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Performance en Antropología: contexto de surgimiento, apropiaciones y

aplicación1
Manuela Rodriguez (UNR)

Resumen: A partir de un desarrollo de las líneas teóricas en las cuales el


concepto de performance comenzó a ser utilizado y ampliado para fines de
investigación social, se buscará comprender su surgimiento y arraigo dentro del campo
antropológico. Finalmente, se propondrá un ejemplo de su productividad analítica,
aplicando un abordaje desde la performance a un caso determinado: la danza del
candombe montevideano, tema de mi tesis de Licenciatura.
Palabras claves: antropología – performance – candombe montevideano

Abstract: From a theoretical development that has broadened the concept of


performance and expanded its use to social research, I will seek to understand its
emergence and roots in the anthropological field. Finally, I will propose an example of
its analytical productivity, applying a performance approach to a particular case: the
candombe montevideano dance, subject of my Thesis.
Key-Words: anthropology - performance – candombe montevideano

Problemáticas vinculadas: representación/acción – sociedad/individuo


Varios autores han llamado la atención sobre el campo interdisciplinar que
inauguran los estudios de performance (Schechner, 2000; Silva, 2005; Dawsey, 2006;
Citro, 2006a; Langdon, 2007; Taylor y Fuentes, 2011). La búsqueda de comprensión
sobre la dimensión simbólica de las prácticas (fundamentalmente la relación entre
representación y acción), así como la estructura procesual de las experiencias vividas (la
dinámica social), ha llevado a muchos teóricos, fundamentalmente interesados en la
ritualidad, la teatralidad y la comunicación e interacción social, a ampliar problemáticas
y enfoques con el objetivo de abordarlos como géneros performáticos propios del
mundo contemporáneo. Aunque estos estudios podrían considerarse transdisciplinarios,
porque ponen en movimiento teorías provenientes de diversas disciplinas -lingüística,
antropología, sociología, psicología, arte, entre otras-, me focalizaré en este trabajo en
preocupaciones que llevaron a distintos antropólogos a optar por una mirada centrada en

