Sie sind auf Seite 1von 13

MÓDULO 1: ¿Qué ves cuando me ves?

Perspectivas epistemológicas de investigación en


Humanidades

Clase 3: Los
estudios de
género

Prof. Bárbara Gudaitis


Contenido
Introducción: Eso que llaman amor… ........................................................................................... 1
Lo personal es político................................................................................................................... 3
Actividad optativa ...................................................................... ¡Error! Marcador no definido.
“¿Acaso no soy una mujer?”: los feminismos de color ................................................................. 5
“Las lesbianas no somos mujeres”: performatividad del género ................................................. 7
Actividad de aplicación............................................................... ¡Error! Marcador no definido.
Para finalizar ................................................................................................................................ 10
Bibliografía de referencia ............................................................................................................ 11

Introducción: Eso que llaman amor…


“Libertad, igualdad, fraternidad” es un lema masón que quedó fijado en la imaginación
popular como símbolo de la Revolución Francesa y sus ideales nobles: libertad de los
individuos frente a la tiranía, igualdad de condiciones ante la ley, fraternidad para
garantizar el equilibrio entre las otras dos que, libradas a su suerte, correrían el riesgo de
cancelarse mutuamente.

Curiosa elección de vocabulario, fraternidad. En esa frase, la palabra evoca unión,


solidaridad, justicia, razonabilidad… Pero esos vocablos existen y, de hecho,
conformaron lemas alternativos. Quizás se haya impuesto la elección de fraternidad
porque, a diferencia de las otras, remite al candor y la durabilidad del lazo afectivo. En
todo caso, además, esa palabra tiene como efecto borrar de un plumazo a la mitad de la
humanidad: en el amor fraterno no hay lugar para “mujeres”. La asociación estrecha de
ese lema con el imaginario de la democracia muestra hasta qué punto el régimen
capitalista consolidó la división sexual del trabajo como nunca: hombre pasó a ser
sinónimo de humano. Pero eso no ocurrió sin resistencia.

Ya en 1792, en su Vindicación de los derechos de las “mujeres”, Mary


Woolstonecraft impugnaba las definiciones que Rousseau había dado sobre las “mujeres”
como seres inferiores por naturaleza (esto es, por biología), argumento por el cual las
relegaba a una ciudadanía de segunda. En su ensayo, Woolstonecraft objeta el
biologicismo, que fija barreras que no se pueden superar, y en cambio explica las
diferencias entre “varones” y “mujeres” por la asimetría en su educación, y no como
producto de una inferioridad inherente al género femenino. “No puede demostrarse que

1
la mujer sea esencialmente inferior al hombre porque siempre ha estado subyugada” (5).
Con ese argumento, Woolstonecraft aplica la propia filosofía política de Rousseau en su
contra y le devuelve al colectivo de “varones” la responsabilidad por la opresión de las
“mujeres”. Esa operación analítica es uno de los procedimientos fundantes del
feminismo, una perspectiva epistemológica que lee los fenómenos sociales a través de la
distribución sexual de los roles, distribución que otorga privilegios y posiciones de poder
a las masculinidades hegemónicas a partir de la opresión de las demás expresiones de
género (femeninas, no binarias, trans, homosexuales, masculinidades disidentes).

La expresión primaria de esa jerarquización es la división sexual del trabajo, que


distingue la producción de riquezas (trabajo productivo) de la regeneración de la fuerza
de trabajo (trabajo reproductivo). Así, al asignar a las “mujeres” una inclinación natural
a la amabilidad y la delicadeza, se asegura que las tareas de regeneración y cuidado
(gestación; alimentación; vestimenta; cuidado de niños, ancianos y enfermos; higiene
doméstica; contención emocional)
recaigan mayormente sobre nosotras, y
que percibamos a cambio una mínima
remuneración, o directamente ninguna.
Ese arreglo general de la sociedad se
denomina patriarcado, al que Amelia
Varcárcel define como la “política
sexual ejercida por el colectivo de los
“varones” sobre el de las “mujeres” (1991, 129).1 El patriarcado tiene una historia muy
larga, pero no existió siempre: hubo otras formas de organización, aunque no se las pueda
reconstruir históricamente.2 Por otra parte, los modelos que adoptó tampoco fueron
iguales en todas las épocas: en general tendían a convivir normas mixtas que otorgaban
una cierta autonomía a las “mujeres” (en especial a las que no pertenecían a las clases o
castas dominantes, donde la línea genética de la herencia ejercía un control más
restrictivo).3 El patriarcado como lo conocemos en la actualidad es producto de la
instauración del capitalismo: junto con la desposesión de los campesinos y la colonización

