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CAPÍTULO

LA APRECIACIÓN ESTÉTICA DE LOS ENTORNOS


NATURALES

MARTA TAFALLA GONZÁLEZ

I. ¿EN QUÉ CONSISTE APRECIAR ESTÉTICAMENTE


ENTORNOS NATURALES?
Imaginemos que un domingo por la mañana, a principios de verano, vamos con nuestros
amigos a visitar una exposición artística al Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona.
Por muy innovadoras y sorprendentes que sean las obras de arte que allí nos esperen, tenemos
algunas ideas bastante claras de cómo debemos apreciarlas. Sabemos que vamos a contemplar
objetos creados por seres humanos con una finalidad artística, que nos ofrecen una experiencia
estética y nos proponen entrar en el juego de admirar su forma, reconocer las emociones
expresadas, descifrar las ideas contenidas e interpretar su significado. Sabemos que esas
obras forman parte de un mundo del arte, con su entramado de instituciones y expertos, y
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sabemos que pertenecen a una tradición artística con la que dialogan, y respecto a la cual
juzgamos si son más o menos originales, rompedoras, arriesgadas, o si evocan nostálgicas
otros autores y estilos. Mientras recorremos los pasillos del CCCB, vamos encontrando las
obras claramente señalizadas, cada una con sus límites bien definidos, de modo que sabemos
dónde acaba una y dónde comienza la siguiente. A medida que las vamos encontrando sabemos
discernir si son fotografías, pinturas, esculturas, instalaciones, vídeos, y las distinguimos
claramente de las paredes y las ventanas, que no son obras de arte. Paneles informativos nos
ofrecen no sólo el título y el autor de cada obra, sino que también esbozan el contexto desde el
cual debemos comprenderla. Por si esa información nos parece escasa, en una sala anexa se
nos ofrecen libros para consulta y en un televisor podemos seguir entrevistas con los
creadores.
Nos detenemos entonces ante una fotografía de Joan Fontcuberta que nos llama la atención.
Muestra unos diminutos puntos blancos repartidos sin pauta alguna sobre un fondo negro, y un
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amigo comenta que le parece bello el contraste de colores y la elegancia ascética de la obra.
Otro contesta que recuerda el cielo estrellado y seguramente es una evocación del espacio
exterior y la finitud del ser humano. Otro amigo, en cambio, se acerca a leer el panel
informativo, y nos explica sorprendido que los puntos blancos no representan estrellas en el
firmamento nocturno, sino que son mosquitos aplastados contra el parabrisas de un coche. Nos
preguntamos qué querrá decirnos el autor, y nos enzarzamos en discutir posibles
interpretaciones. El primero que intervino, afirma rotundo que más allá de cuál fuera la
intención del autor, a él le parece una forma bien conseguida, elegante y bella. Otro le
responde que el tema es demasiado prosaico para una obra de arte. Y el tercero le contesta
que las fotografías de Fontcuberta siempre intentan de algún modo engañar o sorprender al
espectador, que han de entenderse como juegos, con un profundo sentido del humor y la ironía.
No se nos ocurriría discutir de este modo delante de los extintores, a pesar de que cuelguen de
la pared ahí al lado y sean de colores llamativos. Y si un terrier escocés que una señora había
entrado oculto dentro de su bolso, salta entonces de él y echa a correr pasillo adelante
ladrando alegremente, nos hará reír, pero no pensaremos que sea una obra de arte que
debamos apreciar estéticamente, ni nos preguntaremos qué expresa. Salimos del CCCB
satisfechos de haber visto algunas obras bellas, otras originales y provocativas, y otras
admirables por su complejidad y riqueza, aunque no hayamos logrado descifrar completamente
su sentido.
Imaginemos ahora que después de una buena comida, esa tarde nos vamos a pasear por
Collserola, la sierra que bordea la ciudad. Siguiendo un sendero de tierra abierto por
anteriores caminantes, nos vamos adentrando en el bosque, y nos dejamos envolver por los
diferentes verdes de encinas, robles y pinos, por la luz cálida del sol que se filtra entre las
hojas. Los cantos de los pájaros se mezclan con crujir de ramitas, con los rumores que un
viento suave arranca del ramaje, y con nuestras propias voces que no nos atrevemos a alzar
demasiado. Al caminar, la vegetación nos roza la piel; a uno de nosotros le pican los
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mosquitos y otro acaba con una telaraña en el pelo. Huele a tarde de verano, y unas zarzas nos
tientan con moras maduras. Una libélula azul revolotea todo el tiempo a nuestro alrededor
como si algo de nosotros le atrajera. Afirmamos, entonces, que el bosque está muy bello esa
tarde, más incluso que en nuestra última visita una mañana de abril.
Por momentos nos dejamos seducir por la atmósfera del lugar, sin fijar nuestra mirada en
nada concreto, y luego un continuo de detalles llaman nuestra atención. En la tierra del camino
distinguimos huellas de jabalíes, que pronto se mezclan con las nuestras. Allá delante
descubrimos un viejo roble, medimos el grosor de su tronco y acariciamos las extrañas formas
de sus ramas, admirando su edad. El perro de otros caminantes pasa corriendo y brincando
ante nosotros, y nos parece que su alegría expresa la belleza de esa tarde estival. Cuando el
sol comienza a ocultarse cambian los colores y nuevos sonidos surgen de entre los árboles. De
repente distinguimos un movimiento en la maleza, y sorprendemos sólo un instante la mirada
inquieta de un zorro, que nos observa prudente y al momento sale huyendo, un trazo rojo
desapareciendo en un paisaje cada vez más oscuro. Las sombras difuminan los contornos de
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los árboles y podríamos imaginar fantasmas a nuestro alrededor. Los sonidos se vuelven
misteriosos. Oímos tronar a lo lejos y nos sacude una sensación de temor. Cuando nos
marchamos a casa nos llevamos el recuerdo de una experiencia estética fabulosa, y dejamos en
el bosque nuestras huellas por el sendero recorrido.
¿En qué se asemejan y en qué se diferencian ambas formas de apreciar estéticamente? En
nuestro paseo por el bosque no contemplamos objetos creados por seres humanos con la
finalidad de que sean apreciados. Árboles o senderos no son ni se parecen a obras de arte
creadas por un autor, con un título, que escondan significados que podamos interpretar. No
forman parte de una tradición, ni son conservadoras u originales respecto a ella. De hecho, no
encontramos objetos bien delimitados, enmarcados y señalizados que se distingan de las
paredes, sino un conjunto de elementos inorgánicos y de seres vivos que interactúan
conformando un entorno. Y todo cuanto podemos percibir en ese entorno parece susceptible de
apreciación estética. Además, no sólo recibimos información a través de un sentido o dos,
como suele suceder en el arte, sino de todos al mismo tiempo, lo cual supone una gran
cantidad de información de varios tipos muy distintos, desde las imágenes o los sonidos, que
son más intelectuales, a las sensaciones táctiles, los aromas o los sabores, que son más
biológicos. En el bosque podemos entrar, podemos recorrerlo en todas direcciones y
experimentarlo desde una infinidad de puntos de vista distintos. Y al recorrerlo podemos
modificarlo, aunque sólo sea dejando nuestras huellas en los caminos o llevándonos algunas
piñas de recuerdo. Ese entorno conforma una atmósfera que podemos apreciar como tal, pero
también podemos detenernos a observar cada uno de sus elementos por sí mismo, desde el
roble centenario a la libélula o el color de la tierra. Y aunque sabemos que no son obra de un
autor, nos parece que esos elementos naturales expresan emociones o incluso que evocan
alguna idea. Mientras apreciamos el bosque, no deja de cambiar a cada instante, y así sabemos
que estamos admirando un entorno vivo, y quizás la misma vida y el fluir del tiempo.
¿Cómo debemos apreciar estéticamente un bosque? ¿Tiene sentido hablar de una
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apreciación más adecuada que otra? ¿Existen reglas, normas o criterios? ¿Deberíamos
basarnos en algún tipo de conocimiento? ¿O deberíamos dejarnos llevar por nuestras
emociones?
La estética analítica lleva planteándose estas cuestiones desde finales de los años sesenta,
cuando Ronald Hepburn irrumpió en una disciplina que llevaba un siglo y medio dedicada con
exclusividad al análisis del arte, para reclamar en su artículo «Contemporary Aesthetics and
the Neglect of Natural Beauty», que la estética recuperara la reflexión sobre la belleza natural
que ya había desarrollado durante la Ilustración. Desde que el texto de Hepburn se convirtió
en algo así como el documento fundacional de la renovada estética de la naturaleza, unas
pocas teorías se han ofrecido como respuesta a esas preguntas y han generado un intenso
debate. Es importante tener en cuenta que la disciplina es, pues, bastante joven, y que las
teorías propuestas son todavía escasas y se hallan en una fase inicial de su formulación, pero
son ya lo suficientemente sugerentes como para fascinar a cualquier filósofo.
Una de las primeras teorías fue la elaborada, ya en los años setenta, por el filósofo
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canadiense Allen Carlson, quien posee el mérito de haber sido un firme impulsor de esta
disciplina y el editor de diversas publicaciones antológicas. A lo largo de cuarenta años ha
construido y defendido una teoría sólida y coherente, pero al mismo tiempo muy polémica. El
resto de propuestas que han ido surgiendo después se han definido en relación a ella, como
respuestas a lo que consideraban errores o carencias, de modo que la posición de Carlson se
ha convertido en el centro vertebrador del debate. En las próximas páginas vamos a analizar
en primer lugar su posición y seguidamente las distintas teorías alternativas.
Pero antes, para finalizar este primer apartado introductorio, debemos aclarar qué
entendemos exactamente por entorno natural. Para algunos autores, y entre ellos el propio
Carlson, el paradigma de un entorno natural es la naturaleza salvaje, cuyos elementos
inorgánicos y seres vivos se desarrollan y relacionan entre sí de forma espontánea sin las
constricciones que pueda imponer el ser humano. El ideal sería pues esa wilderness de la que
en Europa ya no tenemos memoria, pero que sin embargo continúa existiendo en algunas zonas
de América, y que Carlson, quien lleva décadas residiendo en Alberta, conoce bien. Sin
embargo, el propio Carlson ha realizado con el paso de los años un esfuerzo por aplicar su
teoría también a entornos naturales habitados y modificados por el ser humano, pero donde la
naturaleza todavía puede desarrollarse con un cierto grado de espontaneidad, como los
paisajes rurales. En cambio, Ronald Hepburn, el fundador de la disciplina, que era originario
de Aberdeen y fue profesor durante casi cuatro décadas en la Universidad de Edimburgo,
partía de una concepción del entorno natural más europea, que abarcaba desde el paisaje
escocés más agreste a la campiña inglesa o los bosques que pueden hallarse en cualquier lugar
de Europa, como la sierra de Collserola que antes hemos propuesto como ejemplo. Es decir,
que por entorno natural entendemos una gran diversidad de entornos, desde parajes salvajes
deshabitados a otros modificados en diversos grados por la intervención humana, pero
siempre que estén conformados por un entramado de elementos inorgánicos y de seres vivos
que se desarrollan y que interactúan entre ellos en un elevado grado de espontaneidad. El tipo
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de entorno natural modificado al que no vamos a referirnos aquí son los parques y jardines,
pues requieren un análisis específico y bastante distinto.

