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Conrado Eggers Lan

El concepto de alma
en Homero
Índice

Advertencia preliminar /

I. La teoría animista /
1. La escuela antropológica inglesa /
2. Rohde /

II. La crítica del animismo /


1. La crítica de Lévy-Bruhl /
2. La crítica de Otto /

III. Nuevas orientaciones /


1. Crítica a Otto: Bickel y Jaeger /
2. Los análisis de Snell /

IV. Crítica programática /

V. El trasfondo histórico /
1. El problema homérico /
2. Los tres momentos del contexto histórico
de los poemas homéricos /

VI. La interioridad humana /


1. El concepto de “yo” /
2. La psykhé en Homero /

Bibliografía /
El concepto de alma en Homero

Advertencia preliminar

El presente trabajo reseña los principales momentos de una


investigación que hemos realizado en la Facultad de Filosofía y Letras
de la Universidad de Buenos Aires a lo largo de 1964, y que tenía su
origen en preocupaciones que datan de varios años atrás. Nos interesa
desde hace tiempo, en efecto, indagar históricamente la manera en que
se consolidó el dualismo metafísico materia-espíritu y su equivalente
antropológico cuerpo-alma, que son moneda corriente hoy en día pero
a la vez objetos de detallados análisis y abundantes discusiones,
acarreadas por la sospecha de que constituyen un supuesto sobre el
cual nos movemos como si fueran verdades evidentes, supuesto que la
filosofía exige entonces examinar. Y para quien se interese por la
historia de la filosofía, especialmente la antigua, no hay mejor manera
de realizar esa tarea que rastrear los orígenes de dichos dualismos
conceptuales. Ahora bien, en Platón hallamos ya conformado en buena
parte dicho dualismo (por lo menos en la época de madurez, por
ejemplo en el Fedón, 64c ss: quizá en la obra de vejez haya un intento
de superación de la escisión trazada entre psykhé y sôma) y en
Aristóteles lo encontramos consolidado con nuestras propias
categorías, ya que nuestras propias categorías mentales son las que
heredamos de Platón a través de la sistematización (y simplificación)
aristotélica. Hemos trabajado algo sobre ese terreno, y hemos tratado
también de manejarnos en el sinuoso sendero que va desde Homero
hasta Platón, desde los siglos VIII y VII hasta los V y IV. Período que
ofrece dificultades tremendas debido a la precariedad de los
testimonios: la mayor parte de los textos que pueden interesarnos se
han perdido y sólo podemos manejarnos conjeturalmente. De todos
modos, correspondía empezar por el principio, es decir, por el
testimonio literario más antiguo de que disponemos. Y éste es, hasta
que las excavaciones arqueológicas y desciframientos de escrituras
pre-alfabéticas digan otra cosa, el de los poemas homéricos, plenos de
riqueza al respecto. Hemos consagrado, pues, el primer paso de esta
investigación a buscar en Homero algo que pudiera tener que ver con
lo que hoy en día llamamos “alma”, que nos diera la impresión de que
allí se dieron los primeros pasos que conocemos hacia la formación de
ese concepto, si es que el mismo no existió ya entones, tal cual existe
hoy en día. Naturalmente, la dificultad mayor reside en que, como ya
3
Conrado Eggers Lan

observara Platón en el Menón, se busca siempre algo que de alguna


manera se conoce, y esto puede viciar la búsqueda, al llevarnos a
aplicar esquemas propios del intelectual moderno al hombre homérico.
Y eso es lo que ha sucedido especialmente en el caso de los
investigadores de la escuela antropológica inglesa, según veremos, y
como lo han hecho notar muy bien sus críticos; pero también ha
sucedido –aunque en menor escala, desde luego- en el caso de estos
críticos, como pensamos hacerlo notar nosotros y sin duda sucederá –
ojalá que también, progresivamente, en menor escala- con nosotros,
como lo notará más de un lector avezado.
I. La teoría animista

1. La escuela antropológica inglesa


Comenzaremos esta reseña de las principales concepciones acerca del
surgimiento del concepto de “alma” –especialmente en Grecia-, con una
rápida revista del denominado “animismo”, enfoque nacido de la
escuela antropológica inglesa, cuyo “padre” es sin lugar a dudas Herbert
Spencer, su jefe reconocido M.E.B. Tylor y su exponente más familiar
para nosotros J. G. Frazer. Esta teoría arranca del evolucionismo
naturalista de Spencer (distinto del evolucionismo historicista, que
concibe un proceso único del cual participan todas las instancias
cósmicas), evolucionismo que ve la evolución de un modo puramente
biológico, sobre todo como se da en los vegetales y animales. Así como
la planta evoluciona desde la semilla, en que ya se encuentran
parcialmente todos los órganos del vegetal maduro, siguiendo una
trayectoria lineal hasta convertirse en árbol, así toda evolución,
inclusive la humana, marcha desde una etapa más simple, en que se
hallan prefiguradas las siguientes, hacia etapas más complejas. De este
modo, al estudiar a los hombres primitivos, hemos de encontrar en ellos
de alguna manera los gérmenes de nuestras propias concepciones; las
mismas concepciones, en rigor, sólo que mucho más simples e ingenuas.
Referido esto al problema del nacimiento del concepto de “alma”, se
traduce en la “tesis animista”, que, como ha observado Lévy-Bruhl, 1 se
descompone en dos tiempos:
1) El primitivo suela, y se sorprende de sus sueños, al advertir que
en ellos ve a personas que han muerto, habla con ellos, los toca, etc.
Cree en la realidad objetiva de esas apariciones oníricas, y de ahí infiere
que todos los hombres tienen una existencia doble; la corpórea, que tras
la muerta queda circunscrita al cadáver, y la anímica, que constituye una
especie de duplicado volátil de la otra, de maniquí incorpóreo, y que
entra en escena cuando el cuerpo duerme o muere. Todas las creencias
populares en “fantasmas” tendrían tal origen y tal carácter.

1
L. Lévy-Bruhl, Las funciones mentales en las sociedades inferiores, trad. esp.,
G. Weinberg, Buenos Aires, 1947, Lautaro, p. 16.
5
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2) Al buscar la causa de los fenómenos naturales que presencia, el


hombre primitivo generaliza su anterior conclusión hasta concebir que,
detrás de todos los seres que vemos, detrás de los fenómenos naturales
hay “almas” análogas a las que se cree haber comprobado existen en
uno mismo y en los demás. Esta segunda parte de la hipótesis animista
será la que menos nos interesará analizar acá; pero es la que más se ha
ganado la denominación de “animista”.
Ahora bien, en la primera parte de la teoría animista, a su vez,
debemos distinguir dos momentos:
I) En el momento más primitivo “los filósofos salvajes”, como los
denomina Tylor,2 no conectan aún entre sí ese volátil duplicado del
hombre que se nos aparece en suelos, ese ghost (palabra que, como su
equivalente alemán Geist, con el tiempo ha llegado a designar tanto lo
que se llama “espectro” o “fantasma” como el “espíritu” en su sentido
más culto y europeo), con la fuerza vital, “que los capacita para sentir,
pensar y obrar”. En esa primera etapa, el hombre primitivo sólo
concluye que “todo hombre tiene evidentemente dos cosas que le
pertenecen; su vida (life) y su fantasma (ghost)”.
II) El segundo paso, refiere Taylor, “consiste simplemente en
combinar la vida y el fantasma”. “Puesto que ambos pertenecen al
cuerpo” (en efecto, antes ha dicho Taylor que la vida anima al cuerpo,
lo capacita para sentir, pensar y obrar; y, por su parte, el fantasma es
una imagen del cuerpo), “por qué no pertenecerán también el uno al
otro, no serán manifestaciones de una sola y misma alma?”. Y esto,
asegura Taylor, “en todo caso corresponde a la concepción efectiva del
alma personal o del espíritu entre los pueblos inferiores, que puede ser
definido en los siguientes términos: una delgada e insustancial
(unsubstantial) imagen humana, por su naturaleza una especie de
vapor, película o sombra, la causa de la vida y del pensamiento en el
individuo que anima”.3 Es pues este segundo momento donde se
origina el concepto de “alma”.
Ahora bien, aunque nuestra presentación de la teoría animista, por
su rapidez y esquematismo (en el que, como queda dicho, seguimos a
Lévy-Bruhl), la simplifica y además acentúa tal vez sus matices de
ingenuidad, no ha de creerse que dicha tesis es una ocurrencia de la
pura fantasía especulativa, carente de fundamentación empírica. Mal
podría suceder eso a quienes partían de una doctrina rigurosamente
2
E. B. Tylor, Primitive Culture, London, Murray, 1903, 4ta. de., Tomo I, p.
428.
3
Idem, p. 429.
6
El concepto de alma en Homero

empirista como el positivismo que sostenía Spencer. Por eso la


documentación probatoria abunda en los libros producidos por la
escuela antropológica inglesa. Veamos sólo algunos ejemplos tomados
de Frazer.4
“El salvaje”, dice Frazer, “concibe al alma humana como un
maniquí, cuya prolongada ausencia del cuerpo causa la muerte. Así
como el salvaje explica comúnmente los procesos de la naturaleza
inanimada suponiendo que son producidos por seres vivos que actúan
en o detrás de los fenómenos, análogamente explica los fenómenos de
la vida (life) misma”. Como se ve, aquí parecería invertirse el orden de
los dos tiempos en que Lévy-Bruhl descomponía la hipótesis animista,
lo cual, en lo que aquí interesa, corrobora la vinculación que, según el
animismo, se habrían establecido primitivamente entre los dos grupos
de observaciones. Sigamos la reflexión del salvaje: “si un animal vive
y se mueve, sólo puede ser porque hay en su interior un pequeño
animal que lo mueve: si un hombre vive y se mueve, sólo puede ser
porque tiene un hombrecillo en su interior que lo mueve. El animal
dentro del animal, el hombre dentro del hombre, eso es el alma. Y así
como la actividad de un animal o de un hombre es explicada por la
presencia del alma también el reposo del sueño o la muerte son
explicados por su ausencia; el sueño o trances es ausencia temporaria
del alma, la muerte su ausencia permanente”. 5
A continuación de esta explicación introductoria, Frazer nos narra
diversas precauciones adoptadas por los salvajes para impedir que el
alma abandone el cuerpo. Refiere que un misionero europeo dice a
negros australianos: “yo no soy uno sino dos”, y ante el estupor y risas
con que es recibida su afirmación, explica: “uno es el gran cuerpo que
ven, el otro es un cuerpo más pequeño, que no se ve. El cuerpo grande
muere y es quemado, el otro se va volando cuando el grande muere”.
Los negros entonces manifiestan comprender y se adhieren
jubilosamente: “sí, sí, somos dos, tenemos un cuerpo pequeño dentro
del pecho”.6 Los malayos conciben al alma humana (a la que llaman
semangat) como un hombrecillo invisible, del tamaño de un pulgar.
“Los antiguos egipcios creían que todo hombre tiene un alma (ka) que
es su exacta contrapartida o doble, con los mismos rasgos y gestos,
4
J. G. Frazer, The Golden Bough. A Study in Magic and Religion, New York,
Macmillan, 1935, 3ra. ed., Part II: “Taboo and the perils of the Soul”, cap. II:
“The perils of the Soul”.
5
Idem, p. 26.
6
Idem, p. 27.
7
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incluso con los mismos vestidos que el hombre. Muchos de los


monumentos que datan del siglo XVIII en adelante representan a reyes
diversos compareciendo ante divinidades, en tanto detrás del rey está
su alma o doble, retratada como un hombrecillo que posee los rasgos
del rey”.7 Y a estos ejemplos e interpretaciones Frazer suma numerosos
otros, en orden a mostrar que los primitivos piensan que el alma puede
escaparse por la boca o por la nariz, o que creen que mientras
duermen, su alma puede recorrer los más diversos parajes (por lo cual
hay que tener cuidado de no despertar a alguien bruscamente, ya que
debe darse tiempo al “alma” para que regrese, ni tampoco debe
cambiarse la posición del durmiente, para que no se equivoque el
“alma” al volver, etc.).8

2. Rohde
Spencer, Taylor y Frazer dan sólo aislados ejemplos que conciernen a
Grecia; pero uno de los más destacados helenistas de fines del siglo
XIX y comienzos del XX ha escrito un libro que ha marcado rumbos
en la historia del concepto de alma en Grecia, y que constituye a la vez
la aplicación concreta de la teoría animista al mundo griego. Nos
estamos refiriendo a Erwin Rohde y su obra Psyche,9 de la cual vamos
a reseñar los principales puntos de sus primeras páginas, que
conciernen a Homero.
Es en Homero precisamente donde el concepto de “alma” que allí
halla coincide más con el que los animistas ingleses encontraban en los
hombres primitivos, No es que la propia concepción homérica sea para
Rohde completamente primitiva; en ella Rohde ve un cierto
racionalismo que la depura de muchos elementos primitivos como los
que menciona por ejemplo Frazer. “El poeta no se apropia, ni mucho
menos, de todo lo que el pueblo creía, pero es de suponer que las ideas
expuestas por él pertenecen al acervo de la fe popular; en cambio, la
selección y la trabazón de estas ideas para hacer de ellas un todo
armónico son obra del propio poeta. En este sentido restrictivo, puede
afirmarse que los poemas de Homero reflejan la fe popular tal como
7
Idem, p. 28.
8
Idem, p. 29 ss.
9
Psyche. Seelenkult und Unsterblichkeitsglaube der Griechen, Leipzig, Mohr,
1891-4 (7ma. ed. 1921). Rohde murió en 1898. Existe una traducción
española de W. Roces, Psyche, México, FCE, 1948, a la cual remitiremos
nuestras citas.
8
El concepto de alma en Homero

ésta se había plasmado en la época en que dichos poemas fueron


compuestos”.10 Así, en los poemas homéricos podemos advertir rastros
de una concepción de la vida y de la muerte en parte ya superada, así
como la presencia de la concepción que la supera, que es la
propiamente homérica. Veamos más de cerca: cuando el hombre
muere, nos dice Homero, su psykhé va al Hades (el subterráneo reino
de Hades -también llamado Plutón- y Perséfone). Pero esta psykhé, nos
dice Rohde, no es una nada (Hades y Perséfone no podrían reinar sobre
la “nada”), sino algo etéreo, volátil, que se escapa del cuerpo con el
último aliento, tal como lo atestiguan diversos pasajes homéricos.
Estas psychaí son llamadas también eídola, “imágenes”, porque
reproducen todos los rasgos corpóreos del hombre. Así cuenta Homero
(Ilíada, XXIII, 65-7) que mientras dormía Aquiles

Llegó la psykhé del desdichado Patroclo,


Parecida en todo a él mismo, por la altura, los bellos ojos
y la voz, y con semejantes vestimentas ceñidas a la piel.