1
Este artículo se encuentra publicado en la Revista de la Escuela de Antropología vol. XX, Facultad de
Humanidades y Artes, UNR
la performance. ¿Qué significa “mirar desde la performatividad”, estudiar un fenómeno
como “hecho performativo” o como “hecho performático”? ¿Qué giros teóricos
debieron realizarse para que los estudios antropológicos se interrogaran por la
performance? Como afirman Langdon (2007) y Peirano (2006), lo que diferencia a los
estudios de performance es la forma de abordar los eventos sociales: no aquello que se
estudia, sino la manera de enfocarlos, poniendo especial atención en la performatividad
de los mismos. Intentaré dar un breve panorama de este giro en la “alteração no
direcionamento do olhar” (Langdon 2007: 9)
Considero que esta historización debe girar alrededor de la problemática relación
entre individuo-sociedad, buscar en la tensión entre la determinación y la relativa
autonomía de ambas esferas, y focalizar especialmente en el vínculo entre
representación-acción. De este vínculo complejo se derivan viejos dualismos de la
ciencia social como la diferente jerarquía analítica dada al mito sobre el rito, a la palabra
sobre la acción, a la mente sobre el cuerpo. Cómo se reproduce y transforma la
sociedad, qué incidencia tiene la acción del sujeto en ese devenir, cuán determinada está
su subjetividad por la normativa social, cómo se producen los cambios subjetivos, en
qué medida intervienen los cambios históricos en ese desarrollo, cuál es la eficacia de
las prácticas y representaciones sociales, cómo logran instituir formas de pensar y
actuar; estas son algunas de las cuestiones que podrían encontrarse en el núcleo de la
problemática que estoy situando y que han sido retomadas y reformuladas por lo que se
ha dado en llamar, sin demasiado consenso, la "antropología de la performance”.
Como señala Blázquez (2000), en la historia de la Antropología como disciplina
científica podríamos identificar al menos tres vertientes en lo relativo al estudio de los
rituales y la problemática relación entre representaciones sociales (mitos) y acción
social (ritos): a) La intelectualista, representada paradigmáticamente por James Frazer
en La rama dorada (1890). Desde esta perspectiva, los sujetos realizan prácticas rituales
porque están inmersos en la eficacia de las creencias adquiridas socialmente, las cuales
no pueden ser discutidas porque existen mecanismos psicológicos que lo impiden; estas
creencias se originan como una explicación al mundo extraño y desconocido, y son
concebidas como proto-ciencia, en vistas de la teoría evolucionista que sustenta estos
estudios. En esta concepción las creencias originan las prácticas; por lo tanto el objetivo
del investigador es captar el signo ritual, encontrar la creencia que lo sustenta, buscando
el significado literal de los términos utilizados en la explicación nativa. Esta postura
teórica es acorde a las teorías psicolingüísticas o cognitivas, ya que recurren a una
explicación psicológica o mental, más que sociológica (Blázquez 2000: 177, 178). b) La
simbolista, inaugurada por Robertson Smith y que luego obtuvo mayor desarrollo con la
escuela sociológica francesa, de Emile Durkheim en adelante. Aquí la creencia surge a
partir de la acción (social), y se manifiesta como representación, no explicación, del
mundo. Lo que habría que “descubrir” es qué es lo que se representa, siendo siempre la
representación de otra cosa; entendiendo que existe una racionalidad subyacente de la
cual el sujeto no puede dar cuenta. Para ello es necesario recurrir al contexto, para
entender el sentido de los signos rituales. Es en contexto en donde es posible encontrar
la racionalidad de esas prácticas y creencias, porque siempre traducen alguna necesidad
social. Si bien la relación representación-acción es aquí más compleja, sigue
predominando una “interpretación” de la simbología ritual (Blázquez 2000: 178-182) c)
La culturalista, representada fundamentalmente por Bronislaw Malinowski, que
inaugura un tipo de definición pragmática del significado de las representaciones, pues
asocia el significado a la mudanza efectiva producida por el enunciado en el interior del
contexto de enunciación. Al analizar la eficacia de la magia (palabra + acción) el autor
resalta el aspecto pragmático e ilocucionario (repetitivo, citacional) del signo mágico,
que deja de ser arbitrario para adquirir su significado en el mismo contexto que ayuda a
crear. Es la capacidad mágica de las representaciones de producir aquello que
representan, adquiriendo así valor cultural, es decir, además de representar “otra” cosa,
crean aquello que representan (Blázquez 2000: 184,185).
Posteriormente, el estructuralismo de Levi-Strauss logró superar algunas
dualidades, así como instauró otras casi infranqueables que produjeron reacciones
críticas todavía existentes. Logró reunir los abordajes intelectualistas y simbolistas,
proponiendo una estructura mental que operaba simbólicamente. De esta manera,