1
La definición presenta el problema de dar por sentado que existe algo en sí mismo que son los
“hombres” y algo que son las “mujeres”. Volveremos sobre este problema más adelante.
2
Véase Federici, Silvia ([2004] 2010) Calibán y la bruja: “mujeres”, cuerpo y acumulación originaria.
Buenos Aires: Tinta Limón (Traducción de Verónica Hendel y Leopoldo Sebastián Touza).
3
Por ejemplo, para las campesinas medievales, el acceso a los alimentos y a medios de control reproductivo
no estaban mediado por los “varones” (Federici [2004] 2010).

2
de otros pueblos, la redefinición del trabajo de las “mujeres” europeas en términos
exclusivamente reproductivos fue una parte constitutiva del proceso de acumulación
originaria del capital. Y al igual que los otros dos, se trató de un proceso en extremo
violento, que recurrió a todo tipo de prácticas de amedrentamiento para quebrar la
resistencia de las “mujeres” e interrumpir la solidaridad entre los “varones” y ellas.

Sin embargo, algunas de sus características son constantes. De acuerdo con Gayle
Rubin ([1975] 1998), en los sistemas patriarcales los “varones” establecen relaciones de
solidaridad y de parentesco entre sí a través de “regalarse” “mujeres”, que quedan
entonces en posición de objeto. En esas situaciones, el falo se erige como signo de la
asimetría de poder y derechos entre hombres y “mujeres”: no se refiere al pene en sí
mismo, sino que simboliza una restricción en el acceso al poder. “El falo conlleva también
el significado de la diferencia entre ‘el que intercambia’ y ‘lo intercambiado’, entre el
regalo y el dador” (124), y es la encarnación del estatus masculino porque señala la
capacidad de adquirir una “mujer” sustituta de la madre cuando llegue el momento
apropiado. Los atributos que rodean al falo remiten al ejercicio del poder, la agresividad
y la autoridad, dando lugar a las visiones de mundo falocéntricas.

Lo personal es político
En las culturas occidentales, el falo adquiere además otros significados que se
establecen por oposición a lo femenino: razón vs. emoción, fuerza vs. debilidad,
inteligencia vs. belleza, entre otras. En estos pares opuestos, el término asignado a lo
masculino siempre toma un signo positivo, mientras que lo femenino se asocia con la pura
negatividad: lo masculino representa a la vez el positivo y el neutro. Esa diferenciación
busca explicar por la biología un ordenamiento que no es natural sino social: “se dice
tranquilamente que [la mujer] piensa con sus glándulas. El hombre se olvida
olímpicamente de que su anatomía comporta también hormonas, testículos.” (Simone de
Beauvoir [1949] 1987, 4). El concepto que ordena estas jerarquías binarias es el logos, es
decir, la racionalidad intelectual y el cálculo instrumental (lo que sirve para algo) como
medios que permiten medir, cuantificar, anticipar y controlar los fenómenos del mundo
(social o natural). El filósofo Jaques Derrida (1967) denomina falogocentrismo (falo +
logos) a la producción social de significados que sustentan la dominación masculina. En
el ejemplo que Beauvoir denuncia, el “varón” se relaciona con el mundo objetivo a través
del logos (el razonamiento, la palabra, en suma: la cultura), mientras que la “mujer” forma

3
parte del mundo objetivo, de la naturaleza. Y al igual que ésta, es posible y deseable
dominar a la “mujer” para hacerla producir, es decir, explotarla. Por ese motivo, Simone
de Beauvoir afirma que “mujer” no se nace, se llega a serlo: porque el concepto de
“mujer” no se refiere a una anatomía, sino a la traducción violenta de esa anatomía en
inferioridad y opresión.

