticular). Desde entonces, la concepción arb itral de la justicia va perdiendo
tn ln ), en beneficio de la preocupación de revelar una verdad conform e a la
!e\ t s p o r esta razó n que, a finales del siglo xn y sobre todo en el siglo xm
—tn p> im er lugar en los casos m ás graves de herejía y de lesa m ajeslad (alen
lado a la dignidad real)— , el p rocedim iento acusatorio se rem plaza con d.
procedim iento inquisitorio: el juez deja de ser árb itro y en adelante tiene la
obligación de castigar to d a afrenta al orden público; así pues, tiene la capaci­
dad de poner en m archa la acción penal y a él corresponde la carga de la prue­
ba. E sta concepción de la justicia, m uy nueva, sigue siendo am pliam ente in­
eficaz en los hechos (ios jueces p ro n u n cian la m ayor parte de sus juicios en
ausencia del com pareciente), y m uy p ronto se dan cuenta de que la úiiica
prueba digna de fe es la confesión de los acusados. E sta opción es lógica en
un tiem po en el que se desarrolla tam bién la confesión com o sacram ento, y
conducirá a finales de la E d ad M edia y d u ran te los Tiem pos M odernos a la
generalización de la to rtu ra com o m edio legítim o p a ra obtener la confesión
judicial. P or últim o, la nueva concepción de la ju sticia ac arrea u n retroce­
so de las com pensaciones financieras y, sobre todo a p a rtir del siglo Xiv, un
auge de las penas infam antes (exposición en la picota, rituales de hum illa­
ción como la procesión de culpables, desnudos, p o r la ciudad) y castigos cor­
porales adaptados a la diversidad de los delitos (m utilación de las m anos, de
la lengua o de la nariz, descuartizam iento, decapitación u horca, hoguera,
escaldam iento, división del cuerpo en pedazos en los casos de alta traición).
gntonces, en el siglo XITI cam bió la concepción del p o d er real. Antes el
v cra a la vez u n señ o r feudal e n tre m u ch os otro s y u n ser en ios lím ites
de lo sagrado, con fu ncion es p aralelas a las de C risto Rey, que re in a en el
cielo Ahora, afirm a su preo cu pació n p o r los a suntos públicos (res publica)
y reivindica u n a so b eran ía que se extiende al co n ju n to de su rein o y está
fundada en la ley. C iertam ente, los progresos del p o d er real se deben en
buena parte al hábil m anejo de las reglas feudovasalláticas, y en este senti­
do la aristocracia tiene bu en as razones p a ra defender u n a idea del rey como
primita bíter pares (prim ero en tre iguales). Sin em bargo, al reivindicar u n a
l e s i t i m i d a d fun dada en la ley, el rey hace esfuerzos, al m enos en teoría, por
salir de esta lógica. El resu ltad o es una creciente oposición de la aristo cra ­
cia, y las luchas en tre reyes y b aro n es dan lu gar a m últiples intrigas. Así,
Juansn? Tierra, vencido en 1215, tiene que c o n c e d e rla Gran Carta que prevé
el control de! rey m ed iante u n consejo de barones, m ientras que, de 1258 a
1265, Inglaterra se ve sacu d id a p o r la revuelta de estos últim os. M ás que
relatar in num erables episodios, señalaré, que el conflicto entre m o n arq u ía y
aristocracia es con su stan cial a la organización feudal. La tensión entre m o ­
narquía y aristo cracia sigue estand o vi geni e, ya sea que funcione en el sen­
tido de una disem inación de la autorid ad (sobre todo entre los siglos i x y X I,
aunque a veces ta m b ié n después), ya sea que p e rm ita la recu p eració n de
cierta unid ad y el reforzam ien to de los poderes m ás em inentes (sobre todo
a partir del siglo xni). Sin em bargo, este segundo m o lim iento sigue siendo li­
mitado, La recuperación de la ju sticia es de gran im portancia, pero siem pre
es parcial. El rey sigue estando muy lejos de ejercer el m onopolio del poder
legítimo y de c o n tro la r v erd a d e ram e n te su territo rio ; su capacidad admi­
nistrativa sigue siendo m odesta. En pocas palabras, el reforzam iento del p o­
der real no significa todavía la form ación de un verdadero E stado. La te n ­
sión m o narq u ía/aristo cracia, incluso si en lo sucesivo se inclina a favor de
la prim era, queda incluida en el m arco definido p o r la lógica feudal. Es un
juego hecho de rivalidad y de u nidad, de connivencias y de desprendim ien­
tos, que c iertam en te es el esbozo de fu tu ras ru p tu ra s, pero que no alcanza
la intensidad de u n a altern ativ a —la nobleza, o la m o n arq u ía— de la que
surgirá, en el siglo xvii, el E stado.

Conclusión: h s tres órdenes del feudalism o. Tres relaciones sociales fu n d a­


m entales se convocaron aq u í para d a r cu enta de la organización feudal: la
relación señores/dependientes; la distinción nobles/no nobles; la interd ep en ­
dencia y la oposición ciudades/cam po. H ay que agregar las relaciones vasa-
lláticas, que en p a rte configuran las je rarq u ía s en el seno del grupo dorni
nanLe y le confieren u n a cohesión m ezclada con rivalidades. E sta relación
entre u n señor y el vasallo que se declara su “hom bre", a veces “de mano y
de boca”, form alm ente está m uy cercana a la que une al am o del señorío ccm®
sus dependientes; am bas, p o r lo dem ás, se p iensan en los térm inos de
relació n en tre el h o m b re y Dios (D om inas). Sin em bargo, su naturaleza vi
su im portancia son radicalm ente distintas. La prim era atañe a la ínfima m i.:
noria de las clases dom inantes, pero se beneficia con la solem nidad del ritual
del hom enaje; la segunda im plica a la casi totalidad de la población y pone
en juego lo esencial de las relaciones de producción feudales.
E n cu an to se ren u n cia a considerar las relaciones vasalláticas como el
corazón de la sociedad m edieval, com o deseaba hacerlo u n a historiografía
centrada en los aspectos institucionales y políticos, surge una polémica se­
m ántica. E n vez de seguir hablando de sociedad feudal, lo que parece poner
el acento en el feudo y en las instituciones vasalláticas que regulan su trasmi­
sión, ¿no sería m ejor preferir la noción de sociedad señorial? No hay duda, el
señorío es la un id ad social de base, en el seno de la cual se in staura la rela­
ción de dom inación y de explotación entre dom inantes y dom inados. El ar­
gum ento es bastante válido, ya que busca desplazar el acento de lo vasallático
hacia el señorío y la relación de dcm iinium que se establece en él. Pero tam­
bién puede señalarse que la especificidad del señorío —la u n ió n del poder
sobre las fierras y del poder sobre los hom bres— está estrecham ente ligada
al auge de la feudalización, o m ejor aún, a la disem inación de la autoridad, de
la que es un a de las m odalidades. Y si bien las instituciones vasalláticas des­
em peñan un papel en la afirm ación de la dom inación señorial, contribuyen
de m an era notable, aunque en asociación con otros vínculos (en particular de
parentesco o de am istad), a la distribución de las posiciones dom inantes en
el seno de la relación de dom inium . Pero, sobre todo, los térm inos clásicos de
sociedad feudal y de feudalism o tienen que ver con u n a convención tan sóli­
dam ente arraigada que resulta m ás fecundo transform ar su com prensión que
cam biarle el nom bre: “Si b ien feudal sirve com únm ente p ara caracterizar
sociedades cuyo rasgo m ás significativo ciertam ente no fue el feudo, no hay
n ad a en ello que co ntradiga la práctica universal de todas las ciencias [...]
¿Nos escandalizarem os si el físico persiste en llam ar átom o, es decir, indivisi­
ble, al objeto de sus m ás audaces disecciones?” (M arc Bloch). Como lo dice
Jacques Le Goff, las estructuras que funcionaron en Europa del siglo iv al xvui
necesitan u n nom bre, y “si hay? que conservar 'feudalism o' es porque, de todos
los nom bres posibles, éste es el que m ejor indica que estamos ante un sistema".
por s u p u e s to , la sociedad m edieval se pensaba a sí m ism a en una form a
n o tab lem e n te distin ta, lo que es p o r com pleto norm al. Los dom inantes h a ­
bían e la b o ra d o , p a ra ello, el esquem a de los tres órdenes, que establecía en
el seno de la sociedad u n a división funcional entre “aquellos que o ra n ” (ora -
¡ores¡ es decir, los clérigos, "los qu e com baten" (bellatores), con lo que los
milites m o n opolizaban la activid ad m ilita r que in iciaim ente e ra p ro p ia de
lodos los hom bres libres, y “los que laboran" (laboratores), es decir, todos los
dem ás. Si bien p re d o m in a in iciaim en te la c o m p lem en taried ad de los tres
órdenes, al c o n sid e ra rse ca d a u n o de ellos com o in d ispensable p a ra los
otros dos y necesario p ara el buen funcionam iento del cuerpo social, se com ­
b i n a rápidam ente con u n a clara je ra rq u ía establecida entre ellos. E ste mo-

dejp aparece en la época caro lin g ia bajo la p lu m a de H aim o d’A uxerre y


juego, a principios del siglo xi, en A dalberón de Laon y G erardo de Cam brai,
dos obispos ligados al p o d e r real. Se tra ta en to nces de u n a rm a del clero
secidar contra el p o d er de los m onjes, y d e l rey co n tra la fuerza de la aristo ­
cracia. D e s p u é s d e u n largo eclipse, d u ra n te el cual p re d o m in a u n a o p o si­
ción dual en tre clérigos y laicos, al final del siglo XII se im pone el m odelo
tripartito en las co rtes de In g la te rra y de F rancia, an tes de g en eralizarse,
pero sin d estro n ar la d ualid ad clérigos/laicos, que conserva u n a am plia per­
tinencia. Susceptible de diversos usos, las m ás de las veces se pone al servi­
cio de la rea ñ rm a ció n del p o d e r re a l ante los señores y de los obispos an te
los monjes, sin d e jar de c o n trib u ir a m a n te n e r en p osición su b altern a a los
nuevos grupos u rb a n o s, fu n d id o s con los depend ien tes ru rales en la m a sa
de aquellos que sufren en la labor. Es evidente que el m odelo de los tres órde­
nes no es u n a descripción de la realid ad social; es u n a construcción ideoló­
gica conform e al “im aginario del feudalism o" (Georges Duby). Sin em bargo,
se concreta, au n q u e tard íam en te, en la o rganización en órdenes separados
de la asam blea de los Estados, que la m onarquía francesa convoca en caso de
necesidad en tre 1484 y 1789. P o r últim o, a la vez q u e puede servir a los in­
tereses reales, el esquem a trifuncional corresponde a u na sociedad dom inada
por el clero, que, h a s ta finales del antiguo régim en, sigue siendo el p rim e r
orden de la sociedad. De hecho, si bien se p ud o identificar a la aristocracia
como clase d o m in a n te del sistem a feudal, esta c o n statació n sigue siendo
insuficiente, ya que la ideología del feudalism o coloca p o r encim a de ésta a
la Iglesia, cuyo acercam iento, tan indispensable, ah o ra vam os a em prender.
III. LA IGLESIA, INSTITUCIÓN DOMINANTE
DEL FEUDALISMO

A t o d o lo que hem os visto en torno al feudalism o, falta todavía un elemen­


to fu n d am en tal, quizás el m ás im portante. E fectivam ente, el esquem a de
las tres órdenes define u n a clara jerarquía, a cuya cabeza están los que oran,
antes que la m ism a aristocracia. Sin em bargo, es necesario fijar la atención
m ás en la relación social que se establece entre los clérigos y los laicos, que
en los clérigos en cuanto casta separada. Ya sea que se exprese en la forma
de u n a d u alid ad o que se inscrib a en el esquem a de las tres órdenes, esta
relación-oposición constituye u na e stru ctu ra esencial del m undo feudal, y
ios clérigos siem pre anteceden a los laicos en el cortejo social.
¿Pero qué es la Iglesia en la E d ad Media? Este térm ino de'origen griego
(ieklesia: asam blea) designa prim ero la com unidad de los creyentes; en Bi-
zancio posee este sentido únicam ente, así com o en O ccidente d u ran te los
prim eros siglos de la E dad Media. Posteriorm ente el vocablo iglesia designa
tam bién el edificio donde se reún en los fieles y donde se desenvuelve el cul­
to. E n la época carolingia los dos aspectos parecen todavía indisociables, v
ei liturgista A m alarlo de Metz (t 850) afirma: “A esta casa se le llam a ecclesia
porque contiene la ecclesia”. En el siglo xn, los dos sentidos de la palabra se
fueron independizando, y Alain de Lille indica que la iglesia es "tanto un lu­
gar m aterial com o la agrupación de los fieles". Sem ejante m aterialización de
las realidades espirituales, que inscribe lo sagrado en los lugares físicos, acom­
p añ a al refo rzam ien to del pod er del clero y de la institución eclesiástica.
Adem ás, paralelamente, el térm ino iglesia asum e u n a nueva significación,
que designa la p arte institucional de 1a com unidad, es decir, el clero. Desde
entonces, las asociaciones y los deslizam ientos co n stan tes entre estas tres
acepciones de la palab ra iglesia constituyen u n a h erram ien ta ideológica ex­
trao rd in a ria , p o r ejem plo cuando se identifica la iglesia m aterial (el edifi­
cio) y ia iglesia espiritual (a la vez com unidad terrenal y Jerusalén celeste).
Tam bién, cu an d o no se esclarece o se deja am bigua la d istinción entre la
Iglesia corno co m u n idad y la Iglesia com o institución, u n a sinécdoque (en
la que una p arte equivale a la totalidad) concentra en los guías clericales las
virtudes asociadas con la com unidad de todos los cristianos. Ahora bien, a
partir de los siglos XI y x n , el térm in o iglesia se identifica cada vez m ás con
sus m iem bros eclesiásticos, m ien tras que p a ra desig n ar al conjunto de los
fieles se recurre a u n a noción que yá se había esbozado en el siglo ix, la cris­
tiandad (christianitas, o b ie n , populus christianus). Así, esta cuestión sem án­
tica permite entrever 1a. apuesta que este capítulo h a b rá de analizar: la acen­
t u a c i ó n de la se p aració n en tre los clérigos y los laicos y el fo rtalecim iento

de los poderes de la institución eclesial.


Sí bien la significación co m unitaria de la Iglesia se va eclipsando, jam ás
esap arecer to talm en te. A fin de que la legitim idad de la institución
>en la su stitu c ió n del todo p o r su p a rte m ás em inente, la p ala b ra
también debe significar la cristiandad en su conjunto. Por lo tanto, si la Igle­
s i a —identificada con el clero— ordena y dirige a la sociedad, en el sentido

comunitario de la palabra, ella es la sociedad m ism a. "En el Occidente latino


de los siglos xi y xn, Iglesia y sociedad term inan p o r convertirse en nociones
que se coextienden" (D om inique logna-Prat). E n consecuencia, no es p o si­
ble co nsiderarla com o si fu era u n sim ple sector, entre otros, de la realidad
medieval. Además, si la Iglesia es la sociedad m ism a, no tiene ningún sentido
recurrir a la noción de religión tal com o hoy en día la entendem os, es decir,
como creencia p erso n al librem ente elegida (aunque ésta se esboza en el si­
glo x v t, con B artolom é de Las Casas, p o r ejem plo, sólo llega a consolidarse
en el siglo xvni, con la Ilustración). La fe m edieval se refiere m enos a la ín ­
tima creencia que a la fidelidad en el sentido feudal del térm in o , es decir,
úna fidelidad p rác tic a , que las acciones, las p a lab ra s y los gestos p a te n ti­
zan. Sobre tod o, no es p a ra n ad a u n a cuestión de opción personal: u n o es
cristiano porque nace en la cristiandad. Es u n a identidad recibida (m ediante
el rito del bautism o), que no se discute.
A unque la relig ió n en el sentido co ntem p o rán eo del térm in o no existe
en la E dad M edia, las cuestiones relacionadas con la organización de la Igle­
sia, es decir, las relacion es en tre los clérigos y los laicos, p o r u n a p a rte , y
entre los h o m b res y el m u n d o celeste, po r la otra, evidentem ente son ce n tra ­
les, pero sin que p o r eso form en u n sector autónom o delim itado y separado
del resto de la activid ad colectiva. P or el c o n trario , se e n cu en tran in se p a ­
rablem ente im b ric ad a s (“e n c a stia d a s”, según la fam osa expresión de K arl
Polanyi) d e n tro del conjunto ele las realidades sociales. P o r lo tan to , no es
posible seg uir situ an d o el estudio de la Iglesia al m argen del análisis del
feudalism o, con el p retexto de que ésta perten ecería a un capítulo llam ado
: "religión", que n o ten d ría m ás que relaciones accesorias con las estructuras
sociales. R epitám oslo u n a vez más: la E dad M edia desconoce cualquier auto-
nom ización del cam po religioso, p u esto que la Iglesia en cu an to com uni­
dad es la sociedad global, m ie n tra s que en cuanto in stitu c ió n es su parte
do m inante la que d e te rm in a sus p rin cipales n o rm as de funcionam iento.
Como Alain G uerreau lo sugiere vigorosam ente, tenem os que considerar a
la Iglesia como garante de la unidad de la sociedad feudal, como su columna
vertebral y com o el ferm ento de su dinam ism o.

L O S FUNDAMENTOS DEL PODER ECLESIAL

Unidad y diversidad de la institución eclesial

De la Iglesia se dice que es la in stitución dom inante del feudalism o: ésta se


reproduce con éxito com o institución, pero sin que las posiciones en su seno
se trasm itan de m a n e ra p rin cip alm en te genealógica, com o re su lta común
p a ra u n a clase social. C iertam ente, el alto clero puede ser visto como la
fracción superior del grupo dom inante, aunque no form e, en cuanto clero,
una clase p rop iam ente dicha. P or añ ad id u ra, las relaciones entre el clero y
la aristocracia son am bivalentes. Estos dos grupos se encu en tran tanto más
cercanos cuanto que los hijos de la aristocracia m onopolizan la m ayor par­
te de los cargos del alto clero, aunque no h u b iera exclusividad alguna en la
m ateria. No obstante, la in co rpo ración en el sacerdocio rom pe —en teoría
y, en buena parte, en la práctica— los lazos que unen al clérigo con su paren­
tesco. O casionalm ente, u n abate o u n obispo po d rá obtener con m ayor faci­
lidad de sus p arientes ciertas concesiones a favor de la Iglesia (y recíproca­
m ente); pero con m ay or frecuencia todavía, la diferencia de posición hará
que prevalezcan los contrastes entre los intereses de los clérigos y los laicos.
Clero y aristo cracia son, p o r ende, cóm plices en la o b ra de dom inación,
aliados frente a los dom inados, aunque tam b ién com piten entre sí, tal como
infinidad de conflictos lo in dican , so b re to d o p o r el c o n tro l de las tierras
y los derechos que e stru c tu ra n la o rg anización de los señoríos, tan to los
laicos com o los eclesiásticos. Las n u m e ro sas críticas que los clérigos lan­
zan contra los aristócratas tiránicos y rapaces, a quienes se acusa de “malas
costum bres”, con frecuencia son u n a m an era de defender las prerrogativas
de la Iglesia y sus propios señoríos, especialm ente du ran te la fase aguda del
proceso de encelulam iento. Existe pues u n a rivalidad en tre las dos faccio­
nes del grupo d om in an te feudal, pero que p erm anece su p e d itad a al buen
ejercicio de su superiorid ad sobre los dom inados.
La m ism a in stitu c ió n eclesial no es hom ogénea. A dem ás de las c o n tra ­
de intereses o de los conflictos d octrinales que pueden o p o n er en
d ic c io n e s
su seno a d iferentes tendencias, existen im p o rtan tes d u alidades in stitu c io ­
nales. Una es je rárq u ic a, y ha sido sim plificada dem asiad o al co n tra p o n e r
al alto con el bajo clero; pero al m enos así se señala la considerable distan-
cia'entre los g ran d es d ig n atario s (abades, obispos, arzobispos, cardenales,
papas), algunos de los cuales se encu en tran en tre los p ríncipes m ás p o d e ro ­
sos de sus tiem pos, y los sim ples m onjes o sacerdotes, cuyo prestigio y poder
q u e d a circunscrito p o r lo general al m arco local. A unque se h a b rá de m o d i­

ficar o stensiblem ente en el curso de los siglos, la d iferen cia en tre clérigos
regulares y clérigos seculares es ig u alm en te im p o rta n te . Al e n tra r en u n a
uidui m onástica cuya Regla aceptan, los p rim eros eligen la h u id a del m u n ­
do s el aislam iento penitencial, rindiénd ose al sen/icio de Dios m ed ian te la
pLgana, el estu d io y, a veces, la actividad m an ual. E n cu an to a los seg u n ­
dos, que perm an ecen en el siglo, en m edio del m u n d o y en contacto con los
laicos, éstos tie n e n com o m isión el cu id ad o de las alm as (cura aním arum ,
de donde procede el no m b re que se da a los curas responsables de las p a rro ­
quias, cuya red p o r entonces se está fo rm and o), a través de la a d m in istra ­
ción de los sa c ra m e n to s y la en se ñ a n z a de la p a la b ra divina. Aun cu a n d o
algunos de ellos pu ed en co m b in a r am b as p e rte n e n c ia s o p a s a r de u n a a
otra, y aunque en tre los siglos xi y xm las m isiones de los regulares y de los
seculares se im b rican cada vez m ás, se tra ta de dos concepciones d istin tas
del m undo, cuya fo rtu n a va cam b ian d o , y de dos je ra rq u ía s p aralelas (la
primera p arcialm en te ab ierta a las m ujeres, la segunda estrictam ente reser­
vada p ara los hom bres) que a veces com piten con rudeza.
Sin em bargo, a p e sa r de las n u m ero sas d iferen cias in tern as, la Iglesia
existe como u n a u nidad, definida a la vez de fo rm a in stitucional y de form a
litúrgica. La d u alid ad que sep ara a los clérigos y a los laicos es en este sen­
tido fu ndam ental, au n cu an d o existe u n a zona in te rm e d ia y relativam ente
imprecisa en la fro n te ra de estos dos grupos. Así, algunos individuos p u e ­
den seguir siendo laicos reglam entariam ente, pero al m ism o tiem po se acer­
can o se in c o rp o ra n al estilo de vida m onástico (los conversos cluniacenses
se integran a la co m u n id ad m onástica, a u n q u e con u n estatu s subalterno,
mientras que los cistercienses se encu en tran separad os de los m onjes y son
responsables de las tareas m ateriales; hay que re c o rd a r tam b ién a los m iem ­
bros de las terceras órden es m e n d ican tes y las b eg ard as de finales de la
Edad M edia, m ujeres laicas que viven en las ciu dades com o m onjas); Ade­
más, algunos clérigos n o recib en m ás que las órd en es m en o res (porteros,
lectores, exorcistas, acólitos), o incluso solam ente la to n su ra que el obtspü
otorga y que confiere el e statu s clerical (el que p o r cierto casi siem pre es
requisito p ara gozar de la enseñanza universitaria). La pertenencia al clwo
po r lo tan to p arece te n e r dos niveles: la to n su ra y las órdenes m enores’son
suficientes p a ra co n ferir el e sta tu to de clérigo, pero ú n icam en te el acceso
en las órdenes m ayores (subdiácono, diácono, sacerdote) o el hábito mo­
nástico otorgan u n verdadero p o d er sim bólico e im ponen u n m odo de vida
fuera de lo com ún, m arcado p o r la abstinencia sexual. Es p o r esto que en la
F rancia de finales de la E dad M edia, u n a te rc era p a rte de los clérigos sin
contradicción alguna p ued e d eclarar sus lazos m atrim o n iales (puesto que
no h an recibido m ás que las órdenes m enores o la to n su ra). Sin embargo,
estas situaciones in term ed ias no le q u ita n n ad a de im p o rta n cia a la duali­
dad clérigos/laicos (es propio de toda realidad social el ser un contim m m de
situaciones concretas, de m an era que la delim itación de los grupos sociales
siem pre es m enos im p o rta n te que la identificación de las polaridades que
estru ctu ran el espacio social). Como lo afirm a hacia 1130-1150, con todo el
rigor necesario, el Decreto que se atribuye a G raciano, o b ra fundadora del
derecho canónico, "existen dos tipos de cristianos", los clérigos y los laicos.
El estilo de vida de los prim eros se caracteriza p o r la re n u n cia al m atrim o­
nio, al cultivo de la tie rra y a to d a posesión privada. G raciano subraya tam­
bién que la m arca de su estatuto es la tonsura, signo de la elección divina y
de la realeza de los clérigos —realeza evidentem ente espiritual, puesto que
el corte de los cabellos significa tam b ién la ren u n c ia a las cosas m ateria­
les—. Se tra ta tam b ién de u n a distinción de estatuto jurídico, pues los cléri­
gos, benefician ds del privilegio del fuero eclesiástico, no pueden ser juzgados
p o r los laicos, sino únicam en te p o r u n trib u n al eclesiástico, principalm ente
el del obispo. El que la sim ple to n su ra perm ita reivindicar este privilegio y
que los tribunales a veces deban p erseguir a los falsos clérigos que intentan
arrogárselo indebidam ente, no niega p a ra nada esta dualidad. Al contrario,
estas d isputas m u e stra n su fuerza m ás allá de las dificultades de la clasifi­
cación de las personas. E n total, el clero constituye u n grupo privilegiado,
investido de un prestigio sagrado, que ag rupa con to d a verosim ilitud —in­
cluso si consideram os sus m árgenes inferiores— a m u ch o m enos de una
décim a p arte de la población medieval.
A cum ulación material y poder espiritual.

g] poder m aterial de la Iglesia reposa en p rim e r lu g a r en su ex trao rd in aria


c ap acid ad p a ra a c u m u la r tierras y bienes. E ste pro ceso em pieza desde el
sig lo TV, cuando los cristian os em piezan a h acer do naciones a la Iglesia, es­
p e c i a l m e n t e al b o rd e de la m uerte, a f i n de aseg u rar la salvación de su alm a
en el más allá. E ste fenóm eno se extiende d u ran te to d a la E d ad M edia, y las
d o n a c i o n e s piadosas que los príncipes y los señores hacen a los m onasterios
son especialm ente a b u n d a n te s en tre los siglos xi y xn (véase la foto m .l).
A q u e llo s ta m b ié n fu n d an estab lecim ien tos m o n ástico s, a los cuales d o ta n
de los bienes necesarios p a ra su funcionam iento, con el propósito de asegu­
rarse el sostén m aterial y espiritual de unos "am igos poderosos”, tan to aq uen­
de c o m o en el m ás allá. Aun si las do naciones de tie rra son a veces m enos
generosas de lo que p arecen (puede tra ta rse en realid ad de la restitu ció n de
uíTbien usu rp ad o , de la com pensació n de otro favor o incluso de u n in ter­
c a m b i o ) , hay el riesgo de que sean c u e stio n ad as p o r los h ered e ro s del d o ­
n a n t e , lo cual conduce a la adopción de la fórm ula de la laudatio parentum ,
q u e asocia de in m ediato a la fam ilia con el acto de donación.
El resultado es elocuente. D esde el siglo vm, la Iglesia posee ap ro x im a­
damente la te rc e ra p a rte de las tie rra s cultivadas en F rancia, p o rcen ta je
que será idéntico en el siglo XIII (pero que parece d ism in u ir a 10% en el nor­
te de Italia). E n In g late rra , la Iglesia a b a rc a u n a c u a rta p a rte de ellas en
1066, y 31% en 1279. S in m u ltip lic a r m ás las cifras, es posible co n sid era r
que, según las fechas y los lugares, la Iglesia posee con frecuencia entre u n
cuarto y u n tercio de las tierras. Lo que realm en te significa esto es que las
diversas au toridades episcopales o m onásticas que conform an la Iglesia son
poderosos señores feudales. De hecho, habiendo sido objeto de u n a piadosa
donación, num erosos señoríos se encuentran en m anos de u n a institución de
la Iglesia —u n m o n asterio rep resentado p o r su abad, u n cabildo o u n obis­
po— que im pone a los dependientes las ren tas y las obligaciones vinculadas
con el p o der señorial, incluyendo el ejercicio de la ju stic ia (sin m en c io n ar
los casos de coseñoríos, co m p artid o s en tre u n laico y u n m o n asterio). P o r
último, la situación p articu larm ente ventajosa de la Iglesia no hace m ás que
consolidarse, porque, si es m ucho lo que recibe, no trasm ite nada. A diferen­
cia de los p a trim o n io s aristocráticos, que m uchas veces quedan divididos y
sujetos a los azares de los destinos biológicos de los descendientes, todo lo
que percibe la institu ció n eclesial perm anece en su posesión. Teóricam ente,
el patrim onio de la Iglesia no p o d ría q u ed ar m erm ado, y los donadores sub-
F o .o ü: . I , c ;,ú a a ¡ « , d e don ación , s i n t b u l u u J a p o r la en trena d e u na ig le s ia en miniatura
i¡jí ni un Ci.iu, Uj d e í siglo Al/, capitel d e Soiru-Lci-zarc d e A utan }.

D i CMC ..apile! ü ciruido, uh laico (del lado ¡z g u itrü o ) y un clérigo cu¡, su báculo, cuca cxlrcun du d este ioy
^ ü c u e n a m od elo a d u c id o de una iglesia, sím bolo de u n a nueva fu nd ación o d e í bien que es e! obiUuik
.a d onación. Las m an o s te n d id a s de! p rim e ro acaso in d ican qu e el laico ofrece la iglesia m ien tras .)U< .1
cleng o con ios b; a/.os , eeogidos la recibe. E n iodo caso, un áneel sale de 1a n ub e v parece a c e d a r la dmn
a o n , o p o r ¡o m enos bendecirla. E sto sugiere que las d o n acio n es p iad o sas sup on en un sistem a triangula.
O í o s o ios sanios son sus verdaderos d estin a ta rio s, y los clérigos sus sim ples "depositarios".
ravan frecu en tem en te que su bien se ha d ep o sitad o a p erp etu id a d , v no
puede cederse o ni siq u iera in te rc a m b ia rse. Sin em bargo, los perio d o s de
crisis favorecen la u su rp ació n de los b ienes de la Iglesia p o r los laicos, y la
colusión en tre el alto clero y la a risto c ra c ia p u ede p re se n ta r algunas des­
ventajas, p o r ejem plo cu an d o u n obispo poco delicado cede ciertos bienes
diocesanos en calidad de feudos a m iem bros de su propia familia. Y aunque
]a lalesia tiene que a su m ir im p o rta n te s gastos que a veces la obligan a ce­
der ciertas tierras o a d ep o sitar com o fianza ciertos bienes muebles, su es­
tatuto es tal que se beneficia de u n a capacidad de acum ulación sin igual en
el seno de la sociedad feudal.
Además de las tierras, es necesario in clu ir entre los bienes de la Iglesia
los edificios de los m onasterios, catedrales, dependencias y palacios episco­
pales. La m ayoría posee m uchos objetos preciosos: tapicerías, vestidos litúr­
gicos, retablos y estatuas, altares y pulpitos, libi os y cruces, cálices, vasos y
relicarios, con frecuencia de oro o de p lata con engastes de joyas preciosas,
v todos im pregnados de un gran valor espiritu al y m aterial. E stos objetos,
que tam bién pueden h ab e r donado los laicos, constituyen el “tesoro” de cada
iglesia: nombre que se le da entonces al con junLo de sus relicarios, libros y
objetos m ás preciosos (véase las fotos n i .10 y ix.3). Sem ejante tesoro, donde
lo material y lo espiritual se confunden indisolublem ente, es el m ejor m odo
de acrecentar los ingresos de u n a iglesia, pues atrae peregrinos, que no escati­
man sus óbolos a un santo prestigioso y a su “casa”, con la esperanza de re­
cibir favores futuros o com o agradecimiento p o r los ya otorgados. Pero tales
objetos son tam b ién los p rim ero s que son robados o que son pignorados en
los m om entos difíciles. Por últim o, hay que recordar que C arlom agno hizo
obligatorio el diezm o, el cual consiste, en prom edio, en u n a décim a parte de
la cosecha o del producto de las otras actividades productivas, y se destina
teóricamente al m antenim iento de los clérigos que tienen alm as a su cargo,
puesto que ellos no p ueden cultivar la tierra ni p ro d u c ir nada con las m anos
(lo cual significaría rebajarse y caer en la capa inferior de la sociedad). Como
veremos, d u ran te el curso de los siglos x v xi. con frecuencia los señores lai-
eos o los m onjes desvían los diezmos; un a vez que se recuperan, la mitad o la
tercera parte de su m onto está reservada para el cura de la parroquia, y ¡o de­
más queda p a ra el obispo y el m an ten im ien to de Jos,pobres. Adem ás de su
destinación práctica, el diezm o es tam bién la m arca del reconocim iento del
poder del clero; es el “signo de la dom inación universal de la Iglesia”, según
las palabras del papa Inocencio III (toda resistencia hacía el clero lógicam en­
te se com bina con el rechazo o al m enos la reticencia a pag ar este diezmo).
Todo lo a n te rio r sería incom prensible sin el p o d er espiritual que se rs
lacíona con las funciones p rop ias de los oratores. Su oficio consiste en hj
cer plegarias y en realizar los ritos, no solam ente p a ra sí m ism os, sino paj­
el conjunto de los cristianos, que de esta m an era pueden, sin pensar siquje
ra en que otros se responsabilizan de su salvación, librarse a las actividade<
propias de su orden, a co m b atir o a p ro d u c ir (véase la foto III.2 ). Los espe
cialistas de la o ració n y de la liturgia que los clérigos son, ofician para tocio;
los seres vivos, y m ás todavía p o r los m uertos, cosa que se convierte en uue
gran especialidad m o nástica, sobre todo en los siglos x a xn. Las donacio­
nes pro remedio anim ac (para la salvación del alm a) p erm iten el ser inclui­
do entre los fam iliares de la com unidad m onástica, en cuyo favor ésta eleva
sus oraciones y celebra sus m isas, o inclusive de ver el p ropio nom breins-
crito en el libro de la vida (o necrología) del m onasterio, a fin de que perió­
dicam ente se le rem em o re. A dem ás de las p legarias p o r los m uertos, los
clérigos asu m en dos funciones principales, en virtud del p o der sagrado que
les confiere el ritu a l de o rd en ació n sacerdotal: tra s m itir la enseñanza v la
p alab ra de Dios, y o to rg ar los sacram entos, sin los cuales la sociedad cris­
tiana no se po d ría reproducir. Se tra ta en p rim er lugar del bautism o, que al
m ism o tiem po abre la p rom esa de la salvación (por esto se llam a la "puerta
del cíelo”) y da acceso a la com unidad cristiana, y p o r consiguiente a la vida
en sociedad (no existe n in g u n a fo rm a de reg istro de la existencia social,
aparte del de la Iglesia, antes de la aparición del registro civil, a p a rtir de fi­
nales del siglo xvm). El ritu al eucarístico no es m enos fundam ental. Genial
invención del cristian ism o , m ed ian te la cual el sacrificio del dios triunfa
definitivam ente sobre el sacrifico al dios, la m isa (du ran te la cual “el dios se
ofrece a sí m ism o ”, según la expresión de M arcel M auss) reafirm a constante­
m ente la cohesión de la sociedad cristiana. M ediante la reiteración del sacri­
ficio red en to r de Jesucristo, la m isa garantiza la incorporación de los fieles
a la com unidad eclesial y, com o sacrificio ofrecido p o r ésta, garantiza la circu­
lación de las bendiciones con la esperanza de la salvación de los justos.
E n la segunda p a rte volveré a h a b la r de los sacram entos, en particular
del m atrim o n io (a los ya m en cio nados hay que sum ar, p a ra com pletar el
septenario que se constituye en el siglo x i i , la confesión, la confirm ación, la
ex trem aunción y la ordenación). Pero es posible ver ya que estos ritos son
indispensables p ara garan tizar la cohesión de la sociedad cristiana, así como
eí desenvolvim iento de to d a vida h u m a n a en su seno. M arcan sus etapas
principales (nacim iento, m atrim o n io y m uerte) y sólo ellos auto rizan la es­
p eran za en la salvación en el o tro m u n d o , sin la cual la vida terre n al no
pii n un sentido cristiano. Ahora bien, ú n icam en te los sacerdotes pueden
évar a cabo todos estos ritos (a veces se discute p a ra saber si un laico pue-
£ ”éri un caso de urg en cia, p ro c e d e r al b au tism o , pero se tra ta de un caso
■xcepcional que casi no tiene efectos prácticos y no contradice la regía fu n ­
damental). Así, los clérigos, especialistas de lo sagrado y dispensadores ex­
clusivos de los sac ra m e n to s que toda vida cristian a requiere, disp o n en de
¿ i monopolio decisivo: sin su ayuda y asistencia no se puede ni vivir en la cris­
t ia n d a d ni a s p ira r a la salvación. Los fieles no pu ed en beneficiarse de la
gracj.i divina sin som eterse a la m ediación de los clérigos, sin re c u rrir a los
o'e-.tns a los que la ordenación sacerdotal confiere un poder sagrado. El clero
es sin d uda alg u n a u n in te rm e d ia rio n ecesario en tre los hom bres y Dios.
Sería absurdo —au n q u e conform e con nuestros propios hábitos m en ta ­
les— sep arar la p a rte m a te ria l y la p a rte esp iritu al del po d er de la Iglesia.
En la lógica del sistem a m edieval, sem ejan te división carece de sentido,
puesto que la Iglesia se define a 1a vez p o r el hecho de ser una in stitu ció n
encarnada, fu n d ad a sobre bases m ateriales muy sólidas, y u n a entidad es­
piritual sag rada (aun cu an d o la form a de a rtic u la r am bas dim ensiones no
se logra sin dificultades, com o h a b rá de verse). La Iglesia no tendría poder
material alguno si no se le reconociera u n inm enso p o d er espiritual: no p o ­
dría ten er lu g a r do nación alguna de tie rra s o de bienes sin el a rre p e n ti­
miento que nace al final de u n a vida sobre la que pesa la reprobación de los
clérigos, sin la preocupación de la salvación del alm a y sin la idea de que la
Iglesia pued e ay u d a r a los difun to s en el m ás allá. Adem ás, no se entregan
donaciones a la Iglesia p ara que ésta las acum ule, sino para que a su vez las
done (socorro m aterial a los p obres y a los enferm os, beneficios espirituales
a los donadores y a sus fam iliares). P o r lo tan to conviene rectificar la expre­
sión que utilicé anteriorm ente: si la Iglesia goza de una ex trao rd in aria cap a­
cidad p ara acu m u lar tierras y riquezas, es porque se le reconoce una fuerza
distribuidora todavía mayor; es porque es capaz de garantiza]' una circulación
generalizada de los beneficios m ateriales y espirituales.

La circulación generalizada de los bienes y las gracias

Desde principios del siglo XX, es frecuente co n sid erar que los fieles dan a la
Iglesia b ien es m ate ria le s a cam b io de beneficios ya recibidos o esperados
(protección, curación, salud), h aciend o referen cia de m an era m ás o m enos
precisa a la lógica del don y del co ntrado n, an alizad a p o r M arcel M auss (la
c iI ji s iü í m fíjiiiecriitó .
M frtire irm b iita fto
iic a iiíiiw ititiia iiifr
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ímmmmimnmm
íM M ((M 3 S M S B S S m
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r o ío lü .i. Lu ¡)i\)cc^ió¡i ucl púpu Gicguiiu Mugnu áciUnc la pesie que fustigó a R om a (hacia I4¡3;
Lab m u y ric a s ñ o ra s ele! d u q u e J u a n d e B erry, C h a n íilh ’, Condé, 65, f 7 í\\-7 2 ).

t s í a s u n iu ü s a in iijiaiu r; a p u e s t a en los m á rg e n e s cu lo m o al Lexio d e los s a lin o s peüHeiK kiSe^


y d e las- le ta n ía s , e sc e n ií q u e se a trib u y e a G re g o rio M agno: en ei a ñ o 590, é ste ve so b re id
íiliu S an A ngel ia a p a ric í M igue], q u ie n e n ru n d a la e sp a d a p a r a s ig n ific a r el ím ele la epiüemw
u e p e sie (la lla m a d a pes t). E s e v id e n te q u e la im a g e n tie n e p o c o q u e v e r co n la s r e a l i d a d : : ^
sig lo vi; m á s b ie n ev oca i ig le sia r o m a n a a fin a le s d e h\ E d a d M edia. R om a p a re c e u n a . a 1’A
¿ . K ” -> 1 " .u lc ifo n -* ti *íllTlBllgrtlM.O&
fk llltr lOiMIUtfS-
Mpnfci .i& u aw 0 < v.
® ]!llllfSÍc!!lC tl|Jll<W
.P E .if f r tttttis ttilw d i f r i ? i o p t e r t e « 0 sC
iitf x tn r r a o E .
.í ||t ^ im ittiip T O iitó u K d tp U llfB O ft.
líW is n iifn iiT iio te I íl H (IT t i II Ü l f í l , 0 f c

T i r a p t iiiis f t in t t f t .CttMClfrlSJfc
# ? . n i t f t i i r i i i l i B .i .® ! " líllilt llffs s iiv
' ' g g 'í m a a n m i r . U '^ Wm
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11mis tou. i;iJfetir h . lítf tM tá íif iiv
j g g i ^ : c 4 t tw tiio M ¿ :!ttC láCOttl0K‘
m ftiiflíiis '% ü o i m m A t m . m '
fv ..ii íM o m m it m ' - mAiMmoK
\l f t . . ":i « e l i s i a s ® ^ fíta m ír n m w lm w ■■ f-
im mitro tur tM M pm n o tm jfflQ K ;
y * ¿#*
M M & pm m b. illIílTllMCtllá. OK‘ r-a ■
t m m ím á w lM x ■ A ; ,
U: ^ . l u a C t U l H C , 3tv % l i í t t ‘u . . . ; oiv
■ ir . .■ ..■ •u i.o k

í!

■k ie ra rq u ía cSci'ical se p re se n ta co n esm e ra d o ord en , b ajo la a u to rid a d del papa, que e \a a


v está"rodeado del colegio de card en ales. La a b u n d a n c ia de objetos litú rg ico s es im p ie sio n a n c.
. b an d eras p rocesionales, in cen sario y aspersor, libros b e l m e n t e en cuadernados, ostensoi ios >•
, ,s. La ¡m asen m u e stra ad em ás u n a form a frecuente de la. p, u n c a h lú rg te a üei e s p a a o : la deán: -
n p ro cesion al en to rn o a las m u ralla s, lo cual fortalece sin ,b o l,.á m e n te m ¿ e n l a c i o , e mc lo
interior v lo exterior, a fin de p r e s e ñ a r a la cuidad de las a m e n a /a s que se c iu n -i. so c
cual no p resu p o n e p a ra n a d a u n juego sin ganancias y sin pérdidas entr|l
p articip an tes ub icados en u n plano de igualdad). Diversos estudios re c i­
tes nos convidan a m odificar esta lectura. E n efecto, al m enos cuatro po!os
intervienen: ap arte de los clérigos y los donadores, hay que incotporm a \0í¡
pobres, encarn acion es del prójim o y dobles de Cristo, a quienes sl destíña!
u n a p a rte de las d onaciones que la Iglesia recibe, y sobre todo no hay qUe
olvidar a Dios y a los santos, los únicos dispensadores reales de la gracia?
esp iritual y los verd ad ero s destin atario s de las donaciones que los monjes i
reciben en su nom bre (véase la foto m .i). A m ás de esto, la operación es mu-í
cho m ás colectiva de lo que parece: de conform idad con la lógica de la latí-!
dar io parenfm n , las donaciones im p lican a los p arientes del donador, y las'
actas precisan que se realizan p a ra beneficiar no solam ente al alm a de este
últim o, sino tam bién (y acaso sobre todo, según Michel Lauwers) a las de sus';
p arientes y de sus antepasad os; a esto se puede a ñ a d ir que si las plegarias
de los m onjes m encionan específicam ente los nom bres de los donadores, a í
m ism o tiem po buscan asegurar la salvación de toda la cristiandad. Finalmen­
te, num erosos rasgos escapan a la lógica del don y contradon: aqj tel que da
no es p recisam ente aquel que recibe, de m an era que nadie puede estar se­
guro de lo que re c ib irá (los clérigos no pued en asegurar la respuesta de la
todopoderosa divinidad, la única que otorga la salvación); aquel que da es de
hecho aquel que ya h a recibido (los clérigos insisten en el hecho de que los
donadores no hacen m ás que restitu ir u n a p arte de los bienes donados por
Dios); aquello que se recibe jam ás está vinculado ni directa ni proporcional­
m ente a lo que se h a donado (porque en to d a gracia espiritual intervienen
de m anera d eterm inante tan to el tesoro de los m éritos acum ulados por los
santos y los efectos favorables de su intercesión perm anente ante Dios, corno
la to talidad de las ofrendas eucarísticas realizadas en to d a la cristiandad).
Es verdad que los aristócratas que donan tierras esperan que este gesto
les valga, a ellos y a sus antepasados, bendiciones espirituales y, en prim er
lugar, la salvación en el m ás allá. Pero, m ás que u n a lógica del don/contra-
don, m ed ian te la do nación a los santos y a Dios se preten d e ’-cabz.u una
espiritualización de los bienes ofrecidos, transm utándolos en i e.tluladeses-
p irituales m ás útiles que los bienes m ateriales, m ientras que la incorpora­
ción de los donadores en u n a com unidad m onástica les asegura la ayuda de
u n a vasta red de am igos piadosos y espiritualm ente poderosos (Dominique
Iogna-Prat). Sobre todo, la p ráctica de la donación en la sociedad cristiana
no puede ser analizada sin considerar la noción fundam ental de caridad (ca­
ritas), que designa el am o r pu ro cuya fuente es el Creador y por cuya virtud
j j^m bre no sólo am a a Dios, sino tam b ién a su prójim o, gracias al am o r a
píos (véase el capítulo IX en la segunda parte). Anita Guerreau-Jalaberl ha de­
mostrado que con sem ejante fundam ento no sería posible que existiera m ás
cue un “sistem a de in tercam b io generalizado", que "excluye toda reciproci­
dad estrecha v exclusiva”. E n este m arco, no sería posible donar para recibir
c a m b i o : el ú n ico don válido es el g ratu ito , el que se realiza sin esp erar
liada a cambio, p o r el am o r a Dios, de la m ism a m anera que Dios m ism o se
e n t r e g ó librem ente a la m uerte p ara s a lv a ra la h u m an id ad . El don in te re­
sado el que espera algo a cam bio, es denunciado com o un signo de vanidad
s ele codicia; de m an era que hay que interesarse en el desinterés, sin que sea
posible d esin teresarse por interés. En la c ristia n d a d —y a pesar de la apa­
riencia de regateo que puede revestir la relación con las figuras so b ren atu ra­
les en ciertos relatos de m ilagros, p o r ejemplo, las Cantigas de santa María de
Alfonso el Sabio— se da y se recibe, pero no es posible d a r para recib ir y,
sobre todo, no se recibe porque se dé. Se debe dar p a ra contribuir al gran te­
soro, a la vez m aterial y esp iritualizad o p o r las donaciones, que la Iglesia
debe adm inistrar. Y se p u ed e recib ir porque, existe este gran tesoro de gra­
cias espirituales, convertibles en beneficios m ateriales.
El don g ratu ito que se hace a Dios y a los santos es pues u n a m an era
preferencia! de integrarse en la red de intercam bio generalizado de los bie­
nes v las gracias, de c o n trib u ir a su b uen funcionamiento, con la esperanza
de que éste extenderá al individuo y a sus parientes algunos de sus beneficios,
tanto aquende com o en el m ás allá (inversam ente, el avaro, culpable de ate­
soramiento, y todos aquellos que se olvidan de las obligaciones del don, se
excluyen de esta red y se exponen a graves consecuencias). En el cen tro de
este sistema, innegablem ente, se encuentra la Iglesia, operadora decisiva de la
transm utación de lo m aterial en espiritual e in te rm e d iaria obligada en los
intercambios en tre los h om bres y Dios. Porque hay que añ ad ir que et sacri­
ficio eu carístico es el m o to r indispensable de. la circulación de las gracias.
Es esencialm ente m ed ian te las m isas celebradas p o r los clérigos com o los
bienes m a te ria le s ofrecidos p o r los d o n ad o res se tra n sfo rm a n en benefi­
cios p a ra las alm as. M ás am pliam ente, es m ed ían le la m isa —sacrificio a
Dios que sólo tiene sen tid o p o rq u e es el sacrificio de Dios— que quedan
garantizados a la vez la cohesión del cuerpo social y la circulación, en su
seno, de la gracia divina. Y finalm ente es p orq ue la Iglesia ocupa esta p o si­
ción de o p e ra d o ra decisiva y de in te rm e d ia ria ob lig ad a en el intercam b io
generalizado, que dispone de tanto s bienes m ateriales, m ism os que los lai­
cos ofrecen a Dios y a los santos, y confian a la Iglesia a perpetuidad.
N o es posible te rm in a r este p rim e r esbozo de la organización de la Igle.
sia, esencialm ente fu n d ad a en su capacidad de ase g u ra r la cohesión del
' cuerpo social, sin evocar la p arte coercitiva de su poder. A la capacidad de
in clu ir a los fieles en la u n id ad de la com unidad terren al y potencialm ente
en la g loria de la Iglesia celestial se co n trap o n e el tem ible p o d e r de exclu­
sión que los clérigos poseen La excom unión consiste en efecto en expulsar
al pecad o r de la sociedad cristiana m ediante la prohibición del beneficio de
los sacram en tos, m uy particu larm en te de la com unión (la cual se muestra
así com o el signo tangible de la integración social), y la negación de la po­
sibilidad de ser enterrado en la tierra consagrada del cemenLerio cristiano.
C iertam ente, la excom unión no es m ás que una p en a terrestre, que no se
co n sid era com o u n a co ndena eterna, pero que al privar al culpable de los
in d isp en sab les m edios de la salvación que los sacram en to s representan, y
al exponerlo al riesgo de m orir en estado de pecado m ortal sin confesión, lo
coloca peligrosam ente bajo la am enaza de las llam as del infierno. Además,
el anatem a es u na form a p articu lar de excom unión, asociado con la maldi­
ción e te rn a de los culpables. D urante los p rim ero s siglos de la Iglesia, el
an a te m a se p ro n u n c ia b a co ntra los herejes, tales com o los discípulos de
Ario, quienes al ab a n d o n a r la verdadera fe p erd ían to d a posibilidad de sal­
vación, igual que los no bautizados. Sucesivam ente se utiliza c o n tra todos
los enem igos de la Iglesia, sobre todo d u ran te los siglos X y XI, épocá en la
que tam bién se pueden constatar frecuentes utilizaciones de las maldiciones
m o násticas, m ed ian te las cuales los m onjes no d u d a n en co n d en a r a sus
adversarios al castigo eterno del infierno (Lester Little). A demás de su utili­
zación en contra de las desviaciones h eréticas, la excom unión y, en menor
m edida, el an atem a son arm as que la Iglesia utiliza en sus luchas contra la
aristo cracia y los príncipes (por ejem plo, co n tra el em p erad o r E nrique IV,
hacia 1070, o Felipe I, rey de Francia,, entre 1094 y 1099). Los sim ples laicos
con frecu en cia se ven afectados p o r ello, p u esto que la excom unión de un
gran p ersonaje puede estar aco m pañada de la p rohibición litú rg ica que se
extiende a todos sus dom inios o a todo su reino: los clérigos reciben por lo
tan to la ord en de su sp e n d e r todas las celebraciones, haciendo así que el
riesgo de la m uerte espiritual se alce sobre to d a la población. E n estas con­
diciones, no existe casi ningún príncipe que pueda perm anecer m ucho tiem ­
po en estado de excom unión, y que no busque la reconciliación con la Iglesia,
indispensable para conseguir que se levante u n a sentencia ta n grave para él
y tan m olesta p a ra el ejercicio de su autoridad.
£Z monopolio de lo escrito y de la trasm isión de la palabra divina

l a Iglesia no se co n te n ta con jugar, en el corazón del orden social, ei papel


c,Je vengo de a n a liz a r E stru c tu ra casi todos los ám b itos im p o rtan te s de la
vida en sociedad y contribuye de m anera decisiva a su reproducción, com o
veremos en la segunda parte. C uenta entre sus deberes la hospitalidad (con
frecuencia p esad a p a ra los m o n asterios, p rin c ip a lm en te ios b enedictinos,
que están abiertos a tal exigencia y m uy frecuentem ente son los únicos refu ­
gios de los p eregrinos y de los viajeros), así com o la asistencia a los pobres
v a los enferm os (que es u n a de las principales justificaciones de los bienes
que la Iglesia posee). De hecho, los cuidados que son posibles gracias a las
técnicas lim itadas de la m edicina m edieval se d ispensan casi exclusivam en­
te en los establecim ientos que dependen del clero: la casa de Dios, asociada
con las cated rales (o con iglesias m en o s im p o rta n te s) y que c o m b in a n la
asistencia a los p ob res con las cu racio nes de los en ferm os, sin d istin g u ir
siempre entre am bos casos; los establecim ientos de la orden de los h o sp ita­
larios de San Antonio, que fue creada en 1095, y donde se refugian especial­
mente las víctim as del "mal ard ien te” (o el "fuego de san A ntonio” provoca­
do por el cornezuelo del centeno); o incluso tam b ién las leproserías.
Aquí m e lim itaré a evocar el casi m onopolio de lo escrito y de la tra sm i­
sión de la P alab ra divina que ejercen los clérigos. C iertam ente, d u ra n te la
alia E dad M edia y h a sta el siglo XI, la p ala b ra escrita no tien e m ás que un
lugar restricto en la sociedad. El m anejo de lo escrito es p o r entonces u n a
exclusividad de los clérigos, h a sta el p u nto que la oposición entre los le tra ­
dos (litterati) y los iletrad o s (illitíerati), rep ro d u ce exactam en te la división
entre clérigos y laicos. Esto se ve reforzado tam bién p o r el divorcio —confir­
mado en la época carolingia— entre las lenguas habladas, las cuales evolu­
cionan p a ra fo rm a r las d iferentes lenguas vern ácu las europeas, y el latín,
que más o m enos se estabiliza aunque no se haya restablecido en su pu reza
clásica. El latín —se en ten d ía ta n poco que desde el siglo IX se reco m ien d a
traducir los serm on es a la lengua v ulgar— asum e en tonces el esta tu to de
lengua de la Iglesia, propio de los clérigos, y de lengua sagrada, vehículo ex-
clusivo y esotérico del texto bíblico. La oposición latín/lengua vernácula por
lo tanto rep ro d u ce la d ualid ad lüteratUillitíerati, que form a p a rte del p o der
sagrado de los clérigos. Sólo estos últim os p u ed en acceder a la Biblia, fu n ­
damento del orden cristiano; son los especialistas incontestados de la escri­
tura y todos los libros son copiados en las scriptoria de los m onasterios.
Desde los siglos XI y xn, las utilizaciones de lo escrito se tra n sfo rm a n y
se diversifican. A um enta considerablem ente la producción de manuscritos:
en el norte de F rancia, p or ejem plo, se m ultiplica p o r cuatro entre los siuÍo.s
xi y xn, y todavía p o r dos d u ra n te el siglo xm , época en la cual esta activi­
dad es com partida p o r los talleres laicos urbanos, que em plean m étodos de
copiado en serie, aum entand o el ritm o de la producción y reduciendo nota­
blem ente el precio de los libros. Los m onasterios expiden cada vez más cat
tas, que p ro n to se copian y se reco p ilan en cartularios, m ien tras que se
m ultiplican los docum en tos y las decisiones em itidas p o r las cancillerías
—episcopales y pontificales, aunque tam bién principescas y reales—, en las
que por lo general son clérigos los que m anejan la p lum a y ocupan el cargo
del canciller. Pero, sobre todo, h acia el año 1100 sobreviene u n a novedad
notable que ro m p e el sistem a descrito con an terio rid ad , en particu lar la
casi equivalencia en tre escritura, la tín e Iglesia. E fectivam ente, las corles
aristocráticas, donde se h a b ía desarro llado u n a im p o rta n te lite ra tu ra oral
en lengua vernácula, logran v erterla a la escritu ra, frecu en tem en te con 1 1
ayuda de clérigos (canciones de gesta, com o E l cantar de Roldan, \ poesía
lírica, inicialm ente), a p e sa r del desprecio de los letrados p o r las lenguas
que hasta entonces se consideraban indignas de asu m ir form a escrita.
Por m ás notables que resulten, tales evoluciones siguen siendo limita­
das. A p esar del em pleo creciente de la p alab ra escrita, la lengua oral y los
adem anes ritu ales co n tin ú an dom inando la vida social. A unque se consig­
nen p or escrito, las obras literarias se siguen haciendo principalm ente para
n a rra rse o ralm en te o cantarse: la voz sigue p red o m in an d o sobre la letra
(Paul Z um thor). La co stu m b re se repite oralm en te en la aldea d u ran te u j
rito anual, m ien tras que en la ciudad los pregoneros a n u n cia n las decisio­
nes im portantes. La voz y el oído siguen siendo los conductos esenciales del
verbo: u n a carta, p ara entenderla bien, h a de ser escuchada antes que leída,
e incluso la lectu ra individual no puede realizarse sin p ro nunciar, aunque
sea en voz baja, el texto que los ojos recorren (la lectura silenciosa, que nos
parece a h o ra ta n n atu ral, ta rd a en ap a rec er y lo hace tím idam ente). Ade­
m ás, en tre los siglos xi y xm , la educación de los laicos u rb a n o s y de los
aristócratas m ejora sensiblem ente, y m uchos de ellos son al m enos semile-
trados, pues h a n apren d id o a leer au n q u e no saben escribir. P or lo tanto
puede suced er que p o sean m an u scrito s, que adem ás de in stru m en to s de
lectura con frecuencia son signos de prestigio.
P or entonces se p re se n ta el p ro b lem a del acceso de los laicos a la Bi­
blia. Aunque sucede que la Iglesia p ro h íb a con extrem o rig o r a los laicos la
posesión del texto bíblico, en p a rtic u la r cuando a fro n ta focos de herejías,
p0r lo general se ocup a en restrin g ir su acceso al texto sagrado, m ás que en
prohibirlo totalm en te. Así,, los laicos pu eden p o seer ciertos libros bíblicos,
^ e s p e c ia l el Salterio, con el cual se ap rend e a leer, pero no la B iblia en su
letalidad. Los clérigos sobre todo les precep tú an el recurso a versiones glo­
sadas del texto bíblico, es decir, provistas de las in terp retacio n es que se ju z ­
gan correctas. A p a rtir de la segunda m itad del siglo xn em piezan a a p a re ­
c e r traducciones a d a p ta d a s de la Biblia en lengua vernácula, pero se tra ta

en realidad de histo rias bíblicas recom puestas, com o la Historia escolástica,


que retom a el prin cipio de la Historia Scholastica de Pedro C om estor y que
tradujo H erm án de Valenciennes, o la Biblia historial de G uiart des M oulins,
un siglo m ás tarde. Será en J a segunda m itad del siglo xrv cuando p o r el im ­
pulso de so b eran o s corno Carlos V de F ran cia o W enceslao de B ohem ia
aparecerán traducciones literales y com pletas de la Biblia.
En total, m ás que co n tra p o n e r lo escrito y lo oral, es necesario insistir
en su im bricación. A nita Guerreau-.Talabert in d ica que, p o r lo dem ás, es
éste el m odelo p ro p o rcio n ad o p o r la "doble n a tu ra le z a del verbo divino,
que se m anifiesta con las dos especies de la Escritura y de la P a la b ra ”. El
cristianismo m edieval es tanto u n a religión del Libro com o de la P alabra, y
el control de los clérigos se ejerce m ed ian te su acceso privilegiado a las es­
crituras sagradas, tan to com o p o r la trasm isió n exclusiva de la P alab ra di­
vina. La interacción entre la lengua escrita y la oral se da en todos los ám b i­
tos, desde las diversiones de corte h a sta las litu rgias de la Iglesia: “Lo oral
se escribe y lo escrito p reten de ser u n a im agen de lo oral" (Paul Z um thor).
La Biblia es leída en voz alta en los m o n asterio s y d u ra n te la m isa; los li­
bros litúrgicos sirven p a ra el b u e n ejercicio de la p a la b ra y de los gestos
sacramentales, m ie n tra s que los serm ones, que se consignan en c o m p ila­
ciones cada vez m ás n u m erosas y elabo rad as, se d e stin an a la p rédica. F i­
nalmente, no se pued e e n c o n tra r m ejor ejem plo de esta im bricación que la
práctica del ju ra m e n to , la cual constituye u n o de los fu n d a m e n to s de las
relaciones sociales en el m undo m edieval. Validación indispensable de todo
com prom iso im p o rta n te , com en zand o p o r la fidelidad vasallática, el ju r a ­
mento, que g eneralm ente se p resta sobre la B iblia o el Evangelio (a m enos
que se recurra a las reliquias), basa su fuerza en el vínculo establecido entre
la sacralidad del Libro y la gravedad de las p alab ras p ro n u n ciad as. De esta
m anera, lo escrito, cuya rareza lo dota de u n a sa cralid ad todavía mayor, y
que confiere u n p restig io m u ch o m ás n o tab le a los que saben m an ejarla,
por lo general sólo tien e sentido si está asociado con p rá ctica s sociales en
las que la p a la b ra desem peña u n papel determ inante. Y si bien los clérigos
pierden, entre los siglos xn y xm, el m onopolio de lo escrito, siguen conser­
vando en lo esencial el dom inio del dispositivo que articu la lo escrito y lo
oral. Aunque ya no'son los únicos que pued en leer la B iblia, m antienen el
m onopolio de su in terp retació n legítim a y de la enseñanza de las discipli-
ñas encargadas de establecerla, com o se verá un poco m ás adelante. Sin
duda les im p o rta m ás el derecho exclusivo de d ifu n d ir la P alabra de Dios
que el control absoluto de lo escrito, com o lo in d ican la estricta vigilancia
de toda tentativa de predicación laica y el rol estratégico de esta cuestión en
el desencadenam iento de las herejías.

REFUNDACIÓN y SACRALIZACIÓN CRECIENTE


d e la I g l e s ia ( s i g l o s x i y x ii)

El sistem a que he esbozado an terio rm ente no se form ó ni se consolidó sin


luchas a veces violentas. Es el resultado de un proceso durante el cual la po­
tencia de la institu ción eclesial se reforzó, y del cual ah o ra hay que evocar
las principales etapas. Aun cuando los fenóm enos aquí descritos prolongan
una dinám ica iniciada desde los siglos iv a vi, en ciertos aspectos tam bién
se trata de una refundación (con bases parcialm ente antiguas). Corno ya lo
expliqué, el fracaso de la ten tativ a carolingia libera a la Iglesia rom ana de
una asociación gernelar con el Im perio, la cual, por el contrario, perdura en
Bizancio. E n el siglo X, la disem inación del poder de m ando hace de la Igle­
sia la única in stitu ció n susceptible de llam a r al orden y a la “paz de Dios".
Al m ism o tiem po, el proceso de encelulam iento y la instalación de los seño­
ríos la obligan a reaccionar con fuerza, p a ra evitar verse presa en la red se­
ñorial y a fin de ser, p o r el contrario, su principal ordenadora.

El tiempo de los monjes y la debilidad de las estructuras seculares

E n el siglo x y a principios del xi la Iglesia se encu en tra en u n a posición di­


fícil. La au to rid ad del papa sigue siendo débil, sujeto com o está a los azares
de la política im perial y los conflictos entre las facciones de la aristocracia
ro m an a, m ien tras que los obispos e stá n expuestos a las presiones de los
aristócratas locales. Los señores laicos se ap ro p ian el control de las iglesias,
cuyos en cargados ellos n o m b ra n y cuyos diezm os y ganancias ellos perci­
ben. P or lo ta n to la Iglesia está en peligro de verse absorbida p o r las nuevas
estructuras que son el resu ltad o de la form ació n de los señoríos, en una si­
tuación de d ep en d en cia en relació n con los laicos, que son los principales
beneficiarios de d ich a fo rm ación . El llam ad o a u n a “paz de Dios" que los
clérigos lan zan en diversas ocasiones d u ran te los decenios anteriores y po s­
teriores al año m il, parece ser u n p rim e r esfuerzo p o r evitar tal situación y
defender la posició n de la Iglesia. Aun cu an do m oviliza ocasionalm ente al
pueblo en co n tra de las m alas costum bres de los dom inantes laicos, el obje­
tivo esencial del m o v im ien to de ia p az de Dios es el m a n te n im ie n to de un
orden señorial que la Iglesia p reten d e dom inar.
Aunque el conjunto de la je ra rq u ía secular está debilitado, el siglo x y la
prim era m ita d del xi están m a rc a d o s p o r u n co n siderable desarrollo m o ­
nástico, del cual el éxito y la ex p an sió n de Cluny son el m ejo r testim onio.
Fundado en el añ o 910, gracias a u n a d o n ació n de G uillerm o, d u q u e de
Aquitania y conde de M ácon, el m on asterio borgo ñón adopta la regla b en e­
dictina, con la in ten ció n de re a liza r u n a refo rm a de las prácticas m o n á sti­
cas, que m uy frecuentem en te 110 cum plen con las prescripciones de san Be­
nito. Al m enos tres facto res co n trib u y en a la c o n stitu ció n de lo que los
historiadores no h an d u d a d o en lla m a r el “im p erio clum siense". P ara e m ­
pezar, el m o n asterio dedicado a san Pedro y a san Pablo está colocado bajo
^ p ro te c c ió n directa del pap a, y se beneficia, desde el año 998, de u n a exen­
ción total en relación con el obispo, que luego se va extendiendo a todos los
cluniacenses, d o n deq u iera que se encuentren, y finalm ente a todos los esta­
blecim ientos que depen d en de Cluny (1097). Si desde el Bajo Im perio y so­
bre todo desde la época carolingia, u no de los .fundam entos de la autoridad
eclesial residía en el privilegio de la inm unid ad , que libraba a los bienes de
la Iglesia de to d a interv en ció n p o r p a rte de los agentes de la a u to rid a d p ú ­
blica, esta cu estió n ya no tiene p o r entonces gran im portancia, y la afirm a­
ción del p o d er de los m onasterio s, en Cluny y en o tras partes, reside ahora
en la exención, que despoja al obispo, a u to rid ad n o rm alm ente soberana de
su diócesis, de toda jurisdicción y todo derecho de intervención en los asuntos
4e los m onjes. P or o tra parte, la “iglesia cluniacense” (ecclesia cluniacencis)
adopta u n a e stru c tu ra m uy centralizada, cuyas líneas de fuerza y fu n ciona­
m iento D om inique logn a-P rat recientem ente h a señalado. Al principio, es a
título p e rso n a l que el a b ad de Clunv es tam b ién a b ad de los m o nasterios
que a él a c u d e n p a ra re fo rm a r su estilo de vida y sus p rácticas litúrgicas.
Luego se convierte in stitu cio n alm en te en u n "a rch iab ad ”, jefe de todos los
establecim ientos d ep en d ien tes de él, abadías o con m ás frecuencia p rio ra ­
tos (de los que u n sim ple p rio r tiene la re sp o n sab ilid ad inm ediata). Así se
form a algo que no es realm ente u n a orden religiosa, puesto que no existen
ni una organización en provincias, ni las instancias colegiales directivas, sino
u n a vasta red de establecim ientos, unificada p o r la adopción de las mismas
costum bres m o n ásticas y som etida a la au to rid ad única del abad de ciu rrf
Por últim o, C luny sabe re sp o n d e r p erfectam en te a las necesidades cíe
u n a sociedad d o m in a d a p o r la a risto cracia. Los m onjes cluniacenses son
especialistas en la liturgia, a la cual o torgan u n a im p o rtan cia y un fasSo
considerables (véase la foto in.3), especialm ente todo lo relacionado con la
litu rg ia fu n e ra ria y las plegarias p o r los difuntos. Los aristó c ra tas de Bor­
goña y de las otras regiones donde se im p lan tan los clunisienses se acercan
a ellos, p uesto que la litu rg ia de los m u erto s de Cluny al m ism o tiempo los
inscribe en la m em o ria de los hom bres y les ap orta u n a ayuda preciosa res­
pecto de la salvación en el m ás allá. Es p o r esto que las m últiples donacio­
nes —sobre todo de tie rra s y de señoríos, y tam bién de iglesias y de diez­
m os— que convergen en el m o n asterio y sus dependencias, constituyen la
base prin cip al de su riqueza. Al m ism o tiem po, estas donaciones ordenan
las relaciones sociales en el seno de la aristocracia, pues je rarq u iz an a los
donadores en función de su generosidad hacia Cluny. Es p o r esto que existe
u n a “profunda im plicación cluníacense en el orden señorial”, hasta el grado
de que Cluny se m u estra com o "el espejo de la conciencia aristocrática” (Do­
m inique Iogna-Prat). Pero no p o r eso desaparecen todas las tensiones en los
alrededores de Cluny, com o lo recuerdan los conflictos de todo tipo, así como
las maldiciones m onásticas, las cuales tanto los clunisienses como los demás
m onjes de los siglos x y xi se esfuerzan p o r convertir en eficaces escudos. Al
em pleo de las m aldiciones hay que a so ciar el ritual del clam or m ediante el
cual los m onjes, en presen cia de las reliquias de los santos, im ploran a sus
protectores celestiales que defiendan su com unidad y que los protejan de las
diabólicas in ten cio nes de sus enem igos. Pero el socorro de los protectores
celestes no siem pre es suficiente: entonces no se duda en p ro ceder al ritual
de la hum illación de los santos, depositando sus reliquias en el piso al pie del
altar, com o si tu v ieran q ue-hacer p en itencia, ju n to con los m onjes postra­
dos, p ara que la m ise ric o rd ia divina renueve su eficacia (Patrick Geary),
F ortalecida p o r estos triun fo s, la Iglesia de Cluny alcanza su apogeo
bajo la dirección excepcionalm ente d ilatada de los abades M aiol (954-994),
Odilón (994-1046) y H ugo de S em ur (1049-1109), quienes se encuentran
en tre los perso n ajes m ás im p o rta n te s de su época. Los cluniacenses, que
cuentan con u n a sólida base señorial local, p ro n to ten d rán ém ulos en toda
la cristian d ad . Ayudan a G uillerm o el C onquistador a re o rg an iz ar los mo-
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F o to ttt.3 . La notación m usical, invención de Guido de Arez,zo (finales del siglo Y/; Biblioteca de la Abadía
de M ontecassino, ms. 318, f. 291).

Hacía 1030, el m o n je d u n .ia c e n se G uido de A rezzo (que m u e re e n R«i\ ^ b 1090) p erfe ccio n a un sis-
lema de notación m u sical q u e es el o rig en del n u estro . M ie n tras qn¡ n t m o i m t-nie los “n e u m a s ” so la m e n ­
te daban las in d icacio n es del ritm o y de la a c e n tu a c ió n , G uido logra .indicar sm equívocos la m odulación
de los sonidos, m ed ia n te la definición de seis n o ta s (do., re, m i, fa, sol, ía —q u e so n las p rim e ra s silabas de
las palabras de u n h im n o a san J u a n ) y su d isp o sició n so b re lín eas d istin ta s— . Adem ás, la “m a n o guido-
nica" es una especie de h e rra m ie n ta n em o técn ica q u e p erm ite a los can to res a b a rc a r diversas octavas. No
es nada so rp ren d en te qu e esta in vención se d eba a un m onje cluniaccn.se, si se tiene en cu en ta la im por­
tancia y el fasto que la litu rg ia —y p o r en d e el can to — rev estían en los estab lecim ien to s m o n ástico s que
d e p e n d ía n de Cluny.
m ísteno s de In g laterra después del año 1066, y hacen lo m ism o para los
soberanos hispánicos de la R econquista, lo cual les vale el apoyo financiero
de los reyes de Inglaterra, así como de los de Castilla y León, quienes mandan
anualm ente a Cluny u n censo de 1 000 (posteriorm ente de 2 000) monedas de
oro in cau tad as a los sarracenos. E n total, en 1109, la Iglesia de Cluny for­
m a u na vasta red de 1184 establecim ientos, extendida a lo largo y ancho de
la cristiandad (e inclusive en Tierra Santa). Su form idable capacidad de acu­
m ulación de riquezas le perm ite construir, a p artir de 1088, una nueva iglesia
abacial (llam ada Cluny III), que fue consagrada en 1130 y que con sus 187
m etro s de largo es la iglesia m ás grande de Occidente, sobrepasando todas
las de R om a (véase foto m.4). Se entiende p o r ta n to que los cluniacenses
hayan tendido con frecuencia a confundir su iglesia con ia Iglesia universal,
e incluso a identificar Cluny con Roma. En el siglo xi, el corazón palpitante de
la cristiandad es m ás m onástico que secular, y tan borgoñón com o romano.
Cluny e n carn a u n m on aq uisino exigente, pero m uy presen te en los
asu n to s del m undo. M ientras que la m isión de los m onjes du ran te la Edad
M edia consistía en u n retiro alejado del m undo, los abades y las principales
figuras de Cluny llegan a to m ar parte activa en las luchas co ntra los enemi­
gos de la Iglesia, Pedro el Venerable, abad de Cluny de .1122 a 1156, apoyán­
dose en tratado s, em p ren de ofensivas en todos los frentes, tan to contra los
herejes com o co ntra los judíos y los m usulm anes. E sta evolución reduce la
distancia entre los regulares y los seculares, en gran parte porque los moti­
les cluniacenses, quienes casi siem pre han recibido el sacerdocio, asum en el
cargo de las iglesias que se les confían, y de esta m anera se im plantan en la
íed p arro q u ial y llevan a cabo las tareas pastorales. Esto no se hace sin en­
fren tam ien to s con los seculares, en el curso de los siglos XI y XII, antes de
que sea reconocido el derecho de los m onjes a ejercer las tareas pastorales,
a condición de que se som etan a la autorización y el control del obispo. Sin
em bargo, el éxito m ism o de Cluny aviva ciertas contradicciones, las cuales
conducen a su declinación: desde principios del siglo xn sobre todo, la ex­
trem a riqu eza de Cluny y su participación en el siglo em piezan a ser objeto
de críticas; la estrech a relación con las fam ilias aristo cráticas no deja de
tener sus inconvenientes, y la dependencia respecto de las donaciones se deja
sen tir cuando su ritm o com ienza a dism inuir; p o r últim o, la protección di­
re c ta del pap a, que d u ra n te m ucho tiem po fue g aran tía de autonom ía, se
tran sfo rm a en u n a pesada tutela.
De hecho, a finales del siglo xi y durante el siglo xn, hacen su aparición
nuevas ó rdenes m onásticas, todas las cuales a su m an era se esfuerzan por
É «

. ^ lu1^

Foto iu.4. La iglesia abacial de Cluny, antes de su destrucción (litografía de finales del siglo xvm ).

Sucx-sora de dos edificios m á s m o d esto s y c o n s tru id a en lo esencial e n tre 1088 y 1130, l a 1^ 0 ^ 8 ^


Clun\ III es p o r en to n ces ia iglesia m ás g ran d e de la cristian d ad m e d i a l con su s 1 8 / m e r o s d -
metros de ancho y 29.5 m e tro s de alto en la nave cen tral (lo seg u irá sie n d o h a s ta la re^ ™ cc W e San
Pedro del V aticano e n el siglo xvi). R ealización m uy lo g rad a de p rin cip io s de la alclu ' fo rm a do por
llalla erizada de fu ertes to rre s y está p ro v ista de d oble crucero. Su p resb iterio escaló n , - k
elementos e stru c tu ra lm e n te d istin to s que p arecen añ ad id o s u n o s a otros. L a g ra d u a c ió n de s
permite adiv in ar fácilm en te la o rg an izació n del espacio in terio r: nave cen tral del c r ,
d eam b u lato rio q u e lo ro d e a y, finalm ente, absidiolas pro v istas ca a a u n a de su p P
reafirm ar la dim ensión erem ítica del m onaquisino, que Cluny, sin haberla
negado, h ab ía contrapesado con sus potentes interacciones en el siglo. I,os
cam aldulenses de San R om ualdo asum en una opción erem ítica radical, asi
com o los canónigos regulares de la a b ad ía de P rem ontré de sa n N orberto
de X anten, la orden de Fontevraud creada p o r R oberto de Arbrissel, y sobie
todo la o rd en de los cartujos, fu n d ad a en 1084 p o r B runo y san Hugo de
Grenoble, cuya organización fue codificada p o r Guiges I. Los m onjes cartu­
jos, quienes tien en celdas individuales en el seno del m onasterio —en lugar
del d o rm ito rio y el refectorio colectivos previstos p o r la regla de san Bt ni-
to — experim en tan una soledad casi total, enteram en te entregados a la pe­
niten cia y a la oración. Asimismo, la orden císterciense, fundada por Ro­
b erto de M olesm es en 1098, y cuyo desarrollo es sobre todo o b ra de su»
B ernardo de Claraval (1090-1153), contradice, en m uchos aspectos, el mo­
naquisino cluniacense, au n cuando san B ernardo es, tam bién él, uno de los
personajes m ás influyentes de su tiem po, y en p a rtic u lar el principal predi­
cado r de la segunda cruzada. Así, los “m onjes b lan co s” (pues rechazan,
p a ra m o stra r su austeridad, el tin te negro del h ábito de los clunisienses) se
im plantan voluntariam ente en las zonas m ás aisladas y m ás salvajes, esfor­
zándose p o r im p ed ir que sus m onasterios se conviertan en centros de nue­
vos burgos, com o fue el caso de Cluny desde finales del siglo x. Al contrario
de las riq u ezas y del oro resplandecientes de los rituales cluniacenses, san
B ernardo im pone u n extrem o rigor en la vida de sus m onjes, al igual que en
los edificios de piedras llanas que los abrigan, proscribiendo toda escultura
o toda im agen que p u d iera desviar su concentración en las oraciones y las
m editaciones piadosas. E n fin, los cistercienses reh ú san p o seer iglesias v
p ercib ir diezm os, p o r resp eto a la fu nción p ro p ia de los seculares, y afir­
m an que los m onjes deben subsistir gracias a su propia labor (lo cual susci­
ta el h o rro r de los cluniacenses, que juzgan sem ejante actividad degradante
e incom patible con el d eb er de la plegaria). Es verdad que los cistercienses
p ro n to re c u rre n a los h erm an o s conversos, laicos que se en cargan de las
tareas productivas, pero al m enos siguen conservando la idea de u n a explo­
tación directa de sus dom inios, antes que re c u rrir al m arco señorial, todc
lo cual les p erm ite con frecuencia o b ten er resultados notables en m ateria
de explotación agrícola y de p roducción m etalúrgica. Pero allí tam bién el
éxito —la o rd en c u en ta con 343 establecim ientos al m o rir san B ernardo y
con cerca de 600 a finales del siglo xn— tiene consecuencias paradójicas:
las donaciones se acum ulan y el decorado de las iglesias y de los m anuscritos
rápidam ente se separa de los principios austeros del fundador.
R efundación secular y sacralización del clero

El proceso que los h isto ria d o re s se h a n a c o stu m b ra d o a lla m a r “reform a


gregoriana” (del n o m b re de G regorio VII, p a p a en tre 1073 y 1085) no se
puede reducir a sus aspectos m ás circun stanciado s y ruidosos: la lu ch a en­
tre el papa y el em p erad o r y la reform a m oral del clero. M olim iento m ucho
más profundo y de d u ració n m ás am plia que la fase aguda de los años 3049
a 1 1 2 2 , p ro c u ra u n a re s tru c tu ra c ió n global de la sociedad c ristia n a , b a jo
la firme cond ucción de la in stitu ció n eclesial. Sus ejes p rin cip ales son la
refundación de la jerarq u ía secular bajo la au to rid ad central i/a d o ra del p a ­
pado y el fo rtalecim ien to de la separación je rá rq u ic a en tre los laicos y los
clérigos. Se tra ta n ad a m enos que de reafirm ar y consolidar la posición do­
minante de la Iglesia en el seno del m undo feudal.
En apariencia, la exigencia de la refo rm a lan zad a p o r el p a p a León IX
(] 049-1054) se p resen ta com o u n ideal de reto rn o a la Iglesia prim itiva (du­
rante un m ilenio, ésta será p o r lo dem ás la justificación de to d a tentativa de
transform ación de la Iglesia, de acuerdo con la lógica medieval de los "rena­
cimientos”). De hecho, se tra ta de re sta u ra r la je ra rq u ía eclesiástica, debili­
tando el dom inio y la influencia de los laicos e im pidiendo sus intervencio­
nes en los asu nto s de la Iglesia, las cuales a p a rtir de entonces se consideran
ilegítimas. Así, u n o de los eslogan de los prim eros reform adores —entre los
cuales se en cu e n tra n H u m b erto de Silva C andida (m uerto en 1061) y Pedro
Damián (1007-1072)— reclam a la libertas ecclcsiac (liberación de la Iglesia),
cosa que hay que en ten d er con toda evidencia com o u n a lucha p o r la defen­
sa del o rd en sacerdo tal. El e m p erad o r es el p rim e r blanco, p u esto que el
modelo carolingio y bizantino, que aún se encuentra activo, hace de él el jefe
de todos los cristian o s, cap acitado p o r su inv estid u ra a in terv en ir en las
cuestiones eclesiásticas, y puesto que, a la sazón, todavía im pone sus can d i­
datos a la sede ro m an a , co m enzando p o r el m ism o León IX. Sin e n tra r en
los detalles de la luch a en tre el papa y el em perador, que han deleitado a los
exponentes de la historiografía tradicional de la reform a gregoriana, es po­
sible in d ic ar que aquélla alcanza su m áxim a in ten sidad bajo G regorio VII,
con las exco m u n ion es re ite ra d as de E n riq u e IV, su p en iten c ia en C anossa
en 1077 con el prop ósito de h acer que se levantara la p rim e ra de ellas y en
respuesta, la ten tativ a im perial de d erro car al p ap a y la m uerte de éste en el
exilio en Salerno. Su m eollo es el afro n tam ien to de dos suprem acías que a
p artir de en to n ces son incom patibles, com o lo in d ica n con to d a claridad
los D ictatus papae, la pro clam a exaltada de Gregorio VII.
Tam bién se a c o stu m b ra a b so rb er la aten ció n en la cuestión de las '
vestiduras de los obispos, que polariza el conflicto entre el papa y el erun^
rador. El problem a ciertam ente no está desprovisto de im portancia, puesto
que los obispos figuran entre los raro s in stru m en to s de la au to rid ad impt°
rial y ejercen a la vez u n p o d er tem po ral y u n cargo espiritual. A h orabie '
al otorgarles la investidura m ediante el báculo y el anillo, el emperador pa’
lece conliarles tanto uno com o el otro, y esto es precisam ente lo que Grego
n o tiene p o r inadm isible. S erán n ecesarios largos decenios de conflic77)s v
de soluciones inaplicables, com o la del tra ta d o de S utri (1111), antes de
que el em p erad o r E n riq ue V y el p ap a Calixto II alcancen finalm ente un
com prom iso viable, el concordato de W orms, en 1122. Por entonces se dis­
tinguen los poderes tem porales del obispo (¿emporalia) y sus poderes esyú.
rituales (spiritualia), de m a n e ra que el em p e ra d o r puede tra sm itir lo T p i.
m eros en un ritu al de inv estidu ra con el cetro, m ie n tra s que los segundos
son objeto de u n a in v estid u ra m ed ian te el anillo y el báculo, la cual sola­
m ente otros clérigos p u ed en realizar. Sobre todo, el principio de la líb d d s
ecclesiae lleva a reafirm ar que es una p rerro g ativ a del cabildo catedralicio
elegir a su obispo, lo que im pide a los laicos (em perador, reves o corKbs)
co n tro lar los cargos episcopales. La generalización del prin cip io electivo
provoca una m odificación en el reclutam iento de los obispos, h asta ese mo­
m ento am pliam ente m onopolizado p o r la alta aristocracia, en provecho de
la p eq u eñ a o m ed ian a aristo cracia que do m in a en el seno de los cabildos.
El acceso al obispado confiere, p o r lo tan to a su beneficiario u n estatuto so­
cial notablem ente su p erio r al que tenía inicialm ente, u n a situación que pol­
lo general lo em puja a defender sus prerrogativas con m ás cuidado, incluso
frente a los m iem bros de su parentesco. Así, esta tra n sfo rm a ció n favorece
la defensa de los intereses propios de la Iglesia y conduce a u n a separación
m ás clara en tre el alto clero y la aristo c ra cia laica, en co n traste con la fu­
sión que prevalecía anteriorm ente.
M ás allá de los obispos, es el estatu to del clero en su co n junto lo que
está en juego. E fectivam ente, los refo rm adores d en u n cian a los sacerdotes
indignos e incitan a. los fieles a darles la espalda e incluso a desobedecerlos
(cosa que G regorio VII legitim a al afirm ar que "con. la exhortación y el per­
m iso del papa, los inferiores pueden hacerse acusad o res”). De esta m anera
se m ultiplican los m ovim ientos populares de oposición al clero, ciertam en­
te suscitad os por su fiacció n refo rm adora, p ero siem pre susceptibles de
trasp a sa r sus objetivos. Es éste el caso de la “Pataria", que desde 1057 y a lo
largo de dos decenios subleva a los m ilaneses co ntra su arzobispo, se auto-
destituir a los sacerdotes acusado s de c o rru p c ió n y a n o m b ra r a sus
° Za 3 -es Desde León IX h a sta m ediados del siglo xn, la condena encarni-
sllCeS^ e ios dos m ales p rin c ip a le s se rá la c o n sig n a y el m ed io de a cció n
re(orrnadores: la sim onía, que se define com o la adquisición ilícita de
6 cosas sagradas, m ediante bienes m ateriales (proviene del n om bre de Si-
aS ^ gj Mago, que le q u e ría c o m p ra r a san P edro el p o d e r de h a c e r m ila-
^-osl V el nicolaísm o, que caracteriza a los clérigos casados o que viven en
C o n c u b i n a t o . É stos son dos indicios de p ro b lem as m ás pro fu n d o s. Con el

Combre de sim onía se atacan todas las form as de intervención de los laicos
en los asuntos de la Iglesia, particu larm en te la ap ro p iació n señorial de igle-
si ,s diezmos. E fectivam ente, ésta tiene com o co nsecuencia que los cléri-
tr^ iL tib a n su cargo (sagrado) de las m anos (im puras) de los laicos, m ien-
h i aue estos ú ltim o s recib en u n a p a rte su stan cial de las g anancias del
¿néficio concedido. Las asam bleas sinodales y J a s decisiones pontificias
reclaman p o r lo ta n to la re stitu c ió n de las iglesias a p ro p ia d a s p o r los lai­
cos TcTciial beneficia al p rincipio a los m onjes, sob re todo a los c lu n ia ce n ­
ses antes de que las p arro q u ias sean devueltas con m ás frecuencia a la tu ­
tela episcopal. E l ritm o de las restitu cio n es es m uy variab le según las
regiones, pero generalm ente es b a sta n te lento: son ra ra s las zonas donde se
hayan alcanzado resu ltad o s no tab les a p rin c ip io s del siglo Xii. Es sobre
lodo en la segunda m itad de este siglo y la p rim e ra del siguiente cu an d o el
movimiento se acelera (así, en la cuenca parisin a, los laicos ya no controlan
raásque 5% de las iglesias h acia 1250), au n q u e a veces, com o en N orm an-
día, poseen todavía en tre u n a te rc e ra p a rte y la m ita d de ellas, h a cia 1300.
En cuanto al celib ato de los sacerdotes, éste ya lo h ab ían exigido los
concilios desde el siglo V; pero a la sazón se tra ta b a de u n a exigencia m orai,
más que de u n a n o rm a rig u ro sa m e n te im perativa. Todavía en el siglo XI
apenas se re sp e ta b a y m ucho s sacerdotes e stab an casados o vivían en con­
cubinato, po rq u e adem ás las designaciones señoriales poca atención p re s­
taban a estos criterios. Pero sería erró neo no ver allí m ás que u n problem a
de m oral, pues se tra ta m ás que n a d a de red efinir el e sta tu to del clero. Al
hacer de la re n u n c ia ab so lu ta a la sexualidad y en consecuencia ctel celi­
bato— la regla definitoria del estado clerical, la reform a procede a la sacra-
lización de los clérigos, es decir, según la etim ología de este térm in o , a p o ­
nerlos aparte, a d istin g u irlo s rad icalm en te de los laicos en el m o m en to
mismo en q u e 'la Iglesia p erfeccion a u n m odelo cristian o del m a trim o n io
para los últim os (véase el capítulo ix en la segunda parte). La obsesión de la
“pureza" del clero y la preocupación de distanciarlo de todo peligro de con­
tam inación (que provocaría u n contacto in o p o rtu n o con los laicos, con |as
riquezas m ateriales y con la carne) están a la m edida de la nueva sacralidad
que los clérigos reivindican. É sta se m anifiesta en p articu lar en la evolución
del ritual de o rdenación, el cual m u ltiplica los sím bolos de la gracia \ de)
poder esp iritu al que ento nces se confieren al sacerdote, alejándose de la
sencillez de los siglos an terio res. La tra n sfo rm ac ió n de las concepciones
eucarísticas (véase el capítulo vi en la segunda parte) es otro de sus signo*,,
puesto que la doctrina de la p resen cia real, que el pap ad o hace suya a me­
diados del siglo xi, confiere al sacerdote el poder de “pro d u cir con su propia
boca el cuerpo y la sangre del Señor", según las p a lab ras de Gregorio VII,
es decir, de realizar cada día el increíble m ilagro de tra n sfo rm ar el pan y el
vino en carne y sangre, el verdadero cuerpo de Cristo realm ente presente en
el sacram ento.
Éste es uno de los m eollos de las tran sfo rm acio n es que afectan a la
Iglesia du ran te los siglos xi y xn: llegar a u n a sacralización m áxim a del cle­
ro, que al m ism o tiem po refuerce su po d er espiritual y p rohíba a los laicos
toda intervención p ro fan ad o ra en el ám bito reservado de la Iglesia. Sacrali-
zar es separar. Ahora bien, el m ovim iento de refo rm a no hace m ás que se­
parar. D istingue los spiritualia, que no pu ed en p o seer y co nferir m ás que
los clérigos, y los temporalia, a los cuales los laicos tien en que limitarse.
Im pone u n a serie de oposiciones paralelas, entre lo espiritual y lo material,
el celibato y el m atrim onio, los clérigos y los laicos, y se esfuerza por evitar
en tre estas categorías to d a m ezcolanza (la cual, hay que señalarlo, no es
condenable m ás que en caso de contam inación de lo espiritual por lo mate­
rial, de la co rru pción de los clérigos p o r las acciones de los laicos, siendo
juzgada p ositivam ente la relació n inversa). Al térm in o de este proceso de
separación, G raciano pu ede afirm ar, com o hem os visto, que “existen dos
tipos de cristianos”. Es esto lo que ya an unciaba casi u n siglo antes —a títu­
lo de p rog ram a— H u m b erto de Silva C andida en su Libro contra los sim o
niacos: “Así com o los clérigos y los laicos se hallan separados en el seno de
los santuarios p o r los lugares y los oficios, así se deben distinguir al exterior
en función de sus respectivas tareas. Que los laicos se consagren solamente
a sus tareas, los asu n to s del siglo, y los clérigos a las suyas, es decir, los
asuntos de la Iglesia.” La relación en tre la in stitu ció n eclesial y la com uni­
dad cristiana h ab ría de q u ed ar p o r eso profu n d am en te transform ada, y ésta
es la razón, com o ya lo dije, de que en los siglos xi y x i i el vocablo Iglesia
term ine p o r significar principalm ente al clero, p a rte em inente que vale por
el todo cuya salvación asegura, m ien tras que se suele re c u rrir a la noción
de chñsticm itas p a ra d e sig n a r al c o n ju n to de ia so cied ad c ristia n a , o rd e ­
n ada bajo la conducción de su jefe.

El poder absoluta del papa

La autoridad pontificia se afirm a, en estrecha conjunción con los procesos


va m encionados. Un p rim e r paso consiste en g aran tiz a r su autonom ía, g ra­
cias al decreto de 1059, m ed ian te el cual Pascal II fu n d a el colegio de los
cardenales y le atribuye la elección del papa, con el p ropósito de librarla de
lásTirtervenciones del em p erad o r o de la aristo cracia ro m ana. Y si bien en
el curso del siglo xn la h isto ria del pap ad o todavía sigue m arcad a p o r la
inestabilidad (en p a rtic u la r d u ra n te el cism a de 1130) y p o r una situación
financiera frágil, la estabilización triu n fa a p a rtir de 1190. P aulatinam ente,
la curia pontificia reorg an iza sus ingresos y m ejora sus engranajes ad m inis­
trativos, en p a rtic u la r p a ra afirm ar su a u to rid a d en el “P atrim o n io de san
Pedro”. P aralelam ente, sus intervenciones en ám bitos cada vez m ás n u m e ­
rosos se extienden a to d a la cristian d ad , al grad o de que el p ap ad o p arece
gobernar a la c ristia n d a d com o si fu e ra “u n a sola y ú n ica diócesis” (Gio-
vanni Miccoli). A p a rtir de entonces, el p a p a tiene la jurisdicción p a ra inter­
venir en todos los litigios eclesiásticos, y sus decisiones, tra sm itid a s m e­
diante las decretales, son recopiladas bajo Gregoiio IX (1227-1241) en el Líber
extra, el cual form a, con el Decreto de G raciano, la base renovada del d e re ­
cho canónico, es decir, el co n ju n to de n o rm a s aplicables en el seno de la
Iglesia. Adem ás, a los obispos, cuya elección es c o n tro lad a cada vez m ás
por el papa, los obligan p e rió d icam en te a re a liz a r visitas ad lim ina a las
tumbas de los apóstoles P edro y Pablo, en señal de obediencia a la a u to ri­
dad rom ana. Y si b ie n los refo rm ad o res al p rin cip io se ap o y aro n en los
monjes p a ra a ta c a r a los obispos dem asiado ligados con los poderes laicos,
una vez que la je ra rq u ía secu lar es discip lin ad a, R om a favorece cad a vez
con m ayor frecu encia a los obispos, lim itan d o las exenciones m o n ásticas
que am putan su au to ridad , y hace alianza con ellos p a ra g aran tizar un m e­
jor control de las redes regulares, p articu larm en te las cluniacenses.
Por últim o, n u m ero sas decisiones que an terio rm e n te dependían de los
obispos o de los arzobispos p au latinam ente p a sa n a ser responsabilidad ex­
clusiva del papa. N o hay m ejor ejem plo de la cen tralizació n pontificia que
la transform ación de los p ro cedim ientos de canonización, bien evidenciada
por André Vauchez. Si d u ra n te la alta E dad M edia y todavía en el siglo xi la
santidad se m an ifestab a p o r el desarrollo de un culto p o p ular que el obispo
reconocía y legitim aba, el p ap a se arroga poco a poco la indispensable conlir.
macíón de las canonizaciones, y consecuentem ente la posibilidad de prolij.
bir los cultos que se desenvuelven sin su autorización. Luego, IricKi n a o ij)
í 1198-12.16) prom ulga las norm as obligadas de todo proceso de canonizui ton
el cual debe llevarse a cabo esencialm ente en la curia rom ana. Aun cuando
la distinción entre los san tos y los beatos perm ite conceder u n sitio r e s t r i n ­
gido a los cultos locales, el poder' de d ar santos a la cristiandad es a parüj dt.
entonces un privilegio estrictam ente pontifical. Total, la institución eclesial
asum e la form a de una je ra rq u ía bien ordenada, bajo la autoridad absolu
ta del papa, y los n o m b res de Inocencio II! o de G regorio IX quizá cortes-
penden al apogeo de un poder pontifica.! que por entonces es en Occidente
la m ás potente de las m onarquías, la más sem ejante a la de Cristo.
S em ejante afirm ación de la au to rid ad del p ap a no puede darse sin un
am plio trabajo de justificación teórica y sin algunas m anifestaciones sim­
bólicas ostensibles. De antiguo, e’ papa gozaba de una preeminencia lion
rosa, en cuanto sucesor de san Pedí» >.i msiderado el prim er obispo de Roma
El p ap a es, en efecto, com o lo indica su titu latu ra, el "vicario de Pedro su
rep re se n ta n te en la tierra; de allí la im p o rtan c ia de los discursos y de las
im ágenes que su b ray an la preem in en cia de Pedro, p ríncipe de los apósto­
les, fun dado r de la Iglesia, investido del p o der de las llaves y por esto repre­
sentado com o p o rte ro del p a ra íso a p a rtir del siglo xi (véase la foto in.ll).
Pero todavía es dem asiado poco: d u ran te el siglo X I I , y sobre todo con Ino­
cencio III, el p ap a se reserva el título de "vicario de C risto”. Al proclamarse
corno la im agen terrenal del Salvador, m anifiesta el carácter m onárquico de
su poder, en igu ald ad con la realeza de Cristo; se afirm a com o el jefe de la
Iglesia, de ese cuerpo cuya cabeza es ju stam en te el Cristo. La identificación
de Cristo y su re p re se n ta n te terrenal es cada vez m ás com pleta, p o r lo que
Alvaro Pelayo afirm a en 1322 que "el fiel que m ira al pontífice con los ojos
de la fe ve a Cristo en perso na”.
Nuevas y exclusivas insignias a h o ra expresan la n atu raleza de este po­
der. D urante el siglo x i i , el p a p a se po n e u n a tiara, en la cual j a corona, sím­
bolo de la realeza de Cristo, se añade a la m itra de los obispos (luego, desde
Bonifacio VIII, hacía 1300, la tiara pontificia se orna con tres coronas; véase
la foto I I I . 2). D urante el m ism o periodo, los rituales pontificales se amplían
crecientem ente, pero com o lo h a m o strado Agostino Paravicini Bagliani,'el
ca rá cter esp iritu al del p o d e r pontificio siem pre obliga, a diferencia de los
dem ás soberanos m edievales, a aliar el fasto y la hum ildad. Así com o Pedro
D a m iá n insiste, cu an d o exalta la su p re m a c ía ro m a n a , en la fragilidad h u ­
mana de los pontífices y la b rev ed ad de sus rein ad o s, n u m ero so s rituales,
empezando p o r el de la investidura, m u ltiplican los sím bolos del abatim ien-
tcTv recu erd an el c a rá c te r m o rta l del papa, com o si fu era necesario su b ra ­
yar la h u m ild ad del h o m b re p a ra m ejo r exaltar la in stitu ció n . Y es que la
identificación c recien te del p a p a y C risto, y la te n d en c ia a h a c e r de aquél
)a encarnación verd ad era de la Iglesia universal, h a c en necesaria la im posi­
ción de b a rre ra s p a ra evitar la co n fusión del h o m b re y la función. El peli­
gro es m uy real, com o lo m u e stra el caso de B onifacio VIII (1294-1303),
quien al p re te n d e r ejercer u n p o d er a ú n m ás abso luto que el de sus p red e ­
cesores, llega a c o n fu n d ir el cuerp o de la Iglesia y su p ropio cuerpo p erso ­
nal, hasta el p u n to de h acer que se colocara su bu sto en los altares y —cosa
que le valdrá u n a acu sació n de p ra c tic a r la m ag ia— de so ñ a r en alcanzar,
mediante la ingestión de oro potable, la m ism a in m o rtalidad que la in stitu ­
ción de la cual es tem p o ralm en te el titular.
Én el m ism o tiem po, en tre los siglos xi y xn, la d o ctrin a de la prim acía
pontificia se afirm a, en v irtu d de la cual el p a p a su p e ra a to d as las dem ás
autoridades y constituye la fuente de todo po d er en la Iglesia. Ya fortalecida
por Inocencio III, en los escrito s del litu rg ista G uillerm o D u ran d ( t 1296)
viene expuesta con to d a claridad: el p ap a “dirige, dispone y juzga todas las
cosas”; puede “su p rim ir todo d erecho y g o b e rn ar con d erecho sobre todo
derecho [...] se e n c u e n tra en cim a de to d o y en la tie rra goza de la p lenitud
del pod er”. E sta m o s lejos del m odelo legado p o r el p a p a G elasio I (492-
496), que estab lecía u na d istrib u ció n equ ilibrada en tre ia au to rid a d de los
clérigos, su p re m a en m a te ria s espirituales, y el p o d e r de los laicos, d o m i­
nante en la esfera tem poral. ¿Pero significa esto que todos los poderes tem ­
porales d ependen a p a rtir de entonces, al m enos indirectam ente, del papa?
Esta cuestión se sigue d iscu tien d o , siendo objeto de diversas fo rm u lacio ­
nes, tan to m o d e rad a s com o radicales. C iertam ente, G regorio VII afirm a
que “los sa cerd o tes de C risto d eb en ser co n siderad os com o si fu e ra n los
padres y señores de los reyes, de los príncipes y de todos los fieles” y es p ro ­
bable que p e n sa ra restab lecer la vieja u n idad del p o d er tem poral y el poder
espiritual, p e ro esta vez en beneficio del papa y no del em p e ra d o r (Gírola-
mo Arnaldi). É ste afirm aba adem ás, en los D ictatus papae, que "solam ente
el papa p o d ía u s a r las in sig n ias im periales", ten d en cia que am plifica un
texto del decenio de 1160 (la S u m m a Perusina) a la firm a r co n tu n d en tem en ­
te que “el p a p a es el v erd ad ero em perador". S em ejante p re ten sió n de u n
papado im p erial, p len a realizació n te rre n al del p o d e r real de Cristo, no
siem pre es p u ra teoría. Así, cuando proclam a ia cruzada en 1095, UrbanoD-;
u su rp a de m an era m anifiesta u n a prerrogativa im perial y coloca duradera-'
m ente al papa en la posición de guía de la cristiandad, en un terreno que de-:
bería depender de la com petencia del em perador. Pero, en sum a, la cristian­
dad m edieval no asum ió exactam en te la form a de lo que se acostum bra'
llam ar u n a teocracia, en la cual la Iglesia ejercería efectivam ente la sobera-'
nía en los asuntos tem porales. Las afirm aciones m ás com bativas quizá ten-:
dían m enos a ser puestas en práctica por entero que a consolidar lo esencial:
la p reem in en cia de la m o n a rq u ía pontificia sobre todos los otros poderes
en O ccidente, y el reconocim iento del papa com o guía de la cristiandad,
Al térm in o de los p rocesos aq u í descritos, el c ará c ter dom inante de la
in stitu ció n eclesial está m ás m arcado que nunca. E sta volvió a fundarse
bajo la au to rid ad absoluta y centralizadora del papado, y la dom inación de
los clérigos sobre los laicos se solidificó, gracias a u n a separación jerárqui­
ca cada vez m ás vigorosa en tre u n a casta sacralizada y los fieles comunes.
Tal reo rg an izació n se a c o m p añ a de n u m erosas tran sfo rm acio n es que ale­
ja n a la cristian d ad occidental de sus orígenes (por ejemplo, en lo que con­
cierne a la asociación c o n sta n tin ia n a entre la Iglesia y el Im perio), y no se
prod ucen en el O riente bizantino. El cism a de 1054, que se consum a preci­
sam ente d u ra n te el pontificado de León IX, p o r lo tan to a co m p añ a lógica­
m ente el m om ento en que la form a occidental de la Iglesia cristiana se dise­
ñ a con to d a nitidez.

E l s ig lo xin: u n c ris tia n is m o c o n n u e v o s a c e n to s

E n tre los siglos xi y xm , el O ccidente se tra n sfo rm a considerablem ente. Si


se tuviera que escoger un edificio p ara sim bolizar la E uropa del siglo xi, tal
vez ten d ría que ser un m onasterio benedictino, com o el de san Pere de Roda,
en C ataluña, con su a p a rie n c ia de fortaleza colgada de la vertiente de una
colina, d o m in an d o con su soberbio aislam iento la ca m p añ a circundante
(véase la foto m.5). P ara expresar las realidades del siglo xm, se ten d ría que
pen sar m ás bien en u n a catedral gótica, com o la de Bourges, audaz edificio
en el corazón de la ciudad (véase la foto ni. 6). De un edificio al otro, se pasa
de un universo ru ral que todavía está poco habitado, a un m undo m ás den­
sam ente poblado, don d e la ciu dad desem peña u n papel n o tab le (véase el
croquis iii.i). Al m ism o tiem po, la dom inación de los m onjes cede terreno
frente a la reafirm ación del clero secular.
F o to m.5. E¡ m onasterio rom ánico de Sari Pera de Poda (Cntahma. siglo xi).

Consagrado en 1022, el p re sb ite rio de S an P ere de R o d a posee u n o de los p rim e ro s d e a m b u la '


torios, y su nave, te rm in a d a en la se g u n d a m ita d del m ism o siglo, no es m en o s audaz. D esde el
exterior, se p u e d e d istin g u ir la iglesia abacial y su cam p an ario , el recin to del clau stro asociado
con ei refectorio y el d o rm ito rio , o tras d o s t o r r e s d i v e r s o s edificios que sirven p a ra las activi­
dades de los m onjes. El m on asterio ap arece com o u n a cindadela fortificada, colgada de la lad era
y d o m in a n d o o rg u llo sam en te los yerm os circu n d an tes.

Del rom ánico al gótico

De un edificio al otro, se p a sa del arte rom ánico al gótico, lo cual es m ucho


más que u n a sim ple cuestión de “estilo”. De] ro m án ico al gótico, es el m u n ­
do el que cam b ia y, con éste, la m an era de concebir la función social e id eo ­
lógica de la a rq u ite c tu ra . Del a rte ro m á n ic o se conoce p o r lo g en e ra l el
arco de m edio pim ío y la bóveda de cañón, lo que significa un gran avance,
puesto que —al igual que en las basílicas an tig uas, co nstrucciones civiles
que sirvieron de m odelo p a ra los prim eros edificios del culto cristiano— la
mayoría de las iglesias anterio res estaba cu bierta p o r u n arm azón de m ade­
ra, m uy ex p uesta al peligro del incendio. Pero la bóveda de cañón recarga
su peso en to d o lo largo de los m uros laterales que la sostienen, p o r lo que
F o t o í i i .ó . En d corazón de la ciudad, la catedral gótica de B ourges (primera mitad, del xuij.

Las catedrales, que el arle gótico engrandece, se ub ican en el co razó n del tejid o urba.no, al que
d o m in an co n su m asa casi a p la c a n te . D edicada a san E steb an , la de B ourges se com enzó en
1195 y quedó lerm inada en lo esencial a m ediados del siglo siguiente. Se caracteriza p o r sus di­
m ensiones p articu larm en te im po nentes (125 m etros de largo, 50 m etro s de ancho y 37.5 metros
de a ltu ra) y una n otab le h o m o g en eid ad , q u e p u e d e a p re c ia rse en su p la n o (véase el croquis
m 3 ). Se p ercib e a la derecha la serie de co n trafu e rtes que so stien en la alia nave central, desde
la fachada h asta ei presb iterio, sin que n in g ú n cru cero in te rru m p a su regularidad. Proyección
de u n a nave form ada p o r cinco naves, la am plia fach ad a está com p letam en te articu lad a po r ios
cinco portales, cuyas ja m b a s se u n e n u n a s con otras.
CATEDRAL DE LEON
í-LANTAI-E; LA/■.NTiüüA YGLESiA ROMANEA H£wAZ.iüM/M:/, ZUH -AACTUAL

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C roüus iii.l. D im ensiones com paradas de la catedral gálica de León y el edificio rom ano que remplaza.

Ln León, las obras que se em p ren d iero n en el siglo xix h a n p erm itid o d escu b rir los cim ientos del edificio ro ­
mánico que se h a lla b a s itu a d o b ajo la c o n stru c c ió n gótica q u e vino a re m p la z a ría (al c o n tra rio , el caso de
Salamanca p erm ite a d v e rtir u n a situ ac ió n excepcional, p u esto que la cated ral gótica está c o n stru id a al lado
tic aquella de la ép o ca ro m án ica, señal m u y r a ra de respeto hacia u n a co n stru cció n an terio r). El edificio ro ­
mánico (co nsag rado en 1073) incluye tres naves, ca d a u n a re m a ta d a p o r un áb sid e se m ic ircu lar. Un siglo
mas tarde, el obispo M a n riq u e de L ara (1181-1205) em p ren d e la c o n stru cció n de u n a nueva cated ral con e)
apoyo del rey A lfonso IX. In te rru m p id a s, la s o b ra s vuelven a in ic ia rse d u ra n te el o b isp a d o de M artín Fer­
nández (1254-1289), q u e co nclu ye ex ito sa m e n te la edificación de los p o rta le s de la fac h a d a o ccid en tal. La
nueva catedral m u ltip lic a c o n sid e ra b le m e n te el esp acio in te rio r u tilizab le, signo a la vez del crecim ien to
u rb a n o y de- la v oluntad de p o d e r de la Iglesia.
éstos no pueden estar perforados m ás que p o r estrechas ventanas, que des­
tilan un a luz p arsim o n io sa e irreg u lar (véase la foto m.7). E n u n a iglesia
rom ánica, las zonas de som b ra v de luz- co n tra sta n vigorosam ente y tros-
m en tan el espacio interior. E sta im presión de fragm entación está acentua­
da todavía p o r la heterog en eid ad de las form as arq u itectu rales y la au v n
cia de un m ódulo com ún a las diferentes partes del edificio, de m anera que
la nave principal 3' las naves laterales, crucero y trib u n a s, coro y cúpulas,
deam bulatorio y capillas laterales parecen ser igual n ú m ero de elementos
autónom os agregados unos a otros (véase el croquis 111.2). P or otra parte, el
arte rom ánico es un arte del m u ro y de la superficie: sub ray a la im portan­
cia de las am plias superficies de m urallas gruesas y densas, cuya construc­
ción de piedra es visible d irectam ente desde el exterior, o se reproduce me­
diante un revestim iento pintado, en el interior. Aquí las necesidades técnicas
se com binan con los móviles ideológicos, puesto que, al igual que la institu­
ción que sim boliza, la iglesia preten d e ser u n a fo rtaleza que se defiende
co n tra el m u nd o exterior y p o r lo ta n to no puede, sim bólicam ente, dejarlo
p en etrar en su seno m ás que con p rudencia. Es necesario exaltar esos mu­
ros que la protegen, ta n to com o las to rres-cam p an ario s que p o r entonces
enm arcan m asivam ente la fachada, p a ra significar la vigilancia de la cinda­
dela divina. De esta m a n e ra la iglesia ro m án ica se m u e stra com o u n a ciu­
dad santa fortificada, prefiguración terrenal de la Jerusalén celeste con sus
m urallas de piedras preciosas, isla de p ureza espiritual en m edio de la ame­
nazadora confusión del m undo.
P ara calificar a la a rq u ite c tu ra gótica, p o r lo general se enum eran el
arco ojival, la bóveda de crucería y los arbotantes. Pero de los tres solam en­
te este últim o es acaso u n a invención gótica, pues la bóveda de crucería se
em pezó a utilizar desde finales del siglo XI en el ám bito anglonorm ando (en
particu lar en la catedral de D urham ). Lo que m ás bien caracteriza al gótico
es la com binación de estos tres elem entos, al servicio de u n proyecto técni­
co-ideológico nuevo. Una de sus prim eras form ulaciones puede observarse
entre 1130 y 1144, en la reconstru cción dirigida p o r el abad Suger del coro
y de la fachada de la abadía de Saint-Denis, necrópolis de los reyes de Fran­
cia, aun cu ando quizá conviene a te n u a r el papel in au g u ral que p o r lo co­
m ú n se atribuye a este edificio (R oland Recht). A lo largo de los decenios
siguientes el gótico se afirm a, adaptándose a diversas necesidades, durante
la co nstrucción de n u m ero sas catedrales de la p a rte cen tral del reino de
F rancia (Sens a p a rtir de 1140, N otre-D am e de P arís a p a rtir de 1163). Al­
canza su m ad u rez en los años 1220 a 1270, de acu erdo con m odalidades
F oto m ./. La nave de cañón de la iglesia abacial de Conques (segunda m itad del siglo vó.

Rerm /ada en g ran p a rle b ajo el ab ad O dolric (m u erto en 1065), la iglesia ab acial de C onques
parece te rm in a d a c u a n d o el a b a d Begon III (1087-1 107) edifica el claustro. En la a rq u ite c tu ra
rom ánica clásica, los arco s son de m ed io p u n to y re p o sa n en p ilares, co lu m n a o m e d ia s co­
lum nas, p o r lo general o rn a d a s con capiteles, com o aq u í se p uede v e r en las p artes elevadas de
la nave p rincipal. L a nave central de cañón, refo rzad a p o r arcos p erp iañ o s. p rolonga la m ism a
form a sem icircular. L a luz sólo p en etra in d ire ctam en te en la nave cen tral, incluyendo la p a n e
superior d o n d e las trib u n a s —piso su p e rp u e sto a las naves la te ra le s— h acen c o n tra p e so a la
carga de 3a b ó ved a cen tral. A sim ism o, el ábside, d o n d e ap arece el a lta r mayor, sólo está p e rfo ­
rado por estrechas ven tan as (ú n icam en te el crucero, que está re m a ta d o p o r u n a to rre octagonal
que d a ta dei siglo xiv, se e n c u e n tra m ás ilum inado). E n u n a nave ro m án ica, los co n tra ste s de
so m b ra y de luz están m uy m arcad o s.
CküQiib j¡¡,2. Plano de un edificio rom ánico: N out-D am e-du-P orí en Clennoní-Feyrand
(principios del siglo xn).

N oire-D am e-du-P on ofrece un ejem plo típico de un edificio ro m án ico en form a de cruz latina.
Se p u ede identificar la nave cen tral, flanqueada por dos naves laterales rem a ta d a s con tribu­
nas, el cuerpo occidental asociado con la fachada, el cru cero co ro n ad o p o r u n a cúpula, el coro
ro d ead o de un d eavubulatono con sus absidiola^. Se advierte que todob estos elem entos no uti­
lizar- ningún m ódulo de m ed id a com ún: ni siquiera e,\i¿>ie u n a relación n u m érica en tre el largo
de la nave central > el de las naves laterales, com o tam poco en tre la longitud de las bovedillas
de la nave y la del crucero.
m uchas veces c o n tra sta d a s (C hartres se te rm in a en lo esencial en 1220,
Amiens y R eim s h acia 1240, B ourges h a c ia 1250). P au latin am en te, el lla­
mado opus francigenw n (señ alan do así que líe-d e-F rance es su cuna) es
a d o p t a d o a lo largo y an cho de tod o e l O ccidente, con m últiples y cada vez
más r e f i n a d a s variantes, y se vuelve, de B urgos a P rag a y de C anterbury a
Milán, Ia técnica constructiva do m inante h a sta p rincipios d e l siglo xvi.
Para explicitar este nuevo sistem a constructivo, que no tiene equivalen­
te en la historia, se pued e em p ezar con la bóveda de crucería, form ada p o r
dos n e r v a d u r a s de p ie d ra que se cru z a n en ángulo recto y que es capaz de
s o s t e n e r el resto de la bóveda, h e c h a de m a te ria le s m ás ligeros (véase la
fofo lll-S ). D e e sta m an era, to do el peso de la bóveda se dirige a las cu atro
c o J u m i i '- — ' ' ' ' i sostienen, de m anera que m e d ia n te el co n trap eso a estas
fuerzas, p ío i 10 p o r los co n trafu ertes y a rb o tan tes, se prescinde de la íun-
i ion -o stc n m o ia de los m uro s laterales, los cuales p ueden ser rem plazados
puf a m p l i a s ap ertu ra s. D e allí los g ran d es vitrales que llam an la atención
tanto por la p ro fu sió n casi inasib le de las rep resentaciones que contienen,
como por la luz co lo read a con la cual i n u n d a n el edificio. E l g ran logro d e
la arquitectura gótica es la desaparición casi total de esos m uros que carac­
terizaban al edificio i um aiuco, y la irru p ció n en el lu gar de culto de u n a luz
en verdad ru tilan te y cam biante, p ero que redu ce los contrastes de som bra
v claridad y tiende a hacer del edificio un a u n id a d de ilum inación. Si el ro ­
mánico fue un arte del m uro, el gótico es un arte de la línea y de la luz, sig­
no sin lu g ar a d u d as de u n a relació n con el in u n d o m ás abierta, m enos
preocupada p o r el co n tacto con las realid ad es m u n d a n as, las cuales están
tan presentes a las p u ertas m ism as de las catedrales.
A través o m ás allá de la im p o rtan cia de la luz, en el corazón de la b ú s­
queda gótica se e n c u e n tra n dos principios. E n p rim e r lugar, la unificación
del espacio in te rio r no es so lam en te la co n secu en cia de la luz coloreada y
continua que difunden los vitrales; p a ra em pezar, está ligada a la adopción
de planos que h acen que el edificio sea cada vez m ás hom ogéneo (elim ina­
ción de las trib u n as, aten u ació n de los cruceros, integración del deam bula-
torio y de las capillas laterales en la u n id ad a rq u ite c tó n ica del coro) y que
utilizan en to d a s las p a rte s de la iglesia m edidas c o o rd en ad as que están
fundadas en u n m ódulo único (véase el croquis m.3). No existe detalle en el
diseño de las p eq u eñ as co lum n as o de las m o ld u ras que no se elabore de
m anera m ás sistem ática, re c u rrie n d o a form as poco n u m ero sas pero que
están asociadas m ed ian te m ú ltiples com binacion es. A diferencia de los es­
pacios je ra rq u iz ad o s y diversificados del ro m án ico , la a rq u ite c tu ra gótica
F o t o i i í .8 . Bóvedas de crucería y am plios vitrales: el coro v la nave de la catedral de León
(segunda, m ita d del siglo xm ).

L a c a te d r a l d e L e ó n m u e s t r a la c u lm in a c ió n d e la b ú s q u e d a g ó tic a , d e la c u a l la b ó v e d a de
c r u c e r ía e s u n o d e lo s i n s t r u m e n t o s té c n ic o s p riv ile g ia d o s . G r a c ia s a é s ta , f o r m a d a p o r dos
n e r v a d u r a s c u y a i n t e i 's e c c i ó n q u e d a r e f o r z a d a p o r u n a f u e r t e e l a v e d e o r c o , l a s f u e r z a s c r e a ­
d a s p o r e l p e s o d e l a b o v e d a m i e n t o s e c o n c e n t r a n e n l o s p i l a r e s l a t e r a l e s , a p u n t a l a d o s e x te r io r -
m e n t e p o r lo s a r b o t a n te s y s u s c o n tr a f u e r te s . D e e s ta m a n e r a la s t r i b u n a s p u e d e n e lim in a r s e y
lo s m u r o s la te r a le s r e m p la z a r s e p o r i n m e n s o s v itr a le s , i m p r e g n a d o s d e c o lo r e s b rilla n te s
V s a t u r a d o s d e i c o n o g r a f í a . B a jo la s a lt a s v i d r i e r a s a p a r e c e e l t r i f o r i o , s e r i e d e a r c a d a s d e n tr o
d e l a s c u a l e s s e u b i c a n v i d r i e r a s m á s p e q u e ñ a s y, m á s a b a j o , l o s a r c o s m i t r a l e s q u e s e a b r e n a
la s n a v e s la te ra le s . E s p o s ib le c o n s id e r a r la a r q u i t e c t u r a g ó tic a c o m o u n a a u d a z c o m b in a c ió n
d e p i l a r e s s o p o r t a d o r e s y p a r e d e s d e v i d r i o ( c o s a q u e l a c a t e d r a l d e L e ó n , c o n s u s 1 8 0 0 m 2 ele
v itra le s , e x p re s a c la r a m e n te ) . P o r lo ta n to n o e s s o r p r e n d e n te q u e la s v a n g u a r d ia s a rq u ite c tó ­
n i c a s d e p r i n c i p i o s d e l s ig lo x x , c o m e n z a n d o p o r e l B a u h a u s , h a y a n , r e i v i n d i c a d o e l g ó tic o
c o m o u n a d e la s p re fig u ra c io n e s d e s u s p r o p ia s b ú s q u e d a s .
Cro q t us; n i . 3 . Plano de un edificio gótico : la catedral de San Esteban de Bourges
(primera ir d * " '1 X lü ).

L a c a t e d r a l d e B o u r g e s l l e v a n) e x t r e m o la 1 g ó t i c a d e la h o m o g e n e i d a d d e l l u g a r s a ­
g r a d o y la u n i f o r m i z a e i ó n c o n s t r u c t i v a . L a i al e s tá f la n q u e a d a p o r c u a tr o n a v e s la te ­
r a l e s y r e m a t a d a p o r u n d o b l e d e a m b u l a t o r i o . L a s c a p i l l a s q u e s e a b r e n h a c i a el d e a m b u l a t o r i o
son ta n p o c o p r o f u n d a s q u e q u e d a n d e n tr o d e l e s p e s o r d e lo s c o n tr a fu e r te s , y se h a s u p rim id o
el c r u c e r o ( l a s c a p i l l a s l a t e r a l e s e n l o s c o s t a d o s d e l a n a v e f u e r o n a ñ a d i d a s p o s t e r i o r m e n t e ) . E l
m is m o m ó d u lo d e m e d i d a f u e u t il iz a d o d e u n c a b o a l o t r o d e l e d if ic o ( u n a b ó v e d a d e la s n a v e s
la te r a le s e q u iv a l e a la c u a r t a p a r t e d e u n c r u c e r o d e la n a v e c e n tr a l) . A s im is m o , t o d o s lo s e le ­
m e n to s , c o m o la s m o ld u r a s , la s c o lu m n illa s y lo s c a p ite le s , tie n e n la m is m a d im e n s ió n e n t o ­
d a s la s p a r t e s d e la i g le s ia . L a u n i d a d d e l p r o y e c t o a r q u i t e c t u r a l fu e p o r lo t a n t o d e f in id a d e s d e
e) i n i c i o d e l a c o n s t r u c c i ó n , h a c i a 1 1 9 5 . y m a n t e n i d a d u r a n t e l a s e g u n d a e t a p a , q u e s e e m p r e n ­
dió h a c ia 1 2 2 5 , h a s t a s u t e r m i n a c i ó n a m e d i a d o s d e l m i s m o s ig lo . L o s d o s p l a n o s s e a j u s t a n a
u n a e s c a la m u y d i f e r e n t e , y h a y q u e t e n e r e n c u e n ta el h e c h o d e q u e la c a te d r a l d e B o u r g e s e s
m á s d e d o s v e c e s m a y o r q u e N o tre -D a m e -d u - P o r t.
busca la u nificación a través de la articu lació n de elem entos tan hoinogg
neos com o sea posible hacerlos. Es esto lo que Ervvin Panofsky nontbruVi
"el principio de clarificación" que opera en la arquitectura gótica, esa pre
ocupación p o r la "autoexplicación” que in ten ta hacer perceptible el pimci-
pió constructor del edificio, lo cual según él es síntom a de u n a comunidad
de p en sam ien to y de h á b ito s con la escolástica contem poránea: ¿no están
las Sum as teológicas del siglo xru, tam bién, fundadas en u n doble principio
de clasificación sistem ática y coherencia totalizadora, de división en partes
constantes, englobadas en un conjunto hom ogéneo cuya estructura se ex-
plicita con claridad?
El segundo principio consiste en un deseo de espiritualización. Uno de
sus signos p aten tes es la negación del m uro, m aterial, en beneficio de la
luz, que la E d ad M edia relaciona con lo espiritual y considera un símbolo
de Dios ("La obra resplandece con noble luz. Que su resplandor ilumine los
espíritus, a fin de que guiados p or las verdaderas claridades, alcancen la
verdadera Luz, allá donde Cristo es Ja verdadera p u e rta ”, dicen los versos
que Suger hizo g ra b a r en la fachada de Saint-Denis). La verticalidad cre­
ciente de las líneas arquitectónicas, su brayada p o r las pequeñas columnas
que artic u la n cad a vez m ás los pilares, es o tra de sus m anifestaciones, así
corno la b ú sq u eda de u n a elevación de las bóvedas que cada vez es más au­
daz. É sta alcanza 36 m etros en Chartres, 38 en Reim s, 42 en Amiens, mien­
tras la intrepidez de los arq uitectos góticos en vano se alza h asta los 48
m etros en Beauvais, cuyo coro se desplom a en 1284. U na vez alcanzado
este lím ite, el llam ado del cielo se desplaza hacia los añadidos exteriores, y
la flecha de pied ra de la catedral de Strasbourg, a principios del siglo XV, se
eleva h asta lot> 142 m etros, elevación que no será superada p o r ningún mo­
n um ento h asta el siglo xix. Por lo tan to es posible im aginarse, sobre todo si
se piensa en su contraste con la poca elevación de las habitaciones urbanas,
en que form a las naves "sobredim ensionadas” de las catedrales debían im­
p resion ar a los contem poráneos (Roland Recht).
Por cierto, las cated rales —asociadas con los nu m ero so s edificios que
las rodean, el palacio episcopal, las residencias de los canónigos y la casa
de Di os— co n stitu y en el corazó n de las ciudades m edievales. Financiadas
p o r las donaciones de los fieles, pero sobre todo p o r los ingresos señoriales
y eclesiásticos de los obispos y los canónigos —es decir, p o r la sobreexplo-
tación de sus dependien tes ru rales—, éstas son en efecto ocasión de obras
prolongadas V considerables, incluso jam ás term inadas, que estim ulan no­
tablem ente la actividad u rb an a. Así, la catedral y la ciudad m an tien en una
i .¡Án a la vez ín tim a y am bigua: visible desde m uy lejos, em blem a de la
, j,u] v su creciente in teracció n con la ca m p a ñ a circu n d an te, la catedral
| mismo tiem po parece d o m in a r la ciudad, casi a p lastarla con sus dim en-
\ „ |o Cu al acaso 110 es m ás que u n a fo rm a de h a c e r percep tib le la po-
feiicia de u n a institución eclesial p o r entonces triunfante.

Las nuevas órdenes religiosas: los m endicantes

E n tre lo s siglos XI y xni no e s solam ente la iglesia de p ied ra lo que cam bia,
sin o tam bién la Iglesia com o in stitución . La creación de las órdenes m e n ­
d i c a n t e s es u n o de los aspecto s m ás no tab les de estas tran sfo rm a cio n es.
P ara empezar, evocaré la figura de san Francisco, personaje a la vez sin g u ­
la r v revelador de las tension es de su siglo. Para esto hay que re c u rrir a las
cljietvmes Vidas q u e sus discípulos re d a c ta ro n de co n fo rm id ad con las le­
ves del género hagiográfico, con el p ro p ó sito de a te stig u a r la sa n tid a d de
F r a n c i s c o y de fo rta le c er su culto. P o r lo tan to , en estos textos no se debe
luisiai tanto u n a "verdad" biográfica com o u n a expresión de los m odelos y
los \ alores ideales de u n a época. S an F ran cisco nace en 1181 o 1182, en
Asi^ u n a ele las ciud ad es del cen tro de Italia donde el c o m e r c i o florece p re ­
c o z m e n t e . Es h ijo de u n rico m e rc a d e r cuyos negocios ten d ría que c o n ti­
nuar. Sin em bargo, el joven F ran cisco em p ren d e la b ú sq u e d a de ideales
más elevados, signo de que el desarrollo de las actividades u rb an a s no sig­
n if ic a n e c esariam en te la fo rm ació n de u n a "burguesía" d o tad a de valores
p r o p i o s bien asegurados. Sin saberlo, tiene interio rizad as las je ra rq u ía s de
su t i e m p o y al p rin cip io sueña con proezas caballerescas y se p re p a ra para
p a r t i r a la guerra en el s u r de Italia. M as u n a visión so b re n a tu ra l lo d i­
suade de tal cosa. Luego, m ien tras reza en la i g l e s i a de San D am iano ante
la i m a g e n de C risto en la cruz, éste le h ab la y lo invita a re c o n s tru ir su
i g l e s i a . Com o b u e n laico, a q uien las realid ad es m a te ria les aún im p id en
e l e v a r s e h a sta las verdades esp iritu ales, F ran cisco cree que tien e que
aprender la a lb a ñ ile ría p a ra re p a ra r el edificio que am en aza con d e rru m ­
barse. Pero es ev id en tem en te p a ra u n a m isión m ás alta que C risto lo lla­
ma. Francisco, cuya co n d ucta provoca un conflicto con sus padres, p o c o a
p o c o to m a c o n cien cia de e sta m isión, y re n u n c ia a la h e ren c ia p a tern a.
M ediante u n acto decisivo de conversión, se desviste p a ra re stitu irle a su
padre las telas con las que com ercia, y se coloca, desnudo, bajo la p ro te c ­
ción del o b isp o (véase la foto m.9). E n vez del b ie n e sta r m a te ria l que su
F oto m .9 . San Francisco renuncia a los bienes paternos (hacia 1290-1304;
frescos de Giotto en la basílica de Asís).

É s t e e s el e p i s o d i o c r u c i a l d e ¡ a c o n v e r s i ó n ; e n u n a c t o t e a t r a l , F r a n c i s c o s e d e s n u d a y d esecha
l a r o p a q u e s u p a d r e l e h a b í a d a d o , p a r a d a r a e n t e n d e r a s í s u r e n u n c i a a l a h e r e n c i a f a m ilia r .
E l o b is p o ]o c u b r e p ú d ic a m e n te c o n s u p r o p io m a n t o , c o n u n g e s to c a r g a d o d e l s im b o lis m o de
la a d o p c i ó n , a q u í t r a s p u e s t o e n e l p l a n o e s p i r i t u a l . A u n q u e se d a c o m o u n j u e g o t e x t i l ( d e ¡as
r o p a s d e l p a d r e a l m a n t o d e l o b is p o ) , la c o n v e r s ió n e s s o b r e t o d o u n a s u n to d e p a re n te s c o : san
F r a n c i s c o r o m p e c o n s u s p a r i e n t e s c a r n a l e s , p a r a m o s t r a r l a s u p e r i o r i d a d d e l p a r e n t e s c o e s p i­
r i t u a l q u e u n e a lo s m ie m b r o s d e la I g le s ia , m i e n t r a s q u e s u g e s to d e o r a c i ó n a p u n t a a la m a n o
b e n d e c i d o r a d e l P a d r e d iv in o . U n o d e s u s b i ó g r a f o s d e h e c h o p o n e e n s u b o c a e s ta s p a la b r a s ,
e n e s e p r e c is o i n s t a n te : " C o n t o d a lib e r ta d , e n a d e la n t e p o d r é d e c ir : ¡ N u e s tr o P a d r e q u e e s tá en
lo s c ie lo s ! P i e t r o B e r n a r d o n e y a n o e s m i p a d r e ” . E n c u a n t o a G i o t to , é s t e d a a l s i s t e m a d e l p a ­
r e n t e s c o m e d ie v a l la f o r m a d e u n a p e r f e c t a g e o m e t r í a ( p a r e n te s c o c a r n a l , p a r e n t e s c o e s p ir itu a l,
p a r e n t e s c o d iv in o ) .
nacimiento h a b ría de procu rarle, ab raza la exigencia de una pobreza radi-
f-il v elige "seguir desnudo a Cristo d esn udo ”.
Su m ensaje, que p o r entonces com ienza a p re d ic a r m e d ian te la pa)a-
|,ra y sobre to d o m ed ian te el ejem plo, im p resio n a p o r su sencillez: vivir
ron ei Evangelio com o única regla: h acer penitencia. F rancisco lo pone en
p r a c t i c a a través de u n a devoción que asocia la in m ed iatez con cierta ale-
ena m anifestación de u n a com unión con Dios que, sin em bargo, no sería
p o s ib le alcanzar sino m ediante el severo cam ino de la penitencia. Sem ejan­
tes rasgos con frecu en cia h acen que se co m p are a F rancisco y sus co m p a­
ñeros, a quienes recom ienda siem pre ten er "el ro stro risu eñ o ”, con juglares,
oficio m ucho tiem p o co nd enado p o r la Iglesia. Esos rasgos tam b ién se e n ­
c u e n t r a n en el fam oso Cántico del herm ano Sol, donde F rancisco hace el
elogio de la n a tu ra le z a y del p lacer que al h o m b re le pro cu ra. Aquí se e n ­
cuentra u n a de las tensiones constitutivas del personaje: la conjunción de la
penitencia y del júb ilo , o m ás p recisam en te la elección de u n a p en ite n cia
extrema que no co n d u zca a la h u id a del m undo, sino al a m o r de éste. Los
habitantes de Asís, quienes ven p a sa r a F rancisco h irsu to y h arap ie n to , se
preguntan si no hay en él cierta locura, y es esto lo que su apodo, Poverello,
expresa un ta n to . Pero su ejem plo viviente de p o b reza y p en iten c ia le vale
también un crecien te ren o m b re, que a tra e ju n to a él un n úm ero cad a vez
mayor de discípulos.
Pronto F rancisco se en cu en tra a la cabeza de una pequeña com unidad,
que la institución eclesial h a b ría podido ju zg ar com o peligrosa e in c o n tro ­
lable, com o lo in d ica la p rim e ra reacción de Inocen cio III. Sin em bargo,
sucede lo co n trario y, en 1209, aunque no sin reservas, el p a p a se deja co n ­
vencer, aprueba el estilo de vida pro p uesto p o r Francisco y le otorga el dere­
cho a predicar. Pero el deseo de en m arcar esta experiencia y de darle form as
compatibles con las e stru c tu ra s del p o d er vigente en la Tglesia, lleva a H o ­
norio III a exigir la redacción de una regla form al: la de 1221 es rech azad a
/Regida non bullata) an tes de que las nuevas m odificaciones, que aten ú an
todavía m ás la rad icalid ad del proyecto inicial, p e rm ita n finalm ente su
aprobación en Í223 (Regula bullata). A m ed id a que la com u n id ad crece,
Francisco se aleja de las necesidades que im p o ne la dirección espiritu al y
material de u n a o rden. P ro n to ren u n cia a ser su jefe y elige vivir com o er­
mitaño, en el m o n te de la V enia. Acentúa las p en iten cias y las privaciones
extremas en u n esfuerzo p o r acercarse todavía m ás a Dios, h a sta el grado
de que Francisco, enferm o, no parece ser m ás que u n a llaga viva. Es en to n ­
ces, en 1224, cu a n d o la tra d ic ió n u bica el m ilagro de la estigm atización,
m odam iento con las reglas de la in stitu ció n eclesial. La interpretación <
la vida de F rancisco que im pone B uenaventura es u n a clara victoria de ...; •>
tos últim os, an tes de que la d isp u ta se con cen tre en la cu estió n de la po. *
breza, exigencia a b so lu ta p a ra los esp irituales, quienes arg u m en ta n cjue
Jesucristo jam ás h ab ía poseído nada. Pero a principios del siglo xiv o bu-n
tendrían que acep tar u n a m ayor m oderación p a ra m an ten erse en la comu­
nidad del orden, o-bien h a b ría n de derivar hacia la herejía, corno lo ha. i-n
los “fraticellos". Al térm in o de este proceso tu m u ltu o so , la figura de Ft;-n-
cisco h ub o de ser in te g ra d a a la in stitu c ió n eclesial y finalm ente puesia a
su sen/icio.
E vocaré con m ás brevedad a D om ingo de Guzmán, nacido hacia 1:", ()
en Caleruega (Castilla), en el seno de u n a fam ilia de la p eq u eñ a a ristó n a-
cia. O pta p o r u n a c a rre ra eclesiástica tra d ic io n a l y deviene canónigo ele
la catedral de O sm a. C uando aco m paña a su obispo en u n viaje al sur d
Francia, descubre el im pacto del catarism o y decide consagrarse a la ludia
contra la herejía. H acia 1206 em pieza a predicar en la región de Fanjeaux.-I
P ronto se le unen algunos discípulos p a ra llevar u n a vida evangélica, y lúe- í:
go él funda un p rim e r convento en Tolosa. E n 1217, el p ap a ap rueba la n,u.e- ¡í
va oí den, que se coloc t ba¡o la regla de san Agustín. D om ingo ve en la pre-'J
d k ació n , basad a en el estudio v la penitencia, un arm a indispensable contra
los enem igos de la Iglesia. Los nuevos conventos de aquellos que son llam a-1
dos apro p iad am en te los frailes p red icad o res se m ultiplican con rapidez, y
D om ingo m uere a la cabeza de u n a o rden p o derosa en 1221 (su canoniza­
ción se realiza en 1234). La trayectoria del fu ndador castellano no se paiece
casi n ad a a la del san to de Asís: se vincula de inm ediato con la institu'-ioi]
eclesiástica, en p articu lar con la lucha co ntra la herejía. Por añ adidura, los
dom inicanos habrán de especializarse en las tareas inquisitoriales y asumi­
rá n con orgullo esta función, considerándose los “canes del señ o r” (domim
canes, de acuerdo con u n juego de palab ras que su n om bre latino permite;
véase la foto m .ll). Así, los dom inicanos orientan inm ediatam ente sus acti­
vidades h acia el estudio y el esfuerzo intelectual, que son indispensables
p ara a rg u m e n ta r al servicio de la Iglesia. P or lo tanto, m ultip lican los stu-
dia, donde sus m iem bros adq uieren su form ación, m ien tras que los prim e­
ros franciscanos bu scan form as m ás sencillas y m ás in m ed iatas p a ra estar
en contacto con Dios. No obstante, a p e sa r de estas diferencias iniciales, la
evolución de las dos ó rdenes las acerca y, m uy pro n to , se ven al mismo
tiem po unidas por objetivos y p rácticas m uy sim ilares, y opuestas p o r una
intensa rivalidad.
'F o to iti.1 1 . El Tritnijo du. la Iglesia y de los dom inicos (1366-13681; frascos de Andrea di Bonaiuto,
capilla de los Españoles. Santo- María Novella, Florencia.

Colocada f r e n Le a l a r e p r e s e n t a c i ó n d e l T r i u n f o d e s a n i o T o m á s ( a d e c u a d a m e n t e d i s p u e s t a e n l a s a l a c a p i t u l a r
di’ un c o n v e n io d o m i n i c a n o ) , e s t a v a s t a a l e g o r í a d e l a I g l e s i a p o n e e l a c e n t o e n l a s p r á c t i c a s q u e s e h i c i e r o n
vencíales, d u r a n t e l o s ú l t i m o s s i g l o s d e l a E d a d M e d i a , p r i m o r d i a l m e n t e l a p r e d i c a c i ó n y l a c o n f e s i ó n . A b a j o ,
la i z q u ie rd a , u n i m p o n e n t e e d i f i c i o e c l e s i a l s e v e a s o c i a d o c o n l a j e r a r q u í a c l e r i c a l , q u e s e e n c u e n t r a r e u n i d a
en to rn o a l p a p a . A l a d e r e c h a , l o s d o m i n i c a n o s t i e n e n e l p a p e ] p r i n c i p a l : p r e d i c a n v s e e n f r e n t a n a l o s h e r e j e s ,
m ientras q u e l o s c a n e s d e v o r a d o r e s r e c u e r d a n q u e s u m i s i ó n e s t á i n s c r i t a e n s u n o m b r e (do m in i canes). A rri-
íxs. casi a i c e n t r o d e l f r e s c o , u n f r a i l e r e c i b e l a c o n f e s i ó n d e u n d e v o t o a r r o d i l l a d o a n t e é l ( e n l a E d a d M e d i a n o
rvlscía d c o n f e s i o n a r i o ) . L a c o n f e s i ó n e s u n a e n c r u c i ja d a : lo s q u e r e c u r r e n a e lla s o n i n v it a d o s p o r s a n t o D o m in -
ó avanzar h a c i a e l p a r a í s o . C o m o a lm a s p u r a s v e s tid a s c o n tú n ic a s in m a c u la d a s , a llí la s r e c ib e s a n P e d ro ,
sím bolo d e la i n s U l u c i ú n e c l e s i a l y g u a r d i á n d e l a p u e r t a d e l c i e l o . U n a v e z t r a s p a s a d o e s t e u m b r a l , l o s e l e g i d o s
gozan d e la v i s i ó n b e a t í f i c a , e s d e c i r , d e l a c o n t e m p l a c i ó n d e l a e s e n c i a d i v i n a , q u e a p a r e c e e n m e d i o d e l a
cohorte d e l o s á n g e l e s . E s é s t a l a r e c o m p e n s a s u p r e m a , l a c u a l l o s c r i s t i a n o s a l c a n z a n c u a n d o s i g u e n l a s e n s e ­
ñanzas d e l a I g l e s i a y r e c i b e n , g r a c i a s a e l l a , i o s s a c r a m e n t o s s a l v a d o r e s . P o r l o t a n t o e l f r e s c o s u p e r p o n e d e
1()rnu¡ a d m i r a b l e l o s I c e s s e n t i d o s d e l v o c a b l o iglesia: e i e d i f i c i o , l a i n s t i t u c i ó n c l e r i c a l y ¡a c o m u n i d a d d e l o s
f ie le s l l a m a d a a r e u n i r s e e n la g l o r i a c e le s te .
El éxito de ias dos órdenes, las llam adas m endicantes, po rq u e en sus
com ienzos no p reten d en po seer n a d a y no vivir m ás que de las limosnas,
ráp id am en te se extiende en to d a la cristian d ad . Los frailes predicadores,
caracterizados p o r sus traje blanco, cubierto con un m anto negro, son alre­
dedor de 7 000 hacia 1250 y d ispo n en de 700 conventos a finales del siglo
xm, m ien tras que los fran ciscanos (tam b ién llam ados frailes m enores en
razón de su hum ildad), vestidos con u n basto sayal crudo (ni teñido ni blan­
queado) y reconocibles, al igual que Francisco, por la sim ple cuerda anuda­
da que rodea su cintura, son acaso 2 000 hacia 1250 y se en cuentran repar­
tidos en cerca de 1 600 establecim ientos m edio siglo después. O tras órdenes
m endicantes tam b ién aparecen, pero el concilio de Lyon II (1274) lim ita su
nu m ero a cuatro: adem ás de los fran ciscan o s y los dom inicos, están los
carm elitas, ap ro bados en 1226, y los erm itaños de san Agustín, creados en
1256. Cada orden, bajo la dirección de u n general y de responsables provin­
ciales, posee u n a cohesión m ucho m ás fuerte que las redes m onásticas an­
teriores. Cada u na de ellas cuenta con un com ponente fem enino, aparte de su
ram a m ascu lin a —así, la ord en de las clarisas, que funda sa n ta Clara de
Asís y está aso ciad a con los fran ciscan o s—, y adem ás con una tercera or­
den, a la que se acogen los laicos que desean vivir devotam ente. El ideal cié
la pobreza, asociado con la h u m ild ad y la penitencia, es la característica
prim ordial de las órdenes m endicantes. Pero, com o todas las aventuras mo­
násticas anteriores, h a b rá de a fro n ta r la p arad o ja del éxito, que acarrea la
m ultiplicación de las donaciones y la acum ulación de bienes. Si las órdenes
tradicionales exigían que los m onjes no poseyeran n ad a a título individual,
pero acep tab an las donaciones que se h acían a la in stitución, las órdenes
m endicantes, p reo cu p ad as p o r d o ta r de sentido al ideal de la pobreza, re­
chazab an esta opción. Pero p ro n to te n d rá n que fo rjar la te o ría según la
cual los bienes que reciben son pro p ied ad del papa, conservando la orden
sólo su utilización, cosa que los franciscanos espirituales no dejan de denun­
ciar com o u n a ficción hipócrita.
La ap o rtació n de las órdenes m en d ican tes consiste sobre todo en una
concepción original del papel del clero regular. Aunque aceptan u n a regla de
id i com unitaria y ascética, los m endicantes no optan po r la huida del m un­
do. Aun cuando asum en com o ideal el ejemplo de los erm itaños del desierto
(Alam B oureau), en la p rá c tic a acep tan vivir en m edio de los fieles, para
p red icar con la p a la b ra y el ejem plo (en realidad, esta vocación pastoral
solam ente caracteriza a las ram as m asculinas de las órdenes, pues las mu­
jeres quedan confinadas a u n a clausura tradicional, lo cual tal vez favorece
el florecim iento de u n a in te n sa devoción m ística, en p a rtic u la r en tre las
dominicas, que así com pensan su exclusión de las tareas que los frailes a su ­
men). El siglo xii ya h ab ía visto cierto a cercam ien to entre los reg u lares y
los seculares; p ero los m en dican tes dan u n paso m ás al in stalarse en el co­
razón de las ciudades (aquellos extraños regulares, u rb an o s y predicadores,
son p o r lo dem ás llam ados frailes, y no m onjes). Las órdenes m endicantes
aportan de esta m a n e ra u n a contribución decisiva a la Iglesia de su tiem po,
al asum ir u n en cu ad ram ien to y u n a p a sto ra l ad ap tad o s a los m edios u rb a ­
nos. Al h acer esto, intervienen en u n terreno que n o rm alm ente pertenece al
clero secular, y los conflictos entre los m en d ican tes y los seculares p ro n to
se p resentan, p o r ejem plo, en el seno de la u n iv ersidad de París, y m ás ge­
neralm ente en las ciudades, donde los obispos ven con m alos ojos a esos
predicadores de excelente p re p a ra ció n , cuyos serm ones tie n e n m ás éxito
que los de los seculares y que c ap tan en sus extendidas iglesias las d o n a ­
ciones de los fieles. El vínculo entre las órdenes m endicantes y el fenóm eno
urbano es p o r lo dem ás ta n nítido que se ha podido establecer u n a correla­
ción entre la im p o rta n c ia de las ciu dades m edievales y el nlim ero de co n ­
ventos m en d ican tes que abrigan (Jacques Le Goff). En to d as las ciudades
de E uropa, su im p la n ta c ió n se lleva a cabo según la m ism a lógica: p u esto
que req u ieren u n terren o am plio, los conventos m endicantes se establecen
en los lím ites de la zona construida y, en vista de la rivalidad que existe entre
ellas, lo m ás lejos posible u n o s de otros, siguiendo una geom etría b a sta n te
regular que se pued e verificar hasta en las ciudades coloniales de América.
Si una ciu d ad a m p a ra dos conventos m en dican tes, en la m ita d de la línea
que los con ecta se en c u e n tra n los edificios prin cipales del cen tro de la ciu­
dad; sí son tres, el centro u rb a n o ocu pa ap ro x im ad am en te el p u n to m edio
del triángulo que form an.

La Iglesia, la ciudad y la universidad

Sería im prudente, ya lo he dicho, p e n sa r la ciudad m edieval sin co nsiderar


la Iglesia: la catedral gótica es el signo m uy visible de la presencia de la in s­
titución eclesial; las ó rdenes m en d ican tes son los agentes de u n a p asto ral
destinada esencialm en te al m edio u rb an o; la "religión cívica" ofrece a la
ciudad sus p rincipales rituales y sus m ás preciados sím bolos. Pero esta evo­
cación q u e d a ría in co m pleta si no h iciera m ención del desarrollo de las es­
cuelas u rb a n as y de las universidades, u n a de las creaciones m ás ex traordi­
narias de la E dad M edia. E n el curso del siglo xn, el m arco educativo que
estaba en vigor desde la alta E dad M edia es conm ovido p o r im portantes
evoluciones. M ientras que las escuelas m o n ásticas declinan, las escuelas
catedralicias, que todavía se encu en tran bajo la responsabilidad de los obis­
pos, conocen un rápido crecim iento. Si en el pasado tenían u n reclutam ien­
to estrictamente local y d ab an una form ación elem ental a los futuros cléri­
gos de la diócesis, algunas de ellas com ienzan a ejercer una gran atracción,
debida a la rep utació n de sus m aestros. El n úm ero de estudiantes aumenta
y la am bición de las enseñanzas se eleva, Lanío en derecho com o en medici­
na y en teología, denom in ación que Abelardo es uno de los primeros en di­
fundir. Los m aestros y los estudiantes poco a poco tornan conciencia de que
form an u n m edio específico, cuya ta re a p ro p ia reside en la actividad inte­
lectual. Aunque ésta p erm an ece ín tim a m e n te ligada a la Iglesia, Lal vez es
este su rgim iento de los "in telectu ales” m edievales, según la expresión de
Jacques Le Goff, lo que p erm ite c o m p ren d er la form ación de las universi­
dades. É stas respo nd en a u n deseo de autoorganización por parte de la co­
m u nidad de m aestro s y estu diantes, al igual que todos los dem ás oficios
urbanos, y a una v o lu ntad de auto n o m ía respecto del obispo que hasta en­
tonces m an ten ía el control de las escuelas y reafirm aba su derecho exclusi­
vo a conferir la licencia (la autorización p ara im p a rtir la enseñanza).
B olonia, que d o m in a la en señanza del derecho civil y canónigo en la
cristiandad, es quizá la p rim e ra u niversidad, fo rm ad a desde finales del si­
glo XII, au nq ue sus estatu to s m ás antig uos conocidos, los cuales la definen
exclusivam ente com o la com u n id ad de los estudiantes, apenas datan de
1252. “La universidad de los m aestros y estudiantes de P arís” es un agrupa-
rniento voluntario que se form a en los p rim eros años del siglo xiii, y al cual
el legado pontificio o torg a sus estatu to s y privilegios en 1215. Poco des­
pués, Gregorio IX los confirma solemnemente, tra s u n a huelga de los maes­
tros que fue p rovocada p o r los en fren tam ien to s entre los estudiantes y los
hom bres de arm as reales. Pero la p reem inencia intelectual de París, duran­
te un tiem po in cuestio nable, en fren ta p ro n to la rivalidad de Oxford, que
im pone su au to rid ad en m ateria de teología desde el decenio de 12 2 0 , aun­
que al p rin cip io se o rie n ta b a hacia el derecho. Los esta tu to s que adoptan
estas uni\ cj sidades con firm an su c a ra c terística esencial: la enseñanza ya
no está iiijeta a la au to rid a d del obispo y depende ú n icam ente de la corpo­
ración de los m a e sü o s, que define sus norm as. A p a rtir de entonces la uni­
versidad será "un cuerpo profesional incluido en la Iglesia a título de insti­
tu ció n a u tó n o m a que está sujeta ú n ic am en te al p o d e r pontificio y a.su
control doctrinal, a salvo de la ju risd icció n de los obispos y de los señores”
(Franco Alessio). E n tre las p rim era s un iv ersid ad es eu ro p eas, provistas de
estatutos en el p rim er cuarto del siglo xm, hay que citar adem ás a Cam bridge
en la teología, M o n tp ellier en la m edicina, S alam an ca, N ápoles, P ad u a y,
sólo un poco m ás tard e, Tolosa (1234). D espués de e sta fecha, las n u m e ro ­
sas universidades que se crean p o r lo general no tienen m ás que u n a im por­
tancia lim itad a y u n reclu tam ien to regional.
En cada u niversidad, la a u to n o m ía p erm ite a la asam blea de los m aes­
tros, bajo la g uía de su rector, d ecidir sobre su org an izació n in te rn a (se di­
ferencian g en eralm en te la facu ltad de las artes, p ro p e d éu tica donde se en ­
señan las artes lib erales del triviu m —retó rica, g ra m á tic a y d ialéctica— y
del quadrivium —aritm ética, geom etría, astro n o m ía y m úsica— y las "gran­
des” facultades, de teología, derecho o m edicina), así com o sobre el reclu ta­
miento de los alu m n o s y la cooptación de los m aestros, los pro g ram as y los
autores que se en señan, los m éto do s u tilizad o s y los grados que se confie­
ren (bachillerato, licen ciatu ra, m aestría o doctorado). Pero el ejercicio de la
autonom ía no deja de te n e r sus conflictos. Así, el lu g a r p re p o n d era n te que
los frailes m endican tes em p iezan a o cu p ar en las universidades a p a rtir del
decenio de 1230 su scita la h o stilid ad de los m aestro s seculares, quienes se
quejan sobre tod o de la c o n cu rren cia desleal de aquellos que pu ed en ense­
ñar de m an era g ratu ita p o r el hecho de p erten ecer a u n a orden. Pero el p a ­
pado, p artic u larm en te A lejandro IV en 1225, de m a n e ra sistem ática confir­
ma la p osición de los frailes m endicantes, quienes p ro n to m onopolizan las
caled).as de teología m ás prestigiosas. Ése es quizá el signo de que las órde­
nes m endicantes d esem p eñ an u n papel central en la in stitu ció n eclesial de
su tiem po. Su lugar, p o r lo tan to , no pu ede ser m enos que do m in an te en el
seno de las u n iv ersid ad es, cuya fu n ció n p rin c ip a l co n siste en p ro veer a la
Iglesia sus fu n d am e n to s ideológicos m ás firm es, así com o la p a rte m ejor
instruida de sus p relad o s (de los cuales m uchos e n tra n al servicio de las
adm inistraciones p rincipescas o reales).
El ejercicio de la a u to n o m ía se com bina con la relativa hom ogeneidad
de las enseñanzas y de las form as de organización, lo cual m anifiesta la u n i­
versalidad del p o d e r pontifical del que dependen las universidades. La esco - 5
lástica es su m éto d o p o r excelencia. Sus raíces se re m o n ta n al inicio del si­
glo xn: Anselmo de C anterb u ry (1033-1109) se esfuerza, señ alad am en te en
su Por qué Dios se hizo hom bre, en aso ciar la fe y el intelecto (fd es quaerens
intellectum) y en co nvencer ta n to m ed ian te los ra z o n am ien to s d e m o strati­
vos com o con el re cu rso a los arg u m en to s de a u to rid a d (la E sc ritu ra y los
textos de los Santos Padres); Abelardo (1079-1142) desarrolla, principalm ente
en su Sic et uc n les prin cip ios de arg u m en tació n dialéctica y los métodos
que in ten tan resolver las co ntradicciones entre las diferentes autoridades
bíblicas y p m ísticas. Pero la escolástica de las universidades del siglo xiii
amplifica y perfecciona los m étodos de razonam iento y argum entación, que
h an sido codificados de acuerdo con las reglas adm itidas p o r la com unidad
de m aestros. La lectura com en tada de los textos bíblicos y de las obras que
tienen función de m anuales, com o el Libro de las sentencias de Pedro Lom­
bardo, m aestro y obispo parisino entre 1135 y 1160, sigue siendo la base del
trabajo escolástico. Se tra ta de establecer su sentido auténtico, m ediante un
examen m etódico ta n im personal com o sea posible. La quaestio (alternativa
del tipo ¿es... o b ien ...7) es la o tra form a p o r excelencia de la actividad inte­
lectual: puede d ar lugar a u n debate oral (disputatio) sobre u n tem a determ i­
nado p o r el m aestro (a m enos que se tra te de quaestiones de quodlihct, o
cuestiones en to rno a cu alq uier tem a, que son las m ás im previsibles); tam ­
bién puede ser objeto de u n a redacción escrita, según u n a organización cua-
trip artita constante (autoridades a favor de la p rim era solución; objeciones
y autoridades contrarias; tesis del autor; respuesta a las objeciones).
La conjunción de u n extenso co n junto de quaestiones, las cuales for­
m an u n tratam iento com pleto del cam po considerado, tienen com o resulta­
do las g randes S u m a s teológicas, que m arcan el apogeo de la escolástica
u niv ersitaria del siglo x iii . Los fran ciscan o s A lejandro de H ales (la Suma
que lleva su nom bre, pero cuya redacción final se debe a sus alum nos, es la
prim era) y B uenaventura (1221-1274), los dom inicos Alberto Magno (1193-
.1280) y Tomás de Aquino (1225-1274) destacan p articularm ente en este gé­
nero to talizad o r que am b icion a n a d a m enos que sintetizar y clarificar, me­
diante la fuerza del razo n am ien to , todos los problem as relativos a Dios, el
hom bre, el universo y la org an izació n de la sociedad. A dem ás de la teolo­
gía, los m étodos escolásticos del m u n d o universitario se extienden al estu­
dio del derecho y a ciertas discip linas que en p arte están fundadas en la
dem o stració n y la verificación, y cuyos nom bres están em p arentados con
los de las ciencias m o d ern as (sobre to d o las m atem áticas, el estudio de la
n atu ra le z a y la astro n o m ía). É stas florecen en Oxford, donde destaca el
ilustre R oberto G rosseteste (1175-1253). A p e sa r de los enfrentam ientos
que la dividen, sobre todo a p rop ósito de la recepción de las obras de Aris­
tóteles y de sus c o m en taristas árab es (y que cu lm inan en la condena en
1277 p o r E steb an Tempier, obispo de París, de 219 tesis atrib u id as a los
averroístas parisinos, y algunas de ellas, a Tomás de Aquino), la escolástica
del siglo x iii aparece com o u n m o n u m en to erigido colectivam ente p a ra m a­
yor gloria de la Iglesia triu n fa n te , y com o la expresión m ás lograda de la
ideología consustancial al ord en de la sociedad cristiana.