desestabilizó la división entre primitivos y civilizados, proponiendo que todos los
hombres eran racionales en contexto, y que pensaban de la misma forma (binaria),
entendiendo así que magia, religión y ciencia eran en verdad formas de conocimiento
paralelas (Peirano 2002:18). Sin embargo, por otro lado, potenció la diferencia entre
mitos y ritos, atribuyendo importancia a los primeros y considerando a los segundos
como sus derivados (los rituales son “buenos para pensar”); reinaugurando la vieja
división entre representaciones sociales y realidad material (o entre palabra y acción).
Durante mucho tiempo, la visión culturalista y pragmática de Malinowki (creencias y
prácticas como “buenas para vivir”) se abandonó, en la búsqueda de un rigor científico
que se creía perdido; y en el cual lo correcto fue limitar las variables de análisis y
afirmar la especificidad irreductible de cada uno de los sistemas sociales como
parentesco, economía, política, religión (olvidando la propuesta maussiana del hecho
social total) (Peirano 2002:22,23). El estructuralismo puso énfasis en lo cognitivo del
significado, en su arbitrariedad (anulando la relación entre forma y contenido o entre
significante y significado), y en la ubicación explícitamente abstracta de la estructura,
divorciada en todos los sentidos de las acciones e intenciones de los actores (Ortner
1993:7). Para esta teoría, los mitos “representan” las estructuras de la mente, las
operaciones, pero no “algo”; se los divorcia completamente de su referente empírico
(Blázquez 2000:183).
Alrededor de la década del ´60 se consolida el estructuralismo, paralelamente a
la antropología simbólica y a la ecología cultural, cada una de ellas con sus
especificidades respecto del abordaje de la relación sociedad (cultura) – individuo
(Ortner 1993). Dentro de la antropología simbólica, podríamos diferenciar los abordajes
de dos de sus referentes más importantes: Clifford Geertz y Victor Turner. Del lado
norteamericano, la escuela geertziana –marcada principalmente por una antropología de
la cultura– aborda la forma en que los símbolos operan como vehículos, como
modeladores de los actores sociales en sus formas de ver, sentir y pensar el mundo; del
otro lado, la vertiente británica – más interesada por los procesos sociales – representada
por el “joven” Turner, se focaliza en los símbolos como operadores en el proceso
social, fundamentalmente en las situaciones de crisis. Según Ortner (1993), a pesar de
que la vertiente de EEUU pensaba a la cultura como un producto de la actuación social
–proponiendo abordar los estudios “desde el punto de vista del actor” –, sin embargo,
no desarrollaron un sentido político de la cultura, no se preguntaron por la
consolidación y el mantenimiento de los sistemas simbólicos. En cambio, la influencia
marxista en Turner, insistía en que el estado normal de la sociedad era el conflicto y la
contradicción; en ese sentido, los sistemas simbólicos funcionaban como reguladores de
conflictos y, en ciertos contextos, como productores de transformación social, haciendo
hincapié en la pragmática de los símbolos (Ortner 1993:3,4). De todas maneras, ambas
perspectivas, continuaron sosteniendo la importancia de las representaciones sobre la
acción ritual.
En el caso de Geertz, Blázquez señala cómo en su interpretación de las riñas de
gallo balinesas, el ritual se convierte en un comentario metasocial sobre la forma de
clasificar de esa sociedad: el rito y las representaciones se convierten en modelos de y
modelos para los sujetos (2000:189); es decir, la simbología ritual sirve sobre todo
como reproductor de lo social y su interpretación nos da un acceso a su cultura. Sobre
Turner, Peirano comenta cómo –a pesar de su explícito rechazo a la teoría estructuralista
que lo llevó a rescatar la dimensión procesual del vivir– continuó considerando a los
ritos como dramas sociales fijos y rutinizados, por lo cual sus símbolos estarían aptos
para un análisis microsociológico refinado. En esta concepción, los símbolos instigan a
la acción (y no viceversa), aunque disputaba con el estructuralismo que los sistemas
simbólicos nunca se realizaban a la perfección (Peirano 2002: 21,22). Dentro de esta
línea simbólica, podemos situar también a Milton Singer, quien propuso a principios de
los `70 la categoría de performances culturales. Si bien continuaba con las líneas
teóricas que tomaban lo representacional como aquello que expresaba y comunicaba los
componentes elementales o básicos de una cultura, fue el primer autor en dar una
definición de performance como “actuaciones” que podían ser delimitadas como
“unidades de observación”, ya que poseían un tiempo limitado, un comienzo y un final,
un programa organizado de actividades, ejecutantes y audiencia, y se desarrollaban en
un lugar y ocasión determinadas (Citro, 2006ª: 90).
A principio de los años `70, hubo una fuerte reacción al estructuralismo,