Durante la Modernidad capitalista, uno de los efectos más importantes del


falogocentrismo fue redefinir la dimensión colectiva de la vida como el “ámbito de lo
público”, al que delimitó algo de exclusiva competencia masculina, y expulsar de la vida
social a la esfera doméstica, que pasó a conformar el “ámbito de lo privado”. Esta
distinción tiene profundas raíces en la idea burguesa de individuo. Su principal
consecuencia es que recorta un único rol socialmente aceptable para las “mujeres”
(complementario con los beneficios que se extraen de las “otras” “mujeres”: las
“indecentes”, las pobres, las colonizadas), a la vez que reubica las dinámicas de poder en
lo estrictamente personal. Así, las “mujeres” quedan aisladas de los procesos colectivos
que las afectan, y se las priva de un lenguaje simbólico que les permita compartir e
interpretar sus experiencias personales de sometimiento como experiencias colectivas de
opresión.

Para combatir ese aislamiento, al famoso lema de la Modernidad, las feministas


radicales opusieron otro: “lo personal es político”. Este lema, que se suele asociar con la
obra Política sexual ([1970] 1995) de Kate Millet, derriba la diferencia entre lo público y
lo privado, y reubica las relaciones interpersonales y lo afectivo en el campo mayor de la
política, entendida ésta como el entramado de relaciones de poder que regulan la vida de
individuos y comunidades. Millet señala que la manera de conceptualizar el mundo a
través de la división entre público y privado −esto es, la epistemología patriarcal− es
profundamente ideológica: no describe un fenómeno universal del mundo objetivo, sino
que distribuye y ordena la vida de toda la sociedad de acuerdo con los intereses
particulares de un grupo (el de los “varones”). Por eso, el feminismo instaura una ruptura
epistemológica, porque denuncia la falsa objetividad del modo en que se conoce y se
experimenta el mundo desde el marco conceptual de la Modernidad, y demuestra que ese
modo fundamenta todo un sistema de opresión. A esa forma de conocimiento el
feminismo le opone una epistemología disidente, que redefine la relación entre los
individuos y el mundo a partir de una mirada contrahegemónica. Entre otras cosas la
epistemología disidente del feminismo:

4
a) rechaza las jerarquizaciones de sujeto y objeto (esto es, el idealismo
trascendental)
b) reinterpreta positivamente las tradiciones históricamente silenciadas (por
ejemplo, el tejido y el bordado como formas de comunicación y expresión
socialmente relevantes)
c) reclama el derecho a la auto representación (rechaza las definiciones emanadas
desde posiciones de privilegio o poder)
d) visibiliza la participación de “mujeres” y disidencias en la vida pública y en la
historia de sus comunidades
e) señala y denuncia las representaciones falogocéntricas del lenguaje y la
cultura.