Se trata, pues, de imágenes incorpóreas del cuerpo de los


individuos. Pero esta psykhé, aclara Rohde, no se parece en nada a lo
que hoy llamamos “espíritu” en oposición al “cuerpo”. Es cierto que el
hombre piensa, siente, tiene conciencia de sí mismo mientras la psykhé
permanece en él, pero Homero jamás atribuye a la psykhé tales
funciones en el hombre vivo: sólo la menciona en el momento en que
se dispone a separarse del hombre, vivo o se ha separado ya: la psykhé
lo sobrevive como una sombra carente de vida verdaderamente
corpórea y espiritual. Cuando Homero desea referirse a los fenómenos
que podríamos calificar de “psíquicos” o “espirituales”, los considera
como actos de un órgano del cuerpo humano, especialmente del
diafragma (phrénes) o del corazón (étor, kér, kradíe, kardíe), y a
menudo su ámbito específico es denominado thymós.
Vale decir, tendríamos aquí los dos elementos conceptuales que
asigna Tylor a la mentalidad primitiva: life y ghost, vida y fantasma,
que en el griego homérico equivaldrían a thymós y psykhé, aunque en
Homero, estemos, según Rohde,11 en el estadio en que no se da la
suficiente vinculación entre ambos conceptos. Así, pues, “el hombre
según la concepción homérica existe doblemente: en su apariencia

10
Idem, p. 30.
11
Idem, p. 33.
9
Conrado Eggers Lan

perceptible y en su imagen invisible, que se libera sólo con la


muerte”.12 Rohde aquí siente necesidad de reforzar su posición y acude
precisamente a los animistas ingleses: “claro está que semejante idea,
según la cual es como si se albergase dentro del hombre vivo y
plenamente animado un huésped o un ente extraño, una especie de
‘doble’ más débil que el hombre vivo, su otro yo, es decir su psykhé,
tropieza con cierta resistencia para imponerse a nuestra comprensión.
Pero es exactamente la creencia que profesan los llamados ‘pueblos
primitivos’ de toda la tierra, como lo han puesto de manifiesto
principalmente, con penetrante fuerza, las investigaciones de Herbert
Spencer. Y nada tiene de sorprendente ver que también los griegos
comparten una concepción que refleja perfectamente, como vemos, el
modo de sentir de la humanidad primitiva”. 13 La validez de la tesis
animista se acredita plenamente en Homero, a juicio de Rohde, ya que
el hombre homérico llega a la conclusión de que existe en él una doble
vida, a raíz de la experiencia de los sueños, tal como Taylor lo
concebía. En ese sentido poseemos un claro testimonio el de Píndaro,
quien nos entera de lo que constituía la esencia del concepto de psykhé
para los griegos y a la vez el origen de la creencia en dicho concepto:

Y todos, por un destino bienaventurado,


alcanzan el fin liberador de penas,
y el cuerpo (sôma) de todos sigue a la muerte poderosa,
pero queda viva (zôon) aún
una imagen (eídolon) de la vida (aión); pues sólo ella
proviene de los dioses; duerme mientras se agitan
los miembros; pero cuando éstos duermen,
a través de muchos sueños
revelan el futuro juicio
de goces y males.14

Rohde aclara expresamente que la creencia implicada en el verso


que dice “pues sólo ella proviene de los dioses” no se encuentra en
Homero. Pero lo importante para él es que en este pasaje se nos dice
explícitamente lo que en general se halla implícito en Homero: que el
eídolon, o sea, la psykhé, duerme cuando el cuerpo está activo, y está
en cambio activa cuando el cuerpo duerme.
12
Idem, p. 10.
13
Idem, p. 11.
14
Píndaro, Frag. 131 Schroeder (pág. 196 de la edición Puech en Les Belles
Lettres, T. IV, Paris, 3ra. ed., 1961.
10
El concepto de alma en Homero

Mas también en Homero encontramos textos que hablan en ese


sentido por sí solos. Así, al terminar el sueño en que se le ha aparecido
la psykhé de Patroclo, Aquiles le habla e intenta abrazarla, pero “la
psykhé como humo se esfumó con un chillido hacia debajo de la
tierra”. Entonces, Aquiles despierta, dolorosamente sorprendido, y
exclama:

¡Oh, dioses! Entonces es cierto que existe, en las moradas del


Hades, la psykhé, como imagen (eídolon), aunque no hay en
ella en absoluto phrénes.15

“Falta en ella el diafragma (y con él todas las fuerzas que


mantienen vivo al hombre)”, traduce Rohde. En todo caso, se
compagina con el testimonio de Píndaro y además nos muestra
explícitamente que la creencia en el ghost se origina en los sueños (ya
Spencer citaba el ejemplo homérico).
Ahora bien, ¿en qué sentido, según Rohde, podemos advertir en los
poemas homéricos rastros de una concepción anterior así como la
presencia de una nueva concepción que la supera? En este sentido, “los
‘pueblos primitivos’ suelen atribuir a las ‘almas’ separadas del cuerpo
una fuerza, poderosa, invisible, pero no por ello menos temible: más
aun, derivan en parte toda la fuerza invisible de las ‘almas’ mismas y
se afanan medrosamente en ganarse por medio de las más ricas
ofrendas a su alcance la buena voluntad de estos poderosos espíritus.
Homero, en cambio, no conoce ni admite ninguna acción de la psykhé
sobre el reino de lo visible, ni conoce tampoco, como es lógico,
ninguna clase de culto de esta naturaleza”. 16 La creencia en el eídolon
corresponde, entonces, a la concepción anterior, pero mientras en ella
el eídolon era activo y terrible, ahora carece de fuerza, inteligencia y
acción en general; es impotente. Es cierto que Aquiles todavía habla
con el eídolon de Patroclo; pero no sólo fracasa en su intento de
abrazarlo, sino que, como Patroclo le dice, una vez que se incinere el
cadáver ya no volverá a verlo ni aun en esa forma espectral.
Precisamente, nos dice Rohde, los griegos homéricos apelaban a la
cremación del cadáver para “obligar a la psykhé a desterrarse para
siempre en el Hades, a huir por completo del mundo terrestre. Nada
15
Il., XXIII.103-4. Dado que haré uso frecuente de esta cita en otros lugares
de este trabajo, presento al lector mi propia traducción, como lo hago en todas
las citas de Homero e incluso en la ya mencionada de Píndaro.
16
Rohde, op. cit., p. 13.
11
Conrado Eggers Lan

hay que pueda destruir más rápidamente que el fuego al otro yo visible
de la psykhé, el cuerpo. Con la cremación del cadáver se trata, pues, de
velar por la paz de los muertos, que de otro modo errarían de un lado
para otro, sin descanso, y sobre todo, por la paz de los vivos, quienes
ya no podrán encontrarse con las almas, desterradas para siempre a lo
profundo”.17 Por eso la costumbre de la cremación de los cadáveres
testimonia en sí misma la antigua creencia en la fuerza e influencia de
las almas sobre los vivos. No puede haber sido otra la causa del origen
de la costumbre de la incineración del cadáver, dice Rohde; 18 ya que, a)
si fuera para hacer desaparecer el cadáver, el entierro sería un
procedimiento más sencillo y menos costoso; b) si fuera por tratarse de
gente nómada que careciera de residencia fija donde poder enterrar a
sus muertos y rendirles culto permanente, no se explicaría por qué en
la Ilíada no son incinerados sólo los cadáveres de los aqueos, sino
también de los troyanos, que están en su patria.
Esta ha sido, sumariamente expuesta, la opinión prevaleciente
acerca del origen del concepto de “alma” en Grecia y de su naturaleza
en Homero, durante más de un cuarto de siglo.

17
Idem, p. 25.
18
Idem, p. 23.
12
II. La crítica del animismo

1. La crítica de Lévy-Bruhl
Pero las acciones de la teoría animista –que habían adquirido un crédito
general que las había elevado hasta el nivel de tesis indiscutible y que
por consiguiente bien podría jugar en adelante como supuesto o como
argumento ex auctoritate, tal como en parte lo hacía Rohde– bajaron a
partir de 1910, con la publicación del libro de Lévy-Bruhl, Les fonctions
mentales dans les sociétés inférieures.19
Lévy-Bruhl desconfía de la teoría animista, ante todo porque
observa que la misma no se esfuerza por demostrar que las funciones
mentales superiores son idénticas o semejantes en las sociedades
primitivas y en las nuestras, sino que parte de esa identidad o semejanza
como un supuesto. “El axioma ocupa el lugar de la demostración”,
protesta Lévy-Bruhl.20 Y ese supuesto vicio es, a juicio de Lévy-Bruhl,
la copiosa ejemplificación con que los animistas abonan su doctrina.
Empirista él también como el que más, Lévy-Bruhl no se amedrenta,
pues, ante la abundancia de testimonios con que se ilustra la tesis de los
antropólogos ingleses. Porque es claro que, en la presentación de los
incontables ejemplos extraídos de los relatos de exploradores,
misioneros y científicos, cuando no de su propia experiencia, los
antropólogos de la escuela de Spencer y Taylor no sólo están
describiendo, sino que también interpretan y explican. Ahora bien, la
descripción en sí misma no puede ser puesta en tela de juicio, en la
medida que se ha avalado previamente la seriedad de los testigos, pero
sí la interpretación y la explicación. Dentro de estas interpretaciones y
explicaciones cabe distinguir, según señala Lévy-Bruhl, dos puntos:
1) “La presencia de las mismas instituciones, creencias, prácticas en
gran número de sociedades muy alejadas las unas de las otras, pero de
tipo análogo”. De aquí los antropólogos ingleses, observa Lévy-Bruhl,
“concluyen legítimamente la presencia de un mismo mecanismo mental,
que produce las mismas representaciones: es muy claro que semejanzas

19
Que citaremos según la traducción española mencionada en nota 1.
20
Lévy-Bruhl, op. cit., p. 16.
1
Conrado Eggers Lan

de este género, tan frecuentes y tan precisas, no podrían ser fortuitas”. 21


Este primer punto, por consiguiente, es para Lévy-Bruhl aceptable, con
la condición de que no se establezca a priori que dicho mecanismo
mental común consiste forzosamente en la sucesión de asociaciones y
raciocinios lógicos que concibe la teoría animista. En ese terreno, las
explicaciones de la escuela antropológica inglesa no son nunca más
que verosímiles, y no alcanzan por ende el debido rigor científico: si se
quiere verificar el postulado en que se apoyan, no se lo podrá lograr en
siquiera cinco casos sobre cien, estima Lévy-Bruhl (quien define así
ese postulado básico animista: “las vías que a nosotros nos parece que
conducen naturalmente a ciertas creencias y a ciertas prácticas son
precisamente aquellas por las cuales han pasado los miembros de las
sociedades en que se manifiestan esas creencias y esas prácticas”. 22
2) “Los hechos que se trata de explicar: instituciones, creencias,
prácticas, son hechos sociales por excelencia”, por lo cual las
representaciones que esos hechos implican deben ser representaciones
colectivas; y sucede que la tesis animista pone en juego sólo “el
mecanismo mental de un espíritu humano individual”. Pero
precisamente, replica Lévy-Bruhl, “las representaciones colectivas son
hechos sociales, como las instituciones de que dan cuenta: y si existe
un punto de la sociología contemporánea que haya sido bien
establecido, es que los hechos sociales tienen sus leyes propias, leyes
que el análisis del individuo como simple individuo jamás podría
revelarnos”. Así, frente al asociacionismo psicológico spenceriano,
Lévy-Bruhl declara condenada de antemano toda tentativa “’explicar’
representaciones colectivas por el solo mecanismo de las operaciones
mentales observadas en el individuo (asociación de ideas, uso ingenuo
del principio de causalidad, etc.)”,23 como hace el animismo.
La teoría animista, dice Lévy-Bruhl, es muy seductora: “nos
parece, en efecto, que si estuviéramos en lugar del ‘filósofo salvaje’,
razonaríamos como él, es decir, como lo hacemos razonar nosotros.
Pero ¿hubo alguna vez tales ‘filósofos salvajes’? 24 Se les atribuye a los
primitivos una coherencia lógica análoga a la que podríamos tener
nosotros o, si se prefiere, un niño culto de nuestra época. Partimos de
la base de que han buscado explicaciones racionales a sus sueños, a los
fenómenos naturales que los rodeaban, etc., y de ahí han nacido los
21
Idem, p. 17.
22
Idem, pp. 9-20.
23
Idem, p. 20.
24
Idem, p. 72.
14
El concepto de alma en Homero

distintos ritos y creencias, esbozadas por verdaderos, “filósofos


salvajes”. Pero “los mitos, los ritos funerarios, las prácticas agrarias, la
magia simpática, no parecen nacer de necesidad alguna de explicación
racional: responden en las sociedades inferiores a necesidades, a
sentimientos colectivos mucho más imperiosos, poderosos y profundos
que aquéllos”.25 Es cierto que los relatos con que ejemplifican los
antropólogos ingleses abundan en términos y proposiciones de una
estructura y significado análogo al que hoy podemos usar. Pero
¿corresponden realmente esos términos y proposiciones a lo que los
hombres primitivos interrogados han querido expresar? Hay que tener
en cuenta, señala Lévy-Bruhl, que los misioneros y exploradores se
sirven, en sus conversaciones con los salvajes y sobre todo en sus
posteriores relatos, “de términos (alma, espíritu, aparecidos, etc.)
definidos por ellos a través de una extensa evolución religiosa,
filosófica y literaria”, y que por el contrario, frente a dichos salvajes,
“se encuentran en presencia de representaciones colectivas,
esencialmente místicas y pre-lógicas, no reducidas a la forma de
conceptos, y muy poco respetuosas con respecto a las exigencias
lógicas”.26
Lévy-Bruhl se dedica, entonces, a reexaminar muchos de los
testimonios usados por los animistas en favor de su doctrina. 27 Por
ejemplo, para mostrar lo difícil e inadecuado que resulta a menudo
verter ciertos términos de los pueblos primitivos a conceptos cultos
como “alma”, presenta los testimonios recogidos por Ellis en la costa
occidental africana.28 Allí los indígenas distinguen entre kra y
srahman. El kra existe antes del nacimiento del hombre y sigue
existiendo luego de su muerte, ya sea entrando entonces en un animal
recién nacido, o bien subsistiendo como sisa, es decir, como un kra
nómade. El kra puede abandonar al hombre, generalmente durante el
sueño, y luego regresa a él. Los sueños son algo así como aventuras,
“canas al aire” que se gasta el kra fuera del hombre. ¿Estamos aquí en
presencia de la psykhé de Rohde? ¿O acaso frente a una variante de la
transmigración de las almas? Sin embargo, el kra no es una imagen del
25
Idem, p. 21. No puedo entrar aquí en el análisis de los motivos de dichos
rituales y prácticas según Lévy-Bruhl, pero para que el lector no se despiste
demasiado con mi cita, le advierto que son de índole mística.
26
Idem, pp. 75-6.
27
Véase, por ejemplo, en pp. 18-9 la refutación que hace Lévy-Bruhl de
diversas explicaciones dadas por Frazer.
28
Idem, p. 72-4.
15
Conrado Eggers Lan

cuerpo individual, tal como señala Rohde que lo es la psykhé para


Homero. Estos indígenas creen, no obstante, que cuentan con una
sombra o imagen volátil de su propio cuerpo, a estar con Ellis, pero la
llaman srahman. El srahman existe sólo a partir del momento en que
el hombre muere, y no antes, como el kra, y luego de la muerte del
hombre no deambula, ni se incorpora a otros seres vivos, como el kra,
sino que permanece fiel al hombre individual del cual emanó (es su
verdadero fantasma, podríamos decir), en el sentido de que, tras
ingresar al país de los muertos, continúa la existencia que ese hombre
llevaba en vida (todo esto, según Ellis). Por lo tanto, el kra no es el
alma, en cuanto no es lo que anima al cuerpo y lo que lo hace caminar,
pensar, amar, etc. Aplicándole los versos de Píndaro, sin pretensión de
estricto ajuste, podríamos decir que “duerme mientras los miembros
están activos, y están activos cuando los miembros duermen”, aunque
su actividad es más compleja que la de una mera actividad onírica.
Pero tampoco el srahman es “alma”, ya que aparece sólo con la
muerte, y a su vez, kra y srahman no se identifican entre sí ni se
identifican tampoco con el hombre individual al que corresponden. El
kra es una especie de “demonio” o “ángel guardián”, como prefiere
decir Lévy-Bruhl, y el srahman es más bien el “espíritu” del muerto, el
ghost objeto de temores y cultos.
De éste y otros ejemplos examinados, Lévy-Bruhl concluye que “la
idea de alma no se halla en los primitivos. Lo que ocupa su lugar es la
representación, en general muy emocional, de una o de muchas
participaciones que coexisten y se entrecruzan, sin fundirse todavía en
la conciencia neta de una individualidad realmente única. El miembro
de una tribu, de un tótem, de un clan, se siente místicamente unido a su
grupo social, místicamente unido a la especie animal o vegetal que es
su tótem, etc.”.29 Vale decir, en lugar de una primacía de las leyes que
la psicología asociacionista hacía valer para el individuo humano,
encuentra Lévy-Bruhl, de acuerdo con lo antedicho, leyes propias que
corresponden a las representaciones colectivas; y en el caso de los
pueblos primitivos, y en particular al estudiar la actitud de éstos frente
al tema que estamos examinando, establece como una de las
principales leyes vigentes la denominada “ley de participación”, a cuyo
análisis se aboca,30 y en cuya consideración no podemos extendernos
aquí.