II. EL MODELO COGNITIVO CIENTÍFICO DE CARLSON


La primera tesis de la teoría de Allen Carlson afirma que la apreciación estética es
cognitiva. Apreciar estéticamente una pintura, una obra arquitectónica, un entorno urbano o un
entorno natural exige siempre, para ser una apreciación adecuada, conocimiento. La
apreciación estética no consiste meramente en admirar formas o colores, sentir unas
emociones y emitir un juicio subjetivo más o menos caprichoso. Los juicios estéticos tienen
una pretensión de objetividad, y por ello deben justificarse en un conocimiento. Es decir, que
tan sólo se puede apreciar estéticamente de manera apropiada aquello que se conoce, que se
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ubica bajo unas categorías que lo engloban. Si no conocemos bien lo que estamos
contemplando, podemos cometer errores de apreciación, por ejemplo, no reconocer la belleza
de un objeto porque no entendemos lo que es. Y, por tanto, debemos distinguir entre juicios
estéticos adecuados y no adecuados.
La segunda tesis se refiere a qué tipo de conocimiento necesitamos. En el caso de la
apreciación estética de obras de arte, el conocimiento nos lo proporcionan esas ciencias que
son la historia y la teoría del arte. Si queremos apreciar correctamente las pinturas de
Remedios Varo debemos ubicarlas dentro de las categorías de pintura, de pintura del siglo XX
y de pintura surrealista; mientras que si contempláramos las obras de Varo creyendo que son
pintura renacentista no podríamos entenderlas ni, en consecuencia, apreciarlas.
En el caso de la naturaleza, según Carlson, la biología, la ecología o la geología nos
suministran los conocimientos necesarios para apreciar la naturaleza en tanto que naturaleza;
nos permiten conocerla como lo que es, y por tanto nos descubren su belleza. Por ejemplo, si
vemos una jirafa por primera vez sin saber nada de esta especie, nos parecerá monstruosa con
su altura de hasta cinco metros, el cuello tan desmesuradamente largo, y las patas largas y
finas, las de delante más altas que las traseras, que le dan un aspecto frágil, como si estuviera
a punto de desmoronarse en cualquier momento. Tampoco entenderemos por qué tiene una
lengua de medio metro o por qué su piel está moteada de colores terrosos. Pero si sabemos
que la altura de la jirafa es fruto de la evolución de una especie adaptada a alimentarse de las
hojas más elevadas de las acacias, lo que le confirió una ventaja competitiva frente a otros
herbívoros, y que el color de su piel le permite camuflarse en la sabana, entonces ese
conocimiento nos revelará la belleza del animal. O si ascendemos por las montañas del
Pirineo hasta unos parajes donde ya no crecen árboles, sino tan sólo pastos y flores diminutas,
quizás nos parecerá un lugar pobre en vegetación y muy aburrido. Pero si sabemos que en ese
lugar, a más de 2.500 metros de altura, tan sólo plantas tan pequeñas resisten el frío, la nieve y
el viento del invierno, entonces sabremos reconocer su belleza. Si se me permite la broma,
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este tipo de errores serían parecidos al que tiene lugar en el cuento El Patito Feo de Hans
Christian Andersen, donde la cría de cisne es confundida con una cría de pato y por tanto
considerada fea. Aunque por supuesto la moraleja del cuento apunta en otra dirección.
En la apreciación estética de la naturaleza no podemos dejarnos guiar por la intención de
un artista que no existe, ni por el significado que nadie ha introducido en ella, pero, en cambio,
conocer las fuerzas naturales que han dado forma a ese organismo o ese entorno nos ofrece los
conocimientos en los que fundamentar juicios estéticos apropiados. Las ciencias naturales nos
permiten entender lo que percibimos al colocarlo bajo las categorías adecuadas; nos desvelan
el orden que existe en la naturaleza.
Dice Carlson:
La idea básica del punto de vista objetivista es que nuestra apreciación está guiada por la naturaleza del objeto de
apreciación. Por ello, para una apreciación estética apropiada, resulta necesaria la información acerca de la naturaleza
del objeto, de su génesis, tipo y propiedades. Por ejemplo, al apreciar un entorno natural como un prado alpino, es
importante saber que sobrevive bajo constricciones impuestas por el clima de una altura muy elevada. Tal conocimiento

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nos permite comprender que el tamaño diminuto de la flora es una adaptación a esas constricciones.