principalmente en campos como la lingüística, la filosofía, la antropología y la historia.
Como dice Ortner (1993), se cuestionaba la poca relevancia que se le daba a la intención
subjetiva en el proceso social y cultural, y la negativa a considerar cualquier impacto
significante de la historia o “acontecimiento” sobre la estructura. Empezaron a
elaborarse modelos alternativos, en los cuales tanto agentes como acontecimientos
jugaban un papel más activo y transformador. Parte de estos cambios de perspectiva se
venían desarrollando desde la segunda posguerra, en el marco de los proceso de
descolonización y del surgimiento de movimientos sociales radicales como la
contracultura, el movimiento antibélico y el feminismo, sobre todo en Estados Unidos.
El orden existente fue cuestionado y en antropología las críticas fueron contra la ligazón
entre la disciplina y el colonialismo (Menéndez, 2010). Sin embargo, la mayoría de los
análisis continuaron bajo la tradición funcionalista que pensaba la acción humana y el
proceso histórico como totalmente determinados por la estructura o el sistema social,
analizando los mitos, los rituales, o los tabúes como reproductores del status quo. Dice
Ortner: “Sea la oculta mano de la estructura o la destructiva ceguera del capitalismo
visto como el agente de la sociedad-historia, ciertamente no está colocada en ningún
lugar central la gente real haciendo cosas reales” (1993: 11). Si bien la incidencia de lo
que se llamó “el giro lingüístico” ya desde fines de los `50 había comenzado a instalar la
preocupación por los actos de habla, la acción del sujeto sobre la estructura del lenguaje
y la importancia de la lengua para la socialización, fue recién a partir de 1980 que todas
estas nuevas tendencias artísticas e intelectuales se afianzaron en las ciencias sociales.
De esta forma, comenzaron a circular dos conjuntos de términos analíticos e
interrelacionados que cuestionaban las posturas precedentes; el primero trata de la
práctica: praxis, acción, interacción, actividad, experiencia, performance; el segundo se
focaliza en el agente: actor, persona, uno mismo, individuo, sujeto. En EEUU, el
interaccionismo simbólico y la microsociología de Goffman ponían en cuestión la
relación existente entre estructura e intervención humana. Goffman (1959) fue uno de
los primeros en tomar los hechos sociales de interacción “cara a cara” como formas de
actuación en su sentido más pleno, proponiendo la metáfora del teatro para su estudio,
pero supuso una libertad casi “ideal” de los sujetos: “considera las interacciones como
juegos en los cuales los actuantes se comportan como estrategas, como seres
calculadores, y en los que manipulan información para lograr sus fines” (Rigaux y Nizet
2006). Varios autores retomaron esta relación de la vida social con el teatro, pero dieron
un giro respecto de la “intencionalidad” de los actos humanos (más adelante veremos
los casos de Turner y Schechner).
En general, dice Ortner (1993), todas estas teorías cuestionaban la visión
dominante, esencialmente parsoniano-durkheimiana, del mundo determinado por reglas
y normas. Reconocían que la organización institucional y los patrones culturales
existían, pero lo tomaban más como condicionantes que como determinantes de la
acción. Los nuevos “teóricos de la práctica”, como los llama Ortner, que se afianzan en
la década del 80´, tienen la necesidad de entender de dónde viene “el sistema”, es decir,
cómo es producido y reproducido y cómo cambió en el pasado o cómo será su cambio
en el futuro. Están preocupados por lo procesual, ponen el eje en la historia, postulando
nociones como: tiempo, proceso, duración, reproducción, cambio, desarrollo,
evolución, transformación. Es un traslado del análisis estático, sincrónico, al análisis
diacrónico, procesual. Todos los cambios ocurridos en esta década abrieron el camino
para un nuevo tipo de paradigma que la autora llama “teoría moderna de la práctica” y
que busca explicar las relaciones que se obtienen entre la acción humana, por un lado, y
alguna entidad global (el sistema), por el otro. Según Ortner, lo que está en juego en las
discusiones teóricas de la época se podría resumir en tres afirmaciones: a) la sociedad
es un producto humano; b) la sociedad es una realidad objetiva; c) el hombre es un
producto social (Ortner 1993:20). La mayoría de las teorías han enfatizado el segundo
postulado: que la sociedad o la cultura se puede concebir como una realidad objetiva
con su dinámica propia, divorciada en gran parte de la intervención humana. Los
antropólogos culturales y psico-culturales norteamericanos, se detuvieron en el tercer
componente: las formas en que la sociedad y la cultura proporcionan personalidad,
conciencia, maneras de percibir y de sentir. Lo que surge en los 80`, desde distintas
posturas teóricas, es la comprensión de cómo la sociedad y la cultura son producidas y
reproducidas a través de la intención y la acción humanas.