“¿Acaso no soy una mujer?”: los feminismos de color


Como tradición filosófica y política, el feminismo se remonta a los escritos de
Woolstonecraft y a los movimientos sufragistas del siglo XIX de Europa y Estados
Unidos, que luchaban por una ciudadanía plena a través del derecho al voto. En Estados
Unidos, el sufragismo tuvo sus raíces en otro movimiento por la ampliación de derechos
humanos: el abolicionismo antiesclavista. Pero mientras las “mujeres” de herencia
europea buscaban demostrar que eran más que “simples ‘mujeres’”, la exesclava
abolicionista Sojourner Truth preguntaba a su auditorio: “¿Acaso no soy una mujer?”
(Jabardo 2012). La condición femenina de las “mujeres” “negras” aparece negada de
antemano en la cultura patriarcal moderna: cuando las feministas “blancas” hablan de
“mujeres”, piensan en otras “mujeres” “blancas” (en general, urbanas, con educación
formal y determinado poder adquisitivo). Desde esa perspectiva, las “mujeres” “negras”
nunca llegan a ser “mujeres” del todo. Angela Davis ([1982] 2005) explica este fenómeno
a partir del sistema esclavista, porque en él los amos tenían el poder de definir a las
esclavas de manera ambigua y cambiante según su conveniencia: cuando les interesaba
explotarlas como mano de obra, no las pensaban dentro del esquema de género; pero
cuando podían explotarlas, castigarlas y reprimirlas de maneras únicamente aptas para las
“mujeres” −a través del trabajo reproductivo y la violación−, las reducían a un papel
exclusivamente femenino. La voluntad de explotar sin fin los cuerpos colonizados
introdujo otra frontera infranqueable, paralela a la del género: la raza.

5
Al igual que ocurre con el género (algo de lo que nos ocuparemos más abajo), la
realidad biológica de la raza no existe. La raza es otra forma de legitimar por la biología
un ordenamiento social, que explota unos cuerpos (los de los colonizados) en beneficio
de otros (los de los colonizadores). A diferencia de lo que ocurre con la clase social
(aunque muchas veces sea ilusorio, como lo ilustra el estereotipo del advenedizo), e
incluso más que el género, la raza no se puede trascender. A fuerza de luchas incansables,
en la actualidad se reconoce la validez de las identidades transgénero, incluso legalmente.
La idea de una identidad transracial directamente no existe. Como ocurre con el género,
en el paradigma moderno/colonial, la identidad “neutra”, no marcada, que remite “en sí
misma” al concepto de humano, es la del “varón” “blanco”. Por lo tanto, su “Otra”, la
alteridad sexual que lo constituye como “varón”, también es “blanca”. A partir de aquí,
la idea de la “negritud” o la asignación de “color” queda atrapada entre dos estereotipos
complementarios: por un lado, lo “no-blanco” se asocia con lo salvaje, violento y
primitivo, valores asociados a una masculinidad exacerbada. Por el otro, a través del
tópico del “buen salvaje”, el colonialismo traza una analogía entre las personas
colonizadas y sus propias “otras” indeseables, con lo que feminiza a los sujetos coloniales.
El universo de lo “no-blanco” queda teñido de una masculinidad precaria, exacerbada en
su agresividad pero carente de potencia transformadora; parece femenina pero no lo es.
Así, la interacción entre género y raza (y clase, aunque con algunas diferencias), instala
una gradación entre el polo “neutro” (el lugar simbólico de la condición humana y la
cultura) y sus negaciones, dominadas por la pura corporalidad:

Mundo "cultural", Mundo "natural"


humanidad: Mujer (blanca) No-blancos (cuerpo,
varón blanco animalidad)

No-femenino

Masculino No-masculino

6
Si todos los “negros” son “varones” y todas las “mujeres” son “blancas”,4 eso
quiere decir que ese diseño cultural no ofrece ningún guion, ningún rol para los
homosexuales “de color” ni para las “mujeres” “negras” (mucho menos si son lesbianas
o trans). Ese borramiento teórico no es una simple cuestión de teoría: aquello que no se
puede nombrar y compartir no existe para la cultura, y por lo tanto su existencia material
se puede manipular, explotar indefinidamente, e incluso aniquilar a voluntad. La cultura
occidental no ofrece ningún refugio, ninguna mínima garantía para las vidas de las
“mujeres” y de las disidencias “negras”. Eso llevó a Kimberlé Crenshaw (1989) a acuñar
el término interseccionalidad para dar cuenta de los modos específicos de opresión a las
que se las somete. A través de la interseccionalidad, Crenshaw propone reemplazar lo que
llama “paradigmas de identidad monocausales”, que solo pueden pensar la raza a
expensas del género o viceversa, por un paradigma multicausal que permita visibilizar y
explicar las experiencias de las personas afectadas por la interacción de dos o más
sistemas de opresión. Ese paradigma ofrece una definición abierta, capaz de englobar y
explicar potencialmente infinitas formas de alterización social (no solo género y raza sino
también clase, colonización, geolocalización y cualquier otra categoría de
marginalización social), y mantener, al mismo tiempo, su especificidad. De acuerdo con
Raquel (Lucas) Platero, la interseccionalidad es “una aproximación a nuestras marañas
de identidades y formas de estar en el mundo múltiples” (2012, p 15, subrayado original).
Entonces, el proceso de subjetivación ocurre en esa interacción. No se trata de la suma de
las partes ni de establecer un catálogo de la marginalidad, sino de generar un lenguaje
teórico capaz de expresar y explicar las formas específicas en las que estos organizadores
interactúan en cada contexto.