Y continúa explicando más adelante:


De la misma forma en que el crítico de arte y el historiador del arte están bien equipados para apreciar estéticamente
obras de arte, el naturalista y el ecologista están bien pertrechados para apreciar estéticamente la naturaleza (Carlson,
2000: 50).

Precisando aún más la cuestión de la objetividad, nos dice el autor:


La apreciación orientada al objeto es objetiva: se centra en un objeto tomándolo como lo que es y en tanto que posee
las propiedades que posee. Y, por supuesto, la ciencia es el paradigma de la revelación de los objetos como lo que son y
con las propiedades que tienen. Así, la ciencia no sólo se presenta a sí misma como la fuente de la verdad objetiva, sino
que califica las explicaciones alternativas como falsas por ser subjetivas, y por ello, de acuerdo con la apreciación
objetiva, como irrelevantes para la apreciación estética (Carlson, 2000: 119).

Carlson no exige un conocimiento elevadísimo; a veces demanda el nivel de un naturalista


amateur, y otras veces parece conformarse con un saber muy básico. Probablemente uno de
los defectos de su teoría es no acabar de precisar de forma contundente el grado de
conocimiento necesario. Pero, en cualquier caso, lo que sí deja claro es que el conocimiento
debe proceder de las ciencias naturales y no de otras fuentes. Es decir, no apreciaremos mejor
la belleza natural de un bosque porque leamos novelas o poemas que hablen de ese lugar, lo
veamos representado en pinturas o fotografías, o nos cuenten las leyendas inventadas por sus
habitantes. Todo eso sólo nos mostrará las emociones subjetivas de los autores de esas obras,
o aún peor, se convertirá en un filtro entre el entorno natural y nosotros, y nos lo hará ver, no
como naturaleza, sino como otra cosa. La fotografía o la pintura, por ejemplo, seleccionará un
fragmento del bosque contemplado desde una perspectiva concreta y le pondrá un marco
(cuando los entornos naturales no poseen marco); lo reducirá a una imagen (que sólo se dirige
a la vista y no a los cinco sentidos); a una superficie (en vez de revelarlo como entorno
tridimensional); y a unas formas y colores estáticos (cuando el bosque es cambio permanente).
No nos mostrará el bosque como bosque, sino convertido en otra cosa: una imagen, una
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escena, una vista.


Carlson desarrolló su teoría tomando como caso paradigmático los entornos de naturaleza
salvaje, como los paisajes del centro de Canadá que tan bien conoce. Sin embargo, en los
últimos años ha hecho un esfuerzo por extenderla también a entornos fuertemente modificados
por el ser humano, como explotaciones agrícolas. En estos casos, su teoría estética no sólo
exige un conocimiento de ciencias naturales, sino también de ciencias sociales, para
comprender las modificaciones introducidas por el ser humano.
Una de las razones por las que Carlson defiende que la apreciación estética es objetiva y se
basa en un conocimiento, es porque le permite afirmar la comunicabilidad de los juicios
estéticos y la posibilidad del acuerdo. Y sobre esa base, Carlson argumenta que una estética
objetiva de la naturaleza puede colaborar con la ética ofreciendo buenas razones para la
protección de entornos naturales. Cuando geólogos, biólogos, ecologistas, economistas y
gestores dan sus razones a favor o en contra de la protección de un determinado entorno
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natural, es posible introducir la estética en el debate, porque los juicios estéticos no son
opiniones subjetivas, sino que poseen la misma pretensión de objetividad que la ciencia.
En palabras de Carlson:
El cognitivismo científico en particular, centrado en el conocimiento científico, que es un paradigma de objetividad,
permite enfrentarse al problema de que la apreciación estética de los entornos sería poco significativa para la
conservación y protección medioambiental, por ser subjetiva (Carlson, 2009: 18-19).

Así pues, para Carlson resulta fundamental elaborar una estética firmemente comprometida
con la ética, y para ello necesita unas ciencias naturales que la sustenten. Los objetivos están
claros, pero lo que resulta dudoso es si, al final, Carlson elabora una estética tan dependiente
de la ética y la ciencia que ya no es propiamente una estética autónoma. A Carlson se le
critica, sobre todo, que su concepción de la apreciación estética esté tan fundamentada en el
conocimiento científico que es difícil distinguirla de él.
Esta crítica se agrava cuando diversos autores afirman además que Carlson idealiza las
ciencias naturales. La pretensión de la ciencia es hallar un conocimiento objetivo bien
fundado, pero eso no garantiza que lo consiga. Durante siglos, los biólogos fueron
creacionistas y explicaban los rasgos morfológicos de especies de animales y plantas con
razones que hoy nos harían reír. Los geólogos no empezaron a hacerse una idea de la magnitud
de los tiempos geológicos hasta el siglo XIX. Si tan recientemente los errores eran tan
descomunales, ¿cómo sabemos que no continuamos estando equivocados en cuestiones
centrales, y que por tanto nuestra apreciación estética se basaría en errores científicos?
Apoyar las pretensiones científicas de un conocimiento riguroso del mundo debería hacerse
con tanta admiración por los logros como prudencia y humildad. Y sería también prudente que,
aunque la estética pueda enriquecerse de las ciencias naturales, no tenga que depender en
demasía de ellas.
Sin embargo, también se podría responder a esta crítica afirmando que la ciencia progresa
a lo largo de la historia, y que el progreso científico ha tenido efectos claros sobre nuestra
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apreciación estética de la naturaleza, en tanto que nos ha ido revelando un mundo cada vez
más bello y más sublime. Desde que los cálculos de Lyell comenzaron a mostrar la edad del
planeta Tierra, cuando hallamos un fósil podemos apreciar mucho mejor su belleza, al
comprender que la huella de una forma viva que existió hace miles o millones de años ha
llegado hasta nuestras manos. Y hoy apreciamos lo sublime del firmamento nocturno mejor que
nuestros antepasados griegos, que apenas alcanzaban a imaginar los millones de años-luz que
recorre la luz de las estrellas antes de que podamos verla.
La teoría de Carlson ha recibido el apoyo de pensadores ecologistas como Holmes Rolston
III o Baird Callicott, o de la especialista en estética Marcia Muelder Eaton. Sin embargo, las
críticas proceden de muchos lugares y han abierto varios frentes. Mientras que algunos autores
le critican que su concepción del conocimiento sólo incluya las ciencias naturales y no el arte
(Yuriko Saito y Thomas Heyd), otros afirman que la estética no es puramente cognitiva y que
Carlson ha olvidado aspectos fundamentales como las emociones (Noël Carroll) o la
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imaginación (Ronald Hepburn y Emily Brady). En las próximas páginas examinaremos las
teorías alternativas que estos autores ofrecen.
Sin embargo, la crítica más radical a la teoría de Carlson es la de Malcolm Budd (2002),
quien afirma que en la apreciación estética de la naturaleza no tiene sentido hablar de normas
ni modelos, pues no es algo que pueda constreñirse en reglas. La apreciación estética de la
naturaleza es mucho más espontánea que la apreciación del arte, y precisamente ahí se hallaría
su riqueza. La crítica de Budd vendría a proponer, por tanto, suprimir el debate sobre los
modelos de apreciación en que ahora se centra esta renovada disciplina, y reconducirla en otra
dirección.