Performance como categoría de análisis antropológica


El contexto de surgimiento de estas ideas es la crisis vivida en la década de
1970, cuando las transformaciones ocurridas en los distintos campos de estudios
impactan en la antropología que comienza a lidiar con un mundo posmoderno y
poscolonial, caracterizado por lo imprevisto o indeterminado, la heterogeneidad, la
polifonía de voces, las relaciones de poder, la subjetividad y la transformación continua
(Langdon, 2007: 11, 12). Frente al nuevo mundo globalizado, caracterizado por el
multiculturalismo, los procesos de desterritorialización y reterritorialización (Ortiz
2004), y la dialogicidad e intertextualidad de sus acontecimientos, distintos eventos
performáticos fueron analizados como expresiones y negociaciones de poder. De esta
manera, se redujo la atención sobre la colaboración participativa que caracterizó a los
estudios de las décadas del ´60 y ´70, a la vez que se incrementó la preocupación por la
emergencia de los significados resultado de la interacción social, en situaciones que
envuelven actores e intereses heterogéneos. En este sentido, se consideró que las
performances tenían un papel constituyente.
En Antropología se pueden señalar dos ámbitos de actuación de estas nuevas
ideas: la etnografía de la performance norteamericana, derivada de los estudios
sociolingüísticos y del folklore; y la antropología de la religión, sobre todo aquellos
autores interesados en las prácticas rituales. Por un lado, en el contexto norteamericano
y vinculado a los problemas tradicionales de los estudios folclóricos, surgió la
etnografía de la performance, que se desarrolló a partir de las escuelas de la
sociolingüística y de la etnografía del habla (Dell Hymes), centrando su preocupación
en el papel del lenguaje en la vida social (Langdon 2007). Este campo de estudios se
consolidó a fines de los 70’, a partir de la investigación sobre la interacción social en el
acto de comunicación, otorgando especial atención al carácter emergente de los eventos
performáticos. En 1977, Richard Bauman definió la performance como “arte verbal”,
es decir, como evento comunicativo en el cual las funciones expresivas y poéticas eran
dominantes; estas funciones resaltan el modo de expresar un mensaje y no sólo su
contenido. Para estos autores la performance es un evento situado en un contexto
particular, construido tanto por los participantes como por la situación y las reglas que
guían la acción. Lo performático, además, se consideró como aquello que causaba, de
algún modo, extrañamiento, provocando un mirar no cotidiano en donde la experiencia,
la agencia de los sujetos y el proceso adquirían relieve. Así, desde la propuesta teórica
de Bauman y Briggs (1990), los actos performáticos se estructuran: son señalizados
mediante reglas básicas como secuencia de acción, modos de hablar, moverse,
interactuar, que son específicas de la situación; la participación también está
socialmente construida a partir de los papeles que los participantes asumen, como
puede ser el de actor o espectador. A su vez, se propone que la performance es una
categoría universal, en el sentido de que corresponde a eventos que acontecen en todas
las culturas, y que todas las sociedades humanas tienen varios géneros de performance.
Por otro lado, y en la misma época, la categoría de performance tuvo un impacto
importante en los análisis del ritual, especialmente en los abordajes de Victor Turner y
Richard Schechner; así como de Stanley Tambiah. Para Turner y Schechner, los rituales
fueron entendidos como acciones “dramáticas” a través de las cuales se actúan,
representan y simbolizan elementos claves de la vida social; constituyéndose así en una
región privilegiada para conocer una sociedad, su ideología dominante, su sistema de
valores, así como los conflictos que la atraviesan en un momento determinado. Tanto
Turner como Geertz refieren en trabajos canónicos a la categoría de “performances
culturales” propuesta ya por Singer. En los últimos trabajos, Turner enfatizó el carácter
reflexivo de las performances, proponiendo que en ellas el hombre se revela a sí mismo,
para sí mismo. En este sentido no refleja o expresa meramente un sistema social, sino
que es a menudo una crítica, directa o velada, de la vida social que la produce, una
evaluación de los modos en que una sociedad se concibe a sí misma. De esta manera,
establece una relación entre el ritual y el teatro, y entre los dramas sociales y los
estéticos, otorgando a la categoría de performance un lugar central: “Performance es
central en el pensamiento de Turner porque los géneros performativos son ejemplos
vivientes de rituales en/como acción (…), todas las performances tienen como núcleo
una acción ritual, una ‘conducta restaurada’” (Schechner, 1987: 7). Para Dawsey
(2006), Turner produce un desvío metodológico en el campo de la antropología social
