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Manuela Rodriguez (UNR)
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Este artículo se encuentra publicado en la Revista de la Escuela de Antropología vol. XX, Facultad de
Humanidades y Artes, UNR
la performance. ¿Qué significa “mirar desde la performatividad”, estudiar un fenómeno
como “hecho performativo” o como “hecho performático”? ¿Qué giros teóricos
debieron realizarse para que los estudios antropológicos se interrogaran por la
performance? Como afirman Langdon (2007) y Peirano (2006), lo que diferencia a los
estudios de performance es la forma de abordar los eventos sociales: no aquello que se
estudia, sino la manera de enfocarlos, poniendo especial atención en la performatividad
de los mismos. Intentaré dar un breve panorama de este giro en la “alteração no
direcionamento do olhar” (Langdon 2007: 9)
Considero que esta historización debe girar alrededor de la problemática relación
entre individuo-sociedad, buscar en la tensión entre la determinación y la relativa
autonomía de ambas esferas, y focalizar especialmente en el vínculo entre
representación-acción. De este vínculo complejo se derivan viejos dualismos de la
ciencia social como la diferente jerarquía analítica dada al mito sobre el rito, a la palabra
sobre la acción, a la mente sobre el cuerpo. Cómo se reproduce y transforma la
sociedad, qué incidencia tiene la acción del sujeto en ese devenir, cuán determinada está
su subjetividad por la normativa social, cómo se producen los cambios subjetivos, en
qué medida intervienen los cambios históricos en ese desarrollo, cuál es la eficacia de
las prácticas y representaciones sociales, cómo logran instituir formas de pensar y
actuar; estas son algunas de las cuestiones que podrían encontrarse en el núcleo de la
problemática que estoy situando y que han sido retomadas y reformuladas por lo que se
ha dado en llamar, sin demasiado consenso, la "antropología de la performance”.
Como señala Blázquez (2000), en la historia de la Antropología como disciplina
científica podríamos identificar al menos tres vertientes en lo relativo al estudio de los
rituales y la problemática relación entre representaciones sociales (mitos) y acción
social (ritos): a) La intelectualista, representada paradigmáticamente por James Frazer
en La rama dorada (1890). Desde esta perspectiva, los sujetos realizan prácticas rituales
porque están inmersos en la eficacia de las creencias adquiridas socialmente, las cuales
no pueden ser discutidas porque existen mecanismos psicológicos que lo impiden; estas
creencias se originan como una explicación al mundo extraño y desconocido, y son
concebidas como proto-ciencia, en vistas de la teoría evolucionista que sustenta estos
estudios. En esta concepción las creencias originan las prácticas; por lo tanto el objetivo
del investigador es captar el signo ritual, encontrar la creencia que lo sustenta, buscando
el significado literal de los términos utilizados en la explicación nativa. Esta postura
teórica es acorde a las teorías psicolingüísticas o cognitivas, ya que recurren a una
explicación psicológica o mental, más que sociológica (Blázquez 2000: 177, 178). b) La
simbolista, inaugurada por Robertson Smith y que luego obtuvo mayor desarrollo con la
escuela sociológica francesa, de Emile Durkheim en adelante. Aquí la creencia surge a
partir de la acción (social), y se manifiesta como representación, no explicación, del
mundo. Lo que habría que “descubrir” es qué es lo que se representa, siendo siempre la
representación de otra cosa; entendiendo que existe una racionalidad subyacente de la
cual el sujeto no puede dar cuenta. Para ello es necesario recurrir al contexto, para
entender el sentido de los signos rituales. Es en contexto en donde es posible encontrar
la racionalidad de esas prácticas y creencias, porque siempre traducen alguna necesidad
social. Si bien la relación representación-acción es aquí más compleja, sigue
predominando una “interpretación” de la simbología ritual (Blázquez 2000: 178-182) c)
La culturalista, representada fundamentalmente por Bronislaw Malinowski, que
inaugura un tipo de definición pragmática del significado de las representaciones, pues
asocia el significado a la mudanza efectiva producida por el enunciado en el interior del
contexto de enunciación. Al analizar la eficacia de la magia (palabra + acción) el autor
resalta el aspecto pragmático e ilocucionario (repetitivo, citacional) del signo mágico,
que deja de ser arbitrario para adquirir su significado en el mismo contexto que ayuda a
crear. Es la capacidad mágica de las representaciones de producir aquello que
representan, adquiriendo así valor cultural, es decir, además de representar “otra” cosa,
crean aquello que representan (Blázquez 2000: 184,185).
