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I, Contamplatio
1.
Más de una vez se ha llamado la atención al conjunto de similitudes y paralelismos
entre los cines y los templos (BENJAMIN 2008: 34). Templum era, para los romanos,
aquel espacio que se consagraba (cum sacrum, lo que se separa del resto y mediante este
gesto se lo hace propiedad de los dioses) a observar el cielo. También la sala de cine
tiene algo de “consagración del ver”, pero no ya al cielo, donde los augures descifran
sus auspicios, sino a una imagen, visible solo en la oscuridad de profundas recamaras.
En este punto, el cine es más similar a los misterios griegos: en las profundidades del
templo de Eleusis, luego de un tortuoso ritual y múltiples pruebas, el iniciado podía
acceder a la sala más recóndita del complejo donde esperaba ansiosamente contemplar a
la diosa Persephone, la muchacha indecible que le revelaría los secretos de la tierra y
del cielo. Pero quien con-templa, quien mira dentro del espacio sagrado, se obliga bajo
juramento a cerrar la boca y no decir nunca nada sobre aquello que vio (to mistherikón,
el ojo que debe cerrarse, la boca que debe callar). Y si tanto se dice sobre cine, debe ser
en parte porque hay algo “incontemplable” en sus imágenes, porque el ver no se agota
ni se cierra en su pantalla. Porque cuando contemplamos de forma total, nos reclama el
silencio. Buscamos y rebuscamos en viejas películas porque sabemos que el cine “ha
visto algo” que nosotros no, como dice Lotte Eisner a propósito del cine alemán de la
primera posguerra en La cámara demoniaca.
Porque desde el último rescoldo de opacidad de la pantalla, algo así como una mirada
puede que se lance de vuelta hacia las butacas. Si esto es así, hay algo que solamente el
cine ha visto: nos ha visto mirarlo, y esa sea quizás la moderna contemplación. Tal vez
algo así tenía en mente Guy Debord cuando eligió para el frontispicio de la primera
edición de La sociedad del espectáculo (1967) una foto de los asistentes al primer
festival de cine de Mar del Plata de 1954, acomodados en sus butacas, con sus caras
despreocupadas y sus ojos cubiertos por pioneros anteojos de 3D1.
2.
1
Ni narrativo, ni documental, ni experimental, el cine debordiano vuelve a poner sobre la
escena el problema de la forma de expresión en el dominio cinematográfico. Su
contenido es implacablemente teórico, pero en el doble sentido que esta expresión
puede tener si la reconducimos a su origen griego. Si Aristóteles definió la forma de
vida feliz -la vida contemplativa consagrada a la filosofía- como un bios theoretikós, el
verbo theorein es sin embargo también usado justamente en el lenguaje de los cultos
mistéricos para denominar la visión (la visio, latina) que los iniciados experimentaban
en lo más profundo del templo.
Sin embargo, en el cine de Debord no se trata nunca, aunque el esoterismo que lo rodea
a veces invite a pensar lo contrario, de algo así como una experiencia o un saber
mistéricos. Tampoco se trata de arte. El cine de Debord, desde Aullidos en favor de
Sade, su primera película, se planta en pie de guerra contra el mundo del arte. Incluso,
con calculada crueldad, abandona sin dificultad de sus propias imágenes: “los
espectadores privados de todo, serán aquí también privados de imágenes” dice antes de
sostener por varios minutos una pantalla en blanco. Según el diagnostico de La sociedad
del espectáculo, el situacionismo debe lograr superar la aporía de las vanguardias. En su
figura dadaísta, la vanguardia buscó superar el arte sin realizarlo, mientras que en su
figura surrealista, buscó realizarlo pero sin superarlo. El cine debordiano por su parte,
intenta ser una autentica Aufhebung del arte: una realización que suprime y supera. Es el
límite poroso donde obra de arte y vida se tocan sin confundirse plenamente.
Porque el problema fundamental que aborda es la estrategia, el cine de Debord solo se
puede comprender como una maniobra bélica en la lucha contra el “estado actual de las
cosas”. Porque de lo que se trata en estas películas es de poder contemplar (teorizar) los
movimientos de la historia: como en el juego de la guerra que desarrollara junto a su
segunda esposa, Alice Becker-Ho, las películas son ejercicios lúdicos, pero de un
ludismo que es ya entrenamiento en el arte de la guerra. Estas películas, en tanto
contemplaciones (teoría) de su situación histórica, son ante todo, como se dice en jerga
militar, una caracterización, una lectura del carácter del presente.
III.