III. UN MODELO COGNITIVO MÁS AMPLIO: LA


PLURALIDAD DE HISTORIAS DE HEYD
Thomas Heyd (2001, 2007) acepta la tesis de Carlson según la cual los juicios estéticos
que emitimos sobre un entorno natural deben justificarse en un conocimiento de ese entorno.
Sin embargo, discrepa en su concepción de qué tipo de conocimiento puede cumplir esa
función. Para Heyd, la tesis de Carlson de que sólo la ciencia nos muestra la naturaleza en
tanto que naturaleza es una concepción demasiado estrecha, que él amplía para defender que el
arte, la literatura, los mitos, las tradiciones o el folclore local que versen sobre un bosque o un
río pueden también ayudarnos a conocerlo y apreciarlo.
La teoría de Heyd tiene una de serie de ventajas sobre la de Carlson que podríamos
resumir en cuatro. La primera es que su posición resulta menos rígida y estrecha, y por tanto
ofrece un terreno de juego donde discutir los problemas más amplio y más flexible. La
segunda es que defiende una concepción plural del conocimiento, para decirnos que nuestra
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apreciación estética de un entorno puede enriquecerse tanto de la lectura de un manual de


zoología como de una obra literaria, una pintura o un mito local. La tercera es que subraya la
importancia de un conocimiento de tipo narrativo (no necesariamente literario), que no se
limite a buscar la categoría científica dentro de la cual ubicar un animal o una planta, sino que
nos narre historias concretas, lo que favorece la atención a los aspectos más específicos de
cada animal, de cada planta o de cada paisaje en particular. Y la cuarta ventaja, es que la
teoría de Heyd ha sido elaborada tomando como caso central, no la naturaleza salvaje, sino
entornos naturales habitados por comunidades humanas que acumulan una tradición de
observarla, pensarla, convivir con ella e incorporarla en sus costumbres, con lo que puede
aplicarse sin dificultades a muchos tipos de entornos más o menos poblados.
De esta manera, Heyd sostiene que en las historias, canciones, mitos o incluso fiestas
inventados por las comunidades locales sobre el paraje donde viven hay a menudo un
profundo conocimiento de ese lugar que puede ayudarnos a apreciarlo mejor, lo que intenta

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demostrar con diversos casos que recoge en sus libros. Y siguiendo a Heyd, es posible
encontrar múltiples ejemplos convincentes, tanto de tradición local, como de obras de arte que
han llegado a ser universales. La novela breve de Thomas Mann Amo y Perro, que recrea los
paseos del propio Mann con su perro Bauschan por el campo, en los alrededores de Münich,
revela un conocimiento profundo de la región que describe, de la variedad de la vegetación y
el comportamiento de la fauna. La capacidad de observación del narrador es tan minuciosa e
inteligente, y su forma de transmitir lo que percibe posee tal fuerza estética, que resulta muy
difícil negar que ese librito nos ayuda a conocer y apreciar mejor la región de la que habla, o
que incluso nos enseña cómo observar cualquier entorno natural. Moby Dick, de Hermann
Melville, abunda en descripciones del mar y la vida marina que enriquecen nuestra percepción
y estimulan nuestra curiosidad. Las obras de Land Art de Hamish Fulton o Richard Long nos
ayudan a pensar la experiencia de caminar en soledad por la naturaleza y nos invitan a
observar con más atención los distintos materiales, los tipos de roca y de tierra, el agua, el
barro y también las formas de los elementos naturales.
Sin embargo, el problema de la teoría de Heyd es que, construida contra la rigidez de
Carlson, se plantea de una forma demasiado abierta. El autor no cree que «todo valga» en la
apreciación de la naturaleza, es decir, que cualquier documento cultural pueda ayudarnos a
apreciar un entorno, sino que nos dice que en cada caso concreto hemos de preguntarnos cuál
es la fuente de conocimiento más adecuada para apreciar ese bosque o ese valle. Pero no nos
ofrece reglas o criterios que puedan guiar nuestra búsqueda, y en este sentido la propuesta
necesitaría un mayor desarrollo.
Probablemente, para defender este modelo, lo mejor sería recurrir a una posición similar a
la de Hume en La norma del gusto, y argumentar que se trata de una cuestión de experiencia.
Hume afirmaba que la capacidad para la apreciación estética se adquiere gracias a la práctica:
necesitamos observar atentamente cada objeto de apreciación, reflexionar sobre él y
compararlo con muchos otros, así como fijarnos en el proceder de personas que demuestren
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tener buen gusto. De esta manera, podríamos aprender a discernir qué fuente de conocimiento
es más apropiada en cada ocasión para apreciar un entorno natural.

IV. EL MODELO DE LAS EMOCIONES DE CARROLL


Una de las alternativas más consistentes a la propuesta de Carlson, y en general a las
teorías que hacen depender la apreciación estética del conocimiento, es la desarrollada por
Noël Carroll, que ha realizado la mayor parte de su investigación en el ámbito de la filosofía
del cine y el llamado arte de masas, y que se ha asomado al debate en estética de la naturaleza
con una idea muy fértil.
Como hemos visto, Carlson ofrece un modelo normativo, que afirma cuál es la manera más
apropiada de apreciar un bosque o un valle. En cambio, Carroll plantea su modelo a un nivel
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descriptivo. Es decir, no quiere proponer cómo deberíamos apreciar estéticamente la
naturaleza, sino que se limita a constatar que la forma de apreciación de la belleza natural más
extendida y común no se basa en el conocimiento sino en las emociones. Carroll la somete
entonces a un exhaustivo análisis para concluir que es una forma de apreciación válida y que
debería ser tomada en consideración por las teorías cognitivas. Es importante insistir en que
Carroll no la ofrece como un modelo normativo, ni como el único modelo que debería
substituir al de Carlson, sino que simplemente defiende la necesidad de tenerlo en cuenta en
los debates.
Según Carroll, cuando la mayoría de las personas salen a pasear por un prado y afirman
que es bello, o contemplan una cascada y afirman que es majestuosa, no han necesitado
recurrir a ningún tipo de conocimiento, sino que se han basado en algo más natural y
espontáneo: las emociones que esos entornos les provocan, y que son suficientes para guiar
sus juicios estéticos.
Afirma Carroll:
Mi mayor preocupación acerca de la posición de Carlson es que excluye algunas respuestas apreciativas a la
naturaleza muy frecuentes: respuestas de un tipo menos intelectual, más visceral, que podemos denominar como
«emocionarse ante la naturaleza». Por ejemplo, podemos encontrarnos bajo una cascada atronadora y sentirnos
excitados por su grandeza; o hallarnos descalzos en medio de una silenciosa arboleda, dejándonos cubrir por la suave
caída de las hojas, y que se despierte en nosotros una sensación de reposo y de hogar. Tales respuestas a la naturaleza
son bastante frecuentes, y son incluso buscadas por aquellos de nosotros que no somos naturalistas. Lo que sucede en
ellas es que nos emocionamos ante la naturaleza. Por supuesto, eso no implica que sean respuestas no cognitivas, puesto
que la reacción emocional tiene una dimensión cognitiva (Carroll, 1993: 170).