Posteriormente, el estructuralismo de Levi-Strauss logró superar algunas
dualidades, así como instauró otras casi infranqueables que produjeron reacciones
críticas todavía existentes. Logró reunir los abordajes intelectualistas y simbolistas,
proponiendo una estructura mental que operaba simbólicamente. De esta manera,
desestabilizó la división entre primitivos y civilizados, proponiendo que todos los
hombres eran racionales en contexto, y que pensaban de la misma forma (binaria),
entendiendo así que magia, religión y ciencia eran en verdad formas de conocimiento
paralelas (Peirano 2002:18). Sin embargo, por otro lado, potenció la diferencia entre
mitos y ritos, atribuyendo importancia a los primeros y considerando a los segundos
como sus derivados (los rituales son “buenos para pensar”); reinaugurando la vieja
división entre representaciones sociales y realidad material (o entre palabra y acción).
Durante mucho tiempo, la visión culturalista y pragmática de Malinowki (creencias y
prácticas como “buenas para vivir”) se abandonó, en la búsqueda de un rigor científico
que se creía perdido; y en el cual lo correcto fue limitar las variables de análisis y
afirmar la especificidad irreductible de cada uno de los sistemas sociales como
parentesco, economía, política, religión (olvidando la propuesta maussiana del hecho
social total) (Peirano 2002:22,23). El estructuralismo puso énfasis en lo cognitivo del
significado, en su arbitrariedad (anulando la relación entre forma y contenido o entre
significante y significado), y en la ubicación explícitamente abstracta de la estructura,
divorciada en todos los sentidos de las acciones e intenciones de los actores (Ortner
1993:7). Para esta teoría, los mitos “representan” las estructuras de la mente, las
operaciones, pero no “algo”; se los divorcia completamente de su referente empírico
(Blázquez 2000:183).
Alrededor de la década del ´60 se consolida el estructuralismo, paralelamente a
la antropología simbólica y a la ecología cultural, cada una de ellas con sus
especificidades respecto del abordaje de la relación sociedad (cultura) – individuo
(Ortner 1993). Dentro de la antropología simbólica, podríamos diferenciar los abordajes
de dos de sus referentes más importantes: Clifford Geertz y Victor Turner. Del lado
norteamericano, la escuela geertziana –marcada principalmente por una antropología de
la cultura– aborda la forma en que los símbolos operan como vehículos, como
modeladores de los actores sociales en sus formas de ver, sentir y pensar el mundo; del
otro lado, la vertiente británica – más interesada por los procesos sociales – representada
por el “joven” Turner, se focaliza en los símbolos como operadores en el proceso
social, fundamentalmente en las situaciones de crisis. Según Ortner (1993), a pesar de
que la vertiente de EEUU pensaba a la cultura como un producto de la actuación social
–proponiendo abordar los estudios “desde el punto de vista del actor” –, sin embargo,
no desarrollaron un sentido político de la cultura, no se preguntaron por la
consolidación y el mantenimiento de los sistemas simbólicos. En cambio, la influencia
marxista en Turner, insistía en que el estado normal de la sociedad era el conflicto y la
contradicción; en ese sentido, los sistemas simbólicos funcionaban como reguladores de
conflictos y, en ciertos contextos, como productores de transformación social, haciendo
hincapié en la pragmática de los símbolos (Ortner 1993:3,4). De todas maneras, ambas
perspectivas, continuaron sosteniendo la importancia de las representaciones sobre la
acción ritual.
En el caso de Geertz, Blázquez señala cómo en su interpretación de las riñas de
gallo balinesas, el ritual se convierte en un comentario metasocial sobre la forma de
clasificar de esa sociedad: el rito y las representaciones se convierten en modelos de y
modelos para los sujetos (2000:189); es decir, la simbología ritual sirve sobre todo
como reproductor de lo social y su interpretación nos da un acceso a su cultura. Sobre
Turner, Peirano comenta cómo –a pesar de su explícito rechazo a la teoría estructuralista
que lo llevó a rescatar la dimensión procesual del vivir– continuó considerando a los
ritos como dramas sociales fijos y rutinizados, por lo cual sus símbolos estarían aptos
para un análisis microsociológico refinado. En esta concepción, los símbolos instigan a
la acción (y no viceversa), aunque disputaba con el estructuralismo que los sistemas
simbólicos nunca se realizaban a la perfección (Peirano 2002: 21,22). Dentro de esta
línea simbólica, podemos situar también a Milton Singer, quien propuso a principios de
los `70 la categoría de performances culturales. Si bien continuaba con las líneas
teóricas que tomaban lo representacional como aquello que expresaba y comunicaba los
componentes elementales o básicos de una cultura, fue el primer autor en dar una
definición de performance como “actuaciones” que podían ser delimitadas como
“unidades de observación”, ya que poseían un tiempo limitado, un comienzo y un final,
un programa organizado de actividades, ejecutantes y audiencia, y se desarrollaban en
un lugar y ocasión determinadas (Citro, 2006ª: 90).