Predicación, confesión, c o m u n ió n : una tríada nueva

D esde finales del siglo xn, la insistencia en ciertas prácticas ahora reform u-
ladas resu lta en u n a configuración inédita en cuyo centro se ubica el tríp ti­
co predicación-confesión-com unión. Corno ya lo com enté, profundas tra n s­
form aciones afectan a la com u nión , sa c ra m e n to "terrible", acto card in al
que asegura a la vez la cohesión de la co m u n id ad c ristia n a y su división je ­
rárquica en clérigos y laicos (así, en el curso del siglo xn, la com u n ió n con
el pan y el vino p au latin am en te se reserva p a ra los clérigos, y los laicos sólo
tienen acceso a la prim era). P o r lo ta n to , conviene re c o rd a r a los laicos,
acaso in tim id ad o s p o r la sacralid ad ap la sta n te del rito, la necesidad de co­
mulgar p erió d icam en te. Es p o r esto que el concilio de L etrán IV (1215),
después de d iversas asam b leas diocesanas p ero ah o ra en to d a la c ristia n ­
dad, requ iere de todos los fieles la obligación de recib ir la com unión p o r lo
menos u n a vez p o r año, d u ra n te la P ascua (canon O m nis utriusque sexiis).
Exigencia m ín im a que dice m u ch o sobre los lím ites de la p articipación sa­
cramental de los laicos com unes, esta regla a c a rrea u n a consecuencia con­
siderable, p ues n o sería posible p a ra nadie, a m enos de exponerse a graves
riesgos esp iritu ales, re c ib ir la e u caristía sin h a b e r purificado sus pecados
anteriorm ente. L a obligación de la co m u n ió n anual p o r lo ta n to im pone
tam bién el deb er de u n a confesión anual.
En la A ntigüedad ta rd ía y en los p rim ero s siglos de la alta Edad M edia,
la Iglesia h a b ía a d m itid o la po sib ilid ad de u n a p e n iten cia que p e rm itie ra
purificarse de los pecados com etidos tra s el bautism o. A la sazón se tratab a
de un ritu a l p ú b lico que no podía realizarse m ás que u n a sola vez, v.que
por lo tan to g eneralm ente se difería hasta el m o m ento de acercarse la m uer­
te. Más tarde, desde el siglo vn, los m onjes irlandeses introdujeron en toda
la cristiandad el sistem a de la penitencia tarifada, que estuvo en vigor h asta
x ii . É sta, que era renovable, daba lugar a un ritual de reconciliación
publica, que con frecuencia se llevaba a cabo en el portal n o rte de las igle­
sias, u m b ral que los p en itentes debían c ru z a r arra strá n d o se sobre las ro d i­
llas y los codos, tra s h a b e r cum plido escrupulosam ente las indicaciones del
Penitencial, que fijaba p a ra cada falta las p en iten cias requeridas, en la for­
m a de rezos, ayunos, m ortificaciones o peregrinaciones (véase la foto ix.s).
E n el siglo xii, el fo m ialism o rígido de sem ejante sistem a debió parecer
cada vez m ás inad aptad o , m ien tras los m aestros de teología, com o Abelar­
do, definían el pecad o com o u n a in clin ació n in te rn a y señ alab an la nece­
sidad de evaluar los actos hum anos teniendo en cuenta su intencionalidad.
De hecho, a la sazó n u n a p rá c tic a p en iten cial renovada em pieza a practi­
carse, an tes de ser san cio n ad a p o r el concilio de L etrán IV. La confesión
—reconocim iento an te el sacerdote de los pecados com etidos m ediante los
aclos, las in ten cio n es o los p e n sam ie n to s— se vuelve la p a rte esencial de
la penitencia: al obligar al devoto a d esnudar su corazón culpable y sufrir la
hum illación que eso le provoca, constituye u n a pena que éste se inflige a sí
m ism o. E n las p alab ras de Pedro el Cantor, m aestro teólogo en París, muer­
to en i 197, “la confesión oral constituye lo esencial de la expiación”. Esto
es tan verdadero que el sacerdote otorga ahora la absolución u n a vez que la
confesión se te rm in a y la co n trició n se m anifiesta, sin esp e ra r siquiera a
que se realice la satisfacción (el acto de penitencia que se le im pone al fiel).
E sta, sin em bargo, sigue siendo in dispensable, y u n cristiano que muere
confesado, pero sin h a b e r realizado la penitencia requerida, experimentará
las llam as del purg atorio. E s cierto que el creciente recurso a las indulgen­
cias contribuye entonces a evitar tales situaciones. De antiguo, las donacio­
nes o incluso la p articip ació n en una cru zad a perm itían conseguir una in­
dulgencia, es decir, el perdón que obviaba la necesidad de cumplir con la
satisfacció n peniten cial. Pero, desde entonces, la visita a u n santuario, y
sobre todo el recogim iento ante ciertas im ágenes, perm ite la suspensión de
las peniten cias con las que hay que cum plir, m ientras que a p a rtir del siglo
xiv las indulgencias h a b rá n de p ro lo n g ar sus efectos en el m ás allá, acor­
tando los to rm en to s de las alm as en el purgatorio.
E n adelante, a los sacerdotes les incum be u n a tarea delicada, pues de­
ben so m eter al exam en de conciencia a todos los fieles, quienes están obli­
gados a confesarse al m enos u na vez al año (sin m encionar a un laico ejem­
plar, com o sa n Luis, que re cu rre a su confesor u n a vez p o r sem ana en
p ro m ed io y lo tiene a su disposición perm an en tem en te, día y noche, a fin
de jam ás p erm an ecer en estado de pecado m ortal, lo cual ilustra bastante el
papel cen tral que la confesión adquiere en el sistem a eclesial de entonces).
¿Cóm o in te rro g a r al p e n ite n te con el suficiente celo com o p a ra acosar los
p ecados sin olvidar n in gu n o (pues la confesión sería p o r ende nula), pero
tam b ién con el tacto suficiente com o p a ra evitar que la vergüenza sea un
obstáculo p a ra el reconocim iento total? ¿Cómo evaluar con equidad las ac-
ciones y los pensam ientos, tom an d o en cu enta todas las circunstancias par­
ticulares y so p esan d o las in ten cio nes que d a n e l verdadero sentido a cada
gesto? Son tan tas las dificultades que el crecim iento de la confesión a u ricu ­
lar c o n d u c e a l a profusión de u n nuevo tipo de obras. Las Sum as de confesión,
entre las cuales las p rim era s se deben a Tomás de C hobham (1210-1215),
R a i m u n d o de P eñaforte y Ju a n de Friburgo, p ro p o rcio n an una clasificación
de los pecados que puede g u ia r el trabajo del confesor, y exam inan m etódi­
camente to d as las d i f i c u l t a d e s y todos los "casos de conciencia” que p u d ie ­
r a encontrar. Los M anuales de confesores sim plifican u n a m ateria cada vez
m á s densa, a fin de que sean utilizables en la p ráctica p o r los sim ples sacer­
dotes. Si a esto se agregan las S u m a s que tra ta n de los vicios y de las v irtu ­
des, así com o los tra ta d o s m orales que se destinan a los laicos, resu lta una
cantidad consid erab le de m an u scrito s que p o r entonces se destin an al per­
feccionamiento de las técnicas de introspecció n del alm a cristiana. Pero la
confesión, au n q u e prefigura de cierta m a n e ra al psicoanálisis, p rin c ip a l­
mente p o r el p ap el reg en erad o r que confiere a la p a la b ra y al reconocim ien­
to de las culpas, tam b ién se distingue de éste radicalm ente: m ientras que el
psicoanálisis no lib ra ab so lució n alguna, la confesión articu la el reco n o ci­
m i e n t o lib e ra d o r co n el refo rzam ien to del p o d er de la in stitu c ió n eclesial,
interm ediaria obligada p a ra la salvación (véase la foto iii. 1 1). Com o precio
del p erdón que oto rg a, la Iglesia se atribuye, gracias a la confesión, u n te ­
mible in stru m e n to de control de los co m p o rtam ien to s sociales y se in m is­
cuye hasta en lo m ás ín tim o de las conciencias individuales.
El crecim ien to de la confesión está acom p añ ad o del de la predicación.
La práctica de los serm o n es y de las h om ilías ciertam en te se re m o n ta a la
Antigüedad ta rd ía, pero d u ran te m uchos siglos la predicación perm aneció
integrada a la m isa y se concebía com o u n ejercicio sabio que se destin ab a
principalm ente a los clérigos m ism os. E n el siglo xn, sin em bargo, ésta se
extiende n o tab lem en te y los laicos son cada vez m ás los destinatarios de los
.enmones de los reg u lares, com o san B ernardo, apasio n ad o predicador, y
asimismo de los seculares, com o Jacques de Vitry (1165-1240) o Alain de Lille,
autor de u n im p o rta n te Arte de predicar. Pero son sobre todo los frailes
m endicantes quienes h acen de la p redicació n u n in stru m en to central p a ra
la instrucción de los laicos. Los dom inicos y los franciscanos se convierten
en “autén ticos profesio n ales de la p a la b ra ” (Hervé M artin), quienes se for­
man en el a rte de p re d ica r en los studia de sus órdenes y difunden en to d a
la cristiandad "una p alabra nueva” (Jacques Le Goff y Jean-Claude Schm itt).
La predicació n n o p o r eso deja de ser u n aspecto in h e re n te al m in isterio
pasto ral de los seculares, p ero el papado sostiene co n tin u am en te la inter­
vención de estos especialistas que son los frailes m endicantes, a quienes el
concilio de L etrán IV confía la m isión de "ayudar a los obispos en el oficio
de la san ta p re d ic a c ió n ”. D esde entonces, los serm ones se p ro n u n cian en
las plazas públicas, los dom ingos y los días festivos; tam b ién se organizan
grandes ciclos de predicación durante la Navidad, Cuaresm a, Pascua y Pen­
tecostés, o b ien d u ra n te la visita de u n p red icad o r Itin eran te fam oso. Más
que nada, la nueva p a la b ra se aleja de los cultos m odelos an teriores y pre­
tend e tra s m itir el m ensaje divino sin dejar de “h a b lar de cosas concretas y
palpables que los fieles conocen p o r experiencia”. El vivo estilo, a veces tea­
tral, de los p red icad o res, así com o la frecuente utilización de los exenrpla,
anécdotas o breves relatos entretenidos destinados a ca p tar la atención del
público sin d ejar de d ar u n a lección m oral, de los cuales el dom inico Este­
ban de B ourbon (1190-1261) pudo com poner u n extenso com pendio, com­
p letan el arsenal de u n a p alabra que busca ser eficaz.
¿Pero eficaz p a ra qué? La predicación pretende, claro está, “hacer creer",
es decir, inculcar los rudim entos doctrinales y las norm as elem entales de la
m oral que la Iglesia define. E n este sentido, es u n in stru m en to decisivo de
la p en etració n de la “aculturación cristiana” en los siglos finales de la Edad
M edia (Hervé M artin). Pero el desarrollo de la p red icació n tam bién está
vinculado al de la confesión: no solam ente los serm ones alaban los méritos
de la confesión (u n a sola lág rim a de co ntrición tiene “la v irtu d de apagar
todo el fuego del infierno”, dice el dom inico G iordano de Pisa, en los años
iniciales del siglo Xiv), sino sobre todo, m ediante la evocación de las faltas
com etidas y de la salvación que con éstas se arriesga perder, pretenden crear
u n choque saludable, ap ro p iad o p a ra p o n e r a los fieles en el cam ino de la
confesión. Es p o r esto que H um berto de R om ans, otro dom inico que murió
en 1277, pued e afirm ar: “Se siem bra m ediante la predicación, y se cosecha
m ediante la confesión”. La predicación efectivam ente es u n a incitación a la
confesión; y la tría d a predicación-confesión-com unión form a, desde el si­
glo x iii , un co n ju n to fu ertem ente articulado, en el corazón de las nuevas
práctica de la cristiandad.

R itualism o y devoción: ¿un cam bio de equilibrio?

De todo esto re su lta n n otab les cam bios de to n alid ad en el seno de la cris­
tian d ad . N o o b stan te, no se tra ta de ru p tu ra s radicales, sino m ás bien de
inflexiones de equilibrio, en el seno de las tensiones co n stitu tiv as del cris­
tianismo m edieval. Aquí b a sta rá un ejem plo (véase tam bién el capítulo vm).
Durante la alta E d ad M edia y h a sta el siglo xn, las p rá c tic as cristian as p a ­
recían c a ra cteriza rse p o r u n ritu alism o g eneralizado, del cual el clam or
monástico y la h u m illació n de los san to s son b a sta n te ilustrativos. Al evo­
car a u n dios lejano de aspecto vetero testam en tario , el cristian ism o casi
parece reducirse a la p ráctica de los sacram entos esenciales, a las m últiples
liturgias que o rd en an la vida de los clérigos, y al culto de los santos, que en
otimer lugar es el culto de las reliquias. Ciertam ente sería ab surdo negar que
eJ culto de los s a n to s co n se rv a u n p a p e l c e n tra l h a s ta el fin de la E d a d
Media y m ucho m ás adelante. Es p o r lo dem ás el dom inico genovés Jacopo
de Varazze (1230-1298) quien com pila u no de los be.stsel.lers m edievales que
habrá de co n o cer u n éxito du rad ero, La leyenda dorada, que p a ra la hagio­
grafía es lo que las S u m a s p a ra la teología. A proxim adam ente en el m ism o
momento, el rey sa n Luis se desespera p o r la p érd id a del S anto Clavo y de
rodillas, descalzo, vestido con u n a sim ple tú n ica, d a la b ienvenida com o
penitente a u n a reliq u ia en verd ad excepcional, la co ro n a de espinas, p a ra
cuya adquisición h a consagrado m uchos esfuerzos 3' m ucho dinero y para la
cual hace construir, a sem ejanza de u n inm enso relicario en el centro de su
palacio, la S an ta Capilla.
” El cam bio de acento consiste en u n a evolución de los criterios Jos m o ­
delos de la sa n tid a d . La im p o rta n c ia relativa de los m ilagros, que de los
cintos h acen h éroes d otados de poderes excepcionales, tiende a dism inuir,
leu m eciendo la escenificación de com portam ientos m orales que a los fieles
'-c pt ementan com o m odelos que deben im itar (André Vauchez). C iertam ente
1a1, excepciones resonantes, com o la estigm atizad'ón de san Francisco, pero
Jos textos hagiográficos, en conjunto, d an m enos espacio a los m ilagros re a­
lizados d u ran te la vida del santo, y hay m u cho s santos recientes cuyo p o d er
sobrenatural no se revela sino después de la m uerte, m ed ian te las cu racio ­
nes que se d a n ju n to a su tu m b a. D urante su vida, éstos no se m anifiestan
como su p erh o m b res, sino ta n sólo com o cristian o s ejem plares que se han
entregado a la p e n iten cia, esforzándose p o r a lc a n z ar la p erfección m oral.
En cuanto a los sim ples fieles, si bien la p ráctica de los sacram entos fu n d a­
mentales y la in te rc esió n de los clérigos siguen siendo los m edios in d is­
pensables de la salvación, el crecim iento de la confesión 3' del exam en de
conciencia obliga a cada quien a escrutar sus actos, y m ás aún sus intencio-
nes^La preocup ació n m o ral 3' la casuística de los pecados —siem pre a rtic u ­
lados con la n ecesidad sacram enta] de la confesión— asum en entonces u n a
im portancia inédita. De allí se deriva el aum ento de lo que es posible llamar­
la devoción personal: la oración y la m editación piadosa, anteriorm ente re­
servada a los clérigos, desde entonces son accesibles p a ra u n a élite laica,
p ara la cual u n núm ero creciente de obras devotas se copian en lengua ver­
nácula, prim ord ialm en te los libros de ho ras que perm iten la recitación co­
tidiana de las horas m onásticas.
A veces, eslos fenóm enos se co n sid eran com o u n a “pro m o ció n de los
laicos” en el seno de la Iglesia. Pero m ás bien se tra ta de la adopción po¡
p arte de los laicos de p rácticas que an terio rm en te estaban reservadas a los
clérigos. La consecuencia es su sum isión todavía más estricta a los valoies \
a las norm as elaboradas p o r la Iglesia, con m ayor razón porque los clérigos
no h an renunciado a ninguno de sus privilegios esenciales en m ateria de in­
tercesión sacram en tal y p o iq u e la d o m inación ideológica de la institución
eclesial parece m ás ab so lu ta que n unca. Si de “pro m o ció n de los laicos”
queremos hablar, esta expresión no puede significar más que una difusión
acrecentada en el cuerpo social de las n orm as clericales, u n a m ejor interio­
rización de éstas p o r los laicos, que los conduce a p a rtic ip a r m ás activa­
m ente en la reproducción de u n sistem a eclesial dom inado p o r el clero. Por
añ ad idu ra, repetiré que no se tra ta m ás que de u n cam bio de acento: el ri­
tualism o no desaparece en absoluto; los sacram entos siguen siendo la base
de la organización social, y un p oem a alegórico de principios del siglo xiv,
La vía del infierno y del paraíso, sugiere todavía que es suficiente, para al­
canzar la salvación, recitar cotidianam ente el Ave M aría.

L ím it e s y c o n t e s t a c io n e s
D E LA DOMINACIÓN D E LA IG LESIA

Afirmar que la Iglesia es la in stitu ció n d o m in an te de la sociedad feudal no


significa que no tropiece con nin gu na im pugnación ni que su p o der sea ili­
m itado. Al co n trario , adem ás de las ten sio n es in tern as que la anim an, la
institución eclesial enfrenta, en su obra de dom inación, sordas hostilidades
y francas rebeliones. Por lo lanío conviene an alizar conjuntam ente el ejerci­
cio cada vez m ás extenso de su dom inio y las resistencias con las que cho­
ca. E n tonces es posible ver que todo o rd en necesita im pugnaciones y des­
órdenes p a ra m ejor im p o n er su leg itim idad (h asta el grado de forjarlas, sí
no las encuentra a su gusto). En este sentido, no es para n ad a sorprendente
que el proceso de refundación de la in stitu ció n eclesial y de acentuación de
]a cohesión de la sociedad cristiana, en los siglos XI y x ii , se ve acom pañado
de un resu rg im ien to de las disidencias, sobre tod o las heréticas, y de u n a
intensificación de las form as de exclusión. "O rd en ar y excluir” —según la
expresión de D o m in iq u e Ío g n a -P ra t— son las dos ca ra s in d iso c iab le s de
la misma dinám ica.

Los avances heréticos y la reacción de la Iglesia

La noción de herejía (etim ológicam ente, "elección”) no tien e sentido m ás


que en relació n con su c o n trario , la fijación de u n a d o c trin a orto d o x a p o r
una autoridad eclesiástica. El p rob lem a de la herejía p o r lo tan to no surgió
sino en la m ed id a en que la Iglesia se tra n sfo rm ó en u n a in stitu c ió n p re ­
ocupada p o r definir los dogm as en que se b a sa su organización y su d o m i­
nio sobre la sociedad. De hecho, es du ran te el siglo que separa a C onstantino
de Agustín cuando estalla la prim era gran crisis doctrinal, la cual tiene com o
consecuencia la elaboración de la ortodoxia trin ita ria y cristológica y el re ­
chazo de u n a serie de herejías, siendo la p rin cip al el a rrian ism o . A gustín
hará entonces u n a lista de 88 herejías, que a todo s los au to res p o sterio res
que ab o rd an la h erejía les servirá com o depó sito de arg u m en to s y p rism a
deformador. Con ra ra s excepciones, las herejías m edievales ú n icam e n te se
conocen a través de los textos de los clérigos que las con d en an , de su erte
que es m uy difícil se p a ra r las am alg am as v las exageraciones ligadas a las
necesidades de la polém ica y la represión. El acercam iento a la herejía m e­
dieval p erm anece in separable de la a ctitu d de la Iglesia hacia ésta.
En O ccidente, algunos episodios aislados y de p o ca am p litu d , au n q u e
significativos p o r su co n co m itan cia, in dican la resu rg en cia de la cuestión
herética poco después del año mil. E n 1022, unos 10 clérigos de la catedral
de Orieans son acusados de negar la eficiencia de los sacram entos 3^p o r órde­
nes del rey de F ra n c ia se les co n d en a a la h og u era. E n el castillo de Mon-
teforte, en P iam onte, u n grupo de ho m b res y m ujeres que o p taro n p o r una
forma de vida com ún, casta y penitente, son in terro g ad o s p o r el arzobispo
de Milán, y luego con d en ad o s a la h o g u era debido a la in sisten cia de los
nobles de la ciudad. En 1025, u n a co m u n id ad de laicos es obligada a com ­
parecer ante el sínodo de A rras y ap a re n te m en te se ve tra ta d a con clem en­
cia por el obispo, y se le convence de ab a n d o n a r sus críticas respecto de las
prácticas de la Iglesia. A estos prim eros síntom as de im pugnación de la in s­
titución eclesial sigue u n tiem po de laten cia en m a te ria de herejía. Q uizá
sucede que a p a rtir de la m itad del siglo xi la Iglesia se absorbe en el proce­
so de reform a y logra in co rp o rar u n a parte notable de los im pulsos hacia el
evangelism o, en beneficio de su lu cha co n tra la facción conservadora del
clero. P or lo dem ás, no vacila a la sazón en calificar de herejes a los simo-
¡ niacos, a los n icolaítas y a todos aquellos que se le oponen (el papado afir­
m a sin am bages que “aquel que no reconoce las decisiones de la sede epis-
' copal debe ser tenido p o r hereje”).
E n tre los años 1120 y 1140, la resurgencia herética y la reacción de la
Iglesia asum en form as y proporciones nuevas. El prim er testim onio notable
es el tra ta d o que P edro el Venerable re d a c ta en 1 139-1140 c o n tra el hereje
Pedro de B ruis y sus discípulos (D om inique logna-P rat). O riginario de los
Alpes occidentales, éste al parecer predica en Provenza en el decenio de 1 120,
p rofanando iglesias y quem an do cruces, antes de m o rir en u n a hoguera cíe
em ees que él m ism o hu b o de p re n d er cerca de la abadía de Saint~Gilles-du-
G ard. Pedro el Venerable le atribuye —al igual que a su co m parte Enrique
de Lausana, instigador de u n a insurrección en Le M ans, en 1116— cinco te­
sis heréticas: el rechazo del bautism o de los niños (en virtud de que hay que
ten er la capacidad de creer p a ra p o d er salvarse); el rechazo de los lugares
■de culto consagrados (pues la Iglesia es la co m u n id ad de los fieles y no los
m uros que la abrigan); el desprecio p o r la cruz (considerada un instrum en­
to de tortura); la im posibilidad de reiterar el sacrificio eucarístico (no siendo
la m isa sino u n sím bolo); la in u tilid ad de la litu rg ia fu n eraria y de las ple­
garias p o r los m u erto s (pues dice E n riq u e que éstos ya están salvados o
condenados en el m om ento de la m uerte). P rácticas todas que la referencia
exclusiva y literal al Evangelio era suficiente p a ra privar de toda legitimidad,
pero que se h a b ía n convertido en fun d am en to s de la in stitu ció n eclesial,
m uy p articu larm ente de su p u n ta de lanza cluniacense.
Más im p o rta n te aún, en v irtu d del im p acto d u rad e ro que causa, es la
figura de Pedro Valdo, u n co m ercian te de Lyon que se convierte en 1174,
ab an d o n a sus bienes, se h ace tra d u c ir la B iblia y decide p red ica r con base
en el Evangelio. El p ap a le o torga este derecho, au n q u e som etiéndolo a la
aprobación del obispo, quien term in a p o r m an ifestar su negativa en 1181.
Excom ulgado, Valdo p o r lo tan to p red ica al m argen de la Iglesia, haciendo
adeptos que extienden su p a la b ra en el su r de F ran cia y el n o rte de Italia.
La hostilidad de las au to rid ad es y las persecuciones hacen que radicalicen
sus críticas respecto al clero, de m a n e ra que se te rm in a p o r atribuir-a los
valdenses concepciones parecidas a las que Pedro el Venerable denuncia en
Pedro de Bruis. Sin em bargo, el propósito inicial de Valdo casi no difiere del
de F r a n c i s c o de Asís: c o m o él, es u n laico que busca u n a vida espiritual fun­
dada en la pob reza y en u n reto rn o sin in term ediaciones al Evangelio. Ade­
más, en los prim eros tiem pos es alentado a predicar p o r el arzobispo de Lyon,
que ve en su m ensaje de refo rm a u n a ventaja en el conflicto que lo opone a
sus canónigos. Pero a la sazón ya no son aceptables los m ovim ientos p o p u ­
la r e s que los refo rm ad o res del siglo a n te rio r no dejab an de alentar. La p re ­
dicación literal del E vangelio en ad elan te será u n a opción d e doble filo: a
veces la Iglesia la recu p era e incorpora en su seno —su p ro m o to r entonces
deviene un fu n d a d o r v en erad o— , a veces la rechaza, y en tonces aquélla
evoluciona h acia u n radicalism o anticlerical que convierte a sus adeptos en
h e r e je s perseguidos.
Aparte de los valdenses, la p rin cip al p reo cu p ació n de los clérigos es el
crecimiento de la herejía que llam an catara (este térm in o se torna p restado
del vocablo griego que significa ‘'p u ro ”, pero los clérigos le inventan etim olo­
gías negativas, de las cuales la principa] es la que se refiere al gato —ccittus— ,
animal que form a p a rte del b estiario diabólico). Las p rim era s m enciones
de la herejía d a ta n del decenio de 1140: p o r en to nces san B ern ard o es lla ­
mado al rescate, prim ero en Colonia, en 1143, luego en la región de Tolosa,
en 1145. D u ran te la seg u n d a m itad del siglo xit, la Iglesia org an iza su re s­
puesta en los tres focos d o n d e la herejía p arece e sta r m ás desarrollada:
Languedoc, el n o rte de Italia y R enania. En realidad, nuestros conocim ien­
tos sobre los c á ta ro s son m uy hipotéticos, y los tra b a jo s im p u lsad o s p o r
Monique Z em er nos invitan a ser extrem adam ente prudentes. Se atribuye a
éstos el inicio de u n a organ izació n estru ctu rad a; se h ab la —pero la veraci­
dad del suceso es discutible— de u n a re u n ió n c á ta ra en san Félix de C ara­
ntón, en 1167, con ocasió n de la visita de un em isario ortodoxo llam ado
Micetas (o N iquinta), d u ra n te la cual se h a b ría p rocedido a la organización
de varias diócesis y al o rd en am ien to de sus obispos. E n cuanto a las creen­
cias de los cátaro s, es p a rtic u la rm en te difícil extraerlas de las d iatrib as de
los clérigos, quienes in te ip te fa n los m ovim ientos co n tem poráneos proyec­
tando en ellos categ o rías v d escripciones de las h erejías que pro p o rcio n ó
san Agustín (Uwe B ru n n ) Es difícil sab er si es p e rtin e n te d istin g u ir en el
seno del catarism o, com o suele hacerse, u n dualism o radical y u n dualism o
moderado. El p rim e ro p ro fesaría la existencia de dos divinidades, un dios
del bien, que creó ú n icam en te a los ángeles y a las alm as, y u n dios del mal,
a quien se im p u ta la creació n del m u n d o m a te rial y de los cuerpos. De se­
mejante génesis cósm ica se infiere que estos ú ltim o s so n en teram e n te m a ­
léficos y no p u ed en ser objeto de n in g u n a redención. P o r lo tanto, la encar­
nación de Cristo es im p en sab le (Dios no puede en carnarse, pues eso sería
librarse al mal), y no es posible alcanzar la salvación m ás que con el alma (de
donde procede la negación de la resurrección de los cuerpos), m edíanle el
rechazo de Lodo contacto con la materia y al término de un ciclo de reencar­
naciones, las que son concebidas com o otras tantas purificaciones progresi­
vas. M ientras que eí dualism o radical niega los fu ndam entos m ism os del
cristianism o, el dualism o m oderado se acerca m ás a ellos. Al parecer admi­
te la idea de un dios único, y por lo tan to le im p u ta la creación del mundo
material a u n ángel caído, inferior a Dios, pero que posee una autonomía
m ayor que la que tiene en la doctrin a cristiana. En los dos casos, sin embar­
go, es total el rechazo del m atrim onio y de la reproducción carnal, y la crítica
de la Iglesia es extrem a: los clérigos son "lobos rapaces” y los laicos pueden
conferir los sacramentos. En realidad, los citaros no parecen otorgar verda­
dero valor más que a un solo sacram ento, el cunsulam cntuin, ritual de im­
posición de las m anos que diferencia a los seres perfectos, que asum en una
vida totalm ente pura, de los sim ples creyentes.
E n un p rim e r m o m en to los clérigos reaccionan con palabras. Se orga­
nizan reuniones, com o la de Lombers, cerca de Castres, en 1165 o 1176, don­
de los obispos de Tolosa y de Albi d iscu ten las opiniones de los cataros. El
arzobispo de N arb o na organiza u n a controversia con los valdenses en 1189,
que da lu g a r a u n tra ta d o red actad o p o r B ernardo de Fontcaude, mientras
aparecen otras obras que refutan a los cátaros y a los valdenses. También la
predicación se vuelve m ás eficaz, desde el m om ento en que se le confía a los
cistercienses y sobre todo a los dom inicos; ésta logra algunos éxitos y ob­
tiene el a rre p e n tim ien to de varios grupos de disidentes. Pero tam bién la
represión se deja sentir. D espués de Lucius III, quien acentúa las sanciones
co n tra los herejes en 1184 (decretal Ad abolendam ), es sobre todo Inoi en-
cio 111 quien eiabuta los in stru m e n to s ju rídicos i n d i s p e n s a b l e s p _ .u a una
política reptesu.* vigorosa. E n 1199, asim ila la herejía a un crimen de lesa
m ajestad (divina), lo cual im plica el m ás extrem ado rigor en su p u seeucíón
y castigo. D urante su pontificado, el concilio de L e tó n IV precisa el arsenal
represivo c o n tra los herejes, quienes d eb erán ser excom ulgados, así como
todos aquellos que los p ro tejan o tengan trato s con ellos. Finalm ente, Gre­
gorio IX o rganiza los trib u nales de la Inquisición, cuyo nom bre deriva del
proced im ien to in q u isito rial que utilizan. Como ya vimos, la denuncia de
una víctima ya no es necesaria para abrir un proceso, y el juez puede deci­
d ir po r sí m ism o si h a de la n z a r una investigación, con base en un rumor o
en u n a suposición. Y puesto que ya no hay denunciantes que justifiquen el
proceso, será indispensable ob ten er la confesión del acusado, si es necesario
m ediante la to rtu ra , la cual se tien e p o r m edio legítim o p a ra d esc u b rir la
verdad. Es p re c iso se ñ a la r que la In q u isició n no es p o r entonces m ás que
un tribunal asu m id o p o r el obispo o que se confía a los frailes m endicantes,
que está pro visto de m edios lim itad o s y o pera con relativa m esu ra en las
acciones c o n tra los herejes, h a sta p rin cip io s del siglo xiv. Se tra ta p rim o r­
dialmente de o b ten er u n a confesión y u n a retractació n , que perm ita que el
acusado sea re in teg rad o a la co m u n id ad eclesial tra s e l’cu m plim iento de
una penitencia; y es solam ente en caso de obstinación o de reincidencia que
éste será entregado al b razo secular p a ra recib ir su castigo. Todavía está le­
jos la Inquisición de los Reyes Católicos, que se convertirá en un órgano de
la monarquía, o la In q u isició n de la edad m o d ern a, la cual llevará a cabo
un proceso de exterm inació n m asiva de los brujos y de las brujas. La E dad
Media no h ace m ás que s e n ta r las bases de u n p rin cip io represivo que el
R enacim iento y los Tiem pos M odernos se e n c a rg a rá n de explotar en todas
sus im plicaciones.
La ofensiva m ilitar c o n tra los cátaros tam bién es u n a iniciativa de In o ­
cencio III. Tras d iversas m an io b ras in fru c tu o sa s, el asesinato de Pedro de
Castelnau, legado pontificio, desencadena el llam am iento a la cruzada con­
tra los albigenses (otro nom bre de los cátaros). Los nobles del norte del reino
que responden se colocan bajo las órdenes de uno de ellos, Sim ón de M ont-
fort, y la cru zad a com ienza en 1209 con el saqueo de Béziers (acaso 20000
muertos, carn icería d u ra n te la cual el legado del p a p a habría pro n u n ciad o
esta frase, cuya au te n tic id a d es discutible: "M atadlos a todos, Dios recono­
cerá a los suy o s”). Los castillos de los cátaros o que los p ro teg ían son des­
truidos todos h a sta caer el últim o, M ontségur, en 1229. El tra tad o de París
itk b .a entonces el aplastam ien to de los herejes y co nsagra el triu n fo de la
autoridad real en el sudoeste de Francia. La herejía va desapareciendo, aun
cuando se sigue m a n te n ie n d o , de fo rm a aten u a d a , en las regiones m o n ta ­
ñosas, com o los P irineos, do nd e el obispo de P am iers, Jacques Fournier,
todavía h a b rá de co m b a tirla en la aldea de M onlaillou, a principios del si­
glo xiv (E m m an u el Le Roy L adurie). Los herejes cátaros y valdenses, cuyo
peligro a la Iglesia —y ta m b ié n al rey de F ran cia— les in teresaba exagerar,
v cuyos adeptos no p a sa ro n de ser poco num erosos (raras veces m ás de 5%
de la población u rb an a, en el Languedoc), dejaron pues de ser u n a p reo cu ­
pación se ria .'
En total, se p u ed en distinguir, con cierto artificio, diferentes niveles en
las m anifestaciones heréticas. E n p rim e r lu g a r son u n a expresión del evan-
gelismo de los laicos, q uien es'están deseosos de reto rn a r a la simplicidad y
a la p o b reza de los orígenes del cristianism o, cosa que no es m ás que una
m an era de criticar lo que la institución eclesial ha llegado a ser, en particu­
la r tras las tran sform aciones de los siglos XI y XII. Pero el evangeiismo, que
p o r lo dem ás no faltab a en la tem á tic a de los reform adores gregorianos,
desem boca fácilm ente, si llega a rad icalizarse un tanto, en u n a im pugna­
ción de la m ed iación clerical. De esta m a n era es posible llegar a la crítica
de los sacram entos (o m ás exactam ente, de u n a concepción que vincula su
eficacia a los gestos que el sacerdote realiza, y no a la participación de los fie­
les), de las p rá c tic a s litúrgicas relativ am ente recientes (la liturgia de los
m uertos) y de los lugares y los objetos en los cuales se encarna la institución
(iglesias, cem enterios, im ágenes y cruces). El aguijón parcialm ente asimila­
ble del evangeiism o se convierte entonces en u n a crítica frontal, y de esla
m an era resulta im pugnado todo el edificio que el clero ha.cpnstriiidp —tan­
to su preten sió n de ser el m ediado r obligado de la salvación com o sus inter­
venciones estratégicas en la organización social—. Por último, un tercer nivel,
ilustrado ú nicam ente p o r el "catarism o radical”, consistiría en u n a negación
de la d o ctrin a fu n dam en tal que defiende la Iglesia (m ito del Génesis, la En­
carnación de Cristo, la resurrecció n final de los cuerpos). ¿Pero acaso tuvo
realm en te ad ep tos en O ccidente? Es p robable que esta perspectiva haya
sido exagerada p o r los efectos de u n a lectura clerical que estaba segura de
en co n tra r la verdad y la coherencia de todas las herejías en la obra de Agus­
tín. Sea com o fuere, es quizás el evangeiism o radicalizado hasta el grado de
criticar los sacram ento s, y el anticlericalism o llevado al extrem o de recha­
zar la m ed iació n sacerdo tal, los que constituyen el pivote de las actitudes
disidentes y el peligro m ay o r c o n tra el cual la Iglesia debió actuar, aunque
fuera necesario a trib u ir a sus adversarios las concepciones m ás apropiadas
p ara descalificarlos.
No tendría sentido alguno preguntarse, como lo hace un viejo tópico his-
toriográfico, si las h erejías constituyen u n fenóm eno “social” o u n hecho
"religioso". T am bién sería ab su rd o n eg ar que se tra ta de u n fenóm eno so­
cial, con el pretexto de que el catarism o term in ó p o r extenderse en todos
los m edios (aunque, p o r lo m enos en su fase m ás aguda, fue sobre todo pro­
m ovido p o r las élites urb an as, aristó cratas y m ercaderes). Hay que recordar
que la Iglesia en la E d a d M edia constituye la form a m ism a de la organiza­
ción social, a m ás de ser la in stitu ció n que la dom ina. A tacar a la Iglesia y
m inar los fundam entos de su estatuto, como lo hacen las corrientes heréticas,
es un asunto que no es ni social ni religioso, puesto que es indisociablemente
social)’ religioso. El fenóm eno llam ado herético —a la vez disidencia real y
construcción del clero— que alcanza su intensidad m áxim a entre 1150 y 1250,
aproxim adam ente, pued e ser ten ido com o u n a consecuencia de la re fu n d a­
ción de la in stitu c ió n eclesial y de la socied ad feudal en el curso del siglo
anterior. Las tem áticas evangélicas se hallaban presentes en el seno m ism o
del proyecto reform ador, y el papado no dudó en alzar al pueblo en contra de
la facción del clero al cual se ju zg ab a c o rru p ta , co n trib u v en d o sin d u d a a
excitar el anticlericalism o popular. Sobre todo, la reform a condujo a u n a re­
afirmación de la au torid ad sagrada y de los privilegios de los clérigos, a u n a
subordinación creciente de los laicos, m arginados de los asuntos de la Igle­
sia v convertidos en los objetos pasivos de u n a eficacia sacram ental en te ra ­
mente m a n ip u la d a p o r los sacerd otes. El an ticlericalism o laico no p o d ía
menos que exacerbarse, adop tan d o form as que fueron calificadas de h eréti­
cas o sim p lem en te rebeldes, com o en el caso de A rnaldo de B rescia, quien
al p redicar c o n tra el clero 3’ sus riq u ezas en 1145, solivianta a las m u c h e­
dumbres ro m an as en con tra del p ap a y de los cardenales. Así, las disidencias
calificadas com o h eréticas p ueden e n ten d erse com o form as de resisten cia
laica, fren te a la a c en tu a ció n del p o d e r sacerd o tal y la posición cad a vez
más dom inante de la in stitu ció n eclesial.

Las “supersticiones"y la cultura folclórica

Los clérigos no so lam en te tien en que a fro n ta r la ab ierta im p u g n ació n de


los herejes. Las prácticas de num erosos fieles, quienes p o r otra parte aceptan
en lo esencial los m arco s que la Iglesia define, tam b ién provocan algunas
inquietudes. Es n ecesario elim in arlas cu an d o se juzgan inconvenientes o
desviadas, com o a la cizaña que am enaza con e stro p ear el bu en trigo. Sin
duda es u n a ta re a m u ch o m ás com pleja que la aniquilación de los focos
heréticos, que se hallaban relativamente circunscritos. P or añ adidura, ocu­
pa durante m u ch o m ás tiem po a los clérigos, p articu larm en te a los inquisi­
dores, u n a vez que se aseg u ra la victoria en el frente de las herejías. ¿Cómo
calificar a esas p rácticas y a esas creencias? La noción de "religión p o p u lar”
ha sido objeto de n u m e ro sa s críticas; y sería m ás satisfacto rio evocar u n a
“cultura fo lclórica”, a u n cu an d o incluso ésta no co n stitu iría u n conjunto
coherente yr autónom o, y au n sabiendo que esta expresión engloba prácticas
diversas que co n ciern en al m u n d o cam pesino, a la aristo cracia 3’ los ám bi­
tos urbanos, pero tam b ién a la p arte m enos in stru id a del bajo clero (Michel
Lauwers). De hecho, aquello que da a la “cultura folclórica" una unidad sus­
ceptible de justificar esta noción, es la distancia que la separa de la cultura
clerical (y todavía se trata m enos de u n a confrontación dual que de interaccio­
nes com plejas en tre realidades múltiples). Acaso sería m ejor entonces con­
cebir la cu ltu ra folclórica com o u n polo dom inado (lo cual no quiere decir
necesariam en te que es pasivo o que está desprovisto de creatividad) en el
cam po de las representaciones sociales, en cuyo seno la cultura clerical ocu­
pa una posición ta n hegernónica com o p ara pretender ocuparlo o dom inar­
lo enteram ente. P or lo tan to no deja de ser pertinente, com o lo h a propuesto
Jean-Claude Sciimitt, recurrir a] térm ino m ediante el cual los clérigos me­
dievales las designan: supersticiones. Para la Iglesia, este térm ino es a la vez
un a explicación de los Fenómenos que es conveniente expurgar (son super­
vivencias del paganism o, de acuerdo con el sentido m ism o del vocablo latín
superstitiu) y u n a condenación (son in sp irad o s p o r el diablo). Al retornar
este vocablo, que posee un a enorm e carga despreciativa, no se trata de asu­
mir com o p ro p io el p u n to de vista de la Iglesia. Su ventaja consiste en po­
der rememorar que las prácticas y las creencias que aquí se evocan casi no
pueden disociarse de la m irada reprubadora con que la Iglesia las considera,
y que ésta, en su empresa de dom inación, siem pre da la c ara p a ra batallar
co n tra las supervivencias y los errores que pretende rechazar.
El cristian ism o se enfrentó a unos paganism os m uy reales en el curso
de la cvaugelización de Occidente, que se prolongó h a sta tard e en sus már­
genes orientales y nórdicos. La d estrucción de los tem plos y de los lugares
de culto paganos, que se practicó de m an era m uy extensa, ciertam ente no
hizo que desap arecieran de u n día para otro p rá ctica s com o la veneración
de los árboles sagrados y los rito s que p u d ie ra n e star asociados a ésta. El
Corrector del o bispo B u rch ard o de W orm s todavía h acia 1002 levanta una
tab la de nu m ero sas prácticas condenables: rituales de protección, cuho de
los astros, creencia en los licántropos, rituales de fecundidad, etc. Pero va
p a ra ese m o m en to la ap arente co ntinuidad con el paganism o es cada vez
m ás dudosa, y a partir de entonces conviene in te rp re ta r sem ejantes prácti­
cas en relación con la realidad cristian a contem poránea. Y si al siglo xu se
le puede co n sid erar com o un m om ento de interacciones que perm itió a di­
versas concepciones folclóricas h acerse m ás visibles, inclusive en los textos
clericales, al co ntrario, d urante el siglo xm, el perfeccionam iento de nuevos
in stru m en to s com o la confesión y la inquisición, renueva la cacería contra
las “su p e rstic io n e s”, al tiem po que perm ite a los clérigos, sobre todo a los
frailes m endicantes, entrever la m agnitud de la tarea que les incum be.
Un ejem plo que la investigación de Jean-C laude S ch m itt h a hecho p a ­
radigmático es el de G uinefort, el san to lebrel cuyo culto fue descu b ierto
por el d om inico E steb an de B orbón, no lejos de Lyon, donde éste h ace ofi­
cio de p redicador e inquisidor. Según la leyenda que recoge E steban entre los
habitantes del lugar, el am o h a b ría m atad o in ju sta m e n te a su lebrel ju sto
cuando éste h ab ía salvado a u n recién n acido del ataq u e de u n a serpiente, y
luego lo h a b ría e n terra d o con a rre p en tim ien to , an te s de que el p e rro se
convierta en objeto de veneración con el n o m b re de G uinefort (gracias a un
complejo p ro ceso de asim ilación a u n m á rtir ro m an o del siglo m). El culto
de este santo, realm ente m uy especial, consiste en exponer a los niños débi­
les o enferm os ju n to a su tum ba, situ ad a en el bosque. C onsiderados com o
cambiónos (c riatu ras que el diablo deja en la c u n a tra s a p o d erarse de los
verdaderos infantes), los dejan solos entre cirios v ofrendas, y luego los su ­
mergen en las h eladas aguas de u n río. Tras este rito de selección, aquellos
que han p o d id o resistir son re in c o rp o ra d o s a la co m u n idad, que está c o n ­
vencida de h a b e r o btenido, gracias al san to lebrel, la cu ració n y el fin del
maleficio diabólico. H orrorizado p o r las prácticas de estas “m adres in fa n ti­
cidas”, el dom inico procede a la d estrucción de la tu m b a y del lu g a r ritual,
exhorta a los fieles a a b a n d o n a r sem ejante su p e rstic ió n e inflige castigos
moderados, com o la confiscación de los bienes de algunos adeptos del culto,
lo cual no im p e d irá que éste todavía sea atestiguado, en form a aten u ad a, a
principios del siglo XX. No ob stan te, el co n ju n to m uy c o h eren te del rito y
del mito que E steb an de B orbón descubre no se rem o n ta en absoluto a u n a
religiosidad in m em o rial, y es p ro bable que se haya co n stitu id o d u ra n te el
siglo xn, de acuerdo con las necesidades de las com unidades ru rales que se
estaban form ando en aquel entonces.
Otro co n ju n to im p o rtan te atestigu a la p re o c u p a c ió n cam p esin a p o r la
id y la suficiencia alim enticia. El teólogo G uillerm o cié Auvernia
iiiuiuona la creencia en un espíritu fem enino, llam ado D am a A bunda, que
ajíoria la ab un dancia a los hogares que visita”, con la condición de ser bien
recibida y de que se hayan dispuesto p ara ella alim entos y bebidas suficien­
tes. Un poco m ás tarde, hacia 1275, E l romance de la rosa de le a n de M eung
etílica a aquellos que dicen h a b e r sido llevados p o r la D am a A bunda en un
'uelo no cturno , m ien tra s que o tros testim on ios asocian creencias p a re c i­
das a la actividad de unos espíritus llam ados "Buenas Cosas". Expresión de la
misma p reo cu p ació n , el ritu a l nupcial que consiste en a rro ja r granos de
trigo sobre los esposos, gritan d o "¡Abundancia! ¡Abundancia!", es descrito
y condenado p o r Jacqu es de Vitry. Así es posible percibir, a través de u n a
serie de testim onios puntuales, la existencia de u n conjunto de creencias y
rituales destinados a cap tar la benevolencia de las fuerzas positivas, a fin de
asegurar la buena m arch a de la vida rural, y sobre todo la fertilidad y lare-
novación anu al de los productos de la tierra. Son tam bién rituales de fertili­
dad, m uy bien estru ctu rad o s, los que los registros de la Inquisición ponen
aí descubierto en el Friul en el siglo xvi (Cario G inzburg). Los benmulmni,
hom bres investidos de poderes excepcionales de tipo cham anico, tienen la
reputación de viajar espiritualm ente a] otro m undo, durante m om entos pre­
cisos del ciclo agrario. Allá luchan co ntra los espíritus hostiles y asisten al
desfile de las alm as de los m uertos, cuyas fuerzas deben ser captadas a fin de
aseg urar p a ra la com u n id ad de los vivos los beneficios y la fertilidad que
.necesitan. Bajo u n a u o tra form a, es probable que los rituales cam pesinos
de fertilidad hay an ten id o u n a gran im p o rta n cia en las cam p iñ as del Oc­
cidente feudal, en particu lar durante los solsticios, puntos claves del ciclo so­
lar (calendas de enero y sa n Juan). Sin du d a tam poco dejaron de transfor­
m arse, de desplazarse y de recom ponerse, p rin cipalm ente en función de la
reorganización señorial y com unitaria del cam po y bajo el efecto de la presión
de la Iglesia. D isponiendo de instrum entos de control m ás eficaces, ésta lo­
g ra darles cacería m etó dicam en te a p a rtir del siglo XIII, relegándolos cada
vez m ás al ám b ito de las supersticiones, antes de em pezar a satanizarlos.

Las márgenes y la subversión integrada de los valores

El poderío de la in stitu c ió n eclesial es tal que g eneralm ente es capaz de


co ntro lar la zona fro n teriza donde entrech o can el orden n o rm al de las co­
sas y los desórdenes de la subversión, e incluso de integrarla en el funciona­
m iento reg ular de la sociedad. El carnaval es el ejem plo m ás claro de esto.
Más que u n a repetición de fiestas paganas, en éste se puede ver u n a “inno­
vación de la ciudad m edieval”, principalm ente desde el siglo XII (Jean-Claude
Schm itt). E n efecto, éste se encuentra totalm ente integrado al ciclo del año
cristiano, y es im posible cap tar su significación sin p a rtir de la tensión que
existe entre el carnaval y la C uaresm a (cuya im portancia la Iglesia refuerza
progresivam ente, en especial al establecer, desde el siglo IX, 40 días de ayu­
no contin uo an tes de la Pascua). El m ism o n o m b re que se da al carnaval
(quizás derivado de carne vale o carne levare) lo define com o el tiem po antes
de la C uaresm a, d u ra n te el cual todavía es lícito com er carne. M ás amplia­
m ente, es un tiem po de transgresión autorizada y de liberación de pulsiones,
previamente al com edim iento p en it''n e ia l de la C uaresm a: no tien e leg iti­
midad sino p o rq u e la p reced e y poi que exalta, p o r co n traste, su significa­
ción. En este m arco la oposición paganism o/cristianism o puede in teg rarse
en el análisis del carnaval: n o p o rque é s te h u b ie ra de ser efectivam ente una
rem iniscencia de las satu rn ales o las lupercales paganas, sino en la m edida
en que explota ciertas figuras o im ágenes asociadas con el paganism o, para
escenificar ese m om ento de inversión de valores y de liberación de fuerzas
diabólicas, a las cuales el cristianism o vence finalm ente. Los desb o rd am ien ­
tos festivo?, en especial los placeres de la glotonería y la lujuria, de esta m a­
nera se d estinan a p re p a ra r y a reforzar la victoria u lterio r de la penitencia y
del orden cristian o s. F inalm ente, el carnaval posee otro aspecto esencial
que está relacionado con el calend n i «iendo una fiesta de la prim avera, se
corresponde con el m om ento del duspe t a r del oso tras su larga hibernación,
que m arca el fin del invierno en las c o ic e p c io n e s cam pesinas. Las fuerzas
de la fertilidad p o r entonces tienen que despertarse p a ra ponerse nuev am en ­
te en acción; y el carnaval, gracias al desbordam iento de energías sexuales y
festivas a que da lugar, es u n a m anera de llam ar a estas fuerzas vitales para
que desem peñ en su rol fecundador. P or añ a d id u ra, las m áscaras, que tie­
nen u n papel fu n d a m e n ta l en el carnaval —com o tam b ié n en el charivari
(véase la foto til 12)—, son ap aren tem ente u n a m aterialización de los espíri­
tus de los m u erto s, quienes poseen el p o d e r ríe in fluir positiva o negativa-,
mente en el curso de las p o tencias naturales, y a quienes hay que re cib ir a
fin de aseg urar su intervención b en é' ola. Por lo tan to , el carnaval incorpora
una inquietud respecto de la fertilidad y de los ciclos naturales, de p a rticu la r
interés p a ra los aldeanos, au n que tam b ién para la población entera, in clu ­
yendo la u rb an a, en u n m u n do estrecham ente sujeto a los ritm os de la p ro ­
ducción agraria.
M om ento en que se perm ite la inversión g en eralizada de los valores, al
carnaval no se le otorga m ás que un espacio de tiem po, ta n to lim itado com o
circunscrito, antes de que se restablezca el curso norm al de las cosas, en la
forma acen tu ad a de las privaciones de la C uaresm a. P or lo tan to es u n a es­
capatoria que p e rm ite in teg rar las fuerzas del desorden en la organización
y la estabilización del orden social. Se puede decir otro tan to de la fiesta de
los locos, que a p esar de re cu p erar ciertos aspectos de los ritos de las calen­
das de enero, es u n a creació n del siglo x n u rb a n o . E s m uy explícitam ente
una fiesta de los_can<3nicps, quienes tras todo un año de som etim iento a la
autoridad de su obispo se p e rm ite n realizan ento nces u n ritu a l p aródico.
Eligen un falso obispo —a veces u n asno— que se lleva h a sta la iglesia y el
F oto n i.12. D a u ia s y m á sc a ra s d e l c h a riv a ri o c e n c e rra d a ( h a d a ¡ 3 1 8 : R o m a n c e d e Fauvel,
París, bnf , ms. fr. 146, f 34).

E l ritu a l d e ia c e n c e rra d a se d e s a rro lla ^ n ^ p « d e l s ig lo xiv, p e se a la firm e o p o s ic ió n de la


Ig le s ia . M e d ia n te d a n z a s e n la s q u e se 1 , ^ ^ > . 1 1 1 Uai .a s y b a ta lló la , la c o n ¡u n id a d u r b a n a o a l­
d e a n a m a u ih e s la .su o p o s ic ió n a u n iim u i d a ñ a s u s in te r e s e s o tra n s g re d e su s usos
(n u e v o m a trim o n io de u n a v iu d a o u n v iu d o , c a s a m ie n to d e u n h o m b r e m a y o r c o n u n a m ujer
jo v e n , a u s e n c ia d e fe s tiv id a d e s p ú b lic a s , e tc .). E s ta m in ia tu r a m u e s t r a la s p o s tu r a s e s tra fa la ­
ria s d e lo s d a n z a n te s (q u ie n e s lle g a n in c lu s o a m o s t r a r l a s n a lg a s) y p e rm ite e s c u c h a r Ja b a ta h o ­
la d e la c e n c e r r a d a (ta m b o r e s , c a m p a n illa s , m a r m ita s y o tr o s u te n s ilio s d e la c o c in a ). V arías
p e rs o n a s lle v a n m á s c a ra s d e a n im a le s o d e fig u ra s g r o te s c a s (c u a n d o n o se tr a ta d e u n d isfraz
c o m p le to d el c u e rp o ). Ai igu al q u e d u r a n te eí c a r n a v a l, e s p r o b a b le q u e la s m á s c a ra s d e la cen­
c e r ra d a e sté n lig a d a s a los e s p íritu s d e los m u e rto s : e llos ta m b ié n p r o te s ta n c o n tra u n m a trim o ­
n io q u e tra n s g re d e ías c o s tu m b re s ( q u i z á s éste s e a el c a s o en p a r tic u la r d el c ó n y u g e m u e rto '5
altar, donde se p ro n u n c ia u n serm ó n grotesco, seguido de la parodia de u n a
misa, todo en u n to n o a b ie rta m e n te sexual y escaíológico. A unque no sin
ciertas tensiones, este ritu al p o r entonces es ad m itid o p o r num erosos cléri­
gos como un uso norm al, h asta el grado de que los gastos que acarrea p u e ­
den aparecer en las cuentas de la catedral. E n este caso tam bién, el ritual de
inversión se acep ta, p o rq u e al e sta r lim itad o tem p o ralm en te p erm ite lib e­
rar tensiones sociales p articu la rm en te vivas (corno es el caso m uy frecuen­
temente entre el obispo y los canónicos), a fin de favorecer, a lo largo de todo
ei año, el b u en ejercicio de la auto rid ad . P or Jo tan to es algo difícil coincidir'
con los fam osos análisis de M ijaíl Bojlín, q u ien defen día la existencia de
mía cultura popular, o carnavalesca, au tón om a y to talm ente opuesta a la ofi­
cial de los clérigos: u n a cu ltu ra de la fiesta, el p la c e r y la risa, que confiere
un papel cen tral al cu erp o y en p a rtic u la r a lo “b ajo c o rp o ra l” (es decir, la
dimensión sexual y escatológica), que invierte los valores clericales al p ro ­
yectar lo esp iritu al en el plano corporal y al in sistir en la fuerza de fecundi­
dad y fertilidad de la tierra. La au to n o m ía que M ijaíl Bajtín atrib u ía a estas
concepciones la h a n criticad o severam ente, en especial Aaron G urevich, y
parece in d ispen sab le re s a lta r no so lam en te ia in te rre la ció n de las d iferen ­
tes expresiones so ciocultu rales que se h a n m en cion ad o, sino sobre todo el
carácter'dom inante de la Iglesia. Al tiem p o que in te g ra n elem entos que no
(orman p a rte de los valores clericales, el carnaval o la fiesta de los locos
concurren a final de cu en tas en su reco n o cim ien to y en su im posición. Si
bien son acep tad o s p o r la Iglesia, es sólo en el m arco de u n a dialéctica es­
m eradam ente co n tro la d a del ord en y el desorden, de la liberación de ener­
gías potencialrnente subversivas y su en cu ad ram ien to social.
Las sorprend en tes representaciones que se d esarro llan en las m árgenes
de los m an u scrito s ilum inados, o en ciertos lu gares m arginales de ias igle­
sias, pueden ser objeto de u n análisis com parable, el que M ichael Camille ha
podido em p lear con tino. E n los m árgenes de los libros de h o ras que entre
los siglos xiii y xv se m ultiplicar on, particu larm ente p a ra su utilización po r la
élite laica, ap a re c en escenas que c o n tra sta n v ig o rosam en te con la sacrali­
dad de las p leg arias que en la m ism a p á g in a se p u e d e n leer, así com o con
las escenas p iad o sas que las ilu stran . De esta m a n e ra , a la im agen de u n a
misa celebrada p o r un obispo, en el centro de la página, responde en el m ar­
gen la de u n caballero en liza; en otras páginas, las oraciones litúrgicas co­
habitan con u n a escena de seducción que se prolonga en la intim idad de una
recám ara (véase la foto 111.13). A veces los m árg en es se p erm iten la parodia
de la historia santa: tres sim ios con fru to s hacen eco a la im agen principal,
F oto iii .13. E n c u e n tro a m o ro s o en los m á rg e n es d e tina p á g in a de u n lib ro de h o ra s ilu m in a d o
en G a n d , h a c ia 1 3 2 0 - 1 3 3 0 (O xford, B o d le ia n L ib ra iy , D o u ce , m s. 6, f 1 6 0 v j.

C o m o en m u c h o s m a n u s c r ito s d e lo s s ig lo s x in y xiv, g e n e r a lm e n te d e s tin a d o s a la aris.locra-


d a , las ilu s tra c io n e s m a rg in a le s c o n tr a s ta n fu e rte m e n te c o n el te x to . A quí, é ste in d ic a las oracio­
n e s q u e lo s la ic o s d e v o to s d e b e n r e c ita r d u r a n te c a d a u n a d e la s h o r a s c a n ó n ic a s q u e a co m p a ­
s a n el d ía , m ie n tr a s q u e la e s c e n a m a r g in a l m u e s t r a s in p u d o r el le c h o d o n d e se u n e n dos.
a m a n te s . M ichae] C am ille h a s u g e rid o u n p o s ib le v ín c u lo c o n el p r im e r v e rsíc u lo d e e sta página
q u e e v o ca “la s p u e r ta s d el in fie r n o ” (a d p o r ta s in ferí), el c u a l el ilu m in a d o r h a b r ía t r a n s p u s e
c o m o m e tá fo ra s ex u a l. S e a c o m o fu e re , q u e d a p o r e x p lic a r e s ta c o h a b ita c ió n d e sc o n c e rta n te
e n tre la e x ig e n c ia d e u n a r e c ita c ió n p ia d o s a y u n a fig u r a c ió n c la r a m e n te m u n d a n a .
que m u e stra la adoración de los reyes m agos; en otro lugar, u n a m onja que
da de m am ar a u n m ono alude curiosam ente a la Virgen con el niño. Los m ár­
genes p arecen ser tam b ién el lu g ar preferido p a ra expresar lo bajo corporal,
tan del gusto de M ijaíl B ajtín: al pie de los rezos esp iritu ales de las h o ras
canónicas se p u ede ver a u n p ersonaje que defeca y ofrece a su dam a el re ­
sultado de sus esfuerzos, o bien otras escenas de contenido sexual alusivo o
explícito. E n los edificios religiosos, en las gárgolas y en los sitios elevados
se m ultiplican c ria tu ra s m o n stru o sa s y diabólicas, m ientras que los m odi­
llones a veces están ornados con un h o m bre o u n a m ujer que exhiben órga­
nos sexuales desproporcionados, cuando no se trata de una pareja en pleno
coito. E n el coro de las iglesias, las sillas donde se sientan los canónicos p u e ­
den e star d eco rad as con escenas cuyo eco a veces se e n c u en tra en los fa-
bliau, donde la o b scen id ad y la virulencia de las relaciones entre los sexos
aparecen con crudeza. E n este caso no se tra ta ya de im ágenes m arginales,
puesto que tienen lugar en el centro del edificio, en la sección reservada para
los clérigos. P ero estas d eco raciones sólo son visibles cu an d o las sillas no
están ocupadas; cu an d o los canónicos llegan, los asientos giran y las tallas
desaparecen bajo sus nalgas. ¡Vaya m a n e ra de significar que el clero sabe
dom inar las trivialidades del m u nd o laico!
Todas estas re p resen tacio n es, p a rtic u la rm e n te los m árgenes so rp re n ­
dentes de los m an u scrito s de devoción, no pueden entenderse sin to m a r en
cuenta el valor del lugar preciso donde aparecen. En efecto, se establece una
tensión en tre el centro, valorizado, del edifico o del m an uscrito, y los m ár­
genes, zonas sec u n d a ria s y desp reciad as. La ex u b eran cia irresp e tu o sa de
los m árgenes p o r lo tan to puede desenvolverse porq u e aparece en una posi­
ción de in fe rio rid ad y en una d ep en d en cia je rá rq u ic a respecto de las im á­
genes p rincipales, que c o n cu erd a con los valores clericales. No obstante, a
pesar del o rd en am ien to que asegura esta dialéctica del centro y la periferia,
la capacidad de u n ir en la m ism a página lo sagrado y lo profano no deja de
intrigarnos hoy. Sin em bargo es preciso ver en ello m enos u n a m ezcolanza
de lo sagrado y lo profano que u n a aproxim ación tendiente a crear entre am ­
bos una ten sió n, com o la que se crea en tre los polos de u n a b atería. E ntre
los siglos xn y xv, la Iglesia asum e —aunque cada vez con m ás reticencias— los
riesgos de tal aproxim ación. Ya sea que se trate del carnaval o de las im áge­
nes m arginales, en el seno del orden que controla ad m ite la posibilidad de
su inversión reglam entada, es decir, lim itada a un tiem po breve o a u n a zona
poco valorada. La E dad M edia es el tiem po de estas conjunciones de lo sagra-
. do y lo p rofano, las cuales asum e pese a que son peligrosas (pues la po lari­
zación jerá rq u ic a siem p re puede degradarse y llevar a u n a m ezcolanza in­
debida). Es así com o es posible evocar u n a “cu ltu ra del equívoco”, que
acepta p o n e r a los c o n tra rio s en contacto, y que a la sazón los laicos y los
clérigos com p arten (B runo Roy).
E sta actitu d desap arece progresivam ente. E n el siglo xv, los clérigos
contienan cada vez m ás con m ayor fuerza la fiesta de los locos, p o r ejemplo
la universidad de París en 1444, al tiem po que se controla m ás estrictamente
el carnaval, y que la aristocracia lo tran sfo rm a en u n espectáculo que exalta
a los dom inantes. En la segunda m itad del siglo xv, las escenas escabrosas
desaparecen de los m árgenes de los m anuscritos, dejando el espacio a un de­
corado o rn a m e n ta l ren acien te, com o tam bién es el caso de los libros im­
presos. E n el siglo xvi, la C o n trarrefo rm a lleva a su paroxism o el rechazo
; de toda lógica de lo equívoco. Un ejemplo de esto es la orden que da el papa de
vestir a todas las figuras del Juicio Final de la Capilla Sixtina, que Miguel
Ángel hab ía p in tad o en te ra m e n te d esnudas. M ás que u n acto pudibundo,
se trata tam bién de elim inar del lugar m ás espiritual de Occidente (la capilla
pontificia) toda p resen cia de lo bajo corporal. La capacidad de asum ir las
zonas de contacto en tre lo sagrado y lo profano, lo pu ro y lo im puro, lo es­
piritual y lo carnal, que tanto gustaba en la E dad Media, en lo sucesivo será
nula, y desaparece to d a po sib ilid ad de in teg ra r al sistem a eclesial una di­
m ensión paródica o u n a subversión controlada.
La Iglesia m edieval, al contrario, había sido capaz de asum ir u n a expre­
sión m arginal y e n c u a d ra d a de los contravalores, e incluso de ponerlos al
servicio de la afirm ación victoriosa de sus propios principios. No obstante,
sería equivocado evocar aquí tolerancia e intolerancia. Más bien se trata de
desplazam ientos de la fro n tera entre lo lícito y lo ilícito, la cual la Iglesia no
deja de reposicionar a su arbitrio. Además, lo que se tran sfo rm a es la m ane­
ra de concebir esta frontera: m ientras que la Contrarreform a hace que predo­
m ine una sep aració n sin concesiones de lo profano y lo sagrado, los cléri­
gos de la E d ad M edia central, que te n ía n u n concepto m enos estricto de
esta separación, h a b ía n preferido aprovechar la polarización creada por el
contacto de los con trarios, y de este m odo hab ían conferido u n a presencia
al m undo profano y a la inversión m om entánea de los valores, en el seno de
sus propias representaciones. A p esar de la radicalización de la separación
jerárquica de los clérigos y los laicos y de la obsesión de pureza que de allí
se deriva, la Iglesia m edieval no tem ía ser contam inada por sem ejantes co­
habitaciones; al contrario, en ellas veía u n recurso útil para m anifestar con
m ayor esplendor el triun fo de su dom inación.
El enemigo necesario: judíos y brujos

L as "su p ersticion es” y l a s m an ifestacio nes carnavalescas d istan m ucho de


ser las únicas que sufren las consecuencias de u n a a ctitu d clerical cada vez
más intran sigente. P ara c a p ta r estas evoluciones en su conjunto es necesa­
rio an alizar ad em ás la h o stilid a d creciente de que son víctim as los ju d ío s
y los “b ru jo s” (a falta de evocar aquí las actitudes respecto de los leprosos y
los hom osexuales).
D urante la alta E d ad M edia, la presencia de las com unidades ju d ías en
el Occidente cristiano parece ser aceptada, sin que esto creara tensiones apre-
ciables. M ás ta rd e aú n , esta a c titu d se m an tien e en p arte, p rin cip alm en te
en el m u n d o ib érico y en el su r de F rancia. Es posible re to m a r el térm in o
de convivencia, consagrado p o r la historiografía, sí p o r éste se entiende, de
acuerdo con Maurice Kriegei, quedos judíos fo rm an u n a m inoría dom inada,
aunque acep tad a, con la cual existen form as ad m itid as de interreíación, ío
cual les perm ite p o r ejem plo ocupar funciones en las cortes reales, sobre todo
las de m édico o a d m in is tra d o r fiscal. Su p re se n c ia global es lim itad a (si
acaso 100 000 en F ran cia y otros' tan to s en la p en ínsu la ibérica al final de la
Edad M edia), p ero están bien im p lan tad o s en ciertas ciudades, donde p u e ­
den re p re se n ta r h a s ta u n a c u a rta o u n a te rc e ra p a rte de la población. Las
com unidades ju d ía s se b enefician de la p ro tecció n real (en c o n tra p a rtid a
con su sujeción d irecta respecto ai rey), im perial y pontifical (pues la Iglesia
juzga que la presencia de los judíos es útil, en cuanto pueblo testigo de la cru ­
cifixión de Cristo). Los ju d ío s p o r entonces son p a ra los cristianos “dobles
que a la vez son respetados y odiados, herederos del Antiguo Testam ento pero
infieles a esta herencia" (D om inique Iogna-Prat).
La actitu d cristiana respecto de los judíos se m odifica progresivam ente,
acaso desde el siglo X] (aparecen acusaciones de blasfem ia hacia 1020, su s­
citando ataques c o n tra los ju d ío s en varias ciudades), y m ás firm em ente en
el curso de los siglos xn y xm. E n el contexto de las cruzadas —que suscitan
las p rim eras m asacres m asivas, p rin cip alm en te en las ciudades ren an as— ,
los judíos p arecen te n e r cada vez m enos su lugar en u n a cristiandad que se
constituye com o entidad social fuertem ente integrada, bajo la dirección de la.
Iglesia. P ara P edro el Venerable, quien escribe u n tra ta d o Contra los judíos
hacia 1143, éstos rep resen tan u n peligro m ayor aú n que los sarracenos con
los que los cru zad o s se en frentan: la co habitación con aquéllos co n tam in a
a los cristianos, y a los reyes les convendría retirarles su protección. E n una
época donde la Iglesia y la sociedad se confunden, la situación de los ju-
dios, quienes se encuentran a ia vez dentro de la sociedad y fuera de la Iglesia
aparece com o u n a an o m alía cada vez m ás inaceptable (D om inique Iogna-
Prat). En 1144 en In g laterra, se lanza p o r vez p rim era co n tra los judíos la
acusación d p ra c tic ar el asesinato ritu al de niños cristianos. A ésta pronto
se sum an t o relatos recurrentes, especialm ente las profanaciones de hos­
tias, que sugieren que los judíos conspiran para d estruir la sociedad cristia­
na. En 1182, Felipe A ugusto o rd en a la p rim e ra expulsión de judíos en el
reino de Francia. E sta m edida se suspenderá posteriorm ente, y luego se re­
petirá en m uchas ocasiones, de conform idad con u n a lógica que tam bién se
repite en In g la te rra y que parece deberse en p a rte a intereses materiales,
puesto que cada expulsión va aco m p añ ad a de la in cautación de los bienes
de los judíos.
En el siglo xin la segregación se acentúa, y el concilio de L etrán IV pres­
cribe el uso de vestim enta distintiva para los judíos, lo cual se justifica princi­
palmente p o r la necesid ad de evitar que los cristianos sean inducidos por
ignorancia a e n tra r en uniones carnales ilícitas. Los esfuerzos p o r convertir
a los judíos au m entan , especialm ente los instigados p o r R aim undo de Peña-
forte. Se o rganizan discusiones públicas, com o en B arcelona en 1263, y los
judíos son obligados a escuchar los serm ones de predicadores cristianos en
sus sinagogas. Las actitudes de segregación y la violencia antijudía se acen­
tú a n todavía m ás d u ran te el siglo xiv. Cuando los acusan de haber causado
la peste de 1348 m ed ian te el envenenam iento de los pozos, tom a forma la
idea de u n com plot generalizado co n tra la cristiandad, y no es de extrañar
que pronto aparezcan los prim eros pogromos, como los de 1391 en Castilla y
Aragón. La expulsión (definitiva) de los judíos que los Reyes Católicos deci­
den en 1492 (p ro n to im itados p o r otros soberanos) es el resultado de este
proceso de creciente exclusión, al térm in o de la cual la población judía en
E u ro p a occidental no es sino residual.
Suele considerarse que la Edad M edia no conoció m ás que un antijudaís-
m o, que atacab a a los judíos p o r h ab er sido los asesinos de Jesucristo y por
estar ciegos a la verd ad era fe, en oposición con el antisem itism o moderno,
ideología laica fu n d ad a en u n criterio racial. E n verdad, la E dad Media des­
conoce la noción de raza, tal como ésta se hubo de form ar en el siglo xix, y es
m ás bien la co n stitución de la cristiandad com o totalidad unificada lo que
incita p o r entonces al rechazo de los judíos, en cuanto personas no cristianas
y no com o pueblo considerado inferior. De hecho, su conversión al cristianis­
m o hace posible su integración social, aun cuando sigue perm aneciendo algo
de su antiguo estado, que la conversión jam ás suprim e p o r com pleto (Jean-
Claude Schm itt). E ste residuo indeleble pesa cada vez m ás, llegando la obse­
sión po r la lim pieza de la sangre en la E spaña m oderna a la persecución de
]0s judíos conversos y sus descendientes. Sin em bargo, aunque la distinción
entre el antijudaísm o y el antisem itism o es útil, quizás hay' que adm itir que la
Edad M edia fue m ás allá de lo que generalm ente se le atribuye, sin que p o r
eso haya llegado h a sta la elabo ración de u n a teo ría antisem ita articulada
(Dotninique Iogna-Prat). Desde el siglo xii, Pedro el Venerable, cuya virulen­
cia por cierto no es c o m p artid a p o r todos los clérigos de su tiem po, se pre-
ounta, en verdad de m an e ra p arcialm ente retórica, si los judíos de su tie m ­
po, presas com o son de las aberraciones del Talmud, son realm ente hom bres
o "bestias que h a n perdido todo acceso a la verdad original’’ de su pro p ia fe.
En el m ism o m om ento, los adversarios del p ap a Anacleto II, uno de los dos
elegidos del cism a de 1130, fustigan a este "papa ju d ío ”, com o si la conver­
sión de su ta ta ra b u elo n o h u b ie ra sido suficiente p a ra b o rra r la m a n ch a de
sus orígenes. P ronto se em pieza a atrib u ir a los judíos rasgos físicos específi­
cos, la fealdad y la n ariz ganchuda, que las im ágenes no se privan de re p re ­
sentar (véase la foto vm.5); y ciertos autores no du dan en afirm ar que tienen
m enstruaciones, com o las m ujeres. Total, la exclusión creciente de los ju ­
díos se m u e stra esencialm ente como u n a consecuencia de la afirm ación de
la cristiandad y de su o rdenam iento bajo la dom inación de la Iglesia; de m a ­
nera accesoria y todavía no sistem ática, el proceso que los pone al m argen de
la sociedad cristian a les confiere rasgos que tiend en a negarles la p e rte n e n ­
cia a la verdadera h u m anidad, encarnada p o r Cristo y sus devotos.
Con m ay o r v iolencia a ú n que c o n tra los judíos, la c ristia n d ad p ro n to
em prenderá u n a lu ch a a m u e rte c o n tra la b ru jería. Como ya dije, la “cace­
ría de los b ru jo s” es u n fenóm eno esencialm ente de la edad m oderna, y p o r
lo tanto no evocaré m ás que su lenta génesis m edieval. La bru jería en cues­
tión en realid ad es la concreción de diversos elem entos, cuyo estereotipo la
institución eclesial hubo de forjar. Es posible distinguir sus com ponentes e in­
dicar las etap as de su conjunción. D esde la época de Agustín, los clérigos
condenan las prácticas que pretenden dirigir las fuerzas sobrenaturales, a fin
de provocar la enferm edad o la im potencia, a tra e r to rm en tas que destruyan
las cosechas o p e rju d ic a r el ganado. D urante to d a la E dad M edía, los actos
de magia, com o sortilegios, encantam ientos, "am arres” o hechizos son bien
conocidos, pero aquellos que los practican en las zonas rurales son tan to cu­
randeros y exorcistas com o brujos ocupados en a rro ja r maleficios a sus víc­
timas. Existe tam b ién u n conjunto de p rácticas con la intención de predecir
el porvenir, aseg u rar curaciones, sobre todo m ediante las plantas, o incluso
proteger los anim ales y las cosechas, que la Iglesia reh ú sa a su m ir positiva-
m ente y que p or lo tan to son relegadas al cam po de la m agia, fuera del mar­
co sagrado eclesial. Incluso no se tra ta únicam ente de actitudes populares
pues la adivinación o la invocación de los espíritus tam b ién son, hasta en
los últim os siglos de la E d ad M edia, hechos de los letrados, con frecuencia
de clérigos e incluso a veces de universitarios (Jean-Patrice Boudet). En se­
gundo lugar, las p rácticas folclóricas que la Iglesia juzga inaceptables tam­
bién tienden a ser integradas en el estereotipo de la brujería. Es el caso de la
creencia en ei vuelo no ctu rno en com pañía de la D am a Abunda, de Diana o
de otros espíritus, y tam bién de ritos cham ánicos cuyas manifestaciones Cario
G inzburg ha rastread o , m ás allá del ejem plo de los benandauti, en todo el
continente euroasiático, y cuyo corazón sería el "viaje extático h asta el mun­
do de los m uertos" y el com bate po r la fertilidad.
Sin em bargo, n ad a de todo esto h ab ría sido suficiente p a ra crear la ima­
gen del aquelarre de los brujos. Esto es todavía m ás cierto en la medida en
que la Iglesia al principio adopta u n a actitud p ru dente respecto a las creen­
cias m ágicas. A principios del siglo X, el canon Episcopi, que G raciano toda­
vía reto m a en su Decreto, considera que aquellos que se lib ran a la im oui
ción de espíritus m alévolos son víctim as de los engaños provocados poi U
diablo y que la creencia en el vuelo n octurno no es otra cosa que una visión
fantasm agórica que el M alo desliza en los sueños, en cuya realidad al des
p e rta r los individuos creen. M agos y "brujos” son pues víctim as a quienes
culi \ i ene ayudar p a ra que abandonen sus falsas creencias, m ás que peligro­
sos servidores de S atán que h ab ría que eliminar. Pero, luego, la actitud de la
Iglesia com ienza a tam b alearse, en el contexto de la lucha co n tra las lieie
jías, en el siglo xn y, sobre todo, en el XIII. E ntonces se m ultiplican los relatos
que satan izan a los herejes y que m ás ta rd e se a p lica rá n a los brujos. Los
clérigos co m ienzan a afirm ar que el diablo preside las congregaciones de
ios herejes, e incluso que éstos consideran a Lucifer com o el verdadero dios,
injustam ente arrojado del cielo (bula Vox in rama de Gregorio IX, en 12331.
Poco a poco, la Iglesia tra n sfo rm a a los herejes en sectas adoradoras del
diablo (N orm an Cohn). Paralelam ente se instala, para lu ch ar contra la here­
jía, el dispositivo represivo (inquisición, proceso inquisitorio, tortura), que
desem peñará u n p apel d eterm inante en el desencadenam iento y la amplifi­
cación de la cacería de los brujos. El deslizam iento de la represión de la he­
rejía h acia la de la brujería, po r lo dem ás, se p rep ara desde 1258, cuando el
pap a Alejandro IV confía a los inquisidores la tarea de interesarse también
en los "sortilegios y adivinaciones que hu elan a h erejía”. Al m ism o tiempo,
jos teólogos del siglo xin definen con m ayor precisión el p o d er de las p o te n ­
cias m alévolas, y Tom ás de A quino elab ora la n o ció n de pacto deliberado
con el diablo, que p o sterio rm en te se aplicará a los brujos.
Se p u ed en evocar dos etap as ulterio res. D u ran te el p rim e r c u arto del
slulu v¡\ aparece u n a serie de procesos judiciales de c arácter em inentem en-
V‘ polilKu, en los cuales in terv ienen acusacion es de m agia y de m aleficio
[piocesw puoturno contra Bonifacio VIII, prom ovido p or el rey Felipe el Hermo­
so; acusación c o n tra G uichard, obispo de Troves; condena de los tem plarios
v supresión de su orden). O tros procesos tien en lu g a r a lo largo de todo el
siglo (salvo e n tre 1340 y 1370), pero el fen óm en o co nserva u n a extensión
limitada y las acu sacion es p e rm a n e c en c ircu n scritas al m aleficio lan zad o
contra o tra p erso n a. Luego, el decenio de 1430 está m a rc a d o p o r diversas
transform aciones sustanciales y p o r el inicio de u n a au tén tica persecución,
cuvo epicentro se e n cu e n tra en las regiones alpinas. E ntonces aparece p o r
primera vez la idea de que los brujos no a ctú an aisladam ente, sino que for­
man una s e d a que con sp ira p a ra d e stru ir a la cristia n d a d (de esta m a n era
se reufilizan contra ellos las acusaciones lanzadas co n tra los leprosos, sobre
todo en 1321, v c o n tra los judíos, sobre todo en 1348). A la sazón se re d a c ­
tan los prim eros tra ta d o s específicam ente co nsagrados a la b ru jería, com o
el Fonnicarius del dom inico Johanes Nider, en 1437, do nde ap arecen los
tópicos del sacrificio ritu al de niños y del canibalism o d u ran te las congrega­
ro n es de los brujos (la o bra contribuye al asentam ien to de u n a visión n e ta ­
mente fem enina de la brujería, m ien tras que en las p rim eras fases las perse­
cuciones se dirigen m ás o m enos igualm ente a los h om bres y a las m ujeres).
Se desliza entonces de la incrim inación de maleficio a la acusación del pacto
con ti diablo y su adoración. El estereotipo de la b ru jería está instalado: se
dice que b ru jo s y b ru ja s p ra c tic a n vuelos n o c tu rn o s p a ra a cu d ir a re u n io ­
nes secretas (que son llam adas sinagogas, antes de que se im ponga el térm ino
ele ülh t 'u n c [sabbat], pro b ab lem en te u tilizad o p o r p rim e ra vez p o r P etrus
ManaH h acia 1490); allí a d o ra n a Satanás, que se hace p resente en form a
de un chivo cuyo an o hay que besar, se entregan a orgías \ q u em an a niños
cuyas cenizas se com en (véase la foto m.14). La in te rp re ta c ió n tra d icio n a l
del canon Episcopi q u ed a entonces d erru id a. Así, según el Martillo de las
brujas de los dom inicos Jacobus S prenger y H enricus In sisto r (1486), a u tén ­
tica sum a en m a te ria de b ru jería que la im p re n ta convierte en bestseller, el
vuelo n octu rn o y todos los in m u n d o s actos del a q u e la rre n a d a tien e n de
ilusorios: son realidades que expresan el v erdadero p o d e r del diablo y que
por lo tanto m erecen los m ás severos castigos.
F oto ni. 14. Una. escena del aquelarre de los brujos y las brujas (hacia 1460; Johanncs Tmetoris,
T raiíé du crim e d e V áuderie, Bruselas, B. R., m s. 11209, f 3).

Varios m a n u sc rito s del tra ta d o de Jo h a n n e s T inctoris, teólogo q u e escrib e en T ournai hacia


1460, fueron ilu m in ad o s p a ra im p o rta n te s p erso n ajes de la co rte de B o rgoña. E n ellos pode-
m os e n c o n tra r las p rim e ra s rep re sen tacio n es iconográficas del aq u e la rre y su delirante imagi­
nario: m ien tra s b rujos y b ru ja s vuelan en lom os de m o n stru o sa s c ria tu ra s p a r a un irse a la ce­
rem o n ia, la escena p rin c ip a l co n siste en la ad o ració n de S a tan ás, q u ie n tie n e la form a de un
chivo cuyo an o hay que b e s a r
La evolución a lo largo de la E d ad M edia es clara. Segura de e sta r ace­
chada p o r u n a secta de cóm plices de S atanás, la Iglesia tien d e finalm ente a
creer en la-realidad de lo que anteriormente tenía por u n a vana ilusión d ia­
bólica. F orja entonces el “con cepto cumuJativo de la b ru je ría ” (Brian Le­
vad'), m ediante la am algam a de las p rácticas m ágicas y adivinatorias com o
los maleficios, de las “su p e rstic io n e s” que probablem ente disim ulan ritos
chamánicos de fertilidad, de ias acusaciones a n te rio rm e n te dirigidas co n ­
tra los herejes y, finalm ente, del fantasm a dei aqu elarre com o ritual de ad o ­
ración del diablo. F ren te a u n a am en aza ta n ab so lu ta, todas las a u to rid a ­
des de la cristian dad son invitadas a reaccio n ar con vigor, y la Jucha c o n tra
la brujería p ro n to d a lu g a r a u n a c o m p eten cia de celo represivo, a “u n a
e s c a l a d a de la o rto d o x ia” en tre la Iglesia, las m o n arq u ías y los poderes lo­
cales (Jean -P atrice B oudet). Y sí bien la E dad M edia com ienza ap en as a
m aterializar esta obsesión, co n d enand o a m u erte a algunos cientos de b ru ­
jos, todo se h a lla en su sitio p a ra ia p ersecu ció n de g ran d es dim en sio n es
que desplegará ia “m o d e rn id a d ” de los siglos xvi y xvii (40000 víctim as,
según los cálculos m ás m oderados).

.Hacia la sociedad dx persecución

En total, en todos los ám bitos que se h a n evocado, la actitu d de la Iglesia se


hace m ás excluyen te y represiva. E so se c o n sta ta en relación con los h e re ­
jes, con las “su persticiones” y con las form as integradas de expresión de los
contravalores, con los judíos y sucesivam ente con los brujos, y lo m ism o p o ­
dría decirse de otros grupos m argin ad os y d iscrim in ad o s, com o los le p ro ­
sos y los hom osexuales. Es p o r esto que al c o n ju n ta r dichos fenóm enos e
identificar en ellos el efecto de u n a lógica ú n ica, R o b ert M oore h a podido
insistir en la “form ación de u n a sociedad de persecución” en E uropa, a par­
tir de los siglos XI a xm. A veces tam bién se h a p resen tado este proceso com o
un aum ento de la intolerancia, pero es necesario o bservar que la pareja to ­
lerancia/intolerancia, a la cual p o r cierto es difícil escapar, es engañosa. En
efecto, inclusive en su fase m enos represiva, la E d a d M edia no te n ía espa­
cio p ara u n a v erdadera tolerancia, en ten d id a com o la aceptación de las di­
ferencias y el pleno reconocim iento de la o tredad. E n el m ejor de los casos
puede "tolerar” al otro, en el sentido de que soporta su presencia, con la
condición de que su su m isión sea clara y, en la m ay o ría de los casos, p a ra
vanagloriarse de h ab er triu n fad o sobre el nial que representa. No obstante,
es preciso p o d er m a rc a r la diferencia en tre u n a situ ació n inicial, que pau­
latinam ente se’degrada, y los extrem os del furor represivo y la obsesión de la
p ureza que d u ran te la época m o d ern a se alcanzan: p o r este rasero, habría
la ten tació n de evocar u n a relativa to le ra n cia en la E d a d M edia. Pero los
siglos m edievales deben este rasgo ai hecho de que no llegan h asta el límite
de la lógica que los anim a, que no h an trazado totalm ente el cam po de las
realidades que hay que excluir, y que p o r lo tanto m u estran cierta flexibili­
dad, p rim o rd iah iien le p o r su capacidad p a ra as.umir las situaciones donde
el bien y el m al, aunque separados, están en contacto uno con el otro. La co-
presencia separada de lo espiritual y lo m aterial (o-de otras dualidades) sigue
siendo aceptable e incluso ú tilm en te explotable d u ra n te la E d ad Media,
m ientras que la época m o derna q u errá p roceder a u n a disociación m ás ra­
dical todavía y se p reo cu p ará p o r preservar con firm e celo 3a absoluta pure­
za de los valores y los lugares positivos.
Pero aquí lo esencial pro b ab lem en te consiste en relac io n ar la form a­
ción de la sociedad de persecución con la dom inación cada vez m ás m arcada
de la institución eclesial. El hecho de que los procesos que se han analizado
aquí com ienzan a m anifestarse en el m om ento de la refundación gregoria­
na de la Iglesia y de las primeras cruzadas, perm ite establecer un vínculo en­
tre insiitucionalización y exclusión. La estructuración de la cristiandad, pen­
sada com o una com unidad hom ogénea bajo la dirección de u n a institución
eclesial reforzada, prod u ce en efecto u n doble m ovim iento de integración,
la de los fieles conform es, y de exclusión, la de los no cristianos y los que se
desvían (D om inique logna-Prat). La co n stitución occidental de la sociedad
de persecución es pues u n fenóm eno cuyos orígenes pueden situarse del si­
glo xi al xn, y que se extiende p au latinam ente del siglo xiii h asta el xv y más
allá. La in stitu cio n alizació n crea la exclusión, y es la Iglesia m ism a la que
fabrica los enem igos que se obliga a vencer. E n consecuencia, debería ser
posible m edir el p oder de la institución eclesial (o al m enos su deseo de po­
der y sus esfuerzos p o r a crecen tar o con serv ar su posición dom inante), en
función de la n atu raleza m ás o m enos tem ible de los enem igos que afronta.
La gu erra c o n tra los sarraceno s es cie rta m en te u n a proeza que exalta a la
cristian d ad , pero no se tra ta todavía m ás que de enem igos externos. En
cam bio, la lu ch a c o n tra los herejes p a te n tiz a su v o luntad de liberarse de
toda m an ch a in tern a, concepto que p ro n to se aplica tam b ién a las “supers­
ticiones” y a las depravaciones carnavalescas, a los judíos, a los leprosos y a
los hom osexuales. P or últim o, el deslizam iento que reo rien ta la lucha hacia
el "concepto cum ulativo de la brujería” evidencia el paso a u n a nueva etapa.
Si bien desde el siglo XI los herejes, m u su lm an es y ju d íos co m únm ente son
considerados com o servidores del diablo o avalares del A nticristo, no sería
posible in v e n ta r u n ad v ersario m ás tem ible que la secta de los brujos, la
cual se libra a los abom inables rituales del aq u elarre y ad o ra a S atanás con
deleite. A p a rtir de ese m om ento, la Iglesia está m etida en u n com bate m or­
tal co n tra el enem igo suprem o, S atanás m ism o (véase el capítulo vil, en la
segunda parte). Si to d o p o d e r se m id e p o r c o m p a ra c ió n con la fu erza del
enemigo so b re el que triu n fa , la existencia de u n a an tiiglesia o rd en a d a en
torno a S atan ás es el m edio m ás seguro de reivin dicar el p o d er absoluto de
la Iglesia ro m a n a (y en segundo lu g a r de los p oderes tem p o rales que re ­
conocen su su p rem acía). La p ersecu ció n de la b ru je ría es pues u n a m a n i­
festación del p ro ceso de fo rtalecim ien to y de defensa de la d o m in ació n
eclesial, el cual se da d u ra n te to d a la (larga) E d a d M edia h a sta el final del
siglo xvn, poco antes de que em piece a d errum barse.

Conclusión: una dinám ica milenaria de afirmación. D ecir que la Iglesia es la


institución d o m in an te de la sociedad m edieval n o significa que su p o d er se
impone sin lím ites ni cuestionam ientos. La Iglesia siem pre tiene que enfren ­
tar a los enem igos que h a creado con su p ro p ia afirm ación y que son in d is­
pensables p a ra la progresión de ésta m ism a: el paganism o de sus m árgenes
en proceso de in teg ració n a lo largo de la alta E d a d M edia; las herejías del
siglo xi, y sobre to do las de los siglos xn y x i i i , que g ira n en to rn o al a n ti­
clericalismo y la im p u g n ació n p arcial o to tal del p o d er sacerdotal; las "su­
persticiones”, fragm entos de u n a cultu ra folclórica que otorga u n lugar im ­
portante a los ritu ales de fertilidad y que adm ite relaciones con los m uertos
distintas de las que prevalecen en el sistem a eclesial, y, finalm ente, la secta
de los brujos, antiiglesia satán ica cuya m o rtal am en aza obliga a los clérigos
am ia g uerra total. Antes aún de que se despliegue esa furia paranoica, sería
posible delinear, en to rn o al m eollo central del sistem a eclesial, cu atro ejes
principales de tensiones: la exigencia evangélica de la pobreza, las prácticas
y Jos valores de la aristo cracia laica, las p rácticas cam pesinas que tra ta n de
garantizar la fertilidad, las expresiones carnavalescas y paródicas de los con­
travalores. Es difícil co n sid erar que estas fuerzas divergentes resultan en la
constitución de polos autónom os, que escaparían a la dom inación de la in s­
titución eclesial. P o r el c o n trario , la Iglesia p arece lo g ra r extender su in ­
fluencia en to d as estas direcciones, o p o r lo m enos en re cu p e rar y en in te ­
grar en su seno u n a g ran p a rte de estas tension es. Sin em bargo, existen
residuos que son m arg in ad o s y con d en ad o s a la exclusión y a la p e rsec u ­
ción. La dom inación no se da sin resistencias ni lím ites, y esta m ism a con­
frontación perm ite que la dom inación se refuerce.
Creo p o d er afirm ar a h o ra que ia Iglesia es el p ilar fu n d am en tal _dej_sis-
tem a feudal. Su d om inación parece coextenderse espacial y tem poralm ente
con el feudalism o, y no existe rasgo que exprese m ejor la u n id ad de la Edad
M edia, desde la A ntigüedad ta rd ía h a sta los Tiem pos M odernos, que la di­
nám ica p erm anente de afirm ación de la institución eclesial. Son considera­
bles, desde los siglos iv a vi, las tierras que posee, y las estructuras eclesiás­
ticas, que los obispos dom inan, se im p lan tan en el contexto de la formación
de u n a civilización rom ano-germ ánica.. E n la época carolingia, la uniforma-
ción litúrgica y m onástica, con base en las norm as ro m anas y benedictinas,
acom paña al p rim e r su rgim iento de la au to rid a d pontificia, m ientras se da
inicio a im po rtan tes evoluciones teológicas, especialm ente en lo que respec­
ta a la eucaristía y el m atrim onio. Luego, de los siglos xi a xn, se presencia
u n fortalecim iento decisivo de la institución eclesial, que puede considerar­
se u na auténtica refundación. No solam ente la Iglesia se deshace de suaso-
ciación g em elar con el Im perio, c a ra cterístic a del m odelo constantiniano
que los carolingios re s ta u ra n brevem ente y que en B izancio se perpetua,
sino que tam b ién logra d o m in ar las estru ctu ras señoriales, en lugar de que­
dar atrap ad a en su seno. C uando im pone u n nuevo orden que rom pe con el
carolingio, rech aza la intervención de los laicos en los asuntos espirituales
y establece u n a separació n radical en tre la sacralidad intocable y sobrepo-
tente de los clérigos y el m u n d o de los laicos, quienes se consagran a los
asuntos tem porales y en principio quedan excluidos.de todo contacto direc­
to con Dios. De allí resulta u n conjunto de reform ulaciones doctrinales que,
au n siendo el resu ltad o de u n a d in ám ica m ile n aria de acen tu ació n de la
dom inación eclesial, con frecuencia llegan a in v ertir radicalm ente la posi­
ción inicial de la Iglesia. E sto sucede con todo lo que refuerza el poder sacer­
dotal: eficacia de los sacram en to s (eucaristía y bautism o); control clerical
de las prácticas funerarias y de los sufragios p o r las alm as, y sacralización de
edificios y de lugares en los cuales se m aterializa la Iglesia. Pero estas trans­
form aciones no solam ente consisten en u n a acentuación de la autoridad cle­
rical; tam b ién conducen a u n a refo rm ulación generalizada de la organiza­
ción de la cristiandad, que m ás que n u n ca se concibe com o u n cuerpo social
hom ogéneo, o rd en ad o y guiado p o r la in stitu ció n eclesial (puesto que ésta
no p odría ser su propio fin y no tiene legitim idad sino en la m edida en que
se le atribuye el poder de poner en orden al cuerpo social, a fin de guiarlo a la
salvación). Luego, en el siglo xm, el proceso de centralización rom ana, que
confiere al p a p a u n p o d e r in éd ito y que se extiende en todo el O ccidente,
alcanza su m ad u rez, m ie n tra s que la Iglesia se provee de nuevos m edios
para p erfe c cio n a r su cap acid ad de control de las co n d u ctas y de las con­
ciencias (órdenes m en dican tes, tríp tic o predicació n -confesión-com unión,
in q u is ic ió n ).

N unca ta n to com o entonces, a p esa r de los frentes de lucha siem pre V i ­


centes, la ig lesia p u d o identificarse tan c o m p letam en te con la sociedad,
aunque sobre esta p red o m in ara desde tan alto. P o r lo tanto, es difícil d u d ar
que la Iglesia h a j'a sido la in stitu c ió n d o m in a n te de la E u ro p a m edieval.
Sin em bargo, queda p o r co m p rend er con m ás detalles su pape! en la organi­
zación de las e stru c tu ra s sociales fund am en tales, es decir, a la vez en la re ­
producción de la sociedad y en la definición m ism a de las relaciones de p ro ­
ducción. Sólo así será posible concluir que la Iglesia es “la principal fuerza
motriz del feudalism o" (Alain G uerreau), y éste será un o de los p ropósitos
de la segunda p arte de esta obra.
IV. DE LA EUROPA MEDIEVAL
A LA AMÉRICA COLONIAL

H a l l e g a d o el m om ento de relacion ar m ás directam ente a la E uropa feudal

con la América colonial. Será cuestión de proceder, tan sintéticam ente como
sea posible, a su articulació n histórica, evaluando sus organizaciones socia­
les respectivas y preocu pánd ose p o r la dinám ica que entre am bas establece
u n vínculo genético. Previamente, es indispensable precisar las características
de los últim os dos siglos de la E d ad M edia, de los cuales poco se ha dicho
hasta el m om ento.

La b a ja E dad M e d ia :

¿TRISTE OTOÑO O DINÁMICA CONTINUADA?

El clásico libro de Jo h a n H uizinga, E l otoño de la Edad Media, adornó el fi­


nal del m ilenario m edieval con colores m elancólicos, y la historiografía ha
tendido, b asándose en él, a no evocar este periodo sino en la form a de una
crisis p rofu nd a y generalizad a. D esde este p u n to de vista, la única virtud
susceptible de salvarla de la evidencia del desastre se debe al hecho de que,
percibida com o la agonía de la E dad M edia, o hasta del sistem a feudal mis­
mo, esta época parece ser necesaria p ara que nazca un m undo nuevo, el de la
E u ro p a ren acien te y m oderna. Hoy resu lta necesario m atizar más. Sin de­
ja r de reconocer las dificultades de estos tiem pos, hay que esforzarse en me­
d ir con cuidado su alcance exacto, lo que induce a adoptar un esquem a his-
toriográfico sensiblem ente diferente.

Las calamidades del siglo xiv: peste, guerra, cisma

No es fácil tra z a r un lím ite cronológico preciso entre el desarrollo y el equi­


librio que se alcanzaro n en la E dad M edia central, y el cam bio de tendencia
que se p ro d u ce en la b a ja E d ad M edia. D esde finales del siglo x i i i el cre­
cim iento ru ral parece a lcan zar sus lím ites de posibilidad, habiendo alcan­
zado —en relación con las condiciones de la época— u n “m undo pleno”,
según la expresión de F ierre C haunu. Luego, en el curso de la p rim era m i­
tad del siglo xiv, las dificultades em p iezan a acum ularse. E n 1315-1317, la
ham bruna general, desde hace u n siglo olvidada, nuevam ente hace sus estra­
gos, y la peste n eg ra de 1348 llega p a ra m a rc a r estrepitosam ente u n a ru p tu ­
ra brutal. Sin em b argo , es posible ver que m uchos de los fenóm enos que
frecuentem ente se c o n sid e ra n co n secuencia de este suceso d ram á tico se
inician en los decenios anteriores.
El año de 1348 es u n a fecha de g ran trascen dencia. La peste bubónica,
por la pulga de la ra la negra tra n sm itid a al hom bre, y de la cual E u ro p a se
había salvado desde la época de Ju stin ia n o , n u evam enle la azota. Traída
del O riente p o r las naves genovesas, se extiende en to d a Italia, F rancia, In ­
glaterra y la p e n ín su la ib érica d u ra n te ese año y, al siguiente, en los te rri­
torios g erm án icos, centroeuropeos y escandinavos. B rutal, la m o rtalid ad
provocada p o r el bacilo de la peste se extiende veloz y m asivam ente. Los en­
fermos su c u m b en en unos cuan tos días, sin rem edio ni alivio posibles; ciu­
dades y ald eas se c u b re n de cadáveres, que a los sobrevivientes les cuesta
mucho enterrar con decencia. De acuerdo con los testim onios, to d a la orga­
nización social qu ed a v io len tam ente tra sto rn a d a , inclusive los lazos fam i­
liares. Según G uido de C hauliac, m édico del papa, la m ortalidad y el m iedo
que ésta su sc ita b a eran ta n grandes que "las gentes m o ría n sin servidor y
eran enterradas sin sacerdote. El hijo no visitaba al padre, ni el padre al hijo:
la caridad h a b ía m u erto y la esp eran za se h a b ía d erru m b a d o ”. Sin em bar­
go, las reacciones son muy diferentes, pues u n o s huyen de los lugares con­
taminados p a ra en treg arse a las delicias de u n a vida m ás frágil que nunca,
como los personajes del Decamerón de Boccaccio (1313-1375), m ientras que
otros se en treg an a desesperados actos de p en iten cia p a ra in ten ta r escapar
al azote divino (véase la foto iv.l). Pero los efectos sociales de la epidem ia
son m enos visibles de lo que se po d ría im aginar, p articu larm en te en n u m e ­
rosas ciudades italianas: pasado el m o m ento del pánico, las au toridades se
preocupan p o r preservar la co ntinu idad, y el esfuerzo de la reorganización
pronlu m oviliza u n o p tim ism o renovado. Tam bién, m ás que el p rim er a ta ­
que de la epidem ia, es su re to m o periódico lo que afecta a las alm as y m ina
las energías. Y la epidem ia, convertida en pandem ia, azota de nuevo, de m a­
nera gen eralizada, en 1360-1361, 1374-1375, 1400, 1412, antes de que los
a laques se vayan h acien d o m ás locales y m en os m ortales, h a sta su ú ltim a
aparición en E u ro p a occidental, en M arsella, en 1720. "La tercera parte del
mundo m u rió ”, sintetiza el cro nista Froissart, en relación con los años 1348-
i 350. La evaluación se conform a a los datos que los historiadores han podido
F o to rv. 1. La Virgen con el m anto y los penitentes (hacia 1420, noreste de Italia, tahla pintaría
p or Pietro di D om enico da M onteptdcrano; Avtñón, m useo del Pctit Palais).

E sta tab la de m a d e ra p in ta d a , q u e se d e stin a b a p a ra se r llevada en las p ro cesion es, perl onecía contOP
p ro b ab ilid a d a u n a cofradía, de la cual debía se r u n o d e los em b lem as m ás preciad os. M uestra a la Vate»
que carga al niño Jesús y p rotege a los cristianos bajo su m an to (los h o m b res a su d erech a, las mujeres»®
izq u ierd a). E n p rim e r p lan o , los p en ite n te s con el ro stro c u b ie rto se flagelan, y las tú n ic a s abiertas cW-
ver sus espaldas ensan g ren tad as.
establecer, y p o r lo ta n to es posible re c o rd a r que la p este negra en p ro m e ­
dio reduce en u n tercio la p o b lación del O ccidente m edieval, p ro p o rció n
que se eleva a la m itad en ciertas ciudades y regiones.
Se co m p ren d e que la gente de entonces con sid ere este suceso u n a ca­
tástrofe, en la q ue p o r lo general se ve un castigo divino (ciertas im ágenes
m uestran a C risto lan zan d o las flechas de su furia sobre la h u m an id a d , la
cual entonces no en cuentra protección m ás que con la Virgen), a m enos que
ciertos grupos no sean convertidos en chivos expiatorios (así, se acusa a los
judíos de h a b e r con tam in ad o los pozos). Pero la peste no es la única flecha
que el D ios de la cólera lanza desde su tro no celeste: la guerra tam bién lo es.
La llam ada G u e rra de los Cien Años opone, desde 1328, a los dos reinos
más poderosos de O ccidente, F rancia e Inglaterra. C uando los tres hijos de
Felipe IV el Bello m u eren sin heredero, p o n ien d o así fin a la descendencia
de los capetos directos, la coron a de F rancia pasa a u n sobrino de los d ifu n ­
tos reyes, Felipe VI de Valois, qu ien debe e n fre n ta r la im pugnación de u n
descendiente m ás directo, el rey de In glaterra E d u a rd o III, nieto de Felipe
el Bello p o r p a rte de su m ad re. D u ran te m ás de u n siglo, los so b eran o s in ­
gleses reiv in d ican la c o ro n a de F ran cia, lan zan d o desde sus posesiones
continentales gran d es ofensivas, g an an d o im portantes b atallas, com o en
Cieev (1348), en Poitiei^ donde el rey Juan el Bueno cae prisionero (1356), y
sobie todo en Azin u t donde los arqueros ingleses tra sto rn an totalm ente
las reglas de la gu i a rr cdieval (1415). Con el tratado de Troves, en 1420, los
ingleses p arecen lo g rar sus fines, al im p o n er el casam iento de la h ija de
Carlos IV de F ra n c ia con E n riq u e V de In g la te rra , previendo el acceso del
hijo, producto de su unión, al tro no de los dos reinos. P or añadidura, a par­
tir de 1407, el e n fren ta m ien to se ve aco m p añ ad o de u n a g u erra civil entre
el partido de los bo rgoñeses, favorables a los ingleses, y los de A rm agnac,
fieles al “rey de Bourges”, Carlos VII, a quien Ju a n a de Arco, joven cam pesi­
na segura de h a b e r sido investida con u n a m isión divina, convence de que
debe creer en su legitim idad, que debe hacerse c o ro n a r en R eim s y re co n ­
quistar su reino (1429-1431).
Junto a o tro s conflictos, com o la G uerra de las Dos Rosas, que enfrenta
a dos ram as reales en lu ch a p o r la c o ro n a de Ing laterra, la G u erra de los
Cien Años da testim o n io del hecho de que los conflictos arm ados, en la E u ­
ropa de entonces, alcanzan u n a nueva m agnitud, m ás devastadora que an ­
tes y que afectan m ás a las p ob lacion es ru rales y u rb an as. No solam ente
opone d u ran te largo tiem p o a dos po ten tes m o n arqu ías, sino que tam b ién
ve el desarrollo de innovaciones notables en el arte militar, p articularm ente
el uso de los arcos y las ballestas, y pronto, de las prim eras arm as de fuego, ar­
cabuces y bom bardas, que h acen obsoletas las técnicas tradicionales de la
caballería. La función m ilitar de los aristócratas se ve por lo tan to reducida,
au n cu an d o ellos ren ieg an de estas novedades que co n sid eran indignas,
o bstinándose en defender la ética de la guerra caballeresca. Inversam ente,
la im p o rtan cia de los m ercen ario s y de las tro p as a sueldo aum enta. Por
entonces se co n stitu yen “co m pañías”, que bajo la dirección de u n jefe de
guerra, venden sus servicios a quien los pued a pagar. Pero sirve a sus in­
tereses la prolo n g ación h a sta donde les sea posible de las hostilidades que
Ies d an de comer, y acaso tam bién al interés de los príncipes, quienes saben
que las co m p añ ías ociosas m uy co m únm ente se entreg an al saqueo y al
bandolerismo,, transform ánd o se así en u n a de las plagas que m ás tem en las
poblaciones.
A la lista de los m ales de los tiem pos hay que añadir el G ran Cisma, que
divide a la Iglesia ro m a n a entre 1378 y 1417. Sucede que a p a rtir de 1309,
poco después de la elección de Clem ente V, el papa y la curia se instalan en
Aviñón, cosa que num eroso s contem poráneos denu n cian com o la "cautivi­
dad de B abilonia". Tras diversas tentativas infructuosas, Gregorio XI decide
reg resar en 1377 a R om a, sede norm al del sucesor de Pedro (entonces ins­
tala su residencia en el Vaticano, y no en el palacio de L e tó n com o sienipie
lo había hecho el obispo de Rom a); pero cuando m uere, una parte de la ui-
ria se en cu en tra todavía en Aviñón y los cardenales se hunden en la conlu-
sión, p rim ero eligiendo a U rbano VI, quien se in sta la en R om a, y luego a
Clem ente VII, q u ien regresa a Aviñón. En adelante la Iglesia ten d rá dos ca
bezas, y d u ran te 40 años la lucha entre el papa de Aviñón y el de Rom a divi­
de a O ccidente. Cada uno se esfuerza p o r ob ten er el apoyo de los príncipes
y de las ciudades, excom ulgando a sus adversarios y lanzando sobre sus do­
m inios la pro h ib ició n litúrgica. El funcionam iento de la estru ctu ra eclesial
se ve gravem ente afectado p o r esta división en la cim a, y los ánim os se en­
cu en tran gravem ente afectados. H abiendo fracasado todas las tentativas de
arbitraje, se term in a p o r adm itir, al cabo de tres decenios, que la solución
sólo puede re su ltar de u n concilio general, que congregue a todos los obis­
pos de la c ristia n d a d occidental. Es esto lo que in te n ta el concilio que se
reún e en P isa en 1409, al deponer a am bos papas rivales y elegir un nuevo
pontífice; p ero el rem edio es p eo r que el mal, pues am bos rechazan la deci­
sión, de m an era que la Iglesia será, durante un tiem po, tricéfala. Más tarde,
el concilio de C onstanza (1414-1418) realiza con éxito la operación e impo­
ne, no sin h a b e r em itid o an te rio rm e n te un d ecreto que consagra la nueva
im portancia que ha adquirido la asam blea conciliar; u n nuevo y único p o n ­
tífice', M artín V (1417-1431).
El regreso p erió d ico de la p este negra, los efectos d estru cto res de las
guerras y de las grandes com pañías, el G ran Cism a de la Iglesia: la gente de
entonces te n ía m otivos p a ra sentirse ab ru m ad a p o r la Providencia. Los co­
lores otoñales que Jo h a n H uízinga p in ta no su rg ie ro n de la n ad a. El p esi­
mismo invade los espíritus y el sentim iento de vivir en un m undo agonizan­
te, que to ca a su fin, se h ace m ás p resen te que n u n ca. La obsesión de la
muerte estalla por doquier, ta n to en las p rácticas fu n erarias com o en la lite­
ratura y el arte, donde los tem as macabros, com o el Triunfo de la Muerte, y
luego las D anzas M acabras, g a n an fam a (véase las fotos 5 y iv.2 ). Sin em ­
bargo, el b alan ce de esto te n d ría que ser m esu rad o. M andas senescit ("el
mundo envejece”) es u n tópico que im pregna el pensam iento clerical desde
hace m ucho e inclusive d u ran te los siglos del auge m edieval. La aguda p re ­
ocupación p o r la m u erte, in sc rita en la lógica de la p asto ral que la Iglesia
practica desde hace m ucho tiem po, no tiene en la peste su única causa, com o
lo m uestra el hecho de que ciertos tem as m acab ro s se desarro llan ya en el
sido xjn (el E n c u e n tro de los tre s m u e rto s y los tres vivos), y o tro s desde
el decenio de 1330 (el Triunfo de la Muerte). Por último, Occidente no se com-
place en la depresión dem ográfica. A p esar de las dificultades acum uladas y
a pesar del retorno periódico de la peste, la recuperación se hace sentir desde
el siglo xv, y m ás n ítid am en te todavía después de 1450. Si bien a finales del
siglo xv E u ro p a no h a alcan zado exactam ente los niveles de p o b lación a n ­
teriores a la epidem ia, al m enos hay ten dencia a acercarse a ellos (el reino
de Francia, siem pre el de m ás peso, regresa a sus 15 m illones de habitantes,
en un territorio que ciertam ente h a crecido algo, m ientras que la península
ibérica se alza h a sta los siete m illones de alm as, h acia 1500). Y la sensible
alza de la ta sa de fecu n d id ad en relación con la E d ad M edia central, cpae
permite ver frecu en tem ente fam ilias de cinco, incluso de seis a ocho niños,
índica la v italidad y el deseo de reconstru cción , m ás que la om nipresencía
del miedo y la m elancolía.

¿Crisis del feudalism o o ajustes sociales?

Respecto de este periodo, es frecuente que se in sista en la situación crítica


de la aristo cracia, que co n fro n ta u n a “baja en la ta sa de la re n ta señorial"
(Guy Bois). E s v erd ad que la depresión dem ográfica a c a rre a nu m ero so s
Innovación del decenio de 1330, in au g u rad a p o r B u on am ico B uffalm acco en el cam p o san to de Pis. la m *
n o grafía de! T riunfo de la M u erte se ex p an d e a p a r tir del siglo xv. El fresco d e P alerm o , realizo
tiem po después de la tran sfo rm ac ió n del palacio Sclafani en un h ospital, está p articu larm en te bier
do a la nueva función del edificio. Com o ya lo fue en Pisa, se aso cia co n u n a rep re sen tació n del ju
(hoy d esap arecid a). L a m u e rte aq u í está figu rad a p o r u n esqu eleto que cab alg a en u n corcel des¡
cuyo p o d e r figurativo es im presion an te. Las flechas que d ispara hacen que a su p aso se acum ulen n oniniie-
de cadáveres: d am as nobles y h erm o so s señores, m úsicos y letrad o s, p ap as y obispos, sacerdotes y n-toiir>
N ingún p o d e r te rre stre , n in g u n a riq u e z a m aterial p u e d e resistirse a la m u erte. Los em blem as d< Lud.
aristo crática —ja rd ín co rtesan o , cace ría con p e rro s y aves— están re p re se n ta d o s con p ecu liar insisten^
a n te u n a m u erte inm inente, sus placeres no p u ed en verse sino com o m era v anidad. S olam ente los puWf' ■
los enferm os, a la izquierda, im p lo ran a la m u erte que p o n g a fin a sus su frim iento s, p ero ésta los e\ it*» M*1*'
que u n m ensaje sobre la universal fragilid ad h u m a n a , es u n a exh ortació n m oral: es necesario pencas ei. J<
m u erte p a ra desviarse de la v ana gJoi'ia del m u n d o y g a n a r la salvación-
abandonos de tierras, incluso de aldeas enteras, lo que provoca una notable
c a í d a de los ingresos señoriales. P o r a ñ a d id u ra , la m e n o r densidad de p o ­
blación rural coloca a los cam pesinos en u n a relación de fuerzas m ás favora­
ble, que k s perm ite exigir un a dism inución de la re n ta o la com pra generali­
z ad a de las corveas a bajo precio, cosa que los señores tienen que consentir
para evitar la pérdida de sus hom bres. Por último, la evolución com parada
de los precios de los productos agrícolas y de aquellos que los aristó c ra ta s
tienen que com prar, es desfavorable para éstos. Los m ás débiles se en d e u ­
dan v a veces se ven obligados a vender sus tierras: algunos p arten po r en to n ­
ces a la ciudad, en busca.de u n oficio con un príncipe, m ientras que otros
pierde i d de nobles. De esta m a n e ra -m n j i m illas seño-
nales >• i^saparecen, y son rem plazadas i > a te >s provenien­
tes de c m es, fam ilias aristocráticas ni; \pciie-i as-i-- " m n los Shep-
pard o los Percy en Inglaterra, o citadinos enriquecidos que se ap ro v ec h ar
di la ocasión para com prar tierras (sobre todo los viñedos, m ás rentables) o
in c lu so señoríos enteros (en ciertas regiones llegan a poseer hasta una cuarta
parle de éstos). Inclusive sin re c u rrir a las com pras de tierras, los citadinos
orientan con m ayor frecuencia las actividades de los rurales, confiándoles
las tareas m ás sim ples de la cadena textil, dándoles u n avance sobre la p ro ­
ducción que con frecuencia los lleva al endeudam iento, com o en el caso de
la lana en In g laterra, o tam bién m ediante el control de los cultivos d estin a­
dos al artesan ad o urbano , com o las plantas tin tóreas en la región de Tolosa
o en Umbría. E sta presencia activa e influyente de los citadinos en el m undo
rural es sin d uda u n elem ento notable de las transform aciones de finales de
la Edad Media.
Este cuadro, poco favorable para la aristo cracia tradicional, debe m a ti­
zarse. P ara em pezar, no todo m archa tan m al en la aldea (véase la foto iv.3).
Si bien la extensión de las tierras cultivadas dism inuve notablem ente (a ve­
ces hasta 20, o incluso 50%), el fenóm eno se ve com pensado p o r u n alza en
los rendim ien to s (tanto m ás cu an to que los ab an d o n o s se p ro d u c en en las
tierras m enos bu enas), p o r el crecim iento de la g an ad ería y de la h o rtic u l­
tura, así com o p o r u n a recuperación de los bosques que tam b ién beneficia
al ganado. De esta m anera se restablece el equilibrio entre esger y snltus, en­
tre cultivo y cría, que las grandes densidades ru rales de finales del siglo xm
habían puesto en peligro. Además del crecim iento de la trashum ancia ovina
en Italia y Castilla, la cría de ganado bovino avanza considerablem ente, lo
que da lu g ar a u n a transform ación de los paisajes mírales del ám bito atlá n ­
tico, m arcados p o r el encierro de los prados, y ac a rrea u n a m odificación de
F u io jv.3. En el m es de marzo: labranza v talla de la vid, frente al castillo de Lusignan
(hacia 14.13, niiidalura de Pol de Linihüun¿, Las m uv ricas h o ras del duq u e Ju an de Berry,
Chaniilly, M useo Condé, 65, f. 3 v.)

U nu de los m a n u sc rito s m ás s u n tu o s a m e n te ilu m in ad o s, Las m u y ricas horas fue realizado


p ara el duque Juan de Be]~ry, h erm an o del rey Carlos V de F ran cia y célebre bibliófilo. Un calen­
dario, m ás o m enos orn ad o , casi sie m p re se in c o rp o ra a la cabeza de los libros de horas. Aquí
se m u estra u n a de las dos páginas relacio n ad as co n el m es de m arzo , con la indicación de los
signos del zodiaco co rre sp o n d ien tes, lo¡> peces y el b o rreg o (en la o tra p ág in a figuran el calen­
d ario p ro p ia m e n te dicho, y las in d icacio n es de las fiestas litú rg icas). Las trad icio n ales repre­
sentaciones de los tra b a jo s de los m eses a q u í se e n c u e n tra n co n sid erab lem en te am pliadas: en
el prim er plano, un villano procede a la lab ra n z a con un arad o de vertedera, del que lira un par
de bueyes; m ás lejos, dos v iñedos cercad o s cuyos sa rm ie n to s ta lla n u n o s h o m b res, así como
u n as ovejas cu id ad as p o r su pastor. Al igual que en la m ay o ría de las m in iatu ras de este calen­
dario, el duque de Berry ha hecho representar uno de sus principales castillos, realizando de esta
m a n e ra u n a especie de in v e n ta rio de sus d o m in io s, a m a n e ra de d e m o stra c ió n de su poder;
aq u í se iraia del castillo de L usignan, con su b urgo protegido p o r u n a doble m uralla.
los hábitos alim enticios (lo cual, sobre todo en las ciudades, eleva e] p re sti­
gio de los carniceros). Además, el ab an d ono de tierras perm ite u n a concen­
tración p a rc ela ria , la cual o p era a veces en beneficio de los p atrim o n io s
Aristocráticos m ás sólidos, sobre todo en A lem ania y Castilla, y tam b ién a
favor de los co m p rad o res citad in os o de la élite cam p esin a de los la b ra d o ­
res. Estos últim os, que se distinguían ya en el siglo xiii, se aprovechan de la
situación y con frecuencia se hacen de dom inios que alcanzan las 50 o 60 hec­
táreas. S ucesivam ente h a b rá en cada aldea algunos "gallos” que se las a rre ­
glan p ara c o n tro la r sus in stitu cio n es (cofradía, asam blea). P or debajo de
ellos, otros ta m b ié n sacan provecho de las condiciones de los tiem pos. E n
efecto, los señ ores re c u rre n ca d a vez m ás a c o n trato s de a rre n d a m ien to a
largo p lazo, incluso h ered itario s, que au n q u e les g a ran tiza n un ingreso se­
guro, p o r lo general son favorables p a ra el a rre n d a tario (a m enos de que, al
no disponer de an im ales ni h erram ien tas, éste se vea obligado a la ap a rce ­
ría, partición m enos ventajosa de la m itad de la producción). Así, la m ejora
de las condiciones de vida resulta b astante general, tanto en la aldea com o en
la ciudad. A parte de la m ejor calidad del grano y dei alza en la p arte cárnica
de la alim en tació n , tam b ién se ve en la c o n stru cció n de casas, cuyos e sp a­
cios in terio res se h allan m ás sep arados, o incluso en la di versificación del
mobiliario y las vestim entas. No obstante, no todos se favorecen, y los cam ­
pesinos m ás pobres son arrastrados en u n a espiral descendente, m ientras que
la franja s e n il de la población ru ral au m e n ta de nuevo a p a rtir de 1300. S u­
cede que m uchos prefieren u n a servidum bre,, que p o r lo m enos les confiere
un estatus, a la m endicidad o la vida erran te. La afirm ación de esta segunda
servidum bre, que en In g la te rra y o tra s p a rle s golpea h a sta a u n a tercera
parte de ios aldeanos, m u e stra que el c u ad ro señorial está lejos de h a b e r
desaparecido.
Tam bién hay que d istin g u ir en tre la p eq u eñ a a risto c rac ia de los se ñ o ­
res, con frecuencia afectada p o r los fenóm enos que acabam os de describir,
y la alta aristocracia de los príncipes y los barones, que p o r el co ntrario p a ­
rece ganar en vigor (véase la foto IV.3). É stos no so lam ente se benefician de
las contrariedades de los prim eros al com p rar num erosos señoríos, sino que
su fuerza incólum e, incluso reforzada, les p erm ite a u m e n ta r la rentabilidad
de sus d om inios y la p u n ció n que allí im pon en , al tiem po que resisten efi­
cazmente a la a u to rid a d real. E stos gran d es nobles siguen do m in an d o la
escena. Y si bien su función m ilitar qued a m en o scab ad a p o r las profundas
alteraciones en el arte de la guerra, m an tien en un papel político dom inante
gracias al lugar que ocupan en los consejos y los cargos reales, m ientras que
la fastuosidad de sus cortes y su prestigio social no hacen m ás que acen ­
tuarse. A final de cuentas, si la aristocracia atraviesa u n a fase de serias difi­
cultades, logra ad ap tarse y renovarse. Pues los citadinos que com pran seño­
ríos encu en tran allí u n a vía b astante segura hacia el ennoblecim iento, sobre
todo si al m ism o tiem po ejercen u n cargo real. Así, m ientras que desapare­
cen antiguos linajes, otros se form an a la sazón. Sin em bargo, las transfor­
m aciones son p ro fu n d as y afectan a la definición m ism a de este grupo so­
cial. De hecho, no es sino a p a r tir del siglo xv cuando la oposición entre
nobles y no nobles adqu iere u n a estric ta rigidez, a tal grado que, ahora si,
resulta posible h a b la r de la “nobleza" com o de u n a casta (Joseph Morsel),
Además, el príncipe (rey duque o papa) es quien controla la definición misma
de la nobleza, en p articu lar porque tiene la capacidad de ennoblecer. A par­
tir de entonces, el p oder m onárquico interviene de m anera significativa en la
reproducción del grupo nobiliario, al asegurarle una parte im portante de sus
ingresos, m ediante los oficios que reparte, io s sueldos m ilitares y hasta con
"feudos de b o lsa” (en dinero), que perm iten, en p a rtic u lar a los nobles ara­
goneses, m a n te n e r su rango. E n paralelo, los valores de la nobleza se ven
reafirm ados enfáticam ente, a través de la m ultiplicación de órdenes caballe­
rescas (de las cuales el p ríncipe es el jefe) y la organización de grandes tor­
neos, v erdaderas cerem onias de au to celebración cuya fastuosidad no deja
de crecer y m ediante las cuales los nobles buscan distinguirse de la élite cam­
p esina y de los citad in o s enriquecidos, al tiem p o que paten tizan su cohe­
sión y su fuerza. Al m ism o tiem po, la alta aristo cracia se opone con éxito a
las am biciones de los soberanos, ya sea m ediante u n a com binación de leal­
tad a sus com prom isos vasalláticos y de resisten cia a los nuevos usos, ya
sea m ed ian te la revuelta ab ierta si es necesario, com o sucede en diversas
ocasiones en la F rancia del siglo xv. En total, en la baja Edad M edia no hay
u n a ru p tu ra social fundam en tal: au n si a p a rtir de entonces su reproduc­
ción resulta p arcialm ente controlad a p o r el p o d er m onárquico, la aristocra­
cia sigue siendo la clase d o m in an te y el señorío el m arco elem ental de la
organización social.
Las revueltas p o p u lares que estallan d u ra n te este periodo parecen sin
em bargo p e rtu rb a r ei pano ram a. Indudablem ente, tan to en el m undo rural
como en la ciudad, los conflictos y las disputas sociales se vuelven m ás visi­
bles que en el siglo anterior. Evocaré p rim ero cu atro revueltas populares de
este periodo, sin m e n c io n a r la de F landes en 1323-1327. El levantam iento
de los jacques, cam pesinos de íle-de-France, de P icardía y de C ham paña, en
1358, im p resio n a ta n to a la gente que d u ra n te m ucho tiem po a todos los
tumultos ru ra le s se Ies d a rá su nom bre (jacqueries). E n el contexto de ia
d e rro tafran cesa de P oitiers y el cautiverio del re y que obliga a c o b ra r un
inipuesto especial, alred ed o r de 5 000 cam pesinos, uno de cuyos p rin c ip a ­
les organizadores p arece ser' G uillaum e Carie, se levantan co n tra la n o b le­
za, antes de ser víctim as de la represión no m enos brutal llevada a cabo por
Carlos de N avarra (varios m iles de m uertos). Ei levan iam iento dei centro
de Inglaterra en 1381, que surge en u n a coyuntura p articu larm en te agitada
en O ccidente, es tal vez el más n otab le, por su extensión geográfica, p o r la
unión que se da entre la ciudad y el cam po, por su grado de organización y
por la clarid ad de sus reivindicaciones. Aquí tam bién el d e to n a d o r es un
nuevo im p u esto (tax-poll) vinculado con la g uerra franco-inglesa, Pero el
tropel de cam p esin o s que rech azan el gravam en rá p id a m en te alcan za los
50000 hom bres y, bajo ia dirección de Wat Tvler, tom a C anterbury y m ar­
cha sobre L ondres, donde se apodera de la Torre: allí obliga al rey a ceder
ante sus reivindicaciones y especialm ente a decretar la abolición de la ser­
vidumbre. P ero Wat Tvler es asesin ad o v la a risto c rac ia se organiza p a ra
aplastar al m ovim iento y a n u la r su efím ero triunl.o. La lucha de los cam pesi­
nos de Aragón, que inicia en 1380 en contra de los "malos usos” de los seño­
res que, después de unos decenios m en os opresivos im ponían obligaciones
cercanas a ia servidum bre a d ep en d ientes calificados de remcnsas, resu lta
menos una breve explosión de violencia que un com bate encarnizado y p a ­
ciente, que ad em ás se beneficia de la benevolencia real. T erm ina en u n a
victoria que F ern an d o el Católico consagra en 1486, cuando deroga los m a ­
los usos y el estatu to sen il de los rcmcnsas. Finalmente, la revuelta irrnan-
diña de 1467-1469, que entrega Galicia a los cam pesinos alzados en co n tra
délos castillos, aparece com o la más im p o rtante revuelta antifeudal de Cas­
tilla, aun cu an d o la aristo cracia coaligada de Castilla, León y P ortugal ter­
mina aplastándola.
C o m p ren d er estos m ovim ientos sociales se vuelve difícil p o r el hecho
de que las fuentes, como podrá im aginarse, raram ente les son favorables, y de
que en todo caso n unca provienen de ellos. Si bien podem os identificar lo que
hace estallar los distu rb io s (crisis alim entaria, nuevos im puestos...), resulta
más delicado ir m ás allá de estos elem entos inm ediatos. ¿Se tra ta de la re ­
vuelta de los m ás necesitad o s y m ás o prim idos, arro jad o s a la desesp era­
ción cuando u n a carg a su p lem entaria vuelve insoportable u n a situación ya
inestable? Sin em bargo, m u ch o s histo riad o res se han p reg u n tad o si estos
levantam ientos no son m ás bien, u n a p rotesta de la élite cam pesina, cuando
ésta cree ver am en azad o s sus intereses. Es esto lo que sugiere la geografía
de las revueltas, que no c o rresp o n d e p a ra n a d a con las regiones m ás po­
bres de O ccidente. Así, el m ovim iento de Flandes, a principios del siglo xiv
es conducido p o r el lab ra d o r acom odado Zannequin, el de Galicia alza alas
capas superiores del cam pesinado, y la jaequerie de 1358 se extiende en una
región cerealera próspera. E sta últim a se ve afectada por la baja de los pre­
cios del grano, que repercu te p articularm ente en los cam pesinos acomoda­
dos, cuya posición depende de Ja com ercialización de su producción.
El c a rá c ter an tiseño rial de estos m ovim ientos parece evidente. ¿Pero
h asta qué grad o y con qué grado de conciencia y de acción críticas? Apa­
rentem ente, sólo e! endurecim iento del régim en señorial parece ser denun­
ciado, en nom bre del apego a la antigua costum bre, por el movimiento ara­
gonés de los r a n a mas, y es tal vez su m oderación lo que explica su éxito, por
lo dem ás fav orecido por la autoridad real. D urante la jaquerie, queman los
castillos, violan a las hijas nobles y las asesinan ju nto con sus familias; pero
p o d ría ser que los insu rgentes, antes que negar el orden feudal, actúen en
nombre de su im agen perfecta, para denunciar su alteración. La derrota fren­
te a los ingleses en efecto arroja el descrédito sobre los n o b les/que no cum­
plieron con su m isión de defensa. La dom inación señorial, a la que se aña­
de u n a exigencia fiscal de la corona, parece todavía m ás injustificada en la
m edida en que los nobles c o n tin ú a n dando m u estras de u n lujo ostentoso,
que se juzga escandaloso en sem ejante contexto. Acusados de corrupción y
de traición, los nobles parecen indignos de seguir siendo tintados como no­
bles (Mugues Neveux).
No o b stan te, el lím ite en tre ta l actitud, que denuncia a los señores en
nom bre del ideal señorial, y u n a im pugnación de los fundam entos de la
dom inación social es difícil de trazar, sobre todo si se tiene en cuenta la di­
nám ica inherente a todo m ovim iento social. E n todo caso, u n a crítica radi­
ca] parece muy presente en el movimiento inglés de 1381, com o lo sugiere
la claridad de sus reivindicaciones, así com o la famosa fórm ula de John
Ball, que pronunció a las puertas de Londres: “Cuando Adán labraba la tierra
y Eva tejía, ¿dónde estaba el gentilhom bre?” Además, él saca todas las con­
secuencias al precisar: "B uenas gentes, las cosas no pueden estar bien en
Inglaterra, y no lo estarán h asta que los bienes sean tenidos en común, que
ya no haya ni villanos ni gentilhom bres y todos seam os enteram ente seme­
ja n te s”. De esta m a n e ra se expresa con claridad notable (en este caso por
boca de un sacerdote) un igualitarism o radical, justificado por el estado ori­
ginal de la hum anidad. A unque n ad a dem uestra que ésta anim ara al conjun­
to de los revoltosos ingleses, jam ás la aspiración igualitaria a un m undo sin
señores, sin obispos y sin príncipes (según la frase de R obert Fossier) hubo
de aparecer m ás n ítid a que en esta ocasión.
Salvo uno, todos estos levantam ientos fracasan y son salvaje y fácilm en­
te dom inados, u n a vez que la aristo c ra c ia org an iza sus fuerzas. A p esar de
las víctim as in d iv id uales y de las p érd id as p u n tu a le s, n in g u n a de estas ex­
plosiones de violencia alcan zó a c o n stitu irse en u n peligro serio p a ra los
dominantes. Tam bién, a p esar de la diferenciación social creciente en el seno
de las aldeas y de su a d a p ta c ió n a u n a co y u n tu ra diferente, los villanos,
siervos o dependientes, co n tin ú an siendo la clase dom inada, sobre cuya ex­
plotación se fu n d a en lo esencial la organización social.

E l auge sostenido de las ciudades y del comercio

En cuanto a los asp ecto s m ás no tab les de la d in ám ica feudal —el auge de
las ciudades y del co m ercio, y el re fo rz a m ien to de los pod eres m o n á rq u i­
cos—, éstos no h acen m ás que crecer en im p ortancia. Si consideram os glo­
balmente los siglos xiv y xv, y a p e sa r de las bajas b ru tales provocadas p o r
los pasajes sucesivos de la peste, la población de las ciudades occidentales
aumenta, au n q u e a u n ritm o m ás m od erado que con an terioridad. Los ra s­
gos m encionados en el cap ítu lo 11 se acen tú an , y los m edios u rb an o s co n ti­
núan su diversificación. Si b ie n sigue vigente el e n tre la zam ie n to e n tre la
aristocracia u rb a n a y los m ercad eres, alg un as ciudades los obligan a dife­
renciarse con m ás claridad, crean do así una nueva oposición discursiva en­
tre las élites u rb a n a s y la "nobleza”. Ju n to a los co m erciantes, a rtesan o s y
banqueros, los ju rista s, n o ta rio s y ab og ad os crecen en im p o rtan cia , así
como los “oficiales", encarg ad os de las tareas ad m in istrativas del gobierno
urbano o p rincipesco, o todavía los intelectuales, un iversitarios o in cip ien ­
tes “h u m an istas”. Tam bién las capas p opulares se hacen m ás visibles e ines­
tables, to cad as p o r u n a co y u n tu ra p oco favorable p a ra los salarios (salvo
cuando la peste hace su aparición, p ero las m edid as p a ra b loquear los sala­
rios pronto p o n e n fin a esta ventaja). Sus dificultades crecen, conduciendo
al endeudam iento con los m aestros artesan os y al desem pleo, m ientras que
la afluencia de in m ig ran te s no calificados engrosa la m u ch ed u m b re de los
mendigos y los m arginados. La jerarquización se ve reforzada entre los m aes­
tros, com pañeros y aprendices, y varias m edidas h acen m ás difícil el acceso
en las co rp o racio n es de los a rte sa n o s y com erciantes. Las revueltas u rb a ­
nas en cu en tran en esto p a rte de su explicación. Así, pequeños artesan o s y
asalariados m odestos form an el grueso de las tropas que apoyan a Étienne
M arcel en París en 1358, au n cuando éste defiende los intereses de la oligar­
quía de los com ercian tes a la que pertenece y prin cip alm en te promueve
reivindicaciones políticas, las cuales p retenden el control de la m onarquía
p o r parte de las ciudades. Esto es m ás claro aún en la revuelta de los Ciompi,
quizá la m ás am plia y la m ás organizada de este periodo, que en 1378 en­
san g rienta e incend ia a Florencia. Antes de ser desviadas y luego anuladas
p o r la on d a de la represión, las reivindicaciones de los insurgentes atacan
claram ente a la oligarquía u rb an a, al im poner la igualdad de las Artes ma­
yores y las Artes m enores, y crear tres artes suplem entarias a fin de garanti­
zar la rep resen tació n social y la participación política de los artesanos más
m odestos y sus com pañeros.
A p e sa r de tales explosiones, se refuerza la posición de los grandes co­
m erciantes y de los banqueros. Sus com pañías, cuya base es esencialmente
familiar, pero que acep tan y rem u neran capitales de diversos participantes,
extienden sus asen tam ien tos financieros y geográficos. Se afinan las técni­
cas com erciales y b an q u eras, com o la co ntabilidad doble, introducida a
m ediados del siglo XIV, o la carta de cam bio, antepasada del cheque, que fa­
cilita las operaciones com erciales a distancia. La im portancia de las técni­
cas de cálculo se ve reforzad a p o r la m ultiplicación de los tratados de arit­
m ética com ercial, m ien tras que otros m anuales se esfuerzan en ayudar a
los com erciantes en sus actividades a través de E uropa; asim ism o, las abun­
d antes cartas intercam biadas, principalm ente entre los dueños de las com­
p añ ías y sus agentes, in d ican la p reocupación p o r o b ten er la inform ación
que es ind isp en sable p a ra la conducción de los negocios. Da testim onio
ejem plar de esta preocupación, com o de la obsesión por registrarlo y conta­
bilizarlo todo, Francesco Datini, hábil y p ru dente com erciante toscano del
siglo XIV que de la n a d a h ab ía llegado a c o n stru ir u n a red de compañías,
establecidas en Prato, Florencia, Génova y Barcelona, y quien al m orir deja
125000 cartas, 500 registros de cuentas y m illares de letras de cam bio. Las
actividades com erciales tienen u n crecim iento am plio, así com o el arte­
sanado, que re c u rre m ás al m olino de agua y a.1 tela r (así, D atino emplea
700 obreros ta n sólo en sus talleres textiles de Prato). Los m ás em prendedo­
res acu m u lan fortun as considerables: la de los Médicis, en Florencia, equi­
vale a la c u a rta p a rte de los gastos an u ales de la ciudad; la de Jacques
Coeur, en Bourges, equivale a la m itad del im puesto real. Otros tantos nom­
bres que, junto con el de los Fugger de Augsburgo, sim bolizan el poder al que
los negocios p e rm ite n elevarse d u ra n te el siglo xv. Pero hay que recordar,
con F e m a n d B raudel, que las av en turas m ás brillantes del “capitalism o fi­
nanciero”, las de los B ardi, de los P e m z z i y de los M édicis de Florencia, o
incluso las de los b an q u ero s de Génova, entre 1580 y 1620, y de A m sterdam
en el siglo x v i i , te rm in a n to d as en fracasos; no h a b rá éxito en la m ateria
hasta m ediados del siglo XIX.
De nin g u n a m an e ra puede afirm arse con seguridad que el fin de la E dad
Media m a rc a u n cam b io fu n d am en tal en las m en talid ad es u rb a n as. Cier­
tam ente, la h o stilid a d clerical y aristo c rá tic a respecto al negocio, sin des­
aparecer, deja u n poco m ás de espacio p a ra u n a visión positiva del com er­
ciante. É sta se expresa, p o r ejemplo, en los Cuentos de Canterbury, de Chaucer
(1373), en la co n cien cia que de sí m ism os y de la d ignidad de su fam ilia
consignan cierto s co m ercian tes en sus diarios (las ricordanze de los ita lia ­
nos) o ta m b ié n en u n cu ad ro com o el que .Tan van Eyck pinta en 1434 p ara
conm em orar el casam ien to de los esposos Amolfini (véase la foto 6 ). La va­
loración de la g an an cia y la lab o r así com o la utilidad social que se atribuye
a sus activ id ad es son ad m itid a s m ás ab iertam ente; pero p a ra los com er­
ciantes m ism os, ang u stiad o s p o r los riesgos de los negocios y preocupado?
por la po sib ilid ad de p erd erlo todo, la P rovidencia sigue dirigiendo el ju e ­
go. Ellos acu d en a D ios y a la Iglesia, ro g an do su protección, la cual ag ra­
decen en caso de éxito, m u ltip licand o las d onaciones y los actos piadosos.
Objetos de toda la atención de las órdenes m endicantes, los ricos citadinos
aceptan lo esencial de los cu ad ro s eclesiales y son "cristianos c o m u n es”
(Hervé M artin). Sucede incluso que, ato rm en tad o s p o r la culpabilidad que
instila el d iscu rso clerical, al final de su vida se vuelven devotos escru p u lo ­
sos, como D atini, quien lega casi toda su fortuna a los pobres, obligando por
esto a la disolución de sus com pañías. Así, no queda n ad a de toda u n a vida
de esfuerzos, y la acum ulación de bienes que había perm itido se disuelve in
fine. Una ta n p erfecta su m isión a las reglas de la caridad cristian a reduce a
nada los im p erativ o s de la ganancia, que se e n c u e n tra n aún m uy lejos de
haber c o n q u ista d o su a u to n o m ía y h u n d ir al m u n d o bajo las “aguas h e la ­
das del cálculo egoísta”.
En la m ed id a m ism a en que su éxito es m ás espectacular, los ricos n e­
gociantes se p o n e n a im ita r con m ás a rd o r y fastuosidad los usos de la aris­
tocracia . No solam ente las adquisiciones de tierras se m ultiplican, sino que
la oligarquía u rb a n a p u ed e entonces p erm itirse re p ro d u c ir el m odelo cul­
tural de las cortes, y especialm ente com petir con el m ecenazgo de los p rín ­
cipes. E v id e n te m en te lo que así s_e b u sc a es la in co rp o ració n en la n o b le ­
za, caso tam b ién de los grandes sen ad o res de los m onarcas. E sto es lo que
sucede con los Le Viste, fam ilia o rig in aria de la b u rg u esía de Lvon, que se
ilustra en los grandes cuerpos de servidores de la m o n arq u ía francesa, sien­
do uno de sus m iem bros el com anditario del fam oso tapiz de La dama con el
unicornio, a finales del siglo xv. E n cu an to a Jacques Coeur, quien llegó a
ser el principal financiero del rey Carlos VII, su palacio de Bourges sorpren­
de p o r su esp len d or principesco y p o r su au d az p ro g ram a iconográfico, el
cual sugiere con in sisten cia la in co rp o ració n del am o del lu g a r a la corte
real, asociando de m a n e ra visible los sím bolos del rey y de su banquero.
Pero este juego, que m anifiesta con d em asiada evidencia la am bición de ser
indispensable al soberano, no carece de peligros y finalm ente conduce a la
desgracia y al destierro. Así, las conductas “burguesas” se pliegan ante los es­
crúpulos alim en tados p o r los clérigos, al tiem po que se ag o tan en la fasci­
nación p o r la aristocracia. Tales fenóm enos, que predom inan h asta el siglo
x v iii p o r lo m enos, explican en b u en a parte p o r qué el espíritu de la ganan­
cia no significa n ecesariam en te el triu n fo del capitalism o, e im itan a dife­
ren ciar claram ente a los “hom bres de negocios feudales”, que ya son capa­
ces de hacerlos bien y de extender sus horizontes, y a la verdadera burguesía
cuyo tiem po aú n 110 ha llegado (Eric H obsbaw m ).
Esto 110 le im pide a la ciudad m an te n er y a cen tu ar sus especificidades.
Si bien en su ám bito las c iñ a s cuentan m ás que en otras partes, tam bién las
letras cuentan. La lectu ra tiene progresos notables entre los citadinos, y en
1380 Villani afirm a que 70% de los florentinos saben leer y escribir. La de­
m anda de libros crece, sostenida por los m edios uni versitarios y cada vez más
por los príncipes, los nobles y los notables urbanos, entre quienes los más ri­
cos a veces son bibliófilos apasionados, que acum ulan suntuosos manuscritos
ilum inados (véase la foto iv.3), m ientras que el resto ha de poseer, aparte de
sus tratad o s com erciales, al m enos u n libro de horas, que en el siglo XV se
convirtió en el em blem a indispensable d e ja devoción laica. La producción
de m anuscritos se ve m uy solicitada y los talleres u rb an o s se esfuerzan por
elevarla, g racias a n uevas técnicas. Tras alg u n as tím idas ap ariciones, el
papel, de origen chino, se em pieza a u tilizar cada vez m ás a p a rtir de prin­
cipios del siglo xiv, pues tiene u n a doble ventaja sobre el pergam ino (menor
peso y costo). Al filial del siglo xrv, el grabado en m etal, luego en madera,
ofrece los p rim eros procedim ientos de rep ro d u cció n m ecánica, particular­
m ente en boga para la difusión de las im ágenes piadosas. Finalm ente, aunque
otros artesan o s tam bién trab ajaro n sim u ltá n ea m en te en la m ism a direc­
ción, es al orfebre G ulenberg a quien se ha vinculado con la invención de la
tipografía (letras m etálicas móviles), que perm itió la impresión de la famosa
Biblia de M éllense, h a cia 1450. E sta innovación, que rá p id a m e n te llega a
todo O ccidente (a lre d e d o r de 15 000 o b ras im p re sa s an te s del final del si­
glo xv), está destinada a tran sfo rm ar profun d am ente la difusión de lo escrito
v el conjunto de las p rácticas socioculturales.
Si bien la im p re n ta —ju n to con el u so del p apel que le es in d isp e n sa ­
ble— es en efecto "una gran invención m edieval” (Alain D em urger), no es la
única que se le puede a trib u ir a la baja E dad M edia. Se puede citar la difu­
sión de los relojes m ecánicos (véase el capítulo I de la segunda parte) y la de
las gafas, d e scu b rim ien to éste que tal vez fue perfeccio n ad o en V enecia a
finales del siglo xin, y que fue u n co nsiderable rem edio p a ra los in tele ctu a ­
les y otros aficionados a las letras y a las cifras. A parte de las arm as de fuego
que ya se m encionaron, la m ejora de las técnicas m ineras y m etalúrgicas, o
inclusive las de los astilleros navales, tienen notables consecuencias. N um e­
rosos m sti u m en to s útiles p a ra la navegación h acen su aparició n o se p er­
feccionan entonces de m an era decisiva, com o la b rú ju la (su principio, tra s­
mitido desde China, viene analizado en un tra ta d o de A lejandro N eckam en
1187, pero su uso no se generaliza sino h a sta el siglo xiv), el astrolabio (que
Gerberto de A urillac in tro d u c e en O ccidente an te s del año m il, y de uso
frecuente a p a rtir del siglo xn) y los portolanos (debidos a los m arin o s pisa-
nos, genoveses y catalanes, y que esbozan, sobre todo a p a rtir del siglo xiv,
los contornos de las costas). Su perfeccionam iento, al igual que el de la ca­
rabela, aco m p añ a y favorece la p rim e ra a v en tu ra a tlá n tica que los genove­
ses y los p o rtu g u eses em p ren d iero n , a lc an zan d o las C anarias ya en 1312,
Madeira y las Azores u n siglo después. La exploración siste m átic a de las
costas africanas se inicia a instigación de los reyes de P ortugal y sobre todo
del infante E nriq ue el Navegante (1394-1460): la to m a de C euta la in au g u ra
en 1415, y B artolom é Días dobla finalm ente el cabo de B uena E speranza en
1488. El proceso, que cu lm in a en el viaje de C ristóbal Colón, tiene sus ra í­
ces en los siglos que tienen la reputació n de ser los m ás oscuros de la "crisis
de la Edad M edia”. Esto tendría que conducir a reform ular la articulación en­
tre Edad M edia y R enacim iento, con m ás razó n p o rq u e la idea del re n a c i­
miento de las artes y las bellas letras está a la o rd e n del día desde el siglo
xiv, de m an era notable con Petrarca (m uerto en 1378), no sólo en Italia sino
también al n o rte de los Alpes, donde en 1408 N icolás de Clam anges, secre­
tario del papa en Aviñón, se enorgullece: “Yo m e esforcé para lograr que ren a­
ciera en F rancia la elocuencia tan to tiem po e n te rra d a ”. Acaso sería entonces
más p ertin en te co n ceb ir la b aja E dad M edia, o al m enos el siglo xv, com o
un tiem po de tra n sfo rm acio n es activas, de invenciones y de innovaciones
—en toda E u ro p a y no solam ente en Ita lia — que sin solución de conti­
n uid ad conducen a los grandes descubrim ientos que com únm ente se acre­
ditan al Renacim iento. P or lo m enos se ten d ría que considerar, como invita
a hacerlo Jacques Chiffoleau, que los adelantos creadores no llegan después
de los som bríos colores del final de la E d a d M edia, sino que unos y otros
son consustanciales.

¿Génesis del Estado o afirmación de la monarquía?

El poder m onárquico p o r su p arte co n tin ú a afirm ándose, h asta el punto en


que m uchos h istoriadores h a n situado en este periodo, en p articu lar en los
años 1280-1360, la "génesis del E stado m o d ern o ” (Jean-Philippe Genet), Si
bien no es posible negar notables evoluciones, sí es posible preguntarse sobre
la pertinencia de esta expresión. Por lo dem ás, el fenóm eno concierne prin­
cipalm ente a F rancia, In glaterra y la p en ínsula ibérica, y en m en o r medida
a B ohem ia y H ungría, y de u n a form a m uy diferente a las ciudades, sobre
todo las italianas, que refuerzan sus estructuras políticas y extienden su con­
trol sobre las cam piñas circundantes, m ientras que el poder im perial conti­
n ú a decayendo y los nobles alem anes resisten eficazm ente las pretensiones
políticas de los príncipes territoriales. Es innegable el desarrollo de la admi­
nistración real, a p a rtir de entonces fun d ad a en u n a separación clara entre
la función dom éstica, que p erten ece a la Casa Real, y la fu nción política,
asum ida p o r el Consejo Real que el canciller y algunos personajes cercanos
al rey dom inan. Cierto, el rey decide en ú ltim a instancia, pero con frecuen­
cia tiene que transigir con la influencia de los príncipes. Los diferentes órga­
nos de la ad m in istració n real poco a poco am p lían su autonom ía. El Echi-
quier en Inglaterra o la C ám ara de C uentas en F rancia desde 1320 (aunque
ésta tam b ién se com pone de m iem b ro s del consejo) se en cargan de las fi­
nanzas reales. El Parlam ento, que en F ran cia depara la ju sticia en nom bre
del rey, tam b ién al princip io no es m ás que u n a cesión de la corte real, y
luego se vuelve, al térm ino de u n proceso que finaliza hacia 1360, una insti­
tu ció n autónom a, al igual que la Corte de A udiencias, en Inglaterra, o la
A udiencia cread a en Castilla al final del siglo xiv. P or últim o, cada órgano
adm inistrativo engendra u n a especialización interna, que conduce a la for­
m ación de cám aras y de unidades específicas, provistas de u n personal cada
vez m ás am plio, al igual que la Cancillería, que expide u n n úm ero incesan­
tem en te creciente de ca rta s reales. T am bién los re p re se n ta n tes locales del
rey se m ultiplican, com o en F ran cia los bailíos, que en 1328 levantan p a ra
el rey un “E stado de las p arro q u ias y los fuegos (hogares)”, u n censo lo sufi­
cientem ente n o tab le, a p e sa r de sus erro res, com o p a ra p e rm itir el cálcu ­
lo de la pob lació n del reino. Luego, la funció n polivalente de los bailíos
paulatinam ente cede terren o a oficiales esp ecializados que se en carg an de
diferentes tareas, ya fiscales (el perceptor), ya m ilitares (el capitán general),
va judiciales (el ten iente). Se co m p ren d e pues el a u m e n to del n ú m ero de
oficíales reales: en F rancia, p o r ejem plo, apen as sum an varios cientos bajo
¡Tan Luis, pero alred ed o r de 12 000 a finales del siglo xv, de los cuales cerca
de 5000 se hallan en los grandes órganos de la ad m inistración central. Con
el núm ero, crece la influencia po lítica, al grad o de que los m ás pod ero so s
argum entan los servicios prestados al rey p a ra p re te n d er al ennoblecim ien­
to. Pero la població n , que no deja de verlos con m alos ojos, ju zgándolos
demasiado n u m ero so s e in d eb id am en te en riqu ecidos, los acu sa de m al
aconsejar al soberano y de ser cau sa de los m ales del reino.
De igual form a, las finanzas reales evolucionan. Es cierto que los ingre­
sos clásicos, los del dom inio real, com o los derechos de peaje o los im puestos
sobre ciertos p ro d u cto s, siguen siendo los p rin cip ales. De esta m an era, el
£oder financiero in éd ito de los reino s de B ohem ia y H ungría, al final de la
Edad Media, rep o sa en la explotación de las m in as de sus dom inios, m ien ­
tras que los Reyes Católicos, quienes fortalecen n o tab lem en te las finanzas
ibéricas, sacan la m ayo r p a rte de sus recu rso s fiscales de la alcabala, im ­
puesto in d irecto sob re la to ta lid a d de los p ro d u c to s vendidos. Pero las n e ­
cesidades de las m o n arq u ías m ás poderosas au m en tan sin cesar y los recur­
sos siguen siendo cró n icam en te insuficientes. C iertam ente, los so b eran o s
pueden m anejar las m utaciones m onetarias, sobre todo porque el acuñam ien-
to, d u ran te m u c h o tiem po c o m p a rtid o con n u m e ro so s talleres señoriales,
tiende a convertirse en un m onopolio rea], o al m enos una actividad co n tro ­
lada po r el rey, en In g laterra, desde inicios del siglo xiv, en F ran cia al final
de éste, pero en Castilla sólo un siglo m ás tarde. Pero lo m ás significativo es
el esfuerzo p o r im p la n ta r un im puesto directo. P or cierto, éste existía an te ­
riorm ente, p ero entonces poseía un carácter excepcional, com parable al de
las ayudas finan cieras p revistas p o r la c o stu m b re v asallática. Y si b ien el
cautiverio del rey Ju a n el Bueno, en 1356, todavía pu do co n stitu ir un arg u ­
m ento eficaz p a ra co b ra r el im pu esto, a p a r tir de en tonces se tra ta de vol­
verlo regular, de h acer que se ad m ita m enos com o u n a ayuda que se debe al
rey feudal, que com o u n a base norm al de funcionam iento de la m onarquía.
Pero el asun to está lejos de ser fácil, y a lo largo de los siglos xiv y xv sigue
siendo im pensable lev an tar u n im puesto sin el consentim iento de las asam­
bleas representativas del reino. La m áxim a según la cual "aquello que con­
cierne a todos debe ser decidido y apro b ado p o r todos” (quod om iits laii^a
ab óm nibus im ctari e ap probar i debel) se aplica en p rim e r lugai al ámbito
fiscal y justifica la idea de la consulta del país p o r p arte del rey \ a esbuzada
en el siglo XIII, p ero que a la sazón tom a la form a de asam bleas cada vez
m ás estructuradas, com o las Cortes ibéricas o el Parlam ento inglés. Órgano
de consulta que pro n to será provisto de u n a facultad legislativa, y no asam­
blea de justicia com o en Francia, éste otorga al rey, cada vez que lo pide, un
im puesto fijado en la décim a o quinceava p a rte de los bienes m uebles. En
Francia sucede lo m ism o con los E stados Generales, que por prim era vez se
reunieron en 1302 y que al inicio eran el resultado de u n a especie de fusión
del consejo de los vasallos y de los rep resen tan tes de las ciudades, ames de
ser m ás claram en te organizados conform e al esquem a de las tres órdenes,
a p artir de 1484.
A veces, el im p u esto se calcula con base en los fuegos (hogares). Esto
sucede en Francia donde, sin em bargo —señal de la fragilidad del principio
de una fiscalidad directa perm anente—, Carlos V la deroga desde su lecho de
m uerte en 1380, antes de que reaparezca con el nom bre de talla real, en 1439.
En otros casos, sobre todo en las ciudades donde la relativam ente estrecha
dim ensión del territorio favorece la em presa fiscal, el im puesto está fundacjo
en una estim ación de los bienes m obiliarios e inm obiliarios, que en Tolosa
es llam ado estim e y en Toscana catasta. Pero las dificultades de su im plan­
tación son inm ensas: la evaluación de los bienes es difícilm ente controlable
y m uchos logran m in im izar su fo rtu n a h a sta el grado de quedar exentos de
todo pago. E n p rin cip io m ás fácil de ejecutar, el im puesto de repartición,
m ediante el cual el soberano fija la sum a total que se h a de percibir, dejando
a sus agentes la tarea de re p a rtirla en tre las provincias y luego entre los
contribuyentes potenciales, da lugar a regateos sin fin y favorece la corrup­
ción. En fin, las exenciones se m ultiplican, prim ero a favor del clero, como
en In g laterra y en F rancia, m ien tras que Carlos VII de F rancia, quien deja
de co n su ltar a los E stad o s G enerales a p a rtir de 1439, concede la misma
exención a la nobleza, antes de que las ciudades, a su vez, se beneficien de
am plios privilegios. F inalm en te, u n im puesto directo acaso h a b ría sido le­
vantado regularm ente, sin que p o r eso d ejara de pensarse que era “extraor­
d in ario ” y que p o r lo ta n to tuviera que elim inarse, p a ra reg resar a una si­
tuación que se ju z g a b a n o rm a l y en la cual el rey h a b ría de "vivir de lo
suyo”. P or lo dem ás, su im p la n ta c ió n es ta n difícil que su rendim iento re­
sulla lim itado e inclusive n eta m e n te decreciente. Les queda a los príncipes
e! recurso al préstam o : los B ardi de F lorencia hacen un préstam o a E d u ar­
do III de Inglaterra (lo cual los lleva a la quiebra), Jacques Coeur a Carlos VII
v los Fugger al em p erad o r M axim iliano. Pero la intervención de los grandes
banqueros es peligrosa p a ra todos, y el rey de F ran cia privilegia otra vía, al
requerir p réstam os de sus p ropios oficiales. El inconveniente a fin de cuen­
tas no resu lta m enor, pues hace que los servidores reales sean inam ovibles
v que incluso tengan la lib ertad de n o m b ra r a sus sucesores. De esta m a n e­
ra se instala el sistem a de la venalidad de los oficios, que h a sta el fin del
Antiguo R égim en o b stacu lizará el p o d er real.
Al final de la E d a d M edia, las funciones que se esp eran del rey casi no
han cam biado y siem pre se re su m e n en dos p alabras: ju sticia y paz. De allí
resulta el refo rz a m ien to de las ju stic ia s reales, m ed ian te la exten sió n de
sus com petencias, m ed ian te la am pliación de la apelación al rey y, d u ran te
el siglo xiv, m ed ian te el d esarro llo de la p rá c tic a de las cartas de rem isión.
Ésías son re d ac ta d as p o r la cancillería real y o to rgan el p erd ó n del so b era­
no, suspendiendo la sentencia (ya sea que la haya em itido uno de sus re p re­
sentantes o u n a ju stic ia señ o rial, u rb a n a o eclesiástica) y restab lecien d o
por la sola v irtu d de la decisió n real el b u e n n o m b re y el h o n o r del conde­
nado (Claude G auvard). El ideal de paz abre el abism o crecientem ente vo­
raz de la gu erra, cosa que explica la in c e sa n te n ecesid ad de dinero de los
soberanos. A unque se reafirm e su obligatoriedad, la convocación feudal de
los vasallos y vavasores, au n ap o yada p o r las m ilicias u rb an as, m u estra ser
cada vez m ás in suficiente. H a llegado el tiem p o de los m e rc en a rio s y las
grandes com pan o1- antes de que se com iencen a co n stitu ir ejércitos reales
perm anentes \ c sueldo, com o lo decide h acer C arlos VII en 1445. Los so­
beranos de los s xiv y xv lo g ran a lin e a r ejércitos co n siderables p o r
diversos y co m b in ad o s m edios: a veces 30000 o 40000 co m batientes a las
órdenes de los reyes de In g la te rra o de F ran cia, o inclusive del duque de
Borgoña (sus en carn izad as lu ch as te rm in a n en lo esencial p o r aventajar al
francés, q u ien re c u p e ra los te rrito rio s co n tin e n ta le s de In g laterra , y p o s­
teriorm ente, bajo Luis XI, B o rg o ñ a y P icardía, m ien tras que M aine, Ánjou
y Provenza e n tran pacíficam ente en el dom inio real, y Carlos VIII tom a por
esposa a Ana, la h ered era del d u cad o de B retaña, en 1491). Si se añade que
las nuevas té c n ic a s m ilitares, com o la artillería, la cual p e rm ite que la
guerra de sitio evolucione h a c ia u n a g u e rra de m ovim iento, contribuyen
igualm ente a a u m e n ta r el costo de las em presas m ilitares, es posible com ­
prender que las m o n a rq u ía s re fo rz a d as del final de la E dad M edia están
dom inadas p o r los im perativos m ilitares y las necesidades financieras que
de allí resultan.
No es posible te rm in a r sin evocar el aum ento del cerem onial real a fina­
les de la E dad M edia. A los rituales privados de la Casa Real hay que añadir
la am plitud creciente de las entradas reales: procesiones, representaciones,
decorados, carros a d o rn ad o s y celebraciones tienen que p aten tizar la obe­
diencia de los sujetos y celeb rar la gloria del so berano cuando éste visita
las ciudades de su reino. De igual m anera, los funerales reales son objeto de
u n cerem onia] cada vez m ás elaborado. En In g laterra en 1327, luego en
Francia en 1422, aparecen los rituales de la efigie real, asociados a la teoría
ju ríd ica de los “dos cu erpos del rey": en tan to que el cadáver, al desnudo,
perm anece invisible, a u n a efigie que lleva la in d u m e n taria y las insignias
del rey se le rinden todos los honores (E rnst Kantorowicz). De esta forma se
quiere m anifestar la idea de que el rey vivo es la conjunción de dos cuerpos,
un cuerpo físico m ortal y u n cuerpo político que se encarna en él, pero per­
m anece inm ortal. P o dría p en sarse que la insistencia en este cuerpo políti­
co, que se fusiona con la p erson a del soberano, tenía que haber conducido
a u n a m ayor sacralización de éste. No obstante, laficción de ios dos cuerpos
del rey parece m ás bien te n e r p o r objeto el g a ran tiz ar la perm anencia del
cuerpo político, m ás allá de la m uerte de las personas que le dan vida tem­
poralm ente. De hecho, los rituales de la efigie ritu al pretenden asegurar la
continuidad dinástica del poder real, y pronto serán asociados a la fórmula
que vincula au to m áticam ente el deceso del rey con la aclam ación de su su­
cesor —"el rey h a m u erto , viva el rey"— que probablemente se pronunció
por prim era vez a la m uerte de Carlos VIII, en 1498. Este cuerpo político que
no m uere tam bién es llam ado —sobre todo después de Le Songe du vergier,
v erdadera sum a de te o ría política (1378)— la "corona", entidad diferente
del rey y persona ficticia que sim boliza el reino, o m ás exactam ente el "cuer­
po m ístico del re in o ”, según u n a expresión que transfiere al poder laico la
noción que define a la institución eclesial. De esta m anera se afirm a la idea
de u n a entidad política abstracta y perpetua, que está separada de la persona
física del rey, aun cuando éste la en ca m a provisionalm ente. La corona (o el
reino) existe a la vez p o r encim a de él (esencialm ente) y en él (accidental­
m ente). La continu id ad de su existencia queda así al resguardo de los mor­
tales destinos de los individuos y de su albedrío (el rey no puede enajenar la
corona; tienen el deber de preservarla).
Auge de la adm inistración, recuperación del control de la m oneda y de la
ju sticia, in stau ració n de u n im puesto directo reg u lar (aunque con grandes
limitaciones en cu a n to a su p rincipio y su eficacia p ráctica), n o ció n ab s­
tracta del rein o y de la institu ció n m onárquica: todo esto sin lu g ar a dudas
significa u n a u m e n to en p o ten cia de los poderes m onárquicos. ¿Pero es su­
ficiente p a ra p o d er h a b la r de Estado? ¿No sería confundir el E stado y el rey,
v acelerar dem asiado la m a rc h a de la historia? ¿No sería plegarse al esque­
ma histórico trad ic io n a l, que p reten d e que el feudalism o m uere al m ism o
tiempo que la E d ad M edia y que no es capaz de im aginar la renovación del
Renacimiento y los Tiem pos M odernos sin la gloria del E stado que p ro n to
será absolutista? N o es posible avanzar aquí sin d isponer de una definición
clara del E stado, y he de a d o p ta r la de Max Weber, rectificada p o r Fierre
Bourdieu, que identifica al E stado con su capacid ad p a ra “reiv in d icar con
éxito el m o nopolio del uso legítim o de la violencia física y sim bólica sobre
un territo rio d e term in a d o y sob re el co n jun to de la población co rre sp o n ­
diente”. A hora bien, los so beran os de finales de la E dad M edia están lejos
de alcanzar sem ejante objetivo, au nq ue lo preten dan con m ás ard o r que a n ­
tes. El ejercicio de la ju sticia y de la fuerza m ilitar perm anece en esta época
em inentem ente com partido. Sucede lo m ism o con todos los engranajes del
poder m o n árq u ico , p u esto que los p ríncipes territo riales (por ejem plo, los
duques de B orgoña, de Borbón y de Berry, en el caso del reino de Francia)
también tien en su p ro p ia cancillería, su cám ara de finanzas y sus oficiales,
es decir, u n a a d m in istra c ió n cuya afirm ación es tan señalada com o la del
rey—quien todavía a finales del siglo xv p ro testa contra esta situación, que
atenta p a te n te m e n te c o n tra su so b eranía— . Poseen su propia ju sticia —al
igual que las ciudades y, d u ran te m u ch o tiem po aún, los señoríos n im io s —.
En cuanto a la co m p eten cia de las justicias de la Iglesia, jaloneada entre el
hostigam iento de los oficiales reales y la resistencia del clero, todavía son
objeto de vivo deb ate a lo largo de todo el siglo xv. A unque su cam po de ac­
ción se va restringiendo, no deja de ser un obstáculo para el m onopolio m o ­
nárquico de la violencia legítim a. La com petencia en lie 1as justicias reales,
principescas, señoriales, u rb a n a s y eclesiásticas está destinada a p erd u ra r y
en Francia no q u ed ará arreglada sino p o r la o rd enanza de J 670. En u n a p a ­
labra, la relación de fuerza entre la m onarquía, la aristocracia y la Iglesia es
tal que parece aventu rad o m a rc a r el ren acer del E stado en Occidente, en la
acepción que aq u í se h a fijado, antes del siglo xvn, en el m ejor de los casos.
Existe efectivam ente d u ra n te la baja E d ad M edia u n reforzam iento de los
poderes m o n árq u ico s, pero éste se en cu en tra lejos de llegar a la c o n stitu ­
ción 3e los E sta d o s europeos. Incluso la afirm ación vehem ente de la idea
del listado, en la fo rm a de u n a so b eran ía real absoluta, no p resu p o n e la
existencia del E stado; solam ente da la m edida de los esfuerzos desplegados
p a ra su advenim iento. ¿Más que de u n a génesis del E stado, no debería ha­
blarse de su p rehistoria?

