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EL ARTE DE LA

NOVELA CORTA
EL ARTE DE LA
NOVELA CORTA

Premio EDENOR 2004

CONCURSO ORGANIZADO POR LA FUNDACIÓN EL LIBRO


EN EL MARCO DE LA
30.a EXPOSICIÓN FERIA INTERNACIONAL
DE BUENOS AIRES EL LIBRO DEL AUTOR AL LECTOR
PREMIO

A ESCRITORES SIN LIBRO PUBLICADO


EN EL GÉNERO NOVELA CORTA
2004

ISBN 987-20215-3-8

Diseño de tapa: Marcelo Bigliano


Corrección y supervisión general: Susana Mingolo

© 2004 by Fundación El Libro – Hipólito Yrigoyen 1628 –


5º Piso, (C1089AAF) Buenos Aires, Argentina JURADO DEL CONCURSO
Tel. (011) 4374-3288 – Fax (011) 4375-0268
Danilo Albero
Mario Goloboff
Queda hecho el depósito que dispone la ley 11.723 María Naim
Impreso en la Argentina en el mes de abril de 2004, Antonio Requeni
por RDG Red de Gráfica internacional, S.A. Carlos Serrano

Prohibida su venta
Palabras
preliminares

A pesar de los avances logrados en los medios audiovisuales y


en la tecnología puesta al servicio de la información, nada puede
reemplazar el inmenso placer de leer un libro.
Once años atrás, Edenor se acercó a la Fundación El Libro para
ver de qué manera podía iniciar un proyecto de apoyo a activida-
des culturales y literarias. Más de una década después, esa iniciati-
va se transformó en una de las concreciones más significativas y de
mayor continuidad en el campo de las Letras.
El Premio Edenor para Escritores Inéditos ayudó a descubrir
nuevos talentos literarios y hasta logró éxitos fuera de su propia ór-
bita, ya que obras premiadas el año anterior en el género Teatro
Breve, fueron luego llevadas al escenario.
Año tras año, los miembros del Jurado de este concurso reci-
ben, con una mezcla de satisfacción y agobio, decenas de obras pro-
venientes de los lugares más recónditos del país. En esta oportuni-
dad, se registró un récord absoluto de 271 trabajos, 48 por ciento
más que el año anterior. La satisfacción surge al observar la canti-
dad creciente de presentaciones y la calidad de las obras sujetas al
análisis. El agobio, de alguna manera, se trasunta en la lectura indi-
vidual de 20.000 carillas, sólo para tener una primera impresión del
contenido.
Este esforzado y calificado Jurado estuvo integrado por María
Naim, en representación de la Sociedad Argentina de Escritores
(SADE); Danilo Albero por la Fundación El Libro, los escritores
Mario Goloboff y Antonio Requeni, y Carlos Serrano, Gerente de
Relaciones Institucionales de Edenor.
Durante la reunión que realizaron el 25 de febrero de 2004, pre-
miaron las tres obras que integran el presente libro: “Quema su me-
12 PALABRAS PRELIMINARES

moria” de Eduardo Cormick (Ciudad de Buenos Aires), “El Mili-


tante” de Humberto Hauff (Provincia de Formosa) y “Nfalgar” de Introducción
Nicolás Toledo (Provincia de Corrientes).
No obstante, dada la elevada calidad de los trabajos presenta-
dos, el Jurado recomendó otorgar Menciones (no previstas en el
Concurso) a otros tres: “Canción Salvaje”, de Carlos Hugo Algeri
(Lomas de Zamora, Buenos Aires); “El Ansia”, de Liliana Arendar
(Ciudad de Buenos Aires) y “Si no fuera por los perros”, de Fabio
Javier Echarri (Resistencia, Chaco).
Como ya es tradicional, Edenor realiza la entrega de premios en
el marco de la Exposición Feria Internacional de Buenos Aires, El
Libro del Autor al Lector, que este año cumple su trigésima edición. Una de las características del Premio Edenor es su concepto de
La presente edición alcanza a 2.500 ejemplares, de los cuales se mecenazgo en un estado “químicamente puro”. Así, a resguardo de
entregarán 100 a cada uno de los autores premiados, 100 a la Fun- cualquier presión de modas estéticas o de mercado, los integrantes de
dación El Libro y 100 a Edenor. Los libros restantes serán distribui- la Comisión de Actividades Culturales de Fundación El Libro pueden
dos en Bibliotecas Nacionales, Provinciales y Municipales. optar, año a año, por cualquier expresión de la palabra escrita para
La Empresa, a pesar de las dificultades coyunturales, ratifica el propiciar géneros poco promocionados y con autores inéditos.
compromiso de seguir apoyando decididamente las manifestacio- La modalidad narrativa de este año fue una forma literaria en la
nes culturales como parte de sus responsabilidades sociales. cual algunos escritores consagrados suelen incursionar, pero que, a
la hora de reclutar nuevos narradores o promocionar el género me-
Edenor diante concursos, no cuenta con mayores alicientes, me refiero a la
novela corta o nouvelle. Esta característica de nuestro medio más el
carácter de inédito en el género seleccionado, exigido a sus partici-
pantes, nos hizo pensar a los miembros del jurado que la cantidad
de presentaciones no superaría la de otras convocatorias, entre 80 y
200 trabajos. Para este llamado fue toda una revelación y una sor-
presa: nuestros cálculos más optimistas se vieron desbordados en
la realidad por dos motivos.
En primer lugar, por el inesperado caudal de obras presenta-
das, 271 trabajos. En segundo, por la variedad de temas y estilos
convocados. Es interesante destacar que, más allá del trabajo creati-
vo que lleva estructurar un relato de entre 50 y 80 carillas según es-
tipulaban nuestras bases, la calidad de la escritura fue muy varia-
da, lo cual de ninguna manera desmerece a los concursantes que no
lograron pasar por la primera selección —su esfuerzo sigue siendo
encomiable—. Con todo, luego de leer y comentar los trabajos, po-
demos decir que un cuarenta por ciento del material era merecedor,
si no a un premio, por lo menos a pensar en sus autores como gen-
te con “oficio”, ya que sus obras revelaban una estructuración, bús-
14 INTRODUCCIÓN DANILO ALBERO 15

queda, corrección y reescritura acordes con tal condición. Este pa- Quema su memoria, presentada con el seudónimo Hudson; nos
norama nos llevó a ponderar una preselección de unos treinta tex- cuenta, en un tono y un tramado que nos hace recordar a Las idus de
tos que luego, confrontadas opiniones y relecturas, nos llevó a poco marzo de Thornton Wilder, los últimos años de la vida del Almiran-
más de una docena y, a la hora de la votación final, la decisión del te Brown. La forma narrativa elegida es un acertado equilibrio de
jurado fue unánime. monólogos interiores y diálogos con flash backs que permiten re-
En líneas generales, podemos decir que estos 271 trabajos repre- componer, por fragmentos, la historia narrada, detalles de la vida
sentan casi todos los estilos, modalidades narrativas y temáticas ima- de los protagonistas y la de las personas cercanas a ellos. El afinado
ginables: diálogos, convencionales y los menos convencionales, de contrapunto de las distintas modalidades narrativas logró imponer
muertos —al estilo de los Diálogos de Luciano de Samósata, que re- a este texto en primer lugar.
cuerdan a la Spoon River Anthology de Edgard Lee Masters y al “Diá- El Militante, presentada con el seudónimo Honorio Benítez, nos
logo de muertos” de Jorge Luis Borges—, realismo y realismo mágico, cuenta al estilo de Un día en la vida de Ivan Denissovich, una jornada
monólogos interiores en todas sus posibilidades, diarios, novelas de un militante desempleado y castigado por los punteros políticos
epistolares —varias con la variante de correspondencia electrónica y de su provincia por su rebeldía a los caciques de turno y que inten-
el recurso formal que ofrecen los archivos adjuntos más la posibili- ta, en vano, ser readmitido dentro de un sistema de prebendas co-
dad de reescribir y resignificar el texto recibido—, ciencia ficción, no- rruptas para así conseguir algún empleo. Sin embargo, a diferencia
velas policiales, novelas utópicas y distópicas, road novels, novelas del personaje de Solzhenitzin, para quien la evaluación de un día
del corazón, novela histórica y non fiction. Dentro de esta variedad de felicidad dentro de su desgracia, el futuro, podía significar algu-
estilística y temática hay un hecho dominante que le da un tono a to- na esperanza, el protagonista de esta novela culmina su jornada de
do el conjunto: una tendencia a novelar de manera realista, a veces una manera siniestra al darse cuenta de que, en esta realidad, no
con marcado tono de denuncia, nuestro presente mediato e inmedia- hay ninguna esperanza para él. Es interesante destacar el nivel de
to, este período abarca desde la última dictadura a nuestra vida coti- lenguaje coloquial y la oralidad lograda en este texto.
diana en democracia. Así, al igual que un jack-in-the-box de nuestro Nfalgar, presentado con el seudónimo Gerardo Matasules, na-
día a día, una verdadera comedia humana surgió de los manuscritos: rra la historia de un escribiente medieval que se dedica a copiar
desocupados sin recursos, violencia urbana, drogas, alcohol, barras textos; un día su monasterio es visitado por una caravana que es-
bravas y marginalidad social, el “corralito”, piqueteros y cortes de colta a un siniestro protagonista, un inquisidor que se dirige a Ro-
ruta fueron los temas y protagonistas dominantes. ma llevando un carromato prisión donde transporta a un hereje
Luego de elegidos en total concordancia de criterios los gana- que ya está condenado a la hoguera. Es su carácter de escribiente
dores y las menciones vino una agradable sorpresa, el interior del el protagonista se verá obligado a participar del último diálogo
país marcó fuerte su presencia, un ganador era formoseño y otro del inquisidor con el reo lo cual, como resultado adicional a la dis-
correntino, el tercero de Capital Federal. Las obras premiadas fue- cusión teológica mantenida, le da un giro inesperado a la historia.
ron: Quema su memoria, de Eduardo Cormick (Ciudad de Buenos Si bien esta historia nos remite a El nombre de la rosa, aporta una
Aires); El Militante, de Humberto Hauff (Provincia de Formosa) y resolución afortunada en este tipo de narración al no caer en ana-
Nfalgar, de Nicolás Toledo (Provincia de Corrientes). La calidad cronismos.
de las obras finalistas nos decidió a los miembros del jurado a su- En momentos en que los índices de calidad educativa se des-
gerir tres menciones: Canción Salvaje, de Carlos Hugo Algeri (Lo- ploman de manera alarmante, cuando los contenidos, el lenguaje y
mas de Zamora - Buenos Aires); El Ansia, de Liliana Arendar la retórica de los programas de televisión alcanzan niveles escatoló-
(Ciudad de Buenos Aires) y Si no fuera por los perros”, de Fabio Ja- gicos y obscenos, aquella sentencia de Borges “así como habla la
vier Echarri (Resistencia – Provincia del Chaco). Vamos a las gente, así es la gente” toma el valor de un anatema. No deja enton-
obras ganadoras. ces de sorprender gratamente la calidad de los textos aquí presenta-
16 INTRODUCCIÓN

dos y también el de las menciones. Ellos nos traen un mensaje de


optimismo para quienes hacemos del libro, la lectura y la escritura QUEMA SU MEMORIA
un modo de vida.
Espero que los lectores disfruten tanto como nosotros, los
miembros del jurado, que nos dejamos seducir por ellos.

Danilo Albero

Autor:
Eduardo Cormick
A Ana Inés, mi esposa.
A Silvina y María Sol, mis hijas.
VIERNES

“Una tarde, al pasar frente a la ‘casa del cañón’ vi a un viejo vestido


Eduardo Cormick de negro, con el pelo blanco como la nieve y las patillas cortadas al
Nació en Junín, provincia de Buenos Aires, en 1956. antiguo estilo sobre su cara de un gris ceniciento, inmóvil junto a
En 1992, recibió el 2do Premio Iniciación en Novela de la Secretaría de uno de los cañones y mirando a lo lejos. Sus ojos eran de color azul,
Cultura de la Nación, por “Almacén y despacho de bebidas El Alba”. el azul vago y tenue de un hombre cansado. Parecía no haberme
En 1996, fue premiado en el certamen Joven literatura, de la Funda- visto siquiera cuando pasé a pocas yardas de él porque estaba mi-
ción Fortabat. rando al dueño de casa. Era la primera vez que veía alguien allí. La
vista del viejo me impresionó tan profundamente que no pude
apartar su imagen de mi pensamiento y hablé de ello a mis conoci-
dos de Buenos Aires. Pronto di con alguien que pudo saciar mi cu-
riosidad. Me dijo que el viejo que yo había visto era el almirante
Brown, un inglés que muchos años antes se había puesto al servicio
de Rosas, mientras Rosas estaba en guerra con la vecina República
del Uruguay, y que había llevado a cabo el sitio de la ciudad de
Montevideo.”
GUILLERMO ENRIQUE HUDSON
Allá lejos y hace tiempo

“Pronto hará un año que en una tarde apacible del pasado otoño vi-
sitaba al almirante Brown en su risueña morada de Barracas. Es
aquél un albergue pintoresco y apacible, donde el audaz marino re-
posaba de sus fatigas en los mares procelosos de la vida. Paseába-
mos en su jardín y hablábame él de sus campañas marítimas, de sus
árboles y sus flores, de sus compañeros de armas, de los sentimien-
tos elevados de patriotismo que le animaban, y de las memorias de
su vida, que se ocupaba en escribir.
Su lenguaje era enérgico y sencillo, como lo es siempre el de los hom-
bres que han pasado su vida en medio de la acción, y yo le encontraba
la elocuencia de los altos hechos que su presencia hacía recordar.
Admirando la belleza del paisaje que se desenvolvía ante nuestros
20 QUEMA SU MEMORIA EDUARDO CORMICK 21

ojos, me inclinaba con respeto ante aquel monumento vivo de nues-


tras glorias navales, y encontraba sublime de majestad aquella no-
ble figura que se levantaba plácida y serena después de tantas bo- Don Guillermo tiene una mano en el bolsillo de su abrigo y en la
rrascas que la habían agitado. Aquel reposo modesto del que pasó otra un racimo de uvas pasas que come sin urgencia, esperando que
su vida entre el estruendo de los cañones, el rumor de las olas y el el pellejo y las semillas se trituren entre sus dientes, muchos y sanos.
bramido de los huracanes; aquel amor candoroso por las bellezas
Aunque el reumatismo de su pierna derecha una vez quebrada y
de la naturaleza; aquellos trabajos intelectuales, que reemplazaban
nunca bien repuesta se hace sentir con fuertes aguijonazos, don Gui-
para él los ásperos trabajos de la guerra; aquella serenidad del alma,
sin ostentación, sin amargura y sin pretensiones, me revelaban que llermo camina entre los duraznos de jardín, los junquillos y azucenas
el almirante era un corazón generoso, un alma formada para amar y hacia el rincón desde donde todas las mañanas se detiene a mirar el
comprender lo bello y lo digno y bueno de atraer sobre su cabeza horizonte, más allá del camino que las autoridades bautizaron con su
laureada las bendiciones del cielo, a la par que la admiración y las nombre y que él prefiere llamar con ese nombre que vecinos tan du-
bendiciones de la humanidad. ros como él para hablar el español han llamado camin nevu. Más allá
Pocos días después el almirante me enviaba sus Memorias, con una del camin nevu, detrás del territorio misterioso del tragaleguas (don-
carta en que me decía con el poeta: ‘Quiero acabar este trabajo antes de han venido a refugiarse, todos lo saben, los fieles morenos de Ro-
de emprender el gran viaje hacia los sombríos mares de la muerte’.” sas, a media hora de trote desde la ciudad, pero donde el gobierno
CNEL. BARTOLOMÉ MITRE no llega con su mano), más allá puede adivinar la orilla mansa, ba-
“Discurso fúnebre” rrosa, poblada de juncales, teros y nutrias, del río. Puede adivinar la
orilla, la ve, su memoria le dice que está ahí, su olfato revive el olor
“¡Qué país, este país!”, se dijo don Guillermo. Escupió la punta penetrante del barro, su oído (a veces traicionero) le alcanza el rumor
de sus botas, las frotó con la fuerza del desencanto contra el panta- del viento que él conoció entre las velas impulsando sus ilusiones.
lón, buscando brillos perdidos. No había brillo en las botas, ni espa- Sabe que está ahí, lo saluda. Siempre lo hace. Siempre vivió oliendo
das relucientes; no había bronce en los cañones ni marchas militares, agua, y siempre sobre el agua, en el viento, olió la guerra. Se crió con
ni gestos heroicos. rumores de mar, con misteriosas misas en las montañas sobre fondo
Había un cielo limpio, viento que soplaba el pasto del camino, y azul de mar y cielo, conoció su oficio sobre un mar bravo de piratas,
un caballo con un jinete-niño de pelo rubio y ojos azules, que lo estu- y navegante al fin como aprendió a ser, fue en este mar de dulces on-
diaba implacable. das barrosas, en este río de dudosos canales, donde vino a ganar fa-
“¡Qué país, este país!”, repitió. ¿Cuántas veces galopé por ese ca- ma. ¡Salud!, extraño mar de historias equivocadas, engañoso Río de
mino? ¿Cuántas veces monté caballos como ése? ¿Cuántos niños cru- la Plata. El día comenzó con viento del este, y don Guillermo respira
cé? ¿Cuántos ojos como ésos me miraron?, ¿cuántos ojos me miraron el aire húmedo del río, al saludarlo saluda la memoria de los que an-
como me miran ésos?, y tuvo un ademán brusco, un gesto de furia. duvieron con él sobre esos barcos insignificantes, a punto de zozo-
El niño taloneó y el caballo, al trote, se perdió tras los árboles, rumbo brar, todos marineros temblando de gloria, de frío, de rabia, o de
a la Alameda. miedo, navegando noches luminosas de luna, días lluviosos, días sin
Don Guillermo se irguió apoyando las manos en el respaldo del razones para hacer nada, imposibles para hacer historia.
sillón que había mandado instalar bajo la magnolia, y vio perderse a Hay un alboroto de zorzales en el camin nevu. La luz, pobre luz
jinete y caballo por la Alameda. del sol que se filtra con dificultad entre los nubarrones, los excita. Se
Este país parece ser, siempre parece, pero ¿cómo es? Como este dejan caer sobre las ramas bajas de un ceibo, se balancean antes de
niño me mira, así me indagan, me buscan en silencio, me provocan lanzarse hacia arriba, hacia el cielo, al fondo de nada, buscándose; se
estos inoportunos interrogantes, a mi edad, en mi estado, ¿qué quie- persiguen sin dirección ni causa, chillan y vuelven, siempre vuelven
ren de mí? Este niño, Mitre, que vendrá mañana, ¿qué quieren? al ceibo, al sauce que mueve sus ramas con el viento y toca el río. Ha-
22 QUEMA SU MEMORIA EDUARDO CORMICK 23

ce calor. Mes de junio y hace calor. El abrigo está de más, pero no se SÁBADO
lo quita, ni siquiera lo abre, continúa con una mano en el bolsillo, la
otra con el ramito seco sin uvas, y oye su nombre desde la cocina. Es Mitre camina a su lado acompañándose con un bastón que lleva
el momento del desayuno: Mary Agnes dispuso la tetera sobre la me- suspendido de la mano derecha, mientras con la izquierda sostiene
sa del comedor, junto a las rodajas de budín tostado y manteca. Don el sombrero. Pero no hay, nunca hubo herida de guerra ni caída de la
Guillermo deja caer un chorro en la taza: le falta cuerpo; con una cu- escalera que justifique la necesidad de ese bastón; no hay otra necesi-
chara agita las hojas en el fondo, lo deja reposar mientras pone man- dad más que la de sostener no sus piernas sino el alma del visitante
teca a una rodaja de budín crocante. Vuelve a controlar el té y, satis- que lo interroga desde la altura de su barba dirigida hacia delante,
fecho, llena la taza hasta el borde, agrega azúcar y revuelve. Toma la porque Mitre, con grado de coronel (¿o ya lo ascendieron a general?)
taza con ambas manos para que no lo traicione el pulso cansado. Sor- visita a don Guillermo con el mismo ánimo de quien atiende a un an-
be despacio, saborea, disfruta el calor en la lengua. Unta otra rodaja ciano estúpido, inutilizado por los años y sin mayor mérito para de-
con manteca y le clava los dientes. tenerse a escuchar sus reflexiones, las que don Guillermo expresa de
Vuelve al té, lo mezcla en su boca con la masa y dice que ya está tanto en tanto mientras lleva al huésped por los caminos de la quinta
bien, no más de dos rodajas. Otra taza de té, que ahora endulza y toma
con la ayuda del bastón para el cuerpo torpe, sin bastón capaz de
sin darse pausa. Palpa sus mejillas, debería afeitarse pero prefiere vol-
apuntalar su espíritu, de espantar los fantasmas.
ver al parque que ilumina y entibia el sol, estirar un poco las piernas
Mitre recuerda, y dice, que don Guillermo fue comandante de las
para que se vaya el frío que siente en los huesos. Mala señal tanto calor
fuerzas federales en el Río de la Plata, pero que prefiere olvidar ese
en esta época del año. Habrá temporal, en dos o tres días más habrá
episodio, ofrece con su olvido perdonar al viejo almirante el apoyo
temporal. Él los conoce, debió enfrentarlos, montarse en ellos, aprove-
que éste dio al que hasta hace poco Buenos Aires conocía como Ilustre
charlos para tomar al adversario por sorpresa. En medio de los tempo-
Restaurador de las Leyes, de quien Mitre habla como sanguinario tira-
rales les dio buenos sustos a los brasileños y godos; los ingleses cono-
no, cobarde prófugo, y otros adjetivos que suenan en los oídos de don
cieron las uñas de este tigre viejo, el pelo blanqueando y los hombros
Guillermo como una velada acusación a su propio papel en la trage-
encorvados bajo el uniforme de gala que vestía en las batallas.
Si el viento se mantiene del este se acumularán las nubes sobre el dia: la de general de mares y ríos incapaz de declararse unitario, en-
río, y la llovizna se instalará sobre los campos, volverá intransitables frentarse al autor de las masacres que asolaban ciudades y campos y
los caminos y las calles de la ciudad, detendrá el paso de los reseros que ahora camina con ropa vieja, ordinaria y gastada junto al hombre
que traen ganado del sur, frenará las carretas en sus trampas de ba- elegante, de buenos modales y heroísmo enorme que se enfrentó a ese
rro, impondrá una pausa (¿un día, dos?) al movimiento cauto de los poder y pagó con el exilio la defensa de sus ideas.
pájaros en invierno, de los zorros y las comadrejas, de los hombres. Don Guillermo no piensa lo mismo. No se siente comandante de
O se desatará en fuerte aguacero con viento del norte, lavará las ca- las fuerzas federales en el Río de la Plata (¿o era que los unitarios tu-
sas y los árboles y se retirará cuando el pampero sople y empuje las vieron su propia flota en el río, o no era que habían pedido a gritos y
nubes más allá de las islas, más allá del Uruguay, para traer otra vez apoyado el bloqueo de franceses primero, de ingleses sumados lue-
a Buenos Aires cristales de escarcha en los pastos y las lagunas, can- go, contra la Confederación?). Él fue almirante de las armas de la
tos de hornero modelando la tierra, sol brillando en un cielo sin nu- Confederación, que es como decir la Patria, y Buenos Aires, y este
bes, y mucho frío. No puede prolongarse por muchos días este calor parque por el que caminan. Peleó bajo las órdenes de Juan Manuel
sin traer lluvia. de Rosas, Ilustre Restaurador de las Leyes, gobernador de la Provin-
cia de Buenos Aires, encargado de las relaciones exteriores de la
Confederación. Tuvo a su cargo la misión de romper el bloqueo que
pusieron sobre Buenos Aires las fuerzas imperiales del mar, y lo hi-
24 QUEMA SU MEMORIA EDUARDO CORMICK 25

zo; sí que lo hizo y que volvió bloqueados a los bloqueadores y a los posible dormir con ese temor de muerte, certeza de muerte, inminen-
que conspiraban en la atrincherada Montevideo. cia de muerte. Te levantaste, abriste la puerta de tu gabinete y la fi-
Peleó con los ingleses y lo estremeció la alegría de cumplir con el gura atenta de Gonzálvez estaba erguida en la entrada. No. No había
deber, lo conmovió el saberse sumando otra batalla a la guerra inter- novedad, dijo tu asistente. Era una noche tranquila; faltaba más de
minable contra el enemigo eterno, el que lo persiguió siempre, y cons- una hora para el amanecer, aunque las nubes que flotaban sobre
piró en su contra, se le apareció como fragata en el Caribe y como de- Buenos Aires estaban enrojeciendo. A popa, contra la sombra de la
monios en su casa: viejos, traidores, cobardes ingleses. Y si algo lo hace nave, la sombra de un marinero que descamaba un dorado con el cu-
sentirse mal mientras recuerda aquel desbloqueado bloqueo, es el de chillo. ¿Qué era lo que hacía? Pescaba; tu asistente lo había visto pes-
haber tenido que abandonar la partida antes de concretar una satisfac- cando. Que lo llevaran en tu presencia. Sí, reconoció el marinero, es-
ción esperada por años, la de dar a los eternos usurpadores una mues- tuvo pescando y ahora descamaba este dorado. Mentiroso. No había
tra aunque fuera mínima de su odio, de su capacidad de vengar cada pescado este dorado, lo estuvo adobando con algún condimento
humillación, cada día de cárcel o de lágrima que la Corona Británica mortal que le habían provisto los ocultos cobardes ingleses. Pero si lo
supo repartir en el mundo. Se sintió despojado de esa venganza, pero estaba preparando para comer. Mentiroso otra vez, no pensaba co-
eso ya pasó, hizo todo, dio todo, hubiera podido ser mayor la paliza, y mer el dorado, sino ponerlo en tu comida, envenenador peligroso al
entonces los atrincherados de Montevideo, escribientes de cartas, servicio de los conspiradores. Que lo apresaran y llevaran con el pez
conspiradores inspirados con vinos de Burdeos, este Mitre por ejem- a puerto, que el capitán de puerto se encargara de los dos, marinero
plo, hubieran temblado un poco más en sus sillas. Y entonces don Gui- envenenador y pez envenenado, pusiera a uno en prisión y al otro
llermo, que no sabe si todo lo que hizo lo hizo bien, que no está seguro bajo tierra, donde no hubiera peligro para los pobladores.
de haber querido hacer todo lo que hizo, sabe que si hay algo que Pero siempre había peligro. Todo era temible, hasta el barco za-
siempre deseó fue correr a los ingleses hasta el infierno, ser el infierno randeándose en la madrugada te volvió precavido. Habías dejado la
de los ingleses, pero qué puede entender este Mitre de su sentimiento, compra y venta de caballadas, el trote corto y seguro desde Quilmes
qué puede reconocerle, para qué explicarle si él sólo ha venido a cono- hasta las Barracas, porque te sentías viejo, y ahora te encontraste
cer fechas, datos que pueda proporcionarle un general viejo, extranje- montando otra vez el potro indomable, engañador, de la guerra.
ro para colmo. Por eso dice, como si no hubiera sabido hacer otra cosa, Llegaste al trote hasta la Calle Larga, y la sombra quieta de los
que él cumplió con sus deberes con la Patria. árboles, los caballos que masticaban la cebadilla tierna y golpeaban
el suelo con sus cascos, te anunciaron la casa del gobernador. El aire
frío y el sol irritaron tus mejillas y tus manos; al desmontar te aferras-
Pensaste qué patria, cuál sino ésta de río oscuro y manso, donde te al poncho de vicuña que llevabas sobre la espalda para sentir su
las naves se hamacaban en noches interminables de verano, y no po- contacto suave y caliente. No había esperas con Rosas. Él conocía tu
días cerrar los ojos sin que comenzaran a deambular sombras en la caballo, conocía tus pasos y salió a buscarte a la puerta de la habita-
sombra de tu cuarto, gritando en tu oído que nunca podrías, nunca ción donde atendía las cuestiones de gobierno. No era alto, pero su
serías suficiente enemigo para el Imperio Británico, nunca tu lucha aspecto te hizo recordar el de tu juventud. No era que Rosas fuera jo-
sería bastante lucha contra las armas de su majestad; pero qué armas ven, pero ese año te sentías más viejo, más lejos de los mares y los
conseguirían estos ingleses para destruirte, qué modos para acorra- combates, cada vez más cerca de los campos de alfalfa, las vides y los
larte, quién sería el próximo encargado de darte muerte. Gemiste, ro- perales. Te sentías en retiro y visitabas al que en plenitud de funcio-
gaste, pensaste si Dios estaba despierto mientras dormías, o se dor- nes hacía todo, ordenaba todo, mandaba hacer todo, y deshacer; ha-
mía a tu lado, o se distraía soplando las velas enrolladas, silbando en cer lo deshecho y deshacer lo hecho para otra vez mandar a hacer.
las rendijas de la puerta, silbando en tu oído, riendo, prometiéndote Mandó preparar mate para él y té como le gustaba tomar a don Bru-
el infierno de una guerra interminable. Y no podías dormir, era im- no, como acostumbraba llamarte, jugando con tu apellido.
26 QUEMA SU MEMORIA EDUARDO CORMICK 27

Rosas te ofreció el sillón cercano a la estufa y pidió a Manuelita que siempre acechaban, ¿por qué estabas otra vez en el puente, diri-
que agregara unas ramas para reavivar el fuego. Manuelita regresó gías acciones de avance y retroceso que nadie comprendía, no com-
pronto con el mate para su padre y, tras ella, una morena dispuso so- prendían los sitiados, no comprendían tus capitanes? ¿Rosas te com-
bre la mesa una bandeja con la taza y la tetera de porcelana con la es- prendía? ¿Él te ordenaba? ¿Quién podía darte órdenes, ordenar tus
tampa y nombre de tu anfitrión grabados, y unas galletas. sueños y tus temores? ¿Quién te acechaba? ¿Quién te protegía? Ese
Manuelita sirvió el té y Rosas convidó con un gesto a que te sen- Alsogaray que tenías junto a la puerta sin que supieras por qué. ¿Él
taras frente a él, mesa de por medio, con documentos, cartas, el servi- te protegía? ¿Tenía orden de Rosas para cuidarte? ¿Cuidarte de
cio de té y el mate de plata que rodeó con sus manos trenzadas, ca- quién? ¿Cuidarte de los pasos de tus enemigos? ¿Cuidar tus pasos?
lentando así las palmas. Apoyó el mate en la mesa y con un dedo ¿Estaba para cuidarte?, ¿para protegerte?, ¿para vigilarte?
recorrió las virolas de oro, pensativo. Comprendiste que no sería una Se atravesó la visera sobre tu cabeza y la tripulación advirtió en
conversación con formalidades y cumplidos. Lo comprendiste por eso una señal de tu furia. Todos miraron, temieron tus palabras
sus palabras pero mucho más por sus silencios y por la mirada que cuando interrogaste a una de las mujeres que subió en el puerto. Era
se había vuelto fría y concentrada en tus ojos, buscando una respues- domingo y los marineros recibían visitas de las mujeres que compar-
ta no en tus palabras sino ahí, detrás de tus ojos. tirían con ellos el día de descanso. Pero ésa, señalaste, la que traía la
Nunca les temiste a los franceses; no les temiste cuando te apre- canasta cubierta con una servilleta, ¿quién era? Deberías saber, te di-
saron y les demostraste que valías más que un batallón de ellos, más jeron, que era una de las que siempre venían al barco. Pero ¿qué traía
que cualquiera de ellos, más que todos ellos. en la canasta? Podías verlo: tortas, caramelos, cigarros, pocas cosas
Rosas te habló de Lavalle, te nombró al que un día puso en tus que la criolla traía para obsequiar además de sus encantos persona-
manos el gobierno de Buenos Aires. Todos supieron de la confianza les. Pocas cosas. ¿Pero era que no lo entendían? ¿Para qué podría
que te tuviera Lavalle. ¿Podía ignorarlo Rosas? Pero él sólo te nom- traer esas cosas ocultas en la cesta, si no era por ocultar esas tortas
bró a Lavalle como a uno de los que conspiraban contra la nación fritas en mala grasa, esos caramelos y cigarros envenenados? Y en
desde enfrente, desde el otro lado del río, y pedían en Europa que al- posición de firmes les hiciste escuchar tu arenga contra el envenena-
guien hiciera lo que ellos no podían, no querían hacer. dor inglés. ¿Pero era el inglés quien te perseguía o era, como algunos
Pidió tu respuesta sin ofrecer tiempo. Te ofreció disponer el lo sugerían a tu oído, el gobernador? ¿O era que se habían puesto de
plan de acción contra Montevideo, te ofreció la conducción de la flo- acuerdo para destruirte? ¿Podría Rosas confabularse con los ingleses
ta en el Río de la Plata, te ofreció la flota y la lista de capitanes de ca- en tu contra? Que llevaran a esa mujer en presencia del capitán de
da nave. Te ofreció todo. ¿Qué te ofreció? Cuando te propuso sitiar
puerto y se encargara él de interrogarla hasta conocer el alcance de la
Montevideo, ¿qué te propuso? Cuando te dijo provocar a los france-
conspiración. Volviste al gabinete, buscaste en la Biblia una palabra
ses, ¿qué te dijo? Te miró a los ojos, el té se enfriaba y Rosas te con-
que te serenara, una palabra de paz en medio de esa guerra sin balas,
vidó más. Manuelita propuso traer té caliente y dijiste que sí, que
persecución sin armas, un poco de paz en una guerra que no comen-
por favor trajera té caliente y que sí, que estabas dispuesto, que les
zaba, no terminaba, no se resolvía de ningún modo.
darías una vez más batalla a los enemigos de la Confederación, que
buscarías la espada y el uniforme, las botas, el catalejo y la enseña;
“Brown hace de la necesidad virtud y quiere hacernos creer que es
que seguirías a los ingleses hasta el Támesis, que los echarías del río hombre de principios liberales y filantrópicos. No hay más que re-
y del mar y del mundo, que ésa era la oportunidad y qué satisfac- correr la carrera pública de este aventurero para conocer que el
ción hacerlo. Los franceses, aclaró Rosas; eso, los franceses, lo mis- fondo de su carácter es la venalidad y la inconsecuencia. Ni puede
mo te daba. creerse en sus sentimientos de generosidad, desde que se lo ve
Si pensaste en podar la vid, cambiar las guías, apuntalar los pe- siendo instrumento de un tirano, cuyas órdenes no dejaría de
rales y dejar para siempre los caminos, cuidadoso con estos ingleses cumplir si no tuviera quién se lo impidiese: el comodoro Purvis
28 QUEMA SU MEMORIA EDUARDO CORMICK 29

quebrantó su orgullo y desde entonces no tiene más remedio que Resulta tan agradable este lugar, reconoce Mitre, que se siente trans-
hacerse el amable. portado a algún diálogo ya no entre hombres de Buenos Aires, sino
”Pero este Brown es el mismo que en el año 1816 desertó del Servi- entre cónsules romanos, en alguna bucólica escena transmitida por los
cio de la República Argentina robando la fragata armada en guerra clásicos. No ha conocido Roma, se defiende don Guillermo, y es tan
que montaba, con la que hizo correrías de pirata en el Pacífico. Es el linda esta orilla del Plata; en cuanto a los clásicos, sí...
mismo Brown que, sirviendo bajo la administración unitaria, su je-
Durante su estancia en Montevideo, ocasionada por la persecu-
fe, el señor Rivadavia, le hizo y con razón, sufrir el peso de su auto-
ción que de los hombres libres hiciera el derrocado tirano, explica Mi-
ridad. Cuando esta administración descendió del poder, el señor
Dorrego, jefe del gobierno federal, distinguió ampliamente al aven-
tre, tuvo oportunidad de conocer el plan que don Guillermo enviara al
turero inglés con extraordinarias demostraciones de consideración gobierno de esa ciudad para poner sus armas al servicio de la lucha
y aprecio, y lo colmó de favores, prodigándole el oro de que Brown contra Rosas. Don Guillermo se detiene con el vuelo sibilante de una
se ha mostrado siempre muy ávido con sus exageradas exigencias. perdiz, busca los ojos de Mitre envarado en su traje negro y su cuello
Pero el primero de diciembre, en el momento mismo del peligro, le con corbatín: él no ha peleado sino por la libertad, por la independen-
volvió la espalda y se unió para hostilizarlo, al partido unitario. És- cia; si alguien hubiera podido demostrarle que su lucha junto a Rosas
te lo elevó tanto que hasta con mengua de la dignidad nacional y era contraria a la libertad de la nación, opuesta a la independencia de
con violación de nuestras leyes patrias, puso a Brown provisoria- este joven estado, entonces por qué motivo fueron a buscarlo propo-
mente a la cabeza del gobierno. Esto, no obstante, cuando los unita- niéndole dinero, ofreciéndole la propiedad sobre naves que no eran de
rios cayeron, Brown vendió sus servicios a Rosas para hacer una él ni de quienes le propusieron desertar. ¿Podía encontrar aceptable el
guerra, la más cruel, a sus antiguos amigos y protectores, guerra en señor coronel (¿o ya era general?) que una discusión sobre el mejor
que todavía está empeñado y en la que sirve de bárbaro instrumen-
modo de poner fin a un conflicto tan doloroso para todos, se hiciera
to al bárbaro sistema de un caudillo, el más brutal y feroz.
sobre la base de una transacción comercial donde él terminaba apor-
Ӄste es Brown. Hemos presentado un bosquejo muy abreviado de
tando, además de la decisión de cambiar de lado, el principal capital:
su historia en la República Argentina para que se lo conozca tal cual
es, porque desgraciadamente no faltan hombres irreflexivos que
las armas, los marinos? ¿Podía ser eso aceptable para un hombre de la
con la mayor candidez pretenden hacer de Brown un héroe adorna- libertad?, apura don Guillermo y se pregunta si este Mitre querrá una
do con las calidades más sublimes, de un alma generosa y noble, de confesión de su parte sobre una actitud que puede llamarse, y él llama,
un corazón el más bien puesto. Ni podemos comprender cómo se traición. Pero han hablado de una suma, explica, indaga, bucea Mitre
han olvidado los hechos tan negros que he referido siendo ellos de en la cara rugosa de don Guillermo. ¿Cuál es la discusión? ¿Una suma
pública notoriedad.” de dinero? ¿La libertad? ¿Qué es lo que desea conocer? Por qué moti-
TOMÁS DE IRIARTE vo no se consumó, quiere saber Mitre, una operación donde el gobier-
Memorias no de Montevideo tenía fondos dispuestos, cuando el tema era tratado
entre los emigrados, los extranjeros residentes, las gentes de Rivera y
Don Guillermo abre la puerta de alambre y Mitre le cede el paso. Garibaldi, como un hecho cierto. Se dice, arriesga Mitre, lo ha dicho el
Mitre dice que don Guillermo ha sido uno de los forjadores de la liber- general Paz, que don Guillermo no se decidió por creer perdida la cau-
tad, un guardián de la independencia en aquellos lejanos días en los sa de los unitarios en la guerra. Ha dicho Iriarte, dice Mitre que cree no
que Buenos Aires buscaba un camino propio, y don Guillermo dice es- mentir al citar de memoria, que no cambió de lado por no haber visto
te camino, el que conduce a la laguna con patos silvestres y gallaretas el dinero.
y, a veces, si no los corren, carpinchos. Le gusta visitar esta laguna, es- Cuánto ha cobrado el señor coronel, o general, por poner su ac-
ta tranquilidad de campo tan cercana a la casa fortaleza. Le gusta mos- ción contra Rosas, que sabía él, lo sabían los dos, sabían todos, era el
trarla a quienes tienen la amabilidad de acercarse a saludar en este re- gobierno de Buenos Aires, el que actuaba en representación de esa
tiro voluntario, a un hombre que dio vida y bienes a favor de la nación. provincia y de todas las provincias de la Confederación, qué precio
30 QUEMA SU MEMORIA EDUARDO CORMICK 31

había puesto Mitre a su lucha del lado de los unitarios, con los de labras eran nada más que para quitarles el hartazgo, para conmoverles
Montevideo, junto a franceses e ingleses. Cuánto vale su dignidad. la rutina holgazana, la creciente convicción de que aquello no era una
Mitre aferra la empuñadura de su bastón y pregunta si no ha pensa- guerra, no había combates, no habría más muertos que algún ahogado
do don Guillermo en rellenar alguna vez esa tierra anegadiza. No, no en alcohol, no habría victoria, derrota, nada?
ha pensado; es el territorio de las aves, y él las respeta. Él respetó Recibiste al almirante inglés. Oíste su propuesta. Rendiste la ban-
siempre el lugar de los otros. dera. En formación, listos para el combate, los soldados se entregaron
prisioneros, sin tiros, sin nada más que un breve discurso en inglés, en
el idioma del invasor, el que invade siempre, avanza, ocupa. En el
“Tal agravio demandaba imperiosamente el sacrificio de la vida idioma que tus abuelos aprendieron por la eficaz didáctica del fuego
con honor, y sólo la subordinación a las supremas órdenes de V.E. quemando campos y libros sagrados. ¿Cuál fue tu sueño? ¿Qué te hizo
para evitar la aglomeración de incidentes que complicasen las cir- pensar que la libertad para elegir era un valor digno de defenderse?
cunstancias, pudo resolver al que firma a arriar un pabellón que du- ¿Cuál era la elección? ¿Pelear hasta morir? ¿Rendirse sin honor? El al-
rante treinta y tres años de continuos triunfos ha sostenido con toda mirante comprendía las razones de tu pena, te dijo. Te ofrecía una pri-
dignidad en las aguas del Plata.” sión digna en Montevideo; la repatriación a Buenos Aires; ¿o preferi-
Leíste por última vez, firmaste el pliego apoyando la mano para rías, tal vez, sugirió, un tranquilo descanso en Londres?
que el pulso no te traicionara y se lo alcanzaste a Gonzálvez. Rosas ¿Ése era el final deseado? ¿Fue para eso que dejaste el alfalfar y
entendería tu enojo, aceptaría tu protesta, pero sabría que no hiciste la vid? ¿Para arriar una bandera que te vistió cuando no tenías ni cal-
más que cumplir su decisión. Tres años en el río, bloqueado bloquea- zoncillo con qué cubrirte? ¿Qué eran la bandera, ese barco, la patria?
dor, tres años de atropellar, mostrar los dientes sin resolver un juego ¿Cuánto valía que te humillaras, desearas la muerte en la forma
que Rosas observaba, controlaba, dirigía desde la casa, desde la me- de un acto heroico que no realizarías? ¿Cuánto significaba si ya sa-
sa llena de papeles, desde sus ojos azul oscuro, con cartas de protes- bías, y también Rosas, que después sería el retiro, los perales y terro-
ta, ofertas de paz, amenazas de represalia, amagues de estocada fi- res, todos en esta casa?
nal. ¿Pero qué podrías hacer con esas pocas naves frente a la flota de
las dos potencias aliadas, cinco mil hombres en veinticinco barcos,
cincuenta y dos cañones listos para encontrarle una salida al proble- Don Guillermo quiere saber si el señor Mitre aceptaría compartir
ma, una entrada al Paraná? la mesa con él y los de la casa.
Si todo esto era posible, si el cordón de naves europeas te desper- Sería un honor sentarse a la mesa de una familia tan respetada en
tó esa mañana y las instrucciones del gobernador eran no atacar, no la ciudad, pero no querría importunar con su presencia en esa hora
defenderse, no resistir, qué estuviste haciendo tres años con tu gente desacostumbrada para recibir visitas y tomar por sorpresa a la seño-
embarcada, con las armas dispuestas y las cartas del río en tu cabeza, ra, que tal vez no haya pensado en una comida especial.
eligiendo canales, cortando caminos, interceptando correspondencia, No se tratará de ninguna incomodidad, lo tranquiliza don Gui-
confiscando víveres. ¿Soñabas destruirlos? ¿Realmente soñaste? ¿O llermo, bastará con agregar un plato en la mesa y un jarro de agua al
tus arengas eran sólo la gimnasia para mantener la moral de la tropa, caldo; Mitre, que cree descubrir por fin algo parecido al buen humor,
para embaucar con tus palabras torpes y entrecortadas a un grupo de ensaya una sonrisa para retribuir ese gesto de confianza pero se en-
oficiales que se ilusionaban, que deseaban esos combates contra los in- cuentra con el mismo rostro serio y pensativo que le hace esfumar la
vasores, que deseaban repetir a tus órdenes las historias de veinte años sonrisa.
atrás? ¿O esos discursos en cubierta eran apenas un modo de recordar- La conversación los trae despacio hasta la puerta de la cocina;
les que estaban en guerra, y que ese deambular absurdo por el río te- por ella entra don Guillermo a la casa y hace señas a Mitre para que
nía un significado, aunque ellos no lo comprendieran? ¿Todas esas pa- lo siga.
32 QUEMA SU MEMORIA EDUARDO CORMICK 33