británica al comprobar que las propias sociedades de burlan de sí mismas, suscitando
efectos de parálisis en relación al flujo cotidiano (Dawsey 2006: 18). Lo que plantea
Turner es que en el margen, en lo liminal, se producen efectos de extrañamiento,
generándose nuevos sentidos. Este es el lugar de la reflexión, lo que considera como
metateatro, tomando la alusión al teatro de la vida cotidiana de Goffman. En esos
instantes, de communitas, las personas pueden verse frente a frente como miembros de
un mismo tejido social, en una especie de “espejo mágico” donde los elementos
cotidianos se reconfiguran, recreándose universos sociales y simbólicos (Dawsey
2006:18). El encuentro de Turner con Richard Schechner, en los años 80`, se marca
como el momento en donde se configura la antropología de la performance y de la
experiencia. Según Schechner (2000), los estudios de performance son un modo de
entender la escena de este mundo complejo, contradictorio y dinámico, propio del
período poscolonial. Es decir, se puede constituir en un método de amplio espectro,
interdisciplinar, que pueda ahondar en las “actividades humanas de performance”
(actividades que contienen conductas restauradas), que son para la ciencia social
constitutivamente paradojales: performáticas en tanto repetidas ad infinitud, pero a la
vez únicas e irrepetibles cada vez. Estas actividades humanas de performance, se
caracterizan por un tipo de comportamiento (ritualizado) que describe como “conducta
practicada dos veces”, actividades que no se realizan por primera vez sino por segunda
vez y ad infinitud. La ausencia de originalidad o espontaneidad es la marca distintiva de
la performance, sea en las artes, en la vida cotidiana, la ceremonia, el ritual o el juego
(Schechner 2000:13). A mi entender, el giro se produce cuando se involucra en el
análisis de las performances como representantes de la estructura social su dimensión
antiestructural, en donde los sujetos pueden abrir el juego y poner en acto otras formas.
Vemos, entonces, cómo la dimensión reflexiva del evento performático es puesto de
relieve tanto por los teóricos del ritual como por los de la interacción social producida
en los actos de comunicación; se infiere así una estructura en estos eventos, posible de
ser recortada y analizada, en la cual lo emergente revela tanto de la estructura como de
sus fisuras internas. Los programas metodológicos de cada una de estas áreas, la manera
en que es posible analizar estos eventos como performances, caracterizan los alcances
de cada propuesta teórica. No es algo en lo que me detendré aquí, pero sí quisiera
señalar el trabajo de Tambiah, por el enfoque puesto especialmente en el carácter
performativo de la eficacia de estos eventos; aspecto que lo diferencia de los abordajes
hasta aquí señalados.
¿Cómo un evento performático puede “concretamente” producir reflexividad, y
transformación? ¿Qué mecanismos actúan para que en un ritual, en un acto de
comunicación, o en un hecho social destacado como “especial”, pueda “reproducirse”
y/o “subvertirse” una cosmología dada? Para Peirano (2006), ha sido Tambiah el autor
que ha logrado dar un verdadero giro en el análisis clásico de los rituales, desde una
perspectiva performativa, atendiendo por un lado a la dimensión estructural de los
sistemas simbólicos, pero también, y sobre todo, a la eficacia de los símbolos en unir
individuos y grupos a reglas morales de conducta. Para Tambiah (1985), el análisis de la
eficacia ritual sólo puede hacerse prestando fundamental importancia al carácter
performativo de los mismos: iteración constante de forma y contenido que siempre es
dependiente del contexto en el cual se lleva a cabo. Por lo tanto, aunque el ritual busque
el orden y la fijeza de sucesos, posee siempre una abertura que conlleva a la innovación,
lo que da dinamismo y permite la recreación e innovación de lo social. Para comprender
la dimensión performativa es necesario considerar la unión de forma y contenido, ya
que es esencial a la eficacia de la acción ritual. Considerar al contenido como previo e
independiente de la forma que toma en cada situación ritual implica menospreciar la
función del ritual como medio para transmitir significados, construir la realidad social y
crear así lo cosmológico en sí mismo; se olvida el aspecto performativo y creativo del
ritual (Tambiah 1985: 130). Para su análisis apela a la noción performativa de Austin,
así como a la noción de indexicalidad de Pierce, y a la consideración multimediática
presente en todo acto ritual. En este sentido, analizar un evento como ritual, se
constituye en una forma de abordarlo analíticamente, superando la clásica división entre
actos sagrados y profanos, permitiendo entender la singularidad del acontecimiento en
los propios términos nativos para encontrar allí la eficacia performativa de ese evento.