La Iglesia, siempre

Una apreciación co rrecta de los poderes m onárquicos, principescos y urba­


nos, es im posible si no se les co m para con el p o der de la Iglesia. E n efecto,
ningún E stad o p u ede existir si no es capaz de someter a.la Iglesia dentro de
sus prop io s m arcos, lo cual es im posible m ientras ésta siga siendo la insti­
tución d o m in an te en O ccidente. Es verdad que las dificultades no faltan, y
ya he evocado los desó rd en es y la pertu rb acio n es que el G ran Cisma hubo
de crear, así com o la desvaloración de la autoridad pontificia, ante el conci­
lio que le d a fin. Pero el éxito de las tesis conciliares es efím ero y el concilio
de B asilea en 1.431 no lo gra po n erlas en práctica, de suerte que, una vez
p asad a la crisis, el p o d er de la sede rom ana vuelve a quedar intacto. Incluso
éste tiene tendencia a reforzarse, po rq ue desde la estancia en Aviñón, la cu­
ria pontificia y sus órganos g u bernativos aum en tan considerablem ente su
cap a c id ad a d m in istra tiv a . Desde hace m ucho tiem po, la Iglesia exige un
im puesto general, el diezm o (¿la calificam os por esta razón com o Estado?),
pero a h o ra otros se su m an p ara beneficio de la sede pontificia, que capta en
p a rtic u la r el p rim er año de ingresos de todos Jos caigos eclesiásticos. El for­
ta lec im ie n to de la cen tralizació n pontifical, paralelam ente con el que ani­
m a a los p o deres m onárquicos, en m uchos aspectos sirve de m odelo a éstos
y les da u n apoyo dil ecto, com enzando p o r el de los clérigos que se han ins­
tru id o en el fu n c io n a m ie n to de la m áquina eclesial y que en tran a servir a
los po deres laicos.
Es cierto que el crecim iento de los poderes m onárquicos obliga a la
Iglesia a retro ceso s y reorganizaciones. Las justicias eclesiásticas ceden te­
rren o a n te los oficiales reales, y aun q ue la inm unidad fiscal del clero lo pone
a resguardo del im p u esto directo, el p ap a cede con frecuencia a los reyes
u n a p a rte im p o rta n te de las décim as que n o rm alm ente percibe, m ientras
q ue los Reyes C atólicos o btien en del clero el pago de subsidios v.vCi.puo-
nales p a ra fin an ciar la guerra co n tra G ranada, guerra que se asir j, t a una
crüzada. El p u n to m ás crucial es el de la colación de los beneficio edemas-
ticos (sobre Lodo episcopales y abaciales), que el papado había logrado cap­
ta r en g ran p a rte y que los p rín cip es a h o ra reivindican, ta n to p a ra asegu­
rarse el control de estos puestos im p ortantes com o p a ra poder recompensar
a sus se n a d o re s fieles. Ya en el siglo xiv, en In g laterra, u n acuerdo tácito
hace que el p ap a n o m b re ai can didato elegido p o r el rey, pero que continúe
percibiendo las tasas que le corresp o nden. S oluciones com parables se ob­
tienen ap rov ech an d o el Cism a, en p a rtic u la r p o r el so berano hú n g aro . E n
cuanto al rey de F ran cia, éste obtiene la S anció n P rag m ática de B ourges
(1438), que restab lece la elección, de los beneficios m ayores (en particular-
la del obispo p o r los canónigos); m as el recurso a este principio tradicional
en el seno de la Iglesia en realid ad esconde la intención del rey de im poner
a sus h om bres, lo cual co n duce a in n om brables conflictos y a m uy exiguos
éxitos reales. Luis XI (1461-1483) te rm in a pues p o r a d o p ta r la tá ctica de
conciliación que otros so b eran o s em p learo n beneficiosam ente, y en 1472
firma el c o n c o rd ato de Am boise, m ed ian te el cual el p ap a confiere los b e ­
neficios m ayo res con el acu erd o del rey. E n casi to d a E u ro p a sem ejantes
com prom isos triu n fan , g aran tizan d o al papa el respeto de su au to rid ad es­
piritual, al rey la afirm ación de su p o d er político, así com o u n re p a rto n e ­
gociado de los ingresos. P or últim o, hay que m en cio n ar la creación p o r par­
te de los Reyes C atólicos del Consejo de la S u p rem a In q u isició n (1483).
Mientras que en o tros lu g ares la In q u isició n es u n cargo episcopal que se
ejerce bajo la a u to rid a d del pap a, el in q u isid o r general y los m iem bros del
consejo que lo asisten en este caso son n o m b ra d o s p o r el rey y fo rm a n un
lemible a p a ra to adm inistrativ o y judicial al s e r a d o de las coronas de C asti­
lla y Aragón.
Por todo esto, la relació n en tre la Iglesia y los poderes laicos se m odifi­
ca, y se tiende a h ab lar cada vez m ás de u n a Iglesia galicana o de u n a Iglesia
anglicana, expresiones que se desconocían antes del final del siglo Xin. ¿Pero
por esto se p u ed e co n c lu ir q u e d u ra n te 3a b aja E d ad M edia se constituye-'
ron au tén ticas Iglesias n acionales? Es posible dudarlo, si se considera que
la repartición de la tutela y los beneficios sigue im perando. Es más, el peso de
los cuadros de la cristiandad, en p a rtic u la r el p o d er m aterial y espiritual de
la sede rom ana, sigue siendo considerable, m ientras que su dim ensión ideoló­
gica, de la cual el espíritu de las cruzadas es u n a expresión, orienta todavía
la política de las m onarquías, em pezando p o r la de los Reyes Católicos. Du­
rante el siglo xv, no m enos de siete bulas de c ru zad a se prom ulgan, y en
cada ocasió n el p ap a d o con fía en el co m pro m iso de tal o cual soberano
p a ra h acer realid ad u n sueño cada vez m ás evanescente. Las fuerzas que la
reafirm ación del p o d e r m o n árq u ico concentra en las m anos de los so b era­
nos al p a re c e r se h a n p u esto ta n to al servicio de los objetivos y los ideales
de la cristian d ad , com o de u n a rep en tin a ra z ó n de E stado. Es así com o en
medio de una atm ósfera mesiánica, m arcada por las profecías que en él ven un
nuevo Carlom agno destinado a liberar Jerusalén y a reinar en todo el mundo,
Carlos VIH com prom ete a la corona de Francia en la aventura de las guerras
italianas, haciendo su en trad a en Nápoles en 1495, revestido del m anto im­
perial y ciñendo las coronas de C o nstantinopla y Jerusalén. Es verdad que
el crecim iento de los poderes laicos p erjudica las reivindicaciones más ta­
jan tes de la teo cracia pontificia, que M arsilio de P adua im pugna vigorosa­
m ente en su D efensor pacis (1324), m ien tras que D ante, en su De monar-
chía, afirm a la existencia de dos vías provistas de igual dignidad, una que
p reten d e la b e a titu d celeste y que en ú ltim a in stan cia depende de los clé­
rigos, y o tra que tiene po r objeto la felicidad terrenal y que le corresponde al
gobierno laico. Pero el reforzam iento de los poderes m onárquicos no se ve
acom pañado en absoluto de u n a m arginación de los valores defendidos por
la Iglesia, y opera al contrario m ediante u n a “sobrecristianización del poder
tem poral" (Jacques Krynen).
E n el m ism o perio do, el edificio escolástico, m on u m en to erigido a la
gloria de la in stitu ció n eclesial, tiene que rellenar nuevas grietas y termina
p o r afianzarse, en el siglo xv, en la autocelebración helada de su propia tradi­
ción. D esde el final del siglo xm, la síntesis to m ista se ve a tacad a por Jos
franciscanos D uns E scoto (1266-1308) y Guillerm o de O ckham (1288-1349),
E ste ú ltim o ro m pe en 1328 con el p ap a y se une a la corte de su enemigo,
Luis de Baviera. R esguardándose en el nom inalism o radical que señala su
tom a de posición en la querella de los universales, Guillerm o introduce im­
po rtan tes innovaciones, especialm ente en la teoría del signo y la teoría del
conocim iento. Ya in iciad a en el siglo xn, a la sazón resurge la querella de
los universales, recien tem en te re in te rp re tad a p o r Alain de Libera, la cual
trata de la relación entre las palabras, los conceptos y las cosas, en particu­
la r de la relación en tre los seres individuales y las especies a que pertene­
cen: ¿cómo, p o r ejem plo, explicar el hecho de que los hom bres, quienes no
existen m ás que com o seres individuales, com parten sin em bargo la misma
perten en cia a la h u m an id ad ? Los térm inos del debate, inspirados por las
Categorías de A ristóteles y su com entario p o r Pórfiro en el siglo m, consis­
ten en p re g u n ta rse si los universales (o sea, aquello que se puede decir de
varios, es decir, según la term inología de Aristóteles, el género y la especie)
poseen cierta existencia real (tesis de los realistas) o son únicam ente nom­
bres o conceptos que el hom bre form a en su intelecto (tesis de los nomina­
listas). El que los universales sólo existan com o conceptos formados' en el
intelecto ya lo h ab ía n profesado A belardo y su escuela, y era adm itido por
num erosos a u to res co n sid erad os realistas, ta n to en el siglo xn com o en el
x iii(por ejem plo, Tom ás de Aquino). Pero O ckham lleva al extrem o la insis­
tencia en lo singular: p a ra él, todas las cosas que existen deben ser p e n sa ­
das com o sin g u larid ad es absolutas; no hay en ellas n in g u n a universalidad
(ni siq u iera en la n atu ra le z a de las alm as, que p a ra Tom ás era a la vez sin ­
gular y universal). Así, la generalidad no está en las cosas, sino en los signos
que perm iten designarlas. Sin em bargo, el nom inalism o de O ckham tro p ie­
za con u n a fu erte reacció n , en el m ism o Oxford, donde h ab ía enseñado, y
todavía m ás en P arís, d o n d e será objeto de u n a p rim e ra cen su ra en 1339-
14 4 1 , y posterio rm ente, en 1474-1481, p o r órdenes del rey Luis XI. La "vial-
gata" re a lista p arece p o r entonces convertirse en la do ctrin a oficial de la
universidad, co n trib u y en d o a b lo q u ear los esfuerzos de reg en eració n que
ciertos de sus m iem b ro s em inentes, com o el canciller Ju a n G erson (1363-
1429) sin em bargo parecen desear.
La Iglesia e n fre n ta o tro s cu estionam iento s, cuyos efectos son m ás in ­
mediatos. R ad icalizan d o la idea de que no hay p o d e r sino en Dios, Jo h n
Wyclif (hacia 1330-1384), d o cto r en teología en O xford y consejero del rey-
de Inglaterra, te rm in a p o r im p u g n ar profu n d am en te la in stitu ció n eclesial.
Según él, se tra ta de h a c e r que prevalezca la Iglesia de los pred estin ad o s,
ilum inados p o r la G racia, sob re la Iglesia visible, in stitu ció n im p erfe cta y
pecam inosa, cuyo jefe, cu a n d o no im ita a Cristo, no es m ás que u n a re e n ­
carnación del A nticristo. A p esar de que la verdadera Iglesia no se revelará
hasta el fin de los tiem pos, conviene en la espera re d u cir la Iglesia visible a
una institución pob re y espiritual, despojada del poder que la h a convertido
en una poten cia diabólica. A unque hayan sido condenadas, sin que sin em ­
bargo su a u to r h ay a peligrado, las tesis de Wyclif circulan y ejercen u n a in ­
fluencia n o tab le en los m edios u n iv ersitario s europeos, en p a rtic u la r en
Praga, donde J u a n H us las retom a. Tam bién p a ra éste la Iglesia in stitu cio ­
nal os la Iglesia del D iablo, in sp ira d a p o r el A nticristo, y llam a a la Iglesia
de los p red e stin a d o s a m ovilizarse c o n tra ella, en u n a m isión de p u rifica­
ción. Excom ulgado, acude al concilio de Constanza p a ra defender sus tesis,
pero lo ap resan y lo quem an en la h oguera en 1415, lo cual desencadena el
levantamiento de sus p artid ario s y la insurrección m ilenarista de los tabori-
tas de B ohem ia (véase el capítulo 1 de la segunda parte). Evidentem ente, las
tesis de Wyclif y el m ovim iento husita, que niegan la legitim idad de la in stitu­
ción eclesial y su p o d e r de m ediación (y en p a rtic u la r el dogm a de la tran-
sustanciación), p refig u ran la refo rm a lu teran a. El síntom a y el aviso están
lejos de ser in d iferen tes, p u esto que la refo rm a im p u g n ará, esta vez con
éxito, el conjunto de los fu ndam entos de la in stitu ció n eclesial y le quitará
el conlrol de u n a p arte im portante de E uropa.
E n el seno m ism o de la ortodoxia ro m ana, no cesan las denuncias, en
los siglos xiv y xv, sobre el estado p recario del clero, a m ás de los llama­
m ientos a que la Iglesia se reform e “en sus m iem bros y en su cabeza", lo
que es señal de u n a preocupación que con frecuencia resulta retórica o ins-
trum entalizada. Sin em bargo, es posible p reg u n ta rse si, paradójicam ente,
110 fue d u ran te estos siglos cu ando la p a sto ra l de la Iglesia, resultado del
esfuerzo conjugado del clero secular y las órdenes m en dicantes, cada vez
m ejor establecidas y cada día m ás influyentes, alcan zan su m ayor eficien­
cia. Quizá, n unca el “oficio de p redicador” (Hervé M artin) hubo de ser prac­
ticado con tan to im pacto y esplen dor com o en los tiem pos de un Vicente
Ferrer, que de L ornbardía a Aragón a tra ía m ultitudes, y que pronunció un
serm ón diariam en te entre 1399 y 1419. de u n fray R icardo que durante va­
rias sem anas tuvo cautivo al pueblo parisino (1429), o de u n B ernardino de
Siena, que al arte de la o ra to ria a ñ ad ía los recu rso s de la escenificación y
de las im ágenes. N un ca quizá la p rá ctica de la confesión hubo de ser más
escrupulosa, ni la devoción a la e u caristía ta n intensa, ni la participación
en las cofradías tan valorada. Jam ás hubieron de circular tantos m anuales de
confesión o de predicación, tratado s de m oral y de devoción, entre los cua­
les se puede m en cio n ar el ABC de las gentes sencillas, especie de catecismo
elem ental y nem otécnico debido a Ju an Gerson, el canciller de la universidad
de París, o las Aries de morir, que ya estaban de m oda en el siglo xv; antes de
que la im p ren ta llegara a contarlas entre sus prim eros bestsellers. Nunca la
Iglesia, ay udada p o r u n a iconografía m o n u m en tal p ro n to am plificada por
la im agen devota im presa, la cual se introduce en los hogares de los humil­
des, pudo h ab er asegurado u n control ta n reticulado de la sociedad, ni pudo
h a b er preten dido con tan to éxito im p o n er h a sta el fondo de la conciencias
los valores y las no rm as p o r ella definidos. E n resum en, no resulta abusivo
considerar los siglos xrv y xv com o “el tiem po de los cristianos conformes”
(Hervé M artin).
La Iglesia de finales de la E dad M edia es pu es objeto de u n a dinámica
contradictoria. P o r u n lado, hace frente a u n a aspiración a la renovación v
a cuestionam ientos radicales que p ronto p o n d rá n fin a su m onopolio espi­
ritual en Occidente, al tiem po que la afirm ación de los poderes monárquicos
roe sus p rerrogativas y la obliga a h acer concesiones. Pero, al rnism ojiem -
po, la curia ro m a n a refu erza su eficiencia centralizad o ra y la I g l e s i a . ' conti­
n ú a aum entando su influencia en la sociedad y su control de las almas. Por
Jo demás, u n a vez pasado el choque de las ru p tu ra s p ro testan tes —y excep­
tuando los territo rios que entonces se p erd iero n — h a b rá n de profundizarse
aún m ás con la R eform a católica, m a rc a d a p o r los so m b río s to nos de u n
cristianismo m ás que n u n ca obsesionado p o r la m uerte, el diablo y el infier­
no. Así, si b ien el siglo XIII parece m a rc a r u n a especie de triu n fo absoluto de
la Iglesia, su p o d e r c o n tin ú a creciendo sucesivam ente en un contexto m ar­
cado p o r u n a rivalidad m ás intensa, de tal m a n e ra que es acaso en el curso
de los siglos xv y xv¡ cuando su influencia hubo de ser la m ás profunda. De los
conflictos que e n fre n ta y de las resisten cias que en cu en tra, la Iglesia sabe
sacar partid o p a ra reformular su poder, tra n sfo rm a r a sus enem igos en m a ­
lévolas potencias, cuyo ap lastam ien to acen tú a su prestigio, c o m p e n sar las
perdidas p ro fu n d iza n d o m ás en o tro s aspectos y, a p e sa r dei declive que
pronto se d ejará sentir, preservar el estatus del clero, que sigue siendo hasta
el fin del siglo xvrii el p rim e r orden de la sociedad.

Por todo lo anterior, sería m uy abusivo considerar globalm ente la baja E dad
Media com o u n tiem po de crisis, de decadencia y de retroceso. Sin que dejen
de estar presentes, los colores otoñales de Jo h a n H uizinga sólo p arcialm en ­
te le convienen o al m enos no son suficientes p ara definirla. Los elem entos de
crisis son innegables, pero tal vez son m enos profundos y m ás lim itados en el
tiempo de lo que suele decirse. Se tra ta de u n period o em inentem ente con­
trastado, d uran te el cual las graves dificultades no im piden el m antenim iento
de una ra e rte din ám ica. P or lo tan to , no resu lta fácil ver cóm o fu n d a r ia
idea de una “crisis general del sistem a feudal” (Rodney HiJton). En sem ejan­
te esquema, h istorio gráfico, la crisis h a b ría de dar a luz a u n nuevo sistema,
característico de Jos Tiem pos M odernos y m a rc a d o p o r la afirm ación del
Estado y el capitalism o. H ab ría que concluir que la Conquista y la coloniza­
ción de! Nuevo M undo son el efecto de estos nuevos tiem pos, separados de
la Edad M edia p o r ei gran corte del R enacim iento. Pero la perspectiva cam ­
bia n ítid am en te si se red u ce el alcance de la crisis de la baja E dad M edia,
m atizándolo y sobre to do con sid eran d o que n ad a p e rm ite ver allí la crisis
finad del feudalism o. Como hem os visto, la sociedad de la baja E dad M edia
está caracterizad a p o r las m ism as e stru c tu ra s fu n d am en tales que existían
dos siglos antes. Allí volvem os a e n c o n tra r los m ism os grupos d o m inantes
principales y los m ism os dom inados: la Iglesia sigue siendo la institu ció n
hegemónica, m ie n tra s que c o n tin ú a el crecim iento del m u n d o u rb a n o y el
reforzamiento de los poderes m onárquicos. El balance que hace R obert Fos-
sier es inapelable: “E n la h isto ria de la sociedad, n in g u n a novedad fu n d a ­
m en tal separa a la baja E dad M edia del siglo xn y del siglo x m ”; lo que la
caracteriza es solam ente la "aceleración de los m ovim ientos esbozados m u­
cho an tes”. P or lo ta n to existe u n a co n tin u id ad entre el desarrollo de la
E dad M edia centra] y la dinám ica que resurge al final de la E dad Media, de
tal m an era que el im pulso que co n duce a la co n quista de las Américas es
fundam entalm ente el m ism o que se ve operar desde el siglo xi. La coloniza­
ción del u ltra m a r atlántico no es el resultado de un m undo nuevo, que nace
en el h u m u s donde se descom pone u n a E dad M edia agonizante. Más allá
de las transform aciones, las crisis y los obstáculos, es la sociedad feudal la
que em puja a E u ro p a hacia m a r adentro, siguiendo la trayectoria iniciada
desde el alba del segundo m ilenio.

L a E uropa medieval hace pie en América

Si se adm iten los análisis precedentes, se deberá concluir que es el Occi­


dente m edieval el que hace pie en A m érica con la llegada de los prim eros
exploradores, y p o sterio rm en te en la m edida que se consolida la coloniza­
ción. Una E u ro p a que d u ran te m ucho tiem po todavía sigue estando domi­
n ad a po r la lógica feudal, con sus actores principales,, la Iglesia, la m onar­
quía y la aristo cracia (los com erciantes en u n a posición subalterna), y no
u n a E u ro p a que salió transfigu rad a de la crisis del fin de la E d a d Media y
p o rtadora entonces de las luces resplandecientes del R enacim iento y del hu­
m anism o, de la racionalidad y de la m odernidad, todo suscitado p o r el des­
arrollo del aún joven pero ya co n quistador capitalism o com ercial...

Feudalismo en América Latina: un debate

Calificar de feudales, sin m ás, a las colonias am ericanas equivaldría a igno­


ra r el debate suscitado po r esta cuestión en los años entre 1950 y 1980, de­
bate que p o r cierto se m ezcló con im p o rtan tes cuestiones políticas. Efecti­
vam ente, la idea de u n a im posición colonial de tipo feudal, c w o s efectos se
p rolongarían h a sta el tiem po presente, llevó a las ortodoxias com unistas a
sostener que A m érica L atina no h ab ía alcanzado el estado de desarrollo ca­
pitalista, y que p o r lo tan to convenía, p a ra rem ediar este retraso, promover
u n a alianza con los partidos burgueses progresistas. P or el contrario, aque­
llos que afirm aban que Am érica L atina se h ab ía integrado al sistem a capi­
talista m u nd ial desde el siglo xvi, d e n u n c ia b a n la in u tilid a d de las estra te ­
gias de u n ió n con las burguesías nacionales y p ro c la m ab an la actualidad de
las revoluciones proletarias y cam pesinas (Sergio B agú, Luis Vítale). Los tér­
minos de este d eb ate h a n sido clarificados y reb asad os p o r E rnesto Laclau,
quien ha criticado am bas tesis, m ostrand o los errores de cada una, así com o
sus fundam entos com unes. Es cierto que André G im der F ran k ha criticado
justificadam ente la hipótesis de u n a A m érica L atina todavía feudal, h ip ó te­
sis que rep osa de hecho en las presuposiciones de los liberales del siglo xix,
v ha constru ido las bases de u n a teo ría de la dependencia. Pero en n ad a se
justificaba sa c a r de allí la conclusión de que el co n tin en te h a b ría en trad o
en la era capitalista desde el siglo xvi. Esto sería, com o señala E rnesto Laclau,
confundir el capital con el capitalism o y ad o p ta r un a perspectiva circulacio-
nista, c o n traria a la o bra de M arx, u n o de cuyos a rg u m e n to s decisivos, en
cuanto que crítica de la econom ía política, es ju stam en te el desplazam iento
del centro del an álisis, del ám b ito de la circulación h a c ia el de la p ro d u c ­
ción. E n resu m en , es posible reco n o cer los m érito s de una teoría de la d e­
pendencia, que subraya el vínculo necesario entre el desarrollo de las zonas
centrales del sistem a y el m a n te n im ie n to del a rcaísm o en la periferia, sin
afirmar p o r eso que A m érica Latina se h ab ía integrado al capitalism o m u n ­
dial desde el siglo xvi. Y tam bién es posible ad m itir que la Am érica colonial
siguió siendo p rec a p ita lista , sin que p o r eso se h ag a el juego de las o rto ­
doxias estalin istas: de hecho, s itu a r la in teg ració n del co n tin e n te la tin o ­
americano en el m undo capitalista en el curso del siglo xix p erm ite disociar
el análisis de la época colonial y los problem as del presente.
En los años de 1970, el d ebate quedó en p a rte desconectado de sus con­
secuencias políticas, y nu m erosas obras se esforzaron p o r alcan zar u n a ca­
racterización global de las realidades coloniales am ericanas. E n rique Serno
(1973) analiza la existencia de u n a form ación socioeconóm ica en la cual ei
“despotism o tributario, el feudalism o y el cap italism o em brionario se h a ­
llan presentes sim ultán eam ente”, sin d ejar de p recisar que este capitalism o
em brionario con siste en elem entos aislados que "se in serta n en los p o ro s
de la sociedad precapitalista” colonial. Haciendo hincapié, com o antes Euggie-
ro R om ano (1972), en que la conquista, in sta u ra relaciones de producción
feudales y que las actividades de u n g rup o de co m ercian tes no significa la
.existencia del capitalism o, MarceDo Carmagnani (1974) concluye en el c a ­
rácter feudal de la A m érica colonial, y pro lo ng a ese rasgo h a sta m ediados
del siglo xx, con base en u n a definición d e m asiad o vaga del feudalism o.
En 1973 y 1980, Ciro C ardoso prop on e u n a discusión crítica p ro fu n d izad a
e insiste en la necesidad de an alizar las especifidades de los diferentes mo­
dos de p ro d u cció n coloniales, que no es posible h acer caber en la lista ca­
n ónica del m arxism o dogm ático. E n los m ism os años, Ángel Palerm, al
tiem po que reivindica u na perspectiva m arxista no m enos rebelde a la teo­
ría unilineal de la evolución social y a los estériles esquem as ortodoxos, re­
chaza la noción de m odo de producción colonial y se esfuerza p o r analizar
la integración de los "segm entos coloniales” en el seno de un sistem a mun­
dial cuyo carácter c apitalista postula. Luego, desde los años de 1980, y sin
h ab er llegado a consenso alguno, el debate parece h ab e r quedado por com­
pleto adorm ecido. Esto no es .nada sorp ren d en te, si se tien en en cuenta la
tran sfo rm ació n del contexto intelectual y el descrédito que desde entonces
toca a toda reflexión que huela, p o r poco que sea, a marxismo. En una obra
p ub licad a en 1999 (Para una historia de América), dos autores ya citados,
Marceño C arm agnani y Ruggiero R om ano, describen el pan o ram a socioeco­
nómico de la América colonial, absteniéndose de toda caracterización global.
Ahora bien, sin p re te n d e r que los conceptos del feudalism o y del capitalis­
m o tengan la virtu d m ágica de explicarlo todo, y dejando claro el rechazo
categórico a una visión caricaturesca y unilineal de la historia, reducida a la
clasificación de la siniestra Vulgata estabularía, quiero sugerir que el aban­
dono de este debate inconcluso nos priva de una perspectiva útil para cap­
tar en su g lobalidad y en su larga d u ració n fenóm enos históricos de gran
im portancia.
El problema no concierne solam ente a Am érica Latina, sino al periodo
m oderno en su conjunto. E n el caso de E u ro p a m ism a, o de la economía-
m undo de la cual es el centro, en efecto se h a insistido ya sea en el aspecto
feudal, ya sea en la tendencia capitalista, a m enos que se evoque una fase
de transición del feudalism o al capitalism o, fórmula ecum énica que pre­
tende poner a todo el m undo de acuerdo, pero que m ás bien parece encu­
brir serias divergencias entre los autores que recurren a ella. Sem ejante dis­
cusión re b a sa am p liam en te el marco del presente libro, y m e limitaré a
mencionar algunos elem entos que son indispensables aquí. Me rem ito par­
ticularm ente a la sólida crítica que Ciro Cardoso hace del concepto de capi­
talismo com ercial, y principalm ente de su utilización por parte de Immanuel
W allcrstein, cuya obra h a co n trib u id o a refo rza r la idea de u n a economía-
mundo que desde el siglo xví h ab ría sido d o m in ad a p o r una lógica capita­
lista. Ju n to con otros, Ciro Cardoso señala que, si bien es posible hablar de
u n capital invertido en las actividades com erciales en la época, tal cosa no
significa en abso luto la existencia del capitalism o, sistem a que no se des­
a r r o lla sino cu ando el capital se apodera de la esfera de la producción. Para
Marx, el cap ital u su re ro y el capital com ercial son "form as antediluvianas
del capital, que p reced en con m u ch o el m od o de p ro d u cció n capitalista",
en el cual la p ro d u c ció n m ism a está d o m in a d a p o r el capital y fun d ad a en
el trabajo libre y “la se p aració n radical del p ro d u c to r respecto de los m e­
dios de pro d u cció n " (“las co nd icion es h istó ricas de existencia de éste [el
c a p it a l, aq u í sin ón im o de capitalism o ] no se dan, ni m u ch o m enos, con la
circulación de m ercan cías y de dinero. El capital surge allí donde el posee­
dor de m edios de p ro d u cció n y de vida e n c u e n tra en el m ercado al obrero
libre, com o vend ed o r de su fuerza de tra b a jo ”). El capitalism o es u n a orga­
nización de la p ro d u cció n , n o de la circulación; su p one que las reglas del
mercado libre se im ponen, incluso en la esfera de la producción, de m an era
que la tierra y la fuerza de trabajo se consideran sim ple y sencillam ente como
m ercancías. P o r lo ta n to , la existencia del com ercio, incluso desde lejos,
constituye su criterio básico, p orq ue de no ser así h a b ría que adm itir, com o
lo observa irón icam en te .Marx, que el capitalism o existe al m enos desde los
fenicios. P ara E ric Wolf, los co m erciantes m edievales no son los ancestros
directos del cap italism o , y el paso de la riq u e z a com ercial al capital no es
un proceso lineal y cuantitativo . E n consecuencia, la advertencia de Fierre
Vilar sigue siendo vigente: “No debe em plearse sin precau ció n la p a lab ra
burguesía, y debe evitarse el térm in o capitalism o m ien tras no se tra te de la
sociedad m o d ern a [esto es, co n te m p o rá n e aj en la que la producción m asi­
va de m ercancías rep o sa en la explotación del trabajo asalariado del no p ro ­
pietario p o r los p ro p ie ta rio s de los m edios de p ro d u c c ió n ”. A sim ism o, se­
gún Ruggiero R om ano, es m uy im p ru d en te h a b la r de capitalism o antes del
inicio de la R evolución in d u strial, lo cual nos conduce u n a vez m ás a los
fundam entos de la idea de u n a larga E dad Media.
Una fórm u la afo rtu n ad a de E ric Hobsbavvm sintetiza bien la perspecti­
va ad o p tada aquí. Según el h is to ria d o r inglés, an tes del siglo xvn —que él
considera el m o m en to crucial de la crisis del feudalism o y la tran sic ió n a]
capitalism o— , todos los rasgos de la h isto ria eu rop ea que "tienen u n sabor
a revolución 'b u rg u e sa ’ o 'in d u stria l’" no son o tra cosa que "el condim ento
de un plato esencialm ente medieval o feudal”. E sta im pecable m etáfora sub­
raya la n ecesidad de u n análisis global, en té rm in o s de sistem a. Invita a
hacer la crítica de las concepciones d uales de la época m o d ern a (por un
lado, u n a eco n o m ía de au to su b sisten cia todavía feudal, p o r o tra p arte una
economía de intercam bio ya capitalista), pero tam bién de las teorías m ás so­
fisticadas que igu alm en te ra z o n a n en térm in o s de actividades susceptibles
de ser sep arad as u n a s de las otras, aislando así u n a esfera considerada ca­
pitalista, al lado del m u n d o de la au to su b síste n cía y de u n a econom ía de
m ercado elem ental (F ernand Braudel). E n efecto, sería engañoso atribuirle
a una esfera particular de actividad su verdadero significado, sin integrarla a
la lógica global del sistem a social del que form a p arte. Los parecidos apa­
rentes en tre elem entos aislados, ubicados en realidad en sistem as diferen­
tes, con stitu y en u n o de los factores de e rro r m ás serios al cual están ex­
puestos los h isto riad o res ("la distinción real de las etapas de la evolución
h istó rica se expresa de m a n e ra m ucho m enos clara y unívoca en los cam­
bios a los cuales son som etidos los elem entos parciales aislados, que en los
cam bios de su función en el proceso conjunto de la historia, de sus relacio­
nes con el con ju n to de la sociedad”, Georg Lukács). Es aquí donde el con­
cepto de m odo de p ro d u cció n puede re su lta r útil, p o r su notable virtud
englobadora. P or poco que se le en tien d a en su significación m ás extensa
—y no en el sentido restricto de form as concretas de organización produc­
tiva, susceptibles de co m binarse en u n a m ism a form ación socioeconóm i­
ca—, no designa o tra cosa que la lógica global de u n sistem a social, que da
sentido a sus diferentes com ponentes m ediante la determ inación de las re­
laciones que los u n en (com o lo sugiere Ángel Palerm , hay que concebir el
concepto de m odo de pro d u cció n com o un in stru m e n to analítico eminen­
tem en te ab stracto , com o u n m odelo interp retativ o provisto de u n a fuerte
virtud heurística, pero que no p odría p reten d er la descripción del conjunto
de los aspectos de u n a sociedad determ inada: es p o r esto que la identifica­
ción de las c aracterísticas fu nd am entales de u n m odo de producción, por
decisivo que sea, no exime p ara n ad a del análisis detallado de sus configura­
ciones particulares y sus dinám icas propias). P ara regresar a la expresión de
E ric H obsbaw m , conviene p o r lo tan to, sin negar la presencia de ingredien­
tes susceptibles de a su m ir posteriorm ente un valor nuevo, reconocer que al
m enos h a sta el siglo xvn "la p reem in en cia general de la e stru ctu ra feudal
de la sociedad” logra m an ten erse y evitar que estos ingredientes contribu­
yan a la form ación de u n a nueva cocina capitalista...

¿Una definición del feudalismo?

De lo a n terio r puede deducirse que la noción de capitalism o no es más apli­


cable a la A m érica colonial que a la E u ro p a de entonces. Pero n ad a indica
todavía que le conviene m ás la noción de feudalism o. No es posible llegar a
tal conclusión sin an alizar en qué m edida las características fundam entales
de la sociedad feudal de Occidente se reproducen en el m undo colonial. Por lo
tanto no resu lta in ú til prop o n er, a falta de u n a definición stricto scn.su. del
feudalismo, u n a síntesis de los p rincipales elem entos analizados en los ca­
pítulos anteriores.
La sociedad m edieval es u n a sociedad com pleja, cuya estru ctu ra resu l­
ta del entrelazam iento de relaciones m últiples. E n ésta pueden identificarse
algunas articu lacio n es prin cip ales (señores/productores dependientes, clé­
rigos/laicos, nobles/no nobles), y otras cuyo papel es im p o rtan te sin ser tan
fundam ental (c o m p le m e n ta n ed a d e s y tension es en tre ciudades y cam po;
com plicidad-rivalidad en tre el clero 5’ la aristocracia, la m onarquía y la aris­
tocracia, la Iglesia y la m onarquía), y finalm ente otras que, p o r ser con fre­
cuencia muy visibles, están claram ente som etidas a las precedentes (estruc­
turación vasallática y luchas internas en el seno de la aristocracia, alianzas y
enfrentam ientos en tre los diferentes po deres políticos; u n id a d y d iferen­
ciación social de las co m u n id ad es aldeanas; id en tid ad es cívicas y luchas
entre los g rupos u rb an o s; conflictos y divergencias al in te rio r de la Iglesia
—alto/bajo clero; regulares/seculares; órdenes tradicionales/nuevas; francis­
canos/dom inicos; ten d en cias in stitu cio n ales/ten d en cias evangélicas, ra d i­
cales/moderados, etcétera)— . Aquí he de lim itarm e a lo esencial, que no ex­
plica tanto la p roliferación circu nstancial o la contextura de las experiencias
(con frecuencia del orden de las tensiones secundarias) como las estructuras
más p ro fu n d as y las evoluciones m enos percep tib les en lo inm ediato. Aun
cuando los vínculos v asalláticos d esem p eñ an u n papel en la disem inación
del poder de m an d o h a sta en los señoríos, no definen m ás que las relacio­
nes en el seno de la clase dom inante, es decir el 1 o 2% de la población. Al con­
trario, la relación de d o m im u m y la posición do m in an te de la Iglesia son los
dos elem entos fu n d a m e n ta le s que perm iten definir al feudalism o com o
modo de p ro d u c ció n e, in d iso lub lem en te, de rep ro d u cció n social (he de
precisar que rechazo la d ualidad infraest.ructura/superestructura, en la cual
no sería posible in tro d u cir el papel de la Iglesia sin inútiles contorsiones, y
sobre todo p o rq u e el concepto de m odo de p roducción, en el sentido ya in­
dicado, tiene la ventaja de c a p ta r u n a lógica social tan global com o es posi­
ble que sea, p a ra lo cual u n a división en niveles superpuestos sólo puede ser
un obstáculo).
'EXdomin.ium (la relación entre los señores y los productores dependien­
tes) se cara c teriz a p o r el hech o de que los do m in an tes “ejercen de m an era
sim ultánea el p o d er sobre los h o m b res y el p o d e r sobre las tie rra s” (Alain
Guerrean). Aun cuando su intervención directa en la producción queda muv
lim itada, la dom inación de los señores se afirm a m ediante su articulación
con esas entidades fu ertem ente in tegradas y am pliam ente autónom as que
son las com u n id ad es aldeanas. Se suele tra ta r de explicar la dom inación
señorial h ablando de u n a convergencia de la propiedad de la tierra (poder
económ ico) y de la au to rid ad pública (poder político) en m anos de los mis­
inos hom bres, pero estos conceptos pierden to d a pertinencia desde el mo­
m ento en que opera la fusión que caracteriza al d o n ú n iu m . Por la misma
razón, h a \ que ir m ás allá de la definición según la cual el feudalism o esta­
ría fundado en la extracción de la renta, gracias al empleo de la fam osa "co­
erción exlrueconóm ica” m encio nada p o r Marx (por ejemplo, dice Ernesto
Laclau, "el excedente económ ico es producido por fuerza de trabajo sujeta
a coacciones extraeconóm icas”). En sem ejante contexto la noción de eco­
nom ía no tiene sentido y p or io tanto resulta tan im posible aislar u n a esfera
específicam ente económ ica com o un ám bito extraeconóm ico (por lo de­
m ás, la noción de coerción extraeconómica corre el riesgo de ser asimilada
al empleo de la fuerza, cosa que no es un elemento determinante, ni discri­
minado!', p a ra ca ra c teriz ar las realidades feudales). Lo que es claro es que
la extorsión del sobretrabajo entonces no se funda ni en la propiedad del
trab ajad o r (esclavitud), ni en la venta libre de la fuerza de trabajo (asalaria­
do), ni tam p o co en la im posición de un deber hacia u n p o d er de Estado
exterior a las co m unidades productoras (tributo). En el feudalism o, la ex­
torsión del sobretrabajo opera como efecto de la "fusión del poder sobre las
tierras y del pod er sobre los hom bres”, m ediante un conjunto de obligacio­
nes que se imponen localm ente, y a pesar de que los productores disponen
p rácticam en te del u so de los medios de producción que necesitan (sin em­
bargo, no diré con E rnesto Laclau que “la propiedad de los m edios de pro­
ducción p erm an ece en m anos de] productor directo ”, pues com o Jo ha se­
ñalado E d u a rd T hom pson, “el concepto central de la costum bre feudal no
era el de propiedad, sino el de obligaciones recíprocas”). Lo que caracteriza
a la depend en cia feudal es que es indisolublem ente económ ica, jurídica,
política y social, de m anera que no puede decirse que es económ ica, ni jurí­
dica, ni política, ni social. La dependencia feudal presenta así un carácter a
la vez local (de ahí su dim ensión ínterpersonal) y “total” (m edida de una
eficacia bien atestiguada), al m ism o tiem po que dem uestra ser relativam en­
te equilibrad a (puesto que concede a los productores el em pleo parcial de
los m edios de prod ucción y au to riza la afirmación com u n itaria de las al­
deas y su diferenciación interna). P o r últim o, la fusión del p o der sobre los
hom bres y el p o d e r sob re las tie rra s que c a ra c teriz a al dorninium tien e
como co n secu en cia y p o r condición la vinculación ten d en cial de los h o m ­
bres con la tierra , en u n id ad es de resid en cia y de p ro d u cc ió n fuertem ente
integradas, en el seno de las cuales se ejerce lo esencial de las relaciones de
explotación y de dom inación im puestas ta n to p o r la aristocracia laica com o
por la Iglesia.
La Iglesia es la in stitu ció n d o m inante de la sociedad feudal, su pivote y
su principal fuerza m otriz. No solam ente el clero constituye el orden dom i­
nante del feud alism o , p ues dispone de u n a riq u ez a m aterial que no tiene
igual m ás que en su p o d er espiritual, sino que tam bién la Iglesia, com o insti­
tución co n su sta n c ia l a la cristian d ad , define lo esencial de las e stru ctu ras
necesarias p a ra la o rg an izació n y la rep ro d u cció n de la sociedad, es decir,
tam bién p ara su proyección h acia su ideal, que es la salvación individual y
la realización p erfecta de la Iglesia celeste. Aquí sólo subrayaré el papel que
desempeña la Iglesia en la definición de las estru ctu ras espaciales de la E u ­
ropa m edieval (véase el capítulo II de la segunda parte). E n efecto, la in sta ­
lación de la red p arro q u ial constituye u n elem ento determ inante del proceso
de encelulam iento; y la reorganización de las aldeas en torno a las iglesias y
los cem enterios d esem p eñ a u n papel fu n d am en tal en la vinculación de los
hombres con la tierra, indispensable p a ra el bu en funcionam iento de la re ­
lación de d o n ún iu m . E n este sentido, las unidades de residencia y de pro d u c­
ción que co n fo rm an las co m u n id ades ald ean as (sobre las cuales se injerta
el dom inio señorial) tam bién son, al m enos de m an e ra tendencial, aquellas
donde se ejercen, con la m ed iación clerical, las relaciones en tre los h o m ­
bres y las fuerzas que rigen el universo, cosa que contribtrye al carácter fuer­
temente in teg ra d o que acab am o s de reconocerles. La presen cia de los ce­
menterios en el centro de las ciudades o aldeas es tan im p o rtan te que puede
considerarse com o un síntom a, inclusive com o un m arcad o r específico de la
sociedad feudal. P o r lo tanto, no hay n ad a sorprendente en co n statar que es
a partir de la seg u n d a m itad del siglo xvm cuand o los cem enterios se rele­
gan al ex terio r de las zonas h ab itad as, donde tam b ién la A ntigüedad los
había relegado. El feudalism o llega a su fin cuando los m uertos, que la Igle­
sia había colocado en el centro del espacio social, re to m a n a las afueras de
las ciudades y las aldeas.
Añadiré dos com entarios com plem entarios. Al contrario de la visión tra ­
dicional que n o ve en él m ás que inm ovilidad y estancam iento, el feudalism o
es un sistem a dinám ico. A parte de los elem entos de crecim iento y de expan­
sión que lo caracterizan , sobre todo en su fase de apogeo (siglos xi a xm), es
capaz de producir en su m ism o seno im portantes modificaciones. Por lo tan­
to, en la lógica m ism a del feudalism o está el suscitar su pro p ia transform a­
ción, sin p o r eso negarse a sí m ism o, de m an era que no debería de sorpren­
d er que se le pueda observar con rasgos distintos según las fases de su larga
carrera. Uno de los efectos im portantes de la dinám ica feudal, visible desde
el final del siglo XI, es el desarrollo del com ercio, de las ciudades y de las
actividades com erciales, artesanales y banqueras. La existencia de intercam ­
bios com erciales y de ciudades no es u n hecho exterior a la lógica del feu­
dalism o. Al co n trario , la m o n etización creciente y el crecim iento de los
m ercados u rb an o s son suscitados p o r la d in ám ica m ism a de los señoríos,
de m anera que el feudalism o y el crecim iento del com ercio y de las ciudades
van a la par. Por lo dem ás, según Eric Wolf, u n a característica de numerosos
sistem as precapitalistas es su asociación con el desarrollo de la riqueza co­
m ercial, al m ism o tiem po que lim itan estrictam ente el poder y la influencia
de los com erciantes. Así, el sistem a feudal adm ite la existencia de un grupo
social encargado de los intercam bios y tolera incluso los valores que le son
propios, en la m ed ida en que éstos perm an ecen som etidos a la lógica ecle­
sial y a los ideales aristocráticos. Sea cual fuere el poder que llega a alcanzar
p u n tu al y localm ente, este grupo social tiene que perm anecer en una posi­
ción su bordinada, g ara n tiz a d a p o r el esquem a de las tres órdenes, y sobre
to d o le será negado "el m ás m ínim o im pacto en la organización social v
p articu larm en te en los m odos de dom inación y punción del sobretrabajo”
(Alain G uerreau). D urante to d a la (larga) E dad Media, el auge del comercio
y de la p ro d u cció n a rte sa n a l se m an tien e en el m arco del sistem a feudal,
debiéndose situ ar la verdadera ru p tu ra al final del siglo xvm, cuando la eco­
nom ía política proclam a el m ercado libre, su p u estam ente autorregulado y
tendiente a la hom ogeneidad.
La d in ám ica del sistem a feudal tam b ién conduce, a p a rtir del siglo xn,
a u n a reafirm ación de los poderes m onárquicos, principescos (en el caso de
Alem ania, p rincipalm ente) y u rb an o s (sobre todo en Italia). Suele verse en
esto u n a evolución c o n tra ria a la lógica feudal, sobre todo si se considera
que este proceso conduce, ya en el siglo xiv, a la form ación de los Estados
m o d ern o s y su triu n fo sobre un feudalism o definido en térm inos jurídico-
políticos. No obstante, la reaparició n del E stado, en cuanto que institución
que tiene el m onopolio de la violencia legítim a en un territo rio dado, no se
produce sino h asta el siglo xvii, en el m ejor de los casos. H asta entonces, el
refo rzam ien to de los poderes m onárqu icos no provoca u n a ru p tu ra de los
m arcos del sistem a feudal. P or ende es posible a d m itir que u n a característi­
ca del feudalism o consiste en la existencia de u n a ten sió n entre m o n arq u ía
y aristocracia, tensión m arcad a po r u n a m ezcla de connivencia y com peten­
cia, susceptible de eq u ilib rar diversam ente sus relaciones y sus respectivas
prerrogativas, au n q u e sin co n du cir a la v erd ad era alternativa (la nobleza o’
la m onarquía), de la cual saldrá finalm ente el E stado. C recim iento de los po­
deres m onárquicos, pero sin Estado; crecim iento de los intercam bios, pero
sin m ercado: éstos son los dos aspectos m ás visibles de las tra n sfo rm a c io ­
nes indticidas p o r la dinám ica del sistem a feudal, pero sin alcanzar el punto
de ru p tu ra que p u d iera obligar a un a reconfiguración com pleta de la estru c­
tura social.

Esbozo de comparación
entre la Europa feudal y la América colonial

Es posible, con base en las características del feudalism o resum idas de esta
manera, esb o z ar u n a co m p aració n con las realid ad es coloniales a m eric a­
nas. Tendrá que ser excesivam ente som era y aproxim ativa (m ás aún porque
el autor se aventura lejos de su universo de conocim ientos habitual). E n todo
caso, esta te n ta tiv a no p re te n d e explicar la com plejidad del m u n d o colo­
nial; su ú n ic a am b ició n es d e sp ren d er algunos rasgos m asivos y p ro p o n e r
una hipótesis general, cuyo eventual interés sería a y u d a r a ap ro x im arse a
estas realidades con m ayor eficacia.
¿Se re p ro d u jo en el m u n d o colonial la relació n de d o m m iu m , es decir,
la fusión del p o d er sobre la tie rra y el p oder sobre los hom bres? La resp u es­
ta es c laram en te negativa. C iertam ente, a los co n q uistadores, ya sea que
fueran nobles o n o lo fueran, los an im aba en lo esencial u n ideal aristo crá ­
tico, c ara cterístic o de la h idalguía ibérica (R uggiero R om ano). H icieron
todo lo p osible p o r d u p licar en América el sistem a feudal europeo. B ernal
Díaz del Castillo d a u n a p ru eb a n ítid a de esto, cuando se refiere a la R econ­
quista y a las tierras que p o r entonces fueron concedidas a los nobles espa­
ñoles, p a ra a firm a r que los co n q u istadores deb ían ser recom p en sad o s del
mismo m odo, es decir, m ediante la entrega de feudos:

Y así cuando Granada fue conquistada [...] los reyes dieron tierras y señoríos a
todos los que les ayudaron en las guerras y las batallas. He recordado todo esto
a fin de que, si se miran los buenos y numerosos servicios que nosotros hicimos
por el rey nuestro señor y por toda la cristiandad, y que se las ponga en una
balanza, y cada cosa se pese según su justo valor, se verá que nosotros somos
dignos y merecemos ser recompensados como los caballeros que más arriba he
mencionado.

Pero lo que reciben es la encom ienda, m ed ian te la cual la corona colo­


ca bajo su control a la población indígena de un territo rio dado, y les otor­
ga el derecho de exigir de ésta u n tributo en productos y en trabajo.
H a sido am pliam ente discutido el carácter feudal o no de la encomienda.
Por un lado, es posible afirm ar que se tra ta de u n a in stitu ció n de tipo feu­
dal (en el sentido restringido del térm ino), puesto que la encom ienda es un
bien concedido por u n a au to rid ad su p erio r en reco m p en sa de u n servicio,
esencialm ente m ilita r (Solórzano Pereira, en su Política indiana, de 1647,
adm ite la validez de la com paración entre encom ienda y feudo, y establece
una identificación con los feudos llam ados "irregulares”). P or lo dem ás es
típico de la lógica feudal que, a p esar de que la corona española, alecciona­
da po r la experiencia d e sa stro sa de la colonización de las islas del Caribe,
intenta evitar la instalación de la encom ienda du ran te la conquista del con­
tinente, finalm ente se vea obligada a hacerlo, pues no tiene otra m anera de
retribuir a los conquistadores y de esforzarse p o r m a n te n e r su fidelidad,
indispensable p a ra el co n tro l de los te rrito rio s conquistados. Igualmente
característico de la dialéctica feudal es el em peño de la corona en limitar
las prerrogativas de los encom enderos (principalm ente m ediante las Leyes
Nuevas de Indias de 1542), y p articu larm en te en fren ar la trasm isión here­
d itaria de la encom ienda, m ientras que sus beneficiarios luchan por anular
legahnenle estas lim itaciones o p o r esquivarlas en la práctica'. Los historia­
dores siguen d eb atien d o el im p acto de la en com ienda y su vigencia real
—su papel decrece de m a n e ra p ate n te a p a rtir cíe finales del siglo xvi—,
pero es claro que se funda en u n a tensión, característica del feudo, entre dos
lógicas: una favorable a quien recibe el bien, y o tra a quien lo concede. Es
cierto que la coron a española dispone por entonces de la suficiente fuerza
como p a ra bloq uear de m a n e ra significativa, aunque no sin dificultades, la
deriva feudal de la encom ienda y del m undo colonial (com o lo prueba el des­
crédito que cae sobre los p rincipales actores de la C onquista, empezando
por Colón y Cortés). Pero a pesar de todo perm anece dem asiado débil como
para escapar a la lógica de la concesión feudal y evitar agotar sus fuerzas en
ia lucha contra las tendencias centrífugas inducidas p o r ésta.
No obstante, corno lo h a d em o strad o Silvio Zavala, la encom ienda no
está fundada en la pro p ied ad territorial, sino en u n derecho trib u tario que
pesa sobre la población indígena. Esto acarrea u n a m arcad a diferencia con
el sistema feudal. En efecto, a los encom enderos se les reconoce un poder so­
bre los hom bres que están bajo su protección: su “m isión” consiste en cuidar
de ellos (de la m ism a m a n e ra que el señ o r feudal justifica su d o m inación
con la p ro tección que o to rg a a los d om inado s), de a se g u ra r el resp eto del
orden y la difusión de la fe, y están a u to riz a d o s p a ra ap rovecharse de este
“servicio rendido" p a ra im p o n e r un trib u to , al p rincipio sobre todo en for­
ma de trab ajo s forzados, au n q u e tam b ién en p ro d u c to s o en dinero. Sin
embargo, los encom enderos no logran apropiarse del poder sobre las tierras:
hasta el final del perio d o colonial y a p e sa r de todos los ataques, las co m u ­
nidades indígenas conservan en lo esencial su posesión, bajo la protección
de la corona, a quien le in teresa la percepción del trib u to real que supone la
preservación m ín im a de las poblaciones y de sus m edios de producción. Se
ve pues que los en com enderos no tienen la p osibilidad de re p ro d u c ir la fu ­
sión del p o d er sobre los h om bres y el po d er sobre las tierras que constituye
el meollo del dom 'm ium feudal. El hecho de que a sí m ism os se denom inen
"señores de vasallos'' (siendo estos últim os los indígenas, considerados com o
vasallos de la corona) in d ica a la vez su preten sió n de rep ro d u cir u n a dom i­
nación de sab o r feudal y señorial, así com o los lím ites de ésta, puesto que se
ejerce exclusivam ente sobre los h om bres. Com o lo reconoce un en co m en ­
dero en 1578, "por estos lugares, quien no tiene indios, n ad a tien e”.
Así, la enco m ien d a, m e d ia n te la cual se im p o ne el p o d e r de los recién
llegados sobre las p o b lacio n es indígenas, no rep ro d u ce sino p arcialm en te
la dom inación feudal, lo cual equivale a d ecir que se distingue de ésta fu n ­
dam entalm ente. Sin em bargo, sería necesario evocar aq u í o tras form as de
trabajo forzado, las cuales constituyen tal vez u n a característica p ro fu n d a y
duradera de la dom inación colonial (Marcello C arm agnani). Así, cuando la
obligación del tra b a jo que se debe a los en co m en d ero s es im p u g n ad a p o r
la corona en el curso del siglo xiv, el sistem a del repartim iento lo releva. A par­
tir de entonces toca a los oficiales reales (corregidores, jueces y repartidores)
asignar las jo m a d a s de trab ajo que los indígenas deben a los encom enderos
mismos, pero tam bién a los dueños de m inas o de tierras, o aún p a ra otras
necesidades. Los re p re se n ta n tes de la corona p o r tan to a p arecen com o los
garantes de la extorsión y de la rep artició n del tra b ajo forzado de los in d í­
genas, p a ra ei m ay or beneficio de las élites españolas. H ay que m en c io n ar
por otra p a rle la im p o rtan cia creciente de la hacien d a (o finca), que a p a re ­
ce en el siglo xvn y len tam en te se d esarrolla h a sta a lcan zar u n papel d om i­
nante d u ran te el siglo X IX . A la inversa de la encom ienda, ésta se funda en la
apropiación d irec ta de las tie rra s, p ero en p rin cip io n o incluye un p o d e r
sobre los hom bres. E n la hacienda, el trab ajo teóricam ente es libre y se re-
m uñera con un salario; pero en este caso se da un proceso de "acasillamien-
to ’ de los trabajadores (peones “acasillados"), quienes disponen de parcelas
a cam bio de p restacio n es en trab ajo , m ie n tras que diferentes prácticas
como la de las com pras obligadas en la tienda del p atró n (tiendas de raya)
que provocan u n endeudam iento finalm ente hereditario, im ponen un víncu­
lo forzado con la tie rra (Ruggiero R om ano y M arcello Carm agnani dan a la
hacienda el calificativo de “institución m edieval”). Finalm ente, la hacienda
más que la encom ienda, es el sitio donde se reconstituye de m anera subrepti­
cia, p articu larm en te en las zonas m ás periféricas, donde sobrevive a veces
hasta la segunda m itad del siglo xx, un a form a de p o d er que a la vez se ejer­
ce sobre los h om bres y sobre la tierra, y que p re sen ta notables afinidades
con la dom inación feudal, au n cuando por entonces se ejerce en un contexto
globalm ente diferente. Jam ás plenam ente realizada, la fusión del dominiurn
feudal aparece, sin embargo, com o un a tentación siem pre vigente en los mun­
dos colonizados, com o u n a rib e ra lejana ta n obsesiva com o inaccesible.
Respecto del papel de la Iglesia, la com paración es m ucho m ás fácil. Ha­
cer la lista de las sem ejanzas en tre la Iglesia colonial y la Iglesia medieval
sería lo m ism o que d escribir nuevam ente a esta últim a, casi en su totalidad:
riqueza m aterial e in m en sid ad de tierras poseídas, estru ctu ració n interna
del clero, papel de las órdenes m endicantes, doctrinas y rituales esenciales,
form as de evangelización, p red icació n y confesión com o instrum entos de
control social, im portancia del culto de los santos y de las im ágenes... Pero
conviene d ar su lugar a las particu larid ades y a las creaciones originales de
una época m arcad a p o r el control disciplinario de la C ontrarreform a y sus
expresiones barrocas, y luego p or la afirm ación de una especificidad mestiza
y criolla. Además, la Iglesia colonial se ve co n fro n tad a a sociedades y cos-
movisiones indígenas originales (siendo la concepción de la persona uno de
los aspectos m ás obstin ad am ente cerrados a la aculturación, lo cual no su­
cedió en el caso del paganism o antiguo). Y si la destrucción de los sitios y la
prohibición de los rito s prehispánico s, así com o la im posición de concep­
ciones occidentales, constituyen u no de los aspectos m ás masivos, no es po­
sible ignorar la existencia de form as v ariadas de interacciones desiguales
entre el cristianism o y las culturas indígenas (parece preferible esta expre­
sión a la de sincretism o). El rem plazo de los lugares de culto y de las divi­
nidades indígenas p o r sa n tu a rio s cristian o s y p o r figuras de Cristo, de la
Virgen y de los santos es u n fenóm eno ciertam ente propicio p a ra u n a rápi­
da evangelización, aunq u e am biguo, puesto que favorece al m ism o tiempo
la persistencia de creencias antiguas bajo e] ropaje cristiano, lo cual ciertos
prelados no dejaron de observar, desde d siglo xvi (así Sahagún califica de “in­
vención satán ica” la asim ilación de Tonantzin y de la Virgen, en el Tepeyac).
La reinterpretación de los elem entos cristian o s en función de las creencias
indígenas, con frecuencia im perceptible, co nduce a veces a m alentendidos
abiertos, a la sazón denunciad o s p o r los clérigos (por ejem plo, cuando p ro ­
híben la rep resen tació n de los santos con sus sím bolos anim ales, Jos cuales
los indígenas in terp retan com o im ágenes de u n doble aním ico). P or últim o,
si bien los principales cultos prehispánicos, asociados con e) poder de los go­
bernantes y los grupos d om inantes, quedaron rá p id a m en te desarticulados,
oíros rituales, p rac tic a d o s p o r las com u n id ad es cam pesinas, p ersistiero n
de m anera o culta (sacrificios de animales, "ídolos” escondidos atrás de los
aliares, u so de lu g ares sag rad o s com o las cuevas y los cerros). La Iglesia
colonial tuvo que re a liz a r ad ap tacio n es p a rtic u la res, in teg ran d o en sus r i­
tuales ciertos aspectos de la c u ltu ra indígena, ad m itie n d o algunas de sus
formas de expresión (por ejem plo, al arte p lu m ario ) o ad ap ta n d o espacios
arquitecturales in éditos (com o las capillas abiertas). Aun así, aun q u e p ro ­
ducen resultados q u e en p a rte son originales, tales procedim ientos de a n ti­
guo son característico s de la Iglesia. Las estrateg ias de lu ch a c o n tra el p a ­
ganismo y la id o latría (satanización, destrucción, su stitución) son m ás que
milenarias, y las técnicas de aculturación m ás eficaces fueron perfecciona­
das d urante la E d ad M edia (culto de los santos y las im ágenes, m odelos de
predicación y de confesión, n em o técn icas d e stin a d a s a Ja catequesis), así
como la p reocu p ació n p o r d a r caza a las "su p ersticiones”, las cuales tan to
en el Viejo com o el Nuevo M undo p ro n to se a sim ilaron a la b ru jería y al
pacto con el diablo.
Así, au n cu a n d o la in co rp o ra c ió n rá p id a de un co n tin e n te en tero a la
Iglesia cristian a es u n fenóm eno inédito, las ad ap tacio n es y las creaciones
originales se u bican en un m arco que es, en lo esencial, el de u n a rep ro d u c ­
ción y u n a continu id ad . El papel que desem peña la Iglesia en el m undo co­
lonial es, pues, am pliam en te com parable al que se ha podido observar en la
Europa medieval. Según Antonio Rubial,

[...] de todos los sectores sociales, la Iglesia era el que tenía una mayor cohesión
estamental, reforzada por una fuerte presencia económica y política. Exención
tributaria, tribunales especiales y una serie de fueros y privilegios que venían
de la Edad Media hacían de los clérigos los miembros más destacados de la so­
ciedad. Su control sobre la doctrina, la liturgia y la moral, y a través de ellas
sobre el arte, la imprenta, la educación y la beneficencia le daban a la Iglesia
una excepcional influencia social y cultural.

AI respecto, la posición del clero colonial puede ap arecer más dom inan­
te todavía que en O ccidente, si se considera en p articu lar que la, inmunidad
eclesiástica se m an tien e in ta c ta a lo largo de todo este periodo, o también
el hecho de que la Iglesia es con m ucho la principal institución dispensado­
ra de crédito y que de esta m a n e ra desem peña un papel clave en las activi­
dades productivas y com erciales del m undo colonial. Por ello Felipe Castro
puede concluir con to d a claridad:

La Iglesia fue el verdadero pilar del régimen colonial [...] Contribuyó decisiva­
mente a crear, difundir y reproducir las normas y valores que mantuv ieron la
estabilidad social y política del virreinato durante casi tres siglos. No en balde
el obispo Abad y Queipo, vocero de los intereses de la Iglesia a finales de la Co­
lonia, reclamaría para el clero los títulos de conquistador y conservador de las
conquistas.

No se p o d ría ex p resar de m ejo r m a n e ra que en el m undo colonial la


Iglesia es la in stitu c ió n do m in an te y estru ctu rad o ra, de conform idad con
u n a de las dos características principales del feudalism o. Una prueba espec­
ta c u la r de esto se da a finales del siglo xvtii: cuando los Bordones de Espa­
ña, en su esfuerzo p o r in sta u ra r en las colonias un verdadero Estado moder­
no, atacan los fund am ento s de la dom inación eclesial, y no hacen otra cosa
que p re c ip ita r el levantam iento independenlisla y el d errum be del sistema
colonial (Nancy Farriss). La supresión de la inm unidad eclesiástica, iniciada
p o r C arlos III y que llega a ser co m pleta en 1812, así com o la incautación
en 1804 de los b ienes de la Iglesia p a ra beneficio de la corona, explican en
gran p a rte la p a rtic ip a c ió n activa de nu m ero so s clérigos en las luchas de
independencia, y el hecho que varios de ellos desem peñaron u n papel deci­
sivo en la m ovilización p o p u la r y su tra n sfo rm ac ió n en un levantam iento
arm ad o c o n tra el sistem a colonial. Un testigo inglés de la época pudo des­
crib ir este m ovim iento com o u n a "insurrección del clero”, una de cuyas
reivindicaciones m ás a rd ien tes era el restab lecim ien to de la inmunidad
eclesiástica. Finalm ente, la independencia sólo se obtiene, en 1821, gracias
al apoyo un án im e del clero, que obtiene la restau ració n de sus privilegios y
se m u estra m ás fuerte que nunca. Así, de las reform as borbónicas, que rom­
p ie ro n la colusión e n tre la c o ro n a y la Iglesia que era consustancial al or­
den feudocolonial, resultó que la gestación del México independiente estuvo
paradójicam ente im b ricad a con la defensa de los intereses de la Institución
que h ab ía sido el p ila r del sistem a an terio r; p o r lo ta n to , no pudo lo g rar
más-que u n a ru p tu ra p arcial con éste. De hecho, d u ra n te la p rim era m itad
del siglo xix la Iglesia conserva lo esencial de su poder. Las tentativas p a ra
limitar su influencia no tien en m ás que efectos lim itados, y los líderes libe­
rales, com o José M aría M ora, ven en ella el in d ispensable cem ento de la
unidad nacional. Es solam ente con las Leyes de R eform a, entre otras la Ley
Juárez de 1855, que sup rim e finalm ente la in m u n id ad eclesiástica, y con la
Constitución de 1857, que tiene lu g ar el com b ate decisivo co n tra la Iglesia
(al m ism o tiem p o que interviene la fase decisiva de la tran sició n al cap i­
talismo, que Ciro C ardoso sitú a entre 1854 y 1880). P ara los refo rm ad o res
resulla claro que la co n stru c c ió n del E stad o es im posible m ien tras exista
una in stitu ció n m ás p o d ero sa que él, 3-' M elchor O cam po, p o r ejem plo, ex­
plica que las Leyes de R eform a no tien en otro fin que el de restituirle al E s­
tado el derecho de gobernar a la sociedad. E sto indica b astante bien el papel
central de la Iglesia en la e stru c tu ra social anterior, así com o la superviven­
cia de ésta h a sta el te rc e r c u a rto del siglo xix. Tam bién es la confirm ación
del prin cipio según el cual no p uede existir u n v erdadero E stado m ien tras
la Iglesia ocupe u na posición dom inante. Su construcción supone pues una lu­
cha radica] p a ra m in a r los fundam entos del p o d er de la institución eclesial.
Para reg resar a los inicios del periodo colonial, la Iglesia desem peñó un
papel decisivo p a ra in stau rar, ju n to con la corona, u n orden colonial m ás
estable que el caos d e stru c to r al que te n d ía n las exacciones y excesos sin
medida de los co n q u ista d o re s y los p rim e ro s en co m enderos. Aquí quiero
insistir en su co n trib u c ió n al estab lecim ien to de los m arcos espaciales de]
mundo colonial. No sólo procede p o r entonces a la “sacralización del espa­
cio” (A ntonio R ubial), es decir, a la fo rm ació n de un co njunto de grandes
santuarios destinad o s a e stru c tu ra r el espacio y a b o rra r la geografía sagra­
da prehispánica, sino que asegu ra sobre tod o la reo rganización general del
hábitat, co n c e n tran d o a las poblaciones indíg en as y desplazándolas de los
principales lugares que an terio rm en te ocupaban, no sin abolir la estru ctu ra
de las entidades territoriales prehispánicas (reducciones y congregaciones de
pueblos). S e ría p o sib le v er en este p ro c e so , q ue se co m p leta en los añ o s
de 1550 en la provincia de G uatem ala bajo la férula directa de los clérigos y
que se lleva a cabo de m a n e ra m ás lenta y m enos radical en la Nueva E sp a­
ña, una especie de caricatu ra del encelulam iento de la E uropa de los siglos xi
a x iii . P o r su p u esto existen im p o rta n te s diferen cias, vinculadas p rin c ip a l­
m ente con el hecho de que el fenóm eno aquí no está asociado con el esta­
blecim iento de señoríos y de que la red p arroquial, sim ultáneam ente ins­
tau rad a , es allí m u ch o m enos densa. Pero p o r lo m enos se deja sentir la
experiencia secular de la Iglesia que, habiendo contribuido de m anera deci­
siva a la estru ctu ración espacial de la sociedad feudal, sabe muy bien —por
instinto histórico, se po dría decir— que una dom inación de tipo feudal debe
fundarse im perativam ente en u n a organización específica del hábitat y del
espacio.
Además, las nuevas aldeas indígenas, con su plaza central donde se alza
la iglesia, no dejan de ser u n eco del m odelo occidental, m ás aún porque en
el cen tro de las ciu dades y aldeas coloniales no solam ente se encuentra la
iglesia, sino tam bién el cem enterio. Tal ubicación de los m uertos en el cora­
zón del espacio de los vivos, de conform idad con la lógica del feudalismo,
constituye u n a tra n sfo rm a c ió n radical de los usos prehispánicos, hasta el
grado de que ciertos m isioneros n o taro n que los indígenas “no querían en­
tra r en la iglesia, p o rq u e e ra la casa de los m u erto s” (Elsa Malvidoj. Aun
cuando conocerá ritm o s de difusión variables y lim itaciones, esta disposi­
ción espacial se volvió ta n característica de la sociedad colonial que su im­
pugnación, al finalizar el periodo, tropezó con trem endas resistencias y sólo
pudo avanzar con extrem a lentitud. Conforme al proceso iniciado en Europa
desde m ediados del siglo xvni, el decreto em itido en 1787 por Carlos III or­
dena la creación y la utilización exclusiva (salvo derogación) de cementerios
situados afuera de los espacios habitados. Pero, tan to en las colonias como
en la m ism a E sp añ a (donde el p rim er cem enterio extram uros m adrileño se
crea en 1809 y donde la m ayoría de las iglesias parroquiales siguen conser­
vando u n a función fu n e ra ria h a sta m ediados del siglo xix), la m edida no
surte efectos inm ediatos. En la capital de la Nueva España, la preocupación
san itaria que m ueve a los p artidarios ilustrados de los nuevos usos funera­
rios, ciertam ente conduce a la creación de u n prim er cem enterio extramuros
por el arzobispo N úñez de H aro, desde 1786, pero éste no podía responder
a una am plía dem an da y su utilización perm aneció lim itada. De hecho, aun­
que la utilización de los cem enterios eclesiásticos extram uros se desarrolla
poco a poco, las autoridades deberán llevar a cabo a lo largo de todo el siglo
xix u n a b ata lla c o n tra la p rá c tic a de las sepulturas en las iglesias o los ce­
m enterios de las p a rro q u ia s y en los conventos situados dentro del núcleo
urbano, m edian te prohib icion es ta n reiteradas com o ineficaces. Además, a
p esar de diversos inform es sobre el estado san itario catastrófico de estos
cem enterios y a p e sa r de la apro bación de diversos proyectos, las autori­
dades de la ciu d ad de M éxico fu eron incap aces d u ra n te todo este periodo
de crear u n cem enterio general m unicipal extram uros, cosa que h ab ría cho­
cado con los in tereses del clero. Lo m ism o sucede a fortiori en las zonas
menos centrales del m undo colonia], donde se puede observar una cronolo­
gía P°r i° m enos igualm ente extendida (por ejemplo, en Saltillo, donde el pri­
mer cem enterio extram uros data de 1825, lo. cual no hace m ás que d ar inicio
al lento proceso de ab an d o n o de los cem enterios que se utilizaban de a n ti­
cuo. o tam b ié n en San Cristóbal de las Casas, donde los cem enterios situ a­
dos alrededor de la catedral y los conventos principales no son transferidos
fuera de la ciu d ad sino en los decenios de 1 850 y 1860), Así, la lucha p ara
abolir el sistem a fu n erario feudocolonial h ab ría de d u ra r m ás de m edio si­
glo, y es solam ente a m ediados del siglo xix cuando se puede d ar p o r term i­
nada, cu an do c o n ju n tam en te concluyen tan to el proceso de rechazo de los
muertos fuera de los espacios habitados, com o la transferencia del control
de los lu g ares de se p u ltu ra y de las obligaciones fun erarias, que p a sa del
clero al E stado (la ley de creación del E stado civil d ata de 1857 y la de la se­
cularización de los cem enterios de 1861). En total, si bien la historia de las
prácticas fu n erarias y de los cem enterios puede considerarse com o un m ar­
cador del feudalism o, según la hipótesis que he formulado, aquí podría haber
una confirm ación del carácter feudal de la sociedad colonial y de la p erm a­
nencia de este rasgo hasta los años de la Reform a, los cuales en México pue­
den considerarse com o los de la tran sició n al capitalism o.
A ñadiré que la organización espacial de las aldeas indígenas (pueblos
de indios), u n id a a las reglas que se les im ponen (especialm ente u n gobier­
no local calcado del m odelo castellano) y a los elem entos que a cada u n o les
confieren u n a id entidad específica (en p rim er lugar, el culto de su santo p a ­
trón), logra im p o n er un rasgo fundam ental de la lógica feudal que los enco­
menderos n o fu ero n capaces de obtener: la vinculación tendencial de los
hombres con el terru ñ o (su realización p ráctica jam ás es total, pero es sig­
nificativo o b serv ar que la obligación trib u ta ria se e n cu e n tra in defectible­
mente ligada al pueblo de origen, incluso en caso de cam bio de residencia).
Es verdad que n o se le pued e a trib u ir todo el mérito a la Iglesia, en vista del
hecho de que las sociedades m esoam ericanas eran ya sociedades de ag ri­
cultores sed en tarias, provistas de u n a organización espacial estable y fuer­
temente a rtic u la d a (en cam bio, en las zonas áridas am ericanas, donde los
indígenas eran n óm adas, no es posible im p lan tar la encom ienda y la Iglesia
misma no logra sino a costa de grandes esfuerzos y tard íam en te estabilizar
las poblaciones). Pero, sea cual fuere el apoyo de las experiencias anteriores
a la C onquista, fue la Iglesia la que se encargó de la reestru ctu ració n espa­
cial de Lcnilorios y poblaciones, y pudo im poner u n a vinculación tendencial
de los hombres a su tierra, de conform idad con la lógica feudal.
F altan p o r c o n sid erar las dos ca rac terístic as secu n d arias del feudalis­
mo. La p rim era se relacio na con el hecho de que el equilibrio propio de la
tensión entre la m onarqu ía y los dom inantes laicos se m odifica m ucho con
ei paso de los siglos, pero sin que esto provoque un rom pim iento con la ló­
gica feudal. R especto de las colonias españolas, es necesario señalar la debi­
lidad estru ctu ral de la nobleza: la alta nobleza titu lad a es allí casi inexisten­
te h asta el siglo X V iil (apenas ag rupa p o r entonces, en la N ueva E spaña, a
un centena]' de fam ilias), m ien tras que los hidalgos y encom enderos, cuya
situación se degrada desde el siglo xvn, con frecuencia no poseen ni los orí­
genes ni los m edios m ateriales que puedan corresponderse con su deseo de
distinción. No obstante, la corona no logra sino difícilm ente sa ca r partido
de esta situación, y por lo general no puede im poner sino m uy parcialm ente
sus leyes y reglamentos, al térm ino de largos periodos de conflicto y de ne­
gociación. La n atu raleza feudal de la contradicción entre la m onarquía y la
éliLe laica aparece m ás claram ente aun cuan d o se co n sidera que, p a ra ga­
ra n tiz a r una relación de fuerzas que le sea favorable, y especialm ente para
fren ar u n a auténtica deriva señorial, la corona española tiene que apoyarse
en la Iglesia (de ahí su apoyo, hasta cierto punto, a Las Casas, por ejemplo).
E ste doble aspecto —la xelaLiva debilidad de la nobleza y la fuerza de la
Iglesia, que favorece a la corona— parece a rro jar luz sobre el hecho de que
en el régim en colonial, la fusión característica del dom in iu m no se realiza y
que el vínculo de los hombres con la tierra quede m ás bien asegurado por la
acción organizadora de la Iglesia. Al m ism o tiem po hay que concluir, con
Felipe Castro, en la “virtual inexistencia del a p arato del E stad o ” en la Nue­
va E spaña, desde el m om ento en que sus características principales son la
au sencia de toda fuerza m ilitar au tén tica y la corrupción de la burocracia,
q ue deja la aplicación de las decisiones reales en las m anos de individuos
movidos p o r poderosos intereses personales (en primer lugar, los m últiples
m ecanism os de fraude injertados en la recolección del trib u to y que perm i­
ten el enriquecim iento considerable de los funcionarios reales). Ciertamente,
no puede ignorarse que el equilibrio de las fuerzas se m odifica du ran te los
tre s siglos del periodo colonial. Si desde los años de 1620 la crisis de una
p arte de E u ro p a y las dificultades de la m o n arq u ía española debilitan el
control sobre las colonias, favoreciendo en p articu lar la form ación, con fre­
cuencia ilegal, de las haciendas, se puede c o m p ro b a r desde m ediados del
siglo xviii, sobre todo con las reform as de Carlos III, u n a clara recuperación
del control. B u ro cracia real m ás eficaz y m ejo r co ntrolada, p resió n fiscal
acrecentada y explotación colonial sistem ática: to do indica la v o luntad de
instaurar u n verdadero pod er de Estado. Pero este esfuerzo, que trasto rn a el
equilibrio in stau rad o desde el inicio de la C onquista y choca a la vez con la
Iglesia, los hacenderos y las com unidades indígenas, no hace m ás que p reci­
pitar la destrucción del orden colonial. Por lo tanto, es patente que este orden
suponía u n p o d e r m o n árqu ico lo b a sta n te m a d u ro com o p a ra atra erse el
tributo y evitar u n a nueva deriva feudal, pero cuya alian za im prescindible
con la Iglesia iba a la p ar con la ausencia de u n verdadero aparato de Estado.
Respecto a la segunda característica, el com ercio atlántico y la explota­
ción de los recu rso s m ineros y agrícolas del m u n d o colonial d esem peñan
u n papel cada vez m ás notable. Igualm ente, los obrajes, especialm ente en el

sector textil, los que explotan a u n a m an o de o b ra en g ran p a rte cautiva (a


causa de u n a condena judicial o un en deud am iento creciente), florecen d u ­
rante el siglo xv! y el inicio del siglo xvn, y los esfuerzos de las auto rid ad es
para som eterlos a los reglam entos co rpo rativo s no p ro g resan sino difícil­
mente. No obstante, en 1632, la decisión de p ro h ib irla exportación de textiles
de la Nueva E sp añ a a Perú, con el fin de p ro teg er los productos castellanos,
es el p rim ero de una serie de duros golpes que provocan su decadencia (has­
ta llegar a su ru in a total, cu an do experim entan la co m petencia de u n a p ro ­
ducción au tén ticam en te capitalista, en este caso la inglesa, a principios del
siglo xix). Las actividades artesanales y com erciales no escapan pues a las
reglam entaciones de los oficios y al p redo m inio de los intereses m etro p o li­
tanos, inclusive el gran com ercio, m on o p o lizad o p o r el consulado de co ­
m erciantes de la ciudad de México, que se opone firm em ente al desarrollo
del artesanado local y logra entre otras cosas elim inar la producción de seda
en la Nueva E spaña. C iertam ente, a p a rtir de los años 1620 y 1630, el creci­
m iento del com ercio de co n tra b a n d o q u ita to do significado al m onopolio
com ercial que E sp añ a p re te n d ía m a n te n e r en sus colonias. Inversam ente,
la recuperación del control en la segunda m itad del siglo xvm se caracteriza
por la reafirm ación del control real, en p articu lar con la im posición del m o ­
nopolio sobre la producción del tabaco y con la o rden de c e rra r los obrajes
textiles, que p o r fin se aplica al finalizar ya el siglo, tra s u n a larga fase de
tolerancia. E n cu an to al sector m inero, fu n d am en to de la im p o rtan cia que
la Nueva E sp a ñ a adquiere a p a rtir de los descub rim ientos de m ediados del
siglo xvi (m inas de plata de Zacatecas, 1548) y cuyo nuevo desarrollo en el si­
glo xvm la co ro n a apoya vigorosam ente, suele verse en él “el p rincipio do­
m inante de la econom ía colonial” (Ángel Palerm). Pero su parte en los bene­
ficios de la explotación colonial exige ser ponderada y no es posible atribuirle
a fin de cuentas m ás que efectos lim itados (Ruggiero R om ano). Para termi­
nar, ya sea que se trate de la explotación m inera, de las haciendas o de las ac­
tividades com erciales, p o r lo d em ás a m en u d o asociadas unas con otras,
los éxitos m ás significativos term inan frecuentem ente en la búsqueda de un
título nobiliario, cosa que recu erd a que los valores dom inantes no han de­
jado de ser los del orden feudal.
Finalm ente, hay que exam inar el "repartim iento” de m ercancías (distin­
to del repartim iento de trabajo), respecto del cual un estudio ejem plar de
Rodolfo P astor ha m ostrado que co nstituía el “eje del sistem a comercial v
financiero de la colonia”, desde el final del siglo xvi h asta su impugnación
d urante el siglo xvin y su elim inación p o r las reform as borbónicas. En este
sistem a, los oficiales de la corona obligan a los indígenas a com prarles cier­
tas mercancías, cuyo m onto deben pagar ulteriorm ente en especie o en dinero,
m ediante la venta obligada de los productos de su trabajo. E sta integración
forzada de los indígenas en un juego de intercam bios m uy desfavorable para
ellos, es evidentem ente u n a fuente de grandes ganancias para Jos oficiales,
quienes fijan a su antojo los precios de venta y de com pra de los productos.
Ahora bien, gracias a u n a com pleja cadena de interm ediarios (que incluye en
p articular las com pras anteriores a la repartición de m ercancías, y luego los
circuitos de venta de los productos recuperados), casi todo el comercio de la
Nueva E spaña está ligado de un a o de otra m anera al repartim iento. Por aña­
didura, es generalm ente un com erciante del consulado de México quien pro­
porciona al oficial real el dinero necesario para la com pra de su cargo, y quien
luego paga a la corona el trib u to anual que corresponde a su jurisdicción, a
cam bio de lo cual recibe, con el fin de venderlos, una p arte de los productos
recogidos gracias al repartim iento. La corona, que sabe de estos abusos, tole­
ra u n a práctica que a pesar de la corrupción le asegura u n a en trad a regular
de] tributo y permite vender a mayor precio los oficios reales. Así, en este sis­
tem a fuertem ente integrado, la corona, los oficiales reales corruptos y los
com erciantes participan juntos en la extorsión del sobretrabajo indígena me­
diante el artificio de un intercam bio im puesto que se sobrepone a la obligación
trib u taria y a la utilización del trab ajo forzado. La actividad de los comer­
ciantes de la Colonia, p or lo tanto, depende estrecham ente del funcionam ien­
to del poder m onárquico y de la coerción política ilegítim a que sus agentes
ejercen; se desarrolla en u n m arco a propósito del cual lo m enos que se puede
decir es que no podría calificarse de m ercado libre.
¿Un feudalism o tardío y dependiente?

AJ com parar ia sociedad feudal europea v el m u n d o colonial m esoam erica-


no, es posible co m p ro b ar la presencia de u n n ú m ero suficiente de ca ra c te ­
rísticas com u nes com o p a ra c o n sid erar p e rtin e n te a p lica r al segundo el
concepto de feudalism o. P ero tam b ién se co m p ru e b an diferencias lo sufi­
cientemente grandes com o p a ra a ñ a d ir que sería im propio definirlo única­
mente m ed ian te este térm in o. P or añ a d id u ra , Ciro C ardoso h a su b ray ad o
que aunque es indispensable p ro p o n er u n análisis global que tom e en cu en ­
ta el conju n to de relaciones de p ro du cción y co n se cu e n tem en te el papel
determ inante del vínculo en tre la m etró po lis y sus colonias, ta m b ié n co n ­
viene observar que las realidades coloniales, anim adas p o r dinám icas in ter­
nas propias, no son la reproducción de las estru ctu ras occidentales. Al defi­
nir ei sistem a colonial com o una form a de feudalism o tard ío y dependiente
(o, para re to m a r un térm ino de Ángel Palerrn, com o un "segm ento" d ep en ­
diente del m odo de prod ucció n feudal tard ío), espero h ac er ju sticia a esta
doble n ecesid ad de reco n o cer a la vez el c a rá c te r d e te rm in a n te del v ín c u ­
lo con la m etrópolis y las especificidades de la organización colonial.
En la expresión p ro p u esta, “feudalism o” subraya el vínculo con la m e ­
trópolis y la rep ro du cció n tendencial de las características esenciales de la
larga E dad M edia europea. "Tardío” indica que el feudalism o que se im ­
planta en el Nuevo M undo co rrespo nd e a la últim a fase de ésta, siendo “el
imperialismo españo l” la “etap a su prem a del feudalism o", según la irónica
caracterización de P ierre ViJar. Y si bien la época de la C onquista y el siglo
xvi en su co n ju n to conservan un sab o r in n egablem ente m edieval (a p e sa r
de ia R eform a, que le quila una p arte de E u ro p a al m onopolio de la Iglesia,
fenómeno en p a rte com pensado p o r la expansión del o tro lado del A tlán ti­
co y la p ro fu n d izació n trid e n tin a del control eclesial), los siglos xvii y xvm
están m arcado s p o r u n a crisis que afecta a un a p a rte de E u ro p a y p o r la
acumulación de tran sfo rm acio nes de gran alcance, cuyas rep ercu sio n es se
dejan sen tir en el Nuevo M undo. E n consecuencia, se tra ta aquí de u n feu­
dalismo todavía lo suficientem ente poderoso com o para b lo quear to d a evo­
lución h acia ia fo rm ació n de otro sistem a; es decir, todavía dom in an te,
aunque ya a la defensiva o h a sta en agonía, em pleando sus ú ltim as fuerzas
para evitar que las te n d e n c ia s su scitad as p o r su p ro p ia din ám ica se v u e l­
van en su contra. En el caso del m undo colonial, este carácter tardío se m a ­
nifiesta especialm ente p o r la im posibilidad, p ara los conquistadores, de re a­
lizar plenam ente su sueño de señorío y p o r la in stauración de un equilibrio
entre los dom inantes laicos y la m o n arq u ía, que globalm ente es favorable
a esta últim a.
La noción de feudalism o dependiente es u n a calca de la du capitalismo
dependiente (tam bién es un eco p arcial de la sugerencia de Ciro Cardoso,
quien p ara comprender las realidades coloniales im ita a elaborar la hipóte­
sis de unos “m odos de prod ucció n dependientes"). Se trata de comprender
las particularidades que diferencian las zonas centrales (dom inantes) y las
zonas periféricas (dom inadas) com o o tras tan tas com ponentes de un siste­
m a integrado. Es así com o la noción de capitalism o dependiente tiene el
m érito de p o ner en evidencia los procesos m ediante los cuales el desarrollo
del centro pro du ce el subdesarrolio de la periferia. Tam bién perm ite ver
que el sistem a capitalista se funda, en la periferia, en el m antenim iento de for­
m as p recap ilalisías de explotación, es decir, en m odalidades diversas de
trabajo no libre, com o las que perduran en el seno de las haciendas o fincas,
inclusive cuando éstas tienen com o objetivo la com ercialización de produc­
tos destinados al m ercad o m undial. De m an era com parable, en las formas
dependientes del feudalism o, la relación de doiuiniuni característica del cen­
tro no se instala (corno tam poco el crecim iento de la pequeña explotación ru­
ral familiar), porque prevalece u n a síntesis con las form as de explotación
anteriores. Así, en la Nueva España com o en la C apitanía de Guatemala, la
corona al principio se co nten ta con reorientar en beneficio propio la domi­
nación Iributaria prehispánica, y es esta opción la que provoca las princi­
pales diferencias con el sistem a feudal europeo; aun cuando, m ás allá del
siglo xvi, la im portancia relativa del trib u to declina en favor de otras for­
m as de aprop iación del trabajo indígena (en p a rticu la r el repartim iento de
trabajo y de m ercancías).
De esta m anera, las periferias dependientes, tanto feudales como capita­
listas, se caracterizan por la posibilidad de recurrir a formas de explotación
diferentes de las que se p ra c tic a n en las zonas centrales. Se tra ta general­
m ente de las m ás feroces o las m ás a b iertam en te in justas (esclavitud, tra­
bajo forzado, repartim ien to , vínculo con el suelo en las haciendas), y tam ­
bién a veces las más fáciles de in stalar (tributo). En los dos casos, la solución
de la m ejor relación beneficios/dificultades es elegida p o r los am os del cen­
tro, quienes estando lejos de su patria no dudan, por decirlo prosaicamente,
en h acer leña de todo árbol, siem pre que la lógica do m in an te del sistema
global no sea im pugnada. Es evidente que conviene que estas form as de ex­
p lotación específicas p erm an ezcan sujetas a los intereses del centro, y por
ende a la lógica general que allí prevalece. En el capitalism o dependiente se
im pone u n a lógica de exp ortació n de las m a te ria s p rim as que se d estin a a
favorecer la industrialización del centro, con frecuencia al precio de la des-
industrialización de las p eriferias, y tal cosa h a s ta el m o m en to en que el
d o m i n i o del capital financiero, concentrado p o r las potencias centrales, sus­

cite al co n trario la deslocalización de las actividades in d u striales h acia las


zonas p eriféricas. En el feudalism o dep en d ien te es posible observar igual­
mente la explotación de los recu rsos n atu rales de las colonias y su transfe-
a-jK.¡a masiva hacia el centro (oro y plata, azúcar, tabaco, algodón y plantas
Uc tinte). Pero tales m a te ria s no están d e stin ad as esencialm ente a alim en-
uu las actividades productivas de la m etrópoli, puesto que ésta sigue dom i­
nada po r u n a lógica feudal. La coro na española antes que nada se preocupa
por utilizar los ingresos de las In d ias p a ra c u b rir sus considerables gastos
mili lares y su n tu ario s (y, tra tá n d o se de la exaltación de u n a m o narquía que
se considera la d efensora del catolicism o, tam b ién la Iglesia se beneficia).
Es bien sabido que las riquezas del Nuevo M undo —con excepción de aq u e­
llas que se m aterializan en la a rq u ite c tu ra y las obras de arte— atraviesan la
península ibérica cam ino de Génova y sobre to do del n o rte de E uropa, sin
suscita)- en la p rim era u n verdadero d esarrollo productivo. E sto indica cla­
ramente el d o m in io de u n a lógica feudal, en la cual la acu m u lació n m a te ­
rial está o rien ta d a hacia u n a finalidad social y p olítica (adquisición de una
posición em inente, en cu an to a las élites coloniales, y exaltación del poder
monárquico) y no p ro p ia m e n te económ ica (interés p o r la p roducción y la
acumulación del capital).
¿Cuáles son las ventajas que se p u e d e n sa c a r de la noción de feu d alis­
mo tardío y depen d ien te? Se tra ta , com o ya he dicho, de to m a r en cu enta
las especificidades de la realid ad colonial, m a rc a d a p o r u n a situ ació n de
dependencia y u n a p o sición p eriférica que a b re n la posibilidad de form as
de organización y de explotación pro pias y diversificadas, al tiem po que in­
tegran estos aspectos singulares en u n sistem a donde prevalece la lógica del
centro. La expresión que p ro po ng o reivindica u n a v irtud uniíicadora de la
que parecen carecer los análisis que describen el sistem a colonial com o una
com binación de diversos m odos de p ro d u cció n y que, con esto, corren el
riesgo de p e rd e r de vista la lógica do m in an te que engloba y articula las for­
mas de activ idad y de explotación que coexisten en su seno. Adem ás, la
term inología su g erid a p arece p ro c u ra r u n a c a ra c teriz ac ió n m ás positiva
que aquella a la que llega Ciro Cardoso, qu ien p reo cu p ad o por c ern ir los
modos de p rod ucción coloniales, se lim ita a fin de cuentas a calificarlos de
dependientes y precapitalistas, lo cual sigue siendo im preciso. Es cierto que
la propuesta de Ciro Cardoso tiene la ventaja de insistir en la diversidad de
los sistem as coloniales am ericanos, en especial sus dos grandes variantes
Así, en las zonas poco po bladas en el m om ento de la C onquista y propicias
al desarrollo de cu ltu ras tropicales, se form an sociedades afroam ericanas
fundadas esencialm ente en el tra b ajo de los esclavos. E n las zonas donde
los occidentales en cuentran poblaciones densas, sedentarias e integradas en
organizaciones so ciopolíticas e stru c tu ra d a s (M esoamérica, Jos Andes), el
sistem a colonial reposa en la explotación de la m ano de obra indígena y en
p rim er lugar en la recuperación del sistem a tributario. Lo que aquí se deno­
m ina feudalism o tardío y dependiente p o r lo tanto es susceptible de revestir
form as m uy diversas, cuyo análisis evidentem ente debe tornarlas en consi­
deración. Respecto de esto, he de reconocer que la expresión propuesía es
insuficiente p a ra c a ra c te riz a r las diferentes configuraciones que se obser­
van en el N uevo Mundo, durante los tres siglos de la colonización. .No hace
más que ofrecer un m arco general, el cual conviene precisar, en. función de
si las condiciones locales en las cuales se ejerce la relación de dependencia
conducen a u n a articulación do m in an te con la esclavitud o con el tributo (v
un poco después con ei repartim iento).

Conclusión: pensar las relaciones m ás olla, de la nom enclatura. Es evidente


que lo im p o rtan te no es d e te rm in a r cuál etiqueta hay que fijar en las reali­
dades coloniales am ericanas. R educida a u n a sim ple operación de nomen­
clatura, la em presa sería ridicula, so bre todo porque correría el riesgo de
rem em orar la d esastrosa dogm ática estal.iniana que pretendía forzar a (oda
la historia universal a con fo rm arse a! esquem a de la sucesión ineluctable
de los cinco m odos de producción canónicos. N o sen a posible por ende re­
conocerle u n a utilidad cualquiera a la noción de feudalism o tardío y depen­
diente, salvo que ésta nos ayudara a identificar m ejor la lógica fundamental
que subyace bajo la organización y ia evolución del m undo colonial, y que
lejos de obstaculizar la identificación atenta de las realidades sociales com­
plejas y diversificadas que allí se manifiestan, contribuya a darles sentido.
E n consecuencia q u iero su g erir algunos beneficios posibles de ia noción
propuesta. En p rim e r tugar, h a b la r de feudalism o tard ío y dependiente in­
vita a reafirm ar (o a confirm ar) el lu g ar central que ocupa la Iglesia en las
sociedades coloniales. Lejos de ser reducible a un aspecto superestructura!
o “religioso", la in stitu ció n eclesial asum e, en la organización y la repro­
ducción de la totalidad social, un papel pivote, tan determinante en el mundo
colonial com o en la E u ro p a m edieval y m oderna. En segundo lugar, la con-
junción de u na síiuacíón de dependencia y de u n a lógica prevalecientcmente
feudal explica que la inm ensa tran sferencia de riquezas, desde A mérica h a ­
cia Europa, atraviesa la pen ín su la ibérica sin provocar en ella tran sfo rm a ­
ciones e stru c tu ra le s im portam es. Además, los dos aspectos evidenciados
—el tardío y el dependiente— parecen converger p ara explicar las prin cip a­
les características del sistem a colonial en el área m esoam ericana, es decir, la
no realización de la fusión c a ra c terístic a del d o in iu iu m , una vinculación
con la tierra m enos estricta y la utilización inicia! de la im posición trib u ta ­
ria. En efecto, ia situación periférica autoriza a preferir form as jocaimente
experim entadas de explotación de la m an o de obra, m ientras que la evolu­
ción del sistem a feudal, en su fase tard ía, confiere a la monarquía una ca­
pacidad acrecentad a de resistencia, frente a las pretensiones de los d o m inan­
tes laicos, sin que p o r eso posea un verdadero ap arato de E stado (de lo cual
resulta la auf onomiz.ación de los in tereses de los agentes reales y el papel
central que adquiere el rep artim iento).
Por último, en la m edida en oue n^o^cribe to d a referencia, aun parcial,
al capitalism o, la noción f i 1 ' irdío v dependiente recuerda que
se traía en este caso de j gíca es to talm en te diferente a la
nuestra, a p e sa r de las aparentes sem ejanzas en las que podría b asarse u n
análisis que se d esp reo cu p ara del sentido que cada totalidad social confiere
a los elementos que la constituyen. Ciertam ente, ya que parece de buen, gus­
to desde que se ad orm eció el debate evocado ai inicio, se podría re n u n c ia r
a toda caracterización globai de las realidades históricas, tanto m edievales
como coloniales. P ero con eso se c el riesgo de reforzar ei sentido co--
mún, que se co n te n ta con u n a pe a frag m en tad a y con las ilusiones
que favorece. Antes que rep ro d u c _.t.ema de u n a época en transición,
va total o p a rc ia lm e n te m arc a d a p o r el desarrollo del c a p i t a l i s m o , y en la
ana! estaría p e rm itid o p ro y e c ta r conceptos relacio n ad o s con evidencias
ctmtemporáneas, com o el m erendó, ia propiedad, el trabajo, la religión y mu­
chos más, la perspectiva "• . i " f se sugiere p re te n d e excluir en principio
'oda impresión de fam iliar.' ' " m n un universo que, en realidad, está sepa­
rado de n o sotro s p o r la fan tasm a b arrera que se levanta entre el m undo
capitalista y las sociedades preindu siria les. La noción que propongo quiere
ser ante todo u n a form a de. disi andam iento, acaso excesivam ente brutal; es
también una invitación p ara profundizar en el esfuerzo de com prensión his­
tórica, exponiendo las dificultades del desprendimiénto de sí m ism o, condi­
ción previa de tod o a cercam ien to a u n universo rad icalm en te diferente,
mucho m ás alejado de noso tro s de lo que parece. -
La p resen tació n de la sociedad m edieval y de su dinám ica, que en esta
p rim era p a rte se em p ren dió, nos ha llevado h a sta las rib eras americanas
Sin em bargo, a h o ra hay que re g re sa r a n u estro terren o inicial, pues hasta
aho ra no hem os hecho m ás que dibujar el esqueleto de esta sociedad. Falta
m ucho todavía, al m enos la carne y las entrañas, sin las cuales el esqueleto
no p o d ría sostenerse en pie ni co b rar vida. H abré de consagrar la segunda
parle de este libro a dicha tarea.
S eg u n d a pa rte

ESTRUCTURAS FUNDAMENTALES
DE LA SOCIEDAD MEDIEVAL
V. MARCOS TEMPORALES DE LA CRISTIANDAD

E l t ie m p o y el espacio constituyen dos dim ensiones fu ndam entales de toda


existencia h u m a n a y de to d a o rganización social. Y erraríam o s al co n side­
rar que se tra ta de elem entos n atu rales, no históricos. C iertam ente existe
un tiem po astro n ó m ico y u n espacio n a tu ral, in d ep en d ien tes del hom bre.
Pero el tiem p o —com o el espacio— tam b ién es u n hecho social. El tiem po
se aprende; a u n cuando, u n a vez aprendido, sólo p arezca u n a evidencia
(Norbert Elias). P or lo tanto, si el tiem po es la sustan cia m ism a de la h isto ­
ria, conviene convertirlo ta m b ié n en u n o de los objetos de la investigación
histórica p a ra d esn atu ra liz arlo y d eterm inar, tra s de las falsas evidencias,
las norm as sociales aprendidas.
Para c a p ta r m ejo r el ca rá c ter socialm ente elaborado de las re p re se n ta ­
ciones del tiem po, n o resu lta vano confrontar, au n q u e sea en form a som e­
ra, n uestras pro p ias concepciones con las de la E d ad M edia. Hoy, el tiem po
que apren d em o s a ver en los relojes es u n tiem po unificado y dividido en
unidades precisas, m ensu rab les h a sta en sus fracciones ínfim as (a p esar de
las lim itaciones que enfrenta la m etrología contem poránea) y m u n d ialm en ­
te coordinado gracias al bien —o m al— llam ado "tiem po universal”. Som e­
tido a la "tiran ía de los relojes” y a la obsesión de sab er qué h o ra es, de las
que h abla N o rb ert E lias, el h o m b re co n tem p o rán eo es u n ser con p risa y
tenso, cuya vida parece u n a c a rre ra c o n tra reloj. El tiem po actu al es un
tiempo cada vez m ás acelerado, al que se im pone u n a exigencia de re n ta b i­
lidad cada vez m ás acen tu ad a. E sta lógica se m anifiesta de m il m odos p o r
la dictadura de los tiem pos breves y los ritm os sincopados, p o r el ideal de la
inmediatez y la in stan tan eid ad , así com o p o r la negación del paso del tiem ­
po y la subsiguiente interdicción del envejecim iento, que dom inan el cam po
de la com unicación. Se im pone u n etern o presente, form ado p o r in stantes
efímeros que b rilla n con el p restigio fu lg u ran te de u n a novedad ilusoria,
pero que so lam ente sustituyen, siem pre con creciente celeridad, lo m ism o
por lo m ism o. Así se inscribe sin piedad, en los nervios ato rm entados de los
individuos, la lógica de la re n ta b ilid a d eco nóm ica y las form as cad a vez
más exigentes que ésta reviste. L a bú squeda de g an ar tiem po, el aprovecha­
miento m áxim o del tiem p o disponible y el aco rtam ien to de la duración de
toda operación, el sistem a just in tim e y la ro ta ció n acelerada de las mer­
cancías, la celeridad de los flujos de capital y las ganancias fulm inantes de
la especulación: bajo estas form as las leyes exacerbadas del m ercado lu­
chan ferozm ente co n tra el p a rám etro tem poral. Se en fren tan al tiempo,
p ara reducirlo incesantemente y vencerlo.
Así es el tiem po d o m in an te y co n q u istad o r de n u estro s días (aunque
subsistan, en diversos sitios del p laneta, rastro s de u n a tem p o ralid ad más
tradicional). Ahora bien, la realidad de la E dad M edia es en todos sentidos
opuesta a la n uestra, pues ignora el tiem po unificado, acelerado y sincopa­
do del m u n d o m oderno . Pero an tes que su p o n er u n a “gran indiferencia
resp ecto al tiem po", la cual según M arc B loch era c a ra cterístic a de los
h o m b res del m edioevo, intentarem os reconocer, siguiendo a Jacques Le
Goff, que éstos te n ía n u n a concepción del tiem po diferente a la nuestra y
se in teresab an en él a su modo.

U n id a d y div e r s i d a d d e l o s t i e m p o s s o c ia l e s

Mediciones del Hampo vivido

Como señala Jacques Le Goff, "las m ediciones del tiem po y del espacio son
u n in stru m e n to de dom inación social de la m ayor im p ortancia. Quien las
co n tro la au m e n ta considerab lem ente su p o d e r sobre la sociedad". Desde
este p u n to de vista, la Iglesia h a sido la gran vencedora. La lenta adopción
de la era cristiana (cálculo de los años partien d o del nacim iento de Cristo)
índica que O ccidente se constituye p au latin am en te en u n a unidad, bajo la
form a de la “cristiandad". Sin em bargo, d u ra n te m ucho tiem po siguieron
vigentes los sistem as cronológicos inspirados en la A ntigüedad pagana, por
referencias a los cónsules o a los reinados de los em peradores, Juego a los
sob erano s o, incluso, a la fundación de R om a o a la co n jetu ra de la crea­
ción del inundo. E n el añ o 525 D ionisio el Pequeño, u n m onje oriental, es­
tablecido en R om a, p u blica sus Tablas pascuales. Al ju zg ar que el sistema
ento n ces en vigor tom aba com o p u n to de referencia el rein ad o de Diqcle-
ciano y h o n ra b a así indebidam ente la m em oria de u n tirano, decide calcu­
la r los años a p a rtir del nacim iento de Cristo. El tratado de Dionisio, obra
que tuvo un gran im pacto en O ccidente en la m edida en que puso término a
las controversias relativas a la fecha de la Pascua, es tam bién el canal por el
cual se difunde la era cristiana (Georges Declercq). Con todo, los progresos
de ésta son m uy lentos, y serán las obras de B eda el Venerable las que asegu­
ren el verdadero éxito del sistem a de Dionisio: su tratad o Be la medición del
tiempo (725) am plía las tab las de fechas pascuales de D ionisio y las inscribe
en una concepción m ás global del tiem po; su Historia eclesiástica del pueblo
inglés (731) es la p rim e ra o b ra h istó ric a que utiliza de m an e ra sistem ática
la era cristian a com o in stru m ento de m edición del tiem po, incluyendo al fi­
nal de la o b ra u n a cronología resu m id a que abarca desde el 60 a.C. h asta el
731 d.C.
El m u n d o in su la r es en re a lid a d p re c u rso r en la m ateria: en el m ism o
periodo se utiliza la era cristiana p rim ero en las cartas anglosajonas y poco
después ta m b ié n re c u rre n a ésta W illibrord (en 728) y B onifacio, m isione­
ros o rig in ario s de las islas. P o sterio rm en te, en los siglos IX y X, la era cris­
tiana va ganand o terren o len tam ente en el continente, sobre todo en el á m ­
bito germ ánico. Pero no es sino d u ran te los siglos xi y x i i que se generaliza
su uso en O ccidente, ta n to en los d o cum entos pontificios (a p a rtir de N ico­
lás II, en 1058) y en las actas de las cancillerías reales, condales o episcopa­
les, com o en las o b ras h isto rio gráficas (con excepción del m u n d o ibérico,
que utiliza la era de E spaña, la cual tiene u n desfase de 38 años respecto de
la era cristian a). Agreguem os que la cronología retrospectiva de los sucesos
anteriores a Cristo, que B eda ya h a b ía p robado, no se difunde sino a p a rtir
del siglo xui y, sob re todo, del xv. E n cu a n to al siglo, p eriodo de cien años
calculado con base en el p rim e r año de la era cristiana, aparece tím idam en-
te e n el siglo XIII, en c u e n tra apoyo gracias a la p ro clam ación del p rim e r ju ­
bileo cristiano p o r p a rte de B onifacio V I I I en 1300, pero no se utiliza com o
instrum ento h istoriográfico an tes del siglo xv). Así, si b ien el co njunto del
sistema cronológico que está en vigor a h o ra se in stau ró lentam ente du ran te
la E dad M edia, la p rá c tic a de c o n ta r ios años ab incarnatione D om ini, se­
gún el sistem a p ro p u esto p o r D ionisio el Pequeño, aparece, a p a rtir del siglo
XI, como u n a d e las m u estras m ás evidentes de la u n id a d d e la cristiandad,
lo que estableció en tre o tra s cosas u n a diferencia clara con respecto al ca­
lendario m usulm án , cuyo año de referencia es la hégira.
Si el añ o de referen cia del calen d ario unifica a la cristian d ad desde el
siglo xi, persiste u n a extrem a diversidad en la elección del día que inaugura
cada año nuevo. D esprovisto de c u a lq u ie r valor cristiano, el p rim ero de
enero, a d o p tad o en la A ntigüedad, cae en desuso a p e sa r de la persistencia
de los rito s de las calen d as de en ero y la co stu m b re de ofrecer, ese m ism o
día, los "aguinaldos” (regalos m ed ian te los cuales los patroni rom anos ase­
guraban la le alta d de sus clientes d u ra n te to d o el año, y que la Iglesia de­
n un cia com o u n a lógica del don y el co n trad ó n c o n traria a la caridad cris­
tiana). P or lo tanto, coexisten varios "estilos” cronológicos diferentes, según
se haga co m enzar el año en N avidad, en la A nunciación, com o lo hace el
papado, o en la Pascua, preferencia p articu larm en te com pleja p o r el carác­
te r móvil de esta festividad. Hay que señ a lar el caso p a rtic u la r de Castilla,
que p erm anece fiel al p rim ero de enero ro m an o h a sta el siglo xiv, dando
lu g ar posteriorm ente, cuando o tras regiones europeas siguen la evolución
inversa, a la rivalidad entre los estilos de la N avidad y de la A nunciación (lo
que no deja de ten er consecuencias en el Nuevo M undo, donde repercute la
diversidad de estas preferencias en el siglo xvi). P or lo tanto, si los diferen­
tes estilos de calendarización se refieren a hechos esenciales p a ra la his­
to ria de la salvación y, en consecuencia, m anifiestan el carácter cristiano de
los m arcos tem porales, su rivalidad es m u estra de la fragm entación política
de la E uropa feudal, a tal extrem o que, d u ran te ciertos m eses, coexisten dos
años diferentes en u n m ism o reino.
La E dad M edia vive con el calen dario establecido p o r Julio César, es
decir, un año de 365 días, con u n día su p lem entario cad a cu atro años. Sin
em bargo, los astrónom os m edievales no tard an m ucho en con statar que de
ahí se deriva u n desfase en relación con el ritm o del sol. E sto aparece clara­
m ente en los tratad o s de Alfonso X el Sabio, quien calcula con m ayor preci­
sión la duración del ciclo solar y de esta m anera da testim onio de los progre­
sos de la astronom ía medieval y de sus avances respecto de los conocimientos
antiguos. No obstante, p a ra re m ed ia r esta situ ació n h a b rá que esperar la
reform a del calendario prom ovida p o r el papa G regorio XIII, quien suprime
10 días del año 1583 (del 5 al 14 de octubre) a fin de re cu p e rar el retraso del
calendario respecto del sol. E sta m edida se ad o p ta de inm ediato en Occi­
dente, y Felipe II o rdena su aplicación en las Indias occidentales. Es no­
table que el papado haya adoptado u n a iniciativa de esta naturaleza, con la
cual da prueba, a p esar de la secesión de las regiones reform adas, de su ca­
p acid ad p ersisten te p a ra co n tro lar los m arco s tem porales de la sociedad.
Si el año se divide en 12 m eses, de acuerdo con el sistem a antiguo (del
cual los calendarios retom an tam bién la designación de los días de cada mes
com o idus y calendas), u n a innovación decisiva es la introducción de la se­
m ana, calcada del m odelo bíblico de los siete días de la Creación del mundo.
La sem ana reviste u n a im portancia extrem a: desde la época paleocristiana,
constituye la base del tiem po litúrgico, p orque a p a rtir de entonces se adop­
ta la regla de u n a conm em oración h eb d om adaria del sacrificio de Cristo. El
"día del Señor” (dies dom inicas, en francés dimanche, en castellano domingo,
en italian o d om enica) se convierte p o r ende en un elem ento d e term in an te
del ritm o de la vida. La E dad M edia experim en ta ta m b ié n u n a du alid ad
entre seis días de actividades, que co rresp o n d en a los seis días de la C rea­
ción y el séptim o día de descanso ta n to para los ho m b res com o p a ra Dios.
Este d ía fuera de lo com ún debe consagrarse al culto divino y a la sociabili­
dad (reuniones, fiestas, etc.), y la Iglesia reitera sin cesar la interdicción de
las actividades g u erreras y de labo r dom inical! au n q u e tolera las excepcio­
nes en caso de necesidad, p or ejemplo, d urante el periodo de cosechas. H acia
finales de la E dad M edia, las im ágenes del "Cristo del dom ingo” m u e stra n a
Jesús h erid o p o r las h e rra m ie n tas que los cam pesinos y los artesanos u tili­
zan de m a n e ra ilícita el dom ingo, con lo que se b u sca ilu stra r h a sta qué
punto tra b a ja r el día del Señor es ofenderlo (D om inique Rigaux).
A unque no se ignoran las 24 ho ras del día rom an o, éstas no son objeto
de uso p ráctico . Sucede todo lo c o n tra rio con las ocho h o ras canónicas,
que resu ltan escansiones decisivas cuya d u ració n varía en función de la es­
tación del año (m aitines, a m edia noche; luego laudes, p rim a y tercia; sexta,
cuando el sol está en el cénit; y finalm ente, nona, vísperas, al ponerse el sol,
y com pletas). Las cam p an as de los m o n asterio s y las iglesias a n u n c ia n a
todos las h o ra s can ó n icas, ya que co rresp o n d en a los rezos que m a rc a n el
ritm o de la jo m a d a de los clérigos. Pero las cam panas tam bién acom pasan
la lab o r de los cam pesinos, al igual que tod as las actividades de la p o b la ­
ción de las ciudades. El vínculo en tre el sonido fam iliar de las cam p an as y
la vida ru ral es tan estrecho que da pie a cierta etim ología de fan tasía que
establece Ju an de G arlande en el siglo x t ii : “Las cam p anas (campanae) reci­
ben su n o m b re de quienes viven en el cam po (in cam po) j’a que estos ú lti­
mos no pueden d e term in a r las horas sino gracias a las cam p an as”. A p a rtir
del siglo XIV, la recitació n de las h o ras can ón icas se extiende en tre la éjite
laica, gracias a la m ultiplicación del libro de horas que indica los rezos que
corresponden a cada u n a de las horas y a cada día del año.
Si el m om ento del d ía se m ide de m anera flexible, la alternancia tajante
entre el día y la noch e es evidente p a ra todos. La noche es u n tiem po de
m iedos reales (las agresiones son m ás factibles, lo cual hace de la noche
una c irc u n sta n c ia agravante p a ra la justicia) y de m iedos esp iritu ales (la
noche d a lu g a r a las peores m anifestacion es de] diablo y a las luchas m ás
intensas c o n tra las tentacio nes). Al ser un objeto de inquietudes, la noche
tam bién p ued e ser, cu an do el com b ate c o n tra el m al es victorioso, u n m o ­
m ento privilegiado p a ra enco n trarse con Dios. Com o en todas las socieda­
des donde escasean los m edios de ilu m inación , la d u alid ad del día y de la
noche tiene m ás rep ercu sió n que en el m u n d o m oderno, au n q u e esto no
significa que la d iabolización de la noche sea ab so lu ta en la E dad Media.
Además, desde el siglo x i i i , el em pleo del vidrio perm ite la fabricación de
lám paras de aceite m ás eficaces, que reducen el riesgo de incendios. Por
últim o, en lo que toca a la m edición de los instantes breves, ésta parece bas­
tante aproxirnativa si la com param os con nuestro s hábitos horarios: con
frecuencia se m enciona el tiempo de un cirio que se consum e o el de la reci­
tación de u n Ave M aría o de un Padre N uestro; una vez más, se tra ta de refe­
rencias em inentem ente cristianas.

Ciclo litúrgico y dom inio clerical del tiempo

La Edad M edia no conoce un tiempo unificado por su m edición y puram ente


cuantitativo, un “tiem po universal” que pretendiera im ponerse igualm ente a
iodos. Prevalece una diversidad de tiem pos sociales, cualitativam ente mar­
cados j’ diferenciados unos de otros. Sin duda, el papel p rin cip al hay que
atribuírselo al tiem po clerical, que es p rim o rd ialm en te el de la liturgia y
que im pone sus referencias a lodos: en efecto, se dice de m an era m ás natu­
ral "el día de san Ju a n ” que el 24 de junio, “el día después de Navidad" que el
26 el diciem bre. La e stru c tu ra del ciclo litúrgico an u al se establece desde
el siglo vn con las pericopas, es decir, las lecturas de pasajes bíblicos adap­
tad as a cada día del año, que fo rm an así el "tem poral”, al cual pronto se
añade el “san to ral”, con las indicaciones relativas a las celebraciones de los
santos. El conjunto del ciclo, enriquecido poco a poco, está consignado en
l o s libros litúrgicos que indican los rituales, las fórm ulas y las plegarias pro­
pios de cada festividad del año; sim ultáneam ente, los calendarios litúrgicos
se m ultiplican en los m anuscritos.
El calendario litúrgico se e stru c tu ra p rin cip alm en te en función de las
grandes festividades crísticas: el ciclo de la N avidad, com enzando por el
Adviento (40 días an tes de la N atividad) y prolongado p o r los 12 días que
concluyen con la Epifanía; la A nunciación; el ciclo de la Pascua, precedido
p or la C uaresm a (40 días tam bién), que culm ina du ran te la S em ana Santa,
desde el D om ingo de R am os h a sta el D om ingo de R esurrección, y qüe se
prolonga h a sta la A scensión y el P entecostés (10 y 40 días tras el domingo
pascual, respectivam ente). D u ran te el siglo IV, la N atividad se fija el 25 de
diciem bre (an tigu a fecha del solsticio de invierno), y la A nunciación, en
consecuencia, el 25 de m arzo (en ese entonces fecha del equinoccio de pri-
rnavera). P or su c a rá c ter móvil, la fiesta de P ascua (con las festividades de­
pendientes que acarrea) da lugar, entre los siglos III y V, a u n a larga co n tro ­
versia a la que ponen fin las Tablas pascuales de D ionisio el Pequeño, excepto
en el m u n d o insular, donde se p rolonga h a sta el siglo vil: debate m uy com ­
plejo, en el que se m ezclan la v o lun tad de disociarse de las costu m b res ju­
días (aunque, según los Evangelios, la crucifixión tuvo lugar el día m ism o o
al día siguiente de la P ascua judía), algunas diferencias en la in terp retació n
de las Sagradas E scrituras y u n a divergencia en tre las iglesias de R om a y de
Alejandría en m a te ria de cóm puto lunar. F in alm en te, se ad m ite que la fe­
cha de la P ascu a debe fijarse el p rim e r'd o m in g o tras la p rim e ra lu n a llena
que sigue al equinoccio de prim av era (es decir, entre el 25 de m arzo y el 25
de abril), siguiendo en esto las reglas de có m p uto de los alejandrinos, cuyo
éxito en O ccidente se debe a D ionisio (gracias a su ta b la de 532 años, gran
ciclo al fina! del cual, las fechas de la P ascua se re p iten de la m ism a form a).
La fecha fu n d am ental de la R edención se caracteriza así p o r la conjunción
de los ciclos solar y lunar, conform e a un sistem a cuya com plejidad volunta­
ria im pone la necesidad de re c u rrir al sab er clerical en m ateria de cóm puto
(previsión calen d áríca) y fortalece la im p o rta n c ia de los centros de a u to ri­
dad en m ateria de conocim iento astronóm ico (prim ero Alejandría en Oriente
y luego R om a en Occidente).
El ciclo crístico se co ncen tra sobre todo en tre los m eses de noviem bre y
mayo, época p rin cip alm en te invernal, m ie n tra s que el tiem po de las g ra n ­
des actividades agrícolas, y particu larm en te las cosechas, está m ás despeja­
do de festividades religiosas. Pero el ciclo anual evidentem ente se equilibra
más cuando se le añaden las festividades de !a Virgen (en especial la A sun­
ción, ei 15 de agosto) y de ios santos, cuya ab u n d an cia contribuye a la cris­
tianización del tiem po, ya se tra te de los santos principales, celebrados en
toda la cristian d ad , o de aquellos de cuyo cuito solam ente dan fe las tra d i­
ciones locales. La v oluntad de eq u ilib rar m ejor las dos p artes del año se ve
confirmada adem ás p o r la tran sferencia de ciertas festividades, com o el día
de Todos los Santos, que en el siglo vm se desplaza del 13 de m ayo a! 1° de
noviembre, antes de difundirse p lenam ente en la. época carolingia. Por últi­
mo, m u ch as celeb racion es im p o rta n te s se a ñ a d en d u ra n te los siglos m e­
dievales, com o el día de m u erto s en el siglo XI o el día de C orpus (Corpus
Doniini) en el siglo Xilí. En total, el calendario litúrgico es u n a creación n o ­
table de la Iglesia m edieval, que se lleva a cabo sin la m e n o r justificación
bíblica, p ero que g ozará de u n éxito considerable. E l tiem po litúrgico se
impone, pues, en n u m ero so s aspectos de la vida: d e te rm in a los ritm o s de
las labores y del descanso, de la alim en tació n (la ab stinencia durante la
Cuaresm a y cada viernes) y tam b ién de la sexualidad (prohibida p o r la Igle­
sia durante los dom ingos y las fiestas im portantes).
Aun así, el calen dario litúrgico sigue m arcado p o r tensiones, debido a
sus vínculos con el calendario astrológico y con los ciclos festivos agrarios.
El caso m ás evidente es la N atividad, cuya fecha se fija de m an era que co­
rresponda con el solsticio de invierno y que reem place la celebración anti­
gua del renacim iento del sol (ya que a Cristo m ism o se le había identificado
con la an tig u a divin idad solar, Sol invictas, d u ra n te la época paleocristia-
na). El caso de la P ascua es diferente, au n q u e su fecha tiene com o referen­
cia principal el equinoccio de prim avera que, al m arcar la renovación de la
naturaleza, se asocia con la tem á tica cristian a de la resurrección. Asimis­
mo, p ara com batir las fiestas y m ascaradas de las calendas de enero, que en
la A ntigüedad m a rc a b a n el p rincipio del año nuevo, la Iglesia decide aso­
ciar a este día la circu n cisió n de Jesús, am pliando su liturgia a p a rtir del
siglo vi y vinculándola con un ayuno obligatorio. P or últim o, las celebracio­
nes de los santos im po rtantes corresponden a m om entos cruciales del ciclo
anual, p o r ejem plo, la fiesta de san Ju an , en el solsticio de verano, y la de
san M artín, celebrada el 11 de noviem bre, a principios del invierno popular
(relacionado con la figura sim bólica del oso, que com ienza a hibernar, para
d espertar al llegar el carnaval). Finalm ente, la Iglesia in staura la liturgia de
las Tém poras en tre los siglos iv y v, la cual santifica el inicio de cada esta­
ción del año con u n a sem an a de ayuno y oración, tran sfo rm an d o así una
celebración de cam bio de estaciones que ya se practicaba en Roma.
El éxito de las fiestas cristian as se explica en p arte p o r esas coinciden­
cias con los ritm os n aturales y agrícolas. No obstante, la Iglesia se esfuerza
en negar en lo posible tales conco rdancias. A dem ás de su oposición a las
costum bres que las dejan tra slu c ir con dem asiad a claridad, com o las ho­
gueras de san Ju an, la Iglesia se dedica a desn atu ralizar el calendario litúr­
gico p a ra ligarlo exclusivam ente a la vida de C risto y de los santos, y no a
los ritm os de los astro s y de las plantas. Sin em bargo, puede exceptuarse la
liturgia de las T ém poras y, sobre todo, las procesiones rogativas que, aun
cuando no ten ían un significado ag rario al in stitu irse a finales del siglo v,
perm itieron m ás tard e invocar, d u ra n te los tres días que precedían a la As­
censión, la p rotección divina en favor de los cultivos y del ganado. En cuan­
to al carnaval, ritu a l de fertilidad y explosión desenfrenada de las energías
vitales, éste queda integrado en el calendario cristiano, aunque cuidadosa­
m ente enm arcado y destinado a ceder paso a las exigencias de la Cuaresma.
El ciclo litúrgico, p o r lo tanto, deja ver u n a relación am bigua con los ritm os
n aturales y ag rario s. Los sigue en p arte, p ero sin reconocerlos v erd ad era­
mente. Tom a en c u en ta las realid ad es de la vida cam pesina, pero preten d e
trasladarlas a otro plano, m ás espiritual. Es p o r ello que existe u n a fricción
potencial en tre el calen dario esp iritual de la Iglesia y el calendario agrario
del m u nd o ru ral, que si bien coinciden en lo esencial, no dejan de p resen tar
notables divergencias de in terp retació n. La reticencia clerical a asu m ir en ­
teram ente los ritm o s estacion ario s de las actividades agrícolas explica sin
duda la p e rsiste n c ia de los ritu a le s de fertilid ad , com o el carnaval o los
trances cham ánicos que se p racticab an al m argen de la Iglesia.
S o b re p o n e r las celeb racio n es c ristia n a s a los rito s p aganos y, sobre
todo, al ciclo n a tu ra l resu lta, sin em bargo, u n in stru m e n to eficaz de evan­
g e liz a ro n e im p o sic ió n del sistem a eclesial. Se re p ro d u c e ad em ás en el
Nuevo M undo: de la m ism a m a n e ra en que u n a iglesia cristian a reem plaza
con frecu en cia u n lu g a r de culto p reh isp án ico , tam b ién la cristian izació n
del tiem po o p e ra allí según u n a estrateg ia m uy p ra c tic a d a en el O ccidente
medieval. M uchos ejem plos d e m u e stra n la su stitu ció n de u n a celebración
p reh isp án ica p o r u n a fiesta c ristia n a , y la eviccíón del dios p ro te c to r de
una c o m u n id a d o u n a e tn ia p o r u n san to p a tró n que fre cu e n tem e n te se
elige con b ase en la co rre sp o n d e n c ia e n tre la fecha de su fiesta y la del
antiguo dios. S in em bargo, los clérigos con m ás p rep a ració n se a larm an
ante tal co incidencia que, a p e sa r de a y u d a r en la evangelización, p ro m u e ­
ve la persisten cia velada de rito s y creen cias indígenas (el dom inico Diego
Durán d e n u n c ia , en la N ueva E sp añ a, “la m ezcla que p u ed e h a b e r acaso
de n u estras fiestas con las suyas, que fingiendo éstos celeb rar las fiestas de
nuestro Dios y de los santos, e n tre m e ta n y m ezclen y celebren la de sus
ídolos, cayendo el m ism o d ía ”). La am b ig üedad es la m ism a que en el Oc­
cidente m edieval.
El tiem p o agrícola co ncierne a la in m ensa m ayoría, p o r no decir que a
casi la to talid ad de la población m edieval. P ara los cam pesinos, los ritm os
de la vida están ligados indisolublem ente a la n atu raleza y, sobre todo, a los
ciclos solares (alternancia del día y la noche; reto m o periódico de las estacio­
nes). Se tra ta de u n tiem po cíclico, aun qu e p e rtu rb a d o p o r variaciones cli­
máticas y m eteorológicas, y p o r lo tan to cargado de singularidades e im p re­
vistos. C ada año se rep ro d u c e n los m ism os fenóm enos esenciales, lo que
perm ite la repetició n de las m ism as actividades. Este tiem po es parcialm en ­
te com patible con el tiem po litúrgico de la Iglesia. P or lo dem ás, ésta se es­
fuerza en a m p lia r la co rrespondencia entre este tiem po agrícola y el tiem po
litúrgico, con el pro p ó sito de encarg arse de él e integrarlo en el tiem po li­
túrgico que co n tro la. U na m u e stra de esto es la m u ltip licació n de las re­
p rese n tac io n es ico n og ráficas de las lab o res de los m eses, en p articular
desde el siglo XI. Cada m es se ilu stra m ed ian te u n a actividad característi­
ca, esencialm ente las actividades agrícolas o el reposo de diciembre, pero
tam b ién p o r algu nas escenas, com o la del caballero de m ayo, y p o r algu­
nas alegorías, corno la figura de Jano, antiguo dios con dos rostios, o para
el m es de m arzo, la figura de los vientos d esen cad en ad o s (antiguo tema
que el arte m edieval tra n sfo rm a en u n a alu sió n a la lujuria). E stas repre­
sentaciones g en eralm en te ocu p an lugares m arginales en la decoración de
las iglesias (arch iv o ltas de las p o rta d a s, p in tu ra s en el in te rio r de las ar­
cadas o al pie de los m u ros). Tales disposiciones, secu n d arias o m argina­
les, hacen p e n sa r que la in tegració n de las labores de los m eses a la deco­
ració n de los edificios no co n stitu y e u n v erd ad ero reconocim iento del
tiem po p rofano, de p o r sí desprovisto de sentido p a ra la Iglesia. Si la ico­
n og rafía de los m eses in d ic a c ie rta a te n c ió n al tiem p o en que viven los
laicos, éste se in scrib e en u n a je ra rq u ía y en u n a perspectiva que lo inte­
g ran al tiem po litúrgico, lo cual no re su lta difícil p o r tra ta rse de dos tem ­
p oralidades cíclicas que fácilm ente pu ed en superponerse. La Iglesia, pues,
otorga un lugar m odesto y sum iso al tiem po de las actividades agrícolas y
laicas, p a ra incluirlas m ejo r en el tiem po d o m inante de la sociedad cristia­
na, que es el de la litu rg ia (excepcionalrnente, la in teg rac ió n llega a tal
grado que las labores de los m eses, ya asociados a un verdadero calenda­
rio litú rg ico , o c u p a n su lu g a r en to rn o al a lta r y en lo alto de los m uros
[véase la foto v .l]).
El tiem po señorial se in trod uce parcialm ente en los m arcos del tiempo
clerical. Sin duda, el llam am iento a los vasallos en m ayo no corresponde a
fechas dotadas de significación cristiana, como tam poco los torneos, cuya
organización carece de u n a periodicidad regular- y está fuera del calendario
litúrgico. Sin em bargo, p a ra lo dem ás, las actividades que m arcan el ritmo
de la vida señorial se inscriben en el calendario cristiano. Las fiestas aristo­
cráticas y reales, en especial aquellas en las que se arm a a los nuevos caba­
lleros, se organizan g en eralm ente el día de la fiesta de Pentecostés. Y los
días de recaudaciones, cuando los cam pesinos acuden a entregar personal­
m ente los frutos de sus cosechas en m anos de su señor o de su representan­
te, se santifican m ed ian te la elección (m uy variable según los lugares) de
festividades im p o rta n te s, p o r ejem plo, las de san Ju a n o de san Miguel, el
día de Todos los S antos o la Pascua.
Fü'i0 v. 1. Calendario litúrgico y iepresení.a.ciones de los meses (1263: frescos de la capilla de san Peregrino,
niunasícriu de BuiniuüJü, Abruzzo).

Las repi eseu Liciones de los m eses ap arecen frecuentem ente en la decoración piu la d a o esculpida de las
iglesias, pero es to talm en te excepcional que se asocien con un calendario litúrgico. Aquí, en la capilla de
san Peregrino, cada u n a de las inscripciones indica una fiesta de Cristo, la Virgen o un santo, que veneran
los benedictinos del m o n asterio de B om inaco. Es com o si las páginas de un m anuscrito litúrgico se h u ­
bieran p ru \ celado sobre j o s m u ros en to rn o al altar, p a ra in dicar las celebraciones realizadas d u ra n te el
año en ese m ism o lugar. Aquí vemos la p rim era m itad del año: en relación con el m es de enero, p a rtic u ­
larmente ¡ecargado de celebraciones, un h om bre se calienta ju n to al fuego; la poda de la vid corresponde
aquí ai mes de febrero; el spinario de m arzo (un h om b re que se quila una espina del pie) es una alegoría
que proviene de la A n tig ü e d a d y q u e se a s o c ia c o n la lu ju ria ; e n a b ril, u n jo v en s o s tie n e u n r a m o
de flores, c o m o ta m b ié n el c a b a lle ro d e m a y o , m ie n tr a s q u e en ju n io se d a in ic io a la c o se c h a .

“Tiempo de la Iglesia y tiempo del mercader’’

El tiem po en las ciudades introd uce diferencias notables en relación con el


tiempo de la Iglesia, de los señores y de la tierra. Aun cuando m uchos ciu­
dadanos siguen en contacto estrecho con la vida del cam po, las actividades
artesanales y com erciales no están sujetas d irectam en te al ritm o de las es­
taciones. Es en la ciu dad, y p a ra la ciudad, que el reloj m ecánico público,
cuya técnica aparece en tre ,1270 y 1280, se extiende p o r to d a E uropa d u ran ­
te el siglo XIV (por ejem plo, en París en 1300, en Florencia y G ante en 1325).
A pesar de las im p erfeccion es de los p rim ero s m ecanism os, ya se dispone
de un tiem po aritm ético , m ensu rab le, form ado p o r unidades teóricam ente
iguales, cuya influencia se acrecien ta m ás aú n con la aparición de los relo-
jes privados en la segunda m itad del siglo xw, luego de los relojes de bolsillo
individuales a finales del siguiente siglo (aunque habrá que esperar hasta el
siglo xix p a ra que éstos gocen del favor popular). El reloj m ecánico, que
com ienza a in sp irar a la literatu ra y que D ante llam a "gloriosa rueda”, es un
invento extraordinario, asociado en gran parte a un nuevo tiem po social: el
del trab ajo artesanal. E fectivam ente, los artesanos que trabajan en las ciu­
dades tien en necesidad de u n a indicación precisa y específica que perm ita
m a rc a r el p rincipio y el final de las actividades cotidianas. Como lo expone
un docum ento de 1355, "conviene que la m ayoría de los obreros jornaleros
vayan y vengan de su trabajo a horas fijas”. Los inicios del trabajo asalaria­
do —au n cuando éste casi no g u ard a sem ejanza aú n con el salariado del
siglo xix— h acen n ecesaria u n a m edida h o raria m ás o m enos precisa. Sin
em bargo, ésta será objeto de m últiples conflictos, sobre iodo por la tenden­
cia de los m aestros artesano s a re tra sa r el tañido del carillón que anuncia el
final de la jo rn a d a de trab ajo . Los relojes urb an o s, que con frecuencia se
alzan en el cam p an ario del palacio m unicipal, son responsabilidad de las
autoridades com unales, lo que ensalza su prestigio.
La difusión de los relojes m ecánicos cuestiona el m onopolio de la medi­
ción del tiem po, que h a sta entonces d eten ta 1a. Iglesia, cuyas cam panas
acom pasan trad icio n alm en te la jo rn ad a con el ritm o im preciso y cam bian­
te de las h o ras canónicas. Jacques Le Goff ha analizado así la aparición de
u n conflicto en tre el tiem p o de la Iglesia y el tiem po de los m ercaderes:
"Esos relojes p úblicos que se alzan p o r d o quiera frente a los cam panarios
de las iglesias re p re se n ta n la g ran revolución del m ovim iento com unal en
el plano del tie m p o ”. Sin em bargo, en sus estudios, se ha cuidado de no
exagerar esta oposición, p ues entre am bos tiem pos se co nstata igualm ente
cierta coexistencia o al m enos u na suave transición. El p rim e r reloj m ecá­
nico del que se tiene reg istro en el reino de F rancia está en el cam panario
de la catedral de Sens (1292), y la m itad de los relojes del siglo xiv se cons­
tru y ero n tam b ién p a ra las catedrales. P o r otro lado, en York, la catedral
asocia los relojes que m a rc a n las h o ras canónicas y la del trabajo, la cual
in d ica el p rin cip io y el final de la jo rn ad a. P or lo tanto, la Iglesia no se
m u estra h o stil al tiem po m e n su ra d o y reg u lar de los relojes, y no duda en
asu m ir ella m ism a su control.
Sin em bargo, el desarro llo de los relojes m ecánicos m arca la aparición
de u n tiem po unificado, m ensurable y breve, ligado a las form as de vida ur­
banas y a la p rehistoria del salariado. Con todo, hasta el siglo xvi p o r lo me­
nos, este tiem po p erm an ece incierto en gran m edida, y los relojes con fre­
cuencia son defectuosos. Tam bién sigue siendo u n tiem po mal unificado,
porque aun cuando las horas m arch an con m ayor o m enor regularidad, to d a­
vía falta sab er cuál es su pun to de referencia. Carlos V el Sabio intentó llevar
a cabo u n a unificación de esta índole, cu ando ordenó que todos los relojes
del reino de F ran cia m a rc a ran la m ism a hora que el de su palacio parisino
(además, en 1370 hizo que se rem plazara el viejo m ecanism o, instalado por
Felipe IV el Hernioso en 1300, p o r un reloj m ás confiable). Aunque es dudoso
que se haya ejecutado esa disposición, dem u estra que el tiem po de los relo­
jes no es sólo el de los m ercaderes; lo es tam b ién del p o d er real que b u sca
afirmarse. P o r últim o, el reloj m ecánico y las experiencias sociales que se le
asocian a c e n tú a n el se n tir del paso del tiem po. C uanto m ás estric tam e n te
se va m idiendo el tiem po, m ás precioso parece. El bu en em pleo del tiem po
que p asa se co n v ierte ento n ces en u n tem a co m ú n p a ra laicos u rb a n o s y
clérigos (sobre todo las órdenes m endicantes), aunque aquéllos se preocupan
principalm ente de sus negocios y éstos de la salvación. Pero ese tiem po que
comienza a p a sa r con d em asiada rapidez y a escapárseles m elancólicam en­
te a los h o m b res, tam b ié n es m ucho m ás ap rem ian te, de m an era que no
pasará m u ch o tiem po antes de que se d en uncien las rejas rígidas del tie m ­
po medido: "Las h oras están hechas p a ra el ho m bre y no el hom bre p a ra las
horas”, p ro te sta Rabelais, en su G argantúa.
El conflicto en tre el tiem po de la Iglesia y el tiem po de los m ercaderes
se manifiesta, a u n de otro m odo. En efecto, la Iglesia condena las activida­
des de éstos, en p artic u lar los p réstam os con intereses, calificados de usura.
Según el arg u m e n to de los clérigos, el prestam ista es u n perezoso que se
enriquece incluso m ien tras duerm e, lo cual resu lta p a rticu larm en te escan ­
daloso. Y pu esto que no p ro d u ce ni riq u eza ni bien alguno, no hace m ás
que ven d er el tiem p o (que tra n sc u rre entre el m o m ento del p réstam o y el
del pago). Pero el tiem po sólo le pertenece a Dios, de m an era que al vender
lo que no es suyo, el u su re ro com ete a la vez u n robo, u n pecado grave y
una ofensa al C reador ("el u su rero no le vende nada que le p ertenezca a su
deudor, sino sólo el tiem po que pertenece a Dios”, dice Tomás de Chobham ,
en el siglo xm ). P o r lo dem ás, víctim a de su d inero que p ro sp era co n tin u a ­
mente, el u su re ro p re sen ta la sing ularid ad de p ecar en form a perm anente,
sin tregua alguna, ni en la noche ni los dom ingos ni días festivos, lo cual es
una circun stan cia p articu larm en te agravante.
E ste p ro b le m a ilu stra la h o stilid ad con que la Iglesia considera las ac­
tividades de m ercad eres y usurero s, siguiendo en esto a las Sagradas E s­
crituras, que o p o n en a Dios y a M am ón (el dinero), dos am os a quienes
nadie puede servir a la vez. Es esto además lo que explica la permanencia, a
p esar del aggioniandenlo del siglo XIX, de una im p o rtan te corriente antica-
pitalista en la Iglesia católica, que un C harles Peguy ejemplifica con vehe­
m encia y que encuentra en la teología de la liberación u n a de sus expresio­
nes contemporáneas más enérgicas. Tratándose de la usura (definida por el
hecho de exigir a cambio m as de lo que se da), la posición de la Iglesia me­
dieval consiste en una condena reiterada invariablem ente p o r los teólogos,
los concilios y el derecho canónico, reforzada aún m ás en los siglos xn y xiu
ante el desarrollo de la economía urbana y m antenida hasta 1840. Al identi­
ficarse con un robo (infracción del cu arto m andam iento), la usura es tam­
bién un pecado especialm ente grave, asociado con la avaricia, que garantiza
a los culpables un lugar en lo m ás profundo del infierno. Por otra paite, los
escolásticos señalan que la m oneda fue hecha para favorecer el intercam­
bio de bienes: en ese caso es legítima; en cambio, u tiliz ar el dinero mismo
p a ra en gendrar d inero es u na perversión contra n a tu ra . La condena de la
usura es brutal y absoluta, y la rehabilitación de num erosos oficios ilícitos
durante los siglos xii y xiu. sólo favorece m arginalm ente al usurero (Jacques
Le Goff). Sin embargo, los teólogos adm iten que el préstamo con intereses se
tolera en ciertos casos, en especial sí resu lta útil p a ra el bien com ún (prés­
tam o a las au to rid ad es) o si se practica por necesidad y a u n a tasa mode­
rada. También elaboran un conjunto de justificaciones que se fundam entan
en el riesgo que asume el prestam ista, en el trabajo a que da lugar su acti­
vidad y en las m olestias que le resultan del hecho de no poder utilizar el
dinero prestado. Los teólogos españoles del siglo xvs desarro llan o Ira for­
ma, bastante sorprendente, de aceptar el préstam o (con intereses): se debe
p restar por caridad, sin esperar nada a cam bio; y es por caridad que el deu­
dor devuelve el dinero, añadiéndole —sin la m enor obligación— un suple­
mento p ara expresar su gratitud al prestam ista. En este sistem a, que Barto­
lom é Clavero esclarece juiciosamente, el préstam o es posible solam ente en
la medida en que se considere y percib a com o una práctica desinteresada,
que excluya toda idea de rédito. Lo que llam am os en form a inapropiada
préstam o con intereses puede ser así lícito, a condición de que se integre en
u n sistema de valores ajeno a toda lógica propiam ente económ ica y
característico, por el contrario, de las norm as ideológicas feudales basadas
en la caritas.
Pero el usurero no está desam parado. La legislación tradicional de la
Iglesia le ofrece u n a form a de salvación: restituir todos los beneficios de
la usura. D urante los últim os siglos de la E dad Media, la Iglesia mantiene la
presión p ara ob tener tales restituciones, y m uchas obras de arte, sobre todo
en Italia, se financian p o r este m edio; p o r ejem plo, los frescos que G iotto
realiza h acia 1305 en la capilla de la A rena en Padua, a solicitud de E nrico
Scrovegni, h ijo de u n o de los u su re ro s m ás célebres de su tiem po, a quien
Dante sitú a en el infierno. Pero desde el siglo xiii el p u rg a to rio e n treab re
otra salida p a ra el usurero: a condición de que se confiese, puede obtener la
salvación luego de un periodo de sufrim iento en el fuego purificador. Según
la lógica de la in tenció n que subyace a la p rá ctic a de la confesión, es posi­
ble creer —y ciertos relato s ejem plares invitan a ello— que la contrición
auténtica puede b a star p a ra que Dios le otorgue a uno la salvación. M erced
al purgatorio y la confesión, algunos usureros p ueden conservar así la bolsa
en el m undo, sin dejar de o b ten er la vida etern a en el m ás allá (Jacques Le
Goff). En resu m id as cu en tas, la a c titu d de la Iglesia perm ite finalm ente
ciertas p rá c tic a s usu reras, sin tra ic io n a r los p rin cip io s que las condenan:
¿el arrep en tim iento sincero que se exige del u su rero no equivale a rep u d iar
las actividades de toda u n a vida? La com binación de u n a tolerancia m arg i­
nal y de u n a co ndena p esad a en p rincip io p erm ite que la Iglesia m antenga
a m ercaderes y b anqueros en u n a posición incóm oda, si no es que de su m i­
sión. Sus actividades no se benefician de u n a a u té n tica legitim idad, y ellos
perm anecen bajo la am en aza de un castigo infernal y la dependencia de la
autoridad clerical, q ue.m anipula a su conveniencia el rig o r o la flexibilidad.
Por lo tan to , existe cierta c o n trad icció n entre el tiem po de la Iglesia y el
tiem po del m e rc a d e r que, m ás allá de arreglos p u n tu a les y com prom isos,
no es m ás que la prefiguración de la co n tradicción en tre el tiem po del feu­
dalismo, que p red o m in a siem p re en la E dad M edia, y el tie m p o del cap ita­
lismo, que está aú n po r nacer.
E n resum en , com o en to d as las sociedades trad icionales, en la E dad
Media prevalece un tiem po cíclico, ligado a la n atu raleza y a las actividades
agrícolas que d ep end en de sus ritm o s (y p ro b a b le m e n te ta m b ié n al ciclo
hum ano de la sucesión de las generaciones). Pero el tiem p o d o m in an te de
la cristiandad es in d u d ab lem en te el tiem po litúrgico: el calendario litú rg i­
co, llam ado con razó n el “círculo del año" (circulas anni), no sólo es u n a
creación de la Iglesia m edieval, n o tab le p o r su com plejidad y plasticidad,
en parte u niversal y en p a rte local, sino tam b ién u n a fo rm a de a su m ir un
tiem po cíclico que se su p e rp o n e al tiem p o n a tu ra l y agrícola, p ero lo re-
form ula tran sfiriend o su control a la Iglesia. El tiem po urb an o de los relo­
jes m ecánicos es, desde luego, u n p rim e r cu estio n am ien to al tiem p o de la
Iglesia, m uy parcial, p u es sólo con ciern e al ritm o del día, y la Iglesia lo
acepta, p or no decir que lo controla, am pliam ente. A p esar de tales contra­
dicciones, el tiem po flexible y no unificado del día, al igual que el tiempo
cíclico del año, m an tienen aú n u n a clara ventaja.

A m b ig ü e d a d e s d e l t ie m p o h is t ó r ic o

Historia lineal y “círculo del año ”

“El tiem po para los clérigos de la E dad M edia es h isto ria y esta historia tie­
ne u n sentido ”, recu erd a Jacques Le Goff. Y si M arc Bloch afirm a que "el
cristianism o es u n a religión de h isto riad o res”, no es sólo porque los cristia­
nos tengan com o textos sagrados libros de h isto ria o porque la liturgia sea
u n acto de rem em branza que celebra y repite la vida de Cristo y de los san­
tos. Es sobre todo porque los sucesos fundacionales del cristianism o, el na­
cim iento y la crucifixión de Jesús, en lu g ar de asociarse con u n tiem po in­
m em orial o m ítico, com o la C reación o el pecado original, constituyen
hechos perfectam ente consignados y situados en u n tiem po verdaderam en­
te histórico: Jesús nació bajo el im perio de Augusto y m urió bajo el imperio
de Tiberio (aun cuando los Evangelios no perm iten fijar fechas irrefutables).
Es D ionisio el Pequeño quien, p o r la correlació n establecida en tre la era
cristian a y los reinado s im periales, sitú a el nacim ien to de Cristo el 25 de
m arzo del año 1 (de nuestra era) y su m uerte en el 33 o 34. A] hacerlo, se apar­
ta de las opiniones trad icion alm en te m ás adm itidas, in spiradas sobre todo
en Tertuliano y E usebio de C esárea (la invención de D ionisio perm ite afir­
mar, de m an era b a sta n te paradó jica, que éstos situ a b an el nacim iento de
Cristo en el año 3 o 2 antes de nu estra era). Ahora bien, los cálculos de Dioni­
sio el Pequeño se b asan en u n a serie de erro res (o al m enos de elecciones
sesgadas), que no escaparon a la atención de B eda el Venerable y que incita­
ron a algunos autores del siglo XI, com o Abbon de Fleury, a prom over otras
fechas m ás justificadas. Pero la "invención” de D ionisio ya se hab ía difundi­
do dem asiado y nadie, h a sta nu estros días, h a considerado con seriedad la
posibilidad de reco rrer todos los años de la era cristiana. Por lo dem ás, to­
das estas discusiones no hacen m ás que confirm ar el carácter decididam en­
te histórico del tiem po cristiano. Tantos esfuerzos p o r calcular el verdadero
año del nacim iento de Cristo solam ente tie n en sentido po rq u e pretenden
d a r respuesta a las exigencias de u n tiem po histórico y, en p rim er lugar, de
u n a cronología p recisa y verificable. Lo que está en juego no es cualquier
cosa, p uesto que, p o r su E ncarnación, es Dios m ism o quien se inscribió en
la historia.
Por o tra p arte, el tiem po cristiano es un tiem p o lineal que se despliega
desde u n inicio (1a. Creación del m undo y el pecado original) hasta u n fin (el
Juicio Final), p asan d o p o r el n acim iento de Cristo, pivote central que m odi­
fica el curso de la h isto ria al ofrecer a los hom bres la redención. Este tiem ­
po lineal tam bién tiene u n a orientación, ya que su térm in o está pred eterm i­
nado y d escrito en la B iblia, aun cuand o ésta p recisa que no se sabe ni el
día ni la h o ra de dicho térm ino. C reer en el Juicio Final, que m a rca rá el fin
de los tiem pos e inm ovilizará el universo y a los seres en la eternidad, es u n
punto d o ctrin al indiscutible. Desde el p u n to de vista cristian o , la h isto ria
de la h u m an id a d se divide p o r ende en dos épocas: la del A ntiguo Testa­
mento, p ro fu n d a m e n te am bigua, pues está d e te rm in ad a p o r la alianza de
Dios con el p ueblo elegido y contiene el germ en de las verdades reveladas
por Cristo, p ero sigue estan do d o m in ad a p o r el pecado y la im posibilidad
de alcan zar la salvación; luego, la del Nuevo T estam ento, iniciada p o r el
sacrificio de C risto, que perm ite a los h om bres re c ib ir la gracia divina y
vencer el mal. E sta división b inaria es fundam ental y, en el siglo xiii, Tomás
de Aquino recu erd a aun su valor esencial (contra los m ilenaristas que a n u n ­
cian la in m in en cia de u n nuevo period o de la h isto ria h um ana). P o r lo de­
más, la oposición de los dos testam en to s se declina en diversas dualidades:
confrontación de la Sinagoga y de la Iglesia, de la Ley y de la G racia, de
Adán y de Cristo. E sta bipartición de la historia tam bién da lu gar a subdivi­
siones que no m odifican su sentido principal. Así, es frecuente distinguir el
tiempo a n terio r a la Ley (ante lege), desde el pecad o original hasta Moisés,
el tiem po de la Ley (sub legem), que se inicia con la entrega de los 10 m a n ­
damientos y, finalm ente, el de la G racia (sub gratiam), que com ienza con el
nacimiento de Cristo. E sta p resen tación trip a rtita indica u n a progresión en
la época del Antiguo Testam ento, creando una etapa interm edia, que no po­
see todavía la gracia, pero conoce p o r lo m enos los m an d am ien to s divinos.
Por últim o, san A gustín lega a la E d ad M edia u n a seg m entación de la
historia en seis épocas, relacio n ad as con los seis días de 1a Creación y con
las edades de la vida h u m a n a (esta división de las seis edades de la vida,
transm itida en la E d ad M edia p o r Isido ro de Sevilla, com pite a p a rtir del
siglo xm con o tra qu e es c u a d rip a rtita , y los a ñ o s que lim ita n las etap as
de la vida v a ría n b a s ta n te según los au to res). Las edades del m u n d o , se­
gún san Agustín, se extienden de Adán a Noé (co rresp o n d ien tes a la te m ­
prana infancia, infancia), de Noé a Abraham (paralelam ente con la infancia,
pueritia), de A braham a David (adolescencia), de David al cautiverio en
B abilonia (juventud), del cautiverio en B abilonia al nacim iento de Cristo
(m adurez) y, finalm ente, de Cristo al fin de los tiem pos, culm inando así en
la inm ovilidad de la etern id ad , de la m ism a m an era que el descanso del
séptim o día sigue a los seis días de la Creación. Por lo tanto, la versión agus-
tin ian a consiste en una fragm en tación del tiem po del Antiguo Testamento,
m ientras que el tiem po de la G racia sigue unificado. La asociación de este
últim o con la vejez pued e sorprender; pero es que san A gustín retom a la
m etáfo ra del b au tism o según san Pablo, que vincula al anciano con la re­
generación de la vida espiritual. E n sum a, aun cu an d o esta periodización
se refiere en últim a in stan cia a la b ipartición de los dos testam entos, refuer­
za la visión lineal de la histo ria, h acien do sen tir u n a progresión com para­
ble a la de las edades de la vida y que está com prendida entre un inicio y un
final ineluctable.
Las concepciones cristianas in tro d u cen u n a fuerte ru p tu ra en relación
con las concepciones antiguas. Al m arg en de la diversidad de los autores,
en la A ntigüedad prevalece en efecto u n a visión cíclica del tiem po, donde
todo se repite en u n etern o reto rno. Los antiguos griegos no percibían el
m undo a través de las categorías de cam bio sino com o u n a realidad estáti­
ca, o com o un m ovim iento circular. P ara Aristóteles, “el tiem po es un círcu­
lo"; y P latón afirm a que “ ‘e ra ’, ‘es' y ‘s e rá ’ son aspectos de u n tiem po que
im ita a la eternidad, que gira en círculo conform e a las leyes del número",
sugiriendo con ello que los sucesos re to rn an y que las épocas se repiten, a
tal grado que todo p o d ría p a re c e r fijo en un p resen te que re u n iría en sí el
p asado y ei futuro. Es c o n tra esta visión cíclica, aú n co m p artid a esencial­
m ente en R om a —y c o n tra ciertos au to res cristian o s corno Orígenes, que
p arecen dem asiado apegados a ella— que san A gustín elabora u n a nueva
concepción del tiem po. E n La ciudad de Dios proclam a la falsedad del tiem­
po cíclico, que negaría la aparición única de Cristo en un m om ento histórico
preciso y sin repetición posible. O pone al tiem po cíclico el "cam ino recto”
de Dios, que “destruye esos círculos giratorios". Sin em bargo, la visión his­
tó rica y lineal de A gustín no deja de te n e r sus lim itaciones. En efecto, al
situ ar la realidad presente en la sexta y últim a época de la historia humana,
indica que, desde la perspectiva de la salvación, no puede producirse nada
nuevo h asta que no llegue el Juicio Final. A p a rtir del nacim iento de Cristo,
la historia está condenada a p erm an ecer idéntica a sí m ism a, con la certeza
de que n ad a fu n d am en tal puede suceder. Desde entonces, los hom bres vi­
ven de los frutos de la redención y a la espera del Juicio Final, m ientras que
todo lo d em ás no son sino peripecias que en n a d a m odifican la verd ad era
historia de la salvación. Si h u b o u n a h istoria desde la Creación del m undo,
a p artir del n acim ien to de C risto ya no la hay.
La c o n fro n tac ió n e n tre la concepción cíclica y lineal del tiem p o está
destinada a rep etirse d u ra n te la conq uista del N uevo M undo. El fran cisca­
no B ern ard in o de S ah ag ú n es, an te los n ah u as, com o sa n A gustín frente a
Platón, y en su Códice -florentino consigna este testim onio extraordinario de
un tiem po indígena d o m inado p o r la exaltación de un pasado prim ordial y
por el apego a u n etern o retorno: “O tra vez será así, o tra vez estarán las co ­
sas, en algún tiem po, en algún lugar. Lo que se hacía, hace m ucho tiem po y
va no se hace, o tra vez se h ará, o tra vez así será, com o fue en lejanos tie m ­
pos”. Pero, p o r m uy útil que sea, la oposición en tre tiem po cíclico y tiem po
lineal en p a rte es insuficiente. Inclusive en las sociedades trad icio n ales,
donde el re to rn o periódico de las estaciones y las actividades agrícolas im ­
prime su m a rc a en toda visión del tiem po, siem pre existe parcialm ente u n a
experiencia del tiem p o irreversible, au n q u e sólo sea p o rq u e ca d a quien
puede m edir con la vara de su p ro p ia vida el cam ino que conduce a la m uer­
te. Por lo ta n to , el p ro b lem a no está en afirm ar la au se n cia de u n tiem p o
irreversible, sino en sab er en qué m edid a éste se asum e o no com o tal, y si
éste constituye o no la fo rm a d o m in an te del tiem p o social y el su sten to de
la rep resentación del d evenir h istórico. M ás que ate n erse a u n a oposición
estricta, en realid ad se tra ta de an aliza r cóm o los llam ados tiem po lineal y
tiempo cíclico se co m b in an en articulaciones variadas, propias de cada cul­
tura. En cu an to a la idea m ism a del tiem po cíclico, ésta es n ecesariam ente
una com binación entre la sucesión em pírica de hechos y seres diferentes y una
interpretación que los relacio n a con u n a m ism a esencia (por ejem plo, dos
soberanos que se su ceden son evid en tem en te individuos diferentes, pero
puede considerarse el hecho de que am bos encarn an , en el fondo, u n único
y mismo principio). Un pensam ien to cíclico del tiem po es así u n a form a de
englobar d iferen cias accid en tales d en tro de u n a id e n tid a d esencial. Pero
esta concepción p u ed e asum ir, a p e sa r del re to rn o cíclico de lo m ism o, la
aparición de ciertas diferencias, dando lug ar así a u n a visión en espiral, de
la cual el pensam iento m aya parece d ar un ejemplo al asociar el tiem po con la
figura de u n caracol.
En el cristianism o se com b in an dos tipos de tiem po: el tiem po lineal de
la historia h u m a n a que avanza inelu ctab lem en te h acia un suceso singular;
y el circulas a n n i de la litu rg ia que repite las m ism as fiestas cada año. Des­
de luego, ni u n o ni o tro se in scrib en en el m ism o p lañ o de d u ra ció n y, p o r
ende, pueden com binarse sin dem asiada dificultad: el tiem po litúrgico asu­
me el ciclo de los días del año, m ientras que el tiem po lineal es el de la larga
d uración p o r la que atraviesa la h u m an id a d . No obstante, la im portancia
dei tiem po litúrgico en el m undo m edieval sugiere que los círculos que tra­
za interfieren en la visión del tiem po histórico. Efectivam ente, el tiem po li­
túrgico revive cada año los sucesos fundadores de la vida de Cristo y de los
santos. P eriódicam ente, vuelve a h ace r presente u n pasado siem pre idénti­
co a sí m ism o. E l ciclo litúrgico, referen cia fu n d am en tal de la sociedad
cristiana, m anifiesta u n tiem po repetitivo, que devuelve sin cesar el presen­
te a su p asad o fundador. P or lo dem ás, quizá se deba a que el tiem po de la
G racia —la vejez del m u n d o que se inicia con el nacim iento de Cristo, se­
gún san Agustín— es u n periodo inm óvil, carente de historia, que deja tan­
to espacio p a ra la infatigable repetición litúrgica de su m om ento inicial. El
tiem po lineal cristiano , en consecuencia, no está a resguardo de los retor­
nos del tiem po cíclico, que en p arte se im ponen a él.
P or lo tan to, conviene ir m ás allá de la dualidad de las tem poralidades
cíclica y lineal. R e in h a rt K oselleck p ro p u so que la concepción del tiempo
h istórico se e stru c tu ra p o r la ten sió n en tre el “cam po de experiencia” y el
“horizonte de espera" (el cam po de experiencia es el "pasado actual”, es de­
cir, adem ás de la m em oria, la visión com pleta del pasado desde el presente;
el h o rizo n te de espera es "un fu tu ro a ctu a liz ad o ”, alim entado de miedos,
esperanzas y to d a fo rm a de percepción del fu tu ro desde el presente). Las
diferentes form as de a rtic u la r experiencia y espera tra za n tres configura­
ciones princip ales en el curso de la h isto ria occidental. E n la Antigüedad,
como en la m ayor p a rte de las sociedades tradicionales, los ritm os cíclicos
de la n atu raleza y de las labores agrícolas im ponen su m arca en las repre­
sentaciones del tiem po histórico. E l tiem p o entonces no es tan to lo que
pasa sino lo que retorna; y el horizonte de espera se superpone estrictamen­
te al cam po de experiencia: el futu ro no es sino la repetición del m undo de
los antepasados. La sociedad m edieval (que se prolonga h asta el siglo x h u )
presenta u na configuración am bivalente, desdoblada. El despliegue de una
visión lineal de la h isto ria despeja u n h o rizo n te de espera inédito y aplas­
tante, in scrito en la p erspectiva escatológica del fin de los tiem pos. Pero
este horizonte de espera se proyecta en teram en te en el m ás allá y se asocia
con la p reo cu p ació n p o r el destino en el otro m undo, m ien tras que, en el
plano terrenal, el cam po de experiencia sigue im poniéndose com o referen­
cia dom inante, según la lógica de las sociedades rurales. E ntre los siglos xvi
y xvn, espera y experiencia tien den a disociarse m ás aún, aunque sin llegar
a u n a reconfiguración realm en te nueva. Luego, en el siglo xvm, el proceso
de d iso ciació n alcan za u n grado de ru p tu ra que da origen a las nociones
fundadoras de la m odernidad: progreso, revolución, en una palabra, H isto­
ria. Surge entonces, esta vez en el p lano terrenal, la im paciencia p o r un fu­
turo nuevo que, lejos de e sta r som etid o a las experiencias anteriores, se
distinga de ellas cad a vez m ás. N ace así u n tiem po en te ra m en te histórico,
que se asum e en su irrevocabilidad y que, sin em bargo, se re to m a y co n tro ­
la ráp id am en te, puesto que el siglo XIX lo inscribe en la lín ea previsible del
progreso hacia u n fin de la h isto ria anunciado.