La razón fundamental por la que Carlson rechaza las emociones como fundamento de los
juicios estéticos, es porque considera que son subjetivas y caprichosas, tan irracionales como
impredecibles, y que por tanto no pueden proporcionar a la estética la objetividad que en
cambio sí puede conferirle el conocimiento científico. Sin embargo, Carroll responde a esa
crítica afirmando que las emociones no son arbitrarias, sino que poseen un contenido cognitivo
que las dota de objetividad.
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Veámoslo con un ejemplo. Si paseando por el campo de repente nos damos cuenta de que
un tigre echa a correr hacia nosotros a toda velocidad, sentiremos miedo. La emoción del
miedo no será un capricho, ni una reacción irracional e impredecible, sino una respuesta
adecuada a una situación de peligro, basada en la percepción del tigre, el conocimiento que
tenemos de los tigres y la creencia de que podrían devorarnos. En cambio, si al momento nos
damos cuenta de que una valla electrificada nos separa del animal, que se encuentra dentro de
un parque de fauna salvaje, sentiremos alivio. Esas emociones no son gratuitas ni infundadas,
ni meras proyecciones de gustos personales, sino respuestas coherentes y apropiadas, basadas
en percepciones, conocimientos y creencias.
Carroll nos ofrece una explicación naturalista de las emociones: tienen la función biológica
de responder objetivamente a las situaciones y de orientar nuestra conducta, y fueron
seleccionadas por la evolución de nuestra especie porque favorecían nuestra supervivencia.
Poseen un sentido, una razón de ser, incluso podríamos decir que poseen una racionalidad
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propia. Precisamente porque tienen ese carácter objetivo podemos hablar de respuestas
emocionales apropiadas o inapropiadas. Es decir, que para emitir juicios estéticos objetivos
no es necesario ir a buscar conocimientos científicos, porque nuestras emociones ya poseen un
contenido cognitivo suficiente, un contenido profundamente arraigado en nuestra propia
naturaleza.
Para aplicar esta visión de las emociones a la apreciación estética de la naturaleza, Carroll
se apoya en los trabajos del geógrafo Jay Appleton (1975), quien defiende que nuestras
respuestas a los entornos naturales se basan en necesidades biológicas que fueron muy
importantes durante la evolución de la especie humana y, por tanto, forman parte de nuestra
naturaleza más básica.
Así, nos dice Carroll, subir a una colina en un día despejado y contemplar a nuestros pies
una amplia extensión de prados atravesada por un riachuelo, nos produce una sensación de
serenidad y libertad; quien responde así es el animal que somos, que se siente seguro en ese
lugar porque desde él puede controlar todo lo que sucede a su alrededor, y que de necesitarlo
podría localizar comida y agua, y a la vez estar atento a posibles peligros. Igualmente, cuando
descendemos de la colina y encontramos un rincón resguardado bajo un par de árboles, desde
el que se escucha el borboteo de una fuente, y nos invade una sensación de hogar, de
pertenencia, de protección, quien responde es nuestro instinto al detectar un buen refugio:
Esto no requiere ningún conocimiento científico especial. Quizás sólo requiere ser humano, estar equipado con los
sentidos que poseemos. […] Eso no significa que todas las respuestas emocionales ante la naturaleza sean no-culturales,
sino tan sólo que las dimensiones pertinentes de algunas de esas respuestas pueden serlo. […] Es decir, podemos
reaccionar emocionalmente ante la naturaleza, y que nuestra reacción sea una función de nuestra naturaleza humana en
respuesta a la expansión de la naturaleza (Carroll, 1993: 174).

Otro aspecto fundamental de la propuesta de Carroll es que estas emociones son algo que
podemos describir y compartir con otras personas, porque la mayoría de nosotros tendemos a
responder de manera similar en parecidas circunstancias. De modo que el modelo de Carroll
tiene también la ventaja de que los juicios estéticos basados en emociones serían
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potencialmente universales. Cabe añadir que Carroll no ha desarrollado esta teoría de las
emociones únicamente para la apreciación estética de la naturaleza, sino que asimismo la ha
aplicado a diversos aspectos de la apreciación del arte, en especial del cine.
Lo que Carroll nos ofrece es, pues, una concepción de la apreciación estética de tipo
naturalista. Su ventaja, como hemos visto, es que puede defender una pretensión de
objetividad y de universalidad sin caer en una dependencia de las ciencias naturales. Su
desventaja, que parece reducir la apreciación estética de la naturaleza a unas respuestas
biológicas inmediatas, donde la libertad o la reflexión apenas intervienen, y no queda muy
claro si a partir de esa base podríamos elaborar respuestas más complejas y activas.

V. EL MODELO DE LA IMAGINACIÓN DE HEPBURN Y


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BRADY
Las distintas teorías que hemos expuesto son intentos muy elaborados y coherentes de
ofrecer un modelo de la apreciación estética de la naturaleza, pero sin embargo no acaban de
resultar satisfactorias. Como hemos visto, la propuesta de Carlson es rígidamente normativa,
al defender que sólo existe una vía para la apreciación adecuada de la naturaleza; y su tesis de
que el juicio estético debe basarse en el conocimiento científico, coloca a la estética en una
posición de dependencia respecto de otra disciplina. El modelo de Heyd, aunque es menos
rígido, también deja a la estética dependiente de diversas fuentes de conocimiento. La teoría
alternativa de Carroll no requiere el conocimiento que proporcionan otras disciplinas, pero al
basar la apreciación estética en una respuesta emocional inmediata, de raíz biológica, parece
dejar al individuo en una posición un tanto pasiva. En realidad, todas ellas sufren un mismo
problema que se manifiesta de dos maneras: por un lado, estas teorías no conciben la estética
como una esfera autónoma, y, por otro lado, no permiten al individuo emitir su juicio estético
libremente. ¿Sería posible una teoría estética de la naturaleza que se construyera como una
disciplina autónoma y que permitiera al individuo apreciar la belleza natural de una forma
libre y creativa?
La inspiración debería buscarse en Kant. Cuando Kant forjó la estética moderna,
construyendo su sistema a partir de las intuiciones que los ilustrados británicos habían
expuesto de manera breve y ensayística, la consolidó como una esfera autónoma donde el ser
humano encontraba la realización de la libertad. Y lo que resulta especialmente interesante es
que elaboró esa estética autónoma tomando como caso central la apreciación estética de la
naturaleza, y no del arte.
Kant defendió un juicio estético desligado del conocimiento, y pudo hacerlo al tomar como
clave de la apreciación estética la imaginación, que permitía al individuo apreciar la belleza
natural de una manera libre y creativa. Mientras que en los juicios de conocimiento la
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imaginación queda sometida a las leyes del entendimiento, y su función se reduce a apoyar al
entendimiento en la aplicación de un concepto a un objeto, en cambio, en los juicios de gusto,
la imaginación entra en un juego armónico con el entendimiento y puede ejercitarse de manera
productiva y plena. Ese juego libre consiste en ir más allá de lo que el individuo percibe, y
realizar conexiones y asociaciones en relación con las cualidades del objeto.
La propuesta que Kant había forjado no llegó a desarrollarse en una tradición porque, poco
después, Hegel dictaminaba en sus Lecciones de Estética que esta disciplina debía reducirse a
filosofía del arte, y en consecuencia la apreciación de la belleza natural quedó expulsada
durante un siglo y medio del debate académico, hasta que Ronald Hepburn la rescató en 1966
para la discusión analítica. ¿Sería posible todavía salvar algunas ideas de Kant?
Eso es precisamente lo que hizo Hepburn cuando comenzó a trabajar por la rehabilitación
de la disciplina. Aunque en ningún momento ofreció una reflexión sistemática sobre Kant, ni
tampoco afirmó de forma explícita estar rescatando sus ideas, las intuiciones básicas con las
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que comenzó a construir de nuevo la estética de la naturaleza eran profundamente kantianas. La
propuesta de Hepburn resulta tan sugerente como fértil, y tan sólo cabe lamentar que no acabó
de desarrollarla en toda su potencialidad. Hepburn falleció las navidades de 2008 habiendo
abierto un camino prometedor. Quien ha tomado el testigo de la imaginación para construir una
teoría más elaborada, y sí ha hecho explícitas sus raíces kantianas, es Emily Brady (2003).
Vamos a examinar su modelo.
Como decíamos al comenzar este artículo, cuando salimos a pasear por un bosque, a
diferencia de cuando visitamos un museo, no hallamos ningún tipo de indicación sobre qué
debemos apreciar y qué no, ni de qué manera. Brady toma como punto de partida la
constatación de que apreciar estéticamente la naturaleza exige más iniciativa por parte del
individuo que la apreciación del arte, pues cuando remontamos un río o ascendemos por una
montaña, no nos espera un itinerario ya establecido que nos conduzca a lo más interesante, ni
encontramos señales que dirijan nuestra atención hacia árboles especialmente bellos o
sorprendentes, ni carteles explicativos ni ningún otro tipo de ayuda. Nuestra reacción puede
ser buscar una guía en otra disciplina, como propone Carlson, o bien reconocer una
oportunidad para el ejercicio de un juicio estético más libre. Y a ello nos invitan Hepburn y
Brady: somos nosotros quienes debemos elaborar nuestro propio mapa, decidir qué recorrido
nos deparará las mejores experiencias, qué plantas son más bellas, seleccionar hacia dónde
dirigir nuestra mirada y enfocar cada uno de nuestros sentidos. Y quien puede crear ese mapa
es la imaginación.
Para Brady, apreciar estéticamente los entornos naturales consiste en dejar que nuestra
imaginación juegue con ellos libremente. Y si hay que conferir el protagonismo a la
imaginación es porque ella es la clave de la creatividad en todos los ámbitos de la vida
humana. En el terreno del arte, los artistas necesitan de la imaginación para crear sus obras.
En la naturaleza, que no ha sido creada por un artista, cuya belleza no es fruto de la
imaginación, debe ser el visitante quien emplee la capacidad de imaginar para contemplar ese
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entorno de una manera creativa.