El cruce entre performance y corporalidad


En la actualidad, según Langdon (2007), se podrían encontrar cinco cualidades
interrelacionadas que son compartidas por la mayoría de los abordajes de performance y
que forman el eje que cruza los diversos usos del término. Me remitiré a resumir esta
postura, ya que considero que da un panorama general de la manera en que los estudios
de performance podrían tomarse como un cuerpo coherente de análisis de
manifestaciones sociales particulares. Estos cinco aspectos que caracterizarían a las
performances son: Experiencia puesta de relieve, es decir resaltada, pública,
momentánea y espontánea, el foco está puesto en la expresión estética y no en el sentido
literal. Participación Expectativa: participación plena de todos los presentes en el
evento para crear la experiencia, es una interacción en la cual el significado emerge del
contexto, aunque sea momentáneamente, y transforma la experiencia de los
participantes. Experiencia Multisensorial: la experiencia se localiza en la sinestesia, es
decir, en la experiencia simultánea de varios receptores sensoriales que crean una
experiencia emotiva, expresiva y sensorial. Compromiso (Engajamento) corporal,
sensorial y emocional: el paradigma del cuerpo como “embodiment” (Csordas, 1999)
también es parte de los análisis de la performance. Significado emergente: la noción de
cultura es pensada como un proceso social continuo, en donde son creados
continuamente significados, valores, prácticas, y experiencias.
Me gustaría resaltar esta idea de que el acento puesto en la agencia humana va
de la mano de una revisión efectuada sobre el papel del cuerpo y la corporización en las
actuaciones. Este es un paradigma que se inaugura junto con los estudios de
performance, con autores que trabajan sobre prácticas culturales en donde lo corporal
está puesto de relieve, lo que les implicó repensar la división cartesiana hegemónica
que distingue cuerpo-alma y que separa lo racional de lo emocional y corporal (Citro
2011). Varios autores buscaron entender la posibilidad de transformación
fenomenológica en el nivel mas profundo de la experiencia (Citro: 2000, 2001, 2006b;
Ferreira 2000; Jackson: 1983; Csordas 1999); en el marco de estos estudios enfoqué mi
análisis sobre la danza del candombe montevideano, en el apartado final me detendré
resumidamente en los resultados de esa investigación.
Lo que se plantea en estos enfoques es que, si bien la corporización es una
condición existencial del hombre, existen acontecimientos sociales que propician una
amplificación de lo sensorial y que, por ende, producen otras modificaciones en los
sujetos. Estas situaciones son tomadas como extra-ordinarias, en donde la facultad
mimética está hiperexplotada a raíz del uso de técnicas extracotidianas (Barba 1988). En
estos acontecimientos performáticos la dimensión sensorio-emotiva de los
comportamientos kinésicos está asociada con la eficacia de las performances (Citro
2000). Según ha señalado Citro, las dimensiones corporales de las performances
contribuyen a crear estados emotivos que son decisivos para la eficacia ritual, es decir,
para la creación y renovación de la adhesión de los participantes a las creencias, normas
o valores allí recreados. Esto sucede porque los rituales festivos son proclives a generar
una “permeabilidad sensible e intelectual entre sus participantes a través de las
relaciones miméticas que cada uno establece entre el propio cuerpo, la música, el canto,
los discursos y los movimientos de las otras personas actuantes” (Citro; 2000: 21). Se
trata de una apertura especialmente perceptiva y sensible a los distintos actos que
conforman la performance –y entre los participantes entre sí–, y que fue adquirida en la
socialización de las técnicas propias de esa práctica cultural. Este tipo de análisis, hace
foco en lo performativo como productor de la experiencia social.