A principio de los años `70, hubo una fuerte reacción al estructuralismo,
principalmente en campos como la lingüística, la filosofía, la antropología y la historia.
Como dice Ortner (1993), se cuestionaba la poca relevancia que se le daba a la intención
subjetiva en el proceso social y cultural, y la negativa a considerar cualquier impacto
significante de la historia o “acontecimiento” sobre la estructura. Empezaron a
elaborarse modelos alternativos, en los cuales tanto agentes como acontecimientos
jugaban un papel más activo y transformador. Parte de estos cambios de perspectiva se
venían desarrollando desde la segunda posguerra, en el marco de los proceso de
descolonización y del surgimiento de movimientos sociales radicales como la
contracultura, el movimiento antibélico y el feminismo, sobre todo en Estados Unidos.
El orden existente fue cuestionado y en antropología las críticas fueron contra la ligazón
entre la disciplina y el colonialismo (Menéndez, 2010). Sin embargo, la mayoría de los
análisis continuaron bajo la tradición funcionalista que pensaba la acción humana y el
proceso histórico como totalmente determinados por la estructura o el sistema social,
analizando los mitos, los rituales, o los tabúes como reproductores del status quo. Dice
Ortner: “Sea la oculta mano de la estructura o la destructiva ceguera del capitalismo
visto como el agente de la sociedad-historia, ciertamente no está colocada en ningún
lugar central la gente real haciendo cosas reales” (1993: 11). Si bien la incidencia de lo
que se llamó “el giro lingüístico” ya desde fines de los `50 había comenzado a instalar la
preocupación por los actos de habla, la acción del sujeto sobre la estructura del lenguaje
y la importancia de la lengua para la socialización, fue recién a partir de 1980 que todas
estas nuevas tendencias artísticas e intelectuales se afianzaron en las ciencias sociales.
De esta forma, comenzaron a circular dos conjuntos de términos analíticos e
interrelacionados que cuestionaban las posturas precedentes; el primero trata de la
práctica: praxis, acción, interacción, actividad, experiencia, performance; el segundo se
focaliza en el agente: actor, persona, uno mismo, individuo, sujeto. En EEUU, el
interaccionismo simbólico y la microsociología de Goffman ponían en cuestión la
relación existente entre estructura e intervención humana. Goffman (1959) fue uno de
los primeros en tomar los hechos sociales de interacción “cara a cara” como formas de
actuación en su sentido más pleno, proponiendo la metáfora del teatro para su estudio,
pero supuso una libertad casi “ideal” de los sujetos: “considera las interacciones como
juegos en los cuales los actuantes se comportan como estrategas, como seres
calculadores, y en los que manipulan información para lograr sus fines” (Rigaux y Nizet
2006). Varios autores retomaron esta relación de la vida social con el teatro, pero dieron
un giro respecto de la “intencionalidad” de los actos humanos (más adelante veremos
los casos de Turner y Schechner).
En general, dice Ortner (1993), todas estas teorías cuestionaban la visión
dominante, esencialmente parsoniano-durkheimiana, del mundo determinado por reglas
y normas. Reconocían que la organización institucional y los patrones culturales
existían, pero lo tomaban más como condicionantes que como determinantes de la
acción. Los nuevos “teóricos de la práctica”, como los llama Ortner, que se afianzan en
la década del 80´, tienen la necesidad de entender de dónde viene “el sistema”, es decir,
cómo es producido y reproducido y cómo cambió en el pasado o cómo será su cambio
en el futuro. Están preocupados por lo procesual, ponen el eje en la historia, postulando
nociones como: tiempo, proceso, duración, reproducción, cambio, desarrollo,
evolución, transformación. Es un traslado del análisis estático, sincrónico, al análisis
diacrónico, procesual. Todos los cambios ocurridos en esta década abrieron el camino
para un nuevo tipo de paradigma que la autora llama “teoría moderna de la práctica” y
que busca explicar las relaciones que se obtienen entre la acción humana, por un lado, y
alguna entidad global (el sistema), por el otro. Según Ortner, lo que está en juego en las
discusiones teóricas de la época se podría resumir en tres afirmaciones: a) la sociedad
es un producto humano; b) la sociedad es una realidad objetiva; c) el hombre es un
producto social (Ortner 1993:20). La mayoría de las teorías han enfatizado el segundo
postulado: que la sociedad o la cultura se puede concebir como una realidad objetiva
con su dinámica propia, divorciada en gran parte de la intervención humana. Los
antropólogos culturales y psico-culturales norteamericanos, se detuvieron en el tercer
componente: las formas en que la sociedad y la cultura proporcionan personalidad,
conciencia, maneras de percibir y de sentir. Lo que surge en los 80`, desde distintas
posturas teóricas, es la comprensión de cómo la sociedad y la cultura son producidas y
reproducidas a través de la intención y la acción humanas.
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