“Las lesbianas no somos mujeres”: performatividad del género


¿Pero qué pasa cuando se define al género como cultural y al sexo como natural? ¿Y
cómo afecta esa conceptualización a las personas que no son heterosexuales? La
diferenciación entre sexo y género distribuye la división entre naturaleza y cultura en dos
ámbitos científicos separados: la biología y las neurociencias se ocuparían del “sexo”,
mientras que las ciencias humanas (psicología, sociología, historia, antropología) se
ocuparían del “género”. Esta distribución multiplica los conocimientos sobre la

4
Frase que titula una de las primeras antologías teóricas del feminismo negro: Hull, Gloria T. et al. (1982)
All the Women Are White, All the Blacks Are Men, But Some of Us Are Brave. Black Women's Studies, Old
Westbury: The Feminist Press.

7
sexualidad, los ordena y jerarquiza: mientras las ciencias “duras” se ocupan de la
“realidad objetiva” del sexo, las ciencias humanas explican sus usos “normales” o
“desviados”. El filósofo Michel Foucault ([1976] 2002) explica esa multiplicación de
acuerdo con una hipótesis productiva, que sostiene que la sexualidad (que abarca tanto
al sexo como al género) es un dispositivo social que el capitalismo pone en marcha para
producir y regular la norma heterosexual, la cual instaura y sostiene una división entre
el trabajo productivo y el trabajo reproductivo.

Siguiendo esta hipótesis, la filósofa Monique Wittig ([1992] 2006) afirma que las
lesbianas no son “mujeres”, puesto que la definición cultural de “mujer” es producto de
la norma heterosexual, como oposición del “varón”. El concepto de “mujer” sólo existe
como término que estabiliza la relación binaria heterosexual. Las lesbianas, al rechazar la
heterosexualidad, no se definen desde esa oposición: “Sería impropio decir que las
lesbianas viven, se asocian, y hacen el amor con mujeres, porque ‘la-mujer’ sólo tiene
sentido en los sistemas de pensamiento y en los sistemas económicos heterosexuales. Las
lesbianas no son mujeres” (57). Se trata de una estrategia de abrogación (ver clase 2), que
rechaza la categorización misma por opresiva y denuncia como falsa y violenta su
pretensión de universalidad.

Otras teóricas en cambio se apropian del concepto de “mujer” y buscan


redefinirlo. La poeta y filósofa Adrienne Rich ([1985] 1996) engloba las múltiples
relaciones afectivas, de amor y solidaridad entre “mujeres” como un continuum lesbiano:
una gama de experiencias de identificación de las “mujeres” entre sí (a lo largo de la vida
de cada “mujer” y a lo largo de la historia), que no se reduce al deseo sexual genital sino
que engloba las formas de intensidad primaria entre dos o más “mujeres”: compartir una
vida interior rica, solidarizarse contra la tiranía masculina, dar y recibir apoyo práctico y
político, entre otras. De acuerdo con Rich, las “mujeres” satisfacen sus necesidades
afectivas básicas en sus relaciones con otras “mujeres”: hermanas, amigas, madres, hijas,
parejas, compañeras, abuelas… Rich propone pensar ese tipo de intimidad como parte de
una práctica lesbiana porque involucra la participación exclusiva entre iguales, por fuera
de la norma heterosexual. Por esa razón, la autora sostiene que la inclinación propia del
deseo sexual de las “mujeres” es lésbico, y que la heterosexualidad solo se logra instalar
mediante la coerción y la amenaza, fenómeno que llama heterosexualidad obligatoria o
forzada.