Pasado idealizado, presente despreciado, futuro anunciado

Es necesaria, pues, u n a m ejo r com prensión de la configuración de los tiem ­


pos h istóricos en la E dad M edia. ¿Cuál es la percepción del pasado, del p re ­
sente y del fu tu ro ? T ratándose del pasad o , conviene in d ic ar que el tiem po
de la m e m o ria oral, según el clérigo inglés W alter M ap (siglo xtt), perm ite
rem on tarse a lre d e d o r de 100 años a trá s. Ese lapso aproxim ado fo rm a el
tiem po de los m oderno s (m odem i), antes del cual se extiende, fu era del al­
cance de la m em oria, el tiem po de los antiguos (antiqui). Es en este últim o,
considerado m ejor que el p resen te, que la E dad M edia busca su ideal. Se
trata m uy p a rticu la rm en te del paraíso p erd ido a n te rio r al pecado original,
o incluso del m o m en to evangélico que realiza la co m u n id ad p erfecta de
Cristo y sus apóstoles. A dem ás de esos m om en tos fundacionales, radiantes
de una gloria ya inaccesible, es el co n ju nto del pasad o lo que p arece prefe­
rible al presente: com o lo ín dica W alter M ap, "cada edad prefiere a las que
la precedieron".
Es el pasado, en efecto, el tiem po de la tradición, su p erio r a las noveda­
des peligrosas que a p o rta el presente. E n u n a sociedad apegada a las cos­
tum bres, lo que debe ser es lo que h a sido ya, lo que h a n vivido los a n tep a ­
sados. Toda realidad p re se n te se legitim a en relación con un fundador. El
reino de F ran cia p reten d e rem o n tarse a trovanos que escaparon del sitio de
su ciudad; el p ap a b a sa su p o d er en la p reem in en cia de san Pedro, y el em ­
perador de A quisgrán se considera sucesor de la antigua Rom a (recurriendo
al tem a de la translatio imperii, que reconoce un desplazam iento geográfico
para m ejor realzar u n a co n tin uid ad esencia]). La tradición es evidentem en­
te una co nstrucción que se elabora en el p resen te y que con frecuencia per­
mite justificar realid ad es nuevas o recientes; p ero lo que caracteriza al sis-
tenia de la tradición es el hecho de que no puede aceptarse ninguna práctica
si ésta no se percibe com o la rep etició n de u n a experiencia antigua. Así,
du rante la E dad M edia, todo esfuerzo p o r refo rm a r o tran sfo rm a r la reali­
dad social debe p arecer com o un re to rn o a u n pasado fundador, como una
restau ració n de valores p erd id o s con el tiem po. La form ación del imperio
carolingio, por ejemplo, no es una innovación, sino u n a renovación (reno-
vatio irnperii), u na re su rre c ció n del im perio rom ano. La llam ada reform a
gregoriana no p retende crear un orden nuevo —lo cual sería sospechoso—,
sino sólo re sta u ra r la p u reza evangélica de la Iglesia prim itiva, como lo ex­
p resan ta n ta s referencias arq u itectó n icas y artísticas, características del
"renacimiento del siglo x n ”. De igual form a, en la h isto ria de las órdenes
religiosas, los m ovim ientos de refo rm a se p re se n ta n siem pre com o un es­
fuerzo p o r reg resar a la p ureza perdida de la regla original.
Así, el gusto por los reto rn o s, las renovaciones y los renacim ientos se
m anifiesta claram en te com o u n aspecto característico de la visión m edie­
val de los tiempos históricos, de tal m anera que el R enacim iento del siglo xvj
tendría que verse com o la co n tin u ació n de esa percepción, y no como una
ru p tu ra ("Lejos de m a rc a r el fin de la E d a d M edia, el R enacim iento —los
renacim ientos— es u n fenóm eno característico de un largo periodo medie­
val, de una E dad M edia que no cesa de b u sc a r u n a au to rid ad en el pasado,
u n a edad de oro a n te rio r” [Jacques Le Goff]). Aquí, la larg a E dad Media
debe prolongarse incluso h a sta m ediados del siglo XIX, m om ento en que la
m o d ern idad com ienza a asu m irse p len am en te. De hecho, si la Ilustración
elaboró la noción de progreso y afirm ó la posibilidad de una revolución que
avanza h acia un m u n d o a b so lu tam en te inédilo, la burg u esía revoluciona­
ria sintió la n ecesid ad de vestirse a la u sa n z a ro m an a y re p resen ta r su as­
censo al p o d er en un escen ario clásico. E n cam bio, el m om ento en que la
m o d ern id ad “p u ra ” a lcan za su p u n to cu lm in an te, ro m piendo totalm ente
con el esp íritu de los ren acim ien to s, p ro b ab lem en te se halle en la célebre
frase de M arx en la cu al afirm a que "la revolución social del siglo xix no
e n c o n tra rá su po esía en el pasado , sino sólo en el fu tu ro ”, m ien tras que
"las revoluciones an terio res n ecesitaban rem iniscencias de la historia uni­
versal p a ra definir sus p ro p io s objetivos”. D em os p o r sentado, pues, que,
en u n régim en tradicio nal, el cam bio se piensa com o u n retorno o un rena­
cim iento, m ientras que en la m odernidad se piensa com o un progreso o una
revolución (adem ás, el siglo xvm in vierte ra d ica lm e n te el significado de
este térm ino, que o tro ra designaba el m ovim iento cíclico p o r excelencia,- el
de los planetas).
En la m ism a m edida en que la E d ad M edia idealiza el pasado, d espre­
cia el presente. C uando W alter M ap hace n o ta r el gusto de los co ntem porá­
neos p o r las épocas an terio res, in d ica al m ism o tiem p o que "siem pre des­
precian su p ro p io tie m p o ”. La percepció n m edieval de la h isto ria es la de
un ocaso o u n a decadencia. “Los h om bres de an tañ o eran bellos y grandes;
ahora no son m ás que n iños y enanos", dice G uyot de Provins a principios
del siglo XXII. De m a n e ra m ás frecu en te aún, se c o m p ara al m u n d o con un
anciano que avanza h acia su fin (com o en la periodización de san Agustín).
Y no existe lu g a r c o m ú n m ás extendido que el del m u n d u s senescit (“el
mundo envejece”). Com o d ije ra O tón de F reising ( t 1158) en su crónica:
"Vemos al m u n d o desfallecer y exhalar el ú ltim o su spiro de la extrem a ve­
jez”. Y O rderico Vital (1075-1142) señ ala en su H istoria eclesiástica: “Hoy,
todo se h a vuelto distinto, el am o r se h a vuelto frío, el m al ha triunfado. Los
milagros, que o tro ra e ra n g a ra n tía de san tid ad , h a n cesado, y la su erte del
historiador co nsiste sólo en d e sc rib ir crím enes de to d o tip o ”. La id ea de
que ya no h ay ta n to s m ilag ro s en el p re se n te com o en el pasado, o al m e­
nos que ya n o p o seen la m ism a calidad, es adem ás u n a afirm ación re c u ­
rrente d u ran te la E dad Media. P or o tra parte, este sentim iento de decaden­
cia y envejecim iento está ligado ín tim a m e n te a la espera escatológica y la
proxim idad de los d esó rd en es del fin de los tiem pos. “El tiem po del A nti­
cristo se aprox im a”, concluye O rderico Vital.
Los térm in o s m udernus, m odernitas, así com o novus, poseen casi siem ­
pre una connotación peyorativa. N adie se atreve a invocarlos, y señalar u n a
novedad o u n a in n o v ació n es g en eralm en te u n a form a de descalificación.
Como lo señala el filósofo G uillerm o de Conches, quien estaba, sin em bar­
go, en la cúspid e del p en sa m ie n to del siglo xn (y acaso p recisam en te p o r
ello): "N osotros exponem os y form u lam o s ideas an tiguas y no inventam os
nada nuevo”. Con todo, la posibilidad de valorar el presente se deja sentir a
veces (adem ás hay que re c a lc a r que la d u alid ad de los dos testam entos, el
antiguo y el nuevo, no rep ro d u c e el esqu em a del re to rn o a los orígenes,
sino que p ro p o rcio n a el m odelo de u n a innovación que cum ple u n a antigua
promesa y la supera, puesto que la Ley nueva es su p erior a la antigua). Así,
el texto de R aúl Glaber, que describe el entusiasm o reco n stru cto r de los fie­
les, poco d esp u és del añ o m il, y el “blan co m an to de iglesias” que cubre
entonces a E u ro p a , sugiere u n deseo legítim o de "renovación", u n a visión
positiva de u n p resen te que parece m ás floreciente que el pasado in m ed ia­
to. El m onje b o rg o ñ ó n llega a afirm ar incluso que el m u n d o entonces "se
deshace de su vejez”, p a ra vivir u n a segu n da ju v en tu d e in te n ta r u n nuevo
com ienzo. Tales p ro pó sito s son excepcionales, en la m edida en que invier­
ten el topos del m u n d u s senescit, aun q u e debe recordarse que la nueva ju­
ventud del m u n d o no se co nceb ía sino com o u n a especie de purificación
bautism al (exactam ente en ese m o m en to el m onje A rnaldo de R atisb o n a
adopta u n a p o stu ra aú n m ás radical: "No sólo hace falta que lo nuevo cam­
bie a lo antiguo, sino que si lo antig uo carece de orden, debe descartarse
p o r com pleto, y si está conform e al o rd e n deseado de las cosas pero ya no
es útil, debe en terrarse con respeto”).
Otro ejem plo notable es la afirm ación de B ernardo de Chartres, teólogo
del siglo xn, quien al co m p a ra r a los pensadores de su tiem po con los filó­
sofos de la A ntigüedad y con los Padres de la Iglesia, señala: "Somos enanos
sentados en las espaldas de gigantes, pero vemos m ás lejos que ellos”. Enun­
ciado p aradójico y sutil, p u es si la p rim e ra proposición obedece al lugar
com ún que con sid era a los m odernos com o inferiores a los antiguos, la se­
gunda tran sg red e d isc re ta m e n te esta visión y otorga a los pensadores ac­
tuales resultados superiores a los de sus predecesores. Sin duda, la imagen
de los enanos sentados sobre las espaldas de los gigantes recuerda que nada
sería posible sin el legado de los antiguos, pero al m ism o tiem po esboza
una concepción acum ulativa del saber que p erm ite avanzar m ás lejos. Sin
dejar de expresar las in dispensables m uestras de hum ildad y respeto hacia
los antepasados, sin las cuales su afirm ación no sería m ás que culposa vani­
dad, B ern ard o de C h artres reivindica el derecho de su p erar a los padres y
llevar la reflexión a un grado que ellos ignoraban. Así, a pesar del carácter
b astan te d o m in an te de la visión que desdeña el presente, al cual se juzga
inferior al pasado y se le asocia con u n a vida que toca a su fin, se presenta a
veces u n a concepción m ás o p tim ista de un m undo que puede "deshacerse
de su vejez” y p e rc ib ir la novedad m ás com o un m ejoram iento que como
u n a am enaza (una crónica n o rm a n d a de principios del siglo XIII señala que
"la Iglesia y el pueb lo recibieron con gran júbilo a los franciscanos y los
dom inicos p o r la novedad de sus norm as"). E sta actitud crece poco a poco
d u ran te los últim o s siglos de la E d ad M edia, sin tra sto c a r por ello las con­
cepciones p re d o m in a n te s. P o r m e n c io n a r u n p a r de ejem plos, ars nova es
un térm ino con que se denom ina positivam ente un arte musical que se opone
a las form as an terio res, m ie n tra s que M arsilio de Padua, en su Defensor
pacis, utiliza el vocablo moderno p a ra v alorar la organización de los pode­
res laicos y' eclesiásticos que él recom ienda.
El futuro, p o r últim o, pesa en form a aplastante. El Nuevo Testamento
fija el térm ino de la espera: los desórdenes del fin del m undo, el Juicio Final
y luego u n a e te rn id a d com p u esta de b ea titu d celeste p a ra unos y de ca sti­
gos infernales p a ra otros. E ste fu tu ro conocido de antem ano, objeto de es­
peranza y tem or, se experim enta en general com o u n futuro próxim o, inclu­
so inm ediato, au n q u e sea decisivo para el funcionam iento de la institución
eclesial que no se fije la fecha. Como lo afirm a san Agustín, la h isto ria real
se desarrolla “a la so m b ra de] futuro". Desde el p u n to de vista de la Iglesia,
puede afirm arse que el m u n d o avanza in ex orablem ente h acia su fin y, al
m ism o tiem p o, que no acaecerá n in g ú n suceso im p o rtan te en la h isto ria
hum ana, pues, en lo esencial, nada puede esperarse del futuro salvo la re a ­
lización de u n a escatología anunciada. Sin duda, ésta no constituye la ú n i­
ca experiencia del fu tu ro en la sociedad m edieval, a cuyos m iem bros les
preocupa inevitablem ente su destino y el de sus prójim os, su salvación y el
devenir de sus cosechas o sus negocios, sus em presas g u erreras o sus p ro ­
yectos políticos. P a ra convencerse, b aste m e n c io n a r las tensiones su scita ­
das p o r el deseo de in te rp re ta r presagios y signos, con el fin de co nocer el
futuro in m ed iato de los h o m b res (lean C laude Schm itt), Pese a la d im en ­
sión p ro fética de las S agradas E scritu ras y al uso clerical de ciertos p ro ce­
dimientos, la Iglesia m edieval condena con la m ayor firm eza y con incesan­
te constancia, desde san A gustín hasta el Decreto de G raciano 3’ m ucho m ás
allá, las p rá c tic as adivinatorias y todas las actividades de adivinos y an c ia­
nas que p re te n d en revelar el futuro. Este se califica com o “secreto de D ios”
y sólo la Iglesia e stá en co ndiciones de in te rp re ta rlo en form a legítim a y
con la p ru d en cia n ecesaria. P o r lo tan to , la Iglesia se arro g a el m onopolio
del ejercicio profético, o al m enos el derecho exclusivo de decidir sobre su
pertinencia o su carácter diabólico (lo tolera en el caso de personas d estina­
das a la sa n tid ad , in teg rad as a la institu ción , o que a veces evolucionan al
margen de ella, lo cual no deja de ten er sus riesgos).
Si b ien la ad iv in ació n tien e p o r objeto prever los sucesos en el corto
plazo, en las m ejores condiciones los que se sitú a n en el h o rizo n te de una
vida individual (que es lo que sucede en el caso de los horóscopos, cuya
práctica se extien d e en el seno de las élites de finales de la E dad M edia),
ésta no afecta la concepción m ás am plia del devenir histórico. Según la vi­
sión que san A gustín tra n sm ite a la E dad M edia, “todo lo que pasa en esta
tierra puede rep etirse estru ctu ralm en te y en sí carece de im portancia, pero
esta experiencia d em u e stra ser única y de extrem a im p o rtan cia en la p e rs­
pectiva del m ás allá y del Juicio Final", de ta l m odo que el fu tu ro "se o p o ­
nía, p o r así decirlo, a las histo rias em píricas, aun cuando les confiriera una
existencia com o historias finitas” (Reinhart Koselleck). El futuro terrenal de la
hum anidad, prolongación de la fase últim a y fundam entalm ente homogénea
de la historia (aunque cireunstancialm ente anim ada po r ciclos de decadencia
y renacim iento, y llena de rum ores de sucesos individuales tan accidentales
como imprevisibles), se perfila como una repetición de la experiencia pasada,
m ientras que la espera de u n horizonte nuevo se proyecta en la escatología.
Pero trátese del horizonte de los fines últim os o de las esperas terrenales de
los hom bres, vemos cóm o el futuro está poblado de peligros p a ra la Iglesia.
M ás que cualquier otro tiem po, el futu ro exige un control estricto.

Un tiempo sernihistórico

El análisis, p o r consiguiente, revela u n a gran am bivalencia, debida a la co­


existencia de diversas configuraciones de los tiem pos históricos en la Edad
Media. E n p rim e r lugar, el horizonte de espera y el cam po de experiencia se
traslapan en lo esencial. De esta m anera, predom ina un tiem po que retorna
y pretende repetirse, que desprecia el presente y valora el regreso a u n pasado
que se considera m ejor (en este punto, el tiem po medieval se parece al tiem­
po prehispánico, que ta m b ié n se concibe com o u n ocaso). Su representa­
ción p o r excelencia es la R ueda de la F ortuna, tem a introducido en la inter­
p retació n cristia n a del tiem po po r la Consolación de la filosofía de Boecio
(siglo vi) y a m p liam en te utilizado en la E d ad M edia, tan to en los textos
com o en las im ágenes (véase la foto v.2 ). Sobre la ru ed a que la personifica­
ción de la F o rtu n a acciona, un ho m b re asciende hacia la cúspide del poder
y, luego, apenas h a alcanzado su m eta, se ve expulsado de su trono. Así, el
que se eleva será bajad o y el que está abajo se elevará. Adem ás de hacer
hincapié en la in estab ilid ad y la v an id ad de las cosas terrenales, la Rueda
de la F o rtu n a prop on e la im agen de u n tiem po que, ineluctablem ente, con­
duce de nuevo a lo m isino. E n cierta form a, esta visión circular del tiempo
raya en la percepción de un tiem po inmóvil, pues los ascensos y los descen­
sos de la R ueda de la F o rtu n a p arecen com o tan tas otras peripecias desde­
ñables, y n in g ú n suceso pued e a p o rta r u n a novedad auténtica, al menos
h asta el fin de los tiem pos. El tiem po que reto rn a se tran sfo rm a en un tiem ­
po que no pasa. Así, de tan to ju g a r con las correspondencias entre pasado y
presente —com o cuand o E ginardo copia páginas enteras de las Vidas de los
doce cesares de S uetonio p a ra com p on er su biografía de C ariom agno—, la
diferencia entre am bos tiem pos tiende a b o rrarse, dando lugar finalm ente a
u n sentim iento de atem p o ralid ad . E ric A uerbach analizó m uy bien cómo
Fü'xü v.2. La R ueda de la Fortuna (hacia ¡180; H o rtu s D eliciarum , f 215; m anuscrito destruido en 1870,
restitución según G. Carnes).

La personificación de la F o rtu n a acc io n a la ru e d a q u e so m ete a todos los d estin o s h u m a n o s a la suerte del


ascenso y la caída. A la izq u ierd a, dos h o m b re s ascien d en a a lta s posiciones; en lo alto, u n rey m ajestuoso
acumula poder y bienes m ateriales; a la derecha, el p o d ero so cae y pierde su corona. La R ueda de la Fortuna,
representada con frecuencia en las m in ia tu ra s y en el a rte m o n u m en tal a p a rtir del siglo xn, está a c o m p a ñ a ­
da a veces de in sc rip cio n es q u e h a c e n explícito el se n tid o . É sta s p u e d e n se r m ás sin tética s que aq u í, a s o ­
ciando a los diferen tes p erso n a je s los lem as siguientes: "yo re in a ré ”, “yo re in o ”, “yo he re in a d o ”, “yo estoy
sin reino”. La articulación d e los tiem pos —pasado, presente, fu tu ro — tra z a el círculo de un nuevo com ienzo
etern o , su b ra y a n d o así la vanidad de las cosas terrenales.
las conexiones de ese tipo sólo pueden establecerse si los hechos cronológi­
cam ente separados "se ligan verticalm ente a la Divina Providencia”. Ésta es
com o el plan de inscripción tem poral co m ú n a todos los sucesos terrestres,
que perm ite asociarlos an te la m irad a etern a de Dios, deshaciendo el orde­
nam iento cronológico del tiem po histórico.
El tiem po cristian o lineal e irreversible, dom inado por el horizonte de
espera, no es m ás que un aspecto del tiem po medieval. En esencia, se inscri­
be en la perspectiva escatológica y tiende, p o r ello, a detener la historia hu­
m ana, a inm ovilizarla a la espera del ñ n de los tiem pos. Sin embargo, se ad­
vierten indicios de transform ación, m arcas excepcionales de valoración del
presente o de espera no escatológica, que se ap artan de la visión dominante
del tiem po, sin d a r lugar p o r ello a u n a concepción histórica nueva. Asimis­
mo, si la conciencia del in stan te fugaz en general se m enosprecia, en com­
paración con un tiem po inm óvil o repetitivo, ésta se afirm a sin em bargo en
form a creciente, p articu larm en te en la novela y la poesía. Guillerm o de Lo-
rris, en el Libro de la Rosa, evoca el tiem po "que pasa noche y día sin descan­
sar ni detenerse... el tiem po que no deja de moverse, sino que siem pre pasa
sin retornar, com o el agua que desciende to d a y de la cual ni u n a sola gota
vuelve a ascen d er”. Pero, p o r m u y notables que sean, tales afirm aciones se
inscriben en la co n tin u id a d del tem a convencional de la fragilidad de los
asuntos h u m ano s y de la brevedad de la vida, que los clérigos suelen usar
para in citar a p en sar en el m ás allá y en la salvación. Además, la insistencia,
m elancólica o dram ática, en la irreversibilidad del tiem po de cada vida indi­
vidual se com bina m uy b ien con u n tiem po repetitivo, cuando se considera
u n a escala m ás am plia que engloba la sucesión de las generaciones y la his­
to ria h u m an a en su conjunto. Sin em bargo, el hecho de que entre los siglos
xm y xv se conceda a ese tiem po de la vida que pasa una expresión crecien­
te, es un a form a de legitim arlo y am pliar su experiencia. Así pues, aun cuan­
do no alcanza a d o m in a r la visión de la historia, la extensión del tiempo
irreversible se experim enta p o r lo m enos, a finales de la E dad Media, bajo la
form a de una obsesión po r la m uerte. E n resum en, de la coexistencia de esas
diferentes percepciones del tiem po h istórico se deriva u n a “dualidad de la
concepción del m u n d o ” (Aaron Gourevitch). El tiem po irreversible de la his­
to ria m in a al tiem po que re to rn a o que no pasa. Pero la E dad M edia sigue
dom inada p o r un tiem po sem ihistórico que com bina en el plano terrenal un
poco de tiem po irreversible y u n a g ran cantidad de tiem po repetitivo.
L ím it e s d e l a h i s t o r i a y p e l i g r o s d e l a e s c a t o l o g ía

La escritura de la historia

Hay un análisis sucinto de la historiografía m edieval —b asado en los tra b a ­


jos de B em ard G uenée— que p erm ite confirm ar esas am bivalencias. El sa­
ber histórico es sin d u d a im p o rtan te p ara u n a cultura fundada en la m em o­
ria y que sitú a en el p asad o sus referen cias fu n d am entales. Benzo, obispo
de Alba en el siglo xi, indica: "Si los libros disim u lan los hechos de los si­
glos pasados, en to n ces yo p reg u nto , ¿de quiénes serán los pasos que los
descendientes d eb erán seguir? Los hom bres, parecid os a los anim ales, ca­
recerían de ra z ó n si no tu v ie ra n conocim iento del tiem po de las seis ed a­
des”. De ah í se deriva u n a p roducción historiográfica que cuenta, entre sus
obras m ás difundidas, las Historias de los francos de G regorio de Tours, que
nos in fo rm a sob re los m erovingios del siglo vi, la Historia eclesiástica del
pueblo inglés de B eda el Venerable (731) y, posteriorm ente, en el siglo xm , el
Espejo histórico de V icente de B eauvais y las Grandes crónicas de Francia.
Son obras de clérigos —obispos (com o G regorio de Tours), m onjes que tr a ­
bajan m uchas veces en equipo en m onasterios especializados en ese tipo de
producciones (com o la a b a d ía de Saint-D enis, p rin c ip al cen tro historio-
gráfico de la m o n a rq u ía francesa) o frailes m endican tes (com o el dom inico
Vicente de B eauvais)— , antes de que llegue el tu rn o , a finales de la E d ad
Media, de los au to res laicos (com o F ro issart o Felipe de Com m ynes) y que
Carlos VII —a qu ien p ro n to siguieron otros so b eran o s— c re ara la oficialía
del cronista de F ra n c ia en 1437. Ju n to a los Anales (que hacen resa lta r los
años sucesivos e in d ican los acontecim ientos correspondientes) y a las H is­
torias (que o frecen u n relato m ás sustancioso), el género m ás em inente es
ei de las Crónicas universales, que p re se n ta n la h isto ria h u m a n a desde la
creación del m u n d o h a sta el m o m en to de la redacción de la obra. A p a rtir
del siglo x n tam b ié n aparecen h isto rias m ás locales, regionales, u rb an a s o
que, incluso, exp resan el in te ré s genealógico de u n linaje noble, com o la
Historia de los condes de Anjott.
La crónica universal parece d a r cuerpo a la h istoria cristiana lineal. Sin
embargo, esto d ista m u ch o de ser así, puesto que u n a cronología unificada
fundada en el n a cim ie n to de C risto n o se im p one sino m uy tard íam en te.
Durante m u ch o tiem po, la historiografía m edieval la ignora: la m ayor parte
de las crónicas universales se organiza en función de la sucesión de los em-
paradores, y en el Espejo histórico de Vicente de B eauvais los reinos impe­
riales todavía son el eje de su cronología. Pero, poco a poco, sobre todo
desde el siglo xiv, se g eneraliza el uso de la era de la E n carnación, lo cual
contribuye a la integración del conjunto de los datos en una cronología uai-
íicada. Para alcanzar ésta —y a pesar de error es particulares—, se necesita
un gran esfuerzo que p erm ita establecer genealogías reales, imperiales y
pontificales, listas de soberanos y de grandes personajes (distinguidos me­
diante cifras) para lechal' con precisión los reinos que servían de referencia
a las obras históricas anteriores. Los historiadores medievales se convierten
así en ‘S in u osos de la cronología", y “el gran logro de la erudición medieval'
consistió en situ a r lodos esos datos dispersos en la era de la Encarnación”
(B ernard Guenée). La producción de sem ejante cronología unificada es un
in stru m en to susceptible de fortalecer u na visión lineal de la historia, pero
es evidente que 110 la presupone necesariam ente.
A pesar de estos avances, la historiografía m edieval en fren ta enormes
lim itaciones. Las bibliotecas m edievales carecen de los suficientes textos
históricos y, salvo por contados besí sellers ya m encionados, las obras, par­
ticularm ente las más recientes, circulan m uy poco, aun cuando el aumento
de ia p ro d u cció n de m an u scrito s entre los siglos XIII y XV m ejora sensible­
m ente la situación. Las fuentes tam bién son escasas: la consulta de archi­
vos es excepcional y se lim ita, en el m ejor de los casos, a los que posee la
institu ció n donde trab aja el historiador. En consecuencia, los libros de his­
to ria son fundamentalmente com pilaciones de obras precedentes, comple­
m entadas con el testim onio del a u to r y de los contem poráneos que ha podi­
do interrogar. P o r últim o, se ignora p rácticam en te todo sobre la crítica de
las fuentes, y los criterios de la verdad histórica son m ás bien la verosimili­
tud y la a u to rid a d de la fuente de inform ación (principio acrítico según el
cual un relato vale lo que el prestigio de su autor, real o supuesto). Por otra
p arte, si la h isto ria es u n saber que se considera im portante, no constituye
un oficio de tiem po com pleto. Tam poco es u n a disciplina universitaria y ni
siquiera se im parte com o u n a de las artes liberales (que incluyen principal­
m ente la astronom ía, la gram ática o la retórica). Los fines que se asignan al
conocim iento histórico tam bién lim itan su prestigio: éste debe educar y edi­
ficar (y accesoriam ente distraer), es decir, servir de ejemplo. Se utilice o no la
fórm u la de historia magisira vitae, d ifu ndida desde C icerón h a sta el siglo
xviii, es en esta concepción en la que se b asa la historiografía medieval. No
po día ser de o tra fo rm a en u n régim en de h isto ricid ad que tra sla p a expe­
riencia y espera, y que p o r lo ta n to ignora toda separación verdadera entre
pasado y presente. E s p o r ello que la historia preten d e to m a r del pasado las
lecciones aplicables a las situaciones idénticas que repite el presente.
Es así com o p ercib im o s la m ay o r lim itació n de las concepciones de la
historia en la E d a d M edia (sin h a b la r siq u iera del hecho de que el único
actor v erdadero de esta h isto ria es Dios, pues los ho m b res no son m ás que
los instru m en to s m ediante los cuales se realiza el plan divino). La ausencia
de una separación clara en tre el ayer y el hoy proyecta sin excepción el p re­
sente en el pasado, y viceversa. Los personajes h istóricos razo n an com o los
contem poráneos de los cronistas. A los antiguos ro m an o s se les atribuye la
ética cortés de la cab allería del siglo xii, m ie n tras que los a rtista s visten a
los héroes de la B iblia y de la A ntigüedad com o clérigos m edievales o com o
caballeros envarad os en sus arm ad u ras. P or el co n trarío , el pasado se p ro ­
vecta en el p re se n te , hacien d o de u n a co n tien d a c o n tem p o rán e a la re p e ti­
ción de u n co m b ate bíblico. Así, "la conciencia h istó rica, en la m ed id a en
que pueda em p learse este térm in o respecto a la E d ad M edia, seguía siendo
esencialm ente a n tih istó rica. De ah í proviene ese rasgo inh eren te de la h is­
toriografía m edieval, el an acro n ism o ” (Aaron G ourevitch). A p esar de cierto
progreso de la cu ltu ra histórica, sobre todo entre los siglos xn y xv, la h isto ­
riografía revela la m ism a am b ig ü ed ad que la co ncep ción m edieval de los
tiempos históricos. Se b asa esencialm ente en u n a visión acrítica y a n tih is­
tórica, pues com o se inscrib e en u n tiem po rep etitivo o inm óvil le cuesta
diferenciar en tre p asado y presente. Por lo tan to , la historiografía m edieval
está separada de n u estra propia concepción de la historia p o r u n a doble ru p ­
tura: la sistem atización de las reglas de la crítica de docum entos históricos
(a p a rtir del siglo xvn) y la in sta u rac ió n (un siglo después) de u n régim en
de h istoricid ad m oderno, fu n d ad o en la sep aración en tre experiencia y es­
pera, que p erm ite h acer del p asado u n verdadero objeto de estudio.

Inm inencia (diferida) del fin de los tiempos

El eco que suscita el A pocalipsis de san Ju a n en la cultu ra m edieval es con­


siderable, ta n to en la teología com o en el arte, desde las suntuosas m in ia tu ­
ras de Beato de L iébana (véase la foto v.3) h a sta los tapices de Angers (siglo
xiv). No obstan te, conviene p recisar que el A pocalipsis no sólo concierne al
fin del m undo: los exégetas lo leen com o u n a recap itu lación sim bólica de la
historia de la salvación, d o n d e se entrem ezclan el pasado, el p resen te y el
futuro de la Iglesia (desde el año 1100, se especifica incluso que sólo los ú l­
tim os capítulos, a p a rtir del decim oquinto, se refieren al Juicio Final). En la
Edad Media, Apocalipsis no es, pues, sinónim o de escatología, térm ino que
conviene adem ás d iferen ciar claram ente de la noción de m ilenarism o. La
escatología (del griego eschata, las cosas ú ltim as) designa lo relacionado
con el fin del m undo y con el Juicio Final, tal com o los an u n cian el Nuevo
T estam ento y la tradición. El m ilenarism o es u n a variante de la escatología,
en el sentido de que es la espera de u n futuro asociado con la últim a fase de
la historia universal; pero, lejos de esperar únicam ente el fin de los tiempos
y la d estrucción del m undo, an u n cia p reviam ente el reino de Cristo en la
tierra, que establecerá u n orden paradisiaco de paz y justicia para todos los
hom bres.
La considerable divergencia entre estas dos versiones de la espera —una
que no ve aquí abajo m ás que destrucción y aplaza toda prom esa positiva al
m ás allá, la o tra que sitú a su optim ism o en el plano terre n al— deriva de
u n a diferencia en la in terpretación del capítulo 20 del Apocalipsis. Sus ver­
sículos 3 y 4 indican que, al term in ar la p rim era resurrección, el diablo será
encadenado y com enzará entonces el reino de los justos con Cristo durante
m il años (m illcnium ), tras lo cual so brevendrán la segunda resurrección y
el Juicio Final. Si el A pocalipsis es, según la expresión y el análisis de Guy
Lobrichon, "un texto form idablem ente explosivo” cuya recuperación y en-
clavam iento exigieron prolongados esfuerzos a los teólogos de la E dad Me­
dia, es p a rtic u la rm en te cierto en el caso de estos versículos. E n efecto, su
in terp retació n literal, in m ediata, parece d ar la razó n a las corrientes mile-
naristas, y p o r ello, la Iglesia, juzgando que esa lectu ra era em inentem ente
peligrosa, se afanó en im p o ner otras. San Agustín, a quien le toca un papel
d eterm in an te en el asunto, afirm a en La ciudad de Dios que la prim era re­
surrecció n que se m encio n a en el texto sagrado corresponde a la Encar­
nación (pues el b au tism o p erm ite a los hom bres re n ac er en la Gracia). En
consecuencia, el m illenium es el tiem po presen te de la Iglesia, reino terre­
nal de los ju sto s con Cristo, a p e sa r de la p resen cia de los pecadores y los
im píos que la persiguen. No es u n periodo de la h isto ria p o r venir, sino su
fase actual, d estin ad a a te rm in a r con el Juicio Final. Aquí, u n a interp reta­
ción literal de la proposición de san A gustín llevaría a fijar en el año mil el
térm ino del m illenium y, p o r lo tanto, el final de los tiem pos. Pero san Agus­
tín p ro c u ra co nciliar su in te rp re ta ció n con la indicación evangélica según
la cual "nadie conoce ni el día ni la h o ra”, añadiendo que los “m il años" del
A pocalipsis no significan u n a d u ra c ió n precisa, sino que designan sim bó­
licam ente u n tiem po perfecto cuya duración siguen ignorando los hom bres.
F o t o v .3 . La Jerusalén celestial en el C om entario d e l A pocalipsis de Beato de Llábana
(hacia 950; M adrid, Biblioteca Nacional, m s. Vit. 14-2, f. 253 v.}.

Los m a n u s c rito s del Com entario del A pocalipsis de B e ato d e L iéb an a, ilu m in a d o s en la p e n ín s u la
ibérica y el su ro e s te de F ra n c ia p rin c ip a lm e n te d u r a n te los siglo s x y xr, se e n c u e n tr a n e n tre las
obras m a e s tra s del a rte m o zárab e. S ig u ien d o la d escrip ció n del A pocalipsis, la Je ru salén celeste es
una ciu d ad c u a d ra n g u la r d e 12 p u e r ta s y m u ra lla s de p ie d ra s p re c io sa s (en el c e n tro fig u ran san
Juan, el ángel q u e m id e la ciu d ad y el cordero , sím b olo de C risto, co n la cruz). E sta m in ia tu ra lleva
al extrem o la ló g ica d e p la n itu d del a rte m edieval, p u es to d o s los m u ro s se h a lla n re m a c h a d o s so ­
bre el m ism o p la n o , el de la p á g in a . M e d ian te este eficaz p ro c e d im ie n to de m o stra c ió n ; el a rtisla
exhibe 3a to ta lid a d d e los c u a tr o la d o s de la ciu d ad celeste, sin su je ta rla a la a r b i t r a r i a d e fo rm a ­
ción de u n p u n to de vista h u m a n o . R e p resen ta así su p e rfe c ta geom etría, glorificada ad e m á s p o r el
vigor de los colores.
Por últim o, a p a rtir del siglo X I, o tra in te rp reta ció n identifica la prim era
resurrección con la de los ju sto s al final de los tiem pos, de m an era que al
rnillenium se le desp o ja de la te m p o ra lid a d te rre stre y se le engloba en la
del Juicio Final.
La escalología que oficializa la Iglesia se caracteriza, pues, por la espera
del fin del m undo y de los sucesos dram ático s que h an de precederlo. Ade­
m ás de los n u m eroso s cataclism os n a tu rale s y de la irru p ció n de Gog y
M agog —dos pueblos a los que se h ab ía m antenido p risio n ero s hasta en­
tonces en O riente— es sobre todo el A nticristo el que polariza esta espera.
Evocado en u n a de las epístolas de san Juan, esta figura adquiere consisten­
cia en un com en tario de san Jerónim o, luego en num erosos tratad o s m e­
dievales, com o el del m onje Adson de M ontier-en-D er, red actad o en 954,
que gozará de am p lia difusión a p a rtir del siglo XII. R especto a este perso­
naje de supuesto origen judío, posiblem ente nacido en B abilonia, que es en
todos los sentidos lo co n trario de Cristo, su réplica maléfica, h a sta el grado
de que se le calificara com o "hijo del D iablo”, los clérigos estim an que su
reino de tres años y m edio esta rá m arcado p o r grandes desórdenes y por la
persecución de los cristianos, y que, tras su m uerte, en el m onte de los Oli­
vos en Jerusalén, a la h u m a n id a d no le q u ed ara n m ás que unos cuantos
días de vida antes del Juicio Final. E n consecuencia, las catástrofes adverti­
das, los conflictos y los problem as experim entados en la E dad M edia se in­
terp retan regu larm en te com o otros ta n to s signos precursores de la llegada
del Anticristo, incluso corno m anifestaciones de su presencia. Puesto que el
Anticristo es "la figura cen tral del suceso escatológico” (B ernhard Tópfer),
esa lectu ra de los h echos del p resen te m antiene, d u ran te to d a la E dad Me­
dia, la idea de la inm inencia del fin de los tiem pos.
Por analogía con los seis días de la Creación, se dice que el m undo debe
d u ra r 6000 años (para Dios u n día equivale a 1 000 años). Con fundam ento
en la p alab ra del Evangelio, que asocia la llegada de C risto con la última
h ora (es decir, el año 5500 desde la Creación), los prim eros cristianos fijan
el fin del m undo en el año 500, lo que explica ciertas inquietudes escatoló-
gicas consignadas en tre los años 493 y 496. Sin em bargo, con el propósito
de d esarticular esta interp retació n literal de los seis días de Dios, san Agus­
tín propuso su concepción de las seis edades del m undo, m ientras que otros
autores, siguiendo a E usebio de C esárea, a d o p tab a n otro cóm puto, apla-;
zando el fin del m u n d o h a sta el año 800. Un poco m ás tarde, B eda el Vene­
rable vuelve a h a c e r los cálculos y sitú a el nacim ien to de Cristo 3 952 años
después de la Creación, au n que se rehúsa, al igual que san Agustín, a cifrar
la duració n del m u n d o . La h isto ria de los có m p u to s cristian o s p arece ser
así la de los reju venecim ien to s sucesivos del m u n d o , que son o tras ta n ta s
postergaciones de plazos escatológicos. Pero ciertas singularidades del ca­
lendario tam b ién p ueden h acer que suba la fiebre; y A bbon de Fleury relata
que “casi en to d o el m un d o co rría el ru m o r de que, cuando la A nunciación
coincidiera con el viernes santo, eso significaría sin d u d a el fin de este m u n ­
do” (esta co njun ció n se p ro d u jo en los años 970, 981, 992, 1065 y 1250;
tam bién caracteriza al año 1, que quizá D ionisio el Pequeño escogió p o r tal
razón com o el p u n to de referencia de la era cristiana).
En el siglo x el ab ate O dón de Clunv está convencido de la próxim a lle­
gada del A nticristo, au n cuando, com o hem o s visto, el año m il no co ncen­
tra m ás que o tra s fechas las p reo cu p acio n es escatológicas. E n el siglo xn
las prim eras cru zad as se desarrollan en un clim a de espera del fin del m u n ­
do, “en v ista de los tiem p o s p róx im o s del A nticristo", según las p alab ras
que G uiberto de N ogent p o n e en boca del p a p a U rbano II; asim ism o, los
conflictos en tre el p a p a y el em p e ra d o r m u ch as veces se consideran, sobre
todo p o r p a rte de O tón de Freising, com o disensiones que a n u n c ia n los ú l­
timos tiem pos. El siglo xm no es m enos escatológico: entre 1197 y 1201 co­
rre el ru m o r de que el A nticristo ya h a nacido; poco después, Federico II es
un candidato a ese papel, y el año 1260 ve surgir, p a rticu la rm en te en Italia,
diversos m ovim ien to s de p en iten cia, p rin c ip a lm e n te el de los flagelantes,
que R aniero F asani su scita en Perugia, m ien tra s que a finales del siglo el
médico A rn ald o de V illanueva, en su tra ta d o so b re el A nticristo, p red ice
el fin del m u n d o p a ra el año 1378. La peste n eg ra de 1348 reaviva la inquie­
tud y genera u n nuevo m ovim iento de flagelantes que se esfuerzan p o r cal­
m ar la cólera divina y c o n ju ra r la am en a z a de la d e stru c ció n del m u n d o
(véase la foto iv.l). D urante el G ran Cisma, que divide a la Iglesia entre 1378
y 1417, a cada p ap a lo califican de A nticristo sus adversarios y p o r doquiera
pululan, al m ism o tiem p o , las profecías. H acia 1380 el dom inico catalán
Vicente F e rre r a n u n c ia que el cism a d u ra rá h a sta la llegada del A nticristo;
en sus p rédicas, que ag itan a las m u c h e d u m b re s de la E u ro p a m eridional,
exhorta a los fieles a h a c e r p e n ite n c ia en vista de la in m in e n cia del fin del
m undo y advierte, en u n a c a rta al pap a, q ue el A nticristo p o d ría te n e r ya
nueve años. P o r últim o, el m ism o L utero no cesa de rep e tir que el fin de los
tiem pos se d a rá al año siguiente, y el A nticristo es u n te m a om n ip resen te
en las p o lém icas que su scita la re fo rm a p ro te sta n te . De esta m an era, a u n ­
que existen ciclos breves d u ra n te los cuales la fiebre escatológica sube y
luego vuelve a bajar, la esp era escatológica al p a re c e r ni se refuerza ni dis­
minuye, sino que m ás b ien parece con stante si consideram os la larga dura­
ción de la E dad M edia
La espera escatológica, com o la Iglesia llega a en cu ad rarla, se integra
de u n a u o tra m a n e ra en sus en se ñ a n z a s y sus serm ones (aun cuando no
siem pre es fácil d iso c ia r escato log ía de m ilen arism o , y cu an d o varios de
los m ovim ientos recién evocados po seen tin te s m ilenaristas). Desde esta
óptica, la in m in en cia del fin de los tiem p o s no invita en absoluto a trans­
fo rm a r las realid ad es sociales, sino m ás b ien a h acer p en iten cia y renun­
ciar u rg entem ente a los pecados. El fu tu ro am e n a z ad o r de la escatología
es u n a advertencia acu cian te en beneficio de la salvación del alm a y de la
Iglesia, que es su m ejo r garan te. La esp era del fin del m u n d o es, pues, un
facto r de in teg ració n social, que re fu e rz a la d o m in a ció n de la Iglesia, al
m enos m ien tras no se d e te rm in e n u n a fecha p recisa o u n argum ento de­
m asiado detallado. Pues de ser así, la escatología, p o r el contrario, correría
el riesgo de convertirse en "un facto r de d e sin teg rac ió n ”, despojando a la
Iglesia del control de ese futuro dem asiado cercano e incluso m inando la ne­
cesidad de las in stitu c io n e s te rre n a le s . Si b ie n está claro que la Iglesia,
que "quiere p e rp e tu a rse en el tiem po" (C laude Carozzi), tien e la obliga­
ción de con trolar las tensiones escatológicas, la oposición crucial acaso no
está entre los peligros de u n a escatología in m ed ia ta y el aplazam iento del
fin del m undo a u n tiem po lejano que calm aría la tensión. La apuesta de la
Iglesia consiste m ás bien en alejar cu alqu ier profecía fechada, con el fin de
escenificar un fu tu ro p ró xim o p ero in cierto , y en consecuencia siempre
susceptible de d iferirse. E sta e strateg ia de u n a inm in en cia que se aplaza
in cesantem ente fu n c io n a en la m ed id a en que la certeza de la predicción
de largo plazo es m ás im p o rta n te que la exactitud o la in ad aptación de las
esperas inm ediatas. Es preciso, sobre todo, que la Iglesia conserve el mo­
nopolio de la "organización de ese fin del m u n d o que no llega, de m anera
que pueda estabilizarse ante la am en aza de u n fin del m undo posible y con
la esp eran za de la p a ru s ía [el re to rn o de C risto]”. B asándose en esta afir­
m ación, R ein h art K oselleck sostiene que el fu tu ro escatológico no corres­
po n d e al fin de u n tiem p o con cebido com o lineal, sino que se integra de
hecho al tiem po presente, com o elem ento constitutivo de la estabilidad de la
Iglesia y de su dom inación.
La subversión milenarista.: el fu turo, a q u í y ahora

Pese a todo, el esfuerzo de la Iglesia p o r d o m in a r el tiem p o escatológico y


arrogarse el co n tro l de las p rofecías es ta n sólo p a rc ia lm e n te exitoso. Las
tendencias m ilen aristas, activas en tre los p rim e ro s cristian o s que ro m pen
con el m undo ro m an o y que luego san Agustín acallara eficazm ente, siguen
proliferando. D esde luego, la e sp eran za m ile n a rista de un fu tu ro terren al
diferente no siem p re ad q u irió m atices co n te sta tario s, com o lo indica el
terna del últim o em p erad o r que, en los siglos x y xi, anuncia u n largo re in a ­
do de paz, d u ra n te el cual este so beran o debe convertir al m u n d o entero al
cristianism o. P ero en la E d ad M edia central, el riesgo crece. H acía el año
1110, Tanquelm o de Flandes subleva a las m ultitu d es haciendo u n a crítica
radical al clero y los sacram entos. Inspiránd o se en el E spíritu Santo, ofrece
a sus discípulos la e sp eran za de fo rm a r aquí en la tie rra u n a co m u n id ad
perfecta, libre de pecado. Sin em bargo, resulta difícil establecer el carácter
escatológico de su m ovim iento, pese a las acusaciones de los clérigos que lo
presentan com o u n p re c u rso r del A nticristo. A dem ás, en 1148, a É on de
l'Étoile, som etido p o r el concilio de Reirns, se le acusa de presen tarse com o
un nuevo Cristo que llegó a ju zg ar a vivos y m uertos. U na de las figuras m ás
im portantes del m ilen arism o m edieval es sin du d a Jo aq u ín de Fiore, abate
de un m o n asterio cistercien se del su r de Italia, que m u rió en 1202. Éste,
que tam bién cree en la in m in en cia del fin de los tiem pos, le declara a Ricar­
do Corazón de León, quien fue a consultarlo, que el A nticristo va nació y se
convertirá en papa. Pero su m ayor aportación consiste en dividir la historia
h um ana en tre s épocas: la p asad a, del P ad re (el A ntiguo T estam ento), la
presente, del H ijo (el Nuevo T estam ento), y la fu tu ra, del E spíritu, d u ran te
la cual los creyentes acced erán a la p le n itu d de la revelación divina. Jo a ­
quín de Fiore no asocia explícitam ente esta tercera edad, brevísim a, con el
rnillenium, pues, in sp irad o p rin cip alm en te en un ideal m o n ástico tra d icio ­
nal la p resenta en realidad com o la realización p erfecta de u n a Iglesia espi­
ritual, bajo el im pulso de dos nuevas órdenes religiosas que reem plazan a la
antigua je ra rq u ía eclesiástica.
Si bien los escritos de Jo aq u ín de Fiore gozarán p o steriorm ente de gran
éxito, p a rtic u larm en te en tre los franciscanos, convencidos de que form an,
junto con los dom inicos, las dos órdenes de la profecía, num erosos autores
influidos p o r él, sobre to d o en tre los fran ciscan o s espirituales, radicalizan
sus teorías. G erardo de Borgo san D onnino pro clam a en su Introducción al
evangelio eterno, p u b licad o en 1254 en París, que el Evangelio del E spíritu
S anio a n u n c ia d o p o r Jo aq u ín de F iore lleg ará p a ra d ero g ar el Antiguo v
el Nuevo Testam ento. Tales ideas inspiran diferentes m ovim ientos, como el
,d e los frailes apostólicos, que surge en P arm a hacia 1260, dirigido inicial-
m ente po r Gerardo Segarelli, hasta su m uerte en la hoguera en 1300, y pos­
teriormente por fray D olcino, quien confía a sus discípulos la m isión de
salvar las alm as du ran te los últim os días del m undo. A pesar de sus vallan­
tes, todos estos m ovimientos denuncian a la Iglesia institucional (calificada
de carnal) \ pretenden a c a b a r con ella para establecer otra Iglesia (califi­
cada de espiritual), d estin ad a a d u ra r h a sta el fin de los tiem pos bajo la
conducción d irecta del E sp íritu Santo. A principios del siglo xiv, libertino
de Casale, que exacerba la crítica de la Iglesia carnal al grado de calificar de
Anticristo al papa Bonifacio VIH, refuerza la transgresión joaquinista asimi­
lando la te rc e ra época del E sp íritu con una séptim a edad que añade a los
seis periodos aguslinianos de la historia. En ese m om ento, todos los esfuer­
zos clericales por con ten er el peligro m ilenarista se vienen abajo y Uberti.no
an u n cia u n futuro para la humanidad cuya duración estim a en seis o siete
siglos y que verá el triu nfo de un a Iglesia purificada que llevará a cabo el
ideal de p o breza a b so lu ta de los franciscanos espirituales y la conversión
de la m ayoría de los judíos y de los paganos.
El m om ento culm inante del m ilenarism o medieval se alcanza sin duda
en B ohem ia con la insurrección husita. E n 1.419 p arte del m ovim iento ini­
ciado por Ju an IIus, quien es acusado de herejía y condenado a la hoguera
por el concilio de C onstanza en 1415, se radicaliza y anuncia que Dios ani­
q u ilaría a todos los hom b res, con excepción de quienes se h u b ie ra n refu­
giado en el m onte Tabor y en cinco ciudades adheridas a las ideas husitas.
E n 1420 los “tab o ritas” radicales se arrogan la m isión de erradicar el m al en
la tierra y c o m b atir con las armas a quienes se opongan al establecim iento
del reino de Cristo: "Los herm anos taboritas deben vengarse a hierro y fue­
go de los enem igos de Dios y de todas las ciudades, aldeas y caseríos", dice
su reglam ento, p recisand o incluso que “en este tiem po del fin de los siglos,
llam ado día de la venganza, C risto llegó ya en secreto, com o u n ladrón",
p a ra “in stitu ir aq u í en la tie rra su Iglesia". En su utopía, el pecado ya no
existe, la in stitu ció n eclesial y los sacram entos son inútiles, toda autoridad
secular se proscribe, la servidum bre y los im puestos se suprim en, m ientras
que la posesión com ún de los bienes y la fratern id ad espiritual se im ponen
p ara todos: "Ya nadie obligará al prójim o a nada, pues todos serán entre sí
iguales, h e rm a n o s y h e rm a n a s”. Sin em bargo, en 1421 los m oderados to­
m an T abor y aplastan m ilitarm ente a los disidentes m ilenaristas. Con todo,
la im p o rta n c ia de este m o v im ien to es e x tra o rd in a ria , en razó n de su p o ­
pularidad y radicalism o que, al a d m itir incluso el em pleo de la fuerza, ad ­
quiere dim ensiones p ro p iam en te revolucionarias.
Este caso ten d rá secuelas y uno.de sus ecos se advierte en la revuelta de
los cam pesinos que en cab eza Tomás M ü n tzer en 1525, cuando an u n cia en
M ülhausen, Turingia, la realización de la Jeru salén celestial en la tierra. Por
lo demás, el m ilenarism o se prolonga m ucho más allá, y Eric Hobsbawm ha
llamado la aten ció n sobre la importancia de este filón incluso en los m ovi­
mientos p o p u lares radicales de los siglos x i x y X X , p riin o id ialm en te en Ita ­
lia y E spañ a. El m ilen arism o form a p a rte p ues de u n a visión am biciosa,
incluso rev o lu cio n aria, del cam bio social, capaz de o to rg ar u n a confianza
absoluta en un m u n d o nuevo, pero que p o r esto m ism o no deja de ser ende­
ble, puesto que p erm ite creer que este m un d o ideal p o d rá darse sin esfuer­
zo, d u ran te el G ran Día, com o p o r efecto de la v o lu ntad divina. El eco del
m ilenarism o se ha advertido inclusive en el m u n d o colonial, p o r ejem plo,
durante la rebelión tzeltal-tzotzíl-chol de Chiapas en 1712. E n efecto, la jo ­
ven tzeltal M aría C andelaria in sp ira esa in su rre c c ió n tra n sm itie n d o m e n ­
sajes de la Virgen, quien ord en a a sus fieles d e stru ir la dom inación colonial
e in stau rar u n orden ju sto y u n a Iglesia indígena (Antonio G arcía de León).
Aquí tam bién se p retende establecer u n nuevo orden terrenal en nom bre de
Dios (o de la Virgen) y de su justicia, pero no es posible afirm ar con seguri­
dad que en este caso exista u n a referencia precisa a las concepciones esca­
tológicas m edievales y al inilleuium .
Al ser u n a fo rm a de u to p ía m edieval, el m ilen arism o perm ite la m a n i­
festación de u n deseo de tran sfo rm ació n social radical. Puesto que se tra ta
de un m u n d o en el cual la Iglesia y la sociedad con stituyen realidades que
se coextienden, no resu lta so rp ren d en te que la revuelta contra el orden es­
tablecido ad q u iera u n a form a que hoy llam aríam o s "religiosa". Asimismo,
como la Iglesia co n tro la estrech am en te los ám bitos tem porales de esta so­
ciedad, no sorp ren d e c o n sta ta r que este conflicto subvierte pro p iam en te el
orden de los tiem pos, aspecto tan im p ortan te de su dom inación. A p esar de
las m últiples opciones interm edias, se en fren tan dos visiones radicalm ente
opuestas del fin de los tiem pos. E n la visión escatológica de la Iglesia, la
espera de u n fm del m u n d o in m in en te p ero incesan tem en te diferido se
transform a de m odo p arad ó jico en la g aran tía de un presente estable, regi­
do p o r la in stitu c ió n eclesial. El m ilen arism o , p o r el contrario, vuelve a
abrir el fu tu ro de la h isto ria h um ana, añadiendo u n a tercera edad a los dos
Testam entos o u n a séptim a época a los seis periodos agustinianos. Al acele­
ra r los tiem pos y p royectar el reino celeste de Cristo en el presente terrenal
de los hom bres, esboza un a visión h istó rica abierta a la prom esa de un fu­
turo nuevo.

Conclusión: un tiem po sem ihistórico, m inado por la historia. A pesar de las


contradicciones, los conflictos m ilenaristas y las prim eras manifestaciones
de tiem pos diferentes, la Iglesia ordena las estructuras tem porales esencia­
les de la sociedad m edieval. Sus cam panas m arcan el ritm o de las activida­
des diarias; la in terd icció n del trab ajo dom inical acom pasa la sem ana; el
ciclo anual de la liturgia constituye u n a referencia esencial para la vida so­
cial en su totalidad, com o lo hace la cronología basada en el nacim iento de
Cristo. P or lo tan to , a p esar de las fricciones con el tiem po agrícola de los
p roductores, con el tiem po in determ inado de los torneos, con el tiem po de
los m ercaderes que inicia tím idam ente u n a m edición h o raria ligada al tra­
bajo artesanal o, incluso, con u n a h isto ria p ro fana fundada en la sucesión
de los im perios y los reinos, el tiem po dom inante del feudalism o es el tiem­
po de la Iglesia. E ste es uno de los rasgos notables del papel que ejerce la
Iglesia en la sociedad m edieval, pues los tiem pos que ésta m ide no sólo
constituyen el m arco y las referencias de casi todas las actividades sociales,
sino que in form an tam b ién la visión del m undo y de su devenir.
Sin em bargo, debem os m atizar esta conclusión. Por m uy cristianizado
que esté, el tiem po finalm ente no im pone a la sociedad m edieval m ás que
u n a obligación relativa. F uera del dom ingo y los días festivos im portantes,
la m ayoría de los cam pesinos probablem ente ignoran en qué día viven, de
tal suerte que, en caso de que alguna necesidad p articular haga indispensa­
ble saberlo, basta con que consulten al cura, especialista en el tiempo. Tampo­
co se conocen m ejor ni el m om ento del día, calificado a lo sum o en relación
con u n sistem a flexible y poco preciso, ni el año (por no m encionar el hecho
de que "los hom bres de esta época no pensaban com únm ente en térm inos de
cifras de años, ni, m ucho m enos, de cifras claram ente calculadas sobre una
base u n ifo rm e” [M arc Bioch]). E sta form a de apreh en d er el tiem po es casi
im pensable p a ra el hom bre m oderno, que no puede vivir sin saber la fecha y
la h o ra exactas, y que es incapaz, si carece de agenda, de llevar u n a vida so­
cial. A fortiori, le cuesta m ucho im ag in ar que los hom bres com unes y co­
rrientes de la E d ad M edia no conocían su edad con exactitud (con frecuenr
cia la estim aban de m a n e ra aproxim ada p o r decenas, indicando en los
docum entos que ten ían 30, 40 o 50 años) y que probablem ente tam bién ig­
no raban su fecha de nacim iento. A pesar de su im portancia, el tiem po acaso
no sea el m arco m ás aprem iante de la sociedad medieval, hipótesis que con­
vendrá p recisar tras h ab e r exam inado su organización espacial.
Hay que re c a lcar tam b ién el c a rá c ter co n trad icto rio del tiem po m edie­
val. Como todas las sociedades tradicionales, la E dad Media está dom inada
por el pasado, referencia ideal y legitim ación de los hechos presentes; pero
le añade el peso a p la sta n te del futuro, b ajo la form a ele la espera escaroló-
ojea de u n m ás allá etern o o de la esperan za mil en arista del p araíso en la
tierra. Lo que es m ás, com bina el tiem po irreversible de u n a historia sacra
que avanza linealm ente desde su inicio hacia su fin con un tiem po a n tih istó ­
rico que no p asa o que, sin cesar, reto rn a a lo m ism o. El tiem po del feu d a­
lismo es sem ihistórico porque vacila entre la cronología y la eternidad. E sta
sociedad valo ra el p asa d o y no alcan za a c o n sid e ra r la novedad m ás que
como u n re to rn o o u n ren acim ien to , ig n orand o así la noción m o derna de
historia, que se im p o n e a finales del siglo xvrri. No obstante, a p e sa r de es­
tas diferencias fu n d am en tales, la visión lineal y o rientada del tiem po cris­
tiano p re p a ra en cierto m odo la afirm ación del sentido m oderno de la h isto ­
ria. La H istoria a b stra c ta de los filósofos de la Ilu stració n surge com o una
versión laicizad a de la Providencia divina. Y m ie n tra s que la escatología
encamina a la cristiand ad hacia el fin de los tiem pos y el Juicio Final, la m o ­
dernidad concibe u n a h um anid ad que cam ina con toda certeza hacia u n fin
anunciado que inm ovilizará a la h um anidad en el m ejor de los m undos p o ­
sibles —el triu n fo autoproclam ado del capitalism o o el m a ñ a n a ra d ia n te
del co m u n ism o — . P o r lo tan to , en el seno de un tiem po m edieval a n tih is­
tórico, au n q u e ya m in ad o p o r la h isto ria, hay u n incentivo de liberación
potencial resp ecto de la trad ición , el pasado y su repetición bajo la form a
de renacim ientos sucesivos, u n a fuerza que form a p a rte prob ab lem en te de
la dinám ica occidental del feudalism o y de su propia superación.
VI. ESTRUCTURACIÓN ESPACIAL
DE LA SOCIEDAD FEUDAL

C om o e l tiempo, el espacio es un a dim ensión fundam ental de toda realidad


hum ana, y el historiado r debe estar atento al desarrollo tem poral de los he­
chos sociales y a su distribución espacial. Además, el espacio no es un con­
tinente inerte, ni tam po co u n a noción in tem p o ral obvia, de m anera que
conviene analizar las estru ctu ras propias del espacio feudal, es decir, tanto
la organización material del espacio social com o las representaciones que le
dan sentido y consistencia. De hecho, la utilización m ism a de la noción de
espacio parece problem ática, pues en la E dad M edia se ignora este concep­
to, al m enos en el sentido que nosotros lo entendem os, a saber, como espa­
cio continuo y hom ogéneo, infinito y absoluto (este últim o calificativo indi­
ca que la hom ogeneidad del espacio es in d ep en d ien te de los objetos que
contiene y que éstos no la afectan). La E dad M edia adopta u n a concepción
similar a la de Aristóteles y prefiere la noción de lugar, que se define como
aquello que contiene las cosas que en él se en cu en tran . P or lo tanto, la di­
m ensión espacial no preexiste a las realidades que contiene y no puede con­
cebirse independientem ente de éstas. Es sólo a p a rtir de las cosas existentes
y sus respectivos valores que es posible co n ceb ir el lu g a r que las engloba
(por lo demás, el vocablo spalium designa principalm ente el intervalo entre
dos objetos). “El lugar es donde se e stá”, dice Isidoro de Sevilla en sus Eti­
mologías: esta fórm ula b a sta para definir la concepción m edieval del espa­
cio y nos recu erd a la necesidad de estab lecer cierta distan cia con nuestra
propia visión, que sigue siendo esencialm ente cartesiana y new toniana.
Im porta m uy poco que estas concepciones sean o no de naturaleza aris­
totélica. En cambio, es decisiva su adecuación a las necesidades de la orga­
nización de Ja sociedad. "En la E uro pa feudal, el espacio no se concebía de
m odo continuo y hom ogéneo, sino com o algo discontinuo y heterogéneo, en
el sentido de que en cada lugar se p o larizaba (ciertos p u n to s se valoraban,
se consideraban m ás sagrados, en com paración con otros que se percibían
—con base en los prim eros y en relación con ellos— de form a negativa). Se
disponía de diversos procesos e indicadores sociales para singularizar cada
p u n to y oponerse a toda p osibilidad de equivalencia o p e rm u ta ció n ”: aquí
seguiremos los análisis de Alain G uerreau, los cuales suelen m o stra r que
una lógica espacial com o ésta es un elem ento fu n d am en tal del feudalism o,
sistema cuya síntesis organizativa se h a definido com o "encelulam iento" y
cuva form a de dom inio exige la vinculación tendencial de los hom bres con
la tierra.

U N U N IV ERSO LOCALIZADO,
FUNDADO EN EL APEGO A LA TIERRA

Red pairoquial y congregación


de los hom bres en to m o a los m uertos

En la p rim era p arte de esta o b ra analizam os ya la reorganización del h á b i­


tat que, con ritm o s distintos, según las regiones, se da esencialm ente entre
la segunda m ita d del siglo x y finales del siglo X I. Se p ro d u ce así — a veces
de m anera espontánea v com unitaria, pero con m ayor frecuencia en form a
dirigida e im p u e sta — la congregación de los h o m b res (congregaría hom i-
num), m uch as veces cerca de la to rre o del castillo señorial. Éste es el ence­
lulam iento que, al m ism o tiem po, engloba a los h o m b res en las nuevas es­
tructuras del señorío, da origen a las aldeas, cuya red se extiende p o r toda
la cam piña occidental, y permite la form ación de co m unidades rurales, las
cuales, desde entonces, son u n m arco fun d am en tal p a ra las actividades
productivas y p a ra la vida social. Pero el castillo no es el único elem ento
que polariza a la congregación de la p oblación de las aldeas. H ay que darles
también su lugar a las iglesias, m ás aún cuando la instalación de la red pa rro ­
quial aco m p añ a la form ación de señoríos y co m unidades aldeanas. D u ran ­
te la alta E dad M edia, el térm in o parroquia (parrochia) designaba en prim er
lugar edificios de culto (al igual que el térm in o basílica) y no extensiones
territoriales. D esde luego, en ciertas regiones existían subdivisiones dio­
cesanas (po r ejem plo, la pieve italian a), pero se tra ta b a de u n id a d es m uy
vastas que sólo in se rta b a n a las p oblaciones ru rales en un m arco endeble.
Y aun cu an d o ciertas e n tid ad es p o d ían p arecerse ya, en ciertos lugares, a
las que posterio rm ente se llam arán parroqu ias, u n a visión de conjunto —la
única que im p o rta en esta m ateria— obliga a hacer u n a aclaración: "hacia el
año mil, la red uniform e de p arro q u ias no existe” (R obert Fossier).
Luego, ju n to con el reag ru p am ien to de las poblaciones aldeanas, se es­
tablece la red parro q u ial que, d u ran te los siglos xn y xm, term in a p o r cu b rir
toda la E u ro p a occidental. Sin duda, el proceso es m ás precoz en Italia,
pues se ve favorecido p o r las subdivisiones ya existentes y p o r la antigüe,
dad que tiene en esa región la cristianización. Pero allí, corno en el norte
donde el proceso es m ás tardío, hay que resp o n d er a] desarrollo del mundo
rural, la extensión de las zonas habitadas y cultivadas, que m ultiplican capi­
llas y sitios de culto secundarios mal reglam entados, cuando no están direc­
tam ente bajo el control de los señores laicos. La form ación de la red parro­
quial supone pues u n p roceso doble: p o r u n a p arte, el desm em bram iento
de antiguas e stru ctu ras, com o la pieve italiana, y la construcción de edifi­
cios de culto asociados con los nuevos centros de poblam iento; y, por otra
parte, la restitució n de las iglesias y los diezm os que se habían adjudicado
los laicos. El resultado es la form ación de un conjunto de territorios parro­
quiales bien definidos, contiguos, controlados p o r la autoridad diocesana v
centrados en la iglesia que constituye el núcleo de la aldea form ada nueva­
m ente (al grado de que p arro q u ia y aldea, p o r lo m enos en los casos princi­
pales, son dos entidades p rá c tic a m en te coincidentes). Así, la instauración
del m arco p arro q u ial —m ucho m ás estable que los castillos y la distribu­
ción del p o d e r seño rial— se p re se n ta com o un elem ento fundam ental del
encelulam iento que contribuye a la estabilidad de las poblaciones rurales v,
po r lo tanto, a la solidez del vínculo entre los hom bres y su lugar, indispen­
sable p ara el funcionam iento del dom inio feudal.
El castillo y la iglesia, pues; pero “antes, los m u e rto s” (R obert Fossier).
La tran sfo rm ació n de las p rácticas fu n erarias es el indicio m ás claro de la
m utación radical que influye en la o rg an izació n del m u n d o ru ra l durante
la Edad M edia. E n la A ntigüedad ro m an a, a los m u erto s se les enterraba
fuera de las ciudades y lejos de los espacios poblados, pues se les juzgaba im­
puros. El culto cristiano a las reliqu ias y, en consecuencia, la inhum ación
de los cuerpos santos en las iglesias u rb a n a s constituyeron la prim era in­
fracción a esa norm a y suscitaron el repudio de los paganos. Pero, en el caso
de los m u ertos ordinarios, los cristianos siguieron inicialm ente la costum­
bre antigua, aun cuando algunos heles deseaban u n entierro privilegiado ad
sanctos, es decir, en la pro xim id ad de las reliquias san tas en cuya protec­
ción confiaban. D urante la alta E d ad M edia prevalece u n a gran diversidad
de costum bres funerarias, asociada con u n desinterés relativo de la Iglesia
po r este tem a. Según san Agustín, las prácticas funerarias constituyen cos­
tum bres sociales, útiles p a ra el consuelo de los vivos, pero sin efecto para la
salvación del alm a, p o r lo que la Iglesia las ve con indiferencia. Además de
1a. inhum ación ad sanctos, se constata el desarrollo de las necrópolis en ple­
na cam piña (los Reihengráber germ ánicos), así com o la abundancia de sepul­
turas fuera de cu alq u ier e stru c tu ra colectiva, en casas o terren o s privados.
En sum a, no existe u n tra ta m ie n to colectivo y sistem ático de los m u erto s
por parte de la Iglesia.
La época carolingia m arca u n a p rim era etapa im p ortante, cara cteriza ­
da por la afirm ación de la extrem aunción, el desarrollo de la liturgia de di­
funtos (ritual de exequias, m isa de difuntos, oficio de los m uertos) y el esta­
blecim iento de los p rim ero s espacios de se p u ltu ra colectivos, contiguos a
¡as zonas h abitadas. O curre entonces un acercam iento entre el h áb itat y las
zonas funerarias, au n cuando no existe todavía n ing una norm a estricta y la
costumbre de las sepu ltu ras aisladas p e rd u ra h asta el siglo x. El proceso se
acelera en el siglo X I, de tal m a n e ra que se generaliza la ubicació n del ce­
menterio en to rn o a la iglesia (con frecuencia es ésta la que se edifica sobre
sepulturas p reexistentes). Se genera enton ces u n re a g ru p am ien to general
de los m uertos en un solo sitio (en torno a la iglesia o en su interior, privile­
gio que buscan clérigos y nobles) y la ubicación de los m uertos en el centro
del hábitat, ta n to ru ral com o u rb a n o (lu gar que en E uropa m a n ten d rán
hasta el siglo xvm, cu ando el discurso higienista y, de m anera m ás profun­
da, la desintegración de las estru ctu ras feudales, los trasladarán nuevam en­
te a las afueras de las ciudades y las aldeas). Al térm ino de un largo proceso,
iniciado en el siglo viii y que no concluye sino h a sta después del siglo x t, los
vivos están concentrados en to m o a los m uertos (véase el croquis vi.1).
El estab lecim ien to del cem enterio parro q u ial da com o resu ltad o u n a
inversión total de la p o stu ra que ad op tara inicialm en te san Agustín. A par­
tir de entonces, la iglesia asum e sistem áticam en te el cuidado de los d ifu n ­
tos y les asegura u n lug ar central (m aterial y sim bólicam ente) en el seno del
espacio social. E sto lo d em uestra ia creación, a p a rtir del siglo x, de un n u e ­
vo ritual: la co n sag ración de los cem enterios convierte a éstos en espacios
separados, en lugares sagrados, en igualdad de circun stancias con la iglesia
y asociados estrecham en te con ésta (Cécile Trefforí), E ste espacio no es so­
lam ente el n ú cleo de la aldea apenas creada sino que desem p eñ a a veces
una función decisiva en el proceso m ism o de encelulam iento. Así, en Catalu­
ña se lleva a cabo el reagru pam iento de los h om bres (principalm ente entre
1030 y 1060) alrededor de la iglesia y de la sagrara, espacio que generalm en­
te consta de u n a extensión de 30 pasos en to rn o al edificio (Pierre Bonnas-
sie). La sagrera, com o su n o m b re lo ind ica claram en te, tien e u n ca rá c ter
sagrado (cuya violación se considera un sacrilegio), que favorece el reag ru p a­
miento de los hom bres, pues ofrece p rotección a las personas y a los bienes
(cosechas, h erra m ie n tas, etcétera). Desde luego, la sagrera no es sólo u n a
de la.-, publacioncz en ¿urna u la L^íc^lú. y al cem enterio:
C r o q u i s v i. 1. R ca g í'L L p ííin icn lu
ejem plos de la legión de Gers (de Bcnuli Clíí¿cnic).

A q u í .se o b s e r v a n r e a g r u p a m i e n i o s d e p e q u e ñ a s d i m e n s i o n e s , i n i c i a d o s e n e l s i g l o X! v c o m p a ­
r a b le s a lo s q u e d a n l u g a r a la s ¿.ayera* c a t a l a n a s . E l p r i n c i p i o e s el m i s m o c u a n d o s e t r a í a de
a l d e a s d e m a y o r i m p o r t a n c i a . A s í s u c e d e e n e l c a s o d e l a a l d e a d e C é z e r a c q ( a r r i b a ) d o n d e se
a d v ie n e la p r e s e n c ia d e u n a m o ta c a s tra ], a lg o a p a r ta d a d e l n ú c le o d e la p o b la c ió n .
zona fu n e ra ria , p u esto que incluye edificios que d ependen de ia iglesia,
como la bodega y la fragua; pero el cem enterio es indiscutiblem ente u n a par­
te im portante de la sagrera, cu an do n o es que la ocupa en su totalidad.
El re a g ru p a m ie n to de los vivos, p o r lo ta n to , se asocia estrech am en te
con el de los m u erto s, e incluso en las regiones d onde este últim o no co n s­
tituye la fu erza m o triz del p rim ero , se d e sa rro lla al m enos com o su firm e
sostén y su reflejo eficaz. La re u n ió n de los m u e rto s en el cem en terio p a ­
rroquial p ro p o n e —o im p o n e— u n a fu erte im agen de la congregado hom i-
nuni, p u esto que n o so la m e n te es o b lig a to ria (las se p u ltu ra s aislad as son
impensables desde entonces), sino tam b ién co m u n itaria: las tum bas no es­
tán m arca d a s m á s que p o r u n a sim ple cruz, p ero sin placa ni in scrip ció n
del nom bre; y cu an d o ya no h ay m ás espacio, se rem ueve la tie rra y las
osam entas se re ú n e n a u n c o stad o del cem en terio , sin co n sid eració n p o r
las id entidades in dividuales ni p o r la co n tin u id a d fa m ilia r Tales prácticas
indican que el cem enterio p arro q u ial p re te n d e ser u n lu g ar colectivo, d o n ­
de todos están d e stin a d o s a fu n d irse en la c o m u n id a d in d ife ren c iad a de
los m u erto s. C om o b ien lo h a señ a la d o M icbel L auw ers: “Es en la tie rra
de los cem en terio s m uy co n cretam en te donde los d ifuntos se tra n sfo rm a n
en an te p a sa d o s a n ó n im o s " . E l c e m en terio , q ue los clérigos se o c u p an de
definir p o r vez p rim e ra d u ra n te el siglo xn, se co n sidera "el seno de la Igle­
sia”, que un ifica a la c o m u n id a d de los d ifu n to s, del m ism o m odo que el
seno de A braham reúne, en el m ás allá, las alm as de los justos a la som bra
del p a tria rc a (véase el c a p ítu lo m ). El cem e n te rio p a rro q u ia l, seno de la
Iglesia, d o n d e to d o s los cu erp o s se re ú n e n m a te ria lm e n te, es, al m ism o
tiem po que n ú cleo y fu n d a m e n to de la u n id a d ald ean a, la c o n tra p a rtid a
visible de la invisible fra te rn id a d de las alm as en el m ás allá. R eproduce en
la m uerte a la c o m u n id a d de los vivos y, p o r ello m ism o, co n stitu y e u n a
representació n ideal de la con gregació n y la u n id a d del grupo aldeano.
Pero no hay que o lv idar que este v alo r de fu n d a m e n to c o m u n itario tien e
por reverso la exclusión de los excom ulgados, los herejes, los infieles, los
niños que no re cib ie ro n el b a u tism o y los su icid as, a quienes se n iega el
acceso al c e m e n terio p a rro q u ia l (de igual m a n e ra que a los pecadores se
les excluye de la b ea titu d celeste y se les co nd en a a los castigos infernales).
El cem enterio es u n "espacio de inclusión y ex clusión” (D om inique logna-
Prat), que p e rm ite a la Iglesia definir a la vez la u n id a d de 1a co m unidad y
su exterioridad.
El cem en terio es u n lu g a r im p o rta n te p a ra la vida social, que no sólo
les sirve a los m u erto s, sino tam bién a los vivos. Ya sea abierto y delim itado
po r cruces o encerrado entre m uros, el cem enterio es u n lugar muy anirrn
do. La gente lo atraviesa cada dom ingo p a ra acudir a m isa, de xnanei a qUe
ésta es tam bién u n a visita a los m uertos; sirve com o refugio, como lugar de
regocijos y danzas; allí se p o n e n los m ercados, se aplica con frecuencia la
justicia y se reúne la gente p a ra tra ta r diversos asuntos y concluir acuerdos
A los m u erto s no solam ente no se les m antiene a distancia, sino que la tie­
rra donde repo san se convierte en un lugar privilegiado p a ra la vida colec­
tiva. E n efecto, las actividades que se llevan a cabo en el cem enterio se be­
nefician de la g a ra n tía que re p re se n ta n los an tepasados y, de modo más
preciso aún, de la referen cia a la u n id ad c o m u n itaria que éstos encarnan
P or lo tanto, el cem enterio p erm ite legitim ar los actos de los vivos median­
te su vínculo con la tra d ic ió n (M ichel Lauw ers). Todavía hay que hacer
hincapié en la fu n ció n que la Iglesia desem peña en esto: es ella la que
prom ueve esa congregación de los m uertos y la que perm ite la constitución
del espacio privilegiado que es el cem enterio, gracias a la proxim idad del
edifico de culto y a la posición em in en te que le confiere el ritu al de la con­
sagración.
La p resencia de los m u erto s en el centro del espacio de los vivos, sin
que m edie u n a separación m uy m arcad a entre unos y otros, es un elemento
decisivo del en celulam ien to y de la vinculación de los hom bres con su lu­
gar. La cohesión y la estab ilid ad de la com u n id ad local tienen a p artir de
entonces como referencia a los m uertos, de tal m anera que la partida o la ex­
pulsión de la aldea significa u n a ru p tu ra con los antepasados, u n sacrilegio
a la m em oria de los padres. E n resum en, son tres los elem entos principales
que definen a la p a rro q u ia , c o n stitu id a desde entonces, y los vínculos que
ésta hace prevalecer: la p ila bau tism al, la recau d ació n del diezm o y el ce­
m enterio. La iglesia p a rro q u ia l es el sitio donde cada quien debe recibir el
bautism o p a ra e n tra r en la com unidad cristiana, pagar la contribución que
reconoce el p o d er sa c e rd o ta l y ser en terra d o p a ra reu n irse en la otra vida
con la co m u n id ad de los difuntos: así se g aran tiza la stabilitas loci de los
hom bres, desde su nacim ien to h a sta su deceso. La coincidencia entre el
pago del diezm o y la sep u ltu ra es p articularm ente determ inante p a ra la efi­
cacia del m arco p a rro q u ia l. D esde luego, ésta no se alcanza enteram ente
h asta la segunda m itad del siglo xn. Así, aunque la estru ctu ra de la red pa­
rroquial se establece generalm ente en el siglo xi, la consolidación funcional
de las entidades parroquiales, indispensable p a ra que éstas desempeñen, su
papel en la vinculación de los h om bres con la tierra, sólo llega a consum ar­
se u n siglo m ás tarde.
El universo de lo conocido y la inquietante exterioridad

De todo esto re su lta que el espacio vivido, que re co rren co n cretam en te los
hombres y las m ujeres de la E dad M edia, en la in m en sa m ayoría de los ca­
sos es su m a m e n te red u cid o . Sin em bargo, este espacio lim itad o no es ho-
m oséneo y puede atrib u írsele una e stru c tu ra globalm ente concéntrica. E n
el centro del cen tro se hallan la iglesia y el cem enterio; luego viene el espa­
cio donde se h a n construido las casas aldeanas, que a veces está rodeado de
muros o un id o al castillo. A lrededor se extienden las tierras cultivadas (ager);
después, en los linderos de las zonas boscosas, se e n cu en tran a m enudo los
terrenos conquistados recientem ente, no ta n bien ordenados y a veces culti­
vados de m a n e ra tem p o ral (las tierras desbrozadas). M ás allá, com ienza el
ámbito de lo no cultivado (sa ltu s), p o r lo general boscoso, m al controlado,
Deno de pelig ro s au n q u e in d isp en sab le p a ra la econom ía agraria, p u esto
que es lu g a r de recolección (de fru to s y m iel silvestres) y de p a stu ra p ara
los anim ales, p rin cip alm en te aves y puercos. Siendo un "espacio de m aravi­
llas y ho rro res, de héroes y m o n stru o s”, el bosque es un lugar m arginal, re ­
fugio privilegiado p a ra seres tam b ién m arginales, com o los hom bres salva­
jes y las h adas, los b a n d o le ro s y los erm itañ o s. Es, p a ra estos últim os, u n
lugar de p ru e b a s su p erad as, d o n d e se fortalecen sus virtudes y su fuerza
espiritual. Com o en el d esierto de tó rridas arenas donde los santos egipcios
buscaban a D ios en la soled ad y el ascetism o, el bosque perm ite h u ir del
m undo de los h o m b res y e n tra r en contacto, en m edio de los peligros de un
am biente salvaje y hostil, con lo divino y lo so b ren atural. Al ser lo contrario
del espacio socializado, el bosque es —p a ra d o ja ecológica au n q u e verdad
simbólica— el d esierto de la E u ro p a occidental (Jacques Le Goff).
El bosq ue es u n espacio periférico, cuyas características co n trastan con
la aldea y el ager, que son las zonas centrales. Y si bien esta dualid ad del
centro y la periferia, pro fu n d am en te m arcada tan to en la organización con­
creta de los espacios vividos com o en el im ag inario , es u n aspecto fu n d a ­
m ental de las e stru ctu ras espaciales, se su perpone a o tra dualidad que con­
trapone el in te rio r co n el exterior. A dem ás, el vocablo francés que designa
el espacio b oscoso (forét) tien e p o r etim ología la p a la b ra latin a foris (ex­
terio r) que se u tiliz ó p rim e ro p a ra d e sig n a r zon as no p o r fu e rza b o sc o ­
sas, pero con sid erad as so cialm ente “exterio res” y en las cuales los reyes se
reservaban u n derecho de caza exclusivo, que después se extendió a la aris­
tocracia. La caza, g ran ritu a l de dom inio aristocrático, se ha analizado ju s­
tam ente com o la p u e sta en p rá c tica de la d u alid ad en tre los espacios in te­
riores y exteriores (Alain G uerreau). Se tra ta de un doble rito, en el que se
distingue la caza con p erro s y la caza con aves. E sta últim a se caracteriza
oo r la inm ovilidad del cazador y se practica desde u n lugar al descubierto y
a veces incluso cultivado, próxim o a las zonas centrales. La caza con perros,
p o r el co n trario , supone u n a larga persecución de la p resa p o r el bosque.
E n co ntraposición a la caza con aves, fija y asociada con los espacios inte­
riores, la caza con perros es u n a p ráctica de m ovim iento a través de los es­
pacios exteriores. Así, el doble ritu al de la caza contribuye a reforzar la
d ualidad interior/exterior y, al m ism o tiem po, p erm ite que la aristocracia
reivindique el privilegio de u n dom inio total del espacio. E n este sentido,
fortalece el encelulam iento y la percepción co ncéntrica del espacio que le
está ligado.
A este respecto, conviene su b ray ar que el encelulam iento no es una es­
tru c tu ra que se im ponga solam ente a los dom inados, sino m ás bien una
lógica espacial que todos com parten. La aristocracia m ism a se circunscribe
durante los siglos XI y xn. Asistirnos, entonces, a un arraigo espacial de los do­
m in an tes laicos, cuyo p o d er se fu n d a en la posesión de los castillos y las
tierras que controlan; se asientan en estas tierras a las que se liga su estatu­
to de dom inantes y cuyo nom bre, adem ás, adoptan en general (véase el ca­
pítulo ix). El arraig o local constituye incluso, desde entonces, la base más
ñrm e de la p erte n e n cia a la aristocracia: "M ientras que h a sta el siglo x los
aristó cratas d eb ían su posición ante todo a su in tegración en u n a red de
parentesco, desde el siglo xii la calidad de aristócrata depende de la fijación
a un te rrito rio ” (Alain G uerreau). Los linajes aristocráticos, preocupados
ta n to p o r la p erm a n e n c ia espacial com o p o r la c o n tin u id ad genealógica,
constituyen desde entonces lo que Anita G uerreau-Jalabert h a llam ado "lo-
poiinajes”, es decir, cadenas genealógicas que g arantizan la transm isión de
u n poder territorial (véase el capítulo ix). En cuanto a los hijos m enores que
parten en busca de prestigio o u n buen m atrim onio —de quienes Guillermo
él Mariscal es el ejem plo típico y el caballero e rran te de los rom ances es el
eco literario — su ideal no deja de ser la adquisición de un bu en feudo don­
de fijar su destino y a rraig ar a su descendencia.
A hora es preciso tra sp a sa r los lím ites de la p arroquia. Más allá de ésta
se extiende el exterior del exterior. A los que proceden de allí se les percibe
en la aldea com o extraños, com o in tru so s de quienes hay que desconfiar;
pero su existencia m ism a no es inútil, pues “ap o rtan las m arcas de la dife­
rencia p a ra m ejo r fu n d ar la identidad social" (Claude Gauvard). De hecho,
p a ra casi to d a la población, la m ayor parte de la vida social se realiza en un
radio de acción de apenas 15 kilóm etros, y sólo la feria local puede su scitar
periódicam ente d esp lazam ientos u n poco m ás am plios. Claro que hay ex­
cepciones: los clérigos con frecu en cia re c o rre n m ayores d istan cias (por
ejemplo, p a ra a c u d ir a la sede diocesan a o en u n a m isión diplom ática), al
igual que los nobles (en ocasión de u n a visita al castillo de u n señ o r feudal
lejano, de expediciones g uerreras, de festividades o de torneos). Pero son
contados los que así se desplazan y, p a ra la m ayoría de los d om inados, el
universo social no se extiende m ás allá de la p arro q u ia, salvo p a ra a b a rc a r
aldeas vecinas, con ias cuales en general las relaciones son tensas, a pesar
de los frecuentes lazos individuales y fam iliares. Éste es ei am biente en cuyo
seno se co ntraen m atrim o nio s (en la p arro q u ia o con u n a pareja originaria
de una aldea vecina) y se entretejen las relaciones de p arentesco espiritual,
intercam bio y so lid arid ad . La p a rro q u ia form a así con las aldeas vecinas,
entre las cuales se va y viene p erm an en tem en te, ei p aís am igo, fam iliar, el
“país de lo co n o cid o ”, m ás allá del cual em pieza lo desconocido (Claude
Gauvard).
Esta experien cia social, que ca ra c teriz a aú n la ú ltim a fase de la E dad
Medía, es la m arca de eficacia del encelulam iento. En efecto, en el seno de
una entid ad espacial lim itada, a la vez p a rro q u ia y señorío, los individuos
reciben el b a u tism o , tra b a ja n y p agan las ta sa s que m a rc a n su d e p e n d e n ­
cia y, finalm ente, descansan en la tie rra de los antep asad o s. E n el seno del
país de lo conocido, el cual se extiende hasta las aldeas vecinas, cada quien
traba las relaciones fam iliares, de vecindad, am istad y solidaridad que per­
miten la existencia social. No hay necesidad de m urallas p a ra alcanzar este
resultado; e incluso la im posición de un estatuto jurídico aprem ian te com o
el de los sien/os n o desem peña aquí el pape] principal. Es m ás bien el tejido
mismo de esas relaciones sociales —de dependencia y solidaridad, sin olvi­
dar los lazos en tre vivos y m u erto s— el que im pone la stab¿litas loci com o
una necesidad, com o u n a form a de existencia b asad a en la trad ició n y que
se considera n atural. Además, al in sta u ra r los fundam entos prácticos de una
percepción con cén trica del espacio, que valora u n centro positivo y sacrali-
zado (en oposición a la periferia), y u n a in terio ridad p ro tecto ra y tran q u iliza­
dora (en o posición al exterior), la Iglesia y, en m en o r m edida, la a risto c ra ­
cia establecieron u n sistem a de representación que contribuyó plenam ente
al encelulam iento y a la vinculación de los h o m b res con la tierra.
E ste m odelo, reiterém oslo, tiene excepciones. La colonización de n u e ­
vas tierras trae consigo im p o rtan tes desplazam ientos de la población, sobre
todo en los m árg en es de la cristiand ad (pero el objetivo de la colonización
consiste en in sta u ra r u n a nueva estabilidad espacial). El avance del frente
de la R econquista h ab itú a a la península ibérica, particularm ente a Castilla
a u n a m ovilidad que se prolonga d u ran te los siglos xvi y xvn con la partida
de 500000 españoles hacia América (Bernard Vincent). Por último, además de
su pro p io crecim iento, el progreso de las ciudades se n u tre con la llegada
de nuevos pob lado res provenientes de la cam piña. Sin em bargo, la inmi­
gración que atra e n las ciudades m edievales com unes se inscribe en un ra­
dio lim itado de aproxim adam ente 10 kilóm etros. Las contadas ciudades que
tenían u n a gran actividad artesan al d uplican esa cifra, m ientras que casos
tam bién excepcionales com o París o Londres, Sevilla o Florencia alcanzan
los 40 kilóm etros. Así, la m igración a las ciudades, aunque rom pe el nexo
con la p a rro q u ia n a ta l p a ra que prevalezca el vínculo p e rd u rab le con una
nueva circunscripción, pocas veces se proyecta en u n universo desconoci­
do, sobre todo porque la ciudad adoptiva en general in teractú a con la zona
de origen. Desde luego, en los siglos xiv y xv el ra d io de atracción urbano
au m e n ta m uy a m enudo a 25 o 30 kilóm etros y a veces se agudiza la com­
petencia entre ciudades vecinas p o r la clientela y la m ano de obra. Además,
según la atractiva hipótesis de Jacques Chiffoleau, el desarraigo de los nue­
vos ciudadanos dei lugar en que se desarrolló su vida fam iliar y, sobre todo, el
sentim iento de ru p tu ra con los antepasados y la tradición que éstos encar­
nan p u d iero n h a b e r contrib uido , quizá a través de las m ediaciones de las
instituciones eclesiásticas urbanas, a “la gran m elancolía de finales de la
Edad M edia” y su obsesión p or la m uerte. Pero, incluso entonces, la propor­
ción de la población que em igra a la ciudad sigue siendo m ínim a y no rom ­
pe con el carácter do m inante de los m arcos espaciales descritos hasta aquí.

E l e s p a c io p o l a r iz a d o d e l f e u d a l is m o

Sin em bargo, lo dicho an te rio rm e n te no debe llevarnos de nuevo al este­


reotipo de un m un do feudal fragm entado, form ado p o r señoríos aislados y
con u n a econ om ía de auto su b sisíen cia. Lo que define al feudalism o no es
la fragm entación ni la inscripción local, sino m ás bien la relación entre esta
fragm entación y cierta u n id ad que jam ás desaparece p o r com pleto, o inclu­
so entre la fuerza de la inscripción local y la posibilidad de desplazam ientos
e intercam bios, incluso a gran escala. Así pues, el feudalism o se caracteriza
(esta form ulación señala el fuerte p otencial d inám ico de tal sistem a) por
una tensión en tre estab ilid ad y m ovilidad, en tre fragm entación y unidad,
entre inscripción local y pertenencia a u n ám bito continental sim bólicam en­
te unificado. E i encelulam ien to no significa el estab lecim ien to de células
sociales aisladas y autárquícas. Desde luego, los señoríos y las parroquias se
estructuran fu ertem en te y se benefician de una am plia au tonom ía, p ero su
existencia m ism a no tiene sentido sino po rq u e cad a u n a se in serta en u n a
red hom ogénea (parroquial) y en un conjunto de obligaciones disim étricas
(de vasallaje). No son m ás que las u n id ad es básicas de u n a organización
s o c ia l m ás vasta, y la m etáfo ra que subyace al concepto de encelulam iento
no es carcelaria, sino biológica. En consecuencia, trascendam os ia visión de
un universo feudal localizado y optem os m ejor p o r la noción m ás com pleja
de un espacio polarizado, es decir, que engloba la au to n o m ía y la p articu la ­
ridad de cada entidad local en u na organización espacial conjunta, heterogé­
nea y jerárquica.

Intercam bios sin mercado

Además del pillaje, que constituye, en su ru d a b ru ta lid a d , u n a fo rm a im ­


portante de circulación de bienes, los intercam bios com erciales relacionan
a las en tidades locales, en cuyo seno se org an izan las prin cip ales activ id a­
des de la vida social. Como hem os visto, el desarrollo del com ercio y el cre­
cimiento de las ciudades no son procesos ajenos al feudalism o y opuestos a
su lógica. P o r el con trario , el auge de las cam p iñ as y el re fo rza m ien to del
dom inio señ o rial los estim ulan , y los señores feudales m ism os sacan p ro ­
vecho de to d o ello, ya que perciben in finidad de d erechos de peaje. El co­
mercio feudal se d esarro lla en d iferentes niveles, que se escalonan entre
dos extrem os: p o r u n a parte, están los m ercados locales, generalm ente h eb ­
dom adarios, an im ad o s p o r los p ro d u cto res m ism os y los oficiales se ñ o ria ­
les, así com o p o r algunos m ercaderes rurales; y, p o r o tra parte, se hallan las
grandes ferias an u ales o sem estrales, que gozan de exenciones y de u n a
protección p articu lar, com o las de C h am paña que, d u ra n te los siglos xn y
xm, relacionan a Italia y a Flandes, las dos regiones de E u ro p a que tienen la
producción artesanal m ás dinám ica. No obstante, cualquiera que sea el des­
arrollo de los m ercad o s o las ferias, y de los in tercam b io s que im pulsan,
conviene recalcar, siguiendo a Alain G uerreau, que en la E d a d M edia no
existe n a d a p arecid o al mercado, en el sentido que este concepto adquiere
desde finales del siglo xvm. E fectivam ente, el m ercado supone u n espacio
hom ogéneo, de tal m an era que, desde el p u n to de vista de la econom ía polí­
tica que define su funcionam iento, la dim ensión espacial constituye u n pa-
ránietio que debe eliminarse lo m ás posible. En la E dad M edia sucede todo
lo contrario, puesto que los d esplazam ientos, entonces, resu ltan difíciles
—en razó n de la endeble red de ru ta s y cam in o s— y peligrosos, no sola­
m ente por los bandoleros, sino tam bién y sobre todo porque los mercade­
res, cuando están en camino, son extranjeros desprotegidos, víctim as desig­
nadas de todos los engaños posibles. Tam bién se enfrentan a procedimientos
locales que desconocen, p o r no m e n c io n a r los in num erables peajes que
constituyen el tributo que paga el com ercio a la fragmentación feudal. Así,
los intercam bios crecen en un m edio que si bien los estim ula y saca prove­
cho de ellos, tam bién se dedica a obstaculizarlos. La lógica feudal no tiende
a prohibir o reducir los intercam bios; los estim ula para que se desarrollen,
no en el espacio hom ogéneo del m ercado unificado, sino en m edio de las
restricciones dei espacio heterogéneo, frag m en tad o y polarizado que crea
la red celular del feudalism o.
Los m ercaderes, que son el grupo social dedicado a los intercam bios, se
enfrentan a la m ism a am bivalencia. Existen m uchas diferencias en su seno,
desde el m odesto co m erciante ru ra l y el b u h o n e ro que cam ina de aldea en
aldea h a sta el gran negociante entregado al com ercio con Oriente y quien,
con frecuencia, dirige los asu nto s de su co m p añ ía desde su ciudad natal,
Pero la percepción del mercader n u n ca deja de ser doble. Sin duda, se ob­
serva una revalorización de su oficio: en la primera m itad del siglo XII, Hugo
de san Víctor alaba al mercader porque "su a rd o r une a los pueblos, reduce
las guerras y consolida la p az” y, en el siglo siguiente, Tomás de Aquino su­
braya la utilidad de un oficio que consiste en tra n sp o rta r productos de una
región a otra, "para que las cosas necesarias para la existencia no falten en
el país”. M erced a la circulación de bienes que el m ercad er garantiza, con­
tribuye a su p erar los conflictos que dividen a los fieles y, p o r lo tanto, puede
considerársele com o u n o de los agentes de ia unificación fraternal de la
cristiand ad . No ob stante, p o r m ás útiles que sean, los m ercaderes perm a­
necen en u n a p osición de su b o rdinación, y el m odelo de las tres órdenes,
arm a de guerra contra ios nuevos grupos urbanos, los m antiene en la orden
inferior de los lab u rato res, al m ism o nivel que los cam pesinos. Además, su
actividad sólo se acepta a condición de que se som etan en últim a instancia
a las concepciones de la Iglesia, y todo lo que pu d iera parecerse con dem a­
siada crudeza a valores propios, corno la pro cu ració n de ganancias o la va­
lorización del dinero, corre el riesgo de m erecer la acusación de avaricia o
usura. Así, los m ercaderes form an un grupo cuya utilidad se reconoce, pero si­
guen siendo objeto de u n a desconfianza que les prohíbe afirm ar plenam ente
los valores asociados lógicam ente con sus actividades. E n este sentido, la
Iglesia m ism a reconoce que debe p erm itir los intercam bios, pues éstos cons­
tituyen u n a la b o r leg ítim a siem pre que p e rm an e z ca n en u n a p o sición se­
cundaria y p u ed an controlarse cuidadosam ente.

La cristiandad, red de peregrinaciones

Por im p o rtan tes que sean, los in tercam b io s com erciales poco contribuyen
realm ente a la u n id a d del m u n d o occidental, pu es la p ro p o rció n de la p o ­
blación en la que influyen es ínfim a. P or lo tanto, insistirem os en otro factor
de unidad, com partido de m a n e ra m ás am plia. Con excepción de los judíos,
los herejes y los excom ulgados, todos los h a b ita n tes de la E u ro p a occiden­
tal form an p a rte de la cristiandad. Todos saben en form a m ás o m enos con­
fusa que el b au tizo los h a hecho e n tra r en esa am p lia com unidad, en parte
visible y en p a rte invisible, p o rq u e desde ese m om ento se han convertido en
hijos de Dios y, p o r lo m ism o, en h e rm a n o s de todos los dem ás cristianos.
Aún hay que p re g u n ta rse cóm o e x p erim en tan local y co n cretam en te
esta u n id ad de la cristian d ad las poblaciones en su conjunto. La pereg rin a­
ción, g ran fenó m en o m edieval, co n tribu y e en fo rm a n o table a d ich a u n i­
dad. E n la E d ad M edia, to d a p eregrinación es u n a aventura, u n riesgo; si el
destino es lejano, el pereg rin o red ac ta su te sta m e n to antes de p a rtir o, p o r
lo m enos, se to m a el cuidado de p o n er en o rd en sus asuntos, com o si el via­
je no tuviera reto rn o . La decisión de hacer la p eregrinación puede tom arse
en form a individual, p o r haberse hech o a n te rio rm e n te u n ju ra m e n to o por
la esperanza de u n a curación; pero, en los siglos xi y xn, tam b ién puede ser
im puesta p o r los clérigos, com o u n a p en iten cia o, desde el siglo xni, com o
sanción penal de u n trib u n al. C ualquiera que sea la situación que la provo­
que, ad q u iere u n giro p en iten cial, au n q u e sólo sea p o r los tra b a jo s y los
sufrim ientos que im pone el cam ino. La opción de la peregrinación siem pre
parece u n a ru p tu ra —m ás o m enos p rofunda, según la extensión del viaje—
con el m u n d o cotidiano, con el m arco fam iliar de la vida norm al. El pere­
grino o p ta p o r convertirse en extranjero , y es así com o lo p ercib en en los
lugares p o r donde p asa (peregrinas, p alab ra latin a que designa al peregrino,
significa originalm ente “extranjero”, “exiliado”). La peregrinación es u n a par­
tida h acia o tro lugar, a u n an tes de ser cam in o h a c ia u n a m eta: de hecho,
durante los p rim eros siglos de la E dad M edia, la p a rtid a penitencial es m ás
im portante que el d estin o del viaje, y es en la ép o ca carolingia cuando la
vagancia penitencia] sin objetivo se eclipsa en favor de la peregrinación ha­
cia un lug ar d eterm in ad o con an ticipación y regido p o r n o rm as estrictas
(prim ordialm ente la indispensable au torización clerical)- La peregrinación
es un viaje del in te rio r al exterior, un exilio del país de lo conocido cuyo
destino es el universo donde todos son extranjeros.
Así sucede con todas las peregrinaciones, ya sea que su radio de atrac­
ción sea local, regional o se extienda p o r to d a la cristiandad. Aunque a me­
nudo se les desdeñe, las peregrinaciones locales revisten una gran im portan­
cia., pues perm iten estru ctu rar una com arca y desarrollar la solidaridad entre
aldeas vecinas (Alain G uerreau). E stas peregrinaciones, que suscita la espe­
cialidad terap éu tica o profiláctica de los santos locales, pueden tener como
m eta una iglesia p arro q u ial o u n a capilla aislada, y se desarrollan en una
fecha fija, lo que provoca grandes agrupaciones, o sin una periodicidad defi­
nida, adquiriendo entonces u n giro m ás individual que depende de las do­
lencias cuyo alivio se requiere. Pero siem pre (a diferencia de las procesiones
rogatorias que tra z a n u n a ap ro p iació n del te rrito rio de la com unidad) la
peregrinación local se en cam in a h acia el exterior, ya sea porque rebasa el
m arco parroquial o p orque conduce h asta las zonas periféricas de un terri­
torio. Las peregrinaciones regionales, o que llegan a ab a rc a r todo un reino,
ponen en juego reliquias de santos prestigiosos, resguardadas en santuarios
cuya am plitud y calidad arquitectónica denotan su prestigio. Tal es el caso
de la cabeza de san Juan B autista en la catedral de Am iens, o de la tum ba de
M artín de Tours,. santo que se convierte en pro tecto r de la dinastía merovin-
gia y que d u ra n te el siglo vj atra e a p ereg rin o s que provienen de todos los
puntos de la Galla. Aun cuando posteriorm ente la abadía de San M artín pasa
por fases alternas de ren o m b re y olvido, esta p eregrinación m antiene su
influencia en todo el reino.
Por últim o, hay que in sistir en las grandes peregrinaciones de la cris­
tiandad. Paradójicam ente, las ciudades que las atraen no se encuentran geo­
gráficam ente en el centro de la cristiandad, sino en sus m árgenes, inclusive
m ás allá. Así sucede desde luego en el caso de Jerusalén y los lugares santos
de Palestina, que son objeto de la peregrinación p o r excelencia, a, la vez por
su longitud y p o r la dificultad del cam ino, que de ella hacen la m ayor prue­
ba, y porque perm ite e n tra r en com unicación directa con Cristo m ism o en
los sitios de su vida terrenal y de su Pasión. Desde el siglo ív, cuando Cons­
tantino m an d a c o n stru ir la basílica del S anto Sepulcro, hay m uchos testi­
m onios de esta peregrinación, gracias a las descripciones de los Lugares
Santos y de relatos de viaje com o el de la española Egeria. Posteriorm ente,
a pesar de los ataqu es y las destrucciones que provocan el persa Chosroe II
Yluego la c o n q u ista m u su lm an a, el flu jo de p ereg rin o s no cesa nunca. In ­
cluso después de la recu p eració n de Jeru salén p o r p a rte de S aiadino en
] 187 , los tra ta d o s entre cristianos y m u su lm an es norm alizan, la entrada de
J o s viajeros m ed ian te la im posición de gravámenes, m ien tras que su acogi­

da se organiza bajo la tutela de dos cónsules occidentales, que garantizan la


protección y el alojam iento. En el siglo xi se genera el desarrollo m ás n o ta ­
ble de las p ereg rin acio n es a Tierra S anta, lo cual no deja de relacionarse
con la afirm ación co ncom itante de la cristian dad. P o r lo dem ás, el fenóm e­
no se co m bin a p ro n to con las cruzadas, que pu ed en definirse com o "pere­
grinaciones arm adas". Sin duda, es el c a rá c te r ra d icalm e n te exterior del
viaje de la peregrinación el que provoca, com o es lógico, su asociación con
la em presa m ilitar. E n todo caso, p or el hecho m ism o de que pone en juego el
arado m áxim o de exterioridad, proyectándose m ás allá de los lím ites de la
cristiandad, la p ereg rin ació n a Jerusalén es a to d as luces la peregrinación
suprema del O ccidente m edieval.
Tam bién R om a se convirtió en u n lug ar periférico de una c ristian d ad
cuyo centro de gravedad se desplazó hacia el norte, para fijarse, como lo sub­
raya Mnrc Bloch, entre el Loira y el Rhin. La Ciudad E terna no se encuentra
muv alejada de la fro n te ra que separa a los cristianos del m undo m usulm án
y, durante m ucho tiem po, se halla frente a la Sicilia árabe. Además, la elec­
ción, en el siglo xrv, de u n a ubicación m ás central que facilitara las com uni­
caciones con el con jun to de la cristian dad, tiene m ucho que ver con la per­
manencia del p ap ad o en Aviñón. Desde luego, la posición de R om a es m ás
ambigua que la de Jerusalén o Cornpostela: si la Ciudad E tern a corresp o n ­
de a una m argen geográfica, tam bién es un centro institucional, sobre lodo
conforme crece la cen tralización pontificia (véase la foto m.2). La p e re g ri­
nación a R om a, que es u n d estin o fun dam en tal y, a la vez, está o rien tad a
hacia las m árg en es, no tien e p aran gó n d u ra n te la alta E dad M edia. Allí se
visita a santos tan im p o rtan tes com o los apóstoles Pedro y Pablo, así com o
a diversos m á rtire s que yacen en las c a ta c u m b as y a los que después se
transfiere p arcialm ente, entre los siglos VIII y IX, a iglesias urbanas. La pere­
grinación a R om a goza de sin g u lar vigor en cu an to que es la ú n ica ciudad
de Occidente que posee los restos de los apóstoles. Pero pronto enfrenta, en
este ám bito, la rivalidad de Yenecia, tra s el h u rto de las reliquias de san
Marcos, y posteriormente la de Santiago de Cornpostela, o incluso la de Cluny
que, pro b ab lem en te a principiéis del siglo XI, adq uiere algunas reliquias de
Pedro y P ablo y se erige ento nces com o “sustituía de la peregrinación a
Rom a" (D om inique Iogna-Prat). Sin em bargo, R om a se defiende bastante
bien, pites al desarrollo de la centralización pontificia lo acom paña el ensal­
zam iento de la figura de san Pedro, cuyo papel en la fundación de la Iglesia
se valora con creciente vigor, confiriéndole u n a clara preem inencia respecto
de los otros apóstoles y engrandeciendo la constante atracción que suscita
su tum ba. Con todo, los azares de la política rom ana crean dificultades y aca­
rrean periodos de decadencia, en particular entre los siglos xii y xm , luego
d u ran te el exilio aviñonés y el Gran Cisma. M ientras tanto, Bonifacio VII]
da un esplend or clam oro so a la peregrinación rom ana, al proclam ar una
gran indulgencia desde el 25 de diciem bre de 1299 hasta el 24 de diciembre
de 1300, que otorgaba la plena rem isión de sus pecados a los peregrinos que
acu d ieran entonces a R om a. Com ienza así la historia de los jubileos roma­
nos (aun cu an do B onifacio no pronuncia este térm ino en su bula, la cual
m enciona una p erio dicidad de 100 años y no de 50 corno en la tradición
ju d ía que in spira la in stitu ció n jub ilar). Como quiera que sea, la afluencia
de p eregrinos es tan considerable que su éxito genera la m ultiplicación de
los años jubilares, celebrados en 1390, 1400, 1423 y 1450, hasta que Sixto IV
fija, en 1475, la periodicidad definitiva en 25 años.
Si bien hay que m encionar tam bién los santuarios del arcángel Miguel
—el M onte Saint-Michel, “a merced del m a r”, y el M onte Gargano—, la pe­
regrin ación a S antiago de Compostela es la gran invención mediev al. Se
basa en una serie de hechos legendarios, desprovistos de fundam entos his­
tóricos, y cuya form a se precisa entre los siglos vjii y XI. Aparece entonces el
relato de la invención de reliquias identificadas con Santiago el Mayor, así
com o la leyenda de la p red icación del apóstol en la península ibérica. Al
principio, el relato no tiene mayor fortuna y la peregrinación no es más que
local. E n el año 951 se m en cio na al p rim e r visitante extranjero (un obispo
de Puy), pero la presencia am enazadora de los sarracenos lim ita el acceso a
la tumba del apóstol y, en el año 997, éstos tom an Com postela y destruyen la
iglesia del apóstol. Con la m uerte de al-Mansur en J002 cam bia la situación
en favor de la R econquista, y durante el siglo xi la peregrinación a Santiago
se desarrolla en form a decisiva. La estim ulan, p o r u n a parte, los reyes his­
pánicos, quienes co nstruyen basílicas y edificios en el cam ino de Santiago,
y, po r o tra p arle, las órdenes religiosas, com o la de Cluny, que promueven
la p ereg rinació n p o r to d a E u rop a. La su n tu o sa reconstrucción de la cate­
dral, iniciad a en 1076 y te rm in a d a en 1188 con el portal de la Gloria, obra
m aestra del a rte ro m án ico cread a p o r M ateo (véase la foto 3), da testim o­
nio del pleno florecim iento de la peregrinación, com o tam bién el Codex Ca-
h acia 1150, que constituye ia versión c a n ó n ica de la levenda de
¡ jx tin u s ,
y la Guía del peregrino de Santiago, red actada entre 1130 y 1140 y
S a n tia g o ,
tiue ofrece a los viajeros in fo rm ació n útil sob re los cam inos que deben se­
guirse y los sa n tu ario s que deben visitarse d u ra n te el trayecto.
Todos los cam in o s co n du cen a C om postela y los cientos de m iles de
peregrinos que se dirig iero n h acia ese lugar d ebieron h a b e r tom ado todos
los itinerarios p osibles a través de E u ro p a, incluyendo la vía m arítim a, de
particular im p o rta n c ia p a ra los ingleses. No obstante, hay cam inos que de­
ben a su d escrip ció n en la Guía del peregrino u n a condición u n poco m ás
privilegiada. Son c u a tro los que atrav iesan F ran cia, según se p ro ced a de
Italia y se p ase p o r Arles y Saint-G illes; de A lem ania y B orgoña y7 se pase
ñor Le Puy, Conques y M oissac, o bien p o r Vézelay y Limoges; de Flandes y
del norte de F ran cia y se pase p o r Tours y Poitiers. Tras cru zar los Pirineos,
las diferentes ru ta s se u n e n p a ra fo rm a r el “cam ino francés", que aco m p a­
san, entre o tras, las etapas de Estella, B urgos, F ro m ista, Sahagún y León,
donde se co n c en tran las creacio nes m ás no tab les del a rte rom ánico. Pero
los caminos de S an tiag o no son sim ples líneas que co n ducen a la m eta fi­
nal, como rectas que atraviesan u n espacio geom étrico hom ogéneo. E stán
trazados en función de los pu nto s de alta densidad sagrada que son Jos gran­
des san tu ario s que en su viaje visita el pereg rin o. A dem ás de las ventajas
materiales que otorg an (alojam iento, seguridad relativa), estos cam inos p a­
recen rosarios de lugares santos, que el caminante va desgranando al andar.
Los cam inos p e rm ite n adem ás u n a gran c a n tid a d de in tercam b io s entre
toda la cristian dad, prin cipalm en te en el ám bito artístico, donde juegan un
papel im p o rtan te en la difusión de las form as y los tem as rom ánicos. P or ios
caminos m ás co ncurrido s o p o r otras rutas, desde to d a Europa, los peregri­
nos viajan a S antiago, ta n to de sus zonas centrales com o de las m árgenes
escandinavas u o rien tales (Polonia, H ungría, B ohem ia); e incluso se hace
mención de algunos visitantes exóticos, indios, etíopes, p o r no m encionar a
un m onje n esto rian o de C hina en el siglo xin. Indiscutiblem ente, ésa es u n a
de las grandes peregrinaciones de la cristiandad, que rivalizó con la de Rom a
y que conservó su p restigio p o r lo m eno s h a sta el siglo xv. La invención y
promoción de C om postela se relacionan con su localización m arginal. Gali­
cia no es sólo u n “fin isterre”, u n extrem o del m u n d o m ás allá del cual se
abre lo desconocido oceánico; es tam bién, al m enos en lo que se desarrolla
la peregrinación, u n a frontera con el m undo de los infieles. Su vínculo con la
Reconquista es patente: la peregrinación, favorecida p o r los soberanos h is­
pánicos, re fu e rz a los reino s de éstos y m anifiesta la u n idad de la C ristian ­
dad, convocada sim bólicam ente p a ra h acer frente a los m usulm anes. San­
tiago se tran sfo rm a en e] in sp irador espiritual de la R econquista, y la efigie
de Santiago “M atam o ros” figura en su catedral gallega. La peregrinación a
Com postela no se transfo rm a directam ente en una operación militar, como
en el caso de las cruzadas, sino que se d esarrolla en relación estrecha con
este otro frente arm ado que oponía a los cristianos y a sus enem igos del ex­
terior. Así, la im p o rtan cia de u na p eregrinación parece m edirse en función
del grado de exterioridad (y, p o r lo tanto, de peligro) que enfrenta.

Un desplazamiento hacia, el exterior,


testim onio de cohesión interna

Tratem os de sintetizar las funciones espaciales que asum e la práctica de las


p ereg rin acio n es en la sociedad feudal. P o r una p arte hay que subrayarla
im portancia de los santos y las reliquias com o hitos sim bólicos del espacio
cristiano. Los restos de los santos efectivam ente p erm iten constituir una
red de lugares sagrados que se extiende p o r toda Europa, los cuales atraen
peregrinaciones de m ayor o m en or im portancia. Desde la alta E dad Media
se observa la co n stitu ción de u n a geografía sagrada con el establecimiento
de las tu m b as san tas y la d ifusión de las reliquias. Una de las razones que
llevan a clérigos y soberanos a R om a es la posibilidad de aprovechar el in­
m enso tesoro de m ártires rom anos y traer consigo reliquias susceptibles de
conferir m ayor dignidad a las iglesias que desean prom over o Sos monaste­
rios cuyo prestigio desean ensalzar. Se establece entonces to d a una grada­
ción de lo sacro, desde el lugar de m ayor em inencia donde se conservan los
restos de los apóstoles P edro y Pablo, los grandes san tu ario s que resguar­
dan al evangelizador de u n pueblo, com o san M artín, san Remi o san Boni­
facio, h a sta los lugares que polarizan el espacio diocesano y que, por lo ge­
neral, se aso cian con el prestigio de un obispo fundador, sin olvidar los
santuarios locales, dedicados a santos cuya identidad suele ser incierta. En
el siglo XII, el desarrollo del culto a la Virgen, que capta en su beneficio la
titularidad de m uchos edificios an teriorm ente consagrados a santos, trasto­
ca u n poco este esquem a, sobre todo porque desde entonces se asocia tanto
con iglesias p arro q u iales m odestas com o con catedrales o santuarios cuyo
prestigio se extiende p o r toda la cristiandad (el de Rocamador, en el suroeste
de F rancia, fue un o de los m ás prestigiosos, m uy visitado adem ás por en­
co n trarse en u n o de los cam inos de Santiago). Sin em bargo, las imágenes
milagr ° s a s o las ra ra s reliq u ias que esos lugares poseen (objetos com o la
pretina que se conserva en Prato, o vestigios de leche y restos diversos, pu es­
to que la d o c trin a de la Asunción p ro híb e p ro d u c ir reliquias corporales de
la Virgen M aría), y m ás aún la im portancia de los m ilagros atestiguados en
cada lugar, p erm iten d ife re n c iar y je ra rq u iz a r la gran cantidad de sa n tu a ­
rios m aria nos. Así, al constituirse u na red jerarq uizada de lugares sagrados,
cuya im p o rtan cia relativa se m ide en función de la atracción, que tienen
para los peregrinos, los santos y la Virgen hacen u n a contribución d eterm i­
nante al establecim iento del espacio polarizado de la E uropa feudal.
Por o tra parte, las peregrinaciones activan la dualidad interior/exterior,
puesto que rep resen tan desplazam ientos orientados hacia el exterior (exte­
rior de la parroquia, exterior de la región, exterior o periferia de la cristian ­
dad). Y es precisam en te p o rq u e la peregrinación p erm ite salir del lu g ar in ­
terior, conocido y fam iliar, que constituye un facto r de un id ad . Según su
influencia, favorece los intercam bios y la solidaridad entre aldeas vecinas, o
da testim onio de la cohesión en tre en tid ad es d iocesanas o regionales. En
cuanto a las g ran d es p eregrin acio nes, éstas obligan a experimentar física­
mente, en el cuerp o m ism o de los p eregrino s exhaustos, la u n id a d de la
cristiandad. A unque el p ereg rin o es extranjero en todos los lugares que
atraviesa, com prueba que a pesar de todo se en cu entra en territorio cristia­
no, h allando siem p re asilo en las iglesias si tien e necesidad. E n Jerusalén,
Roma o S an tiag o pued e sentir, sin siqu iera p e n sa r en ello, que la fe que lo
puso en cam in o la com p arten infinidad de pueblos con idiom as in co m p ren ­
sibles, desde los catalan es hasta los daneses, desde los bretones h asta los
húngaros. La travesía p o r los territorio s (la m ás extensa posible, puesto que
la m eta se en c u e n tra en la periferia) y la convergencia que im plica la pere­
grinación dib u jan , en la form a m ism a de los itin erario s, la u n id a d de la
cristiandad.
La p e re g rin a ció n es, pues, u na experiencia p rác tic a que relaciona las
entidades celulares que constituyen la base de la organización social. Desde
luego, no tod os los fieles em prenden po r fuerza una peregrinación extensa,
y recientem ente se h a cu estio n ad o la idea de que la afluencia a S antiago
fuera tan co n sid erab le com o el m ito ha querid o d ecir d u ra n te tanto tie m ­
po (Denise Péricard-M éa). No obstante, es posible afirm ar que sólo u n a p ro ­
porción lim itad a de la población medieval em prendió el viaje a Com postela
(como tam b ié n a Je ru sa lé n o a R om a), sin p o r eso restarle im p o rta n c ia a
la función im ificad ora de la p ereg rin ació n. P ara que ésta opere, basta en
efecto que cada quien conozca la posibilidad de em prender un viaje de esta
naturaleza, que elabore el proyecto o que sienta tan sólo el deseo de hacer­
lo. Todo fiel tuvo que h ab erse to pado p o r lo m enos con u n peregrino que
hab ía regresado de Com postela; éste, p o r el relato de su viaje y la descrip­
ción de los lugares que visitó, p o r los objetos que trajo consigo de regreso
(el certificado expedido en la ca te d ra l gallega, la vieira o las otras insig-
nias adquiridas en las proxim idades, y acaso el bord ó n o las alforjas utiliza­
das en el cam ino), da testim onio del hecho de la p eregrinación e inscribe
en la m em o ria de todos los que lo ven o escuchan la im agen de este vasto
m undo, a la vez diverso y sin em bargo unificado, al que se da el nombre de
cristiandad.
La p ereg rin ació n es p ues u n desplazam iento hacia el exterior y una
m arca de unidad in tern a (es porque se dirige al exterior que se convierte en
g aran tía de cohesión). E nfrentarse, aun q u e sólo sea de m an era simbólica,
al m undo infiel, contribuy e a reafirm ar la u n id ad de la cristiandad, mien­
tras que, en un plano m ás local, el contacto con el exterior y la trav esía por
un m undo extranjero refuerzan el apego al lugar protector y la valoración de
la sLabilüas loci. Desde luego, el éxito m ism o de la práctica de la peregrinación
engendra ciertas sospechas, y algunos clérigos, sobre todo entre los cister-
cienses, no dejan de ver con iro n ía los viajes em prendidos p o r vanidad o
curiosid ad p a ra "ver sitios agradables o bellos m onum entos”, como diría
H onorius Auguslodunensis a p rincipios del siglo XII. R eafirm an pues la su­
perio rid ad de la penitencia del corazón, que se realiza en el m ism o lugar, v
hacen valer así una exigencia unilateral de estabilidad. Con todo, pese a es­
tas críticas bastante lim itadas, la red jerarquizada de las peregrinaciones
medievales perm ite experimentar la unidad de la cristiandad occidental, refor­
zando al m ism o tiem po la cohesión de las estructuras locales. Los despla­
zam ientos de los p eregrinos y el apego al lu gar que crea el encelulaniiento
señorial y parroquial apar ecen com o dos aspectos com plem entarios de la
organización feudal del espacio. El p rincipio de ésta es finalm ente “asegu­
ra r la m ayor estab ilid ad sin p ro h ib ir los in tercam b io s n ecesarios” (Alain
G ucrreau). La existencia de un espacio polarizado p o r los restos de los san­
tos y p o r la red je ra rq u iz ad a de los san tu ario s que atrae n a los fieles es, en
este sentido, determ inante.
Adem ás, en la E d ad M edia la p ereg rin ació n no es sólo u n desplaza­
m iento m aterial; tam b ién es un a m etáfora fundam ental: la vida terrenal en
su totalidad se concibe com o u na peregrinación (entre m uchos otros ejem­
plos, el cisterciense G uillerm o de Digulleville, en el siglo xtv, titu la una de
sus obras El peregrinaje de la vida hum ana). El h o m bre en la tie rra es un
peregrino que cam in a trab ajo sam en te entre las pru eb as del siglo con la as­
piración de a lc an z ar su p a tria celestial (literalm ente, el lu gar del Padre Di­
vino). P od ría p a re c e r p arad ó jico que el m u n d o del en celu lam ien to , cuyo
ideal es la estabilidad local, conciba m etafó ricam en te la vida terrenal com o
un desplazam iento y al h om bre com o un viajero (un hom o viatot; según un
tenia por entonces m uy com ún). Pero es que, desde la ó ptica de las exigen­
cias cristianas, la vida terren al es un valle de lágrim as, u n pasaje tran sito rio
v exterior, en co n trap o sició n al v erd ad ero lugar, objeto de to d as las espe­
ranzas, que es el m ás allá celestial. Si u n o se sitú a en esa escala, la ú n ica
estabilidad a u tén tica se e n cu en tra ju n to a Dios, m ientras-que el m u n d o te ­
rrenal, com o to d o espacio exterior, se asocia ló gicam ente con un desplaza­
miento, sinónim o de peligro e inseguridad, de pru eb as y sufrim ientos.
Además, la peregrinación, com o las cruzadas, sólo valora el m ovim ien­
to porque re p re se n ta prácticas excepcionales. E n la cristian d ad , sin duda,
existen algunos grupos que se d esplazan m ucho: m ercad eres que viajan a
sitios lejanos y clérigos que, p a ra e stu d ia r en las u n iv ersidades de mayor
reputación, realizan largos periplos, ab ates que visitan los e stab lec im ie n ­
tos que corresponden a su au torid ad y, posteriorm ente, m onjes m endicantes
que son enviados de u n convento a otro según las exigencias de su o rden
v que p ractican gu sto sam en te la p red icació n itin e ra n te . Pero, ta m b ié n en
esos casos, los d esp lazam ien to s sólo se valoran en la m edida en que sean
excepcionales y que co n trib u y an a refo rzar las e stru c tu ra s de dom inio que
garantizan la stabilitas loci de la in m en sa m ay oría de los pro d u cto res. Por
lo demás, tales viajes obedecen a im perativos precisos, a diferencia de los
clérigos llam ad os giróvagos (o goliardos) que no están ligados a n in g u n a
función ni a lu g ar alguno y cuya inestabilidad excesiva se d en uncia vigoro­
samente. Llegam os así a la categoría de los vagabundos: éstos, que escapan
al principio de la estabilidad local y que B ertoldo de R atisbona (1210-1272)
incluye en la "fam ilia del diablo", son víctim as de u n a rep resió n cad a vez
más rigurosa desde el siglo Xiv.

L a I g l e s ia , a r t ic u l a c ió n d e l o l o c a l y l o u n iv e r s a l

Por "universal” se designa aquí la cristiand ad ro m a n a en tendida en su to ta ­


lidad, es decir, se trata de u n universal relativo (no po dría ser de o tra m an e­
ra, puesto que los valores universales siem p re re p re se n ta n “la u n iv e rsa li­
zación de v alores p a rtic u la re s ”, según la e x p resió n de P ierre B ourdieu).
El valor que esta to talidad pudo h ab er asum ido al paso de los siglos medieva­
les es, adem ás, variable. E n los siglos v y VI la Iglesia aparece esencialmen­
te como u n conjunto de diócesis b astan te autónom as. Cada obispo, que po­
see u n p o d er esp iritu al y te m p o ra l considerable, es am o en su sede; y el
obispo de R om a no dispon e m ás que- de u n a p re em in en cia sim bólica que
aún no se establece d eb id am en te. D espués, la época carolingia m arca la
p rim era afirm ación de la u n id a d cristian a: a in stig ació n del em perador y
del pap a, B enito de A niane unifica el m o n acato occidental con base en la
regla benedictina, m ien tras que la uniform ización de la liturgia difunde los
usos ro m an o s y eclipsa poco a poco las o tra s trad icio n es. P or últim o, la
refundación eclesial de los siglos xi y xn que se profundiza h asta el siglo xm
refuerza con sid erablem en te los p oderes del papa, así com o su preem inen­
cia sim bólica. La cen tralizació n pontifical se convierte entonces en la for­
m a co n creta que a d q u ie re la u n id a d de la cristia n d ad . El papa, que es la
e n carn ació n de ésta, la p ro y ecta m ás allá de sí m ism a cu an d o hace el lla­
m ado a las cru zad as o, m ás ta rd e , cu an d o oto rg a a los re in o s ibéricos un
d erecho de co n q u ista y les g a ra n tiz a el m onopolio in d isp en sab le para la
explotación del Nuevo M undo (bula Inter caetera de A lejandro VI, en 1493;
tratad o de Tordesillas, en 1494).

Inversión de la doctrina eucarística

La transform ación de la d o ctrin a eucarística es a la vez u n indicio y un ins­


tru m en to de la reo rg an izació n espacial de la cristian d ad . D urante los pri­
m eros siglos del cristian ism o , la celebración eu carística se concibe como
u n acto de m em o ria (de co n fo rm idad con las p a la b ras de Cristo, quien
invita a sus discípulos, en el m om ento de la últim a cena, a recrear los mis­
m os gestos "en m i m e m o ria ”). E l p a n y el vino que se utilizan no son más
que los sím bolos del cuerpo y la sangre de C risto, que sirven p a ra conme­
m o rar su sacrificio. P ara san Agustín, Cristo está presente en el sacram ento
com o figura, de m a n e ra que en tre la h o stia y el cuerpo de C risto existe la
m ism a d iferencia que e n tre u n signo y lo que éste significa. Prevalece en­
tonces u n a g ran proxim idad entre los fieles y el altar, sobre todo porque los
panes utilizados en el ritu al son idénticos a los que se destin an a la alimen­
tación com ún y p o rq u e los ofrecen los m ism os asistentes. Posteriorm ente,
los clérigos siguen acep tand o esos panes (denom inados “o b latas”), pero ya
no se llevan al altar; y desde el siglo ix, en el sacrificio de la m isa se utilizan
panes sin fe rm e n ta r (ácim os). E ste d istan ciam ien to de la realid ad p ro fan a
contribuye a c re a r u n a se p aració n en tre los laicos y el a lta r (esto, p o r lo
demás, es u n o de los aspectos divergentes resp ecto al O riente b izan tin o ,
que sigue utilizan do el pan con levadura). En el siglo ix, aparece tam b ién la
primera polém ica im p o rtan te en m ateria eucarística. Los liturgistas A m ala­
rlo de M etz y, so b re tod o, P ascasio R a d b e rt in tro d u c e n n o cio n es que d i­
vergen de la concepción sim bólica del sacram en to en vigor h asta entonces.
La reacción es fuerte, y clérigos com o Rabano M auro y Ratramne de Corbia
luchan p o r m an te n e r vigente la te o ría ag u stiniana. Pero el debate se agota
rápidam ente, sin d a r lugar a ninguna definición doctrinal, com o si se tra ta ­
ra de opiniones individuales que no req u erían de la intervención de las a u ­
toridades eclesiásticas.
La polém ica resurge a m ediados del siglo XI, periodo en el que la teolo­
gía eucarística com ienza a desarro llarse realm en te. B erenga rio de Tours,
clérigo form ado en las escuelas de la región del Loira y m aestro en Tours, p ro ­
voca hacia 1040 un verdadero escándalo, aunque no haga m ás que reafirm ar
las concepciones tradicionales de san Agustín y todos los autores anteriores
al siglo IX, refo rzán d o las con nuevas justificacion es de índole gram atical
(en p articular, un análisis b ien fu n d ad o de la fó rm u la cen tral de la m isa,
Hoc est corpus m eu m ). N u m erosos auto res, com o L anfranco de Bec o
Guitmondo de Aversa, apoyados p o r los pap as León IX v G regorio VII y pol­
las principales figuras de la reform a gregorian a, se oponen en tonces a Be-
rengario. V arias asam bleas eclesiásticas lo convocan y lo obligan a re tra c ­
tarse, y sus concepciones son co n d en ad as en u n a bu la pontifical de 1059.
Esto dem uestra a las claras que, desde entonces, está en vigor una ortodoxia
eucarística com pletam ente nueva: no se tra ta ya de una evocación sim bóli­
ca y espiritual de Cristo, sino de la presencia sustancial del cuerpo de Cristo
en la hostia. La bula de 1059 no duda en afirm ar que "el pan v el vino son el
verdadero cuerpo y la verdadera sangre de Cristo; los fieles los to m an física­
m ente y en verdad los co m e n ”. En lo sucesivo, se dice que existe u n a u n i­
dad esencial en tre las tres form as del corpus Christi (la h o stia consagrada,
el cuerpo h istó rico de Cristo y la Iglesia), Al co n fu n d irse la h o stia con el
cuerpo h istó rico de C risto p u ed e afirm arse que C risto está p re sen te re a l­
mente en el sacram ento. La hostia no es, pues, un sím bolo que su sten ta u n
acto de m em oria; p erm ite experim en tar la p resen cia real de Cristo, p resen ­
cia no esp iritu al sino m aterial de su "verdadero cu erpo”. Así, cuando el sa­
cerdote co n sag ra la hostia, se re a liz a u n a m etam orfosis ("un m ilag ro ”, a
decir de H ugo de san Víctor): el p an y el vino dejan de ser su stan cialm en te
p an y vino; se tra n sfo rm a n y se convierten esencialm ente en el cuerpo y la
sangre de Cristo, aun cuando las especies accidentales (las apariencias) del
pan v dei vino su b sistan y p e rm a n ez ca n visibles. Es esta metamorfosis la
que da n o m b re al térm ino iransusianciación, em pleado p o r prim era vez
por el teólogo R oberto Pullus hacia 1140, la cual insiste juiciosam ente en la
tran sform ació n de la su stan cia, sin p reju z g ar ¡a conservación de las apa­
riencias accidentales.
E sta teoría, calificada de realism o eucarístico, no tiene ningún funda­
m ento en las Sagradas Escrituras ni en la tradición; p o r lo tanto, supone la
resolución de enorm es dificultades lógicas e intelectuales. Su depuración es
lenla, pues va avanzando en la medida en que se perfeccionan las argumen­
taciones lógicas que p e rm ite n refutar las num ero sas objeciones posibles.
Además, en su esfuerzo poj' im pon er u n a doctrina sin precedentes, las pro­
puestas combativas del periodo que va de 1050 a 1130 generan formulacio­
nes b astante rudas, que insisten de form a dem asiado literal en la presencia
material del cuerpo de Cristo en la hostia y en su manducación por parte de
los fieles. Ahora bien, los autores ulteriores no tard an en percibir las dificul­
tades de sem ejantes afirmaciones, sobre todo porque una concepción de­
m asiado realista corre el riesgo de lim itar a Dios en el espacio y el tiempo.
F inalm ente, Tomás de Aquino prop o ne u n a síntesis m atizad a y moderada.
P ara él, la presencia física de Cristo en la h o stia se realiza de una form a que
no es m aterial, sino invisible y espiritual, de m odo que el cuerpo del Salva­
d or no se ingiere en su fo rm a n atu ral, sino en su form a sacram ental. Sin
embargo, no m odifica lo esencial, a saber, la transusianciación, la presencia
real y la identidad sustancial de la h o stia y dei cuerpo histórico de Cristo.
Nuevas prácticas m uestran la im p ortancia que va adquiriendo el sacra­
m ento eucarístico. Así, el adem án con el que el sacerdote eleva la hostia
tras decir las palabras de la consagración aparece precisam en te en la re­
gión de Tours en el siglo Xi, corno para apoyar el realismo eucarístico ante
el peligro de las teo rías de B ercngario, declarad as heterodoxas. Después,
entre 1198 y 1203, el obispo de París, E udocio de Sully, prescribe la utiliza­
ción de ese ad em án en su diócesis, an tes de que esta nueva práctica se di­
fu n d a en todo el O ccidente. Se co m p ren d e así la im p o rtan cia de ese ade­
m án, que hace sensible el efecto de las p alab ras de la consagración y
su braya el c a rá c ter ex trao rd in ario de la tran su sia n c ia c ió n que éstas pro­
vocan. La elevación exhibe 1a presencia real de Cristo y la som ete a la ado­
ració n de todos. E ste ad em án se vuelve ta n im p o rtan te que concentra- la
atención de los fieles al grado que p resen ciar la elevación les parece un sus­
tituto aceptable de la com unión. E sto no resu lta so rp ren d en te, si re c o rd a ­
rnos que la co m u n ió n sigue siendo u n a p ráctica poco com ún entre la m ayo­
ría de los fieles, quienes no tie n e n ra z ó n p a ra h a cer o tra cosa m ás que
cumplir con la o b ligación an u al p re sc rita p o r el concilio de L etrán IV. En
virtud de que la eucaristía es u n asun to ta n sagrado y, p o r lo tanto, tan peli­
groso p ara los hom bres expuestos al pecado, es preferible no m o strar dem a­
siado celo. P or ello, p resen ciar la elevación parece com o u n a form a de ado­
ración de D ios suficiente y m en o s a rriesg a d a, y en el siglo xm se sabe de
fieles que co rren de u n a iglesia a o tra p a ra p re se n c ia r la m ayor can tid ad
posible de elevaciones. Y si los teólogos su b ray an que el hecho de ver la
hostia no es u n sacram en to , le a trib u y e n sin em bargo u n a n o tab le virtud
espiritual, co m p arán d o lo con la c o m u n ió n y calificándolo de “m asticación
por la v ista” (m anducatio per visu m ). Sin d u d a p a ra e n ca u zar esta devo­
ción, y m ás a ú n p a ra p ro lo n g a r el triu n fo de la p resen cia real, la Iglesia
instaura u n a nueva festividad d e d icad a al sa c ra m en to eu carístico m ism o:
la fiesta de C orpus C hristi. E sta, p ra c tic a d a en Lieja desde la década de
1240, la oficializa el p ap a U rbano IV en 1264 y adquiere u n im pulso defini­
tivo a principios del siglo xiv, m erced al apoyo del p ap a de Aviñón Clem en­
te V. D u rante esta festividad solem ne, la h o stia consagrada, que se exhibe
dentro de u n a custodia tra n sp a re n te de m odo que sea visible p a ra todos los
fieles, se p o rta en p ro cesió n b ajo u n p alio p o r las calles de la ciudad; des­
pués se celebra u n oficio especial, llam ad o oficio de Corpus C hristi (cuya
redacción se debe a Tomás de Aquino). La procesión, que saca al objeto sa­
grado de su lu g ar habitual (lo cual no deja de ser peligroso), exhibe el poder
sacralizado del clero, que to m a posesión del espacio u rb an o gracias ai p a ­
seo de su em blem a mayor, la hostia.
D u ran te los ú ltim o s siglos de la E d a d M edia, la devoción eu carística
adquiere u n a im p o rta n c ia que va crecien d o sin cesar, cuya an títesis es el
horror que su scitan los re la to s de p ro fa n a c io n es de la h ostia. É stos, fre­
cuentes a p a rtir del siglo XIII, se utilizan a m enudo co ntra los judíos (a quie­
nes se acu sa así de rep etir c o n tra el sacram en to el crim en com etido contra
Jesús), p ero garan tizan sobre to do el realism o eucarístico: ¿qué m ejor p ru e­
ba de la p resen cia real que u n a h o stia que sangra? Además, fuera de los re ­
latos de p ro fan acio n es, son ca d a vez m ás frecu entes los m ilagros que con­
tribuyen a e x acerb ar el culto eucarístico: así, aparece el niño Jesús en
m anos del sacerd o te en el m o m en to de la elevación (com o en la visión del
rey E d uard o el Confesor, co n sign ad a p o r M ateo P arís en el siglo x i i i ; véase
la foto v i.l), a no ser que la h o stia em piece a s a n g ra r en cim a del a lta r o
que se tran sfo rm e en u n carbón ard ien te en la boca del m al sacerdote. Por
últim o, entre los sim ples fieles, el deseo de ver la hostia sigue vigente v com­
pite c o n tin u a m e n te con la p rá c tic a de la com unión. La eucaristía se con-
vierte así, d u ran te los tres últim os siglos de la E dad Media, en un “supersu-
cram en to ”, su p e rio r a todos los dem ás, porque perm ite e n tra r en contacto
reiteradam en te con la presencia corporal de Cristo (Miri Rubin).
¿Por qué se crea u n a d o ctrin a eucarística ta n novedosa entre los siglos
xi y xn? Es posible sostener, sin m ayor dificultad, que esta revolución doctri­
nal se relaciona estrecham ente con dos de las transform aciones sociales más
im portantes de esté m ism o periodo: el encelulam iento y la acentuación déla
separación entre clérigos y laicos. Es evidente que la doctrina de la presen­
cia real realza la em inencia del ritu al eucarístico y le confiere un reforzado
y esp ectacu lar c a rá c ter sacro. P or lo tan to , le atribuye un p o der simbólico
acrecentado al sacerdote, quien es capaz de realizar un acto tan extraordina­
rio com o la tran sm u tació n del p an en carne y del vino en sangre. La opera­
ción que lleva a cabo el sacerdote, a la vez fuera de lo norm al (o "contra natu­
ra ”, com o diría el teólogo Sim ón de Toum ai) e indispensable para la salvación
de todos, refuerza su carácter sacro y justifica la distancia que separa a cléri­
gos y laicos. E n consecuencia, puede afirm arse que existe un vínculo funda­
m ental en tre el refo rzam iento del p o der clerical y el desarrollo de la nueva
teología de la eu caristía (M iri R ubin). E sto es ta n to m ás claro cuanto que
en el siglo xn, en el periodo m ism o en que se consolida el realism o eucarís­
tico, se retira, salvo en casos excepcionales, el cáliz a los laicos y, en adelan­
te, solam ente el sacerdote puede realizar la com unión con las dos especies.
Una diferencia ritu a l m uy visible m arca así la separación entre clérigos y
laicos, p o r lo que no sorp ren de que los husitas en el siglo XV reivindiquen el
derecho de aboliría y de restituir a los laicos la com unión con el pan y el vino.
En form a aú n m ás clara, la m ayoría de los herejes, los cátaros y los lolardos
principalm ente, luego los seguidores de la R eform a, cuestionan radicalmen­
te la d o c trin a de la p resen cia real, que se h a convertido en el fundamento
del p oder exorbitante que reivindica la casta sacerdotal.

Realism o eucarístico, lugar sagrado y com unión eclesial

Si el realism o eucarístico responde a las necesidades de u n a sociedad fun­


dada en la separación radical entre clérigos y7laicos, tam bién contribuye al
ordenam iento espacial del sistem a feudal. E n efecto, la presencia real valo-
Foro v í a . E l n iñ o Jesú s aparece, m ilagrosam ente en ¡a hostia (m ediados dei siglo x a i. abadía inglesa
ele. Saint- Alhans; L a h isto ria del sa n to rey E d u ard o , Cambridge, B. £¿.3.59. p . 37, f. 271

Al celebrarla m isa, el s a c e rd o te h a c e e! a d e m á n c a r a c te r ís tic o de la e le v a c ió n de ln b o siia. E s e n to n c e s ,


segun el relato q u e h a c e M ateo P arís, c u a n d o el sa n to rey E d u a rd o el Confesor h a b ría te n id o la v is ió n d e l
rano Jesús e n tre las m a n o s del sa cerd o te , en lu g a r d e la h o stia. E ste tip o de m ilagro, que se m en cio n a en
f iversos relatos d e sd e el siglo xm , es u n a fo rm a d e co n firm ació n e je m p la r de la d o c trin a de la tra n su s -
drkjación y a e la p r e s e n c ia real. ¿C óm o h a c e r e n te n d e r m ejor, en efecto , q u e ja h o stia se co n v ierte real-
■nina, en el cu e rp o d e C risto y q u e éste se h a c e realm ente p re se n te g racias a las p a la b ra s y los ad e m a n e s
del sacerdote?
ra el ritual local que se realiza en cada iglesia, en cada altar: allí, en ese
m ism o silio, está p resen te de verdad el cuerpo de Cristo. Ahora bien, un
suceso tan extraordinario com o la presencia real del Salvador no puede su­
ceder m ás que en u n lu g a r m uy sacralizado, rigurosam ente separado del
espacio terrenal normal. Por ello el realism o eucarístico está ligado estre­
chamente a la nueva doctrina del lugar eclesiástico, establecido en el mismo
m om ento y desprovisto tam b ién de fundam ento en las Sagradas Escrituras
3' en la patrística, com o bien lo lia dem ostrado Dominique logna-Prat. En
los p rim ero s siglos del cristianism o, la cuestión del lugar donde se realiza
la celebración re\'iste poca im p ortancia; casi no tiene interés, y cualquier
m esa, p o r m odesta que sea, sirve com o altar. En ese entonces dom ina la
“reticencia respecto al arraigo espacial de las prácticas de culto" (Michel
Lauvvers), y san Agustín incluso plantea esta pregunta irónica: "¿Acaso son
los m uros los que hacen a los cristianos?” Se genera una prim era transfor­
m ación, a finales del siglo iv, cuando se ju zga útil la presencia de las reli­
quias en el altar y, luego, en el año 401, se produce otra cuando se conside­
ra indispensable p a ra la celebración de la m isa (san Ambrosio explica que,
de la m ism a m anera en que las alm as de los m ártires aparecen bajo el altar
celeste del A pocalipsis, los restos de los san to s deben h a lla rse bajo el al­
iar terrenal). El lu g ar deja de ser in d iferen te y com ienza a establecerse la
geografía sagrada a la que ya nos referimos: durante la alia E dad Media, los
grandes santuarios, fragantes y relucientes en m edio de un m undo mal ilu­
m inado y m aloliente, aparecen com o otros tantos “fragmentos del paraíso”
(Peler B row n). Sin em bargo, la practica conserva cierta flexibilidad y, en la
época carolingia, es necesario c o n d en ar la celebración de la eucaristía en
las habitaciones privadas e insistir en la presencia indispensable de las reli­
quias en el altar.
No será sino h a sta los siglos XI y x i i que la utilización de un lu gar sa­
grado tend rá que ser objeto de u n a justificación precisa, pues los cuestiona-
m ientos de los herejes la h arán necesaria. Los que el sínodo de Arrás inte­
rroga en 1025 y los discípulos de Pedro de Bruis un siglo después pretenden
volver a la p rá c tic a an tig u a y niegan radicalm ente la necesidad del edificio
de culto. P ara ellos, se tra ta de un a realid ad m aterial desprovista de todo
valor, puesto que lo que importa únicam ente es la congregación de los fieles
y su entrega espiritual a la plegaria. Ante este ataque que, por lo que toca a
la Iglesia-edificio, significa una am enaza p ara la Iglesia-institución, los cléri­
gos se ven obligados a reaccio n ar y afirm ar u n a doctrina del lu gar eclesial,
insistiendo en su c a rá c ter necesario y sagrado. Así, aunque haya que reco-
noceí, siguiendo a san Agustín, que “Dios se en cu en tra en todas partes y no
está encerrado en n in g ú n lugar", es posible afirm ar la necesidad de un “lu ­
nar especial”, donde Dios está “m ás p resen te” que en otras p artes (Actas de
Arrás), u n "lugar p ro p io ” que es "la m o rad a privilegiada de Dios" y el m arco
para “oraciones m ás eficaces” (Pedro el Venerable). Si todas las justificacio­
nes subrayan que el edificio de culto sólo tiene sentido p o rq u e ab riga a la
congregación de los fieles, n o deja de ser evidente que se tra ta del sím bolo
de la in stitu ció n sacerd o tal y de su p o d er sag rad o ("toda religión exige un
lugar donde se veneren los objetos de culto y donde haya un apego m ás in­
timo a lo que se h a in stitu id o ”, dice incluso el ab ate de Cluny).
El lugar sagrad o estará constituido en ad elan te p o r su núcleo (el altar)
v su doble en v o ltu ra (ia iglesia, co n sag rad a p o r u n ritu al d ed icato rio pro­
gresivamente más rico, y el cem enterio, que tam b ién es objeto de consagra­
ción). D esde el p u n to de vista de ios clérigos, el lu g a r sagrado que así se
define es el ú n ico donde opera, de m odo a la vez tan p erm an en te e intenso,
el contacto e n tre los h o m b res y Dios (aunque a veces puede p ro d u cirse en
otros lugares, en situacio n es excepcionales, p o r no decir m ilagrosas, m ien ­
tras que la sim ple plegaria, sin im p o rta r dónde se realíce, posee u n a efica­
cia más lim itad a). Además, el lu g a r de culto consiste en u n a conjunción
particular de lo esp iritu al y lo m aterial (véase el cap ítu lo vm). E stá hecho
con p ied ras y en su n úcleo se sitú a un cu erp o m aterial (la reliquia); pero
—y es esto lo que los co n testatario s no qu ieren e n ten d er— se espiritualiza
por m edio del ritu a l de la consagración, que lo tran sfo rm a en im agen de la
Jerusalén celeste. P o r ello, en este lu gar y m ed ian te el sacrificio ritu al que
allí se d esarrolla, p u ed e establecerse u n a co m u nicación privilegiada entre
la tierra y el cielo, en tre los h om bres y lo divino. Así, el realism o eu ca rísti­
co, vinculado con la d o c trin a del lu g ar eclesiástico que lo acom paña, hace
una aportación decisiva a la valoración del centro de cada entidad parroquial
y, en consecuencia, a la polarización del espacio feudal.
Pero el sa c ra m e n to eu carístico no se c o n te n ta con ex altar (y sim ultá­
neamente exigir) la d ig n id ad del lu g ar sag rad o donde se lleva a cabo; ai
mismo tiem po, es u n a in tro d u cción a la d im ensión universal de la Iglesia.
Como to d a com ida, la e u caristía es u n rito co m u n itario , y puesto que a
quien se ofrece en sacrificio es al S eñor m ism o, la eucaristía no sólo perm i­
te experim entar ritu alm en te la com unidad de los individuos presentes, sino
la de tod o s los cristian o s, vivos o m u ertos. La co m ida eucarística, p o r lo
tanto, p erm ite e n tra r en com unión con la Iglesia universal, terrenal y celes­
te. Efectivam ente, es im posible ig n o rar que la expresión "cuerpo de C risto”
designa a la vez a la hostia co nsagrada y a la Iglesia (véase el capítulo vm)
D ar existencia real al cuerpo de Cristo en la hostia es, en consecuencia, dar
a la Iglesia existencia com o cuerpo y com o com unidad universal. Al incor­
p o ra r en sí el cu erpo de C risto (la h ostia), los fieles se incorporan en el
cuerpo de Cristo (la Iglesia). El sacram en to eucarístico, valorizado en gra­
do extrem o p o r la p resen cia real, m anifiesta rítu alm en te la unidad de la
cristiandad.
D esde entonces, tod as las iglesias donde ocurre la presencia real de
Cristo p ueden ap a re c er com o otros tan to s centros, com o otros tantos mi­
crocosm os a im agen del m acrocosm os de la cristiandad y en estrecha con­
ju n ció n con éste. Pero la articu lació n de lo local y lo universal tam bién se
m anifiesta po r u n a dualidad entre las reliquias, asociadas a u n a figura san­
ta que suele rem itir a u n a inscripción local, y la hostia que, com o cuerpo de
Cristo, adquiere u n valor sobre todo universal. Si el altar es el lugar de esta
doble inscripción, tam b ién lo es el edificio eclesial, pues a la vez se asocia
con el santo titu la r y con la Iglesia celeste de la que éste es la imagen. En el
núcleo de cada p arro q u ia se advierte pues el siguiente com plejo: en el cen­
tro del centro, el altar asociado a la vez con el cuerpo-reliquia de un sanio v
con el cuerpo-hostia de Cristo, luego el lu g ar eclesial sacralizado, cuya for­
m a reproduce p o r lo com ún la del cuerpo crucificado de Jesús, y finalmente
el cem enterio consagrado, lu g a r de los cuerpos-m uertos. Es esta disposi­
ción c o n c é n tric a de diversos cu erp o s asociados la que ase g u ra la polari­
zación del espacio local 3/ la estabilidad de los seres que lo ocupan, poniendo
al m ism o tiem po cada lu g a r p a rtic u la r en com unión con el cuerpo-iglesia
de la cristian d ad y en co rresp o n d en cia con la Iglesia celestial. La institu­
ción eclesial consigue así asociar, m ediante u n a serie de ecos e inclusiones,
la com unidad lim itada (la parroquia) con la com unidad am plia (la cristian­
dad), reforzando la cohesión tan to de una com o de otra.

Imagen concéntrica del m undo

No es posible concluir este capítulo sin trasp asar las fronteras de la cristian­
dad y evocar brevem ente las concepciones de la tierra y del universo. Estas
prolongan adem ás la visión concéntrica del espacio que hem os analizado has­
ta aquí. En prim er lugar, hay que recordar la im portancia de las m árgenes de
la cristiandad: zonas de conquista y de integración tardía, tanto hacia el norte
y el este como en la península ibérica. Más allá, se extiende el m undo no cris-
daño, el de los conflictos y los intercam bios con los m usulm anes y, m ás lejos
aún, la Á frica p ro fu n d a y el extrem o O riente. E stas regiones no se ig noran
totalmente: desde antes de la exploración m etódica de las costas africanas
por parte de los portugueses, el prestigio a m en azad o r de los tá rta ro s, en la
década de 1 2 2 0 , y, u n a vez estabilizado el im perio m ongol, la esperanza de
obtener la conversión de su jefe, el G ran K an, su scitan u n notable m ovi­
miento de viajeros e intercam bios, que cesa h acia 1400. El pap ad o envía
unas 10 em bajadas, sobre todo las de los franciscanos Ju an de Plan de Car-
pin en 1245 y G uillerm o de R ubrock en 1253. Se b u sca a los discípulos de
santo Tomás, supuesto apóstol de las Indias, y se logran algunas conversio­
nes. Los h erm an o s Polo, a la vez movidos p o r sus propios negocios y em ba­
jadores de la cristian dad, llegan a C hina p o r p rim e ra vez en 1266, desde
donde tra en u n m ensaje de K ubilai Kan en el que éste le pide a] p ap a p red i­
cadores de la fe católica, y posterio rm ente, en 1275 (esta vez con el joven
Marco, a u to r del Libro de las mam)'illas), perm anecen 16 años al servicio del
Gran K an, an tes de reg resar a Venecia, vía. S u m a tra y la India. A unque los
relatos de estos viajeros a p o rta n nuevos datos sobre un m u n d o cuyo orden
v riqueza ensalzan, en n ad a im piden que el O riente siga siendo el ám bito de
lo im aginario y lo m aravilloso: los conocim ientos que de allá se adquieren
"se ag lu tin an a las leyendas preexistentes en lu g a r de su stitu irla s” (Paul
Zumthor). Allá viven los pueblos m onstruosos que describieran autores clási­
cos como Plinio y Solino, y que Isidoro de Sevilla y R abano M auro sum an al
acervo de conocim ientos que com parten los clérigos m edievales, incluidos
los m ás doctos, com o Alberto M agno o R oger Bacon: los cinocéfalos (hom ­
bres con cabeza de p erro que se com unican a ladridos), los panotis, que tie­
nen orejas gigantescas, los ciápodos, que poseen u n solo pie, ta n grande que
lo utilizan p a ra protegerse del sol, los hom bres sin cabeza cuyo rostro se en­
cuentra en el pecho, las antípodas que tienen los pies al revés, p o r no m en ­
cionar a cíclopes,, pigm eos y otros gigantes (véase la foto vi.2). Allá, adem ás
(en la G ran M uralla china), están retenidos Gog y Magog, los pueblos que
irrum pirán en la cristian dad al final de los tiem pos. También en Asia (o en
Etiopía) se e n cu en tra el P reste Juan, soberano de un reino cristiano donde
reina la ju sticia, la paz y la abundancia. La c a rta que supuestam ente envió
éste al em p erado r de Bizancio em pieza a circular en Occidente desde el siglo
xin y su difusión sigue creciendo h asta el siglo xvi. El papa Alejandro III hace
que le envíen u n m ensaje en 1177; num erosos son los príncipes que sueñan
con sellar u n a alianza con él y todos los viajeros que se aventuran hacia el
Oriente se esfuerzan en localizar el m ítico reino del Preste Juan.
F ü'í'ü \ 1.2. Pueblos legendarios de lu¿ con fin es del m undo, según las m iniaturas del
L ib r o d e la s m a r a v il la n (París, 141J-Í4 1 2 ; París, b n f , ms. fr. 2810, jf. 29 v. y 76 vj.

E ste m an u scrito del Libro de las ¡nasuvíll&s, c o m p ila c ió n de re la to s de viaje, lo solicitó el du­
que- de B orgoña, Ju a n sin Miedu, p a ra ofrecérselo a su tío, el duque Ju a n de Berry. El relato, que
retom a entre otros M arco Polo, fue ilu strad o p ro fu sa m e n te y de u n a m a n e ra que con frecuen­
cia exagera su d im en sió n m aravillosa. Aquí, el ilu s tra d o r m u e s tra los cinocéfalos de las islas
A dam an, au n q u e M arco Polo so la m e n te m e n c io n a h o m b re s ta n feos que p arecen perros. Asi
m ism o, cu ando el texto evoca las ra z a s salvajes de S iberia, el p in to r lo in te rp re ta recurricndt
al repertorio clásico de los pueblos legendarios (un ho m b re sin cabeza con el rostro en el pecho
un ciápodo que se protege del sol con su en o rm e pie y u n cíclope). E n el fondo de las m iniatu
ras p ueden observarse esbozos de paisajes característico s de p rin cip io s del siglo xv.
F o t o vj.3. M a p p a m u n d i de E h slo ij (Baja Sajorna, hacia 1230-1235; obra destruida).

Este vasto m a p a m u n d i de tres m e tro s y m ed io de d i á m e t r o lo re a liz a ro n los m o n jes de! m o ­


nasterio b en ed ictin o de E bstorf. E s u n a a d a p ta c ió n aeS esq u e m a clásico de los m a p a s en for­
ma de “T” (Asia en la p arle superior, E u ro p a en el cu ad ran te in ferio r izquierdo, África abajo a la
derecha, fo rm an d o en co n ju n to un círculo ro d e a d o p o r ei océano). E stos dos últim os c o n tin e n ­
tes están se p ara d o s p o r la p rin cip al zo n a m a rítim a , de c o lo r o sc u ro , q u e c o rre sp o n d e al M e­
diterráneo. Las d iferen tes regiones están y u x tap u estas, sin hace]' caso de la fo rm a de los te rri­
torios. Sin em b arg o , el m a p a m u n d i e s tá sa tu ra d o de d a to s (Je ru sa lé n en el cen tro ; edificios
em blem áticos de los d ife re n te s p u e b lo s con o cid o s; m o n stru o s y especies de Jos confines del
mundo, p o r ejem plo, Gog y M agog m ás allá de la m u ralla china). El m u n d o es circular; es uno,
a im agen de C risto, cuya cab eza ap a re c e al este, Sos pies a! o este y las m an o s al n o rte y al sur.
Aun cuando el saber geográfico es objeto de m ayor atención a partir del
siglo xn (y, sobre todo, desde finales del siglo xiii, con el perfeccionamiento
de los portulanos, m apas -costeros basados en la observación y el cálculo de
las distancias), los mappae m u n d i (rep resentaciones del m undo más que
m apas) no p o d ían ser sino extrem adam ente esquem áticos y principalmente
fantásticos. Así, el mappa m u n d i de E bstorf, gigantesca im agen de tres
m etros y m edio de d iám etro , realizad a en u n m onasterio benedictino de
Luxem burgo h acia 1235, rep ro duce, com o la m ayor p arte de las represen­
taciones m edievales, el esquem a "en T” que divide el circulo terrestre en
tres partes: arrib a, Asia; abajo, del lado derecho, África; abajo, del lado iz­
quierdo, E u ro p a (véase la foto vi.3). Jerusalén ocupa el om bligo del mundo,
así como el del cuerpo de Cristo, cuya cabeza, m anos y pies aparecen en los
cuatro p untos cardinales. La tierra-cuerpo de Cristo form a un vasto y único
continente, atravesado p o r un a densa red de ríos (entre los cuales se hallan
el Ganges, en Asia, y el Nilo, en África) y m ares estrechos. Aquí, el mundo
terrenal es u n o (p orque es Cristo), y su p erife ria la ocupa el océano. Así,
encon tram o s nuevam ente, a escala del m undo, la visión concéntrica que
ord en a los espacios de la cristian d ad : u n centro, varios espacios cada vez
m ás lejanos pero agrupados gracias a la m etáfo ra corporal y, luego, la peri­
feria de la periferia, el océano, inm en sid ad líquida que m arca m uy apropia­
dam ente lo desconocido suprem o y la exterioridad radical p ara un mundo
fundado en el apego a la tierra.
E sta im agen se co m p arte en fo rm a u n ánim e, independientem ente del
hecho de que se conciba que la tie rra es p la n a o esférica. E stas dos ideas
coexistieron en la E dad M edia y dieron lu g ar con frecuencia a com binacio­
nes m ás o m enos coherentes (W illiam R andles). P ara los p artid ario s de la
tierra plana, com o Cosm as Indicop leu stes e Isidoro de Sevilla, el océano
m arca el lím ite del disco terrestre, h a b itad o de un solo lado. E n cambio,
Ju a n de M andavila, en su Libro de las maravillas, red actad o en 1356, que
gozara de g ran éxito y que p ro p o rc io n a u n a especie de síntesis del saber
geográfico m edieval, adm ite, siguiendo a au to res com o B eda el Venerable,
G uillerm o de Conches o B runeto L atino (1250), la esfericidad de la tierra,
"redonda en todas sus p a rte s com o u n a m anzana". No sin ciertas contra­
dicciones, afirm a que el m un d o está h ab itad o en todas sus partes y conside­
ra que es posible explorar todos los m ares de la esfera terráquea, a pesar de
los riesgos de tal em presa. La concepción esférica del m undo la confirma el
redescub rim ien to de Ptolom eo, a u to r griego del siglo II cuya obra se tra­
duce y pone en m apas en F lorencia (1409) y después en A ugsburgo (1482).
Si bien, desde el siglo xm la concepción esf érica de la tierra se im pone entre la
mayoría de los a u to re s, durante ios dos siglos sig u ie n tes se con v ierte en
la visión u n án im e de los h om bres cultos. Por ejem plo, es esférico el m undo
que describe d etallad am en te el cardenal Pedro de Ailly en su Imago niundi
(j 410), obra que Cristóbal Colón leyera y a n o ta ra ab u n dantem ente.
Pero la oposición entre las concepciones esférica y plana de la tierra tal
vez no sea la m ás d eterm in an te, porque este aspecto sin duda no es im por­
tante en relación con la representación c o n céntrica del espacio que p redo­
mina entonces. La cu estió n p rincip al que p reo cu p a a (males de la E dad
Media consiste m ás bien en evaluar los riesgos de alejarse del m undo h a b i­
tado y conocido (el o ikoum enc) \ a d e n tra rse en la in m en sid ad del océano
que lo rodea (problem a, esta vez, que depende estrecham ente ele la percep ­
ción con cén trica y de la o posición interior/exterior). E l peligro, en opinión
de todos, es considerable, p u esto que se tra ta de zonas em in en tem en te p e­
riféricas. Y, com o ya dijim os, la fuerza de Cristóbal Colón no se deriva de su
opción en favor de la esfericidad, poco singular' y no d esp rovista de a m ­
bigüedad, sino del hecho de haberse convencido, a fuerza de errores de cálcu­
lo que ace n tu a b an los de P tolom eo —y co n tra la o p in ió n acep tad a, en la
que coincidían los m iem b ro s de la com isión e n c a rg a d a de ev alu ar su p ro ­
vecto— de que no h a b ía en tre el O ccidente y Asia m ás que u n "m ar e stre­
cho”, lo que red u cía con sid erablem en te la exterio rid ad am en azad o ra de lo
desconocido oceánico.
Por últim o, la concepción del universo proyecta a escala cósm ica la re ­
presentación con céntrica del espacio. Se basa, en efecto, en el m odelo grie­
go de las esferas celestes, form u lad o p rin c ip a lm e n te p o r A ristóteles. E n el
centro se en cu en tra la tie rra , ro dead a p o r las esferas que o cu p an los dife­
rentes astros conocidos (com en zand o p o r la L u na y el Sol, seguidos p o r
planetas com o M arte y Venus). La E dad M edia p rolonga con frecuencia
esta imagen de las esferas celestes, disponiendo en el cielo em píreo la je ra r­
quía de las nueve ó rd en es angélicas. El universo en tero se organiza así se­
gún u n a lógica co n cén trica, de tal fo rm a que el m acro co sm o s y el m ic ro ­
cosmos se reflejan, de acuerdo con la lógica cristian a de las correspondencias.
Hasta finales de la E d a d M edia, la posibilidad de concebir u n universo infi­
nito, que d e b a tiero n los teólogos del siglo xiv, sigue siendo m arg in al —el
franciscano T om ás Bradwardine, m a e stro en O xford, es la ex cepción— ,
y no ejerce un a verd ad era influencia. Aún h a b rá que esp erar tres siglos p ara
que se vengan abajo “las esferas celestes que com p on ían el bello cosm os de
Aristóteles y de la E d ad M edia” (A lexandre Koyré). D esde 1584, G iordano
B runo lanza, sin em bargo, afirm aciones tan contrarias a.la lógica del espa­
cio polarizado m edieval que le valen la m uerte en la hoguera:

En el e s p a c io n o existen puntos que puedan formar polos definidos y delermi


nados p a r a nuestra T ie r r a ; d e i m is m o m o d o , é s t a no f o r m a u n p o lo definido v
determinado p a r a .n i n g ú n otro'purtr ->n el e s p a c io [ . .. ] D e s d e distintos punio s
, d e vista., lu d o s p u e d e n \ crse c u ' o s o c o m o p in it o s d e la circunferencia
[ ...] L a T ie rr a n o e s el c u u u o d e - j; s o l a m e n te e s c e n tr a ] e n r e la c ió n con
el e s p a c i e q u e n o s ' ‘ ..] Desde el momento en que suponemos un cuerpo
de ta m a ñ o in fm iu .-i u u e renunciar a a t r i b u i r l e u n c e n t r o o a n a periíe-
■ r ía . ( D e l ' t u f i n i l o n _ > ^ u iu ii á i.)

