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TRANSFORMACIONES POLITICAS DEL SIGLO XVII Y LAS DOCTRINAS DEL DERECHO

NATURAL Y DEL CONTRATO SOCIAL

Para comprender las transformaciones políticas del siglo XVII es necesario examinar
primero las concepciones de los escritores políticos holandeses. Holanda había concluido
en los finales del siglo XVI sus guerras de independencia contra España y se encontraba en
los albores del siglo XVII en un período de exploración y de tanteo en el orden institucional,
en el que ensayaba novedosas formas de gobierno que surgían de las incipientes demandas
de la vida ciudadana.
Actor fundamental en el diseño de las nuevas corrientes ideológicas fue una clase que había
venido forjándose a través de todo el siglo XVI en el comercio marítimo, en la usura y en la
banca: la burguesía, que se hallaba, como consecuencia de las guerras de emancipación,
con las riendas del poder en sus manos, y obviamente deseaba estructurar el estado
conforme a su sentido de la vida y a sus intereses económicos.
Era la clase que gobernaba las finanzas y el esplendor mercantil de la pequeña y heroica
nación de las provincias unidas y en consecuencia estuvo en actitud, incluso, de crear su
doctrina política propia para justificar su obra revolucionaria, primero, y su ensayo de
gobierno republicano, después. Esta doctrina aparecida bajo tales auspicios es la que se
registra en la historia del pensamiento político como la doctrina del derecho natural y del
contrato.
La existencia de derechos naturales en el hombre, implícitos en su ser, que le asisten por su
simple y puro existir, tal como propugna esta novedosa doctrina lo conducen
inexorablemente a la declaración de sus derechos inalienables como ciudadano, y es aquí
donde topamos con la tremenda significación revolucionaria de esta doctrina.
Si la sociedad es una formación natural y el estado se origina de un convenio entre los
hombres, fruto de la voluntad de darle nacimiento, los derechos del ciudadano advienen en
inobjetables e inmersos en la propia naturaleza de la sociedad. Y si el estado y el poder
político proceden de un acuerdo entre los ciudadanos que le da existencia, quedan en
consecuencia sobre el origen divino del poder real que era el fundamento esencial de la
monarquía absoluta. Así vemos en este siglo XVII aparecer en la modernidad un principio
democrático en la entraña misma del estado, al presentarse a la organización política como
fluyendo de un pacto entre los hombres.
Estas ideas promovieron la lucha revolucionaria en Holanda, la cual quedó liberada de la
dominación española. Con estos mismos criterios los británicos depusieron a su rey, Jacobo
II, y realizaron profundas transformaciones políticas a fines del siglo XVII en la “revolución
gloriosa” de 1688. Un siglo más tarde igualmente la revolución francesa derribó el poder
feudal bajo la invocación de estas mismas doctrinas del derecho natural y del contrato. Para
estas teorías la soberanía reside en el pueblo y éste es sólo la fuente de todo poder y de
toda autoridad. Este principio se convirtió en un formidable instrumento para barrer el
poder monárquico, aplastar la estructura feudal e instaurar el dominio político de la
burguesía como nuevo sujeto dotado de poder para gobernar la sociedad.
Sin embargo, los fundamentos de estas teorías fueron concretados en direcciones
contradictorias. Para sus teorizantes más conservadores: el holandés Hugo Grocio (1583-
1645), el inglés Tomás Hobbes (1588-1679) y el alemán Samuel Pufendorf (1632-1694), el
estado era producto de un contrato, pero al instituirse el poder político mediante ese
acuerdo, la soberanía había sido trasferida de modo irrevocable a la persona elegida para
ostentar el poder, al rey, y éste la conservaba de manera irrestricta e ilimitada.
Por el contrario, estas doctrinas tuvieron intérpretes que las derivaron hacia la república o
hacia la institucionalización constitucional del poder. En efecto, para el alemán Johannes
Altusio (1557-1638), los ingleses John Milton (1608-1674) y John Locke (1632-1704), y
posteriormente el suizo Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), la soberanía residía en el
pueblo que siempre la conservaba aunque designase a sus gobernantes y, en consecuencia,
retenía la facultad de deponerlos si era improcedente su ejercicio del poder. Fue esta la
faceta más progresista de la doctrina. La proclamación de la república de las provincias
unidas en Holanda, la llamada “revolución gloriosa” en Inglaterra y la Francia revolucionaria
de 1789, avalaron sus decisiones políticas con estas teorías.
Para los defensores de estas doctrinas, el hombre vive originariamente en “estado de
naturaleza”, es decir, tiene libertad pero sin seguridad, y el deseo de garantizar esta
seguridad es lo que le saca del estado natural para llevarlo al estado civil; este tránsito se
ejecuta mediante un acuerdo entre los miembros de la comunidad natural, el llamado
contrato social, a través del cual se instituye el estado y las magistraturas, con el fin de
garantizar la libertad con seguridad. En torno a este acuerdo gira la doctrina de la soberanía,
que como fue señalado, tiene contradictoria apreciación, y mientras para unos autores, la
comunidad siempre la conserva aunque instituya autoridad, para otros, esta soberanía se
extravía cuando se establece el poder y es trasferida al mandatario designado, perdiéndola
el pueblo.
En una forma u otra, de toda esta trama ideológica queda en pie que la soberanía tiene su
origen en el conjunto de los integrantes de la comunidad y que el poder no es de origen
sobrenatural, ni instituido por un supremo creador, como las doctrinas del absolutismo
habían postulado en defensa del ilimitado poder de los reyes, sino que tiene su fundamento
en el pueblo, el cual conserva en su poder esa soberanía por su carácter esencial de
indelegable e intransferible.
Entendiendo que el origen del estado y de la sociedad civil germinando de un contrato es
puramente una ficción intelectual, una construcción explicativa resultado del espíritu
racionalista de la época en que surge, hay que reconocer que estas doctrinas del contrato y
del estado natural tuvieron mucha importancia en las transformaciones ideológicas que se
suscitaron durante los siglos XVII y XVIII en el ambiente político de Europa, y constituyeron
un vigoroso instrumento de progreso social y de avance institucional para la sociedad en
general.

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