8
En la misma línea que Foucault y Wittig, la
teórica Judith Butler ([1993] 2012) sostiene que no
existe un sexo biológico y un género construido, sino
que los cuerpos se materializan (adquieren materia)
culturalmente y no existe la posibilidad de sexo
“natural”. El sexo no es un dato corporal dado, una
“realidad” biológica, sino el efecto de una dinámica
de poder. Sexo y género forman un continuo y no se
diferencian porque no es posible acceder a lo natural
desde la cultura. Las normas no son sólo
restricciones que se imponen a los cuerpos, además
producen los cuerpos que regulan. Entonces, no es pertinente interpretar el “género”
como construcción cultural que se impone sobre una materia dada de antemano (macho
y hembra). Antes bien, el “sexo” es normativo: es una de las normas que califica un cuerpo
dentro de la esfera de la cultura de acuerdo con el binomio heterosexual, una de las normas
mediante las cuales se puede llegar a ser una persona viable (es decir, cuya existencia se
reconozca como “existente”). El sexo como norma determina qué vidas pueden vivirse y
cuáles no.

A partir de estas reflexiones, Butler propone que el “sexo” es performativo. Es


una práctica reiterativa que siempre se legitima por una instancia anterior. Cuando un
médico declara “es un niño” o “es una niña”, en ese acto materializa ese cuerpo humano
y le imprime su sexo. La legitimidad de ese acto se proyecta hacia atrás (siempre ha
habido “niños” y “niñas”). La adopción de una norma corporal por parte de un sujeto no
es en sí misma un acto de sometimiento, es un proceso necesario para reconocer la propia
vida. El sometimiento lo genera la norma heterosexual, porque permite únicamente
ciertas identificaciones sexuadas y repudia otras. La norma heterosexual necesita de esas
zonas repudiadas para diferenciarse de ellas, lo que da lugar a la violencia fóbica. En esta
dinámica opresiva, a aquello que se rechaza se lo invoca constantemente para rechazarlo:
“prefiero estar muerto antes de hacer (o ser) tal cosa”. Ese rechazo siempre repetido
garantiza la homogeneidad del yo.

9
La desnaturalización del sexo, sin embargo, no basta en sí misma para liberar a
las personas de las restricciones hegemónicas, puesto que bien puede dar lugar a una
reelaboración del marco normativo de la heterosexualidad. Cuando alguien (heterosexual)
pregunta a una pareja homosexual “quién hace de ‘varón’ y quién hace de ‘mujer’”, le
está pidiendo que se reacomode a esa norma. Así, la tesis política de Butler es que en vez
de seguir sosteniendo políticas de identidad, que apuntan a la igualdad de derechos, se
necesita una desidentificación persistente para poder crear una democracia radical. Si
el acto de romper la norma heterosexual implica reconocerla (y por lo tanto, reforzarla),
la desidentificación sería una forma de desconocerla, de organizar la propia existencia de
acuerdo con parámetros no binarios, de experimentar con las normas y volverlas extrañas
(“raritas”, queer).5 Desde este punto de vista, el mimetismo que ejerce Florencia de la V
en su identificación como “mujer” y como madre rearticula la norma heterosexual, puesto
que se sigue definiendo desde una norma binaria, en oposición a un “varón” y desde el
trabajo reproductivo (si no biológico,
sí de cuidado). En cambio, la
desidentificación que implica la
estética de lo freak (lo bizarro, lo
monstruoso, lo anormal), como puede
verse en el poema-manifiesto
“Monstruo mío”, de Susy Shock,
suspende el binarismo e impide su
rearticulación.

