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Resumen del libro Culturas juveniles de Rossana Reguillo

Capítulo 3

Entre la insumisión y la obediencia: biopolítica de las culturas juveniles

A partir de las grandes revoluciones, en distintos períodos históricos, se crearon los cuerpos
ciudadanos: una concepción de cómo debía ser el cuerpo en lo público y lo privado. El cuerpo
es vehículo de la socialidad. De su conquista y domesticación depende el éxito o fracaso de un
proyecto social. Hoy las sociedades parecen debatirse entre dos grandes narrativas: el cuerpo
liberado y joven por un lado, como idealización y objeto de consumo, por otro lado, el cuerpo
pecador castigado por la ira divina con el sida, como metáfora de la derrota del cuerpo. Entre
estas narrativas media la biopolítica, que somete al cuerpo a una disciplina y al incremento de
su utilidad.

En relación con los jóvenes, la autora destaca cuatro grandes áreas relativas a la biopolítica: la
dimensión racial vinculada a la pobreza; el consumo; la moral pública y la dimensión de
género.

Biopolítica racial y pobreza

En América Latina, la discriminación, basada en una creencia en una superioridad racial, se ha


convertido en política pública. A la dimensión étnica hay que añadir la pobreza, que configura
también ámbitos de exclusión. Esto se ha vuelto más visible por la presencia de los medios de
comunicación, que actúan como cajas de resonancia para la sociedad y que configuran
modelos sociales que rivalizan con las instancias tradicionales y sus discursos (escuela, familia,
etc.)

En relación con los jóvenes, la biopolítica ha construido una relación entre la pobreza y una
disposición a la violencia. Sobre los cuerpos pobres de los jóvenes se inscribe un imaginario
vinculado a la delincuencia, considerándoselos “cuerpos ingobernables” por haber sido
abandonados por el entorno. En esto se esconde una idea de control y domesticación de los
cuerpos asignado a la familia. La ingobernabilidad requiere de mano dura, de sometimiento
por la fuerza.

Pero el estudioso de las culturas juveniles debe prestar atención a los movimientos de
respuesta a los discursos y dispositivos de control y exclusión. Si algo caracteriza a los
colectivos juveniles insertos en procesos de exclusión y de marginación es su capacidad para
transformar el estigma en emblema: invertir el valor de las calificaciones negativas que les
asignan para operarlas en sentido contrario, por ejemplo, la dramatización de constitutivos
identitarios mediante el lenguaje corporal, la revalorización del consumo de drogas y el desafío
a las buenas conciencias. Esto apunta a una inversión de los valores socialmente dominantes.

La liviandad de los cuerpos o la biopolítica del consumo

La lógica de mercado tiene un impacto en los cuerpos: todo dentro del consumo, nada por
fuera. Se puede ver un gran crecimiento de una industria globalizada dedicada a la producción
de bienes y mercancías para los jóvenes, que se ofrecen no sólo como productos, sino como
estilos de vida. El acceso a ciertos productos implica diferenciaciones identitarias. Los bienes
culturales constituyen las identidades juveniles, no solo las expresan. La ropa, por ejemplo,
sirve para el reconocimiento de iguales y para establecer diferencias entre los cuerpos
juveniles. El mercado ofrece un efecto ilusorio de diferenciación mediante la introducción de
marcas y distintivos que apelan a lo internacional, lo que crea comunidades desancladas de la
dimensión espacial: comunidades imaginarias, según Benedict Anderson.

Se puede hablar de “naciones juveniles”, con sus propios mitos de origen, rituales, discursos y
objetos emblemáticos : las estética punk, rastas, del rap, metalera, otorgan a los bienes
materiales y simbólicos un valor que subordina la función a la forma y al estilo.

Por ejemplo, el calzado deportivo, que trasciende el campo deportivo y se ha convertido en


una marca distintiva con mayor énfasis en los sectores populares, en una marca de poder.

Para la autora, una biopolítica del consumo, entendida como la clasificación disciplinaria de los
cuerpos juveniles a partir del acceso y la frecuentación a ciertos bienes materiales y
simbólicos, no puede abordarse desde una perspectiva apocalíptica que culpe de todo a la
globalización o, a la inversa, que desestime la acción de estos mercados globalizados al centrar
la atención en las manifestaciones livianas e insustanciales, ni desde una mirada al margen de
las respuestas que surjan de los contextos históricos y sociales particulares de los jóvenes.

Las tentaciones y el cuerpo confiscado

Al tiempo que los procesos de secularización avanzan y se desdibujan, las narrativas


dominantes relacionadas con el cuerpo (en especial sus implicaciones sexuales y eróticas) se
fortalecen sobre los dispositivos de control sobre los cuerpos.