Hello, Mary Agnes, dice don Guillermo mientras cuelga su abri- ron luego a una comida. Hubo oficiales, recuerda don Guillermo,
go en un gancho rebosante de oscuros capotes y sombreros de fieltro que se consultaron preocupados entre sí cuando él buscó su lugar en
y paja. la cabecera de la mesa. Pero fue Rosas, que había advertido el co-
La cocinera responde al saludo con el cucharón en una mano: esa mentario entre la oficialidad, quien puso las cosas en su lugar: el
sopa es un manjar como nunca probó Bill ni el señor... dueño de casa es don Bruno, y él preside la mesa.
Bartolomé Mitre, se presenta él mismo cuando advierte que don Así que claro que Rosas conocía los buenos modales y las nor-
Guillermo no responde. mas de cortesía. Lo demás: dichos, envidias, necedades, nada.
Ya verá, dice la cocinera. ¿Qué era Rosas para él?, pregunta Mitre desencantado, incrédulo,
Puede pasar a lavarse, invita don Guillermo arremangándose la incapaz de aceptar como cierta esta sombra de héroe, este granjero a
camisa de algodón gris. Permítame, y toma el bastón y el sombrero quien vería mejor emborrachándose con whisky mal destilado que
que Mitre no sabe dónde poner. El sombrero volará con los otros, el mareando a capitanes europeos adiestrados para combatir a más ene-
bastón quedará en un rincón junto a uno de caña, rústico, que Mitre migo que un rubio que llamaba con nombres de naipe de truco a sus
imagina del dueño de casa. velas y trinquetes. ¿Lo tuvo Rosas por héroe?, y espera una sonrisa
La suya es una familia numerosa, advierte Mitre al acercarse al despectiva, una mano de Brown rechazando en el aire ese disparate.
comedor donde está dispuesta la mesa para varias personas. No hay sonrisa en don Guillermo, ni gesto brusco; hay una mano
Es cierto, es una mesa amplia porque se reúnen a almorzar todos que sujeta una silla y la ofrece a Mitre: comamos.
los de la casa. Mitre se pregunta (ocupando un lugar a la derecha de su anfi-
¿También los criados? trión, su copa con vino, su plato con guiso humeante) por qué razón
Él no tiene criados. este hombre apareció acá, qué hizo que desde esa isla de pastores se
¿La cocinera?, ¿los que ha visto trabajando afuera? nos viniera un consumado marino.
No son criados. Mary Agnes no es criada, es cocinera; y afuera Don Guillermo lo advierte silencioso, lo interroga.
está Pat O’Donoghue, que atiende los cultivos y viñedos. Estaba pensando eso, confiesa Mitre, en qué llevó a un hijo de
¿Y los demás? una tierra de pastores al mar.
Los peones, ellos viven en esas casas, dice don Guillermo y seña- Sabrá el señor Mitre, dice don Guillermo, que el descubridor de
la vagamente en dirección al sur. este nuevo mundo en el que ha venido a crecer esta república de
Mitre dice comprender que hay ciertas costumbres de don Gui- hombres libres, era un genovés hijo de un hilandero judío afincado
llermo que le recuerdan las del tirano en su vida doméstica. En efec- en la ciudad. Igual que el genovés, él es hijo de un hilandero que tu-
to, Rosas invitaba a compartir su mesa a personas de nivel inferior, vo su taller en Foxford. Desde el taller se oía el rugir del mar embra-
como el famoso Eusebio o algún otro de sus negros bufones, los esti- vecido. Hasta allí llegaba el olor salado del Atlántico; llegaban las ga-
mulaba para que hicieran sus bromas y reía con ellas mientras su ab- viotas, ¿de dónde? Él sabía, cuenta don Guillermo a Mitre, que
domen se convulsionaba de manera escandalosa. abandona el guiso para escuchar el secreto origen de este domador
¿El señor Mitre compartió la mesa con Rosas? del río, sabía de este mundo cruzando el mar, porque su padre le ha-
No. Lo supo por otros. blaba del tío de América. Claro, no ésta, la otra América, en la que él
¿Son confiables esas versiones? En lo que a don Guillermo res- estuvo de muchacho, donde hizo su aprendizaje como grumete, an-
pecta, nunca debió soportar una situación tan desagradable en las tes de alistarse en la Armada de Su Majestad Británica con el rango
varias oportunidades en las que fue invitado a comer en la casa del de guardiamarina.
gobernador, ni cuando él lo recibiera. Porque en el año 1843, quizá De manera, avanza Mitre en el interrogatorio, que don Guiller-
1844, habían compartido una comida en la cubierta de la nave; pasa- mo estuvo en los Estados Unidos de América del Norte, pero ¿cuán-
ron revista a las tropas formadas en honor al gobernante y se senta- do?, ¿cómo llegó hasta aquí?
34 QUEMA SU MEMORIA EDUARDO CORMICK 35

Muy simple. Viajó con su padre cierta vez que él debía trasladar- gullo de considerarse su amigo, y recrea en su memoria las pala-
se por algún negocio. Supo lo que era viajar en el mar. Quedó a vivir bras de Grenfell.
en América con su tío. Se alistó en un barco mercante y después en De pie, apoyado en el largo mango de la horquilla, Brown pregun-
otro hasta que su padre lo mandó a llamar a casa y entonces se alistó tó quién era, con una voz que le trajo a Grenfell el eco lejano de la que
en la Marina Real. oyera entre cañonazos un cuarto de siglo atrás, cuando desde el ber-
La marina de Nelson, reflexiona Mitre en voz alta. gantín Caboclo escuchaba las arengas en la fragata 25 de Mayo, en me-
Ésa fue la marina en la que él se alistó. Y no quisiera cargar las dio del fuego de los cañones frente a la costa de Quilmes. ¡Grenfell!, se
tintas, porque sabe el señor Mitre que el almirante Nelson, modelo anunció él con el uniforme tapado de medallas y la manga vacía del
de combatiente victorioso en el mar era, como él, de Irlanda. brazo izquierdo flameándole como el recuerdo poco feliz de sus en-
No creo, levanta la cabeza Mary Agnes en un costado de la mesa, contronazos con el irlandés. Sintió más que respeto por el antiguo ene-
que en Irlanda coman el guiso frío, porque todos saben lo mal que migo: sintió envidia por este hombre que se retiró de tal modo de la vi-
cae. Don Bartolomé, no haga caso de lo que dice Bill y coma; quién da política, que no sólo no frecuentaba reuniones de gala ni ejercía
sabe cuánto de eso será cierto. cargos de importancia sino que se afirmaba en la horquilla para con-
versar, hacía una pausa en el venteo de la alfalfa y lucía un pantalón
amplio y chaqueta de brin sobre la camiseta de algodón. Era un farmer
Juan Bautista Douville era un francés amigo de las ciencias natu- como los que podrían verse en Irlanda, en Gales, en los Estados Uni-
rales afincado en la ciudad, que se ganaba la vida como litógrafo jun- dos o en Australia, y era tan clara su dedicación a la vida campesina
to a Lainé, paisano suyo y pintor, con el que atendía un comercio de que podría recrearse toda su biografía imaginando una sucesión alter-
libros en la calle de La Piedad. La calidad de los trabajos le había da- nada de acontecimientos felices y tristes, buenas cosechas y tempora-
do tal prestigio a su nombre que los vecinos no resistían a la tenta- les, un nuevo hijo y una oveja muerta, completando con eso los años
ción de tener en sus casas una miniatura firmada por el francés. Has- de estancia de don Guillermo en Buenos Aires.
ta que en 1826 decidió, con patriotismo y buen olfato comercial, Lo que Grenfell envidiaba, según le confesara a Mitre, de este
retratar al almirante Brown quien, a cargo de la modesta escuadra de viejo, era que podría declarar delante del juez de paz soy Guillermo
la patria, mostró frente a Buenos Aires cómo el invasor más podero- Brown, vecino de esta ciudad, granjero, y habría dicho con ello la
so puede ser castigado. verdad, estaría ocultando años, días, noches de aventuras y glorias
Todavía no estaban listas las dos mil copias que imprimió cuan- militares que podría mencionar como al descuido, sí, también he si-
do los vecinos, avisados de la noticia, llenaron el local y la calle para do capitán general de la Armada, pasé mil trescientos días con sus
llevarse una estampa del militar más famoso que hubiera estado noches en cubierta navegando en campaña militar, recorrí varias ve-
nunca en Buenos Aires. ces el Atlántico entre Europa y el Río de la Plata, entre las Antillas y
Los dos mil retratos no fueron suficientes y Douville imprimió y el Río de la Plata, el Pacífico de sur a norte y de norte a sur, y uno no
vendió otros dos mil, felicitándose el resto de su vida por elegir co- sabría cuándo hizo una cosa y cuándo otra. Tuvo tiempo para ser ca-
mo residencia una ciudad que tanto apreciaba a sus héroes. pitán victorioso y vitoreado, y para ser preso silenciado y ofendido.
Le ofrecieron fortunas por sus acciones heroicas, supo no tener un
pan. Entonces Grenfell, con el pecho cargado de medallas, sospechó
Mitre pregunta a don Guillermo acerca de Grenfell. que a su vida también heroica y triunfante le estaba faltando algo
¿Grenfell?, interroga don Guillermo para confirmar. Gran mari- más que el brazo que una vez le robó este viejo con un balazo de ca-
no. Siempre lo admiré. Tuvo la generosidad de llegarse hasta mi ca- ñón. Sentía un agujero que no supo localizar, tal vez cerca del cora-
sa para saludarme. zón, tal vez sobre el estómago. Le estaba faltando una revancha (¿fue
Claro, reconoce Mitre, me contó de esa visita y no oculta el or- eso lo que lo trajo hasta la granja vestido de uniforme?), un cambio
36 QUEMA SU MEMORIA EDUARDO CORMICK 37

de estocadas con esa mezcla de patriota y bucanero con quien le ha- dad, desde Carmen de Patagones hasta Pernambuco, y buscábamos
bía mandado pelear el destino. una sola cosa: la libertad. Le habrá dicho Grenfell que invitamos a los
Bravo amigo, había dicho entonces el brasileño, si usted hubiera brasileños a unirse a nuestra lucha por la libertad, cuando desembar-
aceptado la propuesta de Don Pedro I, cuán distinta sería su suerte, camos en Pernambuco. Éramos uno solo.
porque a la verdad las repúblicas son siempre ingratas con sus bue- Mitre sigue sin comprender. Tal vez sea una velada referencia al
nos servidores. espíritu de cuerpo de la oficialidad que lo acompañó en la guerra
¿Lo había dicho por rencor, o era admiración por los actos de es- contra el Imperio, un reproche a quienes lo secundaron después, en
te hombre que nadie parecía reconocer en Buenos Aires? No sólo la tiempos del bloqueo anglo-francés. O la prueba de la senectud que
fatalidad hizo de Brown un granjero. gana los últimos bastiones de lucidez de don Guillermo, lo encierra
Don Guillermo debió haberse preguntado eso muchas veces, y en éste más fuerte que la quinta, asegurando su soledad con armas
no habría sido Grenfell el primero en planteárselo, porque ya tenía listas para disparar.
una respuesta para su corazón, para sus amigos, para quien lo con-
sultara, y con la que se sentía conforme:
Señor Grenfell, no me pesa haber sido útil a la patria de mis hi- A Grenfell le preocupa saber cómo hacías, cercado como estabas
jos; considero superfluos los honores y las riquezas cuando bastan en el Plata, para presentarte frente a la bahía de Río de Janeiro y ro-
seis pies de tierra para descansar de tantas fatigas y dolores. bar, en la nariz del emperador, una carga completa que llegaba de
Grenfell había quedado en silencio. Seis pies, pensó. ¿Tiene sen- Europa, aclararle al incrédulo capitán de la nave que no eras otro que
tido el honor de algunos triunfos más o menos intrépidos, hazañas Brown, el que la escuadra brasileña seguía, buscaba con el odio que
que las conversaciones en el pueblo transforman en gestas de dioses, provoca el enemigo y el deseo descontrolado que genera un pájaro
repiten al infinito las jornadas de Hércules, para no desear luego na- exótico a los ojos de Darwin; le preocupa explicarse quién eras; si
da más que un lugar en el que echar los huesos? Le preguntó: ¿Es su- eras el que bloqueó la bahía de Río de Janeiro para asombro de la
ficiente recompensa? ¿Alcanza con eso? corte, o el que el mismo día, con diferencia de horas, decomisó un
¿Para echar los huesos? Sí, alcanza. navío frente a las costas de Río Grande, tantas millas al sur, o el que
Mitre pregunta lo mismo, no se resigna a que eso sea la gloria. fondeaba en San Salvador, para temor de blancos y esperanza de ne-
¿Ése es el premio que Atenas da a sus héroes? gros y los invitaba a conocer la libertad. ¿Es que no podías ser el mis-
¿Por qué Atenas?, pregunta don Guillermo, ¿cuál es el héroe? mo a los ojos de Grenfell, a los oídos de los brasileños, en la imagina-
Mitre interroga en silencio ese cuerpo para ver si hay algo todavía de ción de los rioplatenses? Si todos te vieron —porteños, cariocas y
aquel que Grenfell tuvo como alguien digno de temer. europeos enganchados en la guerra— atravesar el cordón de fuego
También me ha dicho Grenfell, comenta Mitre caminando por de treinta naves como catedrales que te encerraban en el puerto para
los senderos del jardín, que lo acompañó una duda durante todos es- darle a la patria un veinticinco de mayo con mucho más que fuegos
tos años sin haber encontrado una respuesta. Es una duda que lo ace- de artificio desde cuatro barcos a los que era exagerado llamar de ese
cha desde la guerra que el Imperio sostuvo contra sus improvisados modo, celebrando y repitiendo la decisión de libertad, para terminar
barcos. ¿Cuántos eran? ¿Cuál de todos era Brown: el que ellos ence- con noche de baile una fiesta que Norton, el comandante imperial,
rraban frente a Buenos Aires, o el que desvalijaba las naves mercan- quiso arruinar en Los Pozos. Treinta días después, antes que tu per-
tes en las puertas de Río de Janeiro? ¿O el que abordada los barcos de seguidor lo imaginara, volviste a darle un día entero de bomba y me-
la retaguardia portuguesa? ¿Cuál era?, si todos decían soy Brown. tralla frente a Quilmes recordándoles que lo de Los Pozos no había
Mitre espera, inquieto, una confidencia sobre aquellas pícaras estra- sido un accidente, casualidad, error de la historia o descuido de los
tagemas, ¿herencia de Nelson?, ¿copiadas de quién? dioses, que por ese entonces no parecían distraídos sino peleando
Entonces éramos uno solo, confiesa don Guillermo con naturali- con vos, llevándote en andas por la Alameda, coronándote con mirto
38 QUEMA SU MEMORIA EDUARDO CORMICK 39

y laurel en las manos de Carmen Somellera que se desmaya a tus Este Mitre que me clava una mirada interrogante, pidiendo deta-
pies, patricias pálidas obsequiándote una bandera nueva que todos lle. Me sigue, no me suelta, no deja de buscar, ¿qué busca? Así tratan
llamarán de Los Pozos con sol violento, guerrero, en el centro, aplau- en Irlanda a los leprecheouns, pero yo no tengo secretos, no guardo
diéndote con manos de muchachos en el Colegio de Ciencias Mora- piedras de oro dentro de una cueva, ni soy un gnomo. ¿Qué es lo que
les, recitando en tu honor un “Canto a la Victoria sobre la Escuadra debo decirle para calmar su ansiedad, para qué se llegó hasta acá,
Brasilera” en la voz de uno que a los veinte años se llamaba Florencio qué más le falta saber de mí?
Varela, poeta. Con su bastón en la mano, y ya listo para saludar a la señora de
Si Grenfell recuerda que lo hiciste temblar en el invierno en Quil- la casa y al resto de los comensales, Mitre necesita una explicación,
mes, y no fue frío sino el coraje de una partida mano a mano, el bue- no ha comprendido, cree, algo que don Guillermo dijera hace un mo-
no de un truco que conocías apenas y él ignoraba por completo, pero mento. Aquella referencia que hizo sobre la guerra contra el Imperio,
que jugaron bala a bala con la seguridad de que todos habían perdi- eso que dijo acerca de la unidad, ¿cómo debe entenderse?
do la cordura. Tal vez pueda entenderse, ensaya don Guillermo que se niega a
Qué podía significar ser loco en este río que no parece, en este formular axiomas, si se busca en lo que quisieron los fundadores de es-
mundo que no es, donde nada es, donde todo puede, podría, sería, y ta libertad que el señor Mitre dice estar dispuesto a defender. Si se re-
vos, cuántos barcos (¿dos?) ¿contra tantos? (¿veinte?), fuiste capaz de cuerda que por los tiempos de Mayo se hablaba de Provincias Unidas
una batalla que los imperiales tratarán de que no sea, no fuera, no se de América, cuando se proponía una patria, y no de ciudades famosas
supiera, y en Buenos Aires retumbó con el trueno de la última jornada apenas por sus lodos en tiempos de lluvia y sus moscas de verano.
del héroe, héroe de la ciudad de los imbatibles, los siempre victorio- La presente es una situación transitoria, justiprecia Mitre para
sos, los de 1806 y 1807 y tus jornadas sobre la Montevideo realista y tranquilizar al viejo almirante en que por fin pudo descubrir a través
San Martín el de los campos de Maypo y este mundo tan chico y esta sus palabras el disgusto por la segregación de Buenos Aires del resto
vida tan breve para la reina del Plata; ya están apareciendo los héroes, de la Confederación. Esto se resolverá con el uso de la cordura, con el
los hijos de los dioses, la mitología de la pampa y del mar por qué no, ejercicio de la comprensión de los grandes valores por encima de las
y no sabes si esto por lo que estabas luchando, por el lugar en el mon- gulas pequeñas de los que buscan heredar el trono del tirano que
te que reemplace al Olimpo en estas latitudes, o por la oportunidad de han sabido destruir. Y sabe don Guillermo que él, Mitre, y muchos
criar en Barracas (o en Colonia, o en Quilmes, todos resultan recuer- otros también, han dado lo mejor de sus vidas a favor del imperio de
dos de combates) caballos como esos que viste correr en Irlanda. la libertad en Buenos Aires, es decir en el Plata.
¿Para qué se hace una patria? ¿Y entonces por qué, quiere saber don Guillermo algo cansado
¿Para escribir en piedras duras los nombres de los que llamamos —tal vez sea que el guiso le está imponiendo una siesta— esos dispa-
héroes? ¿No te gustaría ser el padre fundador de una república? (Los ros que lo sobresaltan noche a noche frente a su propia casa, por qué
imperios ya tienen sus plazas ocupadas.) los galopes y las persecuciones? ¿Con cuál cordura buscan resolver
¿Cuánto pueblo increíble te dijo buenos días cuando pisaste este las cosas en esta ciudad? ¿Cordura dijo? ¿Cuerdos, o cuerdas? ¿Com-
puerto? ¿Cuánto puerto había cuando llegaste a este pueblo increí- prensión o presión hasta el ahogo del distinto? No cree don Guiller-
ble? Días increíbles buscando puertos, pisando polvorientas calles mo que sean libres esas formas de vivir, ni dignas. Y en cuanto a lo
de pueblos que parecen ser todos el mismo desde Carmen de Pata- de transitorio, cuántos años lleva este camino de persecuciones, de
gones hasta San Salvador de Bahía, repitiendo la misma pobreza, la desencuentros. En los años en los que a él le tocó servir frente al Im-
misma fiereza, la misma tristeza de Foxford, tantas millas, tantas perio de Don Pedro, era la guerra contra el que pretendía invadir,
olas, tanto barco para qué. imponerse, y todos eran uno en esa empresa. Y antes, cuando él llegó
a este río con la sola intención de repartir bienes y personas entre los
puertos costeros, y con eso poder vivir lejos de los odios y las guerras
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que dejó en Europa; cuando llegó a este río y se encontró con un ni- que debió adivinar cuando vio a Elisa desvanecerse junto al cadáver de
do de libertad, sintió simpatía por esta gente que parecía dispuesta a Drummond, que no ocultaba las mutilaciones. Debió adivinarlo enton-
repetir, tan lejos y pobres, el triunfo bíblico de David contra Goliath; ces, pero no hubo lugar en su corazón para entender los diecisiete años
y cuando los españoles tuvieron la mala fortuna de estropearle un de su hija ni su desesperación frente a los destrozos del amor.
pequeño bergantín con el que había iniciado su comercio, lo empuja- En la mañana del lunes 9 de abril de 1827, a las cuatro, atracaron
ron de lleno a los brazos de la revolución. De esos hombres, inmen- en el puerto de Buenos Aires la goleta Sarandí y la barca Congreso, úni-
sos en sus ilusiones, debería aprender el señor Mitre, y los que con él cos navíos que se mantenían a flote; los bergantines Independencia y Re-
gobiernan este muñón de patria, Buenos Aires. pública habían resultado destruidos por el fuego de dieciocho naves
Cuánta memoria gloriosa, dice Mitre, la que trae don Guillermo brasileñas frente a Monte Santiago después de dos días de combate.
a colación este día. Tal vez pudiera, y cuánto se lo agradecerán las Guillermo Brown encabezó la marcha en dirección al Fuerte. Lle-
generaciones por venir, contar todo esto en el papel. vaba encima los golpes del embravecido Río de la Plata, el humo que
¿Que escriba todo lo que hizo? ¿Qué cosa podría decirle que él le dejó la carga de cañón y heridas en el brazo izquierdo y en la mis-
no sepa? ma pierna que se le quebrara en 1814. Detrás de él, la tropa. Todos
Podrían ser fechas, nombres, lugares. traían una herida, un golpe en la cabeza, en los brazos o las piernas.
Sí, tal vez pudiera. Hay demasiados nombres, demasiados re- El pueblo, enterado del desastre, esperaba a los combatientes para
cuerdos en su cabeza. Le hará bien ponerlos en un papel. Ya se lo ha- acompañarlos en el momento más difícil.
ré llegar, acepta don Guillermo ante un Mitre que acomoda el som- El río le había jugado una mala pasada varando sus naves en un
brero y empuña el bastón. banco frente a Monte Santiago; la escuadra brasileña lo encerró para
Pat, acompaña al señor hasta el coche. Señor Mitre, apure su co- tirarle encima todo el rencor por los desaires, las burlas, las palizas
che, este camino se pone imposible de andar con las lluvias. que él les daba desde hacía un año. Cobró cara la encerrona, hundió
o inutilizó muchos más barcos enemigos que el total de su flota, tan-
“Lamentamos tener que consignar el triste suceso siguiente: en la to que para Brasil aquello no pudo ser contabilizado como victoria.
tarde del jueves, a las cinco y media, la señorita Elisa Brown, hija Pero le habían pegado duro, lastimado mucho a su gente, inutilizan-
mayor del almirante Brown, concurrió a tomar un baño acompaña- do un par de naves, y sacrificando a este muchacho Drummond, que
da de su hermano, niño de diez años de edad. Allí cayó en un pozo ahora venía sobre una tabla, cargado por dos marineros. Brown ca-
y pereció ahogada. La extinta era una joven bella y afectuosa que minaba junto a él. Los dos, como todos, habían peleado con furia y
sólo contaba diez y siete años.” con ganas, como en todas las batallas anteriores. Pero ésa había sido
British Packet, 29 de diciembre de 1827 la última partida que jugaron juntos. Drummond estaba muerto aho-
ra. Antes había tirado con sus cañones tanta munición como pudo,
¿Sería que el cumplimiento del deber, el sacrificio a favor de la incluyendo los eslabones de la cadena que sujetaba el ancla; en mitad
patria que había elegido, debían significar necesariamente no ya la del combate salió a buscar pólvora entre las naves vecinas y otra vez
imposibilidad de vivir tranquilo su propio, antiguo oficio, cruza de en primera línea recibió un cañonazo que le partió la cadera y le
marinero vikingo y mercader sajón, sino hasta la dificultad para po- abrió el vientre. Tuvo tiempo de acordarse de su Escocia gris, de su
ner en práctica el mandato del Dios de San Patricio que le llegara novia pelirroja y niña, de su comandante; después murió. Ésa era la
también a él, de reproducirse y dominar el suelo, y que celta al fin y única diferencia que había entre ellos esa mañana. Brown también
amigo del amor igual que de la guerra, hubiera deseado aplicar recibió un balazo en el costado izquierdo, pero ahí tenía una Biblia
mientras el tiempo y su mujer se lo permitieran? que desvió la bala hacia el brazo, y protegió el corazón. Ahora cami-
Esto se pregunta Guillermo Brown cuando recuerda el día en que naba con el brazo izquierdo en cabestrillo, la mano derecha apoyada
escuchó voces que llegaban atravesando el jardín, trayendo la noticia en la cabeza fría de Drummond.
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Guillermo Brown se dijo que debió de advertirlo antes, que Elisa vecinos, y tus cartas no eran tenidas sino como tibias y temerosas su-
no podría soportar tanta tristeza, que aquello no era un accidente, gerencias que de todos modos no fueron escuchadas, ¿qué significa-
cuando le avisaron que una desgracia, la niña en el agua, más allá de ba ser gobernador, sino un engañoso honor que ocultaba la falta total
los juncales; las voces desde el parque, cruzando el tragaleguas, el ca- de autoridad para salvar a un hombre que estuvo antes sentado en
mino. Debió saberlo, se dijo, y lo único fue dar órdenes en su mal espa- esa silla, frente a la misma carpeta, con las mismas funciones?
ñol, saltar por la ventana sin calcular que la pierna mala no sería capaz Apenas comenzó el año te llegó una carta. Estaba entre los pocos
de aguantar la altura, sentir la impotencia de no poder pararse y así, papeles que por esos días esperaban tu firma. La enviaba la esposa
desde el suelo dar indicaciones de que a él lo dejaran y fueran por ella de tu amigo Rosales, y las noticias no eran buenas. Leonardo Rosa-
pronto, dónde estaban, cómo estaba, qué forma de terminar un año les, el que montó uno de los primeros barcos para derrotar a los es-
tan glorioso, qué prueba tan fuerte de la Providencia y qué suerte de pañoles, vivía desde hacía años en Carmelo y ahora, según leías a su
mierda se dijo para sí, pensando si Dios escucharía esas cosas. esposa, estaba enfermo y además en la miseria.
Rosales, el que hizo volar como una gaviota a la goleta Río en las
aguas tormentosas de Quilmes para defender a su jefe del ataque im-
La noche está envuelta en una lluvia que se largó implacable so- perial, el que una y otra vez quebró la línea de fuego brasileña en el
bre la ciudad a la tarde. Las gotas pequeñas y frías son empujadas combate de Los Pozos, el que por su coraje se ganó muy joven el gra-
por el viento para uno y otro lado. Las ramas de los árboles se sacu- do de capitán, estaba en la ruina.
den y descargan el agua acumulada en sus hojas. Don Guillermo ob- Rosales, el guitarrero que te conmovía durante las vigilias en el
serva la lluvia desde el sillón. río, el que arrancaba notas dulces a la luna de la guitarra y las dejaba
Elizabeth le acerca una copita con oporto y le cubre los pies con colgadas en el cielo oscuro, el que ensayaba sus décimas de amor pa-
una manta. Antes de ir a su habitación, Pat echó leña en el fuego. ra conmover a las mozas cuando estuviera en tierra otra vez. Ese Ro-
Te invitaron a ocupar el lugar del hombre más importante de la sales estaba enfermo, y era su garganta la que lo mataba.
provincia de Buenos Aires. Te encargaron proteger vidas y otros bie- ¿Qué te pedía la esposa de Rosales? Tampoco tenían una buena
nes en la ciudad donde todos te conocían. Tu firma tenía el respaldo casa en Carmelo, sólo un ranchito miserable, y la señora entendía
de los que te aplaudían porque derrotaste la flota tan temida. Mien- que era posible que el gobierno le diera a su marido, que tanto había
tras cuidabas la ciudad, el general Juan Lavalle se ocupaba de buscar dado a la patria, una casa en Buenos Aires, donde pudiera al menos
al gobernador fugado que según los informes, andaba por el campo morir en paz. Bastaría, ahora que dirigías la provincia, con asignarle
amotinando al gauchaje. No hubo nada importante que ordenar, re- una casa que confiscaran al enemigo federal.
solver, decidir en esos días: papeles, resoluciones, cosas sin interés. ¿Qué podías hacer por él? Pedirías a los amigos de Colonia que
Sólo dos cosas hubo que te importaran desde que te nombraron go- le alcanzaran provisiones, una oveja, yerba, azúcar, algo con lo que ir
bernador el seis de diciembre, y frente a eso nada más valía la pena: tirando, y no le faltaría qué comer. Pero una casa en Buenos Aires,
la muerte de Dorrego y la enfermedad de Rosales. imposible.
A los pocos días Dorrego era detenido y desde su prisión te en- No sabría la esposa de Rosales; no tenía por qué saber ella que con
viaba una carta, preocupado por su futuro. Solicitaba ser enviado al el método de la confiscación te habían quitado la casa de Barracas
extranjero, a la América del Norte donde vivió y tenía amigos. El 12 mientras estabas preso de los ingleses. No tenía por qué saber ella que
de diciembre escribiste a Lavalle contando la solicitud de Dorrego y mientras Elizabeth y los niños vivían de la caridad ajena, la casa que
tu opinión favorable al respecto. El mismo día escribiste al oficial habías comprado la ocupaba la familia del general Martín Rodríguez.
Bernardino Escribano encomendando la seguridad del prisionero. El Habías andado por el mundo con la bandera de la libertad ar-
13 te llegó la noticia de su fusilamiento, con la firma de Escribano. gentina y en la hora de tu desgracia el gobierno te quitaba la casa pa-
Si tu cargo te comprometía a preservar la vida y hacienda de los ra dársela a un general, ¿que había triunfado dónde?
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No podías aceptar la idea de quitarle su casa a un proscripto, opinión que apoya la causa del orden concluirán en breve la pacifi-
aunque esto fuera para socorrer a un amigo pobre y agónico. Amigo cación general de la Provincia; pero entretanto la Capital necesita de
guitarrero, Brown no podrá ayudarte en esta payada. una dirección acertada, y yo confieso sin rubor que no puedo darla.”
Escribiste a la señora Rosales, explicaste los motivos: el cargo no
William Brown
te hacía dueño de los bienes de los ciudadanos, aunque ellos fueran
federales proscriptos. Recibiría noticias de tus amigos en Colonia.
¿Fue así la noche en la que recibiste a don Manuel Dorrego, toda-
Afectuosamente.
vía gobernador?
Ni para salvar la vida de un gobernante, ni para ayudar a un
¿Era una noche así, fría, lluviosa y desvelada, o es que el desvelo
amigo en la desgracia; estar en ese escritorio no te servía sino para
te dura desde entonces, o es que así fueron todas tus noches?
ganar penas y perder tiempo.
¿No es que estuvo en tu casa el gobernador ya casi sin poder sobre
Te mantuviste en el cargo durante ese verano agobiante y aburri-
nadie, con el poder del ejército que bajó de Brasil listo para derrotarlo?
do, convenciéndote contra toda la evidencia de que ayudabas a paci-
Estuvo acá mismo, sentado frente a un fuego como éste, o delan-
ficar el clima de la provincia, pero los días pasaban y todos parecían
te de la puerta en una noche de calor y cielo limpio, no importa. Im-
olvidar que eras gobernador provisorio, sin capacidad ni deseos de
porta que fue a contarte qué haría, o qué no sabía hacer. Fue a contar-
ocupar cargos de tal naturaleza. Más te llamaban, en ese tiempo sin
te sus dudas, y sus impotencias con la patria incontrolable.
guerra en el mar, las semillas y el ganado, que los decretos y los des-
Quería saber si debía hacer caso a López, y correr a Santa Fe pa-
pachos.
ra refugiarse con alguien que hacía tan poco había sido su adversario
Escribiste a Lavalle y te quedaste en tu casa.
en la batalla.
Quería saber si debía atender el consejo de Rosas, que le reco-
Al General Juan Lavalle, 3 de mayo de 1829
mendaba quedarse en la provincia, si al fin y al cabo era el goberna-
“Excelentísimo Señor: dor de Buenos Aires, y era entre sus tropas y peones de estancia don-
En diferentes ocasiones he manifestado ya a V.E. los ardientes deseos de debería encontrar refugio y protección.
que me animan a dejar el delicado puesto a que V.E. se dignó llamar- Había recibido la invitación de Benavídez, que le ofrecía su es-
me y que ocupé por la sola razón de no excusar sacrificios en favor de tancia, su casa, su tropa, su fortuna y su honor para protegerlo.
un país a quien debo tantas consideraciones y tantos beneficios. Tenía la posibilidad de ir a un cierto lugar en Navarro, a la estan-
”V.E. y todos los ciudadanos tienen pruebas auténticas de que siem- cia con el sugestivo nombre de La Escondida, si no para protegerse,
pre que ha sido necesario combatir a los enemigos de la República, para ocultarse.
he cumplido el deber de un soldado, y nunca he huido de las fatigas Eran todos planes que duraban mientras duraba el entusiasmo
ni el peligro. Entonces podía dar a mi Patria Adoptiva el tributo de para expresarlos. Ni bien analizaban las oportunidades, las posibili-
mis cortos conocimientos, pero hoy que fuera de la esfera de mis fa- dades de éxito de cada plan, la conclusión que aparecía era la misma:
cultades me hallé sosteniendo una carga que no puedo soportar, fal-
así no es posible.
taría a mi deber y traicionaría mi conciencia, si no pidiera decidida-
Esa noche, frente al calor que se metía por la puerta, frente a las
mente a V.E. se digne permitirme dejar el honorable cargo que
ocupo.
dudas que rondaban la conversación y todo en la casa, como el joven
”Cuando lo admití juzgué que sólo se me exigía un servicio de corta centinela que canturreaba mientras cuidaba la casa y las espaldas del
duración, y me decidí a prestarlo por dar una nueva prueba de que gobernador al que le había tocado en suerte acompañar, le hiciste tu
mi único anhelo es el bien y la tranquilidad del País. Desgraciada- propuesta, le contaste tu experiencia, le ofreciste una oportunidad.
mente, se ha alargado esta época, y V.E. se ve aún en la necesidad de Gobernador, si piensa galopar tantas leguas para llegar a La Es-
combatir en campaña. Yo espero que sus triunfos y la fuerza de la condida, o para cruzar hasta Santa Fe, piense cuánto tiene para llegar
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a la frontera. Si usted va más allá de los pagos de Areco, ahí se en- SÁBADO A LA NOCHE
contrará con unas lagunas... (junto al fuego)
Ah, sí, interrumpió Dorrego, si es ahí donde yo le he dicho de es-
tablecer el Fortín. Es ahí donde tengo unas tierras, la estancia La ¿Hay algo más allá, abuelo? Mirábamos el mar y las gaviotas
Oriental. Es ahí donde me propongo hacer una defensa frente al avan- caían sin piedad sobre presas invisibles.
ce de los indios que vienen por el oeste. Y dibujó en el aire el plano Más allá está América, Bill.
imaginado para el Fortín que mandaría construir junto a la laguna. Esperé un comentario, alguna explicación, pero no llegó. Volví a
Antes de hablar de construir el Fortín, que para eso debe usted con- preguntar: Abuelo, ¿qué es América?
servar su cargo de gobernador, debe ocuparse de construir una buena América es la tierra de la eterna juventud, Bill, de la libertad eterna.
escapada, y en eso le servirá la gente que vive por ahí. Déjeme contarle, Entonces, ¿por qué no vivimos allá?
porque yo los conocí, y son gente buena, aunque no tengan nuestra re- Es una historia larga, pero tal vez pueda explicártela, a ver: des-
ligión, y no responden a López, ni a Rosas, ni a usted, ni a nadie, así que de el tiempo de los abuelos de mis abuelos, y quizá desde antes, an-
no se sienten obligados a tomar partido: sólo debe llegar hasta ellos, y
tes todavía de San Patricio, los irlandeses conocían que más allá del
pedir refugio. Yo los conocí y por ellos conocí esta tierra, y definí que
mar, donde nuestros ojos no ven otra cosa que mar y cielo, mucho
mi lugar es acá, y no otro. Atravesaba la pampa rumbo a la cordillera
más allá, existía una tierra. Para ellos, y te estoy hablando de Finn y
para llegar a Chile, con un cargamento que traía de Londres, telas y
los suyos, aquella tierra era Tirnanoge, la tierra de la eterna juven-
sombreros y utensilios de toda clase que desembarqué en Buenos Ai-
tud. Tuvieron noticias de esa tierra por viajeros que atravesaron el
res, y me fui a Chile con la idea de que allí obtendría mejores precios
mar, y conocieron aquella gente, siempre sana, siempre joven y ale-
que en esta ciudad invadida por los comerciantes, y como de la mano,
gre; y además de todo, eterna.
por la pobreza. Contraté carretas y carreteros para llegar hasta Mendo-
¿Por qué no viajaron a ese país tus abuelos?
za y luego ver, pero a pocos días de andar fue que me asaltó un grupo
No creas que cualquiera podía llegar a esos lugares. Hacía falta
que, en el primer momento, confundí con indios. No lo eran, y estaban
muy preparados y dispuestos para pasarnos a mejor vida a mí y a los una fuerza enorme, y aunque los de entonces eran más grandes y
carreteros que me llevaban. Entonces no supe por qué y no lo sé ahora, fuertes que nosotros, no era fácil.
de algún lado llegaron los que sí eran indios. Entonces no lo supe y si- Cuentan, pero esto es simplemente un cuento y tal vez no debas
go sin saber, pero lo cierto fue que los indios cargaron contra los que creerlo, que un hijo de Finn, al que llamaban Oisín, vivió en aquel
nos atacaban y, con la tarea cumplida, se acercaron a nosotros y nos país trescientos años, y a su regreso contó...
guiaron hasta una zona en la que pudiéramos refrescarnos y descansar. Trescientos años es mucho.
Está bien, algo se llevaron los indios, pero creo que saldaron una cuen- No hay tiempo en esa tierra, pero en el tiempo de acá fueron tres-
ta que tenían pendiente con los forajidos, y eso los hacía estar bien dis- cientos años.
puestos con nosotros. Con su ayuda, llegué a Mendoza, y no crucé a ¿Qué contó?
Chile porque vendí todo en mi camino hasta Cuyo, y nunca me sentí Eso es muy interesante, pero te diré primero cómo llegó a Tirna-
más seguro que en todo el territorio controlado por ellos. Créame. Us- noge, si lo quieres saber.
ted debe viajar hacia allá, porque allá estará a salvo de las absurdas pe- ¿Cómo llegó?
leas de los que dicen que dirigen un país que no se dirige a ninguna di- Muy fácil. Una tarde, o una mañana, no lo sé, estaban Finn y su hi-
rección, y tampoco parece ser país. jo y toda su gente junto a un lago, preparando una cacería. Estaban dis-
puestos los caballos y los perros y Finn había indicado quién tomaría
por la derecha y quién por la izquierda. Entonces vieron a una joven
mujer, más hermosa que cualquiera de nuestras mujeres, vestida como
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una princesa y montada en un caballo más blanco y ágil que el mejor de irán de acá. Muchos irlandeses pelearon, y todavía lo hacen, para
los nuestros. Todos quedaron maravillados por semejante visita, y Finn que los ingleses no se apoderen de América. Tal vez un día, tal vez
en persona saludó a la joven y la invitó a sentarse a descansar junto a pronto, conozcas la tierra de la eterna juventud, la Tirnanoge que co-
ellos. La mujer agradeció la invitación de Finn pero se mantuvo en su noció Oisín.
silla, y se presentó. Su nombre era Niam, la de los Cabellos de Oro, y Abuelo, ¿cómo sabes que Oisín conoció América?
era hija del rey de Tirnanoge. Todos ahí sabían qué era Tirnanoge, aun- Porque él regresó a Irlanda, y lo contó. ¿No te lo había dicho? To-
que nadie lo conociera. Finn preguntó a la joven si podía ayudarla en ma tu tazón de leche y siéntate conmigo junto al fuego. Te diré: Oisín
algo y Niam, mirando otra vez a Oisín y de nuevo a Finn, le dijo a éste viajó con Niam sobre el mar, cruzó países maravillosos donde reali-
que venía a buscar a su hijo, para ser su esposa y vivir con él para siem- zó proezas increíbles, y al llegar a Tirnanoge el rey consagró el matri-
pre. “Bien”, dicen que le respondió Finn, “si Oisín lo quiere, puedes monio con Niam la de los Cabellos de Oro, y le ofreció la diadema
quedarte con nosotros”. Pero no sería así; Niam había cruzado el mar que lo protegería de todo mal, de modo que sería eterno como todos
para llevarse a Oisín con ella, al reino de su padre, donde hay oro y pla- los de aquella tierra. Pero sabes qué sentimentales somos los irlande-
ta y joyas, miel y vino; donde los árboles dan frutos todo el año y siem- ses; cuando habían pasado tres años, Oisín pidió a su esposa el per-
pre están floridos; donde nunca hay guerras y nadie envejece ni muere. miso para visitar a su padre Finn y a sus amigos en Irlanda. “Nada
Finn miró a su hijo, que era el menor y a quien él más quería, y lo inte- será igual”, le dijo Niam, “pero si es tu deseo, hablaré con mi padre
rrogó en silencio. Oisín pidió el permiso de su padre, saludó a sus her- para que viajes”. Tanto apreciaba el rey a Oisín que, aunque temía
manos y compañeros y montó el caballo que la joven, con un movi- que no regresara, lo autorizó a viajar, aunque con una recomenda-
miento de sus riendas, hizo galopar hacia el oeste. ción: no debía bajar del caballo, no debía tocar el suelo.
Dicen quienes los vieron que el caballo galopó hasta el mar y Oisín prometió respetar todas las indicaciones, y juró a su espo-
después de un solo largo relincho enfrentó las olas y voló sobre ellas. sa que regresaría después de abrazar a su padre. Hizo, tan rápido co-
Así fue como Oisín conoció la tierra de la eterna juventud. mo el camino de ida, el viaje de regreso a Irlanda. Cuando el caballo
Mucho tiempo después nuestros monjes, que recorrían el mundo tocó el suelo irlandés Oisín se sintió tentado de besar la tierra donde
y todo lo conocían, llegaron a esa tierra y conocieron a los que vivían jugara de niño, pero recordó las palabras de Niam y se cuidó mucho
allí; aunque no dijeron que por allá fueran eternos. de no bajar de su montura. Encontró cerca alguna gente pequeña a la
Después, como llega la plaga, llegaron los ingleses. Pero enton- que preguntó acerca del paradero de Finn, pero no supieron respon-
ces ya le llamaban América. derle. Recorrió algunos caminos buscando a los suyos pero nadie sa-
Y ahora volvamos a casa, dijo mi abuelo, que hace frío. bía de ellos. Después de algún tiempo de cabalgar llegó a un cruce de
caminos que estaba atascado por una piedra. Un grupo de hombres,
tan pequeños para él como los que había visto antes, trataban de mo-
Ahora entiendo, abuelo, por qué tus abuelos no viajaron a ver la piedra sin suerte. Preguntó a esa gente por Finn, y el mayor de
América. todos le dijo: “Finn, oí hablar de que hace mucho vivía una gente cu-
¿Por qué? Quiso saber mi abuelo sorprendido, con el tazón de le- yo jefe era uno llamado Finn, y escuché también que Finn murió de
che entre las manos. tristeza cuando su hijo Oisín casó con la hija del rey de Tirnanoge y
Si allá también mandan los ingleses. fue a vivir allá”. “¿Cuándo fue eso?”, dicen que preguntó Oisín cu-
Bueno, eso fue cierto, pero ya no. Ahora América es otra vez la rioso y triste por la noticia de la muerte de su padre. “¿Que cuándo
tierra de la libertad eterna. ocurrió?, ¿cómo podría saberlo? A mi abuelo se lo contó su abuelo.”
Entonces quiero conocer América. ¿Qué pasó con los ingleses en Oisín cambió su rumbo confundido, y el viejo le dijo: “Por favor,
América? ayúdanos a mover esta piedra, con tu fuerza y tu tamaño te será muy
Pasó lo que va a pasar un día en Irlanda: los echaron, como se fácil”. Oisín se volvió, y desde la altura de la silla empujó y casi mo-
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vió la piedra, pero perdió el estribo y cayó al suelo, sonde se convir- Otra vez, padre Antonio. Siempre me encuentra así vestido.
tió enseguida en un viejo tres veces más viejo que el que le había pe- Es su casa, ¿no? Mañana salgo para el sur y quería saber de uste-
dido ayuda. El caballo, con un largo relincho, se perdió al galope en des antes de ponerme en camino. Andaré un tiempo recorriendo
el oeste. campos por ahí, nunca se sabe cuánto se demora uno entre una cosa
Todo esto que te cuento se supo porque Oisín pudo contarlo an- y otra. ¿Dónde está Pat? Buen día, Mary Agnes.
tes de morir, con la bendición de San Patricio. Y todavía no calentó el agua para el té.
Para mí también es domingo, Bill. Buen día, padre. Pat está po-
dando las vides, allá atrás. Vaya a buscarlo mientras preparo la mesa
para el té.
DOMINGO El cura Fahy no espera a llegar cerca de Pat para saludarlo. Lo
hace desde lejos, con un silbido penetrante y un amago de balada ir-
Abríguese, don Guillermo, le dice uno de los peones que está to- landesa que se diluye luego en un diálogo que mantienen a la distan-
mando mate junto al fuego cuando lo ve aparecer en la cocina. La cia hasta que se encuentran, uno arriesgándose en terreno barroso, el
mañana está fría, cayó agua como hace rato no veíamos. otro bajando de la escalera a la que había trepado para arreglar las
¿Quién es el que anda por el camino con este barro?, quiere saber vides.
don Guillermo asomándose por la ventana, pero ya lo adivina. ¿Quién Con esta costumbre de poner tan altas las guías, me obligan a
si no?, ¿quién puede ser sino mi amigo Fahy?, y ordena al peón: salga a trepar a una escalera. Sobre el Mediterráneo he visto las guías de las
recibir a este hombre, no sea que se nos caiga en un charco. vides a un metro del suelo.
Es más baqueano que vos, dice Mary Agnes desde su eterno rin- Claro que se pierden la sombra que éstas ofrecen en el verano.
cón de la cocina, habrás de caerte y levantarte unas cuantas veces an- Regresan conversando hasta don Guillermo, que los espera junto
tes que nuestro cura Antonio pegue un resbalón. al fuego y la cruz de hierro donde se cocina un cordero: vamos a to-
¿Por qué será que hay que escucharla tan temprano, y con esa mar el té, que los escones de Mary Agnes no esperan.
voz de lechuza? ¡Liza!, ¿dónde está Liza?
Está peinándose para recibir al padre, y también podrías hacer
algo de eso. Para celebrar ese domingo, Elizabeth da indicaciones a los de la
Échale agua caliente a la palangana. Creo que tengo que poner- casa. Mary Agnes ya preparó los escones y los panes que acompaña-
me un poco más decente para recibir a este corajudo. Y calienta agua rán el almuerzo. Pat es el encargado de cocinar el cordero en la cruz,
para que tomemos una taza de té. Tráeme una camisa, y la chaqueta. sobre el fuego que logró encender temprano.
Ábrele la puerta al padre, Mary Agnes. ¡Liza!, ¿dónde estás? Tienden un mantel alisado con pasión por la propia dueña de ca-
Acá estoy, viejito cascarrabias. No dormiste bien anoche y no me sa y se sientan a comer cuando Pat entra con la enorme fuente de lo-
dejabas dormir. Pero ya es de día. ¡Qué día!, ¡qué maravilloso día do- za blanca que ocupará el centro, entre la fuente con papas y zapallos,
mingo nos regala el Señor! ¡Y qué lindo regalo es su visita! Bienveni- y los botellones con vino y agua.
do, padre Antonio, adelante. Don Guillermo y el padre Fahy ocupan los extremos. A un lado,
Mary Agnes, ¿con qué me seco?, ¿dónde está la chaqueta? Va a Elizabeth y Pat; al otro lado, cerca de la cocina, Mary Agnes y el
entrar el cura en mi casa y yo en camiseta, no son modales. peón. Fahy bendice la mesa y los demás, incluso el peón, acompañan
Mientras éste limpia, el cura Antonio Fahy entra en la casa con la las oraciones en inglés.
misma naturalidad con que lo hace cualquiera de sus habituales ocu- Señores, no todos tienen el privilegio de saborear un cordero
pantes, se quita el sombrero y el poncho que trae atravesado sobre preparado por Pat. ¡Buen provecho!, dice Elizabeth, y echa vino en la
los hombros y va directo a saludar a don Guillermo. copa de Fahy.
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Ese día, le dice don Guillermo al cura Antonio Fahy que lo visita Gobierno, que nos habían mandado al ataque, no esperaban un re-
puntualmente como todos los domingos mientras está en Buenos Ai- sultado así. Nosotros tampoco.
res, si no es que anda montado en su caballo entre pueblo y pueblo Mandé el parte del combate al Fuerte de Buenos Aires. No me
de la provincia, no pensé quiénes habían sido. Juntamos los cuerpos, creyeron. Volvía a contar cada uno de los barcos españoles dañados;
los enterramos y rezamos por ellos. Los contamos, tantos nuestros, no había dudas. En esos días les hicimos sufrir a los españoles uno
tantos de los otros, pero no quiénes. Lo mejor era terminar el trabajo de sus grandes dolores: la derrota en estos mares. Ya sabe usted, pa-
mientras hubiera luz y permitir que los hombres tomaran un trago. dre Antonio, qué clase de mar es éste donde los españoles aprendie-
Cada uno de nosotros hubiera podido estar en esa lista de enterrados ron a perder en América. Siempre quedó para mí, se lo digo y cár-
en Martín García, o entre los que arrastró la corriente. Pudo haber si- guelo en mi lista de secretos de confesión, la seguridad de que en
do mi familia la que se quedara sin el padre; fueron otras. Buenos Aires no entendieron nunca cuánto valor tuvo para los del
Listo. Era lo que nos habían pedido. El río Paraná, el Uruguay, li- rey el desastre naval en Montevideo. Y eso comenzó esa mañana en
bres de molestos españoles. ¿Para qué hacer preguntas? ¿Para qué Martín García. Por eso entiendo que el joven Alvear (era joven en-
hacer juicios? Teníamos una razón para la pelea, para matar. Ellos tonces y creía que él solo cambiaba el mundo, y que estas provincias
también, creo, tendrían alguna explicación para darle arriba a Dios. se sostenían sobre la fuerza de sus manos) que no se haya molestado
Después no hay nada que decir. en consultar conmigo la resolución del sitio de Montevideo: no pen-
Dios, en su sabiduría, dice un padre Antonio contemporizador, só cuánto había ayudado la destrucción de su flota a que los españo-
conoce el secreto de tus acciones y sabe que lo que hiciste a esa gente les cedieran la ciudad. San Martín sí, él entendió; era difícil que la
fue para el bienestar de este país. Revolución tuviera éxito si nos encerraban en Buenos Aires. No faltó
Tal vez Dios sepa más de mí que yo mismo. Y espero que haga mucho para que eso ocurriera, y la Corona de España puso sus mejo-
un buen balance de mis acciones. No puedo hacer nada para cambiar res tropas navales para lograrlo.
lo que ya está hecho. Además, no lo cambiaría. En Martín García pe- Mira, Pat, habrá sido el 15 o el 17. Los derrotamos y les robamos
leábamos por el control de los ríos, por la seguridad de las ciudades, Martín García. Después los bloqueamos en Montevideo. Pero éramos
de la gente. Parecía que los realistas nos atropellaban sin que pudié- nosotros los cercados, y el primer paso para que los laureles del doctor
ramos hacer nada. ¡Toquen algo, ustedes!, recuerdo que grité en me- Vicente López fueran eternos y no sirvieran para alimentar el fuego
dio de la confusión y no pensé, no me acordaba, pero comprendí donde quemar a los libertarios, fue la destrucción de la flota real en es-
cuando arrancaron con “Saint Patrick Day’s Morning”. Claro, lo te- ta parte del Atlántico. Fue mi primer aporte a la libertad. Alvear era jo-
nía a Patrick de mi lado, era su día. ven entonces, y no lo comprendió. Éste es un país joven, todavía.
No era 17, fue un 15, aclara Pat desde unos metros, ocupado otra
vez en las guías de la vid.
¿Sí? Si no fuera por este frío en las piernas y por algún dolor que me
Según tus cuadernos. da en la espalda; si no fuera por eso, padre, y porque los que gobier-
Sin embargo. Y aunque no fuera, alguien de arriba nos ayudó, y nan este país decidieron hacer de mí un monumento callado antes
debió de ser Saint Patrick, acostumbrado a echar víboras allá en Ir- que verme vivo y opinando. Me escuchan si hablo de los españoles,
landa, el que nos ayudó esa mañana a limpiar la isla de españoles. de calados y de tácticas de guerra, recuerdos de fechas que no influ-
No recordaba que el pífano y el corneta eran irlandeses, y qué iban a yen en el poder de los gobernantes. Pero me silencian si me atrevo a
tocar si no era música de allá, y lo hicieron con tanto entusiasmo, me- decir, a preguntar acerca de la razón de estas muertes en la ciudad.
tieron tanto ruido, que no quedaron realistas en la zona. Borramos la Hay balas todas las noches. Hay piquetes de bandos que no conozco.
realeza, ganamos con la fantasía. Los españoles nunca sospecharon Son todos del país, ¿o hay brasileños entre ellos? ¿Éste es un país to-
que podría irles tan mal en ese río. Larrea y los demás de la Junta de davía? Todos hablan español, pero no se entienden.
54 QUEMA SU MEMORIA EDUARDO CORMICK 55