Conclusión: d om inio espacial, en la Edad Medio.., dom inio temporal en la ac­


tualidad. Ahora podem os incluir, entre Jas características fundamentales
del feudalismo, la tensión en tre fragmentación y unidad, la articulación en­
tre el cncclulam iento parroquial y la pertenencia a l a cristiandad, así como
entre slabiliias lucí y movilidad (en cuanto a este últim o punto, pueden dis­
tinguirse, de un lado y otro de la norma social del arraigo a la tierra, dife­
rencias positivas —la penitencia erran te, luego la peregrinación y la cruza­
da— y 'diferencias negativas —el vagabundeo y el destierro—). Por lo menos
tres elem entos contribuyen a un resultado así. En prim er lugar, la creación
del sistem a parroquial ordena, cada célula en torno a u n polo form ado por
el ediíicio de culto sacralizado y el cem enterio consagrado, en cuyo núcleo
se encuentra el a lia r y sus reliquias, y donde la eucaristía provoca la pre­
sencia real c’ ' ' >y realiza la unidad de la Iglesia universal. En'segundo
lugar, el des sistem ático de la oposición interior/exterior, principal­
mente por 1; :a de las peregrin aciones, asocia las experiencias de la
exterio rid ad con ei peligro y refu erza el apego al lugar propio, p rotector)
familiar. F inalm ente, el establecim iento de una geografía sagrada estructu­
ra un espacio heterogéneo y jerarquizado, polarizado por los santos y sus
reliquias. Esta o rganización, que “garantiza la.máxima estabilidad posible
sin dejar de permitir los in tercam b ios n ecesarios” y que fija a los hombres
eri c] país de lo conocido sin d ejar de afirm ar su pertenencia a una entidad
que se considera universal, sugiere ha sta qué pu nto es decisiva la contribu­
ción de la Iglesia al orden am ien to de la sociedad feudal. No sorprende, por
lo tanto, que una de las m ayores contribuciones de la Iglesia a la organiza­
ción de las colonias am erican as haya consistido en la práctica sistemática
de los desplazam ientos y las rcag ru p acio n es de las poblaciones indígenas
(las llam ad as "red u ccio n es” y “congregaciones") que crean nuevas aldeas
cuyo centro es ev iden tem en te u n a iglesia (en el caso de B artolom é de Las
Casas, p o r ejem plo, se advierte, desde sus prim eros proyectos de coloniza­
ción pacífica, en 1515 y 1520, u n a au té n tic a obsesión p o r o rg an iz ar a los
indios en aldeas): C om o fru to de su experiencia secu lar en la congregatio
i i o n d n u m de E u ro p a occidental, la Iglesia sabe que el control de las pobla­
ciones p asa p o r su re ag ru p a ció n y su v inculación con la tierra. É ste es, en
iodo caso, el p rin cipio indispensable p a ra el funcionam iento de la sociedad
feudal occidental y, al parecer, tam b ién p a ra el "feudalism o d e p en d ie n te”
implantado en el Nuevo M undo.
Si el feu dalism o se caracteriza p o r un "d o m in io esp acial”, esto ya no
sucede así en la actu alid ad . En el m u n d o con tem p o rán eo , es el tiem po lo
que constituye al p a re c e r el m eollo de la o rganizació n social, p u esto que,
con base en el salariad o y el cálculo h o rario del tiem po de trabajo —form as
predom inantes de las relacio n es de p ro d u c c ió n — se h a n generado con se­
cuencias m últiples p a ra seres con prisa, sujetos a la “tiran ía de los relojes” y
a la com pu lsió n de sa b er qué h o ra es. H ay u n a n o rm a que hace se n tir sus
efectos en todos los aspectos de la vida: "El tiem po es d inero”. A la inversa,
en la sociedad m edieval, el núcleo de la organización social y de las relacio­
nes de pro d u cció n d ep en d ía de la relación con el espacio: la condición p ri­
m ordial del fu n c io n a m ien to del sistem a feudal era la vinculación de los
hombres con la tierra, su in teg ración en u n a célula espacial lim itada, en la
cual se e n tre la z a b a n p o d e r señorial, co m u n id ad ald ean a y m arco p a rro ­
quial, y den tro de la cual te n ía n que recib ir el bautism o, pag ar diezm os a la
Iglesia y re n ta s al señ o r feu d al y, finalm ente, ser e n te rrad o s p a ra reu n irse
en la m u e rte con la c o m u n id a d de los a n te p a sa d o s. A hora que el lu g ar
está en p ro ceso de ya no p ercib irse com o u n a d im ensión necesaria de los
seres y los sucesos, a h o ra que los fenóm enos m ercantiles se dan in d istin ta ­
mente en cu alq u ier lu g ar del m undo, estam os a p u n to de perder ese sentido
de la localización. D esde luego, vivim o s la p a rad o ja de una "gJobaJización
fragm entada” que m u ltip lica las fronteras, exacerba sangrientas locuras de
búsqueda de id en tid a d y p re su p o n e u n desarrollo m u n d ia l desigual. Sin
embargo, el m ercado prolonga, en los ám bitos que lo favorecen, su obra de
hom ogenización y triv ializació n espaciales, in iciad a en el siglo xvm, a tal
grado que la u n ifo rm id a d m e rc a n til m in a so lap ad am en te la especificidad
de los lugares y que las posibilidades técnicas de m ovilidad y com unicación
hacen olvidar a veces que el espacio es u n a dim ensión intrínseca de la exis­
tencia h u m an a (la cual no p o d ría ser m ás que estando allí, en alguna parte).
En virtud de que las fábricas y las oficinas se desplazan sin cesar hacia las
zonas donde la m ano de obra es m ás barata, po d ría decirse que la deslocali­
zación se convirtió en u n a c a racterística general del m undo contempera-
neo, en la m edida en que la extensión sin lím ites del mercado suele eclipsar
la dim ensión espacial y h acer que desaparezca la relación con el lugar pro-
pió com o rasgo fundam ental de la experiencia hum ana.
E s sin to m ático que el p rin cip a l castigo que im p o n en las justicias mo­
d ern as —ad em ás de la p en a de m u erte y a p e sar del recu rso a la prohibi­
ción de residencia— sea la prisión: privación de la libertad y obstáculo a la
c ap acid ad de d e sp lazam ien to , p o r co n sig u ien te localización forzada. En
la E dad M edia, la prisión era u n a p en a m uy accesoria, m ientras que el des­
tierro, p o r el contrario , era esencial (H annah Zarem zka). El exilio, ruptura
del vínculo entre el individuo y su lugar, era casi u n a m uerte social, y a los
desterrados les resu ltab a m uy difícil reh acer su vida en otra parte: “En esta
sociedad b asad a en el honor, ¿es m ejor ser u n hom bre m uerto que un hom­
b re despreciado? En cierta form a, el exilio es p e o r que la m u erte ” (Claude
Gauvard). El destierro, contrario al principio de stabilitas loci, constituía la
obligación de u n desplazam iento , u n a deslocalización forzada, o sea, lo
o puesto exactam en te al castigo carcelario. Coacción principalm ente espa­
cial p o r u n a p arte, co acción p rin cip alm en te tem p o ral p o r la otra: ésta es,
dicho m uy esq u em áticam en te, u n a de las m arcas de la oposición radical
entre el m undo m edieval y el m undo contem poráneo.
VII. LA LÓGICA DE LA SALVACIÓN

j\ÍO PUEDE en te n d erse al h o m b re m edieval, su vida social, sus creencias y


sus actos sin c o n sid e ra r el reverso del m u nd o de los vivos: el ám bito de los
muertos, d o n d e ca d a q uien debe recib ir finalm ente u n a re trib u c ió n a su
inedida, c o n d en a ete rn a o b e a titu d p arad isiaca. P o r tan to , no es posible
presentarlos espacios y los paisajes del O ccidente m edieval sin aventurarse
en esos reinos invisibles, ate rra d o res o apacibles, donde h ab itan las alm as
de los difu n to s y d on de d eb erán reu n irse con ellas los cuerpos resucitados
tras el Juicio Final. E n la E d ad M edia, el m undo terren al no se concibe sin
el más allá. P arte integral del universo del hom b re m edieval, el m ás allá re ­
vela el sentido verd ad ero del m u n d o de los vivos y tra z a su cabal p erspecti­
va. El tem o r al infierno y la esperanza del paraíso guían el com portam iento
de cada ser h u m an o ; y la organización m ism a de la sociedad se funda en la
im portancia del otro m undo, puesto que la posición dom inante del clero se
justifica, en ú ltim a instancia, p o r la m isión que le incum be de conducir a los
fieles a la salvación. ,.
P ara la c ristia n d a d m edieval, el m ás allá es el lu g a r donde se realiza la
justicia divina, d o n d e se revela la verdad del m u nd o. M ientras que en los
desórdenes del m u n d o terrenal suele ridiculizarse la justicia y disim ularse
la verdad, el m ás allá deja ver el c u m p lim ie n to del orden divino. La Edad
Media concibe el m u n d o terren al com o un universo "figural", un m undo de
pálidas figuras que n o h acen m ás que a n u n ciar en form a im perfecta las re ­
velaciones futu ras del otro m un do (Eric. Auerbach). Los m uertos no son las
som bras-de los vivos, sino éstos de aquéllos. Es p o r ello que D ante, al que­
rer co nfigurar el atlas com pleto de las realidades h u m an as, a b an d o n a el
m undo te rre n a l y se entrega, p a ra d arn os su Divina comedia, a la explora­
ción m ás exhaustiva de los lugares del m ás allá. El m ás allá pone orden en
la visión m edieval del m undo; es u n m odelo perfecto, en función del cual se
juzga el m u n d o te rre n a l y se define la form a de reg ir a la sociedad de los
hom bres.
La o posición en tre el m u n d o terren al y el m ás allá es inseparable de la
dualidad m o ral que estru c tu ra el pensam iento cristiano. D icha dualidad es,
adem ás, el fu n d a m e n to del m odelo de las dos ciudades, que san Agustín
lega a la E dad M edia y en virtud del cual el m undo se divide en dos conjun­
tos opuestos: la ciudad de Dios, com puesta por los ju sto s de este mundo v
la iglesia celestial; la ciudad del Diablo, de la cual fo rm an p arte tanto los
vivos que caen en el pecado com o los condenados y los diablos que pueblan
el infierno. Según esta visión, la oposición entre el bien y el m al prevalece
sobre la del m undo terrenal y del m ás allá, puesto que cada ciudad abarca
una parte de este m undo y una p arle del otro m undo. Esto no im pide que la
dualidad del más allá som eta al universo a su polaridad, ya que el más allá
es la residencia privilegiada de las fuerzas sobrenaturales: Dios en su trono
del reino de los cielos, en medio de las cohortes de ángeles y santos; Sata­
nás, “em perador del reino del dolor", según la expresión de Dante. El más
allá es tam bién el punto de perspectiva que obliga a leer lodo acto humano
con “una len te” moral dual com o pecado sujeto a la condenación o como
virtud que m erece la b e a titu d del cielo. La Regula búllala, aceptada por la
orden franciscana, ¿no resum e acaso, de la m an era m ás lap id aria posible,
el objetivo de la predicación de los frailes: “an u n ciar a los fieles los vicios v
las virtudes, la pena y la gloria”? E stas dualidades morales contribuyen en
conjunto a activar la exigencia fundam ental en nom bre de la cual la Iglesia
pretende gobernar a la sociedad cristiana: alcanzar la salvación.

L a guerra d e l B ien y del M al

El m undo, campo de batalla de los vicios y las virtudes

La oposición entre el bien y el mal es esencial en el cristianism o medieval.


Los pecados y las virtudes constituyen categorías fundam entales que sirven
p a ra o rd e n a r la lectura del m undo, tan to de su h isto ria (desde la caída de
los ángeles y el pecado de Adán y Eva h a sta el Juicio Final) com o de su pre­
sente ((odas las actitudes h um anas deben alabarse en cuanto virtudes o de­
nun ciarse en cuanto vicios) y de su futuro (el destino en el m ás allá es con­
secuencia de las bu en as o las m alas acciones realizadas en la tierra).
N inguna realid ad escapa a esa tem ible criba, que da lugar a la producción
de u n discu rso m oral de u n a am p litu d estupefaciente, del cual la Iglesia
b u sca co n so lid ar los fun d am en to s teológicos analizan d o la natu raleza de
cada pecado y cada virtud, y tam bién favorece su utilización pastoral, pro­
duciendo clasificaciones eficaces y adaptando continuam ente las categorías
m orales a las realidades sociales. El en orm e éxito de la teología m oral del
bien y del m al se b asa en el hecho de que constituye u n discurso totalizador-
sobre el m u n d o o, de m a n e ra m ás exacta, u n d iscu rso sobre el orden de la
sociedad con fo rm e a los criterio s clericales. Al m ism o tiem po, la dualidad
moral es la justificación fu n d am en tal de la in terv en ció n de la Iglesia en la
sociedad, la cual b u sca lib e ra r a los h o m b res del p ecado, protegerlos del
mal y m an tenerlos en el cam ino recto que lleva a la salvación.
Sin em bargo, p a ra p o d e r llegar a ese p u n to , fue n ecesario el genio de
san Agustín, q u ien lega a la cristia n d a d m edieval su d o ctrin a del pecado
original. F o rja ésta d u ra n te su lu ch a c o n tra Pelagio y sus discípulos, qu ie­
nes, p a ra exaltar m ejor la libertad del hom bre, afirm an que el pecado origi­
nal no m ancilló en te ra m e n te la v o lun tad del individuo y que, p o r lo tanto,
cada quien puede en c o n tra r en sí m ism o la fuerza p a ra elevarse h asta Dios.
Agustín rech aza esta visión optim ista y heroica, insistiendo en la debilidad
de la n a tu ra le z a h u m a n a . P ara él, el pecado o rig inal se tra n sm ite a cada
hombre, que en con secu encia nace p e c a d o r an tes in cluso de h a b e r hecho
cualquier cosa. Y no es sólo el castigo del pecado original el que así se tra n s­
mite (de acuerd o con la advertencia que Dios hace a Adán y Eva), sino ta m ­
bién la falta m ism a. La h u m a n id a d e n te ra recibe el pecado de la p rim era
pareja y es de éste responsable colectivam ente. El peso de tal falta afecta en
lo m ás p ro fu n d o la v o lu n tad del h o m bre y hace sospechoso el ejercicio de
su libertad, el cual lo conduce p o r lo general hacia el m al. Así, en la m edida
misma en que la teología ag u stin ian a desd eñ a al h om bre, refu erza la im ­
portancia del b a u tism o y d e sta c a con m a y o r fu e rz a su in d isp e n sab le n e ­
cesidad: si b ie n el s a c ra m e n to p u rific a d o r n o le re stitu y e to ta lm e n te al
hom bre la p u re z a de sus oríg en es edénico s, p o r lo m enos b o rra el peso
abrum ador de la falta original y le ofrece la o p o rtu n id ad casi inesperada de
redimirse. De este m odo, la som bría teo ría de san A gustín dem u estra que el
hombre no p uede salvarse p o r sí solo y que p a ra lograrlo necesita del auxi­
lio irrem p lazab le de las in stitu cio n es, en p rim e r lu g a r de la Iglesia, cuya
mediación es indispensable p a ra atraerle la g racia divina y perm itirle evitar
las asechanzas de las que está sem brado el cam ino de la salvación.
E n tre las v irtu d es y los vicios no p u ed e ex istir m ás que u n a lu ch a sin
piedad. La Psychum achia del poeta Prudencio (siglo v), o b ra que gozará de
gran éxito, d escrib e los com b ates ép ico s que lib ra n las personificaciones
de los vicios y las virtudes (por ejem plo, Fe c o n tra Idolatría, Paciencia con­
tra Cólera, H u m ild ad c o n tra Soberbia). No o b stan te, tratán d o se de las vir­
tudes, las clasificaciones u tilizadas d u ran te la E d ad M edia son num erosas y
diversas. A este respecto, pu ed en m en cio narse entre o tras las obras de m i­
sericordia (M ateo 25) y los siete dones del E sp íritu S anto (Isaías 11), Sin
duda, u n a de las principales tipologías es la de las siete virtudes: cuatro vir­
tudes cardinales (prudencia, justicia, tem planza y fortaleza) y tres virtudes
teologales (fe, esperanza y caridad). Las cu atro p rim e ra s se tom aron de
Platón y Cicerón, m ientras que las tres siguientes son una creación específi­
cam ente cristian a (i C orintios 13). A unque tienen orígenes diferentes, se
asocian a p a rtir del siglo X II y form an el septenario de las virtudes. Sin em­
bargo, re c u rrir a éste será problem ático, prim ero porque no se opone es­
trictam en te a los siete pecados capitales, pero tam b ién porque no incluye
ciertos valores cristianos fundam entales. P or ello la hum ildad, esencial so­
b re todo en el m undo m onástico y considerada com o la m adre de todas las
virtudes, con frecuencia debe ponerse a la cabeza del septenario o en la raíz
del árbol del bien, en el cual florecen las virtudes. Con todo, la preem inen­
cia de la hum ildad puede cuestionarse en favor de la caridad, que san Pablo
co nsidera la p rim era de las virtudes y la cual tam bién se beneficia, en el
seno del septenario, de la condición de m adre de todas las virtudes. Efecti­
vamente, la caridad reviste u n a im p o rtancia considerable en el pensam ien­
to medieval, pues significa a la vez am or al prójim o y am or a Dios, constitu­
yendo así el fu n d am ento m ism o del vínculo social y de la organización de
la cristiandad. E n cuanto a las o tras virtudes del septenario, la justicia y la
fe son desde luego las que se benefician del eco social m ás evidente.
Los pecados se ordenan de m an era m ucho m ás tem prana en el septena­
rio, p rim ero con Juan Casiano, m onje que llega a M arsella desde Egipto a
principios del siglo v, y sobre todo en las Moralia in Job de G regorio Magno,
quien le da su form a canónica en la E dad M edia (orgullo, envidia, cólera,
pereza, avaricia, gula y lujuria). E stos pecados se llam an capitales porque
unos engendran a otros y, sobre todo, porque cada uno es el pu n to de parti­
da de ram ificaciones que dan origen a num erosos pecados derivados, como
lo m uestran los árboles de los vicios que se m ultiplican tra s el Líber'floridas
de L am berto de Saint-Omer, h acia 1120 (véase la foto VTl.l). Desde luego,
hay otras clasificaciones que com piten con el septenario, y éste a veces tie­
ne que dejar espacio a nuevas categorías, com o los pecados de la lengua,
que desde el siglo xm reagrupan todas las faltas que se com eten al hablar,
desde la blasfem ia y la injuria, h asta la m aledicencia y la m entira —o el si­
lencio indebido (tacitum itas)—. Sin em bargo, al m ism o tiem po se refuerza
aún más la fondón del septenario, principalm ente gracias a la Sum m a confes-
sorum del inglés Tomás de C hobham , hacia 1210-1215 y, poco después, a la
S u m m a viríutum et viliorum dei dom inico G uillerm o Peyraut, la obra más
F o t o vjj. ! . A r b o l d e lo s v i c io s (h a c ia 1 3 0 0 ; V e rg e r d e S o u la s , P a rís , b n f , ru s. fr. 9 2 2 0 ; f. 6).

Ej ‘á rb o l d e lo s v ic io s ”, a s í n o m b r a d o e n la in s c r ip c ió n , s u rg e d e la b o c a d e l in fie rn o . E n m e ­
dio d e la s lla m a s , u n c a b a lle r o q u e s o s tie n e u n h a lc ó n en el p u ñ o y q u e c a e d e s u m o n tu r a
sim b o liz a el o rg u llo , “r a íz d e to d o s lo s v ic io s ” y p e c a d o p o r e x c e le n c ia d e lo s d o m in a n te s . Del
tro n co del á rb o l n a c e n sie te ram a*;, c a d a u n a d e la s c u a le s 1o rm in o en u n m e d a lló n c o r r e s p o n ­
d iente a u n o d e lo s p e c a d o s c a p ita le s , c u v a s s u b d iv is io n e s se in d ic a n e n la s h o ja s. D e iz q u ie r ­
da a d e re c h a : la a v a r ic ia (m i h o m b r e e n c ie r ra s u s r iq u e z a s e n u n c o fre ); la c ó le ra (u n a m u je r
se a rra n c a lo s c ab e llo s); la g ula (J a n o s e n ta d o a la m e sa ); la lu ju r ia (u n a m u je r d e s n u d a q u e s o s ­
tiene u n e sp e jo y a q u ie n el d ia b lo tie n ta ); la p e re z a (u n p e rs o n a je s e n ta d o , e n a c titu d d e p o s tr a ­
ción); la v a n a g lo ria ( u n a m u je r q u e tie n e e n la s m a n o s u n a c o p a y u n lib r o ); la e n v id ia (u n a
m u ie r c o n u n a s e r p ie n te a lre d e d o r d el c u ello ).
im p ortan te de su género. É sta consagra el triu n fo del septenario y lo hace
el "punto cardinal de la p asto ral cristia n a” que Carla C asagrande y Silvana
Vecchio h an estudiado con esm ero.

Discurso sobre los vicios, discurso sobre el orden social

El éxito considerable del septenario se explica p o r su notable eficacia simé-


tica j' p o r su capacidad para adaptarse a realidades sociales en permanente
transform ación. H ab lar de los pecados significa en efecto discurrir sobre el
b uen orden de la sociedad. El orgullo es el pecado p o r excelencia de los do­
m inantes, clérigos o nobles, quienes, exaltados por su posición, son víctimas
de u n excesivo deseo de elevación y term inan p o r infringir la obediencia y la
sum isión que conviene m a n ife sta r h acia Dios (véase la foto vn.l). La en­
vidia son los celos que se ejercen en tre los sem ejantes (particularm ente en
los círculos donde la com petencia es intensa, com o sucede entre los corte­
sanos o entre los universitarios), pero es sobre todo el vicio de las clases
inferiores, que ren ieg an de su posición de dom inados y lanzan una mirada
rencorosa hacía la cúspide de la sociedad. P or últim o, la cólera estigmatiza
la violencia y la agresividad que se m anifiestan en las form as m ás diversas
dentro del cuerpo social, desde el insulto y el hom icidio hasta la blasfemia v
la riña (véase la foto vn.4). E stos tres pecados rompen, pues, la arm onía je­
rárquica de la sociedad cristiana, al a te n ta r contra la ju sta m edida del poder
que ejercen los d o m in an tes, c o n tra la su m isió n que deben m anifestar los
dom inados y con tra la concordia que debe re u n ir a todos en el vínculo de la
caridad.
La evolución de los otros p ecados capitales no es m enos notable. La
pereza (tam bién llam ada acidia o tristeza) es, sin duda, el pecado cuyo sen­
tido se transform a m ás claram ente d u ran te la E dad Media. Al principio, es
u n vicio esencialm ente m onástico, que lleva la m arca de su origen (el pen­
sam iento de los erm itaños del d esierto egipcio que tran sm iten Casiano y
G regorio) y de los valores do m in an tes d u ra n te la alta E dad M edia. E n ese
entonces se refiere al desaliento del m onje, al hastío p o r la soledad y a la
m elancolía que lo asaltan p a ra sep ararlo de Dios y h acer que abandone su
vocación. Pero, en el nuevo contexto de la E d a d M edia central, cam bia de
sentido en form a radical y a p u n ta p rin cip alm en te, en los escritos de Gui­
llerm o Peyraut y de aquellos que él inspira, al ocio, que desde el siglo xm se
co nsidera el vicio su p rem o (lo cual designa, a contrario, la la b o r com o la
función leg ítim a del te rc e r o rd en de la sociedad). E n co n trap o sició n a su
sentido m o n ástico inicial, la p ereza se aso cia en ton ces sobre todo con los
laicos que no cum plen con su oficio de trab ajad o res (laboratores) o que des­
cuidan sus deberes h acia Dios.
O tra evolución n o tab le es el fom ento de la avaricia que, a p a rtir del si­
glo X II, co m p ite con el orgullo p o r la su p re m a c ía en el seno del septenario
(Lester Little). Si b ien es cierto que a te n ta c o n tra la v irtu d cristia n a de la
hum ildad, el orgullo ap arece p rim e ro com o u n p ecado feudal y clerical;
pero su p reem in en cia se desgasta p o r las in q uietu des que suscita la im por­
tancia cada vez m ay o r del dinero en la vida social. P roliferan los discursos
y los serm ones sobre la avaricia, y el cap ítu lo que se le consagra en las
Sutniuae, em pezando p or la de G uillerm o Pevraut, es generalm ente el m ás
largo. La condena de la avaricia se convierte cada vez m ás en un ataque con­
tra la usura, pecado pro fesion al de m ercad eres y b an q u ero s. Pero la avari­
cia sigue siendo fu n d am e n ta lm e n te u n a m a n ife sta c ió n del am o r excesivo
por los bienes m ateriales, al que la Iglesia opone el anhelo p o r los bienes es­
pirituales. P o r consiguiente, rom p e con la exigencia de u n a circulación ge­
neralizada que, con el n om b re de caritas, Dios instituye com o principio rec­
tor del orden social (para denunciar el enriquecim iento culposo del avaro, los
clérigos m edievales reto m a n la m etáfo ra de A m brosio de M ilán, quien con­
trapone el pozo sin uso cuya agua estan cada se corrom pe al pozo cuya agua
fluye, lím p id a y potable). P or últim o, si la con d en a de la lu juria se e n cu en ­
tra, desde sus orígenes, en el c en tro de la c u ltu ra c ristia n a del pecado, su
im portancia se refu erza a ú n m ás a p a rtir del siglo xn, cuando el celibato se
define corno u n a obligación estricta del clero y cuando la nueva doctrina del
m atrim onio sujeta a los laicos a n o rm as m ás rigurosas. E n sum a, el discur­
so sobre los pecad o s, que las ó rd en es m e n d ic a n te s d ifu n d e n a m p lia m e n ­
te desde el siglo xm , es eco de las tra n sfo rm a c io n es sociales, en p a rticu la r
del desarrollo de las ciudades. Concede u n a atención creciente al universo de
los laicos, n o p a ra reco n o cer po sitiv am en te sus valores propios, sino p ara
denunciar con m ayor eficacia sus im perfecciones y p a ra ordenarlo de acuer­
do. con los valores de la Iglesia.
El discurso sobre los vicios es a la vez u n a d en un cia del m al y u n a opor­
tunidad p a ra in c u lc a r a c titu d e s legítim as. T am bién es u n in stru m en to ex­
cepcional que p erm ite a la Iglesia d ifu n d ir sus valores en el seno de la so­
ciedad y a c re c e n ta r su influencia sobre ésta. Si lo logra con ta n ta fo rtu n a
no es sólo p orqu e em prende u n a exploración exhaustiva y m inuciosa de los
sentim ientos y las pasiones que se inscribe en u n a arqueología de la psico-
logia occidental; es tam b ién p o rq u e expone, al m ism o tiem po, el mal y el
rem edio que lo cura. M ejor aún, reivindica el m onopolio de los medios que
perm iten b o rra r el pecado o, p o r lo m enos, escapar a sus consecuencias fu­
nestas. Sólo la Iglesia concede el b au tism o que lava la m an ch a del pecado
origina] y abre las p u e rta s del p araíso . Sólo la Iglesia otorga el perdón de
los pecados capitales, m ed ian te el sacram ento de la penitencia, cuya forma
p o r excelencia es la confesión a p a rtir del concilio de Letrán IV, sin mencio­
n a r otros m edios com o las indulgencias que dism inuyen o anulan la peni­
tencia n ecesaria p a ra el p erd ó n de las faltas. De esta m anera, si la pastoral
de los pecados, cuyo d esarro llo es considerable en los últim os siglos de la
E dad Media, busca agudizar la culpabilidad de los fieles, es tam bién y sobre
todo la que hace resaltar los m edios de salvación que ofrece el clero. La con­
fesión es segu ram en te el m edio prin cipal, y lo esencial del discurso sobre
los vicios se crea ad em ás p a ra el uso de los confesores, m ediante la profu­
sión de sum as m orales, m an u ales de confesión y exám enes de conciencia.
Efectivam ente, la confesión reviste u n a im portancia estratégica, pues la con­
dición del perdón es el reco n o cim ien to de la culpa, y com o precio de la
tranquilidad del alm a, los clérigos se arrogan el derecho a hacer un examen
de la vida de ios fieles que se a d e n tra en lo m ás íntim o de ¡as conciencias.

El diablo, “príncipe de este m u n d o ”

Tras el com b ate de los vicios y las v irtu d es se perfila otra lucha, m ás fun­
damental aún. Efectivam ente, son el diablo y sus tropas dem oniacas los que
tientan a los hom bres y los ind ucen al pecado, m ientras que Dios y sus ejér­
citos celestiales se esfuerzan p o r protegerlos e incitarlos a la virtud. El m un­
do es el teatro de este e n fre n ta m ien to p erm an en te y dram ático entre el
C reador y S atanás. E ste últim o es u n a de las creaciones m ás originales del
cristianism o: aunque el Antiguo Testam ento prácticam ente lo ignora, es so­
bre todo el Evangelio el que am plía su papel y hace de él "el príncipe de este
m u n d o ” (Juan 12) o "el dios de este siglo” (II Corintios 4). E n aquel enton­
ces, federa la m u ltitu d de espíritus dem oniacos que pululan en el judaismo
p o p u lar y, ai m ism o tiem po, procede de la disociación de la figura ambiva­
lente de Jehová, dios colérico y castig a d o r lo m ism o que benevolente. Es
entonces, re c u rrie n d o p rin c ip a lm e n te a la lite ra tu ra apócrifa ju d ía (sobre
todo el Libro de Enoc, del siglo u a.C.), cuando se precisa el. m ito de la caída
de los ángeles, que constituye el acta de nacim ien to del diablo y m arca la
entrada del m al en el universo. Si la caída, en el relato inicial, es consecuen­
cia del deseo de los dem onios, a quienes ha seducido la belleza de las m uje­
res, desde al siglo iv se explica p o r el orgullo del p rim e ro de los ángeles,
Lucifer, qu ien desea ig u a la r a Dios y p o r ello se le expulsa del cielo, ju n to
con todos los ángeles rebeldes que apoyan su loca pretensión.
D urante la E d ad M edia, la im p o rta n c ia de la figura del E sp íritu M alig­
no se refu erza co n stan te m e n te , ta n to en los textos com o en las im ágenes,
donde aparece sobre todo a p a rtir del siglo IX. Incluso es solam eníe hacia el
año mil que en c u e n tra u n lugar digno de él, cu an d o se d esarrolla u n a re ­
presentación específica que subraya su m onstru osidad y su bestialidad, con
lo que se manifiesta su p o d er hostil en form a cada vez m ás insistente (véase
las fotos VTI.3 y vn.4). Sin em bargo, aunque el cristianism o hace del universo
el escenario de un a lu ch a en tre Dios y S atan ás, no sería correcto identifi­
carlo con las d o ctrin as du alistas. Por'el co n trario, al oponerse a la religión
de M ani (216-277) y sus discípulos, los m aniqueos, 3’ po sterio rm en te al ca-
tarismo, el cristianism o m edieval busca distanciarse del dualism o (según el
cual el m u n d o m aterial es o b ra de un p rin cip io del mal, to talm en te in d e­
pendiente de Dios). La d o ctrina cristiana tiene a Dios por am o y creador de
todas las cosas; y el relato de la caída de los ángeles m uestra que S atanás y
los diablos son criatu ras, ángeles caídos que, com o lo repiten los clérigos a
cual más, no pueden a c tu a r sin el perm iso de Dios. P rocurando apartarse lo
más posible del riesgo dualista, santo Tom ás insiste incluso en el hecho de
que a los dem o n io s se les creó com o seres b u en o s y que son m alos p o r su
voluntad y no p o r su n a tu ra le z a. Con todo, el p o d e r del “p rín cip e de este-
m undo” al p a re c er está ta n extendido que la d o ctrin a a veces parece eclip­
sarse un poco en favor de un aspecto que se experim enta profundamente y
que le concede de fació u n a am plia a u to n o m ía de acción. Toda la historia
del inundo parece marcada p o r la intervención del E spíritu Maligno, desde
la caída de los ángeles hasta el desencadenam iento escatológico anunciado
por el A pocalipsis. La ten tació n de Adán v Eva es Ja p rim e ra revancha de
Lucifer; y ios textos de san Agustín perm iten afirm ar que, gracias al pecado
original, el diablo posee un verdadero derecho de p ro p ied ad sobre el h o m ­
bre. Pero con su sacrificio C risto rescata este derecho del que se h a apode­
rado el diablo y lib era así a Adán y a Eva y a todo s los ju sto s del Antiguo
Testamento, que Satanás re te n ía com o prisioneros h a sta ese m om ento en el
infierno. Desde entonces, la guerra entre las fuerzas del m al y del bien queda
más equilibrada, pues au n q u e aquéllas conservan a su favor el pecado ori­
ginal, éstas e n cu e n tran en la E n carn ació n un arg u m en to aún m ás eficaz y
recu erd an que el hom bre posee, desde ese m om ento, los m edios para recu­
p e ra r la.arm onía p erd id a con Dios.
La lucha no es m enos incierta y encarnizada, y en innum erables relatos
se detallan las a rtim a ñ a s m alévolas de aquel a quien se le llam a con justa
razó n el E nem igo. Se dice que es responsable de todas las desgracias y de
todos los infortunios: provoca tem pestades y torm entas, corrom pe los frutos
de la tierra, su scita las enferm edades de los hom bres y del ganado, hunde
los navios, derrumba los edificios y obstaculiza las m ejores intenciones (por
ejem plo, se cu enta cóm o se opone a la construcción de la catedral de York
haciendo que no p uedan levantarse las piedras). Con sus arm as favoritas, la
ten tació n y el engaño, b u sca in tro d u c ir en el corazón de los hom bres de­
seos ilícitos y suscita m alos p en sam ien tos a través del sueño (cuyo origen
siem pre se sospecha que es diabólico) o con su aparición (la célebre Vida de
Antonio, el erm itaño del desierto, proporciona, desde el año 356, el arqueti­
po de tales tentaciones diabólicas, que con frecuencia se rem em oran e ilus­
tran). P ara estos fines puede u su rp ar una apariencia humana, particularm en­
te la de u n a m u je r sed u cto ra o la de u n joven herm oso, inclusive la de un
santo. N ada es im posible p a ra el diablo, auténtico cam peón de la m etam or­
fosis, ni siq u iera a su m ir el aspecto del arcángel G abriel, de la Virgen o de
Cristo. Las tentaciones de la carn e y del dinero, del poder y de los honores
son las m ás tem ibles, y es p a ra convertirse en obispo que a éstas sucum be
Teófilo —prefiguración m edieval de F austo— después de sellar su pacto con
el diablo, según la leyenda b iz a n tin a que se conoce en O ccidente desde el
siglo IX y que se difund e a b u n d a n te m e n te en textos, prédicas e imágenes
(véase la foto vu.2 ). Y puesto que el E spíritu M aligno interviene en todos los
asuntos de este bajo m u ndo , 110 se duda en instrum entalizarlo, al grado de
que, en ciertos conflictos, cada partid o se vale de una carta que Lucifer ha
escrito al contrincante: este estratagem a, que se utilizó principalm ente du­
ra n te el Gran Cisma, debe h a b e r parecido u n m edio eficaz para desacredi­
tar a los adversarios.
El diablo tam bién puede introducirse en el cuerpo de los hom bres, “po­
seerlos” y h acerlos p erd er toda v oluntad propia. Por ello el ritu al del exor­
cism o con el cual la Iglesia libera a los poseídos reviste u n a gran im portan­
cia, sobre to d o d u ra n te la a lta E d a d M edia. De todas m aneras, tra s el año
m il, la p o sesió n cede a n te la obsesión diabólica, que ased ia las concien-,
cias, p articu larm ente las de los m onjes (así, el dem onio se le aparece a Raúl
G laber com o u n hom b recito dem acrado, jo ro b ad o y “negro com o un etío­
pe"). E n n u m ero so s relato s donde se escenifican los to rm en to s del alm a
F u i o vi¡.2 . Teófilo rindiendo hom enaje al diablo (h a c ia 1 2 1 0 : .sa lterio de la r e in a I n g e b u r g a ;
Chanlilly, m useo Condé, ms. 9, f 35 v.j.

E l s a lte rio d e I n g e b u r g a , e s p o s a r e p u d ia d a d e l re y F e lip e A u g u s to , e s tá r ic a m e n te i lu s tr a d o y


el f o n d o d e o r o d e l a s i m á g e n e s e s t á e n e x c e l e n t e e s t a d o d e c o n s e r v a c i ó n . A l l í, e l m i l a g r o d e
T e ó filo s e e x p o n e e n v a r i a s p á g i n a s . A q u í , a r r i b a , e l p a c t o q u e T e ó f il o h a c e c o n e l d i a b l o a d q u i e r e
el a s p e c t o d e l h o m e n a j e d e u n v a s a l l o : a r r o d i l l a d o , j u n t a l a s m a n o s c o m o p a r a l a in m ixtio ma-
nuinn d e l r i t o f e u d a l . E l d i a b l o , d e p i e , p o s a s o l a m e n t e u n a d e s u s m a n o s s o b r e l a s d e T e ó f il o ,
p u e s c o n l a o t r a e x h i b e e l p a c t o c o n u n a i n s c r i p c i ó n — a p e n a s l e g i b l e — q u e e v o c a c l a r a m e n t e la
r e la c ió n e n tr e u n v a s a llo y s u s e ñ o r (“s o y h o m b r e tu v o " , “ego su m h om o tu u s ”). A b a j o , T e ó f il o ,
ya a r r e p e n tid o , s e e n c u e n tr a d e n tr o d e u n a ig le s ia ( lu g a r q u e el a lt a r y la lá m p a r a s u s p e n d id a
b a s ta n p a r a d a r a e n te n d e r ) ; p r o s t e r n a d o , r e z a (e l g e s to d e la s m a n o s e s d e s d e el s ig lo xi el
m ism u q u e e l d e l v a s a l l o q u e r i n d e h o m e n a j e a s u s e ñ o r y, p o r c o n s i g u i e n t e , e s e l m i s m o q u e
T e ó f ilo r e a l i z a a r r i b a , a n t e e l d i a b l o ) . E s p r o b a b l e q u e e s t é r e z a n d o f r e n t e a u n a e s t a t u a d e l a V ir ­
g e n , c o lo c a d a s o b r e e l a lta r , p e r o é s ta d a la i m p r e s i ó n d e q u e s e le a p a r e c e e n p e r s o n a y le h a ­
b la . E n l a s s i g u i e n t e s e s c e n a s , l a V i r g e n r e c u p e r a el p a c t o y l i b e r t a a T e ó f ilo d e s u s o b l i g a c i o ­
n e s p a r a c o n e l d i a b l o . E l h o m e n a j e l e g í t i m o a 1a V i r g e n p u d o h a b e r b o r r a d o , p o r l o t a n t o , el
h o m e n a je e s p u rio a S a ta n á s .
perseguida p o r las fuerzas hostiles, el diablo expresa todo lo que la concien­
cia considera negativo y que no puede adm itir que e m a n a de ella o de Dios
Como sugiere Freud, los dem onios son las personificaciones que permiten
que u no proyecte fu era de sí m ism o los deseos reprim idos. Las pulsiones
satan izad as son a m en u do de n atu ra le za sexual, com o se co n stata en mu­
chísim os relatos de sueños o en el caso de las “poluciones nocturnas" (emi­
siones in v o lu n tarias de esperm a al dorm ir), que los m onjes atribuyen a la
intervención del diablo. Pero estas pulsiones ta m b ién pueden revestir un
m atiz m órbido, com o cuando el diablo, al ad q u irir la apariencia de Santia­
go, ordena a u n peregrino que se castre y se dé m uerte. Por lo demás, es ge­
n eralm en te en el m o m en to de la m u erte cuando el diablo se vuelve más
am enazador. Se p re cip ita ju n to a los m orib u n d o s p a ra som eterlos a una
últim a tentación que les im pida aprovechar sus últim os instantes para arre­
p entirse, confesarse y o b ten er in extrem is su salvación. Com o lo indica
ab u n d antem en te la iconografía, ángeles y dem onios libran u n a guerra terri­
ble en to rn o al lecho de todo m o rib u n d o p ara apo d erarse del alm a del di­
funto (véase la foto vni. 2 ). Y cu ando es necesario re c u rrir a u n verdadero
juicio del alm a, caso que los relatos ilustran desde el siglo vni, el diablo des­
pliega sus talentos sum ariales a fin de ob ten er una ganancia p a ra su causa
o, de m anera m ás grosera, se cuelga de uno de los platos de la balanza donde
se pesan las b uenas y m alas acciones del difunto.

Satanás, contrapeso que enaltece


a las potencias celestiales y a la Iglesia

Es im posible c o n sid e ra r al diablo de m an e ra aislada. P or enorm e que pa­


rezca su poder, éste no puede evaluarse correctam en te si no se tom a en
cuenta el conjunto de fuerzas celestiales que se le oponen. Las legiones an­
gélicas infligen la p rim era derro ta a los ángeles rebeldes. A unque los santos
suelen ser las víctim as preferidas de las tentaciones diabólicas, siem pre lo­
gran su p e ra r la p ru eb a, la cual se tran sfo rm a así en u n a o p o rtu n id ad para
confirm ar su fuerza espiritual. E n los relatos hagiográficos, el diablo es el con­
trapeso de los san to s héroes que lo vencen. El ejército de los santos, infali­
blem ente victorioso, d em u estra así que es uno de los recursos m ás eficaces
p ara los hom bres que se ponen bajo su protección. Por últim o, aun m ás que
los santos, la Virgen se convierte en la p rotectora suprem a, sobre todo cuan­
do am enaza S atan ás en persona, y es ella quien libera a Teófilo de su pacto
diabólico (véase la foto vn. 2). E n los últim os siglos de la E dad Media, la re ­
lación b ip o lar en tre la Virgen y S atanás adquiere u n a im p o rtan cia d eterm i­
nante, com o lo indican, entre otros, el te m a del "proceso de S atan ás”, que
éste instruye c o n tra u n a h um an id ad p o r la que ab oga la Virgen. P o r tanto,
la dualidad del diablo y de M aría parece casi ta n im p o rtan te com o la oposi­
ción en tre S atan á s y Cristo, a u n cuand o la su p e rio rid ad de Dios sobre el
diablo sigue sien do el fundam ento del conjun to de o posiciones que a ca b a ­
mos de m encionar.
El ho m b re m edieval, p o r tanto, no se en cu en tra solo ante los dem onios.
Todas las fuerzas divinas, angélicas y santas —cuya desm ultiplicación in ci­
ta a p reg u n tarse sobre la posible existencia, en el seno del cristianism o m e­
dieval, de u n a deriva p o liteísta— en c u e n tra n en la lu ch a co n tra el m al su
unidad y cohesión, de m odo que el equilibrio que así se produce conduce fi­
nalm ente a co n sid erar el cristianism o m edieval com o un m onoteísm o com ­
plejo. Además, el devoto dispone de prácticas, gestos y ritos para protegerse
del enem igo. La Iglesia en su totalidad es u n a m u ralla contra el diablo, gra­
cias a los sac ra m en to s que dispensa (el b au tism o , la penitencia), los ritos
que p ractica (el exorcism o o incluso la consag ración de las,iglesias, que
prohíbe la e n tra d a a los diablos), las oraciones v b en diciones que p ro n u n ­
cia y que alejan al E spíritu Maligno. Los objetos sagrados —hostias, reliquias,
cruces, p ero tam b ié n diversos am uletos— m a n tie n e n igualm ente al diablo
a distancia. P o r últim o, de la m ism a m an era que los clérigos subrayan que
el diablo no p u ede h acer nada contra quienes tienen fe, existe un gesto sen­
cillo y fam iliar cuya infalible virtud protege de todos los peligros satánicos:
el signo de la cruz. El diablo, con trap eso de las p o ten cias celestiales que,
triunfan sobre él, es p o r lo tan to tam bién el contrapeso de la institución ecle­
sial que invita a los fieles a cosechar los frutos de esa victoria.
Es lógico, p o r lo tanto, que se haya considerado a) diablo coroo el in sp i­
rador de los enem igos de la Iglesia. P ara los cristianos, los dioses que ad o ­
ran los p ag an o s no son m ás que dem onios y, adem ás dé los m u su lm an es y
los judíos, se satan iza tam bién a los herejes. Iniciado en el siglo ni, este p ro ­
ceso se acen tú a con las herejías del año m il y luego d u ran te la lucha co ntra
los cátaros. No sólo se p iensa que el diablo in spira a los herejes, sino que a
éstos se les describ e, a p a rtir del tra ta d o sobre el A nticristo de Adsón de
Montier-en-Der, com o los m iem bros de un cuerpo cuya cabeza sería S a ta­
nás, réplica negativa del cuerpo de la Iglesia, cuyo jefe es Cristo. Poco a poco
se extiende la creencia en u n com plot satánico que am enaza a la Iglesia. La
obsesión d iab ó lica invade O ccidente. Ju sto cu an d o se extingue _el peligro
herético em piezan a surgir denuncias c o n tra brujos y brujas, que para los
clérigos ya no son las víctim as de u n a ilusión diabólica que conviene tratar
con clem encia, com o reco m en d ab a el canon E piscopi, sino los m iem bros
de una secla diabólica que participan en u n aquelarre donde se lleva a cabo
un auténtico ritual ele adoración de S atanás (bula Vox in rama, 1233). Con­
vencidos de que la sociedad cristiana es blanco de u n a ofensiva de Satanás
sin precedentes, los p oderes eclesiásticos, m o n árq u ico s y urbanos compi­
ten p o r m o stra r m ayor celo e iniciar, a p a rtir de la década de 1430 y sobre
todo du ran te la época m oderna, u n a vasta persecución de dim ensiones in­
éditas c o n tra quienes co nsideran sus enem igos m ortales. S atanás se con­
vierte efectivamente en el Adversario co ntra el cual se construye y refuerza
el poder dé las instituciones.
Y es que S atan ás siem pre está relacio n ad o con el te m a del poder. Si
bien es lo c o n tra llo del cuerp o eclesial, tam b ié n es la im agen del poder
del m al. E n la época feudal se suele describir a Lucifer com o un vasallo des­
leal que pretende igualarse con su señor en lugar de rendirle obediencia. Es
sobre Lodo desde el siglo X IV cuando se m anifiesta la m ajestad de Satanás,
aunque se encuentren ya las prim icias teológicas en Tomás de Aquino. Éste,
en efecto, adm ite la existencia de un orden y un poder de m ando en el mundo
demoniaco: el cielo y el infierno ya no se contraponen como contrarios (orden
versus desorden), sino com o dos órdenes estructuralm enle idénticos, pero
inversos (orden bueno versus orden m alo). La iconografía acentúa entonces
el poder de Satanás, subrayando su a u to rid a d por m edio de u n a postura
frontal y sentada, m ediante las insignias de su p o d er (trono, cetro, corona)
y por el respeto que im pone a la corte de los dem onios. La m ajestad de Sa­
tanás aparece así a la vez com o la representación extrem a del poder malig­
no tiránico y com o lo contrario de las form as legítim as de los poderes mo­
nárquico y pontificio, los cuales se refuerzan entonces.
Así, d u ran te to d a la E d ad M edia, S atan ás a u m e n ta su presencia y su
p oder am enazador. Pero este fenóm eno no se co m prendería si no se consi­
derasen al m ism o tiem po los poderes que lo controlan: las figuras divinas y
santas, la in stitució n eclesial y las a u to rid ad e s m o n árq u icas, que afirman
su creciente pod er en el com bate victorioso que dirigen co n tra el m al abso­
luto. Frente a un p oder cada vez m ás tem ible se requieren protectores cada
vez m ás eficaces. De su en fren tam ien to resu lta u n a ten sió n m ás viva, una
polarización m ás intensa, que al p a rece r son características del sistem a re­
ligioso de finales de la E d ad Media, El drama que crea el reforzam iento de
la so beranía de S atan ás tradu ce sin d u d a u n a situación de crisis, pero esta
te n sió n tam bién contribuye a hacer m ás urgente el recurso a figuras protecto-
ras y a la m ed iación de la Iglesia. La tem ib le m a jestad del P ríncipe de las
tin ie b la s es sin d u d a lo contrario de las institucio nes que en el m u n d o te rre ­
nal se dedican a m an te n e r o a refo rzar su dom inación. A dem ás, sem ejante
lógica no deja de te n e r u n eco en n u e stra s sociedades con tem p o rán eas,
d o n d e observarnos cóm o el p o d er e n c u e n tra su ju stificació n en el Mal del
cual protege, a tal grado que quiere p o n er en escena, o incluso crear él m is­
mo, la im agen del Satan ás que pretend e c o m b atir (la U nión Soviética com o
imperio del m al, según los E stados U nidos, y viceversa; los E stados Unidos
c o m o el G ran S atanás, según los islam istas radicales; el terro rism o y la de­
lincuencia, según las p o tencias occidentales d esconcertadas p o r la d esap a­
r ic ió n del esperpento soviético).

E l MUNDO TERRENAL Y EL MÁS ALLÁ:


UNA DUALIDAD QUE SE CONSOLIDA

Doctrina y relatos del m ás allá

Un rasgo pro pio del cristianism o es plantear, com o centro activo de sus re ­
presentaciones, u n a dualidad radical del m ás allá. P or el contrario, la G recia
antigua y el ju d aism o prim itivo reagrup ab an a todos los m uertos en un u n i­
verso su b terrán eo , esencialm ente unificado —H ades o Sheoi— . Aun c u a n ­
do en am bas civilizaciones opera u n a d iferenciación progresiva de los des­
tinos po st m o rtem , ésta no alcan za a te n e r la n itidez b ru ta l del re p arto
moral que profetiza Cristo. El Juicio Final, a n u n cia d o p o r elE v an g elio de
san M ateo y el A pocalipsis, co n siderado com o artícu lo de fe fundam ental
por san Pablo (H ebreos 6 , 1-2) e integrado en todas las versiones del Credo,
traza la p erspectiva de la segunda llegada de C risto al final de los tiem pos,
quien ven d rá p a ra se p a ra r a los corderos de las cabras, lanzando a los m a ­
los al fuego e tern o de la cond en ació n e invitando a los justos a elevarse
hasta el reino de los cielos (M ateo 25). El m ensaje evangélico, que am plifi­
can los P ad res de la Iglesia, fu n d a así la creencia en u n m ás allá dual, que
divide a la h u m an id a d en dos destinos rad icalm en te opuestos: la gloria ce­
leste del p araíso p a ra unos, el castigo eterno en el infierno p ara otros. P re­
valece pues lo que llam aríam o s u n a lógica de la inversión: el destino en el
más allá es consecu en cia del com p o rtam ien to en el m u n d o terren al y p ro ­
duce su in versión exacta. Com o lo m u estra ejem p larm en te la p aráb o la de
L ázaro y el rico m alvado (Lucas 16), q u ien vive rod ead o de placeres en la
tierra te n d rá que so p o rta r las p en as del o tro m undo, m ien tras que quien
sufre en el m undo terren al conocerá la felicidad en u ltratum ba.
Sin em bargo, esta visión terrib le no se im pone sin dificultades (san
A gustín dedica todo u n libro de La ciudad de Dios a defender la idea de la
eternidad de los castigos infernales). Pues ¿cóm o a d m itir que Dios condena
a todos los que no hayan sido b au tizad o s y a los cristianos que han falleci­
do en estado de pecado m ortal a u n to rm en to tan atroz, sin la esperanza de
salir n u n ca de esas tem ibles llam as? Im ag in a r que Dios aleja de sí a una
parte ta n im portante de su creación, ¿no es acaso lo contrario de la idea de
u n dios de am o r y perdón? ¿No h ab ría que concebir solam ente penas provi­
sionales, suficientes p a ra h acer p a g a r a los pecadores las faltas cometidas?
Es esto lo que defienden O rígenes y los p a rtid a rio s del re to m o final de to­
das las criatu ras a Dios (apocatástasis), al igual que aquellos a quienes san
Agustín denom ina los m isericordiosos. Pero el obispo de H ipona es intran­
sigente y com bate sin escrúpulos estos sentim ientos tan hum anos. El perdón
tiene sus lím ites, según explica, y la m agnificencia de la ju sticia divina im­
pone que el castigo de los pecados capitales sea eterno. Fija así la doctrina
de la etern id ad de las penas infernales, que siguen todos los teólogos de la
E dad M edia después de él. Sin em bargo, hay buenas razones para suponer
que m uchos fieles de los siglos m edievales com partían las concepciones más
m isericordiosas de los adversarios de Agustín. Al m enos así lo sugiere, como
verem os, el reiterad o esfuerzo de los p red icad o res, obligados sin cesar a
revivir el tem o r a los castigos eternos y a desactivar las estratagem as por las
cuales los fieles b u scan su straerse a ese piadoso terror, o p o r lo m enos inge­
niárselas p ara a te n u a r sus efectos.
En o tros aspectos, las concepciones del m ás allá su frirán , durante la
Edad Media, adaptaciones y evoluciones. E n los prim eros siglos del cristia­
nism o p red o m in a la espera del Ju icio F inal y la resu rrecció n de los cuer­
pos. Aun cuando las plegarias p o r los m u erto s indican ya cierta preocupa­
ción p o r la salvación de las alm as, existe u n a gran in certid u m b re respecto
al estado que éstos g uard an a la espera del fin de los tiem pos. No obstante,
aunque es claro que no acceden ni al infierno ni al reino celestial propiam en­
te dichos, A gustín tiene que a d m itir que las alm as reciben, desde el m o­
m ento de la m uerte, recom pensas o castigos. E n la m ism a época se denun­
cia como heterodoxa la tesis contraria, según la cual las alm as perm anecerán
en un estado de sueño p rolo ngado h a sta el Juicio Final. Ya no bastaba la
esperanza en la ju sticia final. Como la sociedad cristiana se instalaba poco
a poco en el tiem po y consolidaba su estabilidad, h ab ía que preocuparse p o r
ei destino a c tu a l de las alm as, en tre la m u e rte in d iv idu al y el Ju icio Final.
A Jas im p recision es de los p rim e ro s siglos las siguen reflexiones cad a vez
más extensas. La preo cu pació n p o r el m ás allá y p o r el destino de las alm as,
so b re todo desde el siglo vil, se desarrolla plen am ente en el contexto de u n a
afirmación de las exigencias del “gobierno de las alm as”, que tan to subrayó
G re g o rio M agno (Peter Brown). La salvación de las alm as, que ya era im por­
tante desde el p u n to de v ista del destino de cada fiel, se convierte entonces
en el objetivo fund am ental de la sociedad cristian a y com ienza a ser e l p rin ­
cipio de su ordenam iento.
La idea de u n ju icio del alm a ju sto desp ués de la m u erte, in dividual u
ocasionalm ente colectivo, adquiere form a en num erosos relatos, entre otros
en la obra de B eda el Venerable, y luego da lu gar a guiones judiciarios cada
vez m ás com plejos. Las rep resentacion es iconográficas del juicio del alm a,
que po r lo general recu rren al m otivo de la balanza, ap arecen en O ccidente
en el siglo x (cruz irlandesa de M uiredach) y se desarrollan sobre todo a par­
tir del siglo xn. E n esta época, au to res com o A belardo in te g ran el exam en
del alma, al que d an el n o m b re m ism o de iudicium , en tre las p reo cu p acio ­
nes legítim as del p en sam ien to teológico. La aten ción de los cristian o s se
dirige de m a n e ra cad a vez m ás explícita h a c ia la su erte del alm a, la que
cada quien esp era y tem e tra s su p ro p ia m uerte, y tam b ién la de sus pró ji­
mos difuntos, en cuyo beneficio conviene m u ltiplicar las plegarias y las do­
naciones caritativas. Sin em bargo, la esp era del Juicio F inal sigue siendo
una perspectiva fu ndam ental, que se recuerda sin cesar y que se ilustra con
creciente insistencia, p o r ejem plo, en los p o rtales de las iglesias rom ánicas
y sobre todo góticas (véase la foto vil.3). Si bien el juicio del alm a adquiere
durante la E d ad M edia u n a im p o rta n c ia creciente, su difusión no eclipsa
de ningún m odo el Juicio Final. No hay que concebir entre am bos u n a rela­
ción de contradicción o de sustitución, sino de com plem entarieaad. La gran
preocupación de los teólogos es establecer la articulación necesaria de am ­
bos juicios, los cuales se re fu e rz an m u tu a m e n te , sin te n e r exactam ente ni
el m ism o objeto ni la m ism a función: p a ra R icard o de San Víctor o Tomás
de Aquino, el p rim ero es algo oculto e individual, y sólo el segundo abarca
los cuerpos re su c ita d o s y posee la p le n itu d de u n suceso que envuelve a
toda la h u m a n id a d y recapitula to d a la historia.
El m ás allá es, pues, u n a realidad presente, co ntem poránea: el m undo
de los vivos y el m u n d o de los m u ertos coexisten sim ultáneam ente. A unque
estén separados cu idadosam ente p o r la fro ntera de la m uerte, los intercam -
F o to vjí.3. E l tím p a n o d e l J u i c i o F in a l, en la en tra d a de la ig le sia a b a c ia l d e C o n q u e s
(p rim e r c u a rto d e l s ig lo XII).

B ajo su p o rc h e b aílenle, el tím p a n o d e C o n q u e s o frec e u n a d e lab re p re s e n ta c io n e s m á s d e sa rro lla d as del Jui­


c io F in a l e n la é p o c a r o m á n ic a . Al c e n tro , en su m a n d o rla , el C ris to -ju e z a lz a el b ra z o d e re c h o y baja ei iz­
q u ie rd o , c o m o p a ra in d ic a r las re s p e c tiv a s m o ra d a s d e lo s e le g id o s y los c o n d e n a d o s . A su derech a, la Virgen
y s a n P e d ro , fig u ra s s im b ó lic a s d e la in s titu c ió n e clesia l, s e g u id o s e n tre o íro s p o r u n a b a te y u n rey, guían el
c o rte ju d e Ion ju s to s; a su iz q u ie rd a a p a r e c e n los c a s tig o s in fe rn a le s d e la s tre s ó rd e n e s d e la sociedad Íoraío-
res, b c lla lo res, laboraLores). E n el re g is tro in fe rio r se o b s e rv a n , a la iz q u ie rd a , A b ra h a m q u e a b ra z a a los elegi­
d o s, b a jo la a rc a d a c e n tra l d e la J e r u s a lé n celestia l; al c e n tro , la s e p a ra c ió n d e los e legidos y los condenados \
la re s u rre c c ió n d e lo s m u e r to s q u e s a le n d e s u s tu m b a s ; a la d e re c h a , 1a a p e r tu r a del in fiern o , que se ilustra
m e d ia n te la a so c ia c ió n d e u n a p u e r ta y u n h o c ic o m o n s tru o s o y, en to m o a S a ta n á s en su tro n o — caricatura
d e la m a je sta d d e C risto — , los c a s tig o s d e d iv e rso s p e c a d o s c a p ita le s (p o r e je m p lo , el org u llo , sim bolizado por
u n n o b le al q u e d o s d ia b lo s a rro ja n d e su c ab a llo , h in c á n d o le u n o la h o rq u illa e n la espalda.)
yos entre ellos son intensos (plegarias de los vivos p o r los m uertos; interce­
sión de los m u erto s y, p articu larm en te, de los santos en favor de los vivos) y
s i s u e n siendo posib les diversas fo rm as de co m u n icació n y trán sito . Los
muertos p u ed en re to rn a r a este m undo, o p o r lo m enos aparecerse a los vi­
vos, generalm ente p a ra rec la m a r ayuda o advertir sobre el destino en u ltra ­
tumba. A unque la p a rá b o la de L ázaro h ay a tra ta d o de excluir tal p o sib ili­
dad (al rico m alv ad o se le p ro h íb e sa lir de las llam as p a ra ad v ertir a sus
herm anos sob re la su erte que les espera), en la E d a d M edia se m ultiplican
los relatos de apariciones de los m uertos, sobre todo a p a rtir de los siglos xi
v XII. Sin em bargo, no son indicio de u n a co n tin u id ad in distinta entre este y
el otro m u n d o , ni de u n a fam iliarid ad a su m id a en fo rm a arm o n io sa entre
los m uertos y los vivos; los ap arecido s son m ás bien indicio de u n fracaso
en el proceso de separació n entre m u ertos y vivos, asegurado norm alm ente
por la m em o ria ritu a l y sus diversas fo rm as, las cuales se am plifican y di­
funden p rogresivam ente en el cuerpo social (Jean-C laude Schm itt).
E n tre este y el o tro m u n d o , au n q u e a veces se tran sg red a, existe u n a
frontera irred u ctib le, y es ju sta m e n te en este aspecto que se distinguen las
concepciones de la Iglesia de las representaciones folclóricas, com o nos per­
miten p ercibirlas los testim o n io s de los h ab itan tes de M ontaillou, a p rin c i­
pios del siglo xiv. Según éstos, los m uertos 110 se rep a rte n entre el infierno y
el paraíso, sino que ex p e rim e n ta n u n destin o m ás hom ogéneo, pues luego
de p a sa r la p ru e b a de un vag ab u n deo cuya d u rac ió n es variable, todos ac ­
ceden finalm ente al descanso. E sta prueba, au nqu e sea invisible, se d esarro­
lla en m edio de los vivos. H asta los pecad ores contum aces, que de m anera
más acorde con la d o c trin a c ristia n a son ato rm e n ta d o s p o r los dem onios,
no sufren su castigo en u n u niverso su b te rrá n e o e inaccesible, sino en las
m ontañas vecinas y fam iliares (esto hace p e n sa r en las creencias que reco­
ge la etnología africana, donde el m undo de los m uertos se sitúa a veces “tras
la colina” en los linderos de la aldea). E n estas representaciones, m uertos y
vivos co m p arten los m ism os espacios, y no existe propiam ente hablando el
más allá, en te n d id o com o u n co n ju n to de lu g ares separados del m undo
terrenal. Se p ercib e a contrario que la especificidad del m odelo cristiano
consiste en fo rtalecer al m áxim o la separación en tre el m undo terrenal y el
más allá.
No obstante, las visiones del m ás allá que los clérigos consignan d u ra n ­
te toda la E d a d M edia —com en zand o p o r las diferentes versiones de la Vi­
sión de san Pablo, libro apócrifo cuyo original se rem o n ta al siglo 111— supo­
nen u n a c o n tin u id a d p arcial en tre el m u n d o de los vivos y u ltratu m b a. Así
sucede en 'el caso de las trad icion es que, basándose entre otros autores en
la au to rid ad de G regorio M agno, sitú an en los volcanes Estrom boli o Etna
un a de las principales bocas del infierno. De m an era com parable, numero­
sos relatos m aravillosos escenifican las aventuras de personajes vivos en le­
jan o s parajes donde los paisajes terrenales se entrem ezclan con lugares del
otro mundo-. La Navegación de san Bra.ndán describe un periplo en los mares
del G ran N orte, en b úsqu ed a del paraíso terrenal, y relata el descubrimien­
to de islas dem oniacas donde aparece, en tre otros, Judas. Las visiones del
m ás allá, en sentido estricto, tienen u n a lógica diferente: relatan la travesía
de las alm as, separadas provisionalm ente del cuerpo por u n a enfermedad o
en u n m om ento de m u erte aparente, p o r el m undo de los m uertos para des­
pués tra e r testim o nio de ello a los vivos. Ese floreciente género literario,
caracterizad o p o r u n a m arc a d a reelab o ració n clerical, p erm ite describir
con gran detalle los paisajes contrapuestos del cielo y del infierno. Si en las
visiones de la alta E dad M edia, com o las de Fursy o D rythelm , la descrip­
ción del m ás allá sigue siendo p arcialm ente confusa y m antiene numerosas
am bigüedades, las grandes visiones del siglo xn, por ejem plo las del monje
Alberico de M ontecasino (hacia 1130) o del caballero irlandés Tnugdal (1149),
d escriben de m a n e ra m ás e s tru c tu ra d a las m o radas del m ás allá, diferen­
ciando p rin cip alm en te los lugares donde se infligen los m últiples castigos
infernales. A finales de la E dad M edia, la visión del m ás allá, aunque ya no
adquiere la form a de u n viaje del alm a separada del cuerpo, sigue inspiran­
do u n a a b u n d a n te producción, que con la D ivina comedia de D ante (1265-
1321) alcanza uno de sus logros excelsos.

N acim iento de una geografía del m ás allá

Conviene a h o ra p reg u n tarse p o r la du alid ad del m undo terrena] y el más


allá p a ra evidenciar la form ación progresiva de una verdadera geografía del
m ás allá. Señalem os prim ero que la noción m ism a de “m ás allá” no es tan
evidente, p u esto que no tiene equivalencia en el latín m edieval. Sin duda,
nu m ero sas expresiones p e rm ite n identificar las diferentes m o radas de ios
m u erto s (paraíso, reino de los cielos, infierno, laguna de fuego...). Pero
cuando se tra ta de evocar el otro m undo de form a general, los textos-recu­
rre n a fó rm ulas com o "en el siglo fu tu ro ” o “en la vida fu tu ra ”, que no se
refieren a u n lu g a r sino a u n tiem po después de la vida terrenal. Ninguna
expresión espacial sintética perm ite designar de m anera general los lugares
del m ás allá, cuya u n id a d se considera ú n ic a m e n te desde el ángulo de la
tem poralidad. Q uizá la ra z ó n de esto h ay a que b u sc arla en la disyuntiva
moral que e stru c tu ra la visión cristiana: ¿qué sentido te n d ría en efecto re ­
unir en la m ism a denom in ación espacial la em in encia gloriosa del paraíso
celestial y la p ro fu n d id a d tenebrosa del infierno sub terrán eo ? ¿Y no será
también u n efecto del m odelo agustiniano de las dos ciudades, que som ete
al u n i v e r s o a la disyuntiva del bien v del m al, y que trasciende la distinción
de este m u n d o y del otro (puesto que la ciudad de Dios reúne a los ju sto s en
la tierra v en el cielo, m ien tras que los pecadores, m uertos o vivos, form an,
junto con los dem onios, la ciudad del diablo)? Puede ser que la ausencia de
noción de espacio en la E d a d M edia tam bién desem peñe un pap el im pór­
tam e: no existe p o r este m otivo m ás que u n a colección de lugares específi­
cos. cuya diversidad p roh íbe englobarlos en una visión espacial hom ogénea.
Con todo, los trab a jo s de ia c q u e s Le Goff h a n d em o strad o que el siglo XII
em prende u n a "profunda reo rganización de la geografía del m ás allá” y que
“entre 1150 y 1300, la cristian d ad acom ete u n a am plia m odificación carto ­
gráfica de este m u n d o y del m ás allá ”. Pero m ás que una reorganización
espacial, lo que surge entonces es la posibilidad m ism a de elaborar u n a geo­
grafía del m ás allá. Lo que nace es la posibilidad legítim a de una rep re sen ­
tación, clara y unificada, del m ás allá de las alm as en térm inos de lugares.
Esas tran sfo rm acio n es del siglo XII no son u na creación e x nihilo. Son a
la vez el resultado de u n lento proceso y u n a auténtica novedad que consiste
en u n a re fo rm u la c ió n y u n e sc la re cim ie n to de asp ecto s p re ex isten te s.
N ociones qu e a n te rio rm e n te existían, p ero que desde entonces, e n c a rn á n ­
dose en u n lu g a r y en un sustan tiv o (el p u rg ato rio , ya no el fuego p u rg a to ­
rio), a d q u iere n u n a p re se n c ia im ag in aria m ás nítida y u n a m a y o r eficacia
social. U n elem ento d e te rm in a n te de la tra n sfo rm a ció n del siglo XII es la
posibilidad teo ló gica de u n a rep resen tació n localizada del destino de las
almas después de la m uerte. A nteriorm ente eso había sido im posible, pues
la concepción d o m in á n te in sistía en que las alm as no p o dían co nocer su
suerte definitiva sino h asta el m om ento del Juicio Final. Esta teoría, llam ada
de la dilación, se b asa p rim o rd ia lm e n te en la necesidad de aten erse a las
sentencias que se em itirán en el m o m en to del Juicio Final, an tes de las cu a­
les no puede h ab er m ás que incertidum bre. Además, Agustín había indicado
que las alm as resid en después de la m u erte en "depósitos secretos”, que no
p ueden ser n i el infierno n i el p araíso , p u es éstos son lugares m ateriales
destinados a re c ib ir a los cu erp os resu citad o s al final de los tiem pos. P or
estar el alm a desprovista de toda dim ensión local (no posee ni largo ni ancho
ni profundidad), no puede estar en ningún sitio: a im agen y semejanza de
Dios, no es íucalizablü. El alm a separada del cuerpo no podría pues estar en
el paraíso o en el infierno materiales, sino únicamente en un lugar de su miS-
nía naturaleza, es decir, un lugar esp iritual hecho a sem ejanza del cuerpo
(como las percepciones del sueño, que tienen la apariencia de los cuerpos y
los lugares, sin poseer corporeidad alguna). A unque G regorio Magno inten­
ta abandonar parcialmente la dilación, la tradición agustiniana sigue sien­
do fuerte lias la principios del siglo xn. H acia 1100, un manual tan difundido
com o lo fue el E lucidarium de H on orius Augustodunensis afirm a todavía
que ios elegidos com unes rs>„ ^ til un paraíso espiritual, puesto que las al­
iñas no podrían estar con . „ en un lugar material, y poco después Abe­
lardo retom a el argumento uc ia incom patibilidad del alm a y el lugar
Posteriormente, a m ediados del siglo xn, sobre todo en los escritos de
H ugo de san Víctor y en los Ciiaíro libras de sem encias del obispo de París,
Pedro Lombardo, se opera un cam bio intelectual de u n alcance considera­
ble: una revolución, diríam os, en el m undo de las almas. En efecto, desde en­
tonces el alma se considera localizable, aunque no lo sea de la m ism a forma
que el cuerpo. Desprovista de toda dim ensión local, ésta no puede crear des­
de luego ninguna extensión en su lugar; sin embargo, está delimitada por
un lugar, porque al e star presente en alguna parte, no puede estar en todas
(sólo Dios posee el don de la ubicuidad). C ontra los argum entos agustinia-
iios, aún sólidos en el sigio xn, se esgrim e que el espíritu está sujeto a la di­
mensión local, aun cuando no posea ni dim ensión ni extensión. E n el siglo
siguiente, la Sum a teológica de Tomás de Aquino sintetiza y profundiza esta
transformación: el espíritu se considera algo unido a un lugar corporal, en
la m edida en que existe en ese lugar y en ningún otro. Y adem ás, precisa, si
las alm as no pueden recib ir n ad a directam ente del lugar donde se encuen­
tra n —p u esto que no es posible conjunción alguna entre lo espiritual y lo
corporal—, es po r el conocim iento de la natu raleza de ese lugar que él pue­
de influir en ellas, haciéndoles experim entar alegría o sufrim iento. El alma
condenada, p o r ejem plo, no po d ría ser a to rm en tad a p o r el calor m aterial
del fuego iníernal, sino que sufre al percibirlo como un a realidad hostil que
ía tiene cautiva.
Una vez que se ad m ite el carácter localizable del alm a, esta nueva con­
cepción se aplica a la com p ren sió n de la su erte del alm a después de la
m uerte. D esde los años 1170-1180, tras elim in ar todas las situaciones que
la. necesidad de esperar las sentencias definitivas del Juicio Final obligaba a
considerar, pued e afirm arse sin reservas que las alm as acceden desde la
muerte a los lug ares definitivos que son el infierno y el p araíso, a m enos
que se im ponga u n a tem p o rad a de purificación en el purgatorio. De esto se
desprende u n a doble aclaración. P o r u n a parte, a cad a alm a se le atribuye
en el m ás allá u n lugar corporal preciso, definido y funciona! (es decir, cuya
función co rresp o n d e a su valor m oral propio, a sus m éritos o dem éritos, v
no a necesidades independientes de ella, com o sería la espera del fin de los
tiempos). P or o tra parte, puede afirm arse con toda, legitim idad la. estructu­
ración geográfica del m ás allá de las alm as. P or lo tanto, se van precisando
los lím ites de ios lugares del m ás allá, m edian te la elim inación de la d u a li­
dad entre las situaciones de espera (antes del Juicio Final) y los estados defi­
nitivos (tras éste). Al m ism o tiem po, los lugares se disocian unos de otros,
según sus funciones específicas, lo que genera el nacim iento del purgatorio, el
limbo de los pad res y el lim bo de los niños. Todos esos lugares co rresp o n ­
den a situaciones que existían anteriorm ente, pero m al diferenciadas. Desde
entonces, éstas se in scrib en en. lugares prop ios y a p are cen claram ente en
sus especificidades. C am bian así de n a tu ra le z a y acceden a un nuevo tipo
de existencia social. Se fortalece entonces el sistem a escolástico de los cin­
co lugares del m ás allá (infierno, p araíso , p u rg a to rio , lim bo de los niños,
limbo de los padres), respecto al cual Tomás da u n a explicación ejem plar,
defendiendo con a rd o r la cifra intangible de cinco lugares. Sigue sin existir
ningún térm in o que designe al m ás allá en su totalid ad, pero p o r lo m enos
el sistema de los cinco lugares produce cierto tipo de unificación y subraya la
existencia de u na coherencia general.
El cam bio produ cid o en ia segunda m itad del siglo xn y confirm ado por
los escolásticos del siglo xm es decisivo. Puede h ab larse entonces de una
auténtica geografía del m ás allá de las alm as, p u esto que éstas se definen
por u n a localización clara y sin am bigüedades. El m ás allá de las alm as se
constituye, pues, com o un conjunto de lugares, corporales, distintos unos
de otros y funcionales. El otro m und o queda separado con mayor claridad
que antes del m undo ele los vivos, au n que se estru ctu re según las n o rm as de
inscripción espacial que tam bién se h allan vigentes en la sociedad feudal.
Por lo dem ás, es notable que este fenóm eno se desarrolle tras el encelulamien-
to y la reorgan izació n de los cem enterios. La form ación de la geografía del
otro m u n d o y la separació n del m und o terre n al y el m ás allá que reafirm a
son efectivam ente tan to m ás necesarios c u a n to que los m u erto s ocupan
desde ento n ces su lu g ar en el núcleo espacial de los vivos. E n el m om ento
en que la p a rte sin vida de los cuerpos m u erto s se m ezcla con los vivos, la
parte viva de los m u erto s (las alm as) debe ser objeto de u n a separación m ás
rigurosa todavía, p ara evitar el riesgo de u n a confusión, de la cual el temor
a la "invasión” de los espectros indica adem ás su agudeza.

Prácticas para, el otro m undo: sufragios, m isas e indulgencias

Si este proceso se relaciona estrecham ente con el dom inio espacial del feu­
dalism o, debem os in d icar tam b ién que la configuración de la geografía de]
m ás allá aco m p añ a sin d u d a la am p liación y la ritu alizació n creciente de
las prácticas que los vivos realizan en favor de los m uertos. M ientras que el
culto a los m u erto s p ro p iam en te dicho (que, en 1a. A ntigüedad pagana, es­
p eraba de los antepasados beneficios p ara los vivos) se concentra en el cris­
tianism o en “esos m u erto s tan especiales" que son los santos, la relación
esencialm ente se invierte, puesto que desde entonces son los vivos los que
deben ren d ir servicios a los m uertos. Si Agustín reconoce ya tres formas de
sufragio que son útiles a las alm as (las lim osnas, la celebración eucarística
y las plegarias) y si la liturgia de los m uertos (las oraciones de los funerales y
las celebraciones cotidianas del oficio de difuntos) se codifica esencialm en­
te en la época carolingia, hay dos etapas u lterio res que m erecen atención.
E n los siglos XI y XI! una de las prin cipales m isiones de las com unidades
m onásticas consiste en ase g u rar la m em o ria de los difuntos (de todos los
fieles, pero tam b ién y de m a n e ra m ás p a rtic u la r de los m onjes y los bene­
factores laicos, quienes, gracias a sus donaciones, m erecen asociarse a la
“fam ilia” m onástica). Y u n a de las razones de su éxito, sobre todo tratándo­
se de la iglesia de Cluny, es el h a b er ofrecido, m ediante sus plegarias, la sal­
vación de las alm as y la p erp etu ació n , en la m em o ria de los vivos, del re­
nom bre de los an tepasados. Las necrologías, m anuscritos litúrgicos en los
que se inscriben los nom bres de quienes se benefician de los rezos de la co­
m u n id ad m onástica, son los in stru m en to s privilegiados de esta atención
que se presta a los m uertos, v que entonces está en el centro de las relaciones
entre la aristocracia y el clero regular. La fiesta de difuntos, el 2 de noviem­
bre, que O dilón de Cluny institu ye en 1030 en los centros m onásticos que
d ependen de él y que se ad o p ta rá p id am e n te en to d a la cristian d ad desde
m ediados de siglo xi, es o tra m u estra de la im p o rtan cia que la Iglesia otor­
ga desde entonces al culto a los m uertos, e3 cual articu la las relaciones so­
ciales entre los vivos m erced a la conm em oración de los difuntos.
La segunda etapa, am p liam ente favorecida., si no es que im p u lsad a in­
cluso p o r la configuración geográfica del m ás allá en el siglo xn, se caracte­
riza p or u n a difusión social del cuidado de los m uertos, p articu larm en te en
jos m edios u rb an o s. Su p rim e r in stru m e n to es el d esarro llo de la p ráctica
testam entaria a p a rtir del siglo x iii y sobre todo en el siglo xiv. Se desarrolla
entonces u n a v erd ad era “co ntab ilid ad del m ás allá” (.Tacques Chiffoleau),
que recurre todavía a las lim osnas que se d an a los pobres, pero que se enfo­
ca cada vez más. en las m isas, con las que se b u sc a p rin cip alm en te red u c ir
el tiem po de su frim ien to en el p u rg ato rio (la re p re se n tació n de la M isa de
san Gregorio, frecuente en el siglo xy dem uestra adem ás el beneficio que las
almas del p u rg atorio reciben de la celebración eucarística). Esto tiene com o
consecuencia u n a verd ad era inflación de la can tid ad de m isas que solicitan
los fieles, preo cu pado s p o r fijar ellos m ism os el precio de su salvación. A fi­
nales d e la E d a d M edia, no es ra ro prever el m o n to de varios m iles d e cele­
braciones. Y, si en Cluny, d u ran te el siglo xi, ya p arecía honorable decir 900
m is a s en 30 días p o r un m onje difunto, la piedad acum ulativa y ardiente de
esos tiem pos obsesivos ¡conduce a la m arca sin p reced en tes en el siglo XIV
de 50000 m isas p o r u n seño r del su r de Francia! O tro recurso p a ra aco rtar
los torm en to s de las alm as en el pu rg ato rio son las indulgencias (an terio r­
mente aplicables sólo a la peniten cia terrenal, p ero cuyos efectos se extien­
den al m ás allá d u ran te el siglo xrv) que dan lu g ar a una contabilidad infla­
cionaria del m ism o orden, cuya im b ricació n dem asiad o evidente con los
intereses m ateriales de la Iglesia será u no de los deton adores de la rebelión
de Lutero. A finales de la Edad Media, la preocupación p o r lo s m uertos, que
controla estrictam ente el clero (ayudado en esto p o r la estru ctu ració n de la
geografía del m ás allá), se h a convertido en un aspecto pesado de la p rác ti­
ca eclesial, u n elem ento capital de los in tercam b io s espirituales y m a te ria ­
les en el seno de la cristiandad.

E l SISTEMA DE LOS CINCO LUGARES DEL MÁS ALLÁ

Ahora recorram o s con m ayor atención cada u no de los lugares del m ás allá
para descubrir la diversidad de sus representaciones y preguntarse sobre el pa­
pel de cada uno.

Formación del sistem a penal infernal

Comencemos el periplo en el infierno, como en la Comedia de Dante. El clero


admite su localización su b terránea y subraya que los condenados sufren allí
dos especies de penas, una espiritual, o tra corporal. La más terrib le es el dani
es decir, la privación ele Dios, a la q u e se s u m a n diversos tormentos psicoló­
gicos, com o la d e se sp e ra c ió n , el re m o rd im ie n to o la ira d e ver cóm o gozan
los elegido s de la gloria celeste. El fueg o , q u e q u e m a sin a lu m b ra r, es la
principal p e n a corporal, a u n q u e co n fre c u e n c ia esté a c o m p a ñ a d a de gusa­
nos, frío y tin ie b la s, a s p e c to s ta m b ié n m e n c io n a d o s en las E sc ritu ra s. El
clero a d m ite a veces u n a mayor d iv e rsid ad de p e n a s, co m o en el m odelo de
las nueve p e n a s del in fie rn o q u e se d ifu n d e e n el E lucidarium de Honorio
Augustodunensis, y m á s aún en los se rm o n e s donde se in te g ra n ciertos tes­
timonios de las visiones del más allá, g é n e ro m á s propicio p a r a la descrip­
ción d etallad a de los sup licios.
Como en el caso de la predicación, la iconografía indica que la amena­
za infernal se vuelve m ás in sisten te al paso de los siglos. A unque la repre­
sentación del infierno aparece o casionalm ente en el siglo IX, su verdadero
desarrollo se ubica en el siglo xi, cuando em pieza a afirm arse la iconografía
del Juicio Fina!. Todavía en la época ro m án ica, el lu g ar del infierno en ge­
neral sigue estando circun scrito , salvo p o r algunas excepciones notables
corno el tím pano de Sainte-Foy de C onques o las iglesias del cam ino de
Com postela (véase la foto vu.3). Es m ás bien el desarrollo decisivo de las
representaciones del Juicio Final en la época gótica, sobre todo en los por­
tales de los catedrales, el que aseg ura la difusión m asiva de las imágenes
del infierno. Excepto en Italia, adquiere esencialm ente la form a de las fau­
ces de Leviatán, que abre sus grandes m an d íb u las p a ra trag arse a los con­
denados. El am o n to n am ien to desordenado de las figuras dentro del hocico
es lo que pred o m in a 3' no d a lugar a la figuración de las penas que se infli­
gen a los pecadores: Así es cóm o se evoca el infierno m etafórica y sintéti­
camente: se m uestra el enorme cuerpo de una potencia anim al amenazadora
más que el lu gar donde son ato rm en tad o s los cuerpos de los condenados.
Posteriormente, en el siglo xiv se genera una im p ortante m utación, pri­
m ero en los frescos de B uonam ico Buffalm acco en el C am posanto de Pisa,
entre 1330 3 1340, luego en el resto de Italia (véase la foto vil.4) y, con un ver­
dadero desfase cronológico, en otras regiones de Occidente. La diversidad
de los suplicios se am plía considerablem ente, y las agresiones a los cuerpos
to rturados, descuartizados y violados en su integridad alcanzan una expre­
sión paroxístiea. .Dividido en com partim entos por elem entos rocosos, el in­
fierno es objeto de u n a e stru c tu ra c ió n in te rn a que m anifiesta la constitu­
ción de u n verdadero sistem a penal del m ás allá. Desde entonces, existe una
lógica del castigo, pues cada uno de los lugares así aislados está dedicado al
F o t o v ü . 4 . Salarias y ¡os castigos infernales (1447; panel del Juicio Final reulizado
po r Fiu Angélico, Berlín, S ta a lsm u seu m ).

El infierno p in tad o p o r el d o m in ico F ra Angélico, en su re ta b lo del Ju icio Filial, es un h o m e n a ­


je a los frescos in n o v a d o re s qu e B u o n a m ic ü B u ffalm acco h a b ía re a liz a d o en el decenio de
1330 en el C a m p o sa n to de P isa. R e to m a de m o d o c o n d e n s a d o su e s tru c tu ra y sus m otivos
principales. E l in fiern o está d ivido en c o m p a rtim e n to s p o r m e d io de ro cas y de la figura de
Satanás, m o n stru o an im a l de tre s ro stro s, que d ev o ra y ex creta a los co n d en ad o s. Se observa
desde a rrib a h acia abajo: los h o lgazanes p o strad o s y a to rm e n ta d o s p o r las horquillas de los d ia­
blos; los g lo to n es a la m esa, a q u ien es se a tib o rra y ob lig a a c o m e r serp ien tes; los coléricos,
que se b aten e n tre sí o d ev o ran su p ro p ia m ano ; los en v id io so s g estic u la n te s su m erg id o s en
una olla; los avaros a q u ienes se a tra c a con oro fundido; los lu ju rio so s a quienes se castiga a la ­
tigazos o se em pala; com o en Pisa, los orgullosos no d isp o n e n de un lu g ar específico, sino que
son víctim as de S a ta n á s m ism o (a lre d e d o r de su cabeza se lee 1a p a la b ra “snperbia ' ). De esta
m anera. F ra A ngélico i n d i c a que. d esd e las in n o v a c io n e s de B uffalm acco. el infierno es un
castigo de u n vicio particular, p o r lo general uno de los siete pecados capita­
les. E sta lógica penal queda de m anifiesto adem ás p o r la correspondencia
en tre la n atu ra le z a de la p en a 3’ la falta que castiga: a ciertos condenados
colocados ante u na m esa bien provista de la que no pueden com er nada, se
les identifica fácilm ente com o glotones m ediante esta adaptación del supli­
cio de Tántalo; la ingestión forzada de m onedas fundidas castiga evidente­
m ente la avaricia; la p areja de sodom itas está u n id a p o r u n broche que los
atraviesa de la boca al ano.
Este principio no es nuevo, pero a p a rtir de la obra de Buffalmacco su­
fre u n a aplicación visual sistem ática. La función del infierno se transforma
y su eficacia se duplica. Así, se legitim a el suplicio: éste p erm ite ver el cri­
m en que lo justifica, y el espectáculo del h o rro r se convierte en lección mo­
ral. La afirm ación del orden penal y de la vocación m oral que caracterizan
al infierno se establece tam bién m ediante u n proceso de fragm entación es­
pacial. Dividido en com p artim en to s, el infierno 110 es ya, com o otrora, el
lugar de u n desorden generalizado y de u n a agitación indiferenciada de los
cuerpos, de tal suerte que si el siglo XII es el periodo de la form ación de una
geografía general del m ás allá, el siglo xiv la p recisa asegurando el triunfo
de una topología m oral del infierno. De esto tam bién da testim onio la obra de
Dante, pues éste vincula cuidadosam ente el ordenam iento de los nueve círcu­
los infernales con u n a lógica m uy rig u ro sa de las faltas, au n q u e diferente
del septenario de los pecados, que la im agen privilegia.

El infierno, incitación a la confesión

La división de los lugares es el instru m en to preferido de la ofensiva moral y


pastoral que lanza reiterad am en te el clero, sobre todo las órdenes mendican­
tes. Además, conviene e n ten d er las representaciones del infierno en el seno
de un conjunto m ás am plio de creencias y prácticas, pues el tem o r a la con­
dena que debe su sc ita r la co n tem p lació n del infierno n u n c a es un fin en sí
m ism o: siem pre se e n c u e n tra en u n a relació n de tensión con la idea de la
salvación y la búsqueda de los m edios que p erm itan alcanzarla. E n las imá­
genes com o en los serm ones, el infierno funciona esencialm ente como una
in citació n a la co n fesión , ta n im p o rta n te desd e el concilio de L etrán IV.
E n el cam ino que co nduce del pecado al infierno hay u n a encrucijada que
perm ite cam b iar de destino: es la confesión la que, com o u n nuevo bautis-'
mo, lava el pecado o incluso lo borra, com o dicen a veces los predicadores.
Si la nueva p redicación del siglo X I I I se refiere a b u n d a n t e m e n t e a la im por­
tancia y eficacia del sacram en to penitencial, la im agen del infierno c o n tri­
buye al m ism o esfuerzo, reco rd an d o la u tilid ad de la confesión. Para susci­
tar un im p acto m en tal, la to m a de conciencia de las faltas que agobian al
alma b u sca p o n e r a los fieles en la vía de la confesión y de la salvación a la
q u e ésta da acceso.

La utilización de los siete pecados capitales que subyace a la división en


com partim entos de los lugares infernales p u ed e e n ten d erse así desde una
nueva perspectiva. El septenario de los pecados sigue siendo efectivam ente
el principa] esqu em a m o ral que o rie n ta el exam en de conciencia in d isp e n ­
sable p a ra la confesión: es al c o n sid e ra r su cesivam ente los siete pecados
capitales (y sus subdivisiones) que el cristiano reconoce en sí las faltas que
debe confesar p a ra liberarse de ellas. P or lo tanto, la im agen del infierno no
es sólo u n a incitación a confesarse, sino que tam bién le indica al fiel cóm o
debe proceder p a ra su exam en de conciencia. El fresco prepara el trabajo del
sacerdote, pues invita al p ecad o r a descu b rir en sí m ism o las faltas que de­
berá nom brar. P or el contrario, al m o stra r las causas de la condenación con
ayuda de categ o rías bien conocidas, la im agen a u m e n ta la posibilidad de
que el espectador se id entifique con los co n d en ad os cuyos suplicios con­
templa. La topografía del infierno es a la vez la som bra proyectada y el sopor­
te privilegiado de la tra m a m oral a través de la cual se invita a los hom bres
de O ccidente a explorar su conciencia culpable.
E n resu m en , la rep resen tació n del infierno y su evocación pasto ral su ­
fren /d u ran te la E dad M edia, u n a am pliación progresiva. Sin em bargo, pese
al desarrollo de su im p o rtan cia y al perfeccionam iento de una lógica penal
más eficaz, n a d a p e rm ite afirm ar que esas rep resen tacio n es susciten un
sentim iento de pán ico , de tal su erte que nos cuid arem o s de u tiliz a r la ex­
presión “cristianism o del m iedo” que Jean D elum eau propone para calificar
a los siglos xiv a xvn. Conviene re c o rd a r aquí los lím ites de la eficacia de la
am enaza del infierno y, sobre todo, la persistencia de un sentim iento m ise­
ricordioso que tien d e a reserv ar la co nd en a ete rn a a los im píos y a los c ri­
m inales m ás abyectos, de tal m o do que el com ún de los m ortales piensa
siem pre que el infierno es p a ra los otros. No son pocos los relatos que dis­
torsionan la lógica clerical. En u n a fábu la que se ca n tab a en el siglo x t i i , el
joven señ o r A ucassin d eclara que no le im p o rta n a d a el paraíso, a donde
van "los viejos sacerdotes, los lisiados y los m ancos" y que prefiere ir al infier­
no “con los estudiantes y caballeros herm osos que m urieron en torneos y en
guerras m agníficas”, siem pre que esté ju n to a él N icolette, su dulce am iga.
En el jabliau de San Pedro y el juglar, el apóstol libera a varios condenados
jugando una p artid a de dados con el diablo... M enos alejadas de la doctrina
de la Iglesia, otras tradiciones am plían los efectos de la misericordia divina
Así, en la Visión que redacta Ansel, m onje de Auxerre, en la primera mitad
del siglo xi, se m enciona la repetición anual del descenso de Cristo al infier­
no, d u ran te el cual suele despojar a los diablos de sus víctim as. Pero insis­
tam os sobre todo en los testim onios de finales de la E dad M edia, que evo­
can las n u m ero sas tácticas de evasión por m edio de las cuales los fieles se
esfuerzan en a n u lar o atenuar la am enaza del infierno. E ntre los predicado­
res que enu m eran tales actitudes p ara m ejor com batirlas, el dom inico Gior-
dano de Pisa, a p rin cip io s del siglo xiv, ín d ica que num erosos fieles creen
en la terrible ferocidad de los torm entos infernales, pero piensan que pue­
den librarse de ellos, a la m anera de esos ladrones que, pese a tener siempre
a la vista la horca, están convencidos de que podrán escapar de la redes de la
justicia. El infierno, p o r lo tanto, puede ser objeto de u n a creencia ineficaz,
lo que constituye p a ra el fu n cion am iento del sistem a eclesial una lim ita­
ción m ucho m ás seria que la que in dican u n a s excepcionales y efímeras
parodias. En consecuencia, 110 sorprende ver cóm o los clérigos batallan sin
cesar, d u ra n te siglos y m ás allá incluso de la E dad M edia, p a ra h ac er que
los fieles experim enten el efecto disuasivo de u n a pena ta n capital como la
condena eterna.
La representación del infierno no pretende tanto a terral- corno incitar a
la acción y, prim o rd ialm ente, a ia confesión. El m iedo a la condenación es
com o un com puesto químico inestable: ju sto cuando se form a y reconoce,
debe transform arse, gracias a los m edios de salvación a los que los clérigos
invitan a recurrir. Como recordara Nietzsche, el poder de la Iglesia descansa
en su capacidad para san ar y no para aterrorizar. Aun cuando se amplifiquen
las representaciones y las evocaciones del infierno, éstas siempre perm ane­
cen integradas en la dinám ica de la salvación que la Iglesia presenta a todos
los bautizados. P ara la m ayoría de los fieles, esta dinám ica adquiere la for­
m a privilegiada de una valoración de los sacram entos y, en particular, de una
in citació n a la confesión. Es así com o la presen cia refo rzad a del infierno
m agnifica el recurso a la m ediación de los clérigos y favorece la empresa de
control social p or p a ite de la Iglesia, cristalizando al m ism o tiem po las an­
gustias de los hom bres de los últim os siglos de la E dad Media.
E l paraíso, la perfecta com unidad eclesial

Dado que el fu ro r del infierno siem pre tiene com o contrapeso la esperanza
del paraíso, nos volveremos directa]líente hacía éste para su b ray ar m ejor la
dualidad fundamental del m ás allá m edieval. Además, el infierno no puede
existir sin es paraíso, y ia b eatitud estaría incom pleta sin la condenación: si
la pena principal del infierno es la privación de Dios, p arte de la recom pen­
sa de los elegidos consiste en la satisfacción de ver los to rm en to s de los
condenados. La violencia de la exclusión infernal no sólo da m ayor valor a
la adm isión celestial (Gregorio Magno arg u m en ta que los elegidos se rego­
cijan ai ver los to rm en to s de los que escaparon), sino que tam bién m anifies­
ta la jubilosa realizació n de la perfecta justicia divina. La ju sticia del más
allá tiene m uy poco que ver sin duda con ei am or divino, y las fronteras del
otro m undo trazan los lím ites de la caridad cristiana.
Las concepciones del paraíso, que el sentido común considera insípidas
y desprovistas de ias excitantes virtudes del infierno, poseen, sin em bargo,
un gran in terés histórico, en la m edida en que p reten d en ofrecer una im a­
gen ideal del hom bre y la sociedad. Como verem os en el capítulo siguiente, el
cuerpo glorioso de los elegidos define u n a antropología cristiana ideal. Por
otro lado, ei p araíso perm ite p en sar en u n a sociedad perfecta, en la que los
elegidos p articip an en la com unidad de la Iglesia celestial, la cual es a la vez
com pañía de los ángeles y asamblea de los santos y de todos los justos. Sin
duda, la Iglesia celestial no es el m odelo que los clérigos se em peñan en re ­
prod u cir en el m undo terrenal, pero p o r lo m enos es la perspectiva ideal
que justifica su esfuerzo p o r co nferir al m und o de los vivos su legítim o or­
den. P o r ú ltim o , el te rc e r elem ento esencial de la recom pensa p arad isia ca
consiste en la re u n ió n de los fieles con el Creador que, a p a rtir de Agustín,
se denomina la “visión de Dios”, aunque nada tenga en com ún con el sentido
de la vista corporal. Lo que tam bién se llam a la visión beatífica perm ite con­
cebir la salvación cristiana como u n acceso a Dios, una participación plena en
su presencia, que los escolásticos definen com o u n a comprensión puram ente
intelectual de la esencia del Ser absoluto, que en el inundo terrenal es inasi­
ble e invisible. La visión beatífica es un conocim iento perfecto del principio
divino, que eleva a la c ria tu ra finita h a sta la revelación del infinito. P o r lo
tanto, tiende, p o r así decirlo, a casi divinizar al hom bre, lo cual es u n a m ues­
tra de la radi cali dad de la antropología cristian a que los paganos juzgaban
m onstruosa.
De form a m ás figurativa, la representación del ja rd ín paradisiaco m ués-
tra a los elegidos en u n lugar verde y lum inoso que expresa consuelo y gozo
y que sim boliza el florecim iento fecundo de la vida eterna. Tal imagen res­
p o n d e a la etim ología del vocablo paraíso, que designa u n jard ín o lugar
lleno de árboles, com o dice Agustín, y que en la Biblia sólo se aplica al Edén
d onde fuero n creados Adán y Eva. El ja rd ín de la b ea titu d m uestra, pues
u n a relación esencial entre el paraíso celestial y el paraíso terrenal: la histo­
ria de la hu m an id ad está destinada a c e rra r un círculo, de tal suerte que la
esperanza del p araíso que an im a a los hom bres es tam b ién el deseo del re­
greso a la felicidad p erd id a de los orígenes. En fo rm a m uy d istinta a esle
p araíso bucólico, la reco m p en sa de los ju sto s se asocia a m enudo con la
Jerusalén celestial, ciudad cuadran guiar cuyos m uros de piedras preciosas
están atravesados p o r 12 p u ertas, según la descripción del Apocalipsis de
san Ju an (véase la foto v.3). La im portancia de este tem a, que inspiró exten­
sam en te la creación artística y que se e n cu en tra presen te en las pinturas,
escultu ras y decoraciones de n u m ero sos objetos litúrgicos, se comprende
fácilm ente cu an d o se sabe que el edificio de culto m ism o se percibe como
u n a an ticip ació n de la Jeru salén celestial. Pero, en los siglos xn y xiit, la
principal evocación de la felicidad p aradisiaca m u estra a los elegidos en el
seno del p atria rc a A braham , según la p arábola de Lázaro y el rico malvado,
y com o eco de la litu rg ia de los m uertos, en cuyas oraciones se ruega poi­
que las alm as de los difuntos accedan al descanso en el seno de Abraham
—y a veces de Isaac y de Jacobo (véase la foto vn.3)—. E sta representación
se beneficia de u n a g ran fuerza figurativa y p resen ta el paraíso com o una
reunión con u n a figura p atern al que recoge y protege a sus hijos: el patriar­
ca A braham , calificado com o el “padre de todos los creyentes” (Romanos 4,
11). A los elegidos reu n id o s en el seno de A braham se íes rep resen ta ade­
m ás com o n iños pequeños, p a ra m an ifestar m ejor su calidad de hijos del
p atriarca y p a ra m a rc a r ese reto rn o a la infancia espiritual que el Evangelio
establece com o condición de acceso al reino de los cielos (M ateo 18, 3). El
seno de A braham p ropo n e así u n a im agen perfecta de la Ecclesia celestial,
fraternid ad de todos los cristianos reunidos con arm oniosa unidad en torno
a su p ad re com ún.
Pero n in g u n a de estas representacio n es se refiere directam ente a la vi­
sión beatífica que los teólogos consideran, sin em bargo, com o la parte esen­
cial de la reco m p en sa celestial. Así se entiende que el anhelo creciente de
expresar la reu n ió n de los elegidos con Dios genera el desarrollo de otra re­
presentación, la corte celestial, que se vuelve p redom inante en el siglo xrv y,
sobre todo, en el xv. Efectivam ente, ésta m u estra la asam blea de los ánge-
jes, los santos y los elegidos, dispuestos en to m o a la divinidad, sum idos en el
regocijo de su co n tem p lación (véase la foto vit.5). Pero tam bién hace ver a
la Id e sia ord enada, con su diversidad y sus jerarquías, alrededor de su jefe,
v perm ite s u b ra y a r la santid ad del clero (obispos, m onjes abates, fu n d a­
dores de órdenes, cardenales y papas). Además, cualquiera que sea la form a
elegida, to d as las re p re se n ta cio n e s de] p a ra íso revisten un fuerte c ará c ter
eclesiológico. S on o tra s ta n ta s variaciones que aprovechan los distintos
sentidos de la p a la b ra ecclesia y que oscilan en tre u n a concepción m ás co­
m unitaria, que evoca la fusión de todos los fieles en el seno de A braham , y
una concepción m ás in stitu cio n al, que sub ray a la p o sición d o m in an te del
clero en la corte celestial. Al paso de los siglos de la E dad Media, las re p re ­
sentaciones del p araíso p arecen deslizarse desde un a sociedad celeste igua­
litaria. donde las distinciones terrenales se trascienden en favor de u n a fra­
ternidad esp iritu al que un e a los fieles, h a c ia un a corte donde la b ea titu d
común no excluye ni la referencia a m odelos políticos ni la legitim ación de
jerarquías y posiciones terrenales.

Los lugares intermedios: purgatorio y limbos

Ahora flexibilicem os u n poco el esquem a bin ario que hasta aquí hem os p re ­
sentado. U na de las prin cip ales consecuencias de la form ación de u n a geo­
grafía del m ás allá d u ra n te el siglo x i i es p recisam en te el n acim ien to del
purgatorio, “tercer lu g ar” interm edio entre el infierno y el paraíso (Jacques
Le Goff). La idea de u n tiem po de sufrim iento y purificación después de la
m uerte, que p erm ite la salvación del alm a y al que co n trib u y en los su fra­
gios de los vivos, ciertamente no es nueva, puesto que la expresó, entre otros
autores, Agustín. Pero es en el contexto ya evocado del siglo xtt . y de m an e­
ra m ás p recisa d u ra n te los años de 1170 a 1180, que aparece el p u rgatorio
como n o m b re y com o lu g ar específico (en el cual las alm as se purifican de
los p ecados v eniales o de los p ecados m ortales que confesaron, pero cuya
penitencia p re sc rita n o se cum plió p o r com pleto). El p u rg ato rio com o ter­
cer lug ar se reco n o ce com o dogm a en el concilio de Lyon IT (1 274) y se ex­
tiende cada vez m ás en la p redicación, antes de que la Comedia de D ante
ilustre con b rilla n tez su triun fo, o torgándole la m ism a im p o rtan cia que al
infierno y al paraíso. Y es que la distinción funcional del purgatorio como lu­
gar reviste evidentes ventajas sociales, pastorales y litúrgicas. Al aclarar con
más nitidez la situ ació n de las alm as interm ed iarias —las que necesitan los
F o j o y ü .5. L a coronación de la Virgen, pin tada p o r Enguerrand Quariuii en 1454 (muscu P ia re de Litxembottrg
Villencu vc-íes-Avi'¿noii).

E s t e r e l a b i o f u e s o l i c i t a d o p o r l a c a r t u j a d e Y i l l e n e u v c - l e s - A v i g n o n , y d e m a n e r a m á s ; p r e c i s a p a r a la capilla
d e l a S a n t a T r i n i d a d , q u e a l b e r g a l a t u m b a d e l p a p a I n o c e n c i o V I . O f r e c e u n a v i s i ó n c o m p l e t a d e l universo,
a b o n a n d o e l m u n d o t e r r e n a l c o n e l m á s a l l á . B a j o l a t i e r r a a p a r e c e e l l i m b o d e l o s n i ñ o s , r e z a n d o y con ios
O jo s c e r r a d o s ; el p u r g a t o r i o , u n a d e c u y a s a l m a s ( l a d e u n p a p a ) e s l i b e r a d a p o r u n á n g e l ; y e l in f ie r n o , con
e l c a s i i g o d e l o s s i e t e p e c a d o s c a p i t a l e s . S o b r e l a ( .i e r r a , e l p i n t o r q u i s o r e p r e s e n t a r R o m a , c o n l a M isa de
s a n G r e g o r i o ( c u s o e f e c t o e s l a l i b e r a c i ó n d e l a s a l m a s d e l p u r g a t o r i o ) , y J e r u s a l é n , c o n e l e d i f i c i o circula,1
d e l S a n t o S e p u l c r o ( a l a d e r e c h a ) . E n l a c o r l e c e l e s t i a l l o s s a n t o s s e o r d e n a n j e r á r q u i c a m e n t e ( se d istin ­
g u e n , p o r e j e m p l o , o b i s p o s , c a r d e n a l e s y u n p a p a , , d e l l a d o d e r e c h o , y l o s f u n d a d o r e s d e ó r d e n e s relig io sas,
d e l l a d o i z q u i e r d o , s o b i 'e t o d o s a n i o D o m i n g o , s a n f r a n c i s c o y s a n B e n i t o ) . E n e l c e n t r o , l a V i r g e n es coro­
n a d a p o i la T r i n i d a d . É s t a s e r e p r e s e n t a s e g ú n e l t i p o d e l a “T r i n i d a d d e l S a l t e r i o ” , f r e c u e n t e d e s d e e! siglo
x j i ( e l P a d r e \ e l H i j o a n l r o p o m o r i o s , c o n e l E s p í r i t u . S a n t o e n f o r m a d e p a l o m a e n t r e a m b o s ) . S e tra ía de
u n a r e p r e s e n t a c i ó n h o r i z o n t a l d e l a T r i n i d a d , q u e s u b r a y a l a i g u a l d a d e n t r e e l P a d r e y e l H i j o , a ta l grado
q u e a q u í n o h a y d i i e r e n c i a a l g u n a e n t r e e l l o s y q u e c u e s t a t r a b a j o d i s t i n g u i r l o s - E n e l c e n t r o d e l cu adro.
C r i s t o c r u c i f i c a d o , q u i e n e s e l e j e d e l a s a l v a c i ó n , u n e t i e r r a y c i e l o y p e r m i t e l a a s c e n s i ó n d e l a s a l m a s hasw
la r e c o m p e n s a p a ra d is ia c a .
sufragios de los vivos— , favorece la generalización de las prácticas ligadas
a la p reo cup ació n p o r las alm as y p re p a ra la inflación de las m isas p o r los
muerlos. Adem ás, el p u rg a to rio da fo rm a a la esp e ra n z a de la salvación
para los fieles que se saben im perfectos, y p a rtic u la rm en te p a ra los grupos
s o c ia le s cuya actividad la Iglesia considera sospechosa. Para los usureros, so­
bre todo, el purgatorio significa esperanza: la de un castigo tem poral que per­
mita conservar la bolsa en el m undo terrenal, sin la p érd id a'd e la vida eterna
en el otro m u n d o (Jacques Le Goff). Sin em bargo, n o hay que exagerar las
virtudes del lugar interm edio, pues éste no hace m ás que d a r algo de latitud
a un sistem a que sigue siendo fu n d a m e n ta lm e n te d u al (o confirm a p o r lo
menos la flexibilidad que este sistem a poseía ya con anterioridad, pero dán­
dole una fuerza de evidencia inédita). No olvidemos que no hay, in fine, m ás
que dos d estinos posibles: la co n d en a in fern al o la b e a titu d p arad isiaca.
Además, el purgatorio, m orad a tem poral de las alm as, es en sí u n lugar provi­
sional que d ejará de existir en el m om ento del Juicio Final, cuando el u n i­
verso se inm ovilice en su eterna dualidad. ■ . -
Falta m en cio n ar los dos lim bos. El lim bo de los p a tria rcas (o de los p a ­
dres) pertenece al pasado: los justos del Antiguo Testam ento (desde Adán y
Eva h asta Ju a n el B autista) re sid ía n te m p o ra lm e n te allí, a la espera de la
redención. Antes del sacrificio de C risto n ad ie p o d ía a cced er en efecto al
paraíso celestial, ni siq u iera quienes h a b ía n obedecido los m a n d am ie n to s
divinos y, en consecuencia, m erecían la salvación. Según u n a tradición b a ­
sada en los E vangelios apócrifos, es entre su crucifixión y su resu rrecció n
que Cristo descendió al lim bo p a ra lib e ra r a los ju sto s del A ntiguo Testa­
mento v conducirlos h a sta su nueva m o ra d a celestial. El lim bo de los p a ­
dres, vacío desde la llegada de Cristo, es p o r lo tan to un lu g ar su b terrán eo y
tenebroso que la iconografía casi no distingue del infierno: lo rep resen ta
como la caverna infernal, en la tradición bizantino-italiana, o como las fauces
de Leviatán, al norte de los Alpes. De hecho, el lim bo de los padres no se con­
cebía com o un lugar específico, disociado del infierno, antes de la form ación
de la geografía del m ás allá en el siglo xn; y, de hecho, h asta ese m om ento se
habló del descenso de C risto a los infiernos. Es enton ces solam ente, en un
proceso paralelo a la creación del purgatorio, cuando aparecen expresiones
específicas (lim bus inferni, luego lim bus ú n icam en te) que hacen del lim bo
de los padres un lug ar separado y provisto de características propias.
En el siglo XII, aparece igualm ente el segundo lim bo, que acoge a los ni­
ños que m ueren sin h a b e r recibido el bautism o. D urante los prim eros siglos
de la E dad M edia, los niños a los que no se h ab ía b au tizad o estaban conde­
nados al infierno, p o r el sim ple hecho de no h a b e r recibido el sacramento
indispensable para la salvación. Acaso p o r la presión de los padres, preocu­
pados p or la condena ap aren tem en te in ju sta de sus hijos, y en el marco de
un a sociedad totalm ente cristianizada que desde los siglos XI y x ii generaliza
el bautism o precoz de los recién nacidos, 1a Iglesia p au latinam ente va mo­
derando 1a. pena de los niños que m u eren antes de h a b er recibido el sacra­
m ento purificador. Puesto que no llevan m ás que la m ancha del pecado origi­
nal, y no el peso de n in g ú n pecado p ersonal, el clero te rm in a p o r admitir
que estos niños solam ente h a n de su frir la privación de Dios, sin experi­
m en tar los to rm en to s corporales de la condenación. No obstante, durante
u n p rim er periodo, sus alm as siguen estando integradas al m undo infernal,
y su situación particu lar se ve com o u n a atenuación del castigo que se aplica
a los otros condenados. Luego, en el siglo x i i , el proceso de división funcional
de los lugares del m ás allá hace que se les atribuya u n a m orada distinta del
infierno. Su situació n no cam b ia fu n d am en talm en te, pero la especificidad
de su suerte se hace m ás paten te y se subraya m ás claram ente la ventaja de
la que se benefician.
E n el surgim iento del lim bo de los niños, se aprecia u n compromiso
que la Iglesia concede a las exigencias de la sociedad: los padres pueden
decir que su hijo, m u erto sin recib ir el b au tism o , no está condenado al in­
fierno. Sin em bargo, esta disposición al p arecer no los satisface, pues al mis­
m o tiem po aparecen los "santuarios de in term isió n ”, a donde los fieles acu­
den esperando el m ilagro de u n a re su rre cció n m o m en tán ea que permita
o to rg ar el bautism o salvado r al niñ o an tes de que vuelva a la m uerte. No
obstante, la Iglesia en re a lid a d no cede n a d a en lo esencial: los niños sin
b au tizar siem pre experim entan la p en a principal de la condenación, puesto
que se les priva de reu n irse con Dios y se les excluye perm anentem ente de
la b ien av en turanza del p araíso . Y es que lo que está en juego es la defini­
ción m ism a de la cristiand ad : sin el bautizo, a nadie puede considerársele
m iem bro de la sociedad cristiana en el m u n d o terrenal; y nadie puede inte­
grarse a la Iglesia celestial en el m ás allá.

Síntesis en una imagen

P ara m arcar la culm inación de los procesos analizados hasta aquí, quisiera
referirm e a la coronación de la Virgen que p intó E n g u erran d Q uarton para
la cartuja de Villeneuve-lés-Avignon (1454). E ste retablo ofrece u n a visión
extraordinariam ente sintética del universo, corno lo rep resentaban los h o m ­
bres de finales de la E d ad Media, e integra en consecuencia el mundo terre­
nal v el m ás allá (véase la foto vti.5). El m undo terrenal aparece en la forma
condensada de sus p rin cip ales lugares sim bólicos, Rom a y Jerusalén, los
cuales com p o n en su polaridad horizontal, m ientras que, al centro, la cruci­
fixión esboza el eje vertical de la salvación. En cuanto al m ás allá, éste se
presenta en la fo rm a de los cu atro lugares que existen en el presente de la
cristiandad (falta el lim bo de los p atriarcas, vacio desde hace m ucho tiem ­
po), El infierno, el p u rg ato rio y el lim bo de los niños se p resentan en la es­
trecha b a n d a dedicada al m undo subterráneo. Aunque están separados por
rocas y se h allan bien identificados por sus c a ra cterístic as propias, están
asociados claram en te p o r su posición in terior com ún. A p esar del poco es­
pacio, el infierno m u estra, en to m o a Satanás, el castigo de los siete peca­
dos capitales. Las llam as del pu rg ato rio ato rm e n ta n a las alm as, m ien tras
que los ángeles se acercan y elevan ya hacia el cielo la p rim era de todas
ellas (¡la de un papa!). Y, com o si no fueran suficientes las tinieblas sub­
terráneas a las que se h a condenado a los niños sin bautizar, el artista ios re­
presenta rez a n d o con el ro stro levantado hacia la divinidad, pero con los
ojos cerrados, com o para subrayar m ejor su im posible anhelo de ver a Dios y
hacer visible que com parten con los condenados la p eo r de las penas. F inal­
mente, sobre e! paisaje terrenal que se pierde en las brum as de lontananza,
aparece la corte celestial, d onde los sanios, re p a rtid o s en grupos según su
jerarquía, co n tem p lan a la divinidad trin ita ria asociada con la Virgen. Este
retablo p erm ite v er así de m an era ejem plar el o rd en total del m undo, con­
forme a las represen tacio n es p red o m in an tes a finales de la E dad M edia, El
peso del m ás allá sobre el aq u í abajo es aplastan te. C ada aspecto del otro
m undo e n c u en tra desde entonces su lug ar propio, su espacio adecuado, en
el seno de un sistem a com plejo en cuyo centro se encuentra la Iglesia de Cris­
to, que g o b iern a el m u n d o en n o m b re de su capacidad para p ro d u c ir la
salvación. E n to rn o al crucificado, el a rtista p in tó con una delicadeza ex­
tra o rd in a ria las alm as que se elevan hacia el p a ra íso que casi se co n fu n ­
den con las nubes; sin em bargo, es esta ascensión ap en as visible la que da
sentido al c u a d ro entero. Es el efecto esp erado de la m ediación de los sa­
cerdotes, que o p era m ie n tra s celebran la m isa en el a lta r que ad orna este
retablo y que se b a sa en el tesoro de m éritos de la g ran can tid ad de santos
que E n g u erran d p in tó con ta n ta precisión.
No obstan te, pese a los ajustes sustanciales que dan p o r resu ltad o el
sistem a de los cinco lugares, el m ás allá m edieval sigue siendo, en ú ltim a
instancia, un sistem a dual. A final de cuentas no existe m ás que condena­
ción o salvación, acceso a Dios o rechazo lejos de él, y. a. pesar de la casuísti­
ca que desarrollaron los escolásticos, la perspectiva últim a se sigue deter­
minando p o r m edio de u n a m oral b in a ria del bien y del m al. Además ésta
oposición dual es la que e stru c tu ra las escenificaciones m edievales: ya se
tra te de dram as litúrgicos den tro de la iglesia, a p a rtir del siglo xn, o de
m isterios que se escenifican en el m edio urbano, los cuales en la baja Edad
M edia adquieren dim ensiones cada vez m ás-am biciosas, el paraíso y el in­
fierno constituyen los dos polos obligados, presentes en la escena (Élie Ko-
nigson). El espacio teatral, com o el m undo del que es im agen, se ordena
medíanle la d u alid ad del bien y del m al, que se encarn a en los lugares del
m ás allá adonde éstos conducen.

Cuiicliudón: la Iglesia, o la. iiisíliución salvadora. De l o s siglos x i i al xv se


acentúa el esfuerzo de los clérigos p o r im p o n er las dualidades morales que
están en el núcleo de la visión cristiana del m undo. El discurso sobre ios vi­
cios y las virtudes se h ace cada vez m ás presente, se ram ifica y se vuelve
totalizador. La insistencia en la culpabilidad del hom bre y la preocupación
p o r el otro m undo p ro g resan , con base en la geografía del m ás allá que se
va form ando desde el. siglo X II. La figura de Satanás, investida de un poder
creciente, se vuelve objeto de u na v erdadera obsesión. Pero la om nipresen-
cia del pecado, la m ajestad de S atanás y la coherencia del sistem a penal del
infierno obligan a las fuerzas del bien a sostener un com bate que, para salir
siem pre victorioso, debe ser más feroz. Así, du ran te la E dad Media, la inten­
sidad de las dualidades m orales se aviva y el mundo se polariza siem pre más
y m ás. E n este sistem a, cuya eficacia hay que cuidarse de no exagerar, el
poder del diablo p erm an ece bajo control y la am enaza del infierno jamás
vence ia esperan za del paraíso . El p ánico de ia condenación no alcanza a
agobiar a las poblaciones m edievales pues las arm as de la salvación lo disi­
pan a menudo con sum a facilidad. Las concepciones de los vicios y l a s vir­
tudes, del combate entre S atanás y las fuerzas celestiales, a l igual que las re­
presentaciones del m ás allá, son. p rim ordialm ente u n a potente incitación a
ac tu a r de acuerdo con las n o rm as definidas p o r el clero, a confesarse con
regularidad y a cum plir los ritos necesarios p a ra el desarrollo de toda vida
cristiana. El discurso m oral y la insistencia en el m ás allá p articip an de un
conjunto de creen cias y de ritos que justifican la organización de la socie­
dad en el m undo terrenal, p articu larm en te la posición dom inante del clero,
m ed iado r obligado que dispone de los m edios que perm iten a todos supe­
rar Jas ten tacio n es del E nem igo y acceder al paraíso. A imagen y semejanza
de la Virgen de la m iserico rd ia que recoge a los fieles bajo su m anto (véase
la foto iv. l), la Iglesia es la gran protectora. Su inm enso poder se deriva del
hecho de que es ia institución que salva dei pecado, de Satanás y del infierno.
Alcanzar la salvación: éste es el im perativo que, en la m edida en que ordena
las prácticas sociales, da sentido al dom inio de la institución eclesial.
VIII. CUERPOS Y ALMAS
Persona h u m a n a y sociedad cristiana

La f o r m a en que u n a sociedad piensa a la persona h u m ana constituye miry

frecu en tem en te u n aspecto central de su sistem a de representación y una


revelación valiosa, de sus estru ctu ras fundam entales. El Occidente medieval
no es la excepción, de m odo que no se com prenderían sus principios funda­
m entales sin analizar las representaciones de la persona que en él predomi­
naban, y de m an era m ás precisa las form as que allí asum ía la dualidad del
cu erp o y del alm a. G en eralm en te se cree que el m o noteísm o cristiano se
caracteriza p o r la separación radical de lo corporal y lo espiritual. Sin em­
bargo, el cristianism o —del cual no buscam os identificar su esencia intem­
poral, sino solam ente conocer sus e n cam acio n es sociohistóricas sucesi­
vas— es u n m onoteísm o com plejo, p o r lo m enos en su fase medieval, de tal
suerte que el funcionam iento de la p areja alm a/cuerpo es algo m ás compli­
cado de lo que parece.
En consecuencia, distinguirem os entre la concepción dual de la cristian­
dad m edieval (la cual reconoce en efecto dos entidades fundam entales: el
alm a y el cuerpo) v el dualism o, con cuyos aspectos m aniqueos y posterior­
m ente cátaros tuvo que enfrentarse el cristianism o, y de los cuales siempre
buscó d iferenciarse (el dualism o po stula la incom patibilidad total entre lo
carnal y lo esp iritual, lo que conduce a la desvalorización total de lo mate­
rial y no o to rg a valor m ás que a lo espiritual enteram en te puro). Por lo
tan to es en un sitio in term edio donde hay que situ ar las concepciones me­
dievales de la persona: entre la separación absoluta del dualism o maniqueo
y la fluidez de las entidades m últiples de los politeísm os.
Así, será posible a n a liz ar la significación social del m odelo ideal de la
p erso na y de la relación alm a/cuerpo, y ver ah í u n a m atriz ideológica fun­
dam ental de la sociedad medieval occidental.
El h o m b r e , un ión d e alma y cu erpo

La persona, 'entre lo dual y lo ternario

La teología m edieval ofrece cientos de casos del siguiente enunciado: el ser


hum ano está form ado p o r la conjunción de la carne, que es m ortal, y de un
alma, en tid ad esp iritu al, que es incorpórea e inmortal. E sto es lo que aquí
denom inam os concepción dual de la perso na —au n que no necesariam ente
dualista— . E sta rep resen tació n no es u n a innovación del cristianism o pues
aparece en la tra d ició n p lató n ica que tan to influyó en la teología cristiana.
En el im perio ro m an o , en tre el alm a y el cuerp o re in a un "dualism o b e n é ­
volo", m ezcla de je ra rq u ía estric ta y solicitud: así es en aquel entonces el
"estilo de g o b iern o ” que prevalece en tre am bos, según la elegante expresión
de Peter B row n, quien invita a p re sta r atención a todos los m atices que ad ­
quiere la relación alm a/cuerpo.
Sin em bargo, hay diversos aspectos que parecen com plicar la an tro p o ­
logía dual del cristian ism o m edieval. E n efecto, éste en cu en tra en la Biblia
(en las co n cepciones ju d a ic a s y en san Pablo) u n a re p resen tació n te rn a ria
de la persona: "espíritu, alm a y cuerpo” (i Tesalon i censes 5, 23). El alm a (ani­
ma,-psique) es el prin cipio an im a d o r del cuerpo, que tam bién los anim ales
poseen, m ie n tra s que el esp íritu (spiritus, neum a) que sólo al h o m b re ha
sido dado, lo p o n e en co n tacto con Dios. Es p o r ello que san P ablo afirm a
que "el h o m b re esp iritu al” está m ás elevado que "el hom bre psíquico" (i Co­
rintios 2, 14-15). E sta trilogía, que retom a Agustín, recorre la teología hasta
el siglo XII. A sim ism o, A gustín y la trad ició n que en él se inspira distinguen
en el alm a tre s aspectos, que d a n lu g a r a tres géneros de visión: la “visión
corporal", que se form a en el alm a p o r m edio de los ojos del cuerpo y que
perm ite p erc ib ir los objetos m ateriales; la “visión espiritual”, que form a en
la im aginación im ágenes m entales y oníricas, las cuales poseen la ap a rie n ­
cia de las cosas corporales, pero carecen de cu alquier sustancia corporal; y,
finalm ente, la "visión in te le c tu al”, acto de la in teligencia que puede alcan ­
zar u n a co n tem p lació n p u ra , libre de cu alq u ier sem ejanza con las cosas
corporales. Aun cu an d o A gustín m ism o re c u rre con frecuencia a la o p osi­
ción dual de los "ojos del c u erp o ” y de los "ojos del alm a”, u n esquem a de
este tipo instituye u n aspecto interm edio entre la m ateria y el intelecto.
No o b stan te, los escolásticos del siglo XIII refu tan estas presentaciones
ternarias. Tomás de Aquino afirm a con toda claridad que el espíritu y el alm a
son u na sola cosa. Sin em bargo, la tripartición conserva un lugar limitado
pues la mayoría de los teólogos adm ite que el alm a posee tres potencias: ve­
getativa (forma de vida que com parten las plantas), anim al (que comparten
los anim ales) y racional (propia del hom bre). Adem ás, m uchos autores,
com o .Alberto Magno, aún insisten en la dualidad del alm a —por un lado,
principio anim ador del cuerpo, y por otro, entidad que tiene en sí m isma su
propio ím —. Es evidente entonces que la noción c ristia n a del alma abar­
ca p o r lo m enos dos elem entos: el p rincipio de fuerza vital que anim a al
cuerpo (el anim a según san Pablo, las poten cias sensitiva y animal según
los escolásticos) y el alm a racional que acerca al hom bre a Dios, O bien la
teología disocia es los dos aspectos y se inclina entonces hacia una antropo­
logía ternaria, o bien los reúne en la m ism a entidad, de tal suerte que el
alm a es un principio doble, asociado con el cuerpo carnal que anim a y que,
al m ism o tiem po, co m parte con Dios sus m ás altas cualidades. Es nue­
vamente la escolástica del siglo XIII, al concebir un alm a única dotada de
tres potencias, la que ofrece una de las soluciones m ás satisfactorias a esta
contradicción.
Si el alm a y el cuerpo constituyen dos principios cuya naturaleza es tan
diferente, ¿cómo puede existir contacto o in tercam bio entre las realidades
m ateriales y espirituales? La mayoría de los teólogos atribuyen por ello al
alma potencias sensibles, que le permiten alcanzar por sí m ism a e indepen­
dientemente del cuerpo un conocim iento del m undo sensible. Pero Tomás de
Aquino, con su rad icalid ad antropológica, niega la existencia de tales po­
tencias sensibles, lo que despoja al alm a de to d a capacidad de contacto di­
recto con el m undo m aterial y hace m ás necesaria aún su unión con el cuer­
po. O tra cuestión d elicada consiste en definir cuáles son las p artes del
cuerpo donde se en cuentra el alm a. La revolución que en el siglo xn condu­
ce al reconocim iento de que el alm a es localizable (véase el capítulo m) re­
futa severam ente la idea tradicional según la cual el alm a, que es espiritual
y p o r lo ta n to está desprovista de to d a dim ensión espacial, no puede estar
contenida en ninguna parte localizable del cuerpo. Aun así, no está contenida
de m an era sencilla en el cuerpo, y Tomás de Aquino afirm a que el alm a en­
vuelve al cuerpo en lu g a r de e sta r en él. Sin em bargo, surge u n a dualidad
de los centros aním icos. El corazón, que los erem itas del desierto egipcio
percib ían ya com o el cen tro de la persona, “el p u n to de en cuentro entre el
cuerpo y el alma, entre lo h u m ano y lo divino”, se beneficia en la E dad Media
de un fom ento cada vez m ayor que asegura su triunfo com o lugar en el que
se localiza el alm a. Pero la cabeza, com o sede del alm a, resiste de tal m odo
que la riv alid ad en tre estos dos centro s an ím icos p erm an e ce m uv activa.
Sea com o fuere, el alm a tam bién se en cu en tra re p a rtid a en todo el cuerpo.
In c lu so Tom ás de Aquino, pese a d espo jar al a lm a de sus poten cias sensi­
bles, in siste en ios esp íritu s anim ales, esos "vapores sutiles m ed ian te los
cuales las fuerzas del alm a se difunden p o r las p artes del cuerpo”. Así se ex­
plican tod as las in terferen cias en tre el alm a y el cuerpo. El alm a, en re su ­
midas cuentas, h ab ita el cuerpo en su totalidad y en algunos de sus centros
privilegiados, cabeza o corazón, aun cuando po r su naturaleza escape a los lí­
mites de tal localización.
Para te rm in a r este exam en de los elem entos constitutivos de la persona
hum ana conviene a ñ a d ir todavía dos entidades, que p o r lo m enos a p a rtir
del siglo xi se aso cian indefectib lem en te con to d a vida cristiana. Cada ser
recibe, desde el nacim iento hasta la m uerte, un ángel guardián que lo cuida,
y tam bién —se le m enciona con m en or frecuencia— un diablo personal que
se dedica de m a n e ra in cesante a ten tarlo . Sin d u d a estos dos esp íritu s se
encuentran fuera de la persona, pero están ta n estrecham ente unidos a ella
que ias acciones del individuo y su vida en tera serían incom prensibles si no
se to m ara en cu enta la acción de estos dos rep resen tan tes de las fuerzas di­
vinas y m alignas. Así, tan to el ángel g u ard ián com o el diablo p ersonal p u e ­
den co nsid erarse com o apéndices de la p e rso n a cristiana, cuyo papel en el
proceso de ind iv id u ació n c ristia n a m erece evaluarse en su ju sta m edida.

Entrada en la vida, entrada en la muerte

Hay dos m o m en to s que d a n to d a su fuerza a la concepción dual de la p er­


sona: el de la concepción, cuando se un en alm a y cuerpo; y el de la m uerte,
cuando se separan. El origen del alm a individual sigue siendo d u ran te m u ­
cho tiem p o u n a cu estió n delicada p a ra los au to res cristianos. Al d ecla ra r
que se tra ta de u n “m isterio insoluble", A gustín no logra elegir entre las di­
ferentes tesis que im p e ra b a n en aquel entonces: la teoría, a d o p ta d a p o r
Orígenes, de la preex isten cia de las alm as, cread as en conjunto d u ra n te la
Creación y que fo rm an u n a vasta "reserva de e x isten cias”, que esperan su
en carn ación con fo rm e se vayan concibiendo los individuos; el "traducia-
nism o”, que defiende Tertuliano, teoría según la cual los padres tran sm iten
el alm a q ue se form a a p a rtir de su sem en; y, finalm ente, el “creacionism o”,
que san Jeró n im o adm ite, según el cual Dios crea cad a alm a en el m o m en ­
to de la concepción del vástago y la in fun d e de in m ed iato en el em brión.
D urante los siglos de la E d ad M edia, esta últim a tesis se va im poniendo en
un proceso lento e indeciso, que finalm ente conduce, con los escolásticos
de los siglos xii y xiii, a una elección clara. Todavía se precisa, com o lo hace
Tomás de Aquino, que al em brión lo anim e p rim ero u n alm a vegetativa y
luego una sensitiva, las cuales proceden de un desarrollo propio del cuerpo
engendrado p o r el sem en p aterno, antes de que el alm a racional, creación
de Dios, se infu nd a en el em brión, donde rem plaza al alm a sensitiva (recu­
perando las potencias vegetativas y sensitivas de esta últim a). Por lo tanto, se
advierte un triple origen de la persona: el cuerpo, p ro d u cto de la procrea­
ción; el alm a anim al, pro d u cto de la fuerza patern a; y el alm a racional,
creación de Dios. Pero en el ser consum ado, este triple origen se funde en
u n a dualidad esencial. Sobre todo, es preciso re sa lta r que el alm a intelec­
tual, sustancia inm aterial e incorpórea, no se debe a la generación. Los pro­
genitores no en gend ran la p a rte su p e rio r de la persona. É sta sólo puede
p roceder de Dios, y los teólogos subrayan que nada del alm a de los padres
se tran sm ite a sus hijos. Así es cóm o se d escarta la idea m ism a del “tradu-
cianism o”, m ien tras que el “creacion ism o”, al c o n trario de la teoría de la
preexistencia del alm a, singulariza el destino de cada alm a, ligada a la con­
cepción del ser individual que acude a habitar. La decisión divina de crear
al hom bre a su im agen y sem ejanza, según el relato del Génesis, parece re­
novarse así cotidianam ente en la form ación de cada alm a individual (véase
la foto vni.1). La concepción del origen del alm a que se im pone durante la
E dad M edia contribuye po r ende a la individuación de la persona cristiana,
la cual se realiza m edian te u n a relación de estricta dependencia con res­
pecto a Dios.
Si la concepción une alm a y cuerpo, la m u erte cristian a los separa. La
iconografía m uestra profusam ente al alm a que, bajo la form a de una figura
desnuda, sale de la boca del m o ribu nd o (véase la foto vin.2). Lógicam ente
es u n a im agen tra n sp u e sta del parto, puesto que m o rir cristianam ente sig­
nifica nacer en la vida eterna. De hecho, las concepciones del alm a se ligan
íntim am ente a la im p ortan cia que el cristianism o m edieval confiere al más
allá. Desde el m om ento en que toda vida h u m an a se m ide con la vara de la
retrib u ció n tras la m uerte, el cristianism o no se satisface con la inm ortali­
dad im personal que caracteriza, p o r ejem plo, al m u n d o de los m uertos en
la G recia antigua, ni acepta que la m u erte disgrega, au n q u e fu era parcial­
m ente, las en tidades que com ponen a la persona, com o sucede a m enudo
en el caso de las religiones politeístas (e incluso, p o r ejem plo, en las concep^
ciones actuales de los pueblos m ayas). Las representaciones cristianas, por
F o t o vjji.1 . ¡i-rfiisió n d e l a lm a d i ir a n íc la c o n c e p c ió n c id n iñ n (1486-/493, M i r o i r d T m m i l i l é ;
París, B ib i Arsenal, rus. 5206, f 174).

Este m a n u s c r i t o , r e a l i z a d o p o r B a u d o i n d e L a n n o y s e g u n d o c a m a r l e n g o d e l d u q u e cíe B o r g o ñ n , c o n t i e n e
u íia de l a 5 r a r í s i m a s r e p r e s e n t a c i o n e s d e l a i n f u s i ó n d e l a l m a . E n u n a h a b i t a c i ó n d e s o n r i o m o b i l i a r i o , s e
destaca e l l e c h o d o n d e e s t á a c o s t a d o e l m a t r i m o n i o ; p e s e a s u p ú d i c a m e s u r a , l a d i s p o s i c i ó n e v o c a s i n e q u í ­
vocos p o s i b l e s la f u n c i ó n p r o c r e a d o r a d e la p a r e j a ( c u y a l e g i t i m i d a d s e r e p r e s e n t a d i s c r e t a m e n t e c o n l a s l a ­
bias cié la L e y ) . E n u n h a l o d e n u b e s , l a T r i n i d a d p a r e c e h a c e r s e p r e s e n t e e n k i i n t i m i d a d d e l d o r m i t o r i o
conyuga!, e n e l m o m e n t o d e e n v i a r a l a l m a d e s t i n a d a a i n f u n d i r s e e n el e m b r i ó n d e l n i ñ o q u e h a b r á d e n a ­
cer. E n e s ta T r i n i d a d d e l s a l t e r i o s e d i s t i n g u e c l a r a m e n t e a l P a d r e y a l H i j o , a u n q u e a m b o s s e e n c u e n t r a n e n
cí m ism o t r o n o y s o s t i e n e n c o n j u n t a m e n t e e l g l o b o , p u e s t o q u e D i o s P a d r e a p a r e c e v i c i o , c o m o s e a c o s t u m -
Dra en e s a é p o c a . E n l a f i l a c t e r i a q u e r o d e a a l a T r i n i d a d s e l e e u n v e r s í c u l o d e l G é n e s i s (1 2 6 : '“H a g a m o s al
nom bre a n u e s t r a i m a g e n y s e m e j a n z a " ) , l o c u a l s u g i e r e q u e la i n t e n c i ó n i n i c i a l d e la C r e a c i ó n d i v i n a s e r e ­
n u e v a c o t i d i a n a m e n t e d u r a n t e la i n f u s i ó n d e c a d a a l m a i n d i v i d u a l
F ü l'ü Viii.Z. S e p a r a c i ó n d d a l m a y a d cuei'pu e n d n¿órnenlo de la muerte (hacia 1i 6 5 ;
L íb e r sci\ las de U ild c ^ a rd a uc B in g c n , n ia u iió c r iío d e s tru id o ).

E n e l m o m e n t o d e l a m u e r t e , e l a l m a ¿,e s e p a r a d e l c u e r p o . S a l e p o r l a b o c a , a l m i s m o t i e m p o q u e el últim o
s u s p i r o d e v i d a . L o s g e s i o s p a r í i c u l a r m e n t e d i n á m i c o s d e l a l m a e x p r e s a n a q u í l a i n t e n s i d a d d e l c o m b a te tic
q u e e s o b j e t o . P a r e c e J u c h a r h i e r a l r n e n t e c o n t r a e) d i a b l o q u e i n t e n t a a p o d e r a r s e d e e l l a , m i e n t r a s q u e los
á n g e l e s s e a p r e s t a n a r e c o g e r l a e n u n . I i e a / . o . E l r e s u l t a d o d e l c o m b a t e p a r e c e p a r t i c u l a r m e n t e in c ie rto ', m ia
c o h o r t e d e l o s á n g e l e s p a r e c e t o m a r y a e l a l m a b a j o s u a l a p r o t e c t o r a , l a s l l a m a s d e l i n f i e r n o h a c e n m á s que
a c a r i c i a r lo s p i e s d e la m o r i b u n d a , y l a t r o p a d e lo s d i a b l o s d e s d e a llí a l i e n t a a s u e n v ia d o .
el contrario, deben asegurar, m ás allá de la m uerte, la firm e continuidad de la
persona, de fo rm a que la retrib u ció n en el m ás allá se aplique efectivam en­
te al ser que, en el m u n d o terrenal, se ganó sus rigores o regocijos. Esto su ­
pone p o r lo m enos u n a u n id ad indefectible del alm a y sobre todo u n a id en ­
tificación lo m ás estre c h a posible en tre el alm a y el h o m b re a quien ésta
anim aba. De hecho, el cristian ism o m edieval lleva al extrem o esta asim ila­
ción —y no solam ente p o rq u e sigue la trad ició n n eo p lató nica según la cual
el hom b re es su alm a — . Sin em bargo, la in d iv id u alizació n del alm a tiene
sus lím ites y, en el siglo xii , el m onje G uiberto de N ogent explica que, en/el
otro m undo, n in g ú n alm a puede d esignarse p o r su n o m b re personal. Se le
reconoce, sin d u d a —pues no desaparece en el an o n im ato de los m u erto s—,
pero ha perdido u n aspecto fundam en tal de su id en tid ad singular; p erten e ­
ce desde en to nces a la c o m u n id a d am p liad a de los m u ertos, en cuyo seno
todos deben alcan zar un conocim iento m u tu o generalizado. Las concepcio­
nes m edievales oscilan p o r lo ta n to en tre dos polos: el alm a separada no es
ni u n vago esp ectro im p e rso n a l n i u n a p e rso n a en el sen tid o estricto del
término.
E n sum a, las concepciones m edievales de 1a. persona no se reducen a una
dualidad sim ple. E n ellas se advierte la ten sió n e n tre u n a rep rese n tació n
dual o m nipresente y u n a ten tació n te rn a ria que aflora en ciertas ocasiones.
Uno de los aspectos que e stá n en juego es el e sta tu to que se otorga al p rin ­
cipio de la fu erza vital (espiritu al, p ero ded icado a la a n im ació n del cuer­
po), así com o a la función de interfaz entre lo m aterial y lo espiritual (im á­
genes m entales de las cosas corporales, po tencias sensibles del alm a u otras
m odalidades de la percep ció n de las realid ad es m ateriales). Pero la evolu­
ción de las concepciones m edievales deja ver u n deslizam iento de lo te rn a ­
rio hacia fo rm u lacio n es m ás b in arias. P o r lo ta n to , h ay que su b ra y ar la
com plejidad de la p e rso n a c ristia n a y a la vez, reco n o cer que el proceso
histórico suele privilegiar la estru ctu ra dual. Si la du alidad alm a/cuerpo no
basta p ara explicar a la p erso n a cristiana, define p o r lo m enos su estructura
fundam ental, com o bien lo su b ray an las representacio nes de la concepción
y de la m uerte.

Las nupcias del alma y el cueij/o

Es insuficiente d efinir a la p e rso n a m e d ia n te la d u alid a d cuerpo y alm a,


pues un en un ciad o así no dice n a d a del "estilo de gobierno" que se estable­
ce entre am bos. A hora bien, esta relación es ta n im p o rtan te al m enos com o
los térm inos que la com ponen. La tra d ic ió n neoplatónica, que retom a san
Pablo y que se e n c u e n tra en la o b ra de nu m ero so s autores de 1a. alta Edad
Media, com o Boecio y G regorio M agno, identifica al hom bre con su alma y
considera que el cuerpo es u n vestido transitorio e innecesario, un instrum en­
to al servicio del alm a y ex terio r a ella, incluso u n a prisió n que impide el
libre desenvolvim iento del esp íritu. Pero, au n q u e con frecuencia se reto­
m en tales m etáforas, la dinám ica de las concepciones medievales debe ana­
lizarse sobre todo com o algo que re b a sa este dualism o neoplatónico. Re­
chazando la definición del alm a com o p risió n del cuerpo y subrayando la
un idad de la p ersona h u m an a, Agustín da u n im pulso decisivo a esta diná­
m ica, que florece p articu larm en te a p a rtir del siglo xn y da lugar entonces a
m agníficas form ulaciones. P ara la sabía ab ad esa H ildegarda de Bingen
(1098-1179), la infusión del alm a es el m om ento en que

el viento viviente que es el alma entra en el embrión, lo fortalece y se extiende


por todas sus partes, como el gusano que teje su seda: allí se instala y se encierra
como en una casa: Llena con su aliento todo ese conjunto de la misma manera
en que el fuego ilumina en su totalidad la casa donde se enciende; gracias al
flujo de la sangre, el alma mantiene húmeda permanentemente a la carne, de la
misma manera en que los alimentos, merced al fuego, se cuecen en la marmita;
el alma fortalece los huesos y los fija a las carnes para que éstas no se caigan: de
la misma manera en que un hombre construye su casa con maderos para que
ésta no se destruya.

P or consiguiente, el alm a no desciende a u n a siniestra prisión, sino a


u n a casa que h a b ita con regocijo, cu a n to m ás po rq u e la h a construido en
función de sus propias exigencias. La ab adesa concluye entonces que el lazo
del cuerpo y el alm a es u n hecho positivo, que Dios desea y Satanás detesta.
Los m aestros en teología de los siglos x n y x i i i tam bién expresan el c a ­
rác te r positivo de este vínculo, pues in d ican que Dios h a favorecido la ade­
cu ación del cuerpo y el alm a estab leciendo e n tre am bos u n a relación de
conm ensuración y d o tan d o al alm a de u n a a p titu d n atu ral p a ra unirse al
cuerpo (unibilitas). P ara el obispo de París, Pedro Lom bardo, el estatuto de
la p ersona h u m an a m u estra que “Dios tiene el p o d er de conjuntar las natu­
ralezas disp ares del alm a y el cuerpo p a ra re a liz a r un ensam ble unificado
p o r u n a p ro fu n d a am ista d ”. Lo que define al h o m b re no es pues ni el alma
ni el cuerpo, sino la existencia de u n conjunto unificado, form ado por estas
dos sustancias. En cu an to al te m a de la a m ista d entre el cuerpo y el alma,
éste no h ace m ás que extenderse, ta n to en la lite ra tu ra m oral, donde el gé­
nero de los Debates del cuerpo y el alma su b ray a la (listeza que sienten al
separarse, com o en la especulación teológica en la que, a m ediados del si­
glo xiil, san B uenaventura analiza la inclinación del alm a a unirse al cuerpo.
Tomás de Aquino lleva esta d in ám ica a su grado extrem o. De acuerdo
con el hilem orfism o de A ristóteles (doctrin a fu n d a d a en la articu lació n de
las nociones de m ateria 3' form a), el hom bre ya no se piensa com o la unión
de dos su stan cias. El alm a no es u n a .e n tid a d a u tó n o m a asociada con el
cuerpo, sino la "form a sustancial” del cuerpo. La interdependencia del alma-
forma y del cuerpo-m ateria es total:

Contra todo dualismo, el hombre está constituido por un solo ser, donde la ma­
teria .y el espíritu son los principios consustanciales de una letalidad determina­
da, sin solución de continuidad, por su mutua inherencia: no dos cosas, no un
alma que posee un cuerpo o que anima a un cuerpo, sino un alma encarnada y
un cuerpo animado, a tal grado de que, sin el cuerpo, al alma le sería imposible
tomar conciencia de sí misma [Marie-Dominique Chenu],

A Tomás no le basta afirm ar que la unión con el cuerpo es n atu ral y b e ­


néfica p a ra el alm a, sino que llega al extrem o de desvalorizar radicalm ente
el estado del alm a fu era del cuerpo, p u esto que éste es necesario no so la­
mente p a ra la p len itu d de la p erso n a h u m ana, sino tam b ién p a ra la perfec­
ción del alm a m ism a, que sin él es incap az de llevar a cabo to talm en te sus
facultades cognitivas. Juzga que el estado del alm a sep arad a es im perfecto
y contra natura, y afirm a p o r p rim era vez que el alm a es una im agen de Dios
más sem ejante cuando está u n id a al cuerpo que cuando está separada de él.
La em p resa to m ista se c a ra c teriz a así p o r un doble aspecto notable.
Formula de la m an e ra m ás tajan te posible la d ualidad del cuerpo y el alm a,
distinguiendo rad icalm en te sus respectivas n a tu rale zas y elim inando cual­
quier m ezcla o p u n to de con tacto entre am bos (com o, p o r ejem plo, las p o ­
tencias sensibles del alm a). P ero la acen tu ació n de esta dualidad no busca
más que d ejar a trá s el dualism o, reconociéndole al cuerpo y a su unión con
el alm a el m ás alto valor. E s así, en la m edida m ism a en que el cuerpo y el
alma se d istin g u en m ás c laram en te en térm in os de sus respectivas n a tu ra ­
lezas, que se a cre c ien ta su in terd ep en d en cia y su u n ió n se hace m ás nece­
saria. El p en sam ien to to m ista aparece, pues, com o el grado extrem o de u n a
dinám ica in te le c tu a l y social que atrav iesa los siglos centrales de la E d ad
Media. Sin d u d a, el to m ism o no es en ab so lu to la d o c trin a oficial de su
tiempo; y su co ndena en 1277, p ro clam ad a p o r el obispo de París, Esteban
Tempier, quien ataca varios de sus aspectos, m u estra que este pensamiento
rebasa en p arte la capacidad de recepción de la institución eclesial. Sin em­
bargo, es indudable que revela una profunda dinám ica histórica.

El cuerpo espiritual de los elegidos resucitados

Así, el alm a separada, en su im perfección, desea su cuerpo y se impacienta


con los reencu en tro s que la escatología cristiana le prom ete, como preludio
del Juicio Final. La resu rrecció n del cuerpo es en efecto u n punto esencial
de la d o ctrin a cristiana, que sin d u d a se en cu en tra entre sus aspectos más
originales —y m ás difíciles de acep tar (véase la foto v il 3)—. B asada en el
Evangelio, m en cio n ad a en el Credo y defendida por todos los teólogos me­
dievales, la doctrin a de la resurrección general de los cuerpos, al final de los
tiem pos, no es objeto de ningún cuestionam iento (más que p ara los herejes,
entre otros los cátaros). Sin em bargo, tiene sus dificultades adm itir que los
cuerpos de todos los m u e rto s se fo rm a rán de nuevo y sald rán de sus tum­
bas p a ra reu n irse con sus alm as, y los cristianos de los prim eros siglos du­
daron entre u n a concepción esp iritual y una in terp retació n m aterial de los
cuerpos resu citad o s. V aliéndose de la au to rid a d de san Pablo, quien men­
ciona la re su rre c ció n de u n "cuerpo espiritual" y afirma que “la carne y la
sangre no p u ed en h e re d a r el reino de los cielos” (i C orintios 15, 50), auto­
res com o O rígenes o G regorio de N isa conciben p a ra los resucitados un
cuerpo etéreo, sem ejante al de los ángeles, sin edad ni sexo. P or el contra­
rio, siguiendo a A gustín, la tra d ic ió n m edieval occidental adm ite la plena
m aterialid ad de los cuerpos resucitados. La carne que resucita entonces es
realm ente la de los cuerpos terrestres individuales, recreados con todos sus
m iem bros, incluidos los órganos sexuales y digestivos de los que los espiri­
tualistas q uerían despojarlos. De allí se deriva u n a obsesión casi m aniática
p o r la in teg rid ad de los cu erpos resu citados, a los que no debe faltarles ni
un a m o ta de polvo y los cuales, incluso si sufrieron m utilaciones o fueron
devorados por anim ales, deberán reform arse p o r com pleto. E sta exigencia
h ace que u n p e n sa d o r ta n serio com o A gustín arg u m en te que el conjunto
m aterial de las uñas y los cabellos que se co rtaro n en el curso de la vida
tam b ién d eb erán re in c o rp o ra rse al cuerpo resu citad o (pero transform án­
dose, pues si no éste p ro d u c iría u n a fealdad espantosa). E sta concepción
puede p arecem o s extraña, pero no so rprendería a los tzotziles de C lienalh ó
(Chiapas), donde la costum bre exigía que cada quien conservara en u n a bol­
sa todas las u ñ as y los cabellos que se h u b iera corlado desde su nacim iento
(en este caso, no p a ra beneficio de u n im p ro b ab le cuerp o resu citad o , sino
para evitarle al alm a del m u e rto el penoso tra b a jo de re co lectar sus excre­
cencias corporales).
A d m itir la co n cep ció n m a te ria l de la re su rre c ció n obliga a co n sid e ra r
la expresión p a u lin a del “cuerpo espiritual" com o u n a v erdadera paradoja:
lejos de tra n sfo rm a rse en e sp íritu , el cuerp o resu c ita d o conserva la plena
m aterialidad de su carne; pero puede decirse, al m ism o tiempo, que es espi­
ritual, puesto que adquiere cualidades nuevas que n o rm alm ente pertenecen
al alm a. P o r lo ta n to , el cu erp o glorioso de los elegidos se vuelve, al igual
que el alm a, in m o rtal e im pasible, y así escapa a los efectos del tiem po y de
la corrupción. Los p la n te a m ie n to s teológicos d edicados a las b ie n a v e n tu ­
ranzas del cuerpo de los elegidos, sobre todo en la obra de Anselmo de Can-
torbery, su b ra y a n ig u alm en te su perfecta belleza, p u esto que se conserva
eternamente en la flor de la edad (la de Cristo en el m om ento de su m uerte) y
con p roporciones arm o n iosas (los defectos del cuerpo terrenal se elim inan).
La claridad (claritas) lo vuelve lum ino so com o el sol, incluso tra n sp a re n te
corno el cristal. A dem ás, el cuerp o glorioso, d o tado de lib ertad y agilidad,
tiene el p o d e r de h a cer to do lo que quiera y de desplazarse com,o desee, sin
el m en o r esfuerzo y ta n rá p id a m e n te com o los ángeles. El m u n d o celestial
no es pues ese o rd en inm óvil y hierático que uno se im aginaría fácilm ente,
puesto que el m ovim iento se considera u n a cualidad que conviene a la per­
fección del cuerpo. F in alm en te, el cuerp o glorioso ex p erim en ta cierta vo­
luptuosidad (voluptas), que re su lta del ejercicio de los cinco sentidos y se
manifiesta en cad a u n o de sus m iem bros. Son evidentes las lim itaciones
que los clérigos atrib u y e n a la sen su alid ad p arad isiaca, pero p o r lo m enos
el recon o cim ien to de cie rta actividad de los sentidos sub ray a su necesaria
participación en la perfecció n de la perso n a h u m an a. E n resum en, la doc­
trina m edieval lleva m uy lejos la redención del cuerpo, que se juzga necesa­
ria p a ra la p len a b ien av en tu ran za del p araíso (ese "lugar de deleite con los
santos”, com o d e c ían los dom inicos en el siglo XVI, a cuyo cargo quedó la
evangelización de los tzeltales de C hiapas). Con su m aterialidad en carnada
y con la to ta lid a d de sus m iem bro s, el cuerpo, con sus virtudes de belleza,
fuerza, m ovim ien to y sen sualidad, e n c u e n tra u n lu g ar legítim o en la so­
ciedad perfecta de Dios. E sta rehabilitación del cuerpo se basa, sin em bar­
go, en dos exclusiones: si b ien el cuerpo glorioso está com pleto (y p o r lo
tanto, sexuado), es u n cuerpo sin funciones sexuales ni alim entarias, lo cual
elim ina dos aspectos que rem iten al hom bre a su efím era condición mortal v
a su necesaria reproducción, y que los clérigos juzgan incom patibles con ]a
n atu raleza espiritual del cuerpo glorioso. La cocina y el sexo no tienen lu­
g ar m ás que en el infierno.
Para te rm in a r este análisis, conviene aún subrayar que la relación entre
cuerpo y alm a es equivalente a la que une al hom bre con Dios. Como lo in­
dica Hildegarda de Bingen, al final de los tiempos "Dios y el hom bre no harán
m ás que uno, com o el alm a y el cuerpo”. A im agen de la unidad gloriosa de
los cuerpos esp irituales, los elegidos ad m itidos en la sociedad celestial se
reúnen en Dios; son de nuevo plenam ente a su "imagen y sem ejanza”, según
la relación que se in sta u ró con la C reación, pero que en tu rb ió el pecado
original. Como hem os visto, la visión beatífica, com prensión perfecta de la
esencia divina, supone la u n ión total con Dios, la cual, según reconocen los
teólogos, tiende a la casi divinización del hom bre. Estas concepciones de la
b ea titu d celestial escan d alizaro n p a rtic u larm en te a los paganos del Impe­
rio rom ano: la asunción de lo h um an o h asta el m undo divino y la glorifica­
ción de los cuerpos de los elegidos, quienes com parten entonces el "super-
cuerpo” otrora privilegio de los señores del Olimpo (Jean-Pierre Vernant), les
p areciero n —al igual que la E n carn ació n de Dios— m ezcolanzas escanda­
losas de lo h um ano y lo divino. Sin em bargo, esto nos perm ite entender que
las relaciones entre el cuerpo y el alm a, por una parte, y entre lo hum ano y lo
divino, p o r otra, constituyen dos aspectos estrictam ente correlacionados de
la antropología cristiana.
En sum a, lejos de definir su separación com o un ideal, el cuerpo glorio­
so propone a la cristian dad medieval la perspectiva de una articulación del
cuerpo y e] alm a. Pero aún hay que precisar que esta relación es fundam en­
talm ente jerárquica, pues ei cuerpo glorioso se caracteriza p o r su obediencia
absoluta a los dictados del alm a. Si se dice que es espiritual es porque está
som etido co m p letam en te al alm a. San B uenaventura, al evocar el deseo
m u tu o de reu n irse que co m p arten alm a y cuerpo, d escarta la idea de una
unión igualitaria, precisando la existencia de un “orden de gobierno” según
el cual el cuerpo obedece enteram en te al alm a. La redención del cuerpo
sólo es posible a expensas de su total servidum bre, según la dialéctica muy
cristiana de la h u m illació n y la glorificación. P aradójicam ente, el cuerpo
glorioso es u n m odelo de la so beranía del alm a, de la dom inación del alma
sobre el cuerpo; y es solam ente en este m arco que cobra sentido la insisten­
cia en el aspecto corporal de la resurrección. El cuerpo de los elegidos' per­
m ite p en sar u n a relación de lo corporal y lo espiritual que no sea ni mezco­
lanza ni estad o in term ed io (¡nada de sincretism o aquí!) ni to tal disyuntiva
(que conduciría de nuevo al dualism o). El “cuerpo espiritual” se define como
la u n ió n de dos principios en el seno de u n a m ism a entidad —pero es una
unión jerárquica (el alm a dom ina al cuerpo) y dinám ica (m ediante tal su m i­
sión, el cu erp o se eleva y se vuelve copia del alm a)—. É sta es la im agen
ideal .a la que debe te n d e r el h om bre desde su vida terren al, a ctu an d o de
m anera que el alm a dom ine al cuerpo y lo ayude a p rogresar hacia las reali­
dades esp iritu ales, en lu g ar.d e que el cu erp o im po nga su ley y su peso al
alma y la envilezca con el deseo de las cosas m ateriales.

La ARTICULACIÓN! DF LO CARNAL Y LO ESPIRITUAL: UN MODELO SOCIAL

Más allá de la dualidad de cuerpo y alm a, el debate sobre la definición de la


persona h u m a n a conlleva dos categorías m ás am plias —lo corporal y lo es­
p iritual— que contribuyen a o rd en ar la concepción de todas las realidades
del m.undo terrenal y del m ás allá. Todo lo que existe en el universo puede
rep artirse e n tre estos dos polos, o m ás bien se caracteriza p o r u n a form a
particular, positiva o negativa, de la articu lació n de lo corporal y lo esp iri­
tual. Es decir que esta p areja conlleva la concepción general de la sociedad
y del universo, y que el estatu to del alm a y del cuerpo en la p erso n a h u m a ­
na co n stitu j'e u n a ocasión privilegiada p a ra a b o rd ar cuestiones de alcance
muy general.

La Iglesia, cuerpo espiritual

Definir la im ag en ideal de la p erso n a h u m a n a com o la articu lació n je rá r­


quica y d in ám ica del alm a y de) cuerpo constituye un poderoso in stru m en ­
to de re p re se n tació n social, en u n m und o donde el clero, que se distingue
justam ente p o r su carácter espiritual, asum e una posición dom inante. Es sig­
nificativo que la noción de "hom bre espiritu al”, con la que designa san Pa­
blo a to d o c ristian o in sp irad o p o r Dios (i C orintios 2, 15), term in a, en la
época carolingia y sobre todo en los escritos de Alcuino, por designar espe­
cíficam ente a los clérigos. E n cu an to a los refo rm ad o res de los siglos xi y
xn, éstos h acen del versículo de san Pablo u n prin cipio jurídico que justifi­
ca la su p rem acía del papa, y p recisan que son los hom bres espirituales (ho-
m ines espirituales) los que constitu yen al co nju nto del clero, en co n traste
con los laicos, a quienes se les califica com o hom bres seculares (saeatlares
¡lamines) (Yves Congar). E n la sociedad m edieval es im posible, en conse­
cuencia, analizar la relación espiritual/corporal sin ver que es la imagen de
la distinción entre clérigos y laicos: Hugo de san Víctor, com o m uchos otros
autores, justifica de m an era explícita la su p erio rid a d de los clérigos sobre
los laicos, co m parán do la con la del alm a sobre el cuerpo (la dualidad del
alm a y del cuerpo, hom ologa a la del hom bre y la mujer, legitim a igualmen­
te la relación social de dom inación entre los sexos, no sin prom over su ne­
cesaria colaboración y la arm o nía que debe in sta u ra r el dom inio benévolo
—e inspirado en el am or a Dios— del h o m bre sobre la m ujer). Como vere­
m os en el próxim o capítulo, el sistem a de rep resentación al que la reforma
de los siglos xi y xn da su m ás extremo rigor define la condición de los clé­
rigos p o r su rechazo al p aren tesco carn al y p o r p ro c la m a r su renuncia a
cu alquier fo rm a de sexualidad. D ejando a los laicos la ta re a de reproducir
corpo ralm en te a la sociedad, los clérigos se con sag ran a la reproducción
espiritual de la sociedad m ediante la aplicación de los sacramentos. La repar­
tición de las tareas es clarísim a, de m odo que el gobierno del espíritu sobre
el cuerpo aparece com o el m odelo de la au to rid a d de los clérigos sobre los
laicos y el m edio de redención p a ra todos. E n efecto, la sociedad en su con­
junto sólo puede alcanzar la salvación si se deja g u ia r p o r su lado más es­
piritual, a saber, u n clero sacralizado p o r h a b e r re n u n cia d o a los lazos de
la carne.
P ara que el cuerpo glorioso funcione com o m odelo social, no solamen­
te hace falta que haya jerarquía, sino tam bién unidad. É sta se asegura con
la existencia de otro m odelo, que conviene relacionar con el del cuerpo glo­
rioso: la m etáfora de origen paulino, que concibe a la Iglesia com o un cuerpo
c u n o s m iem bros son los fieles y cuya cabeza es C risto (i C orintios 11). En
la época carolingia, con base en esto se designa a la Iglesia com o corpas
Christi, m ientras que la expresión corpas inysíicw n aparece, por ejemplo, en
la obra de Rabano M auro, para designar a la hostia. Luego, h acia mediados
del siglo xii, cuando la doctrina de la presencia real ya h a quedado bien esta­
blecida, u n “curioso cruzam iento" sem ántico m odifica el sentido de estas
formulaciones, de m odo que Corpus Christi se refiere en adelante a la euca­
ristía y corpus m ysticuin a la Iglesia (Henri de Lubac). La im agen del "cuer­
po m ístico” alude así a la Iglesia com o com u n id ad y le confiere una fuerte
cohesión, cualesquiera que sean las variantes a que se recurra. Así, Hugo de
san Víctor hace de los laicos el lado izquierdo de este cuerpo, y de los cléri­
gos el lado derecho (el m ás valorado), m ien tras que G regorio M agno com­
p a ra ya a los diferen tes grupos sociales con los m iem b ro s y los órganos
corporales, cuya co lab o ració n es indispensable. Ju a n de S alisbury (p o ste­
riormente o bispo de C h artres) da, en su Policraticus (1159), u n a versión
célebre de la m etáfo ra organicista de la sociedad, que p o r lo general se con­
sidera u n a teo ría del cuerpo político. Sin duda, el cuerpo que él describe es
el reino, cuya cab eza es el rey, pero su p ro p ó sito es ta n to m ás com patible
con las concepciones tradicionales de la Iglesia cuanto que el clero es el alm a
de ese cuerpo. Así, au n cuando dich a m etáfora puede aplicarse a entidades
más restrin g id as, la im agen de la Iglesia com o cu erp o expresa la so lid ari­
dad que unifica a la co m u n id ad de los cristianos, sin d eja r de afirm ar las
jerarquías que la com ponen, y m uy especialm ente la su p re m acía del clero.
Esto se hace m uy evidente cuando Bonifacio VIII fun d a las exigencias teocrá­
ticas del pap ad o en la noción del cuerpo m ístico, al decretar: “P o r aprem io
de la fe, estam os obligados a creer y m a n te n e r que hay tin a sola y S anta
Iglesia Católica y la m ism a Apostólica, y noso tros firm em ente lo creem os y
sim plem ente lo confesam os, y fu era de ella no hay salvación ni p erd ó n de
los pecados. Ella representa u n solo cuerpo m ístico, cuya cabeza es Cristo, y
la cabeza de Cristo, Dios” (bula Llnam sanctam de 1302).
La m e tá fo ra de la Iglesia com o cuerp o m ístico, donde e n tra en juego
una vez m ás la am b ig ü ed ad en tre in stitu ció n y co m u n id ad , ap a re ce así
corno uno de los m odelos que p erm iten p en sar la un id ad de la sociedad m e­
dieval bajo la conducción del clero. Se tra ta con toda evidencia de un cuerpo
cuya naturaleza es m uy singular, a 1a. vez colectivo y espiritual (esto es lo que
señala con su m a c larid ad S im ón de T ournai, m ae stro en teología en París
durante la segunda m itad del siglo xiii, cu ando afirm a, al a b o rd a r u n a cues­
tión que p reo cu p a a todos los teólogos de su tiem po, que "C risto tiene dos
cuerpos: el cuerpo m aterial h u m an o , que recibió de la Virgen, y el colegial
espiritual, el colegio eclesiástico”). No está prohibido c o n sid erar que este
cuerpo espiritual es hom ólogo a los cuerpos gloriosos, sin olvidar su equi­
valencia con figuras tan singulares com o la Virgen y Cristo. Así, la relación
bien o rd enada del cuerpo y el alm a que prod u ce el cuerpo glorioso no defi­
ne solam ente la co rrecta je ra rq u ía de clérigos y laicos, sino tam b ién su in­
clusión en el cuerpo colectivo que form a la cristiandad. C orresponde igual­
mente al estatu to m ism o de la Iglesia, institució n e n c a m a d a en la tie rra de
sus inm en sas p ro p ied ad es, co m p ro m etid a to talm en te con la organización
de la sociedad de los h om bres y provista de u n a m aterialidad o rn am en taria
cuya riqueza resplandece a la vista de todos, pero que no alcanza la legitim i­
dad salvo p o r el principio esp iritual que la anim a y en cuyo n om bre gobier­
na las alm as y los cuerpos. La Iglesia, en su u n id ad institucional, ideológica
y litúrgica, pued e definirse p o r lo ta n to com o u n cu erpo espiritual que or­
dena el m undo m aterial conform e a fines espirituales y celestiales.
La Iglesia tam b ién se pien sa com o im agen del cuerpo de la Virgen, El
paralelism o tiene u n a gran eficacia, pues M aría es u n cuerpo que engendra
a otro cuerpo sin m a n ch arse con el pecado y que, p o r m edio de la carne
sirve a los m ás altos fines espirituales de la divinidad. P or ello Ambrosio de
M ilán y otros clérigos m edievales que le siguen p resen tan el cuerpo virginal
de M aría com o la im agen de la pureza de la Iglesia, pureza que debe defen­
derse y m an ten erse in m acu lad a en m edio de las bajezas del m undo. Y así
como M aría procrea virginalm ente el cuerpo de Jesús, la Iglesia es la madre
que reproduce el cuerpo social p o r la virtud del E spíritu. Pero si bien la co­
rresp o n d en cia en tre el cuerpo eclesial y el cuerpo virginal de M aría es de
u n a eficacia ex tra o rd in a ria, la equivalencia en tre la Iglesia, com o cuerpo,
y Cristo es m ás im p o rta n te aún. De hecho, la E n ca rn ació n p o r la cual el
Hijo divino asum e u n cuerpo h um an o constituye otro m odelo esencial para
la Iglesia que, así com o lo hace el cuerpo glorioso, perm ite articular lo
corporal y lo espiritual.