El principio de heterogeneidad social es el que mejor permite entender los conflictos en torno
a la moral pública. Estos conflictos son el resultado de relaciones asimétricas entre los grupos
sociales, en las que el Estado actúa como árbitro, buscando la conciliación de intereses público
en pugna.

Con el avance de la derecha en los gobiernos se penalizan ciertas costumbres y se estigmatiza


a determinados grupos sociales mediante las banderas Dios, familia, costumbres, tradición.
Por ejemplo, la asociación de territorios juveniles, como el rock, con el pecado, el sexo
desenfrenado, el consumo de drogas, sirve para proscribir los espacios de encuentro y las
prácticas juveniles.

El biopoder confisca los cuerpos mediante la satanización de todo aquello que escapa a la
representación normalizada (preservación de supuestos cuerpos “normales” frente a las
“identidades desviadas”). En vez de reforzar la asunción crítica de la identidad, esto genera
ciudadanos temerosos y sumisos y, en las antípodas, la excepcionalidad como forma de
protesta.

El género, una deuda pendiente


El género como concepto relacional ha permitido visualizar las diferencias socioculturales
entre los sexos y ha señalado lo asimétrico de esta diferenciación. La autora define al género
como un campo de intersecciones donde lo biológico despliega con mayor nitidez su uso
político-cultural.

En los estudios socioculturales no se ha tenido en cuenta, en relación con las culturas juveniles,
dicho carácter relacional. En los estudios se tiende a una generalización que invisibiliza la
diferencia de género, no se ha problematizado el hecho de que los grupos y colectivos
juveniles estén formados en su mayoría por varones. No se problematiza la diferencia político-
cultural del género.

En torno al análisis de las identidades juveniles, hay tres dimensiones que, vinculadas a la
perspectiva de género, permiten develar la percepción, la valoración y la acción diferencial de
los jóvenes: el discurso (representaciones discursivas), el espacio (su uso) y la interacción
(prácticas y participación diferenciales).

Esto, debe ir orientado a la comprensión de si, al comienzo del nuevo siglo, los y las jóvenes
han sido capaces de generar una crítica a los presupuestos tácitos de una biopolítica que ha
logrado naturalizar la superioridad y el dominio masculino.

“Hacer hablar a los cuerpos”

La biopolítica es un elemento de control y clasificación social, que se expresa de diversas


maneras: desde la normalización, mediante leyes que buscan la uniformidad, hasta los rasgos
de “levedad” propios del mercado.

Siguiendo a Foucault, la sociedad incrementa los dispositivos de vigilancia sobre los jóvenes,
sospechosos de darle forma a las pluralidades confusas, huidizas. El encuentro entre jóvenes
es peligroso porque confiere el sentimiento de pertenencia a un cuerpo colectivo capaz de
impugnar los poderes. Por ello, el biopoder busca descolectivizar.

Los jóvenes son peligrosos porque en sus manifestaciones gregarias crean nuevos lenguajes.
Pese a las conquistas democráticas, en las sociedades contemporáneas se castiga el exceso de
palabras, de gestos, de sonrisas. El espacio se segmenta para los cuerpos clasificados: afuera,
los cuerpos expulsados; adentro, los cuerpos asépticos y domesticados.

Las clasificaciones elaboradas por la biopolítica devienen exclusiones. De ahí que muchos
jóvenes busquen impugnar con sus prácticas y el uso del cuerpo ese orden social que los
controla y excluye y muchos otros, a pesar de su encanto por el mercado, se esfuerzan por
transformar el lugar común del consumo en un lugar significado.

Leer las prácticas juveniles

Se trata de acercarse a la comprensión de las identidades juveniles, abordando sus prácticas y


sus discursos bajo dos dimensiones: la situacional y la contextual-relacional.
La dimensión situacional permite el análisis intragrupal de colectivos específicos y de
elementos extragrupales relevantes para la conformación del perfil del colectivo, así como de
las diferentes adscripciones identitarias.

La dimensión contextual-relacional permite ubicar los elementos políticos, económicos,


culturales y sociales como condiciones para la emergencia de identidades sociales, y el diálogo
con la memoria histórica de los procesos, que facilita la comprensión de las continuidades y
rupturas.

4. De máscaras, tribus y rituales

Una de las áreas para abordar las culturas juveniles es la que se denomina “socioestética”:
relación entre los componentes estéticos y su proceso de simbolización, a partir de la
adscripción de los jóvenes a los distintos grupos identitarios.

Los jóvenes se identifican y diferencian a través de la vestimenta, los accesorios, los tatuajes,
los peinados, pero no se trata solo de fabricarse una apariencia, sino de otorgar a cada prenda
una significación vinculada al universo simbólico que actúa como soporte para la identidad.
Todas las identidades juveniles reinventan los productos ofrecidos por el mercado, les
imprimen un sentido que fortalecen la asociación objeto-símbolo-identidad.