No es que no conozca a mis paisanos, ni que nunca haya vivido


estas luchas, pero si no fuera por este frío que siento en las piernas,
iría a la ciudad, hablaría con esta gente que gobierna, les preguntaría Son momentos. Años atrás, cuando me obligaron a rendir el pa-
si piensan en el triunfo de su bando o en conseguir la libertad. ¿Exis- bellón y aceptaron mi retiro, todo estaba hecho; no precisaban de mis
te, padre, esa palabra?, ¿los escucha hablar de eso en las tertulias? servicios, los hijos estaban crecidos, era tiempo de descansar. Vámo-
¿Qué es la libertad? No creo que sea un permiso para eliminar al nos a Irlanda, dijo mi mujercita. Ahí también fui libre, en ese viaje sin
otro. No creo que sea patente de corso para andar por las calles barrién- obligación de mando, donde no era capitán ni preso.
dole la vida. Bastante pobre y triste es la ciudad como para que se emi- Mi humor mejoró durante el viaje. En las cenas escuchaba las
tan bandos de detención. Después, ¿quién detendría a los bandidos? historias del capitán, como si no conociera esa vida. Era tan bueno
Don Guillermo acomoda el cuerpo en la silla, se afirma en los escuchar de otro el relato de sucesos que hubieran podido ser de mi
respaldos, unta con manteca un escón que conserva el calor del hor- propia vida, que levantaba con él la copa y brindábamos cada noche
no y se olvida de todo. Revuelve el té con la cucharita, se demora ob- por todos los puertos, por todos los amigos del mar, por todos los
servando el remolino donde suben, y luego bajan, las hebras de té. amores que nos dieron los puertos.
Escucha la voz imperativa de Fahy, que no comparte con él esa Cuando desembarcamos en Liverpool mandé a publicar la noti-
visión a la que llama pesimista y negativa, y poco cristiana. No debe cia de mi llegada. Ahí vivía, igual que muchos obreros irlandeses, mi
perder la paciencia, le aconseja, si parece un muchacho con los arre- hermana Mary, y en una ciudad tan grande no sería fácil encontrar-
batos y ese atropellado modo de opinar sobre las cosas del gobierno. la. Volví a publicar dos veces la noticia, y al mes dejamos Liverpool
Están poniendo orden, están encaminando la actividad económica y sin saber nada de ella.
facilitando las condiciones para que llegue la inmigración. Si don Cruzamos a Irlanda y en el pueblo, oficiando de tabernero, esta-
Guillermo fue siempre enemigo del desorden. ba Miguel. Dígame, padre, si no es una bendición para un hombre de
Cierto. Pero supe lo que es el orden de fuego y tierra arrasada. Y mi edad entrar en el pueblo y que alguien me grite ¡Hey, Bill!, ¡Well-
si usted está pensando en inmigrantes, y piensa en nuestros irlande- come, Bill!, cincuenta años después. Miguel estaba en la taberna; el
ses queridos, recuerde que ninguno dejaría la familia si pudiera ele- que me salvó de los españoles en Guayaquil; el que usó mi nombre
gir. Usted podrá invitarlos, como alguna vez hizo O’Brien, a que eli- para sembrar el terror entre los hacendados de Brasil, el que ayudó a
jan vivir acá y no en Boston. Pero ellos saben que hay un lugar donde mi Elizabeth mientras estuve preso en las Antillas; este Brown, el
quieren vivir, y no podrán vivir, y ese lugar es su granja, nuestra Ir- más bravo, me esperaba más viejo, más calvo y más feliz que lo que
landa. Ese green Ireland que dice Pat, la tierra de sangre, de fuego y nunca lo viera.
de azul intenso y bravo en el mar. Y eso tampoco es libertad. Yo no Miguel no era más el organizador en las naves, el que no descui-
estoy tan seguro, padre, de qué es la libertad. Puedo decirle lo que no daba detalles ni dejaba pasar necesidades en la tropa, el que aconse-
es. Y me parece que esto no es. jaba en los momentos difíciles. Si lo hubiera tenido esta última vez
Tal vez sea algo que buscamos y que no tendremos del todo en contra los bloqueadores, otro sería el cantar.
este mundo, es la opinión de Fahy, pero yo me encuentro con ella ¡Qué falta me has hecho, Mick!, lo saludé.
cuando voy a caballo para Navarro, y el sol que sale por la izquierda Yo también te necesito, me han traído un whiskey y lo tenemos
me calienta los pies. que probar.
El caballo me llevó por esta tierra; más de una vez quise no ser el La taberna se llenaba poco antes de la puesta del sol. Claro, no
Brown de los combates, el jefe de una escuadra, el cañonero de la re- era grande ni era tanta la gente del pueblo, pero también llegaban de
volución, sino apenas un criador de caballos. Algunos me quedaron, granjas vecinas y eso se parecía mucho a una laguna de gaviotas.
pero supe tener tropillas, le habré contado. Una tarde también, en un El día era para nosotros. Miguel se casó pero no tuvo hijos; su vi-
galope desde Quilmes, me sentí libre. da es la taberna. Con nuestra visita todo se alteró un poco. Cada día
56 QUEMA SU MEMORIA EDUARDO CORMICK 57

Maggie, su esposa, nos convidaba con un plato nuevo, una nueva ba la curva y ya estarían en la entrada del pueblo. Fue entonces, se-
salsa, un postre distinto. ñor Brown, cuando ese árbol que usted conoció se les vino encima
Antes de almorzar caminábamos por el puerto, conversábamos bloqueando el camino y espantando los caballos del gobernador. Pe-
con los pescadores, íbamos por la calle larga hasta el puente, y las pa- ro ahí no terminó todo, porque atrás se escuchó un ruido sordo, co-
labras trataban de salvar veinte años sin habernos visto. Él tampoco mo si el río hubiera crecido de golpe, como si la crecida se hubiera
tuvo noticias de Mary. Tal vez ya no viva en Liverpool, tal vez ya es- llevado el puente. En verdad, el puente ya no estaba y la comitiva
té en América. quedó atrapada.
A la noche, padre, le decía, se juntaban muchos que habrían sido Conozco esa historia, dijo el padre Fahy, en mi pueblo también
mis amigos si me hubiera quedado, o los hijos de mis amigos, y las hubo alguien tendiendo trampas a los soldados ingleses, ilusionán-
historias eran siempre nuevas, aunque estuvieran contando lo mis- dose con echarlos a palos, emborrachándose con esa idea. Y con mu-
mo; si eran cincuenta los que estaban esa noche, podrían ser cincuen- cha cerveza. Ese tiempo que estuve en mi pueblo lo vi tomar cerveza,
ta versiones del mismo hecho; en cada momento aparecía una can- los vi entrar en la miseria y el hambre, los vi esperar resignados el in-
ción nueva, que era la misma que cantaron mi abuelo y mi padre, fierno de la peste. Hablaban, cantaban y chupaban como terneros,
pero con algo que había nacido en la taberna esa noche. sin más esperanzas que la vida eterna. Ellos sabían que estaban
Un anochecer de esos en que todos entraban con sus capotes y muertos.
pedían un trago, un joven comenzó a contarme una historia; todos
querían contarme lo que había sucedido en mi ausencia. Este mucha-
cho, un tal Rafferty, me explicó de qué manera un cura y un hilande- Quiero ver a Garibaldi, me acuerdo que pensé y le dije a Eliza-
ro del pueblo armaron la más mortífera trampa para los asquerosos beth cuando el barco cambió el Atlántico por el Río de la Plata.
ingleses, que se llevaron un susto como para aprender quiénes son Pero cuando llegué a Montevideo, apenas me senté a contar a
los irlandeses de esa parte. nuestra hija Martina todo lo que habíamos visto y vivido en Irlanda,
Aprovecharon un viaje que haría el gobernador al pueblo. El go- ahí se me apareció Garibaldi, el pelo revuelto y largo como le gusta-
bernador viajaba con una comitiva para protegerlo y para castigar ba llevar, su sombrero requintado, su verborragia y Anita, una belle-
cualquier intención de no pagar impuestos. za que conquistó en Brasil, peleando para los de Río Grande, creo.
El cura sabía las costumbres de esa gente. Anotó movimientos, Bueno, quién sabe si conquistó o fue conquistado por la belleza
disposiciones de la tropa, horarios. Dejó en manos del hilandero la de esa chica maravillosa que se presentó ante nosotros con la natura-
recolección de las pocas armas y de las piedras que se necesitarían. El lidad de las frutas tropicales. Cuando tenga un hijo, así me habló
cura en persona buscó en sus casas a los que serían los fusileros. Ex- Anita, el que nazca varón llevará su nombre.
plicó a uno por uno lo que deberían hacer para recibir al gobernador ¿A qué debo tal honor? ¿A que pasé años persiguiendo a Gius-
como se merecía. seppe, complicando sus días, desvelando sus noches? ¿Cree que lo
Y así fue, según me contó el joven Rafferty. El gobernador cruzó perseguí para matarlo, para apresar a un muchacho que me recorda-
el río por el puente viejo, primero en la columna con el guía y el ba las mejores aventuras de mi vida? Estuve a punto, cuando fue lo
trompa, muy orondo en su coche. de Arroyo de la China. ¿O no fue ahí, signore Garibaldi? Lo tuve al al-
Cuando se cruza el puente, el camino tiene una pequeña trepada cance de la mano: lo dejé ir. ¿Qué haría yo con tanta libertad como la
y luego una curva. En esa curva teníamos un árbol enorme, que us- que había en ese muchacho?
ted debió conocer, me dijo el muchacho. Esa mañana Dios estaba del ¿Por qué habrían de ponerle al niño el nombre de este viejo cas-
lado de nosotros, porque había una bruma que complicaba la visión. carrabias?
El gobernador ordenó a su gente ir muy juntos desde el puente en Porque, dice Giusseppe, dicen los marineros, dicen todos, no ha-
adelante, así que cruzaron el río y treparon por el camino; les queda- brá en estos mares del sur un capitán bravo como don Guillermo
58 QUEMA SU MEMORIA EDUARDO CORMICK 59

Brown. Lo dicen los europeos, lo saben los brasileños, lo aprendieron rro del río o es el olor fuerte que aspiré escondido entre las rocas en
todos. Bravo y valiente, y buen hombre. Nadie podrá decir que Foxford, escapándole a los ingleses con mi padre. ¿Conociste Fox-
Brown lo traicionó, que incumplió alguna de las reglas del mar. Pero ford? Si naciste al sur, ¿qué podrías saber de piedras y de pájaros que
además, cualquiera podrá decir que hizo lo que hizo peleando con anidan en las piedras? Mi padre hablaba con ellos silence please, stay
poca tropa, poca artillería, y mucho corazón. Habiendo podido ser el quiet. Nuestra vida atada al pico de un pájaro. ¿Lo entiendes? Bloody
almirante de los Imperios, prefirió el preciado título de almirante de english, llegaron con sus caballos al pueblo, quemaron casa por casa.
los libres. Sé que nunca fue rico, y que ya no lo será, pero me impone A eso estoy llamando casas. Y mientras abajo todo ardía ellos nos
enorme respeto el que lucha por la libertad. Por eso, y entonces Gari- buscaban sin animarse a subir. Daddie hablaba con los pájaros y mi
baldi me pidió permiso para encender la pipa y me invitó a fumar, y tío con Dios; los otros esperaban con horquillas y palas, dispuestos
acarició su barba y su bigote, por eso he dicho a Anita que el primer para la defensa; las madres tapaban a sus hijos como a pollos y yo, le-
varón no llevará mi nombre sino el suyo, en homenaje a usted, que jos de mammie, comía pasto. Acá tengo el sabor. Cada vez que digo
es un grande, si usted me dispensa ese honor. Irlanda, es para mí ese sabor en la boca.
Quiero ver a Garibaldi, había pensado y se lo dije a Elizabeth. Pe- Old green Ireland, suspira Pat oliendo el vino que mantiene en un
ro cómo podría esperar un gesto así de este italiano enorme. jarro entre las manos.
Debí de estar cansado por el viaje, un poco afectado por el re- Nunca vi en Irlanda ese verde, dice don Guillermo. Recuerdo el
cuerdo de mi hermano y de mi país. La verdad es que me emocionó pasto entre las piedras. Este olor de río para mí es el olor del pasto
escuchar a este Garibaldi tantas veces perseguido, al que tanto com- que masticaba para que no se oyera mi llanto. Para que los ingleses
batí, y de quien no conocía la voz y apenas, lejanamente, la cara. Me no nos descubrieran por mi llanto, para que mi padre no sintiera pe-
costó ponerme de pie, pero pude, y de pie con Garibaldi y Elizabeth, na o vergüenza por mis lágrimas. Esa arena entre las piedras se vol-
y la dulce Anita del trópico, brindamos con un vino que Martina tra- vía barro que masticaba con el pasto y ahora lo huelo, siento su gus-
jo a la mesa, y llegó la noche temprana a Montevideo, con un perro to acá. Creo a veces que ésta es mi casa desde siempre. Que el fuego
que asomaba el hocico curioso por la puerta. que Mary Agnes mantiene encendido es el que atizaba mi madre to-
das las mañanas para darnos calor. Ése es el fuego de mi madre. Se
me confunde en la memoria con el que trajeron los soldados ingleses.
¿Los viste alguna vez arrasando? Cuando naciste eran dueños de to-
DOMINGO A LA TARDE do. Siempre fueron dueños de todo. Pero entonces no habían podido
dominar los corazones. El fuego de mi madre no es el de ellos. El de
El sol, que no ha logrado calentar, está alto cuando el padre Fahy ellos es la guerra. También conocí ese fuego. Y lo encendí. En algún
pone el pie en el estribo y haciendo girar el caballo en la entrada de lugar, adentro, llevo también ese fuego.
piedra de la quinta de don Guillermo, avanza por la calle barrosa y Ireland es una tierra verdísima con sombra de montes a lo lejos.
vacía. No conocí los montes hasta que viajé a Cork para embarcarme, dice
Don Guillermo y Pat, que lo acompañaron hasta la puerta flan- Pat. Es un plato verde con bordes de montañas, y empina el jarro.
queada por los cañones, regresan despacio a la casa, y vuelven a sen- Daddie lo decía: Green Ireland. No. No es ésa la Irlanda de mi me-
tarse junto a la cocina. moria. Mis abuelos tenían granja, criaban ganado y sembraban trigo,
Pat busca las copas. Mary Agnes ya las lavó y las está guardan- papas; el aire era fresco y suave y el campo era... Pero no conocí ese
do. Encuentra dos jarros y en ellos echa un poco de vino. campo. Los habían expulsado antes de que yo naciera, y para enton-
¿Qué recuerdos nos quedan cuando llegamos a estos años, Pat? ces mis abuelos eran viejos cansados e inútiles, y mi padre olvidaba
Todo es recuerdo. Todo el presente es un desfile de la memoria, atender las ovejas por pensar una emboscada para el ejército británi-
y no te dejan saber si este olor que nos trae el viento es el olor del ba- co o al menos una burla para el gobernador que demostrara cuánto
60 QUEMA SU MEMORIA EDUARDO CORMICK 61

lo odiaban, hasta dónde llegaba su espíritu libre, tomando cerveza más que a un inglés? Yo no puedo. Combatí con brasileros y con es-
con mi tío, con un viejo misal como altar de ceremonias. Mi Irlanda pañoles, con franceses. ¿Pero a quién odio? A nadie, sólo a los ingle-
son piedras. Yo trepaba por ellas con las ovejas; si mammie me llama- ses, que Dios me perdone.
ba corría por la calle, una, no había más, porque tal vez hubiera algo Claro que es cierto, Bill, viejo peleador. No lo creés porque no es-
para comer. Mammie atizando el fuego en las mañanas, fuego de in- tuviste. Pero también es cierto que Dios creó el mundo, aunque vos
vierno, frotar las manos, golpearlas y cantar Fait of our Fathers para no estabas. O’Neill, por si no lo sabés, fue uno de los grandes de Ir-
ver si al menos con nuestra fe se salvaban las ovejas en esos fríos. Da- landa. Y él fue capaz, en una noche, de robarle todo el ganado que
me vino. los ingleses tenían en sus hermosos campos del norte, campos roba-
Lo vi muchas veces: mi tío celebraba misa entre las piedras. To- dos a O’Neill, se sabe, y que él conocía de memoria, y llevarlo en una
dos conocíamos el recitado de oraciones y respondíamos a coro. Ahí sola silenciosa marcha hasta la orilla del lago. Y sabés cómo lo hizo.
no había ingleses. No llegaban. No lo intentaron nunca. La iglesia es- Él mismo, O’Neill en persona, se puso frente a unos novillos que
taba cerrada desde hacía, no sé. No tenía techos. Los ingleses habían estaban quietos a esa hora de la noche, tapado con una manta. Los
prohibido las misas, y en la iglesia no había. Ellos sabían de aquellos novillos, dubitativos primero, se le fueron acercando hasta casi to-
montes, pero no se animaban. En casa, de noche, tomando cerveza, carlo. Entonces O’Neill, moviendo sus brazos debajo de la manta, co-
daddie y mi tío hablaron de lugares y de días, de hombres. Dibujaron mo si fuera un enorme pájaro, empezó a caminar en dirección al la-
mapas con los dedos mojados en cerveza: el puente, la curva, la calle go, alejándose de a poco de las tierras del gobernador. Todos los
de la iglesia. Pensaban un método: cavar un pozo capaz de tragarse hijos de O’Neill, y sus hermanos, y algún amigo, estaban montados
el coche del gobernador en su próxima visita de inspección; cortar el en sus caballos, listos a la orden que les diera O’Neill. Se movieron
tronco del árbol de la curva, sujetarlo con sogas, cortar la soga entre los novillos, y detrás de los novillos comenzaron a caminar las vacas.
el paso del coche del gobernador y su custodia; emboscada; fuego Nadie las asustaba, y por eso no mujían. Los terneros iban con sus
concentrado en el gobernador. Fuga. Días, noches, curvas, puentes. madres, y por lo tanto nada les preocupaba. O’Neill dejó avanzar en
Pero siempre llegaban a un punto. ¿Adónde ir después? ¿Matar a to- ese mismo paso hasta que se aseguró que toda la manada estaba en
dos? Si en el pueblo no había fusiles. Y para escapar no tenían más movimiento. Hizo señas a uno de sus hijos, que sin hacer ruido le al-
que el cielo y el Atlántico. canzó un caballo, y pronto O’Neill estaba montado, encabezando un
Siempre nos tuvieron miedo, dice Pat. Los ingleses se cagaban enorme ejército de vacas, novillos y terneros, a los que guió hasta
encima cuando veían a un irlandés. Te acordás de O’Neill. Él sabía verse suficientemente lejos del castillo. Entonces dio un amplio ro-
correrlos. Les echó mil vacas al lago. Mil veces. Los campos queda- deo, quedó a un costado de la manada, y con un solo largo grito agu-
ron sin ganado. Él supo tratarlos. El gobernador inglés no fue a bus- do, repetido por sus hijos, por su amigo, creo que estaba también,
carlo. Le mandó un ejército como no se veía uno por ahí desde lo de dieron un empujón a la tropa y la pusieron al galope, hasta hacerla
Derry. Y O’Neill no estaba. No había nadie. No encontraron ni las entrar toda, novillos, vacas, terneros, todos al agua, al lago; pero
ovejas. Porque O’Neill se había presentado en el castillo del goberna- aquél es un lago, no una de estas lagunas de barro y junco. Y el lago
dor. Lo había cercado y puesto fuego y arrancado la rendición. ¿Te se los tragó a todos, menos a O’Neill, claro, ni a sus hermanos, ni a
acordás? sus hijos.
¿De qué? ¿De eso? ¿Cómo voy a recordar eso, si es mentira? No Sí, ya sé, ni al amigo ese que había ido. Dame vino.
existió. Nunca le echaron mil vacas al lago a los ingleses. Nunca los Tal vez lo único cierto que dices sea que en Irlanda haya vivido
cercamos ni les arrancamos una rendición. Ellos tampoco pudieron un O’Neill, y que los ingleses le robaron las tierras, de lo demás no te
rendirnos. Pero nos cercaron, nos echaron al lago y nos quemaron creo nada. Yo vi a mi tío rezándole a Dios para que el árbol enorme
los campos, las casas y las ovejas. Sin embargo hoy, después de tan- de la curva no se cayera antes de que pasara el gobernador. Cantaba
tos años de vivir en este pueblo tan lejos de Irlanda, ¿a quién odias salmos y empinaba la botella de cerveza en la cocina de casa y daddie
62 QUEMA SU MEMORIA EDUARDO CORMICK 63

le decía que ése era el modo de terminar con los ingleses en esa parte las tierras, terminan las aguas y se termina el mundo, ahora puedo
de Irlanda. Con tanta tierra rica que tenían más al este, para qué irían decirte cuánto miedo tuve cuando empezamos el primer viaje con mi
a meterse en ésa de piedras, de arena, de tanta cosa inútil. Un susto y padre en Limerick, prendidos como sanguijuelas al barco que nos
no volverían. Alguien debió de escuchar el comentario. Alguien que llevó a Boston, sin despedirnos de mi madre, de mis hermanos, de Ir-
no era yo, ni mammie, ni los chicos que eran más chicos que yo. Y por landa. ¿Sabes cuánto miedo tuve al subir a un barco sin saber lo que
eso tuvimos que irnos a la montaña. Esconder entre las piedras. Mi era? ¿Cuántas veces entraba nuestra casa en el barco? ¿Cuántas veces
tío a pedirle a Dios que los ingleses no se animaran a trepar, mi pa- entraba Irlanda en el mar? Todo el cielo entraba en el mar. Dios, nun-
dre hablando con los pájaros; eso es cierto, no lo de O’Neill; mi padre ca lo hubiera creído. Bucanero, decía mi padre, serás un gran marino,
hablaba con los pájaros y les pedía cosas, silence les decía aquella ma- capitán del más hermoso de los barcos. Llevarás noticias de Boston a
ñana, porque había llegado la partida y andaba tras los pasos de los Limerick y a Londres. Conocerás Londres. Lo escuchaba en silencio;
Brown, vagos, borrachos y católicos; eso también era cierto. Pero to- pensaba cuánto viaje debería hacer para llegar de vuelta a casa,
dos se escaparon a la montaña con nosotros. No se sabía, ¿qué podía ¿dónde está?
saberse con estos ingleses? Fuimos muchos trepados a esas piedras, En Boston caminaba por los muelles, entre las estibas y los cajo-
haciéndonos señas de que los ingleses cruzaban el puente, tomaban nes de pescado, creía reconocer a mis ovejas en cada ruido que oía.
la curva del gran árbol que no se cayó porque ningún hacha lo había Los golpes del mar contra las maderas me traían el recuerdo de las
cortado y ninguna soga lo sujetaba acechante. Se detuvieron frente a horas de navegación y sorpresa, del estómago que subía y bajaba lle-
la iglesia que estaba vacía desde siempre y buscaron en su interior. no de miedo, vacío de guiso, alimentado a caldo gordo y pan, confia-
No tuvieron que romper la puerta porque no había y después de dar do en las promesas de mi padre, encontraremos al tío, verás: él tiene
algunos gritos se desparramaron por la calle y buscaron en cada ca- hacienda y dinero; serás capitán de un barco más grande que éste.
sa. Como no encontraron a nadie, el jefe de la patrulla, lleno de furia, Pero Brown, en Boston, sólo estaba Alfred Brown, rico, sí, dueño
dio la orden de quemar. Quemaron todo. Todas las casas, todo lo que de campos y astilleros, gordo y rozagante Alfred Brown que ni era
ardiera, todo. hermano de mi padre ni estuvo dispuesto a encontrar ningún abue-
Dame vino. lo, pueblo o recuerdo que los uniera, ni a bajar del coche encapotado
en el que viajaba para escucharnos, ni a dirigirnos la mirada. Y si el
hermano de mi padre estaba en América, no era en Boston, y nadie a
El cielo o el Atlántico, dijo mi padre, y no pienso morir por aho- quien consultó mi padre supo decirle dónde podía encontrarlo. Deci-
ra, así que me voy a América con éste, y me pegó un golpe en la nu- dió que quedaríamos en Boston, y no estuvo mal, porque al fin algo
ca. ¿Oíste, Bill?, nos vamos, compañero, el mar será nuestro, nos ha- conocíamos: una barraca donde dormir, en la que trabajábamos de
remos piratas, dormiremos en cubierta y cazaremos barcos ingleses. día, un cura que una vez nos escuchó, y el tabernero Mc Coll, que to-
Tal vez encontremos a mi hermano: él tiene finca y esclavos allá. Nos maba licor a la par de los parroquianos y me dejaba comer los restos
dará un lugar y quizá dinero, tierras. Otro destino es el nuestro y no de tocino y las cortezas de pan. Mc Coll, una barriga como tonel, una
éste de vivir entre la mierda. boca como letrina, una mano enorme, pesada, dura, y un corazón
No quedaba cerveza, no había papas, los animales estaban flacos que era miel.
y se venía el invierno. Mi padre encargó a mi tío que entre rezo y re- Yo sabía qué era morirse. Ese quedarse quieto después de una
zo reconstruyera la casa, si sabía, y empezamos a caminar, de noche, convulsión que tenían los corderos cuando mi padre les atravesaba
atravesando campos, evitando las aldeas, buscando Limerick. el cogote; esas figuras largas y blancas de los viejos tiesos sobre una
Ahora que estoy viejo y atravesé más de una docena de veces el cama o sobre la mesa, tapados con una sábana. Pero en Boston supe
Atlántico, que navegué por el Caribe y el Pacífico, que soporté las sa- que la muerte es, también, encontrarse de repente solo. Fue encon-
cudidas de las aguas en el estrecho de Magallanes, donde terminan trar a mi padre muerto en la barraca, después de días de tos y con-
64 QUEMA SU MEMORIA EDUARDO CORMICK 65

vulsiones; secarme así, mira, con la manga del abrigo, la nariz que Esto que te contaré debió de ocurrir en el año tres, o en el dos, di-
me goteaba, avisarle a Mc Coll con una seña, el dedo ese, el pulgar, ce don Guillermo y se acomoda en la silla. Hasta entonces mi vida
señalando a mi espalda, a él, sin nombrarlo; caminar hasta el muelle. corría en el Caribe, y si lo conoces sabrás que no estaba aburrido.
El barraquero y Mc Coll debieron de ocuparse de él, creo; alguien se Tanto loco suelto, con o sin bandera.
ocupó. Después Mc Coll se ocupó de mí. Y el mar. Algo supo darme Pero seguías con el americano, el que te engendró en la vida ma-
mi padre, algo más que los insultos a los ingleses y las noches hela- rinera. ¿Seguías con él?, pregunta interesado Pat.
das en Boston: supo indicarme cuál sería mi camino. Aunque él no lo Estuve con él mucho tiempo; recorríamos la costa atlántica entre
conocía, y yo no creí nunca que fuera tan largo, y llegara tan lejos. No un puerto y otro, cruzábamos el océano hasta la misma Rusia; y las
creí que pudiera ir tan lejos saliendo esa noche de Foxford. Antillas. En las Antillas conocíamos a todos, quién era el capitán,
Dame vino. cuál la bandera; y todos nos conocían. Ya te dije que empecé ayudan-
do en la cocina, después hice todo lo que hace falta hacer en un bar-
co y el paso del tiempo y la generosidad de los capitanes me puso a
Ya sabes, Pat. Comandé algún barco, conocí puertos y mares. Fue mí en ese lugar. Capitaneaba un bergantín que viajaba desde New-
un trabajo y un amor; sí: una pasión. De chico el mar era pasión, ente- port hasta Jamaica y Antigua con una carga especial: franceses pri-
ra pasión, puro juego. Fui incorporado a la tripulación de Mistar Balee sioneros, y aunque íbamos sin custodia no había nada que temer, el
una tarde de marzo. Viajaban de Boston a New York, llegaban a New- Caribe se parecía mucho a un mar privado de los ingleses. El resulta-
port y a New Orleans también. Aún se sentía el frío y los marineros do ya lo sabes: nos sorprendió un barco francés más grande, más
emparchaban velas, reforzaban cabos y ordenaban los últimos bultos fuerte, mejor armado. Fuimos conducidos al puerto de Lorient, y
de la bodega porque Mr. Blake quería zarpar ese domingo. aunque pagué una garantía en dinero terminé tirado en una celda es-
Subí tras el perro de Mc Coll y jugaba con él entre las cuerdas y túpida en Metz. ¿Estuviste ahí? No importa, no hay nada que hacer,
los marineros. Igual pasó muchas veces antes. De la cocina llegaba el más que contar las horas al principio y después los días, algunos
olor fuerte de la comida que estaban preparando y los dos termina- ejercicios para que las piernas y la cabeza sigan funcionando.
mos ahí: le tiraron unas cáscaras; me quedé mirando hasta que me Mientras flexionaba brazos y piernas cantaba canciones que ha-
aplastaron el hombro con una mano y tuve delante una escudilla lle- bía escuchado a mi abuelo. Un joven oficial que tenía a su cargo la
na de esa sopa, bueno, ya sabes, comida de marineros, que tragué de guardia del lugar escuchó mis canciones y empezó a interesarse por
golpe, sin sentir que me quemaba. Me agarré fuerte de una madera mí. Tú no eres inglés, recuerdo que me dijo. Me contó la historia de
para toser hasta quedar de rodillas: un hombre, después de las risas, su padre, un irlandés revolucionario que se pasó al continente cuan-
me preguntó si me había gustado. Sí, de verdad estaba rico, pero tan do fracasó la rebelión. Ya sabes cómo es Irlanda, siempre hay rebe-
caliente y picante. liones, y todas terminan igual. Y ahora él era un oficial francés, hijo
Lávame esto, dijo el hombre señalando una pila de escudillas y de rebelde irlandés, mi carcelero, enternecido por mis canciones; al-
jarros mugrientos, me los lavas bien. go empezó a funcionar en mi cabeza. La comida y la ropa corrían por
Era oscuro cuando terminé de lavar. ¿Dónde vives? En la barra- cuenta de la mujer de este muchacho, que resultó ser también hija de
ca. ¿Y qué haces? Todo, sé hacer todo y conozco los barcos (y enton- unos irlandeses; ella tenía que ser mi salvación, aunque estuvo a
ces creo que me avergoncé y miré el piso). punto de ser mi muerte, y yo la de ella.
¿Te gusta la barraca, o te quieres venir con nosotros? (No con- Lo imagino, dice Pat, seducción, amor, fuga.
testé.) Puro romanticismo; y sin embargo es verdad. Comenzó siendo
Es el de la taberna de Mc Coll, dijeron atrás. ¿Es hijo de Mc Coll? mi estrategia para fugarme, pero después planeábamos con la mujer
No, está solo. que por fin sería esa noche, cuando el marido comiera un guiso
¿Quieres venir? abundante bien mojado en vino. Pero el hombre comía su guiso, be-
66 QUEMA SU MEMORIA EDUARDO CORMICK 67