29
Idem, p. 78.
30
Idem, pp. 61-91 (“La ley de participación”).
16
El concepto de alma en Homero

2. La crítica de Otto.
Naturalmente, si el libro de Rohde –que se apoyaba expresamente,
según vimos, en lo que consideraba como demostrado por Spencer y
sus adeptos– se impuso sin más durante años a cuantos se aventuraban
en el campo del pensamiento griego, debió ver sometidos sus puntos
de vista al nuevo análisis después de que Lévy-Bruhl puso en tela de
juicio los postulados de la doctrina animista. Quien primero lo hizo fue
el investigador de las religiones antiguas y especialmente griegas,
Walter F. Otto, con un libro publicado por vez primera en 1923, y que
llevaba por título Los Manes o acerca de las formas primitivas de la
creencia en los muertos y por subtítulo Una investigación de la
religión de los griegos, romanos, semitas y de la fe popular en
general.31 El subtítulo puede dar una impresión errónea respecto de la
extensión del terreno que abarca Otto en su pequeño libro: éste se
ocupa, en sus tres cuartas partes, de Homero, y sólo de paso se refiere
a los sucesores de Homero, así como a los hebreos y otros pueblos (a
los romanos dedica un poco más). En cuanto al título mismo, ya de por
sí muestra bien que el objeto de indagación de Otto es el de los
“espíritus de los muertos” o “manes”, como los llamaban los romanos.
Lo que bien o mal puede englobarse dentro del concepto de “alma” por
su referencia a la vida interior del hombre no es el objeto principal del
estudio de Otto (sí, en cambio, del nuestro), y sólo lo toma en cuenta
para deslindarlo del otro tema, que constituye la meta de su
preocupación, y sobre todo para tratar de disipar la mezcla y confusión
que, de ambos motivos, encuentra en Rohde. Es en este último aspecto
que más nos interesa su aporte aquí.
Otto no discute la idea de Rohde de que a través de Homero se
puede rastrear una concepción más primitiva, superada por la que
Homero presenta como contemporánea. O sea, está de acuerdo en que,
por ejemplo, la creencia homérica en el eídolon corresponde a la
creencia anterior, con la diferencia de que en dicha creencia anterior el
eídolon era activo y temible, en tanto que en la concepción homérica el
eídolon carece de fuerza y de toda actividad vital o espiritual. Otto
recoge críticas de H. Schreuer32 a la tesis de Rohde de que la
31
W. F. Otto, Die Manen oder von der Urformen des Totenglaubens. Eine
Untersuchung zur Religion der Griechen, Römer, und Semiten und cum
Volksglauben überhaupt, Darmstadt, Gentner, 1962, 3ra. ed. (primera ed.
1923).
32
H. Schreuer, “Das Recht der Toten”, en Zeitschrift für vergl. Recht wiss.,
17
Conrado Eggers Lan

cremación se origina en el deseo de liberarse de los muertos y su


acción maléfica, pensando por su parte que se ha debido más bien a un
tributo póstumo, un servicio hecho para que pueda ingresar en el reino
de los muertos, tal como se dice en el Canto XXVIII de la Ilíada.33
Pero en ese punto Otto no innova respecto de Rohde; antes bien,
sostiene que la creencia acuñada por Homero no altera en lo esencial la
representación pre-homérica acerca del muerto: el muerto es una
sombra polvorienta cuya existencia no tiene valor, a diferencia de la
concepción posterior de la mística, poesía y filosofía. Para el primitivo,
no obstante, esta sombra podía irrumpir en la vida del hombre, con el
pánico consiguiente, cosa que queda desterrada para Homero; en esto
Otto concuerda con Rohde.34
Pero lo que Otto no puede aceptar de ningún modo es lo
propiamente animista de la interpretación de Rohde, a saber, la idea de
que el hombre homérico alberga dentro de sí una especie de “doble”
más débil, que es su psykhé, y que actúa cuando el hombre duerme, y
duerme cuando el hombre actúa. Esto, dice Otto, no tiene el menor
punto de apoyo en textos homéricos; y resulta completamente forzado,
y además poco científico, usar como prueba un fragmento de Píndaro,
que corresponde a una concepción muy posterior, vigente en el siglo
V.35 Rohde no tiene derecho, señala Otto, a podar un verso del
fragmento de Píndaro (aquel que decía que el eídolon “proviene de los
dioses” y pretender que el resto es homérico. Ese verso contiene un
elemento fundamental en la creencia que Píndaro está presentando allí,
ya que es el origen divino del eídolon lo único que explica su
liberación y que justifica la idea de que descanse en el cuerpo del
hombre despierto sin participar de él, como forastero. Y Rohde mismo
advertía que la idea del origen divino del eídolon no tenía lugar en las
creencias homéricas; pero entonces la concepción íntegra representada
en el fragmento de Píndaro es ajena por completo a dichas creencias.
Si en cambio vamos a Homero, dice Otto, no hallaremos la menor
conexión de la psykhé con la actividad onírica. La psykhé homérica
aparece en conexión con la muerte, no con las actividades psíquicas,
sean las de la vigilia o las del sueño. Poner el sueño de Aquiles (del
canto XXIII de la Ilíada) como ejemplo de una actividad de la psykhé
durante el sueño, es una terrible confusión, una lectura precipitada por
XXXIII, 1915.
33
Otto, op. cit., 53-55, nota.
34
Idem, pp. 11-3.
35
Idem, pp. 16-7.
18
El concepto de alma en Homero

parte de Rohde: en el sueño de Aquiles actúa una psykhé, es cierto,


pero no es la de Aquiles, sino la de Patroclo, que no está durmiendo
sino que está muerto; y esta psykhé de Patroclo muerto existe para el
poeta homérico en forma real, se sueñe o no, como dan testimonio los
numerosísimos pasajes en que se habla de la psykhé sin que nadie
duerma. Por que para el poeta homérico, como para los primitivos, las
apariciones de los sueños son entidades bien reales. Pero ¿y no
tendríamos derecho siquiera a conjeturar, aunque Homero no lo dijera
expresamente, que en el sueño de Aquiles el diálogo se produce entre
la psykhé de Patroclo y la psykhé de Aquiles? No; y no sólo porque
Homero no usa aquí la palabra psykhé para referirse a Aquiles sino
únicamente para Patroclo. Sobre todo, porque se puede comprobar
perfectamente que la aparición onírica (en este caso, la psykhé de
Patroclo) no se dirige a un misterioso doble que estuviera despierto y
activo mientras su portador duerme, sino al durmiente mismo bien
dormido (en este caso Aquiles). Tanto es así que el poeta dice: ste
d’ar’hypèr kephalês, “se paró ante su cabeza”, y nos refiere que las
primeras palabras de la aparición son: “duermes, Aquiles”. Y estas dos
fórmulas las hallamos en otras descripciones de sueños, e incluso en un
caso en que no se trata de una aparición onírica que dialogue con el
durmiente, sino de una persona de carne y hueso que interpela a la
dormida: así Euriclea, cuando se acerca para despertar a Penélope
(Odisea, XXIII.4). En todos los ejemplos de sueños que nos presenta
Homero (como el que Agamenón, en Il. II.23, o el de Príamo, en
XXIV.682, etc.), vemos, como es el caso de Aquiles, que el
interlocutor de la aparición onírica es el durmiente en su posición de
durmiente, con la única diferencia de que, a pesar de tener cerrados los
ojos, ve la aparición (y habla, como lo hace Aquiles, añadiríamos
nosotros). Por ende, la actividad de la psykhé homérica durante el
sueño es para Otto una pura fantasía de Rohde basada a su vez en las
fantasías animistas. Y tampoco la psykhé sería un duplicado en
miniatura del hombre vivo, como sostiene el animismo, ya que en la
descripción de la aparición de la psykhé de Patroclo se nos dice
expresamente que tiene la misma altura (mégethos) que Patroclo.36
Ni siquiera acepta Otto la hipótesis de Tylor y Spencer, que Rohde
recoge, de que la creencia en eídola de los muertos tenga su origen en
los sueños. Otto tiene en cuenta la narración de Spencer del caso de un
zulú, que ha soñado con un hermano muerto y que le ha reclamado

36
Idem, pp. 17-20.
19
Conrado Eggers Lan

carne y exigido que se ocupara de él; sueño que Spencer mismo


compara con el de Aquiles y lo presenta como típica situación
motivadora de creencias en los muertos. 37 Otto rechaza
categóricamente esto, 1) porque la mentalidad primitiva no se maneja
tan racionalmente como para realizar inferencias tan formales como la
del tipo “lo he visto, por lo tanto existe”, 2) porque en ambos sueños la
creencia en una existencia del eídolon es la base del sueño y no su
conclusión. En efecto, adviértase que, tanto en el sueño de Aquiles
como en el del zulú, el muerto aparece como muerto, no como vivo.
Nosotros, hombres cultos del siglo XX que en general no creemos en
fantasmas, dice Otto, podemos soñar con un amigo o pariente nuestro
que ha muerto, pero en nuestro sueño aparece como si estuviera vivo
(nunca como un muerto que reclama sepultura, honores fúnebres o
provisiones para un viaje al más allá, sino realizando cualquier
actividad que podría hacer estando vivo); porque no creemos en que
los muertos hablen y actúen. Si en cambio Aquiles sueña con Patroclo
muerto o el zulú con su hermano como muertos que les hablan, es
porque ya antes de soñar creen en los muertos y su accionar. Y las
palabras de Aquiles, “Oh, dioses, entonces es cierto que existe la
psykhé en el Hades, como eídolon”, sólo implican que el sueño ha
confirmado una creencia anterior. El fundamento de la creencia en los
eídola no lo ve Otto, pues, en los sueños en tanto sueños, sino más
bien en una “experiencia originaria”, en una Einfühlung (en la cual,
según Bergson, a quien cita Otto, “instinto” e “inteligencia” están
mezclados de una manera incomprensible para el pensamiento
racional) que aún hoy abunda, y por cierto no sólo para fomentar la
superstición popular, sino hasta en las conversaciones de las personas
cultas, que, como ya hacía notar Lessing, “a la luz del día se burlan de
los fantasmas, pero en la noche oscura hablan de ellos con miedo”.
Einfühlung, dice Otto, que está siendo objeto no ya de supercherías y
charlatanerías, sino de serios estudios a cargo de sociedades como la
“Society of Psychological Research”, cuyas conclusiones provisionales
o definitivas Otto no entra a juzgar ni analizar, sino que abandona ese
campo como ajeno a su esfera propia, contentándose con señalar que,
cualquiera sea la explicación psicológica que se dé de esa Einfühlung,
es en ella donde se debe buscar la explicación del origen de la creencia
en eídola, y no en los sueños.38

37
Idem, pp. 90-3.
38
Idem, pp. 99-115.
20
El concepto de alma en Homero

Dejemos ahora a los muertos en paz, y volvamos a la psykhé, que


parece más conectada, para Otto, con el tema que nos preocupa más
aquí. Otto no sólo rechaza en este punto la concepción de Rohde, sino
la opinión que tendía a imponerse en su época (que no era
incompatible con la tesis de Rohde, por lo cual no dependía de la
validez de ésta), en el sentido de concebir a la psykhé como “aliento”,
derivándola de psycho, “soplar”, y apopsycho, “exhalar”, en
comparación anima, que en latín designa tanto “aliento” o “soplo”
como “alma”. La historia de anima no se equivale con la de psykhé,
hace notar Ottto; anima nunca dejó de significar “aliento, aun cuando
comenzó a significar “alma”; cuando psykhé, en cambio, pasó a
significar “alma” nunca más se usó en el sentido de “aliento”; pero el
caso es que tampoco en Homero hallamos un solo ejemplo en que
pueda traducirse por “aliento” sin que nos queden serias dudas.
Cuando Homero quiere decir “aliento” dice aütmé, como en Il. X.89-
90 (“mientras el aliento permanezca en mi pecho y se muevan mis
rodillas”) o XXIII.765-6 (“y siempre corriendo velozmente, arrojaba
Odiseo el aliento sobre la cabeza de Aquiles”). 39 Si en el primero de
estos dos ejemplos alguien pudiera creer que aütmé podría ser
reemplazada por psykhé sin dificultad (y se dijera entonces “mientras
la psykhé permanezca en mi pecho”, expresión que de todos modos
sería única en Homero, ya que éste nunca sitúa la psykhé en parte
alguna del cuerpo), en el segundo caso ya le sería inconcebible la
posibilidad de tal sustitución (que arrojara Odiseo la psykhé sobre la
cabeza de Aquiles).
Ahora bien, si la psykhé no es un duplicado del hombre vivo que
actúa sólo cuando éste duerme, si tampoco es el aliento que el hombre
vivo respira, ¿qué significación tiene para el hombre vivo?, se pregunta
Otto. ¿Cuál es la relación con el cuerpo?
Nosotros leemos más de una vez que la psykhé se esfuma “desde
los miembros”(por ejemplo, Il. XVI.856); se vuela por la boca (Il.
IX.409: “una vez que ha traspasado el cerco de los dientes”) o por
heridas abiertas (XIV.518-9: “La psykhé huyó rápidamente por la
herida infligida”). Pero nunca oímos que habita en el cuerpo, hace
notar Otto.40 Inclusive encontramos a veces que la psykhé abandona el
cuerpo transitoriamente en el desvanecimiento; pero al volver en sí
jamás se nos habla del regreso de la psykhé. Así, p.e. al caer Sarpedón
(Il. V.696-8):
39
Idem, pp. 26-8.
40
Idem, p. 23.
21
Conrado Eggers Lan

La psykhé lo abandonó, una densa niebla cubrió sus ojos,


pero nuevamente se reanimó (empnúnthe), porque el
soplo (pnoíe)
del Bóreas revivió (zógrei) el desfalleciente thymós,
volviendo a respirar (epineíousa).

O cuando Andrómaca se entera de la muerte de Héctor (XXII.467,


475):

Cayó de espaldas, y exhaló (ekápyssen) la psykhé


(…)
después se reanimó (émpnyto) y recogió el thymós
hacia las phrénes.

(Este último verso es idéntico a Od., V.458, donde se narra el


recuperarse de Ulises tras haber quedado exhausto). En ambos casos
vemos que la psykhé parte, abandona al hombre, se dice explícitamente
en el caso de Sarpedón; no obstante, luego ese ser vuelve en sí, sigue
viviendo y llega un momento en que la psykhé lo abandona
definitivamente (así se narra expresamente en el caso de Sarpedón, al
morir a manos de Patroclo, Il., XVI.502-5). De aquí se infiere,
naturalmente, que la psykhé ha regresado al cuerpo de Sarpedón, luego
de aquel desmayo producido por a herida de la lanza e Tlepolemo, y
por consiguiente se deduce también que la psykhé habitaba en el
cuerpo de Sarpedón tanto antes de ese desmayo como después de
volver en sí, hasta el momento de la muerte, en que partía
definitivamente. Naturalmente, esta conexión lógica debía ser
advertida por Homero, pero éste ha evitado, “al parecer
intencionalmente”, según Otto, usar expresiones que “dieran pie a la
concepción de que la psykhé tuviera, como entre autónomo, su asiento
en el cuerpo vivo. Este pensamiento debe haber sido ciertamente
incompatible por completo con su representación de la psykhé.41 Si uno
toma pasajes como el del citado desmayo de Sarpedón, hay que
concluir que, si la psykhé no es “aliento” (cosa ya descartada por Otto),
es “vida”. Esto se torna más claro si aplicamos esta clace a otros
pasajes, como aquellos en que se habla de “rogar por la psykhé” (Il.,
XXII.338), esforzarse por la psykhé (Od., I.5) o luchar por ella (Od.,
IX.422-3: “maquinó toda clase de engaños y artificios, porque se