La Encam ación, paradoja inestable y dinámica.

La E ncarnación se h a convertido, ju n to con la Trinidad, en uno de los pun­


tos centrales de la d o c trin a cristiana. Se le atribuye a O rígenes ( t 254) ser
uno de los p rim ero s en h a c e r hin capié en la divinidad de Jesucristo que
posteriorm ente prom ulgó com o dogm a el concilio de Nicea, en el año 325.
No obstante, en el im perio de C onstantino, la victoria del cristianism o pa­
rece ser la de u n m onoteísm o estricto, que rinde culto a un Dios Excelso que
se m anifiesta a través de diversos representantes terrenales, entre los cuales
Cristo es el m ás em inente (Eusebio de C esárea ve a Cristo com o “u n a espe­
cie de prefecto del soberano sup rem o” [Peter B row n]). U na vez que se pro­
clam a el carácter p lenam en te divino de Jesús, las dificultades inherentes a
la paradoja del dios-hom bre generan m uchos debates y condenas por herejía.
¿Cómo co m p ren d er la doble n a tu rale z a de C risto, quien debe ser a la vez
plenam ente Dios y totalm en te hom bre? ¿Cómo a d m itir que Cristo haya es­
tado som etido p o r com pleto a la finitud de la especie h u m ana y en particular
a la m uerte, sin a te n ta r contra la plen itu d infinita y eterna de su ser divino?
Aquí, el riesgo no es a trib u irle a Jesús m ás que u n a n a tu ra le z a h u m a n a y
volverse culpable así de n estorianism o, do ctrin a co ndenada p o r el concilio
de Efesio en el año 431 (Nestorio, patriarca de C onstantinopla de 428 a 431,
juzga rep u g n a n te so m e te r a Dios al d e sh o n o r de la co n dición h u m a n a y
deshace la lógica de la E ncarn ació n, sep arand o rad icalm en te las dos n a tu ­
ralezas, divina y h u m an a, de Cristo: según N estorio, es sólo el h om bre que
nace de M aría y m u ere crucificado, de m odo que el d estino terrenal de Je­
sús no afecta su n atu raleza divina), Pero, p o r el contrario, ¿cómo afirm ar la
plena divinidad de Cristo sin d ejar de p o n e r de m anifiesto que sufrió todos
los aspectos de Ja m iseria h u m a n a y que m u rió ig n o m in io sam en te en la
cruz? Aquí, el riesgo es priv ileg iar la n a tu ra lez a divina de Cristo, incluso
reducir su d estin o terren al a u n juego de ap arien cias, y c ae r así en el m o-
nofisismo, que el concilio de C alcedonia cond en ará com o herejía en 451 (es
la doctrina que se desarrolló en el seno de la escuela de A lejandría y la cual
afirma que la natu raleza de Cristo es una, a la vez divina y h u m ana, inclusi­
ve m ás divina que hum ana).
Sin em bargo, el debate resu rg e in cesantem ente, pues la ortodoxia cris-
tológica no solam ente im p o n e que deben ad m itirse las dos n atu ralez as de
Cristo, sino tam b ién reco n o cer entre am bas u n a u n id ad esencial y no sólo
accidental. Todavía en el siglo XII, las m o d alidades de a rticu la ció n de las
dos n atu ralezas de Cristo su scitan m uch as divergencias entre los teólogos.
Con diversos episodios y debates se tra ta de fortalecer el equilibrio p a ra d ó ­
jico que supone la noción de la E n carnación . P o r lo tanto, hay que descar­
tar cu alquier in sisten cia dem asiado u n ilateral en la d ivinidad de Cristo, lo
cual m in im izaría su h u m a n id a d , y cu alq u ier acento d em asiado hum ano,
que ocultaría, p o r lo m enos en parte, sn naturaleza divina, sin dejar de tra b ar
lo m ás estrecham ente posible am bas naturalezas. La m eta fundam ental de la
ortodoxia cristológica consiste pues en articu lar de la m a n era m ás estrecha
posible esos dos polos separados que son lo hu m an o y lo divino, de acuerdo
con u n a lógica que recuerda la del alm a y el cuerpo en la persona hum ana.
La E n ca rn a ció n h ac e que se u n a n lo h u m a n o y lo divino, im ágenes de lo
corporal y lo espiritual, y constituye así u n m odelo privilegiado p ara p ensar
la Iglesia.
Con todo y la prolijidad de las arg u m en tacio nes teológicas, la cristolo-
gía es pues uno de los m edios que la sociedad cristiana em plea para elaborar
las grandes cuestiones relacio n ad as con su fu n cio n am ien to y sus tran sfo r­
m aciones. La evolución de la figura de Cristo, d u ran te la E dad Media, p u e ­
de considerarse p o r lo ta n to u n b u e n in d icad o r de la dinám ica del feudalis­
mo. Sin salirse del cam po de la ortodoxia, que im pone p e n sar que Cristo es
a la vez ho m bre y dios, estos dos aspectos pueden asociarse de acuerdo con
diferentes equilibrios, com o lo m uestra, en tre otros ejem plos, la iconogra­
fía. Así, la im agen in tem p o ral de Cristo que rein a con toda m ajestad en su
trono, dentro de su m and o rla dorada, evidencia sobre todo su aspecto divi­
no (representa adem ás tan to al Padre, bajo la apariencia de Cristo, como al
Hijo m ism o [véase la foto IX.6]). Es de esta form a que se le representa parti­
cularmente durante la alta Edad Media. Sin embargo, no se olvida a la Encar­
nación, puesto que la figura de la Virgen con el Niño se difunde cada vez
m ás desde el siglo vi; pero los episodios de la vida h u m an a de Cristo y, en
particular, los de su infancia, se rep resentan poco. La iconografía de la cru­
cifixión, que d u ran te los siglos \'I y vil sigue siendo aún incierta y en ocasio­
nes es causa de escándalo, se im pone poco a poco com o tem a capital, pero
se d uda todavía en m o stra r a Cristo m uerto. Muy a m enudo se le represen­
ta con los ojos abiertos, y au n cuando puede ap arecer excepcionalmente, a
partir de la época carolingia, con los ojos cerrados, siem pre conserva los
pies bien p lan tad o s en su so p o rte y parece estar p arado firm em ente (véase
la foto \ i11.3 ). El c a rá c ter h u m illan te del suplicio de la cruz se soslaya y la
reticencia de mostrar a Cristo som etido p o r la m uerte sigue siendo grande.
Inclusive en la cruz debe prevalecer la gloria divina de Cristo, y su postura
evoca sobre Lodo la victoria de Dios sobre la m u erte y su triunfo salvador.
El acento se pone en la potencia gloriosa de Cristo m ás que en las peripecias
h u m an as de su destino terrenal. P robablem ente, es la señal de que la Igle­
sia, pese a estar co m p rom etid a con su tiem po, todavía funda esencialm en­
te sus valores en el desprecio del m u ndo y la fuga m onástica.
P osteriorm en te, a p a rtir del siglo XI, se pro d u ce un giro cuyas m ani­
festaciones se dejan sentir cada vez m ás durante los siglos XII y xiii. Este mo­
lim ie n to es inseparable de la elaboración de la d o ctrina de la presencia real
(véase el capítulo II de la segu n da p arte). E fectivam ente, la eucaristía es
entonces otro m odelo de articulación de lo corporal y lo espiritual, que hace
presente el verdadero cuerpo de C risto en todos los lugares donde los cris­
tianos celebran m isa. Se llega a concebir de hecho la celebración eucarística
com o la reiteración de la E n carn ació n m ism a, pues Cristo asum e un cuer­
po en la h o stia com o an tes en el seno de M aría. San Francisco afirm a con
toda claridad: "Cada día [el Hijo de Dios] se humilla com o cuando llegó de
los tronos reales al vientre de la Virgen; cada día viene a nosotros con hu­
m ilde apariencia; cada día desciende al a ltar desde el seno del Padre, en las
m anos del sacerd o te”. P aralelam ente, los tem as asociados con la E ncarna­
ción se am p lían de m a n e ra considerable. El aspecto hum an o de Cristo se
exalta p o r la m u ltip licació n de relatos sobre su infancia (num erosas tradi-
F o t o v h i .3 . Cristo en la cruz, triunfa sobra la m uerte (hacia 1020-1030 ; Evangeliario de le. abadesa
Uta, M unich, Siaatsbibliothek, Clm. 13601, f 3 v.).

Cristo en la cru z está to ta lm e n te vestid o y se m a n tie n e co n firm eza so b re su s pies, p o sad o s


uno ju n to a o tro , so b re su so p o rte . S us b ra z o s e stá n ex ten d id o s h o riz o n ta lm e n te ; su cabeza
está inclinada, pero sus ojos están bien abiertos. Se e n c u e n tra d en tro de u n a m an d o rla de fondo
durado que su b ray a la g lo ria divina. E ste tip o de rep re sen tació n de la crucifixión m anifiesta la
victoria del R ed en to r so b re la m u erte, lo q u e se ex p resa a q u í con sin g u la r claridad: en la p a rte
inferior de la m in iatu ra, la alegoría de la Vida co n tem p la al crucificado, m ien tra s que la p erso n i­
ficación de la M u e rte cae d e rrib a d a , co m o si u n a ex crecen cia a m e n a z a d o ra de la cru z la h u ­
biera golpeado (el eco d e esta d u a lid a d rea p a re c e p o r la o p o sic ió n de la Iglesia y la Sinagoga,
en los sem im ed allo n es laterales).
ciones apócrifas en cuentran u n lugar entre las concepciones aceptadas pol­
los clérigos). Se am plifican considerablem ente los ciclos iconográficos déla
infancia y en ellos se advierte u n a in sisten cia en la relación sensible entre
Cristo y su m adre. La representación de la Virgen am am antando al niño apa­
rece en el siglo x i i , m ien tras que la evidenciación de la desnudez del niño
—particularm en te su sexo— atestigua la plenitud de la E ncarnación.
Los ciclos de la Pasión ta m b ié n se enriquecen al detallar las pruebas
que pasó Cristo (coron ació n de espinas, flagelación, escenas de escarnio,
ascenso con la cruz a cuestas al calvario) y al m ultiplicar las im ágenes de su
m u erte (adem ás de la crucifixión, las escenas del descenso de la cruz y la
sepultura se vuelven m ás frecuentes). Al p a sar del siglo xn al x i i i se produce
u n a innovación que m u e stra los pies del crucificado fijados uno sobre otro
p o r u n solo clavo (en lu g ar de dos com o antes): la nueva iconografía, al re­
n u n c ia r a la p o stu ra re c ta y digna que h ab ía prevalecido anteriorm ente
obliga a rep resen tar las p iernas de Cristo flexiónadas y le inflige una torsión
incóm oda que, al irse acen tu an d o progresivam ente, hace que su cuerpo se
doble bajo su pro p io peso. En resum en, a p a rtir del siglo x t ii , a Cristo se le
o b lig a de m a n e ra ca d a vez m ás o ste n sib le a p a d e c e r las consecuencias
de su E ncam ación: la m uerte y la decadencia de un cuerpo que sufre y san­
gra. Sin em bargo, n u n ca se olvida su c a rác ter divino. La iconografía conti­
n ú a celebrando con profusión la gloria intem poral y la m ajestad de Cristo.
E incluso cuando es el Juez del últim o día, al m o strar su herida para indicar
que es p o r su E n carn ació n y su Pasión que puede otorgar la salvación y la
condenación, no se eclipsa en absoluto la referencia a su gloria divina. De
hecho, au n en el caso de las representaciones de la Crucifixión, la oposición
en tre el C risto que p adece y el Cristo que triu n fa no es u n a alternativa ta­
jan te. Siem pre se aso cian estos dos aspectos, aunque en proporciones va­
riables, y la in sisten cia en el su frim iento de la Pasión debe considerarse
com o u n a expresión del triunfo del Verbo encarnado.
La evolución que hem os observado indica solam ente que, sin exceso ni
ru p tu ra, la divinidad de Cristo se da a conocer m ás que antes en su dim en­
sión h u m a n a y e n c a m a d a, m u e stra de u n a nueva actitud de la Iglesia res­
pecto al m undo. Aquí po d ría h ablarse de un "cristianism o de encarnación”
(André Vauchez), a condición de aclarar que esta expresión designaría sólo
u n cristian ism o que acentúa fu ertem en te los aspectos relacionados con la
encarnación, pues del m ism o m odo que Cristo no podría ser hom bre si ol­
vidara que es Dios, el m und o terren al no puede en ningún caso ser un valor
en sí en la cristian d ad m edieval. Lo que se advierte es la capacidad crecien­
te para a su m ir la dim en sión h u m a n a de Cristo, con todo lo que eso supone
de abatim iento, p ad ecim iento y hum illación. A hora bien, esta aptitu d p a ra
pen sarla p resen cia de Cristo entre los ho m b res tam b ién significa la capaci­
dad p ara v alo rar la dim ensión m aterial del m undo terrenal e incluirla ente­
ram ente en la lógica e n c a rn a cio n a l que a rtic u la lo divino y lo h u m ano, lo
corporal y lo esp iritu al. D icho de otro m odo, la acen tuación de la h u m a n i­
dad de Cristo no supo ne en absoluto u n m enoscabo de su divinidad. C ontri­
buye, p o r el co ntrario , a exaltar u n a naturaleza divina que se ha m antenido
intacta pese a todas las hum illaciones y contingencias h u m an as a las que se
expuso. E n este p ro ceso no hay m ás que u n solo ganador: la dinám ica en ­
carnacional m ism a, que m anifiesta su p o d er con m ayor'esplendor que n u n ­
ca, desde el m om ento en que el peso acentuado de la h um anidad logra fijarse
sin ru p tu ra a la divinidad to d o p o d ero sa. E n eso pu ede verse u n a im agen
ideal del triu n fo de la Iglesia, un a iglesia situ ad a en el m undo y, sin em bar­
go, sacralizada, u n a iglesia e n cam ad a y, no obstante, esencialm ente unida a
la divinidad. Y m ie n tra s que la alta E d a d M edia no veía la salvación m ás
que en la h u id a y el desprecio del m undo, la institución eclesial, una vez que
llega a la cim a de su poder, m anifiesta su capacidad p a ra asu m ir el m undo
m aterial, p a ra h acerse cargo de él con el fin de tra n sfo rm arlo en una reali­
dad espiritual y co nducirlo hacia su destino celestial.
E n los siglos xiv y xv, la d in ám ica en carn acio n al se am plifica a ú n m ás
y asum e entonces u n a fuerte connotación de sufrim iento. La insistencia en
el Cristo m u erto se a ce n tú a al grado de b u sc a r p o stu ras cada vez m ás con­
torsionadas, que m u e stra n la cabeza del crucificado cayendo hacia adelan ­
te y sus rasgos d efo rm ad o s p o r el dolor, así com o h e rid a s ab iertas de las
que fluye san g re en fo rm a cada vez m ás copiosa (véase la foto a to .4). Me­
diante la a c u m u lació n de tan to s signos de u n a m u erte ato rm en tad a, lo que
se bu sca su b ra y a r e in cluso d ra m a tiz a r es la in te n sid a d del sacrificio al
que co n sin tió D ios. E s ta evolución de la figura de C risto p ro fu n d iza aún
más la lógica de la E n c a m a c ió n y p o r lo ta n to p arece acorde a las necesi­
dades de la in stitu ció n eclesial, m ás a u n si co n sideram os que estos Lemas
hacen eco del crecim ien to que conoce entonces la devoción eucarística (la
sangre del crucificado es tam b ién la que b ro ta de la h o stia p ro fan a d a p o r
los judíos, p ru e b a de la presencia real que exalta la fiesta de Corpus Christi,
que se h a vuelto tan im p o rtan te). No obstante, h ay que preg u n tarse si esta
evolución, en u n p erío d o m arcad o p o r la o m n ip resen cia de la m uerte m a ­
siva, no se aleja del triu n fo m ás equ ilib rad o de los siglos xii y xm . La Igle­
sia sin d uda conserva su posición dom inante, pero parecería que el dom inio
E ste g ran crucifijo ele m a d e ra m u e s tra al S alv ad o r so m e tid o a u n a m u e rte d o lorosa, p ara su
m ay o r gloria. Su cabeza cae hacia ad elan te, con los rasgos tensos y los ojos c e n a d o s . Un solo
clavo fija su s pies, un o so b re o tro , y el cu erp o se desp lo m a p o r efecto de su p ro p io peso, los
b ra z o s en d iag o n al y las ro d illas d o b lad as. R e saltan las costillas, así com o las venas de sus
m iem b ro s d escarn ad o s. El su frim ie n to de C risto su b ray a la in te n sid a d de su sacrificio reden­
to r y, p o r lo lam o, el p o d e r de u n a div in id ad cap az de a s u m ir se m ejan te hu m illació n . Es un
llam ad o u rg en te a am arlo y a so m e te rse a u n D ios que se h a en treg ad o v o lu n taria m e n te a los
u ltrajes del destino hum ano.
del juego en ad e la n te se h a b rá de m a n te n e r a expensas del a u m en to del
suplicio, la inflación de la sangre vertida y la cuenta obsesiva de los sufrim ien­
tos padecidos.

Una institución encarnada,


fundada en valores espirituales

La rep resen tació n de Cristo, p o r lo tanto, hace eco de la posición de la Igle­


sia en la sociedad. Se trate de Cristo o de la Iglesia, la cuestión central consis­
te en definir las m odalidades precisas de articu lación de lo h u m an o y lo di­
vino, de lo espiritual y lo corporal, en el seno de u n sistem a que, cualquiera
que sea el eq u ilib rio que ad o p te, se fu n d a n ece sa riam e n te en su c o n ju n ­
ción. El p ro b lem a que p la n te a esta articu lació n tiene dos sentidos: ¿cóm o
justificar la situ ació n m aterial de u n a in stitu ció n cuya vocación es fu n d a ­
m entalm en te esp iritu al?, y, p o r el contrario, ¿cóm o h a ce r p a ra que lo car­
nal se vuelva espiritual?, es decir, ¿cóm o espiritualizar lo corporal? Es sola­
mente en la m ed id a en que- hace prevalecer su capacidad p a ra espiritualizar
lo corporal y pa ra prom over la ascensión de lo hum ano h asta lo divino que la
Iglesia, in stitu ció n e n c a rn a d a y b asa d a en los valores esp irituales, puede
ser legítim a. Los sacram en to s que están en el núcleo de la m isión de la Igle­
sia no tien en otro p ropósito que aseg urar esta espiritualización de las reali­
dades corpo rales. Así, el b a u tiz o sup erp o ne u n ren a c im ien to espiritual al
nacim iento cam al; ofrece al h o m b re de carne y hueso, que h a nacido con la
m a n c h a d el pecado, la grácia divina y la p ro m esa del p araíso celestial. Asi­
mismo, la eucaristía, que desde entonces se concibe com o el verdadero cuer­
po y la verd ad era sangre de Cristo, alim enta el alm a de los fieles y funda r i­
tualm ente su p erte n e n c ia al cuerpo espiritual que con form a la cristiandad.
Finalm ente, la evolución del m atrim onio, que se convierte precisam ente en
el siglo x n 'e n sacram en to, m u e stra que no se tra ta en absoluto de ab an d o ­
nar a los laicos a la carn e y al pecado: el m atrim onio , sacralizado y poco a
poco clericalizado, define el m arco legítim o de la actividad re p ro d u c to ra y
la integra en el seno de u n a alianza de tipo espiritual, que se concibe a im a­
gen y -sem ejanza de la u n ió n de Cristo y la Iglesia. Lejos de a b a n d o n a r al
m atrim onio al escarn io y al d esprecio que su scitan las cosas cam ales, el
proceso que conduce a su rehabilitación como sacram ento pretende asum ir
positivam ente la reprod ucció n sexual esp iritualizando la alianza cam al.
Insistam os aú n en u n rasgo o m nipresente del pensam iento clerical, que
consiste en h a c e r de lo m a te ria l la im agen de lo e sp iritu al. Son in c o n ta ­
bles los textos que se esfuerzan en aso ciar estos dos planos, en hacer que se
correspondan. Así sucede, p o r ejemplo, cuando el desplazam iento físico que
supone u n a p ereg rin ació n se concibe al m ism o tiem po com o un progreso
m oral y espiritual hacia Dios (de igual m odo, todos los gestos y rituales que
prom ueve la Iglesia tienen validez en cu an to signos visibles de realidades
invisibles y espirituales). E sta asociación de planos diferentes, susceptibles
de pensarse el uno m ediante el otro, podría parecer como un degradante con­
tagio del espíritu p o r la m ateria. Pero, p ara los clérigos, la dinám ica funcio­
n a en sentido contrario: se tra ta de d escifrar la significación sim bólica ele
las realidades terrenales, de alcanzar el sentido alegórico de los textos bíbli­
cos tras su sentido literal; en sum a, de elevarse de lo m aterial a lo espiritual.
Las im ágenes de culto que se m ultiplican entonces en Occidente no se justi­
fican de otro m odo: u n pedazo de m a d e ra o de p ied ra no tiene en sí virtud
alguna, pero la im agen es legítim a, p u esto que su contem plación permite
que el alm a se eleve h asta las p ersonas santas o divinas que representa (véa­
se el capítulo vi). E ste fenóm eno de elevación indica que la asociación cons­
ta n te de lo esp iritu al y lo m aterial que pro d u ce el p ensam iento clerical no
es p ertinente salvo si la dinám ica está o rientada correctam ente.
Es in útil m u ltip licar los ejemplos: ya se tra te de la condición del clero,
del m atrim onio o de las imágenes, el esquem a es el m ismo, siem pre fundado
en la doble relación de distinción je rá rq u ic a y articulación dinám ica de lo
m aterial y lo espiritual. É ste es u n aspecto fu n d am en tal de la lógica de las
rep resen tacio n es en el seno de la Iglesia m edieval. Las nociones opuestas
de lo carnal y lo espiritual, lo divino y lo hu m an o (y quizás tam b ién de lo
sagrado y lo profano) no deben ni confundirse ni separarse (en el sentido de
que se m antengan sin relación). Deben distinguirse estrictam ente (en cuanto
a sus naturalezas respectivas), jerarquizarse (a fin de que el m ás digno m an­
de al m enos digno) y articularse (es decir, ponerse en relación en el seno de
u n a en tid ad unificada). Se tra ta de producir, en todas las ocasiones, una
articulación jerárquica en tre entidades que a la vez son d istin tas y se con­
ju n ta n en u n a u n id a d fuerte (véase las gráficas vni.l y vm . 2 ). É ste es el es­
quem a de la p ersona h u m an a que ya analizam os. Y ésta es tam bién la im a­
gen de la cristiandad, que se funda en u n a separación cada vez m ás estricta
en tre clérigos y laicos, pero que ab arca sin em bargo a estos dos grupos en
u n solo cuerpo, d estinado a u n fin único. E n am bos casos, la articulación
de las entidades contrarias debe ser estrictam ente jerárq u ica y dinám ica. Si
b ien la E n carn ació n es un descenso del p rincipio divino, que se aloja en lo
hum ano, tam b ién es la g aran tía de u n a ascensión que perm ite la redención
G r á f ic a v n i . l . a )el cuerpo glorioso, modelo ideal de ¡a persona cristiana;
b) la cnnccjH'ion dnalisia de la jiersona.

G r á f ic a v m .2 .
t _ __■
H om ologías entre el cueipo glorioso, la E nca m a ció n de Cristo y la Iglesia.
de la humanidad y eleva la materia de los cuerpos hasta las virtudes del alrna
Asimismo, la Iglesia es una encam ación institucional de valores espirituales
y p o r ello es el agente de una espiritualización de las realidades mundanas v
el in strum ento indispensable del avance de los hombres hacia su salvación.

U na MÁQUINA PARA ESPIRITUALIZAR,


ENTRE DESVIACIONES Y AFIRMACIONES

Peligros en los extremos:


separación dualista y mezclas inapropiadas

E sta articulación je rá rq u ic a de entid ad es d istintas, que se advierte en el


núcleo de la lógica eclesial, no se im pone sin cuestionam ientos ni resisten­
cias. Se m antiene efectivam ente en un equilibrio inestable, que puede rom­
perse de dos form as opuestas: sea porque prevalezca una com pleta separa­
ción en tre en tidades c o n tra lla s, sea p o rq u e éstas se m ezclen dem asiado a
riesgo de confundirse y, sobre todo, de provocar una contam inación del prin­
cipio m ás em inente. Como liem os visto, m uchas herejías atacan en el prime­
ro de estos frentes: el dualism o cátaro rech aza to d a asociación entre lo es­
piritual y lo m aterial, pretendiendo separarlos absolutam ente y cuestionando
así de la m an era m ás radical la lógica eclesial. Los cátaros la to m an contra
un clero desvirtuado por sus riquezas materiales y que transige con el mun­
do, con denando n u m ero sas prácticas com o el m a trim o n io y el culto a las
imágenes, negando igualmente la presencia real y la resurrección de los cuer­
pos. Afirm ar que el esp íritu sólo p u ede salvarse si se sep ara del cuerpo y
que cualquier alianza con la m ateria es necesariam ente u n a corrupción sig­
nifica m in ar los fundam entos de la in stitución eclesial y de la sociedad me­
dieval en su conjunto. Por ei contrario, al reforzar su propia lógica a través de
su lucha victoriosa co ntra las herejías, la Iglesia aparece cada vez m ás como
una inmensa m áquina para espiritualizar lo corporal, para conducir al mun­
do terrena.1 h acia su fin celestial. Y la h o m ología de estas e stru ctu ras —la
E ncarn ació n , la posición del clero, los sacram en to s, las im ágenes, la con­
cepción de la p e rso n a— qued a confirm ada p erfectam en te p o r el hecho de
que las cuestionen co n ju n tam en te las herejías que, entre los siglos XI y XIII,
atacan el dom inio de la Iglesia católica.
E n el otro frente, toda confusión dem asiado p ro n u n ciad a entre lo m a­
terial y lo espiritual corre el riesgo de p o n er en peligro la posición de la Igie-
sia, la cual se b asa en la estric ta distinción de estos térm in o s. D u ran te los
siglos xi y xii , la lu ch a co n tra sem ejantes m ezcolanzas m an tien e m uy ocu­
pados a los clérigos, pues tienen que defender la "libertad” de la Iglesia y su
pureza, rec h az an d o la in tru sió n de los laicos en los asu n to s del clero, q u i­
tándoles a los señores feudales el control de las iglesias rurales e im ponién­
doles a los p relad o s u n celibato que los aleje de la co rru p ció n cam al. No
obstante, el an ticlericalism o, que se m an ifiesta ab ie rta m e n te d u ra n te los
episodios de la reform a gregoriana y que siem pre está presto a resurgir para
denunciar la riq u eza excesiva de los clérigos, sus intereses m ateriales y sus
hábitos poco afines a su vocación, no hace m ás que intensificar la exigencia
que la Iglesia m ism a ha hecho suya. E sto quiere decir que el lím ite entre la
articulación leg ítim a de lo corp oral y lo espiritual, y su confusión indigna,
es tan sutil com o inestable y está sujeta a cu estionam iento. Eso que la Igle­
sia hace valer com o u n equilibrio positivo siem pre es susceptible de d en u n ­
ciarse —sea p o r la crítica anticlerical de los laicos, sea p o r los grupos clerica­
les que fu n d a n su prestigio en u n a exigencia m ás ascética— , com o un
compromiso degradante con el m undo y con. la m ateria. La justa articulación
de lo corporal y lo espiritual es objeto, p or lo tan to, de conflictos que resur­
gen sin cesar: esto no tiene n ad a de sorpren dente, pues es el orden legítim o
de la sociedad el que ah í se define.
Sin em bargo, h ag am o s u n a precisión de v o cabulario p a ra ac la ra r este
aspecto im p o rtan te . La oposición b ásica se d a e n tre lo corp o ral (corpas,
caro) y lo esp iritu al (spiritus, anim a), pero es solam ente su m odo de a rtic u ­
lación (o de sep aració n) el que p ro d u ce valores positivos o negativos: si el
cuerpo se a b an d o n a a sí m ism o o si d o m in a al espíritu, vence el m al y uno
se hunde en lo carnal (carnalis); si el espíritu se im pone al cuerpo, triunfa el
bien y se tienen realid ad es esp irituales, q uizás h a sta un cuerpo espiritual
(corpus spirituale). Los spiritualia., p a rte integ ral de este ú ltim o conjunto,
designan to do lo que tiene que ver con la Iglesia, sus poderes sac ra m e n ta ­
les, su ju risd icció n y sus b ienes m ateriales. Se oponen a los temporalia, los
poderes y b ienes que p ueden a su m ir los laicos (au n q u e tam bién pueden
hacerlo las a u to rid a d e s eclesiásticas) y que no n e c esariam en te son co nde­
nables, pero que sí son, de todas form as, incapaces de alcanzar p o r sí solos
un fin esp iritu al y, p o r lo ta n to , tie n e n que a c e p ta r la preem in en cia de los
spiritualia. P o r consiguiente, el aspecto d eterm in an te es la orientación que
se da a la articu lación de lo espiritual y lo corporal: la sum isión del alm a al
cuerpo y la in tru sió n de los laicos en los spiritualia p ro d u cen u n a m an ch a
infam ante, m ie n tra s que la in terv en ció n de los clérigos en los asu n to s de
los laicos (por ejem plo, el m atrim on io) es p o rta d o ra de purificación y espi­
ritualización. Es p o r ello que pueden existir bienes m ateriales calificados
de spiritualia y de m a n era m ás general, cuerpos espirituales, comenzando
p o r la Iglesia m ism a.
E sta acertad a articu lació n de lo corporal y lo espiritual supone en pri­
m er lugar su clara separación. Toda idea de m ezcla entre estos polos opues­
tos resu lta p o r lo ta n to un obstáculo. A hora bien, es posible advertir indi­
cios de esto en ciertas concepciones del alm a. La idea de que ésta, en vez de
ser enteram ente espiritual, posee cierta corporeidad no es totalm ente ajena
al pensam iento de la Iglesia. La profesó en particular Tertuliano en el siglo n,
y luego la adoptaron ciertos clérigos de los siglos v y vi, antes de que la des­
m in tieran teólogos p o sterio res. A parte del a rg u m en to de que sólo Dios es
totalm ente inm aterial, la cuestión a la que ya aludim os del castigo infernal
es un buen m otivo p a ra d e sa rro lla r sem ejantes concepciones: en efecto,
¿cómo ad m itir que el alm a sep arada pueda su frir el efecto del fuego del in­
fierno sin p en sar que posee alguna form a de corporeidad? Pero como vimos
en el capítulo anterior, esa dificultad se resolvió y, así, se elim inó la necesi­
dad de rec u rrir a la idea de cierta corporeidad del alm a. Son sobre todo las
concepciones laicas las que suelen distan ciarse de la do ctrin a de la Iglesia,
sin que por ello le parezcan necesariam ente inaceptables a ésta. De hecho, di­
chas concepciones suelen h acer del alm a u n doble que posee cierta realidad
p arcialm ente física. E n este universo, calificado a veces de folclórico, todo
lo que concierne al alm a tiene que en carn arse en gestos o hechos m aterial­
m ente com probables, com o cuando se quita u n a teja del techo de la casa de
u n m o rib u n d o p a ra facilitar la p a rtid a de su alm a, o tam bién cuando la
aparición de un espectro deja u n a m a rca física en el cuerpo del visionario.
Testim onios com o éstos no son p o r lo dem ás propios de los laicos y abun­
d an en los relatos tra n sm itid o s p o r los clérigos. P or ejem plo, Jacques de
Vitry y E steban de B arbó n relatan cóm o u n a gota de sudor de u n alm a con­
denada, que llega desde el infierno, p e rfo ra la m ano del visionario. Aun
cuando deben tenerse en c u en ta otros elem entos, aq u í se aprecia cóm o la
necesidad de d ar m ayor fuerza a los rituales y las creencias incita a conferir
cierta corporeidad a los seres espirituales.
Los h a b ita n te s de M ontaillou, quienes com p arten la idea de un vaga­
bundeo de las alm as en tre los vivos, reco m ien d an a estos últim os que no
cam inen con los b razo s sep arad o s p a ra no "tirar" a algún alm a en pena
(E m m anuel Le Roy L adurie). Aquí, falta u n a doble separación: las almas
no se en cu en tran en un lugar especial, separadas de los vivos, com o exige la
d octrina de la Iglesia; en consecuencia, lo esp iritual se u b ica en el cam po
m aterial, a tal grado que las alm as son susceptibles de ser afectadas "física­
m ente” p o r las acciones de los h om bres de carne y hueso. Aquí tenem os un
ejemplo p a rticu la rm en te claro de m ezcla sin separación entre lo espiritual
y lo m aterial. C uando tales infracciones se lim itan a creencias o costum bres
puntuales, la Iglesia las tolera; pero el caso de M ontaillou, refugio apartado
donde los resto s de la herejía c á ta ra se entrem ezclan con concepciones fol­
clóricas que no se som etieron adecuadam ente a los m oldes clericales, m ues­
tra que tales in fraccio n es co rren el riesgo de a fe cta r aspectos im p o rtan tes
de la organización social, com o sucede en este caso con el m onopolio de la
m ediación e n tre los vivos v los m u erto s que la Iglesia p reten d e m an te n e r
(los aldeanos en efecto otorgan a ciertos laicos, que califican de “armiers" la
capacidad de establecer com unicación con los difuntos).

Encarnación de ¡o espiritual
.y espiritualización ele lo corporal

Por o tro lado, la Iglesia tien e q u e lu ch a r contra in terp re tacio n e s erróneas


de las re p rese n ta cio n e s que ella m ism a difunde, y en p a rtic u la r c o n tra la
tendencia a in te rp re ta r co rp o ralm ente realid ad es que son m ás bien esp iri­
tuales. El p arad ig m a de esta percepción laica es la reacción de Francisco de
Asís cuando a éste, a p u n to de convertirse, el Cristo de San D am iano le m an ­
da re c o n stru ir su iglesia. El e n tu sia sta visionario se pone entonces a re h a ­
cer la capilla, an tes de co m p ren d er que el m ensaje de Cristo se refiere a un
sentido em in en te m e n te m ás espiritual de la “Iglesia”: p u e sta en escena de
lo que Ja élite co n sid era co m o la ing en u id ad laica, la cual no puede ir m ás
allá de u n a lectu ra en sentido literal, m ien tras que la ciencia clerical reivin­
dica el arte de descifrar los sím bolos y descubrir, a través de las apariencias
sensibles, las significaciones m ás espirituales. G uiberto de N ogent enfrenta
una ten d en cia del m ism o tipo, pero ap licada esta vez a la n atu raleza del
alma, cuando se burla de quienes creen que el alm a posee u n cuerpo, so p re­
texto de que las im ágenes la re p re sen ta n com o un niñito desnudo. Sin em ­
bargo, es p reciso reco n o cer que la Iglesia favorece estos deslizam ientos al
optar sin reservas p o r la im agen som atom orfa del alm a, a la que dota de to ­
das las a p arien cias de u n cuerpo. Sin d uda, p a ra decirlo con propiedad, la
im agen n a d a dice de la n a tu ra le z a sustancial del alm a, y podem os ad m itir
que m uestra, de acu erd o con la definición agusíiniana, una realidad espiri­
tual do tad a de u na sem ejanza corporal. Pero au n así la im agen se presta
fácilm ente a u n a lectura que tiende a corporeizar lo espiritual. El arte de los
siglos xiv y xv acen túa au n m ás la dincullaa, dando form a con frecuencia a
un verdadero re tra to del alm a, doble p erfectam en te individualizado del
cuerpo que h abita. E n el caso de Judas, el retrato 110 es precisam ente hala­
gador: la n ariz curva indica sin lugar a dudas u n alma judía y la exhibición
de su sexo subraya la bajeza carnal del traidor (véase la foto vm.5).
Inclusive la im agen del alm a de un santo ta n glorioso com o Tomás de
Aquino puede ad q u irir una corporeidad sorprendente, al grado de que lejos
de elevarse p o r sí m ism a com o un cuerpo aéreo, tiene necesidad del sostén
m uy físico de san Pedro y san Pablo p ara separarse de la gravedad terrestre
y alcan zar el p araíso celestial (véase la foto vra. 6 ). ¿Por qué insiste tanto la
iconografía en la co rporeid ad ap arente del alm a —en contraposición a los
esfuerzos teológicos de aquél a quien se llam a el D octor Angélico—? No re­
sulta im posible explicarlo en el m arco de la lógica eclesial, que se dedica a
establecer correspondencias entre lo espiritual y lo corporal, y se m uestra in­
cluso p erfectam ente capaz de expresar lo espiritual en térm inos materiales,
siem pre que este descenso lo justifique finalm ente u n a dinám ica ascenden­
te. Pero tam b ién hay que su b ray ar que esta representación aparece en una
región de Italia central que dom in ab an entonces los condes de Aquino, des­
cendientes de los padres de santo Tomás, que se apoderan de su culto como
si fuera u n asu n to de fam ilia. Allí, Tomás de Aquino es m enos un doctor de
la Iglesia universal que u n prójim o, un ser fam iliar, arraigado en su tierra
natal. No se excluye p o r lo tan to que el peso de los intereses de su parentes­
co y de la recuperación laica del santo hayan contribuido a “corporeizar” el
alm a de Tomás. La ten d en cia a en c a rn a r lo espiritual aparece así a la vez
corno uno de los com ponentes de la lógica del sistem a eclesial y como resul­
tado de su conciliación con los intereses y las representaciones de los laicos.
De m a n e ra m ás general, la p osición de la aristo cracia laica introduce
u n factor de tensión notable. C iertam ente, u n a vez tran scu rrid o el periodo
de conflictos violentos, co ncernientes m uy particu larm en te a las reglas del
m atrim o n io , la ideología clerical p e n e tra y e stru ctu ra en b u ena parte al
grupo nobiliario (véase el capítulo n de la prim era parte). La afirm ación del
fn 'a m o r s es u n ejem plo, a p ro pósito del cual ya m encioné el análisis de
A nita G u erreau -Jalabert. Siendo la reivindicación de u n arte refinado del
amor, el f n ’am ors es u n m edio p a ra distinguirse de los pecheros, que están
condenados a a m a r vulgarm ente. Pero, al prom over la sublim ación del de­
seo y la su sp en sió n (al m en os tem p oral) de la consum ación sexual, el
F oto vijn.5. La m uerie ignom iniosa de Jud as (finales del siglo xv, fresco de Cu anni Canavesio,
Notre D am e des Fontaines, La Brigue).

E! Nuevo T estam en to re la ta qu e Ju d a s se cuelga despu és de su traició n y que su vientre revien­


ta. P ero es la ic o n o g ra fía la q u e ju z g a q u e su alm a no es d ig n a de salirle p o r la b oca (en o tro
contexto to ta lm e n te d iferen te, en el siglo x iit el p o eta R uteb euf, en su sá tira de las clases p o p u ­
lares, dice q u e el a lm a de u n villan o n o le sale p o r la b o ca, sin o p o r el an o , com o flatu le n cia
apestosa que hace h u ir al m ism ísim o dem onio). Aquí, u n d em onio que tiene, com o es frec u en ­
te en la ico n o g rafía del siglo xv, o tro ro stro en el vientre, le a rra n c a el alm a a Ju d a s de sus vis­
ceras sa n g u in o le n ta s. El tr a id o r Ju d a s p e rm ite así c a ric a tu riz a r a los judíos: se lo re p re se n ta
con la larga n a riz curv a que se les atrib u y e e incluso su alm a rep ro d u ce sus nefastos rasgos. El
hecho de q u e el a lm a se re p re se n te se x u a d a es ex cepcional y esto se asocia co n el c a rá c te r
m aléfico de Judas.
F oto vni.6. E l alma de sanio Tomás de Aquino es llevada ai cielo p o r san Pedro y san Pablo
(hacia 1420, frescos de Santa María del Piano en Loreío Aprulino, Ahrncia).

E n un am p lio ciclo p ictó ric o d edicado a sa n to Tomás (m u erto en 1274) y en co m en d ad o p o r su pariente el


con d e F ran cisco II de A quino, la ascen sió n del alm a tiene lu g a r en tre las h o n ra s fúnebres y el enrierro. En
la im agen se acu m u lan singularidades iconográficas. E fectivam ente, al alm a está dolada de una corporeidad
n o tab lem en te red o n d ead a y, en vez de elevarse p o r sí m ism a com o un cuerpo aéreo, es objeto de una asom­
b ro sa m an ip u lació n física: sa n P ed ro y sa n P ablo tien en que ayudarla,, apoyándola y em pujándola por las
nalgas., p a ra p o d er a rra n c a rla de la gravedad y lev an tarla h a s ta el ab razo que le ofrece Cristo, quien sale de
la m an d o rla celeste p a ra recibirla.
f n ’nm ors rep ro d u c e a su m a n e ra los valores clericales. Es en efecto p o r su
carácter m ás elevado y m ás espiritual que puede co nstituir un m edio de dis­
tinción y de legitim ación de la aristocracia. Por lo tanto, volvemos a encon­
trar, en la lite ra tu ra y la c u ltu ra corteses la lógica de la articu la ció n de lo
espiritual y lo corporal, y sobre todo el princip io de la esp iritu alizació n de
las realidades corporales, propios de la ideología clerical. Pero si é l f n ’amors
es u n a esp iritu aliza c ió n del am o r y si el ciclo del S anto G rial confiere un
ideal esp iritu al a la caballería, no p o r eso d esap arece to d a tensión con el
clero. E n efecto, la aristo cracia reto m a la regla de la superioridad de lo es­
piritual sobre lo carnal, pero la in terp reta a su favor y se afirm a ella m ism a
como u n a en c a rn a ció n de los valores espirituales, in d ep en d ien tem en te de
la m ediación de los clérigos.
P ueden h acerse observaciones sim ilares a pro p ó sito de las h ad as que
aparecen en la lite ra tu ra cortés (Anita G u erreau -Jalabert). A sociadas con
los bosques y con los espacios exteriores, las h ad as se caracterizan p o r su
ex trao rd in aria belleza y p o d eres m ágicos que las su stra e n de las re stric ­
ciones del espacio y el tiem po. Son a la vez buenas cristianas, que asisten a
misa, y perfectas d am as cortesanas, am igas y parientes de valientes caballe­
ros. Se tra ta pues de p erso n ajes em inentem en te positivos, que expresan el
ideal de la a risto c ra c ia laica, sin d ejar de to m a r en c u e n ta los preceptos
eclesiásticos. De nuevo en co n tram o s allí la lógica de la articulación de lo
espiritual (en p a rtic u la r las virtudes y los poderes so b renaturales) y lo cor­
poral (sobre todo la belleza física). E n resum en, la cultura cortesana no nie­
ga la su p erio rid a d de los valores espirituales p roclam ados p o r la Iglesia, y
por lo tan to se sitú a en el m arco de las estru ctu ras fundam entales de la so­
ciedad cristiana. Sin em bargo, cuestiona el po d er eclesiástico, reform ulan-
do esos m ism os valores en su favor y poniendo en escena valores esp iritu a­
les que no e n c a rn a n los clérigos, sino la a risto c rac ia m ism a o las figuras
im aginarias que la rep resen tan . M ediante la espiritualización de sus p ro p ó ­
sitos y la co n stitu c ió n de u n a fo rm a p ro p ia de lo so b ren atu ral, la nobleza
prom ueve la leg itim id ad de su dom inación y reivindica cierta au to n o m ía
respecto al clero.
E n sum a, la in stitu ció n eclesial se afirm a en m edio de fuertes tensiones
que la exponen a la crítica en dos vertientes. P or u n lado, enfrenta p erió d i­
cam ente p o stu ra s m ás esp iritu ales que las que ella m ism a llega a asum ir.
Por lo tan to , debe co m b atir aquellas a las que em puja hacia la herejía y m o ­
d erar las que conserva en su seno. Pero siem p re tiene que desconfiar de
quienes reivindican un estado espiritual perfectam ente pu ro (y que, pronto,
con John Wyclif, p retend en h acer que prevalezca la Iglesia de los predesti­
nados sobre la Iglesia in stitu cionalizad a, en c arn ació n del Anticristo), por
no m encionar a quienes pretenden h ab lar en nom bre del E spíritu (como los
discípulos radicales de Joaqu ín de Fiore). Si el E spíritu inspira directam en­
te al devoto y si éste por sí solo alcanza el estado espiritual, ¿para que sirve
entonces la Iglesia? La in stitució n se fu n d a en valores espirituales, pero el
exceso de espíritu am enaza a la institución. Digám oslo una vez más, ésta se
p iensa com o u n cuerpo espiritual, es d ecir tam b ién com o una encarnación
de valores espirituales. El riesgo inverso es una atenuación o desviación de
la dualidad espiri (nal/corporal. Ésl e lleva en sí el germ en de un cueslionamien-
to a la posición separada, que pretenden los clérigos, así com o a su m onopo­
lio de la m ediación en tre los ho m b res y Dios. P o r lo tanto, se trata de dos
ataques inversos, pero que coinciden en su cu estio n am ien to com ún de la
institución eclesial. No se pod ría señalar de m ejor form a que la Iglesia-ins­
titució n se funda en u n a delicada conjunción de lo corporal y lo espiritual,
y m ás aún en una doble dinám ica, c o rrectam en te ordenada, de encarna­
ción de lo espiritual y de espiritualización de lo corporal.

Una eficacia crccienle, pero cada vez más forzada

La evolución de las m odalidades de articulación de lo espiritual y lo cam al


tiene que restituirse a h o ra con m ayor nitidez. E n efecto, el m odelo an-
troposocial fundado en la articulación jerarquizada cle entidades separadas
posee u na g ran p lasticidad y u na cap acid ad dinám ica notable. De hecho,
conviene p recisar que al relacio n ar las concepciones m edievales de la per­
sona con un p rincipio de du alidad no d ualista no se busca en absoluto en­
cerrarlas en u n a doctrina única: esta form ulación abre p o r el contrario una
am plia gam a de posibilidades y toda la historia de la antropología medieval
consiste en desplazam ientos dentro de este vasto cam po. Este proceso se va
abriendo cam ino a través de m uchas desviaciones y contradicciones. E n los
p rim eros siglos del cristian ism o , los acentos d u alistas m ás rígidos, muy
m arcad o s en san Pablo, se rigen en u n a lógica de ru p tu ra con la sociedad
ro m an a. P o sterio rm ente, A gustín, en tre otros, prom ueve una tran sfo rm a­
ción doctrinal radical, que im pone el cam bio de posición del cristianism o,
de u n m ensaje de ru p tu ra a u n a asociación estrech a con el Im perio. Esta
m utación se realiza en u n doble m ovim iento. La nueva teología del pecado
reduce los alcances del libre albedrío y rebaja la natu raleza hum ana, hacien­
do de la in stitu c ió n eclesial la m ed iad o ra in d isp en sab le p a ra beneficiarse
de la gracia divina y o b ten er la salvación. Al m ism o tiem po, al rechazo total
del orden carn al lo sucede si no ciertam en te su reh ab ilitació n al m enos su
integración en el orden legítim o del m undo. La in terp re ta ció n carnal de la
resurrección del cuerpo, im p u esta p o r Agustín, es u n indicio notable, com o
tam bién lo es su lectu ra de la vida en el E dén, que ad m ite el ejercicio de
una sexualidad p a ra d isia c a an tes de la C aída y co ntribuye así a esbozar la
legitim idad del m atrim o n io hum ano. E ste giro m ás corp o ral que adquiere
la teología o ccidental resp o n d e a las necesid ad es de u n a Iglesia que se en ­
cam a y ded ica a o rg a n iz a r a la sociedad terrenal.. E n efecto, legitim ar la
existencia de la Iglesia com o institu ción supone justificar teológicam ente el
papel de los cu erp o s en la o b ra divina. Toda la fu erza del p en sa m ie n to de
Agustín ra d ic a en que ofrece u n espacio de leg itim idad a los cuerpos (esto
contra los m aniqueos), sin d ejar de ace n tu ar el peso del pecado y h acer m ás
arduo el esfuerzo que debe realizarse contra las am enazas de la carne (esto
contra los pelagios). S o sten er los térm in o s de e sta co n trad icció n te n ía sus
dificultades, sobre todo p o rq u e p o n ía a A gustín en tre el fuego cru zado de
adversarios cuyas p o stu ra s e ra n en sí c o n tra ria s (los m an iq u eo s lo a c u sa ­
ban de pelagism o y los pelagios de m aniqueísm o). P o r lo m enos, es Agustín
quien enlaza, con ta n ta b rillan tez com o dificultades, la lógica que perm ite
salvar lo corporal espiritualizándolo.
Aunque n o se niega esta lógica, d u ra n te la alta E d a d M edia y en p arte
tam bién h asta el siglo xn, se observa u n a presencia m asiva de concepciones
ascéticas y m o n ásticas que ensalzan la h u id a del m undo. Los acentos d u a ­
listas de in sp ira c ió n n e o p lató n ica y p a u lin a p u ed en p e sa r b a sta n te, com o
en el caso de G regorio M agno, au nqu e siem pre los bloquea u n m ovim iento
antid u alista cuyo vigor al p a re c e r tiend e a refo rzarse. Si bien los teólogos
carolingios lo g ran que la h eren cia a g u stin ia n a fructifique y p re p a ra n b a s­
tantes desarro llo s p o sterio res, las tra n sfo rm a c io n es de los siglos xi a xm
perm iten d a r todo su lu stre a la d inám ica de articu lació n de lo espiritual y
lo corporal. La refu n d ació n eclesial se esfuerza en distin g u ir claram ente lo
espiritual y lo carn al, con la in ten ció n de lib e ra r a lo esp iritu al de la in te r­
vención creciente de los laicos. Pero se dedica sobre todo a articularlos je ­
rárq u icam en te, de donde re su lta u n rebase del dualism o, que con m u c h a
frecuencia se logra a costa de u n a lucha cuerpo a cuerpo textual o figurati­
va con los en u n ciad o s paulinos. E ste proceso, que ya se h ab ía iniciado a n ­
teriorm ente, se confirm a en los siglos xn y XIII y alcanza su expresión cabal
con Tomás de Aquino. Si la Iglesia de este periodo realiza ásperos com bates
p a ra sep arar lo espiritu al y lo cam al, u n a vez que se distinguen con clari­
dad y se jerarq u izan correctam ente esos dos principios, es posible aceptar v
valorar el principio corporal, de lo cual resu lta u n a atención renovada en la
E n carn ació n de Cristo y en el m u n d o creado. A principios del siglo xm, el
Cántico del herm ano Sol y de todas las criaturas exalta la belleza de los as­
tros y los cuatro elem entos: “Loado seas Tú, Señor, con todas las criaturas,
especialm ente el m aese herm an o Sol, p o r quien nos das el día, la luz; él es
bello, radiante, de gran esplendor, y de ti, el Muy Excelso, nos ofrece el símbo­
lo ”. Como se aprecia, la alab an za de la C reación sigue sin disociarse de la
del Creador, y a la natu raleza no se la valora sino en la m edida en que per­
m ite acceder a Dios (hay que re c o rd a r tam b ién que el singular regocijo de
Francisco es inseparable de la elección de la penitencia m ás extrem a).
Una dinám ica com o ésta perm ite a su m ir incluso el am or terrenal. Ya lo
h ab ían intentado, después de sus lam en tab les desgracias, Eloísa y Abelar­
do. H acia 1130, la am ante, co nvertida entonces en abadesa, le escribe a su
am ado de siem pre, quien se h a convertido en m onje después de su castra­
ción, que él es “su único después de C risto, su único en Cristo". El amor
divino debe prevalecer, pero u n a vez reconocido esto, puede asu m irse el
a m o r po r u n hom b re h a sta co n fu n d irse con el a m o r p o r Dios. M ás de un
siglo y m edio después, D ante da u n a a m p litu d m ayor a esta espiritualiza­
ción del amor. E n la Divina comedia, B eatriz, la m ujer de carne y hueso que
él h a am ado, se convierte en "una figura o en ca rn ació n de la revelación”
que lo o rien ta en el paraíso, hacia la visión de Dios (Eric A uerbach). Es
adem ás notable que Virgilio le sirva al p rincipio de guía, a través del infier­
no y el purgatorio. El ad m irad o poeta es la consum ación de “la plenitud de
las perfecciones de este m u n d o ”, que a través de él conocen u n a extraordi­
n a ria valorización. Sin em bargo, ésta en frenta u n a lim itación: Virgilio, que
no dejó de ser pagano pese a sus p rem oniciones, tiene que ab a n d o n a r a
D ante en el um bral del reino celestial y cede entonces su lu g ar a la belleza
de Beatriz.
Todos estos rasgos no son m u estra de u n a supuesta laicización o de una
autonom ización de la cultu ra p rofana que hayan hecho retroceder el predo­
m inio de los valores cristianos. Por el contrario, m arcan u n a etapa suplem en­
ta ria en la dinám ica de articu lación de lo espiritual y lo corporal, capaz de
asu m ir au n m ás que antes las realidades del m undo m aterial. Así, m ientras
que la iglesia ro m án ica p arece ser la im ag en de u n a Jeru salén celestial
fortificada que se protege del m undo, la iglesia gótica tiende, p o r la dinám i­
ca. ascendente de las bóvedas y la o m n ip resen cia de la luz, a la espirituali­
zación de la a rq u itectu ra, dando testim onio al m ism o tiem po de un m avor
reconocim iento de] m undo y de las ap ariencias sensibles de los cuerpos y la
naturaleza. Si consideráram os el m odelo an tro p o so cial analizado an terio r­
m ente (véase la gráfica vm . 2) com o u n a especie de “a scen so r sim bólico”,
sugeriríam os que éste m u e stra su eficacia en la m edida m ism a en que es
capaz de alzar cargas m ás pesadas. Es así com o p erm ite una m ejor ap recia­
ción del m u n d o terrenal, susceptible de satisfacer a los laicos y que re sp o n ­
de ocasionalm ente a sus presiones, sin po r ello cuestionar la preem inencia de
los valores esp iritu ales que afirm an los clérigos. E sta lógica, que se m a n i­
fiesta de fo rm a notable en la concepción de los cuerpos gloriosos, dem ues­
tra que u n a rea lid a d m aterial puede u b icarse del lado de lo espiritual: así
sucede, en p rim er lugar, con la Iglesia m ism a, cuyas posesiones se conside­
ran com o spiritualia.
La oposición de lo cam al y lo espiritual se disocia, p o r lo tanto, de la dua­
lidad del cuerp o y del alm a, pues es fu n d a m e n talm en te relaciona! y d in á ­
mica: es esp iritual todo conjunto en cuyo seno el principio espiritual ejerce
un gobierno firm e sobre los cuerpos; es cam al toda articulación en la cual no
se resp eta este dom inio de lo espiritual. Eso c a ra c teriz a a cu alq u ier o rden
espiritual, así com o a la E ncam ación, la ’cual es la m atriz fundam ental: no es
posible n eg ar la m aterialidad de los cuerpos, sino que ésta debe in tegrarse
en u n proceso de espiritualización y de elevación que la vuelva positiva. Tal
es la justificación de la Iglesia, institu ció n ostensiblem ente en carnada y que,
sin em bargo, no p u ed e reiv in d icar m ás que u n a vocación espiritual. P or
esto la Iglesia pu ede definirse com o u n a vasta m á q u in a p a ra esp iritu aliz ar
lo corporal: al a su m ir crecientem ente el m u nd o y las realidades terrenales,
a fuerza de extender en éstas el im perio del p rincipio espiritual, dem uestra
que su m ecánica red en to ra tiene m ás eficacia que nunca.
Como dijim os, este proceso no deja de ser cuestionado, sobre todo p o r
las tendencias rigoristas presentes en el seno de la Iglesia o que ésta descarta
como herejías. C uanto m ás se acen tú a la d inám ica de integración de lo cor­
poral, m ayor es el riesgo de que se genere la crítica. Así, entre los siglos xrv
y xyt, la Iglesia refu erza su dom inio sobre la sociedad, pero a costa de te n ­
siones crecientes, que aum entan su fragilidad e incluso conducen a ru p tu ras
violentas (com o lo son las R eform as protestantes). Posteriorm ente, m ás allá
del perio do que este libro exam ina, p arece que las disyunciones entre lo
carnal y lo espiritual em piezan a p re d o m in a r p au latin am en te, hasta el m o ­
m ento en que el du alism o en c u e n tra con D escartes u n a fo rm u lació n ra d i­
cal, que h a pesado m ucho en la conciencia occidental. P or lo tanto, la E dad
M edia central, época de la Iglesia triu n fan te, quizás haya sido el periodo
m enos dualista de la h isto ria del cristian ism o, el que m ás capacidad tenia
p ara concebir la u n id ad de la p erso n a (que las concepciones m odernas nos
restituy en de o tra form a) —y esto po rq u e ese m odelo era entonces el más
pertin en te p a ra p e n sa r el cu erp o social y eclesial, ta n to en sus tajantes je­
rarquías com o en su u to pía co m u nitaria— .

Conclusión: las am bivalencias de la persona cristiana. M ostrar que las re­


presentaciones m edievales de la p erso n a son m enos sim ples y m enos dua­
listas de lo que con fre c u e n cia se cree no a te n ú a de n in g ú n m odo su di­
ferencia con las concepciones no cristianas. Si en las religiones politeístas
en general, e incluso en las concepciones tradicionales de los m ayas tzelta-
les, "la representación de la p e rso n a da testim onio de u n a relación recí­
proca con el m u n d o y u n d estin o c o m p a rtid o con otros seres” (Pedro Pi-
tarch), esta doble in te rre la ció n con el en to rn o y con el grupo se eclipsa en
el cristian ism o en favor de u n vínculo privilegiado entre el alm a y Dios.
P or lo tanto, no es so rp ren d en te que la concepción cristiana de la persona,
unificada e individualizada m ed ian te su relación con Dios, sea uno de los
aspectos que a los clérigos m ás les costó im poner, en p a rticu la r durante la
evangelización del Nuevo M undo. E sta relación entre la perso n a y el Dios
cristian o g en eralm en te se h a c o n sid erad o u n a de las vías p o r las cuales
avanza el proceso de in d iv id u ació n c ristian a , desde las Confesiones de
Agustín, quien se d escu b re com o sujeto en el som brío espejo que Dios le
tiende a su alm a, h a sta la g en eralizació n de la p reo cu p ació n íntim a por
uno m ism o que la Iglesia im pone desde el siglo xm con la obligación de la
confesión anual. Sin em bargo, si la au to b io g rafía y el exam en de concien­
cia p e rm ite n d e sa rro lla r diversas fo rm as de experiencia de sí m isino, al
grado de h a c e r del "yo” el sujeto y el objeto de una exploración casi inter­
m inable, aú n no ha llegado el tiem po de p ro c la m a r el nacim iento del "in­
dividuo”. E fectivam ente, no es posible que el c ristian o se piense como
princip io so b erano de este co n o cim ien to reflexivo y no puede p o r medio
de éste conocerse m ás que com o h o m b re creado a im agen y sem ejanza de
Dios y com o pecador que co rro m pe esta im agen en la disim ilitud. La cons­
titu ció n m ism a de la p e rso n a h u m a n a lleva la m a rc a de este sello divino,
que exalta a u n m ás a cada "yo” que lo devuelve a él: si el cuerpo es obra de
los p adres, el alm a es o b ra de Dios; y si la te o ría de la in fusión individua­
liza el m o m en to en que se c rea cada alm a, es p a ra re c o rd a r mejor, en ese
in sta n te crucial, el p ap el d e te rm in a n te de la T rinidad. Im puesto en cada
ser, el sello divino rep ro d u ce in d efinidam ente lo idéntico, de tal suerte que
la relación de in dividuación en tre la p e rso n a y Dios es pro fu n d am en te am ­
bigua: ace n tú a el c a rá c ter im p erso n al de to d as las alm as, un id as p o r sem e­
janza co m ú n con Dios, y p a re c e re fo rz a r la afirm ació n de la co m u n id ad
eclesial. P or o tra p arte, el vínculo en tre el alm a y Dios lo m ed ia tiz an fuer­
tem ente los clérigos al p ro c la m a rse “m édico s del a lm a ” y especialistas
obligados de esta relación.
De hecho, en la E dad M edia sería m uy difícil c o n ceb ir a la perso n a in ­
dependientem ente de los grupos y las com unidades en cuyo seno vive (paren­
tesco carnal y esp iritual, lazos de vasallaje, clanes y alianzas, vecindad, co­
m unidad aldean a o urb an a, cofradía, corporación y oficio, parroquia, orden
religiosa, cristia n d a d , etc.). El d estierro equivale a u n a m u e rte social, lo
cual confirm a que el ser no p o d ría existir —salvo excepcionalm ente— fuera
de la red de relaciones tejida en torno a él. Como dice incluso Nicolás Ores-
me, tra d u c to r de A ristóteles en el siglo xiv, “u n h om b re solo no podría vivir
sin la ayuda de u n a g ran m u ltitu d ”. La afirm ación de lo individual, de la
cual el arte del re tra to y el n o m in alism o radical de G uillerm o de O ckham
parecen ser dos m anifestaciones innovadoras a principios del siglo xrv (véase
el capítulo x), está c irc u n sc rita así e strictam en te p o r la larga perm an en cia
de las estru cturas co m u n itarias y corporativas y p o r la afirm ación del víncu­
lo indispensable entre el individuo y su en torn o social. P or lo tanto, no está
de m ás in sistir n u ev am en te en la equivalencia en tre la p erso n a cristian a y
la Iglesia, no sólo p o rq u e la d u alid ad del cuerpo y el alm a rem ite a la sep a­
ración de clérigos y laicos, sino sobre todo p o rq u e la d in ám ica de a rtic u ­
lación que conduce a la realización del cuerpo glorioso de los elegidos es la
que an im a a toda la o rganización eclesial de la sociedad.
P ara term in ar, h ay que su b ra y a r el alcance de la redención del cuerpo
glorioso y de la a su n ció n div in a del h o m b re. E sta elevación de la c riatu ra
hasta su Creador, del cuerpo de b arro h a sta la virtud del alm a, com bina un
doble asp ecto co n trad icto rio : eleva lo m ás bajo h a sta lo m ás alto y parece
trascen d er las d u alid ad es je rá rq u ic as, p ero a con d ición expresa de que lo
m ás bajo m u estre o bedien cia y sum isión. La perspectiva de esta asunción
puede p a re c e r tan to m ás so rp ren d en te cu an to que la relación D ios/hom bre
se form ula en la E dad M edia com o u n a relación entre D om inas y hom o, es
decir, los térm in o s m ism os de la relación de dom inación entre el señor feu­
dal y sus dependientes. P or lo tan to, conviene no olvidar que la conjunción
de los extrem os tien e que re alizarse en la u to p ía del otro m u n d o , lo cual
garantiza el respeto de las p reem inencias terrenales, p o r lo m enos m ientras
no llegue el m ilenarism o a p recip itar los tiem pos. F uera de este conflicto, la
relación de inversión que establece la d o ctrin a entre el m undo terrenal y el
m ás allá envuelve a las je ra rq u ía s sociales bajo el m anto celestial de la co­
m unidad p arad isiaca, e inscribe la d o m in ació n y el control de los cuerpos
terrenales en la espera de u n cuerpo celestial glorificado.
IX. EL PARENTESCO
R eproducción física, y simbólica, de ¡a. cristiandad

E n la cristian d ad m edieval, las relaciones entre los hom bres (sean o no p a ­


rientes), p ero tam bién las relaciones entre Jos hom bres y las figuras divinas,
o entre las figuras sobrenaturales m ism as, se definen en buena m edida como
lazos de p arentesco. A dem ás de las reglas que, com o en toda sociedad, defi­
nen la filiación y rig en las p rá c tic a s del m atrim o n io , se co n sta ta la om ni-
presencia del p aren tesco espiritual y divino. Aunque no perm ite d a r cuenta
de la to talid ad de los lazos existentes en el seno de la sociedad m edieval, la
red de estas relaciones de paren tesco desem peña un papel considerable en
la definición de las relaciones sociales, así com o en la representación de las
relaciones en tre los h om bres y las fuerzas que rigen el universo.
El fu n d a m e n to de este sistem a de rep resen tacio n es es la in stitu ció n
evangélica de la p a te rn id a d de Dios. E n el Evangelio es Cristo quien p la n ­
tea la existencia de u n Padre celestial, cuyo hijo es él m ism o y quien a tr a ­
vés de él se convierte en el p ad re de quienes lo siguen. Éste es el sentido del
Padre Nuestro (M ateo 6 , 9-13) que Jesús en señ a a sus discípulos, y que re ­
cuerda, en el n ú cleo de to d a p legaria cristian a, ese vínculo filial entre el
hom bre y Dios. La afirm ación de la p atern id ad celestial posee en el Evange­
lio m ism o dos co ro lario s explícitos. E n p rim e r lugar, la p ate rn id a d carnal
se en cu en tra a h í devaluada. El acto de fe h a de co m p etir con los lazos con­
sanguíneos, y debe p re d o m in a r sobre ellos: "quien viene a m í v no odia a su
padre y a su m adre, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14, 26). Jesús m isino
da el ejem plo, re h u sá n d o se a reco n o cer a su m ad re y a sus h erm an o s que
vienen a su encuentro: "¿Q uién es mi m ad re y quienes mis h erm an o s?”, ex­
clama; luego, al d e sig n a r a sus discípulos: "Éstos son m i m ad re y m is her­
m anos, pues todo el que cum pla la voluntad de mi P adre en los cielos, es mi
herm ano, m i h e rm a n a y m i m a d re ” (M ateo 12, 46-50). Aquí se m anifiesta el
segundo co ro lario , com o en m u ch o s o tro s pasajes: p u esto que son todos
hijos de Dios, los d iscípulos de Cristo está n unidos en tre sí p o r un vínculo
de’fratern id ad . E s esto lo que llam arem o s la h e rm a n d a d generalizada de
todos los cristian o s. E sto s dos aspectos, que siguen siendo fundam entales
durante to d a la E d ad M edia, se expresan en los Evangelios con u n a violencia
ta n radical que la Iglesia medieval no p o d rá asum irlos totalm ente, y es que
el rechazo de M aría po r parte de su hijo ya no conviene en una sociedad don­
de el culto a la Vil-gen h a adquirido un lugar central. Le resultará m ás fácil a
un rebelde com o Pasolini recuperar, en las im ágenes ardientes de su Evan­
gelio según san Mateo, to d a la carga subversiva de este episodio.
E n v irtu d de que es el perio do de las conversiones del paganism o al
cristianism o, la época de los prim eros Padres de la Iglesia sigue oponiendo
rad icalm en te el paren tesco celestial al p arentesco terrenal. Tertuliano afir­
m a que los cristianos son los m ás libres de todos hom bres: sólo ellos no es­
tán sujetos a la d eterm inación de la filiación carnal y pueden elegir a su pa­
dre (entiéndase que pu ed en elegir al P adre divino en c o n tra del padre
hum an o ). Lo m ism o se advierte en las Confesiones de Agustín, quien indi­
ca, en el contexto del b au tism o , que a n h e lab a pero posponía: "Así yo ya
creía, y m i m ad re creía, y todos en la casa, salvo m i pad re [...] Mi madre
an helaba con p asión que tú m i Dios fu eras m i padre, antes que él”. Por lo
tanto, se tra ta de p a sa r de la p a te rn id a d c a m a l a la p atern id ad divina, me­
d ian te u n a verdadera su stitu ció n del p a d re terre n a l p o r el Padre celestial.
Así es, desde entonces, el modelo de toda conversión (del paganism o al cris­
tian ism o, y luego en el seno del cristianism o): a p a rta rse del padre carnal
para acercarse al Padre divino. H asta san Francisco de Asís y después, todo
cam bio de estad o religioso se p ien sa com o una conversión de parentesco
(véase la foto 111. 9 ).
A unque la configuración descrita puede p a re c e r co nsustancial al cris­
tianism o y a sus Evangelios, no form a un sistem a estático. Sobre la base de
los fun d am en to s de las E scrituras, se elabora en la E dad M edia u n a estruc­
tura com pleja y ram ificada que perm ite u n a proliferación de prácticas, dis­
cursos y representaciones, llegando a veces a la exhuberancia. La im portan­
cia y com plejidad crecientes de las representaciones del parentesco durante
la Edad M edia indican funciones sociales que ad quieren singular intensi­
dad. P ara dar cu en ta de ello, los trabajos de Anita G uerreau-Jalabert, quien
subraya el papel estructurante de la oposición entre parentesco cam al y pa­
rentesco espiritu al, constituyen u n a ap o rtació n fundam ental. Designaré
com o "parentesco carnal" los vínculos de consanguinidad y de alianza ma­
trim o nial que la antropología h a estudiado en form a clásica. El calificativo
"carnal” no pretend e d a r a entend er que esos vínculos responden a criterios
p u ra m e n te biológicos, pues el paren tesco es siem pre u n hecho que se ela­
b o ra socialm ente. El p a re n te sc o c a m a l se refiere a vínculos definidos a la
vez p o r norm as instituidas y p o r la existencia postulada de un vínculo camal;
se trata de vínculos que se derivan de un ejercicio socialm ente regulado de la
reproducción sexual. Se lo llam a cam al para d a r cabal cuen ta de las concep­
ciones m edievales que lo oponen a o tra form a de parentesco, llam ado espi­
ritual. D esignaré com o “p aren tesco espiritual" las relaciones en tre indivi­
duos, o e n tre h o m b re s y figuras so b ren atu rales, que vienen definidas en
térm inos de p a ren te sco (alianza m atrim on ial, filiación, h erm an d ad ), a u n ­
que reiv ind ican exp resam ente la ausen cia de tod o vínculo carnal entre las
personas a las que concierne. E sta form a de paren tesco es “espiritu al” por­
que tra n sm ite la vida, no del cuerpo sino del alm a, y da derecho a u n a h e ­
rencia que no es m aterial sino espiritual (la b e a titu d celestial). P or últim o,
añadiré u n te rc e r nivel, aunque cercano, diferente del parentesco espiritual:
como éste, el "paren tesco divino" excluye toda referencia al ejercicio de la
reproducción sexual, pero en este caso une figuras divinas o sobrenaturales.

E l p a r en tesc o carnal y su co ntrol po r pa rte d e la I glesia

La im posición de un modelo clerical del m atrim onio

Muy p ro n to la Iglesia se interesó en las institu cion es fam iliares p a ra in tro ­


ducir en ellas las co n siderab les p e rtu rb a c io n es que Jack G oody h a hecho
patentes. Dos fases dan testim o n io de tension es p a rtic u la rm en te agudas.
En los siglos iv y v, cuand o la Iglesia deja de ser objeto de persecu ció n y
pasa a ser un a institución, y m ientras el Im perio rom ano se desintegra, la m a­
yor p arte de los elem entos claves de las antiguas estru ctu ras del parentesco
declinan o d esap arecen en O ccidente (entre o tros la adopción, el co n cu b i­
nato, el divorcio, el levirato). P o r el con trario, desde el siglo vi, se d e sa rro ­
llan p rácticas nuevas, en p a rtic u la r el p adrinazgo y todas las relaciones aso­
ciadas con el p aren tesco bautism al. Tam bién la concepción del m atrim onio
se tran sfo rm a p ro fu n d am en te. H ay que re c o rd a r que, d u ran te los prim eros
siglos del cristianism o, la ru p tu ra evangélica con la m oral judía de la fecun­
didad y sobre tod o con la exigencia n atalista que im p onía al ciudadano ro ­
m ano el d eb er de d a r hijos a la ciudad, genera u n a desvalorización radical
del m atrim onio, asociado con el contacto sexual y, p o r lo tanto, con el peca­
do: sólo la co n tin encia y la virginidad se consideran entonces dignas de ser
exaltadas. La salvación ú n ic a m e n te se alcanza h uy en do del m u n d o y de la
sociedad, es decir, tam b ién de la fam ilia. P o steriorm ente, al tra e r las conse­
cuencias del cam bio de posición de la Iglesia, Agustín in augura un proceso
fundam ental que continúa d urante el largo m ilenio medieval. Inicia en efec­
to u n a reh ab ilitació n m o d erad a del m atrim o n io , en p a rtic u la r al afirmar
que Dios lo instituyó entre Adán y Eva en el paraíso terrenal (es decir, anies
del pecado original, en el estado de in ocencia y perfección que el Creador
quiso p a ra la h u m an idad). El com ienzo de esta evolución es bien com­
prensible, al im ponerse la necesidad de lid iar con la organización terrenal
de la sociedad y en prim er lug ar con su reproducción física. De allí resulta
un a concepción am bigua, en la cual el m atrim onio y la reproducción sexual a
la vez se desp recian en relación con la castidad, y sin em bargo se aceptan
a condición de que se co ntro len y asocien con u n vínculo espiritual. Todo
esto conduce al desarrollo de u n modelo de m atrim onio que im pone a la vez
la m onogam ia, la indisolubilidad (ya afirm ada en M ateo 19, 4-6) y una exoga­
m ia m ucho m ás fuerte que en Roma, que sin em bargo en la práctica sólo se
va im poniendo paulatinam ente. Tal com binación conduce a un modelo de la
alianza m atrim onial inédito y extraordinariam ente aprem iante que constitu­
ye probablem ente u n a excepción histórica (Alain G uerreau). Se asocia a un
prim er m om ento de afirm ación de la posición de la Iglesia, entre otras ra­
zones p o rq u e estas lim itan tes tienen com o efecto la m ultiplicación de las
parejas sin descendencia. Ju n to con los obstáculos a las nuevas nupcias de
las viudas (en contraposición al levirato antiguo que obligaba a casarse con
el h erm an o del difunto esposo), tra n sfo rm a n las m o d alidades de tran sm i­
sión de las h eren cias y favorecen su co n cen tració n en favor de la Iglesia
(Jack Goodv). Pero m ás allá de las ventajas m ateriales que la Iglesia puede
ob tener de estos trasto rn os, su intervención en el ám bito del parentesco le
proporciona u n a poderosa palanca en la obra de conversión y de control de
la sociedad.
E n los siglos XI y XII, la re estru ctu ració n de la sociedad produce otro
m om ento de tensión m áxim a. Las reglas de la alianza m atrim onial son ob­
jeto de num erosos conflictos, que suelen servirle a la Iglesia p a ra m anifes­
ta r su fuerza ante los grandes señores laicos com o, por ejem plo, durante la
excom unión del rey de Francia, Felipe I, en 1094 y 1095, acusado p o r Urba­
no II de bigam ia e incesto (Georges Duby). Tales térm inos no hacen m ás que
no m b rar (y condenar) desde la perspectiva eclesiástica las prácticas aristo­
cráticas del concubinato, el repudio de la esposa legítim a y las nuevas nup­
cias, así com o la u n ió n e n tre p a rie n te s cercanos, p o r ejem plo en tre prh
m os herm anos. E stas costum bres eran com unes en la alta E dad M edia y
casi nadie se oponía a ellas. Al igual que otros pueblos germ ánicos o escan­
dinavos, los francos practicaban, adem ás de la alianza m atrim onial principal,
un m atrim o n io secundario (sin transferencia de bienes, aunque form aliza­
do), sin c o n ta r el concubinato: E ginardo, biógrafo de Carlomagno, enum era
im pasible las cu atro esposas y las cinco concubinas del em perador, y co nta­
biliza los vástagos de to d as ellas. A unque la situ ació n evoluciona entre los
siglos IX y XI, entre o tras cosas en lo que concierne a la exigencia de la m o ­
nogam ia (o al m enos sus apariencias), las co stu m b res que la aristo cracia
considera lícitas según sus propias norm as cho can de frente con el m odelo
clerical del m atrim o n io , que p reconiza la indisolubilidad y que alcanza en­
tonces su grado m áx im o de exigencia exogámica.
Pedro D am ián y el papa Alejandro II, en una decretal de 1065, reafirm an
en efecto con vigor la prohibición de la alianza m atrim onial hasta el séptim o
grado canónico (es decir, según el m odo de cálculo m ás exigente, que cuen­
ta las generacio n es h a sta llegar al antepasado com ún de las dos p ersonas a
las que co n ciern e la u nión, y no según el cóm p u to ro m an o , que c u en ta las
generaciones entre una persona 3’ la otra, pasando p o r el antepasado com ún,
]o cual d u p lica la can tid ad de grados). D u ran te siglo y m edio, la Iglesia
blande esta regla, a p e sa r de su inaplicabilidad. O m ás bien, en función de
sus intereses, las estrategias del clero son em inentem ente selectivas frente a
sem ejantes im perativ os, a la vez tan rígidos y ta n im p racticables. Ya sea
que n iegue o acu ñ e dispensas, la Iglesia funge com o censor de la legitim i­
dad de los m atrim on io s en el seno de la aristo cracia —aspecto fundam ental
de la organización de la clase dom inante, pues determ in a la transm isión de
los bienes y del p o d er sobre los hom bres. En este sentido, no es exagerado
decir que el m atrim o n io es “la pied ra an g u lar del edificio social" (Georges
Duby) y que, al finalizar los conflictos de los siglos XI y XII, la Iglesia había
logrado c o n so lid a r su control sobre la sociedad. E n cu an to a los d o m in a­
dos, la práctica del m atrim onio en el m arco estrecho del universo de lo cono­
cido (la co m u n id ad y las aldeas vecinas) no parece c o n tra ria r las reglas de­
term in adas p o r la Iglesia, gracias quizás a una estrategia colectiva tácita de
olvidar los v ínculos genealógicos con el fin de evitar el bloqueo de los in ­
tercam b ios m atrim o n iales. Más tard e, el concilio de L etrán IV reduce los
lím ites de la p ro h ib ició n m atrim o n ial h a sta el cu arto grado canónico. Pero
esta m edida prob ab lem en te no es tan to u n indicio de debilidad de la Iglesia
com o u n a señal de su triunfo: u n a vez que se h a im puesto en lo esencial el
m odelo clerical del m atrim onio, le resulta posible d ar pruebas de m ayor m o­
d eración, a b a n d o n a r u n a rm a de com bate concebida p ara un p eriodo de
conflicto abierto y ad o p tar u n a no rm a m ás m o d erad a y m ás realista.
D urante este periodo, los clérigos se o cupan en reforzar e im poner en la
práctica el modelo del m atrim onio que los teóricos carolingios ya habían pre­
cisado, es decir, un a concepción esp iritu alizad a del vínculo m atrim onial
que lim ita el ejercicio de la sexualidad al único propósito de la procreación
y que hace de la pareja casta el ideal su prem o. El m arco de la sexualidad
m atrim o n ial —que siem pre se percibe con am bivalencia, com o u n a reali­
dad a la vez n ecesaria y pelig rosa— q u ed a asegurado entre otros aspectos
p o r el n ú m ero elevado de días festivos d u ra n te los cuales se proscribe la
actividad sexual, e incluso p o r la in sistencia sobre las actitudes y las diver­
sas p osturas sexuales p rohibidas. Sin em bargo, el contrapeso de este papel
represivo de la Iglesia es la rehabilitación creciente del m atrim onio, que por
ejemplo hace que Tomás de Aquino considere com o legítim o el placer sexual.
Aunque la condición sea que se m anifieste en el m arco de u n a u n ión legíti­
m a y se asocie con el p ropósito de la procreación, resu lta u n a novedad no­
tabilísim a en com paración con la co nd en a inapelable del placer físico por
parte de los autores anteriores. E n el siglo XII, interviene un aspecto decisi­
vo de la rehabilitación del m atrim onio, cuando al concebirlo com o imagen
de la u n ió n m ística de Cristo y la Iglesia, se lo incluye entre los siete sacra­
m entos. Es resultado de un largo proceso y en definitiva de u n a total inver­
sión de la actitud de los prim eros cristianos respecto al m atrim onio. Al mismo
tiem po —m ientras que antes el m atrim onio constituía u n acto privado que
in cu m b ía exclusivam ente a las fam ilias—, el desarrollo de la liturgia nup­
cial m anifiesta el esfuerzo de los clérigos p o r in terv en ir en el ritu a l de la
alianza con las bendiciones, en particu lar de la cám ara nupcial, o m ediante
la celebración del casam iento an te las pu ertas de la Iglesia en presencia del
sacerdote. Pero el éxito de tales in tervenciones varía m ucho según las re­
giones y, de todas m aneras, en n ad a son n ecesarias p ara la validez del aclo
que, según el derecho canónico, se basa esencialm ente en el consentim ien­
to de los esposos. La in terv en ció n del sacerdote en el ritu a l m atrim onial
sólo se h a rá obligatoria tras el concilio de Tren Lo.
El proceso de cn c u a d ra m ien to del m atrim o n io de los laicos se da a la
p ar que la reafirm ación del celibato de los sacerdotes (una de las posturas
principales de la reform a de la Iglesia). C iertam ente, el celibato clerical co­
m ienza a afirm arse a finales del siglo vi com o n o rm a co n stitutiva de un
grupo social (y no com o sim ple ideal personal), pero su realización efectiva
aú n está lejos de lograrse a principios del siglo XI. Adem ás de sus objetivos
m orales, perm ite trazar u n a delim itación radical entre clérigos y laicos, que
es el propósito cenLral de la reorganización de la sociedad que em prende la
Iglesia. Por una parte, los laicos se consagran al m atrim onio y a la reproduc­
ción corporal de la cristiandad; p o r otra, los clérigos, que se caracterizan por
el celibato y el aban d o n o de los vínculos despreciables de la carne, se vuel­
ven aptos p ara u n a tarea m ás noble, la reproducción espiritual de la sociedad.
Por el prestigio que les confiere la ren u n cia a los lazos carnales, se afirm an
como los especialistas de lo sagrado, com o los in term ed iario s que reivindi­
can la exclusividad en las relaciones con el m u n d o divino: a fines del siglo
Xiii, el litu rg ista G uillerm o D urand los califica explícitam ente de “m ediado­
res” entre los h o m b res y Dios.

Transmisión de patrim onios y reproducción feudal

Son num erosas las sociedades en las que la filiación sólo se tran sm ite a tra ­
vés de uno de los dos sexos: cada individuo pertenece o bien al grupo de p a ­
rentesco de su padre y de sus ascendientes en línea m asculina (sistem a patri-
lineal) o bien al grupo de su m adre y de sus ascendientes en línea fem enina
(sistem a m atrilin eal). Así sucede en p a rte en el m u n d o ro m a n o antiguo,
que presen ta rasgos patrilineales notables. D ichos rasgos d esaparecen des­
de la alta E dad M edia en favor de u n sistem a de parentesco indiferenciado, en
el cual am bos sexos tran sm iten p o r igual el vínculo de filiación: cada indivi­
duo p o r lo ta n to posee su p ro p ia "paren tela”, la cual reú n e a todos los con­
sanguíneos ta n to de su p a d re com o de su m a d re (sin c o n ta r los p arien tes
afines, es decir los del cónyuge). E ste sistem a indiferenciado (o cognático),
que sigue vigente h a sta el día de hoy, es característico de la E d ad M edia en
su totalidad, aun cuando experim enta ciertas adaptaciones. La principal adap­
tación se relaciona con la reo rganización de la aristocracia y, en form a m ás
general, con la de la sociedad feudal, du ran te Jos siglos xi y xn.
La historiografía con frecuencia ha caracterizado este m ovim iento como
el nacim iento del “linaje a risto c rá tic o ” (pero no es d em asiado adecuado el
térm ino, puesto que designa, en el vocabulario de los antropólogos, el con­
junto de descendientes de un an tep asado com ún, lo cual supone un sistem a
patrilineal o m atrilineal); ta m b ié n se h a q u erido ad v ertir la tra n sició n de
una organización h o rizo n tal (com o la Sippe germ ánica de la alta E dad M e­
dia, grupo fam iliar am plio que otorga un papel determ inante a la solidaridad
entre h erm anos y prim os) a u n a organización vertical que estrecha el grupo
fam iliar y p one el acento en u n a línea de tra n sm isió n genealógica de gene­
ración en generación. E n realidad, Anita G u erreau-Jalabert h a dem ostrado
que no se tra ta de u n cam bio de reglas que definen la filiación (es decir, que
d eterm in an p a ra cada individuo las perso n as que socialm ente se conside­
ran sus p arientes), sino de u n a ad ap tació n de las representaciones y Jas
prácticas del paren tesco a la territo rializació n de la aristocracia, la cual se
generaliza desde principios de la E dad M edia central. Lo que desde enton­
ces define a la nobleza es el arraigo en u n te rrito rio —a lo m enos, un seño­
río— donde puede ejercer su p o der y fu n d ar su posición social. La estrate­
gia ideal de repro d u cció n social consiste pues en tra n sm itir com o herencia
indivisible este territo rio y el p o d er sobre los hom bres que lo acom paña. Se
form an así los “topolinajes", cadenas de tran sm isió n de generación en gene­
ració n de un m ism o p o d er territo rial; dicho de o tra m anera, son líneas de
herederos de u n a m ism a tie rra y de la fun ción de dom inación que con ésta
se asocia. La noció n de “topolinaje" p re te n d e ex p resar la dependencia de
las estructuras de parentesco respecto a la estru ctu ració n espacial de la so­
ciedad feudal e indica que u n a descendencia noble "no adquiere sustancia,
coherencia y contin u id ad m ás que m ediante la form a en que se im planta en
u n territo rio” (Anita G uerreau-Jalabert).
Es en este contexto en el que hay que re in te rp re ta r los diferentes rasgos
que se asocian generalm ente con el desarrollo de u n a conciencia dinástica.
El m ás evidente es la difu sió n en los ám b ito s aristo crático s, desde media­
dos del siglo- x y sobre todo d u ran te los dos siglos siguientes, de u n a litera­
tu ra llam ada "genealógica”. E n realidad, estos textos se p reocupan menos
p or reco n struir u n a verdadera genealogía que p o r ra stre a r las modalidades
de transm isión del poder que detenta u n a fam ilia aristocrática, y en particu­
la r del castillo que es el n úcleo de dicho poder.- E sta lite ra tu ra tiene como
p rin cip al objetivo p o n er en evidencia, con fines legitim adores, un “topoli­
naje”, y adem ás se cuida de m en cio n ar ta n to a los p arientes en línea pater­
n a com o en línea m a te rn a (tanto m ás cu an to que en v irtud de la "hiperga-
m ia” d o m inan te —o casam ien to con u n a m u je r de rango superior—, la
línea m atern a con frecuencia es la m ás prestigiosa). Por otra parte, durante
el siglo XI, com ienza a a d q u irir fo rm a un nuevo sistem a antroponím ico (el
no m bre perso n al seguido del n o m bre que expresa la p ertenencia a una fa­
m ilia). Para los aristó cratas, éste últim o n o m b re designa sobre todo el lu­
gar, m uchas veces el castillo, en el cual se a rra ig a su poder, u n a m anera
clarísim a de m an ifestar el vínculo entre el estatu to social y el arraigo local.
P or últim o, los escudos de arm as, que in icialm en te aparecen en los estan­
dartes que p erm iten identificar a los com batientes, se generalizan desde la
segunda m itad del siglo x ii , sin ser n u n ca u n a prerrogativa de la aristocra­
cia. Es com ún relacionar los escudos de arm as con u n principio genealógico
y, efectivam ente, pu ed en tra n sm itirse de m a n e ra h e re d ita ria y exhibir un
vínculo de filiación. Sin em bargo, m ed ian te u n código que a u to riz a m ú lti­
ples com binaciones, se hacen ig ualm ente p aten tes relaciones horizontales,
m atrim oniales, de vasallaje o incluso otros tipos de alianzas.
Un cam bio im p o rtan te, en relación con la form ación de los topolinajes,
concierne a las reglas de tra n sm isió n de los bienes. Si bien d u ra n te la alta
E dad M edia prevalecía el rep arto ig ualitario de las herencias, la espacializa-
ción del p o d er aristocrático invita a tra n sm itir a u n solo heredero la entidad
territorial que le confiere su posición a u n a fam ilia. Aún en form a bastan te
lenta y p arcial com o p a ra fre n a r la frag m en tació n de los poderes señ o ria­
les, se d esarrolla poco a poco la indivisión de las herencias. A unque está le­
jos de ser la ú n ica fo rm a que se utiliza y au n q u e su em pleo esté lejos de ser
absoluto en to d as las regiones de O ccidente, el d erech o de p rim o g en itu ra
es la solución m ás usual. Su difusión entre los siglos X I 3’ XII es considerable
y, pese a todos los m atices que convendría exponer, se asim iló en form a su ­
ficiente al fu n cio n am ien to del sistem a feudal com o p a ra que se im pugnara
violentam ente en el m om en to de la desintegración de éste (cosa que sancio­
na el Código N apoleónico). La tran sm isión preferencial de la herencia tiende
a crear varios grupos-de excluidos en tre los descendientes: hijas, hijos m e­
nores e hijos ilegítim os. Sus situ acio n es, sin em bargo, son m uy distintas.
A las h ijas se les excluye de la h ere n c ia m u c h o m enos de lo que suele
creerse. P uesto que se privilegia la tra n sm isió n en línea directa, antes que
la lateral, en el caso de no h a b e r descendiente m asculino la sucesión se otor­
ga m ás fácilm ente a u n a hija que a u n h erm an o o a u n sobrino. P or lo tanto,
no es infrecuente que una m u jer se haga cargo de u n señorío, de u n conda­
do, incluso de u n rein o (allí está Isabel de Castilla). Sin duda, la je ra rq u ía
de los sexos y la im p o rtan cia de los valores guerreros en el seno de la aristo ­
cracia son tales que siem p re se v alora m ás la po sib ilid ad de un h eredero
m asculino, tend en cia que se refuerza d u ran te la E dad M edia (en el caso del
reino de Francia, la regla de la tran sm isió n de la corona en línea exclusiva­
m ente m ascu lin a se forja a p a rtir de 1328 de m a n e ra circu n stan cial, p ara
d escartar las p reten sio n es inglesas). P o r lo d em ás, desde la alta E dad Me­
dia, las hijas al casarse reciben u n a dote de sus padres. C iertam ente, la dote
excluye del derecho a la h eren cia y, en este sentido, su generalización con­
tribuye a la con centració n de la p arte principal del p atrim onio en m anos de
un solo heredero. S in em bargo, au n cuando se entrega en dinero contante,
la dote d ista m ucho de ser despreciable (puede c o n sistir en una p a rte im ­
portante de los bienes fam iliares, sobre todo a p a rtir del siglo x it t) . También.
podríam os seguir a los antropólogos que consideran la dote como una par­
ticipación an ticip ad a de las hijas en la h erencia. La dote tam b ién puede
verse como una de las m odalid ad es de la "devolución divergente", institu­
ción capital en todas las sociedades eurasiáticas (en contraposición a las
africanas), "en virtud de la cual las transferencias se realizan tanto en favor
de las hijas com o de los h ijo s” (Jack Goody). Y, com o lo ín d ica también.el
m ism o autor, “la devolución divergente de los bienes en favor tan to de las
m ujeres com o de los h o m b res está a c o m p a ñ a d a de u n a serie de m ecanis­
m os de continuidad" que tienen el fin de g ara n tiz a r la coherencia en la uti­
lización de los recu rso s fam iliares: es esto lo que ilu stra perfectam ente la
form ación feudal de los topolinajes.
A m edida que la p rim o g e n itu ra g an a te rren o , la situ ació n de los hijos
m enores se vuelve m enos envidiable que la de las hijas. A unque a menudo
se les otorga alguna com pensación m o n e taria y au n cuando su exclusión de
la herencia se ílexibiliza d u ra n te ciertos periodos, los hijos m enores muy a
m enudo están corno separados del tro n co familiar. E sto es particularm ente
claro cuando desde la infancia se les ofrece com o oblatos a un monasterio,
o cuando, ya m ás grandes, in g resan en la c a rre ra eclesiástica. Es probable
que la posición de desventaja en que se po n e a los hijos m enores, distancián­
dolos de los intereses m ateriales de su p aren tela, no haya hecho m ás que
p rep arar y d ar m ás fuerza todavía a la conversión y ru p tu ra con el parentes­
co carnal que supone la integ ració n al clero. Ju n to con los fenóm enos ana­
lizados en la p rim era parte (com o los efectos de la redistribución de los car­
gos episcopales en favor de la pequeña y m ed ian a aristocracia), esto permite
en ten d er p o r qué, a p e sa r de te n er un m ism o or igen social, las alianzas y
connivencias del alto clero y la aristo cracia son al fin y al cabo m enos seña­
ladas que la afirm ación, frente a esta últim a, de los intereses y valores pro­
pios de la Iglesia. E n cu an to a los hijos m en o res que siguen siendo laicos,
éstos se lanzan en b ú squeda de aventuras. R oberto Guiscardo y Rogelio de
Sicilia, quienes re c u p e ra ro n la Italia m e rid io n a l y Sicilia de m anos de los
m u sulm anes, son ejem plos m odelo de hijos m enores sin bienes propios y
que alcanzaron la m ás alta gloria, pues inclusive este últim o llegó a ser uno
de los reyes m ás im p ortan tes de OccidenLe. De m an era m ás general, Robert
M oore ha subrayado el papel decisivo de los hijos m enores en todas las em­
p resas que c aracterizan la expansión de E u ropa, p articu larm en te en la pe-,
nínsula ibérica y en Tierra S a n ta —y, h a b ría que añadir, h asta en la conquis­
ta de América— . A unque haya sido u n a desventaja individual, la exclusión
de los hijos m en o res p arece tra n sfo rm a rse en u n fac to r de dinam ism o so-
eial, p o r la p ro ez a com b ativ a y la au d a c ia c o n q u ista d o ra que le im pone
realizar al que se ve obligado a a d q u irir p o r su cuen ta la alta posición social
que el nacim iento le atribuye y niega sim u ltáneam en te, o incluso p o r el h e ­
cho de que g aran tiza a la Iglesia num erosos reclutas, procedentes de la élite
de la sociedad y sin em bargo p red isp u esto s a a b ra z a r los intereses de otro
tipo de parentesco.
P or últim o, d u ra n te la alta E dad M edia, a los hijos ilegítim os, en p a rti­
cular a los que p roceden de u niones con concubinas, suele incluírseles en la
herencia en ig u ald ad de circ u n sta n c ias que con los hijos legítim os: Carlos
Mattel fue b astard o , así com o B ernardo, nieto de C arlom agno y rey de Ita ­
lia en el año 811; todavía a m ediados del siglo XI, la m ism a situación no sig­
nifica obstáculo alguno p a ra que G uillerm o el Conquistador acceda al trono
de In g laterra. P ero desde el siglo x i i y m ás a u n desde el siglo x i i i , la situ a ­
ción de los hijos ilegítim os se degrada notablem en te. A unque haya m uchas
excepciones a la regla, p o r lo general se les excluye de la heren cia y sufren
cada vez m ás el desprecio y reglas d iscrim in ato rias (entre otras, la p ro h ib i­
ción de acceder al sacerdocio). Es u n a consecuencia lógica de la im posición
del m odelo clerical del m atrim onio, que condena con virulencia el adulterio
y el concubinato y sólo reconoce com o legítim a la u n ió n m atrim onial. Pero
aquí las n o rm a s clericales no h acen m ás q ue fo rta le c er los intereses a ris­
tocráticos, al excluir u n a categoría posible de herederos: de cierta form a, la
estigm atización creciente de los hijos b astard o s aco m p añ a la terrítorializa-
ción de la aristo cracia (R obert M oore). De m a n e ra m ás general, es posible
preguntarse si el m odelo clerical del m atrim on io, p o r contrario que pudiera
parecer en u n p rin cip io a las co stu m b res de la aristo cracia, no sirvió a sus
intereses com o clase. L a firm e oposición a la endogam ia, al concubinato y
al repudio ch o caba sin d uda con la preo cu pación de no verse sin descenden­
cia; pero la afirm ación del m atrim o n io m o nóg am o e indisoluble, así com o
la descalificación de los hijos ilegítim os, lim ita b a n el n ú m ero de posibles
herederos y facilitaban u n a m ejo r gestión de los p atrim o n io s y, p o r lo tanto,
una m ayor solidez de los topolinajes. A unque re su lta ran sin du d a m olestas
m ientras la aristo cracia no se d istan ciara de sus form as organizativas a n te ­
riores, estas reglas, ciertam en te fastidiosas en térm in o s individuales, favo­
recieron en u n p erio d o de d esarrollo pro d u ctiv o y dem ográfico las nuevas
e stru ctu ras de d o m in ac ió n fu n d ad as en el en celu lam ien to de los d o m in a­
dos y la territo rializació n de los dom inantes.
E n resu m en , la in terven ció n de la Iglesia es m u ch o m ás p ro h ib itiv a y
decisiva en lo que concierne a las reglas de la alianza m atrim onial, m ientras
que el sistem a de filiación p arece te n e r u n a im p o rtan cia m enos marcada
aunque experim ente las repercusiones de la generalización del modelo cle­
rical del m atrim onio. De esta form a, el clero pretende do m in ar la reproduc­
ción física de la sociedad e influ ir de m a n e ra d e te rm in an te en la organi­
zación de la clase aristocrática, su rival y cóm plice en la obra de dominación
social. Pero, aun cuando el clero reglam ente la práctica de los vínculos a los
c¡ue se sustrae, el parentesco espiritual resu lta aun m ás esencial para definir
su p ropia posición y la preem inencia que reivindica.

L a SOCIEDAD CRISTIANA COMO RED DE PARENTESCO ESPIRITUAL

Sería im posible estud iar las estru ctu ras m edievales del parentesco sin insis­
tir, siguiendo a Anita G uerreau-Jalabert, en la im portancia de los vínculos de
p arentesco esp iritu al que co n stituy en u n o de sus aspectos m ás origínales.

Parentesco bautism al, paternidad de Dios


y m aternidad de la Iglesia

Una p arte esencial de estos vínculos se tra b a p o r m edio del bautism o. Ade­
m ás de su función p u rificad ora, ind isp en sable p a ra acced er a la salvación
personal, este rito fu n d a m e n ta l m a rc a el verdadero nacim ien to social del
individuo. Es el m om ento en que recibe su nom bre y se vuelve m iem bro de
la com unidad de los fieles. Sin bautism o, no hay identidad ni existencia aquí
abajo ni salvación en el m ás allá. Es entonces cuando se instituyen los víncu­
los de p arentesco esp iritu al m ás activos, el padrin azg o y el com padrazgo
(que unen a los p adres c a m a le s y a los p ad res espirituales). Com o respon­
sables del n acim ien to físico del hijo, en v irtu d del cual se le transm ite la
falta original, a los p ad res carnales, en la E dad M edia —y p o r el contrario
de lo que pasaba en el ritu al tal com o se p racticaba todavía en el siglo v, an­
tes de la institución del p ad rin azg o —, se les excluye rigurosam ente del rito
bautism al, el cual asegura el nacim iento social del m en o r y su regeneración
en la gracia divina. A hora tie n e n que ceder su lu g ar a los pad res espiritua­
les, padrinos y m adrinas, que so stienen al niño sobre la pila bautism al, pro­
n u n c ia n las p a la b ra s ritu a le s p o r él, le d a n su n o m b re y se h ac en garan­
tes de su educación cristian a. E sta su stitu ció n de los p ad res carnales por
los espirituales d u ra n te el bau tism o, que m anifiesta la indignidad de aqué-
]]os a p a rtic ip a r en la p a rte m ás noble de la rep ro d u cció n de los m iem bros
Je la com unidad, hace evidente p a ra todos la p reem inencia del parentesco
espiritual y la desvalorización del paren tesco carnal.
El papel del p ad rin o en la educación religiosa del niño es m uy a m enudo
teórico, de acuerd o con los p rin cip io s que p rescrib en su intervención ú n i­
camente a falta de los padres. Además, en ciertos m edios, los padres no p a ­
recen b u sc a r tan to p ad rino s p a ra sus hijos com o com padres para ellos m is­
mos, com o q u ed a claro en los estud io s de C hristian e K lapisch-Zuber. El
compadrazgo en efecto p erm ite establecer u n a relación horizontal, pensada
en térm inos de am istad y fraternidad, que am plia el círculo de aliados y que
es-capaz de ap acig uar las tensiones sociales o políticas. Ya en e] siglo vi, los
reyes m erovingios u tilizan el com padrazgo p a ra p o n er fin a sus luchas íra-
tid d as y reestablecer en tre ellos relaciones pacíficas. E n otros contextos, el
com padrazgo conserva u n a dim ensión m ás vertical y se superpone a las re­
laciones de clientelism o, p o r ejem plo, en la F lorencia de finales de la E dad
Media: te n er com o com p ad re a u n negociante rico significa a la vez benefi­
ciarse de su p rotección e integrarse a su clientela política y económ ica. Tan­
to en un caso com o en otro, es p ro bablem en te po rqu e p erm itía m ultiplicar
los lazos de solidaridad y reforzarlos m ediante un carácter sacralizado que el
parentesco esp iritu al pudo gozar de tan to favor entre los laicos. Sin em bar­
go, no podríam os su b estim ar la im portancia del padrinazgo, en virtud de su
papel en el ritu al b au tism al y de su lu g ar p ro m in en te en la econom ía gene­
ral del sistem a de p arentesco. E sto lo confirm a el desarrollo de las p ro h ib i­
ciones m atrim o niales p o r causa de p arentesco espiritual. Si las principales
prohibiciones —e n tre p ad rin o y ah ijad a, m a d rin a y ahijado, com padre y
comadre— se p lan tearo n desde el Código de .Tustiniano en el año 530 o poco
más tard e, éstas se extienden en el O ccidente d u ra n te el siglo x i i (tam bién
entre ahijado e hija carnal, o entre ah ijad a e hijo carnal de u n a m ism a per­
sona; en tre los cónyuges de aqxtelloS que el com padrazgo une). Como en el
caso del p a ren tesco carnal, es la época en la que la Iglesia en u n cia las re ­
glas m ás prohibitivas con el p ropósito de extender su posición de árbitro de
las prácticas m atrim oniales.
M ediante el b a u tism o ta m b ié n se establece la filiación de los hom bres
respecto a Dios. El niño que h a nacido de sus padres en el pecado original, re­
nace del ag ua p u rificad o ra com o hijo de Dios. E n to n ces se vuelve hijo de
Dios, algo que no era en virtud de su nacim iento: el bautizo es u n a adopción
divina. E fectivam ente, las concepciones m edievales hacen de la patern id ad
de Dios, m ás que u n a característica de tod os los hom bres, un privilegio ex-
elusivo de los bautizados. Cierto, Dios creó a todos los hom bres a su imagen
y sem ejanza (G énesis 1, 26), pero no es p o r esta relación que son sus hijos
puesto que tal sem ejanza, p erv ertida p o r el pecado original, no puede res­
tau rarse m ás que con el bautism o. Así, la p atern id ad de Dios no define a la
h u m an id ad entera: histó ricam en te in iciada p o r la E n cam ac ió n del Hijo y
tran sm itid a a cada u n o p o r el bau tism o, señala la condición específica de
los cristianos y los distingue de los dem ás hom bres, excluidos de la gracia y
de la salvación.
P or el bautism o, el cristiano tam b ién se hace hijo de la Madre-Iglesia.
La im p o rtan cia de esta figura, que no desem peña esta función en el Nuevo
Testam ento, au m e n ta en la m edida en que se afirm a la institución eclesial.
No deja de poseer la am bigüedad que le confiere la noción de ecclesia, entre
su acepción orig in al de co m u n id a d de todos los cristian o s y la tendencia
u lte rio r a id en tificarla con sus m iem b ro s clericales (véase el capítulo m).
A un cuand o desde el siglo IX y m ás todavía desde el siglo XI la segunda
acepción prevalece, la p rim e ra n u n ca desaparece totalm ente. E n la época
que nos ocupa, la M adre-Iglesia es la personificación de la institución o de
la co m un id ad , beneficiándose aquélla de tal indefinición. La m aternidad
de la Iglesia aparece entonces com o la co n trap a rtid a fem enina de la pater­
n id ad de Dios, con ta n ta im p o rtan cia com o esta últim a. Agustín ya indica:
“la Iglesia es p a ra n o so tro s u n a m adre. Es de ella y del P adre que nacimos
e sp iritu a lm e n te ”; y su b ra y a n d o a u n m ás el c a rá c ter indisociable de am ­
bos: "nadie que desprecie a su m adre la Iglesia po d rá en co n trar en Dios un
recibim iento p a te rn a l”. Así corno Dios es el Padre, la Iglesia es verdaderam en­
te la M adre, p u esto que da n acim ien to al cristian o en el bautism o. La pila
b autism al es el órgano de este parto, y Agustín, seguido en esto por la tradi­
ción p a trístic a y litú rgica, la califica de "m atriz de la M adre Iglesia”. La
inscripción del b ap tisterio de L etrán, hacia 440, precisa que el E spíritu fe­
c u n d a sus aguas, de ta l su erte que “la M adre-Iglesia da luz en estas aguas
al fru to virginal que concibió p o r el soplo de D ios”. E stos enunciados cal­
can la p ro c re a ció n ca rn a l p a ra e sp iritu aliza rla m ejor: y es que hay que
co n ceb ir el b a u tism o com o u n a u tén tico p a rto espiritual. Tam bién se le
atrib u y e a la Ig lesia u n a fu n ció n alim en ticia que refu erza su condición
m aternal. Com o señala C lem ente de A lejandría, la Iglesia "atrae hacia sí a
sus pequeños y los a m a m a n ta con u n a leche sagrada, el Logos de los niños
de p e ch o ”. Y si las im ágenes ilu stra n a veces esta relació n al m o stra r a la
Iglesia a m a m a n ta n d o a los fieles (véase la ilu stra c ió n ix.i), es porque los
alim en ta tra n sm itie n d o el p rin cip io divino que p erm ite crecer en la fe,
¡xa. La Mculre-lglesm. amamanta, a los fieles (1150-1 ¡70; dibujo de una miniatura en los
I l u s t r a c ió n
C o m en tario s d e los E vang elios de san Jerónim o, Engelslxrg, Sliftsbibliothek, m s. 48, f. 103 v.j.

La Iglesia es la M ad re de to d o s los fieles, a q uien es d a a lu z en las aguas del b au tism o y a q u ie­


nes a lim e n ta co n la P a la b ra d ivina y el p an de vida. P o r lo ta n to , no está fu era de lugar, p a ra
u n e sp íritu im p re g n a d o del d isc u rso clerical, m o stra r la personificación de la Iglesia o frecien ­
do su s sen o s a los fieles, p u e s to qu e u n a im agen así no h ace m ás que ex altar su m a te rn id a d
generosa.
m ediante la enseñanza de la P alabra y el don de la eucaristía, alim ento es­
p iritu al y p an de vida. P o r últim o, la función m atern al de la Iglesia deriva
en n um erosos tem as que la describen com o u n a m adre que prodiga cuida­
dos y am ores a sus hijos. Según san B ernardo, p o r ejemplo, la Iglesia “cría"
a los fieles y los acoge en su regazo.

La paternidad de los clérigos: un principio jerárquico

Definir la p osición del clero en esta red no resu lta fácil, en razón de la di­
versidad de estatu to s que hay en su seno (posiciones jerárquicas; órdenes
m enores y mayores; seculares y regulares; tradicionales y nuevas) y de las si­
tuaciones que se e n cu en tran en la linde que sep ara a clérigos de laicos (clé­
rigos to n su rado s pero no ordenados, conversos, donados y m iem bros de la
orden tercera). Pero com o ya hem os visto, esa división entre clérigos y lai­
cos que se defiende con tan to ard or sigue siendo socialm ente determ inante.
P or lo tan to , relacio narem os los análisis siguientes con individuos cuya
pertenencia al clero se hace m anifiesta p o r la realización de u n ritual —or­
denación, to m a de h ábito o votos— y po r u n m odo de vida que los distingue
de todos los dem ás —esencialm ente el celibato— (de hecho, la aparición, en
el siglo III, de u n rito de ordenación que otorga u n papel exclusivo en la ce­
lebración de la e u caristía constituye el origen de la separación entre cléri­
gos y laicos).
Como los dem ás cristianos, los clérigos son hijos de Dios y de la Iglesia.
Sin em bargo, su función les confiere u n a posición específica en la red de
parentesco: tam bién son padres. Es p o r el sacram ento del bautism o que se
m anifiesta m ás claram ente la condición p aternal del sacerdote. Desempeña
así el papel de representante de Dios en la tierra; o m ás bien, en virtud de su
p osición com o lu garten ien te de Dios y m iem bro de la Iglesia-institución
p erm ite la co nsum ación del alum b ram ien to que Dios y la Iglesia realizan.
Sin duda, la p ate rn id a d de los sacerdotes n u n ca po d ría a sp irar a la misma
dignidad que la p atern id ad de Dios, pero aquélla es el agente indispensable
de la propagación de ésta (la evolución de la liturgia bautism al subraya el pa­
pel especialm ente activo del sacerdote, puesto que, en Occidente, la fórmula
"yo te b au tizo ” reem plaza el antiguo giro pasivo, que se m antiene en Bizan-
cio, m ediante el cual el celebrante anuncia que el fiel “es bautizado en nom ­
bre de Dios”). Puesto que son los únicos que están habilitados p a ra conferir
los sacram entos, los sacerdotes son, en la sociedad medieval, los m ediado­
res obligatorios del parentesco divino. Por m edio de ellos, se in stau ra, p a ra
los cristianos, la p ate rn id a d de Dios y la m atern id ad de la Iglesia.
Los títulos de los clérigos m anifiestan claram ente esta paternidad: abate
(de abbas, p ad re) y, sobre todo, p ap a (papa, papatus, térm in o s que se u tili­
zan p a ra n o m b ra r a to d o s los obispos y que luego, a p a rtir del siglo xi, se
reservan sólo al pontífice rom ano). Es o m nipresente este m odo de dirigirse
a los clérigos: pater, p a d re ... Adem ás, la relación de p a te rn id a d no expresa
solam ente la d u alid ad en tre clérigos y laicos, sino tam bién las jerarq u ías en
el seno del clero, com o lo recuerdan la posición del ab ate a la cabeza de su
m onasterio y la del p a p a en la cúspide de la in stitu ció n eclesial. Asimismo,
los vínculos de d ep en d en cia en tre los establecim ientos m onásticos pueden
concebirse com o relacion es de filiación espiritual, p o r ejem plo, cuando se
m enciona la “d e scen d en cia de Claraval" o de o tras ab ad ías cistercienses.
También son vínculos de paren tesco espiritual que dejan ver, en el siglo xv,
los árboles m o n ástico s, a rraig ad o s en el seno del fu n d ad o r de u n a orden,
como san Benito o santo Domingo, y cuyas ram as abrigan a la m ultitud de sus
discípulos. A unque estas rep resen tacio n es se p a recen m ucho al árbol de
Jessé y a las p rim e ra s im ágenes de genealogía fam iliar en form a de árbol
que a p a re c en en to nces, es claro que no m u estra n el p aren tesco carnal del
santo, sino que ex presan la am p litu d de su fecundidad espiritual m ediante
la ex huberancia del árbol al que da origen (este tipo de representación ade­
más cru za el A tlántico en la época colonial y aparece en tre otros ejem plos
en el convento de S anto D om ingo en Oaxaca). P or últim o, aunque las here­
jías y o casio n alm ente las p resiones de los laicos cu estio nan la posición p a ­
ternal de los clérigos, ésta experim enta u n a evolución d e n tro de la Iglesia
misma. Así, los m iem bros de las órdenes m endicantes se hacen llam ar “fray”
(frater, frére, fraíello), in clu so p o r los laicos, señal de u n a inflexión m enos
jerárquica que, sin em bargo, se corrigió y atenuó rápidam ente. Pero, pese a
tales m atices y evoluciones, la d ualidad padres/hijos sigue coincidiendo en
lo esencial co n la d u a lid a d clérigos/laicos. No so lam ente expresa la je ­
rarq u ía estab lecid a e n tre am b as partes, sino que constituye u n a justifica­
ción im p o rtan te de la m ism a. La p atern id ad esp iritual de los clérigos es ex­
presión y g aran tía de su au to rid ad , tanto m ás cuanto que se articula con la
práctica del celib ato . Com o h em os visto, el clérigo se su strae a los v ín cu ­
los del paren tesco cam al, y es p o r esta ren u n cia que adquiere la facultad de
convertirse esp iritu alm en te en padre. Ya Agustín, al presentarle a u n nuevo
obispo al pueblo, afirm a: “no quiso ten er hijos conform e a la carne p a ra te­
ner m ás hijos co n fo rm e al e sp íritu ”. Sem ejante configuración (rechazo del
parentesco carnal/posición de padre espiritual) fu nda la dom inación social
del clero sobre una doble jerarq u ía (espiritual/carnal; padre/hijo).
La posición del clero tam b ién parece caracterizarse p o r otro rasgo es­
pecífico; una unión m atrim o n ial espiritual. Así, las m onjas son "esposas de
Cristo", y el obispo contrae nupcias con su iglesia (es decir, su diócesis), en
u n ritual marcado por la entrega del anillo. Como el obispo tam bién es hijo
de la Iglesia, al igual que todos los que h a n recibido el bautism o, la conjun­
ción de una relación de filiación y de u n a alianza matrimonial hizo que va­
rios historiadores hablaran aquí de un “incesto sim bólico” y definieran esta
infracción com o la distancia sacralizante que justifica la posición dom inan­
te del clero (Añila Guerreau-Jalaberl). No obstante, el m atrim o n io con la
iglesia sólo concierne a los obispos (y sobre todo al papa, único que contrae
nupcias con la Iglesia universal). Además, este ritual, que se esboza a partir
del siglo ix p ara afirm arse en el siglo Xii, no es el fundam ento del poder es­
p iritu al del obispo, el cual se recibe m ediante la im posición de m anos o la
unción, sím bolos de la efusión del E spíritu. Esta relación de alianza no pa­
rece p o r lo tanto d esem p eñ ar un papel d ete rm in an te en la definición del
estatuto del clero, sino que constituye m ás bien un carácter suplem entario,
propio de la cúspide de la jerarq u ía eclesiástica. P ara definir al clero como
grupo d om inante en el seno de una sociedad dual, lo esencial consiste más
bien en el doble c ará c ter del celibato y de la p a te rn id a d espiritual. Es allí
donde se en cu en tra la diferencia que sacraliza a los clérigos y relaciona re­
nunciación y pod er sim bólico.

Hermandad de todos los cristianos


y desarrollo de cofradías

Otra relación de p aren tesco espiritu al concierne a todos los bautizados:


com o hijos de Dios y de la Iglesia, los cristianos son herm an o s entre sí. El
bautism o tam b ién es lo que instituye esta h erm an d ad generalizada, de suer­
te que caracteriza a los m iem bros de la cristiandad y traza una línea de se­
p a ració n que excluye a los dem ás hom bres. Siendo un p o tente vector de
unid ad de la cristian d ad y de concordia social, esta relación la invocan na­
tu ralm ente los clérigos, en p articu lar cuando hay que apaciguar los ánim os.
y p red icar la reconciliación. Sin duda, en la tie rra este vínculo sigue siendo
bastan te virtual, ineficaz. D esaparece, m uy a m enudo im potente, ante la ló­
gica de las dom inaciones sociales y las reglas fam iliares. La herm andad gene­
ralizada de los cristian o s es u n h o rizo n te p a rc ia lm e n te inaccesible aquí
abajo, cuya realización plena se rem ite al m ás allá.
Sin em bargo, ciertos lazos sociales son capaces de activar esta h e rm a n ­
dad latente. P ertenecer a la Iglesia de los clérigos, pese a los vínculos de las
jerarqu ías que la e stru c tu ra n , aviva m ás el vínculo fratern al, m uy p a rtic u ­
larm ente en el seno de u n a co m u n id ad m o n ástica. E ste vínculo puede ex­
tenderse a los laicos, quienes gracias a sus do n acio n es, sobre todo en el
caso de Cluny, p asan a fo rm ar p arte de la fam ilia m onástica, o p o r lo m enos
se asocian con ella en las plegarias. El com padrazgo es tam b ién un recurso
con el que se vuelve eficaz la herm andad de todos los bautizados. La práctica
de las lim osnas a los pobres, ya sea d ire c ta m e n te o p o r in term ed ia ció n de
la Iglesia, es o tra de sus m anifestacio nes, que re su lta su m a m en te c a ra c te ­
rística de la sociedad m edieval. P o r últim o, el desarrollo de las cofradías, a
partir del siglo xii y sobre todo del xm, perm ite extender la conciencia p rá c ­
tica de esta fratern id ad . Se tra ta de u n fenóm eno de g ran alcance, a escala
de la cristiand ad entera, tanto en el cam po com o en las ciudades (y que h a ­
brá de p ro lo ng arse en el Nuevo M undo, con fo rm as p arcia lm e n te o rig in a­
les). Según los lugares y las épocas, las co frad ías a d q u ie re n diferentes for­
mas, privilegiando u n as veces el aspecto devocional y otras la organización
corporativa de u n oficio o de u n grupo profesio nal. No obstante, todas p o ­
seen im p o rtan te s aspectos com unes. Se tra ta de asociaciones lib rem en te
establecidas de devoción y de ayuda m u tu a dedicadas a activar los lazos de
am or fraternal en tre sus m iem bros. Su n o m b re m ism o (confraternitas en la ­
tín, confrérie en francés, h e rm a n d a d en español) así com o el de “co frad es”
que se da a sus p a rtic ip a n te s indican, efectivam ente, que se fu n d an en la
noción de la h e rm a n d a d esp iritual extendida, c a rac terística de las concep­
ciones cristianas del parentesco.
La u n id a d de los cofrades se m anifiesta p o r la devoción com ún al p ro ­
tector del grupo, u n santo p a tró n o la Virgen (véase la foto rv.l), p o r las for­
mas de solidaridad concreta, sobre todo la respo nsabilidad de los funerales
y las plegarias colectivas p a ra sus m iem bros difuntos, o tam b ién p o r las ac­
tividades rituales, com o el b an q u ete an ual donde, en to rn o a los alim entos
com partidos, se realiza sim bólicam ente la u n id a d de la corporación. Así, la
in stitu ció n de las co frad ías p erm ite u n a o rg a n iz ac ió n p a rc ia lm en te a u tó ­
nom a de los laicos, aun qu e siem pre bajo la m ira d a vigilante de los clérigos.
Es sobre todo u n in stru m e n to eficaz de in teg ració n de los laicos en el seno
de las estru ctu ras sociales e ideológicas d iseñadas p o r la Iglesia. Las cofra­
días con frecuencia redob lan las estru ctu ras parro q u iales y se fundan ente-
ram en te en las reglas del p aren tesco esp iritual cuya elaboración y control
dependen de la Iglesia. En sum a, la herm an d ad generalizada de los cristia­
nos se presenta como u n a form a ideal pero irrealizada del parentesco espi­
ritual. La com unidad ritu al del bautizo le confiere u n a existencia objetiva,
que reitera la participación en el sacram ento eucarístico; pero el vínculo de
am or espiritual que ten dría que caracterizarla no logra m anifestarse plena­
m ente. En cam bio, la p erten en cia a u n a cofradía crea u n círculo de paren­
tesco espiritual, cuyos ritos particulares y form as de ayuda m utua lo hacen
efectivo. La cofradía es —re to m an d o u n a noción de F ierre B ourdieu— la
p arte práctica, “que se m antiene en m a rc h a ”, de la h erm an d ad espiritual de
todos los bautizados.
Si considerarnos a h o ra el conjunto de relaciones espirituales que aquí
hem os m encionado, vem os que la con jun ción del paren tesco carnal y del
parentesco espiritual e n tra ñ a n ciertas paradojas aparentes. Agustín señala
que el hijo de u n laico, al volverse obispo, se convierte en padre de su padre,
enunciado paradójico que resulta del hecho de que el vínculo espiritual in­
vierte al vínculo carnal. Al ilu stra r o tro caso, A gustín subraya que sus pro­
pios padres carnales se h an convertido en sus herm anos espirituales ("ellos
que fueron m is padres, y m is h e rm a n o s an te vos, n u estro Padre, y ante la
Iglesia católica, n u e stra m a d re ”). E n este caso, el vínculo espiritual no in­
vierte al vínculo carnal, sino que iguala u n a relación jerárquica. El parentes­
co espiritual proyecta horizon talm ente u n a relación de natu raleza vertical.
Así, la superposición de los vínculos espirituales en los carnales, m ediante
un giro o u n a inversión, resu lta un in stru m en to eficaz de m anipulación del
parentesco. Finalm ente, el alcance sim bólico de estos lazos es considerable,
puesto que contribuyen a definir la estru ctu ra ideológica de la sociedad. La
herm an d ad de todos los cristiano s en u n cia la u n id a d de la cristiandad,
m ientras que la patern id ad espiritual de los clérigos funda la dualidad jerár­
quica que, en el seno de este co n jun to unificado, los sep ara de los laicos.

E l PARENTESCO DIVINO, PUNTO FOCAL DEL SISTEMA

En el núcleo m ism o del dogm a, es decir, de las representaciones que funda­


m en tan la visión del m u nd o y la org an ización de la sociedad cristiana, se
urde u n ovillo p articu larm ente denso de relaciones de parentesco. Efectiva­
m ente, existe u n lazo de p aren tesco en tre las dos p rim eras p ersonas de la'
Trinidad, el Padre y el Hijo. La cuestión de la paternidad se ubica en el centro
de la definición del dios cristiano, aun cuando la posición del E spíritu Santo
invita a su b ray ar que no todo, en este sistem a, está pensado en térm inos de
p arentesco (asim ilado a la efusión de la g racia y la in sp iració n divinas, el
E spíritu S anto es el agente de la expansión del a m o r en tre los ho m b res y
Dios y entre ellos m ism os; es u n a potencia de con junción y concordia, ta n ­
to entre las criatu ras com o en el seno de la Trinidad cuya cohesión asegura,
puesto que Tom ás de A quino califica ex p lícitam ente al E sp íritu de "nudo
del Padre y el H ijo”).

E l Hijo igual al Padre: paradojas de la Trinidad

La n a tu ra le z a de la filiación en tre el P adre y el H ijo constituye un o de los


principales m eollos de las contro versias trin ita ria s. M ien tras que Arrio
(256-336), sacerd o te en A lejandría a p rin cip io s del siglo iv, niega la plen a
divinidad de C risto y sólo reconoce al Padre com o verdadero Dios, la o rto ­
doxia, que se fo rm a com o reacción al arrian ism o, está obligada a concebir
un vínculo en tre el P ad re y el H ijo que signifique u n a a u té n tic a filiación y
que, sin em bargo, asegure su com ún e igual divinidad. El concilio de Nicea
en el año 325 (seguido p o r los dem ás concilios ecum énicos del siglo iv)
resulta decisivo y p ro clam a el Credo trin itario, en virtud del cual el H ijo se
considera "Dios v erd ad ero de Dios verdadero, co nsu stan cial al Padre, e n ­
gendrado, no cread o ” (m ientras que se an a te m a tiz a a quienes afirm an que
"antes de ser en g endrado, no era" o que "el H ijo de Dios n ació ”). E fectiva­
m ente, el Hijo tiene que ser engendrado, pues de lo co n trario no sería hijo;
pero no puede ser creado, pues entonces sería u na criatura y no sería divino al
igual que el Creador. La diferenciación entre creación y engendram iento es
por lo ta n to decisiva p a ra p reserv ar la conjunción de lo que los co n testa ta ­
rios arríanos —lo m ism o que los paganos y los ju d ío s— consideran in co n ­
ciliable (la posibilidad de concebir a Cristo com o Hijo y al m ism o tiem po to ­
talm ente igual al Padre).
De esta m an era, u n a relación de p a te rn id a d fu n d a d a en el en g en d ra­
m iento se establece en el seno del núcleo divino, entre las figuras de la Trini­
dad, cuyas perso n as son d iferentes pero cuya esen cia es igual, al grado de
que n in g u n a pued e h ac er alarde de ningún tipo de p reem inencia. E n tre el
Padre y el Hijo, existe a la vez filiación v erd ad era y p erfecta igualdad. Se
trata de u n a ecuación "Padre = H ijo”, en la que la igualdad es a la vez je rá r­
quica y esencial, pero que no supone la identidad de las personas. El dogm a
trinitario produce así el m odelo de una relación paradójica, que contradice
total mente las características de la filiación en el orden carnal, pues Lo que
iguala una relación que es normalmente jerárquica. De manera m ás preci­
sa, este modelo niega lo que en el m undo terrenal define a la filiación, es de­
cir; su carácter ordenado. E n la especie h um ana, com puesta p o r seres mor­
tales, esta relación supone un ordenam iento, una sucesión de generaciones.
P or el contrario, el parentesco trinitario que une a personas divinas eternas
se caracteriza por u n m odelo de filiación sin relación entre generaciones y
sin subordinación.
El dogm a trinifario es una p a ra d o ja insostenible (tanto en lo que con­
cierne la conjunción de filiación e igualdad, como en la delicada conciliación
de “uno" y “tres"). De en trad a, la ortodoxia tuvo que definirse frente a dos
peligros opuestos: por un lado, el arrian ism o, que no adm ite m ás que la di­
vinidad del Padre y niega la del Hijo; por otro, el sabelianisrno o el priscilia-
nism o de los siglos m y iv, a los que se acusa de confundir Padre, Hijo y Espí­
ritu S anto en una sola persona. P o r cam inos opuestos, en am bos casos se
tiende a volver al m onoteísm o estricto, m ien tras que la ortodoxia busca su
cam ino entre los escollos p a ra fundar la p arad o ja de un Dios único en tres
person as (uno por su esencia y trin o p o r la diversidad de las personas).
Como ya hem os visto, no ta rd a n en reaparecer las acusaciones de herejía,
pese a las decisiones del concilio de Nicea: el nesíorianism o deshace, siguien­
do al arrianism o, la lógica de la Encarnación, separando radicalm ente las dos
naturalezas, divina y humana, de Cristo; en el otro extrem o, el monofisismo
afirm a la n atu raleza única de Cristo, indisociablem ente divina y hum ana.
El debate resurge en la E sp añ a del siglo viji con el adopcionismo: dos
obispos, E lipando de Toledo y Félix de Urgel, preocupados p o r insistir en la
hum anidad del Salvador, que a su p arecer se h ab ía descuidado demasiado,
separan nuevamente las dos n a tu ra le z as de C risto, afirm ando que por su
naturaleza divina es verdaderamente Hijo de Dios, pero que com o hom bre
no es m ás que su hijo adoptivo. Su doctrina, que hay que situ a r en el con­
texto de la p en ín su la ib érica y de la co n fro n tació n con el m onoteísm o es­
tricto de m u su lm an es y judío s, la co n denan en tre otros B eato de Liébana
(célebre p o r su com entario del Apocalipsis) y sobre todo el círculo de Carlo-
magno y el Concilio de Frankfurt, que a inslancias de éste se reúne en el año
794. Poco después del año m il, el cism a entre griegos y latinos incluye tam ­
b ién una dim ensión trin itaria, puesto que aquéllos siguen afirmando que el
E sp íritu S an to procede ú n icam en te del Padre, m ientras que éstos conside­
ran que procede del P adre y del H ijo (filioque), lo que refuerza aún m ás su
igualdad. Si, desde entonces, la reflexión trin ita ria en O ccidente ya no sale
de los lím ites de la ortodoxia, no deja de experim entar un intenso desarrollo
y, a p a rtir del siglo XII, se ren ueva incesantem ente p o r las polém icas contra
judíos y m u su lm an es, y p o r la necesidad de p ro d u c ir argum entaciones que
sustenten la em presa de la conversión. Es p o r ello que, si bien el De Trinitate
de A gustín sigue siendo un fu n d am en to esencial, n o dejan de p ro d u cirse
con pro fu sión tratad os sobre la Trinidad, com o si fuera necesario perfeccio­
nar incesantem ente este aspecto m edular de la doctrina, reforzarlo y elim inar
las brechas p o r d onde p u d ieran infiltrarse gérm enes de desviaciones.
Todos los recu rso s de la lógica y el razo n a m ie n to que perfeccionan los
escolásticos ap en as son suficientes p a ra o ponerse a la infinidad de objecio­
nes posibles y alcan zar los postulados m ejor preservados de la crítica. Y esto
porque en m a te ria de T rinidad, el equilibrio de los en u nciados siem pre es
inestable, siem pre está en peligro, a p u n to de caer en el defecto de u n a ex­
cesiva iden tid ad de las p erso nas o, p o r el contrario, de u n a sospechosa dife­
renciación que su p o n d ría alguna jerarquía. La dificultad es m ayor aún si se
pasa de la a b strac c ió n del discu rso teológico a form ulaciones m ás concre­
tas, en p a rticu la r aquéllas que suelen inventar las im ágenes. ¿Cómo asociar
visualm ente lo uno y lo ternario, la filiación y la igualdad? ¿Cóm o.dar a en ­
ten d er la filiación en tre P ad re e H ijo sin in tro d u c ir u n a diferenciación de
generaciones y, p o r lo ta n to , u n a su b o rd in ació n que co n tradice su necesa­
ria igualdad? ¿Cómo inscribir u n a relación que rom pe totalm ente con la ex­
periencia te rre n a l del p arentesco en form as que se refieren necesariam ente
a las realid ad es de este m u nd o? R esu lta poco frecuente que las opciones
iconográficas eviten que se incline la balanza a u n lado o a otro (véase las fo­
tos v i l . 5, v i i i . 1 y ix.4 ). Pero es p recisam en te p o rq u e pone a los artista s ante
el desafio de im aginar una figuración im posible que la doctrina trinitaria es el
incentivo de u n a con sid erable a p e rtu ra de posibilidades figurativas y final­
m ente de u na extraordinaria inventiva visual (véase la foto ix.l).
Incluso es p o sib le p re g u n ta rse si la d o c trin a trin ita ria no se convirtió
en uno de los objetos ejem plares de la d in ám ica del p ensam iento occiden­
tal. E n la m ed id a en que se fu nd a sobre contradicciones insolubles y obliga
a u n esfuerzo p a ra p e n sa r lo im pensable, siem pre deja abiertas im portantes
p osibilidades de ejercicio m ental, fuentes inagotables de argum entaciones
y razo n am ien to s. Al u b ic a r u n a serie de p a ra d o ja s insostenibles en el n ú ­
cleo de su sistem a y al a d m itir que incluso este núcleo puede som eterse al
cuestionam iento y a la reflexión razonada, el cristianism o occidental induda­
blem ente p rep aró el terreno y forjó los instrum entos p ara una vigorosa crea-
F o t o ix .1 , Las m etam oi'josis de ¡a Trinidad (R cnania. h a d a 1 300; C ánticos Rotbscbild,
Yole U nh'crsity, B einecke L ib ra n ) ms. 404, f. 7 5 y 84).

Los C ánticos R o íh sch ild , p ro b a b le m e n te re a liz a d o s p a r a u n a m o n ja, ejem plifican los lazos
en tre la im agen y las p rá c tic a s de devoción que a finales de la E dad M edia se an u d an . Incluyen
u n a excepcional serie de veinte m in ia tu ra s ded icad as a la T rinidad, cada u n a m ás sorprenden­
te que la otra. Aquí, el P ad re y el H ijo vuelan sobre las alas de la gigantesca p alo m a del Espíritu
S anto, a la que se aso cian tres soles ra d ia n te s. El c a rá c te r d in ám ico de las tre s perso n as con­
tra sta con la fijeza de la E sen cia divina, re p re se n ta d a en el centro en un triple m arco. La para­
doja de Dios a la vez tres y u n o se ex presa p o r lo ta n to m ed ia n te la y u x taposición, m uy poco
practicad a, de la trin id a d de ias p erso n as y la u n id ad de la esencia.
En esta o tra im ag en de los Cómicos, el P adre, el H ijo y el E sp íritu S anto están envueltos en un
am plio lien zo que a d q u ie re u n a fo rm a m uy so rp ré n d e m e y cuyas ex trem id ad es esbozan el
m ovim iento de las alas de la p alo m a. El lienzo es u n a m e tá fo ra visual del vínculo e n tre las
personas de la T rin idad: está aso ciad o m u y p a rtic u la rm e n te con el E sp íritu S anto, que sa n to
Tomás define com o el "nu d o del P adre y del H ijo”. E n resu m en , esta serie de im ágenes p re te n ­
de in c ita r en el e sp íritu devoto la b ú sq u e d a sin fin de la c o n tem p lació n divina, p ero tam b ién
sugiere q u e el do g m a trin ita rio escap a a la figuración y q u e n in g u n a im¿igen logra d a r cuenta
de sus p aradojas.
in iciad intelectual. Semejantes objetos del pensam iento, cuyo carácter pa­
radójico abre un espacio dentro de los lím ites que establece la doctrina, bien
pudieron hab er proporcionado algo m ás que la ocasión para una ágil gimna­
sia m ental: algo así com o la p alan ca de u n a din ám ica de transform ación.

Cristo: Padre-hermano, Padre-madre

La com plejidad del estatu to del Hijo es p a rte integral de estas paradojas
trin ita ria s y de las inversiones que a veces permiten. La Encarnación de
Dios hecho hom bre confiere a Cristo u na posición crucial y m ultiform e. Es
Hijo en la eternidad, desde el punto de vista de su divinidad, que es igual a
la d e l Padre; pero también es H ijo en la temporalidad, en virtud del alum bra­
m iento virginal de M aría —es decir, dos filiaciones que n o deben confundir­
se, pese a su aparente superposición—. E n consecuencia, Cristo tiene una do­
ble relación para con l o s hombres. Por su Encarnación, es hermano de quienes
siguen su fe; en el Nuevo Testam ento, rehúsa el papel de m aestro y no acep­
ta m á s que el de herm ano rnavor, de “prim ogénito entre m uchos hermanos"
(R om anos 8, 29). Sin em bargo, la acentuación de la divinidad del Hijo hace
que prevalezca ráp id am en te o tra relación. M ientras que, d u ran te la alta
Edad Media, las plegarias eucarísticas de la liturgia ro m an a solam ente se
dirigen al Padre, a p a rtir del siglo XI se desarrolla la invocación de Cristo.
Como igual del Padre, é) m ism o se convierte en Padre de los fieles. Desde el
siglo X I I , así se le califica explícitam ente, y ei t í t u l o de D om inus, que se le
aplica tanto com o al Padre, m anifiesta de m an era om nipresente la n a tu ra­
leza jerárquica del vínculo que lo une con los hom bres. La relación Cristo/
hom bres es p o r tanto m o t i v o de una f u e r t e tensión que asocia, m ediante equi­
librios variados, filiación con hermandad (lo m ism o pasa exactam ente con la
posición de los clérigos respecto a los laicos). La paradoja del D ios-hombre
es tam b ién la del P ad re-h erm ano . Lo que está en juego e s la posición del
hom bre, quien som etido a Dios y m iserable, puede ser elevado sin embargo
h a sta la redención celestial.
Si Cristo es P adre y h erm ano , tam bién es m adre. Caroline Bj’num ha
insistido en este aspecto m atern al de Cristo, y m ás am pliam ente en la con­
nivencia del cristianism o con lo fem enino. La representación de Jesús como
m ad re aparece sobre todo en la espiritualidad cisterciense, en el siglo xn, y
posteriorm ente, en los círculos m ísticos de finales de la E d ad Media. Cristo;
de la m ism a m a n e ra que el abate, es percibido entonces com o u n a m adre,
en virtu d del a m o r y de la te rn u ra que m anifiesta hacia su grey, pero sobre
todo p o rq u e da vida y alim enta a sus fieles. El cuerpo de Cristo, que se ofre­
ce en la eu caristía, es fem enino p orque es com ida. Sin em bargo, debem os
precisar que estas tem áticas se desarrollan en círculos específicos y con fre­
cuencia co n ciern en a personalidades m uy singulares. P o r lo tanto, no debe
hacerno s olvidar que el p rin cip io m asculino d o m in a en form a m asiva en
las rep resentacion es cristianas. A este respecto, hay que re co rd ar la eviden­
cia: Dios es P adre, y la T rinidad está e stru c tu ra d a p o r u n a relación de p a ­
ternidad y n o de m aternidad.

La Virgen, emblema de la Iglesia

Sin em bargo, las figuras de la Virgen y de la Iglesia d an testim o n io de la


necesidad de o to rg a r u n lu g ar a lo fem enino. Además, conviene integrarlas
en la esfera divina, puesto que M aría se asocia de m a n e ra cad a vez m ás n í­
tida con la soberanía de las figuras divinas, a tal grado que puede hablarse de
un proceso de casi divinización de la Virgen. De hecho, conviene considerar
conjuntam ente a la Virgen y a la Iglesia, puesto que, desde el siglo xii, la exé-
gesis afirm a que todo lo que se dice de u na se puede aplicar a la otra. P or lo
tanto, lo que co n stitu y e u n objeto de análisis p e rtin e n te es la figura de la
Virgen-Iglesia.
La h isto ria del fom ento de la figura de M aría (y evidentem ente de la
Iglesia) sigue con b a sta n te ex actitu d la de la afirm ación de la in stitu ció n
eclesial. E n el Evangelio, M aría desem peña u n papel que se lim ita al n a c i­
m iento virginal de Jesús; y éste, al llegar a la edad adulta, reniega de los lazos
que lo u nen con su m adre. Todavía en la época paleocristiana, p o r ejemplo,
en el arte de las catacum bas, el lugar de la Virgen está restringido. Una p ri­
m era e tap a im p o rta n te se sitú a entre los siglos iv y v. tra s debates v iru len ­
tos, el Concilio de Efesio, en el año 431, p ro clam a que M aría, com o m adre
de C risto —a qu ien se co n sid era igual al P adre— es en consecuencia "M a­
dre de Dios" (Theotokos, en griego). Al asociarla estrecham ente con la divi­
nidad de Cristo, esta novedad dogm ática subraya vigorosam ente la dignidad
de M aría y su papel em inente en la historia de la salvación. Así, el culto m aria-
no recibe un im pulso decisivo, y poco después la basílica S anta M aría Mag-
giore de R om a será la p rim era iglesia dedicada a la Virgen. E n la época ca-
rolingia, se d a u n a nueva afirm ación de la figura de M aría, sobre todo en el
ám bito litúrgico. Las cu atro grandes fiestas m arianas (A nunciación, Purifi­
cación, Asunción y N atividad de M aría), ya establecidas en R om a a finales
del siglo vil, se d ifunden desde entonces en todo O ccidente, m ien tras que
los textos litúrgicos que se utilizan d u ran te esas celebraciones se van enri­
queciendo d u ra n te los siglos ix y x. M ás tarde, en los siglos xi y xn, habrá
u n a segunda etap a decisiva d u ra n te la cual el culto de M aría se extiende
considerablem ente. G ozan de creciente favor las peregrinaciones en honor
de la Virgen, desconocidas h a sta el siglo x (la peregrinación de Le Puv es
u n a de las m ás tem p ran as). Los prim eros com pendios de m ilagros manía­
nos, en posibilidades ya de estim ular el culto, aparecen a finales del siglo xi,
antes de alcan zar su pleno desarrollo en el siglo xm, inclusive en lenguas
vernáculas, con los Miracles de Notre-Dame de G autier de Coincy y las Can­
tigas de Santa María de Alfonso X el Sabio. D urante el m ism o periodo, num e­
rosas iglesias son reb au tizad as con la advocación de M aría, en detrim ento
de los santos que h asta ese m om ento eran sus patrones titulares. De forma
cada vez m ás invasiva, la Virgen asum e el papel de sím bolo de las identida­
des locales, parroquiales o urbanas, entre otras. E n m edio de las rivalidades
en tre los num erosos san tu a rio s m arian o s, su figura se va singularizando,
incluso se fragm enta al irse localizando, com o si la Virgen de tal o cual san­
tu ario no fuera la m ism a que la de este o aquel lugar.
La iconografía m arian a, im p u lsad a p o r el auge del culto, experim enta
u n verdadero florecim iento, sobre todo con las estatuas de la Virgen con el
Niño sentada en el trono, que desde 1050 se m ultiplican al ritm o de la res­
tru c tu ra c ió n de la Iglesia. Y es que, pese a sus anclajes locales, la Virgen
no deja de ser n u n ca el sím bolo privilegiado al m ism o tiem po de la Iglesia
universal y de la p u reza que reivindica. Los tem as iconográficos se m ultipli­
can, h asta llegar a la invención de la coronación de la Virgen p o r parte de
Cristo, cuya representación aparece p or vez prim era en Santa M aria de Tras-
tevere en R om a (1140-1150) y en N uestra Señora de Senlis (1170), para irse
im poniendo luego en los portales de las catedrales, en igualdad de im portan­
cia con los grandes tem as cristológicos y teofánicos, com o el Juicio Final
(véase la foto ix.2). La coronación evidencia la nueva posición de la Virgen,
que a p a rtir de entonces está en igualdad de circu n stan cias con Cristo.
C om parte su realeza, su soberan ía celestial y no ta rd a en considerársele co-
red en to ra de la h u m an id ad . Se convierte en la in terceso ra privilegiada, la
abogada y la g ran p ro te c to ra de los hom bres, asu m ien d o parcialm en te el
papel que an terio rm ente era atrib u id o a su hijo.
Aunque n u n ca se olvidan los aspectos sensibles de la h u m an id ad de la
Virgen —en especial, el am am antam ien to del niño Jesús—, su creciente dig-
F o to ix.2. Cristo y ¡a Virgen coron ada , junios en c¡ trono (i¡acia l i 4 0 - / 1at>
m osaico de Santa María de Trasievejv, en Roma).

d e co iad u de] á b s id e d e S a n to M a ría do TrastOYcrc c o n s titu y e u n a d e ]as p r im e r a s r e p r e s e n ta c io n e s d e la


coronación d e ¡a V irgen. O n e se e n c u e n tr e v a c o ro n a d a en ei tro n o de C risto, c o m o aq u í, o que se ilu stre el m o ­
mento p re c iso en que re c ib e la c o ro n a d e m a n o s de su h ijo , el sig n ific a d o d e la e sc e n a es fu n d a m e n ta lm e n te
i‘¡ m ismo. a s o c ia e s tr e c h a m e n te a la V irgen co n la s o b e ra n ía d e C risto . La e la b o ra c ió n del le m a d e la c o ro n a ­
ción de la V irgen es in d is o c ia b le d e la ex eg esis del C a n ta r de los Can (ares, del cual se e x tra e el v e rs íc u lo in sc rí-
II) en el lib ro a b ie rto q u e s o s tie n e C risto fu n v e rs íc u lo c erv ario d ic e ta m b ié n : "Ven, m i b ie n a m a d a , p a ra q u e
!C c o ro n e ”). L o s c lé rig o s m e d ie v a le s le e n el C a n ta r d e lo s C a n ta r e s , é x ta s is a m o r o s o d el S p o n s u s y d e la
Spotna (p a ra u t iliz a r lo s té r m in o s d e la V u lg ata), c o m o u n a a le g o ría de la u n ió n d e C ris to y d e la Ig le s ia ;
Mego, a p a r t i r d e l sig lo x n , c o m o u n a a le g o ría d e la u n ió n d e C ris to y d e la V irgen. La r e p r e s e n ta c ió n d e la
coronación d e M a ría m u e s tr a d e m a n e r a s u m a m e n te eficaz e ste v ín c u lo m ís tic o -m a trim o n ia l e n tre C ris to v
la V irg e n -Ig lesia .
n id ad la eleva poco a poco p o r encim a del co m ú n de los m ortales. La pri­
m era señal de esto es el privilegio de la asunción en cuerpo y alm a al cielo,
de la que so b ran testim on ios en la época carolingia y que desde los siglos
xi y x ii se adm ite am p liam ente (véase la foto 4). De m an e ra aú n m ás radi­
cal, los p artid ario s de la In m acu lad a C oncepción afirm an que M aría, aun­
que h u b iera nacido de la unió n sexual de Ana y Joaquín, fue concebida sin
recib ir la m ácula del pecado original. Pero la p rogresión de esta tesis, des­
de la in stau ra c ió n de u n a fiesta de la C oncepción de M aría en Inglaterra
hacia 1 1 2 0 , no deja de provocar fuertes controversias, en p a rticu la r con la
oposición de san B ernardo (M arielle Larny). Tras el consenso entre los es­
colásticos del siglo Xiii, que rec h a z an la In m a c u la d a Concepción, la polé­
m ica resurge violentam ente en tre los siglos xiv y xv, y a veces degenera,
principalm ente entre los franciscanos, quienes fav orecen esta innovación, v
los dom inicos, quienes re h ú sa n exceptuar a M aría del pecado original. Ni
el decreto favorable del concilio de B ale en 1439, ni la ap ro b ació n de la
fiesta de la C oncepción de M aría p o r p a rte del p a p a fran ciscan o Sixto IV
en 1476 —la cual no incluye u n a decisión d o ctrin al— logran d ar fin al de­
bate, 3*el dogm a de la In m acu lad a C oncepción no se p ro clam ará sino has­
ta 1854. E n sum a, p aralelam en te a la refu n d ació n y la hipersacralización
de la in stitu ció n eclesial a p a rtir de los siglos xi y xii, la Virgen se convierte
en u n a figura o m n ip resen te y supraem inente de la esfera divina, siempre
m uy cerca de acced er a u n a co n dició n de ig u ald ad con Cristo: una farsa
del siglo xv no exagera dem asiado al im a g in a r u n proceso d u ran te el cual
C risto acu sa a su m ad re de h ab erlo su p lan ta d o en el co razó n de los hom ­
bres. Aun cuando nos atengam os pru d en tem en te aquí a la idea de una casi
divinización de la Virgen, conviene recordar la afo rtu n ad a frase de Michelet,
a p ro p ó sito del auge de la devoción m a ria n a en el siglo xii: "Dios cambió
de sexo, p o r así decirlo”.

La Virgen-Iglesia, madre, hija y esposa de Cristo

La in teg ració n de la V irgen-Iglesia en la esfera divina se m anifiesta por la


existencia de lazos de p aren tesco com plejos resp ecto a Dios. E n virtud de
la E ncam ació n , M aría es madre de Cristo, aunque su m aternidad sea virgi­
nal y no esté sujeta a las leyes del deseo sexual y del pecado, y sea producto
de un engendram iento realizado p o r el E spíritu de Dios, sin genitor hum a­
no. En cuanto a la Iglesia, ésta tam bién es m ad re de Cristo, pues da a luz a
los cristianos que form an el corpus Christi. Por lo tanto, los clérigos afirm an
que da a luz a Cristo, y p o r eso la Iglesia puede calificarse de Dei genitriz, al
igual que la Virgen. Al m ism o tiem po, la Iglesia es hija de Cristo: puesto que
es Dios, al igual que el Padre, Cristo es su padre, com o lo es de todos los se­
res que h a n recib ido la g racia divina. P o r lo ta n to , se suele afirm ar, según
una form ulación paradójica com ún desde Agustín, que la Virgen es la m adre
de su propio padre. Como lo expresa Inocencio III, "la c ria tu ra concibe a su
creador, la hija a su p ad re ”. Al igual que la Virgen, la Iglesia es hija de Cris­
to. Las B iblias m oralizad as del siglo x iíí, que m u e stra n a la Ecclesia salien­
do de la llaga del crucificado, hacen explícita u n a exégesis tradicional, según
la cual la Iglesia se form a a p a rtir del agua y la sangre que b ro ta n de Cristo
y son los sím bolos del b a u tism o y la eu caristía. Así p asam o s fácilm ente al
vocabulario dei n acim ien to p a ra afirm ar que la Iglesia es en g en d rad a p o r
Cristo, d u ra n te la Pasión. A unque de m a n e ra m ás p ru d e n te que respecto a
la Virgen, la exégesis h ace de la Iglesia la hija de C risto, y la p a rad o ja m a-
riana puede aplicarse a la Iglesia, a la vez m ad re e hija de Cristo.
P or últim o, hay u n a relación conyugal que liga a Cristo con la Virgen-
Iglesia. P la n tea d a p o r san Pablo com o referen te del m a trim o n io h u m an o
(Efesios 5, 21-32), la unión de Cristo y la Iglesia tam bién se desarrolla en la
exégesis del C an ta r de los C antares, d o nde la Iglesia es esposa de C risto
(spotisa Christi). Desde luego, se tra ta de nupcias m ísticas, cuyo pro p ó sito
no es leg itim ar u n vínculo cam al, sino in d icar u n a capacidad de eng en d ra­
m iento espiritual. Si bien las im ágenes casi no dan lu g ar a esta relación de
alianza esp iritual entre la Iglesia y Cristo, la relación hom ologa entre Cristo
y la Virgen se a sie n ta am p liam en te en la ico n o g rafía desde el siglo xn. De
acuerdo con la lectu ra m a ria n a del C anta;' de ios C antares que su p lan ta la
exégesis eclesiológica, la p areja SponsusISponsa. designa principalm ente a
Cristo y a la Virgen. E sto es p o r lo dem ás uno de los fundam entos de la ico­
nografía de la coronación de la Virgen, que la asocia con la realeza de Cris­
to, exaltando aJ m ism o tiem po el vínculo m atrim onial que ios une (véase la
foto í x .2 ) . La coronación de la Virgen glorifica a la Ecclesia u n id a a Cristo y,
de m an era m ás am plia, la iconografía m a ria n a de este periodo exalta la
institución clerical ord en ad a p o r el p o d er pontificio, m ediante su unión es­
piritual con Dios.
La Virgen-Iglesia p o r lo tan to está un ida a Cristo p o r un doble vínculo de
filiación y de alianza m atrim onial. Como en el caso del obispo, esto produce
una conjunción que nos sentiríam os ten tad o s a calificar de "incesto esp iri­
tual”. No obstante, esta expresión suscita diversas interrogantes. En prim er
lugar, ¿la ausencia de todo vínculo sexual no elim ina la cuestión m ism a del
incesto? ¿Acaso éste no está prohibido en razón de u n a conjunción material
de personas que se juzgan dem asiado próximas, lo cual produce el contacto de
hum ores idénticos, o incluso porque, de acuerdo con las definiciones de los
teólogos m edievales, el incesto m an ch a u n a relación espiritual perfecta con
un a relación carnal im perfecta? Por o tra parte, lo que caracteriza al incesto
es su p ro h ib ició n y, p o r ende, el c a rá c ter transgresivo de su realización.
Ahora bien, en to rn o al vínculo de C risto y la V irgen-Iglesia (com o el que
une al obispo con su diócesis) no hay ningún m isterio y no se percibe de nin­
guna m an era com o u n a trasgresión. Por lo tanto, faltan dos características
específicas del incesto, la realizació n sexual y la prohibición; y es forzoso
reconocer que este vínculo no se considera com o incestuoso. Ahora bien, el
incesto en cuanto hecho social es lo que la sociedad define com o tal. En con­
secuencia, acaso no tiene m ás sentido denom inar incesto espiritual al víncu­
lo entre Cristo y la Iglesia, que el que pudiera haber en calificar de incestuoso
el m atrim onio entre prim os h erm an o s en las num erosas sociedades donde
se observa, so pretexto de que las n orm as occidentales lo prohíben.
P referiría p ro p o n e r o tra form ulación, considerando que la conjunción
de la alianza m atrim o n ial y la filiación no es ilícita en el ám bito del paren­
tesco esp iritu al y divino. Allí o p eran reglas p articu lares, de tal suerte que
un vínculo que sería incestuoso en el ám bito carnal, no lo es necesariam en­
te en el ám b ito espiritu al y divino. Si se quiere d a r c u en ta de la lógica de
este sistem a, hay que dejar de h ab lar de incesto y hay que considerar que la
posibilidad asum ida de la conjunción alianza y filiación participa del carác­
te r específico del p a ren tesco espiritu al y divino. Sin em bargo, u n a vez re­
co n stitu id a la lógica in te rn a de estas rep resen tacio n es, n ad a nos prohíbe
invertir la perspectiva, de tal suerte que si, en la lógica m edieval, no puede
definirse la posición de la Virgen com o un incesto, no sería posible que la
p en sáram o s n o so tro s al m arg en de to d a relació n con la esfera carnal, en
la cual tal posición sería incestuosa. Aquí nos podem os p erm itir identificar
u n contenido fantasm al incestuoso que, al adquirir form a en el seno de la es­
fera divina, se m anifiesta sin que se perciba socialm ente com o tal.

E l parentesco divino o la antigenealogía

E n resu m id as cu en tas, el paren tesco divino constituye, en el núcleo de la


doctrin a m edieval, un co n jun to de rep resen tacio n es fu n d ad as en la inver­
sión, incluso en la abolición de los fun d am en to s de la reproducción h u m a ­
na según el o rden cam al:
• E l Hijo iguala al Padre, es decir, u n a filiación no jerá rq u ic a, sin re la­
ción o rd en ad a entre las generaciones, que niega la sucesión de las generacio­
nes com o hecho biológico y los usos sociales de la p a tern id a d com o m odelo
de la relación dé au to rid ad y de dom inación.
• La Virgen es la Madre de su Padre, enunciado que procede lógicam ente
del a n terio r y que m anifiesta el grado de indiferenciación en el orden de las
generaciones al que conduce la ecuación trin itaria.
11 La Virgen-Iglesia es madre y esposa de C risto, e n u n ciad o que en el or­
den cam al significaría un incesto, pero que no se considera así en el cam po
del p arentesco divino, p u esto que las reglas que rigen el o rden de las gene­
raciones no tien en validez allí.
E l co n ju n to de estas relaciones se e n c u e n tra reu n id o en las ob ras del
siglo xv que m u e stra n la coronación de la Virgen p o r la T rinidad (véase la
foto vn.5). Así, el retablo que E nguerrand Quarton pintó en 1454 subraya la in­
tegración de la Virgen en el núcleo divino, a tal grado que po d ría hablarse
aquí de u n a "C uaternidad". La perfecta id en tid ad de los rasgos del Padre y
del Hijo, re p re se n ta d o s com o en u n espejo, su b ray a su ig u ald ad esencial,
m ientras que la disposición diversificada de Jos pliegues de sus vestim entas
evoca en fo rm a m ás discreta la d iferen cia de las p ersonas. Tanto el P ad re
como el Hijo coronan a la Virgen, de tal suerte que el Hijo iguala al Padre no
solam ente p o r la identidad esencial de am bos, sino tam bién p o r su com ún
relación con la Virgen. R especto de la M adre, el Hijo asum e la m ism a posi­
ción que el Padre. Un m ism o lazo nupcial une a la Virgen tanto con el Padre
como con el Hijo: ella es m ad re y esposa de Dios; esposa de aquel que es a
la vez su Hijo y su Padre.
La articu lació n de estos en u n ciad o s es n otable. La ausencia m ism a de
una sucesión o rd en a d a de las generaciones, tal com o p lan tea la ecuación
trin itaria, es lo que a u to riz a la conjunción de la alianza y la filiación entre
Cristo y la V irgen-Iglesia, lo que confirm a que se tra ta de u n a relación que
no es transgresíva sino lícita. E n el ám bito carnal, el incesto p e rtu rb a el or­
den de las cad en as genealógicas y o bstruye el fu n cio n am ien to del sistem a
de p arentesco al o to rg a r al individuo, en su relación con los dem ás, dos lu­
gares en vez de uno. Pero, en el parentesco divino, que no reconoce el orden
de las g eneraciones y au to riza la inversión de las posiciones, deja de p la n ­
tearse la cuestión m ism a del incesto. El discurso y las figuraciones del
parentesco divino p ro du cen la anulación radical de las reglas que fundan la
reproducción humana.. Se tra ta de la negación de lo que puede llam arse,
siguiendo a F ierre Legendre, la genealogía, es d e c ir el hecho de que la re­
p roducción h u m a n a se basa en el reconocim iento del orden de las genera­
ciones \ en las normas sociales que com unican a los individuos e) funciona­
m iento de este orden. El p aren leseo divino es p recisam ente el ám bito de
una aniigcneulugía que se elabora con todas sus consecuencias, en particular
ia igualación de ia libación y la conjunción filiación y alianza. Así se consti­
tuye el parentesco divino, m ás allá de ia ley y de su trasgresión, como una
esfera separada que funciona según regias totalmente distintas de las que ri­
gen el m undo de los h o m btes —y por eso m ism o es propiam ente divina—.