Los objetos y las marcas corporales no pueden interpretarse al margen del grupo que les da
sentido, como si fuera solo una moda. Son componentes fundamentales ya que los actores
elaboran su propia imagen y la ponen en escena para hacerse reconocer como únicos y
distintos. A este proceso la autora lo llama “dramatización de la identidad”: toda identidad
necesita mostrarse, comunicarse para hacerse real, lo cual requiere una utilización
dramatúrgica de aquellas marcas, atributos y elementos por parte de los actores, que le
permite desplegar su identidad.

En la sociedad actual se han ido suprimiendo los ritos de pasaje y de iniciación. Existe una
tendencia homogeneizadora, que a su vez exacerba la diferenciación entre grupos etarios. Esto
ocurre con la complicidad del sistema productivo y del mercado, en el marco de una crisis de
las instituciones intermedias, incapaces de ofrecer certidumbre a los actores sociales.

En este contexto, las culturas juveniles encontraron en sus colectivos elementos para
compensar el déficit simbólico, generando estrategias de reconocimiento y afirmación,
destacándose el uso de objetos, marcas y lenguajes particulares. Ellos trafican con una
economía cultural dominante pero inscriben en cada objeto sus propias reglas.

Década del ´80: “Generación X”

La crisis generalizada y los cambios introducidos por la globalización ha provocado un


desplazamiento que va de la noción de identidad referida al locus a las adscripciones
identitarias, cuyos referentes se articulan en torno a los más variados objetos. Son
adscripciones móviles y cambiantes, pero lo que permanece constante es el desencanto cínico
como forma de respuesta a la crisis.
Diferentes formas de adscripción identitaria juvenil: los anarcopunks, los taggers, los raztecas y
los ravers. Las dos primeras representan las antípodas con respecto al modo de experimentar y
ubicarse en el conflicto urbano; las dos últimas prefiguran las opciones de futuro en un mundo
incierto. Las cuatro formas apuntan al centro de la crisis de la modernidad.

Anarcopunk

En el contexto en que el discurso y la cultura punk empiezan a configurar una nueva oferta
identitaria para los y las jóvenes de los sectores marginales, quienes se distancian de la banda
en relación con la cultura política y van en busca de una propuesta de acción. Se empieza a
avizorar el futuro como una posibilidad de cambio, ya no como algo gris, incierto y negado.

En los años 90, los jóvenes anarcopunks del continente se agruparon en torno a lo que ellos
denominan cinco principios básicos: ni principio de autoridad, ni patriarcado, ni capital, ni
Iglesia, ni Estado.

Están atentos al acontecer político, se ubican contra el neoliberalismo, pero para ellos, el
problema político radica en un sistema que se apoya en el principio de autoridad (percibida
como dominación). La lucha electoral no aparece como una alternativa viable. Proponen una
sociedad civil autoorganizada, sin partidos y federada. Para eso es necesario el desarrollo de la
libertad y una educación que impulse el desarrollo libre y creativo de las personas, no
dominada por los intereses de la clase dominante. Un requisito para la acción es, para ellos,
desarrollar las capacidades de sus integrantes. No confían en las instituciones educativas (ven
la educación como algo que excede el ámbito escolar). De ahí la emergencia de los llamados
“squads” (cuarteles) y grupos de estudio y discusión que analizan desde poesía a comunicados
zapatistas.

La banda generó hacia su interior estructuras de dominación y valores sexistas. El punk se


constituye en alternativa. Los jóvenes adscriptos a estos grupos encuentran en el patriarcado y
el machismo el principal mecanismo de dominación del sistema. La familia es para ellos un
Estado en pequeña escala: se reproducen las formas de dominación del hombre sobre la
mujer. En los colectivos punks el número de integrantes mujeres aún es bajo, pero es mayor
que en otros grupos juveniles.

Una diferencia con otras formas de adscripción identitaria juvenil es la crítica y búsqueda de
soluciones que se manifiestan en las rutinas y en las relaciones cotidianas.

Junto con el Estado, la Iglesia católica representa para los jóvenes punks una poderosa
institución opresiva, que fomenta las relaciones de dominación manipulando a las personas
por medio de la fe.

Estos jóvenes recuperan el presente como posibilidad de acción y la noción de futuro que les
había sido incautada.

En México, sus integrantes proviene de barrios marginales. Pero es un movimiento


internacionalista, por lo que para ellos el territorio no es un espacio delimitante.
En cuanto a su vestimenta, tienen un estilo industrial. Tienen como libro favorito 1984, y como
referentes a Raúl Senic (líder de los Tupamaros), Zapata, Pancho Villa, y recientemente, al
subcomandante Marcos.