41
Idem, pp. 24-5.
22
El concepto de alma en Homero

trataba de la psykhé”; Od., XXII.245: “cuantos aún vivían y luchaban


por la psykhé”; Il., XXII.161: Aquiles y Héctor corrían “por la psykhé
de Héctor”), y sobre todo donde se habla de “arriesgar la psykhé” (Il.,
IX.322 y Od., III.76).42 Hay un solo pasaje, hace notar no obstante
Otto, en que Homero hace que la psykhé resida en el hombre, en Il.,
XXI.569, donde Agenor dice que “también en <Aquiles hay> una
psykhé única, que los hombres dicen que es mortal”. “Aquí, explica
Otto, naturalmente, que “psykhé no puede significar otra cosa que
‘vida’. Por consiguiente, sólo en este sentido la ubica Homero en el
hombre. Y aún así sólo se sirve de tal expresión una única vez”. 43
Ahora bien, parecería que con estas explicaciones e
interpretaciones estuviéramos a cien leguas del sueño de Aquiles, en
que vimos se le aparece la psykhé de Patroclo, como eídolon de
Patroclo, o sea, su imagen, su fantasma. En este segundo caso, dice
Otto, estamos ante un uso distinto del mismo vocablo, aunque
conectado lingüísticamente de alguna manera con la primera acepción.
La psykhé del hombre vivo, o que está muriendo, es “vida”, y como tal
Homero no le concede carácter de entidad autónoma. En cambio,
señala Otto, la psykhé del muerto es sin duda “un ser autónomo, que
puede aparecer y actuar, que se reúne con sus pares en un lugar
especial, el Hades”.44 Aquí tendríamos entonces el verdadero duplicado
anímico del que hablaba Rohde, sólo que no se trata de un doble que
habita en el hombre durante la vida, sino que se origina en él al morir:
es más, la psykhé del muerto es un duplicado del hombre en la
situación en que estaba al morir. En apoyo de esto, Otto cita Il.,
XIV.456-7 donde se habla de que algún aqueo será atravesado por la
lanza de Polidamas, y, “apoyándose en ella, descenderá a la morada del
Hades”, también Od., XI.36-41, donde vemos congregarse en el Hades
a “las psychaí de los difuntos”, entre ellos “muchos varones muertos
en la guerra con broncíneas lanzas, que tenían la armadura manchada
con sangre”. Otto compara esto con un pasaje de Esquilo (Euménides,
103) en que vemos al eídolon de Clitemnestra llevando aún la herida
mortal. Esto es para Otto evidencia de que, aun en el significado de
“espíritu-del-muerto” (para simplificar usaremos el término alemán
equivalente, Totengeist), la psykhé no duplica al hombre a lo largo de
su vida, sino sólo en el momento de la muerte. Se ha dicho con
frecuencia, nota Otto, que el eídolon es un “alma descorporeizada”
42
Idem, pp. 28-30.
43
Idem, p. 25.
44
Idem, p. 32.
23
Conrado Eggers Lan

(entkörperte Seele); más correcto, empero, sería afirmar que es un


“cuerpo des-animado” (enseelter Leib).45 Porque el caso es que en
realidad tienen más de cuerpo que de alma; el cuerpo tiene al menos la
figura, aunque sea inconsistente y volátil (se lo quiere abrazar y no se
puede). Pero de “alma” no tiene nada, pues carece de toda función vital
y también espiritual.
¿Esto significa que Homero a veces habla de “alma”? Otto dice
que sí, pero como Rohde –y más categóricamente aún–, sostiene que
este concepto corresponde al vocablo homérico thymós. Del thymós
oímos que se dice todo lo que nosotros hubiéramos esperado que se
dijera de la psykhé del vivo. Por ejemplo, habita en el cuerpo (así en
Il., XIX.271 y Od., VII.187 se menciona “el thymós en el pecho”); lo
abandona en los momentos críticos (esta afirmación no es
ejemplificada especialmente por Otto, pero podemos ilustrarla con
casos mortales, como los Il., XIII.671, XX.403 y 406, XVI.468-9 y
XXIII.80, donde se dice que “el thymós partió de sus miembros”, o
“abandonó los huesos”, “entregó el thymós”, etc.), retorna al cuerpo
cuando se trata de un desmayo (ya vimos los casos de Sarpedón,
Andrómaca y Ulises), etc. Por consiguiente, dice Otto, el thymós es
“un ser autónomo, que tiene su morada en el interior del hombre
durante su vida”.46 Es este thymós “quien porta la vida y habita en el
cuerpo”.47 Es decir, aunque Otto no es muy claro en este punto,
parecería que concibe a la psykhé-vida como una manifestación del
thymós (como alma-vital, del hombre, como ser autónomo que habita
en el cuerpo humano) de la psykhé-vida, mucho más debemos
distinguirlo en la psykhé-eídolon, ya que ésta de ningún modo posee –
ni en los griegos ni en ningún otro pueblo primitivo– funciones
anímicas y espirituales, como es el caso del thymós. Podríamos decir,
si se quiere, que el hombre homérico “tiene dos ‘almas’ distintas, una
para la vida, otra para la muerte, si es que se desea llamar ‘alma’ al
eídolon, ese cuerpo inmaterial”.48 La primera es el ‘alma vital’ o
Lebensseele (thymós), la segunda el “espíritu del muerto” o Totengeist
(psykhé-eídolon).
Puede advertirse en la diferencia que a este respecto establece Otto
entre Lebensseele y Totengeist es análoga a la que Ellis, en el informe
que recoge Lévy-Bruhl (y que el mismo Otto cita, p. 38), había trazado
45
Idem, p. 34.
46
Idem, p. 28.
47
Idem, p. 58.
48
Idem, p. 37.
24
El concepto de alma en Homero

entre kra y srahman. Esta analogía se patentiza más aun cuando


destaca Otto que el Totengeist es rigurosamente individual, reproduce
la personalidad del muerto, mientras la Lebensseele carece de
individualidad: puede adoptar la figura de fiera, pájaro, reptil, etc. (o
sea, “reencarnarse”). Naturalmente que Otto no afirma que esta
concepción de la metempsicosis exista en Homero. Homero la debe
haber conocido, dice Otto, porque es común a todos los pueblos
primitivos, y “sin duda ha desempeñado un gran papel en los tiempos
prehoméricos”.49 Pero esta doctrina ha de haber carecido de
significación para él, ya que calla por completo con respecto a
cualquier posibilidad de que la Lebensseele sobreviva tras la muerte,
así como calla acerca de su origen en el hombre.
Pues bien, pregúntase finalmente Otto, ¿por qué se usó el término
psykhé para designar a la vez la vida que se pierde, que se arriesga, y el
eídolon que surge tras la muerte? Lo que pasa aquí es que la relación
entre el Totengeist y el cuerpo no es nada clara: sobre todo el primer
paso, dice Otto, el momento en que se desprende del cuerpo, tenía
irremediablemente que quedar en las tinieblas. Y esta relación nada
clara ha sido designada, en el lenguaje homérico, con el término que se
usaba para designar su vida, o sea, psykhé. “Puesto que la vida
abandona al hombre en el momento de la muerte, llamó a este cuerpo
inmaterial, que a partir de entonces representa al hombre, se ‘vida’”.
Para explicar la transferencia de sentido de la psykhé como “vida” a la
psykhé como eídolon del difunto, Otto se remite a la impresión que
produce la muerte en un espectador. “’Ha partido’, siente la conciencia
ingenua. ‘El mismo’, no una esencia o una fuerza que habita en él.
‘Desde los miembros’, como dice Homero tan intuitivamente, algo se
ha volado, precisamente aquello que un momento antes aparecía pleno
de vida. ¿Qué expresión habría sido para ello más característica que la
de ‘vida’? Y así se llamó a aquel cuerpo inmaterial, la réplica del
difunto, y del cual se pensaba –siempre con motivos–, que proseguía la
existencia de la persona, ‘la vida’”, 50 o sea, psykhé. Y Otto compara el
verso de Il. X.362 (“la psykhé quejosa se voló de los miembros hacia el
Hades”) con XI.831 de la Eneida: vitaque cum gemitu fugit indignata y
con dos versos de Dante: Io sono la vita di Buonaventura (parad.,
XII.127) y “la gloriosa vita di Tommaso” (id., XIV.6) para mostrar
como la tradición posthomérica ha conservado la calificación de
“vida” al eídolon del difunto.
49
Idem, p. 58.
50
Idem, pp. 55-6.
25
Conrado Eggers Lan

26
III. Nuevas orientaciones

1. Crítica a Otto: Bickel y Jaeger


Según narran Bickel y Jaeger, ambos estaban presintiendo o advirtiendo
las fallas de la interpretación de Rohde cuando Otto publicó su libro,
que prácticamente sirvió de vocero a sus inquietudes al respecto. Los
excelentes análisis de éste derrumbaron la aparente seguridad en que se
movía la concepción de Rohde.
Bickel y Jaeger coinciden en líneas generales, pues, con las críticas
de Otto a Rohde. Mas no se muestran del todo ganados, en cambio, la
interpretación con que Otto reemplaza a la de Rohde aun estando de
acuerdo con varios puntos-clave de la misma, chocan fundamentalmente
con uno, que es el que en la exposición de la tesis de Otto dejamos para
el final: la conexión del sentido de psykhé como “vida” del hombre con
el sentido de psykhé como eídolon. Si el origen de la creencia en un
eídolon es, como dice Otto, una Einfühlung del muerto, se pregunta
Jaeger,51 ¿por qué dice Otto, se la ha llamado psykhé, o sea vida, vale
decir, el justo polo opuesto, de la esfera que le corresponde, esto es, la
muerte? Además, como Otto mismo ha hecho notar, la psykhé que
revolotea en el Hades como un eídolon posee un carácter estrictamente
individual (se asemeja en todo al individuo vivo), mientras “la psykhé
de la persona viviente es simplemente la vida animal que reside en ella;
no es en modo alguno personal. ¿Cómo conciliar estos dos opuestos
sentidos de la sola palabra psykhé en Homero?52 Las explicaciones que
da Otto para justificar esta conexión resultan a Jaeger poco
convincentes: decir que el espectador que observaba la muerte quedaba
impresionado al advertir que del cuerpo se escapaba la vida, y deducir
que esta vida era la que como eídolon habitaba en el Hades, equivale a
suponer en el hombre primitivo un tipo de inferencia que Otto
acertadamente le niega cuando refuta a Rohde. Pero aun si hubiéramos
de admitir que el hombre homérico fuera lo suficientemente maduro en
su racionalidad como para realizar ese tipo de inferencias, tendríamos
que aceptar también la posibilidad de que su madurez racional le
advirtiera a la vez acerca de la incongruencia que suponía llamar “vida”

51
La teología de los primeros filósofos griegos, trad. Esp., J. Gaos, México,
FCE, 1952; Cap. V: “El origen de la doctrina de la divinidad del alma”.
52
Idem, p. 81.
2
Conrado Eggers Lan

al muerto que está en el Hades. Más bien debemos suponer que “la
psykhé homérica tuvo que incluir desde un principio algo que
salvase el abismo entre dos conceptos tan básicamente distintos como
los de ‘vida animal’ y ‘espíritu del muerto’”.53
Para eso, Jaeger se apoya en el concienzudo examen que del
problema ha hecho Bickel.54 Este sostiene que ya antes de Homero
debe haber existido algún mito en que se combinaran, en la palabra
psykhé, lo que considera como dos vivencias originarias del hombre: la
del dormir (no confundir con la de los 'sueños') y la de la muerte. En el
dormir lo único que se advierte como síntoma de la vida en el hombre
es el aliento; y esto es precisamente lo que se escapa al morir. Por lo
tanto, en dicho mito, señala Bickel, se ha aislado y cosificado el
carácter vital de la respiración, como pura alma vital (Lebensseele) sin
conciencia. O sea la psykhé ya antes de Homero es un alma-aliento,
que se exhala al morir. Otto afirmaba que no había un solo pasaje en
Homero donde psykhé significara “aliento” en forma inequívoca; y
que, en cambio, no había un solo pasaje en Homero donde psykhé no
pudiera ser exitosamente vertida por “vida”. Bickel no niega lo
segundo, pero muestra diversos lugares donde la traducción “aliento”
es insospechable, tal como el uso de la presión “exhaló la psykhé” (Il.,
XXII.467).
Jaeger y Bickel coinciden con Otto, no obstante, en que psykhé en
Homero significa “vida” (o “alma-vital sin conciencia”, como dice
Bickel). Pero no creen que se trate de un concepto de “vida” ya
totalmente abstracto, como piensa Otto, sino de un concepto que
conserva las connotaciones más concretas y sensibles que el vocablo
tenía cuando designaba sólo “aliento”. 55 Por eso la psykhé, dice Bickel,
no es un “yo” como el que concibe el animismo, sino algo
53
Idem, p. 82.
54
E. Bickel, Homerischer Seelenglaube. Geschichtliche Grundzüge
menschlicher Seelenvorstellungen, Berlin, Deutsche Verlagsgesellschaft für
Politik und Geschichte, 1925. Para la exposición resumida y actualizada de
este punto de vista de Bickel, he recurrido sobre todo a su más reciente
Homer. Die Lösung der homerischen Frage, Bonn, Scheur, 1949,
especialmente el último capítulo, “Die Chorizontenthese und der epische
Seelenglaube”).
55
Opiniones análogas hallamos en la última gran obra de U. von Wilamowitz-
Moellendorf, Der Glaube der Hellenen (cito por la reimpresión de B.
Schwabe, Basilea, 1956; Tomo I, p. 364 ss.) y en el trabajo de J. Burnet, “The
Socratic Doctrine of the Soul”, en Proceedings of the British Academy, 1916,
Cap. VI, pp. 141-2.
2
El concepto de alma en Homero

körperseelisches, “corpóreo-anímico”.56 No se puede aplicar a


Homero, sin más, dice Bickel, nuestro dualismo “cuerpo-alma”. Como
es sabido, la palabra sôma, con que en la Grecia clásica se denominó al
“cuerpo”, no se refiere al cuerpo vivo en Homero, sino al cadáver,
como ya en la antigüedad observó Aristarco (siglo III-II a.C.) 57 y
modernamente ha sido recordado por Snell.58 Pero Bickel piensa que
hablar de “cadáver” en el sentido moderno es anacrónico al referirse a
Homero: sôma no es para Homero un cuerpo-sin-vida sino un “cadaver
viviente”, ya que hasta que se produce “la segunda muerte”, con la
incineración, la psykhé queda ligada al sôma. Luego de la segunda
muerte (que sería la verdadera muerte -en tanto extinción-, aunque
nosotros acostumbremos llamar “muerte” a la primera) desaparece la
psykhé, que se va al Hades, pero también desaparece el sôma.
Jaeger manifiesta no poder seguir a Bickel en estas especulaciones
acerca del “cadáver viviente”, y, por ende, -añadimos nosotros-
tampoco en su condenación como pecado de anacronismo todo intento
de ver en Homero un cierto dualismo. Pero coincide con Bickel en
advertir las connotaciones concretas de “aliento” que conservaría
psykhé en Homero, así como los verbos correspondientes apopsúcho,
anapsúcho, etc., y sólo con esas connotaciones podemos admitir que la
psykhé se escape al Hades. Porque si pensamos abstractamente en “la
vida”, resulta muy forzado decir, por más metafórico que sea el
lenguaje, que “la vida se ha volado al Hades”. Mas si pensamos en
algo más concreto y sensible como el aliento, podemos admitir muy
bien que se diga que se ha volado al Hades, “como un soplo de
viento”, expresión homérica: aquí Jaeger recuerda que anima está
emparentada con el griego ánemos, “viento”). Esta concepción es con
seguridad, muy antigua, y, por de pronto, muy anterior a Homero. En
Homero mismo el lenguaje es, como vemos, más abstracto, aunque
conservando los rastros de esa concepción anterior que ha permitido el
doble uso de psykhé.