La riqueza de la imaginación consiste en que responde de manera productiva a lo que
percibimos. La información que los sentidos nos ofrecen en cada momento se convierte en un
punto de partida para generar una red de asociaciones, vínculos y evocaciones, de modo que
expande nuestra experiencia hacia el pasado, el futuro, otros lugares, ideas, preguntas o
emociones.
Por ejemplo, ante la visión de una hoja de helecho que se está abriendo, con su
característica forma en espiral, la imaginación puede evocar esa misma forma en otros
organismos, como en los caracoles, o incluso en el espacio exterior, en las galaxias, y así
revelarnos patrones similares en distintos elementos naturales. O ante el espectáculo de los
murciélagos revoloteando al anochecer, puede preguntarse cómo debe ser percibir el mundo
tal como lo hacen estos animales a través del sentido de la ecolocación, que consiste en gritar
contra las cosas y hacerse un mapa mental a través del eco de la propia voz. O bien, paseando
por los bosques del Pirineo una mañana de primavera, podemos imaginar ese mismo bosque
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nevado durante el invierno; podemos recordar el incendio que lo asoló años atrás, sentir dolor
por la pérdida, y celebrar la fuerza con que se recuperó; o preguntarnos si tendrá éxito el
programa de reintroducción de osos. O bien, ante el descubrimiento de un roble centenario,
preguntarnos cuántos acontecimientos humanos habrá contemplado. La imaginación traza en un
entorno natural un mapa propio de relaciones, similitudes, contrastes, y lo enriquece con
metáforas, asociaciones, ideas, preguntas, inquietudes. De ese modo, apreciar un entorno
natural es un ejercicio activo que nos permite ser creativos y también reflexivos. Podríamos
decir incluso que se convierte en una ocasión para el desarrollo de la individualidad, pues no
habrá dos apreciaciones iguales de un mismo entorno natural.
Brady ha intentado explorar de manera sistemática las potencialidades de la actividad de
imaginar, y ha distinguido cinco tipos fundamentales de imaginación:

Imaginación metafórica: consiste en crear una conexión entre dos objetos. Para que sea
una buena metáfora, ha de generar una vinculación con sentido, no arbitraria, que tenga
suficiente poder evocador, que sea capaz de sugerir pensamientos y emociones. Por ejemplo,
podemos decir de un bosque oscuro de altos árboles que es una catedral. Las metáforas nos
invitan a mirar de nuevo el entorno y redescubrirlo de una forma distinta, dejándonos
sorprender por perspectivas o detalles que antes nos habían pasado desapercibidos.
Reorientan nuestra apreciación de ese entorno, y refinan y enriquecen el modo en que
percibimos las cualidades estéticas.
Imaginación exploradora: la forma más estrechamente ligada a la percepción, explora las
cualidades estéticas de los objetos tal como se nos aparecen a través de los cinco sentidos, y
las relaciones entre ellas. Por ejemplo, ante un viejo y robusto roble, lo rodeamos,
acariciamos su corteza, percibimos su olor, admiramos la forma de sus ramas, nos
preguntamos por su edad, nos figuramos todo lo que habrá vivido y los acontecimientos de los
que habrá sido testimonio durante siglos.
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Imaginación proyectiva: es lo que llamamos «ver como», ver una cosa como otra. Por
ejemplo, sobre el firmamento nocturno proyectamos figuras que unen las estrellas, dibujando
formas con sentido. Podemos jugar a ver las constelaciones, imaginando las figuras
mitológicas proyectadas por nuestros antepasados o bien inventar nuestras propias formas y
crear nuevos mapas celestes.
Imaginación ampliadora: la forma más activa y creativa, que nos permite ir más allá de
los objetos, redescubriéndolos desde otras perspectivas. Por ejemplo, cuando encuentro una
piedra redondeada en la playa, imagino la fuerza del mar que durante años le ha dado forma
hasta convertirla en lo que es ahora. O viendo los Pirineos, imagino las fuerzas geológicas que
hace milenios hicieron surgir esas cumbres. O ante los volcanes de Lanzarote, imagino el
nacimiento violento de la isla. Este tipo de imaginación permite contextualizar lo que vemos
en una historia narrativa.
Imaginación reveladora: la forma en que la apreciación estética conduce a la comprensión
de una idea. Este tipo de imaginación es similar a una propuesta que hizo Hepburn y a la que
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vamos a acercarnos con un poco más de detalle.