bía hasta dormirse y en su ronda de la mañana todo estaba en orden, Esa otra ciudad, quiere saber Pat, esa Verdún, ¿dónde queda?
y yo en mi celda, y la mujercita en su alcoba. También es en Francia, igual que Metz, pero sobre el río Meuse;
Creo, Bill, que hay algo que te hace agigantar los recuerdos, ¿o cambié las orillas del Mosel por el Meuse. Y cambié una cárcel con
quieres que crea que la mujer había pasado la noche en la celda? una cocinera cariñosa por otra donde un carcelero tan conversador
Yo mismo, que lo viví, temo a veces que no haya sido verdad. como un buey me dejaba una vez por día una escudilla que no alcan-
Pero sé que fue de esa manera porque una mañana, cuando des- zaría para una pequeña laucha.
perté vestido con la chaqueta de oficial francés que la mujer me trajo Te dejaron sin amor y sin comida. No sé qué será peor.
a la noche, comprendí que el carcelero llegaría de un momento a Sin comida el cuerpo no resiste.
otro, y que su esposa estaba ahí, conmigo. Creo que debimos resol- ¿Pero quién resiste sin mujer?
ver todo en pocos minutos, ella buscaría aparecer en la cocina del Tal vez pensando en eso, pensando en la mujer del carcelero de
modo más natural que fuera posible, mientras yo trataría de alcanzar Metz, pensando en mirar el sol de frente y comer la hoja fresca de un
un viejo molino, junto a un río cercano, para esperar la ayuda de la árbol; el caso es que demoré un día y una noche en pensar un plan y
noche. Todo estuvo bien hasta llegar al molino; ahí, en ese lugar don- ponerlo en marcha. Estábamos en invierno, y el carcelero traía carbón
de esperaba no encontrar a nadie, tuve la mala fortuna de topar con para la estufa. Se ocupaba más del carbón que de mi comida. Con el ati-
un teniente que, según parece, había tenido una noche con tanto zador comencé a hacer un agujero en la pared, al otro lado había un in-
amor como yo y tanto vino como mi guardián. Me vio antes de que glés, el coronel Cluchwell, y con él escaparíamos de Verdún.
pudiera esconderme, y con gestos y gritos me invitaba a acercarme a Llevaba conmigo la Union Jack, y la colgué tapando el catre. De-
él. ¿Qué podía hacer yo en ese momento? ¿Correr con todas mis fuer- bajo del catre trabajé cada noche, después de la última pasada del
zas aunque sin saber hacia dónde, porque no conocía el terreno, o carcelero, hasta tener un hueco por donde pudo pasar el coronel.
aceptar la invitación del borracho y dejarme atrapar como un corde- ¿Y los escombros? ¿Nunca los vio el carcelero?
rito? Pensé en distraerlo por un minuto y sacármelo de encima con A la madrugada, antes de la primera revista, limpiaba y metía
un buen golpe, pero borracho y todo el hombre tomó algunos recau- los escombros en el baúl debajo de la ropa.
dos: quiso saber quién era yo, de qué regimiento, qué misión cum- Y todo protegido por la Union Jack.
plía a esa hora y en ese lugar, en fin era verdaderamente inoportuno Cuando nos fugamos, dejamos el baúl con la ropa y los escom-
con su interrogatorio, y alguna palabra en inglés que se escapó de mi bros, y dejamos la Union Jack colgada. Armamos una soga y nos lar-
pobre vocabulario de emergencia, delató mi condición. Dispuesto a gamos a una azotea que teníamos debajo. No sé si alguna vez corrí
atraparme a toda costa, el teniente gritaba pidiendo auxilio y por tanto como entonces, y mi compañero, después de cruzar el río, se
más que le pegara no conseguía hacerlo callar. No era un buen día negaba a seguir adelante.
para mí, porque ese molino que debía estar abandonado no lo esta- ¿Lo dejaste?
ba, y de ahí salieron dos o tres, no lo recuerdo ahora, y todo fue inú- No podía. Si la vigilancia descubría pronto nuestra fuga, y salían
til. Comencé a correr, sin saber con qué rumbo, con la única esperan- a perseguirnos, lo primero que registrarían sería el río. Y si atrapa-
za de que los perseguidores fueran flojos de piernas. Pero para ban al coronel yo no podría durar mucho tiempo libre. Lo tumbé de
entonces ya estaba alarmada la gente de la zona y tuve suerte de sa- un golpe en la mandíbula y me lo cargué a la espalda. Así recorrí tan-
lir con vida. Me acorralaron contra un corral, me ataron con cuerdas. to como pude, y a la noche nos protegimos en un galpón. Pasamos el
¿Y de vuelta a Metz?, quiere saber Pat. día siguiente escondidos ahí, y al anochecer partimos de nuevo. Así
Sí, pero por unos días. No recibí comida, sino apenas un tazón de estuvimos, caminando de noche y escondiéndonos de día, hasta cru-
caldo, y no era la mujer quien lo traía, y en cuanto pudieron me car- zar la frontera.
garon en una carreta y me llevaron a Verdún. La duquesa de Wurttemberg, de la familia real inglesa, nos dio
Dame vino. protección y así estuvimos de regreso en Londres.
68 QUEMA SU MEMORIA EDUARDO CORMICK 69

¿Eso cuándo fue? los sauces, ni estas calabazas envidiables que me regalan cada año,
Llegamos a Londres para la navidad de 1805. Entonces conocí a aumentando cada año mi deuda.
Elizabeth, y en el seis nos casamos. Genoveses, vascos, británicos, ¿dónde estaban los criollos?
¿Cuándo? Hoy hablamos de los criollos. Somos un invento de
nuestra tozudez, puedes imaginarte: vascos con irlandeses, buena
No me interesa, Pat, más que este pedazo de tierra para cultivar cruza para aventuras imposibles. Ahora somos criollos, pero lo que
alfalfa y peras y la amistad de estos vascos de La Boca que tan bien entonces queríamos era libertad, y no soy yo el que puede decirte
me trataron cuando ni ellos ni yo éramos otra cosa que liebres tratan- que éste sea el país por el que dirigí tantas maniobras navales, por el
do de que no nos comieran los ejércitos españoles. Todavía no estaba que dejé tantos días, por el que vi morir a los más queridos.
por estos lugares, pero podría contarte día por día, persona por per- A Greenfell le dijiste que te alcanzaba con esto.¿No hubieras pre-
sona, lo que hicieron los extranjeros, igual que yo de extranjeros, tan ferido ser el almirante de un imperio? Estarías lleno de medallas con
extranjeros a esta ciudad como Larrea o Saavedra, de otro lado to- ese Pedro.
dos, y cuánto hicieron ellos, no digo Larrea ni Saavedra, se dijo tanto ¿Qué te da un imperio? ¿Cuánto te roba? ¿Ser soldado de un im-
de lo que hicieron ellos, ellos digo los vascos, y unos genoveses que perio como el que arruinó a nuestros abuelos? ¿Para eso viajé tantas
construyeron para la flota algo parecido a un astillero, y armaron con millas en el mar? Hubiera seguido allá la carrera que comencé de
la primera artillería estos barcos que no servían ni para sueños de pi- guardiamarina, para ser almirante de la corona británica, perseguir a
ratas, con cuánta, ¿será ansia la palabra adecuada?, ¿o furia?, no digo los revolucionarios irlandeses, bloquear el puerto de Buenos Aires.
patriotismo porque entonces ninguno pensó en patria. ¿Qué pensa- ¿Hubiera podido hacer esto? No sé si es el país por el que combatí
rías, Pat, si te dijera patria? tanto, pero sé que no hubiera podido hacer lo mismo a favor de Gran
Old green Ireland, susurra Pat. Bretaña.
También ellos, y yo. Entonces yo pensaba en Ireland, y la soñaba Si hay un país por el que no daría ni un escupitajo, eso es Gran
verde, ni gris ni negra como la he visto, verde. Bretaña. ¿O te olvidas de todas las veces que quisieron envenenar-
Ireland es verde porque la soñamos así, aunque sea gris de temo- me, del tiempo que me tuvieron preso en Las Antillas, en Londres?
res o roja de sangre. Este país también tiene esos colores, tiñe con ro- No digo ahora, que estoy tan…
jo o con celeste los diarios y las mesas desde que empezó a querer Todavía te quedan batallas, viejo Bill.
que lo llamaran patria, y peleaste entusiasmado por él. ¿Batallas? Con mis pesadillas me queda batallar. No más abor-
Creí que estábamos construyendo una patria. La única que sir- dajes, se acabaron los puertos: me queda un barco nada más y ahí no
ve es la libertad, es la única patria que sirve. Lo demás son menti- seré el capitán.
ras que les contamos a nuestros vecinos, a los niños, y los obliga-
mos a creerlas. Genoveses, vascos, yo, algún criollo, armamos
buques de la mañana a la tarde y a la noche pedíamos a Dios que ¡Salud, mixtos y chingolos de las Barracas, zorzales, bichofeos,
no se hundieran por el peso. Con eso inventamos nuestra patria, torcacitas, picaflores, calandrias, horneros! ¡Buenas noches!, jilgue-
hicimos la libertad, que es tener un lugar donde te conozcan por lo ros, ratonas, gallaretas y chorlitos. Vamos a dormir, que el sol se nos
que amas, y qué cosa sino amor es pasarse horas cargando víveres fue por atrás del camino real, atrás de la iglesia de San Pedro. Hay
en un barco que no tripularás, sabiendo que si la campaña triunfa sombra en los jardines, en el alfalfar, allá abajo, en el tragaleguas, es-
no estarás en la lista, y que, de hundirse, no tendrás ni el honor de tarán los negros apurando un churrasco o el último cimarrón. Hay
los héroes ni el placer de la aventura propia de los marinos. Culti- sombras también en mi cabeza; el vino ha sido malo, o fue mucho.
vo esa amistad porque no podré pagar nunca con dinero el amor Mitre quiere esas Memorias. Yo quisiera tener memoria de algunas
artesanal que pusieron en cubierta, ni los guisos que comimos bajo cosas, de tanto me olvidé en estos años de recuerdos. Mitre busca he-
70 QUEMA SU MEMORIA EDUARDO CORMICK 71

chos gloriosos, cimientos de la patria que taparon los incendios de la tropilla de Quilmes, la madrina blanca la llevaba por un corredor
las palabras y los galopes de las montoneras. No puedo inventar una de alisos, mi hijo señalaba el tobiano; ahora no, creo que dije; el go-
Memoria; lo que escribo para Mitre puede escribirlo cualquiera, no bernador me pidió por favor haga usted ese brindis y el señor obispo
importa que haya estado en ese mar, ni en uno solo de los barcos, lo miró con sorpresa la mano del que al día siguiente sería cadáver. Los
que escribo para Mitre pudo haber sido escrito ya; creo que no hago teros remaban en un cielo de tormenta y el jefe, centro de la uve gri-
sino copiar cada página de un libro abierto delante de mis ojos. taba, pedía un esfuerzo más. ¿Por qué vuelan?, preguntó mi hijo; es-
Todos saben que una vez estuvimos presos de la tormenta en el capan de la tormenta, ellos saben hacerlo, deberíamos aprender. Mi
Estrecho, buscando el Pacífico entre nieves y olas gigantescas, y que hijo preguntó qué buscaba; lo escuché preguntando eso. Entonces di-
seis marinos se fueron cuando pisamos tierra, prefirieron morirse de je que sólo quería paz, I need peace. Yo también, daddie, quiero pis. Se-
hambre en el desierto antes que ahogarse con nosotros. Todos saben ñor obispo, brindaremos por todos nosotros, a los que Dios nos rega-
que ése fue el comienzo de una travesía que Drake hubiera querido ló el milagro de la vida y la gratificante oportunidad de esta cena.
para él y que terminó como no termina el peor de los piratas. Mi bar- ¡Salud! Pájaros, vamos a dormir. Nadie creerá lo que digo.
co y mi botín disputados por ingleses y españoles mientras se me en- Mitre no lo entenderá. Ya dije bastante, hice suficiente para que
friaban los huesos en la cárcel de Buenos Aires gobernada por me- me llamen loco, no se los daré por escrito.
diocres y envidiosos. Eso todos lo saben, cualquiera puede contarlo. Es este vino, Pat que me hace decir cosas que nadie creerá.
Mitre mismo podría hacerlo. ¿Quién trajo esto?
No conté en las Memorias, no contaré a nadie, que cada cosa que De Quilmes, Bill. Tus amigos de Quilmes los mandaron.
hice fue porque creo que es posible la libertad, a pesar de cuestiones Los caballos que les regalé, ¿eran buenos?
mezquinas de gentes que pensaron en una patria que los tuviera por Sí, Bill, de los mejores.
dueños. No sé si Mitre puede contar esta historia. Él es del país de aho- ¿Y así nos retribuyen?
ra, y no sé qué es este país ahora. Mitre debe de saber. Mitre podrá con- Lo que tomamos hubiera emborrachado a la tropilla entera.
tar la historia, hacer mi historia de batallas, el recuento de triunfos, una Tira todo, vinos y copas.
lista de derrotas si hubo, un registro completo de naves y capitanes, fe- Nos quedaremos sin copas.
chas y corridos. Lo que los historiadores no alcanzan a explicar son los Tenemos los jarros.
porqués, por qué cuarenta años (o menos, no recuerdo) fui y volví al Estuvimos tomando en los jarros.
combate, por qué nunca dije basta, por qué no me quedé a criar caba- Ya ves, no hacen falta las copas y estos papeles tampoco. Dáselos
llos. Si Mitre diera en un libro los motivos que tuve para capitanear a Mary Agnes. Serán más útiles agregando fuego en la cocina que ali-
las naves argentinas tantas veces, con honras y humillaciones, los da- mentando la imaginación de Mitre, que ya tiene suficiente para con-
ría por buenos; es bueno encontrar explicaciones. Pero si salía a bus- tar su historia.
car explicaciones, ¿hubiera encontrado a los ingleses, a los brasileños?
Cada vez que cargo la pluma, en una de esas pausas, líneas en
blanco en el papel, aparece todo lo que no figurará en las Memorias El Capellán de los Católicos Irlandeses.
para Mitre: el miedo cuando la fragata queda varada y el enemigo Buenos Aires, marzo 3 de l857.
crece, las energías escasean y viene la tarde. ¿Qué historia se escribe Al señor ministro de Guerra y Marina,
con debilidades, si es la historia de los fuertes lo que se escribe? De coronel don Bartolomé Mitre.
poco le servirá a Mitre saber que en Guayaquil, cuando alcé la copa El infrascripto, capellán de los católicos irlandeses, tiene el honor
de vino en la mesa del gobernador-carcelerero-anfitrión español, pe- de informar a V.E. para conocimiento del superior gobierno que a las
dí a Dios otra oportunidad para abrazar a mis hijos, y me reclamé doce de la noche dejó de existir el brigadier general don Guillermo
por no haberme dado esa oportunidad. Levanté la copa y ahí estaba Brown.
72 QUEMA SU MEMORIA

Animado por los consuelos que presta nuestra Santa Religión, él


esperaba con la dignidad y serenidad más tranquila su última hora, EL MILITANTE
y entregaba su alma en manos del Creador, poseído de la más ilimi-
tada confianza en la misericordia divina. Él fue, señor ministro, un
cristiano cuya fe no pudo comprar y un héroe a quien el peligro no
pudo arredar.
Él frecuentemente manifestaba al infrascripto su gratitud al go-
bierno que le facilitaba gozar el otium cum dignitate en su avanzada
edad, y también a S.E. el señor gobernador por las simpatías que le
había significado en los últimos días de su enfermedad.
En medio de la angustia y desconsuelo que agobia a la viuda y
sus niños, el infrascripto se permite anunciar que ellos esperan la
disposición del gobierno respecto a su entierro. Autor:
El infrascripto se congratula de esta oportunidad para manifes- Humberto Hauff
tar el testimonio de su respeto y distinguida consideración.
Dios guarde a V.E. muchos años.

Antonio D. Fahy.
El hombre, según se sabe,
tiene firmado un contrato
con la muerte. En cada esquina
lo anda acechando el mal rato.

JORGE LUIS BORGES

Es alto y no se me parece, tiene la cara de la madre. Lleva los ojos


Humberto Hauff nació en El Colorado, Formosa, en 1960. Es profe- entrecerrados como un chaqueño ante el polvo y el viento norte en
sor en Letras y se desempeña como docente en la Facultad de Huma- Pozo del Mortero. Su madre los tiene así, además de párpados in-
nidades de la Universidad Nacional de Formosa. Obtuvo importan- quietos, como si siempre esperara un sopapo. Ahora luce el pelo cor-
tes premios provinciales, regionales y nacionales con sus poesías y to. Se cortó cuando me cansé de pedirle que se tusara la cola de caba-
cuentos. Ha publicado dos volúmenes de poesías: Los fogosos discur- llo que sostenía con una banda elástica. Lo hizo, en fin, cuando
sos de octubre (1988); Las raíces buscan el sur (1993), y uno de cuentos: quiso. Ahora que se le ven las orejas usa un aro vistoso en el lóbulo
Los milagros del rocío (1995). izquierdo para parecer atractivo. A mí no me gusta y él lo sabe. Pero
Email: humertohauff@ciudad.com.ar seguramente lo hace a propósito, para desafiarme. Si es así, significa
que tampoco le gustan esas cosas, que tiene un poco de decencia.
Llega cansado. Parece un ayudante de albañil que trabajó todo el
día hormigoneando losas. Pero a las cinco y media de la mañana es
difícil que venga de hacer algo como la gente.
Me levanto siempre a esta hora y tomo unos mates. Ahora, cuan-
do él llega, estoy en la cocina calentando el agua y la yerba. Como la
puerta del frente de la casa está abierta, entra sin ruido y lo escucho
recién cuando habla:
—Hola, Alberto.
Lo miro como acordándome de él, como cuando uno se encuen-
tra con alguien después de un tiempo y lo nota diferente. Le veo los
hombros caídos y una borrachera evidente. Pasa a mi lado sin levan-
tar la cabeza y se va para el baño. Le voy a cazar del cuello cuando le
siento el tufo del pedo, pero no lo hago y, enseguida, un estremeci-
miento me baja por la espina. Es la misma sensación que tengo cuan-
do Norma me reprocha algo con los ojos y no contesta: son ganas
contenidas de destrozar con las manos.
A la yerba en el mate la mojo y la caliento poco a poco, con cho-
rros del agua de la pava que toma temperatura sobre la hornalla en-
76 EL MILITANTE HUMBERTO HAUFF 77

cendida. Antes de que hierva la saco del fuego y es entonces cuando bre el piso lustrado tiene el mismo sonido de la lluvia en las chapas.
le pongo unas hojas secas de burrito, para realzar el gusto. A veces Cuando yo era chico también caminaba descalzo sobre el piso frío de
pongo cedrón en la pava. Y después me siento en la puerta para mirar la casa de los viejos, a medianoche, para salir a ver la tormenta desde
cómo aclara el cielo. la galería llena de sombras y bichos.
Uso una vieja silleta hecha con hilos de plástico trenzados y apo- Al asociar los pasos de mi hijo con lluvia, levanto la cabeza para
yo los codos en las rodillas. El mate me queda así entre las dos ma- ver si es cierto que llueve y me encuentro con la claridad fresca y
nos y no lo levanto, sino que yo agacho la cabeza para alcanzar y suc- despejada de la mañana. Las puntas de los árboles de la vereda ya
cionar la bombilla. Me gusta esa postura porque la heredé de mi están amarillas de sol. Eso es abril.
padre, un paraguayo hojalatero que murió soñando con construir un —¡Esperá, che!
revólver con piezas de electrodomésticos inservibles y que nunca su- La orden sale imprevistamente del baño y me sobresalto. Imagi-
po que el Jorge me salió vago. no a Gustavo paralizado en el pasillo. Y a Norma que se le corta la le-
Escucho los ruidos que salen del baño. Eso sucede porque la che en los pechos en la oscuridad de su pieza.
puerta no cierra bien, pero también porque Jorge no hace el menor —Dale, Jorge, que estoy apurado— ruega el chico. Le tiembla la
esfuerzo por evitarlos. Tose, estornuda, sopla sus mocos, hojea una voz por el frío del cemento que lo invade desde la planta desnuda de
revista, abre canillas. Parece a propósito. Siento un revoltijo en el es- los pies.
tómago cuando los olores de la cloaca invaden la casa. Se escucha ahora el ruido de una revista tirada al piso, el rasgui-
Siempre ocurre: Gustavo es el primero en despertarse y llorar. do largo de las hojas de un diario al romperse, el crujir de papeles y
Enseguida Norma grita. el desagote de la cisterna del inodoro. Unas toses agresivas retum-
—¡Alberto, cerrá la puerta! ban en toda la casa. La puerta del baño se abre y Jorge dice:
Voy y cierro la puerta. No es mucho trabajo levantarme y cerrar —Pendejo rompebolas.
la puerta de la pieza de Norma, pero a mí eso me jode. Después vuel- —¡Gustavito!— el alarido de Norma que sale de la boca oscura
vo a sentarme de jeta a la calle y saludo al vecino que sale de su casa de su pieza retruca instantáneamente la osadía de Jorge. Gustavito
y camina hasta la esquina, como todos los días, para tomar el colecti- significa que Gustavo debe evitar al hermanastro. Es un falso repro-
vo. Levanto la mano que sostiene el mate y le digo algo, por obliga- che por estar ahí, en la puerta del baño, esperando entrar, cuando es-
ción. No sé qué le digo. Seguramente el cómo le va con que saludo tá ocupado por el señor de la casa. Eso es lo que yo interpreto con só-
siempre. Pero no hago comentarios que lo retengan y se va, lenta- lo oír el tono de la voz de Norma.
mente, tropezando en los desniveles de la vereda. Tengo que destazar a Jorge. Dejo el mate en el piso y pongo las
Gustavo sigue llorando y la madre lo reta a gritos. Le dice que palmas en los apoyabrazos de la silleta dispuesto a levantarme. Pero
duerma, que no hay clases y que si sigue va a despertar a la beba. Pe- me contengo. Y por segunda vez en un rato siento un estremecimien-
ro gritan tanto que la nena también se despierta y llora hasta que una to que me baja por la espina como cuando el diputado Armando
teta, supongo, le tapa la boca. González me dice que todavía no tiene novedades: ganas contenidas
Norma calla cansada de pedirle silencio al chico. Y cuando deja de matar.
de gritar como una endemoniada, Gustavo calla, automáticamente. —¡Jorge!— grito sin mucha convicción—. ¡Andá a dormir, ca-
Nunca sé por qué Norma grita tanto a pesar de que la tengo amena- rajo!
zada con una reverenda paliza. No me tiene miedo y eso es un pro- Justo en el momento de gritar una vecina me dice ¡Buen día! Está
blema. en la vereda con una bolsa de basura en la mano y acusa el bochorno
De pronto hay silencio. Después de tanto escándalo en la casa se del momento. Dijo buen día justo cuando grito andá a dormir. Así que
escucha solamente la puerta de la pieza de Norma que se abre despa- la palabra carajo quedó picando sola un rato largo en la mañana, co-
cio. Sé que es Gustavo que se levanta a orinar. El roce de sus pies so- mo un eco que vuelve desde un monte.
78 EL MILITANTE HUMBERTO HAUFF 79

—Familia de mierda— gruñe el mayor de mis hijos antes de en- no es la única del barrio jamás pintada, parece la más miserable; tal
trar en su pieza y dar un portazo. vez sólo me parezca por la tristeza que siento al entrar en ella.
No los veo, pero los ojos encendidos de Norma emiten haces que Todas resplandecían por el blanco de la cal cuando nos las entrega-
llegan a mis espaldas después de salir de su dormitorio y doblar en ron hace como nueve años, en vísperas de unas elecciones parlamenta-
el pasillo. Son unos ojos de comadreja que desde hace un tiempo mi- rias. Fue una mañana higiénica de tanta luz y los chicos andaban por
ran rezongando, reclamando cosas, y no me dejan dormir tranquilo. ahí comprando globos. Las autoridades se quedaron un rato a mirar el
Fue una chica dulce, de modales inocentes y sonrisa tímida. Ahora es palmar que se extendía después del barrio, algunos tuyangos ociosos y
una gata asustada. Cuando se enoja me enfrenta y no habla; o mejor, un tero enloquecido por la desaparición del nido. Ahora ese paisaje ya
me mira y dice con los ojos todo lo que ya sé que debe decirme. An- no está. En su lugar hay un nuevo barrio que el instituto de la vivienda
tes no era así. diseñó especialmente para que nadie soñara con la libertad mirando el
Entonces no voy a la pieza, no quiero darle motivos de pelea. Me campo abierto. Los más viejos contaban que cuando todavía estaba el
quedo acá, tomando conciencia del mate, aspirando el aire húmedo de estero los indios cazaban allí carpinchos de ochenta kilos.
la calle, pensando en que debería encontrar cuanto antes una ocupa- El mate se me enfrió en la mano pero igual succiono una vez más
ción para Jorge o provocará una desgracia. Quedo pensando en que la bombilla. Miro la casa y la presencia de Jorge en ella me duele en
hoy, a pesar del feriado, tiene que haber una changa para mí o nos mo- el alma.
rimos de hambre. Me siento un pescador en la orilla del río Paraguay, Cuando entregaron el barrio él era chico. La madre abrió la puer-
en Doña Lola, mirando la línea cortada por un pique tremendo. ta del frente de la casa con la llave que nos dieron y fue el primero en
entrar. Sus gritos de alegría retumbaron un rato dentro de lo que pa-
reció un vacío tambor de doscientos litros. Era el lugar que habíamos
esperado por mucho tiempo.
2 —Dejé el Scalabrini Ortiz, papá.
—Hace apenas dos semanas que comenzaron las clases.
Miro desde la vereda el horizonte de casas crenchudas de cables —Ya sé, pero no aguanto.
y antenas y busco tranquilizarme con una ración de cielo limpio. La Estaba sentado en el suelo y había recostado las espaldas en el
calle, a derecha y a izquierda, está abandonada. En otra parte, detrás muro de ladrillos que encierra el pequeño patio del fondo. El sol del
de la manzana donde vivo, anda el carro basurero del chueco Cris- mediodía le daba de lleno en las rodillas flexionadas y tenía los ojos
taldo Rodas provocando a los perros. Las bombas de estruendo pare- cerrados por la violencia de la resolana. Recién se había levantado y
cen golpes de bombo en medio del campo. Veo en lo alto, en direc- era un depredador olfateando simuladamente el guiso que yo revol-
ción al centro de la ciudad, tres flores de humo que crecen. Entonces vía curvando el lomo sobre un fuego en la tierra.
pienso otra vez en este segundo día de abril, feriado nacional por pri- —Capaz que vaya a una nocturna.
mera vez en diecinueve años, e imagino que en la esquina de 9 de Ju- —Decidíte rápido, no falta mucho para que seas viejo también
lio y Juan José Silva estarán llegando los ex combatientes para el acto para la nocturna.
de conmemoración organizado por el gobierno. Estarán serios como La madre nos dejó cuando ya no pudo con las pateaduras. Eso
los aborígenes del oeste en las estaciones del ferrocarril mirando el dijo, exagerando. Cualquier pellizco era suficiente para que gritara
viento. Cabizbajos, desconfiados, agrupados, estremecidos por cada que iba a denunciarme y se iba para la comisaría bamboleando el
salva. No hablarán y responderán en silencio, como siempre, cada traste. Después supimos que fue a vivir con el sargento que le toma-
gesto de un líder que nunca se sabe exactamente quién es, pero que ba declaraciones y le friccionaba los moretones.
está ahí, en el medio, como cabecilla de la jotapé. —No quiero estudiar, Alberto.
Miro mi casa y siento pena por la pobreza del aspecto. Aunque —Entonces trabajá.
80 EL MILITANTE HUMBERTO HAUFF 81

Nunca le dije que desde que la traje a Norma se convirtió en un


estorbo. No hacía falta. Debió darse cuenta. Pero le aguanto porque 3
sé que espera a la madre. No dice, pero espera a la madre. Cree que
si no está acá, cuando vuelva, ella no se quedará. Tiene dieciocho —Cuando tenés que salir no salís. Cuando no tenés por qué ir,
años pero piensa como un chico. ahí sí.
—En qué. —Tengo cosas que hacer.
—No sé, empezá vendiendo naranjas en la calle. —Hoy es feriado, nadie trabaja. Si los que tienen trabajo no tra-
Se parece mucho a la madre. Tiene su misma fiaca, una pereza bajan, menos trabajarán los que no tienen trabajo. Vos no tenés traba-
fuerte que le nace en lo profundo de los huesos y que le quita hasta la jo, no sé qué es lo que vas a ir a hacer por ahí. Podrías ver si algún ve-
sonrisa. Fue por eso que ella engordó enseguida. Nada hacía duran- cino tiene Novalgina para Gustavito, que está afiebrado.
te el santo día. Y él seguirá seguramente ese camino: si tiene para co- —Tengo cosas que hacer, Norma.
mer, en unos años, engordará. —La camisa está arrugada. Sacátela que la plancho un poco. No
—Quiero aprender computación. es que me divierta hacerlo, pero andar así es una vergüenza. Ni pen-
Él sabe que no tengo plata para pagarle estudios caros, pero in- sar en lo que dirán de la Norma Barrientos los vecinos si te ven así.
siste. Cada vez que puede me rompe las pelotas con la computación. Seremos pobres pero no para andar compadreando.
—Hacéte compinche de uno que tenga computadora. —Espero que las ruedas de la bicicleta estén infladas.
—Mis socios no tienen un carajo, como yo. —Tienen que estar. Nosotros no la tocamos. A quién se le ocurri-
Me quedé mirando su cara mal afeitada, la incipiente chiva de ría subir a tu bicicleta destartalada. Es tan peligrosa como esa que sa-
chino, y quise decirle que fuera a lamentarse a otra parte. Nuestras le a la vereda a dejar la basura cuando vos estás en la puerta.
conversaciones nunca terminan bien, ni cuando hablamos de Boca. —Trataré de hablar con el gobernador.
Pero si en ese momento le decía algo agresivo hubiera ido a sitiarse —No se habla con el gobernador así nomás.
en la pieza o a molestar a los hermanos dentro de la casa; entonces —Solamente él puede darme trabajo. No se habrá olvidado de
callé, en prevención más que nada contra la cara resentida de Norma mí. Dicen que tiene buena memoria, que recuerda los nombres de los
rezongando por todo lo malo que le pasa en la vida. setenta mil afiliados que tiene el partido en Formosa. Que cuando ve
—Tengo hambre— dijo finalmente. una cara no la olvida más y la reconoce hasta en la montonera de los
Quise preguntarle por sus socios nocturnos, pero no tuve opor- actos políticos.
tunidad. Cuando pienso en ellos, como ahora, se me espanta el alma —Para mí que él no está para esas cosas.
imaginándolo entreverado en una patota, de esas que andan por los —El doctor tiene que acordarse de cuando conversamos. Los
barrios en las madrugadas como perros escaldados destrozando jar- funcionarios del gobierno andaban en campaña y vinieron a la salita
dines y agrediendo a gente indefensa. con médicos para atender a los enfermos. Yo aproveché y me hice
La mañana es linda y calculo que el acto será más o menos en ver una muela cariada. No te vas a acordar porque todavía no esta-
una hora. A lo lejos y muy alto revientan otros petardos y los humos bas conmigo.
parecen escupidas contra un vidrio. Hay un espacio de tiempo bas- —¿Y el diputado González qué dice?
tante grande entre el estallido del humo y el retumbo. Por eso se sa- —El compañero Armando González le falló a medio mundo. Pero
be que sucede lejos y alto. Me hacen recordar viejas fiestas patrias, de te sigo contando: la infección me había hinchado la cara y la sostenía
épocas en que vivir era más fácil y en ocasiones así nos divertíamos con una mano. Él salió de un auto y se acercó a los que esperábamos ser
todos en las plazas. atendidos solamente para saludarnos. Me apretó los hombros y me
sonrió como un hermano.
—Todos los políticos son así.
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—En ese entonces ya se decía que iba a llegar a gobernador. No Ahora que la tengo en la casa todo el tiempo no veo la hora de
se habrá olvidado de mí, estoy seguro. que aparezca un carancho y se la lleve. Pero no es fácil encontrar en
—¿Y si no? estos tiempos tipos dispuestos a cargar críos ajenos.
—Y si no, me presento. Le cuento la historia para que se acuerde Mientras me abotono la camisa le miro el pezón aplastado y hú-
y le pego el pechazo. No pierdo nada, podemos ganar mucho. medo que se le ve por el escote del camisón al agacharse sobre la be-
Gustavo está sentado en una esquina de la cama recortando las ba. Le cambia los pañales con apuro, pero puedo ver que la cola de la
fotografías de una revista y no parece escuchar lo que Norma y yo niña está en carne viva. Cuando la toca para ponerle hipoglós, llora
hablamos. De las narices le fluye lentamente el moco como miel fría. de dolor.
Agarro un trapo que está siempre para eso en el respaldo y le limpio —Se paspa porque no la limpiás bien.
sin que se dé por enterado. La beba duerme metida en una cuna que —Qué sabés vos.
fue mía, y de Jorge, y de Gustavo. Alguien dijo que también fue de Salgo de la pieza y entro en el baño. Me peino buscando unas is-
mi madre. litas de espejo en la gran mancha de óxido que es el vidrio en la puer-
Norma plancha la camisa sobre un pequeño alisado del revoltijo ta del botiquín. Jorge tose en su dormitorio.
de cobijas que hay en la cama. La tele está prendida y en la pantalla —No tardo.
puede verse un zorro huyendo del cazador. El volumen del aparato —¿Qué les doy de desayunar a los chicos?
está muy bajo pero se escucha una música vertiginosa como ejecuta- —Hay para unas tortillas.
da en una iglesia o un túnel.
—No te va a dar bola.
Norma tiene veintisiete años pero parece una pendeja a la que le
fallaron en la promesa de llevarla a un baile. Vive argelada y a veces 4
le doy unos cachetazos para que llore un rato y se le bajen los humos,
pero lo único que logro es que sume facturas. No pierde oportuni- Antes de salir abro la puerta de la pieza de Jorge y miro un rato
dad de echarme en cara las cosas. Dice que se arrepiente de haberse la oscuridad antes de entrar, para acostumbrar los ojos y localizar la
metido conmigo y de que le hubiera ido mejor revoleando la cartera bicicleta. Cuando la veo, recostada en la pared opuesta a la que tiene
en Brandsen y Moreno. Parece una comadrona carismática ante el la ventana, la ventana se abre. Jorge, que es quien la acciona levan-
párroco en el acto de denuncia de su vecina adúltera. tando una mano, se tapa enseguida la cara con el antebrazo encandi-
Me pasa la camisa tomándola del cuello y agrega: lado por la luz de la mañana que se cuela incontenible.
—Deberías llevarlo al Jorge para que airee el traste. Lo miro oliéndolo y me molesta su abandono. Agarro la bicicleta
—Recién se acostó. por el asiento y el manubrio y la hago girar en la estancia para apun-
—No podés con él y abusás de mí. tarla hacia afuera.
—Bocona— le digo sin muchas ganas de seguir. —Necesito unos pesos, papá.
Norma es la hija de una amiga de mi ex. Venía a casa acompa- —No tengo un mango, y ni posibilidades de conseguirlo.
ñando a la madre y mostrando las gambas largas y carnudas de chu- —Solamente cinco.
ña con el mismo descaro con que las amantes suelen rondar a la com- Lo miro de nuevo y quiero hacer simultáneamente dos cosas:
petencia. Todavía no me había separado cuando ya andábamos darle una trompada y abrazarlo. Descubro que hace mucho que no lo
liándonos en el asiento trasero de una doble cabina del ministerio, toco, ni para estrecharle una mano. Cuando estaba en Buenos Aires
los ratos de franco. Venía a los talleres de la gobernación y de ahí nos le pedía que volviera porque extrañaba la cercanía de su figura gran-
íbamos juntos a los caminos vecinales de Villa del Carmen, a escon- de y torpe, y porque creía que seguía siendo el chico indefenso que vi
dernos del mundo. irse un año antes. Nunca supe qué hizo exactamente allá, pero no ha-
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brá hecho méritos porque mi hermano lo echó de su casa y diciendo 5