56
Bickel, Homer, p. 105.
57
Una reciente discusión de este punto puede verse en el artículo de H. Köller,
“Sôma bei Homer”, en Glotta, XXXVII, 1958, Cuadernos 3-4, p. 280, donde
se pone a sôma en relación con el verbo sínesthai, que designa el “desgarrar”
de algo por una fiera (sôma sería objeto de sínesthai). Puesto que este “algo”
era generalmente un cadáver, sôma habría pasado -secundariamente- a tener
esa denotación.
58
En la obra cuyo punto de vista sobre el tema resumimos más abajo.
2
Conrado Eggers Lan

Y en cuanto a la vida psíquica propiamente dicha, o sea, a la vida


conciente, ¿qué dice Homero? Jaeger y Bickel coinciden con Otto, y
en el fondo también con Rohde en esto: psykhé en Homero no designa
nada de la vida conciente, sino la “vida animal” o “alma vital”, y la
palabra que mejor corresponde a la conciencia es thymós. “Nunca se
han concebido originariamente como una unidad la conciencia y la
vida animal, y por eso se las ha indicado con distintas palabras”, dice
Jaeger,59 pero señala al mismo tiempo que ya en la época de Homero
existía una tendencia a fundir los fenómenos de la conciencia (thymós)
con los de la vida animal (psykhé) en un solo concepto de “alma”,
aunque el lenguaje careciera de palabras que abarcaran ambos sentidos
(tal tendencia se patentizaría en frecuentes expresiones dobles como
“psychè kaì thymós”). Idéntico punto de vista es sustentado por Bickel.
Sobre la índole del thymós, Jaeger no es muy explícito, pero por
los vocablos con los cuales -directamente y sin mayores explicaciones-
lo traduce, tales como “conciencia” y “alma”, se advierte que está
bastante de acuerdo con la idea de Otto de que el thymós homérico se
corresponde con nuestro concepto de alma como entidad autónoma
que habita en el cuerpo humano y es portadora de sus estados
anímicos. A la vez, en cambio, se advierte que se diferencia de la
concepción de Otto en que, mientras para éste el thymós era toda el
alma, portadora de la vida entera, conciente o inconciente del
individuo (de modo que la psykhé venía a ser algo así como un aspecto
o manifestación del thymós), para Jaeger no se ha llegado en Homero
aún a un concepto de “alma” que abarque a la vez los fenómenos
concientes e inconcientes: el thymós designa al alma como conciencia,
mientras la psykhé es la vida puramente vegetativa (“animal”, dice
Jaeger). En Homero se daría una tendencia a lograr ese concepto
unitario y global de alma, mediante una conexión entre psykhé y
thymós.
Bickel, por su parte, cree que no sólo no se da en Homero tal
concepto unitario y global del alma que Otto veía en el thymós, sino
tampoco siquiera ese concepto unitario y global del alma como
“conciencia”, tal como ve Jaeger en el thymós. Estamos en el estadio
anterior a eso, dice Bickel. En efecto, en thymós no hay una referencia
a una entidad sustantiva que haga de sujeto de los fenómenos
concientes, sino que hay una referencia primero a un proceso y
después a un tipo de procesos. Primeramente, a la bullente afluencia de

59
Teología, p. 85.
3
El concepto de alma en Homero

sangre que se produce en las emociones y luego a todo tipo de


fenómeno mental de que uno toma conciencia. Lo que a uno le pasa
interiormente, trátese de un arrebato de cólera o de miedo, una duda
que asalta o un pensamiento que cruza por la mente, aunque no traiga
consigo siempre una intensa afluencia de sangres, se incorpora a la
esfera del thymós. El thymós es, por ende, un conjunto de fenómenos
anímicos, un Gesamtgemüt, para utilizar la intraducible expresión que
usa Bickel. No es una entidad especial que se constituya en sujeto de
esos fenómenos. De otro modo, concluye Bickel, no habría habido
necesidad de recurrir luego a psykhé, como se hizo, para acuñar el
concepto de “alma”.

2. Los análisis de Snell


Es en la dirección asumida -a propósito del thymós- ya desde 1926, por
Bickel, que se ha encauzado la mayor parte de las investigaciones
recientes, emprendiendo la tarea de examinar hasta qué punto las
expresiones homéricas responden a conceptos análogos a los nuestros.
Ya Joachim Böhme, en 1929, llevó a cabo un detallado análisis de
pasajes homéricos referentes a la vida psíquica, y llegó a la conclusión
de que no había en ellos ningún término que se correspondiera con
nuestra “alma” o “espíritu”, ni siquiera con un Gesamtgemüt como
“totalidad psíquica” en el sentido que Bickel le otorga. 60 Pero ha sido
sobre todo Bruno Snell, quien dio el golpe de gracia a las concepciones
clásicas, aportando la contraprueba: hizo notar, en efecto, que en
Homero no hay un verdadero concepto de “cuerpo” en el sentido que
hoy (y ya desde el siglo V a.C.) le damos al vocablo, y por lo tanto mal
podía darse concepto alguno del “alma” como su cara mitad.
El libro de Snell se llama “el descubrimiento del espíritu”, 61 pero
su autor aclara que, con eso, quiere decir otra cosa que cuando se habla
del “descubrimiento de América”. En efecto, antes de ser descubierta
América ya existía, aunque no tuviera ese nombre; antes de ser
60
J. Böhme, Die Seele und das Ich mi homerischen Epos, Leipzig, Teubner,
1929. En forma más sucinta y actualizada podemos citar, como análisis en la
misma dirección, los trabajos de D. J. Furley, “The Early History of the
Concept of Soul”, Bulletin of the Institute of Classical Studies, 3, 1956, pp. 1-
18, y P. Vivante, “Sulle designazioni Omeriche della realtà psychica”,
Archivio Glottologico Italiano, XLI, 1956, fasc. II, pp. 113-38.
61
B. Snell, Die Entdeckung des Geistes, Hamburg, Ruprecht, 1949; 3ra. ed.,
1955.
3
Conrado Eggers Lan

descubierto el espíritu, en cambio, no podemos decir que existiera


como tal, no con otro nombre ni con ninguno. Para Snell, en efecto, el
espíritu sólo existe en la medida que el hombre tiene conciencia de él,
ya que precisamente implica autoconciencia. Habla, no obstante, de
“descubrimiento”, para poner de manifiesto que no se trata de una
“invención” del hombre, tal como podría ser el caso con una
herramienta. Antes de ser descubierto, el espíritu no existía como tal,
no existía como espíritu, pero existía en otra forma. Por supuesto que,
por ejemplo, el hombre homérico se podía alegrar, entristecer, penar en
diversas cosas. Por consiguiente, al afirmar Snell que el hombre
homérico no contaba con un “espíritu” o “alma” en el sentido actual
del término, no pretende negar la realidad de esos fenómenos
anímicos. Pero en tanto esa alegría, esa tristeza, ese pensamiento “no
eran interpretados como acción del espíritu o del alma, en ese sentido
no había aún espíritu ni alma”, dice Snell. Ahora bien, no eran
interpretados así, pero eran interpretados de otra forma: esa otra
interpretación constituye entonces el antepasado del espíritu europeo,
que se trata de desentrañar. ¿Cómo era esa interpretación?
Ante todo, como hemos anticipado, Snell advierte la carencia en
Homero de la idea de un cuerpo orgánico unitario, tal como la
hallamos en Grecia a partir del s. V a.C. Hemos mencionado ya la
indicación de Aristarco a propósito de sôma, que en Homero se refiere
sólo al cadáver, es decir a la “condición de muerto” del hombre caído.
Como ejemplos pueden valer los pasajes de Ilíada, III.23 (“como el
león que se arroja sobre el sôma del ciervo”) y VII.80-1, donde Héctor,
en su desafío, propone que, si resulta vencido, su oponente

devuelva mi sôma, para que al fuego


pueda ser entregado una vez que yo muera,

y, recíprocamente, ofrece, en caso de vencer él, devolver el nékys (otra


palabra para “cadáver”, que designa directamente “el muerto”) de su
enemigo (verso 84). En cuanto a los vocablos que aparentemente
designan en Homero al cuerpo viviente, no se refieren concretamente a
esa cosa que es el cuerpo, dice Snell, sino a aspectos intuitivos que se
destacan para el espectador o poeta. Esto es peculiar de la evolución
semántica del lenguaje, señala Snell: mientras el lenguaje posterior
coloca a la cosa misma, esto es, la función de la actividad en el punto
central del significado, en los tiempos homéricos el lenguaje capta la
actividad más desde sus modos intuitivos, atado más a determinados

3
El concepto de alma en Homero

movimientos anímicos. Así, por ejemplo, Homero no tiene un verbo


que designe la función de “ver” como tal, pero dispone, en
compensación, de varios verbos que designan distintos modos de ver:
p.e. “ver con mirada aguda”, “mirar con mirada brillante”, etc. Pues
bien, lo mismo sucede con el cuerpo. Al relator de los primeros
tiempos, dice Snell, le basta, cuando alguien le sale al paso, con
nombrarlo por su nombre; “éste es Aquiles”, o bien “es un hombre”.
Pero si pasa a una descripción más minuciosa, designa ante todo lo
intuitivo. Así, por ejemplo, si quiere expresar la idea de crecimiento y
construcción, usa démas (p.e. Il., V.801: “Tideo era pequeño y démas,
pero combativo”, Od., X.239-40, donde se dice que los compañeros de
Ulises, convertidos en cerdos, “tenían la cabeza, voz, cerdas y démas”
de chanchos; cf. también Il., I.115, VIII.305 y Od., V.212-3 y
XVIII.251); si quiere referirse a la piel como límite del cuerpo (como
“pellejo” sería más bien dérma), usa khrós (como en el mencionado
pasaje del sueño de Aquiles, donde el eídolon de Patroclo aparece “con
semejantes vestimentas ceñidas al khrós”, Il., XXIII.67, o en el Canto
XXI.568, donde Agenor dice, respecto de Aquiles: “también su khrós
es vulnerable al agudo bronce”). Las únicas palabras que Snell halla
que en Homero designan de algún modo la “corporeidad del cuerpo”
son gyía y mélea, vocablos ambos con significación de “miembros”
(los dos están en plural), el segundo con la connotación de “en tanto
movidos por articulaciones, el segundo con la de que “poseen fuerza
por medio de los músculos”. Los ejemplos son abundantes; bástenos
con mencionar uno que tiene la peculiaridad de no referirse a una
muerte guerrera sino por enfermedad; “una enfermedad, como la que
tantas veces arrancan el thymós de los meléon por una odiosa
consunción” (Od., XI.200-1).
Es decir, cuando se trata de la corporeidad del hombre, no se hace
una referencia unitaria y orgánica, sino más bien a una pluralidad. Eso
lo advertimos también, dice Snell, en el arte geométrico de los vasos
de la época correspondiente a la redacción de los poemas históricos,
cuyas figuras humanas Snell compara a las que puede hacer un niño de
nuestros días. Este último, en efecto, traza ante todo un Haupstück o
“parte principal” (imitando un dibujo infantil, Snell lo representa con
un redondel)62 a la cual se asignan la cabeza, los brazos y las piernas.
En los vasos geométricos del tiempo de la composición de los poemas
62
Véase la ilustración correspondiente en la p. 22 de la mencionada edición.
Cf. las láminas 29, 32 y 33 de Greek Painting, de P. Devambez, trad. inglesa
de J. Stewart, London, Compass Art Series, 1962.
3
Conrado Eggers Lan

homéricos, en cambio, las figuras humanas carecen de un Hauptstück:


nos enfrentamos con un busto triangular conectado con su vértice
inferior (que hace de cintura) con robustos muslos, ligados a su vez en
un extremo con el resto de la pierna, ésta con el pie, etc. Es decir, se
trata realmente de mélea y gyía, o sea, miembros con fuertes músculos
y separadas por acentuadas articulaciones. Sólo el arte clásico del siglo
V, añade Snell, representa al cuerpo orgánico-unitario, al cual todas las
partes son referidas. Por consiguiente, los hombres homéricos, si bien
-a no dudarlo- tenían realmente cuerpo, no lo conocían como cuerpo,
sino como suma de los miembros.
Mal podían tener entonces los hombres de la época de Homero un
concepto global y unitario del alma, tal como Otto le adjudicaba a
thymós, o aun en la forma restringida de Jaeger (o sea, restringiéndolo
a la vida conciente). Conocían sus estados anímicos no como
integrando una unidad, con un Haupstück al cual los refirieran. “Lo
que nosotros interpretamos como alma, el hombre homérico lo
interpreta de modo tal, que ve tres entidades (Wesenheiten), que él
explica por analogía con los órganos corpóreos”, dice Snell. 63 Es decir,
Homero concibe tres órganos anímicos: la psykhé, que sería el órgano
de la vida, el thymós u órgano de las emociones y el noûs, órgano de
las representaciones. Claro está, explica Snell, que son órganos sólo en
el sentido de que son concebidos en analogía con los órganos
corporales, y aun así teniendo en cuenta que un órgano corpóreo era
concebido por el hombre homérico no como una cosa inerte sino como
portador de su función, así como que el órgano corpóreo no era
atribuido a una entidad única. Por consiguiente, no debemos forzar la
realidad histórica, concluye Snell, buscando una unidad sustancial
donde aún no se ha reconocido más que una multiplicidad de órganos
en funcionamiento.

63
Snell, p. 34.
3
IV. Crítica programática

Ya hemos anticipado, en nuestra advertencia preliminar, el sentido


dialéctico que pretendíamos imponer a la exposición de esta
investigación, y las limitaciones con que encararíamos nuestro propio
aporte. Como tal aporte se da dentro de ese ritmo dialéctico, hemos de
presentar en primer término las dos objeciones fundamentales de que
creemos se hacen pasibles todas o casi todas las tesis que hemos podido
consultar. Pero son dos críticas que implican, para su superación, una
tarea no sólo inmensa sino también a veces con limitaciones que uno no
sabe si realmente pueden traspasarse. Por eso, ambas críticas
implícitamente contienen en sí mismas un programa de investigación de
vastos alcances, y las páginas que siguen a dichas criticas deben ser
tomadas simplemente como una explicitación de ese programa, y desde
luego no como una satisfacción -ni aun pequeña- del mismo. Hecha esa
salvedad, apuntemos nuestras objeciones.
I) En los análisis de los autores expuestos se parte de conceptos
previos que han de determinar la clasificación del material que se revele
en el análisis, y vician así a menudo sus resultados. Esta imputación es
la que hemos visto se ha hecho al animismo, pero nosotros pensamos
que de algún modo todos los autores consultados son pasibles de ella.
En efecto, no sólo en la teoría animista sino en la mayor parte de los
investigadores juega como supuesto el dualismo conceptual “alma-
cuerpo”, lo que conduce naturalmente a descubrirlo también en el
pensamiento antiguo, aunque sea en forma más rudimentaria o ingenua.
Es patente que Otto, quien encuentra un alma sustancial en Homero,
en una forma incluso más elaborada que lo que suponían los animistas,
lo único que hace es una trasposición: esta alma sustancial es el thymós,
no la psykhé. Las descripciones de Otto abundan en el uso de las
expresiones “cuerpo” y “alma” y en una consideración sustancialista (en
el sentido aristotélico del término) de ambos conceptos. Igualmente en
Jaeger, aunque restrinja el ámbito de thymós a la conciencia, ya que el
thymós es para Jaeger un alma conciente sustancial.
Pero más clara resulta la cosa en Snell, a pesar de que éste niega
rotundamente que en Homero se dé un concepto de “cuerpo” o de
“alma”. Snell parte, en efecto, de que la evolución histórico-conceptual
que va a indagar consiste en el descubrimiento de esta doble realidad
Conrado Eggers Lan

sustantiva de “cuerpo” y “alma” que conocemos nosotros. Dado que es


cierto que hoy en día conserva alguna vigencia tal dualismo conceptual
(aunque no es menos cierto que está puesto en tela de juicio, uno de
cuyos signos es la aparición precisamente de libros como el del Snell),
y dado que al menos es seguro que dicho dualismo conceptual
comenzó alguna vez a tener vigencia efectiva en el pensamiento
humano, el propósito de Snell parece legítimo, en cuanto se tratara de
rastrear cómo se arribó a dicho dualismo. Pero si presuponemos que tal
dualismo corresponde con la realidad, y que el proceso por el cual se
llegó a él es el proceso de su descubrimiento, iremos a parar a una idea
de la “evolución” tan naturalista -en el fondo- como la que cabía en el
animismo, que suponía que “el filósofo salvaje” tenía en la mente algo
análogo a lo que tenemos hoy nosotros. Snell, en efecto, supone en
Homero un dualismo cuerpo-alma, aunque sus excelentes análisis
filológicos le hayan revelado que no existe en los poemas homéricos
un concepto de “alma” ni otro de “cuerpo” en el sentido que le damos
hoy. Dice Snell que los hombres homéricos tenían realmente cuerpo
pero que no lo conocían como cuerpo (es decir, como una unidad
orgánica con un Haupstück al cual se refirieran los distintos órganos y
miembros); y también afirma que “lo que nosotros interpretamos como
alma, el hombre homérico lo veía como tres entidades, que explicaba
en analogía con los órganos corporales”. Es decir, lo que nosotros
interpretamos como alma y como cuerpo no serían para Homero más
que dos grupos distintos de elementos (carente, cada grupo, de un
Hauptstück, o sea, de un soporte sustancial), lo que supone en
cualquier caso un dualismo de esferas conceptualizado ya por Homero.
Y esto, que a mi entender es uno de los puntos principales que debería
investigarse, es dado como supuesto por Snell.
Dicho problema está lejos de resolverse concluyendo que para
Homero el alma era una realidad material, como ya en Grecia
sostuvieron los antiguos64 y afirman aún algunos investigadores
modernos.65 Notemos que, por ejemplo, cuando un escritor de nuestros
días, a propósito de Heráclito, dice que para éste “la psykhé es todavía
muy material: es el soplo y el aire”, 66 aplicando a todas luces la misma
64
Véase la polémica antigua al respecto en la obra de F. Buffière, Les mythes
d'Homere et la pensée grecque, Paris, Les Belles Lettres, 1956; “Psychologie
d'Homère”, p. 257 ss., especialmente pp. 260-1.
65
Como R. B. Onians, The Origins of European Thought about the Body, the
Mind,the Soul,the World, Time and Fate, Cambridge, CUP, 1951, p. 44 ss.
66
L. Moulinier, Orphée et l' orphisme a l'époque classique, Paris, Les Belles
36
El concepto de alma en Homero