Hasta dónde puede llegar el juego de la imaginación es algo que Hepburn (1996) ilustra en
su artículo «Landscape and the Metaphysical Imagination», donde propone la noción de
imaginación metafísica, otra idea de inspiración kantiana. Nos dice el autor que al apreciar la
naturaleza nos hacemos conscientes de su diferencia respecto de nosotros, pero también de su
similitud, y por ello al contemplarla se nos presentan preguntas e ideas acerca de nosotros
mismos. Hepburn nos propone el ejemplo de una persona que sale a caminar por el campo una
mañana a principios de verano. Es un día luminoso, y los prados están espléndidos con el
colorido de las flores y el zumbido de los insectos. Mientras camina le rodean los cantos de
los pájaros, el olor a la hierba, la promesa de los árboles frutales. El paseante, admirado de
tanta belleza, recuerda entonces el frío del invierno y evoca el próximo ciclo anual. Ve
revolotear una mariposa, y recuerda que algunos insectos apenas viven unos pocos días.
Impulsado por lo que ve, comienza a pensar en el fluir del tiempo, los ciclos naturales, la
brevedad de la vida, la muerte, el universo infinito sobre nuestras cabezas. Y se acaba
preguntando cuál es el sentido de la vida. Cuando se da cuenta, está en plena reflexión
metafísica, y quien le ha conducido hacia esas cuestiones ha sido un paseo por un prado. Es
así como la naturaleza nos invita a imaginar, y ante ella, la imaginación se plantea incluso las
preguntas más difíciles de todas, cuál es nuestro lugar en el universo, cuál es el sentido de
todo. La belleza natural nos impulsa a hacer filosofía.
Una vez presentado el modelo de la imaginación, vamos a ver cuáles serían sus puntos
débiles y sus puntos fuertes. Cuando Hepburn defendió en sus artículos la importancia de la
imaginación, él mismo esperaba las críticas que no tardó en recibir. El problema de su teoría
es el riesgo de precipitarse en la mera subjetividad caprichosa de las fantasías personales, o
de acabar aceptando que «todo vale», que cualquier respuesta imaginativa ante un entorno
natural vale de la misma manera. Consciente de ello, Hepburn afirma que no todas las
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apreciaciones son equivalentes, y afirma que debemos diferenciar entre las más triviales y las
más serias. Hepburn no propone que haya juicios estéticos correctos e incorrectos, lo que
resultaría demasiado rígido y parecería implicar que sólo hay un juicio estético correcto en
cada entorno, sino una opción más matizada y plural. Según él, existe una gradación de juicios,
de los más triviales y superficiales, a los más serios, profundos, vívidos y fértiles. Los
entornos naturales tendrían un gran potencial a explorar, y mientras que algunas apreciaciones
serían flojas y banales, otras, al ser capaces de explorar mejor ese entorno y admirar su
complejidad, serían más profundas. Hepburn propone como ejemplo lo que puede suceder al
contemplar la forma de las nubes. Dice el autor:
Supongamos que el contorno de nuestro cúmulo-nimbus parece un cesto de la colada, y nos divertimos
regodeándonos en esa semejanza. Supongamos que, en otra ocasión, no nos demoramos en aspectos tan caprichosos (o
«fantasiosos» en el sentido de Coleridge), sino que en cambio intentamos comprender la turbulencia que se halla en el
interior de la nube, los vientos que soplan con fuerza en ella y a su alrededor, determinando su estructura y su forma
visible. ¿No deberíamos estar dispuestos a afirmar que la segunda experiencia fue menos superficial o artificial que la
primera, que fue más fiel a la naturaleza, y por esta razón más valiosa? (Hepburn, 1966: 57).
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Lo que Hepburn está proponiendo es que debemos renunciar a la vieja idea de una verdad
única. No hay una única apreciación estética correcta para un entorno natural. Pero eso no
implica caer en un relativismo absoluto donde cualquier apreciación valga igual que cualquier
otra. Se trata de aceptar la pluralidad de respuestas estéticas porque los entornos naturales son
tan ricos y complejos que no hay una apreciación que pueda agotarlos, que pueda captar todo
su contenido de manera perfecta, sino que son posibles muchas apreciaciones distintas que
exploren diferentes aspectos de ese entorno. Existe una infinidad de maneras posibles de
apreciar un entorno, porque cada persona realiza su propia lectura desde su perspectiva
particular. Y una misma persona no agota su propia apreciación estética de un entorno de una
vez, sino que siempre puede regresar y descubrir algo nuevo. Pero siempre podremos
distinguir entre apreciaciones banales, superficiales y apreciaciones más ricas. Aceptar esa
pluralidad de respuestas significa reconocer que el juicio estético es una actividad libre y
creativa por parte del individuo, y por tanto reconocer que es un espacio de desarrollo de la
propia individualidad.
Para que nuestra apreciación sea lo más profunda posible, Hepburn nos ofrece un consejo.
Nos pide que no intentemos humanizar demasiado la naturaleza, que no la interpretemos como
si fuera humana, que no proyectemos en exceso nuestros sentimientos sobre ella; pero que
tampoco la contemplemos como algo tan lejano y misterioso que nos resulte ajena e
incomprensible. Se trata de hallar un equilibrio y cultivarlo.
A medida que Brady ha ido desarrollando de manera más sistemática y detallada la teoría
iniciada por Hepburn, las críticas se han ido haciendo más fuertes, aunque también las
respuestas más sofisticadas. La teoría de Brady está siendo duramente cuestionada, en
especial por parte de los defensores de los modelos cognitivos. Las críticas se centran en dos
aspectos, que en realidad son las dos caras de un mismo problema: convertir la apreciación
estética en una actividad de la imaginación implica el riesgo de que cada cual se encierre en
sus fantasías personales, lo que, en primer lugar, nos alejaría del entorno que estamos
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contemplando, y en segundo lugar, nos impediría compartir nuestra apreciación con los demás.
Vamos a ver ambos aspectos con un poco más de detalle.
La primera cuestión es que si la imaginación se comporta como una fantasía caprichosa, no
nos ayudará a apreciar el entorno, sino que por el contrario nos alejará de él para encerrarnos
en nuestros sueños. Es lo que sucede cuando sentimentalizamos o antropomorfizamos la
naturaleza; cuando convertimos un elemento natural en una mera excusa para proyectar
nuestras emociones; o cuando vemos un entorno como un escenario teatral donde imaginar
representaciones de historias. En estos casos no apreciamos la naturaleza en tanto que
naturaleza, sino que la ocultamos bajo nuestras ensoñaciones particulares o la usamos como
espejo para contemplarnos a nosotros mismos.
Consciente de ese riesgo, Brady afirma que imaginar no debe ser vagar sin rumbo, sino que
la imaginación debe siempre dirigirse hacia el objeto que estamos contemplando y guiarse por
él, con el fin de intentar comprenderlo y relacionarlo con otros objetos. Para conseguirlo nos
propone dos reglas. La primera es el desinterés kantiano, entendido en el sentido de
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contemplar la naturaleza como un fin en sí misma, de apreciarla por sí misma, y no meramente
como instrumento para nuestros fines, aunque esos fines sólo sean nuestras fantasías. Y la
segunda es imaginar bien; y Brady nos propone aquí entender la imaginación como una virtud
que necesita ser educada, que requiere un entrenamiento para aprender a usarla de manera
apropiada, idea que desarrolla apoyándose en la concepción de las virtudes de Aristóteles.
La regla de imaginar bien lleva implícita la posibilidad de juzgar nuestro uso de la
imaginación como mejor o peor en cada caso. Como vimos anteriormente, Hepburn proponía
una gradación entre las apreciaciones más triviales y las más serias. De un modo similar, pero
substituyendo el criterio de la seriedad o profundidad por el criterio de la relevancia, Brady
propone una gradación entre imaginaciones más o menos relevantes para apreciar un entorno
concreto. Que ante la visión de un bosque quemado imaginemos cómo era ese mismo bosque
antes del incendio es relevante, pero que nos pongamos a recordar una película de bomberos
que vimos el día anterior en el cine resulta irrelevante para apreciar ese entorno.
La segunda cuestión es que una apreciación de la naturaleza basada en algo tan personal
como la imaginación parece difícilmente comunicable a los demás. Mientras Carlson ofrecía
como fundamento para nuestros juicios de gusto las ciencias naturales a las que todos tenemos
acceso, o Carroll afirmaba que el fundamento son las emociones que nos igualan a todos, la
apuesta de Brady por una capacidad más libre y creativa, parece abocarla a apreciaciones tan
individuales que no puedan ser compartidas con los demás.
Para responder a esta crítica, Brady recuerda que, según Kant, el juicio estético, a pesar de
ser formulado por un individuo en base a sus sentimientos, posee aspiraciones a la
universalidad. Cada uno de nosotros, cuando formula un juicio de gusto sobre un entorno
natural, espera que los demás estén de acuerdo, y esa esperanza resulta razonable porque
todos nosotros estamos dotados con las mismas capacidades para juzgar y la misma
sensibilidad. Nos une un sensus communis gracias al cual, aunque cada uno pronuncie su
juicio de manera autónoma, podemos esperar el acuerdo con los otros. Ese esquema que
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pretende conciliar la autonomía individual con la comunicabilidad y la aspiración al acuerdo