Un estudio de caso: la performance del candombe montevideano


A partir de todo lo dicho considero que, para el caso de la antropología, estudiar
un fenómeno “como performance” implica considerarlo en su dimensión procesual,
como generador de procesos sociales más amplios, en donde la agencia de los sujetos
está puesta de relieve. Desde esta perspectiva intenté abordar el hecho social del
candombe, tomando su dimensión procesual y dialéctica. Esto implica un
posicionamiento frente a los hechos culturales que significa dejar de tomarlos
únicamente como reflejo de lo social, para ahondar en su dimensión reflexiva como
generadores de sentidos y valores. Tomar la performance como una herramienta
analítica que nos permita ver a los sujetos en acción. Es decir: entender un fenómeno
social como performance implica un modo de situarse teórica y metodológicamente ante
los hechos sociales.
Para el caso del candombe fue muy sugestivo tomar esta postura teórica y
metodológica porque al tratarse de una manifestación propia de los grupos negros del
país, la mayoría de los estudios lo enfocaban desde una perspectiva folklórica clásica,
como sobrevivencia cultural. Y mi intención fue considerarla como acervo cultural de
un grupo específico que también operaba como espacio de agencia para ellos
(Rodríguez 2007). Este marco de análisis me permitió estudiar la estructuración
(genealógicamente) de la performance cultural y social, sin desatender la forma en que
esa estructuración dependía del hacer de los sujetos, de su apropiación. Ellos son los
que hacen, de esa estructura, cada vez que la ejecutan, una nueva actualización. En este
movimiento, el candombe deja de pensarse como algo cristalizado, para atender mejor
su capacidad de adaptación y regeneración. Por lo tanto, como dice Citro (2006b),
analizar la performance de este modo puede darnos renovados datos para el estudio de
los cambios socioculturales acontecidos.
El objetivo general de mi investigación para la tesis de Licenciatura en
Antropología fue conocer la estructuración de las relaciones de género en el ritual
festivo del candombe montevideano, profundizando, principalmente, en la construcción
y proyección del cuerpo femenino. Para ello me detuve en la danza como un espacio
privilegiado para observar la agencia de las mujeres, porque desde allí ellas construyen,
modifican y muestran sus “cuerpos de mujer”. El análisis se focalizó en el género
perfomativo de la danza del candombe, realizado específicamente en el Desfile de
Llamadas (el desfile oficial en donde concursan las agrupaciones carnavalezcas de
“Negros y lubolos”). Encontré así, que la danza del candombe tiene una forma
distintiva, manifiesta una estructuración que está signada por el contexto social e
histórico en el que está inserto y por su particularidad estética, pero por otro lado que se
había ido modificando con el tiempo en función de los sujetos que la encarnaban, y por
ser ella misma incitadora de cambios sociales. En tanto todo género performativo se
construye en relación a otros, es necesario discriminarlo en el análisis para comprender
la capacidad del género para des-contextualizarse y re-contextualizarse en otro (Citro;
2006b: 4,5). En este sentido, hallé que la ejecución de la danza del candombe se había
ido construyendo a lo largo de su historia en función de su re-acomodación constante,
de los préstamos que había ido efectuando en los distintos momentos históricos,
absorbiendo técnicas provenientes de otras manifestaciones sociales. Practicada en un
principio como un ritual, nunca estuvo desvinculada totalmente de las festividades
nacionales; fue creciendo en esta relación de espacio sagrado y profano, de encuentros
y sesiones en Cofradías y Naciones de africanos esclavizados, a formaciones de
comparsas callejeras. Se transformó al tomar préstamos de otros contextos, como el
artístico, cuando se incrementó la presencia de un público diferenciable, o la
representación de personajes, tomando características del teatro. Y en esta dimensión
espectacular incorporó habilidades nuevas, siendo los sujetos los que transforman y se
transforman en la ejecución.
En el trabajo planteo la posibilidad de considerar a esta manifestación social
como una instancia intermedia entre el ritual y el teatro, en tanto tiene aspectos eficaces
y a la vez entretenidos. Dentro de esta línea de pensamiento fue posible situar a la
práctica de la danza del candombe como una experiencia corporizada que produce
representaciones y sentidos, de la misma manera que simboliza representaciones
sociales ya instituidas. Lo que propuse fue que la posibilidad de “otros sentidos” para
estos cuerpos puestos en acto, se daba gracias a una reflexividad corporizada que era
favorecida por el contexto ritual-festivo del candombe (Rodriguez, 2009). Esto era así
debido al hecho de que para estas mujeres encarnar a los personajes de la danza era
vivenciar imágenes, cuerpos, roles y sentidos, que a su vez permitían experienciar
corporalmente el mundo bajo “nuevos cuerpos” legitimados por la performance,
dándole así nuevos valores y nuevas “actualizaciones” a ese mundo. Ya que no se
piensa al cuerpo solamente como fuente de representaciones, o como producto de
representaciones, sino más bien como una condición existencial que nos hacer ser-en-el
mundo.
Afirmé, en ese trabajo, que el momento del Desfile de Llamadas se conformaba
en un espacio-tiempo liminal que favorecía estados de communitas, en donde las
bailarinas experimentaban sensaciones de interconexión que las unían a todo el conjunto
de la performance, y al público. Así, la apertura de agencia estaba involucrada, no sólo
en lo referido a la capacidad crítica del público sino además en la posibilidad de
reformulación de lo corporal –en términos de sus sentidos asociados– en las propias
bailarinas, y probablemente también en el público. Esto debido a que las bailarinas –al
estar inmersas en un complejo ritual pero también festivo y creativo–, además de
encarnar personajes que poseen una tradición intensa de significados históricos (la
mama vieja, la bailarina de candombe, la bailarina afro y la vedette), también conservan
un espacio de innovación y de “actuación” que les posibilita recrearlos y “presentar-los”
a otros. La conclusión fue que la experiencia en la performance no sólo reproducía un
tipo de cuerpo femenino, también lo transformaba. La apertura sensible y perceptiva,
generada en este contexto extra-ordinario, abría a la posibilidad de experimentar nuevos
cuerpos, así como de ponerlos en escena: era la posibilidad de jugar con otros sentidos,
en el nuevo paisaje. La hipótesis que desarrollé afirmaba que en el contexto de la
performance las mujeres afrodescendientes podían también poner en acto "otros
cuerpos", luchando así por su legitimación, porque era precisamente este “intermedio”
entre la eficacia del ritual y la del teatro —entre la fuerza de lo sensorio-emotivo, la
fascinación mimética y la distancia que propicia el espectáculo, con su mayor agencia
reflexiva—el que impulsaría esta otra puesta en escena “legitimadora”. Una
legitimación que se daba en el contexto de nacionalización del candombe; por ello
propuse la idea de que las afrouruguayas lograban un empoderamiento a través de la
danza de las comparsas de candombe – apropiándose de las imágenes construidas sobre
ellas – en respuesta a la revalorización del candombe a nivel nacional, así como a su
difusión y apropiación por parte de otros grupos sociales no-negros; además, como
reacción al lugar que ocupan en la comparsa bajo la normativa heterosexual que las
ubica siempre como “compañeras” de los hombres, “acompañando” el tambor
(Rodríguez 2011).
Presenté brevemente el caso analizado para dar muestra de la forma en que,
según cómo se formule la pregunta sobre un fenómeno social, las respuestas van a dar
lugar a la focalización de un aspecto del problema. Me parece que los estudios de
performance permiten dar luz sobre el movimiento de las expresiones culturales,
abriendo el cause a análisis que puedan tomar dialécticamente la relación sociedad –
individuo, en lo que hay de determinismo pero también de posibilidad y creatividad
social.

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