que lamentaba pero que ya no podía mantenerlo. Que tenía suficien-
te con tres hijos vagos. Por teléfono la voz de Juan sonó rabiosa. Me Busco la calle con la bicicleta a mi lado. No la subo porque tiene
dijo: una rueda desinflada. Me dirijo decididamente hacia la esquina don-
—Me debés ocho meses de comida. Y si te enojás te mando a uno de habitualmente se detiene el colectivo. Casi ahí, en una casa pareci-
de los míos para que veas lo que significa. da a la mía, excepto por una verja de hierros del ocho y dibujos retor-
Yo no le dije, pero pensé: que ni se te ocurra. Basta con imaginar cidos, vive el puntero del barrio. Tiene bicicletas y un inflador. No es
a otro pendejo haragán metido en la casa para que se me aparezca la la primera vez que molesto por el inflador. Lo hago sin remordi-
jeta larga de Norma en medio del cerebro como una mancha grasien- mientos y llamaría a esa casa en muchas oportunidades, por cual-
ta en el cristal de los lentes. quier motivo. Es que Fulgencio Ayala sabe bien dónde encontrarme
—Y para qué querés plata, si se puede saber. en épocas de proselitismo.
—Para puchos. Me atiende la mujer. Es evidente que termina de levantarse de la
Por la ventana entra el ladrido de un perro y el sonido de un bal- cama porque su cabello es una porra inextricable y le asoman enor-
dazo de agua jabonosa sobre la tierra. La indignación es tan fuerte mes legañas amarillas en las esquinas de los ojos. Me trae el inflador
que asocio el ruido del agua con el caer de un vómito sobre la mesa. en una mano y en la otra un mate.
Examino las gomas de las ruedas y empujo la bicicleta. El eje del pe- —El primer verde, don.
dal sin paletas me golpea la pantorrilla y la punta aguda lastima mi —Estará riquísimo pero ya tomé. Gracias, doña.
piel a través del pantalón. Tragando saliva detengo el quejido que in- Enrosco el pico del gomín en la válvula de la rueda y acciono el
tenta subir. inflador de mano apoyando el codo derecho en la rodilla. Enseguida
En el marco de la puerta digo: pierdo el ritmo respiratorio y contengo un rato la aspiración en un
—Cuando vuelva. esfuerzo por terminar la tarea enseguida. Pero debo descansar, en-
—Apenas cinco, viejo. tonces levanto la cabeza y miro el enorme traste de la mujer de Ful-
No sé qué hacer con él. No tengo sabiduría para manejarlo. Y gencio Ayala sin poder imaginar cómo una persona puede perder así
él lo sabe. Jamás sé qué piensa, pero me envenena la sangre pi- la figura corporal. La recuerdo soltera, pizpireta, flaca. No le dába-
diendo cosas que sabe que no puedo negarle. Es probable que al mos mucha bola porque en el barrio había minas más interesantes
tolerarlo busque alivio para el sentimiento de culpa que nació el que ella. Después se casó con el compañero Fulgencio Ayala, tuvo hi-
día en que se fue la madre. Porque ese día, para él, no se fue mi jos, luchó un tiempo contra una tendencia natural a engordar y, fi-
mujer de la casa sino su madre. Y su madre se fue porque ya no me nalmente, como quien llega a una edad en que decide que ya es hora
aguantó. Entonces pienso que, por ahí, por mi culpa, él es como es, de cobrar recompensas, se entregó al destino. Hubo unos pocos días
un vividor. en su camino a la obesidad definitiva en que estuvo hermosa. Su
Jorge cierra la ventana y quedo en la oscuridad parado como un cuerpo adquirió de pronto el mismo apogeo que consiguieron los
ánima al acecho de una criatura inocente. Me avergüenzo. viejos imperios cuando mordieron los límites del mundo. Y muchos
Creo escuchar que llueve torrencialmente, así que salgo de la campaneamos su casa a diario como caranchos a la aguada que se se-
pieza arrastrando la bicicleta y busco la puerta de calle con la mira- ca. Ahora ya no es la misma, sin dudas, y acerca una silla a la puerta
da. Afuera hay luz de sol radiante. y se sienta para mirarme sudar. Sonríe y cuando succiona la bombi-
—Que te coman las hormigas— le digo. lla del mate apoya el brazo en la enorme teta. El cuerpo gordo se le
sacude al sonreír y repica en la silla como pelota maciza en la culmi-
nación de un largo golpeteo contra el piso.
—¿Y el compañero?
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—En el acto. desempacar el avío y los utensilios para una semana de campamento
El compañero Fulgencio Ayala es, como lo fui yo alguna vez, a orillas del río.
chofer de un funcionario. Comenzó manejando para directores y —Nunca pescamos un carajo cuando un pelotudo pretende ayu-
subsecretarios, ahora tiene bajo su mando la cuatro por cuatro del vi- darnos— dijo.
cegobernador. Eso, en el ámbito de los activistas, es resultado de una Un amigo deseó suerte en mi casamiento, y no hace falta que di-
brillante carrera política. Los activistas, quién no sabe, son los que ga algo al respecto. Será una bendición para la familia, dijo mi ma-
nunca llegan a un cargo electivo público y sólo en excepcionales oca- dre, que en paz descanse, cuando terminó de revisar descaradamen-
siones completan listas sábanas figurando entre los últimos suplen- te al Jorge, que tenía unos pocos meses, para comprobar la existencia
tes, lo que ya es un honor. Pero dentro del partido pueden conducir de los dos testículos. Y ya se ve.
unidades básicas, integrar consejos jurisdiccionales o llegar, como a —Gracias, señora.
la cima de una montaña, a congresal, que es donde se tiene oportuni-
dad de decidir algunas cuestiones importantes. En este escalafón el
compañero Fulgencio Ayala es secretario de adoctrinamiento de la
unidad básica del barrio Coluccio, que es donde vivimos, y su fideli- 6
dad se refleja en el trabajo que realiza en la administración pública y
en el monto de sus haberes. Son más de veinte cuadras de ripio por la González Lelong antes
En las campañas electorales nos representa ante los candidatos de llegar al pavimento. Mi andar en bicicleta es agónico. Entro en los
oficiales del partido y puntea el padrón identificando leales, adhe- baches y salgo con dificultad, y a medida que imprimo fuerzas a las
rentes y rojos. Rojos, se sabe, son los radicales. Por eso se lo llama piernas siento que se me vacían los huesos y que los pulmones se
puntero. Su obligación consiste en organizar en el vecindario a los aceleran buscando el oxígeno que quemo como un soplete. En algu-
soldados de la causa para que realicen el proselitismo que sumará nas zonas los pozos son tan pequeños y numerosos que el traqueteo
votos el día de las elecciones. Y para participar en todos los mítines hace que mis tripas giman insoportablemente. Llevo andando bas-
que se concreten a lo largo y ancho de la ciudad, portando pancartas tante tiempo, incapaz de levantar la mirada de la tierra del camino, y
y entonando cánticos con fervor místico si se asiste para apoyar, no sé dónde estoy. Siento el cuello dolorido por el esfuerzo de soste-
creando trifulcas si se asiste para desbaratar. ner erguida la cabeza ante las exigencias del bamboleo.
—Yo también voy para allá. Percibo una sombra de árbol en una vereda y me detengo. Respi-
—Todos estarán en ese acto. Ya sabe, donde está el gobernador ro. Descubro que estoy parado en el mismo lugar donde una vez, ante
están todos. un grupo de choferes, decidí que me quedaría en las filas del Frente
Acciono el inflador tres o cuatro veces y abandono. No puedo para Avanzar cuando el doctor armaba quiosco aparte y lo llamaba
más. La goma de la bicicleta exige más aire, pero desisto. Aguantará Frente del Triunfo. Fue una noche calurosa en que aguardábamos jun-
un rato. Me seco el sudor de la frente con la manga de la camisa to a las camionetas oficiales que terminara el acto que se hacía en Gon-
cuando devuelvo el inflador. La mujer sonríe divertida. Dice con voz zález Lelong y Roca. La cosa era grande y habíamos traído gente de to-
de gorda: dos los rincones de la provincia. Mi candidato apostaba a una carrera
—Que tenga suerte. nacional y, en esa oportunidad, lo acompañaba un jerarca porteño que
Si supiera que para mi familia desear suerte a alguien significa aspiraba a la presidencia.
condenarlo a la desgracia. Mi padre maldecía cuando escuchaba a al- Mirando la multitud no podíamos imaginar que meses después
guien deseando suerte. Salíamos de pesca una vez y un vecino, segu- perderíamos irremediablemente en unas elecciones que se caracteri-
ramente bien intencionado, nos deseó suerte al vernos pasar. El vie- zaron por la deslealtad y el bochorno público. Los que una vez fui-
jo, a Juan y a mí, nos hizo bajar de las bicicletas y regresar a casa, a mos oficialistas de pronto nos encontramos opositores, y los más ju-
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gados, como yo, no tardamos en quedar en banda. Cantamos falta que los muslos son kilos de pulpa inservible. La banda de música de
envido con treinta y dos y perdimos. Creo que otros, en una situa- la policía provincial es todavía el espectáculo y un buen número de
ción parecida, hubieran hecho lo mismo. personas espera solemne la llegada de las autoridades. Acepto que
Me recuesto asentando las nalgas en el caño de la bicicleta y mi- viví muchísimas situaciones similares en la vida, pero nunca dejo de
ro pasar gente y autos. Oigo la banda que ejecuta una marcha en la emocionarme con el retumbo de guerra de los redoblantes, la voz
esquina donde se hará el acto de conmemoración y, más que los neutra del maestro de ceremonias, los acordes del Himno Nacional y
acordes, llegan hasta mí nítidos y a destiempo los sonidos cristalinos las caras compungidas de los capangas del gobierno. Son ritos reali-
de unos platillos de hojalata. Vuelvo a secarme el sudor de la cara zados como si fueran el preludio de una ejecución al aire libre. Sí es
con la manga de la camisa. Escupo hacia un costado la goma de la probable que nunca me haya sentido tan ajeno a los acontecimientos
sed. La última vez que sentí tanta sed fue una noche de diciembre como ahora, sin menospreciar el valor simbólico que el día tiene pa-
varado en la ruta, entre Las Lomitas y Pozo del Tigre, después de re- ra los ex combatientes.
ventar el radiador de una doble cabina del instituto de tierras fisca- Aseguro la bicicleta a un árbol de la plazoleta recurriendo a la ca-
les. El interventor aguantó estoicamente los mosquitos y cuando dena y el candado que hay que usar por prevención en estos días de
amaneció, sediento y enrojecido por las fricciones realizadas durante desocupación y delincuencia. Me seco el sudor de la cara con la man-
horas tratando de calmar el ardor de las picaduras, se comió una pi- ga de la camisa levantando el brazo derecho. Me aliso el cabello y
ña de caraguatá que le despellejó los labios, las encías y el paladar. adopto una digna postura de pie. Estoy detrás de la gente que ha ro-
En el hospital de Estanislao del Campo creyeron que se había que- deado un pequeño palco de madera pintado de blanco y celeste y
mado con agua caliente. que no se eleva más de un metro del suelo. Cerca hay un parlante
Un conocido pasa dentro de un remís y saluda con la mano que me sobresalta cuando alguien prueba el micrófono. Estoy en el
abierta. Cuando contesto se ha ido y ya no me ve. Lamento el cansan- lugar donde esperaba estar pero no me siento bien, estoy intranqui-
cio que no me deja reaccionar a tiempo. Recuesto la bicicleta en el lo, como si en minutos fuera a entrar en una sala de operaciones. Es-
tronco del árbol y llamo golpeando las manos en la casa más cercana toy aquí, parado, asistiendo a un acto público con la esperanza de
para pedir un vaso de agua. Me atiende un muchacho que aparece hablar con el gobernador de la provincia. La idea es abordarlo cuan-
en el fondo del patio, entre unos naranjos. Cuando sabe lo que quie- do la ceremonia termine y decirle algunas palabras, las necesarias
ro se mete en la casa y al rato regresa con un vaso y una jarra. La ca- para que sepa que necesito su ayuda. Me dirá, seguramente, que va-
sa es rectangular, alargada hacia atrás, y puede verse que no es vieja. ya a verlo en la Casa de Gobierno. Entonces sí, me presentaré ante su
El revoque, que nunca tuvo más blanqueo que el que le dio la cal del secretaria y le diré que él me citó, que me hizo llamar. De otra mane-
filtro, tiene las chorreaduras del óxido de los tirantes de lapacho. So- ra, debería esperar una audiencia por turno y eso podría llevar me-
bre la tierra pelada del patio caminan cuatro pollos. Parece, por el ta- ses de espera. Los compañeros accedemos así a los jefes, recurrimos
maño del terreno, una finca de pueblo. a este procedimiento para acelerar la concreción de una entrevista.
—¿Y el señor y la señora?— pregunto por decir algo mientras
bebo.
—La señora en cama, el señor en silla de ruedas.
—¿Viejos? 7
—Y abandonados por los hijos.
Agradezco y agarro de nuevo la bicicleta. Ahora, sobre pavimen- La canción Aurora, mientras se acercan alumnos abanderados
to, el andar es otra cosa. Pedaleo armoniosamente como si amasara, con los pabellones nacional y provincial, tiene el efecto nostálgico de
tratando de seguir el compás de los latidos apagados del pecho, y una bandada de palomas revoloteando la estructura pobre de una
eso me permite llegar sin detenerme. Pero igual, cuando llego, siento iglesia rural.
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El Himno Nacional me eriza la piel y, mientras repito el último que le queda y una mirada ausente que se pierde más allá de la gen-
verso, recuerdo la escena de una película en que San Martín pasa re- te, en el follaje de los árboles como papelito castaño llevado por los
vista a las tropas antes de una batalla y hay detrás suyo un paisaje de remolinos del viento.
montañas verde y brumoso. El Himno Provincial que viene después, Un coronel dirige ahora la palabra y su voz marcial convoca in-
en cambio, me permite transmutar el olor a tierra del ambiente en mediatamente nuestra atención. Siento que estoy otra vez en el pla-
olor a monte y río, a Riacho Pilagá en el atardecer. Unas pocas muje- yón del regimiento de infantería de monte, allá por 1978, raneando
res cantan mirando al cielo como si vieran extinguirse en el espacio como un desgraciado alrededor de un sargento obeso y salivoso que
azul las caras de sus seres queridos. me obligaba a decir, a los gritos, que cuando agarrara un chileno ha-
Después aplaudimos todos. Y a pesar del ruido de zapateo en el ría con él masitas para acompañar el mate dulce de la tarde.
agua que producen las palmas, oigo algunos suspiros y el íntimo sor- El ministro de Educación, finalmente, en representación del go-
ber de mocos de un viejo. Habla ante el micrófono un hombre flaco bierno provincial y haciendo gala de una labia increíble, nos pide
que antes presentan como un ex combatiente y dice que la patria, esa memoria para los hijos de esta tierra muertos tan lejos de la chacra y
mujer por la que arriesgó su vida, ahora no lo reconoce. Recuerda del patio. Solicita un minuto de silencio y la piel se me vuelve a eri-
que en las islas Malvinas sintió frío, que las balas trazadoras de los zar, y una serie interminable de escalofríos me recorre las espaldas
ingleses no le dejaron sacar la cabeza del hueco donde estaba atrin- de arriba hacia abajo. Es la emoción que no puedo evitar en los mo-
cherado y no pudo ver con gusto el paraje desierto. Dice que sabe mentos grandiosos. Entonces noto, por primera vez, que los ex com-
que nunca entenderemos lo que se siente al palpar el cadáver de un batientes y sus familias son gente pobre, del interior, y que no hay un
amigo buscando un resto de vida, ni lograremos imaginar la facha de solo hijo de cogotudos en este lugar de mierda. La emoción se trans-
los fantasmas que salen del fondo de la tierra cuando se cava una forma de pronto en bronca. A mí, la bronca me hace transpirar como
trinchera pensando que en cuestión de horas puede convertirse en si me pusieran en evidencia ante la multitud después de orinar sobre
nuestra tumba. Cuando un inglés le apuntó con el arma estaba acos- el rosal que adorna el pie de un mástil. El gobernador baja del palco
tado boca arriba en el barro, mirando el espectáculo de los cazas ma- serio y trascendente, calculando cada escalón de la escalera y rodea-
niobrando en el cielo plomizo, temblando. Asegura que la figura del do de adeptos y hombres de su seguridad personal. Lo miro desde
soldado de pie en el borde de la fosa y el arma formidable que empu- lejos, embobado por la pulcritud del corte de la barba y el brillo de la
ñaba, enmarcados por una cerrazón que se había hecho familiar de frente. Camina forcejeando para eludir el acoso de la gente, de las
tanto presentarse en los últimos días, le recordaron películas futuris- compañeras que quieren besarlo y manguearle, y forcejeo yo para
tas de mala calidad que había visto en los setenta en un cine sucio de acercarme a él, resignado a que un grupo se me haya adelantado y
Clorinda. Confiesa que jamás se sintió en combate a pesar de escu- ponga en peligro mi entrevista. Vi muchas veces esta escena en la vi-
char por horas y días el bombardeo y los tiros que ocurrían en algún da política de la ciudad y siempre me recuerda a una salida de juga-
lugar cercano que no podía identificar y que cada tanto herían a un dores de fútbol del estadio después de un partido. La vi en Núñez,
camarada que si no moría enseguida lloraba pidiendo la presencia hace muchos años, en épocas en que los muchachos íbamos a Buenos
de su madre. No conoció a los gurkas y cuando quiso disparar su fu- Aires a ganar unos mangos trabajando en las fábricas judías de Once,
sil, una tarde de locura por el estruendo de los aviones y el silbido de de sol a sol, y a vagar por las peatonales atestadas de caminantes sin
las bombas cayendo a tierra, no funcionó. Y su extraño relato provo- destino y sin esperanzas, de noche.
ca el llanto en una mujer que más que su madre podría ser una her- El gobernador sonríe ahora. Abraza a una anciana y la besa en las
mana. Y cuando termina, aplaudimos. No sabemos por qué, pero mejillas mientras le susurra algunas palabras, seguramente de aliento.
aplaudimos como si estuviéramos ante un niño que acaba de salir ai- Su rostro alegre y franco me reconforta. Pienso en que quizá no es tan
roso de una gresca entre pandillas. El hombre también llora y cuan- difícil la empresa y hablar con él es cuestión de tiempo, y que una vez
do baja del palco un amigo lo recibe con un abrazo del único brazo delante suyo, cuando oiga su saludo, sabré qué decirle. Sólo tengo que
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dejar claro que necesito trabajar, que estoy arrepentido de haberlo 8