universal, es similar al que Kant proponía también para la ética, donde cada individuo formula
por sí mismo un imperativo categórico que tiene como prueba de validez que pudiéramos
desear que fuera universal. Y esta conciliación entre lo individual y lo universal se sostiene en
la confianza ilustrada de que existe una naturaleza humana compartida por todos los
individuos.
A partir de estas ideas, Brady logra defender que los juicios de gusto sobre entornos
naturales pueden ser comunicados y compartidos con los demás, que el uso de la imaginación
no nos aprisiona en fantasías privadas, sino que apela a asociaciones, ideas, emociones,
inquietudes, que los demás pueden comprender y compartir con nosotros. Esta cuestión resulta
de especial importancia para Brady, pues le permite afirmar que son posibles no sólo el
diálogo sobre la apreciación estética de la naturaleza, sino también la educación. Es decir, que
la apreciación estética de la naturaleza no tiene por qué ser una actividad privada, solitaria,
autodidacta o incluso solipsista, sino que podemos ayudarnos unos a otros a apreciar mejor
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los entornos naturales, y enriquecer nuestra apreciación de manera intersubjetiva.
Una vez vista la manera como Brady responde a las principales críticas a su teoría, vamos
a analizar ahora las diversas ventajas que su modelo posee.
La primera es que su concepción de la apreciación estética exige una relación creativa con
cada entorno concreto. No basta con encajar cada elemento natural en la categoría científica
correspondiente, con conocer las fuerzas naturales que moldearon el valle y recordar los
nombres de las especies que lo habitan, sino que exige una respuesta imaginativa, con lo que
fomenta una relación más activa y personal con la naturaleza, más similar a un auténtico
diálogo entre ese entorno concreto y la persona que lo visita. Como dice Brady:
Quien tenga la formación de un naturalista poseerá un mayor conocimiento científico, pero ¿por qué debería ser eso
más apropiado para la apreciación estética que, digamos, la profunda experiencia que tenía Wordsworth del Lake
District o la experiencia de un bosque que posee quien diariamente lo recorre con su perro? (Brady, 2003: 94-95).

La segunda es que la imaginación nos permite jugar con las informaciones que nos llegan a
través de los cinco sentidos. No sólo parte de aquello que vemos, que conocemos a través del
sentido más intelectual y distante, sino también del oído, el tacto, el gusto y el olfato. Brady
menciona que el olor, tan poco apreciado en la historia de la estética, posee un gran poder
evocador de recuerdos, emociones y asociaciones, y por tanto es un elemento importante con
el que trabajar. También lo es el gusto, si probamos los alimentos que encontramos en un
bosque, como bayas silvestres o el agua de los manantiales. De esta manera, la imaginación
posee un campo de juego muy amplio, que abarca desde una actividad más intelectual, a
sensaciones muy corporales y biológicas. Eso permite implicar a la vez a todo el ser humano,
tanto en sus aspectos más corporales y sensuales como en sus capacidades intelectuales.
La tercera es que, a diferencia de Carlson, Brady se ha liberado de la ilusión de que sería
posible alcanzar una visión perfectamente objetiva de la naturaleza, porque eso sólo sería
factible si pudiéramos salir fuera de la historia, la cultura, la lengua y de nuestro propio
cuerpo, para contemplarla desde ningún lugar. Brady es muy consciente de que siempre
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contemplamos la naturaleza desde una perspectiva concreta: desde el cuerpo que somos, con
unos sentidos y no otros, una memoria y no otra, desde el individuo que somos y que forma
parte de una historia, una cultura, una lengua que nos han construido una visión del mundo. Por
supuesto que la ciencia actúa guiada por una pretensión de objetividad, pero la objetividad es
el fin que la orienta, no algo que ya haya conseguido y que pueda garantizarnos. Dice Brady:
Otra de las ventajas de una concepción no-cognitivista […] es su conciencia de que valorar estéticamente la
naturaleza implica salir al mundo natural como los seres culturales que somos. Nunca podremos liberarnos de este
estado de cosas, y no debemos pretender que la ciencia pueda realizar valoraciones estéticas objetivas, que no dependan
de perspectiva alguna. Lo que podemos hacer es asumir la riqueza de la vida humana en su compromiso con la
naturaleza, y al mismo tiempo aceptar a la naturaleza como alteridad (Brady, 2003: 115-116).

Desde esa convicción, Brady puede ser lúcidamente crítica con quienes creen tener acceso
a una concepción objetiva, es decir, haber hallado la verdad definitiva. Brady tampoco desea
una estética que se precipite en una subjetividad caprichosa, y por ello insiste en que la
imaginación debe guiarse por el objeto, pero no cree que exista una vía directa a una
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objetividad plena, ni que la ciencia sea un camino más fiable que la imaginación para apreciar
la belleza natural.
La cuarta ventaja es que la teoría de Brady resulta muy fértil para responder a una
naturaleza que cambia constantemente. Un entorno natural se está transformando a cada
momento, y una infinidad de cambios se producen a la vez, cada uno con su velocidad y su
ciclo propio. Mientras remontamos un río, no cesan de cambiar la luz, la temperatura, la
humedad, la dirección del viento, y los seres vivos no dejan de vivir sus vidas y también de
perecer. Todo fluye con el tiempo y en ese valle suceden historias a nuestro alrededor que
entretejen la vida de las diferentes especies. La imaginación sabe apreciar esos continuos
cambios, ofreciendo respuestas distintas en diferentes momentos del día o del ciclo anual,
según las sorpresas que uno se encuentre por el camino. Mientras que, en cambio, el modelo
de Carlson, al estar basado en las categorías científicas, tiende a subrayar lo igual, lo idéntico,
por encima de lo particular, diferente y fugaz.
Y la quinta y última ventaja es que la actividad de imaginar favorece la empatía con lo
observado, con el entorno y las especies que lo habitan, de un modo que no lo logra la
actividad más fría de aplicar categorías científicas. Probablemente el modelo de las
emociones de Carroll podría desarrollarse también en esta dirección, aunque es un trabajo que
está por hacer. La imaginación promueve la preocupación por el bienestar de los seres vivos
de ese entorno, una mirada emotiva, conmovida y compasiva. Ésa es precisamente una de las
cuestiones en las que Brady está trabajando actualmente, y para lo cual está recuperando la
noción de simpatía tal como la empleaban los ilustrados escoceses.
Aunque todos estos modelos son igualmente jóvenes y necesitan por tanto todavía ser
elaborados con mayor profundidad, creo que existen razones suficientes para esperar que el
modelo de la imaginación demuestre ser uno de los más fértiles. En cualquier caso, se abre
con la estética de la naturaleza un renovado espacio de trabajo donde muchas cuestiones
fascinantes todavía necesitan buenas respuestas, lo que augura intensos debates en las
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1
próximas décadas .

BIBLIOGRAFÍA
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1 Este artículo forma parte del proyecto de investigación La historicidad de la experiencia estética II: continuidad y
discontinuidad entre experiencia estética y sentido moral. FFI2008-04339/FISO; así como también del programa
CONSOLIDER INGENIO 2010, CSD 2009-0056.
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<i>Estética</i>, edited by Carreño, Francisca Pérez, Difusora Larousse - Editorial Tecnos, 2014. ProQuest Ebook Central, http://ebookcentral.proquest.com/lib/bibliojdcsp/detail.action?docID=4870472.
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