Conclusión: el m undo cutno pare \ ■,iciedad como cuervo. El sistema


h a sta aquí descrito posee u n a e ia coherencia. Sin duda, la tri­
partición p la n te a d a no es re a h r efecto, parentesco espiritual y
par divino poseen fun d am en talm en te la m ism a naturaleza, puesto
que _ „ competen a lo espiritual, en oposición a lo camal. Sin embargo,
es l ... * s ^ v. así oposición dual y estructura ter­
naria), de ^u (amiento son parcialmente distintas.
H a\ una esp cciu cíu au uei nucicu umme, punto focal que ordena el conjunto
del sistema, en (aposición diam etral con las m odalidades de funcionam ien­
to deJ p aren tesco carnal, m ien tras que, entre am bas partes, el parentesco
espiritual ap aiece com o una in stan cia m ed iad o ra que se com bina necesa­
riamente con ios vínculos Caí nales v se separa m enos radicalmente de las
regias que ios caracterizan que el parentesco divino.
También es importante d e sta c a r que ios elem entos principales de este
sistem a no se en cuentran tari Lo en las diferentes relaciones que analizam os
...acesb am onte come, en las conexiones que se establecen entre ellas. Ciertas
hom ologías ap e te c iero n ya, p o r ejem plo, entre ia posición del p ap a (hijo,
p ad .c v espose de Ja Iglesia) y la de C risto (hijo, padre y esposo de ia Vir-
gen). Tam bién es pesibie in sistir en ia correspondencia entre la paternidad
de Dies ¿especio a los hom bres y Ja de ios clérigos respecto a ios laicos. La
liturgia indi.se ab u n d a n te m e n te que ios clérigos son ios sustitutos de Dios,
i... m ism o que ¡a iconografía que, a partir de 1400. llega al extremo incluso de
representa: a D io s dotado con todos ios atributos del poder pontificio (Frail­
eo i s Bocspüug). Su condición etc padres de los laicos, así com o Dios lo es de
iouo„ los cristianos, refuerza su autoridad y legitim a su dom inación social.
Sin duda, un vínculo de h e rm a n d a d m o d era am bas relaciones de p atern i­
dad, pues tam o C risto com o los clérigos son a la vez padres y herm anos de
]os fieles. P ero la relació n vertical triu n fa sobre el vínculo ig u a lita rio , y u n
poco de fra te rn id a d se asocia con m u ch a p a te rn id a d . El que los clérigos
sean a la vez h e rm a n o s y p ad res de los laicos no h ace p o r lo dem ás sino
expresar la dualidad de la Iglesia-com unidad y la Iglesia-institución. Ahora
bien, allí el ju eg o es desigual, y Ja verticalid ad de la organización social e
in stitu cio n al se im p o n e a rro p án d o se con el velo de la igualdad espiritual.
Un efecto m asivo de este con ju nto de representacio nes, ap arte de la legiti­
m idad que confiere a las intervenciones clericales en el ám b ito del p a re n ­
tesco carnal, co n siste en definir el lu g ar de la Iglesia en la sociedad, y en
fu n d a m e n ta r la p reem in en cia de los clérigos y su au to rid ad aquí abajo so­
bre la organización del universo divino.
A bordam os aq u í u n a d ualid ad fundamental de las represen tacio n es
m edievales de la sociedad. Si bien se m anifiesta en esta visión del m undo
com o p aren tesco , tam bién cara c teriz a a la o tra g ran m etáfo ra social, que
concibe a la cristian d ad com o un cuerpo. Ambas, p o r lo dem ás, se su p erpo­
nen en gran p arte, pues lo que p o r un lado se ve com o filiación p o r es otro
se expresa com o inclusión corporal. La fraternidad que instituye el bautizo
asegura la u n id ad de todos los que com ponen el cuerpo eciesia!. Ser h e rm a­
nos en Dios y ser m iem bros del cuerpo eclesial son consecuencias de la m is­
m a lógica de unificación fu nd ad a p or el bautism o. Además, estos dos m ode­
los com binan su b o rd in ación jerárq u ica e igualdad com unitaria.. La im agen
pau lina subraya que la Iglesia es una y perm ite pensar la fusión de todos en
un gran cu erp o sim bólico; pero no olvida que este cuerpo posee una cab e­
za, que es Cristo, y que tam bién es, precisan los exégetas, la institución cuyo
jefe es ju sta m e n te el pap a. Tratándose de! p aren tesco, la dualidad queda
claram ente m arcad a, puesto que puede afirm arse sim ultáneamente que to­
dos los cristian o s están un id os p o r un vínculo de h erm an d ad espiritual
(form ando así u n a com unidad igualitaria) y que existe una relación de filia­
ción entre clérigos y laicos (que es la marca de una subordinación). Pasa lo
m ism o con el vínculo de vasallaje, que puede asim ilarse a u n a form a de
parentesco espiritual 3' analizarse com o u na relación jerárquica entre igua­
les, A u n cu an d o este caso es algo diferente, p ro b ab lem en te ejemplifica la
m ism a lógica, p ro p ia de la sociedad cristian a m edieval. E sta se las arregla
de m aravilla p ara articu lar com unidad y jerarquía o, más exactam ente, para
fusionar jerarq u ías m uy reales en las representaciones ideales del gran cuer­
po colectivo o de la fraternidad de todos los fieles. La fuerza de estos modelos
rad ica en que no se co n te n ta n con establecer u n principio de m ando: éste
se asocia cu id a d o sam e n te con u n ideal igualitario, que produce la im agen
de u n a u n id a d social co h eren te y de u n a cristian d ad ligada p o r el paren­
tesco espiritual.
Ya sea que la sociedad m edieval se piense com o un cuerpo o como una
red de p arentesco espiritual, el m ism o elem ento asegura su vinculación: la
caridad. E n la c ristian d ad m edieval, la carid ad (caritas), noción cuyas im­
plicaciones h a despejado A nita G uerreau-Jalabert, es b asta n te m ás que el
gesto de d a r u n a lim osna a los pobres a las puertas de la Iglesia, aun cuan­
do ésta sea una de sus expresiones m ás com unes y características. La caridad
es un atrib u to esencial de Dios m ism o ("Dios es caridad” [i Ju an 4, 16] y se
asocia de m a n e ra p rivilegiada con el E sp íritu Santo, quien desem peña el
papel de "nudo de la T rin idad” y la difunde en el corazón de los hom bres
(R om anos 5, 5). La caridad es la virtud p o r excelencia y consiste en am ar a
Dios y a m a r al prójim o en Dios. Es u n a efusión de am or espiritual que une
al fiel con Dios, pero tam bién a los hom bres entre sí, a través de su común
relación con Dios. El am o r espiritual de la caridad, que se opone a la vez al
am o r carnal de la concupiscencia y a la avaricia, es el vínculo fundam ental
que une a los m iem bros de la cristiandad del m ism o m odo, dicen los exege-
tas, en que la argam asa une las piedras del edificio eclesial.
Como fundam ento de la u n id ad de la cristiandad, la caridad es el prin­
cipio de u n in tercam bio generalizado en su seno. Es un am o r puro, inspira­
do p o r Dios, y cuyo ejem plo sup rem o es el sacrificio del Padre que libra a
su H ijo a la m u erte en aras de la salvación de los hom bres. P or lo tanto, la
carid ad invita a dar de m an era desinteresada, únicam ente p o r am or al pró­
jim o y a Dios, sin esperar del beneficiario n ad a a cam bio. En esto, la moral
cristiana y la ética aristo c rá tic a convergen parcialm ente y, com o ya hemos
visto, incluso el préstam o puede verse com o un don gratuito en el que no se
espera devolución, aun cuando de jacto a éste lo siga otro don gratuito, pero
apreciablem ente mayor. La cristiand ad descansa sobre un rechazo explícito
de la lógica del don y el contradón y se constituye, p o r el contrario, como
u n sistem a de circulación generalizada, en el que cada quien debe d ar sin
esp erar n ad a a cam bio y pued e recibir, p o r ello m ism o, sin h ab e r dado. El
régim en de la carid ad no conoce m ás que dones gratuitos, que en últim a
instan cia son inspirados p o r Dios y que en definitiva a él se destinan. En la
sociedad cristian a, la circulació n de los bienes m ateriales y espirituales
n u n c a o cu rre exclusivam ente entre los hom bres. No puede pensarse sin
co n sid erar a Dios, fuente infinita de gracias y beneficios. No se tra ta de re­
ciprocidad, puesto que las relaciones que instituye la caridad son triangula­
res e incluyen a Dios com o polo determ inante.
H ab lar de los vínculos que instituye la caridad o de la fraternidad espi­
ritual de tod os los cristianos son dos form as de expresar la m ism a realidad.
De hecho, la segunda es tam b ién u na relación triangular, pues une a los fie­
les m e d ia n te su filiación co m ú n en Dios (y no so rp ren d e co n sta ta r que las
cofradías, in stitu cio n es fundadas en los vínculos de h erm an d ad espiritual,
a veces se lla m an “charités"). Sin em bargo, hay que re c o rd a r que el am or
caritativo tien e sus lím ites, al igual que la fratern id ad espiritual, que com o
ya hem o s visto excluye a quienes no son cristiano s. Si la caridad invita a
am a r al h o m b re "por lo que hay de Dios en él”, sa n to Tom ás se a p re su ra
a a ñ ad ir que tam b ién obliga a detestar todo lo que en él no es divino, y con­
cluye que se p u ed e o d ia r a los pecadores h a sta el extrem o de m atarlo s por
caridad. El a m o r cristiano se vuelve odio y el reverso de la u n id ad es la ex­
clusión que la refu erza. Así es com o la sociedad cristian a se funda en u n
vínculo de a m o r espiritu al entre sus m iem bros, relacionado con la to d o p o ­
derosa p o te n cia divina; y se entiende que este m odelo, estrech am en te aso­
ciado con las rep resentaciones del gran cuerpo colectivo y de la herm an d ad
generalizada, p re te n d e g arantizarle u n a cohesión excepcional. De esto po­
dría in ferirse que la caridad, a rg am asa de la cristian d ad y fu n d am en to de
un régim en de circulación gen eralizada y d esin teresad a, es un prin cip io
esencial del feudalism o, radicalm ente opuesto a las reglas del intercam bio
m ercantil que se im ponen en el sistem a capitalista.
De esta oposición diam etral entre carid ad y capitalism o, puede m encio­
n arse u n caso ejem p lar a p rincipio s del siglo X X en C hiapas, donde el des­
arrollo del capitalism o se conjuga con f o r m a s de explotación de tipo feudal.
Prod u cto so rp re n d en te de estos co rtocircuitos tem p orales y rep resen ta n te
del an tic a p ita lism o de los g ran des hacend ad os, M ariano Nicolás Rui/. no
duda, p a ra defen d er la servidum bre de los cam pesinos, en p ro p o n er lo que
se h a definido com o "socialism o feu dal”. E n sus Errores económ icos del
socialism o, publicad o en Comítán en 1921, busca justificar un sistem a que
considera com o un conjunto de prestacion es m u tu as —su b o rd in ació n y fi­
delidad req u erid as de unos, protección ofrecida p o r los otros— . A este efec­
to, invoca el socorro irrcm plazable de la religión, p recisando incluso que el
com plejo de relacio n es que desea m a n te n e r "es fruto de la caridad cristia ­
n a ”. No se p o d ría exp resar de m ejor m an era que lo caridad com o am o r no
supone p a ra n a d a u n a com u nidad igu alitaria, sino que p o r el con trario su
objeto es g a ra n tiz a r la solidez de las relaciones interpersonales p ero d es­
iguales (de d epend en cia y fidelidad). La carid ad se sitúa así con toda clari­
d ad del lado del anticapitalism o, puesto que se opone al establecim iento de
relaciones m ercan liles independientes de las relaciones interpersonales. No
tiene cabida en un universo dom inado p o r la econom ía que reconoce el in­
terés m aterial com o valor esencial y la acum ulación de capital como o b jeti­
vo principal. P or lo tanto, p odríam os decir que, en la E dad Media, era lícito
acumular bienes m ateriales, com o lo hizo la Iglesia, p o r ejem plo, a condi­
ción de que en últim a in stan cia se d estin aran a m an ten er el circuito del in­
tercambio generalizado: allí la acu m ulación se som ete a la exigencia del
intercam bio, m ientras que, en el sistem a capitalista, el desarrollo de los in­
tercambios contribuye a la acu m ulación de ganancia y capital. Al ser una
característica de las sociedades p recap italistas fundadas en-la “inhibición
colectiva del interés" y en la producción de hábil na d esinteresados (Fierre
Bourdieu), la caridad p ertenece a un m undo que no es ya el nuestro. Y si la
fraternidad de todos los cristianos parece haber encontrado refugio en el
lem a de la Revolución francesa, desde entonces se tra ta de o tra cosa, pues
las regías del m ercado progresan reduciendo la caridad a un sim ple gesto y
destruyendo la co m u n id ad fra te rn a l que, aun cu an d o estuviera asociada
con solidas jerarq uías sociales, le daba su verdadero sentido.
X. LA EXPANSIÓN OCCIDENTAL
DE LAS IMÁGENES

L a s i m á g e n e s ad q u ie re n en el O ccidente m edieval u n a im p o rta n c ia cada


vez mayor. D an pie a p rá c tic a s cada vez m ás diversificadas y d esem peñan
m últiples funciones en el seno de la com plejidad de las interacciones socia­
les. E sta im p o rta n c ia de las im ágenes es resu ltad o de u n proceso histórico
lento, m a rc a d o p o r fuertes tensio nes, al final del cual las p rác tic as de las
im ágenes se convierten en uno de los rasgos distintivos de la cristian d a d
m edieval —en relación con el m u nd o judío y el islam —, y p ro n to en u n a de
las arm as de la g uerra de con qu ista que se libra en tierras am ericanas. Por
lo tan to , no pued e h a b e r u na co m prensión general del O ccidente m edieval
sin u n análisis de sus experiencias con la im agen y el cam po visual.
Si aquí se u tiliza el té rm in o imagen, com o ya a co stu m b ra n hacerlo los
h isto riad o res desde no hace m ucho, es p a ra e sca p ar a la n o ción de Arte
que, esbozada d u ran te el R enacim iento y forjada principalm ente p o r la E s­
tética desde el siglo xvin, no es p ertin e n te en la E dad M edia. D u ran te este
p eriodo, n o existe u na finalidad estética au tó n o m a, in d ep en d ie n te de la
realizació n de edificios o de objetos con u n a función cultual o devocional.
Asimismo, la noción de a rtista no se distingue de la de artesano, aun cu an ­
do los creadores medievales (artifex, opifex) con frecuencia son m enos anóni­
m os de lo que se piensa, y au n q u e algunos de ellos gozan de un prestigio
notable, p articu larm en te los arquitectos y los orfebres (uno de ellos, Vuolvi-
nus, inscribe ya su nom bre en el altar de oro de San Am brosio de M ilán, h a ­
cia el año 840). P or lo tanto, la noción de im agen in ten ta escapar al an a cro ­
nism o de u n a categoría —el Arte— que no puede aplicarse a la época medieval
y que está relacio n ad a con la p ercepción actual de las obras, sep arad a s de
su destino inicial y tran sp lan tad as al m arco del m useo. Sin em bargo, la p a ­
lab ra “im agen" no está exenta de peligro, y sería perjudicial que h iciera ol­
vidar la d im en sión estética de las obras, pues en la E dad M edia existe una
“actitud estética” y u na noción de lo bello, las cuales form an parte integrante
de las concepciones y p rá c tic a s de las im ágenes (M eyer S chapiro). El fu n ­
cionam iento de las obras descansa en gran m edida en sus virtudes form ales
y en los efectos que pu ed en p ro d u c ir en el espectador. Si bien es m ejor re-
n u n ciar a la inclusión de las obras m edievales en la categoría de "arte”, es
necesario ad m itir que en ellas hay algo de arte, es decir, cierta habilidad ar­
tesanal y valores form ales que a cada u n a le confieren su calidad y la f u e r z a
que la vuelve eficaz. Además, sería lam entable que la p alab ra “imagen" con­
dujera a aislar a la rep resen tació n figurativa del soporte m aterial donde se
ubica, pues en la E dad M edia no existe rep resen tació n que no esté ligada a
un lugar o a u n objeto que teng a u n a función (litúrgica, en la m ayoría de
los casos). Por lo tanto, conviene c o n sid erar lo que d en o m in aré imágenes-
objetos, es decir, objetos ado rnado s y siem pre en situación, que participan
de la dinám ica de los vínculos sociales y las relaciones entre los hom bres y
el m undo sobrenatural.

IJ n m u n d o d e im á g e n e s n u e v a s

Entre iconoclasia e idolatría: la vía intermedia occidental

H acer im ágenes no es algo evidente. Com o otras sociedades, la medieval


enfrentó estas preg un tas: ¿es lícito h acer im ágenes?, ¿de qué tipo y para
qué usos? Las respuestas a estas in terrog antes form an la h isto ria occiden­
tal de las im ágenes, que puede resu m irse así: acep tación progresiva de la
rep resentación de lo sagrado, am pliación de los usos de las im ágenes y di­
versificación de sus funciones, desarrollo m asivo de su producción. Sin em­
bargo, varios factores inducían a u n a fuerte resistencia contra las imágenes.
La prohibición de las im ágenes m ateriales figura en las tablas de la Ley de
Moisés (Éxodo, 20, 4), y m uchos pasajes del Antiguo Testam ento denuncian
las reincidencias idólatras del pueblo elegido, com o la adoración del Becerro
de oro. Por lo dem ás, el ju d aism o y el islam , que en principio perm anecen
fieles al m andam iento divino, no dejan de denunciar el carácter idólatra de las
prácticas cristianas de la im agen. Los clérigos occidentales tienen que de­
fenderse c o n tra esa crítica, en p a rtic u la r en los tra ta d o s an tijudíos que se
m ultiplican desde el siglo XII, y extrem an el espíritu polém ico h asta regresar
paradójicam ente la acusación de idolatría co n tra judíos y m usulm anes (Mi-
chael Caniille). Además, el cristianism o de los prim eros siglos (por ejemplo,
en la obra de Tertuliano) da pruebas de un verdadero odio hacia lo visible, que
se equipara —según la trad ició n p latón ica— con el m undo de las ap arien ­
cias y del engaño, cuanto m ás cuanto que hay que diferenciarse de las p rác -'
ticas de la im agen características del paganism o.
P o r lo ta n to , los m otivos de la re siste n c ia a la im ag en son nu m ero so s
y, de hecho, el m undo cristiano conoce, d urante toda su historia, periodos de
denuncia de las im ágenes, incluso de iconoclasia. Ya m encionam os la m ás
intensa, que co nciern e al O riente b iz a n tin o y la cual altern a, en tre 730 y
843, fases de iconoclasia e iconodulia. En u n im perio asediado, som etido a
la m ás in te n sa ofensiva del islam , se p re g u n ta n con in q u ie tu d "cóm o en ­
contrar, en u n a sociedad con denada a u n estado de m ovilización perpetua,
signos de reconocim iento visibles p a ra u n pueblo b au tizad o que se bate en
brecha" (Peter Brow n). Según los iconodulos, las im ágenes h a ce n que des­
ciendan C risto y los san tos p a ra e sta r en tre los fieles, p a ra avudarlos a de­
fenderse. Pero los em p erad ores que resisten con m ay o r eficiencia a la p re ­
sión m u su lm a n a afirm an, p o r el co n trario , que las im ágenes son la causa
de la cólera de Dios co n tra su pueblo —com o en el Antiguo T estam ento— y
reco m ien d an no a c e p ta r m ás que sím bolos ta n irrefu tab les com o la cruz,
de tal suerte que se establece entonces u n a asociación entre u n p o der im pe­
rial fuerte y la ausencia de imágenes. Posteriorm ente, u na vez que ha pasado
lo m ás in tenso del peligro y que el Im perio reg resa a la estabilidad, la “or­
todoxia” ico n o d u la se im pone definitivam ente (843) sobre la base de u n a
teología del icono, de la cual Ju a n D am asceno es uno de los principales re ­
p resentan tes. La acep tació n de las im ágenes im plica entonces ciertas re s­
tricciones, pues si los iconos hacen visible lo invisible y ayudan al h o m bre a
acercarse a Dios, no p u ed en ser ni a rb itra rio s ni originales: “Sólo podían
venerarse las im ágenes que según los dirigentes del clero hab ían sido tra n s­
m itidas a los fieles p o r la tradición de la Iglesia, con u n a form a m uy precisa
y, teóricam ente, in m u tab le” (Peter Brown).
El debate bizantino no deja de ten er repercusiones en Occidente, y la re ­
cepción de las decisiones del concilio de N icea II (787), que restablece el
culto a las im ágenes p o r p rim era vez en O riente, e n trañ a un conflicto entre
la corte carolingia y el papado. C arlom agno y su círculo de allegados rech a­
zan la p ro p u e sta que hace el p a p a A driano I, en el sentido de a d m itir en
O ccidente u n culto a las im ágenes idéntico al de los iconos del O riente, y
red actan los Librí carolini (781-794), en los cuales defienden una p o stu ra
m uy restrictiv a resp ecto a las im ágenes. Si bien no se tra ta de d estruirlas,
p or lo m enos hay que desconfiar de las ilusiones que trae n consigo: ¿no se
diferencia la im agen de la Virgen de la im agen de Venus ú n icam ente p o r la
inscripción que porta? Según la corte carolingia, las im ágenes sólo pueden
ten er u n a u tilid ad re stric ta , y hay que cu id arse de ren d irles un hom enaje
excesivo. E n consecuencia, se reduce la lista de objetos sagrados que m ere­
cen asociarse con el culto cristiano, para limitarla esencialm ente a la Escri­
tura, la hostia, las reliquias y la cruz. E sta últim a es entonces objeto de una
vi ra exaltación que recuerda al Im perio co n slan tin ian o , fundado ideológi­
ca] líente en el signo triunfal de la cruz, objeto de la visión que asegura a
C onstantino la victoria del Puente Mil vi o y conduce a su conversión. Y mien­
tras ei círculo de allegados de Carlomagno busca disociarse de la idolatría
de los _,i , en tiem po s de Luis el Piadoso, lo que debe com batirse es el
excesc ) (la iconoclasia del obispo Claudio de Turín), lo cual induce
una aciitu u m ás k'V'-raL’le hacia M "re h e n e s, que expone principalm ente
Jonás de O rleans. f m, las llamaradas iconoclastas, o
poi lo m enos de r n t _e jes, irrumpen periódicamente en
C N u'! "Ve en relación con los m ovim ientos <'e~'°'Mos, desde los de Orleans
, a principios del siglo xi, h a sta Ic^ n - ,ms y la Reform a, pasando
denses \ ios calaros. E s t e cuestioi :>significa que las imáge­
nes se nan convertido en elem entos constitutivos del sistem a eclesial.
Aunque m arcado p o r una herencia hostil a la i epresentación y, por ello
misino, agitado pul una íenlación iconoclasta, ei Occidente cristiano termina
por asum ir las im ágenes y reconocerles u n papel cada vez m ás im portante.
E sta ap ertu ra se logra m enos en la estela de la teología griega del icono que
al am paro de la p o stura m oderada _ c ju , - «. iglesia i después
de G regorio M agno. En ei año óUO c _ > jb isp o ie »_J<. >-ta Sere-
nus de M arsella, ei pana reprueba ^ ue im ágenes y justifica su
em pleo, a. inplei: una función de enseñanza útil: perm iten
que los He ian la histo ria santa ("en, éstas, pueden leer quie­
r e - mp...-an la escrn u r'i 1 £■'■■■' ' - " ‘t ' 1'! del texto sagrado (y, com o éste,
su, ^ _ mu operacio _ evaluado por la condición subal-
te. j ^ ^us destinatar ^ A A discurso de Gregorio, a partir del
siglo xn, los clérigos calificarár - • -- id o las im ágenes com o las "letras de
ios laicos” (liilcrae laicurum, lu laicurum ). ¿Pero acaso esto autoriza
a hacer de las im ágenes m edie' _ c ‘Biblia de los iletrados”? En realidad
este lugar com ún, inspirado en los tra b a jo s pioneros de Em iic Male y que
hace, alarde indebidam ente de la au toridad de G regorio Magno, debe recha­
zarse, pues se ha convertido en una especie de fórmula mágica, que obsta­
culiza la comprensión del estatuto de las im ágenes en la sociedad medieval,
sus funciones y, más aún, sus prácticas.
Las concepciones m ism as de Gregorio no se dejan red u cir a ese enun­
ciado escueto. P or una parte, h a \ que reu bicar su carta en u n contexto en el
que im p era la p reo cu p ació n p o r la conversión de los paganos y la defensa
de las im ágenes en las circunstancias creadas p o r la iconoclasia de Serenus.
Es p o r ello que el p a p a debe leg itim ar las im ágenes aproxim ándolas a la
única fuen te de verdad que tod o s reconocen: la E scritu ra. P or o tra parte,
G regorio no m en c io n a solam ente la función in stru c tiv a de las im ágenes,
sino que subraya que éstas contribuyen a p reservar la m em oria de las cosas
santas y m ueven al esp íritu h u m an o , su scitan d o en él un sen tim iento de
com punción que lo eleva h acia la adoración de Dios. Así se da inicio al reco ­
nocim iento de u n a dim ensión afectiva en la relación con las im ágenes, que
aparece m ás claram en te todavía en o tra carta que G regorio M agno dirige al
erm itaño S ecu n d in u s, en- la cual u n pasaje que se añ ad ió en el siglo vm
com para el deseo de c o n te m p la r las im ágenes sa n tas con el sentim iento
am oroso. Instruir, rememorar, em o cio n ar es ia tríad a de justificaciones de
las im ágenes que reto m an los clérigos d u ran te toda la E dad Media. A veces
experim enta u n a ligera m odificación, com o cuan d o Honorius Áugustodu-
nensis adopta, com o tercera razón, la necesidad de o to rg ar a la Iglesia una
ornam entación digna de Dios (función que podría calificarse de estético-
litúrgica). P ero las m ás de las veces se su b ray a ía función em ocional m e ­
diante la cual las im ágenes excitan el fervor de los fieles. Algunos teólogos
como Tomás de Aquino incluso admiten que las im ágenes que se ven susci­
tan m ás fácilm ente la devoción que las p alab ras que se escuchan.
En los siglos xn y xvn, la teología occidental de la im agen valora m ás
todavía e] papel espiritual de las im ágenes, con el desarrollo de la noción de
Iransilus, p roceso m ed ian te el cual “a través de la sem ejanza de las cosas
visibles nos elevam os hasta 1a contem plación de las cosas invisibles” (Hugo
de San Víctor). Suger; el abad de Sainí-B enis, lleva p a rticu la rm en te lejos
esta concepción (eaíihcada de anagógica) de la im agen, v decide ponerla en
práctica cu an do renueva su basílica. P ara éi, la profusión de im ágenes y la
riqueza del d eco rad o co n trib uy en a tra n s p o rta r al esp íritu hum an o hacia
las esferas celestes; pero su concepción lar. 'g rie g a” de la anagogía, inspirada
en las obras n eoplatónicas del seudo D ionisio el Arcopa.gi.la, lejos de reducir
las im ágenes a u n a especie de m edio in s tru m e n ta r conduce a asu m ir ple­
nam ente ia m aterialidad y el valor estético de las obras (Jean-Claude Bonne).
Por otra parle, los teólogos se preocupan por definir con precisión la actitud
legítima respecto a las im ágenes. Así, p ara justificar el culto a las im ágenes,
se recu rre fácilm ente a u n a fó rm ula de Ju an D am asceno, según ia cual "el
h o n o r que se rin d e a la im agen tra n s ita hacia el p ro to tip o ”, es d e c ir hacia
ia persona divina o santa que representa. No se rinde culto, pues, a 1a imagen
misma, com o se acusa a los idolatras de hacen sino a la figura que representa
la im agen. Sin em bargo, los teólogos califican en térm inos cada vez más
apreciativos las p rácticas que su scita la im agen. Así, la distinción clásica
que se establece en O riente entre el culto de latría (que sólo a Cristo se rinde)
y el culto de dulia (que se m anifiesta p o r la "proskinesis", o prosternación,
an te las im ágenes y los objetos sagrados), se b o rra en p a rticu la r en el caso
de Alberto Magno y Tomás de Aquino. Este últim o da el paso decisivo cuando
afirm a que la im agen de C risto m erece el h o n o r del culto de latría, tanto
com o el Cristo m ism o: desde entonces, el culto que se rinde a la im agen es
indiscernible del culto que se rinde al prototipo que representa (lean Wirth).
Las im ágenes de O ccidente y sus p rácticas encu en tran a p a rtir de entonces
su plena justificación teológica.

Soportes de imágenes cada vez más diversificados

No sin debates ni conflictos, las concepciones de la im agen evolucionaron


m ucho d u ran te la E d ad M edia. Sin em bargo, los discursos sobre la imagen
no reflejan fielm ente sus usos efectivos. P or lo tanto, conviene ver con aten­
ción el desarrollo de las p rácticas y, en p rim e r lugar, la diversidad de los ti­
pos de im ágenes que se em plean. Si los prim eros cristianos decoraban con
pin tu ras sus catacu m b as (del siglo ni al iv), la Iglesia establecida se encarna
en am plios edificios decorados con m osaicos, com o son las basílicas italia­
nas de los siglos v y VI, cuyas naves exhiben los ciclos narrativos de los dos
testam entos y cuyos ábsides m u estran im ágenes de Cristo o de la cruz (Santa
M aría Maggiore y San Pedro de Roma, San Appolinare Nuovo y San Vitale de
Ravena). Los m odelos ro m an o s se exportan entonces al resto de Occidente,
com o dan testim o n io de ello las p in tu ra s que el abad B enito Biscop trae
desde Roma, h acia el año 680, para a d o rn ar las iglesias de su m onasterio de
W earm outh-Jarrow , a las p u e rta s de Escocia. E n otros lugares, los santua­
rios donde se rinde culto a las reliquias em piezan a adornarse con decorados
que exaltan la g ran d eza del san to y el p o d er de sus m ilagros (por ejemplo,
en torno a la tu m b a de san M artín, en Tours, en el siglo vi).
Aunque todavía eran poco num ero sas y estaban poco diversificadas, las
im ágenes experim entan un p rim e r auge notable durante el periodo carolin-
gio. Pese a las teorías restrictivas en vigor en la corte imperial, ciertos testimor
nios perm iten percibir, sobre todo desde m ediados del siglo ix, u n desarro­
llo de las prácticas devocionales asociadas con las im ágenes, esencialm ente
en los círculos m onásticos o en el caso de personajes excepcionales que los
relatos hagiográficos dan a conocer. Si la E scritu ra y la cruz (desprovista de
representación) deben concentrar lo esencial de las actitudes de adoración, se
d esarrollan diversas im ágenes que no son objeto de u n a veneración ritual.
Ju nto a los conjuntos m o n u m entales de p in tu ra s y m osaicos, infrecuentes y
pocas veces de g ran am p litu d , el a rte caro lin g io so bresale p rin cip alm en te
en la o rn am en tació n p ictó rica de los m an uscritos (biblias, evangelios y m a­
n u scritos litúrgicos), cuya cu b ierta se suele a d o rn a r adem ás con placas de
m arfil finam ente talladas. E stos lujosos m anuscritos, realizados p ara el em ­
perador, sus allegados o los g ran d es m o n a ste rio s a los que están ligados,
contienen m in ia tu ra s m in u cio sas que rep resen tan en p rim er lu gar a Cristo
y los evangelistas, así com o a otros santos, y, ocasionalm ente, al em perador y
las alegorías relativas a su p o d e r (véase la foto 2). Pero en la época carolin­
gia no existen ni p in tu ra s en tablas de m adera, que se p arec erían d em asia­
do a los iconos b izan tin o s, ni estatu as, que evocarían m u ch o a los ídolos
paganos.
Jean-C laude S ch m itt h a subray ad o cóm o se opera, desde m ediados del
siglo x y alred ed o r del año mil, “u n a inversión total de la tendencia, m a rc a ­
da p o r el fom ento de im ágenes cultuales trid im en sio n ales autónom as". Si
bien no se disponía anteriorm ente en la iglesia m ás que de u n signum crucis,
u na cruz sim ple (com o la de la visión de C onstantino, que solam ente lleva­
ba la in scrip c ió n "con este signo ven cerás”), se p a sa entonces a la imago
cntcifixi, es decir, la rep resen tació n trid im en sio n al de Cristo en la cruz. Uno
de los crucifijos m ás an tig u o s que se conocen es el del arzobispo Gero de
C olonia (970-976) que se ilu stra de in m e d ia to gracias a sus m ilagros y es
im itad o rá p id a m e n te . Al m ism o tiem p o, a p a re c en las p rim e ra s estatuas-
relicarios, com o la de la Virgen con el Niño en la catedral de C lerm ont (ha­
cia 984) o la de S an ta Fe en Conques (véase la foto ix.3). Totalm ente inédi­
tos, estos objetos, que se denom inan entonces "m ajestades” (majestas), deben
vencer m u ch as reticen cias y d a r p ru e b a de su legitim idad. É sta queda ga­
rantizad a en p rim e r lugar p o r el hecho de que contienen reliquias. En reali­
dad, esas im ágenes-objetos son relicario s an tes de ser estatuas, y es sola­
m ente a p a rtir del siglo xn, tra s u n a etapa de legitim ación p o r m edio de las
reliquias, que se co m ien zan a colocar en los altares estatu as de la Virgen
con el N iño o de u n santo que no sean al m ism o tiem po relicarios. Otra legi­
tim ación la p ro p o rcio n a n los sueños, los cuales revelan a los vivos las vir­
tudes de la im agen, gracias a la intervención sobren atural de la figura santa
que ésta rep resen ta. E ra necesario p o r lo m enos eso p a ra vencer las reticen­
cias que podía su scitar la novedad de tales objetos.
F ü 'ío IX (./1 ¡ e s (siglo X [ ? ] ; lt:su i \ > de la ¡.

Rccipiaíidcciciiie as que la cu b ren , la estatu a-relicario de Sania


F . wOAiirü-j i _ supuesta reliquia de la m ártir. E stá com puesta
por d ei íiLc ia de un em p erad o r rom ano del siglo ¡V O v;
en su \ \ c i¿ >,u asien to se en cu e n tra n en g astad as diversos cam afeos y entalles an ti­
guos, ii a . u es rep ré sen la al em p erad o r C aracala; los areles p robablem ente son joyas ára­
b es...). i.a esta tu a , p a ru c u la rm e n ic im p re sio n an te, focaliza la veneración de ios peregrinos,
irru í csioi¡aüu;> po r un in ten so ¡-espiando; que p arece el signo de la presen cia vivificante de 1a
sa n ta y fascinados p o r la fuerza que las dos p u p ilas de esm alte azul oscuro dan a su m irada.
De este m odo, B ern ard o , m aestro de las escuelas en Angers, al descu ­
b rir en Conques y en otras iglesias del su r de F rancia las prácticas a las que
dan lu g a r estas estatuas-relicarios, al p rin cipio no ve en ellas m ás que id o ­
latría, p ero no ta rd a en convencerse de las virtudes de la m ajestad de Santa
Fe, a tal grado que realiza la com pilación de sus m ilagros (Libro de los m i­
lagros de Santa Fe, h acia 1007-1029). D escribe la e statu a que los fieles ven
fijam ente, fascin ad o s p o r la m ira d a de la sa n ta que la luz vacilante de los
cirios parece anim ar; se p o stran a sus pies o d u erm en a su lado con la espe­
ranza de que se les aparezca. De hecho, la sa n ta se m anifiesta en sueños, a
veces p a ra re c o m p e n sa r a sus fieles, a veces p a ra exigirles m ás regalos o
incluso p a ra c a stig ar a quienes h a n b u rla d o su im agen. Com o la de S an ta
Fe, otras estatuas-relicarios son objeto tam bién de u n culto a la m edida de su
m ilagroso ren o m b re y atraen peregrinaciones que suelen ser considerables.
Se convierten en los em blem as de los establecim ientos eclesiásticos que las
g u ard an y en su p rin cip al tesoro de fuerza espiritu al. Así pues, se las lleva
en p ro cesió n cad a vez que es necesario d efen der los derechos del clero so­
bre sus posesiones. De esta m an era, d u ra n te el sínodo de Rodez, en 1031,
todas las “m ajestades" de la región, incluida la de S anta Fe, particip an en el
suceso y se re ú n e n en fo rm ació n de b atalla, p a ra h a c e r frente a la ra p a c i­
dad de los laicos.
U na vez consu m ad a, d u ran te los siglos X y XI, esta decisiva "revolución
de las im ágenes” (Jean-Claude Schm itt), el auge se acelera. Los tipos de im á­
genes se diversifican n otablem ente. La p in tu ra en tablas de m ad era re a p a ­
rece en O ccidente (al p rin cip io en fo rm a del antependium que decora la
parte frontal del altar, cuando éste no está esculpido en pied ra ni es obra de
orfebrería). M ás tarde, a principios del siglo XIII, p aralelam ente a la afirm a­
ción de la transubstanciación y el ritual de la elevación de la hostia, aparecen
sobre el a lta r los p rim ero s retablos, que re p re se n ta n al santo p a tró n o a la
Virgen, y, a los lados, episodios narrativos (que tam bién aparecen en las cru ­
ces p in tad as que se susp en d en p o r encim a del altar). Poco a poco, los re ta ­
blos se am p lían y su e stru c tu ra se hace m ás com pleja (en la segunda m itad
del siglo x i i i , se agregan tab las laterales, se m u ltiplican los pináculos y los
espacios secu n d ario s a d o rn ad o s con san tos cada vez m ás num erosos, y se
distingue u n a zona in ferio r llam ada predela). Desde el siglo xiv, se ven con
frecu en cia políp tico s, provistos de paneles que se a b re n d u ra n te las cele­
braciones, lo cual extiende el retab lo m ás allá incluso de las dim ensiones
del altar.
No es m enos notable el auge de la estatu aria m onum ental, caracterizada
en p articu lar p o r la invención medieval de capiteles colm ados de animales
figuras y escenas cada vez m ás diversas. Si bien la Antigüedad se lim itaba a
estilos geom étricos o vegetales bien codificados, y aunque du ran te la alta
E dad .Media se observan raros intentos p o r escapar al rep ertorio antiguo
(San Pedro de la Nave, siglo vil), es a principios del siglo xi cuando el decorado
de los capiteles em pieza a diversificarse y a anim arse, para convertirse en el
siglo XII en uno de los sitios preferidos en los que se despliega la inventiva de
los creadores rom ánicos (véase la foto ni.!). En el siglo xi las puertas de las
iglesias tam b ién se convierten en otro soporte privilegiado de la expansión
del decorado esculpido. Lo que aparece prim ero es la decoración del dintel
(Saint-Genis des Fontaines, en Rosellón, hacia 1020), seguido por la adición
de colum nas y capiteles, a uno y otro lado del portal. H acia 1100, aparecen
los prim eros tím panos esculpidos, que se incorporan en conjuntos cada vez
m ás complejos (colum nas que sostienen el dintel; m ultiplicación de archivol-
ías y jam bas, a veces ad o rnadas con estatuas-colum nas, com o en Chartres;
asociación con un porche, que probablem ente sea un eco del arco de triunfo
antiguo, como en M oissac y en Conques [véase la foto vil.3]). No resulta difí­
cil com prender esta insistencia en el decorado de las puertas, en un mundo
donde las rep resentaciones espaciales se fu n d an en la oposición de lo inte­
rio r y lo exterior (ver capítulo vi). Se tra ta de u n a form a de valorizar, cada
vez m ás vigorosam ente, el um b ral p or antonom asia, p o r donde se abandona
ej m undo exterior p a ra p e n e tra r en el lugar m ás in terior posible, considera­
do com o reflejo de la Iglesia celestial. Además, se establece una equivalencia
sim bólica entre la p u erta y Cristo, quien da acceso a la salvación. Y si en la
época ro m án ica el decorado de las p u e rta s c o n tra sta con el resto de la fa­
chada, cuyo m u ro suele perm an ecer desnudo o decorado solam ente con
sim ples frisos, las esculturas se van am pliando p au latin am en te y term inan
p o r a rtic u la r la to talidad de la fachada, com o sucede finalm ente con las
grandes catedrales góticas (véase la foto m.6). Además del creciente ornato de
los objetos litúrgicos (cálices y cruces procesionales, vestim entas y telas,
cruces y candelabros [véase las fotos m.2 y m .io], así com o las pilas bautis­
m ales, la cáted ra del obispo, los am bones o el púlpito, frecuentem ente de
p iedra o de bronce), hay que su b ray ar la im p o rtan cia de los vitrales, gran
invención m edieval que aparece en el siglo xi y cuyo auge es notable a partir
de 1100 y sobre todo en el siglo xrn (véase la foto in.8).
E ntre los siglos xi y xm, se produce la expansión de las im ágenes tanto
p o r la conquista de nuevos soportes —entre los cuales hay que co n tar tam ­
bién sellos y pequeñas insignias m etálicas que se recogen en los santuarios
de peregrinación— com o por la c recien te utilización de los que va se empica­
ban anterio rm ente. Así sucede con las m iniaturas: al aum ento de la p ro d u c ­
ción de los manuscritos, destinados cada vez m ás a las élites laicas, se a ñ a ­
de la extensión crecien te de los cielos iconográficos y su decorado. Si los
suntuosos manuscritos carolingios tenían algunas decenas de ilustraciones
pintadas, los ciclos ilustrados llegan a contar, desde la prim era m ita d del
siglo xi, con vanos centenares de im ágenes (por ejemplo, en la Paráfrasis de
Aelfric, ad aptación anglosajona del texto bíblico). Pronto aparecen m anus­
critos en los que la im agen sobrepasa al texto: la B iblia de P am plona, p o r
ejemplo, realizada en 1 197 p ara el rey Sancho Vil de Navarra, incluye 932
ilustraciones, p ero no larda en ser' su p erad a p o r las biblias m o ralizad as
que se p in tan para, la corte del rey de Francia desde los años ! 2 15-1 225 v
que con stan de ap ro x im ad am en te cinco mil m edallones ilustrados (véase
la i oto ix. ?). De igual modo, los decorados m urales de las iglesias, pintados
casi siem pre al fresco o en seco (los m osaicos casi va no se usan m ás que
en Italia [véase la foto l x .2 ] ), se extienden y generalizan hasta en los edifi­
cios ru rales m ás m odestos. También aparecen en los palacios episcopales
o pontificales y, m ás larde, en los palacios reales (por ejem plo, en los a p o ­
sentos de Enrique II í en W estrninster. hacia Í220-L230) o m unicipales (en
el palacio de los P rio res de Perugia, en 1297 , y posteriorm ente en S iena
[véase la foto II.3]), y un poco m as larde en las residencias señoriales o ci-
tadinas, hasta entonces decoradas sobre todo con tejidos o tapices. Así, e n ­
tre los siglos x y xiü, después de h ab er llegado casi al rechazo iconofóbíco
de las im ágenes d u ran te la alta Edad Media, v pese a las refutaciones h eré­
ticas de la.s que son objeto p erió dicam en te. O ccidente se abre a las im á ­
genes; pasa de una iconología restricta a una iconología sin reservas, y se
transform a en un universo de imágenes, que ciertam ente es dilerenie según
los ám bitos sociales, pero que envuelve a la totalidad de la cristiandad con
su m an to de colores y form as.

Libertad del arte e inventiva iconográfica

Esas im ágenes, p ro d u cid as en can tidades crecientes, no resp o n d en a un


arte estereotipado, norm ativo y fijo que repro du ciría pasivam ente la doctri­
na de la Iglesia. É m ile M ale así lo pensaba ("los artistas no fueron m ás que
los in térp retes dóciles de los teólogos” y se c o n ten tab an con tra d u c ir "todo
lo que los enciclopedistas, los exégetas de la Biblia, dijeron esencialm ente”)
v con esta tesis se p erm itía con cebir su estudio del arte del siglo xm como
un a calca de la obra enciclopédica del dom inico Vicente de Beauvais (Espe­
jo de la naturaleza, Espejo doctrinal, Espejo moral y Espejo histórico). Por el
contrario , sostendré aquí que la E dad M edia occidental, a p a rtir del siglo
ix y, de m an era aun m ás clara, desde el siglo xi, es un p eriodo de libertad
p a ra las im ágenes y de excepcional inventiva iconográfica. Pero ¿en qué
consiste esta “libertad ” del arte, pues no olvidem os la intervención de los
com anditarios, es decir, casi siem pre la Iglesia, institución que im pone a la
sociedad el peso de su poderosa dom inación? No podríam os entenderla en
un sentido absoluto, lo que su p on dría abstraerse de las condiciones históri­
cas de producción y en p rim e r lugar de la influencia de la Iglesia. La liber­
tad a la que se alude aquí designa m ás bien una apertura de los cam pos de
posibilidades, en el seno de un espacio social dom inado p o r la institución
eclesial, un espacio que ésta incluso h a diseñado casi en su totalidad. Pero
precisam en te la Iglesia es un cuerpo ta n vasto y te n tac u lar que no podría
ser hom ogéneo. La recorren tensiones y la an im an contradicciones a veces
agudas. Además, la doctrina no es una; evoluciona, es objeto de debates, da
lugar a conflictos, incluso en el seno de la ortodoxia. Se m atiza desde la alta
especulación de los teólogos h a sta las obras de divulgación, pasando por
sus escenificaciones litúrgicas y teatrales, o incluso sus expresiones de-
vocionales y m ísticas. Los discu rso s clericales in teg ran tradiciones que
au n cuando no pertenecían originalmente a la doctrina llegan a formar par­
te de ella de m anera plena, corno los reíalos apócrifos de la vida de Cristo y
de la Virgen.
P or otro lado, el Occidente m edieval se caracteriza, a diferencia del
m un do bizantino, por una débil intervención n o rm ativ a de los clérigos en
el ámbito de las im ágenes. La p o sición restrictiva que adoptaron los caro-
lingios tuvo, en relación con esto, un efecto paradójico: las im ágenes, que
se lim itaban a funciones no muy elevadas y que no in te rferían en los ritos
esenciales de la iglesia, escaparon así al fuerte control doctrinal que las
agobiaba en Bizancio, pues se con sideraban com o una sim ple labor hum a­
na que se dejaba a discreción de los artesanos. Y si d u ran te la E dad Media
central los clérigos suelen reco rd ar las funciones de las im ágenes y a veces
evocan ciertas significaciones de los tem as principales, son raras las inter­
venciones que p re te n d a n fijar, co rregir o c o n d e n a r las m odalidades de re­
presentación (pasará todo lo contrario después del Concilio de Trento, cuando
M olanus plasm ará, en su Tratado de las santas imágenes, u n a voluntad de
control clerical sobre la iconografía). P o r lo tan to , se advierte una fluidez
figurativa que co n trasta, de m an era sorprendente, con la estabilidad m ucho
m ayor de las fórm ulas iconográficas en el arte bizantino. E sta "libertad” del
arte incluso se adm ite teóricamente, como lo d em u estra G uillerm o Durand
en su Rationale d ivinorum officiurum al afirmar que los p intores pueden re ­
presentar las escenas bíblicas "a su conveniencia" y retom a, com o otros auto­
res, el antiguo D ictum H oralii ("los p in to res y los p o etas siem pre tuvieron
la m ism a facultad de osar todo lo que q u erían ”).
En este contexto, las críticas de algunos clérigos, que condenan ciertos
tipos iconográficos, confirman a contrario el m argen de m a n io b ra de que
dispone la creación figurativa (así, hacia 1230, el obispo Lucas de Tuy tru e ­
na en vano co n tra esa nov edad que es entonces el crucifijo con tres clavos).
Además, tales p ro testa s m u e stra n que a veces las im ágenes o p eran en las
márgenes de la o rto d o x ia y crean representaciones cuya am bigüedad las
hace parecer ya lícitas ya inadm isibles. E n el siglo XV se conoce la interven­
ción del arzobispo Antonino de Florencia contra las Anunciaciones que m ues­
tran a Cristo descendiendo, en form a de niño, hacia la Virgen (lo que, según
él, sugiere indebidam ente que la humanidad de Cristo preexisíe a su E ncar­
nación), o tam b ién la de G erson, canciller de la universidad de París, quien
condena las estatuas de la Virgen que se ab ren p a ra m o stra r en su in terio r a
toda la Trinidad (las cuales, sin em bargo, no dejan de producirse [véase la
foto íx.4]). Con todo, tales críticas son ra ra s y, en el m e jo r de los casos, no
constituyen m ás que opiniones personales, a veces ciertam en te em inentes,
pero que no tienen la fuerza de u n a decisión doctrinal o disciplinaria (por lo
demás, Molanus p ro p o n d rá u n a lectu ra alterna, que exim irá a las A nuncia­
ciones de la condena de A ntonino de Florencia).
Sin em bargo, las im ágenes, com o la c u ltu ra m edieval en su conjunto,
se basan en el reconocim iento de u n fuerte valor del tradicionalism o. El pres­
tigio de u n a o b ra suele d ep en d er de la referen cia eme h ag a a u n p ro to tip o
venerable, lo cual es u n a fo rm a de reverencia a u n a o b ra d o tad a de un re s­
plandor incuestio n ab le. Pero esto no im pid e que el a rtista tran sfo rm e su
modelo, am p arán d o se en el h o m en aje que le rinde. Es ésta la razó n p o r la
que el trad ic io n a lism o del a rte m edieval no debe p e n sa rse en fu n ción de
la categoría de “m odelo”, algo que se copia pasivam ente, sino en función de la
noción de “cita", es decir, de u n a referencia activa que no excluye en absoluto
una creación p ro p ia (H erb ert K essler). E stas citas generalm ente tienen un
alcance ideológico claro, p o r ejem plo, cuando las obras que se producen en
Roma en la época greg o rian a h acen referencia al estilo paleocristiano para
significar la voluntad de refo rm a y de retorn o evangélico, o cuando el deco-
Las estatu as de la Virgen que se abren, c rs de los siglos xiv y xv, son estatuas de
m adera provistas, de dos paneles iaierale: do está cerrad a, ia estatu a es u n a repre-
serHacion clásica de M aría con el niño Je i. C uando está abierta, m u estra delante
del busto de M aría a la T rinidad, objeto :te a¡ios dig n atario s (reyes y reinas, pa-
p as y obispos). La Trinidad adquiere allí Q]io de G racia”: ei Padre sentado sostie-
ne al Hijo crucificado, m ieníras que ía pa tu S an io (que en este caso se perdió) se
ubica entre am bos, en el eje cení ral. Se traía de una figuración vori ico] cic Ir.; Trinidad, que1 dife­
rencia al Padre dei Hijo y que m uestra a este ú ln m o haio la form a de <u hu m an id ad doliente. £]
canciller de la u n iversidad de París, Ju an G erson f 1363-1429), d enuncia esia.-> i enrosen’aciones,
las cuales según él parecen sugerir que “toda la Trinidad ha adquirido carne h u m an a en la Virgen
M aría". Sin em b argo , hay o irá s form as de e n te n d e r esta rep re sen tació n , que sin duda no pre-
iende significar que las Ires p erso n as de la T rinidad se h ay an en carn ad o , y que, p ara sus co-
rn andnarios. no tenía nada de heterodoxa.
rad o m ural de San Pedi o es objeto de num erosas “copias”, q u e son otras tan­
tas adaptaciones originales, pero cuya intención com ún es m anifestar el re­
conocim iento de la au to rid ad pontificia. E ste tradicionalism o reivindicado
por las im ágenes medievales no im pide de ninguna m anera s u inventiva. Y es
así como, desde el s i g l o XI y sobre todo desde el XII, los tem as i c o n o g r á f i c o s
se multiplican sin dejarse encerrar jamás en tipos figurativos inm utables y
estrictamente codificados (tal es el caso de las figuraciones trinitarias, cuya
variedad ya liem os visto [véase las fotos vil.5, ix .l y ix.4]). Incluso se ve la
aparición de n um ero so s tem as iconográficos nuevos, com o la coronación
de la Virgen (véase la f o t o vn.5) o ei árbol de Jesé. Si en tales casos se recurre
a diversas fuentes bíblicas y exegéticas que legitim an la figuración, la im a­
gen constituye u n a creación original, sintética, que no puede considerarse
coiriu u na sim ple ilustración de u n versículo bíblico. Así, lejos de ia idea de
un arle homogéneo, calca pasiva de la doctrina de la Iglesia, la vitalidad y el
dinam ism o de la cristiandad confieren a la creación figurativa un margen
de m aniobra notable y u n a inventiva ex traordinaria.

Prácticas y funciones de las imágenes

C onsiderando que las im ágenes se asocian con diversas prácticas sociales,


un a definición que las red ujera a u n a función de instrucción de los illitterati
sería evidentem ente insuficiente. Las im ágenes m edievales están lejos de
destin arse ú n icam en te a los laicos, y de hecho con frecuencia se encuen­
tran en lugares reservados a los clérigos o en libros que solam ente ellos uti­
lizan. En una iglesia ru ral com o Suint-Marlin de Vicq, las pinturas murales
de] siglo XII se con centran en el coro, donde sólo pueden en tra r los clérigos
y cuyos m uros están resguardados casi en teram en te de la m irada de los fie­
les, mientras que los m u ro s laterales de la nave, donde se congregan estos
últimos, desde el principio se recubrieron con un sim ple revestimiento des­
provisto de loda representación. Sin duda, la célebre diatriba de san Bernar­
do contra el decorado de los claustros, culpable de d istraer a los m onjes de
sus m editaciones, establece una distinción entre los lugares destinados a
los clérigos, cuya au sterid ad debe corresponder al ascetism o de la plegaria,
y las iglesias abiertas a los laicos, p a ra las cuales el abad cisterciense adm i­
te la utilidad de las im ágenes. Pero, en esa época, es ra ra esta actitud restric­
tiva en relación con las im ágenes y sus efectos son poco duraderos. Por lo
dem ás, el ab un dante uso de inscripciones en el seno de las im ágenes mués-
tra que no es posible oponer m uy claram ente el m u ndo de los laicos, capaces
de relacio narse e sp o n tá n e a m e n te con las im ágenes, con el universo de los
clérigos, quienes po d ían acceder sin m ediación a las verdades de la E scritu ­
ra. Las im ágenes m edievales suelen p re se n ta r un c a rá c ter su m am en te e ru ­
dito, de tal suerte que, au n cu an d o pueden p ro d u c ir un poderoso efecto en
el público laico, su p lena com prensión exige u n a c u ltu ra que sólo los cléri­
gos poseen: el a b a d S uger reconoce que sólo los m ás sutiles letrados son
capaces de acceder a la significación p rofun d a de las obras que adornan su
basílica.
Una de las funciones m ás m asivas qu e adquieren las im ágenes se deriva
de su asociación con el culto de los santos. Estatuas, retablos y ciclos n a rra ­
tivos se c o n v ien en en ios o rnam em os del culto de los santos (aquí no hay
que entender “o rn am en to ” com o un com plem ento agradable, sino en el sen­
tido que se da en el latín clásico y m edieval a este térm in o , es decir, com o
un equipamiento indispensable para el cum plim iento de una función, como las
arm as de un soldado o la vela de un navio). Desde ei siglo xi, el culto de los
santos, hasta entonces en teram en te fund ad o en las reliquias, se vuelve im ­
pensable sin las im ágenes. Se establece entonces u n a relació n tria n g u la r
cada vez m ás estrech a en tre los santos, las im ágenes y los m ilagros: son las
im ágenes las que o rd en an y p osibilitan el culto de los santos; y es a las im á­
genes de los san to s a las cuales se les reco noce cad a vez m ás la p o d erosa
capacidad de re alizar m ilagros. Sin duda, ei rig o r del d iscurso clerical p re­
cisa siem pre que es el santo quien hace los m ilagros a través de su imagen
(y por efecto de la gracia divina). Sin em bargo, puede hablarse de imagen m i­
lagrosa en ia m ed id a en que es m ediante las peregrinaciones que atrae, ios
rezos que se form ulan ante ella y los regalos que se le ofrecen que los fieles
esperan 1a in tervenció n celestial. Si bien las im ág en es m ilagrosas se a so ­
cian siem pre, en u na p rim e ra fase, con las reliquias, a p a rtir del siglo xm,
sobre todo, se da u n d eslizam ien to de las reliquias h a c ia las im ágenes, de
tal suerte que p u ed e ob ten erse el socorro de la Virgen y de los santos m e­
diante su rep resen tació n , sin que la eficacia de ésta ten ga que apoyarse en
la presencia de las reliquias. Las im ágenes p erm ite n así u n a extensión del
culto de los santos, u n a desm ultiplicación espacial de las m anifestaciones
del poder de los p ro tecto res celestiales. Así o cu rre con los paneles pintados
(a veces transportables, com o el del venerado Pedro de Luxem burgo, que en
1389 se le p o n e en el v ien tre a la p rin ce sa de B o rb ó n p a ra so co rrerla d u ­
rante un p a rto difícil), con las insignias y objetos que se tra en al regresar de
las peregrinaciones (el Libro de Santiago relata cóm o u n caballero de Puglia
se cura de p ap eras p o r el co n tacto con u n a concha de peregrino traída de
Compostela) o incluso con las pintu ras m urales (la captación del poder de la
im agen puede lograrse m e d ia n te la vista, el tacto y, a veces, p o r m edio de
la ingestión de fragm entos raspados). El fin que se persigue es por lo gene­
ral la sanación, la regulación de los azares climáticos, la preservación de las
cosechas y del ganado, la protección contra los em bates del diablo, contra la
enferm edad o incluso contra la m uerte súbita (D om inique Rigaux). Respec­
to a esta últim a, clérigos y laicos com parten la creencia de que ¡a imagen de
san C ristóbal protege de ese destino tan tem ido. Es p o r esto que, a finales
de la Edad Media, se le da dim ensiones m onum entales a su efigie, que suele
pin tarse en el exterior de las iglesias p ara proporcionarle la m ayor visibili­
dad posible. Be m anera m ás general, las im ágenes se encuentran plenam en­
te integradas en el sistem a de la salvación desde eí m om ento en que ¡a Igle­
sia hace de ¡as oraciones que se recitan aníe algunas cíe ci;aq ?. partir del
siglo xin, una ocasión p ara o btener indulgencias.
La im p o rtan cia de ias im ágenes en ias p rácticas devocionaies no deja
de crecen prim ero, en ios m edios m onásíicos y ios circuios cerrados de los
místicos, y, ¡negó, de m anera m ás am plia, entre las eiiíes iaicas. Esculpidas
o pintadas, en ios m uros o ios libros, son ei susienio de ía m editación v del
esfuerzo por establecer un contacto persona; con Dios, ;a Virgen o ios santos,
fuera. dei m arco litúrgico. Así, ias im ágenes aparecer; en ios bogares cié los
simples fieles (las de san Francisco desde el siglo x rq y no ta rd a r m ucho en
m uiüniicarse, gracias ai uso dei napei y, sucesivam ente, cié ;a xilografía y la
imnrenla... Sem ejante bú squeda tam bién da lugar a obras m uy singulares,
com o ios Cárnicas Ro¡]?schiUi, c u ra s im ágenes parecen crear una esiructu-
ra cié misterio, m uy adecu ad a para cautivar ei deseo devom v reaciivario
incesantem ente (véase la foío ; x p ). Y si esíe proceso se realiza con mayor
frecuencia en ei secreto dei sem ím iem o interior, a n a n ír aei sigio xs¡ se mul­
tiplican ¡os reíalos en ios cuales la im agen que se contem pla habla, se ani­
ma, em pieza a san g rar o verter lágrim as, p o r no m en cionar rasiones como
la que se le atribuye a san B ernardo, quien recibe en sus brazos a Cristo
bajado del crucifijo (según un relato que aparece m edio siglo después de la
m uerte dei santo y que se volverá un tem a com ún en la literatura hagiográ-
fica). Tales experiencias con las im ágenes, que parecen co b rar vida y de las
que se tienen testim onios sobre todo a finales de la E dad Media, pueden ser
afo rtun ad as, com o cuand o sa n ta Luí garda, religiosa flam enca, ve que el
crucificado se anim a y la invita a beber d irectam ente la sangre de su herida,
o dolorosas, com o en el caso de santa C atarina de Siena (1347-1 380}, quien,
al co n tem p lar el m osaico de la Noviceíía realizado p o r G iotto en la basílica
de San Pedro en el Vaticano, se sienle ab ru m ad a p o r la em barcación de los
apóstoles y queda paralizad a h a sta el día de su m uerte.
Sin em bargo, no hay que olvidar el papel que desem peñan las im ágenes
en el m arco de la litu rg ia y los sacram en to s. P u ed e-su ced er que sean los
prin cip ales a d o re s . Así, d u ra n te la fiesta de la A sunción en R om a, p o r lo
m enos a p a rtir dei sigio x, ¡a im agen de C risto que se conserva en L etrán se
lleva ;esión p o r la ciudad y “visita" a la im agen de la 'Virgen de Sania
M ar iore, donde se dice que C risto íes decir, su im agen) se acerca a
saíu u ar a su m adre. El ritual p ascu al es íam bíén n o iiv o de una m an ip u la­
ción de las im ágenes que se practica am pliam ente en Occidente: la deposición
de Cristo en la tu m b a d u ra n te el Viernes Santo se rep resen ta gracias a una
sim ple cruz o a veces, desoe el sigio xin, m erced a un gran Cristo esculpido,
3i que se aesnren d e de ia cruz nara colocarlo en ei sepulcro, antes de proce­
den ei dom ingo, con su elevación, sím bolo de la resurrección. M uchas otras
Im ágenes son vestidas, coro n ad as o cu biertas de joyas ei día de su fiesta.
Pero las im ágenes en su m ayoría desem p eñ an un papel im p o rtan te, sobre
iodo ñ o r ei hecho de que con sn iav en ei o rn a to dei rugar donde se celebran
los tilos esenciales de ia iglesia. Los r é ta n o s ev id en tem ente están asocia­
da:-; con e; culto cíe ¡os sanuis, pero mu i tí o i¡can i.amDieo ;os tem as relacio­
nados con ei sacrificio en caris! ico, com enzando p o r ia Crucifixión, presen ­
cia v í s i d í c de Crisio v eco de aquella que sucede en ¡a hostia. En ei decorado
cue hay en 'orno ai aliar rueden encero mmc, com o en San Vítale de Xa ven a,
prefiguraciones dei sacrificio de Cristo provenientes dei Antiguo Testam ento
- - ia ofrenda de Abel o ei sacrificio ac A braham . que adem ás se m encionan
en ias oraciones dei Canon de ia m isa—. Los temas de ¡a infancia de Cristo, o
irrduso ia Virgen con c 1 Niño, tam bién tienen su ¡agív en este contexto, en
la; meoida en que ia e u ra n siia st concibe corno ia reb elación aet nacinitem o
terrena: d e ! Salvador, com o una enea:... tuón que se renim c-^immnameme.
IViucnos otro.t: rugares vmcuíacios con risos litúrgicos específicos pueden ser
ooieio de u r análisis co m p araría, va se trate de b ap tisterios o de pilas bau­
tism ales, o incluso dei decorado dei portal norte de las iglesias, que a veces
hace eco de los r i n i a i m penif encimes que se realizan en ese lugar Asi sucede
en ei caso de 1a célebre figura de E r o en Sai ni-L azare de Autun, cuya extra­
ña p o stura la ha relacio n ad o O tío W e r c k m e is íe r con las de los penitentes,
quienes trasp asan el p ortal n o rte de rodillas y a rra strá n d o se con los codos,
a bn de rein teg rarse a la com unidad cciesial (véase la foto ix.5).
Las im ágenes se prestan a m uchos otros usos. Sirven com o em blem as
Fu'!-"- ,v = r:- ■
........... 7 . i ¡ ?r.. .i:... .i p u r ¿aj ¡¿0¡-¡t . J L Samí-Lazare d e A u iiin ,
cu R u la ; de A u tim ).

■jí su n o m b re el ju i c i o F in a l q u e se e n c u e n tra en ei
u i i 1 i fr a g m e n to d el d in te l del p o rta l n o rte (que está casi
d u iú c u a n d o to m a e) fru to p ro h ib id o . C om o conse-
c¡ ^ <l i u e c su d e s n u d e z e s tá p a r c ia lm e n te o c u lta p o r u n a vid. Sin
el arU i i i ¡oici La v la ísaee p a te n te m e d ia n te las fo rm as redon-
cucr i d n d a n d o a s í q u e E v a es la m u je r te n ta d u ra p u r exce-
e s lá ! il i i e c v n a d o n e s del p e c a d o o rig in a l, s in o hori/A jnlaunem e,
d o .->ob¡e m is i'u , ^ \ m b r e u n o d e s u s c o d o s . R e s p e c io a e s ta p o s tu r a , d u r a n te m u c h o tiempo
m a s u p u e s ta “lc \ mu c o ” , la c u a i d c ’b e ría Isabel o b lig a d o a! a r tis ta m e d ie \a i a a d a p ta r sus í¡-
¡ e r e s p c c íiu i ^ i l ca.so ia fo r m a h o riz o n ta l d e l d in te l. E s m u c h o m á s s e n s a ío relacionar
c l js iu r a coi¡ 1 > p c im e n c ia le s q u e te n ía n lu g a r en el p o rta l n o rte : e s allí cu efecto donde
i l d e b ía n tr a s p a s a r ei u i d a a it m íe sia d e ro d illa s y a r r a s tr á n d o s e c o n los c o d o s, cuando
<. i ^ -Oó a la c o m u n id a d c l ie-> -I ¡ la p e n a q uo s u s p e c a d o s m e re c ía n los p e n ite n te s eran,
p u e s, a im a g e n > s e m e ja n z a ele m í p a b le s d e la pj im e ra y ía m á s g ra v e de las fallas.
de las instituciones y de los poderes constituidos, construyen jerarquías o m a ­
nifiestan relaciones de fuerza (por ejemplo, entre el p ap a y el em perador) o
de d o m in ació n (entre clérigos y laicos). Su significado eclesiológico es o m ­
nipresente, com o lo indica con claridad la figura de san Pedro, sím bolo de la
au to rid ad del pontífice rom ano, cuya iconografía cobra auge de m an era sig­
nificativa a p a rtir de los siglos xi y x i i , y la de la Virgen, doble de la Iglesia,
quien se u n e a C risto m ed ian te su coronación real o que abriga a la co m u ­
nidad de los fieles bajo su m anto. Además de exaltar a la Iglesia universal, la
im ag en ta m b ié n p u ede en sa lz a r u n a de sus in stitu cio n es p a rticu la res, co­
m en zan d o p o r las ó rdenes religiosas: en tre los franciscanos, es sobre todo
la leyenda de san Francisco la que hace oficio de em blem a, p o r ejemplo, en el
ciclo p in tad o p o r G iotto en la basílica de Asís (véase la foto m.9); m ientras
que en tre los dom inicos la vida del fu n d ad o r suele q u ed a r eclipsada p o r la
diversidad de grandes figuras de la orden, que se rep resen tan en plena acti­
vidad intelectual o bien integradas en las ram as del árbol que nace del cuer­
po de santo Dom ingo.
Las im ágenes con tribu yen tam b ién a legitim ar el p o d er tem poral, a ve­
ces de m a n e ra d irecta, com o en los m osaicos de la iglesia de la M arto ran a
de P alerm o (1140) que m u e stra n a C risto cu an d o co ro n a al rey R oger II,
quien reivindica así u n a dignidad igual a la del em perador de Bizancio, pero
a veces ta m b ié n in d irectam en te: en la capilla P alatin a de Palerm o, la im a ­
gen de la m ajestad de Cristo, que dom ina el tro n o en donde se sienta el rey
d u ra n te las au d ien cias y los actos cerem oniales im p o rtan tes, contribuye a
sacralizar al so b erano m ed ian te el eco que de esta m a n e ra se crea entre su
person a y la de Cristo (véase la foto ix.6). Se p roduce u n efecto com parable
cuando la im agen del Juicio F inal sirve com o escenario p ara la im partición
de la ju sticia, ya se tra te de la del obispo (quien frecu en tem en te la rin d e
ante el tím p a n o de la catedral), la del p ap a (sala de audiencias del palacio
de los p ap as en Aviñón) o la de las a u to rid ad es seculares (salas de ju sticia
m unicipales). La justicia terrenal se presenta así com o reflejo de la justicia di­
vina, evocando al m ism o tiem po esta su p rem a referencia con la esperanza
de au m en tar su autoridad. Hay usos judiciales m ás directos registrados desde
la segunda m itad del siglo X III, con la aparición de las pinturas infam antes: la
figuración de ciertos condenados en la fachada de u n edificio público cons­
tituye u n a hum illación que es parte integrante del castigo (G herardo Ortallí).
Finalm ente, la fu nció n de la im agen com o sím bolo de identidad y garantía
de la cohesión de la colectividad se difunde en el cuerpo social: las ciudades
no tienen m ejor signo de adhesión que las im ágenes de su santo patrón (o de
F o to ix.ó. L a m a je s ta d de C risto y e l lu g a r d e l tron o rea l (h a c ia 1 1 4 3 , P o la in a , c a p illa P a la tin a ).

Los reyes n o rm an d o s de Sicilia a d o rn a ro n su palacio y los m on asterios que fu nd aro n con ricos
p ro g ram as iconográficos, re c u rrie n d o casi siem pre a la técn ica del m osaico que el Im p erio b i­
z a n tin o no h a b ía d eja d o de usar. La c a p illa P a la tin a de P a le rm o ta m b ié n se rv ía co m o sala
de audiencias: el lu g ar del tro n o q ueda de m anifiesto p o r varios escalones y p o r un d eco rado de
m árm o les incru stados. Ju sto sobre el lu g ar donde se se n ta b a el rey, el m osaico m u e stra la m a ­
jesta d de C risto, que se e n c u e n tra se n tad o fro n talm en te en su tro n o y sostiene el lib ro, en tre
P edro y P ablo, q u ien es in clin an lig e ra m e n te la cab eza h a c ia él. L as m ajestad es d e C risto y del
rey, cu an d o este últim o ocupa el lu g ar que se le h a asignado, se benefician así de sus ecos cóm ­
plices. E sta disposición m anifiesta que el so b e ran o só lo posee legitim idad en la m ed id a en que
se sujete a la voluntad divina, tal com o los clérigos la in terp retan ; p ero tam bién está d estin ad a
a im p re sio n ar a los visitantes, m o stra n d o que el so berano de carne y h ueso an te qu ien se incli­
nan es la im agen terren al del rey de los cielos.
la Virgen); las cofradías h acen lo m ism o con sus band eras o retablos, m ien­
tras que n in g u n a institu ción m edieval p od ría esperar el reconocim iento de
su existencia, y tam p o co p od ría actuar, sin la identificación que le pro p o r­
ciona su sello y la im agen singular que p o rta (Michel Pastoure.au),

Imágenes de unos, ídolos de otros

La revolución de las im ágenes que se inicia a p a rtir del siglo XI no se lim ita
solam ente a su expansión cuantitativa. Tam bién les confiere u n a mayor v
m ás podero sa eficacia, m ás allá de lo que sugiere la triada de justificaciones
clericales de la im agen (instruir, rem em orar; em ocionar). Y eso que todavía
no hem os m encionado las im ágenes m ás m ilagrosas, que lo son por' su m o­
dalidad de producción m ism a. Son, de acuerdo con tradiciones inicialm en­
te orientales, las im ágenes a r c h e i r o p o i é l o s , es decir, que no fueron hechas
por la m ano del hom bre. Así sucede con el velo de Verónica que ésta tiende
a Cristo cuando asciende al Calvario, y en el cual su rostro habría quedado
milagrosamente im preso. Se conserva en la basílica de San Pedro en el Vati­
cano desde el siglo X I I , y su culto tom a auge desde 1216, tra s un m ilagro
que avala Inocencio III. A unque al principio se considera una reliquia, este
objeto desde entonces se identifica de m an era significativa con una im agen,
m ás aún cu an d o sus copias, que se difunden enton ces en O ccidente com o
tan tas o tras difracciones de un sím bolo del p o der pontificio, se consideran
tan m ilagrosas com o el original. O tro ejem plo es el Volt o S anto de Lucca,
gran crucifijo m ilagroso cuyo culto se afirm a desde 1200, y cuya leyenda
reza que fue un ángel el qu e h a b ría te rm in ad o la e scu ltu ra (Jean-C laude
Schm itt). No sería posible olvidar aquí que la im agen de la Virgen de G ua­
dalupe, em blem a de las reivindicaciones criollas y m estizas en la Nueva
E spaña del siglo xvm y p o steriorm ente sím bolo del México independiente,
procede de esta trad ició n m edieval de las obras acheiropoictos.
E n este contexto, podem o s p re g u n ta rn o s p o r la frágil distinción entre
las prácticas de la im agen que la Iglesia considera legítim as y las que den u n ­
cia com o id o latría. M ichael Cam ille ha calificado incluso iró n icam en te de
“ídolo gótico ” a la im ag en c ristia n a del siglo X I I I . R ecordem os que éste es
tam b ién el diagnóstico inicial de B ernardo de Angers cuando acude a Con­
ques, y es cierto que la m aterialid ad provocadora de las estatuas de los san ­
tos, resp lan d ecien tes de oro y piedras preciosas, p od ía su scitar fácilm ente
u n a co m p aració n con ídolos paganos: “D ebido a que esta p rá ctica parecía
con razón supersticiosa a las personas cultas —pues se pensaba que en ella
se perpetuaba un rito del culto a los antiguos dioses o, m ás bien, a los demo­
nios— yo tam bién creí, ignorante, que esta costum bre era m ala y totalm en­
te contraria a la fe cristiana”; y pregunta un poco m ás adelante, “¿qué pien­
sas tú, herm ano, de este ídolo? ¿Jú p iter o M arte no h a b ría n aceptado una
estatua parecida?" Por otro lado, y en el m ism o tenor, la m ajestad de la Vir­
gen de C lerm ont estaba colocada sobre una co lu m n a d etrás del altar, una
disposición extrañam ente sim ilar a la de los ídolos paganos y su represen­
tación en la iconografía medieval. Pero m ás allá del benéfico efecto provo­
cador, ¿es posible asim ilar la im agen c ristian a y el ídolo pagano en una
m ism a concepción m ágica, b asad a en la ausencia de distinción entre la re­
presentación y el prototipo que representa?
E n el sentido m ás am plio que los clérigos dan al térm ino idolatría, ésta
designa todo culto que, en lu g ar de ren d irse a Dios, su único destinatario
legítimo, se dirige a una falsa divinidad, u na criatura (hom bre o anim al) o un
objeto m aterial. En este sentido, fuera del culto cristiano, no puede existir
m ás que id o latría (p ara Agustín, todo lo que se hace sin la fe cristian a es
idolatría). P or lo tanto, no es suficiente decir que la Iglesia cristian a funda
su existencia en la infranqueable distinción entre la verdadera religión y las
falsas. Para la Iglesia, no hay m ás que u na sola fe y u n solo culto posibles; y
la única oposición que tiene sentido es la que co n fro n ta la v erdadera fe de
los cristianos con la idolatría de todos los dem ás. E n el seno de esta defini­
ción general, un aspecto m ás restrin gid o de la id o latría se refiere al culto
que se rinde a las im ágenes paganas, las cuales obligatoriam ente se califican
como "ídolos”, aun cuando la in terp retación cristiana oscile desde el princi­
pio entre dos lecturas. Al ídolo unas veces se le considera com o refugio del
falso dios que rep resen ta (es decir, u n espíritu diabólico) y posee entonces
cierto poder maléfico que hay que desenm ascarar; otras veces, se denuncia
com o una sim ple ilusión, u n a “n a d e ría ”, un sim ple pedazo de piedra. Pero
allí tam bién está el riesgo p a ra la im agen cristian a m ism a, que los clérigos
deben defender de u n a posible acusación de idolatría. É sta es la razón por
la que G uillerm o D urand, siguiendo a m uchos otros, precisa que “los cris­
tianos no adoran a las im ágenes, ni las consideran dioses ni ponen en ellas la
esperan za de la salvación". P a ra los clérigos mediev ales, es indispensable
en efecto afirm ar una dualidad entre la im agen y el prototipo que rep resen ta..
Es a éste al que se dirigen en ú ltim a instancia los fieles ("a la im agen sagra­
da no se le trata com o u n ídolo, con sacrificios, sino que se le rinde reveren­
cias en m em oria de la venerable m á rtir y en nom bre de Dios todopoderoso”,
dice B ern ard o de A ngers p a ra ju stificar la m a je sta d de S a n ta Fe). Sin em ­
bargo, no se despo ja de to d a fu n ció n a la im agen m aterial, p u esto que la
teo ría del transitus reconoce que las cosas m a te ria le s ay u d an a elevarse
h asta Jas eos as invisibles y adm ite Ja legitim idad del h o n o r que se rinde a la
im agen, a co n d ició n de que éste se asocie con el h o n o r que se rin d e a su
prototipo.
Sin em bargo, llega a suceder que los clérigos m ism os denuncien la te n ­
dencia de los fieles a ad o ra r la im agen m aterial, com o si fuera realm ente la
perso n a san ta que represen ta. E ste lu gar com ún de la id o latría aparece ló­
gicam ente en la prim era reacción de B ernardo de Angers: “Yo pensaba enton­
ces que era verdaderam ente insensato y contrario al buen sentido que tantos
seres dotados de ra zó n d irig ieran sus súplicas a u n objeto m udo y d e sp ro ­
visto de inteligencia”. Pero atribuirles a los fieles tal confusión en tre la im a­
gen y su p ro to tip o se debe p rob ab lem en te m ás a u n elitism o desdeñoso de
p arte de los clérigos que a u n testim o n io confiable so b re la p ied a d de los
laicos. A dem ás, el auge de las im ágenes desde el siglo XI confirm a que la
Iglesia deja en to n ces de te m e r el resu rg im ie n to de la id o la tría en su seno.
La desconfianza que este te m o r h a b ía hecho p e rd u ra r d u ra n te to d a la alta
E dad M edia con respecto a las estatuas ya no tiene lu g a r y, a p a rtir del siglo
xil, num erosos aficionados, entre los cuales se hallan clérigos (com o el obis­
po de W inchester, E nriq u e de Blois, en 1151), no d u d a n en a d m ira r y ap ro ­
piarse de las estatuas de las ru in as antiguas de Rom a, sin tem er a la acu sa­
ción de id o latría. P o dría decirse lo m ism o de la im itac ió n de las form as
clásicas en el a rte gótico, p o r no h a b la r del regreso de la figuración de los
dioses paganos, desde el siglo xv, en el seno del arte cristiano, lo que W alter
B enjam ín in te rp re ta com o u n a estetización que revela la neutralización de
los dioses m uertos. La recuperación estética del arte antiguo progresa así al
m ism o ritm o que la confianza en sí de la institu ció n eclesial, segura de h a ­
b er liquidado a los falsos dioses del p aganism o y de encontrarse ella m ism a
a salvo de toda sospecha de idolatría.
Así, antes que devolver a la m an era de Voltaire la acusación de idolatría
c o n tra ias im ágenes cxdstianas, es posible a d v ertir en tre las justificaciones
clericales y las p rácticas efectivas u n a am plia convergencia y cierta d is­
tancia. A dm itam os que en tre el p ro to tip o y su im agen existen relaciones
m uy estrechas, com o lo dem u estran los m ilagros que ésta realiza o incluso
el hecho de que p u ed an confundirse tem p oralm en te en el im aginario devo­
to. E n las circunstancias cultuales, la virtud de la im agen consiste en asegurar
u n a m ediación, en estab lecer u n co n tacto en tre los h o m b res y el universo
celestial. Pero antes que a trib u irles a los fieles la idea de que la im agen es
Dios o u n santo —en cuyo caso e starían a d o ran d o en efecto a u n objeto
m atenal—, p ro b ab lem en te lo im p o rtan te es que Dios o el santo habitan la
im agen. É sta es u n a de sus m oradas, que a veces visita o abandona; es, por
lo tanto, uno de los lugares m ás propicios p a ra sus m anifestaciones. Y si,
evidentem ente, a las im ágenes se les o to rg a u n p o d er considerable, no se
p iensa necesariam ente que p o r sí m ism as lo detenten. A tribuirles u n valor
de m ediación significa, p o r el contrario, reconocer que su virtud consiste en
m ovilizar potencias situadas m ás allá de ellas, en los cielos, Pero, al mismo
tiem po, su im portancia com o objetos es d eterm inante, puesto que los ritos,
las m anipulaciones y las oraciones de que son centro perm iten establecer la
m ediación (es esto ju stam en te lo que la evolución de la teología de la im a­
gen perm ite explicar). E n resum en, la eficacia de la im agen depende menos
de su m era m aterialid ad que de la relación que se establece en tre la im a­
gen-objeto visible y el universo invisible con el que pone en contacto. En la
m edida en que concentra u n poder eficaz, la im agen cristiana no puede pen­
sarse solam ente com o representación; tam b ién es presencia de la fuerza so­
b ren atu ral que figura y convoca.
Los usos masivos de las representaciones, la denuncia de la idolatría, la
proxim idad entre las im ágenes de los cristianos y las que éstos denom inan
“ídolos” son aspectos destinados a repro d ucirse de m an era casi idéntica en
el Nuevo M undo, donde la C onquista adquiere la fo rm a de u n a “guerra de
im ágenes” (Serge G ruzinski). La id o latría es pues u n a categoría om n ip re­
sente que perm ite a los españoles relacionar casi todo lo que ven en las tierras
que van d escubriendo (a excepción de las islas, donde fray B artolom é de
Las Casas y otros afirm an que la idolatría es poca cosa, probablem ente por­
que son pocos los ritos colectivos que observan). Para los conquistadores y
los m isioneros —y p a rtic u la rm en te en el im perio m exica—, todo es abun­
dancia excesiva de ídolos m onstruosos, cultos y sacrificios sanguinarios que
se ofrecen a falsos dioses. López de G om ara afirm a que "el objetivo de la
guerra consiste en despojar a estos indios de sus ídolos”, y el obispo de Méxi­
co, Zumárraga, se congratula en 1531 de que se destruyeron “m ás de quinien­
tos templos y veinte mil ídolos”. Sin em bargo, la oposición tradicional puede
deshacerse: así, en su Apologética, Las Casas afirm a que "la intención de los
que h o n ran ídolos no es h o n ra r piedras, sino venerar con religión [entenda­
m os aquí, con devoción], en ellas, como en las virtudes divinas, al ordenador
del m undo, sea quien fuere”. Así d esarticula el arg u m en to trad icio n al con­
tra la id olatría cu ando afirm a que a ésta no la suscita solam ente la perver­
sión del diablo, sino tam bién el deseo natural de buscar a Dios. De allí resulta
u n a situ ació n p arad ó jica, pues Las Casas d en u n cia la id o la tría de los in ­
dios, quienes ig n oran al v erdadero Dios, y reco no ce al m ism o tiem po que
en sus actos existe u n a devoción tan au téntica com o la de los cristianos —si
no es que m ás— . El hecho de que él asocie la p alab ra idolatría, con térm inos
tan positivos com o veneración, devoción (o su sinónim o religión) transgrede
el sistem a de valores im p lantado d urante la E d ad Media.
Sin em bargo, la o b ra de Las C asas es excepcional e influye poco en la
actitud de la Iglesia colonial. Todavía en el siglo xvti, los obispos de las In ­
dias to m an con cien cia de las lim itacion es de la e v an g d izació n y em p re n ­
den u n a lu ch a p a ra e x tirp ar la id olatría, cuyos ra stro s persisten tes d esc u ­
bren (por ejem plo, Núñez de la Vega, sucesor de Las Casas en Cliiapas). Por
lo tanto, p ara llevar a b uen térm ino la o bra de la conquista, h abía fundam en­
talm ente que d e stru ir los ídolos de los indios e im p o n er en todas partes las
im ágenes de los cristian os, ap ro vechando las sem ejanzas de su fu n ciona­
m iento, p ero evitando los equívocos dem asiad o flagrantes. Sin duda, exis­
ten diferencias im portantes, sobre todo porque la noción indígena de ixiptla.
(en náh u atl) desig na ta n to la e sta tu a del dios com o a sus re p re sen tan tes
hu m an os (el sacerdote, el hom bre-dios o el h o m b re sacrificado qué se con­
vierte en dios), p ero tam bién porque, ju n to a las estatu as que dan form a a
las divinidades, otros objetos sagrados (los "bultos”) aseguran su presencia,
aunque no p osean la m ás leve dim ensión m im ética (lo cual explica que los
españoles no les h ay an p restad o n in g u n a atención, au n q u e su sacralidad
haya sido m ayo r que la de las estatu as que destru ían en carn izad am en te).
E n el m u n d o de los indios am ericanos tam b ién, las im ágenes eran form as
de presencia de lo divino, sin ser el dios m ism o (“las im ágenes de los dioses
deben ser co n sid erad as objetos sagrados capaces de servir com o lazo de
unión entre los h om bres y las divinidades”; Alfredo López Austin).

L a FUERZA DE LA REPRESENTACIÓN

Tras h ab er evocado la diversificación cualitativa y la expansión cuantitativa


de las im ágenes, conviene ah o ra analizar el alcance de este auge de las im á ­
genes en la sociedad medieval.
Lugar de imágenes, lugar de culto

Si toda im agen en la E dad M edia se ad h iere a u n objeto o a u n lugar, un


aspecto d e term in an te de su fun cio n am ien to se relacio n a con el hecho de
que ésta constituye su decorado y pretend e "celebrar la im portancia funcio­
nal y sim bólica de los objetos o los lu g a re s” donde aparece (Jean-Claude
Bonne). Así, la riq u eza del d ecorado del palacio de los papas en Aviñón y,
p articu larm en te, el cuidado que C lem ente VI tuvo p a ra que todos ios m u­
ros, o casi todos, se o rn am en taran con pinturas, respondían a u n a intención
m uy consciente que h acía del fasto un a rm a de poder. No es necesario allí
que se p ercib a el conten ido de las im ágenes; b a sta con que la riqueza y la
pro fu sió n del decorado so rp re n d a n para que el p o der del pontífice se haga
patente (este poder se im pone incluso a quienes, sin haber penetrado en el pa­
lacio, saben p o r ru m o re s de su lujo e in te n ta n im aginárselo). Al h ab itar el
palacio m ás im p o n en te de la cristian d ad , el p ap a afirma que él es su jefe
suprem o. De m an era m ás general, las im ágenes, o lo que sería m ejor llam ar
en este caso el decorado, es u n a fo rm a de honra que se rinde al objeto-so­
p o rte y que indica al m ism o tiem po la posición y el prestigio de la persona
o de la in stitu ció n que lo usa. E n este sentido, lo o rnam ental, noción cuyo
c a rá c ter operativo h a señ alad o Jean-C laude B onne, es un in stru m en to de
jerarquización de los individuos y los poderes, tan to terrenales com o celes­
tiales. E lucida las ju stas relaciones y las proporciones convenientes para el
o rden arm onioso del universo, que los clérigos m edievales, siguiendo a
Agustín, conciben com o u na m úsica.
E n el O ccidente m edieval y sobre todo a p a rtir del siglo XI, los objetos y
lugares que se h o n ra n en form a m ás fastu osa p o r m edio de im ágenes son
las iglesias y su m o b iliario (que p o r cierto se d en o m in a ornam enta eccle-
siae). E stas im ágenes deben concordar con su soporte, celebrarlo en su ju s­
ta m ed id a y co rresp o n d erle cu alitativ am ente. Ya m encioné num erosas si­
tuaciones en las que la rep resen tació n hace eco del rito que enm arca; pero
hay que p ensar igualm ente que las im ágenes, en cuanto decorado, concuer-
dan de m an era global con el fu ncio n am ien to litúrgico del lugar de culto.
Como lo sugiere H onorius Augustodunensis, ei valor estético de las imágenes
es d eterm in ante aquí, incluso al m argen de su contenido iconográfico. Del
m ism o m odo que la belleza de los objetos contribuye a su prestigio y refuer­
za su eficacia, el resp lan d o r del decorado hace que el edificio sea digno del
servicio divino. La iglesia p u ed e definirse así com o u n lu gar de im ágenes,
donde se percibe in m ed ia ta m e n te la exh u berancia de los colores, el to rn a ­
sol de las luces y a veces el b rillo de los oros. Es u n a to talid a d colorida y
lum in o sa, do nd e la m u ltip licid ad de las form as sugiere u n a satu ra ció n de
significados, au n cuando el espectador 110 busque descifrarlos. De este modo,
se da u n a separación con el m un do profano, la cual m anifiesta y acentúa la
sacralidad del edificio de culto y los ritos que allí se realizan. E sto es, p o r lo
dem ás, lo que los clérigos ind ican, co m enzan do p o r Suger, cuando evocan
el proceso anagógico que b u sca p o n er en co ntacto con lo divino, el cual se
realiza, de m a n e ra indiso ciable, p o r m edio de la litu rg ia y del efecto con­
tem plativo que induce la riq ueza del decorado.
Sin em bargo, la iglesia no es u n espacio sagrado u n ita rio . El decorado
ta m b ié n hace visibles sus je ra rq u ía s in te rn a s (distin ción en tre la p a rte iz­
quierda y la p a rte d erecha que se valora m ás; g radación desde las zonas in ­
feriores h a sta las p artes elevadas, en p a rtic u la r las bóvedas que el decorado
identifica con el cielo; oposición entre el Oeste, vinculado con la m uerte y el
diablo, y el E ste, asociado con Cristo, Jerusalén y la resurrección; polaridad
que va desde el po rtal, u m b ral am bivalente m arcad o p o r el contacto con el
m undo p ro fan o y que p o r ello m ism o suele asociarse con tem as de división,
com o el Juicio Final, hasta el ábside, lu g ar privilegiado de u n a plena presen­
cia teo fán ica y de las re p re se n ta cio n e s de la glo ria divina). La oposición
que estru ctu ra m ás vigorosam ente la iglesia —y de la cual la disposición de
las im ágenes suele h a c e r eco— es la de la nave, d e stin a d a a los laicos, y el
coro, al que ú n icam en te tienen acceso los clérigos. M arcada p o r un cancel o
u n a galería que, desde el siglo x n sobre todo, sep ara cada vez m ás h erm éti­
cam en te las dos p a rte s de la iglesia, al g rad o de o c u ltar con b a stan te fre­
cuencia el a lta r m ay o r de la vista de los laicos, tal disposición espacial no es
otra cosa que la m aterializació n de la división de la sociedad en dos grupos
de cristian o s, qu e se reafirm a ento nces con ren ov ado vigor. La iglesia es
pues u n a totalidad sagrada, globalniente sep arad a del m undo (lo que activa
la oposición en tre el in te rio r valorado y el exterior negativo), aunque posee
u n a e stru c tu ra in te rn a diversificada que rep ro d u ce los ejes del m undo y las
divisiones fu n d a m en ta le s de la sociedad. Constituye en este sentido u n re ­
ferente espacial que o rd e n a la visión del un iv erso y la hace sensible en la
experiencia social com ún. La sacralid ad del lu g ar procede del hecho de que
se tra ta de u n m icro co sm o s donde, en c o n tra ste con los desórdenes del
m un d o exterior, Dios o torga a cad a cosa su ju sto lugar.
Pero no sería posible an a liz a r la relación en tre la iglesia y su decorado
sin to m a r en c u e n ta la litu rg ia, que es la ra z ó n de ser esencial del edificio
cultual. Un asp ecto im p o rta n te de los rito s tiene que ver con el hecho de
que conm em oran y rep iten sucesos fu n dadores (el sacrificio de Cristo y su
vida, así como la vida de la Virgen y la de los santos). Ahora bien, la imagen
representa, aunque de o tra m anera, a los m ism os personajes que la liturgia
evoca, celebra o —tra tá n d o se de la e u caristía— nace presentes. Tanto una
como otra establecen u n a conjunción, p aralela aunque de diferente n a tu ra­
leza, que pone al hom bre en contacto con u n a presencia divina o santa. Por
lo tanto, la im agen redo b la en form a sensible la m anifestación litúrgica de
las potencias celestiales (a m enos que sea u n a form a de sustitución, que
com pensa a los laicos p o r su exclusión creciente de la liturgia eucarística,
incluso en el plano visual, en razó n de la presencia del cancel o la galería).
El decorado p articip a así en la transferencia de realidad que lleva a cabo la
liturgia, la cual p erm ite escapar de la esfera terrenal a la esfera celestial, de
la ecclesia materialis a la ecclesia spiritnalis (Guillermo D urand afirm a que la
“iglesia m aterial significa la iglesia espiritu al”). Y es p o r esta razón que, al
p e n e tra r en el edificio sacro, los fieles deben sen tir que en tran en el Reino
de Dios, o p o r lo m enos en u n orden de realidad que es sím bolo de la Jeru-
salén celestial.
Es en el núcleo de la m isa en el que ese m ovim iento es m ás intenso. Las
oraciones del can o n suplican que la o frenda co nsagrada p o r el sacerdote
sea llevada p o r los ángeles "al altar celeste, en presencia de la m ajestad divi­
n a ”. En el cielo, los ángeles celebran u n a liturgia perm anente ante la Trini­
dad, y el prefacio de la m isa pide que la voz de los hom bres pueda unirse a
las alab an zas de los coros angélicos. El sacram en to suprem o de la Iglesia
no p odría desarrollarse solam ente entre sim ples m uros de piedra, en medio
de las “so m b ras” figúrales del m u n d o terren al. Se eleva, por el contrario,
h a sta el a lta r divino y realiza la fusión de las liturgias terrenal y celestial
(“m ed ian te el sacrificio, se ju n tan las cosas terrenales y celestiales”, dice
G regorio M agno). Es en relació n con este proceso que debe percibirse el
decorado de las iglesias, particu larm en te las figuraciones teofánicas del áb­
side, las cuales m aterializan la p resen cia de la m ajestad divina, y tam bién
la saturación de figuras angélicas, dotadas a m enudo de instrum entos litúr­
gicos o asociadas con el can to del S a nctus que los ángeles en tonan en el
cielo. De m anera m ás general, la profusión y belleza del decorado contribu­
yen a afirm ar a la iglesia com o el único m arco legítim o del culto, pues es el
único digno de u n a litu rgia que se tra sla d a al cielo. Las im ágenes acom pa­
ñ an la sup rem a realización de la liturgia; am plifican quizá su efecto o, por
lo m enos, hacen sensible su alcance y prolongan su recuerdo.
Si la iglesia m aterial es im agen de la Iglesia celestial, u n id a a ésta gra-
cías a la liturgia, tam b ién lo es de la Iglesia espiritual, com unidad v al m is­
m o tiem po institución. El decorado de las im ágenes p articipa de esta doble
corresp o n d en cia, en cuyo n úcleo hay que u b ic a r la m ediación clerical. Es
p o r los gestos y las p alabras del sacerdote que la liturgia terrenal se une a la
liturgia celestial, m ien tras que la separación m arcada p o r el cancel o la ga­
lería co n sag ra la je rarq u ía estab lecid a entre clérigos y laicos. Las iglesias,
que se ren u ev an con esm ero o se reconstruyen con audacia desde el siglo
X I, y las im ágenes cada vez m ás a b u n d an te s que honran su sacralidad, se

cuentan en tre los signos m ás visibles del p o d e r de la in stitu ció n clerical.


Por lo tan to , casi no so rp ren d e que este auge del decorado, m uestra osten-
tosa del carácter central del lugar de culto en la nueva organización social, se
p ro d u zca cu an d o las disidencias, que se resisten a la afirm ación del p o d er
sacerdotal, cu estion an la u tilid ad de los sitios de culto (heréticos de Arras,
Pedro de Bruis), p ero también la de las im ágenes (cataros, husitas). Asimis­
mo, la Reform a, que ech ará p o r tierra los fundam entos de la Iglesia, reactiva
a gran escala la p ráctic a iconoclasta. Para todos es evidente que las im áge­
nes están ligadas ín tim a m e n te con el p o d er de los clérigos. Siendo m ed ia­
ciones en tre los hom bres y las potencias celestiales, las im ágenes co n stitu ­
yen al m ism o tiem po u n instrum ento privilegiado de la m ediación clerical, la
cual se en carn a p rin cipalm en te en los lugares de culto.
Es verdad que d u ran te los últim os siglos de ]a E dad Media la expansión
de las im ágenes las hace p e n e tra r en las m orad as de los laicos, y algunas de
ellas pueden c o n d u cir a u n a experiencia m ística, u n contacto personal di­
recto con Dios. Pero, a m enos que se trate de beguinos o de otros laicos que
se esfuerzan p o r a d o p ta r u n m o do de vida casi clerical, estos fenóm enos
casi siem pre conciernen a los círculos m onásticos y, esencialm ente, o las ra ­
m as fem eninas de las órdenes m endicantes. A] com ún de los fieles, las im á ­
genes les ofrecen un sustento devocional para sus plegarias, o posiblem ente
para u n a m editación a la. que p o d rán entregarse con m ayor intensidad en la
medida, en que vayan asim ilan do los m odelos clericales. Pero allí no hay
m ás que u n com plem ento de las prácticas sacram entales, para las cuales es
indispensable re c u rrir al clero y frecu en tar los lugares de culto. De m an era
genera], el auge de las im ágenes co n trib u y e al buen fu ncionam iento de la
institu ció n eclesial y a] reforzam iento de su dom inación. Al materializar
eficazm ente estos puntos de paso donde entran en contacto el m undo terre ­
nal y el m u n d o celestial, y al exaltar p o r m edio de su belleza y su creciente
riqueza la sacralidad de las iglesias, las im ágenes m anifiestan y activan el p a­
pel decisivo que desem p eñ an los edificios de culto en la polarización del
espacio feudal, la cual se refuerza a ú n m ás con el encclulam iento de las
poblaciones. Si las reliquias asum ieron inicialm ente lo esencial de esta fun­
ción, desde el siglo xi las im ágenes se asocian con ellas, p ara sustituirlas al
poco tiem po, m ultiplicando así los lugares donde podía anclarse el culto de
los santos. El edificio cultual y su indispensable decorado, que lo transform a
en u n lu g ar fuera de lo com ún, constituyen entonces la form a privilegiada
que asum en los polos sagrados que o rdenan y jerarquizan el espacio social.

Cultura de ¡a imago y lógica figural del sentido

Pese a los inconvenientes señalados, la p alab ra "im agen" posee u n a fuerte


legitim idad en el O ccidente m edieval, a tal grado que Jean-Claude Sclimitt
ha definido a éste com o u na "cultura de la imago”. M ás allá de las obras vi­
suales que designa, este término abre en el pensam iento medieval u n a rica
constelación de significados. Se e n cu en tra en el núcleo de la antropología
cristian a porque, según el Génesis, Dios creó al hom bre "a su im agen y se­
m ejan za” C'ad im a g in a n ct sim ililudineni nustrarn”, Génesis 1, 26 [véase la
foto vm .ijj. E sta relación, que los teólogos in te rp re ta n en u n sentido
esencialm ente espiritual (es el alm a racional la que hace del hombre la im a­
gen de la divinidad), explica p o r qué G uiberto de N ogent llegó a calificar al
C reador de “bunus im aginarius" (el que hace bu en as im ágenes). Pero esta
relación de im agen entre Dios y su criatura es a la vez im perfecta y está su­
je ta al devenir: "no es u n a situació n adq uirida, sino que deb erá realizarse
en el tiem po” (Jean-Claude Schniilt). Efectivam ente, el pecado original hizo
que el h o m b re p e rd ie ra una p a rte im p o rtan te de su "sem ejanza" divina, y
es por esta razó n que el m un d o terrenal, donde se desarrolla la vida de los
hombres, se concibe com o u n a "región de disim ilitud”, m arcada por el ale­
jam iento \ la infranqueable d istancia entre lo hum ano y lo divino. La plena
restitución de la im agen divina, que se instituyó al com ienzo del m undo, es
pues u n proyecto, una p rom esa cuyo cum plim iento se pospone h asta el fin
de los tiem pos, cuando los cuerpos gloriosos de los elegidos se reu n irán con
las alm as y con Dios.
Sin em bargo, la E n c arn a ció n es u n a etapa decisiva en la h isto ria de la
im agen com o relación. El Hijo es en efecto la imago perfecta del Padre divi­
no, y los teólogos subrayan que la dignidad de esta relación sobrepasa la que
existe entre el C reador y el hom bre (el cual es solam ente ad imaginem Dei, y
no imago Dei). No obstante, la E ncarn ación de Cristo m odera la disim ilitud
que abrió la C aída y perm ite que los ho m b res reco n quisten la im agen divi­
n a perdida. Puesto que Dios aceptó e n c a rn a r y tra n s ita r p o r u n a vida te rre ­
nal, se vuelve im p osib le el rech azo radical del m u n d o sensible. E s factible
o to rg ar u n valor positivo a las cosas m ateriales, reh abilitadas p o r la condes­
cendencia divina, a condición, sin em bargo, de que no sean u n fin en sí m is­
m as. La "región de disim ilitud” se esclarece pues p arcialm en te p o r la veni­
da de la imago p erfecta de Dios y p o r las m an ifestaciones re iterad as de su
Presencia, en tre la cuales la eu caristía es la prin cip al. P or lo dem ás, la E n ­
carn ac ió n de C risto es u n a de las prin cip ales justificaciones de la im agen
m aterial, que p erm ite c o n tra p e sa r la p ro h ib ició n del Decálogo: si Dios ha
adqu irido form a h u m an a, ¿cóm o p odríam os re n u n c ia r a rep ro d u c ir su h u ­
m a n id a d y a apoyarnos en ella p a ra elevarnos h acia su divinidad? Existe,
p o r lo tan to , u n a podero sa afinidad entre la m ediación que instituye la E n ­
carn ac ió n y la que establecen las im ágenes en tre el m u n d o te rren a l y el
m u n d o celestial, corno lo confirm a adem ás la co in cidencia cronológica, a
p a rtir del siglo ix y sobre todo desde el siglo XI, entre el auge de las im ágenes
y la acen tu ació n de las tem áticas relacionadas con la E ncarnación.
Existe igualm ente u n a conexión explícita en tre la im agen y la esfera de
la irnaginalio, tal com o la definen los clérigos, siguiendo a Agustín. Com o
ya dije, éste d istin g u e tres géneros de visión (véase el capítulo vm, en esta
segu n da p a rte ). La visión espiritu al —que engloba el co n ju n to de activi­
dades de la imaginación y muy particu larm en te las im ágenes del sueño y las
visiones— no es ni visión corporal ni visión intelectual, sino u n espacio in ­
term edio, un a p o ten cia m ed iad o ra (Jean-C laude Schm itt). P uede e sta r so­
m etida a la gravedad del cuerpo, razón p o r la cual el sueño d u ran te m ucho
tiem po h a sido objeto de u n a gran desconfianza, p articu larm en te en la cul­
tu ra monástica: sus im ágenes p arecían p elig rosam ente vinculadas con las
p ulsiones de la carne, p o r la au sen cia de to d o con trol de la voluntad, o se
interp retaban com o otras tan tas tentaciones diabólicas. Pero el sueño, com o
la visión d u ra n te la vigilia, tam b ién puede ser el instru m en to de u n a co m u ­
nicació n con las p o ten cias celestiales, y com o tal se valora, sobre to d o a
p a rtir del siglo xri. Así, la im aginación se convierte en una vía aceptada para
la experiencia devocional o m ística. Las interacciones entre la im agen m a te ­
rial y la im agen m ental se m ultiplican: sí el sueño justifica la novedad de las
estatuas-relicario s del siglo XI, es la im agen m a te rial la que, a m e n u d o a
p a rtir del siglo xn, desencadena la visión espiritual (ya m encioné el caso de
B ernardo, Francisco y Lutgarda); tam bién a finales de la E dad M edia algu­
nas m ísticas hacen realizar imágenes conform e a lo que sugieren sus visiones.
Im agen m aterial e im ag inació n se refu erzan m u tu am en te p a ra establecer
u n a relación privilegiada con las personas celestiales.
P or últim o, hay que co n siderar de m anera m ás general la cuestión de la
im agen. La im agen es en efecto u n caso p a rticu la r de signo, es decir, según
la definición de Agustín, u n a cosa que, m ediante la im presión que produce
en los sentidos, hace que otra venga al entendim iento. Ahora bien, el m undo
entero es, p a ra el p en sam ien to m edieval, u n a vasta red de signos, que hay
que esforzarse en d escifrar com o tan to s indicios de la voluntad divina. La
C reación es u n "libro escrito p o r el dedo de Dios" (H ugo de S an Víctor):
todo lo que en ella hay no son m ás que metáforas, símbolos, imágenes. Por lo
tanto, puede uno p reg un tarse si las im ágenes m ateriales, signos entre otros
signos en un m undo de signos, no tienen la m ism a condición que el conjunto
de realidades sensibles presentes en el universo. E n todo caso, la naturaleza
se p resta a la in terp retació n , exactam ente com o la S anta E scritura: "ya se
interro g u e a la n a tu ra le z a o se consulte la E scritu ra, am bas expresan un
solo y m ism o significado, de m an era equivalente y coincidente" (Ricardo de
San Víctor). E n consecuencia, las técnicas exegéticas que se u tilizan para
com prender la Biblia tam bién pueden aplicarse, al m enos en parte, al univer­
so. Desde Agustín y Gregorio M agno, los clérigos insisten en la pluralidad de
las significaciones de la E sc ritu ra y, particu larm ente, en la distinción entre
el sentido literal y el sentido alegórico. E ste ú ltim o es a todas luces el más
im portante, aun qu e el sentido literal sea objeto de sum a atención, com o lo
atestigua, en el siglo xn, el éxito de la Historio.i Schoiastica de Pedro el Can­
tor, concebida com o u n a explicación literal de los relatos bíblicos. Al m is­
m o tiem po, la im p o rtan cia del sentido alegórico es tal que se subdivide en
dos o en tres, dando lu g ar finalm ente a la concepción clásica de los cuatro
sentidos de la E scritu ra: el sen tido literal, el sentido alegórico (lo que hay
que creer), el sentido tropológico (la lección mora], que indica cómo actuar
en el m undo) y el sentido anagógico (o significado m ístico, relacionado con
la salvación e te rn a y las verdades escatológicas). Cada pasaje de los textos
sagrados se caracteriza p ues p o r u n a estratificación de significados que,
lejos de verse com o u n a falta de coherencia, le otorga p o r el con trario su
pleno valor.
P asa lo m ism o con to d as las cosas sensibles que existen en el m undo
terrenal. Sus significados son m últiples y, a veces, incluso contradictorios,
sin que esto co n traríe de n in g u n a m an era la lógica m edieval. P o r ejemplo,
en los Bestiarios se indica que el león puede significar tanto a Cristo (pues se
dice que los cachorros de león nacen m uertos y luego la m adre los resucita
al cabo de tres días), com o al Diablo, bajo la fo rm a de las potencias desen­
cadenadas de la n atu raleza o de los enem igos de la Iglesia (siguiendo la in ­
terp retación del episodio de D aniel en el foso de los leones). Al igual que las
otras realid ad es sensibles, las im ágenes m ateriales p a rtic ip a n de esta lógi­
ca. Ahora bien, u n a de las especificidades del lenguaje figurado consiste en no
som eterse a las reglas de u n sentido id ealm en te unívoco. P o r el contrario,
el p en sam ien to figurativo se cara c teriz a p o r su capacidad p a ra co n d en sar
significaciones m últiples y abiertas. U na sola figura p u ede co m b in ar en sí
varias identidades (por ejemplo, Judith y Salomé; A braham y Dios Padre, o
incluso Moisés, Pablo y Ju a n el Evangelista). U na m ism a im agen puede aso­
ciar significados contradictorios, com o el C risto del tím p an o de la catedral
de Autun, que a la vez está de pie y sentado, levantándose y sentándose, para
significar el vínculo en tre su ascensión y su regreso al final de los tiem pos
(Jean-Claude Bonne).
Lejos de ser u n a desventaja, tal am bivalen cia p erm ite a las im ágenes
asu m ir aspectos im p o rtan tes del m odo de p e n sa r m edieval (com o tam bién
lo hace su capacid ad p a ra ju g ar con la am bigüedad, m anteniendo significa­
ciones flotantes, vacilantes, que la in c e rtid u m b re im pide dilucidar). Ade­
m ás de la estratificació n de las significaciones de la E scritu ra, hay que su ­
b ra y a r la im p o rta n c ia de la llam ada exégesis tipológica, que relaciona el
Antiguo y el Nuevo Testam ento, b uscan d o en aquél la prefiguración de las
verdades que en éste se realizan plenam ente. Se tra ta de otra m odalidad de
asociación de niveles de sentido, que la im agen asu m e a la perfección (por
ejemplo, al m u ltip licar los indicios visuales que h acen del sacrificio de Isaac
la prefiguración del de Cristo [véase la foto TX.7]). Además, en cuanto p en sa­
m iento de la am bivalencia, la im agen tiene u n a gran cap acid ad p a ra esce­
nificar las p arad o jas fundam entales del cristianism o y, m uy especialm ente,
la conju n ció n de lo h u m an o y lo divino que la E n ca m a ció n realiza (por
ejemplo, en las im ágenes que com b inan el sufrim iento de Cristo y su viclo-
ria sobre la m uerte, com o la imago pictatis, que m u e stra el busto de Cristo
saliendo de la tu m b a , p ara d ó jic a m en te m u erto y vivo a la vez, com o lo ha
m o strad o H ans B elting). A costum brados p o r la exégesis a m u ltip licar los
sentidos aceptables de u n determ inado texto, los clérigos llegan a p rac tic ar
fácilm ente el m ism o tip o de en cad en am ien to de significaciones con las
im ágenes. P o r lo tan to , existen afinidades profundas entre el fu n cionam ien­
to de las im ágenes y la in ten sa p ro d u c c ió n exegética. E n am bos casos, se
tra ta de llevar a cabo u n a su p erp osició n de significaciones que p e rm ita n
a rtic u la r diferen tes niveles de realid ad , p a ra p o d e r elevarse a p a rtir de las
Fo'í'u I X . 7. La relación tipológica: h a a c con du cida al ¿aerifico y Cristo caiga la c r u z (121 3 -1 225;
Biblia m oralizada, Viena, ÓsLcrreicllinchen Nationalbi.bliot.Jiek, códice V indobonensis 2554, f 5).

L as B iblias m oralizadas de la p rim e ra m ita d del siglo xm co n tien en ocho m edallones en cada
página, asociados con los textos correspo nd ientes. Se concibieron de dos en dos, según el p rin ­
cipio de la exégesis bíblica. El p rim e ro de los dos ilu stra el texto sagrado: aquí, el episodio del
G énesis donde A braham condu ce a Isaac al a lia r del sacrificio. El seg u n d o pone en im ágenes
el significado alegórico del pasaje: en este caso, el sacrifico de Isaac se in te rp re ta , m uy clásica­
m ente, com o una prefiguración del de Cristo, a quien aq u í se rep re sen ta carg an d o la cruz hacia
el Calvario. La yuxtaposición de am bo s medcillones perm ite asociar, p o r lo tanto, u n a escena del
Antiguo T estam ento y su realización en el N uevo T estam ento. La p rim e ra im agen condensa en
sí este significado, puesto que el m ad ero que carga Isaac va tiene la form a de la cruz.
apariencias sensibles h a sta las verdades m ás espiritu ales y m ás próxim as a
la U nidad divina.
E n u n contexto así, la cu estió n de lo verdadero y lo falso se plan tea de
u n a form a que descon cierta u n poco n uestros h áb ito s m odernos. P ara no s­
otros, que exp erim entam o s los efectos de la disociación plató n ica del ser y
el p arecer (es decir, "la expulsión de la im agen fuera del ám bito de lo au té n ­
ticam ente real, su relegación al cam po de lo ficticio y lo ilusorio, su descali­
ficación desde el p u n to de vista del conocim iento”; Jean-P ierre Vernant), la
verdad está en lo real, m ien tras que la im agen com pete a la ilusión. Sucede
de m odo m uy d istin to en el m u n d o m edieval, don d e el universo sensible
m ism o se concibe com o u n a im agen, u n signo, "una so m b ra ”, según la ex­
presión de B onaventura (de ahí "el carácter extraño de la concepción m edie­
val de lo real”, que E ric A uerbach h a advertido con inteligencia). Lo verda­
dero es, en últim a instancia, la voluntad divina, pero tam bién todo lo que, en
el m undo sensible, se in te rp re ta de m an era b a sta n te correcta p a ra acercar­
se a ella. Lo falso es la ilusión diabólica y todo lo que en el m undo sensible
la p erm ita. C iudad de Dios, ciu d a d del D iablo... Es así com o pued e co m ­
prenderse la n a tu ra le z a del te a tro medieval: lejos de ser el reino de la ilu­
sión, es la revelación ú til de las verdades divinas a n u n cia d as p o r la E scri­
tu ra. Y es de acu erdo con e sta lógica que se e n u n cia la conclusión de u n a
rep resentación del Juicio F inal en México, en 1539, m uy p arecida a las que
se conocen en O ccidente en el siglo xv: "Vosotros habéis visto esta cosa es­
pantosa, horrible. Todo es verdad com o lo habéis visto, pues está escrito en
los libros sagrados” (Serge G ruzinski).
P odem os h a b la r entonces, con base en los estu d io s de E ric A uerbach,
de u n a lógica figural del sentido (o de u n a in terp retació n figural de la reali­
dad). E n virtud de esta lógica, el m ás allá es la "verdadera realidad”, m ientras
que “este m u n d o n o es m ás que la so m b ra de cosas fu tu ra s”. Aquí abajo
todo es u n a figura, cuya realización "está etern am en te presente en el ojo de
Dios y en el m ás allá, d o n d e existe pues, en form a perm an en te, la realidad
v erd ad era y descu b ierta". P ero si to d a la creació n es u n lenguaje figurado
en el que Dios se m anifiesta, no significa esto que su realidad sensible deba
abolirse en el acto de la in terp retació n que alcanza su significación pro fu n ­
da (E ric A uerbach in siste en la especificidad de la in terp retació n figural,
que “considera que la vida en la tie rra es com pletam ente real [...] y, sin em ­
bargo, no es, pese a to d a su realidad, m ás que u n a um bra y u n a figura de la
verdad au tén tica, fu tu ra y ú ltim a, la verdadera re a lid a d que d esc u b rirá y
m an ten d rá a la figura”). É sta es la razó n p o r la que "un personaje se vuelve
tan to m ás real cuanto m ás se lo interp rete y cuanto m ás íntim am ente se lo
asocie con el p lan etern o de la salvación”. Así, en las concepciones m edie­
vales, la verdad está en la in terp retació n que alcanza el sentido divino a tra ­
vés de sus figuras, m ás que en la realidad in m ediatam ente perceptible. Y es
según esta lógica figural que p u ed e decirse que la im agen m edieval es ver­
dadera: puesto que contribuye a hacer presentes, o por lo m enos accesibles, a
las personas divinas o santas. Las im ágenes, plenam ente adm itidas y legiti­
m adas du ran te la E dad M edia central, no son vanas apariencias. Son figu­
ras en u n m undo que no es m ás que u n a figura y, com o las dem ás figuras,
p erm iten elevarse h a sta las verdades celestiales. P or lo tan to , aunque las
im ágenes no nos m u estran m ás que el aspecto exterior de la cosa, Tomás de
Aquino precisa incluso que, gracias a la m ediación de las im ágenes, el inte­
lecto penetra en el in terio r de la cosa, de tal suerte que, com o lo señala .Tean
W irth, "las im ágenes m entales, pero tam b ién las im ágenes en general, con­
tribuyen al conocim iento a b stracto ”.

Figurar a Dios, observar la Creación

A la expansión de las im ágenes la aco m p añ an pro fu n d as transform aciones


en las m odalidades de figuración. Pero m ás que an alizar estas evoluciones
com o el paso de u n arte "sim bólico" a u n a rte "realista”, com o se hace co­
m únm ente, conviene identificar allí u n cam bio de equilibrio en el seno de
las tensiones que form an p arte de toda figuración medieval. E ntre estas ten­
siones, evocaré las que articu lan o rn am en tació n y representación, superfi­
cie y volum en, esencia y singu laridad. El arte m edieval otorga un lugar
considerable y u n a condición d estacad a a la o rn am en tació n , al grado de
proceder, sobre todo d u ran te la alta E dad M edia e incluso hasta el siglo x i i ,
a u n a am plia ornam aitaliz.ación de las representaciones m ism as, incluidas
figuras h um an as y anim ales (véase la foto 1). Jean-C laude B onne sugiere
que se hable cíe orn am en talización “cuando las figuras, que conservan una
silueta o form as identificables, exhiben la literalidad de los trazos o los co­
lores con que están hechas, sin un a preocupación ilusionista”. Lejos de mani­
festar un a falta de habilidad, tales procedimientos responden a la sacralidad
de los objetos decorados y las figuras representadas, que invita a sustraerías
lo m ás posible del orden de las a p arien cias sensibles. Es así, p o r ejemplo,
que "lo o rn am en tal en riquece la rep resen tació n de lo sagrado, pues exalta
la divinidad m ed ian te fo rm as que co n tra p e sa n o sublim an, sin negarlo, ei
antropom orfism o del Dios de la Encamación" (Jean-Claude Bomie). Poste­
riorm en te, a p a r tir de] siglo xn y sobre todo de! xm, se da un proceso que
tiende a sep a ra r a, la representación de la ornam en tación, la. cual se despla­
za en form a notable hacia los m árgenes de la im agen. Pero, aunque quedan
m enos ín tim am en te im bricadas, represen tación y ornam entación no dejan
de relacionarse, las m ás de las veces a distancia, pero tam bién dentro de la
figuración m ism a, donde las v estim entas siguen siendo un o de los lugares
privilegiados p ara la expresión de lo ornam ental.
La oposición en tre la superficie y el espacio, herencia del h isto riad o r
del arte Heinrich Wolfflin, por lo general lleva a d espreciar el arte medieval,
al que se con sid era incapaz de sugerir la tri dim ens io nalidad, y a hacer de la
historia del arte u n proceso teleológico que tiende a la conquista de la p ers­
pectiva, única representación correcta del espacio. Si, por el contrario, se pre­
tende pen sar la especificidad de las representaciones medievales y los valores
positivos que las an im an , es m ás pertinente a d m itir la existencia, d u ran te
to d a la E dad M edia, de u n a tensión en tre la planitud y el volum en (Jean-
Claude Bonne). Si se considera que el arte m edieval es un arte de la plani­
tud, es en p rim e r lugar porque la im agen, dedicada a la celebración del lugar
o del objeto en donde se en cu en tra, debe m o stra r respeto a su soporte (p á­
gina del m anuscrito, m uro de la iglesia, entre otros). E sto es particularmen­
te cierto en el caso de las m iniaturas, si se toma en cuenta el carácter sagrado
de los libros d o n d e se pintan: com o lo indica atin ad am en te Orto Páchl, “el
cristianism o no h a c ía distinción entre el libro, instru m en to de com unica­
ción, y el m ensaje que éste transm itía. El libro no era solam ente lo que con­
tenía al Evangelio, era el Evangelio''. Se comprende entonces que la planitud
del soporte se asum a positivam ente, com o un componen Le inmediato de la
im agen, y que el fondo de las im ágenes medievales no se deje negar o atra­
vesar por ningún tipo de procedimiento ilusionista. Al contrario, no es raro
que el soporte material de la im agen se deje ver directamente (véase la loto
1) o que exhiba su p resencia infranqueable m ediante grandes plastas de
color, desprovistas de toda finalidad mi me tica, o p or el resplandor reflec­
tante de un p lan o dorado (véase la foto m i .2). En cuanto a las figuras m is­
m as, éstas se c a rac teriz a n p o r u n a relación estre c h a con el fondo sobre ei
que se ub ican , y la rev eren cia que tienen p o r su soporte las som ete a u n a
rigurosa lógica de la p la n itu d (véase la foto v.3). Sin em bargo, las im ágenes
m edievales b u scan d a r cierto volum en a las figuras. Tam bién se advierte
con b a sta n te frecu en cia u n a su p erp o sició n de d istintos planos (vease la
foto 4), así com o la p resen cia de plan o s oblicuos y de efectos parciales de
relieve en el tratam ien to de los cuerpos y los objetos. Pero todos estos p ro ­
cedim ientos, que a p a rta n a la im agen de u n a estric ta plan itu d bidim en-
s io n a ln o crean, sin em bargo, u n espacio tridim ensional que pudiera negar
to do resp eto al p la n o del so p o rte y p ro d u c ir u n a un ificació n espacial de
la representación. No h acen m ás que a rtic u la r el volum en y la lógica de la
planitud.
E sta d in ám ica se extiende no tab lem en te a p a r tir del siglo xn y sobre
todo desde el siglo x í i i . El volum en de los cuerpos y la fluidez de los plie­
gues de las v estim entas, que c a ra cteriz a n el "clasicism o” de la estatuaria
ro m án ica tard ía y, sobre todo, gótica (véase la foto 3), son im itados por la
p in tu ra, que utiliza las graduaciones crom áticas y las som bras p a ra sugerir
la p lenitu d de las form as. Surge tam b ién una preo cu p ació n m ayor p o r ex­
p resar la tex tu ra de los m ateriales representados, así com o la intención de
sugerir el dinam ism o de los cuerpos (por el contrario, la dim ensión frecuen­
tem en te h ie rá tic a de las o b ras de la alta E dad M edia estaba plenam ente
justificada, puesto que E strabón, entre otros autores, en el siglo IX, juzgaba
la im p resión de m ovim iento que d ab a u n a figura com o u n signo negativo
de inestabilidad). F inalm ente, la rep resentación de los anim ales y las plan­
tas, a la espera de los prim eros esbozos de paisajes en el siglo xiv (véase la
foto vi.2 ), se in teresa m ás p o r sus ap arien cias. Si bien debem os excluir el
térm in o "realism o” (el cual p resu p o n e u n a concepción de lo real que 110
tiene sentido antes del siglo xix), puede utilizarse con prudencia el térm ino
“n atu ralism o ” (que designa la atención que se p resta a las realidades sensi­
bles del m un d o n a tu ra l creado p o r Dios). No obstante, sería erróneo inter­
p re ta r este fenóm eno, que va pro g resan d o desde el siglo XII h asta el xv,
corno u n avance de los valores profanos o una laicización del m undo.
Sigam os m ás bien el análisis de le a n Wirth: m ientras que, hasta el siglo
xil, solía dividirse el universo en una p a rte visible y o tra invisible, en el si­
glo x i i i prevalece la oposición entre lo n atu ral y lo sobrenatural. A la noción
de la naturaleza, que los teólogos reinterpretan a partir del siglo xii, responde
la de lo sobrenatural, form alizada por Tomás de Aquino. Por lo tanto, a par­
tir de entonces existe u n so b re n a tu ra l visible, cuya rep resen tació n es ju s­
tam en te uno de los objetos prin cipales del desarrollo de las im ágenes. Así,
la nueva estética gótica “no está d eterm in ad a p o r la voluntad de reproducir
u n a re a lid a d e x te rio r al a rte [...] Su fu n ció n c o n siste m ás b ien en o to r­
gar u n a p resen cia real, visible e incluso p alpable a algo nuevo, lo sobrena­
tu ra l” (Jean W irth). Lo que se d en o m in a “n a tu ra lism o ” no tiene com o fin
últim o la rep re se n ta ció n de la n atu raleza, sino la m anifestación visible de
lo so b ren atural y de las verdades divinas que el m u ndo creado perm ite cap­
tar. No hay que olvidar que lo que se rep resen ta entonces bajo la apariencia
del m u n d o n a tu ra l son figuras, m ed ian te las cuales el h o m b re p u ede acer­
carse a Dios. E ste fenóm eno, p o r lo dem ás, no h ace m ás que acen tu arse al
paso de los siglos, y E rw in Panofsky h a p o did o a n a liz ar cóm o el supuesto
"realism o” del a rte flam enco del siglo xv, cuyo escrupuloso virtuosism o se
fija en cad a detalle de las a p arien cias de las cosas y de las criatu ras, está
sa tu rad o en re a lid ad de u n sim bolism o com plejo y ocasionalm ente oculto,
que exige u n p a c ie n te tra b a jo de d escifram ien to (véase la foto 6). Sucede
lo m ism o en el apogeo del R enacim iento, e incluso el arte de M iguel Ángel,
p a la d ín de la p erfecció n a tlética de los cuerpos, no significa en absoluto la
afirm ación del h o m b re y del m u n d o terren al com o valores autónom os: p ara
él, el cuerpo h u m a n o es la m ás alta m etáfora del orden divino.
Hay que p ro lo n g ar m ás este análisis. Así, h a sta el siglo xn, las im ágenes
se cu id an de to m a r en cu en ta la dim ensión accidental de los fenóm enos o
las figuras; p riv ileg ian las form as genéricas, poco p a rtic u la riza d a s y que
p reten d en ex p resar las esencias. Por ejemplo, cuando se tra ta de la im agen
de u n rey o de u n em perador, se considera in o p o rtu n o o h a sta perjudicial,
p a ra efectos de la rep re se n ta ció n , p restarle c a ra c terística s singulares, y a
fortiori rasgos que evoquen la indiv id u alid ad del so b eran o reinante; sólo
im p o rta p ro p o rc io n a r a la figura las insignias y los rasgos que m ejor expre­
sen la esencia del p o d er real o im perial (véase la foto l.l). Pero la evolución
que ya m encio n é red u ce el c a rá c ter genérico de las form as y las im pregna,
p o r el c o n tra rio , de la existen cia co n creta y p alpable del m u n d o sensible y
de lo so b ren atu ral. Ya en el siglo xm y p o steriorm ente aún m ás, los rostros
y los cuerp os se diversifican, p a ra exponer, cad a vez con m ay o r precisión,
las p a rtic u la rid ad e s de la edad, el sexo, la com plexión e incluso la p erso ­
n alid ad indiv id u al. Así n ace lo que se h a dado en llam ar el re tra to en el
sentido m o d ern o del térm in o , es decir, u na im itación de las singularidades
físicas de u n individuo, que p e rm ite recono cerlo p o r su aspecto exterior
(véase la foto ó). Uno de los ejem plos m ás antiguos, en este caso claram ente
com p ro bado , es el del card en al Jacopo S tefaneschi a principios del siglo
xiv, quien se hizo re p re se n ta r en tres p eriodos diferentes de su vida, en un
m an u scrito , en u n reta b lo de G iotto y en u n a p in tu ra m u ral de Sím one
M artini, en Aviñón.
Con frecuencia se h a relacionado esta evolución, que desplaza el acento
de las esencias genéricas hacia las singularidades individuales, con el auge del
nom inalism o. E sto tien e cierto aire de credibilidad, p u esto que G uillerm o
de O ckham afirm a que no hay m ás que seres singulares y que en ellos no
existe generalidad alguna (véase el capítulo rv de la prim era parte). Sin em ­
bargo, establecer este vínculo genera m u ch as dificultades, p u esto que se
tra ta de d ar cuenta de u n a dinám ica de las form as de representación que es
an terio r al ockham ism o y que se afirm a progresivam ente entre el siglo xn y
el xv. Por lo tan to , esta evolución deb ería relacionarse con tendencias más
generales, y n o es seguro que el nom inalism o, incluso si lo consideram os en
su conjunto, desde sus prim eras form ulaciones en el siglo xn, p u ed a des­
em p eñ ar este papel. Es verdad que, en los siglos xn y xm, num erosos auto­
res a los que se considera realistas adm iten principios de tipo nom inalista y
desechan Ja idea de que los universales sean cosas. Así sucede en el caso de
Tomás de Aquino, p a ra quien los universales no existen m ás que en el inte­
lecto, pues la u n iv ersalidad sólo puede referirse a la esencia en la m edida
en que ésta es p en sad a p or el hom bre. E ntonces hay que subrayar que m u­
chos otros aspectos del to m ism o pueden relacionarse con la evolución de las
im ágenes. Así, p a ra Tomás, la im agen perm ite u n m ovim iento que une lo
sensible con lo inteligible, de tal suerte que a p o rta a la vez u n conocim iento
de la esencia de las cosas (co m p ren did a p o r el intelecto) y de sus p a rticu ­
larid ad es in dividuales (percibidas p o r los sentidos). Un poco m ás tarde,
Egidio de R om a y otros tom istas adm iten que la im agen perm ite conocer al
individuo en su individualidad m ism a, lo que sugiere u n a evolución bastan­
te paralela a la que m u estran las obras visuales.

Invención de la perspectiva y dinám ica feudal

La rep resen tació n en perspectiva, que inventa la generación del decenio de


1420, condensa la m ayor p arte de las evoluciones que he m encionado hasta
aquí. Tras las tentativas parciales que se observan en ciertos cuadros de m e­
diados del siglo xiv (Pietro Lorenzetti), la experiencia fundadora es la del
arquitecto Brunelleschi quien, al observar un a tabla que representaba el bap­
tisterio de Florencia a través de u n orificio h oradado en la p u erta de la cate­
dral, establece que existe u n a coincidencia necesaria entre el punto de vista
(del esp ectad o r) y el p u n to de fuga (de la rep resen tació n ); dem uestra así
que u n a p in tu ra realizada con base en la perspectiva sólo puede observarse
correctam ente desde u n solo lugar (H ubert Damisch). E n el m ism o periodo,
los frescos de M asaccio en la iglesia de S anta M aría del Carm ine en Floren­
cia constituyen u n a de las p rim eras obras rigurosam ente elaboradas según
las reglas de la perspectiva (1427). E sta innovación, que puede incluirse en
la lista de las invenciones m ás ex trao rd in arias de la E dad M edia, tra n sfo r­
m a los principios figurativos analizados h asta aquí. Al p en sar el m arco de la
im agen com o u n a v e n ta n a que se abre al espacio im aginario de la n a rra ­
ción, según la m etáfo ra del h u m a n ista florentino León Alberti, la rep rese n ­
tació n en p ersp ectiv a reivindica la negación del plano en que está inscrita,
que solían re sp eta r las obras anteriores. Así, se com prende que. al contrario
del p u n to de vista del ojo h u m an o que asum e la p e rsp ec tiv a, las im ág en es
an te rio re s in d ic a n , p o r la rev eren cia d e b id a a la superficie donde se en ­
cuen tran , "la dep en d en cia de las figuras en relación con una inscripción de
u n orden diferente al de ellas”, es decir, en relación con "un principio de a u to ­
rid ad tra sc en d e n te ” (Jean-C laude Bonne). De m an era u n tan to m etafórica,
po d ría decirse que el ú n ico p u n to de vista que entonces m erece re p resen ­
tarse es el de Dios; pero Dios evidentem ente no m ira a través de los ojos del
cuerpo ni desde u n lu g a r particu lar, de tal suerte que su "m irad a” engloba
todos los p u n to s de vista posibles y no te n d ría p o r qué preo cu p arse de las
apariencias h u m an am en te perceptibles. En sem ejante lógica, sólo im portan
la esencia de las cosas, su in teg rid ad y su valor sim bólico. É sta es la razón
p o r la que el arte m edieval recu rre con insistencia a procedim ientos de m o s­
tración, que aseg u ra n la m ejo r visibilidad de los objetos y las figuras: así,
aunque estén colocados sobre un altar, u n pan o u n a hostia tienen que verse
frontalm ente, con el fin de re sp e ta r su perfecta circularidad. P or la m ism a
razón, el obispo L ucas de Tuy p ro te sta co n tra la rep resentación de perfil o
de tres cu arto s de la Virgen, que, a sus ojos, m u tila y contraviene tan to m ás
gravem ente los p rincipios de m ostración e integridad cuanto que afecta una
figura de u n a em inente santidad. Por el contrario, la representación en pers­
pectiva es u n a visión en p rim era persona, que asum e im punto de vista indi­
vidual y subjetivo. O bien que p o r lo m enos realiza u n a “objetivación de lo
subjetivo" (E rw in Panofsky), que deja espacio al p u n to de vista del ojo h u ­
m ano. Se p a sa así del recon o cim iento de la superficie de inscripción com o
referencia asu m id a a su negación, y de una visión trans-subjetiva y unlver­
salizante a u n a percepción subjetiva e individualizante.
E ste cam bio es fu erte, p ero no m ayor que el que hace p a sa r de la c o n ­
cepción rem em o rativ a de la m isa a la d o ctrin a de la transustanciación. Por
lo tanto, es fu n d am en tal su b ray ar que la perspectiva no rom pe con las con­
cepciones m edievales del espacio, Al advertir el equívoco de E rw in Panofsky,
H u bert D am isch h a destacado claram ente que la perspectiva que se inventa
en el siglo xv no suponía de ninguna m an era un espacio geom étrico, hom o­
géneo, continuo e infinito, tal com o lo concibe D escartes dos siglos m ás tar­
de: en efecto, la perspectiva se ocu p ab a "no ta n to del espacio com o de los
cuerpos y las figuras de los que era receptáculo, sin dejar de corresponder
a la idea aristotélica de u n a extensión espacial lim itada y d isco n tin u a”. La
perspectiva no tiene p o r objeto el espacio, sino las figuras, las cuales, al igual
que en los siglos pasados, no pu ed en p ensarse in d ep endientem ente del lu­
g ar que ocupan. Es p o r lo ta n to u n m odo de conform ación en el que cada
cosa se u b ica en el lugar que le corresponde. La perspectiva no rom pe con
la p ro blem ática m edieval del locus, a u n cuando produce u n a m odalidad
nueva de articu lació n entre los lugares ocupados p o r los diversos objetos
figurados. E fectivam ente, a p a rtir de entonces, éstos se inco rp o ran m ás en
un orden unificado, puesto que todos se relacionan con un referente único y
específico, a la vez pu n to de fuga y p u n to de vista.
Las evoluciones de las m odalidades de representación en la E dad Media
son uno de los aspectos de la fu erte d in ám ica del sistem a feudal. El auge
del n atu ralism o (corno legitim ación de las m an ifestaciones visibles de las
verdades divinas), la sin gularizació n (que no excluye la p reo cu p ació n por
las esencias y la jerarq u izació n de las c ria tu ras) y la afirm ación del volu­
m en (en tensión con el principio de la planitud) pueden considerarse como
otras tan tas m odificaciones del m odo de articulación del m undo terrenal y
el m un d o celestial, lo hu m an o y lo divino. No se tra ta aq u í de u n a separa­
ción radical que consagre el triunfo de u n pensam iento laico, o de la llegada
de un hum anism o que excluya toda referencia a la Providencia y a la Gracia.
Si la rep resentación asum e cada vez m ás ab iertam ente las apariencias sen­
sibles, es en virtud del proceso de espiritualización de lo carnal que ya evo­
qué: el fenóm eno avanza al m ism o ritm o que el desarrollo de la lógica de la
E ncarn ació n y que el reforzam iento del p o der de la Iglesia, institución m a­
terial fu ndada sobre valores espirituales. Si el m undo creado puede acceder
a la representación, de un a m anera que sugiere con deleite sus aspectos más
palpables y sus detalles m ás encarnados, es po rq u e se lo concibe, m ás que
antes, com o un m undo cargado de valores espirituales y com o un m edio le­
gítim o p a ra alcan zar el co nocim iento de Dios (a través del conocim iento
del m undo creado según su voluntad).
La perspectiva p u ede co n sid erarse incluso com o u n o de los frutos
extrem os de la dinám ica del sistem a feudal. Éste se caracteriza p o r la articu­
lación, en el seno de un espacio discontinuo y polarizado, de u n fuerte en-
celulam iento local y la m anifestación de 1a u n id ad de la cristiandad. Su di­
nám ica tiende a refo rzar los aspectos unificadores, bajo la triple form a del
desarrollo de los intercam bios, la recup eración m o n árq u ica y la cen traliza­
ción pontificia, sin p o r ello ro m p e r con la o rg an ización celular de la. socie­
dad. M ás a ú n que la am plificación de los vínculos intercelu lares, hay que
su bray ar la im p o rtan cia de las representaciones unificadoras que allí actú an
(la Iglesia com o cuerpo de Cristo, del cual to d o s se vuelven p a rte m ediante
la eu caristía). La p ersp ectiv a p o d ría e n c o n tra r allí su lógica, p u esto que
p a rticip a de esas ilusiones unificadoras, sin ro m p e r p o r ello con la lógica
del locus, ni fu n d a r u n a concepción del espacio hom ogéneo y unificado.
¿Es posible entonces suponer, com o lo h a p ro p u esto H u b ert D am isch, que
ia lab o r de los p intores preparó —sin p resu pon erlo en absoluto— la llegada
de la geom etría descriptiva? É sta es otra cuestión, pero con todo no es más
im p ro b ab le que la supo sició n de que el tiem p o escatológico cristia n o p re ­
para la concepción m o d ern a de la historia, au n q u e de ésta lo siga sep a ran ­
do u n a ru p tu ra radical.

Conclusión: imagen-objeto medieval, im agen-pantalla contem poránea. Tras


ro zar la ten tació n iconoclasta y luego de h ab erse m an ten id o d u ran te siglos
d en tro de u n a ico n icid ad re stric ta y desconfiada, la cristian d ad occidental
experim entó, a p a rtir del siglo ix y sobre todo del XI, u n a expansión crecien­
te de las im ágenes, al grado que éstas se convirtieron en uno de los elem entos
constitutiv o s del sistem a eclesial. O rn am en to s in d isp en sab les del culto de
la Virgen y de los santos; ecos sensibles de la p resen cia real y de la re ite ra ­
ción eucarística de la E ncarnación; em blem as de la Iglesia y señal de id e n ­
tidad de las m últiples instituciones que la com ponen; anuncios de las verda­
des escatológicas, al m ism o tiem po que su sten to de prácticas devocionales
cada vez m ás difundidas: éstas son algunas de las funciones que asum en las
im ágenes en la sociedad cristiana. Su po d er de belleza y resp lan d o r c ro m á­
tico orquestan de m anera sensible la sacralidad de los lugares de culto, de tal
suerte que las im ágenes contribuyen al contacto privilegiado que allí se es­
tablece entre los hom bres y las p otencias san tas o divinas, activan la unión
de la iglesia m aterial y la Iglesia triu n fa n te , así com o la fusión de las litu r­
gias terrenal y celestial. Pero esta m ediación de las im ágenes casi no se diso­
cia de la que asu m en los clérigos; de hecho, las im ágenes por lo general se
encu en tran en objetos y en lugares dedicados a rito s que m anifiestan el po­
d er sagrado de los sacerdotes. El desarrollo de las im ágenes acom paña, de
m an era n o tab lem en te sim u ltánea, el re fo rz a m ien to de la in stitu ció n ecle­
sial; y se convierten poco a poco en los ornam entos indispensables del poder
de la Iglesia y en las coadyuvantes em blem áticas de la m ediación sacerdotal.
Es po r ello que se asocian tan estrecham ente con la función de los lugares sa­
grados que p olarizan el espacio feudal, m ie n tra s que la evolución de sus
form as responde a la din ám ica general de la articu lació n de lo carnal y lo
espiritual que anim a a la cristiandad.
Pese a este auge considerab le de la iconicidad, m e ab sten d ré de hacer
de la E dad M edia el origen de n u e stra llam a d a civilización de la im agen.
La cultu ra m edieval de la imago es quizá todo lo c o n trario (sin h ab la r del
hecho de que u n h o m bre de la E dad M edia veía m enos im ágenes durante
to d a su vida que las que nosotros vem os en u n solo día). Ligada a un objeto
o a u n lugar que posee u n a función p ropia, casi siem pre cultual o devocio-
nal, en la E dad M edia la im agen-objeto no tiene sentido m ás que p o r su
carácter localizado. Tam bién es un objeto im aginario, un objeto im aginado,
cuyo fu ncionam iento pone en juego in terferen cias entre visión corporal y
visión espiritual, entre visio e imaginatio. E n fin, la representación tam bién
es presencia, instru m en to de u n a m anifestación eficaz de las potencias ce­
lestiales. A hora bien, a la im agen-objeto m edieval p u ede oponerse la im a­
gen-pantalla con tem p oránea. O, m ás bien, es posible co n sid erar la televi­
sión y la c o m p u tad o ra com o m odos extrem os de la im agen-objeto, pues
aseguran u n com pleto triun fo de la im agen sobre el objeto, puesto que éste
se convierte en el receptácu lo de tod as las im ágenes posibles, la pantalla
donde se proyecta la so m bra del universo y que, m ed ian te la fo rm a de su-
per-presencia de lo real que au toriza, tran sfo rm a y co rrom pe la relación
con el m undo. A la necesaria localización de la im agen-objeto medieval res­
ponde la llegada ub icu a de la im ag en -pantalla, capaz de rep ro d u cirse por
doquiera de m anera idéntica, que así niega la p a rtic u larid ad de los lugares
y contribuye a la des-localización g en eralizada que caracteriza al m undo
contem poráneo. A la presencia eficaz —es decir, a la vez real e im aginada—
de la im agen m edieval respo nd e u n a so b reab u n d an cia de im ágenes que se
an u lan m u tu am en te y que m uy a m en u d o están desprovistas de efectivi­
dad, porque no puede lograrse ni su control ni su sim bolización. Sin duda,
la presencia que au to riza la im agen-objeto sólo posee veracidad en la m e­
dida en que u no se coloca en el cam po de las creencias cristianas, de tal
suerte que, si bien la im agen m edieval p artic ip a de u n a relación con la ilu­
sión que se vive realm ente, la im agen c o n tem p o rán ea induce u n a relación
con la realidad que se vive ilusoriam ente. El estatu to y las prácticas de las
im ág en es son in d iso c ia b le s de la o rg a n iz a c ió n g en e ra l de la sociedad, y
es p o r ello que, tam b ién en m a te ria de im ágenes y pese a ciertas sem ejan­
zas aparentes, la E dad M edia es nuestro antim undo.
CONCLUSIÓN
E l feudalism o o el .singular destino de Occidente

Al afirm ar su co n tro l sobre el tiem po y el espacio, so bre ias relaciones en ­


tre el m u nd o terren al y el m ás allá, sobre el sistem a de parentesco, sobre las
rep resen tacio n es visuales y m entales, la Iglesia ap ro v ech a la trip le oposi­
ción en tre el b ie n y el m al, lo esp iritual y lo carnal, los p ad res y los hijos,
p a ra definir su p ro p ia posición y establecer co n ju n tam en te la u n id ad de la
c ristian d ad y la je ra rq u ía que le oto rga su p reem in en cia. Es así com o se
conform a, p o r todas las co n tradicciones y todos los cu estio n am ien to s que
h e señalado, la posició n d o m in an te de la in stitu c ió n eclesial, que p o sib le ­
m ente sea m ás que la co lu m n a vertebra] del sistem a feudal: su envoltorio,
incluso su form a m ism a.
E n este sentido, los aspectos que exam inam os en los capítulos anteriores
tam bién contribuyen al b uen funcionam iento de la relación de d a m ím u m .
Aquí es decisivo el ordenam iento espacial que perm ite el arraigo de los h o m ­
bres a la tie rra m edian te el encelulam iento de los vivos en to m o a los m uer­
tos y a la iglesia, sin d ejar de g a ra n tiz a r su p a rtic ip ac ió n en el m arco u n i­
versal de la cristiandad.
Pero aq u í tam b ié n confluyen o tros aspectos, p o r lo m enos in d ire c ta ­
m ente, en la m edida en que contribuyen a definir la posición de la Iglesia y,
en consecuencia, a con so lid ar su capacidad p a ra o rd e n a r la estru ctu ració n
espacial de la sociedad feudal. Por ejem plo, el entrelazam iento de lo espiri­
tu al y lo carn al se e n c u e n tra en estre c h a relación con la polarización del
espacio, p u esto que es este e n trelazam ien to el que p e rm ite d a r cuerpo al
lu g ar sagrado, así com o a los otros vectores de la inscripción local de lo sa­
grado cristiano (cem enterio, reliquias, altar, eucaristía, im ágenes). Además,
la in stitu cio n alizació n de la Iglesia, que en cierto m odo no es m ás que un
proceso de en carn ació n espacíalizado, sería im p en sab le si la om nipresen-
cia de la d u alid ad de] b ien y del m al no se d iera a la p a r de u n a capacidad
p a ra su p erar el dualism o.
L ó g ic a g e n e r a l d e la a r t ic u l a c ió n d e l o s c o n t r a r io s

E n toda la segunda p arle de este libro lie señalado, en diferentes niveles, las
manifestaciones de una m ism a lógica que busca establecer u n a tensión en­
tre polos contrarios. Sin duda, tra tá n d o se del tiem po, se observa m ás bien
una co n tradicción entre la concepción a n tih istó ric a de u n tiem po que se
rep ite o no tra n sc u rre y la v isión h istó rica de u n tiem po lineal, orientado,
cuyo punto central es la E n carnación de Cristo. El conflicto entre la crono­
logía y la eternidad, entre el gusto p o r los retornos que está encerrado en la
experiencia del pasado y la espera de u n futuro nuevo que se proyecta esen­
cialmente en el m ás allá, pero que a veces tam bién desciende a la tierra, no
perm ite una conjunción elaborada de los contrarios, sino que da lugar a un
régim en híbrido que aquí califiqué de scm ihistórico. Sin em bargo, la co­
existencia de estas concepciones, cuya contradicción no se supera, sino que
m ás bien queda abierta, confiere al sistem a m edieval u n a im p o rtan te capa­
cidad de transformación y evolución.
E n cu anto al bien y al m al, se tra ta de dos co n trario s irreconciliables.
Y sin em bargo, S atanás no es u n principio independiente de Dios, sino una
de sus criaturas: así, se escapa del dualism o, que por el co ntrario reaviva el
fantasma de la herejía cátara. D urante la E d ad M edia, Satanás da m uestras
de un po d er cada vez m ás grande; el vicio y los discursos en torno a éste lo
invaden todo. P ara a se g u ra r el triu n fo del bien, el com bate debe ser más
en carnizado que nu nca. Se ac e n tú a la ten sió n en tre las fuerzas del bien y
las del mal; la intensidad de las dualidades murales se aviva y el universo se
polariza aún m ás. Se ac e n tú a el riesgo de una recaíd a du alista p o r dársele
m ás lugar al m al y reconocérsele m ás poderes a S atanás. Pero el peligro se
supera a costa de u n a d ra m a tiz a ció n acrecen tad a que exalta a ú n m ás a la
in stitu ció n e d e sía l, capaz de triu n fa r sobre las fuerzas desencadenadas y
sin em bargo controladas del Enem igo.
Dije que el p rincipio del feudalism o no era la fragm entación o el a rrai­
go local, sino 1a artic u la c ió n en tre la fragm entación y la unidad, entre el
arraigo local y la participación en la universalidad cristiana. Además, es en
un solo lugar —la iglesia parroquial y su cem enterio— donde se traban, por
u n a parte, el encelu larniento y el apego de cada ser a la co m u n id ad de los
m uertos y a la de los vivos que es su rellcjo, y, p o r la otra, la participación,
m ediante 1a co m u nión eu carística, en el g ran cuerpo de la cristiandad. La
siabilaas loci, la n o rm a de v ida m ás am p liam en te com p artid a, puede en­
tonces e n c o n tra r en su asociación con la m ovilidad p e re g rin a y el auge de
los intercam bios u n a ocasión p a ra verse confirm ada y no anulada.
La d u alid ad en tre lo esp iritu al y lo carn al da pie a u n a v erdadera ar­
ticu lació n de los co n trario s. E n efecto, am bos p rin cip io s no deben ni con­
fun d irse ni sep ararse, sino distinguirse, je ra rq u iz a rse y asociarse en u n a
unidad fuerte. Es así que se e stru c tu ra n tan to el esquem a de la persona h u ­
m ana, cuyo ideal es el cuerpo glorioso de los elegidos, com o la im agen de la
cristian d ad , que se fu n d a en u n a sep aració n cada vez m ás estricta entre
clérigos y laicos, u n id o s sin em bargo en u n solo cuerpo consagrado a u n fin
com ún. E ste m odelo antroposocial, que instituye u n a articulación jerarqui­
zada entre entidades separadas, posee g ran plasticid ad y notable capacidad
dinám ica.
La lógica de la E n c a m a c ió n no deja de separar, je ra rq u iz a r y a rticu la r
enérgicam ente lo h u m an o y lo divino. E n consecuencia, el hom bre se carac­
teriza a la vez p o r su p ro x im id ad y p o r su d istan cia respecto a Dios: ser "a
im agen y sem ejan za de Dios" significa tam b ién ser diferente de él y, p o r lo
tanto, de Cristo, a quien se tiene com o la única im agen au téntica del Padre.
El h o m b re está a tra p a d o en u n a te n sió n in fran q u e ab le entre su so m eti­
m iento a la a p lastan te o m n ip o ten cia divina, que no le ofrece la salvación
sino a trav és de la m ed iació n eclesiai, y su glorificación com o c ria tu ra r a ­
cional, capaz de elevarse h a sta el bien suprem o. La resurrección final de los
cuerpos gloriosos y el acceso de los justos a la plena com prensión de Dios son
las form as m ás altas de esta red enció n de lo h u m an o , que se lleva h a sta su
casi divinización, pero que solam ente es posible m ed ian te el respeto te rre ­
nal de las reglas de la Iglesia y m edian te la sum isión del cuerpo al gobierno
del alma.
El p aren tesco divino p o n e en juego u n a serie de p aradojas, com o la
tran sfo rm ació n de la filiación en u n a relación ig u a litaria y la conjunción
lícita de la alianza m atrim onial y la filiación. Además, los clérigos se encuen­
tra n en un a doble posición respecto a los laicos, de quienes son a la vez p a ­
dres y h e rm a n o s (igual q u e C risto respecto a los ho m bres). El sistem a de
parentesco refu erza p o r lo tan to las jerarquías, que se conciben com o rela ­
ciones entre p adres e hijos, y al m ism o tiem po las incluye en el m anto igua­
litario de la h e rm a n d a d g en eralizad a de todos los cristianos, unidos p o r la
caritas. U na de las características m ayores de la sociedad cristiana, identifi-
cable en m últiples contextos, em pezando p o r la relación de vasallaje, consis­
te así en articu lar com unidad y jerarquía, igualdad y subordinación. De esta
m anera, se p iensa a la vez la u n id ad o rgánica del cuerpo social y su o rd en a­
m iento interno, la igualdad de p rin cip io de los hijos de Dios y su subordi­
nación a las jerarq u ías institucionalizadas.
A ñadiré o tra articu lació n m ás, la de la u n icid ad y la m ultiplicidad. El
dogm a trin ita rio consiste en h acer que se adm ita, adem ás de la igualdad
del Padre y el Hijo, la im probable unión de tres y uno. La ortodoxia cristiana
asum e u n Dios a la vez único y m últiple, u n o p o r su esencia y tres por sus
personas. P ero son m ás las razo n es que tam b ién invitan a p e n sar que el
cristianism o m edieval reb asa la definición de un estricto m onoteísm o. ("Dios
es único [m onos, en griego] y no es ú n ic o ”, escribe Tertuliano). Teológica­
m ente, no hay m ás que u n solo C reador y señ o r del universo, y los clérigos
reiteran que es el p o d er divino el que a c tú a a través de los santos; pero es
lícito preguntarse si las p rácticas sociales asociadas al culto de los santos y
de la Virgen no dan testim onio de u n a especie de deriva politeísta. En todo
caso, la desm ultiplicación de las figuras santas es vigorosa (ya que cada una
de ellas incluso p o d ía fragm entarse, en virtud de la com petencia entre sus
diferentes san tu ario s). Se in se rta en u n a geografía sagrada diversificada y
jerarquizada, de tal suerte que p o r lo m enos debem os considerar al cristia­
nism o medieval com o u n m onoteísm o com plejo y de tendencia difrangente.
El p u n to focal de to d as las tensiones m en cionadas aquí es la E ncarna­
ción. El acto fundador de Cristo, Dios hecho hom bre y E terno sometiéndose
a la m uerte, tra sto rn a , en u n p roceso de sep aración/articulación, el orden
de los niveles de la realidad. G racias al pensam iento de la E ncarnación, que
poco a poco construye y asu m e el episodio in au g u ra l del cristianism o, se
difunde u n a gam a de parejas de nociones trab ad as paradójicam ente: divino/
hum ano, espiritu al/carn al, celestial/terrenal, n atu ral/so b ren atu ral, eterni­
dad/cronología, a u sen cia de d im en sió n espacial/localización, padre/hijo,
p ad re/h erm an o , jera rq u ía /ig u ald ad , g loria/hum ildad, descenso/ascenso...
Incluso las contradicciones constitutivas del arte medieval, que conjuga or­
nam en tació n y n atu ralism o , arte de la p lan itu d y búsqueda del volumen,
hacen eco de la d u alid ad que p lan tea la E n c am ac ió n entre lo hum ano y lo
divino, lo terren al y lo celestial.

E l r i g o r a m b iv a l e n t e d e l s i s t e m a e c l e s i a l

¿Pero cuál es el efecto que p ro d u cen to d as estas figuras? E n p rim er lugar,


es posible ver, en esta oposición-conciliación de los contrarios, la fuente de
u na innegable plasticidad, la cual hace que el sistem a cristiano pueda reali­
zar a d ap tacio n es y negociaciones en función de necesidades sociales cam ­
biantes. Que el cristianism o feudal sea u n m onoteísm o complejo, el cual in­
teg ra ciertos asp ecto s g en eralm en te asociados con el politeísm o, com o la
diversidad de la esfera divina (un Dios trin ita rio asociado con la M adre ce­
lestial y cuya p o ten cia activa se tran sm ite p o r m edio de m uchos santos), la
am p liació n de la e n carn ació n espacial de lo sagrado o inclusive la iconici-
dad, le confiere u n a capacid ad de incorpo ració n de las tradiciones paganas
que evid en tem en te facilita la la b o r evangelizadora. E sto se ve claram en te
en el Nuevo M undo: ¿se h u b ie ra p o did o im p o n er del m ism o m odo el c ris­
tian ism o feudal si éste n o h u b iera adm itido el culto a los santos y el recurso
generalizado a las im ágenes? Sin em bargo, cuidém onos de alab ar la flexibi­
lidad o el arte del com prom iso de la institución eclesial, cuyo reforzam iento
p o r el co n trario tiene com o resultado la form ación de u n a "sociedad de per­
secu ció n ” que extiende su influencia n o rm ativ a y a ce n tú a su lógica de re ­
p resió n y exclusión. E n cu a n to a los indíg en as am ericanos, es dudoso que
éstos p u d ie ra n h a b e r percibido el gusto de los europeos p o r la conciliación.
Aun cu a n d o los clérigos se esfo rzaro n en a p a rta r las form as m ás b ru tales
de a n iq u ilam ien to de las poblaciones casi no dudaron, salvo ciertas excep­
ciones, de la n ecesidad de d e stru ir tem plos, estatuas, libros o cualquier otro
indicio de la cu ltu ra pagana.
A ntes que a la b a r la flexibilidad o la to le ran c ia del sistem a m edieval,
convendría m ejo r identificar los efectos de su opción generalizada en favor
de la artic u la c ió n de los co n trarios. Ya sea que se considere la Trinidad, la
E n carn ació n , la concepción de la p erso n a h u m a n a o las relaciones de ésta
con lo divino, o p eran sin cesar equilibrios inestables. La Iglesia-institución
debe en fre n ta r n u m ero so s cuestionam ientos que la colocan con frecuencia
entre los fuegos cruzados de posiciones diam etralm ente opuestas. Eso obli­
ga a u n esfuerzo p e rm a n e n te de conjunción de los contrarios, que general­
m en te se o rie n ta h acia la b ú sq u ed a de u n a solución m ediana (en el sentido
de u n a m ediación, m ás que de una com binación). Así sucede cuando Agustín
com bate a la vez a los pelagianos y a los m aniqueos, o cuando la Iglesia de
los siglos XI y x i i re c h a z a al m ism o tie m p o la aso ciació n de lo espiritual
y lo tem p o ra l, h e ren cia del m odelo carolingio, y el desprecio radical del
m un d o c a m a l que fo m en tan los disidentes. Sin em bargo, su p o stu ra no es
n e u tra ni re p re se n ta u n térm in o m edio, sino m ás b ien la búsq u ed a de una
conjunción q u e asum e cada polo en su m ás viva intensidad y crea entre am ­
bos la m ás fuerte tensión posible. Es p o r ello que, aun cuando el cristianism o
m edieval d escansa en la estricta codificación de u n a ortodoxia definida por
el clero y que relega al ám bito de la herejía a todos sus adversarios, la con­
junción de los contrarios que se ubica en el fundam ento de la doctrina abre
la posibilidad de u n debate in terno y de una am plia diversidad de opinio­
nes. La c ristian d ad m edieval aparece así com o un m arco intangible, rigu­
rosam ente definido po r la Iglesia, pero en cuyo seno el juego de sus tensiones
co n stitu tiv as a b re un esp acio donde siem pre coexisten diversas posicio­
nes posibles.
E n consecuencia p od ríam os c a racterizar el sistem a eclesial m edieval
p o r su rigor ambivalente (expresión que designa su capacidad p a ra articular
los co n trario s y al m ism o tiem po sub ray a que esta am bivalencia no es en
absoluto la m arca de una falta de coherencia y que no sería posible asociar­
la con ningún tipo de tolerancia). Este rigor am bivalente es susceptible de
provocar, en el seno de un sistem a que sin em bargo la institu ció n eclesial
do m in a totalm ente, la creatividad intelectual de la que son testim onio el
auge del pensam iento escolástico y la intensidad de sus discusiones, o tam ­
bién la extrem a inventiva de las im ágenes medievales. Es el m ism o princi­
pio que obliga a sostener desafíos perm an entes y a elaborar estructuras de
razo n am ien to cad a vez m ás sofisticadas p a ra p e n sar lo im pensable, para
sostener paradojas insostenibles y p ara dar la form a m ás racional posible a
la elucidación del m isterio divino, que según los escolásticos m ism os es
im posible establecer racionalm ente. ¿Podrían incluirse las ecuaciones trini­
tarias y las paradojas de la E ncarnación entre las fuentes secretas de la diná­
m ica occidental?
Q uizá lo m ás importante es señalar que las tensiones aq u í exam inadas
no p u ed en ser estables. A bren la posibilidad a dosificaciones variables, que
pueden reform ularse sin cesar. Lejos de reforzar la idea de una E dad Media
inmóvil, form an p arte de su dinámica (es decir, de su capacidad para trans­
formarse radicalmente, sin por ello salir de su lógica fundamental). Así, en
el seno de una temporalidad basada en la reiteración y la fuerza de la tradi­
ción, surge un tiem po nuevo que se deja medir, que es m enos hostil a la no­
vedad y que se preocup a m ás p or su irreversibib'dad. De igual m odo, la
co n stitu ció n de una geografía sagrada de los lugares de culto y la reorga­
nizació n general del espacio social crean a la vez u n arraigo local fuerte y
una dinámica unificadora que configura progresivamente espacios m ás am­
plios y p erm ite la acen tu ació n de la m ovilidad y los intercam bios. Desbor­
dando las fronteras de la m uerte, este proceso de estructuración espacial da
origen a una autén tica geografía del m ás allá, que se funda en la disociación
creciente del m un do terren al y el m ás allá, y en la división funcional de los
lu g a re s del o tro m u n d o . T ra tá n d o se de lo c a rn a l y lo e sp iritu a l, se p asa
de u n a situación d o n d e las referencias dualistas p esan ta n to cuanto es p o ­
sible, en los lím ites que les asigna la ortodoxia, a la afirm ación cada vez
m ás activa de la su p eració n del dualism o. C onfirm ada p o r el reforzam iento
de la lógica de la E ncarn ació n , la espiritualización de lo cam al va ganando
terren o y p e rm ite a su m ir cada vez m ás el m u n d o terren al, m ediante su es­
p iritu alizació n .
Es sobre esta base que h a b ría que rep en sar los fenóm enos que tradicio­
nalm ente se d escriben com o "hum anism o c ristian o ”, "naturalism o figurati­
vo", "desarrollo del pen sam ien to profano" o “laicización", pues todas estas
tra n sfo rm acio n es no se realizan contra la Iglesia, sino bajo su dom inación
(y la afirm ación de los laicos no es m ás que u n a p articip ació n m ás activa y
u n a m ejo r in teg ració n de éstos en los m arcos eclesiales, concebidos y con­
trolados p o r los clérigos). E stas tendencias, p o r lo tanto, son producto de la
dinám ica m ism a del cristianism o medieval, gracias a su capacidad siem pre
creciente p a ra a su m ir las realid ad es c a m ales hacién d o las espirituales. E n
todos los casos, es posible identificar u n a d inám ica de clarificación/articu­
lación, la cual p arece so sten er y a c o m p a ñ a r al crecim ien to feudal, y de la
cual los prin cip io s constructivos del arte gótico p u ed en considerarse com o
u n a de sus m aterializacio n es form ales. Ya después del siglo xiii, sigue fu n ­
cio nand o la m ism a lógica, p ero la articu lació n de los co n tra rio s no puede
m a n ten e rse sino a costa de u n a com plejidad y u n a ten sió n crecientes. To­
davía se está lejos de u n a crisis general, pero la d in ám ica m ism a del siste­
m a feudal em p ieza ento n ces a m an ife sta r ten d en cias a la disyunción y a
acu m u lar dificultades sin resolver.
R egresando de nuevo a las riberas am erican as, u n ejem plo notable del
rigor am bivalente del cristianism o m edieval es el debate que suscita la Con­
quista. Se p lan tean en efecto opiniones sum am ente diversas sobre la p e rte­
nen cia o no de los indígenas al género h u m ano y, en la p rim era de estas h i­
pótesis (que ad o p ta el p ap a Pablo III en 1537), sobre el origen de esta ram a
h a sta entonces d esco n o cid a de la h u m an id ad , o ta m b ié n sobre la legitim i­
d ad de la gu erra de conquista. A este respecto —y p o r no m en cio n ar a otros
a u to res com o R u b io s Palacios o V ittoria— , las p o stu ra s de B artolom é de
Las Casas y de Ju a n Ginés de Sepúlveda, expuestas d u ra n te la controversia
de V alladolid (1550-1551), son in d u d ab lem en te las m ás an tinóm icas. Sin
em bargo, am b as se en fren tan en el cam po del d ebate in tern o de la ideolo­
gía cristian a, p u esto que los dos oponentes —a n in guno de los cuales se le
ta c h a de h etero d o x o — son cada quien a su m odo personajes respetados e
integ rad o s en la institución. No obstante, sus opiniones no dejan de ser
opuestas. Para Sepúlveda, y p ara m uchos otros como él, la guerra de conquis­
ta es legítim a p orq ue los indios son b árb aros, es decir, seres hu m an o s que
se en cu en tran al borde de la bestialidad, y porque es justo, p a ra im pedirles
sacrificar inocentes, som eterlos p or la fuerza a la razón superior de los cris­
tianos. Para Las Casas, los indios son capaces de gobernarse p o r sí m ism os
en form a racional, de tal suerte que tod o lo que los españoles h a n hecho
desde el inicio de la C onquista no es m ás que robo, tiran ía y acciones ilegí­
tim as co n trarias a la fe; los indios, p o r lo tan to , tienen derecho a realizar
u n a guerra ju sta contra los cristianos p a ra obtener la restitución de sus bie­
nes y de sus Estados.
P o r m ás en frentadas que estén, estas posiciones poseen m ás fu n d a­
m entos com unes de lo que po dría suponerse. Como lo h a sugerido N éstor
Capdevila, éstas se inscriben en el espacio de discusión característico de la
“lógica equívoca" del cristianism o y po seen “u n a u n id ad ideológica en su
oposición”. Así, aunque Sepúlveda com para a los indios, para efectos de la po­
lém ica, con b estias, no niega, en todo rigor; la p e rte n e n c ia de éstos a la
especie hum ana. Además, reconoce que la idea de Aristóteles, según la cual
ciertas perso n as está n d estin ad as p o r n a tu rale za a la servidum bre, choca
con los principios cristianos, y no recu rre a ella p a ra justificar los excesos
de la en com ienda o la esclavitud de los indios, sino solam ente su in te g ra ­
ción al orden cristiano. E n cuanto a Las Casas, quien com parte las catego­
rías aristotélicas aceptadas en la cristiandad, adm ite, siguiendo a Tomás de
Aquino, que las diferencias de aptitudes justifican u n a jerarq u ía de m ando,
y m odera la idea de u n a igualdad entre todos los hom bres clasificando a los
diferentes grupos hum ano s según su grado de civilización. Es p o r ello que
el aspecto decisivo de su argum entación consiste en dem ostrar, m ediante su
m o num ental Apologética historia sumaria, que los indios no son bárbaros y
que h a n alcanzado niveles de organización y de cultura iguales, incluso su­
periores, a los de las civilizaciones antiguas del M editerráneo y, en ciertos
aspectos, de la cristia n d a d m ism a. Además, aunque condena la esclavitud
de los indios (y tardíam ente de los negros), en razón de las form as en que se
instituyó, estim a que es legítim o hacer esclavos en u n a guerra justa. P or lo
tanto, no es posible o p o n er el aristotelism o no igualitario de un Sepúlveda
y el igualitarism o cristiano de u n Las Casas. Y m ás bien hay que reconocer
que la conjunción de jerarq u ía e igualdad es u n a de las tensiones constituti­
vas del rigor am bivalente del sistem a cristiano. Su consecuencia es la inten­
sidad de los debates, y la pluralidad de posiciones deriva de las variaciones
de equilibrio en el seno de estas tensiones: si b ien Las Casas subrava m ás la
igualdad, n u n c a niega el prin cipio jerárq u ico ; y aun q u e Sepúlveda insiste
en la jerarq u ía, n u nca ab an d o n a la regla igualitaria.