El punk rock es el género musical que distingue este movimiento, con bandas como Sex Pistols.
Luego evolucionó hacia el hardcore.

Las drogas de uso común entre los punkies son la marihuana, la coca y las anfetaminas. Entre
las variedades del punk existe una corriente llamada “Straig age” que se define por su rechazo
a las drogas y comidas chatarra, así como por su posición ecologista.

No existe uniformidad con respecto a la opinión punk con respecto al consumo de drogas,
pero hay una tendencia a circunscribir este asunto a la dimensión personal de los sujetos.

Taggers

Las firmas o tags inundan las ciudades, tras esos manchones aparentemente ininteligibles hay
muchos jóvenes de sectores populares y medios. La vestimenta de los taggers se caracteriza
por el uso de calzado deportivo, pantalón corto más grande que su portador, camiseta blanca
bajo una enorme camisa desabrochada y visera.

Se organizan en cuadrillas de trabajo, andan por la ciudad dejando huella de su presencia. No


hay reglamento, lugar ni vigilancia que no puedan burlar para dejar estampada su marca
identitaria, que está compuesta por varios elementos: el nombre de quien realiza la firma, un
número, a veces arbitrario y otras significativo, y por último, las tres iniciales de su crew, por
ejemplo, flc (firmando la ciudad), ret (real estilo tag).

En México surgieron ya entrada la década de los 90. Tradicionalmente, el grafiti se asocia a la


banda, que casi nunca excede los límites del barrio, lo que sirve como afirmación identitaria de
los grupos que detentan un control del espacio.

Pero el surgimiento del estilo tag suele atribuirse a un repartidor de pizzas de Nueva York
conocido como Taki 183. Otros jóvenes lo copiaron y la ciudad se fue llenando de firmas.

En México se expandió rápidamente y cobró muchos adeptos porque es una adscripción que
resulta menos tirana que los colectivos de bandas de cholos, de metaleros o de punks: ser
tagger depende más de la voluntad individual que de ritos de iniciación. El crew o club tiene
una existencia más bien virtual y hay taggers que adoptan las iniciales de un crew español o
inglés, aunque la característica gregaria propia de los adolescentes los haga recorrer la ciudad
en pequeños grupos de rayadores. La identidad no se construye a partir de la pertenencia a un
territorio y su nosotros es cambiante y universal.

Los taggers abandonaron los guetos territoriales en los que se confinaron otros jóvenes, lo que
permitió que las autoridades “ignoraran” su existencia. Al apropiarse de la ciudad a través de
sus marcas, los taggers advierten que no están dispuestos a abandonar la ciudad en su
conjunto. Cual termitas, avanzan invisibles sobre la propiedad pública y privada. Dejan huella
de su paso. El nombre propio queda expuesto a la mirada pública y al mismo tiempo,
enmascarado por los trazos que solo los familiarizados con este código pueden descifrar. El
procedimiento de la firma hace pensar en una construcción identitaria que va desde lo
individual-grupal a lo global. El crew tiene dos dimensiones: la referida al intragrupo, que
brinda protección, intercambio de materiales, ideas, etc., y la referida a los colectivos
internacionales cuando se utilizan las siglas de crew famosos que brindan prestigio.

La práctica de las firmas plantea la existencia de un yo individual, sujeto de enunciación, y de


un colectivo ausente como fuente de identificación.

El sentido implícito de la firma o el grafiti es la transgresión: un reto a la autoridad, y una


búsqueda de mostrar habilidad para sortear peligros físicos y la represión policial. Su enemigo
principal es la policía.

Las mujeres son percibidas como buenas diseñadoras de cuaderno pero pocas participan en
algún crew y salen a la calle a rayar.

Raztecas

Identidad juvenil constituida por el cruce de la cultura indígena mexicana y la afroantillana,


que se encuentran en los ritmos y la expresión musical conocidos como reggae.

Los raztecas toman su nombre de la conjunción entre rastafari y azteca. Tomaron de los
rastafaris no sólo la estética sino también sus representaciones del mundo y símbolos:
existencia basada en lo natural, búsqueda de las raíces, recuperación de tradiciones, armonía
con la Pachamama. La tierra es un elemento fundamental que posibilita la mezcla con las
tradiciones indígenas mexicanas.

Muchos jóvenes se rebautizar y para ello abandonan su nombre de pila. Es un acto ritual
importante, que consiste en adoptar una nueva vida no occidental a partir de un
descubrimiento individual.

Los otros jóvenes se refieren a los raztecas como “neojipis”. En su puesta en escena se
presentan como una revisitación del hipismo.

Los raztecas son una expresión de un movimiento global caracterizado por

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