pareja de conceptos precios, podríamos invertir tal afirmación y decir


que para ese filósofo (en rigor, preferiría referirla a Anaxímenes y no a
Heráclito) el aire era muy espiritual, ya que era psykhé.
Quien a nuestro entender, entre los autores consultados, ha hecho
más esfuerzo por superar esos pre-conceptos es Bickel, quien vimos
prefería hablar, un tanto vagamente, de algo körperseelisches,
corpóreo-anímico, e incluso censuraba a Aristarco y a Snell por
considerar el sôma homérico como un cadáver: en ningún momento,
dice Bickel, ni siquiera con la muerte, tenemos en Homero un
concepto de puro cuerpo, sin vida.
Y no obstante, creemos que Bickel no escapa a nuestro reproche de
manejarse con conceptos previos, desde que traduce psykhé por “vida”,
es decir, lo hace corresponderse con nuestro concepto de “vida” como
lo que anima al hombre y se va de él con la muerte. Véase que en esto
coinciden Otto, Jaeger, Bickel y Snell: psykhé es la vida, es lo que
anima al hombre. Y sin embargo, acertadamente, todos estos autores
notan que jamás Homero dice que la psykhé anima al cuerpo (o al
hombre, como se prefiera), sino que se refiere sólo a situaciones en que
se pierde o se puede perder. Se arriesga la psykhé, esto es, se la puede
perder; se lucha por la psykhé (cada uno lucha porque el otro pierda su
psykhé y por no perder la suya); la psykhé abandona los huesos, se
esfuma hacia el Hades. Puede tratarse a veces de un abandono
transitorio (como en los casos de los desvanecimientos), pero de todos
modos sentido como una pérdida. El único pasaje que dichos autores
consideran como excepción es el que dice que “en <Aquiles hay> una
psykhé única, mortal”. No entraré en discusiones filológicas acerca de
la posibilidad de reconstruir el sentido del verso sin añadirle las
palabras “Aquiles” (o “él”) y “hay” (o “existe”). No puedo hilar tan
fino y doy por buena la reconstrucción. Pero en cambio formularía dos
observaciones sobre el particular. 1) No diría que ese verso es una
excepción, ya que también aparece aquí la psykhé en conexión
inmediata con la muerte, y por ende, con su pérdida. 2) Puedo
reconstruir, como dije, con los filólogos, “Aquiles” o “él”; pero, claro
está, eso no significa reconstruir “el cuerpo”, como para pensar que allí
se está alojando la psykhé en el cuerpo o en alguno de sus órganos, tal
como se dice a veces que el thymós está en el pecho (o análogamente
en el caso visto de la aütmé). A mi juicio, sólo se está significando allí
que el hombre (específicamente Aquiles) cuenta con una sola psykhé

Lettres, 195, p. 27.


37
Conrado Eggers Lan

(que, como dice Aquiles en Il., IX.408-9, “no puede capturarse ni


apresarse para que regrese, una vez que traspasado el cerco de los
dientes”). El “en” se equivale con el pronombre posesivo, el genitivo
posesivo que hallamos referido a psykhé (el primero, en el mismo
canto IX.332, al decir Aquiles: “arriesgando siempre mi psykhé”; el
segundo, en el XXII.161, donde Aquiles y Héctor luchaban “por la
psykhé de Héctor”).
Si nosotros, los modernos, de algún modo podemos concebir a la
vida como “lo que anima” al cuerpo o al hombre, tal como lo toma
Otto, Jaeger, Bickel y Snell -o, más filosóficamente, “la existencia”,
como dice también Otto-, no nos es lícito traducir por “vida” un
vocablo que Homero no usa jamás para referirse a la existencia que un
individuo sobrelleva ni al principio que lo vivifica, sino sólo para
expresar algo que se pierde. Naturalmente que, de los múltiples
ejemplos que hemos puesto (y de los muchos más que podríamos citar)
se advierte claramente que, si nosotros hoy en día tuviéramos que
describir situaciones como aquellas, en que Homero emplea la palabra
psykhé, usaríamos en la mayor parte de los casos sin vacilar el término
“vida”. Pero eso no quiere decir que Homero estuviese refiriéndose a
lo que nosotros entendemos por “vida” o siquiera a un concepto de
“vida” más ingenuo y primitivo. Evidentemente, Homero llama psykhé
a algo distinto de lo que nosotros pensamos como “vida”, algo para lo
cual no tenemos nosotros término alguno que lo traduzca
adecuadamente. Snell hace notar muy bien que el lenguaje homérico
suele carecer de esa objetividad que ha ido ganando el lenguaje
posterior (especialmente el filosófico y científico), y contiene por el
contrario referencias a matices subjetivos que luego se han perdido.
Recordemos el caso de los verbos que designan “ver”, de los cuales,
como vimos, anotaba Snell, en Homero no se halla ninguno que aluda
específicamente a la función de ver misma, sino a maneras de ver, que
el poeta o espectador capta intuitivamente. Dichos verbos no pueden
ser traducidos adecuadamente, y, si queremos presentar una versión a
nuestro idioma lo más correcta posible, recurriremos a perífrasis como
“ver con mirada penetrante”, “ver con ojos brillantes”, etc. Pero dichas
perífrasis no nos deben engañar si queremos indagar el concepto que
Homero tenía del acto de “ver”. Entiendo que algo de esa índole
sucede con psykhé, y otros términos homéricos que pertenecen a la
esfera que estamos estudiando. Psykhé trae consigo una cargazón
emotiva que ha impactado al hombre homérico; puede haber en el
vocablo una alusión a la vida o vitalidad, pero no en tanto vida o

38
El concepto de alma en Homero

vitalidad -al menos no en tanto vitalidad que se siente bullir en las


venas o que vigoriza los miembros- sino en tanto vitalidad tronchada.
Tal vez podríamos concebir al ménos homérico como vitalidad que
vigoriza, y al thymós como vitalidad que da bríos y enardece (sobre el
contenido de estos vocablos nos detendremos más adelante); pero una
traducción de esa índole entrañaría el serio peligro de falsear nuestra
investigación, si comenzamos por suponer que hay un concepto
homérico de “vida” o “vitalidad” del cual psykhé sería un aspecto,
ménos otro y thymós otro distinto: en las fórmulas perifrásticas
propuestas, la referencia básica es al “tronchamiento”, al “vigor” y al
“ardor” y no a vida sustantiva del cual esas situaciones fueran
adjetivas.
II) La segunda crítica que formularía a la mayor parte de los
autores mencionados es la de que dan la impresión de proceder como
si existiera una historia del pensamiento autónoma, es decir, existente
de por sí, y que, como tal se constituiría en la esencia de la historia
misma, o bien poseyera una trayectoria insular que no guardara ningún
vínculo digno de interés con el resto de la historia. Este procedimiento,
que en buena parte proviene del naturalismo aristotélico (donde se
puede seguir el paso de la potencia al acto en cada especie-casillero de
la clasificación ontológica) pero también tiene su deuda con la escuela
hegeliana permite sin lugar a dudas realizar excelentes análisis de los
sistemas lingüístico-conceptuales de una época o de un filósofo, y
hallar nexos reales de carácter lógico entre los mismos, pero escamotea
el carácter histórico de los sistemas y de la génesis del pensamiento en
general. Porque las palabras y las ideas no existen solas, produciéndose
unas a otras, sino que existen como palabras e ideas de hombres,
hombres que cambian a través de la historia, y que en cada estadio y en
cada contexto cultural dentro de ese estadio viven en circunstancias -en
parte heredadas y en parte creadas por él o sus contemporáneos- que de
alguna manera dejan su sello en él, con sus palabras e ideas.
Tal vez esta segunda objeción pueda parecer injusta respecto de la
mayor parte de los autores que hemos presentado, ya que se trata de
helenistas que-como lo exige la moderna noción europea de
“helenista”-. Con frecuencia son, antes que filósofos o filólogos,
historiadores, y algunos de ellos, como es el caso de Jaeger, maestros
en la captación de momentos culturales determinados. No obstante, en
lo que al concepto de “alma” se refiere, entiendo que la vinculación
que presentan entre la formación del correspondiente bagaje
lingüístico-conceptual y el contexto histórico es demasiado tenue y

39
Conrado Eggers Lan

frágil como para permitir una explicación del origen de la idea de


“alma” y de su entronque en la historia humana. Aparte de la evidente
ausencia de tal explicación, creo poder señalar algunos ejemplos
significativos del descuido de tal vinculación, descuido que nada tiene
que ver con la pericia en el trazado de evoluciones de conceptos o
instituciones a través de las épocas. Un primer ejemplo ya ha sido
señalado por Otto respecto de Rohde (siendo Rohde, entre los autores
mencionados, quizás uno de los que más han notado elementos del
contexto histórico): la aplicación a Homero de una teoría (la animista)
por medio de versos que corresponden a un poeta (Píndaro) y a
concepción posteriores en dos o tres siglos. Por otra parte, vimos que
Rohde afirma que las ideas homéricas no son ya primitivas sino que
suponen una seria depuración racional (hay una psykhé-eídolon,
espectro de índole primitiva, pero carente de interferencia en este
mundo: con la incineración del cadáver, se marcha al Hades). Sin
embargo, supone en Homero no sólo ya la concepción “primitiva” del
“doble” que habita en el hombre, sino que lo ubica en el estadio de la
concepción en que aún life y ghost no han sido puestos en coneción
entre sí (cosa que, según los animistas, sucedía en el segundo momento
de la deducción del “filósofo salvaje”; con lo que Homero estaría
todavía en el primer momento). La distinción, en los poemas
homéricos, entre creencias primitivas y concepciones propiamente
homéricas, no era sustentada sólo por Rohde, según su propia
interpretación de la psykhé homérica con ejemplos de pueblos
primitivos, con casos citados por Ellis, Lévy-Bruhl, etc. Y su
afirmación de que ya antes de Homero había en Grecia una creencia de
la metempsicosis, creencia que Homero conoció pero no le interesó,
carece a absolutamente de apoyo histórico, y se basa sólo en el mero
enunciado general “constituye un firme ingrediente de la creencia de
los pueblos primitivos”.
Casos análogos hallamos en los otros autores expuestos: así, la
tesis de Bickel -apoyada por Jaeger- acerca de un mito que otorgara el
significado originario de “aliento” para psykhé, del cual ya no se
conservan en Homero más que leyes “huellas”, no pasa de ser una
hipótesis basada en una deducción de tipo filológico, pero sin el menor
testimonio histórico (literario o arqueológico) como lo reconocen sus
autores. Pero más que apuntar anacronismos o afirmaciones carentes
de apoyo histórico, nos importa insistir en la desconexión habitual
entre la evolución del concepto “alma” y la historia griega (el feliz
paralelo de Snell con el arte geométrico es sólo una parcial excepción).

40
V. El trasfondo histórico

1. El problema homérico
Claro está que, al abordar el examen del contexto histórico que rodea a
los poemas homéricos, nos encontramos, ya de entrada, con serias
dificultades, que en conjunto constituyen lo que se ha dado en llamar el
“problema homérico”. Este “problema homérico” puede incluir
cuestiones que para nosotros son de secundaria importancia, tales como
la de quién ha sido Homero: si ha sido el creador único de esas dos
grandes epopeyas que son la Ilíada y la Odisea, o al menos de la
primera de ellas, o siquiera de parte de ellas (acaso de su “núcleo”, en
torno del cual habrían abordado otros rapsodas”, o si simplemente ha
sido uno d ellos rapsodas), o si simplemente ha sido uno de los rapsodas
que han transmitido esos u otros poemas épicos, el primero o el último
de ellos -en todo caso, el más famoso-; o también, en la original
hipótesis de Bickel, el inventor del hexámetro dactílico o “verso
homérico”.67 Como digo, estas cuestiones, en tanto se refieren a la
atribución al legendario nombre de Homero de un papel determinado
respecto de la “literatura homérica”, son para nosotros aquí secundarias.
Empero, las mismas, como se echa de ver, entrañan otros problemas que
no consisten simplemente en adjudicar méritos a nombres tradicionales
sino que hacen a la estructura y composición de los poemas mismos. En
ese sentido, los homeristas se han enfrentado clásicamente en dos
posiciones: la de los “unitarios”, defensores de la unidad originaria de la
Ilíada (un autor único, de nombre Homero; aunque no todos los
partidarios de esta tesis se aferran a ese nombre como el del autor), a la
cual se habrían añadido, con el correr de los tiempos, nuevos versos o
“interpolaciones”, que incluyen temas completos, cuando no cantos
íntegros. La otra posición clásica es la de los “analíticos” o “pluralistas”,
para quienes la Ilíada no es una obra concebida como obra unitaria, sino
más bien una recopilación de cantares antiguos, llevada a cabo, a través
de los tiempos, por distintos rapsodas. Esto, como se ve, concierne tan
sólo a Ilíada (que ya sería bastante poder dejar en claro). Respecto de su
relación con la Odisea, son hoy ya muy pocos los que se atreven a
adjudicar ambas obras a un mismo autor, dada la manifiesta distancia
67
Bickel, Homer, esp. 86-9.
Conrado Eggers Lan

temporal que media entre por lo menos algunos cantos de una epopeya
y algunos cantos de la otra. Ya los gramáticos alejandrinos dudaron al
respecto, y hubo decididos partidarios de la atribución de cada epopeya
a un autor distinto (Homero sería el padre de la Ilíada); éstos
gramáticos recibieron el nombre de khorízontes, “separadores”, y en
esa disociación los siguen, en líneas generales, la mayor parte de los
modernos.
Bickel, siguiendo a Bethe, ha creído poder proponer una solución
conciliatoria de las posiciones antagónicas: la Ilíada habría sido
compuesta sobre la base de una pequeña saga oral (y otro tanto habría
ocurrido con la Odisea), a la que desde ya ponen el título de “Lied de
la cólera de Aquiles”, y que constaría de unos mil quinientos versos.
Sólo así, señala Bickel, puede explicarse la unidad narrativa que se
halla a lo largo de la Ilíada, y que es la conferida por dicho leit-motiv;
pero a la vez permite explicar la indiscutible presencia de múltiples
manos (como han visto bien los “analistas”) en su redacción. 68 La saga
originaria ha sido, pues, oral y oral ha sido su transcripción a
hexámetros (lo cual, en la hipótesis de Bickel, ha sido llevado a cabo
por Homero alrededor del año 1000 a.C.); pero el compositor o
compositores de los poemas homéricos en el estado que hoy los
tenemos ha debido hacer uso de la escritura (también en el 1000 a.C.
Sitía Bickel la introducción del alfabeto en Grecia), ya que de otro
modo sería inconcebible la transmisión, en los siglos posteriores, de
poemas tan extensos.69 Ahora bien, hay en la Ilíada pasajes extensos
como el denominado “catálogo” (“de naves” o “aqueo”), que ocupa los
últimos cuatrocientos cersos del canto II: nada tienen que hacer con la
cólera de Aquiles, y sin embargo, a estar con los arqueólogos e
investigadores actuales, ofrece una minuciosa información -apenas
distorsionada, por motivos en cuya índole los estudiosos difieren-
acerca de la geografía política de la etapa posterior de la edad de
bronce micénica.70 Abunda la discusión acerca de hasta qué punto los