Que ese “presente” es también el nuestro lo evidencia el carácter profético de sus
escritos. Existen profecías científicas, decía Benjamin a propósito de Bachofen2. En La
obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica3, él mismo intenta sumarse a
2
3
esta tradición de profetas, tomando como maestro a Marx. Marx y Bachofen, entre
otros, lanzaron las profecías del fin del siglo XIX que los escritores de principios del
XX vieron cumplirse; en los albores del siglo XXI vemos realizarse -aumentar su
contenido de actualidad- las caracterizaciones (modernas profecías) debordianas
formuladas a fines del XX. El carácter profético no está en que haya predicciones, sino
en que sus diagnósticos calan tan profundo en los movimientos de la historia que
parecen ser cada vez más certeros. Siguiendo los movimientos de la historia el
materialismo teórico busca transmutarse en fuerza práctica dentro del teatro de
operaciones del tiempo:
[las teorías] sólo están hechas para morir en la guerra del tiempo: son unidades más o
menos fuertes que se han de poner, en el momento oportuno, a combate y, cualesquiera
que sean sus méritos o sus insuficiencias, sólo pueden emplearse con seguridad las que
allí están disponibles a su debido tiempo” (DEBORD, 1999: 18-19).
Y nada es más ajeno al mundo debordiano que la supuesta antinomia entre teoría y
praxis. Porque la teoría es ya praxis en tanto caracterización y estrategia. Captura en una
visio cinematográfica la complexión del presente.
Como en todas sus películas, en In girum imus nocte et consumimur igni, Debord parte
de la ruptura fundamental entre el sonido y la imagen. Cada uno sigue su propia serie.
Los textos interpolan todo tipo de citas -desde reglamentos estatales hasta fragmentos
de la Ilíada- entre el implacable razonamiento debordiano. Las imágenes son restos de la
industria cinematográfica: películas de cow boys, catálogos de moda, propagandas.
También abundan las fotografías. Fotos de amigos, de Debord mismo, de sus casas, de
los barrios a la vera del Sena donde conspiró. Art Blakey and the jazz mensager y
François Couperin (compositor del siglo XVII) dan su música interviniendo en los
momentos donde la voz del autor interrumpe su discurso.
Enrte la imagen y el texto la película opera una síntesis diyuntiva. Como la imagen
surrealista4, acerca dos realidades pero sin crear el todo común al que podrían
pertenecer como partes. La imagen es aquella figura muda cuyo espacio de sentido y
4
cuyo contexto fueron mutilados (con la técnica del detournament) y el texto (una
especie de montaje, compuesto de citas intercaladas con los aforísticos debordianos) se
encuentra depurado de cualquier narratividad en la que puedan anclarse dichas
imágenes. Así, en cada en cada plano o en cada línea, el cine de Debord no hace sino
agrupar ruinas, nos presenta una conjunto de restos que no poseen un efecto de
conjunto. Como un mosaico hecho de fragmentos de películas, de libros y -finalmente-
de la vida de su autor, las películas debordianas nos muestran un captum mortuum, un
ser evanescente que en tanto se da a conocer ya se ha desintegrado en la más perfecta
caducidad. Sin embargo una especie de vida postuma persiste; el tiempo lenta,
pesadamente, se anima. Los pedazos de imágenes rotas resquebrajan su corteza
petrificada y bailan con los estertores del discurso una especie de danza macabra.
2.
5
A mitad del camino de la verdadera vida, nos encontrábamos envueltos por una
lúgubre melancolía, que tantas palabras burlonas y tristes expresaron, en el café de
la juventud perdida. Hablando claro y sin parábolas, somos las piezas de un juego
que juega el Cielo. Se divierten con nosotros en el tablero de ajedrez del Ser, y
después volvemos uno a uno a la caja de la Nada ¡Cuántos siglos verán
representar este drama sublime en naciones que están por nacer y en lenguas aún
desconocidas! ¿Qué es la escritura? La guardiana de la historia ¿Qué es el
hombre? El esclavo de la muerte, un viajero que pasa, el huésped de un único
lugar...