abandonado, de haber dejado sus filas en épocas difíciles. Que ya tuve
suficiente escarmiento. Que quiero volver al movimiento y sumar pa- La caravana de camionetas oficiales encabezada por el Mercedes
ra que nunca en el resto de su vida pierda una elección. Hablarle fran- negro se pierde en la perspectiva de la avenida y la gente se descon-
co, sin dudar, y diciéndole a boca de jarro lo que quiero, en primer lu- centra sin muchos comentarios. Se oye una chacarera que los mucha-
gar como vi tantas veces en las notas de pedidos que llegan a los chos de ceremonial han puesto para distender la mañana mientras
ministerios. Después extenderme y decirle, si me da tiempo, que pue- juntan cables y apilan parlantes en la caja de un camioncito destarta-
de contar conmigo para lo que sea. Para lo que sea. Para que no le que- lado. Parado en la esquina, quieto como suicida mirando el horizon-
den dudas de mi nueva fidelidad, como cuando me tomó el hombro te antes del salto al vacío, busco en las caras el consuelo que necesito
en la sala de primeros auxilios del Coluccio y me miró a los ojos y me para seguir viviendo. En el pecho me burbujea el líquido caliente de
hizo olvidar que la cara me dolía como si dentro de la mandíbula estu- la bronca y de la impotencia. Quiero encontrar una persona causante
viera taladrando un epiléptico en crisis. de mi angustia y son todos y nadie. La primera imagen que me aco-
El apelotonamiento no es grande pero sí compacto. Se mueve sa, como siempre, es la de la cara de Norma que me mira odiosa
lentamente hacia la calle como un islote de hormigas llevado por la mientras escucha el relato de cómo no pude hablar con el jefe. Leo
corriente de la inundación, pisoteando la gramilla de la plazoleta ba- con adelanto la decepción en sus ojos.
jo las ramas peladas de los chivatos. Veo que en el centro del grupo Quiero encontrar un destinatario para la rabia, alguien a quien
está él, agachado, escuchando a alguien que le habla al oído. A su al- tomarle la cabeza con las dos manos, desde atrás, y meterle los índi-
rededor los custodios y algunos oficiales de la policía provincial con- ces en los oídos hasta arañarle los tímpanos mientras chilla como
forman un círculo casi irrompible. Después estamos nosotros, empu- viuda de paraguayo sobre el cajón del difunto, y son todos y nadie.
jando hacia el centro, en el intento cada vez más desesperado por No es el gobernador, es el entorno que no me dejó acercarme, la gen-
tocarlo. Quiero separar los hombros de dos mujeres que, delante te que tiene tantas necesidades y que, como yo, también quiere ha-
mío, le dicen a gritos que siga adelante, que no afloje, que recuerde blarle y que en la pelea por llegar a tocar la puntita de una esperanza
visitar el Barrio Obrero, pero no puedo. Es como intentar separar dos este día ganó por osadía o convicción. No siento los brazos por una
bolsas de cemento con la sola fuerza de los dedos. especie de ausencia física provocada por la exaltación nerviosa que
Enseguida la marejada llega a la calle y rodea dos camionetas y ha puesto todos mis sentidos alertas, como cuando se espera ser ata-
un Mercedes como una mancha de aceite sobre la superficie del agua cado por la espalda con un cuchillo. Busco alivio recordando que hi-
se aferra al objeto que toca. Forcejeo para avanzar pero no consigo ce cosas parecidas a las que hicieron hoy los custodios y choferes
dar un paso. Estoy echado hacia adelante, sobre las espaldas de una cuando era uno de ellos, en otras épocas, cuando creía haber subido
gorda, y percibo claramente el bamboleo agónico de la multitud. Mi- lo suficiente como para que nunca tuviera la necesidad de hacer lo
ro hacia adelante y veo que se abren las puertas traseras del Merce- que hace la gente para conseguir el sustento. Abría las puertas de la
des. Desespero elevando mi taquicardia al fragor de los redoblantes camioneta facilitando el escape del funcionario sin notar que actuaba
de una murga en carnaval. Hay una mano abierta que se eleva por como protegiendo a un delincuente.
sobre las cabezas saludando y una comba de espalda que se pierde Casiano Pereyra toma la iniciativa y se acerca cuando me ve.
en el vehículo. Una boca abierta y desdentada de viejo que ríe con Ha surgido de entre los milicos de la banda que esperan el trans-
una carcajada silenciosa y fría. Aflojo el empuje. Suspiro. Ya nada ha- porte que los llevará de regreso a la seccional como quienes regre-
rá que le diga al gobernador que mañana puede ser tarde. san de una incursión feliz en las filas enemigas. Sonríe con la mis-
ma mueca torcida que le conocí en un viaje que hicimos juntos a
Salta, turnándonos en la conducción del colectivo cien veces repa-
rado de la secretaría de la Juventud. Llevamos al ballet del Poliva-
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lente de Arte y a unos músicos contratados por la Dirección de Cul- —Seguro, siempre está donde hay gente.
tura para que nos representaran en un festival folclórico nacional. Paso la mano por el pelo para emparejar el desorden provo-
Mientras las chicas revoleaban los vestidos largos y los muchachos cado por el viento y el polvo; mi madre decía que el gesto sirve
zapateaban estremeciendo el escenario de quebracho colorado ins- para espantar el miedo, y suspiro profundamente mientras eva-
talado en la cabecera de un estadio de fútbol, comíamos choripanes lúo el viaje en bicicleta que me espera hasta la casa. Pienso tam-
y tomábamos tintos contándonos sucedidos en las innumerables bién en el asado donde estará el gobernador y en la posibilidad
comisiones de las que formamos parte en años de recorrer la pro- de verlo nuevamente. El intento me permitirá, además, saborear
vincia. Sonríe y me estrecha la mano con fuerza suficiente para unas costillas como hace rato no pruebo y podré estar con cono-
romper un dedo. Pregunta cómo ando, riendo siempre, y le digo cidos. Me tendrá lejos de Norma un rato más y a lo mejor la posi-
con lástima de mí mismo: bilidad de conversar con el jefe sea distinta, más distendida y
—Mal, porque estoy sin trabajo. provechosa. Miro a Casiano Pereyra que sigue hablando con el
Lamenta la situación pero no permite que le cuente mis desgra- otro y espero a que me mire. Huelo de lejos que no es buena gen-
cias. Habla de la crisis extendiendo los brazos como si recitara una te: mucha labia, demasiado artista. Parece en permanente ace-
poesía sobre la primavera, cuenta que dejó de trabajar para los po- cho, decidido a proponerte el negocio de tu vida. Supe escuchar
líticos porque nunca sacó pichones con ellos, que ahora trae barati- a otros tipos parecidos y no se dejaron descubrir las intenciones.
jas taiwanesas de Alberdi y vende en el mercado de la calle San A lo mejor porque nunca tuve un mango que pudieran sacarme.
Martín, en un puesto improvisado que atiende su mujer mientras él Pero huelen raro, como ahora Casiano Pereyra, que apesta a co-
juega al truco todo el santo día con un grupo de bagalleros a la vacha habitada por los murciélagos.
sombra de los galpones abandonados del ferrocarril. Dice que le va Cuando me mira lo llamo con una leve inclinación de la cabeza y
bien y que se caga en los funcionarios que en la puta vida le hubie- se acerca pizpireteando como si estuviera mangueando en una bai-
ran permitido levantar cabeza. Le miro la sonrisa torcida y siento lanta. Él solo es el jolgorio que necesita un cumpleaños de ahijado.
cierta envidia por su suerte y cierta vergüenza por mi falta de ini- —Hermanito— le adulo—, necesito cinco’í.
ciativas. Sus ropas son nuevas y ha cambiado la grafa por el vaque- Sin sorprenderse ni perder la sonrisa, me pasa un brazo por so-
ro hecho en Pilar con puro algodón paraguayo. El cascote de la gar- bre los hombros y mira en la misma dirección en que yo veo dos lin-
ganta le sube y le baja detrás de un pañuelo batará brilloso de das hembras alejándose.
grasas eliminadas por los poros. Tiene unos mocasines marrones —Alberto, chera’á, no tengo.
adornados con cordones de cuero que le quedan mejor que los vie- —Ando apretado, no tengo ni un ay, por eso pido. Si no, ni abri-
jos zapatones negros que nos daban en los talleres de la goberna- ría la boca.
ción y que a mí todavía me duran. —Nada, chamigo, lo que es nada. Ando tan sogüé como vos. La
—¿Qué hacés acá?— le pregunto para acortarle la charla. próxima, seguramente, será distinto.
Me cuenta que el ex combatiente que habló en el acto es un sobri- Se va metiendo la camisa bajo el cinto y levantando la joroba,
no suyo y que vino para acompañar a la familia. Que ahora irá a la frenteando la vida como guazuncho al alambrado. Una chica saca a
inauguración de la Casa del Ex Combatiente que se pone en funcio- tirones las guirnaldas de papel que cuelgan de las ramas del chivato
namiento al mediodía en un galpón sobre la avenida Gutnisky. Me más cercano al palco que, a la vez, desarman tres tipos con ropas de
invita. Me palmea el hombro. Me sonríe con una boca cada vez más fajina de la municipalidad. Me arde la cara de vergüenza.
torcida y los dientes cada vez más grandes y blancos, y se aleja para
saludar a otro conocido que descubre cerca.
—Andá, viejo. Habrá asado pagado por el gobernador.
—¿Él va?
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9 una calle normalmente muy transitada porque evacua gran parte del
barrio San Francisco, pero ahora, tal vez por el feriado, por ella sola-
Falta mucho para que se sirva el asado en la Casa del Ex Comba- mente circulan un verdulero que empuja un carrito de dos ruedas y
tiente. Unas tres horas, si se tiene en cuenta que antes habrá discursos un camión volcador que hace alarde de suficiencia en las profundas
y marchas, como en todo acontecimiento de ese tipo. Le saco el canda- huellas que quedaron de la última lluvia.
do a la bicicleta y me voy por Juan José Silva con ella rodando a mi la- El cielo está azul. El sol traspasa la camisa y pica en los hombros.
do. La sola idea de montarla me hace doler el huesito dulce. En algunas esquinas el viento norte, que alardea con más ahínco a
En casa Jorge reclamará los cinco pesos y me meterá otra vez en medida que se acerca el mediodía, crea remolinos de polvo que desa-
un brete. Seguramente, cuando sepa que no tengo para dárselos, se ar- parecen cuando tropiezan con las cunetas anegadas y el follaje de los
gelará y dirá pelotudeces. Recordará que está en esa situación por mi mangos. Ese polvo construye una película de gasa gris sobre la su-
culpa y que no causaría problemas si se hubiera criado en una familia perficie del agua que se rompe cuando, como ahora, cae una pelota
normal, que no tendría tantos pájaros en la cabeza si me hubiera dedi- de plástico que viene de un patio donde juegan tres chicos descalzos.
cado a criarlo en vez de golpear a la madre cada rato. Después se irá Planifico llegar caminando hasta la zona del parque Urbano II y
dando patadas a las paredes y a las rosas de Norma, que intentan er- recién entonces subir a la bicicleta para hacer las cuadras restantes
guirse en la vereda. Y regresará muchas horas después, cuando ya no hasta la casa. La falta de costumbre hace que esa actividad sea para
aguante el hambre, caminando prepotente por la casa para que yo no mí un suplicio. De la incursión al centro de la ciudad me quedan do-
lo moleste tratando de averiguar lo que anduvo haciendo. lores en las caras internas de los muslos y un ardor creciente entre las
Norma, en cambio, debe estar quejándose por las pocas cosas nalgas. Irritado en la entrepierna como criatura a la que visten con
que hay para cocinar, mientras trata de sacar un guisado decente. No bombachas de goma, camino tratando de que la tela del pantalón no
hay caso, tiene razón cuando jode porque no llevo un mango a la ca- me roce demasiado la piel y aireando en lo posible la paspadura.
sa. Pero todos saben que no hay trabajo, y antes de romper la única Cuando lo conocí, Casiano Pereyra no parecía tan compadrón.
remuda que tengo haciendo changas de albañil o barriendo calles Ahora habla como esos comprovincianos que van un tiempo a Bue-
por un jornal miserable, prefiero tirarme al zanjón del Coluccio. nos Aires y regresan yeseando las elles y entonando como si actua-
Lentamente dejo atrás el centro. Escucho el grillo interminable ran en navidad en el pesebre de la capilla. Cree haber vuelto de todas
del piñón de la bicicleta que traigo sin esfuerzo y miro las casas de la- y busca mostrarlo. Pienso que para que actúe así realmente tiene que
drillos sin revocar, los patios pelados, los cercos de alambre tejido haber ganado unos pesos, de otra manera no se explica la seguridad
panzudos de viejos, las cunetas invadidas por el pasto ruso, la basu- que emana cuando se encuentra con miserables como yo.
ra desparramada por los perros en las veredas y en las calles. Nubes Camino pensando en él, tratando de descubrir de qué manera
de moscas se levantan de las rotas bolsas de plástico cuando paso puede serme útil, pero solamente consigo verme parado en una es-
junto a ellas y la hediondez me pica en la nariz. Una mujer quema quina ofreciendo relojes truchos y condones musicales. Y a Casiano
una montaña de papeles y hojarasca frente a su casa mientras el ma- Pereyra parado cerca, sonriendo torcido como patrón que se salió
rido le ceba mates. Hablan animosos, como cuando las parejas revi- con la suya en una discusión con los peones.
san las vidas de los concuñados. Veo de nuevo la mano del gobernador saludando antes de entrar
La marcha es lenta y larga. La calle se hace de pronto intransita- en el Mercedes e irse. La palma blanca exhibida como una de esas
ble por el barro y las obras comunales de alcantarillado nunca termi- banderolas de trapo que usan los chacareros para guiar la dirección
nadas, entonces doblo a la derecha. Creo que es Libertad porque los del surco cuando aran con mancera. Tan ocupado estuve en acercar-
autos están estacionados en las dos direcciones y no lejos la cruza la me a él que no sé qué pasó con el resto de las autoridades. No lo vi al
Avenida González Lelong como un callejón de obraje, ensanchada vice, por ejemplo, que también suele andar acosado por las viejas
feamente en la intersección por las maniobras de los vehículos. Es que le recuerdan que una vez fue gobernador y que le suplican que
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regrese para reivindicar a los ancianos, a los niños y a los aborígenes. una flor rosada, que ya fuera miserable en la planta, están ahora des-
Tampoco vi al compañero Fulgencio Ayala. Recién ahora caigo en la parramados por el lugar, seguramente violentadas por una patada
cuenta de que no vi al compañero y de que él hubiera podido darme brutal. Las ramas espinosas fueron pisoteadas y sobre ellas y la gra-
una mano. Creo que en el asado de los ex combatientes Fulgencio milla se puede adivinar el tamaño de las enormes pisadas que las
Ayala tendrá que jugarse por mí. hundieron en la tierra arcillosa.
La puerta de la casa está entreabierta y oigo los estertores acon-
gojados de la pequeña que parece volver de un largo período de llan-
to. Al entrar huelo a vela encendida pero pronto sé que no es esteari-
10 na sino otra cosa, un olor familiar pero inubicable que persiste en el
ambiente desordenado. Es como un fuerte olor a lavandina derrama-
La esquina es un oasis en el camino. Arribo por Coronel Bogado da en el suelo. Al abrir totalmente la puerta el viento empuja hacia
y bajo de la bicicleta para recostarme inmediatamente en el poste de adentro unos trozos de papeles de diarios con ruido de cuchillo ras-
la red eléctrica, muy cerca de la casa de Fulgencio Ayala. Su mujer, cando óxido. Están rotos como si un gato hubiera jugado en el living.
ciertamente, es la que me saluda con un tecleo en el vacío de cuatro Mi silleta está plegada, tirada en medio de la estancia, y cerca de
dedos gruesos como cigarros. Está enmarcada en el hueco de la la cocina, en el piso, la mamadera pierde lentamente el cocido con le-
puerta y sonríe augusta. Inclino levemente la cabeza para contestarle che. Una mosca enorme bebe posada en el extremo de la tetina.
la cortesía mientras tomo aire con la boca abierta. No entiendo cómo —¿Norma?— pregunto con miedo de levantar la voz. Gustavo,
puede cansarme tanto el pedaleo en una bicicleta. al oírme, solloza, pero alguien parece taparle la boca.
Ya casi son las once de la mañana y no hay gente fuera de las ca- Avanzo hasta la puerta de la pieza de Norma con tres o cuatro pa-
sas. El colectivo dobla a mis espaldas con un estruendo de latas flojas sos formidables. El pecho experimenta la fuerza que soporta un globo
y percibo su interior desierto, los asientos destrozados por los trin- un instante antes de estallar. Las sienes palpitan apretadas por la vin-
chetes de los estudiantes y el olor a fauces de perro de la goma espu- cha implacable del espanto. Los sentidos, alertados de improviso, me
ma que aflora incontenible. separan del cuerpo y siento que recorro todos los rincones de la casa
Camino despacio, tanteando el aire, el silencio del barrio, la deso- flotando como un astronauta en el espacio. Es sólo una sensación, pe-
lación inesperada. Miro las casas cerradas y los patios vacíos y me pa- ro de alguna manera sé que Jorge no está en su pieza y que no hay ex-
rece estar en Palo Santo en una siesta infernal de febrero. A menudo traños acechando detrás de las puertas o bajo las camas. La pieza no
suelen estar los chicos corriendo por las veredas detrás de los triciclos está demasiado oscura, pero la extraordinaria luz de abril que hay
y las patinetas, gritando como en los patios de las escuelas, pero aho- afuera me exige acomodar las pupilas como un gato acorralado.
ra la inactividad de la gente me hace creer en una confabulación ex- —¿Norma?
traña, de solidaridad con los muertos en Malvinas. Es como si nadie No me contesta y busco comprender los bultos que hay sobre la ca-
se hubiera dado cuenta de que ya amaneció y hay que levantarse pa- ma mirando insistentemente, con la cabeza adelantada como perro de
ra enfrentar la vida. El viento recorre el laberinto de las calles hacien- caza mientras entro arrastrando con los pies una sábana apelotonada
do silbar los cables y castigando los árboles. De lejos llega el estampi- en el suelo.
do apagado de una nueva bomba de estruendo que estalla en el cielo —¿Qué pasó, nena?
y es el ¡bum! de un tambor sumergido. Los ex combatientes estarán Ella está sentada en el borde de la cama amamantando a la beba.
llegando al galpón de la avenida Gutniski y alguien los recibe con la Tiene una pierna flexionada bajo las cobijas y la otra cuelga inerte sin
misma batahola de las guerras deploradas. alcanzar el piso. Llora con la cabeza gacha mientras acaricia suavemen-
El rosal de Norma, en el canterito de ladrillos apilados que se te la mejilla de la niña con el dorso del índice. La niña, a su vez, la mira
construyó en la vereda, tiene sólo dos palos erguidos y los pétalos de con enormes ojos de muñeca. Sé que está llorando porque se le estre-
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mecen los hombros como si tuviera mucho frío y las respiraciones de olor a lavandina que sentí al entrar y que ahora identifico perfecta-
ambas son fuelles pinchados a los que un loco les exigiera funcionar. mente. Pateo contra una pared el zoquete de toalla que hay en el pi-
Me acerco más y ella aleja instintivamente el cuerpo, a la defensi- so, junto a la puerta del baño, y con él seguramente el semen de Jor-
va, sin hablarme. Gustavo está a su lado, tapado hasta el cuello con ge. Puteo sin saber qué digo y camino de la cocina hasta la puerta de
una frazada y con la cabeza apoyada naturalmente en la almohada. salida, y de ahí de vuelta hasta la cocina, sintiendo que no puedo
De los ojos cerrados con fuerza escapan unas lágrimas brillantes. Ro- controlar la temperatura en franco ascenso de la sangre en las venas.
deo la cama y lo destapo. Tiembla y se achica, abrazando las rodillas. Me arden los brazos y la cara como si me estuvieran pasando un pa-
—¿Fue Jorge?— le pregunto a Norma prendiendo la luz. Ella pel encendido por la superficie de la piel. Siento una frustración muy
asiente con la cabeza haciendo movimientos toscos, que bien pueden grande en el alma. Un impedimento o algo así. Una desesperación
ser producto de los espasmos. parecida a la que se siente cuando uno busca con la lengua un poqui-
—Ese loco de mierda— dice levantando la cara para que le vea la to de saliva en el paladar para tragar y humedecer la garganta casti-
desgracia en los ojos y los labios rotos y sangrantes. gada por la sed, y no hay una gota de nada. Mi padre debió sentir
—¿Qué hizo, nena?— pregunto mirándola, sin acercarme dema- una frustración similar cuando una noche le caí en la casa acompaña-
siado, actuando como si ella estuviera en terapia intensiva y yo no do por dos canas que me agarraron robando revistas y pastillas de
debiera aspirar su aliento apestado. Tiene hinchada la zona izquier- menta en un kiosco de vereda, en Belgrano y España, cuando era
da de la boca y el moretón le ocupa toda la mejilla. La carne reventa- pendejo. Me pregunto qué le voy a decir a Jorge cuando lo encuen-
da en el interior del labio le aflora pálida y fría en una comisura. tre, qué le voy a hacer. Hace tanto tiempo que no le pongo la mano
—Mirá— me dice, corriéndose en la cama para quedarse sentada encima que no sé si ahora eso es posible.
en el borde y poder separar las piernas sin dificultades. Sin dejar de Siento que se pudrieron un montón de cosas. Norma, jodida co-
mirarme a los ojos ni de amamantar a la beba, se levanta el camisón mo es, no nos perdonará ésta. Machacará mis días con el puto inten-
para que vea que tiene el calzón rasgado, que los restos de poliamida to de violación, me amenazará permanentemente con hacer la de-
se han amontonado sobre la mata de pelos negros y que le atraviesa nuncia, no dejará que él siga viviendo con nosotros. Perderé a Jorge
la horcajadura sólo un hilo de elástico. Veo los labios morenos de su para siempre, si es que no lo perdí hace rato, cuando comenzó con la
sexo pegados entre sí como para siempre y unos arañazos en las ca- junta, el cigarrillo y el chupi. Y capaz que se drogue, por eso anda así.
ras internas de los muslos que dejaron los dedos que forzaron la jun- Quizá la plata que pide sea para drogas.
tura de las piernas. Un pie descalzo descansa en su punta sobre el pi- Vuelvo a la pieza y desde el umbral le pregunto a Norma:
so de cemento y el talón tiembla electrizado. —¿Qué vas a hacer?
—Nunca creí, madrecita, que podía hacer eso. —Lavarme con jabón.
—Pidió plata y, como no tengo, se desquitó conmigo. —Te hablo en serio.
—Cuando lo agarre lo mato. —Dejáme de joder, che, y andá por ahí, a rascarte las pelotas.
—No le importaron los chicos que lloraban. Me metió sus dedos La violencia es energía, seguramente, y en este lugar hay tanta
roñosos en el ojete hasta cansarse. que en cualquier momento puede explotar como un transformador
Me acerco y voy a tocarle el hombro para darle ánimos, pero de línea alcanzado por un rayo. Hay tal distancia entre ella y yo que,
Norma me esquiva acostándose de lado en la cama de manera que la al mirarle fijamente las espaldas dobladas, su cuerpo se aleja rápida-
beba siga tomando su leche y yo no la alcance. Los ojazos de Gusta- mente como la imagen de una película, hacia el horizonte, empeque-
vo miran algún punto en la pared que está a mis espaldas. Cerca de ñeciéndose y quedándose de pronto, bruscamente, fija en el paisaje
mi cara pasa su mirada dura, recta e intransigente como una varilla arenoso de un desierto que tiene el mismo color amarronado de las
de hierro clavada en el hormigón. sábanas de la cama y de la madera terciada del ropero. Acomodo los
Salgo entonces de la pieza y me topo en el corredor con el fuerte ojos bajando los párpados un instante, sorprendido, y la imagen
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vuelve a su lugar, caprichosa, cercana, amenazante. El lomo arquea- mina por ahí que le haga un agujero entre las cobijas. Y el susto es
do y las nalgas miserables piden a gritos una fricada de guacha seca. más grande cuando descubro que nunca, en la última media hora,
—Sólo quiero pedirte una cosa. desde que encontré a Norma avergonzada por el manoseo, pensé en
No me contesta, se sorbe mocos. lastimarlo, sino que me pregunto cómo estará y si pensará en volver
—No vayás a la policía. a casa. E imagino la escena en que mi mujer lo ve llegar de nuevo,
No me contesta, la beba traga la leche que saca de la teta con un agachándose para no golpear la cabeza en el dintel de la puerta. Sus
ronquido de gato que se le escapa por la nariz. ojos locos de hembra despechada me sobresaltan.
—Sería un escándalo. Llego, como hace un rato cuando regresaba del centro, a la esqui-
na próxima al albergue infantil Evita, y me meto en El Paraíso de los
Niños para alcanzar la avenida Gutniski aprovechando el atajo. En-
tonces pienso que llegaré a tiempo al asado de los ex combatientes y
11 que ahora más que nunca tengo que hablar con el gobernador. Algu-
nas personas caminan a ritmo fuerte por los senderos de la plaza en
Salgo de la casa y sin cerrar la puerta agarro la bicicleta que ha- la esperanza triste de bajar de peso. Unos chicos juegan con una pe-
bía dejado tirada en la vereda y la monto de nuevo. El asiento me lota en el borde del estanque y la tiran de vez en cuando al agua pa-
aplasta el culo y me reencuentro con las llagas florecidas. Casi pego ra justificar el chapuzón que significa rescatarla. El viento norte pare-
un grito. Bajo convencido de que no llego a la esquina encima de la ce acá más fresco porque circula entre árboles sanos y espacios
porquería, así que la entro con rabia y la recuesto contra una pared verdes, y un lamento suave de animal moribundo surge de su paso
mugrosa de garabatos hechos con lápices de grasa. En medio de una por entre las rejas que circundan el albergue. Más allá, a mi izquier-
cara verde veo lo que parece el ojo de pescado de Gustavo mirándo- da, veo los contornos herbosos del Centro Polivalente de Arte y de la
me como cuando se le describe al pombero. Es la misma mirada de Escuela de Comercio. A mi derecha están las canchas de rugby de
Norma cuando no dice nada pero reprocha y exige desde el silencio, Aguará y de la Universidad. Un profesor le pidió a Jorge que practi-
desde la jeta agria de argelada. cara con ellos. Entonces el chango tenía trece o catorce y daba el ti-
Salgo otra vez y echo a caminar por la calle enripiada, tropezan- rón. Ya se veía de lejos que sería grandote y que podría andar bien
do en los pozos como un borracho, sin saber adónde ir. No sé dónde pechando obstáculos. A mí siempre me gustó el fútbol y qué no hu-
terminar, pero rumbeo hacia el centro, hacia donde haya gente y biera dado por verlo jugar un picado en la canchita pelada del barrio.
exista la posibilidad de encontrar un conocido que me dé una mano. El viento en la cara, poco a poco, me apacigua. Siento el efecto sa-
De una casa salen los acordes de una marcha de desfile militar que ludable de la lejanía de Norma, de la desaparición de Jorge, de la ca-
transmite un televisor y una voz de hombre anuncia el paso de un minata y del sudor en todo el cuerpo. Imagino que si mañana tengo
escuadrón que describe glorioso y recuerda que la enseña patria trabajo esta tarde podré llegar a casa con la frente alta y el ánimo dis-
nunca ha caído en manos de un vencedor. Instintivamente busco puesto como para amansar a Norma de nuevo y prometerle que ya
González Lelong y el andar me recuerda la danza extraña que reali- no volverá a pasar por una situación como la que vivió hoy. Admi-
zaban cuatro hombres semidesnudos en la cima de un acoplado al nistraré tan bien lo poco que gane que alcanzará para ella y los niños,
apisonar con los pies el algodón que descargaba una cinta elevadora y podré darle a escondidas, de vez en cuando, unos mangos a Jorge
en la desmotadora de El Colorado. Es un caminar esponjoso porque para que vaya tirando. Pero él sabrá que después de lo que hizo ya
no siento las piernas. Pienso en Jorge y en dónde estará, y un miedo no vivirá en mi casa. Tendrá que ir por ahí y arreglarse, conseguir
como nunca me gana el pecho. Tendrá lugares, no como yo, adonde trabajo, ver con quién juntarse, cuidarse solo.
ir. Buscará un compinche que le preste una cama, seguramente, por- Las curvas y contracurvas de la avenida distraen el andar y pro-
que a esta hora debe estar durmiéndose parado. A lo mejor tiene una ducen la linda sensación de que la distancia recorrida y por recorrer es
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menor que la real. Algunos vehículos estacionados detrás del estadio se accede al patio donde ahora se hace el asado. Conozco el lugar por
oficial de la liga de fútbol significan que hay gente preparando la can- dentro. Acá veníamos los compañeros a recibir adoctrinamiento dos
cha y que por la tarde habrá fútbol, y que yo no podré venir como su- noches por semana cuando, sin que nadie nos dijera, dejamos de an-
cede desde hace mucho tiempo. En épocas en que San Martín se lleva- dar proscriptos y comenzamos a preparar las baterías para el bati-
ba la copa del torneo anual y sondeaba la alta competencia ganando fondo del 83. Hasta acá vino Ítalo Luder un viernes de lobizones bus-
algunos partidos inolvidables en el Torneo del Interior, me traía el te- cando a los duros de Guardia de Hierro que reconocía limpiándoles
reré y la radio y me sentaba en las gradas con algunos socios a gritar la tierra de las caras.
como chacarero a los bueyes que aran en la última vuelta. Ahora el portón está cerrado y el olor de las mantas de pecho ba-
En la Gutniski aprovecho el semáforo en verde para subir a la ñadas en chimichurri, apresadas en el calor de las brasas, llega a mí
plazoleta sin detenerme. Llega hasta ahí el olor de los pollos asados para recordarme que por el estómago solamente pasaron los mates
en las veredas y en los baldíos. Una señora, cerca de la Estación Ter- de la mañana. Se oye nítido el parloteo de la gente retumbando en
minal de Ómnibus, ofrece El Comercial bajo una sombrilla que publi- por el techo de cinc. Me acerco a la puerta de algarrobo y le pregun-
cita La Mañana. El sol de mediodía me llega de frente y creo que debe to a un tipo que sobresale por altura en medio de varias personas
estar exactamente encima del puerto viejo, treinta cuadras adelante: que empujan por entrar:
es un globo blanco que si explotara caería al río con el mismo efecto —¿Se puede entrar?
de una brasa encendida en la sopa del plato. —Con tarjeta, señor— él solo, parado frente a la puerta entrea-
No está lejos el galpón que el gobierno alquiló para los ex comba- bierta y de cara a la calle, detiene la turba. A sus espaldas una mujer
tientes. De ahí hasta las avenidas Pantaleón Gómez y 25 de Mayo hay madura recoge los papelitos de aquellos a los que el grandote permi-
un paso. A medida que me acerco al lugar puedo ver que en los alre- te acceder por debajo del brazo.
dedores hay autos estacionados y que grupos de personas ocupan la Mirando a la gente para descubrir conocidos, me alejo de ahí y
vereda como cuando los pilinchos toman sol en los arbustos de La regreso al portón. Cuando lleguen los jefes deberán abrirlo para que
Arenera. Más allá los muros del cementerio, de tan altos, parecen el entren las camionetas, pienso, y en una de ésas puedo colarme. Des-
exterior de una cárcel. En ellos, un largo mural religioso se descascara pués de un rato me acerco otra vez al grandote y le pregunto si vio
irreversible. Y veo desde lejos el azul de tormenta del manto de un entrar a Casiano Pereyra.
apóstol calvo que refleja la luz solar hacia la bocacalle, donde un viejo —No lo conozco, señor —me contesta.
cambia resignadamente una goma de su rastrojero. —¿Y a don Fulgencio Ayala?
Me paro en el cordón de la avenida para tomar aire y me seco la Ya ni me mira. Agarra el cuello de la camisa de alguien que aca-
transpiración de la cara. Cierro los ojos para pasar sobre ellos el bra- baba de agacharse para pasar por uno de sus costados y lo tira hacia
zo y veo la cara destrozada de Norma que me mira con ojos de mujer mí. Un muchachito quiso aprovechar la distracción que produje para
en parto y los oscuros labios sellados de su concha como boca gredo- entrar y ahora el tipo me dice:
sa de india vieja. —No moleste, ¿quiere?
Me retiro. Pregunté por el compañero Fulgencio Ayala sin recor-
dar que llegará conduciendo la camioneta del vicegobernador.
Recostado en la columna del portón me dejo estar mientras hago
12 descansar los pies, alternando el de apoyo. Muevo los dedos en el lo-
do que se ha formado con el sudor y el polvo dentro de los zapatos,
El tinglado es ancho, alto y alargado, y el frente tiene una sola y un deseo enorme de clavar el culo en una silla y descalzarme alar-
puerta de algarrobo sin pintar. Cierra el predio por el frente un mu- ga la espera. Muevo los pies exigiendo tensiones y distensiones a los
ro de ladrillos sin revocar que tiene un portón de chapas por donde músculos de las pantorrillas para comprobar que no me estoy mu-
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riendo desde abajo. El esfuerzo aplicado a los tendones me trae cier- tonces cierro el puño y martilleo el algarrobo incansablemente. Los
to alivio que no dura mucho porque en realidad es todo el cuerpo el golpes tienen el mismo ritmo desganado y sordo del tambor que
que me pide a gritos una cama. Espero recordar alguna vez esta an- adentro acompaña la marcha peronista. Golpeo apoyando la frente y
tesala al infierno como un mal día necesario, en una rueda de ami- la palma izquierda en la puerta, como marido infiel rogando un lu-
gos, jugando al truco y tomando cerveza fría. gar en la casa en la madrugada fría. Triste o cómica debe ser mi figu-
El portón se abre de pronto accionado desde adentro por dos ti- ra porque desde un auto que pasa por la avenida un grupo de ado-
pos de pelo cortado a lo milico y cuatro camionetas negras que no lescentes toca bocina y grita cosas que no entiendo.
había oído llegar suben la rampa y entran al patio en medio de una
nube de polvo. Los vidrios polarizados de las cuatro por cuatro me
impiden ver a los ocupantes y cuando reacciono el portón se cierra
de nuevo. Alcanzo a ver, entre las camionetas y la tierra arremolina- 13
da por el viento enloquecido por el hueco repentino de la entrada,
los asadores color óxido clavados a lo largo de una fogata avivada Serán dos horas que estoy sentado en la vereda, la espalda apoya-
dentro de una zanja. La última imagen es la de un hombre hincando da en la pared, mirando sin ver la avenida, soportando sin sentir el
con un palo un tizón que estalla en chispas como si hubieran aplica- sol ardiente de abril. Dos veces se abrió la puerta del galpón en ese
do la esmeril eléctrica a la hoja acerada de un machete. Me quedo pa- tiempo. En la primera salió la gorda Florinda Figueredo con un en-
rado en la vereda como un pelotudo, mirando la chapa del portón voltorio en la mano que dejó dentro de un Renault 12 estacionado cer-
que no tiene un miserable agujero por donde espiar lo que sucede ca. Cuando me vio se acercó a patearme el tobillo para que la mirara
adentro. Todo ocurrió tan rápido que me pregunto para qué mier- porque yo no había bajado las manos con que me había tomado la ca-
da estuve ahí todo el tiempo, recostado en la columna, si no sabría beza y hacían de visera involuntaria para resguardar la vista. La reco-
reaccionar a tiempo ante la llegada de las autoridades. Rememoro nocí enseguida y le hice una mueca fea que quiso ser una sonrisa. La
la escena para ver dónde fallé y me veo saliendo de la entrada de sed y el viento me habían secado la piel y sentí que el labio inferior se
un salto al escuchar los ruidos del portón abriéndose, en vez de partía al forzarlo en la dilatación muscular. Conozco bien a la gorda
aprovechar ese momento único para entrar. Mientras miraba los vi- Florinda. Es una gorda buena y no la uso para entrar en la fiesta sino
drios oscuros de las camionetas que pasaban rozándome, tratando que le pido que ubique a Fulgencio Ayala y le diga que me vea.
de ver simultáneamente al gobernador y a Fulgencio Ayala, perdía Me dijo, balanceando la cabeza y haciendo una mueca con el cos-
los segundos necesarios para resolver el problema. Ahora escucho el tado de la boca que indudablemente significan qué boludo:
aplauso de la gente que viva al jefe y me llega más fuerte que nunca —Feo espectáculo, Alberto. ¿Qué te anda pasando?
el olor del asado, y quiero morir. En la vereda ya no queda nadie y La segunda vez se abre la puerta para que Fulgencio Ayala me
han cerrado la puerta de algarrobo. Veo que soy el único en la vere- encuentre tirado en el piso con la mejor cara de desesperanza. Tomo
da y me quiero morir. Entraron todos los que, sin invitaciones, un ra- su mano extendida y me paro ayudado por ella con mucho esfuerzo.
to antes empujaban al grandote, aprovechando seguramente el des- Me duele todo el cuerpo y tengo la garganta seca y terrosa.
pelote que provocó la llegada de las autoridades, y yo me quiero —¿Qué hay, compañero?
morir. Unas lágrimas involuntarias me humedecen las pestañas Fulgencio Ayala me mira intrigado y paciente. Me sacudo las
cuando cierro fuerte los párpados para no ver la indignación que vie- nalgas entumecidas con las dos manos. No le contesto.
ne a hacerse cargo de mí. —¿Qué hace afuera?
Sin darme por vencido, golpeo la madera de la puerta con los —No me dejaron entrar, compañero.
nudillos tan fuerte como puedo porque el batifondo que hay adentro —Pero, de dónde. Venga conmigo.
no permite que me oigan. Golpeo una y otra vez pero nadie abre. En- Lo sigo como peón que va a cobrar la quincena. Con tanta facili-
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dad toma el picaporte de la puerta de algarrobo, la abre y entramos, donde debe estar la cara del compañero Ayala, rogándole atención
que siento vergüenza. Nadie se interpone y cuando miro el paisaje con toda el alma, pero la ventanilla no se abre.
inmenso de la sobremesa comprendo que desde hace mucho tiempo Se van y el portón de entrada que fue abierto para dejar salir a las
nadie cuida el acceso. autoridades me deja ver la avenida desierta y dos palmas que tratan
—La próxima vez, compañero, haga valer las jinetas. Hágase el de sobrevivir en la plazoleta a un trasplante feroz desde los albardo-
pesado y sálgase con la suya —le escucho bien porque me habla casi nes del Monte Lindo. La gente comienza a levantarse de las mesas
en el oído, mientras caminamos hacia el lugar donde están los asado- con mucha algarabía y yo, otra vez, me quiero morir. Pero morir en
res—. Recuerde siempre que los soldados de la causa entramos serio, para siempre, mientras busco con los ojos un medio ladrillo
adonde queremos. con que romper el vidrio de cualquiera de esas camionetas de mier-
Alguien nos acerca una coca, la abro sobre un tablón engrasado y da, que se van.
me tomo un vaso de un tirón. Los hermanos Estigarribia lamentan
una traición amorosa a través de un chamamé llorón sobre un enta-
blado rústico que es un palco. En las largas mesas preparadas con ca-
balletes y tablones cubiertos con papeles de almacén, la gente charla 14
y ríe sin escucharlos, y el piso está cubierto con cajas vacías de vino
tinto. En una pared, a un costado, un enorme lienzo pintado dice que Casiano Pereyra apoya una mano en mi hombro. Lo reconozco
ésa es la Casa de los Ex Combatientes gracias al apoyo incondicional por los mocasines marrones con cordones de cuero que lleva pues-
del gobernador. Otro, más chico y en una esquina, presagia Ruckauf- tos. El pulgar me presiona la clavícula y me duele tanto que levanto
De la Sota 2003. la cara y le miro desafiante la sonrisa torcida. Descubro que no le
—¿Un pedazo de carne, compañero? quedan muelas en el lado derecho de las mandíbulas, ni arriba ni
—No, gracias —digo sin pensar en lo que pierdo. Creo que si me abajo. Por eso, cuando ríe, el músculo de la mejilla se le contrae hacia
pongo a comer ahora seré el único en el lugar y no quiero ser obser- adentro.
vado por nadie—. ¿Va a hablar el gobernador? Sonríe y actúa como si fuera dueño del lugar. Dice en voz alta,
—No. Habló por él el vice. abriendo los brazos como para recibir al amor de su vida que regresa
—¿Ya se dijeron los discursos? —pregunto sorprendido y Ful- de Europa:
gencio Ayala asiente con la cabeza. Debí estar tan dopado afuera que —¡Compañero, no lo había visto antes!
no escuché los discursos. Parece increíble. —Todavía busco cinco miserables pesos— le digo argelado, seguro
Busco la mesa de las autoridades con la vista y veo, en cambio, de que ya no puede ayudarme y que no me importa que se moleste.
que hay alboroto alrededor de las camionetas oficiales. Fulgencio —¿Y de ahí? ¿Qué problema hay? Todos vivimos buscando un
Ayala, a mi lado, advierte lo mismo y va en esa dirección diciendo: mango de mierda.
—Lo dejo, amigo. El jefe se va y tengo que abrir la puerta. Sonríe y yo miro el hueco del portón por donde desaparecieron
Lo sigo instintivamente, pero él trota y se escabulle entre la gen- los jefes, pensando en que me sentiría feliz parado en medio del pa-
te. Abre la puerta trasera de una de las camionetas y el vicegoberna- vimento, de perfil a las camionetas oficiales que se acercan borro-
dor sube después de su mujer. Cierra cuidando que no queden pren- neadas por la resolana de la tarde, el brazo extendido y un revólver
das apretadas. Levanto la mano para llamar su atención pero en la mano, apuntando el brillo del primer parabrisas sin apuro y
Fulgencio Ayala no me mira y, después de subir en el lugar del con- sin miedos, seguro de que la columna se detendrá a dos pasos, jun-
ductor, cierra también su puerta. Pone en marcha el vehículo y retro- to un instante antes de disparar. Y que en medio del polvo y los re-
cede lentamente. Más allá, coordinadamente, las otras camionetas se molinos de viento baja el gobernador para hablar conmigo y se
ponen en movimiento. Agito la mano mirando fijamente el vidrio acerca solo, alegre y comprensivo. Y que desde un lugar cercano
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una multitud mira los acontecimientos esperando silenciosa los re- deja un surco en la tierra y dos hembras jóvenes lo miran sonrientes
sultados de la entrevista, y rompe en algarabía cuando les levanto el bajo un cielo amenazante como si fueran el premio a la hazaña de lle-
pulgar en señal de éxito. gar vivo a la cima del Monte de la Calavera. Realmente no le queda
Casiano Pereyra se aleja hasta un grupo que junta botellas va- mucho al tipo. Apenas un trapo descolorido liado a la cintura y a la
cías de gaseosas y custodian un freezer y varios tambores con hielo. horcajadura. Me pregunto si él sintió lo mismo que siento ahora,
Me siento en una silla para examinar los tobillos hinchados, por pri- cuando creo estar en el borde de la terraza y el vértigo que me pro-
mera vez en la sombra de la media tarde. Miro mis pantalones su- duce la altura me llama, me invita al vacío como una puta hermosa
cios. Seco el sudor de la frente con el antebrazo. Paso los dedos por invita a fornicar por cuatro mangos.
el pelo polvoriento. Froto la nariz con el dorso del índice. Escupo. Sobre el horizonte del muro asoman cruces de diversos orígenes.
Unos muchachos pliegan sillas y las apilan arrojándolas a un costa- Un cementerio debe ser el lugar más choto del mundo para dejar los
do. Hay mujeres que juntan los restos del asado y las ensaladas en despojos. Alguien debería abandonar mi cadáver en medio del cam-
las mesas y charlan jocosas. Dos hombres cruzan todo el lugar car- po para que los bichos del monte no dejen ni rastros de esta miseria.
gando un parlante. Casiano Pereyra regresa y me pone una caja de Al pensar esto me recuesto en el banco, estiro las piernas hacia
vino bajo el brazo. adelante y me examino del pecho para abajo. Siento lástima de mí, y
—Tranquilícese, amigo, y sáquese el gusto. siento que el olor de la transpiración rancia sube de la camisa como
Me guiña un ojo y se va, sonriendo. Quedo con el vino en la mano una resolana en la siesta.
y me molesto de nuevo. La zozobra es tan grande que por un rato no Un mendigo que pasa, al ver la caja de vino, se detiene y se sien-
sé qué hacer. Me veo ridículo sentado en medio de los restos de una ta a mi lado. Dice:
fiesta en la que no me dejaron participar y con un vino en la mano co- —Lindo día, don...
mo un borracho, un pordiosero. Primero pienso en tirar la caja de tetra Adivinando sus inconfesables deseos, empino la caja de mierda
pak contra la nuca de Casiano Pereyra que busca al grupo de sus pa- y trago hasta la última gota de vino, con los ojos cerrados y el alma
rientes que beben cerca del fuego, después fantaseo con acogotarlo perdida. Oigo que a mi lado el mendigo traga saliva. Me seco la bo-
con los dedos contra el piso, sentado sobre su pecho de perro flaco. ca con el dorso del índice y eructo. Fijo la vista en el mural del ce-
El esfuerzo para disipar la indignación es mayor que el que me menterio y veo que una lluvia torrencial difumina la escena del
llevaría matar a unos cuantos. Salgo a la vereda despacio, caminan- Cristo cargando la cruz. Los soldados romanos se mueven como si
do con el lomo curvado y con las piernas abiertas como si me hubie- avanzaran penosamente por un camino barroso que sube. Los ros-
ra cagado en los pantalones, dueño del camino y de nada, de un litro tros de las chicas se han convertido en caras barbudas de tipos mi-
miserable de vino. serables. Y siento que el alcohol se adueña de mi cabeza. La cara me
El viento del norte es a esta hora apenas una brisa y dos alonsi- va ardiendo como cuando florece el sarampión, aunque no recuer-
tos, que vienen zigzagueando entre los cables del alumbrado públi- do si tuve esa peste.
co, se posan en las ramas tortuosas de un chivato castigado por el —Eh, muchachos, miren quién está acá.
otoño. Llego hasta el primer banco de la plazoleta de la avenida 25 Casiano Pereyra llega con otros tipos y se detiene entre el Cristo
de Mayo y me siento suspirando como en el final de una telenovela. y yo. Son cinco o seis y ríen a carcajadas no sé de qué. Algunos tienen
Destapo el vino y empino la caja con bronca, disfrutando de la acidez cajas de vino en las manos y se bambolean borrachos. Imagino que si
del tanino en la garganta. No paro hasta que me falta el aire. En el es- me paro yo también voy a ladear así, mecido por el tinto como por
tómago vacío el líquido rojo, al mezclarse con los ácidos, bulle como una comadre cariñosa en una tarde de lluvia. Los veo bien pero un
si hirviera. Y eructo ruidosamente. mareo repentino me produce una náusea desagradable. Aprieto los
Ubicado frente al mural más largo de Latinoamérica, presencio labios con los puños para contenerla.
las escenas crueles de la crucifixión del Hombre. Arrastra la cruz que Sobrio, Casiano Pereyra se burla de mí. Dice:
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—¿Esperando al gobernador, compañero? pisotón violento me aplasta el muslo, entonces comprendo que me
Su carcajada es un golpe de lata que viene desde la negrura de pusieron de costado en el suelo y que muchos dedos duros tratan de
un túnel, a intervalos, como ecos. La boca del túnel es su boca abier- separar los míos como garfios. Me duelen los dedos y el muslo, y
ta y la lengua húmeda batiéndose adentro parece la cabeza de una hay alguien que me patea en el riñón. Me falta el aire de pronto y
ñacaniná que está siendo devorada por la cola. Le busco los ojos a la aflojo las manos. Me arrastran lejos de Casiano Pereyra, pero cuan-
víbora. do sueltan mi camisa me pongo de rodillas y avanzo hacia él otra
—No va a tardar en pasar por acá. En cuantito termine el partido vez, decidido a matarlo. Está acostado boca arriba y dos compinches
en el estadio, puede volver a intentar hablar con él. Párese en medio le aflojan las ropas para que respire mejor. Es la última visión que
de la calle y hágase el payaso. Verá que se detiene a saludarlo. tengo antes de que dos manos poderosas me tomen de los hombros
Un sujeto alarga el brazo y me invita su vino. Lo acepto y tomo y tiren hacia atrás. Al caer golpeo la cabeza contra el piso y la luz se
un larguísimo trago. va bruscamente.
—¡Eh, pará, viejo!— rezonga el tipo, sacándome la caja de la ma- La inconsciencia que me produce el golpe no dura mucho por-
no. El mendigo se corre hacia el extremo del banco, sorprendido por que cuando me levanto el mendigo apenas ha cruzado la calle, es-
el manotazo que casi le saca la gorra. Hace ruidos extraños con la pantado por la pelea, y Casiano Pereyra se aleja sostenido por sus
bolsa que lleva con él llena de botellas descartables vacías y hojas de amigos y parientes que ríen como cuando llegaron.
diarios dobladas en cuadrados pequeños. —Casi te liquidan, tío— le dice uno.
—¿Así que el compañero sigue confiando en el gobernador? Me sacudo las ropas y apoyo una nalga en el respaldo del banco.
Ahora ríen todos. Casiano Pereyra llora de risa. Se apoya en el Un fuerte mareo amenaza con sacarme el poco equilibrio que me
hombro de uno de sus amigos y me apunta con el dedo. Dice: queda. Con unos bocinazos cierta gente se burla de mí. Distingo ape-
—No sea pavote, chamigo. Que los políticos le embromen tanto nas la cara divertida de un adolescente que conduce un Jeep y que
tiempo es una vergüenza. Aprenda a arreglarse solo. me mira como si estuviera en una silla voladora de parque de diver-
—Parece que se volvió bocón, amigo— le digo caliente. Acomo- siones a punto de vomitar contra el público.
do el culo en el banco de la plazoleta, incómodo por la compañía. La Siento que la cara se me hincha y la idea de que alguien me haya
náusea me sube por la garganta. Trago saliva. pegado una trompada me pone más furioso.
—Es que se volvió caradura, compañero. ¿Qué es eso de andar En el lugar del revolcón hay un cuchillo sin vaina y una caja de
pidiendo cinco mangos prestados a los conocidos que se acercan pa- vino. Antes de levantarlos me aseguro de que Casiano Pereyra esté
ra saludarlo y recordar viejos tiempos? lejos y que no va a volver.
Impulsado por una fuerza hermosa me tiro sobre él y caemos en
el piso como dos postes arrojados desde un camión. Ciego de furia
realizo la fantasía de sentarme sobre su pecho de perro flaco y de
apretarle el cogote con las dos manos, decidido a matarlo. No veo 15
los rasgos de su cara pero sí veo el hueco negro de su boca que aho-
ra pide aire y a la víbora de su lengua tratando de salir como de Desando el camino hecho hace unas horas. Mi aspecto es misera-
adentro de una lata que se calienta sobre el fuego. Cuando era chico ble y la pachorra se me nota a la legua, seguramente. La caja semiva-
vi a un vecino matar una culebra así, cocinándola en una lata. Sien- cía de Toro Viejo que llevo en la mano me hermana con el mendigo
to que una muchedumbre gira a nuestro alrededor y que unas ma- que anda por ahí, soñando como yo con una borrachera inolvidable.
nos poderosas me toman de los brazos y tiran hacia atrás. Me siento Un matrimonio vestido con ropas deportivas avanza a paso vivo
atraído por esa fuerza pero no suelto el cuello de Casiano Pereyra camino a la rotonda de La Cruz. Cuando me rebasan se alejan tanto
que regurgita ensalada rusa, y arrastro conmigo. Oigo gritos y un que ofenden. Me hacen sentir un apestado al que le han puesto mar-
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cas negras en la espalda y en el pecho y hay que evitar a cualquier se agitan, una gorra arrojada con fuerza evoluciona como un disco
precio. Camino zigzagueando, pero no soy una amenaza para nadie. en el aire sucio de tierra.
Eso creo. —Están 2 a 2 y parece que hay trifulca— me dice un cana parado
La avenida Gutniski termina en la rotonda de La Cruz, en el ac- sobre una alfombra de papeles picados. Un tipo que trota por los pre-
ceso sur de la ciudad, donde se conecta con la Ruta 11. Pero primero dios arbolados que rodean la olla de la cancha grita a otro que no veo
pasa por el estadio. Y ahí voy. pidiéndole los petardos que están en la camioneta. Está sin camisa y
La plazoleta es anchísima y recuerda las plazas de los pue- lleva una vincha de trapo atada a la cabeza. Llega al alambrado que li-
blos, adonde la gente va para tomar unos mates, reunirse con mita el campo deportivo con la vereda y se aferra a los rombos metáli-
amigos y consumir el tiempo libre viendo algo de verde. Los pe- cos sacudiéndolos como si fuera un preso desesperado por salir.
ronistas hicimos actos memorables en este lugar. Por acá, más o —En la guantera, loco. Buscá en la guantera.
menos, se construyó un palco gigantesco que reunió a los presi- —¿Falta mucho para que termine?— pregunto. Banderas blancas
dentes argentino y paraguayo, en épocas en que todos soñába- franjeadas de azul se bambolean detrás del arco sur donde está la glo-
mos con los ingresos que generaría el petróleo del oeste. La cum- riosa hinchada de San Martín, lista como siempre. Una bengala estalla
bre prometía negocios redondos con el país vecino y dio el muy alto sobre la cancha y cae de ella una lluvia de luces azules que se
apoyo popular que Menem necesitaba para obtener mayoría ab- esfuman enseguida. Después revientan varios rompeportones que sa-
soluta en el Congreso Nacional unos días después, en elecciones cuden el hormigón del estadio. La guerra empieza, se huele. Me hier-
legislativas también inolvidables. Ahora el pasto pisoteado y ve la sangre y recuerdo viejos tiempos, cuando me destrozaba la gar-
amarillo refleja la pobreza del gobierno y el desinterés de los po- ganta gritando vivas a los colores del club de mis amores.
líticos. Una jauría escaldada entorpece el tránsito; los arbolitos —Quince minutos— el milico transpira presintiendo el trabajo
agonizan cubiertos de polvo. próximo. Nunca fue fácil dominar las barras bravas de San Martín y
Tomo lo que queda de vino y pienso en cómo haré para hablar Patria, principalmente cuando se encuentran en ocasiones como ésta,
con el gobernador. Si está en el estadio podré acercarme, pero el pro- en que se juega en un partido el título de la temporada. Suspira. Una
blema aparecerá cuando quiera entrar. Siento que me duele la cabe- gota de sudor cae de la punta de su nariz. Aprieta fuerte el garrote.
za: las sienes parecen pulsar el dolor como el tac rítmico de un reloj —¿Se puede entrar?— pregunto mirando desde el acceso el bu-
mecánico de campanario. Tiro la caja vacía de tetra pak junto a una che hinchado del estadio repleto. Ahora veo también banderas albi-
planta de flores amarillas y enseguida dos chicos que pasan corrien- rrojas que asoman en el sector norte como banderolas de infantería.
do la patean y cae en medio de la calle. Se convierte en la única mu- Enseguida me doy cuenta de que los patriotas se vienen al ataque. El
gre en veinte cuadras y me siento observado por los vecinos. Pero no clásico arde.
intento comprobar si es cierto que me miran. No necesito escuchar, —Ya levantaron las boleterías— me contesta. Una radio transmi-
después de todo, las recriminaciones de alguna vieja desbocada con te la locura verbal de un relator que parece estar presenciando una fi-
planes de mantener limpia la ciudad. El sol de frente me encandila y nal del campeonato del mundo. El olor de los chorizos que se asan en
los huesos me dicen que lloverá un día de éstos. las cantinas cercanas me hace tragar saliva. Recuerdo que estoy ham-
Frente al estadio oficial de la liga de fútbol hay mucha gente. No briento.
sé qué hacen, sólo deambulan. Hay chiperas, niños ofreciendo el Cla- Entro dispuesto a tener al menos una alegría en el día. Trepo los
rín recién llegado de Buenos Aires, policías nerviosos, gente que se escalones exteriores de la tribuna de dos en dos olvidando las des-
ocupa del mantenimiento y la limpieza del lugar y que espera que la gracias y cuando asomo la cabeza en el borde de la olla el estadio es-
fiesta termine para empezar a trabajar. Allí puede oírse el zumbido talla. Un cabezazo impresionante del ocho de Sportivo Patria mete la
de enjambre de las hinchadas que adentro alientan a sus equipos. Y pelota que parece venir de un tiro libre en el ángulo derecho de un
puede verse que en lo alto de las tribunas hay banderas y brazos que arquero que vuela torcido, como pájaro alcanzado por un bodocazo.
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El estadio estalla. Estallan en gritos los patriotas que se han quedado, se en el medio de la comba que hacen las gradas en la zona donde es-
por el desenlace imprevisto del juego, detenidos en mitad del reco- toy parado. La batalla es inminente. Una docena de policías protegi-
rrido entre el que fuera su sector, detrás del arco norte, y la hinchada dos por enormes escudos de vidrio trota en esta dirección junto a la
de San Martín. Y estalla de impotencia la hinchada de San Martín línea del lateral y parece que los bombos acompañan el ritmo de los
que, ahora, avanza a su vez en busca del rival abriéndose paso a pa- pasos. Antes habían estado agazapados detrás de los banderines de
tadas a lo largo de la tribuna. El choque es inminente. Hago rápidos las esquinas. Una lluvia de papelitos evoluciona en el aire de un sec-
cálculos mentales y descubro que el encontronazo se producirá justo tor a otro de la cancha sin caer nunca. Las luces intermitentes de una
debajo de mí. Levanto la vista por sobre la cancha y, del otro lado, en ambulancia y de un patrullero, estacionados muy cerca de las pla-
la platea, veo al gobernador de pie gritando desaforadamente. Agita teas, donde están las entradas a los vestuarios, le dan el toque espec-
la mano derecha como si amenazara con una revolución libertadora. tacular que la tarde agresiva necesita.
—Es lo único que faltaba— reniego. Entonces unos muchachos llaman mi atención. Están muy cerca
La multitud, parada en sus lugares, salta y ruge. A mi izquierda y han llegado corriendo por la peatonal, escondidos detrás de los es-
el estribillo dice: pectadores que, como yo, han permanecido junto a las barandas, ale-
jados del peligro de las gradas. Reconozco inmediatamente a Jorge
¡O-le-lé, o-la-lá, entre ellos. Agazapado, estira el cuello e inspecciona la zona donde
esta vez patriota puto se encuentran los hinchas de San Martín por sobre los hombros de la
no te salva tu mamá! gente. Después toma posición y estira una honda. Recién cuando dis-
¡O-le-lé, o-la-lá…! para comprendo lo que hace. El balinazo cristalino sale hacia abajo y
adelante, y yo busco con la mirada el destino de la bolita. Un hincha
En la platea, allá enfrente, parece que un grupo se refiere al árbi- descamisado de San Martín da un grito y se toma la tetilla con las
tro cuando dice: dos manos antes de doblarse en dos. Sus amigos lo socorren y uno
grita: ¡Están atacando! Busco a Jorge con la mirada y lo encuentro
Hijo de puta, disparando de nuevo. Tira y se incorpora haciéndose el distraído,
la puta que te parió, sus compinches ayudan a que pase desapercibido. Dos pasos más
agarráte de las bolas allá uno de sus socios hace lo mismo, pero tirando hacia la hinchada
de quien te pagó de Sportivo Patria.
porque afuera te esperan Las barras bravas, convencidas de que son agredidas por los ad-
los muchachos de papá… versarios que tienen enfrente, atacan. El ruido que produce el encon-
tronazo es terrible. Hay tipos que patean dispuestos a arrancar un
Y a la derecha, donde pululan los adversarios, el cántico dice: brazo o hundir un vientre. Alguien arroja un trozo de hormigón del
tamaño de un puño que rebota en la cabeza de un melenudo. Las
¡Te rompimos el traste trompadas sesgan cualquier cosa que se interponga en sus trayecto-
boludito de mamá, rias. Y poco a poco, vencidos por la gravedad, los hombres caen gra-
si ya te diste cuenta das abajo y la lucha prosigue junto al alambrado perimetral de la
no vengás por acá! cancha. Desde adentro, un milico hinca con el garrote a un hincha
traspasando el brazo por un hueco que se agranda ante cada avalan-
El juego continúa a pesar de que no se escucha ni el silbato del cha. Me hierve la sangre y quiero intervenir. La gente que está a mi
réferi. Los jugadores corren detrás de una pelota que ya nadie mira lado experimenta la misma sensación de impotencia y grita azuzan-
porque las hinchadas de ambos equipos están a punto de encontrar- do. Veo a dos hombres correr cargando con un cuerpo inerte. Una
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camiseta albiazul yace ensangrentada y pisoteada junto a un fuego mionetas oficiales, encolumnadas como en los sepelios ilustres, se
de papeles. El alambrado cede a las embestidas y las hinchadas en- alejan avenida Gutinski abajo. El estadio, ahora, es una madriguera
tran en la cancha persiguiéndose, atropellando a los policías que na- atacada por el fuego.
da pueden hacer para detenerlos. Miro más allá y veo a los jugado-
res, borroneados por el humo de los petardos, que corren hacia los
vestuarios. Un árbitro los sigue. Sin dudas, el partido fue suspendi-
do antes del final. 16
Me acerco a Jorge que toma vino de una caja, como lo hacía yo
un rato antes. Cuando me ve retrocede un paso y alarga el brazo pa- Estoy otra vez en la calle. El sol es una pelota roja detrás de una
ra entregar el tinto a un socio. No me acerco mucho, pero cuando sé hilacha horizontal de nube azul. La Gutniski, hacia el este, se diluye
que me va a escuchar, le pregunto: en el polvaredal del atardecer de abril. En esa mancha gris desapare-
—¿Qué hacés? ció el gobernador y yo miro la perspectiva de las columnas de ilumi-
—Me gano unos mangos de mierda— contesta rápido, cuidan- nación desanimado por la distancia enorme que me separa del cen-
do con la esquina del ojo su permanencia en el ámbito protector del tro de la ciudad.
grupo. Parado en el cantero pisoteado y sucio que hay entre las dos ma-
—¿Tirando bodocazos?— realmente me interesa saber por qué nos de la avenida, me pregunto qué haré ahora. La gente pasa a mi
hizo lo que hizo. Detrás de mi pregunta ulula una sirena de ambu- lado comentando a viva voz los acontecimientos en el estadio.
lancia que se aleja. —¿Y ahora qué va a pasar?— pregunta uno.
—Provocando la pelea— su voz es de doblaje, como que viene —No sé— contesta otro.
de otro lugar, de otra zona que no se percibe. —En algún momento habrá que terminar ese partido— dice un
—¿Y quién te pagó para eso?— mi voz no sé qué tendrá, pero me tercero—. San Martín no se va a regalar así nomás.
sale a duras penas, como si tuviera atravesado un catarro en la gar- Algunos grupos dan cuenta de los últimos choripanes antes de
ganta e insistiera con hablar a pesar de él. regresar a sus casas. Los perros vagabundos, enloquecidos por el
—No importa. olor de los chorizos asados, deambulan olfateando cada hoja de
—Importa. Creo que está bien que te ganés la plata, pero quiero gramilla. En la esquina más próxima, un policía reemplaza al semá-
saber quién paga cosas como éstas. A lo mejor yo también ligo. foro, parado en medio de la bocacalle y llamando la atención con
Le soy sincero. Jorge se mueve nervioso y mira el piso, a sus ami- un pito de réferi. Los conductores de los autos y de las camionetas
gos, a mí, alternativamente. Uno le dice: llenas de gente ensordecen con las bocinas como en domingos elec-
—Vamos, hermano. torales. Unos chicos gritan luchando sobre el piso de la vereda lle-
Antes de irse me dice: na de desperdicios. La camioneta blanca del diputado Armando
—El diputado González. Giménez sale del estadio por un portón lateral, ingresa en la aveni-
Y se va. Me quedo sin palabras. La gente comienza a retirarse y da que divide en dos El Paraíso de los Niños, y se pone en la cola en
la cancha sigue llena de humo. Pero todavía veo a dos policías co- espera de que el policía le permita tomar la Gutniski. Lleva gente
rriendo a un hincha a lo largo de la cancha. Miro las plateas y ya no en la caja del vehículo y corro hacia él impulsivamente, tropezan-
hay señales del gobernador y su gente. Miro por última vez a Jorge y do, provocando la frenada brutal de un auto cuando me le pongo
le grito sin que me oiga: delante al cruzar una mano. Cuando llego a la ventanilla de la ca-
—¡Pero para qué! mioneta veo que Armando Giménez me está mirando con una son-
Cuando me apresto a salir a la avenida para interceptar al go- risa. Pienso que ríe del comentario gracioso que debió hacer sobre
bernador, veo desde esta altura en la que me encuentro que las ca- mí a sus acompañantes.
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—¿Qué pasa, compañero?— pregunta antes de que diga algo. Me siento y recuesto la espalda en la cabina. Tres muchachos,
—Necesito hablarle, diputado— jadeo, respiro—. Es importante. ahora silenciosos, se miran los pies con los culos clavados en el piso.
—Ahora no, compañero. Búsqueme mañana. Son flacos, seguramente muy altos, vistas las largas y huesudas pier-
—Es urgente, diputado. nas, y de músculos fibrosos. Cantalicio Roa les dice:
De pronto se le va la sonrisa y mira adelante. Acelera. El policía —Cuando lleguemos a la casa del diputado, ustedes se van. Ma-
cede el paso y la camioneta se pone en movimiento. ñana los busco para pagarles.
—Escuche, diputado— le ruego trotando a su lado. Uno asiente con la cabeza por los tres. Cantalicio me mira y nota
—Déjese de joder, hombre— dice sin mirarme. Adentro de la ca- mi curiosidad.
bina unos tipos ríen fuerte. Escucho que uno dice qué viejo boludo. —Los compañeros, los buenos compañeros, están listos en la ad-
Me arde la cara. La camioneta acelera más y quedo rezagado, trotan- versidad.
do en medio de la bocacalle. Me aferro al borde de la caja y alguien Pienso un momento en lo que dice y asiento con la cabeza. Mur-
me toma del brazo. muro:
—¡Suba, compañero!— grita—. Que lo atropellan. —Nada mejor para un compañero que otro compañero.
Piso el paragolpes trasero y subo de un envión. Caigo dentro de —Cierto— dice Cantalicio Roa sin mirarme. La camioneta en-
la caja y alguien me aturde con un sapucay. Se divierten. Me acuesto tra en el patio de una hermosa casa de dos plantas y estaciona de-
boca arriba y miro el cielo celeste sumamente aliviado. Es la primera lante de un tinglado y una parrilla empotrada en el muro que lin-
vez en el día que mi cuerpo descansa un momento. da con el vecino de atrás. Bajo el tinglado, totalmente abierto por
—¿Adónde vamos?— pregunto enseguida. delante, hay dos hombres sentados junto a una larga mesa de ma-
—A la casa del diputado— contesta uno que reconozco inmediata- dera. Uno tiene una pequeña radio en la mano y escucha a un co-
mente. Es Cantalicio Roa, portero en una escuela del barrio Antenor mentarista de fútbol. El otro se levanta y se aleja para cerrar el por-
Gauna, mano derecha por mucho tiempo del Negro Careaga, capanga tón. Un gran danés duerme apaciblemente bajo el foco encendido
del barrio San Miguel, ahora en desgracia, como yo. Cantalicio es un en la galería trasera de la casa. También ahí, ante la pileta del lava-
provocador nato y supo comandar a la jotapé en las actividades poco dero, una mujer pone en una palangana las prendas húmedas que
santas de campañas victoriosas en Formosa. Es feo y, cuando se trans- va sacando de un lavarropas. Hay un charco de agua bajo sus pies
forma de callado personal de servicios en dinámico dirigente de revol- enchancletados.
tosos, anda sin camisa. Se cree un genuino descendiente de los desca- —Y la patrona— pregunta el diputado bajando de la camioneta,
misados de Evita y trata permanentemente de que eso se note. sin mirar a quién va dirigida la pregunta.
El atardecer visto desde el fondo de la caja de una camioneta en La mujer, sin volverse, contesta:
movimiento es lindo. Miro las ramas de los chivatos, el cuello curvo —En la iglesia.
de las columnas de las luces de las avenidas, el chisporroteo de los Cuando Cantalicio Roa, los muchachos y yo bajamos de la ca-
carteles de neón que se encienden, el celeste verdoso del cielo limpio, mioneta, turnándonos para pisar el paragolpes que sirve de escalón,
una estrella brillante en lo alto. El bamboleo invita también a cerrar Armando Giménez pasa cerca, camino al tinglado donde dejará el
los ojos y adormecerse. mate y el termo que trae acunando con el brazo, diciendo:
Miro la cara de Cantalicio Roa desde abajo y estudio un rato el —Y a usted, compañero, quién le dijo que se subiera a mi ca-
corte sanguinolento que tiene bajo el mentón. Le pregunto: mioneta.
—Qué te pasó, compañero. Enrojezco. Parado en tierra, tengo la certidumbre de que estoy
—No es nada, cosas del trabajo. en el sitio equivocado. Como milico que, perdido en el monte, se sor-
—¿Siempre haciendo bochinche? prende al encontrarse de pronto parado en el campamento de los
—No queda otra. abigeos. Sólo una vez antes tuve esa sensación y fue cuando entré
122 EL MILITANTE HUMBERTO HAUFF 123