68
Idem, p. 63 ss.
69
Idem, p. 69-95.
70
Véase el libro de D. L. Page, History and the Homeric Iliad, Berkeley,
University of California Press, 1959, cap. IV, y el de G. S. Kirk, The Songs of
Homer, Cambridge, CUP, 1962, partes III y IV. Véase también L. R. Palmer,
Mycenaeans und Monians: Aegean prehistory in the light of the Linear B
Tablets, London, Faber, 1961, pp. 34, 77, 86, 91 y 243, y la polémica que
sobre el tema han mantenido recientemente M. L: Finley (“The Trojan War”),
G. S. Kirk (“The Character of the Tradition”) y D. L. Page (“Homer and the
42
El concepto de alma en Homero

palacios, las armas, las vestimentas, las tumbas, etc. descriptas en los
poemas homéricos corresponden a la época micénica, de acuerdo con
los hallazgos de las excavaciones arqueológicas (Kirk piensa que es
poco lo que en ese sentido podemos hallar, aunque añade:
“infortunadamente, la información arqueológica sobre este punto
cambia tan rápidamente con la excavación de nuevas tumbas, que está
fuera de cuestión una decisión final”. 71 Pero en todo caso, ni antes ni
ahora se considera que esas descripciones sean pura fantasía de los
poetas, y hace mucho, además, que no se piensa que correspondan a la
época en que viven los poetas que hacen el relato, sino a una época
anterior. Siendo así las cosas, no resulta viable ya la hipótesis de una
saga originaria de mil quinientos versos como alma unificadora de una
epopeya que ha alcanzado a tener dieciséis mIl. En ese sentido, pienso
que ha de haberse compuesto más de una saga que luego haya sido
tomada como base para la epopeya. Por de pronto, recordemos que la
leyenda de la guerra de Troya abarca desde el momento en que Eris (la
diosa de la disputa) echa la manzana de la discordia que da lugar al
celestial certamen de belleza entre Hera, Afrodita y Palas Atenea (cuyo
juez es el troyano Paris, sobornado por Afrodita, que le promete, a
cambio de su imparcial fallo favorable, a Helena, mujer de Menelao; lo
cual da lugar a la expedición de represalia que encabeza el hermano de
Menelao, Agamenón), e incluye la muerte de Aquiles -herido por Paris
con una flecha en su vulnerable talón- y la caída de Troya, luego de
diez años de lucha, mediante la artimaña del ídolo en cuyo interior se
esconden los griegos. Recordemos también que de toda esta larga
trama, en la Ilíada sólo se nos narran episodios que transcurren en
pocos días durante le último año de lucha, y que abarcan desde la
disputa de Aquiles con Agamenón -que induce al primero a retirarse
del combate- hasta las exequias de Héctor en el recinto troyano
(todavía en plena guerra), incluyendo, desde luego, la muerte de
Patroclo a manos de Héctor y el reingreso de Aquiles a la batalla en
son de venganza, que consuma matando a Héctor. El resto de la
leyenda es evocado en la Ilíada (en otras palabras, es perfectamente
conocido por el poeta o poetas): lo sucedido anteriormente es
recordado incidentalmente y parte de lo que sucederá después es
también incidentalmente descripto, sea a cargo de los dioses (que
conocen los designios del destino) o por cuenta del poeta (que da por
conocida la leyenda total). Difícilmente puede haber cabido entera en
Trojan War”) en The Journal of Hellenic Studies, LXXXIV, 1964, pp. 1-20.
71
Kirk, Songs, p. 112.
43
Conrado Eggers Lan

una pequeña saga, y no tenemos el menor indicio de la posibilidad (sí


algunos, en cambio, de la imposibilidad) de composición de epopeyas
de la extensión de las homéricas anteriormente al siglo VIII, que es
donde ubica a éstas. Por consiguiente, por lo menos la Ilíada ha sido
compuesta a base de una selección y recopilación de sagas afectada,
con toda seguridad, por una sola persona: en efecto, sólo así se explica
la notable unidad de la obra, lograda a través de un ensamblamiento de
esas diversas sagas en el tronco del episodio de la cólera de Aquiles.
Con todo, esa única persona no ha sido el autor de toda la epopeya, ya
que es evidente la composición posterior de algunas partes, como la
del diálogo entre Fénix y Aquiles en el Canto IX. El tema se prestaba
para seguir intercalando episodios; y tanto ma´s el tema de la Odisea,
que guarda por cierto menos unidad que la Ilíada, y cuya composición
abarca sin duda mayor cantidad de manos, quizás a lo largo de todo el
siglo VII. Hacemos la aclaración, pues, de que designaremos
indistintamente con los términos “Homero” o “poetas homéricos” a los
autores de la Ilíada y la Odisea, en el estado que hoy tenemos ambas
epopeyas, y que sabemos procede de los siglos VIII y VII (Kirk fija la
fecha límite de la Ilíada no después del 750 a.C.). 72
Por lo demás, considero suficientemente demostrado por Kirk
-quien en este punto sigue a Parry-73 lo innecesario de la suposición de
que las epopeyas, en su estado actual, han debido ser puestas por
escrito para que pudiera explicarse su conservación. Kirk, con Parry,
cree poder explicarlo: muestra, entre otras cosas, cómo facilita la
conservación mnemónica el lenguaje de fórmulas que usa Homero.
“Aproximadamente un tercio de los versos de la Ilíada y la Odisea se
repiten por lo menos una vez” 74 y presentan carácter familiar. Pero
sobre todo el lenguaje formular se pone de manifiesto a través de
epítetos (“Zeus el del gran trueno”, “el prudente Ulises”, etc.) que son
colocados, o bien al comienzo del hexámetro ocupando los pies que
llegan hasta la cesura principal, o bien al final, que reclama un ritmo
fijo. El lector de este trabajo podrá acaso haber ya comprado algunos
de los ejemplos puestos a propósito de psykhé y haber notado la
similitud de las metáforas e incluso palabras o frases enteras; pues
bien, la mayor parte de esos ejemplos podemos encontrarla repetida en
las numerosas ocasiones en que se menciona muerte de guerreros.
Asimismo, Kirk encuentra que la secuencia de los temas de la Ilíada es
72
Idem, pp. 186-8 y 286-7.
73
Idem, pp. 60 ss.
74
Idem, p. 60 ss.
44
El concepto de alma en Homero

“lógica, bien definida y fácilmente recordable”. 75 Su simplicidad “debe


haber facilitado tanto la composición oral como la reproducción oral”,
aunque concede que “los principales temas, tal como son en general,
deben haberse dado en otros poemas heroicos de los siglos anteriores a
Homero”.76 En estos siglos anteriores (que son los que los historiadores
designan a veces como “edad oscura”, aunque Kirk hace notar que tan
oscuros no fueron como para impedir que hubiera poesía -al menos,
para impedir que se transmitiera la poesía micénica-, lo que supone un
auditorio y las condiciones necesarias para ello), 77 deben haberse
forjado muchos de los principales temas homéricos y a la vez se ha ido
elaborando progresivamente el lenguaje formular de que Homero se ha
valido.
Ahora bien, a través de las distintas obras consultadas, pero en
particular en base a Kirk -que es a quien seguimos más en estos
aspectos en que nos declaramos profanos-, podemos observar que, a
propósito de Homero, no es cuestión de una época sino de tres. En
efecto, tenemos ante todo la época descriptiva en los poemas
homéricos, que es la del apogeo de la civilización micénica, cosa que
tuvo lugar entre los siglos XV y XIII (en este último siglo es ubicada
en general la caída de Troya).78 En segundo lugar, tenemos el período
en que fueron creadas las sagas heroicas que presentan los principales
temas homéricos y van forjando su lenguaje formular. Es cierto que
Kirk tiene la suficiente prudencia par admitir la posibilidad e que el
estadio creativo de la poesía época griega haya comenzado ya durante
el período micénico;79 pero, como él mismo apunta, a propósito de
otras grandes gestas de la literatura universal, “es usualmente durante
el subsiguiente período de declinación cuando alcanza su clímax la
elaboración poética de hechos gloriosos que ahora yacen en el
pasado”,80 y lo que nosotros sabemos hasta ahora es que el apogeo
micénico terminó prácticamente con la destrucción de Micenas
(presumiblemente por los llamados “dorios”, que significativamente no

75
Idem, p. 73.
76
Idem, p. 74.
77
Idem, p. 133.
78
De acuerdo con la fecha que los arqueólogos señalan que fue destruida la
séptima Troya, aunque hay quienes atribuyen esa destrucción a terremotos
(como ha sido el caso en la destrucción anterior; véase la polémica
mencionada en nota 70).
79
Kirk, Songs, p. 96.
80
Idem, p. 57.
45
Conrado Eggers Lan

son mencionados por Homero). De este modo, el período de creación y


transmisión de las sagas que traían el recuerdo de ese pasado glorioso
ha de haber tenido lugar entre los siglos XII y XI, en que los antiguos
señores de Micenas debieron trasladarse al Asia Menor. Finalmente,
nos las habemos con el período de composición de la Ilíada y la
Odisea, en los siglos VIII y VII en su forma oral (puesta por escrito a
partir del siglo VI y dividida en veinticuatro cantos a partir de la época
alejandrina). Al primer momento lo llamaremos “micénico”, al
segundo “heroico” o “de las sagas” y sólo al tercero “homérico”.
Pues bien, si en el siglo VIII y VII han sido compuestas dos
gigantescas epopeyas en base a sagas provenientes de los siglos XII a
IX que relatan -con todos los artificios poéticos de que pueda valerse la
época, pero también con todo el realismo descriptivo de que se sirve
usualmente la épica- hechos de los siglos XV a XIII, tenemos que
saber si ha cambiado en algo la historia de Grecia desde el siglo XV a
VII. Si ha cambiado en algo, en efecto, pensamos que este algo debe
reflejarse en los poemas (tal como Rohde, aunque sin precisar épocas
ni fechas, concebían la posibilidad de una presentación de creencias
primitivas en Homero junto a concepciones más estrictamente
“homéricas” y que superan a aquéllas), y en se sentido tenemos que
cuidarnos al vincular el contenido conceptual del poema con el
contexto histórico. En sí mismo el poema contiene, como vemos, una
historia.

2. Los tres momentos del contexto histórico de los poemas homéricos


Como hace menos de medio siglo que Micenas ha cesado de constituir
un patrimonio exclusivo de la literatura homérica para convertirse en
realidad histórica sobre la que día a día arrojan nueva luz las incesantes
excavaciones arqueológicas y la tarea de desciframiento de escrituras
antiguas, no es mucho lo que sabemos acerca de ese período pre-jónico
(mucho menos, por cierto, de lo que se creía saber en el siglo XIX,
aunque bastante más, en compensación, de lo que entonces se sabía
realmente), como para determinar su peso en los poemas homéricos.
Se trata de una civilización montada a base de la superposición de
jinetes indoeuropeos (que han llegado desde el norte entre los siglos
XX y XVIII, aproximadamente) 81 y una cultura ya altamente
81
Tradicionalmente se piensa en olas migratorias sucesivas, de las cuales la
primera habría sido la de los “jonios” y la segunda importante la de los
“aqueos” (la tercera, destructora de lo existente hasta entonces, la de los
46
El concepto de alma en Homero

desarrollada -incluso en su apogeo cuando llegaron los invasores-, con


epicentro en Creta. Esta última cultura, llamada también “minoica” o
“cretense-minoica”, no parece haber sufrido mengua en un principio
por causa de los recién llegados, ya que en 1580 hallamos en Creta una
escritura silábica (la llamada Lineal A), que constituye una
simplificación y cursivización de la antigua escritura jeroglífica
(hallada también en Creta, correspondiente a los siglos XXI al
XVII),82 y todavía en la primera mitad del siglo XV nos topamos con el
llamado “período de los palacios”. 83 Esto sugiere que los indoeuropeos
que llegaron prefirieron acogerse a los beneficios de una civilización
ya construida y adecuarse a ella, en lugar de querer imponer su “modo
de vida” a costa de la destrucción de lo existente, como más tarde
hicieron los dorios. Y en efecto, todos los signos denotan esta
tendencia al “integracionismo” por parte de los invasores, pro más que
éstos hayan venido en última instancia en son de guerra o al menos con
costumbres guerreras, como lo prueba la fortificación que protege sus
ciudades, contrastante con la ausencia de muros protectores en las
ciudades cretenses. No tenían un sistema de escritura: usaron entonces
el silábico que aprendieron de los cretenses, aunque, como su lengua
era distinta, la adaptación a dicho sistema resultó forzada e inadecuada
(en efecto, mientras el Lineal A hallado en Creta evidencia una lengua
no indoeuropea, el Lineal B que corresponde a la Grecia continental de
1450 en adelante revela una lengua griega o pre-griega que intenta
adaptarse a la escritura lineal). Tal vez se convirtieron en una especie

“dorios”), ordenamiento clásico establecido sobre razones de índole


lingüística: todos ellos habrían sido “griegos”, o sea, habrían hablado griego,
en distintos dialectos. L. R. Palmer ha llegado a la conclusión de que ha
habido indoeuropeos antes que todos los mencionados, los “luvios”, que no
habrían hablado griego, y a los cuales atribuye incluso la introducción del
caballo en Grecia (op. cit., p. 229 ss.). Estas distinciones empero deben ser
revaloradas, si como ha señalado J. Chadwick (“The Prehistory of Greek
Language”, para The Cambridge Ancient History, vol. II, Cap. XXXIX,
Cambridge, CUP, 1963, pp. 13-7), los indoeuropeos trajeron consigo idiomas
que se conviertieron en dialectos “griegos” sólo al contacto con los pueblos
que habitaban por entonces la Hélade. En otras palabras, que el idioma griego
no fue importado del norte sino que nació en Grecia misma.
82
Véase M. Ventris y J. Chadwick, Documents en Mycenaean Greek,
Cambridge, CUP, 1956, p. 28 ss. y A. Furumark, “Aegaische Texte in
griechische Sprache”, Eranos, LI.3-4, 1953, p. 103 ss, y LII.1-2, 1954, p. 18
ss.
83
Véase la tabla cronológica al final de la mencionada obra de Palmer.
47
Conrado Eggers Lan

de administradores de una civilización de marcado carácter agrícola,


comercial e industrial, a imitación de las clases dominantes cretenses;
aunque parece que no pudieron contener su sangre bárbara, y, luego de
un prudente período de aprendizaje y asimilación, rompieron lanzas
con los gobernantes cretenses, y, tras un período en que al parecer se
quebró la comunicación entre Creta y Grecia (al menos, no hay
indicios positivos), se apoderaron de Creta e impusieron su hegemonía.
Seguramente traían una organización tribal que los llevaba a asociarse
para las empresas guerreras (y de este modo evidentemente han
entrado en Grecia), aunque por lo demás, en tiempos de paz, cada tribu
conservara su autonomía. Traducido esto al terreno griego, implicó la
construcción de numerosas “ciudades” -que imitaron el estilo urbano
de las ciudades cretenses, y cuya distribución y limitación se vio
favorecida o determinada por la geografía griega- en torno a un
palacio, donde residía el jefe de la tribu, llamado en las tabletas del
Lineal B wa-na-ka o wanax -”señor” del palacio-, que en los poemas
homéricos es ánax. La principal de estas ciudades fue sin duda
Micenas, que, sin constituir un imperio o una federación en sentido
estricto, prevaleció sobre todas las demás y parece haber comandado
las principales aventuras guerreras. Pero, como queda dicho, esto no
parece haber alterado fundamentalmente la índole estructural político-
económica de la Hélade. Vale la pena hacer notar que, si estos griegos
han traído consigo -como parece- divinidades “viriles”, “belicosas” y
“arbitrarias” desde el presunto bastión indoeuropeo (al menos, hay un
evidente patrimonio común de deidades entre los pueblos de origen
indogermano), también en este terreno se ha producido una
“integración” con las pacíficas y a la vez telúricas divinidades
cretenses. Al parecer, en efecto, es un elemento común a las culturas
mediterráneas el predominio religioso de una figura femenina, una
Diosa-Madre, diosa de la vegetación y de la tierra; y en general, de la
naturaleza y la fecundidad.84 Pues bien, esta diosa es hallada en las
tabletas del Lineal B: como Potnia o “la divina madre”, Damater (la
posterior Deméter), “tierra-madre”, etc. 85Testimonios posteriores y que
distan, pues, de poder ser tomados como evidencias del período
84
Palmer, pp. 82, 93, 99, etc. Kirk, Songs, pp. 29, 36-7, etc.
85
Véase W. Franz, “Geschichte der Griechischen Kultur” (reeditada en el
volumen Griechentum. Eine Geschichte der griechischen Kultur und
Literatur, Stuttgart, Diana Verlag, 1952, p. 52 ss.); P. - M. Schuhl, Essai sur
la formation de la pensée grecque, Paris, Alcan, 1949, 2da. ed., p. 83 ss;
Wilamowitz, Der Glaube, T. I, p. 120 ss.
48
El concepto de alma en Homero