El nombre de la película es un palíndromo, texto que puede ser indistintamente leído del
derecho y del revés -como queda claro desde la introducción, donde cada letra aparece
al mismo tiempo de un extremo y del otro- posee una historia tan inquietante como
plena de equívocos. Sus orígenes pueden rastrearse hasta los Carmina de Sidonio
Apolinar, obispo de Clermont del siglo V. El verso en cuestión es un hexámetro, que
Sidonio atribuye a Virgilio, y según él “se dice de las pequeñas mariposas nocturnas que
deambulan alrededor de la llamas”. Pero la atribución al poeta romano parece ser falsa,
pues el verso no aparece en ninguna de sus obras conocidas. A lo largo de la edad
media, ligado a su estructura palindrómica, el verso irá siendo cargado de connotaciones
mágicas y hasta satánicas, de tal forma que en su Histoire universelle, Cesare Cantu
afirma que este “se dice de los demonios” y que, según un monje jesuita (del cual Cantu
no da referencia alguna), “fue enseñado a los seminaristas por el mismo diablo”.
2.
El verso del diablo, como dijimos, fue tempranamente referido al vuelo de las polillas
que giran en torno a la flama y finalmente son consumidas por él. Esta figura,
profundamente arraigada en la cultura occidental, tuvo una particular ventura dentro del
género de la literatura emblemática. No siempre devuelto a su importancia decisiva, este
género es una pieza clave en la formación de la concepción barroca del mundo y, a la
vez, un vaso comunicante entre la esta última y la edad media (BENJAMIN 2007: 340).
Pues en la emblemática, que hunde sus raíces en la heráldica medieval, las figuras de la
tradición pagana desfilan a la par de los pecados y refranes populares, con esa
característica coherencia de lo fragmentario, que por su reticencia a la totalización tanto
ha horrorizado a los clasicistas, pero que de forma tan profunda ha influenciado a los
cultores de lo impropio de todas las épocas (AGAMBEN 1997: 241).
Un emblema se compone de una empresa -una frase o sentencia- y una imagen, que no
es directamente la ilustración de la misma, sino una cierta representación alegórica. Al
conjunto acompaña por lo general un texto poético que aclara o da un contexto a ambos.
Y si no podemos dejar de ver una profunda -aunque lejana- afinidad en el vinculo entre
imagen y texto propio de la emblemática con el que establecen las películas de Debord,
es porque en ambos la imagen no se compone en una totalidad con su texto, sino que
ambos se encuentran en su propio desencuentro. Como ha notado Giorgio Agamben hay
un emblema en particular que se conecta con el palíndromo. Se trata de la figura número
52 del Amorum Emblemata de Otto Van Veen, cuya empresa es brevis et damnosa
voluptas. La imagen, un gravado (la emblemática y su despliegue se vinculan
profundamente con la historia del a imprenta), compuesto de las exquisitas tramas que
caracterizan al maestro holandés, nos presenta a Amor -con cierto desconcierto en su
semblante- mirando a cinco polillas revolotear alrededor de una vela. Y como las
polillas, la vida de Debord parece consumirse y arder en el intento de alcanzar (como se
dice en Critica de la separación, última película del autor) “una vida más intensa”.
Enfermo de pernicioso deseo, de insoportable intensidad, como la polilla, Debord se ha
lanzado apasionada, amorosamente, a la antorcha del siglo.
Las vanguardias sólo disponen de un tiempo; y lo mejor que les puede pasar
es, en el pleno sentido del término, haber hecho su tiempo. Después de ellas
se deciden operaciones en un teatro más vasto. Estamos hartos de ver tropas
de élite que, después de haber realizado alguna valiente hazaña, se quedan
todavía allí para desfilar con sus condecoraciones, y después se vuelven
contra la causa que antes habían defendido. Nada hay que temer de aquellos
cuyo ataque ha sido llevado hasta el término de la disolución.
Pero la épica debordiana no es una epopeya que cante a las armas sino a las formas de
vida. La vanguardia de la que habla no es cierto regimiento de infantería o caballería,
sino aquella práctica cotidiana que entiende a la vida como “heroica, en todos sus
detalles”. Ecce significa entonces vivir tan intensamente -lanzándose a la llama con la
decisión de una mariposa nocturna- que el momento de máxima felicidad coincida con
la desaparición (como en la aristeia griega, donde el héroe solo puede morir luego de
alcanzar la acción que lo inmortaliza). Pero quizás la conclusión de este canto no se
trate de la muerte, sino más bien de habituarse a llevar “una vida obscura e
imperceptible”. Y finalmente, ecce puede significar: sustraerse del lugar mismo donde
aparecemos, arder de tal forma que la vida se vuelva inaparente, incluso al exhibirse en
una pantalla. Porque, como dijo Kafka en una conversación con Brod “hay esperanza,
infinita esperanza, pero no para nosotros.” Hacer de esta sentencia una máxima
esperanzadora es la ética que propone el cine de debord (Mago que esconde cosas en el
aire benjamin)