equivocadamente en un baño de mujeres, durante la fiesta de una es- —Necesito trabajo, diputado.
cuela y me topé con una maestra arreglándose los calzones parada —Tipos que procedían como usted fueron los vendepatrias que
junto al inodoro. amargaron al viejo.
El diputado Armando Giménez deja el mate y el termo sobre la Olemos cada uno el aliento del otro. Yo, además, huelo la catinga
mesa de madera y mira a los muchachos marcharse. Le ordena al ti- de mi propio sudor que sube de la camisa.
po que vuelve de cerrar el portón de acceso: —Tengo mujer, hijos.
—Torales, péguele una trapeada a la camioneta, hasta que brille. —No me joda.
Después viene al vehículo, pasa entre los dos sujetos que lo Le doy un empujón. Algo rabioso me sale de la garganta, algo
acompañaban en la cabina y que portan uno un portafolios negro y como un quejido de impotencia, y la fuerza necesaria para darle a
otro un rollo de afiches de propaganda en el que se adivina, por la Giménez un empellón en el pecho con las dos manos. El diputa-
tinta que ensombrece el reverso del primero en el cilindro, el rostro do retrocede sorprendido y se apoya en la camioneta para no
de un hombre. Sin mirarme, dice: caer. El abdomen peludo aflora como una panza preñada cuando
—No me contestó todavía, don Alberto Barrios: ¿qué mierda ha- saltan los botones de la camisa. Es lo único que veo antes de que
cía arriba de mi camioneta? la trompada de Cantalicio Roa me llene la cara de estallidos lumi-
Estoy helado. El trato del diputado Armando Giménez es tan nosos.
duro y tan a boca de jarro que no sé qué decir. Siento la urgente nece- Estoy acostado boca arriba en el suelo cuando el diputado se pa-
sidad de estar en cualquier otro lado. Balbuceo: ra a mi lado y me dice, asomando apenas la nariz sobre el horizonte
—Necesito hablar con usted, compañero. combado de su estómago.
Armando Giménez deja lo que busca en la cabina de la camione- —Si quiere trabajo, venga mañana. Si viene mañana, sepa desde
ta y viene hacia mí. Se para delante mío. ya que no soy su compañero. Si viene, sepa que me va a hacer todos
—Compañero, las pelotas. El tipo que me jode no me trata de los trabajos sucios que haya que hacer.
compañero. Dígame diputado, señor, don, lo que se le cante, pero no Me paso el dorso de la mano por la cara y extiendo a la mejilla la
compañero. sangre que sale de la nariz rota.
Le huelo el aliento cervezuno. Le veo los ojos fijos y desvío los —Y lléguese diciendo patrón.
míos. Cantalicio Roa y los otros tipos siguen con sus quehaceres sin
importarles, aparentemente, lo que me ocurre. Comprendo que de-
ben ser tratados así habitualmente, por eso permanecen indiferentes.
Pero a mí, en la puta vida me trataron tan mal. 17
—Un compañero tiene dignidad— sigue el tipo sin apartarse—.
Si se le dice que venga mañana, viene mañana. Si se le dice que espe- Llego a mi casa bastante tarde en la noche. Estoy sucio, cansado
re, espera. Un compañero es un soldado de la causa, ¿no le enseña- y siento la cara hinchada. Hubiera preferido tener otro lugar adonde
ron eso? ir, pero generalmente uno no tiene más que una sola covacha donde
Creo que asiento levemente con la cabeza y no hago nada por ha- hacer reposar el esqueleto. Si estuviera en el campo, elegiría el tron-
blar. Por eso sigue retándome. co de un árbol para recostarme y dormir.
—Al general nunca le gustaron los tipos pedantes. Decía que son La puerta está cerrada y antes que en Norma y los niños pienso
blandos y chupamedias, y que son los primeros en traicionar cuando en el baño para liberar las tripas. El sopor denso del aire hace pensar
tienen la oportunidad. en que tiene que llover.
Un ardor insoportable me sube por la columna y la sangre gol- Además de la nariz, me duelen las articulaciones, por eso me
pea en mi cara. Tengo comezón en los brazos. Siento las manos frías. sostengo la cadera con una mano. Con la otra acciono el picaporte de
124 EL MILITANTE HUMBERTO HAUFF 125

la puerta y abro. Entonces me doy cuenta de que la casa está a oscu- La voz me tiembla ahora. Tengo un miedo increíble a no sé qué
ras, aunque del fondo, de la pieza de Jorge, viene un resplandor que cosa. Recuerdo la honda extendida, exigida al máximo, a punto de ti-
escapa por las rendijas de la puerta. rar un balinazo. Recuerdo su cara inexpresiva mientras le pedía ex-
Prendo la luz de la cocina y voy al baño urgido por la colitis. Sen- plicaciones delante de sus compinches. El olor de su semen, la cara
tado en el inodoro descargo estrepitosamente las vísceras. Levanto el hinchada de tanto llorar de Norma, la bombacha rota. El aliento into-
brazo y acciono la cisterna para que corra el agua, y después me in- lerable del diputado Armando Giménez en la cara.
clino para asegurarme de que la puerta esté bien arrimada. Eso me Me alejo lentamente de la puerta de la pieza y salgo al patio. La
permite ver la mugre del baño y los mechones de pelo en un rincón. brisa ahora es fresca y siento el repentino deseo de aspirar el olor de
Barro en el piso, frente al lavatorio, me indica que alguien con zapa- una mujer, aunque sea una última vez, de acostarme sobre la grami-
tillas grandes usó el lugar. lla y dejar que la noche me cubra como una capa de tierra fértil y hú-
—¡Norma!— llamo. meda. Miro las estrellas y una nube que deambula solitaria, fulgu-
El silencio tiene sonidos de grillos y ladridos lejanos. Hastiado rante sobre el resplandor de la ciudad. Desato la soga del tendedero
por los problemas y presintiendo otros, me limpio el traste agachado de ropas mientras lloro por primera vez en mucho, mucho tiempo.
como cuando me expongo para que un médico ocasional me meta
con los dedos la hemorroides inflamada. Vuelvo a descargar agua en Formosa, 2 de abril–10 de junio de 2001.
el inodoro, levanto el cierre del pantalón y echo una ojeada a la nariz
torcida en el espejo. Después salgo.
Jorge, en la pieza, está acostado en la cama mirando el techo.
—¿Y Norma?— pregunto.
—Se peló la cabeza a tijerazos. Parecía loca.
—¿Dónde está?
—Fue a la casa de su madre.
No sé qué hacer. Deduzco que Norma se fue porque Jorge vol-
vió. Como en la mañana, siento el impulso terrible de destazarlo.
Siento un estremecimiento que me baja por la espina como cuando el
diputado Armando González me dice que jodo, que soy un rompe-
bolas, un traidor. Las ganas contenidas de matar reaparecen. Me ar-
de la cara de vergüenza. Como me sucedió en la tarde ante Casiano
Pereyra, fantaseo con acogotar a mi hijo con los dedos y contra el
suelo, sentado sobre su pecho enorme y lampiño.
—¿Y los chicos?
—Con ella.
Jorge no me mira. Un dedo suyo juega a enrular un mechón de
pelo detrás de la oreja. Tiene una pierna flexionada y la otra cruza-
da por encima. Ni siquiera se sacó las zapatillas sucias con barro
de cuneta.
—¿Cuándo fue?
—Hace un buen rato.
—¿Y vos qué hacés acá?
NFALGAR

Autor:
Nicolás Toledo

A Nati en el cielo, a Colá conmigo.


Los dos en mi corazón.
“Si los ángeles rebeldes necesitaron tan poco para transformar su
ardor de adoración y humildad en ardor de soberbia y rebeldía,
¿qué habría que decir de un ser humano? Pues bien ya lo sabes, eso
fue lo que descubrí de pronto cuando era inquisidor. Y por eso re-
nuncié a seguir siéndolo.”
UMBERTO ECO, El nombre de la rosa.

Es difícil comenzar mi narración, en parte por el horror que los he-


chos que la inspiran entrañan, en parte porque tan ignominiosos acon-
Mi nombre es Nicolás Toledo. Nací el diez de marzo de 1975 en Co- tecimientos sucedieron hace lo que a estas alturas me parece una eter-
rrientes. Comencé a escribir a los siete años. Cultivo el género fantás- nidad, cuando mis brazos estaban fuertes aún y mi barba no se había
tico y la fantasía épica, amén de poesía y cuentos con temática histó- convertido en la maraña de hebras blancas que enmarcan un rostro co-
rica. Colaboro esporádicamente con medios locales escribiendo mido de años, que me cuesta reconocer como propio. Estoy temblando
críticas cinematográficas. En el 2003 obtuve el segundo premio con al garrapatear los signos que tendrás ante tus ojos, oh, pobre lector de
mi obra “El orador mudo” en el concurso organizado por la SADE fi- la posteridad, que hasta el momento de descifrar mi crónica probable-
lial Corrientes. mente vivías en un mundo regido por una ingenua justicia, y el tem-
Email: nicolasobregontoledo@yahoo.com.ar blor, más que a los achaques propios de los gynecoi, es atribuible al es-
tremecimiento que recorre mis frágiles huesos al rememorar y volver a
la vida el horror absoluto, pero debo vencer el miedo, pues es menester
guardar debido registro de lo acaecido para que ello constituya un ala-
rido de alerta destinado a los que me sucederán.
Por aquel tiempo era yo un amanuense y copista, de los mejores si
me es permitida la vanidad, que desarrollaba mi oficio en una abadía
de Italia, cuya exacta ubicación prefiero omitir por ser ella totalmente
ajena a la historia que allí se desarrollaría.
Gozaba de una cierta fama por mi inspirada caligrafía (que ahora,
como se podrá ver no es más que un triste recuerdo) y por el brillo sati-
nado de las tintas que usaba, de mi preparación, cuya fórmula aprendí
de los infieles musulmanes, Dios lo perdone.
Curiosa paradoja la de los acumuladores de conocimientos de
aquellos días: el saber se atesoraba detrás de murallas bendecidas y los
hombres que lo detentaban pertenecían, sin excepción, a la Fe Verdade-
ra, la de Cristo crucificado, pero a su vez estos eruditos, curiosos como
niños, abrevaban en los conocimientos de los idólatras y de los paganos
para acrecentar su cúmulo de descubrimientos, por supuesto que
adaptándolos a los sagrados preceptos.
130 NFALGAR NICOLÁS TOLEDO 131

También fui uno de tales devoradores intelectuales y ahora, al estar En 1352 mandó a la hoguera a setenta y dos personas el mismo día,
cerca de la oscuridad final, me pregunto (aunque en voz muy baja), si la víspera de Viernes Santo, en la plaza de Urbino. Las ramas eclesiásti-
alguna vez la sabiduría, la lógica y la inteligencia fueron de la mano de cas reformadoras —tan comunes entonces y ahora— temblaban al oír
la religión, o si la existencia de una suprime inexorablemente las otras... su nombre, y lo tenían por el mismísimo Anticristo. Hasta el Papa re-
Ha transcurrido tanto tiempo, y he sido testigo de tantas atrocidades probaba en secreto su furibunda campaña, pero no se atrevía a elimi-
cometidas en nombre del saber (o de la falta de él) y de las creencias y narlo por ser un instrumento valiosísimo en la lucha contra los enemi-
doctrinas, que una capa de duda y desconfianza en los absolutos se de- gos políticos de la Santa Sede, que por cierto eran muchos desde que
positó en mi limitada mente del mismo modo en que la grasa se depo- ésta fuera trasladada a Aviñón.
sita en los vientres de los holgazanes, equiparándome, sin quererlo, a La inminente llegada de tan magnífico visitante produjo en mí
los sofistas de la Antigüedad. emociones tan encontradas que aún hoy me es difícil cualificarlas.
Vi gente arder en la hoguera por no saber: por no saber los divinos Como miembro de la inmensa y universal familia cristiana una
decretos, por no saber que contravenían reglas que nadie les enseñó, y parte de mi ser estaba cargada de expectativas por recibir en lo que
que sus jueces daban por aprendidas, por no saber que saber demasia- consideraba mi hogar al eminentísimo juez, pero al mismo tiempo su
do es también una forma de contradecir a Dios, ya que sus mayores po- reputación me dejaba entrever al hombre siniestro y desalmado para
testades son, sin lugar a dudas, el misterio y la inextricabilidad que re- quien la consecución de sus fines tornaba lícito y correcto cualquier mé-
cubren sus actos. todo, por abyecto y brutal que éste pudiera ser. Ahora que mi mirada
Lo que está en tus manos es un manuscrito maldito y sería una sen- se templó merced a los años, alcanzo a vislumbrar que llegué a aborre-
tencia segura en mi contra en cualquier tribunal del Sagrado Oficio, pe- cer sinceramente a los que, como Reggiano, tan infalibles y tan embebi-
ro una de las cosas que desaparecen en los viejos, junto con dientes y dos de espíritu divino, cierran sus corazones a los clamores de aquellos
cabellos, es la prudencia, que se escapa llevada por los vientos de la te- por quienes deberían velar.
meridad de los que nada tienen por perder. Supe que el reo venía con ellos, y a partir de ahí nadie pudo darme
Pero estoy dispersando mi atención del centro mismo de mi rela- más precisiones. Mis hermanos ignoraban, pobres chismosos de orejas
to, permitiendo que un aviso ante la maldad absoluta se pierda en la- cortas, quién era y de qué delito se lo acusaba. Lo único que comenta-
berintos filosóficos tan del gusto de los retóricos que anidan en las ron, en susurros y con los ojos huidizos que otorga el miedo, era que su
universidades. crimen había sido tan atroz que el mismo Reggiano, hombre fogueado
Cierto día, un gran revuelo cundió entre mis hermanos, agitándo- en las oscuridades del alma, palideció al enterarse de él.
los y llenándolos de una excitación infrecuente en un ámbito en el que ¿Qué tan horroroso podía ser un crimen en una época tan cargada
el silencio y la meditación son los estados que priman. La causa no tar- de sucesos terribles? Inglaterra y Francia se destrozaban en una larguí-
dó en llegar a mis oídos; los monjes, por natural reservados, no escapan sima guerra que se derramaba sobre ambas naciones como la pus in-
a la prisa por divulgar chismes frescos, como cualquier matrona de al- munda. Coletazos de la Peste Negra azotaban todavía, aquí y allá, am-
dea; una legación inquisitorial iba de paso hacia Novara, para celebrar parados por los tufos de las miasmas pútridas en las que habían sido
un Auto de Fe, y pararía unas jornadas en nuestra abadía para descan- transformados los campos. Los que no caían víctimas de los bubones y
sar y cambiar su caballería por refrescos (olvidé mencionar que mi con- de la guerra, sucumbían de a cientos en las hambrunas periódicas. Ma-
gregación era célebre por la calidad de los percherones de sus establos). nadas de lobos asolaban las tierras altas italianas, haciendo pasto de pe-
El cortejo era presidido por el gran Reggiano da Cafalú, el martillo regrinos y viajeros.
de los herejes en el Norte, el trueno de Dios. Los cuatro jinetes del Apocalipsis vagaban libremente, segando a
Reggiano era una leyenda. Se decía de él que, en su afán purifica- placer todos los confines de la flagelada Europa.
dor, no hubiese dudado en sacrificar a su propio padre... de hecho, vo- Dos días tardó el contingente esperado en suceder a la noticia que
ces intencionadas afirmaban que ciertamente lo hizo. tanto alboroto causara entre mis pares.
132 NFALGAR NICOLÁS TOLEDO 133

El primero en verlos fue Waaldruf de Leppe, el gigantesco alemán dinados, las risas y las canciones obscenas de la soldadesca. A pesar de
que estaba a cargo del huerto. ir acompañando una misión religiosa, aquel tipo de distracciones eran
Entró corriendo y gritando al tiempo que agitaba los brazos, y más toleradas y hasta incentivadas por los superiores, porque contribuían a
que nunca parecía un oso, de aquellos que tan afectos eran a colocar en mantener alta la moral de la tropa en viajes largos cargados de incomo-
sus manuscritos los ilustradores de la Hibernia. didades y penurias, pero del gusano de carne y metal que se deslizaba
Salimos a la carrera en dirección a los portones de las murallas que hacia la abadía no brotaba ningún sonido, salvo el que producían las
daban al sendero cubierto de nieve y, a pesar de la neblina, que desdi- botas y el traqueteo del carro monstruoso.
bujaba y uniformaba las siluetas, distinguimos la masa compacta de El bosque de picas estaba a una distancia cortísima de los muros,
soldados de la infantería francesa, haciendo temblar la tierra con sus cuando se detuvo en seco, sin una orden, y un emisario se desprendió
botas herradas, que producían un sordo estrépito al hollar el suelo es- de sus filas, adelantándose para venir a nuestro encuentro.
carchado. Detrás de ellos venían —y era posible divisarlos, pues esta- Por la riqueza de la armadura, debía tratarse de un jefe, tal vez un
ban en la parte alta de una pendiente—, los clérigos, también a pie, sal- capitán, que usaba una barba corta y rojiza y parecía muy joven, de se-
vo uno de ellos. No hizo falta preguntar quién era, ya que a pesar de no guro un noble cuyo padre había comprado el cargo para él.
conocerlo en persona, supe su identidad de inmediato. Habló en una lengua que, adiviné, sería francés, que desconocía
Aún montado, se podía adivinar fácilmente que su estatura sobre- por completo, ya que me había criado escuchando el dialecto que se ha-
pasaba por una cabeza y media la de un hombre normal. Iba emboza- blaba en mi tierra y luego, siendo poco más que un niño, aprendí el la-
do con una capa negra de tela rústica y muy gruesa, y el sombrero de tín que se convirtió en mi lengua coloquial y escrita.
viaje, encasquetado hasta las cejas, ocultaba su rostro por completo. El Éramos muchos los monjes apiñados en el umbral, y todos nos mi-
vapor que despedía por los belfos su percherón azabache ascendía en- rábamos extrañados, interrogándonos sin palabras si alguno conocía y
volviendo al jinete, otorgándole a éste un aspecto de centauro, tan so- podía descifrar aquello que oíamos.
brenatural era a lomos del oscuro animal. A sus espaldas divisé una Uno de nosotros se abrió paso entre los hombros levantados y las
mole cuadrada, que mi imaginación creyó se trataba de una torre móvil negaciones, un monjecillo bajo y de cabellos ralos, con la cara picada de
de asalto, como las que nuestros cruzados usaron en sus asedios a las viruela y sin dientes en la parte alta de la boca, y saludó al enviado con
fortalezas sarracenas en Tierra Santa, pero al acercarse un tanto la co- unas palabras similares a las que éste empleara al principio.
lumna, y al romper la cerrazón, se notó que era un carromato enorme El capitán observó al hombrecito con aire fastidiado, molesto por
de madera tachonada con hierro, con una pequeña abertura protegida tener que rebajarse a presentar su saludo a un interlocutor tan indigno,
por unos gruesos barrotes que, seguramente, dejaban pasar nada más y después de una pausa, en la que siguió evaluando con disgusto al
que unas tristes hilachas de luz. La jaula era arrastrada por siete bue- monje, habló un largo rato.
yes, y sus ruedas recubiertas de acero tenían una altura tan desmesura- Supimos que se trataba de una fórmula protocolar, dicha de corri-
da que un hombre hubiese podido acostarse en ellas con los brazos ex- do y de memoria, por la carencia de inflexiones y de entonación. Cuan-
tendidos. El peso de la carreta debía de ser colosal, puesto que do hubo terminado, interrogó a mi hermano (Ignatius de Rouergue,
sumados a los bueyes, muchos hombres se afanaban en la parte trasera creo se llamaba), que lo escuchaba con la cabeza gacha.
empujando para impedir que se atascara en el camino, fangoso porque Ignatius se volvió hacia nosotros, que observábamos intrigados, y
las pisadas de hombres y bestias habían licuado la nieve, convirtiendo nos dijo en latín que “el jefe de la custodia del Doctísimo Juez Inquisito-
el paso en una ciénaga sucia y pegajosa. rial Reggianus solicitaba hablar con el abad que gobernaba entre aque-
Un estremecimiento me recorrió el espinazo, que en ese momento llos muros con el fin de pedirle formalmente asilo para su excelencia
atribuí al frío, y me arrebujé en mi sayo, levantándome la capucha. Reggianus y su comitiva”.
Ni una voz se oía en la caravana, voces que son naturales en tales —Por lo tanto, que alguien vaya a notificar al abad que este gran-
marchas: maldiciones de los boyeros, gritos de los oficiales a sus subor- dísimo asno lo reclama—, agregó Ignatius en latín con aire solemne.
134 NFALGAR NICOLÁS TOLEDO 135

Contuvimos la risa lo mejor que pudimos y dos salieron disparados La tropa reinició la marcha, siempre en hermético silencio, y pe-
hacia los aposentos abaciales. netró en la abadía conservando el orden: los infantes, los clérigos... Y
El abad llegó al cabo de un rato. Reggiano.
Era grueso y patizambo, y carecía de cuello. Seguramente el re- Antes de trasponer la entrada, se apeó del caballo y se desembo-
querimiento de su presencia lo había tomado por sorpresa, ya que zó frente al abad, quitándose el sombrero y los guantes. Por primera
sus paramentos estaban colocados al descuido y la parte trasera de vez pude ver sus ojos, grises, helados, y supe que todo lo que de él se
su sayo estaba levantada, dejando al descubierto sus calzones. contaba era cierto. Uno confesaría cualquier cosa ante ojos así, pero
Cualquiera que hubiese intentado evaluar al abad Cósimo no en espera de la clemencia reconfortante de la absolución sino por
por su aspecto habría fallado. Los mofletes sonrosados de glotón temor al fuego; sí, exactamente de eso se trataba, la pira chisporro-
y los ojillos celestes semihundidos entre los pliegues del rostro teaba en sus pupilas lanzando destellos entre gélidos y abrasadores,
abotagado escondían el ave de presa detrás de la máscara del la mirada escrutaba y hurgaba, medía tamaños y tiempos de cocción
tonto. Ese hombre, nacido en Sant ‘Antiocco como hijo de Señor, de quien estuviera delante, y la boca era apenas un tajo sin carne, un
no había dudado en conspirar para ascender a la dignidad que sepulcro blanqueado destinado a abrirse sólo en ocasión de la conde-
poseía. Era experto en teología y dominaba a la perfección el na, del mismo modo que El ángel del Apocalipsis, aquél con una es-
griego y el arameo. pada en vez de lengua.
En 1364 escribió un tratado, el de hereticum filii, para refutar otro Reggiano era hermoso, a pesar de ser ya maduro, y eso sobrecogía,
de Filidoro de Austerbach, y lo hizo de manera tan brillante que Fili- pues siempre la suprema armonía trasluce un dejo de horror, de sobre-
doro fue a dar con sus huesos a la hoguera por apóstata. naturalidad, tan distinto de la humana imperfección que entraña la
No me sorprendió enterarme, años después de haber partido yo fealdad que es común entre los hombres y muchas de sus obras.
de aquella abadía, que murió envenenado en la corte de Giampietro Teme a la belleza, lector, teme a lo resplandeciente, a lo liberado de
Barbagelatta, de quien era asesor en ese momento y le había brinda- mácula, a la coruscante vestidura de la virtud irreflexiva, pues muchas
do asilo después del cónclave de Siena, de donde tuvo que huir con veces es ahí donde la maldad halla refugio. Los seres sin mancha difí-
lo puesto tras defender la postura derrotada. Ya dicen las Escrituras cilmente toleran la suciedad ajena. El abad se reclinó para besar el ani-
que el que a hierro mata, por el hierro muere. llo que Reggiano llevaba en el índice y lo saludó, a lo que el inquisidor
Espero se me excuse hablar mal de alguien que ya debe ser pol- contestó deseándole la paz y la bienaventuranza. Dicho esto, se dieron
vo entre el polvo (como la mayoría de los protagonistas de mi histo- el ósculo en la boca, saludo a la usanza entre hombres de jerarquía, y el
ria, salvo quizás algunos novicios, pues transcurrió hace tanto tiem- abad lo tomó del hombro para guiarlo al interior del edificio. El carro-
po), pero me he jurado ser fiel a la verdad y para ello decidí no mato rodaba lastimosamente tras ellos. Su solidez atemorizaba, ya que
escatimar detalles acerca del carácter y las flaquezas de todos los que las maderas asemejaban piedras perfectamente encastradas y amalga-
estuvieron implicados en dicha trama. No temo que las ánimas que madas unas sobre otras. Las fajas de hierro eran oscuras y del espesor
habitaban en ellos vuelvan para atormentarme a partir de ahora, de un dedo, y en el mismo metal estaban forjados los barrotes.
porque ya lo hicieron durante el período en el que guardé silencio, La prisión con ruedas era tan alta como una choza. De su interior
flagelando mi mente agotada con sus garras de arpías. brotaba (o mejor dicho, de toda su estructura, pues la parte externa
El oficial se dio a conocer ante el abad y reinició su perorata, al también estaba impregnada), olor a excrementos, a orines y a paja seca,
tiempo que Ignatius oficiaba de traductor. a humedad y a trapos viejos, a semen y a enfermedad, como de la ma-
Cósimo, dominador de formas también, respondió con otro lar- driguera de un animal agonizante. Nubecillas de vapor escapaban por
go discurso, aprendido de antemano y repetido infinitas veces ante la diminuta ventana enrejada, un vapor espeso y de un color gris ceni-
huéspedes ilustres, y al final levantó la diestra y bendijo al enviado, ciento, que daba la sensación de solidificarse al contacto con el aire frío
que se inclinó y dio media vuelta para volver con los suyos. y diáfano de la mañana.
136 NFALGAR NICOLÁS TOLEDO 137