Para finalizar
A modo de cierre, presentamos un esquema que resume la genealogía de las principales
corrientes teóricas de los estudios feministas y de género, tomado de “Género,
estereotipos y otras discriminaciones como puntos ciegos”, de Ana María Bach. Para
continuar profundizando, recomendamos leer el texto completo, disponible aquí.

5
En inglés, el sentido original de “queer” es raro, y durante muchos años se utilizó como insulto
homofóbico equivalente al “rarito” del español. A través de las luchas por la identidad, la comunidad
homosexual transformó su carga simbólica de negativa en positiva.

10
Fuente: Bach, Ana María (2015)

Bibliografía de referencia
Althusser, Louis ([1970] 1988) Ideología y aparatos ideológicos del Estado. Freud y
Lacan, Nueva Visión, Buenos Aires (Traducción de José Sazbón y Alberto J. Pla).

Bhabha, Homi K. ([1994] 2002) El lugar de la cultura, Buenos Aires: Ediciones


Manantial SRL (Traducción de César Aira).

Beauvoir, Simone de ([1949] 1987) El segundo sexo. Tomo I: Los hechos y los mitos,
Buenos Aires, Siglo XX.

Butler, Judith. (2002) [1993] “Cap. 4: El género en llamas” en Cuerpos que importan.
Sobre los límites materiales y discursivos del “sexo”. BsAs: Paidós Hall

Crenshaw, Kimberle (1989) "Demarginalizing the Intersection of Race and Sex: A Black
Feminist Critique of Antidiscrimination Doctrine, Feminist Theory and Antiracist
Politics," University of Chicago Legal Forum, Nº 1. Disponible en:
http://chicagounbound.uchicago.edu/uclf/vol1989/iss1/8

Derrida, Jaques (1967) La escritura y la diferencia. Barcelona: Anthropos.

Davis, Angela ([1981] 2005) “mujeres”, raza y clase, Madrid: Akal.

Federici, Silvia ([2004] 2010) Calibán y la bruja: “mujeres”, cuerpo y acumulación


originaria. Buenos Aires: Tinta Limón (Traducción de Verónica Hendel y Leopoldo
Sebastián Touza).

11
Foucault, Michel ([1976] 2002) Historia de la Sexualidad. Vol.1. La Voluntad de Saber.
BsAs: Siglo XXI.

Jabardo, Marcela (2012) Feminismos negros. Una antología, Madrid: Traficantes de


Sueños, 99-134 (Traducción de Marta García de Lucio).

Millet, Kate ([1970] 1995) Política sexual. Madrid: Cátedra (Traducción de Ana María
Bravo García; revisada por Carmen Martínez Gimeno).

Platero, Raquel (Lucas) (2012) “Introducción. La interseccionalidad como herramienta


de estudio de la sexualidad” en Platero, R. (L) (ed.) Intersecciones: cuerpos y
sexualidades en la encrucijada. Barcelona: ediciones bellaterra.

Rich, Adrienne (1985) “Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana” en


Nosotras… que nos queremos tanto. Nº3. Madrid: Colectivo de Feministas Lesbianas.

Rubin, Gayle ([1975] 1998) “El tráfico de “mujeres”: notas sobre la economía política
del sexo” en Navarro M y Stimpson C. (comp) ¿Qué son los estudios de “mujeres”?
México: FCE.

Valcárcel, Amelia (1991) “Cap.VIII” en Sexo y Filosofía. Sobre “mujer” y “poder”.


Barcelona: Anthropos

Wittig, Monique ([1992] 2006) El pensamiento heterosexual y otros ensayos. Barcelona


y Madrid: Egales (Traducción de Javier Sáez y Paco Vidarte).

Woolstonecraft, Mary ([1792] s/f) Vindicación de los derechos de las “mujeres”


(selección). Disponible en
http://jzb.com.es/resources/vindicacion_derechos_mujer_1792.pdf

12

Das könnte Ihnen auch gefallen