La e x p a n s ió n d e O c c id e n t e (r e f e r e n c ia s t e ó r ic a s )

Ahora, conviene volver a la p regu n ta inicial: ¿por qué y cóm o pudo em p ren ­
d e r E u ro p a la co n q u ista del m undo, y en p rim e r lu g ar de las Indias oc­
cidentales? No surge —com o ya dije— de un. tiem po que repen tin am en te se
haya vuelto m o d ern o ni de u n R enacim iento que m ágicam ente h u b iera
puesto fin a u n sistem a feudal congelado en su inm ovilidad ancestral y que
la "crisis” de los siglos xiv y xv hu b iera liquidado p a ra d a r paso al reinado
del capitalism o com ercial y del E stado m oderno. P or el contrario, el R en a­
cim ien to es la m a rc a de u n a E d ad M edia que c o n tin ú a, y la m o d e rn id a d
de ios T iem pos M odernos hay que “pon erla en el c u a rto de los treb e jo s”
(Jacques Le Goff). En consecuencia, la expansión de E uropa en el siglo xvi
no debe analizarse ta n to en relación con los colores m elancólicos del otoño
de la E dad M edia o con los esplendores del h um anism o renaciente, sino en la
lógica de u n largo feudalism o, cuyo núcleo es el auge que adquiere fuerza
en los siglos xi y xn.
E n las pág in as anteriores, concedim os u n papel fundam ental al cristia ­
nism o en aras de la co m p ren sión de la d in ám ica expansiva de O ccidente.
A hora bien, u n a dim ensión cen tral de la obra de M ax W eber consiste en
que b u sca co m p ren d er la originalidad de O ccidente (la cual puede conside­
rarse, al m enos de m a n e ra im plícita, la clave de su “su p e rio rid ad ” históri­
ca). E n el n úcleo de esta especificidad, Max W eber sitúa el nacim iento del
capitalism o , que relac io n a con la teología calvinista de la pred estin ació n ,
sin duda no para h acer de ésta la causa de aquél, sino p a ra establecer entre
am bos afinidades e identificar lo que en el p ro testan tism o interviene com o
facto r favorable, en ciertas condiciones, p ara el avance del espíritu c a p ita ­
lista. A dem ás, M ax W eber suele o p oner la afirm ación de la fam ilia n u clear
de O ccidente, que re su lta pro p icia p a ra el desarrollo del capitalism o, al
peso de los grupos de p arentesco extendido de O riente, que supuestam ente
lo ob staculizan. Y atrib u y e esta p a rtic u la rid ad de E u ro p a a las "religiones
é ticas” (p rim o rd ia lm e n te el cristian ism o "y sobre todo la secta ética y as­
cética del p ro te sta n tism o "), que tie n e n el m é rito de “ro m p e r las cad en as
del g ru p o de p a re n te sc o ” y de in s ta u ra r “u n a co m unidad su p e rio r de fe y
un m odo de vida ético com ún, en co n trap o sició n a la com u n id ad con­
sanguínea”.
E sta tesis h a sido objeto de u n a fuerte crítica p o r p arle de Jack Goody,
q uien p o r el con trario engloba en u n solo co n ju n to las estru c tu ra s de p a ­
rentesco europeas y asiáticas, las cuales p o seen rasgos com unes d eterm i­
n an tes (en co n traste con las african as). De m a n e ra m ás am plia, llam a la
aten ción sobre los riesgos de las presu p o sicio n es que recalcan dem asiado
"la unicidad de O ccidente”, las cuales a c en tú an artificialm ente las diferen­
cias, sobre todo con O riente, y "vuelven prim itivas a las civilizaciones” que
no son europeas. E ric Wolf p ro po ne u n esfu erzo sim ilar au n q u e aún más
am plio: con la in tención de aso ciar a E u ro p a con el resto del m undo en un
destino com ún, engloba a to das las grandes civilizaciones que se observan
en la superficie del m undo hacia 1400 —y h a sta el siglo x v m — en u n m is­
m o concepto (el m odo de p ro d u c c ió n trib u tario ), arg u m e n tan d o que si
bien p re se n ta n infinitas variantes, el núcleo de las relaciones productivas
obliga a identificar en ellas u n a sim ilitu d fu n d am en ta l. A unque m ás ade­
lan te direm os p o r qué esta últim a a rg u m e n tac ió n no es convincente, pa­
rece razo n ab le d a r crédito a las críticas que p o n e n en g u ard ia co n tra los
riesgos de u n a esencialización de la d iferen cia e n tre O ccidente y el resto
del m undo.
Debe recordarse otro aspecto de la ob ra de Max Weber. C ontra las tesis
de que la m odern id ad no pued e su rg ir m ás que de una laicización del pen­
sam iento, él subraya lo que, en la religión, favorece las conductas racio­
nales, y se m u e stra '‘sensible a las p o tencialidades racionalizadoras de las
religiones de la trascendencia" (Phillipe Raynaud). Sobre tales bases, resul­
ta fácil a trib u ir al cristianism o un papel considerable en la form ación de la
racionalidad occidental y en la expansión europea. ¿Max Weber no ve en la no­
vedad radical de la tem poralidad cristiana u na de las claves de la experien­
cia única de O ccidente y de su destino hegem ónico? E n cu an to al análisis
que realizara m etódicam ente Marcel G auchet, éste sitúa en el núcleo de la
d inám ica occidental u n fenóm eno que u bica precisam ente du ran te la Edad
Media: la "liberación de la dinám ica original de la trascendencia” (entenda­
m os po r esto la lógica que sep ara lo h u m an o de lo divino, la naturaleza de
lo so b ren atu ral, lo visible de lo invisible). A hora bien, es precisam ente al
tra b a r estos órdenes de la realid ad que la E n ca rn a ció n señala su distancia
irrem ediable. Y m ien tras que las religiones an terio res se pro p o n ían gober­
n a r el mundo terren al, la centralidad del m ás allá que cara cteriza al cris­
tianism o, pese a los efectos contrario s que induce la institucionalización de
la Iglesia, tiende a lib e ra r parcialm ente al m undo dei peso de la religión y a
prep arar la aceptación y el am o r de ias cosas terrenales. Así, a m edida que el
cristianism o asum e la dinám ica.de la trascen d en cia —a m edida, si se quie­
re, que Dios se re tira del m u n d o — , amplía la posibilidad de una objetiva­
ción y un co n o cim ien to racional de lo real. Finalm ente, la dinám ica de la
trascendencia produce una ruptura entre el ser y el deber-ser, la cual p erm i­
te oponerse al m undo, p a ra enfrentarlo y tran sfo rm arlo . Para Maree] G au­
che!, el cristianism o sería así “la religión del fin de la religión”, y la moder­
nidad no resu lta ría de su. debilitam iento sino de ia rad icalizació n de sus
potencialidades.
Pese a la p rox im idad de algunas de las cuestion es íoi m uladas, no p re ­
tend em o s seguir aquí el filón w eberiano. Ciertamente, no sería im posible
reto m ar algunos aspectos de esos análisis, au n q u e h a b ría que integrarlos
en u n a perspectiva diferente. Así, un a u to r corno M ichael iviann, quien no
reivindica una filiación w eberiana, atribuye ai cristianism o un papel decisi­
vo en ia com prensión de ia dinám ica occidental, y subraya p articu larm en te
sus virtudes pacificadoras y su capacidad para conferir a la cristiandad una
inerte unidad y u na ex trao rd in aria cohesión social, d iferente de la “pacifi­
cación coercitiv a” establecida en la m ayo r p a rte de ias dem ás sociedades.
Con todo, ia perspectiva que aquí se ad o p ta no es ia de una h isto ria (incluso
política) de las religiones, y quisiera evitar en Ja m edida de lo posible to m ar
com o eje del análisis el cristianism o, en cu a n to hecho religioso do tad o de
una esencia in tem p o ral que se reveía m ás o m enos de acu erdo con ias
circunstancias históricas. Aquí no se trata m ás que o.e u n a lorm a particu lar
de cristianism o que se desarrolla en el espacio occidental, con rodas sus evo­
luciones esnectíieas v en c o n trasíe sobre iodo c o r B izancio, donde estas
ucen, donde perdura 1a im bricación de ia Igle-
u m isió n a ia tradición bloquea toda dinám ica
teológica.
E n este sentido, ia especificidad cié la evolución occidental, au n q u e se
Insería en un proceso m ilenario, puede considerarse com o producto de dos
ra p íu ra s decisivas. En prim er lugar, en ia época de Agustín, se da la retun-
dación de un cristianism o que se ordena en torno a una institución eciesiai
desde entonces b ¡ (lo que supone ia necesidad de rehabilitar
parcialm ente cié las actividades terrenales, com enzando por
el m atrim onio, a Ioriza ai hom bre, ap lastad o p o r el peso del
pecado e incapa; salvación sin ia m ediación eclesial). Luego,
en los siglos xi y insum a la separación con Bizancio y queda
ro ta definitivam ente la asociación gem ela de la Iglesia y el Im perio, la cris­
tian d ad latin a se afirm a com o un co n junto c o n tin en ta l dotado de fuerte
cohesión, bajo la dirección de u n a in stitu ció n sacerdotal centralizada y vi­
gorosam ente sacralizad a (lo cual va acom p añ ad o de u n a serie de inversio­
nes de las concepciones iniciales, com enzando p o r la doctrina eucarística, el
cuidado de los difuntos o la sacram entalización del m atrim onio). E n estas
condiciones, aú n sería insuficiente reem plazar al cristianism o, com o objeto
del análisis, p o r las especificidades del cristian ism o occidental. En efecto,
si la noción de religión no es p ertin e n te en la E d ad M edia, sería m ejor ha­
b lar de la cristiandad com o m odelo social ordenado p o r la institución ecle-
sial, cuanto m ás cuanto que el factor dinám ico que hem os advertido es m e­
nos un hecho religioso aislable com o tal que la Iglesia, m ism a, en su doble
acepción de cuerpo social form ado p o r la com unidad de los fieles y de insti­
tución dom inante del feudalism o. Después de todo, h ab ría que ad o p tar una
perspectiva m ás inclusiva y co nsiderar el conjunto del sistem a feudal, en el
seno del cual la Iglesia desem peña u n papel decisivo.
Así, nos alejam os de u n a h isto ria de las religiones y de la insistencia
w eberiana en los factores llam ados religiosos. P or lo tanto, es m ás bien en
la óptica de u n a reflexión sobre la lógica general del feudalism o que plan­
tearé las dos proposiciones siguientes:

• Lejos de las ideas convencionales de e sta n ca m ie n to e inm ovilism o, la


sociedad feudal g enera un crecim iento dem ográfico y productivo de una
am plitud excepcional, el cual no es m ás que u n a de las expresiones de su
carácter dinám ico. E n sentido m ás am plio, es en la dinámica, m ism a del
sistema, feudal donde habría, que buscar las razones de la formación del ca­
pitalism o. Es cierto que el sistem a feudal tiene que disolverse finalm ente
p a ra dar lu g ar a u n a lógica c a p ita lista que le es rad icalm en te contraria.
Pero los elem entos que con d ucen a la afirm ación del capitalism o se des­
arrollan en su seno m ism o, no en su contra, sino com o efecto de su pro­
pia dinám ica. Si bien el capitalism o realiza plenam ente la dom inación del
planeta por Occidente a partir del siglo xtx, es en la existencia del sistema
feudal en donde debe situarse la excepción histórica, de la cual surge la. pri­
mera. dinám ica de Europa y los inicios de su empresa de conquista del
m undo. P or últim o, ei an álisis d eb ería p o n e r en evidencia, en co m p ara­
ción con otros sistem as históricos, la conjunción de un factor dinám ico y
de un prin cip io de e co n o m ía que o p eran en la o rganización de la socie­
dad feudal.
• E n el seno de la d in ám ica feudal, puede atribuirse un papel determ inante
no tanto al cristianism o com o hecho religioso, sino m ás bien al sistem a
eclesial que se coextiende con la sociedad, Al ser a ia vez colum na vertebral
y envoltorio, y p ara decirlo todo, form a m ism a del sistem a feudal, la Igle­
sia es su p rin cip al fuerza m otriz. Es probable que sea en su rigor am biva­
lente, que produce una serie de articulaciones de contrarios, donde haya que
ubicarla fuente de su capacidad dinámica. Allí tam bién, es posible eviden­
ciar, p o r m edio de com paraciones, la conjunción de un factor dinám ico v de
un p rin cip io de econom ía, que o p eran en el sistem a eclesial occidental.

S is te m a f e u d a l versu s ló g ic a im p e r ia l

Precisem os la p rim e ra proposición. N um erosos fenóm enos, com o el creci­


m iento com ercial y urb an o , cuyo desarrollo se considera generalm ente que
o pera contra el feudalism o, son p o r el co n trario com patibles con éste, e in ­
cluso son fruto de su m ism a dinám ica. Según la visión tradicional, desde e]
siglo x i i , los intercam bios, las ciudades y la clase burguesa se afirm an pro­
gresivamente y poseen ya, au n qu e aún en grado m odesto, a m an era de ger­
m en, las m ism as características que se observan en el capitalism o cuando
triunfa en el siglo XIX, p o r no m encio n ar el hecho de que éste poseería, des­
de el siglo xvi, u n a esfera de actividades propia, lim itada aunque ya au tó n o ­
m a. Sin em bargo, resu lta ta n in d isp en sab le com o difícil desligarse de los
efectos de la teleología y re n u n c ia r a u n a visión lineal de los procesos his­
tóricos, según la cual los elem entos constitutivos del capitalism o se lim ita­
rían a crecer cuantitativam ente desde el siglo xn h asta el siglo xix. H abría
que a d m itir m ás bien, que estos elem entos que, tra s u n a serie de tran sfo r­
m aciones cualitativas, contribuyen a un reordenamicnto com pleto de la ló­
gica social y a la destrucción del sistem a feudal se d esarrollaron al p rin c i­
pio conforme a la lógica de ést e. Aun cuando tienen que ver con los negocios
o con la burguesía, durante m ucho tiem po no son, para re to m a r a Eric
B obsbaw m , m ás que "los condim entos de un plato esencialm ente medieval
o feu d al”. Pese a su visibilidad (que a c e n tú a la historiografía por razones
ideológicas), tales elem entos se m antienen en una posición subalterna y po­
seen características y significaciones m uv diferentes de las que ad q u irirán
desde finales del siglo xvm, una vez que la lógica de la m ercancía se co n ­
vierte en ei principio r e d o r de la organización social. El desarrollo de los
in tercam b io s d u ra n te ia (larga) E dad M edia no supone la existencia del
mercado; y lab élites urbanas todavía no están com puestas m ás que por
“hombres de negocio;» le ú d a le s”, muy diferentes de los burgueses moder­
nos. Si bien el capitalism o su p la n ta finalmente al feudalismo, las fuerzas
que le permiten constituirse, una vez reconíigaradas y transformadas cuali­
tativamente, se desarrollaron durante lurgub siglos no contra el sistem a feu­
dal, sino de acuei'dü con la p rop ia dinám ica de éste.
Los . —libios comerciaies no definen al capitalismo, como tampoco
la au la. ^ .d a lis in o . E n casi ludas las sociedades existen intercam-
” 1 ..................... 1" ,r...... .... ■••iCb en ]as principales civili-
el). P or lo tanto, la cuestión
i de O cc
cia el capitalism o (una vez
dudad desaparece, pero la
anteriores; en cuanto a Ja ­
pón, que podría sei la excepción, es tam bién ' ' piedad no occiden-
asiadu del térm ino,
ha en frentado esta
je E uropa la que conquistó
ludes alcanzaron, entre los
a; ables y em prendieron si-
rílima. E ntre ios diferentes
debe ai hecho de que China
mal los costos de m anteni-
ii, los esfuerzos p o r mante-
nc: la au to rid ad c-.il.uu eiau e.-.c-rnitunLes y se cum plían en detrim ento del
espíritu cíe ¡ü p ¡, ariúu. Fue ei contrario. Eu; u p a occidental se constituyo poco
a po^.o como una "c^onom ia-ínundi/', es decip com o un conjunto cuya uní-
10 por ia integración en un
ide que, antes de coübtituir-
mtal era u n a "civilización”
rpligión). Ahora bien, según
in a n a n u c i W aiierstem , ei cap italism o sóio es posible, en eí m arco de una
P s io v ía.c- rigideces conservadoras del siste-
ad op la posiciones pi exim as al señalar que
en C hina ei Im perio lim ita el auge de ios m ercaderes cada vez que éste al­
canza un nivel de d >orlaníe, m ientras que el capita­
lismo "e,'Jgc cierta . .. e e ~ social, así com o cierta neutrali­
dad O debilidad, o
Con base en estas ideas, au n q u e m odificando ciertos elem entos, sería
posible o p o n er la lógica im perial y la dinám ica feudal. M ás allá de la diver­
sidad de sus fo rm as h istó ricas, la lógica im perial se caracteriz a p o r el h e ­
cho de que o rie n ta u n a p a rte con sid erable de las fuerzas sociales h acia el
solo fin de la conservación de u n a u n id ad política. Concebido com o un go­
bierno sin lím ites, el im p erio se identifica idealm ente con la totalid ad del
universo (o, p o r lo m enos, del m undo civilizado, el único que m erece tom ar­
se en cuenta). La expansión territorial, a m anera de conquista m ilitar e im ­
posición de u n a dom inación política m ás o m enos centralizada, es su prim e­
ra m anifestación. Pero ésta siem pre sobrepasa ias posibilidades m ateriales
de unificación y control del im perio, de tal suerte que, p o r los gastos m ili­
tares y adm inistrativos cada vez mayores, agota sus fuerzas al tratar de m ante­
n e r u n a u n id ad incierta y frágil. De m anera paralela, u n a vez bloqueada su
lógica de expansión, no le es posible salvar su ideal m ás que ignorando o al
m enos despreciando cada vez m ás el m undo exterior; ai m ism o tiem po que
acentúa sus tendencias conservadoras. Esta caracterización, bastante som e­
ra, tam bién a b arca ios sistem as trib utarios del m un do indígena am ericano,
donde las estructuras de dom inación m ás desarrolladas adquieren u n a for­
m a im perial, au n q u e de m an era generalm ente m enos firm e (en cam bio, no
concierne a los que se a co stu m b ra llam ar im perios portugués o castellano,
que no lo son según la definición que se propone aquí, en prim er lugar porque
ca.da monarquía europea sabe que está en com petencia con sus rivales cris­
tianas). En sum a, en los im perios, y en menor m edida en los sistem as trib u ta­
rios, ei E stado suele ah o g ar e incluso aplastar a la sociedad.
La situación es totalm ente diferente en el sistem a feudal, donde el E sta­
do no existe y donde a las m o narqu ías les cuesta h a sta esbozar los primeros
linean den ios de éste. Y, sin em bargo, pese a ios viejos y gastados tópicos, de
allí no resu lta n in g u n a “a n a rq u ía feudal'’, sino solam ente una gran ca n ti­
dad de conflictos de lim itad a extensión, que no son los m ás sangrientos. El
sistem a señorial, que se in sta la en este contexto, d e m u e stra ser un orden
social tem iblem ente eficaz. Produce un encuadramiento tan estrecho de los
dom inados, que con razón se le ha llam ado "encelulam iento”, y la presión
que perm ite ejercer sobre los pro du ctores puede m edirse p o r el excepcional
crecim iento de los siglos X I a xm . Casi p o d ríam o s llegar a la conclusión de
que el feudalism o se caracteriza, en ausencia de las estructuras del Estado,
p o r una d o m in ació n social p o d ero sa (pues se b asa en vínculos estrechos
en tre d o m in a n te s y d o m in ad o s y en la co n cen tració n en m anos del señor
del d o in iu iu m , p o d e r "to ta l” que re su lta de la fusión del control sobre las
tierras y sobre los hom b res), pero eq u ilib rad a (las com unidades aldeanas
se organizan y m ejoran su situación) y extraordinariam ente eficaz (de donde
resulta el aum ento dem ográfico y productivo).
Como ya dijim os, E ric W olf ha p rop u esto englobar el feudalism o y las
principales civilizaciones con tem p o rán eas a éste en u n a m ism a noción: el
m odo de p ro d u cció n trib u ta rio , caracterizad o p o r la oposición entre los
productores y los jefes m ilitares o políticos que im ponen un tributo m edian­
te el ejercicio del poder. Sub ray a así u n aspecto com ún entre el m odo de
p rod ucción feudal y lo que se en tien d e generalm ente com o m odo de p ro ­
ducción trib u ta rio (característico , en tre o tras, de las sociedades meso-
am erican as y andinas). E fectivam ente, ta n to en u n caso com o en otro, los
productores (que no son esclavos) no están separados de los m edios de pro­
ducción: au n cuando no debe h ablarse de propiedad plena de éstos, los em ­
plean po r lo m enos parcialm ente según sus costum bres com unitarias y orga­
nizan el trabajo productivo de m a n era m uy independiente de los dom inantes
(la co m u n id ad de los p ro d u cto res, p resen tes en am bos casos, desem peña
u n papel m ás d eterm in an te en el m undo m esoam ericano, m ientras que en
E u ro p a se com b in a con u n a organización que privilegia la explotación fa­
m iliar). Sin em bargo, existe u n a diferencia esencial que se debe al hecho de
que, en u n caso, el p o d e r del E stado, que c a p ta el trib u to , es exterior a las
un idades de producción, m ien tras que, en el otro, los dom inantes se incor­
p o ran a esas u n id ad es colectivas al grado de reiv indicar no solam ente la
extracción del sobretrabajo, sino tam b ién u n control directo del territorio y
u n p o d er de m an d o y de ju stic ia sobre los h om bres. Aun si éstos no inter­
vienen directam en te en la actividad productiva, influyen fuertem ente 'en
ella, río abajo (p o r los efectos de la com plejidad de la ren ta y sus tra n s­
form aciones) y aú n m ás, río a rrib a (pues los d o m inantes —aristocracia e
Iglesia— le dan fo rm a al m arco general en el cual se realiza la producción,
incluso a la m ism a co m u n id ad aldeana). La lógica de estas dos organiza­
ciones resulta ta n diferente que nos obliga a m an ten er una dualidad term i­
nológica: en un caso, el crecim iento del sistem a trib u tario conduce directa­
m ente a la afirm ación de e stru c tu ra s estatales cada vez m ás separadas de
las com unidades productivas y que tien d en hacia la form a im perial, m ien­
tras que el crecim iento feudal refuerza, al m enos al principio, la inscripción
localizada tan to de los dom inados com o de los dom inantes. De esta com pa­
ració n es po sib le c o n c lu ir que el feu d alism o se caracteriza: a) p o r la im ­
p osición de u n a fo rm a de p o d e r sobre los h om bres to talm ente im bricada
con la relació n de p roducción; b) p o r u n a conjunción notable entre u n a
fu e rte d e p e n d e n c ia que se ejerce lo c a lm e n te y u n a a u to o rg a n iz a c ió n de
Jo esencial del p ro ceso productivo p o r p arte de los pro d u cto res m ism os: la
dom inación feudal no se ejerce a través de la producción m ism a sino an te ­
rio r y po sterio rm en te a ésta. Así, se com binan, en el desarrollo de los siglos
xi a xm , la "presió n cad a vez m ayor de los d o m in an tes sobre las fuerzas
p ro d u ctivas” y la v italid ad de las com unidades aldeanas, las cuales refuer­
zan, no sin su frir u n a d om inación “to tal”, su conciencia colectiva y su cohe­
sión p ráctica, se diversifican y sacan p artid o de las m ejoras productivas.
E sta conjunción de u n a fuerte dom inación loca] y un a autoorganización de
los p ro d u cto res, que todavía no están sep arad os de los m edios de p ro d u c ­
ción, es sin du d a u n a de las paradojas m ás activas del sistem a feudal.
Pero aú n falta u n elem ento decisivo, pues el O ccidente m edieval no es
un agregado de "células” señoriales. E n p rim e r lugar, no puede ignorarse la
existencia de p o d eres su pralocales, sobre todo m o nárquicos, aun cuando
éstos constituyan organizaciones débiles o livianas. No obstante, em piezan
a d a r p ru eb as de u na eficacia reforzada en ciertos ám bitos y a beneficiarse
de un g ru po de ad m in istra d o re s m ejo r prep arad o s. A unque están lejos de
hacer que funcione lo que podríam os llam ar u n E stado, p o r lo m enos se es­
fuerzan en h acerlo , ta n to en la p rá c tic a com o m ed ian te la constitución de
u n conjunto de teorías dedicadas a la celebración de los asuntos públicos y
del p o d er soberano. En con traste con la ineficacia de la buro cracia im perial
china, paralizada p o r u n a identidad en el reclutam iento y en sus intereses con
las aristocracias locales, R obert M oore ha pro puesto que se vea, en "la cons­
titución de u n a clase adm inistrativa cuyos m iem bros identificaban sus inte­
reses con los de sus am os y no con los de su fam ilia”, uno de los m otores de
la evolución específica de E u ro p a. E n este proceso, desem peñan un papel
decisivo la fo rm ació n que im p a rte n las universidades, la tran sm isió n co n ­
cen trad a de las herencias, en m enoscabo de los hijos m enores, y sobre todo
—h a b ría que a ñ a d ir— , la concepción de la iglesia com o institución que
hace prevalecer los vínculos de p arentesco espiritual y desconoce al p a re n ­
tesco carnal. E fectivam ente, al leer las observaciones de R obert M oore, no
hab ría que olvidar que esta clase adm inistrativa se com pone esencialm ente,
d u ran te m u ch o tiem p o , de clérigos, y que el p rim e r éxito que h ab ría que
reconocerle es el refo rzam ien to de la in stitu ció n eclesial y de la cen traliza­
ción rom ana.
De hecho, O ccidente es un cuerpo social unificado p rin cipalm ente p o r
la Iglesia. Es a ésta a la que el feudalism o debe, antes que nada, el hecho de no
caracterizarse ú n icam en te p o r la fuerza del arraigo local y el vínculo con la
tierra, sino p o r la articulación de esle po deroso localism o con u n a am plia
u nidad que tiende ai universalism o. Imruaimei W alierstein denom inaba
“civil¡¿ación” a este tipo de cohesión, pero también podem os darle su nom ­
bre propio: cristiandad. El sistem a eclesial aquí dem uestra ser d eterm inan­
te, pues la instalación de la red p a n oquial es a la vez el fundam ento indis-
ra ra la afirmación del p e d e r y u n o de los engranajes
del encclulam iento y de ir t>n social fundada en ei
: los hom bres con ia tierra. li gros m ás excepcionales
c o n sisto en haber podido a rtic u la rla doble dim ensión de 1 sistem a feudal, a
. -...........:aadu en iu: ma e s te c h a m e n te local (y políticam ente fragm enta­
da, como suele decirse) y dotado de unidad continental. E sta dualidad cier-
taujeuic n e hubiera sido posible sin la Iglesia, que no se conform a con ase­
g u ra r ía cohesión dei cuerpo social cristiano v :a unificación —al rítenos
sim bólica— ae Occidente, sino que ¡o condena tam bién a una pretensión
u u h sie u i que c u m io se ejerció; contra los m usulm anes, con las cruzadas y
la R econquista, pusterio; m ente con el sueño de conversión de los mongoles
y filialm ente con eí e l e s e o cíe conuuistar leíanos lerritorios para extender la
fe católica hasta ios lím ites del universo.
Si bien es cierto que la cristiandad n u n ca realizó los ideales de paz de
su dootriine por ¡o líjenos form ó una com unión espiritual con cuya vara
pudo utedii sus conflictos y divisiones. Y si teóricam ente es un espacio de­
b ías, tam bién tiene que hacer el
sita r conjuntam ente sus paríicu-
:.>n buenos ejem plos los cam pos
>;o, una de ias características más
Os E rnaies dei ícau aiisa.o rué sin duda ei haber Dodido conciliar' un arraigo

, ,~w. o
esp alaro n extrema, pero sin ios costos y los lastres que nnpon-
Una vez que al Im perio se Je despoja de toda
a la que asegura ia cohesión, de form a nota-
- tucaz y a nenes ae m edios que podrían considerarse relativam en­
te w- > nucos en térm inos de energías sociales.
S is te m a e c l e s i a l versus ló g i c a d e l o s p a g a n ism o s

En r e l a c i ó n con ia segunda proposición 3/ eí papel del sistem a-eclesial, ap e­


nas se m encio nó ei aspecto p rincipal: ia co nju n ció n de u n a o rg anización
fu ertem en te localizada y u na u n id ad am plia que tien d e al universalism o.
E sto debería b a s ta r p a ra su gerir el vínculo casi indisoluble de las dos p ro ­
posiciones aq u í p lan tead as. Sin em bargo, q u isiera re g re sa r aún a la cu es­
tión del universalism o. A diferencia del ju d aism o —religión del Dios único
reserv ad a p ara d ó jic a m en te p a ra un solo p u eb lo— y del islam —que, a u n ­
que se extienda m ás allá del m u nd o árabe, introduce elem entos que c o n s t i ­
t u y e n obstáculos como ia p r o h i b i c i ó n de traducir ei Corán—, ei sistema eclesial
occidental lleva al universalism o proselitista a su níena m ad u re? Esa idea
va ¡a contiene e> Evangelio (M arco 16, 15: " d ia
B uena Nueva a to d a ía cre a c ió n ”). Durante i de
conversión de ios pueblos avanza hacia eí norte y a; este, y gracias a ia in i­
ciativa de B izancio inclusive hasta los h orizontes rusos. Pero es solam ente
en los siglos xi a xm que se afirm a de m odo decisivo 1a m entalidad m isione­
ra y ei ideai de expansión de la cristiand ad , en estrecha im bricación con ei
reíorzam ien to de ia institución eclesial, la afirm ación del poder pontificio y
eí o rd en am ien to de la sociedad cristiana com o cuerpo hom ogéneo. A m e­
diados del sigio xn, en el sitio m ism o donde san B ernardo lanza el llam ado
a ia segunda a t i z a d a , el tím pano de Vézeiav, extendiendo la órbita de la
m isión de ios apósto les hasta los pueblos legendarios de Asia y de Africa,
oireee ía expresión acabada cié ese ideai m isionero cristiano, cuvo objetivo
es "convertir a la to talid ad de ios pueblos de ia tie rra ” (D om inique Iogna-
Prat). ¿Qué h ubiera sido la conquista de A m érica sin esta ideología univer­
salista? Además, la loca em presa de Colón no soiam em e estaba a l i m e n t a d a
por el deseo de lib erar a jeru salén con ei oro traído de las Indias, sino ta m ­
bién de convertir ai G ran Kan.
El univ ersalism o cristian o produce, sin d u da, figuras tan singulares
com o B artolom é de Las Casas, quien denuncia la ilegitim idad de la conquis­
ta europea y es capaz de reconocer las virtudes civilizadoras de las socieda­
des indígenas m ás ad elantadas. Casi siem pre lo hace, innegablem ente, con
la vara de ios valores cristianos que proyecta sobre el m undo indígena. Y hay
que conceder cierta veracidad a la idea según la cual, en el esfuerzo de (re)co-
nocim iento del otro, el a priori de la igualdad y el am o r p o r el prójim o son
m ás desfavorables aún que el a priori de la superioridad. Tzvetan Todorov
sugiere así que Las Casas a m a a los indígenas, pero los desconoce (pues
niega su diferencia), m ien tras que Cortés los conoce mejor, aunque está le­
jos de am arlos. Sin em bargo, esta constatación tiene sus lím ites, y el propio
Tzvetan Todorov tiene que reconocer que, en ciertos m om entos, Las Casas
llega a relativizar los valores occidentales y a com prender positivam ente las
realidades indígenas, hasta en sus diferencias respecto a su propia experien­
cia. Éste lleva al grado extrem o el am or p or el prójim o y esboza u n reconoci­
m iento de la cultura del otro, pero sin salirse del m arco de u n a cristiandad
que se considera universal y poseedora de valores superiores. Aun habría que
c ita r las obras de Bernardino de Sahagún y de Diego D urán, -donde la em ­
presa de conocim iento del m undo indígena am ericano se realiza de m anera
m ás sistem ática y p rofu nd a, au n q u e está sujeta a u n fin m ás explícito de
conversión total y de aniquilam iento del paganism o. Pese a ciertas m anifes­
taciones am biguas, el universalism o cristiano no lleva a u n reconocim iento
del otro. Como todo universalism o, es u n a universalización de valores par­
ticulares, y com o ya sucede en la cristian dad de los siglos xi a xm, la unifi­
cación m ediante valores que se consideran universales se ve. acom pañada
de u n a lógica de exclusión y de la in stitución de grupos a los que se debe
excluir de la aplicación de los valores universales.
P or lo tanto, es indispensab le asociar universalism o con intolerancia,
sin lo cual la in sistencia en el din am ism o inventivo de O ccidente y en los
éxitos de su racionalidad term in aría por parecerse extrañam ente a la. apolo­
gética de los m isioneros o, p or lo menos, a u na autosatisíacción etnocéntrica.
M arc Augé sugiere que ios politeísm os siem pre han perdido históricam ente
“en razón de su excepcional tolerancia". Piénsese en el G ran K an, quien, a
decir de M arco Polo, adm ite la existencia de cuatro dioses (Jesucristo, ado­
rado p o r ios cristianos, Moisés po r los judíos, Mahoma p o r los m usulm anes
v Sogom om ba-kan p o r los m ongoles) y afirm a: "Yo ho n ro y respeto a ¡os
cuatro e invoco a cualquiera de ellos que en efecto reine en el cielo”. Piénsese
tam bién en M octezum a, quien abre las p uertas de su capital a Cortés y sus
hom bres, los aloja en su sun tuo so palacio, antes de que éstos, violando to­
das las reglas de la hospitalidad, em piecen a destruirlo todo, cegados al ver
tanto oro y tantas riquezas. Apenas llegaron los españoles, M octezum a tam ­
bién aceptó que las im ágenes cristianas o cu paran un sitio ju n to a las de sus
dioses, en la cúspide del Templo M ayor de Tenochtitlan, m ien tras que Cor­
tés y sus hom bres sólo esperaban la ocasión para destru ir los "ídolos” de los
paganos. Así, es posible c o n sid erar la intolerancia com o u n a de las princi­
pales fuentes de la constante victoria histórica del Occidente cristiano sobre
los paganism os. Tal es el rigor am bivalente del universalism o, que no a u ­
m enta el interés p o r el otro —al grado de p erm itir en ocasiones un verdade­
ro esfuerzo intelectual de reconocim iento de la altcridad—, sino p a ra m ejor
dom inarlo y destruirlo. Tal es la fuerza de u n a religión del am o r que sola­
m ente prom ueve la redenció n y la ascensión radical de lo h u m an o hasta lo
divino si están aco m p a ñ a d as de la exclusión de esta p a rte considerable de
la h u m an id a d d e stin a d a a los castigos eternos del infierno. Tal es la d in á ­
mica doble y com plem entaria de la cristiandad y de la institución eclesial que
la gobierna: excesivam ente am ante e intcgradora y, al m ism o tiem po, ex chí­
vente e in to leran te, es decir, finalm ente, c o n q u istad o ra y evangelizadora.
Ahora debem os retom ar, con fines com parativos, los otros aspectos del
rigor am bivalente del sistem a eclesial. Ya h em os observado la conjunción
de u n tiem po que se repite y u n a visión histórica lineal y orientada. Sin este
tiem po lineal que se esboza en la E dad M edia bajo la form a de la h isto ria
santa y la escatología, probablem ente sería im posible co m p ren d er la form a­
ción de la tem p o ralid ad p lenam ente h istórica que se asum ió en el siglo de
las Luces, co m e n za n d o p o r la noción m ism a de h isto ria que en u n p rim e r
m om ento no p arece ser m ás que u n a transpo sición profana de la Providen­
cia. Sin em bargo, ad m itam os tam bién que la concep ción m edieval aún no
tiene nada que ver con este tiem po, puesto que debe transigir con un régimen
de repetición donde es difícil que la lin ealidad in sc rib a sus consecuencias
en el devenir terrena] de los hom bres. El co n traste con los paganism os, so­
m etidos a u n tiem po que re to m a o que no avanza sino en espiral, no puede
ser p o r lo ta n to absoluto, p ero la diferencia no deja de ser m enos notable.
Exam inem os la com paración en tre las actitudes de M octezum a y de Cortés
que propone Tzvetan Todorov. Según él, en un m undo de la tradición, donde
es im posible p en sar un suceso que sea nuevo, M octezum a y su corte no pue­
den in terp retar la llegada de los españoles sino com o una form a de retorno,
como el cum plim iento de u n a profecía, es decir, com o un suceso ya conoci­
do, lo que explica la confusión inicial que hace que a Cortés y a sus hom bres
se los reciba com o a enviados cuya llegada se esp eraba desde hacía m ucho
tiem po. De allí p ro ced ería u n desequilibrio en la cap acidad de in te rc o m u ­
nicación h u m an a: m ien tras que el th to a m m exica es incapaz de em ú ir los
m ensajes apropiados para un presente inédito, Cortés dem uestra excepciona­
les cualidades de flexibilidad e im provisación, y reivindica un a rte de la
adaptación que perm ite a c tu a r en situaciones imprevistas.
Sin em bargo, h a b ría que m a tiz a r este análisis, pues es pro b ab le que
este con traste en tre co n qu istado res e indígenas sea, al m enos en parte, un
electo de las intenciones con que se red actaro n los textos de ia época colo­
nial (que pur supuesto tratab an de ju stificar la C onquista, en p a rticu la r al
inscribir la llegada de los cristianos en el horizonte de espera de las civiliza­
ciones am ericanas). Además, el análisis de Todorov al p arecer reproduce la
oposición vvcberiana entre el “c o m p o rtam ien to tradicional", que se refiere
ibilidades de innovación y adaptación, y “la acción
un fin”, enteram ente sujeta a la exigencia de eíica-
1 objetivo definido. A luna bien, los cristianos sue-
ercanac a ias de M octezum a, em pezando por Colón
mi.->¡no, quien "= 'n cepaz de eoncebii una diferencia entre su experiencia y
;om o ya vim os— de p ro h ib ir que sus com pañeros
~ i. isla. ¿Cómo oxpiioai eitUmces la diferencia tan evi-
ucine ei.tic Coioi! y coi tés, ah o ra que va descartam o s la vieja oposición
entre Ju m edieval y le ren acen tista? P ara e m p e z a r podem os invocar una
diierencia coyuntura!. Colón se en frenta a u n a situación com pletam ente
nueva; y, en e¿te sentido, s~ -- : .entra en u n a posición com parable a 1a de
Moctezuma. En canil)io, C r z'- --e beneficia del cuarto de siglo de experien­
cia que el viaje del genove^ „,a inaugurado; y si bien el descubrimiento
del Im perio niexica obliga a enfrentarse a u n a realidad nueva, por !o menos
se pudo p ro p a la r gracias al conocim iento que yra se había adquirido de las
poblaciones indígenas. Corte la en una posición em inentem ente ía-
vojabie p ara d esarro llar su ¡ de la ad ap ta ció n v de la im provisa­
ción”, desde el m om calo en _._>.e la iniciativa en un pi oyecto ofensivo
que él misme; ha eiupi elidido. Sabe bien adonde va (o por io m enos >o que
quiere), m ien tras que M octezum a, quien ignora incluso de dónde vienen
visitantes, se en cuentra a ia defensiva y som etido al tem ible efecto de la
sorpiesa (de hecho, u n a vez que se desata ia violencia conquistadora de los
españoíes, ios m exicas no ta rd an m ucho en darse cuenta de su e rro r ini­
cial ¡. Pero pro b ab lem en te hay m ás en todo esto, y' 1a distancia que aquí
sim bolizan Colón y Cortés es tam bién una expresión del rigor am bivalente
de 1a cristiandad. En electo, ésta llega a p ro d u c ir actitudes tan contrastan­
tes com o ¡as que se le atribuye, p o r u n a parte, a! descubridor de las islas y
p o r otra, ai conq u istad or de Tenochtitlán. Las circunstancias sin duda con­
tribuyen a ello, pero esta m ism a plasticidad de ias respuestas no es posible
m ás que en razón de las am bivalencias constitutivas del sistem a occidental,
en este caso de la dualidad entre un tiem po de la repetición que encierra la
espera en la experiencia y un tiem po lineal que afloja un poco el dom inio
que ejerce el prim ero. El hecho de que exista, en el seno de un tiem po and-
histórico, pero ya m in ad o p o r la. h istoria, u n a tu e rz a de d esp ren d im ien to
potencial con respecto a la tradición, sin duda contribuye pro fu n d am en te a
la dinám ica occidental.
E n c o n tra m o s u n a am bivalencia co m p arab le en io que concierne a las
relaciones e n tre la n atu ra le z a y io so b re n a tu ra l. En ias sociedades m a rc a ­
das por el politeísm o, el hom bre se concibe com o p arte de un universo do n ­
de se confunden la n aturaleza v io s o b r e n a t u r a l . La natu raleza se reviste de
una difusa sacralidad, com o dan testim o n io de eiio, p o r ejem plo, el culto a
Jos árboles en el paganism o germ ánico o ia im po rtancia, en ci m undo meso-
am erican o, ele ios cerros, a ia vez depósitos de agua, de sem illas vegetales
v de seres por venir, m undo de los m uertos y m o rad a de ias divinidades de
las que depende ei buen desarrollo del ciclo agrario. Lo-: hom bres m ism os
son p aite dei m u n d o n atural, io que m alea con toda ciarldad la concepción
que se tiene cíe ios nahuaies (llam ados ¿mis entre, ios tzelíaies), dobles a n i­
m ales pero tam b ién lenom enos aim o sléricos com í; oí relám pago o el vien­
to, ios cuales están presentes sim uH aneam enie en ¡a persona y en el m undo
exterior. No obstante, es im posible opo n er radicalm ente estas concepciones
a las del O ccidente m edieval, d onde p red o m in a una concepción sim bólica
de ia n atu raleza, co n sid e ra d a desde A gustín com o un universo oe signos,
en ei cual ei n o m o re oebe d e s d irá ;' ia expresión de ia voluntad divina. La
naturaleza es Dios: y cada ¡ u s a rá s ia creación, siem pre que se dea" ap ro p ia­
damente:, es una o p o rtu n id ad para a la b ar ai Creación tas! sucede en el. caso
de san Francisco y tam bién de P etrarca ouien, a; llegar a ia cim a del m onte
vem oun, re m e m o ra a é a u s trn i. P o r ¡o m m o, ia nadu-aieza no se disocia
de io so b re n a tu ra l, sim: une, por e: contrario, te en cu en tra im pregnada de
éste. Cor? iotioy io que se m s u i u v a e n e a aminas an tes aue una verdadera
presencia c e m e n ta , es una relación d a m a l q u e Oq; ; el signo- con ia 'verdad
slgnibeada Pon otro- ham, s: ¡yen comnano reconocer q ie Dios está en todas
parles, ia igiesia se emnefia en comeen mar ¡o sagrado en lugares específicos
■: principalm ente en edií icios). en 'los a , oí (lugares oe peregrinación, san tu a ­
rios/ t..- en ios tocod. es decir, re, relicarios donan -te establece tan; relación
nnivnegíaas v activa en tre loa-, d em o res v Dios' niean-Ca.iu.de Schm iiO. De
ald resulta una dinám ica ce reisbya oesim rineacibn de la naiuraieza y io
sobrenatural, que iibera ¡-tara ésta en espacio de autonomía., aunque su po­
sición no deja de ser inferior y de estar soleta e ia potencia divina.
El doble dssiancta.m iem o de la n atu raleza y lo sob ren atu ral, asi com o
oei hom b re y ia n a iu ra ie z a, suele c o n sid erarse com o una de ias co n d icio ­
nes dei desarrollo de O ccidente, najo la ¡orina ciei conocim iento racional
del m undo y su apropiación p a ra transform arlo. Una actitud así ciertamente
no se da en las sociedades politeístas o anim istas, que, si bien se dedican en
la p ráctica a tra n sfo rm a r la natu raleza, incluso a m ejo ra r las técnicas que
sirven p ara dom inarla, p o r lo general se abstienen de pensarlas como tales.
En la G recia antigua, la ag ricu ltu ra no es u n a acción que se ejerza sobre la
n atu raleza, con la in ten ció n de tra n sfo rm arla, sino u n a actitud virtuosa y
piadosa: “E sta tran sfo rm ació n, au n cuando fuera posible, constituiría una
iniquidad. La lab ran za es u n a p a rtic ip a ció n en un orden su p erio r al hom ­
bre, a la vez natural y divino” (Jean-Pierre Vernant). Como en m uchas de las
sociedades llam adas prim itiv as, la la b ra n z a se considera u n intercam bio
con los dioses y los m uertos. Asim ismo, en las cu lturas indígenas am erica­
nas, el ho m bre no cosecha lo que h a sem brado, sino lo que la divinidad le
otorga, a cam bio de las ofrend as y los sacrificios que se le ofrecieron (Na-
th a n W achtel). La cosecha no es, p o r lo tanto, efecto del “trabajo” realizado
p o r el agricultor, sino de la relación que m an tien e con los dioses. La activi­
dad del hom bre no es en sí m ism a productiva, sino únicam ente como plega­
ria y com o hom enaje. Tam poco en este caso sería posible oponer diam e­
tralm e n te las concepciones m edievales am bivalentes y las que acabam os
de m encionar. P ara em pezar, en la E d ad M edia no deja de buscarse cómo
asegurar la benevolencia de ¡as potencias (sobre)naíurales p o r todos los m e­
dios posibles, desde las diversas p rácticas ap o tropaicas y rituales campesi­
nos de fertilidad (que la Iglesia rechaza en gran parte como "supersticiones”)
h a sta las p rocesiones y b en dicio nes eclesiásticas que im ploran de Dios la
regulación de las fuerzas útiles o nefastas para los cultivos. Pero, sobre todo,
pese al proceso de re h a b ilita c ió n de ciertas actividades de ¡os laboratores,
no existe en la E dad M edia u n a noción que pued a co m pararse con el con­
cepto m oderno de trabajo. La actividad productiva sigue siendo indisocia-
ble de las consideraciones m orales, com enzando p o r el hecho de que es una
p e n a y un castigo p o r el pecado original. Sin em bargo, es en este contexto
que la concepción p en iten cial de la labor, a la vez devaluada y necesaria,
hum illante y ocasión de salvación, puede, ju n to con la percepción de una
natu raleza en vías de desacraíizació n y que Dios pone a disposición dej
hom bre, favorecer la b úsqueda de u n m ejoram iento de las capacidades pro­
ductivas y p red isp o n er a u n a relación con la n atu raleza que reivindique su
dom inación y su transform ación.
Las concepciones de la p erso n a h u m a n a están ligadas parcialm ente a
las de la naturaleza. En los diferentes paganism os, “toda individualidad no es
m ás que la reu n ió n efím era de distin tos principios con orígenes diversos ,
de tal su erte q u e p red o m in a el "cai'ácter h etero g én eo de la perso n alid ad
h u m a n a ” (Marc. Augé). Tal es el caso de la persona mesoamericana, en quien
se co m b in an diferentes com ponentes aním icos, en tre los cuales figura cier­
to n ú m ero de nahuales (o labs) que varía según los individuos e incluso se­
gún las etap as de la vida. P o r el contrario, en el sistem a cristiano prevalece
u n a unificación de la perso n a, concebida com o la necesaria conjunción de
un cuerpo y un alm a, am bos singulares, p ues las alm as se van creando es­
pecialm ente d u ran te la concepción de cada ser, au n q u e todas igualm ente a
im agen y sem ejanza de Dios. M ientras que la concepción p ag an a de la per­
sona, al p la n te a r tras'la m u erte u na desintegración de los com ponentes que
form an al individuo, o p o r lo m enos u n a visión im personal de la in m o rtali­
dad, se asocia con una am plia índiferenciacíón del m undo de los m uertos y
con el débil in te ré s p o r el otro m un do , la c o n tin u id ad de la p erso n a m ás
allá de la m u e rte es indisp en sab le en el sistem a cristian o donde la p reo cu ­
pación p o r la salvación p ersonal es aplastante. Pero incluso la im portancia
que adquieren las recom pensas y los castigos del otro m undo en el sistem a
eclesial m edieval es am bivalente. E l m ás allá es, en p rim e r lugar, la p e rs­
pectiva últim a de u n universo som etido a las du alidades m orales del bien y
del mal, del pecado y la virtud, y el fu n d am en to de la posición dom in an te
que la in stitu ció n eclesial alcanza, pues sólo en sus m anos se en cu e n tra n
exclusivam ente los m edios de salvación. El m ás allá es, p o r lo tan to , el
m undo ideal en cuyo n o m bre la Iglesia o rd en a el m u n d o terrenal, controla
las conciencias y refo rm a las conductas. Al m ism o tiem po, su creciente im ­
p o rtan cia ind ica u n a distan cia irrem ediable entre el desorden del m undo y
la ab so lu ta Ju stic ia de Dios. Es la m u e stra de que dich a ju sticia falta aquí
abajo y no puede realizarse p len am en te sino en el m ás allá. La insistencia
en los castigos del infierno y la om nipresencia del mal, que se convierte en
obsesiva durante los siglos xvj y xvn, es m u estra de que el m u n d o rehúsa
sujetarse a las n orm as instituidas por la Iglesia. En este sentido, la inversión
en el m ás allá es a la vez un instrum ento de poder que perm ite a la Iglesia
go b ern ar a ios hom bres en el m un do terren al en nom bre del Altísimo y la
m arca de u n a lógica de la trascend en cia p o r la cual lo divino tiende a re ti­
rarse del m u n d o .
Además, las concepciones paganas de la persona indican que prevalecen
una relació n recíp ro ca con el m u n d o y un destin o co m p artid o con otros
seres (com o da testim o n io de ello, en las concepciones de los antiguos na-
huas, el ciclo de la reutilización de los componen les aním icos, tras la desin­
tegración de c a d a co nfiguración individual), m ie n tra s que, en las eoncep-
ciones cristianas, esta interacción con ei am biente y con ei grupo se eclipsa
en favor de un vínculo privilegiado entre el individuo y Dios. Aquí tocam os
uno de los m eollos prin cipales del rigoi am bivalente del sistem a eclesial.
Eli efecto, la articulación de lo espiritual y lo carnal perm ite escapar a la vez
al rechazo radical dei m undo y de las instituciones y a la aceptación pasiva
de la realidad lal com o es. Entre am bas posturas, la ñgura clave de la esplri-
Uuilizuciúi! d e tu c a r n a l da lugar a u n a serie de fenóm enos contradictorios.
Poj una pane,, perm ite asu m ii m ás am pliam ente las realidades m ateriales,
de lo cuai un sín to m a p aten te es la capacidad de observar ia n atu ralez a y
ios cu erpos y de expresarlos: elásticam en te. Al lirismo tiem po, el hecho de
asum íj el m undo añado de an a tendencia a superarlo, y am bas
acciones p ueden para h acer que surja una lógica de transfor­
m ación d e ía leaíiu ac. a s í , i a supes posición jerárquica dei parentesco espi­
ritual sobi e ei parciiicsco carnal parece ten er com o efecto la reducción del
papel de ias solidaridades fam üiaies y de ios gi upos de parentesco, m ás fin
me d en tro de la o: tam ización de las sociedades an teriores o concurrentes.
El parentesco espiritual resulta ser u na palanca poderosa que perm ite m a­
nipula! las regias que n o rm an ia rep ro d u cció n social. La Iglesia m edieval
urnía eí parentesco y,
s m ás favorables a la
rr, em prende ia tran-
?.au-Jalaben): lógica
u ni versan d a d ,. antes
n to del arraigo local
idalism o p o r u n a ló-
íiiio (lo que ia Iglesia
que m ina ei tiem po

LÍL O c C ID E N T t Y SUS OTROS: o NA OPOSICIÓN DiSIM ETRJCA

lin ó cnulism o e intolerancia, tiem po linea el peso de la tra ­


dición, ¿is ame lam iente de ia naturaleza y trabajo como pe-
ni¡.encía, i u d i \ l u n a c i ó n y unificación de Ja persona a sem ejanza de Dios son
aigunas d e Jas p rin cip ales sin gu larid ad es del sistem a occidental cuando
éste em prende la co nquista dei hem isferio am ericano. Sin em bargo, hay que
su b ray ar n u evam ente que ios p rincipio s de ia m odernidad aún están lejos
de h ab erse co n stitu id o plenam ente. Si bien parece difícil p e n sa r la lib era­
ción del h orizonte de espera sin el ejercicio, d u ran te m uchos siglos, de la li-
n ealid ad del tiem p o cristiano, y si bien la escatología an u n cia todas las es­
peranzas de u n m u nd o m ejor garantizado po r la ineluctabilidad del progreso,
la ru p tu ra que tiene com o resu ltad o la concepción m o d ern a de la historia
no se p ro d u ce antes de la segunda m itad del siglo xvm. Asimismo, si la p ro ­
gresiva d esintrincación de la n aturaleza y lo so brenatural, así com o la sepa­
ración je rá rq u ic a en tre el h o m b re y el m undo n atu ral, prefiguran la visión
m o d ern a del co nocim iento racional y del dom inio in stru m en tal de la n a tu ­
raleza, el O ccidente m edieval se halla lejos todavía de sem ejantes prácticas,
au n qu e sólo sea p o rq u e ig n o ra u n a concepción del trab ajo d esem b arazad a
de todo im perativo m oral y libre de toda tran sacció n con las ñierzas so bre­
n atu rales. A dem ás, au n q u e puede alabarse el desarrollo escolástico de las
técnicas de ra z o n a m ie n to y los procedim ientos argum entativos, conviene
m an ten er u n a distinción firm e entre el racionalism o parcial, que se practica
en la E d ad M edia com o en m u chas otras sociedades tradicionales, y el ra ­
cionalism o m o d ern o (el p rim ero, "form a aplicada sim plem ente a la organi­
zación de sistem as parciales que se aíslan con exactitud", contiene en sí "la
necesidad ab so lu ta de ch o car con un lím ite o con u n a b arre ra de irracionali­
dad ”, sin que ah í surja "el m ás m ínim o problem a m etodológico para el siste­
m a racio n al m ism o, p u esto que es u n m edio p a ra alcan zar un objetivo no
racio n al”, m ien tras que el segundo "reivindica el hecho de h ab er descubier­
to el principio del vínculo en tre todos los fenóm enos" y “representa el m éto­
do universal p a ra el conocim iento del conjunto del ser”; Georg Lukács). Asi­
m ism o, si la igualdad form al que instituye la burguesía revolucionaria como
regla constitucional tiene u n antecedente en el sistem a cristiano, que procla­
m a la igualdad ante Dios y la fraternid ad generalizada de todos los b a u tiza ­
dos, estos valores asum en aquí u n sentido totalm ente diferente, puesto que se
establecen solam ente en el ord en de lo espiritual y en éste se com binan con
jerarq u ías terrenales instituidas com o tales. P or últim o, la representación en
perspectiva prefigura, con dos siglos de anticipación, la concepción de un es­
pacio co n tin u o y hom ogéneo, que es m uy congruente con la afirm ación del
M ercado y el triu n fo de la racio n alid ad capitalista. Y, sin em bargo, debe
co n sid erarse an te s que n a d a com o resu ltad o del proceso de espiritu aliza­
ción de lo c a m al, que ca ra c teriz a la dinám ica del feudalism o, y com o ex­
presión de la lógica que im p u lsa a la Iglesia feudal a hacerse cargo del m u n ­
do m aterial, siem pre y cuando el respeto de su pro p ia dom inación garantice
su correcto d escifram ien to y p e rm ita verlo en u n a perspectiva espiritual.
E n sum a, el sistem a eclesial m edieval no se opone diam etralm ente a los
paganism os que en cu en tra en su em presa expansionista (no es posible lim i­
tarse a o po ner el tiem po lineal de uno con el tiem po cíclico de los otros, ni
tam poco, p o r ejemplo, la fam ilia estrecha y el m onoteísm o de los occidenta­
les con el parentesco extenso y el politeísm o de los otros). Se tra ta m ás bien
de pen sar su confrontación com o una serie de oposiciones disim étricas (que
p o d rían expresarse con la fórm ula: + vs. +/-; m ien tras que u n a oposición
diam etral sería sim plem ente: + vs. -). De este m odo, espero ap artarm e por
lo m enos en p arte de los peligros de u n a esencialización y u n a exageración
de la dualidad entre E u ro p a y sus otros, no sin aclarar que existe cierto in­
conveniente en llevar dem asiado lejos el esfuerzo inverso de aproxim arlos:
correríam os el riesgo en to nces de no p o d er explicar la co n quista europea
del m u n d o m ás que en fun ción de u na constelación de factores accid en ta­
les y aleatorios. Es p o r ello que, al identificar oposiciones disim étricas y no
diam etrales, se p reten d e in sistir en el rig o r am bivalente del sistem a ecle­
sial, el cual, en su em presa expansionista, parece sacar provecho a la vez de
los aspectos que lo asem ejan a sus adversarios y de las diferencias que le per­
m iten triu n fa r sobre ellos.
Así, sería dem asiado ta ja n te o po ner un a concepción cristiana de la en ­
ferm edad, que b u sca su causa en el pecado com o falta interior, y u n a con­
cepción pagana, que la atribu ye a u n a fuerza exterior al individuo. El rigor
am bivalente del sistem a eclesial hace que siem pre existan, en las épocas
que aquí se co nsideran, dos explicaciones posibles: la falta que el enferm o
com etió o la intervención externa del diablo (por no m encionar algún m ale­
ficio lanzado p o r un h echicero). H ay quien h a señalado "la ventaja” de la
in terp retación pagana, que le evita a la conciencia el peso de u n a culpabili­
dad que a veces deriva en delirios m elancólicos de a u to acu sació n (Marc
Augé). Pero es posible lleg ar a u n a evaluación diferente si nos situam os en
u n plano m ás general, y sobre todo si se to m an com o referencia las princi­
pales civilizaciones ind íg en as am ericanas. Allí, la vara que perm ite m edir
conjuntam ente la deuda con los dioses y el poder de los gobernantes es aplas­
tante: es la inm en sid ad de las pirám ides, recordatorio de u n a ávida exigen­
cia sacrificial, in disp en sab le p a ra aseg u rar la p erp etu ació n de u n m undo
que se considera frágil, al b orde de la catástrofe. E n com paración, la m isa
cristiana, acto real y socialm ente d eterm inante aunque sacrificio simbólico
(pese a la d o ctrin a de la p resen cia real), produce un aligeram iento tenden-
cial de la d euda h u m an a, que se resuelve principalm ente bajo la form a del
pecado. Es imposible, sin duda, reducir éste a un sentim iento interior de cul-
pabilidad, p u es se m anifiesta tam b ién m ediante n um erosos actos de p e n i­
tencia y p o r m edio del flujo m asivo de dones que convergen en. la Iglesia. La
figura del h o m b re pecador, som etido al juicio de Dios, es el p u n to donde se
tra b an el p o d er m aterial y el p oder espiritual de la institución eclesial. El sa­
crificio del dios está lejos de aniquilar la deuda h u m ana, que se paga e n to n ­
ces con el dom inio de la Iglesia, el cual puede calificarse de absoluto, aunque
no esté desprovisto de contradicciones ni de lim itaciones. Sin em bargo, es
grande la diferencia con la econom ía sacrificial del m undo indígena a m eri­
cano: la consum ación de los bienes sigue siendo lim itada, pues au n q u e las
riquezas convergen en la Iglesia, no se su straen de su uso social (incluso la
co n stru cció n de catedrales d esm esu rad as es u n a co n trib u ció n al d in a m is­
m o de las econom ías urbanas). E n cuanto a las energías penitenciales, éstas
acab an a veces en m ortificaciones, pero tam bién se canalizan con frecu en ­
cia h acía actividades p rácticas, desde la copia m o nástica de los m a n u sc ri­
tos, co n sid erad a com o u n a p enitencia, hasta el trab a jo m anual de los cis-
tercienses. Q ueda la p a rte de la deuda que cristaliza com o sen tim ien to de
culpabilidad. É ste es el som brío espejo que Dios le tiende al individuo para
invitarlo a to m a r conciencia de sí y a pu rificarse en aras de la salvación.
Pero el p erd ó n que ab re la p u e rta del cielo tiene u n precio; se in terc am b ia
en la confesión p o r el recon ocim ien to del p o d e r de ia in stitu c ió n eclesial,
p o r lo m enos h asta el m om ento en que la doctrina de la predestinación pone
fin a to d a m ediación clerical.

E n resum en, es posible ad m itir la conjunción de u n doble carácter din ám i­


co y u n doble p rin cip io de econom ía. E n p rim e r lugar, el sistem a feudal
im pone u n a d o m inación local pesada y casi “to ta l’', pero eq u ilib rad a y ex­
trao rd in a riam en te eficaz, m ientras que su asociación con el sistem a eclesial
le confiere u n a am p lia u n id ad espacial y u n a coherencia que le perm ite lan­
zarse a u n a din ám ica expansiva, sin tener p o r ello que so p o rtar los cost os y
contragolpes asociados con las form aciones im periales. E n segundo lugar,
el sistem a eclesial m ism o posee u n poderoso c arácter dinám ico, uno de cu ­
yos m uelles se u b ica en las diversas figuras de su rig o r am bivalente, que lo
distingue rad icalm en te de los sistem as politeístas a los que, sin em bargo, se
parece en ciertos aspectos. Y si bien se caracteriza p o r la dom inación de una
institución tem iblem ente om nipresente, ésta se revela com o u n a institución
"económ ica”, en el sentido de que no sustrae casi ninguno de los bienes que
pueden servir a los h om bres y, po r el contrario, tiende a cristalizar las ener­
gías necesarias p a ra prod ucirlo s. F inalm en te, si E u ro p a se lanza al asalto
del m undo desde el siglo xvi, no es porque h ubiera inventado el capitalism o,
sino m ás bien p orque inventó el feudalism o. La co n q u ista de A m érica es
resultado de la dinám ica feudal, aunque, cuando aquélla se produce, el feu­
dalism o ha agotado lo esencial de su dinám ica. A p a rtir de entonces, está a
la defensiva, sin d ejar p o r ello de im p o n er su lógica d o m in an te. Pero aún
no ha llegado el m om ento de u n a reconfiguración general del orden social,
única que perm itirá a los elem entos cuyo crecim iento ha suscitado el feuda­
lism o, en su seno m ism o, a d q u irir un sentido nuevo. Es en estos térm inos
que puede ad m itirse a la vez que el feudalism o (cuya cohesión y din am is­
m o en lo esencial se debe al sistem a eclesial) co n stituye u n a fuente olvi­
dada de la especificidad de O ccidente y de su destino hegem ónico, y que la
E dad M edia es n u estro antim und o , ese universo an te rio r a la m odernidad,
la m ercancía y la racio n alid ad plena, cuya co m p ren sió n nos obliga a un
esfuerzo inacabable p a ra desp ren d ern os de n u estra s categorías y nuestras
evidencias.
E n el m om ento de d ejar que el Occidente m edieval term ine en las ribe­
ras am ericanas, m e g u staría c o n ju ra r u n ú ltim o peligro. A reserva de caer
en la cu lp ab ilid ad poscolonial, es poco frecu en te en efecto que ia evoca­
ción de las causas de la C onquista y, de m anera m ás general, de la hegem o­
nía de Occidente no escape a la celebración de éste o al m enos al reconoci­
miento de una superioridad que no sería solam ente de fa d o (Tzvetan Todorov
no se libra de esta tendencia, puesto que asocia la dom inación de O cciden­
te con su capacidad superior para la com unicación h u m an a y la com pren­
sión del otro). Asimismo, es difícil no a trib u ir al rigor am bivalente del siste­
m a eclesial el m érito de prefigurar ciertos valores del m undo m oderno. Por
elio, resu lta m uy ú til re c u rrir al sólido escudo que W alter B enjam ín alza
co n tra sem ejantes peligros cu an d o en u n cia esta in fran q u eab le co n trad ic­
ción: ‘rio exisLe ningún docum ento de cu ltu ra que no sea tam bién docum en­
to de b a rb a rie ”. Si (hasta nuestros días) todo acto de civilización puede m e­
dirse en función de las relaciones de dom inación que presupone, los juicios
de valor en m ateria de co m p aratism o tie n en que susp en d erse en favor de
los equilibrios vacilantes de la am bivalencia. Los co n q u istadores y los m i­
sioneros llegan al Nuevo M undo cargados de contradicciones a la vez crea­
tivas y destructivas. Su m u n d o es aquél donde se im pone la obediencia a
las no rm as h ered ad as y donde, sin em bargo, se cuela la posibilidad de ac­
tu a r sobre ellas; aquél donde la sum isió n a las obligaciones co m u n itarias
no im pide la liberación in terio r del individuo; aquél donde el ritualism o de
los gestos litúrgicos o casi m ágicos corre paralelo a la form ación de u n a im-
pre sio n a n te casu ística psicológica in d u cid a p o r la lu cha co n tra el pecado.
A co nquistadores y m isioneros los anim a p o r igual el vil incentivo del oro v
la sublim e b ú sq u e d a del p araíso terren al, los cuales a veces se confunden.
El universalism o cristiano del que son la expresión esboza p o r p rim era vez
la u n id a d de la h u m an id a d , au n q u e al m ism o tiem po conlleva la m ás b ru ­
tal negación del otro. E n sus carabelas, v iajan ju n to s el am o r p o r el p ró ji­
m o y u n a salvaje in to leran cia, la esp eran za de la ra zó n y la am en aza de la
b arbarie.
BIBLIOGRAFÍA

La bibliografía que se presenta a continuación es m uy reducida. Se concentra


en los trabajos m ás utilizados y en las obras a las que se puede acceder fácil­
mente. E n éstos se podrán encontrar referencias bibliográficas m ás completas.

S e l e c c ió n d e o b r a s g e n e r a l e s s o b r e la E dad M e d ia

P ara em pezar, dos clásicos indispensables: M arc Bloch, La sociedad feudal


(1939-1940), Akal, M adrid, 1986, y Jacques Le Goff, La civilización del Occi­
dente m edieval (1964), Paidós, B arcelona, 1999. O tras o b ras im p o rtan tes
sirvieron com o guías p a ra el p resen te libro: Alain G uerreau, El feudalismo.
Un horizonte teórico (1980), Crítica, B arcelona, 1984, y L ’avenir d ’un passé
incertain. Quelle histoire du Moyen Age au XXI* siécle?, Seuil, París, 2001; así
com o R obert Fossier, La Edad Media, B arcelona, 1988, 3 vols., y La sociedad
medieval, B arcelona, 1996. Dos in strum en tos de trabajo m uv útiles: Jacques
Le Goff y Jean-C laude S ch m itt (eds.). Diccionario razonado del Occidente
medieval, Akal, M adrid, 2003 (abreviatura: DROM), y Fierre B onnassie, Voca­
bulario básico de la historia medieval, Crítica, B arcelona, 1983. Tam bién son
útiles: R ob erto S. López, E l nacim iento de Europa, Labor, B arcelona-M a­
drid, 1965, y P erry A nderson, Transiciones de la Antigüedad al feudalism o,
Siglo XXI, M éxico, 1979. Una introducción clara (pero parcial, pues ignora
el papel de la Iglesia): Julio Valdeón, E l feudalismo, H istoria 16, Madrid, 1999.
P ara el m arco cronológico: Ja n D hondt, La alta E dad Media, Siglo XXI,
México, 1971, y Jacq u es Le Goff, La baja Edad. Media, Siglo XXI, México,
1971. H ay que to m a r en c u e n ta a h o ra la síntesis m uv innovadora de Joseph
M orsel, L ’aristocratic médiévale. La dom inarían sociale en O ccident (V-xv*
siécle), París, A. Colin, 2004 (la cual ofrece u n a visión general de las evolu­
ciones sociales d u ran te el m ilenio m edieval).
R e fe re n c ia s e s p e c íf ic a s p a ra c a d a c a p ítu lo

Introducción

La co n strucción de la E dad M edia p o r la Ilu strac ió n y la "doble fractu ra


conceptual" ciue ésta provoca las a n aliza A. G uerrean, L’avcnir d ’un passé
incerlain, op. cil., y "Fief, féodalilé, féodalism e. Enjeux sociaux et réflexion
historienne”, Anuales ESC, 1990, 1, pp. 137-166. Sobre la valorización ro ­
m án tica de la Edad M edia, véase M ichael Lóvvy y R obert Sayre, Révohe et
inélancolie. Le romaniLsiuc á contre-cuurant ¿le la m odernilé, Pavot, París,
i 992. De la am p lísim a bibliografía sobre la C onquista de A m érica, sólo se
m enciona a E d m u n d o O'Gorman, La invención de América. E l universa­
lismo de la cultura de Occidcmc, f c e , México, 1958; Fierre Cliaunu, Conquista
y explotación de los nuevos m undos (siglo x n ) , Labor, Barcelona, 1984; Ma-
rianne Malin-Lot, La découverle de l ’Ainérique, F lam m arion, París, 1970;
Tzvetan Todorov, La conquista de América. E l problema del otro, Siglo XXI,
México, 1987; Juan Gil, M itos y utopías del Descubrimiento, Alianza, Madrid,
1989; B crn ard Vincent, 1492: “el año increíble”, Crítica, B arcelona, 1992;
H ernán T abeada, La som bra del islam en la conquista de América, México,
UNAM-FCE, 2004.
Se m enciona tam bién a Pierre Yilar, Or et m onnaie dans l’histoire, Galli-
m ard, París, 1974; Luis W eckm ann, La herencia medieval de M éxico, FCE-
Colegio de México, México, 1983, 2 vols.; Jacques Le Golf, “P our u n long
Moyen Age”, en L ’imaginaire medieval, G allim ard, París, 1985, pp. 7-13; su
prefacio a la edición francesa de Bartolomé Clavero, Antidura. Antropología
católica de la econom ía moderna, M ilán, 1992 (A. Michel, París, 1996); Rein-
h a rt Küseiieck, Futuro pasado. Para una sem ántica de los tiempos históricos,
Paidós, Barcelona, 1993.

P r im e r a P a r t e

Capítulo I (alta. Edad. Media)

Una visión renovada de la A ntigüedad tardía, indispensable para acercarse


a la alta E d ad M edia, se e n c u e n tra en la o b ra de P eter Brown, p articu lar­
m ente en Genése de VAniiquité lardive, Gallimard, París, 1983; The Cult o f the
Saints. lis Risa and Function in Latín Christianitx, Chicago Universitv Press,
Chicago, 1981, Society and the Holy in Late Antiquity, C alifornia Universi-
ty Press, Berkeiey, 1982, o ta m b ié n en La. vie de saint A u g u stin , Seuil, P a ­
rís, 1971.
E ste capítulo se basa p articu larm en te en los trabajos de Chris W ickham,
"The O th er T ransition: F ro m th e A ncient W orld to F eu d alism ”, Past and
Present, 103, 1984, pp. 3-36, y "La tran sición en O ccidente”, en Transiciones
en la antigüedad y feudalism o, f i m , M adrid, 1998, pp. 83-90; así com o en
Fierre B onnassie, Del esclavism o al feudalism o en Europa occidental, C ríti­
ca, B arcelona, 1993; y P eter B row n, El prim er m ilenio de la cristiandad occi­
dental, Crítica, B arcelona, 1997. Una crítica de las teorías que plantean una
co n tin u id a d e n tre el Bajo Im perio y el Im p erio carolingio se en cu e n tra en
Chris W ickham , “The Fall of R om e Wiil Not Take Place”, en Lester K. Little
y B arb a ra H. R osenw ein (eds.), Debating the Middle Ages. Issues and Rea-
dings, Blackwell, Oxford, 1998, pp. 45-57.
S obre el re n a c im ie n to carolingio: M ichel Sot, “R enaissance et culture
carolingiennes", en M ichel Sot, Jean-Patrice B oudet y Anita G uerreau-Jala-
bert, Histoire culturellc de la Trance, I. Le Moyen Age, Seuil, París, 1997; Fierre
Riché, Ecoles et enseignements dans le haut Moyen Age, Picard, París, 1989;
C arol H eitz, Recherches su r les rapports entre architecture et liturgie á
l ’époque carolingienne, Sevpen, París, 1963, y L'architecture religieuse caro-
lingienne. Les form es et les fonctions, Picard, París, 1980. Sobre la reform a li­
túrgica: E ric Palazzo, Histoire des livres liturgiques. Le Moyen Age, des origines
au xn A siécle, B eauchesne, París, 1993.
S obre B izancio y el islam , véase las in d icacio n es bibliográficas de los
artícu lo s del d r o m (M ichel B alara, A ndré D ucellier, F ierre G uichard) y de
los libros ya citados de R. Fossier, La Edad Media, op. cit., y P. Brown, El pri­
mer milenio, op. cit.] véase tam bién G ilbert Dagron, Ernpereur et pretre. Elude
su r le “césanjpapism e" byzantin, G allim ard, P arís, 1996, y A lain de Libera,
Penser au Moyen Age, Seuil, París, 1991.
Sobre la R eco n q u ista y el m u n d o h ispánico , véanse Adeline R ucquoi,
Historia medieval de la península, ibérica., y Paulino Iradiel, Salustiano M are­
ta, E steban Sarasa, Historia medieval de la España cristiana, Cátedra, M adrid,
1995. Sobre el im perio en Occidente, R obert Folz, L’ídée d ’e mpire en Occident
du ve au x iv e siécle, París, 1953, y M ichel Parisse, “Im perio”, d r o m .
Sobre los supuestos terro res del cam bio de m ilenio y el debate relativo a la
“m utación" del año mil, véanse Georges Duby, E l año Mil, Gedisa, Barcelona,
1996, así com o Sylvain G ouguenheim , Les fausses terreurs de Van mil, PL
card, París, 1999; D om ínique Barthélemy, La m utation de l ’a n m il a-t-elle eu
lieu?, Fayard, París, 1997, y L ’an m il en 2000, Médiévales, 1999, p. 37. Una
bella síntesis que va m ás allá de este tem a es la de R obert I, M oore, La pri­
mera revolución europea (siglos x -x j i i ) , Crítica, B arcelona, 2001.
Los conceptos cen trales u tilizados en este capítulo los elaboró Alain
G uerreau (El feudalism o, op. cit,; L ’avenir, op. cit., y "L’étude de l’économ ie
m édiévale. G enése et p roblém es actuéis", en Jacques Le Goff y Guv Lobri-
chon (eds.), Le M oyen Áge aujourd’hui. Trois regarás contcm porains sur le
Mayen Age: histoire, théologie, cinema, L éopard d'or, París, 1997, pp. 31-82),
y R obert F ossier (Enfance de l’Europe. x i e-x n é siécles. Aspects économiques
et sociaux, París, PUF, 2 vols., 1982, v Villages et villageois au Moyen Age, ed.
C hristian, París, 1995). E n tre los estudios relativos a la sociedad feudal,
podem os destacar, p o r su im pacto historiográfieo, la obra de Georges Duby,
La société aux x i e et x n e siécles dans la región m aconnaise, ed. EHESS, París,
1971; E conom ía rural y vida campesina en el Occidente medieval, Península,
M adrid, 1973; Guerreros y campesinos. Desarrollo inicial de la economía eu­
ropea, Siglo XXI, M adrid, 1979, y de Pierre Toubert, Les structures du Latium
medieval. Le L atium et la Sabine du ix e á la fin du x u e siécle, Ecole frangaise
de Rome, Rom a, 1973 (traducción parcial en Castillos, señores y campesinos
en la Italia medieval, C rítica, B arcelona, 1990). P ara un balance crítico de
las investigaciones que suscitó esta obra, véase E tienne H ubert, L ’"incaste-
llamento" en Italie centróle. Pouvoir, territoire et peuplem ent dans la vallée du
Turano au Moyen Áge, R om a, Ecole frangaise de Rom e, 2002. Véanse tam ­
bién R eyna Pastor, R esistencias y luchas cam pesinas en la época del creci­
m iento y consolidación de la form ación feudal. Castilla y León, siglos x-xm ,
Madrid, 1980, y José Ángel G arcía de Cortázar, La sociedad rural en la. España
medieval, M adrid, 1988. E n tre los trabajos m ás recientes, m e reñero particu­
larm en te a M onique B o u rin y P ascual M artínez Sopeña (eds.), Pour une
anthropologie du prélévement seigneurial dans les campagnes médiévales (xic-
xrv¿’ siécles). Réalités et représentations paysannes, París, Presses de la Sor­
bonne, 2004, y a Julien Demade, Ponction féodale et société rurale en Allemag-
ne du Su d (x ié-x v ie siécle). Essai su r la fonction des transactions monétaires
dans les économ ies non-capitalistes, tesis de doctorado, U niversidad de Es-
tra sb u rg o H, 2004. Véase ta m b ié n M onique B o u rin y S tép h an e B oisselier
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S obre la a risto cra c ia, véase en p rim e r lu g a r el libro citado de Joseph
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1985; H ervé M artin, M cntalités médiévales, x j-x v i siécle, p u f , París, 2 vols.,
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la France. 1. Le Moyen Age, Seuil, París, 1997. Sobre la guerra y la lógica de la
violencia feudal, véase D om inique Barthélem y, Chevaliers et mímeles. La vio-
lence et le sacré dans la société féodale, París, 2004, y tam bién Georges Duby,
El domingo de Bouvines, Alianza, M adrid, 1988, 3' Philippe Contam ine, La gue­
rra en la E dad Media, Labor, B arcelona, 1984. Véanse tam b ién los artículos
"Castillo" (J.-M. Pesez), "Caballería" (J. Flori), “Guerra y cruzada" (F. Cardini)
en el d r o m .
Sobre el vasallaje, véase sobre to d o (adem ás de los libros ya citados)
Jacqu es Le Goff, “El ritu a l sim bólico del vasallaje”, en Tiempo, trabajo y
cultura en el Occidente medieval: 18 ensayos, Taurus, M adrid, 1983. Me re ­
fiero tam b ié n a D om in iq u e Barthélem y, L ’ordre seign.euri.al, x F -x n 1 siécle,
Seuil, París, 1990; “Q u’est-ce que le servage en F rance au xré siécle?”, en
Revue H istorique, 187/2, 1992, pp. 235-284, y “La m u ta tio n de l’an 1100”,
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S obre la c o m u n id a d cam pesina, M onique B ourin, Villages médiévaux
en Bas-Languedne. Cénese d'unc sociabilité (xr-x!v’' siécle), LTlarm attan, P a ­
rís, 2 vols., 1987, así com o M onique Bourin y Robert D urand, Vivre au village
au M oyen Age. Les solidantes paysannes du X ié au x in é siécle, p u r , R ennes,
1984. Se m en cio n a ta m b ié n a E d w ard P. T hom pson, “La econom ía 'm o ra l’
de la m u ltitu d en la In g la te rra del siglo xvm ”, en Tradición, revuelta, y cons­
ciencia de clase, Crítica, B arcelona, 1979, pp. 62-134.
S obre las ciu dades, el com ercio y los m ercad eres, p u ede e n co n trarse
u n a am p lia b ib lio g rafía en los artícu lo s "M ercaderes” (P. M onnet) y "Ciu­
d a d ” (J. Le Goff) del d r o m . A dem ás de las observaciones de J. M orsel,
L ’aristocratie..., dos in troducciones: Jacques Le Goff, Mercaderes y banque­
ros de la Edad Media., Oikos-Tau, Barcelona, 1991; Arsenio y Chiara Frugoni,
Storia di un giom o in una citta medievále, Laterza, Rom a-Bari, 1997, y, sobre
algunos grupos u rb a n o s específicos, Jacques Le Goff, Los intelectuales en la
Edad. Media, Gedisa, B arcelona, 1993, y Jacques R ossiaud, La prostitución
en el medievo, Barcelona, Ariel, 1986. Sobre la religión cívica, André Vauchez
(ed.), La religión civique a l’épuque rnódiévale et m údem e, Ecole francaise de
Rorne, R om a, 1995. Se m enciona tam b ién a José Luis R om ero, La revolu­
ción burguesa en el m u nd o feudal, Siglo XXI, México, 1979, 2 vols. (quien
p la n tea u n a visión distin ta a la que viene p re se n tad a aquí) y a Im m anuel
W allersiem, E l moderno sistem a m undial, Siglo XXI, Madrid, 3 vols., 1979-
1999.
S obre la realeza m edieval, véanse M arc Bloch, Los reyes taum aturgos ,
f c e , México, 1988; E rn st K antorow icz, L'empereur Frédéric u, G allim ard,
P arís, 1987; Jacqu es Kryxien, L ’E m pire du roi. Idées et croyances politiques
en Frunce (xitiL-x v c si.ecl.es), G allim ard, París, 1993; Jacques Le Goff, Saint
Louis, G allim ard, París, 1996; Jacques Le Goff, E ric Palazzo, Jean-C laude
B onne, Marie-Noéi C olette, Le sacre royal á l'époque de sa in t Louis, Galli­
m ard, París, 2001; Teófilo Ruiz, "Une royauié sans sacre: la monarchie cas-
tillane du bas Moyen Age”, Armales ESC, 1984, 3, pp. 429-453. Sobre la ju s­
ticia, véanse P. B ro u n, Socieiy and Holy, op. cit., y los libros citados en el
capítulo iv de Jacques C liiíioleau (así com o su artículo "Derecho(s)" en
DROM). Sobre los tres órdenes, Georges Duby, Los tres órdenes o lo imagina­
rio del feudalism o, Pretel, Barcelona, 1980; D om inique Iogna-Prat, "Le bap-
térne du schérna des trois ordres fonctionnels: l’ap p o rt de l’école d’Auxerre
dans la seeonde m oitié du ix* siécle”, Armales, ESC, 1986, pp. 106-126, v
“Orden/Órdenes” en ükom.

Capítulo ni (la Iglesia)

El concepto de Ecclesia, com o in stitu ció n dom inante, es u n a elaboración


de A. G uerreau (Le fáodalisme, op. cit., y L’aveni.i; op. cit. ). R ecurrí tam bién
al análisis ejem plar de D om inique Iogna-Prat, Ordvnner et éxclure. Cluny et la
socléie clíretienrie face á. l'hérésie, au ju d a ism e et á l’islam (1000-1150),
Aubíer, París, 1 998. S ob re la in stitu ció n eclesial y el papado d u ran te la
Edad Media central, véanse tam bién Agostino Paravicini Bagliani, Le corps
du pape, Seuil, París, 1996, e II trono di Pietro. L ’universalilá del papato da
Aiessandro III. a Bonifacio VIII, R om a, 1996. Sobre la noción medieval de fe,
véase Jean W irtli, “La naissan ce du concept de crovance, x n é-xviié siécle”,
en Saint Arme est une sorciere, Ginebra, Droz, 2003. Se m enciona tam bién a
D om inique B arthélem y, "La paix de D ieu dans son contexte (989-1041)”,
Cahiers de civilisation médiévale, 40, 1997, pp. 3-35, y a A ndré Vauchez, La
sainteté en O ccident a u x derniers siécles du M oyen Áge d ’aprés les procés de
canonisation et les d ocum ents hagiographiques, Ecole francaise de Rom e,
R om a, 1981.
Sobre las donaciones a la Iglesia, véanse S tephen W hite, Custom, K ins-
hip and Gifts to Saints. The Laudatio p arentum in Western France. 1050-
1150, Chapel Hill, 1988; Michel Lauwers, La rnémoire des aricares, le souci des
morís. Morís, rites et société au Moyen Áge, Beaucliesne, París, 1997, y D. logna-
P rat, op. cií. La c rítica del m odelo del don y co n tra-d o n se e n c u e n tra en
Bartolom é Clavero, Antidora, op. cit., y sobre todo en Anita Guerreau-Jalabert,
“Caritas y d o n en la sociedad m edieval o ccid en tal”, H ispania, Lx/1, '204,
2000, pp. 27-62 (p ara la crítica de M arcel M auss, véase M aurice Godelier,
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1996, pp. 35-52; Jean-C laude Schm itt, “B rujería”, d r o m .

Capítulo iv
(baja. Edad Media y colonización de América)

P ara u n a caracterizació n de la baja E dad M edia, véase Johan H uizinga, El


otoño de la Edad Media, Alianza, M adrid, 1979; Jacques Chiffoleau, La com-
ptabilité de l’au-delá. Les hommes, la m a n et la religión dans la región d ’A vignon
a la fin du Moyen Age (vers 1320-ve.rs 1480), Ecole frangaíse de Rom e, Rom a,
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Biraben, Les nom ines et la peste en trance ei dans les pays européens et médi-
terranéens, M outon, París-La Haya, 2 vols., 1975-1976; E lisabeth Carpentier,
Une vilie dcvant la peste: Orvieto et la Peste Noire de 1348, 2a ed., De Boedc,
Bruselas, 1993, así com o La Peste ñera: dati di una realtá ed elementi di una
interpretaziune, Convegno del Centro di Studi su l Basso Medioevo di Todi,
Todí, 1994. El balance de Robert Fossier se en cu en tra en La suciedad medie­
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L ’espace social des Thiingen a la fin du Aloyen Age (Francunie, v. ¡250-1525),
StuUgarl, Thorbecke, 2000 (y L'aristocratie); así com o Alain G uerreau “Avant
le M arché, les marchéis: en Europe, x m é-xvu.ié siécles", Anuales H SS, 2001,
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Mollat y Philippe Wollí, Les rcvulutions papulaues en Europe aux x iv é et x v é
siécles, Flam m arion, P arís, 1993; Carlos B arros, M entalidad justiciera dé­
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volle des Ciompi: les honim es, les lieux, le Iravail, EH ESS, París, 1993; R u ­
gues Neveux, Les rúvohes paysannes en Europe. x¡vi-xviie siécle, A. Michel,
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Sobre los poderes políticos, véase E rn sl Kaiiloruvvicz, Los dos cuerpos
del rey. Un estudio de teología política medieval, Alianza, Madrid, 1985; Ber-
n ard Guenée, Occidente durante los siglos XIVy xv. Los Estados, Labor, Bar­
celona, 1985; Jacques Kxynen, L ’Etnpire du roi, op. cit.; Jean-Philippe G.enet,
"E stado”, en d r o m . Me refiero p a rtic u la rm en te a la o b ra de Claude Gau-
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que se utiliza aquí se en cuentra en Fierre Bourdieu, Razones prácticas. Sobre
la teoría de la acción, Anagrama, Barcelona, 1997.
Se m enciona tam bién a Jean-Philippe G enet y B ern ard V incent (eds.),
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drid, 1986; hierve Martin, Le ruclicr de pródicaleur en France seplentrionale á.
la fin du Mayen Age, CERF, París, 1988, v Jacques Chiffoleau, Les justices du
pape. Délinquancc. el crim inalitc dans la región d ’A vignon au xrve siécle,
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íérí, Guillaumc d'Ockharn. Le sin.guli.er, M inuit, París, 1989, y Alain de Libéra,
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E n cuanto a los debates relativos a la caracterización de las sociedades
coloniales am ericanas, me refiero a M íchael Lówy, E l m arxism o en América
latina. Antología, E ra, M éxico, 1982 (textos de Luis Vítale y Sergio Bagú);
Feudalismo, capitalism o, subdesarrollo, Akal, M adrid, 1977 (textos de Luis
Vítale, Sergio Bagú, Ándré Gunder Frank); E rnesto Laclau, "Feudalism o y
capitalism o en A m érica L atin a” (1971), en M odos de producción en América
Latina, Cuadernos de Pasado y Presente, 40, 1973, pp. 23-46; Ju a n Carlos
Garavaglia, “In tro d u c c ió n ”, en ibid., pp. 7-21; Ciro Cardoso, “Sobre los m o­
dos de p ro d u cció n coloniales de A m érica” (1973), ibid., pp. 135-159, e “In ­
tro d u c ció n ”, en C. C ardoso (ed.), México en el siglo xix. Historia económica
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n a tam bién el volum en Antropología y m arxism o, CIESAS, México, 1999); Car­
lo ta Diez L oredo, Excedente precapitálista: definición feudal, ín a b , México,
1991 (cuyo m arco teórico resu lta difícilm ente aceptable); M arcello Carm ag­
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P ara el contexto general, adem ás de 1. W allerstein, op. cit., véase E ric
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pp. 7-70); Fierre Vilar, Crecimiento y desarrollo. Economía, e historia. Reflexio­
nes sobre el caso español, Ariel, B arcelona, 1976; F ernand Braudel, Civiliza­
ción material, economía, y capitalismo. Siglos xv-xvíii, Alianza, M adrid, 3 vols.,
1984; Jean-Yves Grenier, L’é conomie d ’A nden Régime. Un monde de l'échange
et de l'incertitude, A. Michel, París, 1996 (y la reseña ya citada de A. Guerrean,
"Avant le Marché, Ies m a rc h é s...”). Me refiero tam bién a Eric R. Wolf, Euro­
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Sobre las form as de explotación colonial, rem ito entre otros estudios a
Silvio Zavala, La. encom ienda indiana, Porrúa, M éxico, 1973; R odolfo Pas­
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P ara u b icar a la Iglesia en el sistem a colonial, m e refiero p a rticu lar­
m ente (de entre u n a am plia bibliografía) a R obert Ricart, La conquista espi­
ritual de México, Juspolis, M éxico, 1947; Serge G ruzinski, La colonización
de lo imaginario, f c e , México, 1991 [4a reim p., 2001], y La guerra de las im á­
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trovertí dad, FCE-UNAM, México, 1999; W illiam Taylor, M inistros de lo sagrado.
Sacerdotes y feligreses en el M éxico del siglo xvin, El Colegio de M ichoacán-
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Sobre los p an teo n es y las co stu m b res fu n erarias, véase Anne Staples,
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Cabilla, "M adrid y los cem enterios en el siglo xvm: el fracaso de u n a refor­
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de un proyecto reformista, Siglo XXI , M adrid, 1988; M a. D olores .Morales,
"Cambios en las prácticas funerarias. Los lugares de sepultura en la ciudad
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lizados o salvajes. Los ritos al cuerpo hu m an o en la época colonial m exica­
n a ”, en E lsa Malvido, G régory P ereira y Vera Tiesler (coord.), El cuerpo h u ­
m ana y su tratamiento mortuario, i n a h - c e m c a , México, 1997, pp. 29-49; Alma
Valdés, Testamentos, muerte y exequias. Saltillo y San Esteban al despuntar el
siglo XIX, U niversidad de Coahuila, Saltillo, 2000.
S eg u n d a P a r te

Capitulo v (el tiem po)

Acercam ientos generales a l problem a de] tiem po: R einhart Koselleck, Futuro
pasado, op. cit., así com o L'expérience de l ’Histoire, E H E S S - G a l l i m a r d - S e u i l,
París, 1997; N o rb e rt E lias, Sobre el tiempo, f c e , M adrid, 1989; K rzvsztof
Pom ian, L’ordre du tem ps, G allim ard, París, 1984; E nrique Florescano, Me-
moria mexicana, f c e , México, 1994; Giorgio Agamben, Infam ja e st.oria, E in ­
audi, Torino, 1978.
Sobre el tiem p o m edieval, los estu dio s m ás im p o rtan tes son los de
Jacques Le Goff: "E n la E d ad Media: Tiem po de la Iglesia y tiem po del m er­
cader” y "El tiem p o del trab ajo en la ‘crisis’ del siglo xiv: del tiem po m edie­
val al tiem po m o d ern o ”, en Tiempo, trabajo y cultura, op. cit. Véase tam bién
Jean-Claude Schm itt, Le corps, les rites, op. cit., y Aron Gourevitch, Las cate­
gorías de la cultura m edieval, T aurus, M adrid, 1990; así com o H. M artin,
M entalitcs médiévales, op. cit. Sobre Denys le Petit y la difusión de la era
cristian a, G eorges D eclercq, Arm o D om ini. Les origines de l'ére ehrétienne,
Turnhout, Brepols, 2000. Sobre el tiem po litúrgico, Eric Palazzo, Liturgie et
société au Moyen Age, Aubier, París, 2000. Sobre la Iglesia y la u sura, Jacques
Le Goff, La bolsa y la vida: econom ía y religión en la Edad Media, Gedisa,
Barcelona, 1987, y B artolom é Clavero, Antidota, op. cit. Sobre las edades de
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y Agostino Paravicini Bagliani, "Edades de la vida”, d r o m . Sobre la historio­
grafía m edieval, B e rn a rd G uenée, Histoire et culture historique au Moyen
Áge, Aubier, París, 1991 (e “H isto ria”, d r o m ) . Sobre la escatología y el m ile­
narism o, véase N o rm an C ohn, En pos del milenio. Revolucionarios milcna-
ristas y anarquistas m ísticos de la Edad Media, Alianza, M adrid, 1981; Guy
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Picard, París, 2005; G an d e Carozzi, Apocalypsc et sahit dans le ehristianisme
a n d e n et medieval, Aubier, París, 1999; B e m h a rd Tópfer, "Escatología y m i­
len arism o ”, d r o m ; L'atiente des tem ps nouveaux. Eschatologie, millénarisme
et visions du fu tu r du Moyen Age au x x é siécle, T urnhout, Brepols, 2002; así
com o, p a ra las co n tin u id ad es en la época m oderna y contem poránea, Eric
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G arcía de León, Resistencia y utopía, E ra, México, 1985.
Capítulo vi (el espacio)

Este capitulo se basa en las hipótesis form uladas p o r Alain G uerreau, sobre
todu en “Guelques caracteres spéciñques de j’espace féodal eu ro p éen ”, en
Neithard Bulst, R obert D esd irían y Alain Guerreau (eds.), L ’E tat ou le Roi.
Les ¡ondaíions de la m u d e m ité nionarchiquc en France (xfVe-w ¡ n e siécles),
EHESS, París, 1996, pp. 85-101; "II signifícalo dei luoghi nell’Occidente me-
dievale: struttura e dinamica di uno 'spazio' specifico", en Enrico Castelnuovo
y Giuseppe Sergi (eds.), Arti e Storia nel Medioevo, i. Ternpi, Spazi, Istituzío-
ni, Einaudi, Torino, 2002, pp. 201-239 (y “Caza”, d r o m ) . Véase tam bién Paul
Zumlhur, La m esure du m onde, Seuil, París, 1993, y, p a ra u n a h isto ria del
concepto de espacio, M. Jam iner, Conccpls o f Space. The History o f Theories
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Sobre los p an teo n es y las prácticas fun erarias véase Michel Fixot y Eli-
zabetli Zadora-R io (dii's.), L ’environnem ent des églises et la topographie reli-
gieuse des campagnes medievales, Ed. de la M aison des Sciences de l’Homme,
París,-1994; Cccile Treffort, L ’E glise carolingioinc et la morí, PUL, Lyon, 1997;
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socíéié au M oyen Age, B eaucliesne, París, 1997; y N aissance du cimetiére.
Espace sacié et ta re des morís dans l ’Üccidenl medieval, Aubier, París, 2005.
Me refiero tam bién a los trabajos ya citados de D. Iogna-Prat, Ordonner et
exclure, y J. Chiffoleau, La com p lab Hité.
P ara las redes de p eregrin acio nes; un m odelo de análisis se encuentra
en A. Guerreau, "Les pélerinages du M áeonnais. Une stracture d’organisation
sym bolique de l’espace”, Etimología jran^aise, 12, 1982, pp. 7-30. Véase tam ­
b ién D enise Péricart-Méa, ComposLelle et cuites de .saint Jacques au Moyen
Áge, p u f , París, 2000, y M ichel Sot, "P eregrinación”, d r o m . Sobre la consti­
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Sobre Jas reliquias, véase Patrick G ean ; Le voí des religues au Moyen Áge,
Aubier, París, 1993; Edina Bozoky y Annc-Marie H elvelius (eds.), Les reli­
gues. Objeis, cuites, syrabales, Turnhouí, Brepols, 1999.
Sobre la eucaristía, Henri de Lubac, Corpus M ysticum . L'Eucharistie et
lEglise au Moyen Áge, 2“ ed., Aubier, París, 1949, y Miri Rubín, Corpus Christi.
The E ucharist in Late M edieval Culture, Cambridge University Press, Cam­
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Sobre los viajes, el O riente y ei saber geográfico, William R anales, De la
ierre píate au globe terrestre, A. Colin, París, 1980 (Cahiers des Anuales, 38);
Claude Kappler, M onstruos, dem onios y maravillas a fines de la Edad Media,
Akal, M adrid, 1986; M ichel M ollat, Les explorateurs du x n i é au x v ié siécle.
Premiers regarás su r les m ondes nouveaux, París, 1984; R udolf W ittkower,
L ’Orienf fa b u leu x , T ham es and H udson, París, 1991; P. Z um thor, La mesure
du monde, op. cit., y los trab ajos de Patrick G autier Dalché, entre los cuales
se h alla La Descriptio rnappe m u n d i de H ugues de Saint-Victor, E tudes Au-
gustiniennes, París, 1988. Me refiero tam b ién a H an n a Zarem ska, Les ban-
nis au Moyen Age, París, Áubier, 1996 (con prefacio de C laude Gauvard).

Capítulo vil (las dualidades morales)

Sobre los vicios y las virtudes, véanse los trab ajo s de C arla C asagrande y
Silvana Vecchio, I sette vizi capitali. Storia dei peccati nel Medioevo, E inau-
di, Torino, 2000, e I peccati della lingua. Disciplina ed etica della parola nella
cultura medievale, E nciclopedia Italiana, Rom a, 1987; véase tam bién Mireille
Vincent-Cassy, “L’envie au M oyen Áge”, Armales, ESC, 35, 1980, pp. 253-
271. Sobre S atanás, véanse Jeffrey B. Russeil, Lucifer. The Devil in the Middle
Ages, Cornell U niversity Press, Ithaca-L ondres, 1984, y m i artículo “Diablo",
en d r o m .
Las investigaciones sobre el m ás allá se renovaron a raíz de los estudios
de Jacques Le Goff, en p a rtic u la r El nacim iento del purgatorio, Taurus, M a­
drid, 1985, y Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval, Gedisa,
Barcelona, 1985. Se m enciona tam bién a Michel Vovelle, La m ort et l ’Occident
de 1300 á nos jours, G alhm ard, París, 1983; E. Le Roy L adurie, Montaillou,
op. cit., y Jean-C laude S chm itt, Les revenants. Les vivants et les m orts dans
la société m édiévale, G allim ard , P arís, 1994. E n este cap ítu lo , se m e n c io ­
na tam b ién a E ric A uerbach, Studi su Dante, M ilán, 1984, y Figura, Belin,
París, 1993.
P a ra u n a b ib lio g rafía m ás am plia, rem ito a Jéróm e B aschet, Les justi-
ces de l ’au-delá. Les représentations de l ’enfer en France et en Italie (xi]l'-xv 6
siécles), E cole fran caise de R om e, R om a, 1993, y Le sein du Pére. Abraham
et la paternité dans l’O ccident médiéval, G allim ard, París, 2000 (así com o a
"Jugem ent de la m e , Ju g e m e n t d ern ier. co n tra d ictio n , co m p lém en tarité,
chevauchem ent?", R evue Mabillon, n. s., 6 , 1995, pp. 159-203). Se m enciona
tam b ién a C h ristian T ro ttm an n , La visión béatifique des disputes scolasti-
ques á sa définition par Benoit xn, Ecole francaise de Rom e, Rom a, 1995, e
Yves Christe, L ’A pocalypse de Jean, Picard, París, 1997.
Sobre los lugares interm edios, adem ás del libro ya citado de J. Le Goff,
véase su artículo, “Les lim bes”, Nouvelle Revue de Psychanalyse, 34, 1986,
pp. 151-173; Anca B ratu , Images d'un nouveau lieu de l’au-delá: le purga-
toire. Emergence et développem ent (c. 1250-c. 1500), en prensa; M ichelle
F ournié, Le ciel peut-il attendre? Le cuite du purgatoire dans le m idi de la
France (vers 1320-vers 1520), c e r f , París, 1997. Sobre el lim bo de los niños,
véase D idier Lett, L'enfant des miradles. Enfatice et société au Moyen Áge
(xiC-xniÁ siécle), Aubier, París, 1997. Me refiero tam b ién en este capítulo a
los libros ya citados de P. Brow n, E l prim er milenio, D. logna-P rat, Ordon-
ner et exclure, J. Chiffoleau, La comptabilité, así com o a Elie K onigson,
L’espace, thé&tral médiéval, c n r s , París, 1975.

Capítulo vm (cuerpo y alma)

L a im p o rtan cia de la articu lació n entre lo espiritual y lo corporal ha sido


subrayada po r Anita G uerreau-Jalabert, “Spiritus et caritas. Le baptém e dans
la société médiévale" , en Frangoise Héritier-Augé y E lisabeth Copet-Rougier
(eds.), La parenté spirituelle, Archives contem poraines, París, 1996, pp. 133-
203. U na p rim era síntesis de los problem as analizados aquí la form ularon
Jéró m e B aschet, P edro P itarch R am ón y M ario H. R uz en Encuentros de
alm as y cuerpos, entre Europa, medieval y m i ni d.o m esoam ericano, Univer­
sidad A utónom a de Chiapas, San Cristóbal de Las Casas, 1999. Algunos estu­
dios im portantes son los de P eter Brown, The Body and Society. Men, Women
and Sexual R enunciation in Early C hristianity, N ueva York, 1988; Carla
Casagran.de y Silvana Vecchio (eds.), Anim a e corpo nella cultura medievale,
Ed. del Galluzzo, Florencia, 1999; Jean-Claude Schm itt, Le coips, les rites, op.
cit. (y “C uerpo y a lm a ”, en d r o m ) ; E douard-H enri Weber, La. personne h ú ­
m am e au XHI1' siécle, Vrin, París, 1991; Jacques Le Goff, "Anima”, Enciclopedia
dell’arte medievale, R om a, 19 9 1,1, pp. 798-804. Cito tam bién a Marie-Domi-
nique Chenu, Saint Thom as d'Aquin et la théologie, Seuil, París, 1959.
Sobre la concepción de los cuerpos gloriosos, véase C aroline W. Bynum,
The Resurrection o f the Body in Western Christianity, 200-1336, Nueva York,
C olum bia U niversitv Press, 1995. Sobre el ángel de la guardia, Philippe
Faure, “L’hom m e accom pagné. Origine et développem ent du thém e de Tange
gardien en Occident", Cahiers de Saint-Michel de Cuxa, 28, 1997, pp. 199-216;
sobre el diablo personal, J. Baschet, "Diablo”, d r o m .
S obre el cuerp o eclesial, H enri de Lubac, Corpus m ysticum , op. áte,
Yves Congar, L'Eglise de saint Augustin a l.’époque moderna, París, 1970, v
“H om o spiritu alis. Usage ju rid iq u e et politique d'un term e d'anthropologie
chrétienne", en H. M o rd er (ed.), A us Kirche u n d Reich. Test.sch.rif, fñ r Trie-
drich Kem pf, Sigm aringen, 1983, pp. 1-10, Sobre la im agen de Cristo m uer­
to, M arie-C hristin e Sepiére, Uimagc d ’un Dieit scmffrcmt. A ux origines du
cruciñx, c e r f , París, 1994. Sobre las badas, A nita G uerreau-Jalabert, “Fées
et chevalérie. Observatíons su r le sens social d ’u n thém e dit m erveilleux”,
en M iracles, Prodigas et Merveilles au M oyen Age, S o rb o n a, P arís, 1995,
pp. 133-150.
Un análisis com pleto de la im agen de Tomás de Aquino se encuentra en
Jéróm e B asch et y Jean-C laude Bonne, “La ch air de l'esprit (á propos d’une
image insolite de Thom as d’Aqnin )”, en Jacques Revel y Jean-Claude Schm itt
(eds.), Logre historien. E tudcs offertes á Jacques Le. Goff, G allim ard, París,
1999, pp. 193-221.
P a ra c o m p aracio n es con el m u ndo m eso am erican o , véase P edro Pi-
tarc h R am ó n , C h’ulel: una etnografía de las alm as tzeltal.es, f c e , México,
1996; Esther Herm itte, Control social y poder sobrenatural en un pueblo
maya contem poráneo (1970), 2a éd., In stitu to Chiapaneco de C ultura, Tuxíla
G utiérrez, 1992; Calixta Guiteras H olm es, Los peligros del alma. Visión del
m u ndo de u n t z o t z ü , f c e , México, 1965; M ario H. Ruz, Copanaguastla en un
espejo. Un pueblo tz,cltal en el virreinato, u n a c h , San C ristóbal de Las Casas,
1985; A lfredo López Austin, Cuerpo hum ano e ideología. Las concepciones
de los antiguos nahuas (1980), 3“ ed., UK’a m , México, 1989. Me refiero ta m ­
bién a Jean -P ierre V ernant, “Corps obscur, corps é c lata n t”, en Corps des
Dieux, Le Temps de la reflexión, vil, G allim ard, París, 1986, pp. 19-45.

Ca.pit.ulo IX (parentesco)

El análisis de las e stru c tu ra s de p arentesco que p ropongo en este capítulo


se b asa en b u e n a m edida en los trab ajo s de Anita G u erreau-Jalabert, “So­
bre las e stru c tu ra s de p a ren tesco en la E uropa m edieval”, en A rturo Firpi
(ed.), Amor, fam ilia, sexualidad, Argot, B arcelona, 1984, pp. 59-89; “La pa-
re n té d an s l’E u ro p e m édiévale et rnoderne; á pro pos d ’une synthése récen ­
te”, L'H om m e, 29, 1989, pp. 69-93; “El sistem a de parentesco m edieval: sus
form as y su d ep en den cia con respecto a la organización del esp acio ”, en
R evna P a sto r (ed.), Relaciones ae poder, de producción y p a r e n t e s c o en la
edad media y moderna., CS1C, M adrid, 1990, pp. 85-105, y “Spiritus et caritas”
(op. cit. '). Me refiero también a André Burguiére, Christiane Klapisch-Zuber,
Martine Ségalen j Franeoise Zonabcnd (dirs.), Histoire de la [canille, t. i: Mon­
des luiniains, mondes auciens, A. Colín, París, 1986 [hay versión en español:
André B urguiére et a l, Historia de la familia: m undos lejanos, ¡muidos anti­
guos, Alianza, 1988]; D om inique Bartliélemy, "Parentesco”, en Georges Duby
(dir.), Historia de la vida privada, Taum s, M adrid, t. 3, 1988, pp. 96-161; Geor­
ges Duby, E l caballero, la m ujer y el cura. E l m atrim onio en la Francia feudal,
Taurus, Madrid, 1982; Jack Goody, La. evolución de la. familia y del matrimonio
en Europa, Herder, B arcelona, 1986, y Famille et mariage en Eurasie, PUF,
2000; Joseph H. Lynch, Godparents and K inship in Early Medieval Europe,
Princeton University Press, .1986; C hristiane K lapisch-Zuber, La m aison et
le nom . Stralégies et ñtuels dans l'halie de la Renaissance, EHESS, París, 1990,
V L’ombre des ancetres. Essai sur Virnaginaire medieval de la párente, Fayard,
París, 2000; Didier Lett, Famille et parenté dans l ’Occident médiéval. v i-x v i
siécle, H achette, París, 2000.
Sobre las actitu d es cristia n a s fren te al m a trim o n io y la sexualidad,
véase p a rtic u la rm en te P. Brown, The Body and Society, op. cit.; Jean Gau-
dem et, Le mariage en Occidenl. Les m oeurs et le droit, c e r f , P arís, 1987;
E lain e Pagels, Adam, Eve et le serpent, F lam m ario n , París, 1989; Fierre
Toubert, “L’in stitu tio n du m ariage chrétien de l’Antiquité tardive á Tan m il”
y "La th é o rie du m ariag e chez Ies m o ralistes ca ro lin g ie n s”, en L E urope
dans sa premiare croissance. De Charlemagne á Van mil, Fayard, París, 2005,
pp. 249-320.
Sobre el p arentesco esp iritual y la caritas, véase los trabajos ya citados
de A nita G uerreau -Jalab ert, así com o Agnés Fine, Parrains, marraines. La
parenté spiriluelle en Europe, Fayard, París, 1994, y Caroline W. Bynym, Jesús
as mother. Studies in the Spirituality o f the High Middle Ages, California U ni­
versity Press, Berkeley, 1982. Sobre las cofradías, véase G. Meersseman,
Ordo frateruitatis. Coufi alen áte e pietá dei laici nel Medioevo, Herder, Rom a,
1977, y C atheríne Vincent, Les confréries m édiévales dans le Royanm e de
France, xiiie-xvÉsiécle, A. Michel, París, 1994.
Sobre el parentesco divino y varios aspectos presentados en este capítu­
lo, rem ito a J. Baschet, Le sein du pére, op. cit. Sobre la Virgen y su culto en
la E d ad M edia, D om inique Iogna-P rat, E ric Palazzo y Daniel R usso (eds),
Marie. Le cuite de la Vierge dans la société m édiévale, B eauchesne, París,
1996. Sobre la Virgen-Iglesia, M arie-Louise Thérel, Le triomphe de la Vierge-
Eglise. Sources hisloriques, littéraires et iconographiques, CNRS, París, 1984, y
M arielle Lamy, L ’im m aculée conception. Etapes el enjeux d ’une controverse
au Moyen Áge (xil‘‘-x v i siécles), E tudes A ugustiniennes, París, 2000. Sobre la
T rinidad, véase F ra n fo is Boespflug e Y olanta Zaluska, "Le dogm e trin itaire
et l'essor de son iconographie en O ccident de l'époque carolingienne au IV e
Concile de L a tra n ”, Cahiers de civilisation médiévale, 37, 1994, pp. 181-240,
y Francois Boespflug, La Trinité dans l’art d ’Occident (1400-1460), PUS, E s­
trasburgo, 2000 .
Me refiero tam b ién a F ierre L egendre, Lepons rv. L ’inestim áble objei de
la transmission. Elude sur le principe géiicalogique en Occident, Favard, París,
1985, así com o a P. B ourdieu, Raisons pl atiques, op. cit.

Capítulo x (imágenes)

E n este cap ítu lo m e refiero p a rtic u la rm en te a los trab ajo s de Jean-C laude
Schm itt, entre los cuales se h allan Le corps des images. Essais su r la culture
visuelle au Moyen Áge, G allim ard, París, 2002 (e “Im ág en es”, en d r o m ), y a
los de Jean-C laude B onne, en tre los cuales se e n c u e n tra n L ’a rt rom án de
face et de profil. Le tym pan de Conques, Le Sycom ore, P arís, 1984; “E n tre
am biguité et am bivalence. P roblém atiqu e de la sculpture ro m a n e ”, La part
de l’oeil, 8 , 1992, pp. 147-164; "Les o rn em en ts de l’h isío ire ”, Annales, HSS,
1996, 1, pp. 37-70, e "Images du sacre”, en Le sacre royal, op. cit. R em ito tam ­
bién a Jéróm e B aschet, "Inventiva y serialidad de las im ágenes m edievales.
P o ru ñ a aproxim ación iconográfica am pliada", Relaciones, xx, 1999, 77, pp.
51-103, 3' a m i libro L ’iconographie médiévale, París, G allim ard, 2008.
P ara un a visión general sobre las im ágenes m edievales y los problem as
de los m étodos: E m ile Male, L ’art. religieux du x m 11 siécle. Etudíe sur l’icono­
graphie du Moyen Áge et sur ses sources d ’inspiration (1898), 8 ed., A. Colin,
París, 1948; E rw in Panofsky, La Renai.ssa.nce et ses avant-courriers dans Van
d ’Occident, F lam m arion, París, 1976; Early Netherlandish Painting, Harvard.
U niversity Press, 2 vols., 1953; P ierre F ran castel, La figure et le lien, París,
Denoel, 1967; M ever Schapiro, Words and Pictures, M outon, París-La Haya,
1973; R om anesque Art. Selected Papers, C h atio v W índus, L ondres, 1977 y
Style, artiste et société, G allim ard, París, 1982; H an s B elting, Das Bild und
sein P ublikum im Mittelalter: Form u n d Funklion früher Bildtaf. d. P assion,
Gebr. M ann Verlag, Berlín, 1981, y B ild u n d Kult. Eine Geschichte des Bildes
vor dem Zeitaller der K unst, Beck, M unich, 1990; Jean W irth, L ’image médié­
vale. Naissance et. développements (vF'-xvc' siécle), Klincksieck, París, 1989, y
L ’image á l’époque romane, CERF, París, 1999; Jéróm e B aschet y Jean-C laude
S chm itt (eds.), L'image. Fonctions et usages des images dans l'occident mé-
diéval, Cahiers du Léopard d ’Or, 5, Léopard d'or, París, 1996; H erbert Kessler,
Seeing Medieval Art, Broadview Press, Peterborough, 2004.
Algunos aspectos m ás específicos los analizan Otto Pácht, L ’cnlum inure
médiévale, M acula, París, 1997; E nrico C astelnuovo, Vetrate medicvali, Ei-
naudi, Tormo, 1994; F rancois Boespflug y N icolás Lossky (eds.), Nicée u.
Douze siécles d ’images religieuses, c e r f , París, 1987; M ichael Camille, The
Gothic Idol. Ideology and Image-makdng in Medieval Art, C am bridge Univer-
sitv Press, Cam bridge, 1989; Jean W irth, "L'apparition du su rn a tu rel dans
l'art du Moyen Áge”, en Francoise D unand, Jean-M ichel Speser, Jean W irth
(eds.), L’image et la production du sacré, K lincksieck, París, 1991, pp. 139-
164; O tto K. W erckmeister, “The Lintel F ragm ent R epresenting Eve from
Saint-Lazare, A u tu n ”, Journal o f the Warburg and C ourtauld lnstitut.es, 35,
1972, pp. 1-30; Jéróm e B aschet, Lieu sacré, lieu a images. Les fresqu.es de
B om inaco (Abruzzes, 1263). Thémes, parcours, fonctions, La Découverte-
Ecole francaise de Rome, París-R om a, 1991.
Sobre la perspectiva, véanse Erw in Panofsky, La perspective com m e for­
m e sym bolique, M inuit, París, 1975; Jean-C laude B onne, “Fond, surfaces,
support (Panofsky et l'art rom án)”, en Cahiers pour un temps: Erwin Panofsky,
C entre Pom pidou, París, 1983, pp. 117-134, y H u b ert D am isch, L ’origine de
la perspective, F lam m arion, París, 1987.
P ara referencias al m un do m eso am ericano, Alfredo López Austin,
Hombre-Dios. Religión y política en el m un do náhuatl, u n a m , México, 1973;
Serge G ruzinski, La guerra, op. cit.; B artolom é de Las Casas, Apologética
historia sumaria., ed. E dm undo O’G orm an, u n a m , México, 2 vols., 1967; Do­
lores Aramoni Calderón, Los refugios del sagrado, Conaculta, México, 1992.
Me refiero tam bién a Jean-Pierre V ernant, Religions, histoires, raisons, Mas-
pero, París, 1979; E. Konigson, L ’espace théatral, op. cit., y E. A uerbach, Fi­
gura, op. cit.

C o n c l u s ió n

A dem ás de los libro s m en cio n ad o s en la in tro d u c c ió n y los ya citados de


I. W allerstein, E. Wolf y J. Goody, m e refiero a N éstor Capdevila, Las Casas.
Une politique de l’hum anité, c e r f , París, 1998; Max Weber, L ’éthique protes­
tante et l’esprit du capitálisme (1905), Flam m arion, París, 2000; Philippe Ray-
naud, Max Weber et les dilem m es de la raison m oderne, París, p u f , 2a ed.,
1996; Marcel G auchet, Le. désenchantem ent du monde. Une histoire politique
de la religión, G allim ard, París, 1985; M ichacl M ann, The Sources o f Social
Power, vol. 1, C am bridge, 1986; Perry A nderson, Campos de batalla, B arce­
lona, Anagrama, 1998; Fernand Braudel, La dinámica fiel capitalismo, México,
FCE, 1986; M arc Augé, Cénic du paganismo., G allim ard, París, 1982; Jean-
Pierre V ernant, Mythe et pensée chcz, les Gre.cs, M aspero, París, 1966; N athan
W achtel, Le retour des ancétres, G allim ard, París, 1990; B artolom é de Las
Casas, Apologética, op. cit.; W alter B enjam ín, Tesis sobre la historia, Con­
trah isto rias, M éxico, 2005; Georg Lukács, Histoire et consciencc de cías se,
París, M inuit, 1960.
CRÉDITOS DE LAS IMÁGENES

M apas 1, 2, 1. 1 , 1.2, 1.3 , H.t y H.2, croquis íi.l, n .2 y n.3 y gráficas viii.l y vm .2
b asad os en Serge B onin, del libro R o b e n S. López, Naissance de l ’Europe,
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Foto 2: © K unsthistoriches M useum , Víena. F oto 4: © Glasgow Universily
Library, D epartm ent oí Special Collections. Foto 6 : © N ational Gallerv, Lon­
dres. F oto 1. 1 : © D om kapitel, A achen. Foto de Ann M ünchow . Foto u . 2: ©
B ridgem an/G iraucion. Foto 113.2: © B ridgem an/G iraudon. Foto m . 6: © Foto
de Yann Arthus-Bertrand/ALTITUDE. Foto HI.10: © R eunión de M useos N acio­
nales de P arís. Foto H).i2 : © B iblioteca N acional de F rancia, París. Foto
ni.13: © B iblioteca B odleian, U niversidad de Oxford. Foto m.14: © B ibliote­
ca Real de Bélgica, B ruselas. Foto iv.l: © M useo dei Petit Palais, Avignon.
Foto iv.3: © B rid g em an /G irau do n. Foto v.3: © B iblioteca N acional de M a­
drid. F oto vi.!: © con el perm iso de Syndics of C am bridge U niversity Li­
brary. Foto vi. 2 : © B iblioteca N acional de F rancia, París. Foto vi. 3: ©
B iblioteca N acional de F ran cia, París. Foto vn.i: © B iblioteca N acional de
Francia, París. Foto vi!.2: © B ridgem an/G iraudon. Foto vil.5: © M useo Fie­
rre de Luxemburgo. Foto vin.l: © B iblioteca N acional de F rancia, París.
Foto vm . 2: © B iblioteca N acional de F rancia, París. Foto vm.3: © Staatsbi-
bliothek, M unich. Foto vm.4: © Borling K indersley Ltd. Foto ix.l: © Biblio­
teca Beinecke, Yale Universily. Foto 1X.4: © M useo N acional de la E dad
Media, París. Foto ix.5: © M useo Rolin. Foto ix.7 : © Ósterreichischen Nalional-
bibliothek, Bildarchiv d. oNB, Viena.
ÍNDICE ONOMÁSTICO

A bad y Q u eip o : 308 A lfonso VI: 93


a b b asíe s: 83 A lfonso IX: 211
Abel: 539 A lfonso X e l Sahio: 91, 326, 510
A b e lard o : 228, 2 3 0 , 232, 290, 419, 424, Alí (y e rn o de M a h o m a ): 83
478 A lighieri, D a n te: 290, 334, 337, 403, 404,
A b ra b a m : 339, 3 40, 369, 420, 434, 435, 422, 427, 430, 435, 478, 613
5 3 9 ,5 5 5 ,6 1 3 a lm o h a d e s: 84
A caya: 98 a lm o ráv id e s: 84, 94
A dán: 276, 339, 4 04, 405, 411, 4 34, 437, Alpes: 84, 88, 151, 238, 281, 437
486, 539 al-M alik, Abd: 83
A dem ar: 95 a l-M a n su r: 92
A d ria n o I: 532 a l-R a h m a n , Abd: 83
A dson d e M o n tier-e n -D e r: 356, 415 a l-R asid , H a r u m : 83, 92
A fg an istán : 84 Arnalfi: 151
Á frica: 48, 52, 80, 83, 84, 96, 395, 397, A m boise, c o n c o rd a to de: 289
398, 585 A m brosio, san : 392, 520
Agar: 92 A m é ric a: 27, 30, 43, 44, 227, 264, 294,
a glabíes: 83 295, 296, 298, 303, 319, 374, 492,
A gobardo: 75 585, 596, 600, 607
A gustín, san: 12, 224, 226, 239, 339, 340, A m iens: 215, 218, 378
341, 342, 345, 347, 354, 356, 359, A na d e B re ta ñ a : 285
366, 367, 386, 387, 392, 393, 403, A na, sa n ta : 512
405, 411, 418 A n acleto II: 255
Ailly, F ie rre d ’: 24, 25 A natoiia: 80, 81, 84
al-A ndalus: 84, 85, 92, 94 A ngers: 353, 529, 543, 545
A larcos: 94 A ngers, B e rn a rd o de: 543, 545
Albe, A lberico: 422 A ngilberto: 78
A lberti, L eón: 563 A nglia O rie n ta l: 49
A lberto el Grande: 24 A njou: 169, 285, 351
Albi: 240 Ansel: 432, 453
A icuino: 75, 455 A nfioqnía: 64, 95, 151
A lejandría: 64, 71, 329, 459, 496, 503 A n to n io , sa n : 106, 161, 191
A lejan d ro II: 487 A pulia: 50
A lejan d ro III: 395 A q n in o , T o m á s de: 230, 257, 291, 339,
A lejan d ro IV:229, 256, 376, 388, 389, 416, 419, 424, 443, 444,
A lejan d ro VI: 386 445, 446, 451, 472, 474, 477, 488,
Alem ania: 136, 151, 155, 165, 273, 302, 381 503, 525, 526, 558, 560, 562, 574
Aquiserán: 35, 71, 77 Bagdad: 160, 268, 340, 356
A q u itan ia: 48, 49, 124, 168, 169, 170, 195 Balcanes: 80, 84, 96
AquiLanía, Alienen de: 168 Balduino I: 95
Aragón: 23, 26, 28, 85, 91, 92, 94, 116, Baleares: 94, 151
~118, 119, 371, 254, 275, 289, 292 Ball, John: 276
Arbrissei, Robarlo de: 200 Báltico: 151
Arco, sania Juana de: 267 Bar: 154
Arcuífo: 91 Barcelona: 92, 94, 254, 278
Arena, capilla de: 337 Bardi: 158
Aristóteles: 86, 230, 290, 340, 364, 399, Bari: 80
451,581,574 Basiiea, Concilio de: 288
Arles: 65, 68, 151, 381 Basilio I: 81
Armagnac: 267 Basilio II: 81
Armórica: 49, 55 Baviera: 62,
Arras: 237, 524, 551 Baviera, Luís de: 290
Arrio: 503 Baveux: 120
Artois: 151 Beatriz (amada de Dante): 478
Ariuro, rey: 125 Beauvais: 218
Asía: 398, 399, 585 Beauvais, Vineenl de: 35.1, 352, 532
Asís: 219, 220, 221, 222, 224, 226, 239, Lanfranco de Bec: 387
471, 484, 541 Beda el Venerable: 61, 325, 338, 351, 356,
Atenas: 98 . 398,419
Adámico: 26, 29, 83, 315, 499 Begon III: 213
Áuctibsiii y ,\iculetle: 431-432 Beirut: 96
Augsburgo: 278, 398 Benito, abad de Aniano: 73
Augusto, emperador: 80, 338 Benito, san: 73, ¡95, 200, 436, 499
AügQstoduijensis, Honoriiib: 384, 424, Benzo: 351
428, 525, 548 Berrv, Jean de France, duque de: 272
Aurillac, Gerberlo de (SiKeslíe II): 86 , Béziers: 241
281 Bingen, Hildegarda de: 448, 450, 454
AliIuíi: 182, 539, 540, 555 Biscop, Benito: 526
Auvemia, Guillermo de: 245 Bizancio: 71, 80, 81, 82, 91, 92, 97, 98,
Auxerre: 432 100, 15í , 176, 194, 262, 395, 498,
Auxerre. Hainion d’: 175 532, 541, 577, 585
Averroes: 86 Blois, Enrique de: 545
Aversa, Guitmoudo de: 387 Boccaccio, Giovanni: 265
Avicena: 86 Boecio: 12, 348, 450
Aviñóii: 266, 268, 28í, 288, 379, 389, Bohemia: 55, 91, 193, 282, 283, 291, 360,
541, 548, 561 381
a> ubidas: 83-84 Bohemia, Wenceslao de: 193
Azincourt: 267 Bolonia: 158, 228
Azores: 281 Bominaco, monasterio de: 333
Bonaiuto, Andrea de: 225
Babilonia: 160, 268, 340, 356 Bonifacio VIH: 206, 207, 257, 360, 380
Bacon, Roger: 395 Bordones: 308
Borgoña: 88, 165, 195, 196, 258, 285, 287, Carlos III de España: 308, 310, 312
381, 396, 447 Carlos V: 25, 88, 284, 335
borgoñeses: 267 Carlos VII de Francia: 267, 280, 284,
Bourbon, Esteban de: 234 285,351
Bourges: 208, 210, 215, 217, 267, 378, Carlos VIII: 286, 290
' 280, 289 Carlos de Navarra: 275
Bouvines: 1 19, 169 Carlos el Craso: 79
Bradwardine, Thomas: 399 Carie, Guillaume: 275
Brandán, san: 422 Carolingios: 49, 70, 72, 75, 76, 77, 79,
Brescia, Arnaído de: 243 166^262, 477, 488, 531, 532
Bretaña: 169, 285 Casale, Ubertino de: 360
Brujas: 20, 39, 155, 241, 257, 258, 416 Casiodoro: 66
Brunelleschi: 39, 562 Castelnau, Pedro de: 241
Bruneto Latino: 398 Castilla: 23, 91, 92, 93, 94, 154, 155, 157,
Bruno, Giordano: 398, 400, 432 .159, 166, 167, 170, 171, 198, 224,
Buenaventura, san: 222, 224, 230, 451, 454 254, 271, 273, 275, 282, 283, 289,
Buffalmacco, Buonamico: 270, 428, 429, 326, 374, 491
430 Castres: 240
Bulgaria: 81 Cataluña: 86, 129, 142, 208, 209, 367
Burgos: 155, 200, 215, 381 Catarina de Siena: 222, 583
Ceiano, Tomás de: 222
Cabo de Buena Esperanza: 281 Centula Saint-Riquier: 77
Calabria: 50, 80 Cerdeña: 92, 100, 151
Calcedonia: 459 Cerulario, Miguel: 98
Caleruega: 224 Cesárea, Eusebio de: 338, 356, 458
Calixto II: 202 Cesario, obispo de Aries: 65
Calvario, monte: 543, 556 Cézerac: 368
Cambridge: 229, 231 Champaña: 125, 154, 157. 165, 274, 375
Camposanto de Pisa: 86, 234, 270, 428, Cbartres: 71, 215, 218, 346, 457, 530
429, 432 Chartres, Bernardo de: 146, 346
Canadá: 50 Chaucer, Geoffrey: 279
Canarias: 26, 281 Chauliac, Guido de: 265,
Canavesio, Giovanni: 473 Chenalho: 542
Canossa: 201 Chiapas: 361, 453, 519, 547
cantar de Roldan, El: 70, 94, 122, 192 Childerico: 52, 70
Canterbury: 215, 275, 279 China: 281, 381, 395, 397, 580, 583
Caníerbury, Anselmo de: 229 Chipre: 81, 96
Canuto: 49 Chobham, Tomás de: 233, 335, 406
Capilla Sixtina: 252 Chosroe II: 378-379
Capua: 170 Chrétien de Troyes: 125
Caracala: 528 Cicerón: 76, 78, 352, 406
Caribe: 23, 304 Cirilo, san: 81
Carlomagno: 35, 62, 70, 71, 72, 74, 75, Cister: 200
77, 78, 79, 88, 92, 97, 128, 154, 183, Claraval, Bernardo de: 200
290, 384, 487, 493, 504, 523, 524 Clamanges, Nicolás de: 281
Clara de Asís, santa: 226, 387, 532 Dagoberto: 49
Claudio de Turín: 524 Dama Abunda: 245, 256
Clemente de Alejandría: 496 Damasco: 80, 83, 84-85
Clemente V: 268, 389 Damasceno, Juan: 525
Clemente VI: 548 Damián, Pedro: 201, 487
Clermont: 53, 95, 123, 214, 527, 544 Damieta: 96
Clodoveo: 49, 52, 60, 61, 70, 166 Daniel: 555, 603
Gotario: 49 Datini, Francesco: 578
Cluny: 195, 196, 197, 198/199, 200, 357, Descartes: 33, 479, 564
379, 427, 501, 534 Díaz del Castillo, Bernal: 303
Cluny, Odón de (abad de Cluny): 198, Digulleville, Guillermo de: 384
357, 393, 426 Dinamarca: 62, 91
Codex Calixtinus: 380-381 Dinan: 120
Coeur, Jacques: 278, 280, 282, 285 Diocleciano: 80, 234
Coimbra: 92 Dionisio el Areopagita (seudo): 525
Colón, Cristóbal: 24, 281, 399 Dionisio el Pequeño: 324, 325, 329, 338,
Colonia: 48, 84, 155, 239, 308, 314 357
Colonna: 158 Djerba: 93
Columbano, san: 66 Domingo, santo (Domingo de Guzmán):
Comestor, Pedro: 193 225,436, 499,541
Comitán: 519 Dorestad: 74
Comnenos: 81 Diythelm: 422
Compostela: 36, 157, 379, 380, 381, 382, Duero: 92, 154
383, 384, 428, 538 Duns Escoto, John: 290
Conches, Guillermo de: 345, 398 Duran, Diego: 331, 586
Conques: 213, 381, 420, 428, 527, 528, Durand, Guillermo: 207, 489, 533, 544,
529, 530, 543 550
Conrado II: 88 Durham: 212
Conrado III: 95
Constantino el Africano: 86 Ebstorf: 397, 398
Constantino, emperador: 60 Echternach: 62
Constantinopla: 31, 52, 64, 71, 72, 80, Edén: 434, 477
81,84, 85, 86, 97, 98,290, 459 Edesa: 95
Constanza, Concilio de: 268, 291, 360 Eduardo el Confesor, san: 389, 391
Corbia, Ratramne de: 387 Eduardo III de Inglaterra: 285
Córcega: 151 Edwin (rey): 61
Córdoba: 71, 83, 84, 85, 92, 94 Efesio: 458-459, 509
Cortés, Hernán: 586, 587, 588 Egidio de Roma: 562
Cosmas Indicopleustes: 398 Eginardo: 78, 348, 487
Crécy: 267 Egipto: 80, 83, 84, 95, 96, 406
Cremona, Liutprando de: 97 Elipando: 504
Creta: 81, 98 Eloísa: 478
Cristóbal, san: 311 Enrique el Navegante: 281
Cuba: 26, 588 Enrique II Plantagenet: 91, 165, 167, 169,
Cúpula de la Roca, mezquita de la: 83 170
Enrique III: 531 Ferriéres, Lupo de: 76
Enrique IV: 190, 210 Fibonnacci, Leonardo: 86
Enrique V: 88, 202, 267 Flandes: 39, 125, 131, 151, 154, 159. 165,
Enrique VI: 88 274, 276, 375, 381
Éon de l’Étoile: 359 Flandes, Roberto de: 95
Erik el Rojo: 50 Flandes, Tanchelmo de: 359
Eriksson, Leif: 50 Fleury, san Abbon de: 338, 357
Escandinavia: 50, 52, 62, 109 Florencia: 99, 151, 154, 155, 156, 158,
Escocia: 49, 526 159, 225, 278, 279, 285, 333, 374,
España: 27, 28, 30, 32, 48, 50, 51, 61, 62, 398, 495, 562
64, 68, 70, 75, 83, 84, 85, 92, 93, 109, Florencia, Antonino de: 533
255, 308, 309, 310, 312, 313, 314, Fontcaude, Bernardo de: 240
316, 325, 331, 361, 504, 543 Fra Angélico: 429
Essex: 49 Fra Dolcino: 360
Estella: 381 Francia: 49, 52, 78, 9), 94, 95, 104, 106,
Estrabón: 560 110, 124, 127, 128, 132, 137, 147, 151,
Estrasburgo: 218 155, 157, 158, 165, 166, 167, 168, 169,
Esteban I: 62 170, 171, 175, 180, 181, 190, 192,
Etelberto, leyes de: 51 193, 212, 224,237, 238, 241, 253, 254,
Etiopía: 395 265, 267, 269, 272, 274, 281, 282,
Etna: 422 283, 284, 285, 286, 287,289, 290, 334,
Eurasia: 492 335, 343, 351, 355, 381, 382, 427,
Eva: 276, 404, 405, 411, 434, 437, 486, 486,491,529,531
539, 540 Francia Occidentalis: 52, 78
Eyck, Jan van: 39, 279 Francisco II de Aquino, conde: 474
Francisco de Asís, san: 484
Fanjeaux: 224 Franconia: 88
Farfa. 84 Frankfurt, Concilio de: 504
Fasani, Raniero: 357 Freisíng, Otón de: 345, 357
fatimíes: 83-84 Frejus: 151
Fausto: 412 Friburgo, Juan de: 233
Fe, santa: 527, 528, 529, 545 Froissart, Jean: 265, 351
Federico I Barhairoja: 88, 95 Fromista:381
Federico II: 170, 357 Fugger: 278, 285
Felipe Augusto: 91, 96, 254, 413 Fulda: 62, 75, 76
Felipe de Commynes: 351 Fursy: 422
Felipe I: 190, 486
Felipe II de España: 326 Gabriel, arcángel: 412
Felipe IV el Bello: 267 Gales, País de: 49
Felipe VI de Valois: 267 Galicia: 275, 276, 381
Félix de Urgel: 504 Gand: 250
Fernández, Martín: 211 Ganges: 398
Femando de Aragón: 23, 26, 28 Garde-Freynet: 84
Femando I: 92 Garlande, Jean de: 327
Femando III: 94 Gascoña: 170
Galia: 48-52, 53, 60, 62, 63, 66, 71, 102, Guinefort, san: 245
378 Guiscardo, Roberto: 50, 93, 492
Gautier de Coincy: 510 Gutenberg (Johannes Gensfleish): 28
Gelasio-1: 210 Guvena: 170
Génova: 94, 151, 155, 278, 279, 317 Guzmán, Domingo de: 224
Gerardo de Cambra!: 175
Gerardo de Cremona: 86 Hades: 417
Gero de Colonia: 527 Halés, Alejandro de:
Gers: 368 Hansa: 151
Gerson, Juan: 291, 292, 533, 535 Harala: 62
Gervasio, san: 63 Haroldo, rey: 50, 120
Ginebra (esposa del rey Arturo): 125 Hastings: 50, 120
Giordano de Pisa: 234, 432 Hauteville: 50
Giotto: 220, 223, 539, 541, 561 Henricus Insisten 257
Giovanni, Andrea: 21 Hipona: 418
Gislebertus: 540 Holienstaufen: 88
Glaber, Raúl: 102, 103, 104, 345, 412 Homero: 78
Godoíredo de Bouillon: 95 Honorato, san: 65
Gog (y Magog): 356, 395, 397 Honorio III: 22,1
Graciano: 180, 204, 205, 256, 347 Houdan (donjon): 118
Granada: 23, 24, 31, 85, 86, 94, 288, 303 Hungría: 62, 70, 91, 94, 282, 283, 381
Grecia: 80, 81, 417, 466, 590 Hus, Juan: 291, 360
Gregorio de Nisa: 452
Gregorio de Tours: 63, 351 Iconio: 96
Gregorio I el Grande: 55, 61, 64, 66, 77 íle-de-France: 215, 274
Gregorio II: 97 India: 395 .
Gregorio IX: 205, 206, 228, 240, 256 Indonesia: 96
Gregorio VII: 95, 201, 202, 204, 207, 387 Ingeburga: 413
Gregorio XI: 268, 326 Inglaterra/Gran Bretaña: 34, 37, 49, 52,
Gregorio XIII: 326 61, 91, 103, 104, 120, 127, 129, 147,
Gregorio, san: 427, 436 150, 151,166, 168, 169, 170, 171, 173,
Grenoble, san Hugo de: 200 175, 181, 196, 198,254,265,267,271,
Groenlandia: 50 273, 275, 276, 282, 283, 284, 285, 286,
Grosselesle, Roberto: 230 289, 291, 493, 512, 603
Guadalquivir: 94 Inocencio III: 183, 206, 207, 221, 240,
Guatemala: 309, 316 241, 513, 543,
Guía dd peregrino de Santiago: 381 Inocencio VI: 436
Guiart des Moulins: 193 Irak: 83
Guibeito de Nogeiit: 93, 449, 471, 552 Irlanda: 34, 49, 61, 66, 91
Guichard (obispo de Troves): 253 Isaac: 434, 555, 556
Guiges 1:200 Isabel la Católica: 23
Guillermo el Conquistador: 50, 168, 169, Islandia: 62
196 Ismael: 92
Guillermo el Mariscal: 122, 372 Isolda: 125
Guillermo IX (duque de Aquitania): 124 Italia: 32, 48, 49, 50, 60, 66, 70, 71, 72,
80, 82, 84, 88, 91, 97, 102, 104, 109, Laon, Adalberón de: 175
136, 141, 547, 151, 154, 158, 159, Lara, Manrique de: 21 i
165, 169, ¡81,219,238,239,265,266, Las Casas, Bartolomé de: 29, 177, 401,
271, 281, 282, 302, 337, 357, 359, 546,573,585,618,619
361, 365, 375, 38!, 428, 472, 492, 493, Las Navas de Tolosa: 86
531, 602 Lausana, Enrique de: 238
Lázaro: 418, 421, 434
Jacobo: 434 Le Maris: 238
Jacobo I de Aragón: 94 Le Viste: 280
Jano: 332, 407 ' León: 36, 89, 92, 94, 96, 154, 169, 198,
Japón: 25, 580 211, 216, 275, 359, 361, 381, 554,
Jerónimo, san: 75, 356, 445, 497 563, 602, 611
Jerusalén: 26, 80, 83, 94, 95, 96, 98, 160, León 1: 80, 0
176, 212, 290, 355, 356, 361, 378, 379,
León III: 72, 97
838, 393, 397, 398, 420, 434,436, 439, León IX: 201, 203, 208, 387,
478, 549 León VI: 81,
Jessé: 499 Lérida: 94
Jesucristo: 11, 25, 26, 60, 66, 71, 77, 101, Letrán IV, Concilio de: 171, 231, 232,
184, 224, 254, 458, 586 234, 240, 254, 389, 410, 430, 487
Joaquín, san: 359, 360, 476, 512 Letrán, Concilio de: 268, 496, 539
Juan Bautista, san: 378 Leviatán: 428, 437
Juan Casiano, san: 65, 406 Liébana, Beato de: 353, 355, 504
Juan II el Bueno: 267, 283 Lieja: 159, 389
Juan, san: 35, 96, 197, 246, 238, 330, Liíle, Alain de: 176, 233
332, 353, 355, 356, 378, 434 Limbourg, Pol de: 272
Juan Sin Miedo: 396 Limoges: 381
Juan Sin Tierra: 169, 173 Lisboa: 94
judas: 422, 472, 473 Loarre, fortaleza de: 118, 119
Julio César: 326 Loira: 128, 129, 379, 387
Justiniano (emperador): 49, 71, 80, 186, Lombardía: 292
255, 495 Lombardo, Pedro: 230, 424, 450
Lombers: 240
Kairuan: 71, 84 Londres: 39, 155, 275, 276, 374, 605,
Kazajstán: 96 607, 613, 617
Kent: 49, 61 López de Gomara: 23, 546
Kiev: 81 Lorenzetti, Ambrogio: 152, 153, 161, 562
Kufailai Kan: 395 Lorris, Guillermo de: 350
Lucas, obispo: 4.18, 483, 533, 563
La. Meca.: 82 Luis I el Piadoso: 74, 77, 78, 128, 524
Lagny: i 54 Luis VII: 95, 168
Lamego: 92 Luis IX: 91, 167, 170
Languedoc: 165, 170, 239, 241, Luis XI: 285, 289, 291
Lannoy, Baldón de: 447 Lulero: 357, 427
Lanzarote del Lago: 125 Lutgarda, santa: 538, 553
Laon: 157, 175 Luxemburgo: 398
Luxemburgo, Pedro de: 537 Metz, Amalario de: 176, 387
Luxeuil: 66 Metz, Crodegardo de: 73
Lyon: 71, 75, 99, 238, 239, 245, 280, 612 México: 9, 23, 27, 28, 29, 30, 43, 88, 308,
Lyon II, 226, 435 310, 311, 313, 314, 543, 546, 557,
599, 600, 604, 609, 610, 611, 615,
Máconnais: 131, 142, 612 618, 619
Madeira: 26, 281 Miguel Ángel (Michelangelo Buonarro-
Magreb: 84 ti): 252~, 561
Mahdia: 93 Miguel, arcángel: 186, 380,
Mahoma: 82, 83, 91, 586 Miíán: 63, 155, 158, 215, 237, 409, 458,
Maine: 285 521, 600, 613
Maiol: 196 Milvio (puente): 60, 524
Majencío (emperador): 60 Miranda: 156
Méllense: 280-281 Moctezuma: 586, 587, 588
Malta: 93 Moisés: 339, 522, 555, 586
Mandavile, Juan dé: 398 Moissac: 381, 530
Mani: 411 Molanus: 532, 533
Mansurah: 96 Molesmes, Roberto de: 200
Mantzikert: 95 Montaillou: 241, 421, 470, 471, 606, 613
Map, Walter: 343, 345 Monte Gargano: 380
Maree!, Étienne: 278 Monte Saint-Michel: 380
Marcelino, Amiano;76 Montecassino (abadía); 66, 84, 197
Marcos, san: 34, 36, 379 Monteforte (castillo): 237
María (madre de Dios): 37, 189, 383, Montepulciano, Pietro Domenico da:
415, 458, 459, 460, 484, 508, 509, 266
510, 512, 534, 535, 539 Montfort, Simón de: 241
Marsella: 65, 265, 406, 524 Montpeílier: 229
Martel, Carlos: 49, 70, 493 Montségur (castillo): 241
Martín de Tours, san: 67, 75, 378 Mülhausen: 361
Martín V: 269 Müntzer, Thomas: 361
Martini, Simone: 561 Murcia: 94
Martorana de Palermo, iglesia de: 541
Masaccio: 562 Nápoles: 229, 290
Mateo, maestro: 36, 380, 389, 391, 406, Narbona: 240
417, 434, 483, 484, 486 Navarra: 92, 94, 275, 531
Mateo, san: 417 Nebrija, Antonio de: 23
Matilde (reina): 120 Nestorio: 458-459
Mauro, Rabano: 75, 387, 395, 456 Nicea, Concilio de: 60, 458, 503, 504
Mediterráneo: 33, 50, 71, 80, 84, 96, 99, Nicea II, Concilio de: 523
151, 397, 574 Nicéforo (emperador): 80
Melchisedec: 166 Nicetas o Niquinta: 239
Mercia: 49 Nicolás II: 325,
Mesoaroérica: 318 Nider, Johanes: 257
Mesopotamia: 83, 84 Nilo: 398
Metodio, san: 81 Noé: 339
Norberto, san: 200 406, 417, 421, 443, 444, 450, 452,
Normandía: 169, 203 455,472,474,476,513,542,555
Normandía, Guillermo de: .120 Padua: 229, 337
Normandía, Roberto de: 95 Padua, Marsilio de: 290, 346
Northumbria: 49 Pakistán: 83
Noruega: 62, 91, 108 Palermo: 85, 88, 93, 270, 541, 542
Notre-Dame de París: 212 Palestina: 80, 81, 82, 91, 378
Notre-Dame de Senlís: 510 Pamplona: 531
Notre-Dame-du-Port (Clermont-Ferrand): París: 48, 68, 155, 157, 161, 165, 170,
214,217 212, 223, 227, 228, 230, 232, 241, 248,
Nueva España: 16, 309, 310, 312, 313, 252, 278, 291, 292, 333, 359, 374,
314, 316, 331, 543, 609, 610 388, 389, 391, 396, 407, 424, 447, 450,
Nuevo Mundo: 9, 25, 27, 29, 69, 155, 452, 457, 533, 534, 535, 599, 600,
293, 307, 315, 317, 318, 326, 331, 601, 602, 603, 604, 605, 606, 607, 608,
341, 386, 401, 480, 501, 546, 571, 596 609, 611, 612, 613, 614, 615, 616, 617,
Núñez de Haro (arzobispo): 310 618, 619
Núñez de la Vega: 547 Paris, Mateo: 389, 391
Parma: 360
Ockham, Guillermo de: 290, 481 Parsifal o el cuento del Grial: 125
Odilón, san: 196, 426 Pascal II: 205
Odoacro, san: 31 Patricio, san: 61
Odolric: 213 Pedro el Cantor: 232, 554
Olav de Suecia: 62 Pedro el Venerable: 198, 238, 253, 255, 393
Qlav I Tryggvesson: 62 Pedro, san: 203
omeyas: 83, 84, 85 Peiagio: 405
Orderico Vital: 345, Pelavo. Alvaro: 206
Oresme, Nicolás: 481 Península Ibérica: 23, 49, 70, 86, 92, 94,
Orígenes: 340, 418, 445, 452, 458 136, 170, 253, 265, 269, 282, 317,
Orinoco: 25 319, 355, 373, 380, 294, 492, 504
Orleans: 75, 165, 237 Peñaforte, san Raimundo de: 233, 254
Orléans, Jonás de: 524 Percy: 233, 254
Orosio: 67 Persia: 83
Orsini: 158 Perú: 313
Osma (catedral): 224 Perugia: 357, 531
Osmán I: 84 Peruzzi: 279
Otón I: 87, 97, Petrarca: 281, 589
Otón II: 97 Petrus Marnor: 257
Otón III: 87, 89 Peyraut, Guillermo: 406, 408, 409
Otón IV: 169 Piamonte: 237
Ourique: 94 Picardía: 106, 274, 285
Oxford: 228, 230, 250, 291, 399, 601, Pireneo: 70, 73, 97
605 Pisa: 86, 151, 234, 268, 270, 428, 429, 432
Plan de Carpin, Juan de: 395
Pablo III: 573 Plantagenet: 91, 126, 165, 167, 169, 170
Pablo, san: 55, 195, 205, 340, 379, 382, Piaión: 340, 341, 406
Plinio: 395 Rum: 81, 84
Poitiers: 49, 70, 267, 275, 381 Rusia: 98, 151
Poitou: 169, 586 Rutebeuf: 473
Polo, Marco: 25, 396,
Polonia: 62, 70, 91, 381 Sagrajas: 94
Pórfii'o: 290 Sabagún, Bernardino de: 341, 586
Portugal: 94, 275, 281 Saint-Albans (abadía de): 391
Prato: 278, 383 Saint-Clair-sur-Epte (tratado de): 49
Protasio, san: 63 Saint-Denis (abadía de): 212, 351, 525
Provenza. 283, 285 Sainte-Foy de Conques (abadía de): 428
Provins: 154, 345 Saint-Genis des Fontsinca (abadía): 530
Provins, Guyot de: 345 Saiul-G-illes du Gard (abadía): 238 •
Prudencio (poeta): 405 Saint-Lazare de Autun (iglesia): 182,
Ptolomeo: 398, 399 539, 540
Puglia: 537-538 Saint-Martin de Vicq (abadía de): 536
Pullus, Roberto: 388 Saiui-Omer, Lamberto de: 406
Puy: 380, 381, 510 Saíadino: 84, 95, 96, 379
Salamanca: 27, 211, 229
Quarton, Enguerrand: 436, 438, 439, 515 Salerno: 86, 201
Sálicos: 88
Rabelais, Franfois: 335 Salimbene: 167
Radbert, san Pascasio: 387 Salisbury, Juan de: 167, 457
Ratisbona: 158, 346, 385 Salomé: 555
Ratisbona, Amaldo de: 346 Saltillo: 310
Ralisbona, Bciioldo de: 385 Saiustio: 78
Ravena: 71, 72(78, 97, 197, 526, 539 San Apolinare Nuovo (basílica de): 526
Recaredo (rey): 63 San Cristóbal de Las Casas: í 5
R c im s : 61, 215, 218, 267, 359 San Damiano (iglesia): 219
Remi (obispo de Reims): 61, 382 San Esteban de Bourges (catedral): 217
Renania: 48, 71, 239, 506 San Félix de Caraman: 239
Rliin: 71 San Juan de Acre: 96
Ricardo Corazón de León: 96, 169, 359 San Martín (abadía de): 378
Rocamador: 382 San Pedro de Roma: 526
Ródano: 78 S a n Pedro v el juglar: 432
Roger II: 50, 88, 91, 541 San Pelegrino (capilla): 333
Roma: 13, 31, 35, 47, 50, 51, 52, 53, 60, San Pere de Roda (monasterio de): 208,
61, 64, 67, 70, 71, 72, 76, 77, 78, 80, 2,09
81,84,87,97, 105, 158, 186, 198,205, San V ícloi', Hugo de: 525
206, 268, 324, 329, 330, 340, 343, San Víctor,-Ricardo.de: 419, 554
379, 380, 381, 382, 383, 386, 436, 439, San Vilale de Ravena (basílica de): 526
486, 509, 510, 511, 526, 533, 539, Sandio VII: 531
545, 562 Santa Maria del Carmine (iglesia): 562
Romans, Humberto de: 234 Santa Marta de Trastevere (iglesia): 510,
Romualdo, san: 200 -511 -
Rothari (edictos de): 51 Santa Maria Maggiore (iglesia): 509-
Santa María Novella (basílica de): 225 Stefaneschi, Jacopo: 561
Santa Sofía (basílica de): 81 Suabia: 88
‘Santiago: 380, 381, 382, 383, 414, 537 Suecia: 62, 91
Santiago de Compostela: 36, 157, 379, Suetonio: 78, 348
380 Suffolk: 52
Santiago Matamoros: 23, 382, Suger: 212, 218, 525, 537, 549
Santo Domingo en Oaxaca: 499 Sully, Eudocio de: 388
Santo Sepulcro: 83, 378, 436 Sumatra: 395
Saona: 78 Sutri (tratado de): 202
Sarraz, Francois de la: 38 Sutton-Hoo: 52
sasánidos: 82-83
Satán: 256 Tabor (monte): 360
Sclafani (palacio): 270 Tántalo: 430
Scrovegni, Enrico: 337 Tárenlo, Bohemundo de: 95
Segarelli, Gerardo: 360 Ternpier, Esteban de: 230, 452
Semur, Hugo de: 196 Tenochtitian: 586, 588
Sens: 212, 334 Teodorico: 31, 48
Sepúlveda, Juan Ginés: 573 Teodosio (emperador): 60
Serenus: 524 Teoduífo (obispo de Orleans): 75
Sheol: 417 Teófano: 97
Sevilla: 25, 55, 75, 94, 339, 364, 374, 395, Teófilo, san: 412, 413
398 Tepeyac (cerro del): 307
Sevilla, Isidoro de: 25, 55, 75, 339, 364, Terencio: 78
395, 398 Terranova: 50
Sheppard: 271 Tertuliano: 338, 445, 470, 484, 522, 570
Siberia: 396 Tesalónica: 98
Sicilia: 50, 80, 84, 85, 88, 9.1, 93, 151, Tiberio (emperador): 338
.169, 170, 379, 492, 542 Tiro: 96
Sidón: 96 Tnugdal: 422
Siena: 152, 161, 222, 292, 531, 538 Toledo: 64, 86, 93, 94, 504
Siena, Bernardino de: 292 Tolosa: 94, 95, 110, 165, 170, 224, 229,
Silva Candida, Humberto de: 201, 204 239, 240, 271, 284
Silvestre II (papa): 86, 87, 97 Tolosa, Raimundo de: 95,
silyiiquíes: 84, 95 Tonanízin: 307
Simón el Mago: 203 Tordesillas.(tratado de): 386
Siria: 52, 80, 81, 82 Tortosa: 94
Sixto IV: 380, 512 Toscana: 284
Santa María deí Piano (abadía de): 474 Tournai, Esteban de: 161
Sogomomba-kan: 586 Tournai, Simón de: 390, 457
Soldin: 156 Tours: 49, 63, 67, 75, 351, 378, 381, 387,
Solimán el Magnífico: 84 388, 526
Solórzano Pereira, Juan de: 304 Tours, Berengario de: 387
Songe du Vergier, Le: 286 Trento, Concilio de: 488, 532
Sprenger, Jacobus: 257 Tréveris: 48, 71, 155
Staffelsee: 59 Trípoli: 93, 95
Tristán: 125 Villeneuve, Arnaud de: 155
Troves: 125, 154, 257, 267 Villeneuve-lés-Avignon: 436, 438
Túnez: 96 Vincennes: 170
Turingia: 361 Virgilio: 478
Tuy, Lucas de: 533, 563 Visconti: 158
Tyíer, Wat: 275 Viseu: 92
Vitruvio: 110
Umbría: 271 Vitry Jacques de: 233, 245, 470
Urbano II: 95, 123, 208, 357. 486 Volto Santo de Lucca: 543
Urbano IV: 389 Vorágine, Jacques de: 606
Utrecht: 62 vosgos: 66
Vouillé (batalla de): 49
Valdo, Pedro: 238-239 Vuolvinus: 521
Valencia: 94
Valenciermes, Hermán de: 193 Waiblingen: 88
Valladolid: 573 Wearmouth-Jarrow: 526
Vaud: 38 Wessex: 49
Venecia: 98, 151, 154, 155, 158, 281, 379, Westminster: 531
395 Willibrord, san: 325
Ventoux (monte): 589 Worms, Concordato de: 202, 244
Venus: 399, 523 Wyclif, John: 291, 476 '
Verdún: 78
Vermandois: 165 Xante, Norberto de: 200
Verona: 158
Verónica, santa: 543 York: 37, 75, 334, 412
Vespucio: 24
Vézelay (basílica de): 25, 381, 585 Zacatecas: 313
Vicente Ferrer, san: 292, 357 Zannequin: 276
Viena: 35, 96, 556 Zaragoza: 94
Villani, Giovanni: 280 Ziani: 158
ÍNDICE GENERAL

Prefacio, Jacques Le G o f f ................................................................................ 9


Agradecimientos .................................................................................. .............. 15
Introducción, ¿Por qué interesarse en la Europa medieval? ................... 19
La co n stru cció n de la idea de E dad M edia ........................................ ' 19
E stu d ia r la E d ad M edia en tierras am ericanas . . . / ........................ 23
¿U na “h eren cia medieval de México”? .................................................. 28
P eriodizaciones y larga E dad M e d i a ..................... .............................. 31

P rim era p a rte


Formación y auge de la cristiandad feudal

I. Génesis de la sociedad cristiana. La alta Edad M e d ia ........................ 47


Instalació n de nuevos pueblos y fragm entación de Occidente . . . 47
T rastocam iento de las estructuras antiguas ...................................... 52
Conversión al cristianism o y arraigam iento de la I g l e s i a .............. 60
El R enacim iento carolingio (siglos vm y ix) ...................................... 69
El M editerráneo de las tres c iv iliz a c io n e s.......................................... 79

II. Orden señorial y crecimiento f e u d a l ...................................................... 101


El auge del cam po y de la población (siglos xi a xm) ..................... 103
La feudalidad y la organización de la aristocracia .......................... 114
El establecim iento del señorío y la relación de dom inium ............ 134
La d inám ica del sistem a f e u d a l............................................................. 150

III. La Iglesia, institución dom inante del fe u d a lis m o ............................... 176


Los fu ndam entos del poder eclesial .................................................... 178
R efundación y sacralización creciente de la Iglesia (siglos xi y xn) 194
El siglo xm: u n cristianism o con nuevos acentos ............................ 208
L ím ites y contestaciones de la dom inación de la I g le s ia ................ 236
IV. De la Europa medieval a la América c o lo n ia l................................... 264
La baja E dad M edia: ¿triste otoño o dinám ica continuada? .. . 264
La E uropa m edieval hace pie en América .............. ....................... 294

S eg u n d a pa rte

E slnicluras fundam entales de la sociedad medieval

V. Marcos temporales de la cristiandad .................................................. 323


Unidad y diversidad de los tiem pos so c ia le s..........................-. . . . 324
Ambigüedades del tiem po h is tó r ic o ......... ........................................ 338
Límites de la historia y peligros de la escatología ....................... 351

VI. Estructuración espacial de la suciedad ¡cudal ................................. 364


Un univ erso localizado, fundado en el apego a la t i e r r a .............. 365
El espacio polarizado del fe u d a lis m o ............................................... 374
La Iglesia, articulación de lo local y lo universa] .......................... 385

VIL La lógica de ia salvación ...................................................................... 403


La guerra del Bien y del M a l ............................................................... 404
El m undo terren al y el m ás allá: u n a d ualidad que se consolida 417
El sistem a de los cinco lugares del m ás a l l á ................................... 427

VIII. Cuerpos y almas. Persona Ilui nana y sociedad cristiana .............. 442
El hom bre, unión de alm a y c u e r p o ................................................. 443
La articulación de lo carnal y lo espiritual: u n m odelo social .. 455
Una m áquina para espiritualizar, entre desviaciones y afirmaciones 468

IX. El parentesco. Reproducción física y simbólica de la cristiandad. . . 483


El parentesco carnal y su control por parte de la I g l e s i a ........... 485
La sociedad cristiana com o red de parentesco e s p ir itu a l........... 494
El parentesco divino, pu n to focal del sistem a .............................. 502

X. La expansión occidental de las im á g e n e s .......................................... 521


Un m undo de im ágenes nuevas ........................................................ 522
La fuerza de ia rep resentación . . . ; ................................................. 547
ÍND ICE GENERAL

Conclusión. E l feudalism o o el singular destino de O ccidente.................. 567


Lógica general de la articulación de los c o n tr a r io s ......... ................ 568
El rigor am bivalente del sistem a e c le s ia l............................................. 570
La expansión de Occidente (referencias te ó r ic a s ) ............................ 575
S istem a feudal versus lógica im perial .................................................. 579
S istem a eclesial versus lógica de los paganism os ............................ 585
El O ccidente y sus otros: u n a oposición d is im é tr ic a ........................ 592

B ib lio g ra fía .......................................................................................................... 599


Créditos de las im á g e n e s ......... ........................................................................ 621
Indice o n o m á stic o .............................................................................................. 623
L a civilización feudal. E uropa del añ o m il a la colon ización
de Am érica, de .Tcrómc B aschet, s e te rm in ó d e im p rim ir y
e n c u a d e rn a r en d iciem bre de 2009 en Im p re so ra y
E n c u a d e rn a d o ra P rogreso, S. A. de C. V. (ie p sa), Calzada
S an L orenzo, 244; 0 9 8 3 0 México, D. F. En s u com posición,
elab o rad a en el D ep artam en to de In teg ració n D igital del
F on d o de C ultura E conóm ica p o r Yolanda M orales C alvan,
se u sa ro n tipos New A ster LT Std. El diseñ o de la p o rtad a
co rrió a cargo de Paola Álvarez Baldit, y la edición estuvo al
cu id ad o de Carlos R oberto Ram írez Fuentes.
El tira je consta de 2000 ejem plares.

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