—Ahí está el condenado—, susurró en mi oído izquierdo Fadrique escoba y un cubo con agua estaba barriendo el interior, que me pareció
de Toledo, como si hubiese hecho falta señalarlo. más grande y tenebroso que lo que había calculado.
Ninguna rendija entre los maderos permitía vislumbrar algo de la La madera tenía una pátina renegrida y estaba resquebrajada, co-
persona que estaba confinada en tan escalofriante artefacto, pero así y mo si todo el sufrimiento que le estaba destinado contener lacerara la
todo creí distinguir, por una mínima fracción de tiempo, unos ojos ro- superficie otrora lisa y pulida.
jos como carbúnculos contemplando el camino. ¿Cuántos acusados habrían yacido acurrucados ahí? ¿A cuántos
habría aguijoneado el frío y aturdido el calor, agobiados por la atmós-
fera que —seguramente— hacía doloroso el respirar, al inhalar un aire
ora helado como la muerte, ora espeso e hirviente como las aguas sul-
2 furosas del Averno? ¿Cuántas lágrimas habrían horadado ese suelo,
anegado de vómitos y orines y cubierto de los detritus nauseabundos
La delegación fue acomodada lo mejor posible. que provoca el miedo? ¿Cuántos de ellos, pobres condenados, habrían
La hospitalidad monástica es más bien frugal, no por falta de cari- implorado por clemencia al Cielo, agitando sus grilletes, cuando sus te-
dad sino porque los que la dispensan tienen como una virtud el ascetis- rrenales jueces les bajaron el pulgar, en remedo de los Césares paganos
mo (aunque es mi deber confesar que algunas congregaciones superan amos de vidas y muertes? ¿Alguno habría sido, al fin, absuelto, no por
en lujo y placeres los palacios de varios príncipes seculares). el Creador, sino por el Tribunal del hombre...?
La tropa se ubicó en los amplísimos establos, y los sacerdotes y cléri- Asocié el carromato al Lignum Crucis, el sagrado leño en el que
gos en las celdas monacales, que por ser la nuestra una abadía de relati- padeció Cristo su pasión, Cristo, el Dios-hombre (¿o el hombre-
vamente pocos habitantes, en algunos casos se hallaban desocupadas. Dios?), cuyo martirio también fuera impuesto por magistrados infle-
Los boyeros, cocineros, estibadores y pajes armaron sus tiendas en el ex- xibles y sordos, por impenetrables instrumentos jurídicos que todo
tenso patio que antecedía al huerto, al abrigo de unos frondosos árboles ignoraban del alma.
que, a pesar de ser invierno y estar cargadas sus ramas de copos, prote- Tal alud de interrogantes e imágenes me descompuso, y por un
gerían bastante de la helada y la escarcha las robustas carpas de cueros instante las piernas me temblaron y sentí la boca como llena de algodo-
de buey. La habitación de las visitas importantes, tan cálida y confortable nes que se metían en mi garganta, provocándome náuseas y arcadas. El
como la del abad, fue ocupada por Reggiano. Se ofreció un almuerzo de muchacho que estaba limpiando, alarmado por el aspecto cerúleo de
bienvenida a tan insignes recién llegados, durante el cual Cósimo, nues- mi semblante, bajó presto con su cubo y me salpicó la cara con el fin de
tro rector, alabó al inquisidor calificándolo de “gloria de la cristiandad” y reanimarme, interrogándome en una lengua por completo extraña pa-
“muralla contra la cual se estrellaba la oleada abominable de la herejía”. ra mí. Supongo que quería saber si me encontraba bien, porque apoya-
El aludido se limitaba a agradecer cada tanto con un movimiento de ca- ba su mano en mi hombro y me daba palmaditas, asperjándome con el
beza. Era evidente que toleraba a duras penas la obsecuencia. líquido frío. Al recuperarme un tanto, me erguí, con los ojos todavía
Al término de la comida, luego de dirigirnos a la capilla para decir llorosos por las arcadas, y con las manos en abanico hice el gesto uni-
nuestras habituales oraciones, salimos de nuevo al raso para reiniciar versal que significa “estoy bien, no es nada”, mientras ensayaba una
las tareas que nos correspondían, yendo algunos al huerto, otros a los sonrisa. El muchacho volvió a sus tareas y yo proseguí camino, ya sin
establos, otros a la herrería... Justamente, por allí hube de pasar en el ca- rastros de mi repentino vahído, picado ahora por la curiosidad.
mino hasta el scriptorium, ubicado en un pequeño edificio separado Fue Teobaldo de Maguncia, una vez en el scriptorium, quien me
del cuerpo principal de la abadía. Noté, entonces, que el armatoste con proporcionó información. Teobaldo era larguirucho y desgarbado,
ruedas que trasladaba al prisionero de Reggiano tenía su única puerta con una nariz inmensa y llena de pelos que se erizaban al husmear al-
abierta, y estaba estacionado frente a dicho taller. Grande fue mi sor- guna nueva. Él era una contradicción que echaba por tierra la fama de
presa y, al asomarme al hueco oscuro vi que un mozo, munido de una lacónicos y discretos de la que eran poseedores los teutones, y ni si-
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quiera su fisonomía hacía honor al arquetipo de aquella raza. Le pre- me que el abad deseaba hablar conmigo y que me esperaba en su recá-
gunté si sabía qué había sucedido con el preso, y se frotó las manos y mara, dispensándome de asistir a misa.
levantó las comisuras en una sonrisita que agrandaba sus fosas nasa- Yo me preguntaba si el llamado se debía al disgusto por alguna de
les, dejando al descubierto la pelambre similar a la del lomo de un ga- mis labores. Otro motivo no se me ocurría, ya que mis conversaciones
to presto a saltar. con el abad se circunscribieron siempre a cuestiones relacionadas con
—El brujo está en las mazmorras —me dijo complacido—. Es po- mi oficio, como por ejemplo qué color de tinta deseaba para tal manus-
derosísimo y temían que escapara en la noche. Según dicen, obtiene su crito, o qué libro podía raspar para confeccionar cual palimpsesto, y
fuerza de las uñas de los muertos, lo cual no me extraña, porque bien siempre se desarrollaron en el ámbito del scriptorium. Golpeé con nu-
dijo Ramón Henríquez de Santamaría en su de ars perversis contra fidem dillos ateridos la puerta tallada y el abad me indicó que entrara. Cósi-
cactolicam que esos apéndices córneos de los dedos concentran una mo miraba distraído a través del ventanal la noche despejada y clave-
energía diabólica y es muy fácil comprobarlo pues siguen creciendo teada de estrellas. Reggiano lo acompañaba.
aún mucho tiempo después de que el espíritu abandone el cuerpo... Estaba sentado en un sillón de patas de bronce, inmóvil, los dedos
No tenía ganas de embarcarme con Teobaldo en una conversación entrecruzados delante de los ojos de tal modo que parecía esperar que
erudita, así que me disculpé y fui a ocupar mi mesa. sus uñas le revelaran algún arcano secreto (o tal vez seguía yo un tanto
Al correr del día, y sumergido de lleno ya en mis tareas, olvidé por sugestionado por las palabras de Teobaldo).
completo el asunto, abstraído como estaba en la copia de la traducción —Acércate, Aletto. —me animó Cósimo—. Debes conocer ya al
de cierta obra, cuyo autor era un sabio egipcio, que versaba sobre el uso ilustre Reggiano da Cafalú, su eminencia al frente de la comitiva que
de las sangrías para expulsar los malos humores causantes de la gota. hospedamos tan gustosamente.
La gota, decía el libro, era producto de la excesiva acumulación de —Claro que lo conozco por su prestigio de hombre de sabiduría y
jugos fríos en las extremidades inferiores, de ahí el color violáceo y la sentido de justicia ilimitados, aunque no he tenido ocasión de tratarlo.
hinchazón que presentaban los enfermos en piernas y pies. El médico Es un verdadero honor tener frente a mí a tan encumbrado funcionario.
recomendaba sajar dichas zonas y presionarlas para dejar salir la san- Reggiano desvió la vista de sus dedos y sólo ahí se percató de mi
gre mala y los líquidos nocivos, procediendo luego a sumergir los presencia. Curvó su boca, delgada cual filo de cuchillo, en una sonrisa
miembros heridos en una mezcla de agua hervida con sal, durante un de compromiso y extendió la diestra para que besara su sortija. Me
breve lapso, determinado por la resistencia del paciente, con el fin de prosterné y mis labios tomaron contacto con el sello de oro, que se me
restablecer la temperatura normal de los fluidos internos y al mismo antojó cálido en comparación con la piel que lo circundaba.
tiempo purificarlos por medio de la sal que, según se decía, era lo me- —También vuestro prestigio, fra Aletto, ha llegado a mis oídos en
jor para el tratamiento de los gotosos. Sólo me sacó de mi concentración palabras del hombre que rige los destinos de este lugar—el abad asin-
el llamado a cenar. tió con un gesto afable—. Se me ha dicho que sois un verdadero maes-
Comimos en silencio, pasada ya la novedad de los visitantes, que tro en el arte del copiado, cosa que pude constatar merced a ciertos vo-
se había traducido antes, en el almuerzo de ese día, en cuchicheos y co- lúmenes que me fueron gentilmente acercados. Debo felicitaros por
dazos entre los monjes. La lectura que la Regla prescribe estuvo a cargo vuestra bella caligrafía y vuestra esmerada preparación de los folios.
de uno de los clérigos de la comitiva, un religioso ancho de espaldas y He conocido los trabajos de copistas de Cluny y de Sankt Gallen y, en
rubio, de potente voz, que usaba un bigote de colas caídas. Aunque verdad, nada tenéis que envidiar a tan grandes artistas.
manejaba muy bien el latín, lo pronunciaba con acento ríspido y duro, Me ruboricé un poco. Respondí:
propio de los habitantes de la Alsacia profunda, gentes que tienen —Muchísimas gracias, mi señor. Que alguien de vuestro rango sea
plantadas sus raíces genealógicas entre los antiguos galos. La cena con- tan pródigo en elogios para con mi oficio me inunda de una enorme sa-
cluyó y nos dispusimos a ir al oficio de Vísperas. Llegué a la puerta y tisfacción, a pesar de que quizás exageráis un tanto. Tuve oportunidad
una mano me asió del codo. Era la de Fadrique de León. Quería avisar- de ver libros salidos de esas factorías del saber que acabáis de nombrar-
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me, y permitidme deciros que empalidecí ante su hermosura, especial- magnánimamente el juez está facultado a prodigar. Esta instancia debe
mente ante los de Bertrand Baptiste de Cluny, a quien considero, desde estar asentada por escrito ya que, fra Aletto, la Inquisición es una in-
mi humildísima opinión, uno de los mejores copistas del mundo cris- mensa maquinaria cuyos engranajes deben funcionar con una precisión
tiano, junto con Sancho de Batuecas, de las tierras españolas... e infalibilidad totales, y cualquier movimiento se registra y archiva con
—Sí, sí, —me interrumpió, dispuesto a no perder el hilo de su el fin de salvaguardar la memoria de una entidad nacida al amparo de
idea—, pero vos no sois menos que aquellos que mencionásteis, y la fe. Ahí es donde vos entráis. Necesitamos, el Oficio necesita, que
además el abad me ha dicho que otra de vuestras cualidades es la ra- transcribáis este segundo interrogatorio, que llevaré a cabo frente al cri-
pidez, y es ésta la que me interesa sobremanera y la que me ha moti- minal por ser yo el Juez Mayor de su causa. Aunque los tiempos legales
vado llamaros. son largos, no queremos dilatar más aún este caso aguardando llegar al
—He puesto en conocimiento al ilustre Reggiano de la celeridad lugar de ajusticiamiento para realizar la última fase obligatoria. Preferi-
con la que escribes al dictado —terció Cósimo—. Casi al unísono con la mos proceder aquí, aprovechando de paso vuestro talento…
palabra, cosa que es de mucha utilidad para el encargo que desea enco- Debo reconocerlo, la propuesta me resultaba un medio ideal para
mendarte. satisfacer mi curiosidad. Hasta entonces nunca me había visto ligado a
—A pesar de las lógicas limitaciones físicas se diría que soy rápido, los asuntos de la Inquisición, y desconocía sus manejos, pobre monjeci-
sí. La recarga casi constante de tinta, el deterioro de la pluma, más algu- llo aprisionado.
nas ocasionales eventualidades, atentan en cierta medida contra mi ve- Olvidé el olor a bestia encerrada, olvidé la impresión que Reggiano
locidad, pero un buen escribiente (espero que esto no suene jactancio- me produjo, olvidé las dudas que me agitaban, y dije que sí, que sería
so) salva dichos obstáculos almacenando todo lo que se dice en su un honor. Por lo demás: ¿cómo negarse al pedido de un Juez Mayor?
cabeza para pasarlo de manera que no existan lagunas en medio de la Circulaban historias de gente que por muchísimo menos terminó ca-
transcripción —expliqué—. ¿Puedo preguntar para qué se requieren balgando en el potro de los tormentos. Reggiano volvió a su posición
mis pobres habilidades? inicial, enderezándose, y una sonrisa beatífica le cambió el semblante.
Reggiano dejó de lado la sonrisa, que se le borró como empujada —Sabía que no os negaríais. Comenzaremos temprano por la
por una brisa súbita. Adoptó una expresión reflexiva y ceñuda. Ade- mañana.
lantó un poco más el cuerpo en el asiento, quedando casi en el borde, Adiviné los dientes de lobo tras el tajo de carne y vi llamear con
mientras apoyaba el codo derecho en una rodilla y sostenía la mano iz- más fuerza la hoguera helada en sus ojos pálidos. Hoguera helada.
quierda en el apoyabrazos, tal vez para dar a sus palabras un toque de Nunca mejor empleado un oxímoron.
confidencialidad.
—No debéis ignorar el hecho de que llevamos un prisionero. Tam-
poco debéis ignorar nuestro propósito: conducirlo a Novara donde se
aplicará la sentencia que le fue dictada. El trámite ha sido cumplimenta- 3
do, al igual que todas las formalidades: las declaraciones de los testigos,
la constatación de éstas por parte de los alguaciles, el análisis de los car- Después de laudes, pasé por el scriptorium para recoger los ele-
gos efectuado por los evaluadores, la calificación de los delitos según el mentos que me harían falta. También me hice ayudar por uno de los
derecho inquisitorial, competencia de los juristas teologales, y finalmen- monjes para trasladar una pequeña banqueta y una mesilla más larga
te la revisión de todo esto por el Tribunal Mayor. Precisamente en razón que ancha.
de las disposiciones que garantizan la total justicia de los procesos enca- El cielo amanecía límpido, preanunciando una mañana clara. Ha-
rados por el Oficio, se requiere que el acusado comparezca por segunda bía helado, y la escarcha manchaba aquí y allá los matojos de hierba
vez ante el jurado, o ante quien lo preside, a fin de que reafirme su cul- reseca y amarillenta. En el campamento del patio no había aún movi-
pabilidad o, caso contrario, se acoja a la misericordia y al perdón que tan mientos, al igual que en el establo donde descansaba la tropa. Caminá-
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bamos deprisa, con las capuchas levantadas y las narices metidas den- do. Dominándolo todo, en una ubicación que debía ser perfectamente
tro de los sayos, procurando echarnos calor con nuestros alientos. visible desde los calabozos, se encontraba una enorme mesa, de patas
Las mazmorras se encontraban debajo de la herrería. Si bien tenía robustas, como el banco de trabajo de un carpintero. Sobre ésta, meti-
conocimiento de su existencia, en todo el tiempo que hube transcurrido culosamente alineadas, unas herramientas similares a las empleadas
en la abadía jamás se usaron hasta entonces: las penitencias se cum- en la herrería montaban una guardia muda. Tenazas, sierras, brocas
plían en las propias celdas de los hermanos, pues nunca eran impues- de distintos grosores, martillitos acomodados junto a otras piezas, és-
tas por causas tan graves que ameritaran una reclusión estricta. tas sí extrañas, como salidas de la fragua de un artífice desquiciado:
Reggiano, el abad y cuatro soldados aguardaban en la puerta. Ni gubias, cuchillas curvas, hoces diminutas, cizallas, cilindros de extre-
bien llegamos, dio órdenes en francés a los soldados de que tomaran la mos afilados, una suerte de bozal con clavos...
banqueta y la mesilla, y Cósimo le indicó a mi compañero que se retira- De golpe comprendí. Eran los brazos de la Inquisición. Los conver-
se. Uno de los franceses llevaba una lámpara y se adelantó para ilumi- sores de los paganos, los tormentos de los herejes, los confesores de los
narnos. Penetramos en el inmenso taller con gran cuidado de no trope- apóstatas, los mutiladores de los agnósticos, los flageladores de los re-
zar con los mazos, tenazas, fuelles y trozos de metal que yacían formistas.
desparramados en el piso de tierra. Casi al final del recinto, la porción Los franceses seguían intercambiando chanzas y risitas, que me
de luz hizo visible un quicio de piedra que sobresalía del suelo. Presta- sustrajeron de mis pensamientos. Uno tomó una pinza circular y fingió
mente, el abad se arrodilló y comenzó a descorrer la tranca del pasador, asir la oreja de otro. Éste gritó impostando la voz, y al oír ésto Reggiano
maniobra en la que fue auxiliado por los franceses que, desembaraza- giró y les habló suavemente pero en tono firme, clavándoles una mira-
dos ya del pesado madero, pasaron una soga a través de la argolla de la da que los hizo enmudecer de inmediato. A continuación me hizo se-
puerta y tiraron de ella, abriéndola no sin esfuerzo. ñas de que me acomodara a su lado. Volvió a dirigirse a los soldados y
El abad tomó el candil y se adentró en la estrecha fosa, descen- éstos palidecieron y aferraron sus armas con más fuerza. Dos de ellos,
diendo con gran cuidado. Detrás iba Reggiano, y luego yo, apoyándo- temerosos, destrancaron la puerta de una de las celdas. Reggiano tomó
me con una sola mano en la pared rugosa para no caer, ya que los es- la lámpara y enfiló hacia el cubículo abierto. Lo seguí fascinado. La fi-
calones tallados en la roca estaban húmedos y resbalosos y mi gura acuclillada se irguió al aproximarse la claridad, protegiéndose los
equilibrio era bastante precario debido a que debía cuidar que mis ins- ojos con el antebrazo.
trumentos de escritura y mis pergaminos no terminaran en tierra. Pe- Ya mencioné que Reggiano era un hombre alto, y a mí no se me hu-
ro, sin duda, la peor parte se la llevó el que acarreaba mis muebles, ya biera podido definir como un enano, pero la silueta oscura nos dejaba
que a la incomodidad le sumaba el estar casi a oscuras. Sus camaradas como niños. Los hombros anchísimos parecían a punto de hacer saltar
reían en voz baja, mientras el pobre hombre mascullaba unas palabras las paredes que lo contenían como podrían haber hecho saltar las cos-
que, a juzgar por el tono eran maldiciones. Concluido el descenso, el turas de una camisa muy ceñida.
lugar se ensanchó y Cósimo acercó su llama a unos hachones empotra- —Se te saluda, Knut Trigvasson —dijo el juez al acercar la llama al
dos en los muros. rostro del prisionero.
Ahí conocí, de verdad, la prisión subterránea. Se trataba de un sa- —Haal Kusad, Reggiano —contestó la cabezota blanca, en pala-
lón (para llamarlo de algún modo) amplio, de piedra desnuda. El piso, bras que nunca escuché antes y de las que hasta el día de hoy ignoro el
también de piedra, estaba cubierto de paja y aserrín. A la izquierda de significado.
la escalera por la que ingresamos, distantes de ésta unos veinte pasos, Me dije que, después de todo, la seguridad del carromato no era
había dos celdas diminutas, cuyo interior no alcanzaba el resplandor tan exagerada. El brujo —así fue como lo definió el chismoso de Teo-
de los hachones. Justo frente a la entrada, en la pared meridional, esta- baldo— exudaba un poderío que estremecía, algo que iba más allá
ban clavadas dos grandes anillas de hierro con sendas cadenas colgan- de lo físico. El cabello le llegaba a la cintura y estaba sucio y apelma-
do. En un rincón descansaba un brasero con una pila de carbón apaga- zado. Tenía la cara cruzada de cicatrices y quemaduras, al igual que
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el pecho, moteado de vellos achicharrados y costras de sangre seca. —¿Tomarás nota de lo que aquí se diga? Cuida, entonces, de respe-
El brazo derecho estaba dislocado, por lo que la palma adoptaba una tar mis dichos tal como los pronuncio.
postura antinatural, doblada hacia afuera. La mano izquierda —an- Aciaga labor la de los escribas en general y la de los cronistas en
cha como la pala de un remo— tenía cercenados el anular y el meñi- particular, pues mienten por fuerza. Nadie puede recordar, y trasladar
que, y los muñones estaban liados con unos trapos mugrientos. Co- literalmente a la letra una frase, una sentencia, un giro, tal como fueron
mo única indumentaria llevaba el sambenito amarillo que el Sagrado incoados. En el caso de los cronistas las dificultades se acrecientan, por-
Oficio proveía a los reos, desgarrado en varias partes. Era el mues- que suman a las tribulaciones ya expuestas la distancia temporal con lo
trario vivo del sufrimiento, y sin embargo no inspiraba lástima, por- narrado. (¡Bien lo sé yo, al estar redactando estas líneas!) La espontanei-
que parecía un titán abatido y no una víctima. Los hierros y los fue- dad y la fidelidad viajan por senderos distintos, convirtiendo a la escri-
gos de la tortura no habían enterrado la altivez y el aire mayestático. tura en un compendio de sentidos abortados y acontecimientos altera-
No sé cómo, pero asocié su estampa a la de los reyes de Thule que vi dos, pues por mucho que el registro transcurra casi a la par del acaecer
en un libro de geografía. de los hechos, siempre se omitirá una minúscula fracción de tiempo
Parados frente a frente juzgador y juzgado ambos eran imponen- que, probablemente, engendre un pensamiento que refute todo lo ex-
tes, de distinta manera: Reggiano flaco y seco, implacable el gesto, una presado con anterioridad. Sólo los que vivimos entre plumas y códices
espada enraizada en la tierra, y el coloso bestial, baobab de carne, Atlas sabemos de tan penosas limitaciones.
exiliado, emergente de las potencias ignotas que reinan bajo el mundo. —No te equivoques, hereje. Quien dispone aquí soy yo. Dime tu
—Sígueme, hereje —instó Reggiano en latín. El gigante soltó una nombre y el crimen por el que se te juzga.
atronadora carcajada y respondió, también en lengua de Virgilio: Me percaté de que el protocolo inquisitorial daba comienzo en
—¡Así que pasé de nigromante a hereje! Curiosa subversión de aquel preciso momento. Reggiano, sin necesidad de mudar de aspecto,
cargos... ni de ataviarse con algún ornamento que demostrara su dignidad, se
Uno de los soldados que lo flanqueaban debió adivinar por la risa convirtió en dispensador de castigos y absoluciones.
que se estaba burlando del inquisidor, por lo que le propinó un golpe Le bastó una simple fórmula, terrible en su esencia, para elevarse
con su lanza detrás de las rodillas que hizo al coloso prosternarse invo- sobre el reo y divorciarlo de su condición humana. Al ser dicha como al
luntariamente. descuido, lo menoscababa y despojaba de identidad dando a entender
Se levantó con ayuda del brazo sano y fue conducido al centro de la que quien estaba frente a él era poco más que un cúmulo de cenizas a
prisión, donde Reggiano tomó asiento en una piedra cuadrada. Hice lo pesar de no haber sido todavía quemado. Con el tiempo confirmé que
mismo en mi banquillo y dispuse todo para comenzar mi tarea cuando en esos virajes del trato radica el dominio de los jueces. Arrebatan a los
el juez así lo ordenara. otros su entidad para investirse ellos mismos de omnipotencia.
El acusado permaneció de pie, al igual que los cuatro custodios y —Knut Trigvasson, de Norge. Se me acusa de brujería, idolatría,
Cósimo, con la cabeza gacha y dedos entrecruzados como en muda profanación de cadáveres, apostasía, falta de respeto a los símbolos sa-
plegaria. grados y paganismo.
—Knut Trigvasson, el brazo secular agotó ya todos sus recursos en —¿Son ciertas estas imputaciones?
ti. Estoy aquí para que tu maldad quede registrada por toda la eterni- —Según los parámetros por los que te riges, sí. Según los míos son
dad en la memoria de los cristianos. infundadas.
El hombretón dirigió la vista hacia mí. El costillar de tonel se agita- —¿Y con qué parámetros especiales te manejas tú? ¿Con los pre-
ba rítmicamente, sacudiendo la barba que descendía hasta la mitad del ceptos inculcados por Belcebú y su corte de eruditos en el Mal? ¿O con
pecho. Los ojos, como me los hube figurado la mañana anterior, eran los de los dioses oscuros a los que rindes pleitesía? Espero puedas ex-
dos ascuas bajo las cejas espesas. plicarnos tus justificaciones para transgredir las leyes de Dios.
Un tanto incómodo, fingí ordenar mis pergaminos. —Las leyes que dices que violé son las de tu Dios, al que no reco-
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nozco. Por otra parte, mis principios jamás pudieron serme inculcados sellada. Nada peor que traspasar la valla entre las dos partes demos-
por Belcebú, ni por Satanás, ni por ninguno de los demonios a los que trando inteligencia. No hay nada que predisponga peor a un juez que
tú temes, sencillamente porque no creo en ellos ni tienen cabida en mi la puesta en evidencia de sus limitaciones. Al desaparecer la sumisión,
concepción del mundo. el magistrado no ve ya al acusado como víctima, sino como enemigo.
Reggiano sonrió. Conocía el juego, y le gustaba. Aunque nada de esto, supuse, importaba demasiado a Knut. Ya era
—Entonces niegas la existencia del Mal. Contradices la santidad de pasto de hoguera, y lo único que pretendía era acabar con la mayor al-
los profetas y su sabiduría, ignorando las pruebas que confirman la tivez posible.
realidad del Diablo. —Señor Reggiano, son curiosas tus contradicciones. ¿Dices que tu
Knut habló con una voz gutural. esencia es la misma que la de aquel a quien aborreces? Entonces, los
—No niego la existencia del Mal, pero no reconozco a los que tú dos sirven a una voluntad superior, la de tu Dios, por lo tanto, la mal-
acreditas como sus emisarios. Para mí, el mal es esto —bamboleó gro- dad del Diablo es la maldad de tu Dios, a quien sirve. ¿O son tal vez
tescamente el brazo dislocado—. Tú eres el Mal, y eres más tangible y ambos partícipes de la misma naturaleza? ¿Es Dios también el Diablo?
real que todo el séquito azufrado al que persigues. Reggiano estaba desencajado. Cósimo se hincó y comenzó a orar
Cósimo se santiguó, a la vez que comenzaba a recitar una letanía. a viva voz, tratando de tapar con sus gritos destemplados el discurso
Reggiano, en cambio, parecía complacido. Su expresión era la del de Knut.
felino relamiéndose ante la presa. —¿Habéis tomado nota, fra Aletto? ¿Habéis registrado las blas-
—Ah, de modo que afirmas que yo, un emisario de Cristo, soy un femias que escapan de esta boca inmunda? ¡Por el Santo Sudario,
representante del poder oscuro... Veo que no has cambiado mucho tu qué trabajo el mío, tener que escuchar tal sarta de dichos ponzoñosos
postura desde nuestro último diálogo —pronunció “diálogo” en tono sin poder obrar ya mismo justicia por mis manos! —caminaba alre-
burlón. dedor del gigante con el puño en alto—. ¡Debería atravesar ahora tu
—Aquella vez tu verdugo me cortó los dedos... Yo no afirmo que garganta profana con una espada al rojo para aniquilar el íncubo que
seas representante de un poder oscuro del que descreo. Digo que tú mora en tu interior!
eres tan perverso como concibes a tu príncipe de la maldad. ¿O no son —¡Y por qué no lo haces, juez! ¡O aguardarás hasta una próxima
acaso los tormentos aplicados por él en su infierno muy similares a los sesión de tortura! —El vozarrón tronaba en el interior viciado, retum-
aplicados por ti en las cárceles? El fuego de los dos se parece muchísi- bando en las piedras húmedas y ennegrecidas. Las llamas vacilaban y
mo, y no soy yo tan culto para discernir entre tan sutiles diferencias... amenazaban apagarse debido a la furia de las palabras vomitadas por
—Veo que dominas todas las trampas de la retórica como buen el titán. Cósimo rezaba, los soldados estaban perplejos por no entender
hombre de letras que eres. una palabra, y yo aguardaba expectante la prosecución de los hechos.
El tono despectivo de la frase hizo que distrajera momentáneamen- Para mi extrañeza, Reggiano volvió a su helada tranquilidad.
te mi atención de la escritura para mirar a Reggiano. Se percató de mi Tuve miedo. “Es por eso que domina a sus víctimas”, pensé. “Per-
molestia y ensayó una disculpa. manece impertérrito ante la cólera, el sufrimiento, el llanto o cualquier
—Perdonad, fra Aletto. Ya veis que éste está bien adiestrado en emoción. Pierde la calma, o finge perder la calma, para desquiciar al
causar desavenencias entre gente de fe. Y tú, Knut de Norge, en algo otro, y vuelve ipso facto a su parsimonia. Su serenidad aterra.”
aciertas. Mis llamas se asemejan a las del infierno en que ambas están —Bien, bien, bien, terminado tu súbito arranque de ira, creo que
destinadas a calcinar pecadores. Tanto el Abominable como yo somos podemos volver a lo nuestro. Es inútil preguntarte si te reconoces cul-
instrumentos de justicia divina, creados para fulminar la escoria. pable, puesto que sobradas muestras diste ya de ello, pero, ¿abjuras de
Knut rió de buena gana, hasta que un acceso de tos sanguinolenta tu idolatría y te arrepientes de ella? ¿Prometes abrazar la cruz para que
lo interrumpió. Una confusa inversión de roles se estaba produciendo. al menos tu alma sea salvada? La Iglesia es benevolente con quienes re-
El interrogado se erigía en interrogador. La suerte del gigante estaba niegan a último momento de su paganismo.
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—¿La salvación que me ofreces, señor, es la de mi espíritu y nada era un bárbaro noruego de cabello blanco, con la contextura y el aire fe-
más? ¿Qué hay de mi cuerpo? ¿No llega a tanto la misericordia de ese roz de los piratas normandos, a quienes se recordaba con miedo en las
Dios que habla por tu boca? oraciones elevadas en las iglesias de los pueblos costeros: “A furore nor-
—Quizá, Knut, quizá... El poder que me fue conferido por el Papa... manorum, libera nos”, líbranos, Señor, de la furia de los normandos.
—¿Cuál de los dos? —interrumpió Knut—. ¿El de Roma o el de ¿Quién era aquel personaje? ¿En verdad su conocimiento le había
Aviñón? sido dado por alguna potencia infernal? Algo era seguro: se trataba de
—Estás bien informado, por lo que veo. Pues sí, debo confesar que un hombre de saber. El vulgo no usaba el latín ni discutía empleando
una escisión en el seno de nuestra sacrosanta institución se ha produci- mayéutica. Y otra cosa: el gigante estaba invirtiendo los papeles.
do hace tiempo. Pero no creo que dichos asuntos sean de tu incumben- —No voy a perderme en las ramificaciones absurdas que me pro-
cia, aunque seguramente te alegrarán sobremanera como enemigo de pones, Trigvasson. Ya nos cruzamos antes y no quiero que este proceso
la cristiandad que eres. No veo en qué pueda beneficiarte que te lo di- degenere de nuevo en una discusión vacía. Voy a cumplir con las for-
ga, pero respondo a Clemente. malidades hasta en sus más mínimos detalles. ¿Confiesas que pecaste
—Ése es el francés, ¿no? Es raro que tú, italiano, tomaras partido al escribir ese libro blasfemo, Knut de Norge? ¿Te confiesas culpable de
por él. la profanación de cadáveres? ¿Te arrepientes de tu idolatría y tu falta
—Abrazo el bando que me parece justo. Urbano cometió un la- de respeto a símbolos sacros?
mentable error enemistándose con el Sacro Colegio Cardenalicio. Las Todo volvía a comenzar. Los jueces —me enteré después— no se
revueltas internas no hacen sino debilitarnos, y en esta familia univer- tomaban tanto trabajo con una presa ya condenada. Todas las sutilezas
sal no hay nacionalidades. y el palabrerío se emplean en la primera fase, cuando el acusado toda-
Reggiano mentía o, por lo menos, no decía toda la verdad. Si bien vía conserva la esperanza del perdón y el que lo juzga demuestra una
era cierto que la estrategia de Urbano VI no fue muy feliz al echarse en suerte de firme benevolencia para extraer la confesión que necesita.
contra a los cardenales, en su mayoría franceses, no había sido esto lo Reggiano estaba actuando al revés de lo que el uso prescribe, y, a la ma-
que decidió a Reggiano a militar en su contra. Urbano, más tolerante en nera de una revelación, el porqué vino a mi entendimiento.
materia religiosa que su antagonista, contaba con el apoyo de Inglate- El inquisidor quería un trofeo. No le bastaba con mandar a la ho-
rra, Bohemia, Polonia, Hungría y Flandes, territorios en los cuales la In- guera al hereje, también quería convertirlo.
quisición no tenía una fuerte presencia y que no eran ortodoxos como Si bien todo acto de justicia constituye una venganza, pues se eje-
los países que se alineaban tras Clemente VII: Francia, Escocia, Nápo- cuta a posteriori del delito, en este caso se hacía más patente. El cuerpo
les, Portugal, Navarra, Aragón y Castilla. De ganar éste la pulseada, ne- era algo nimio, intrascendente para Reggiano. Lo que deseaba aniqui-
cesitaría de toda la fuerza inquisitorial para someter a los nuevos rei- lar era el doctrinario de Knut, aquello que le insuflaba vida intelectual.
nos, que pasarían a tener su Santa Sede en Aviñón. Ahí era donde Además, había un libro. Eso hizo que en mí despertara la exaltación
Reggiano tendría su ganancia. Carne fresca para sus piras... que me asaltaba siempre que la posibilidad de tomar contacto con un
Sin embargo, no me explicaba cómo un pagano podía estar tan in- raro manuscrito se me presentaba. Nunca he renegado de tal apetito bi-
teriorizado de las rencillas políticas del papado. Aun yo, hombre que bliófilo que me empujó a leer obras tan prohibidas como el Necronomi-
formaba parte de la “familia universal” que mencionara Reggiano, me com del infiel Abdul Alhazred, o la Biblia negra de Heinrich Maria Aurs-
encontraba a veces totalmente alejado de dichas cuestiones por hallar- tenbërg, y ciertos escritos más prosaicos, entre los que puedo citar la
me retirado de los centros de poder y porque el contacto con el exterior célebre “Balada de los ahorcados” del disoluto François Villon.
es muy poco frecuente para un monje, por no decir casi nulo. Caí en la cuenta de que tenía ante mí a un exponente de la raza de
Estaba escuchando, para mi sorpresa, un debate entre dos eruditos los hacedores de letras, de los verdaderos, no un simple recreador co-
filósofos, a la manera de los que más tarde presenciaría en la Universi- mo yo, que recién en mi vejez avanzada me atrevo a componer —y tor-
dad de París, en un sótano lúgubre y hediondo, y uno de los “doctores” pemente—, este relato, que es el primero y tengo la amarga certeza de
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que también será el último, mi canto del cisne en lo que a la autoría se sos. Ya he mencionado que Cósimo era hombre versado en maniobras
refiere. Presté oídos a la contestación de Knut. y pactos, y la idea de atraerse la enemistad de alguno de los bandos en
—Escribí un libro, sí. Lo de blasfemo corre ya por cuenta del que pugna no debía agradarle en demasía.
lo interpreta. Las letras son símbolos que pasan a ser ajenos en el mo- Por cierto, mantenerse al margen era, en muchos casos, la manera
mento en que alguien las descifra. Si a mis lectores (porque los lectores más prudente de sobrevivir hasta que la compulsa entre los papas arro-
sí son cosas cuya propiedad el escritor se arroga), les dio la impresión jase un ganador. La situación era ya bastante caótica, con los dos pontí-
de estar en presencia de una obra irreverente, es porque lo asimilaron fices reinando en Roma (Urbano VI) y Aviñón (Clemente VII), y exco-
en el tono que ellos mismos le transfirieron. Ahí radica la maravilla de mulgándose mutuamente, para estar en medio sin un apoyo de peso.
la escritura: el lector se convierte en autor al estampar en lo leído el se- La precipitación podía ser mala consejera al momento de decidir alian-
llo de su opinión. Por eso no me arrepiento. Porque el blasfemo no soy zas, y esto mi abad lo sabía. Años más tarde, desistiría de su imparcia-
yo ni mi libro, sino todos los que lo reinventaron de dicha forma en su lidad para abrazar la causa de Roma, ya representada por Bonifacio IX.
entendimiento. Yo escribí una saga, un cantar de mi pueblo escrito con Para volver al proceso, debo decir que los ruidos que escuchába-
su voz. Vengo de tierras heladas donde las únicas cosas que reconfor- mos sobre la puerta trampa, nos indicaban que el movimiento en la
tan el alma son el fuego, el vino y las historias contadas al abrigo de los abadía estaba comenzando. Knut permanecía de pie con dos soldados
dos. Lo que tanto te aterroriza es lo que mi gente escuchó por siglos de flanqueándolo, mientras más allá el par restante bostezaba. Reggiano
labios de los skalds, los tejedores de leyendas, del mismo modo como parecía no estar del todo cómodo. Pues no hay nada que ofusque tanto
los tuyos escucharon por siglos también las aventuras de tu Dios cru- a un inquisidor como el hecho de no ejercer control absoluto sobre su
cificado. No juzgues a mis paisanos juzgando mi libro, señor Reggia- presa. De haber estado con él un verdugo, no hubiese dudado en hacer
no, porque podrías encontrar que son semejantes a tus correligiona- aplicar a Knut algún correctivo para castigar su altanería (confirmé es-
rios. Veneran como ellos deidades inmóviles, no tan distintas de las to, ay, al día siguiente).
suyas, las que guardan en sus capillas y catedrales. Por lo demás, to- No obstante, se cuidaba muy bien de no trasuntar ninguna emo-
dos los dioses son engendradores de muerte. Nunca he visto a un ser ción, y prosiguió con lo suyo, luego del interludio de la partida de
divino creando vida, pero un animal tan simple y estúpido como una Cósimo.
vaca parió ante mis ojos... —Ésta es la clase de reacción que buscas provocar, Trigvasson. Lo
Unas exclamaciones se elevaron desde un rincón. Era Cósimo, que sé, porque ya dice Massimino Rampoldi en su tratado sobre demonolo-
deseaba fuego eterno al emisario diabólico. Decía que no soportaba se- gía que la primera victoria del Maligno es causar desconcierto y separa-
guir escuchando tan sacrílego razonamiento, y que lo mejor que podía ción entre sus enemigos, que somos nosotros. De esta forma, no hay
hacerse con el hereje era llenarle la boca de carbones encendidos y ca- fuerza que se le oponga para declarar a los hombres su patrimonio, co-
llarlo para siempre. Pidió a Reggiano que lo excusara, ya que deseaba mo el invasor que planta su estandarte en un lugar declarado Terra Nu-
retirarse. Éste asintió y mi gordo superior se dirigió a grandes trancos llius. Pero lamento decirte que tu treta no está dando resultados. Todos
hacia la escalera, profiriendo obscenas imprecaciones y girando para los cargos han sido corroborados por tus dichos. Sólo resta que reco-
amenazar a Knut. nozcas la profanación de cadáveres.
—¡Hereje de mierda! ¡Empalado tendrías que morir para que tu —Por favor, señor Reggiano, te agradecería no me insultes. Todo
maestro oscuro tome por el culo! se originó por la idiotez de mis delatores, que confundieron la poesía
Después de un paréntesis de estupefacción, entendí tan airada con el hálito sulfuroso. Ni siquiera escribí que había sido yo el ejecutor
reacción de parte del abad. Seguramente, había llegado a la conclusión de la ceremonia. Fue una recreación de un mito. Hasta un tonto lo en-
de que el acusado era alguien importante, lo que se podía inferir por su tendería. Ahí radica el defecto de los que son como tú, subestiman la
información, que estaba empapado de las disputas entre los príncipes capacidad de comprensión de la gente y se erigen en censores sin estar
de la Iglesia; se trataba de alguien que podía contar con amigos podero- a la altura del genio de una mula...
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—Ten cuidado, bárbaro. Ten mucho cuidado. Estás llamando idio- un arcángel portador de un indulto emitido por el Altísimo. En él con-
tas a los doctores de la Santa Inquisición. Puedo hacer que la muerte en templé en toda su descarnada esencia a los que fueron antes que él y a
una pira ardiente de ramas verdes parezca dulce en comparación con los que le sucederían, otros magistrados, otros ejecutores sublimados.
lo que sufrirías. Éstos no son jueguitos dialécticos. Cuida un tanto tu Knut levantó a duras penas la cabeza. Tenía la nariz rota y la boca
lengua, si no quieres que ésa sea la única parte de tu cuerpo que llegue le sangraba profusamente. Transpiraba, a pesar del aire helado, como
a Novara, aborto luciferino hijo de una mala puta pagana... dominado por una fiebre abrasadora.
Una nube de miedo veló la mirada del gigante. Tragó saliva difi- Reggiano seguía con el brazo estirado, y el gigante, hecho un ovillo
cultosamente y no contestó. Era gallardo en la desgracia, pero conocía en el suelo, balbuceó rogándole que se acercara más. El arcángel lo hi-
los métodos de Reggiano y les temía. Para dar mayor énfasis a su ad- zo, e incluso se acuclilló para dejar la sortija al alcance de la boca del co-
vertencia, el juez hizo señas a los soldados, que derribaron a Knut y co- loso. Un esputo bermellón mancilló la joya. Lejos de perturbarse, Reg-
menzaron a golpearlo con sus lanzas y a patearle el brazo roto. Los que giano la limpió con sus ropas sin modificar su expresión austera y
bostezaban se sumaron a la paliza, complacidos. Un puntapié le que- reconcentrada. Knut lanzó una carcajada.
bró la nariz, que se partió con un crujido de rama seca. —¡Cuán miserable es tu piedad, inquisidor! Huele a muerte. Tu mi-
Atiné a reaccionar después de un lapso de confusión. Me incorpo- sericordia es falsa como tu humildad, como tus correligionarios, como
ré, colocándome delante de Reggiano, y le pregunté, casi gritando, si tu fe, la que comenzó con un crimen, un filicidio ejecutado por el Padre
debía anotar también sus amenazas. Todopoderoso al que sirves. Sí, tu religión comenzó con un martirizado,
Éste miraba absorto, y puedo jurar que disfrutaba del espectáculo y necesita legiones, montañas, océanos enteros de nuevos martirizados
sangriento. Me percaté de que se acariciaba el miembro por sobre sus para seguir teniendo razón de ser. Porque cuando tus corderos despier-
vestiduras. Mi irrupción lo descolocó, y ordenó a los improvisados ver- ten, señor Reggiano, destrozarán a tarascones a sus pastores, a los asesi-
dugos que se detuviesen. Lo hicieron de mala gana, y mostraron su dis- nos como tú, que te alborozas con el sufrimiento, a los que se arrogan la
gusto escupiendo el bulto que se cubría con el antebrazo. jerarquía de purificadores. ¡Mayor bien haríais vosotros ahogándoos
—Disculpad, señor, pero quería estar seguro de no transcribir nada para librar a las gentes de tal piara de cerdos carniceros...!
inconveniente. Siento haberos interrumpido en el ejercicio de tan justa El corpachón lacerado temblaba, y espumarajos de sangre y trozos
represalia. de dientes brotaban de los labios partidos. La risa demencial atronaba
—No, no es nada, fra Aletto. Habéis hecho bien al consultar. No me rasgando la semipenumbra, y los soldados miraban a Reggiano, en es-
gustaría que esta parte fuera registrada. A veces la aplicación de la ley pera de una orden para acallarla.
es agobiante. Al tener que enfrentar a seres tan réprobos como esta es- Éste se dirigió a mi.
coria, se pierde momentáneamente el control diciendo cosas que no —Espero hayáis anotado, fra Aletto. Que los que deban revisar los
son adecuadas. A pesar de que el Derecho me justifica y ampara, no registros sepan la calaña de este perro. Por lo pronto, todas las instan-
quiero que mi arrebato macule la imagen de infalibilidad reflexiva que cias legales han sido cumplimentadas, con gran felicidad, por otra par-
la Inquisición y sus jueces poseen. La confesión ya está completa. Aho- te, pues libraremos al mundo de uno de los acólitos del Oscuro. Agra-
ra debo proceder con otro protocolo. Knut de Norge, aunque vimos dezco vuestro servicio, que no fue poca cosa al tener que prestar oídos
que no das señales de arrepentimiento, la Iglesia siempre brinda la po- a tantas blasfemias. Ya veis lo difícil que es lidiar con el Mal, y eso ex-
sibilidad de una absolución a los descarriados. La sentencia proferida plica mi ceño adusto y mis espaldas encorvadas por los quebrantos de
es inapelable, pero, ¿reniegas de tus horribles actos de todo corazón pa- mi labor.
ra entregar tu alma en estado de gracia? Si es así, hijo mío, besa este ani- Hizo ademán de aflicción, pero lejos estaba de parecer abatido, so-
llo en el que están grabados los símbolos de nuestra hermosa religión... bre todo en comparación con el hombre que se retorcía en el piso mu-
Extendió la mano derecha con gesto beatífico, y podría jurar que en griento. Habló a los franceses, que agarraron a Knut y lo arrastraron de
ése instante verdaderamente se creía un ser puro y generoso, un santo, vuelta a su celda.
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—¿Qué pasará con él hasta el Auto de Fe, señor? —pregunté. Retomé la copia del volumen que había dejado día y medio atrás, el
—Ah, mi querido y sapiente hermano, lo que deba ser, será —res- que trataba sobre la gota. De tanto en tanto, un pensamiento fugitivo se
pondió, enigmáticamente. colaba, llenándome de interrogantes: ¿Qué diría el libro escrito por
—Señor, como os imaginaréis, el manuscrito está un tanto despro- Knut? ¿A qué se debería el cargo de profanación? Y más importante:
lijo, debido a la celeridad con que hube de anotar. También hay frag- ¿Era el noruego un nigromante?
mentos que debo agregar, por haberlos confiado al amparo de mi me- A la hora del almuerzo la comitiva no compartió la mesa con noso-
moria para añadirlos en la copia definitiva. Aunque incurriré en una tros. Se estaban aprestando para partir. Al retirarme, uno de los cléri-
tautología, debo explicaros nuevamente que la mano es más lenta que gos extranjeros dijo que Reggiano me reclamaba. Pasé por el scripto-
la palabra. Si lo permitís, esta noche me dedicaré a corregir lo que sea rium, recogí los pergaminos que debía entregarle y fui al patio, donde
necesario, para entregároslo antes de vuestra partida. divisé su figura larguirucha supervisando los preparativos, y dando in-
Mentía, y sabía que Reggiano lo sabía. Mentalmente evaluó qué in- dicaciones a la tropa.
tenciones podía albergar, y debió haber llegado a la conclusión de que —Buenas tardes, Excelencia. Aquí os traigo lo prometido. Discul-
un frailecillo de una abadía de poca importancia no presuponía peligro pad que no os lo he podido dar ayer, pero documento tan importante
alguno. Al fin accedió, “rogándome” tuviera listos los pergaminos a la no perdona la desprolijidad —sonreía aunque estaba nervioso.
tarde del día siguiente. El inquisidor escrutaba mi semblante con sus ojos de águila y el
Me retiré de la mazmorra, dejando allí a Reggiano y sus esbirros. ceño fruncido. Parecía sumamente severo, pero al rato sonrió y seña-
Pasé la noche en vela, copiando el manuscrito y eliminando del que le ló con el dedo a los hombres que trajinaban cargando bultos, a los
entregaría a Reggiano las partes que hubo censurado. soldados que acomodaban los arneses, a los boyeros que azuzaban a
sus bestias.
—Mirad, hermano Aletto. No hay mejor representación que ésta
del pueblo de Dios. Son como críos si no tienen una mano firme que los
4 guíe. Se chocan, no encuentran el rumbo, se estorban unos a otros, y
hasta pueden lastimarse sin la mirada vigilante de sus superiores. Y así
Amaneció muy frío. La nevada cubría los techos y gruesos carám- es nuestro rebaño (digo nuestro porque vos también sois pastor): ante la
banos colgaban de los aleros como cuchillos de hielo. Todo parecía in- menor distracción se dispersan, huyen en pos de la falacia de la liber-
dicar que el sol estaría ausente por el resto de la jornada. tad, reniegan del sacrificio, devoran con fruición los placeres impíos...
Cumplí con todos los deberes que me correspondían al iniciar el Es por ello que debemos atemorizarlos, fra Aletto. Es por ello que debe-
día, como muy bien prescribe San Benito en su celebérrima regla. Una mos coartar todas sus vías de acceso al conocimiento, para impedirles
vez concluido el oficio de laudes, me encaminé a mi rutina en el scrip- pensar, porque donde hay pensamiento la fe huye despavorida del re-
torium. Estaba molido y adormilado por el desvelo, y la fatiga parecía fugio del alma. La cabeza es una sentina inmunda cuando sólo sirve pa-
tajearme la carne dejando penetrar un frío que atenazaba mis huesos. ra guardar sabiduría sin religión. El hombre que habéis conocido ayer
Había trabajado en secreto, con muy mala luz, en la cocina que, al caer posee el tipo de lujuria que no es la que empuja a la carne hacia la carne,
la noche no era un lugar precisamente cálido. Mis dedos por poco no se sino la que busca el acoplamiento entre mente y saber, que si bien no es
habían congelado, lo mismo que mi espalda, pues salí ligero de ropas reprobable en dosis mínimas, llevada a los límites es tan repugnante co-
para no hacer alboroto y alterar a quien compartía mi celda. Una vez mo la otra, la de los amantes. Os ha causado curiosidad, ¿no es cierto?
terminada mi labor, un rato antes de la hora en que debíamos desper- Os gustaría saber el contenido de libro tan peligroso. Pues bien, yo os lo
tar, corrí en puntillas hasta mi lecho y procedí a ocultar el duplicado diré. En él se cuenta el descubrimiento de unas tierras ficticias, donde
que conservaría. habitan seres con cabezas de lobo y hombres con plumas de aves. Tam-
La mañana en el scriptorium transcurrió sin mayores sobresaltos. bién describe unas pirámides escalonadas, y monstruos horribles que
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moran en el fondo del mar, y un paraíso que nada tiene que ver con el Humillado, reconocí que el desinterés de Reggiano me provocó un
jardín del Edén, donde las almas de los caídos en combate luchan eter- gran alivio.
namente iluminadas por escudos brillantes, alentadas por sus dioses Vi a Knut cuando era conducido a su carromato-prisión. Estaba he-
borrachines y pendencieros. Y narra la construcción de un barco cuyos cho poco menos que un guiñapo. Los soldados lo arrastraban soste-
únicos materiales son uñas de cadáveres, profanados para complacer a niéndolo de la cintura y de los sobacos. Le habían roto también las pier-
ídolos malignos. Eso es todo. Entre las cosas del bárbaro había una bol- nas, que tenían un aspecto lastimoso; parecían tener cuatro
sita de cuero con uñas, prueba suficiente. No deseéis saber más nada. articulaciones cada una. El hierro caliente se había esmerado con su
No abráis la caja de Pandora del saber herético. Todo lo que debe ser leí- rostro, cauterizándole la herida de la nariz. Tenía una mordaza berme-
do ya está escrito en la Biblia. Tened cuidado de no volveros un lujurio- ja, todavía húmeda, por lo que quizá la amenaza de ablación de la len-
so insaciable de mentiras encuadernadas. Pobre del rebaño el día que gua había sido llevada a cabo. Del cabello nada le quedaba. Lo habían
pretenda saber más que sus guardianes... rapado brutalmente, y aquí y allá su cráneo se cubría de llagas simila-
Hablaba mirando sin ver, enfocando un punto mucho más lejano res a eccemas purulentos. Pagó su insolencia.
que el estrecho horizonte que tenía delante. Estaba melancólico, y la Finalmente, Reggiano silenció al titán.
energía que de natural le rodeaba se había esfumado, dejando en su lu-
gar un manto de hastío y tristeza. Visto así, era imposible emparentar
aquel viejo angustiado con el halcón que miraba a las personas volver-
se cenizas sin desviar la cara. Quizás, ése hubiera sido su aspecto de no 5
convertirse en el Trueno de Dios: el de un anciano entregado a la con-
templación de los días. Sin mediar aviso, volvió el gran Reggiano a sus Cinco años después, un ejemplar del libro anatematizado se topó
ojos, y la expresión astuta y distante ganó la cara afilada, insuflándole conmigo. Era una traducción del latín efectuada por un monje escocés,
bríos a las arrugas y elevándole los hombros enjutos. Willifred de Gairloch.
—Fra Aletto... La edición estaba encuadernada en cuero rojo, bellamente ilu-
—¿Si? minada con miniaturas exquisitas de los seres fabulosos descriptos
—La copia que hicisteis... en el texto: el Kraken, una terrible serpiente marina capaz de engu-
—¿Perdón, Excelencia? No comp... llir embarcaciones de un bocado; los Berseker, mitad guerreros,
—Fra Aletto, no soy el martillo de los herejes y el mejor inquisidor mitad lobos; los Hombres Rojos, con pieles del color del sol al des-
por nada. La copia que hicisteis no la deis a conocer por ningún motivo, puntar, que cubren sus desnudeces con plumas de águilas; las
por lo menos no mientras yo viva, y tal vez ni aún después. La Inquisi- Walkirias, amazonas aladas de pelo de oro, encargadas de guiar
ción es inmortal, y a los que me suplirán no les agradará que algunos al Walhalla las almas de los que mueren con espadas en las ma-
detalles salgan a la luz. Habéis prestado un invalorable servicio, y en nos... También vi a Thor, el dios gigantesco cuya arma es un mazo,
recompensa por ello os dejo conservar esa copia, pero recordad: la luju- y Odín el tuerto, a Hjalmar Johnasson, al mando de su embarca-
ria de saber al fin y al cabo es simplemente lujuria. Y por ella se va a la ción, luchando contra peligros inimaginables para llegar a tierra.
hoguera... Nada en el libro resultaba peligroso ni blasfemo (incluso, era com-
Negarlo todo hubiese significado tirar de la cuerda inútilmente. parable a la Eneida o a la Odisea, poema de Homero compuesto an-
Asentí cabizbajo. tes de que éste se abocara a la crónica de la guerra de las ranas y
—Seguiré vuestra recomendación al pie de la letra. Gracias, Exce- los ratones en su Batracomiomaquia). El asunto de las uñas de los
lencia. Espero que tengáis un buen viaje. muertos ocupaba apenas un fragmento.
Estiró la mano distraídamente, y le besé la sortija. Había dejado de El Nfalgar es un barco que, una vez terminado, desencadenará el
prestarme atención para seguir controlando a su gente. Ragnarök, la batalla final entre las huestes malignas y las de los dioses.
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La Hjalmarsinga Saga (tal el título del libro) constituía apenas el melan- librado del bagaje de experiencias, recuerdos y pesares que los años
cólico homenaje de un poeta a unas tradiciones y un tiempo que llega- endilgan. Es por ello que el final del camino es una nada en la que uno
ban irremisiblemente a su ocaso, desplazados por las nuevas ideas que se sumerge como en un vientre materno, para renacer libre de identi-
gobernarían un mundo distinto del que conocieran, donde deidades dad. He extraviado tantas cosas en el arcón polvoriento de mi memo-
poderosas batallaban con armas y pasiones humanas. ria... Sin embargo, todo lo relatado estuvo siempre ahí —por mucho
Knut Trigvasson, el último skald, pereció quemado en una plaza que traté de autoinducirme a la amnesia—, permaneciendo como una
en Novara, durante una tórrida mañana de verano, muy lejos de las tie- mancha indeleble que me eriza la piel cada vez que la remembranza
rras heladas a las que amó. El verdugo debió llevarlo en brazos a la pi- me acomete.
ra, como una criatura; tan consumido estaba, esqueleto forrado, ni si- En esa larguísima mañana conocí el terror, lo miré a los ojos, sentí
quiera la sombra del gigante que había sido. Tuvieron que clavarlo al su aliento, y no era el de un idólatra, no, sino el de un elegido, un vir-
poste a fin de mantenerlo erguido, pues los huesos de sus piernas sol- tuoso a quien no le importó un ápice destruir a un hombre que antes de
daron mal y no podía mantenerse en pie. caer en sus zarpas fue una inteligencia, una inspiración, una voluntad
Murió en silencio, no por valor sino por carecer de lengua, rodeado creada por obra de un amor que escapa a nuestra limitada percepción:
de una chusma que lo abucheaba y le arrojaba piedras, excitados por la el amor de la vida que se regenera. De todos los crímenes nombrados
faena disfrazada de justicia. en la mazmorra infecta, ninguno me asustó tanto como la santidad y el
Jamás supe de qué forma cayó en manos de la Inquisición. convencimiento del juez.
Y temo aún. Porque sé que, del mismo modo que la vida ama la vi-
da, y por eso se multiplica, la maldad es también partogenésica y se en-
carga de recrearse una y otra vez.
6 Reggiano tenía razón. Otros le suplirían. Cuando esta Inquisi-
ción termine (tarde o temprano las instituciones y los regímenes pe-
Volví a cruzarme con Reggiano en el Concilio de Pisa, donde recen), el Hombre inventará otras inquisiciones, probablemente me-
Alejandro V fue designado tercer Papa. Para entonces, ignoraba de joradas y más sutiles, para perseguir y condenar al ostracismo a
qué lado estaba (las divisiones seguían enemistando a las Santas Se- todos los que vayan contra la corriente de los intereses de quienes las
des, y esto recién pudo solucionarse a medias en el Concilio de Cons- manejarán para entonces.
tanza, en 1418). Éste ha sido mi testimonio, inquieto hurgador de símbolos. Quizá
El martillo de Dios estaba achacoso y doblado, y usaba el báculo mis temores te parezcan infundados, pero cuando acabes de leer esta
más para sostenerse que como atributo de su dignidad. Al pasar a mi humilde crónica te ruego mires a tu alrededor, y tal vez reconozcas
lado no me reconoció, y por la forma en la que hablaba, a los gritos, se alguna mirada intimidante, algún dedo señalador, algún funcionario
hacía evidente que estaba sordo. ensoberbecido dispuesto a juzgarte por no cumplir alguna norma
Vivió aún varios años más (la leyenda dice que superó largamente moldeada para uniformidad del rebaño. Ésa será la confirmación irre-
la centena) y terminó sus días plácidamente en un monasterio alemán, futable de que el Santo Oficio es inmortal.
definitivamente alejado del poder. Por lo demás, disculpad mi pobre manejo del arte de la narra-
Aquel proceso constituyó un punto de inflexión para mí. Estoy vi- ción. Ya aclaré que no soy ducho en ella. Aquí finaliza. Es noche
viendo ya un tiempo prestado, y aunque las impresiones que tuve se avanzada y mi vista no es tan buena como antes. El frío se niega a
aletargaron, es ahora, cuando debo hacer el repaso de mi ciclo vital, soltarme...
que éstas vuelven tan vívidas como cuando se produjeron. Es cosa cu-
riosa la vejez. Se asemeja tanto a la juventud eterna, pues, ¿qué otra co-
sa es la juventud sino la ausencia de memoria? Siendo un niño se está PADOVA, A. D. MCDXXXII
Impreso en la Argentina
en el mes de abril de 2004,
por RDG Red de Gráfica internacional, S.A.

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