micénico, nos presentan a Zeus, en Creta, convertido en en cónyuge e


hijo a la vez de la Gran Diosa, 86 figura que se da en análogas
“integraciones” producidas en el Mediterráneo, como la que revela un
himno sumerio referido a la diosa Ishtar y su hijo-consorte Tammuz. 87
Pero en todo caso parece probable que el nombre del dios que aparece
como la figura masculina más importante o más frecuente de las
tabletas del Lineal B, Poseidón, signifique “Oh, marido de la tierra”
(de Posei, vocativo de posis, “marido” y Das, genitivo de Da, “tierra”),
apelativo de la índole “Ju-piter”, que es, como se sabe, el equivalente
romano del Zeu-Pater griego.88 En esa situación parecería que las
deidades indoeuropeas se acoplaran -desempeñando incluso, tal vez,
un papel secundario- a las locales, en un auténtico “maridaje”. Junto
con estas divinidades femeninas, que representaban la fecundidad de la
naturaleza en general y de la tierra en particular, a la cual aquellos
pueblos, originariamente agrícolas, tanto debían, había toda una suerte
de poderes misteriosos, relacionados a veces con la soledad de la
campiña, o de los bosques, pero también con el sub-suelo, morada
natural de los muertos. Estos poderes (a veces considerados como
“divinidades inferiores” -con lo cual se piensa en una subordinación
jerárquica que no sabemos si existía-, “demonios”, etc.) poseían sin
duda rasgos lúgubres y siniestros, ya que pertenecían al ámbito de la
muerte. Este ámbito no implicaba, ciertamente, la nada, sino una
actividad de otra índole, como lo revela el que estos demonios -en una
época en que la presentación de los dioses era netamente
antropomórfica- fueran pintados generalmente, con la cabeza y partes
del cuerpo animales.89 A mi juicio no cabe hablarse, empero, de
inmortalidad” (y mucho menos de metempsicosis), ya que no podemos
decir en modo alguno que existiera un concepto de “muerte” como
aniquilamiento (el concepto de “inmortalidad” supone al de “muerte”,
del cual se presenta como superación; pero esta superación tampoco
consiste en hacer desaparecer el hecho evidente de una aniquilación
que se está produciendo).90 Esto torna posible la hipótesis de Rohde
86
Palmer, pp. 16-17, 122-9, etc. Ventris-Chadwick, op.cit. pp. 125-6.
87
Véase Schuhl, op.cit., pp. 92-3 y Palmer, pp. 123-4.
88
Schuhl, p. 92 y Palmer, p. 130.
89
Palmer, p. 127.
90
Véase la lámina 2.a que figura en el libro de Kirk, donde, en un anillo de
oro (ubicado entre 1450 y 1350 a.C.), varios demonios llevando ofrendas
florales a una diosa sentada en su trono. Más adelante, cuando resurjan los
cultos populares en Grecia, las súplicas en pos de una suerte post-mortem
49
Conrado Eggers Lan

-aceptada por Otto- de que la creencia en los espectros, que de algún


modo está presentada por lo menos en el caso de la psykhé-eídolon de
Patroclo, pertenece a un pasado distante de la época de composición de
la Ilíada. Se trataría, entonces, de una creencia “micénica”; ir más allá
y decir “primitiva” resulta demasiado -por primitiva que nos parezca
tal creencia-, desde el momento que no tenemos prueba alguna de su
anterioridad a la época micénica, y hemos podido ver que el alto
desarrollo de esa civilización la aleja de todo calificativo de
“primitivismo”.
Si tenemos dificultades para la reconstrucción histórica del periodo
micénico, muchas mayores nos esperan para el heroico período de las
sagas, que vimos que los historiadores suelen llamar “edad oscura”,
sobre todo, creo, por la oscuridad que presenta al historiador (largo
tiempo también la Edad Media ha recibido calificativos análogos, que
hoy, tras exámenes más desprejuiciados, ya no resisten a la crítica; y
precisamente este período de las sagas es considerado habitualmente
como “la edad media griega”). Aquí ya no nos acompañan tanto
ciertamente, las excavaciones arqueológicas y menos los testimonios
literarios. Sabemos que el siglo XII una conmoción se produjo en toda
la Hélade, que la retrotrajo -a excepción del Ática y algunas islas, que
lograron mantenerse al margen del cataclismo- a etapas superadas ya
en su desarrollo por la civilización micénica; Micenas misma fue
destruida, y todo este desastre ha sido adjudicado a una verdadera
“invasión de los bárbaros”, una última ola migratoria, la de los
llamados “dorios”, que hubo de arrancar a aquella cultura sus tintes
mediterráneos e imponerle el signo de lo que más tarde diose en llamar
“occidental”. Los griegos que dominaban en la Hélade optaron -en la
medida que escaparon al desastre o a la sumisión al invasor- por
emigrar a nuevos puertos. Y estos nuevos puertos fueron los de la costa
occidental de Asia Menor, en una región presumiblemente ya
colonizada en parte tal vez por los hititas durante el apogeo de su
imperio. Constituían una zona costera de estratégica ubicación para el
comercio marítimo, y además su suelo demostró ser tanto o más fértil
que el de Grecia continental. Pero precisamente esa favorable
combinación de factores incidió en la frustración del establecimiento
de estructuras más o menos estables, ya que sufrió un persistente
castigo de invasiones y ocupaciones que no dejaban tras de sí más a
diseminados labradores y pastores con sus rústicas viviendas y sus
favorable son dirigidas a Perséfone, hija de Deméter (cf. en Diels-Kranz las
inscripciones de las planchelas de Thurium, en 1B 18 y 19).
50
El concepto de alma en Homero

pobres medios de producción. Baste decir que, en esa misma costa


-aunque más arriba, más cerca del Helesponto y por consiguiente
mejor ubicada aún-, se halló la tantas veces construida, saqueada y
destruida Troya. Si los griegos que se instalaron en esa región (que ha
recibido el nombre de Jonia) conservaban sus tendencias
“integracionistas”, no lo sabemos, pero parecería que de todos modos
no tenían mucho que asimilar o “integrarse” ahora. Su adaptación a la
nueva situación en que se hallaban parece haber sido la de convertirse
en señores feudales de esa nativa población campesina y pastorIl. No
pudieron durante largo tiempo desarrollar un comercio próspero, no
sólo a causa de conservar más bien hábitos guerreros que comerciales
sino sobre todo porque, en el estado que encontraron Jonia, no tenían
productos suficientemente atractivos como para ofrecer en los
mercados internacionales. De este modo, su actividad fue con
frecuencia la piratería, única vía que les restaba para obtener productos
ajenos codiciados, y que a la vez ha de haber dado alas a la sed de
aventuras de estos caballeros nuevamente desarraigados. Si la guerra
de Troya del mito homérico tuvo origen, como se supone, 91 en la
privilegiada ubicación que le permitía controlar el comercio por el
Helesponto, lo cierto que las tres motivaciones que se le adjudican en
el Canto I de la Ilíada son de otra índole: la mencionada sed de
aventuras, la codicia de valiosos bienes y una cuestión de honor
(reparación del ultraje inferido a Menelao; cf. versos 158 ss.). Tengo
por seguro que estas motivaciones provienen del “heroico” período de
las sagas, que al parecer nacieron en estos primeros tiempos en que los
griegos trataban en Jonia de reconstruir su pasada grandeza, y, a falta
de lograrlo, la exaltaban en poemas nostálgicos. En este período, creo,
se ha ido formando el panteón olímpico, ese mundo celestial
compuesto exclusivamente por divinidades que se ocupaban de las
cosas de las que se ocupaban los feudales señores jonios. Las fuerzas
numinosas de índole telúrica, las que atañían a la fecundación del suelo
y de los frutos, a la vegetación y a la producción natural en general,
eran cosa de las clases trabajadoras, quedaron confinadas a sus cultos
“incultos” -permítaseme la paradójica expresión-, es decir, sin artistas
que las preservaran. Los dioses de los señores jonios eran otros:
“puesto que habían conquistado sus reinos, ¿qué habían de hacer?
¿Acaso atender el gobierno? ¿Promover la agricultura? ¿Practicar
comercio e industria? Ni pizca de ello. Por qué habrían de hacer algo

91
Cf. Lévy-Bruhl, op cit. P. 319.
51
Conrado Eggers Lan

honesto? Hallaban más fácil vivir de los tributos y aniquilar con rayos
al pueblo que no paga. Son caudillos conquistadores, bucaneros
reales”. Tal la pintura que de ellos hace Murray, 92 a imagen y
semejanza de lo que constituía el auditorio de los poetas de estas sagas
(aunque Murray no distingue los tres momentos que hemos enunciado,
y cree que estos poetas son ya los homéricos). Se trata, como se echa
de cer, de una “desintegración”, opuesta a la anterior “integración”;
pero no se vaya a creer que significa volver las cosas -en el campo
religioso o en cualquier otro- adonde estaban antes. Estos dioses
olímpicos no son sólo las antiguas figuras indoeuropeas: encontramos
entre ellos también un Apolo, una Atenea, una Hera, una Ártemis, etc.,
de factura “integracionista”, es decir, procedentes de los antiguos
cultos minoicos, aunque “olimpificados”.93 Se trata de dioses que no
sólo se comportan como la clase noble, sino que además -o por lo
mismo- interfieren en las actividades propias de ésta: la guerra en
todas sus instancias, según veremos; el amor, las bromas y aventuras,
etc. ¿Por qué se echa de este “panteón celestial” -ubicado en la cumbre
del monte Olimpo- a Deméter y otras divinidades “ctónicas”, es decir,
pertenecientes a la tierra? La razón parece haber sido bastante simple:
la tierra que estos antiguos jinetes nómades hallaron venerada en
Grecia y a la que ellos también habían otorgado su veneración, esta
tierra ya no contaba para estos actuales señores jonios. Había quedado
del otro lado del mar, arrasada. Y con ella, las tumbas de los
antepasados y todo el mundo de los muertos, incluyendo hombres,
dioses y toda clase de potencias. No nos olvidemos que, si de la tierra
nacen los frutos, a ella se va a parar al morir, como atestiguan las áms
viejas creencias de diversos pueblos (entre ellas la mencionada en la
Teogonía hediódica, v. 126 ss). Lo que queda, para los señores jonios,
no es un misterioso reino conjurable por encantamientos cuyas
técnicas incluso posiblemente no habían manejado nunca, sino las
gloriosas hazañas de los héroes. 94 De esta manera es lógico que el
panorama se racionalice, se antropomorfice, se despoje de una porción
de elementos mágicos, religiosamente densos pero a su vez
truculentos. Tal “claridad y esplendor de la creencia homérica”, señala
Snell, “debe atribuirse en general a los aristócratas de las ciudades de
92
Cf. N.G.L. Hammond, A History of Greece to 322 b.C. (Oxford 1963, pp.
47-55).
93
G. Murray, Five Stages of Greek Religion (ed. Doubleday, reimpr. de la 3ª.
ed. de 1951, p. 45).
94
Véase Schuhl, pp. 126-138.
52
El concepto de alma en Homero

Asia Menor, libres y desarraigados, que se habían marchado de Grecia


dejando tras sí los oscuros poderes de la tierra y convertían ahora a su
dios celestial Zeus en señor de dioses y hombres” 95 (el subrayado es
nuestro; respecto del calificativo “homérica”, aunque en este caso no
hay mayores inconvenientes en extenderla a esta “olimpificación” de
las sagas, debemos tener en cuenta -como en el caso de Murray- que se
trata de algo estrictamente pre-homérico aún).
El período de composición de los poemas homéricos propiamente
dichos (o sea, durante los siglos VIII y VII en su forma oral, y por
escrito, en el VI) son ya más fáciles de conocer históricamente, porque
constituyen un tiempo de “revolución económica”, como hablan los
historiadores.96 No de después del 750 a.C. (o sea, de la época
calculada para la composición de la Ilíada) dada la introducción en
Grecia del sistema alfabético de escritura, que ha estremecido la vida
cultural griega como más tarde lo fue la occcidental con el surgimiento
de la imprenta.97 La reintroducción de módulos de uso comercial,
como la balanza, pesos y medidas, que ya en la Grecia micénica
existían, a aestar con el Lineal B,s e suman a un ordenamiento o
reordenamiento de la vida económica, que da un paso nuevo -del cual
hasta el momento no tenemos noticias de ningún precedente griego-
con la acuñación de moneda en Egina -y a partir de allí, en toda
Grecia- alrededor del 650 a.C.98 Por ciero que Homero aún no conoce
este sistema que supone un tránsito del valor-uso de los bienes al valor-
mercancía, tal como señala Aristóteles en Política (A9, 1257a) y, en el
siglo XIX, más técnicamente, Marx.
Homero sólo conoce un sistema de trueque en base a un patrón que
es el buey, unidad de valor sacrificial, 99 y que está a medio camino del
régimen capitalista. Esto supone que el comercio ha alcanzado para
entonces un desarrollo que lo aleja del neoprimitivismo implantado en
Jonia tras la llegada de los griegos desplazados por los dorios.
Sabemos, en efecto, que alrededor del siglo VIII se desarrolló en Jonia

95
Cf. el artículo de W. Jaeger “The Greek Ideas of Immortality” (en The
Harvard Theological Review. Vol. LII, julio 1959, esp. Pp. 136-138).
96
B. Snell, op. cit., p. 57.
97
M. Rostovtzeff, Greece (capítulos sobre Grecia de su obra A History of the
Ancient World, traducidos del ruso al inglés por J. D. Duff y revisados y
actualizados por E. Bickerman, New York, 1963, cap. IV: “Anatolian Greece.
Economic Revolution in Greece in Centuries VIII-VI b.C.”, p. 49 y ss.).
98
Schuhl, p. 159. Para la cuestión de la fecha, véase Kirk, p. 70.
99
Kranz, Griechentum p. 79.
53
Conrado Eggers Lan

una doble industria -que las tabletas del lineal B nos presentan
existentes ya en la Grecia micénica, pero que han debido alcanzar un
sorpresivamente favorable éxito en Jonia-: la vitivinícola (apreciada
especialmente por los pueblos vecinos, donde la vitivinicultura al
parecer fracasó) y la del aceite de oliva (de uso para la alimentación,
para ungüentos médicos y sobre todo para iluminación); 100 a ellas se
sumaron pronto industrias textiles y de trabajo en madera y cueros;
todo lo cual produjo inevitablemente la conquista de los mercados
principales del mundo entonces conocido, y cambió de a poco el
panorama social de la región. La aventura pirata y la guerra de
conquista ceden su lugar al desarrollo comercial. Subsiste la
aristocracia militar que sueña con su pasado micénico y de tanto en
tanto intenta reeditar gestas guerreras; y pafa a sus servidores-poetas,
los homéricos, para que mantengan vivo aquel tradicional espíritu con
la exaltación de Micenas. Mas poco a poco se va adueñando de la
situación la nueva clase de los comerciantes e industriales, que
pretenden imponer otro ritmo -un orden más estable y menos
abandonado a los impulsos subjetivos- a la sociedad; y tengo ya por
evidente que los poetas homéricos, por más que canten para los
señores feudales, representan tanto o más la concepción de estos
sectores en pleno crecimiento. Vamos a enunciar las características
que, en nuestro examen, se han presentado como representativas de esa
nueva clase con el nuevo tipo de sociedad que tienden a instaurar, a
diferencia de la nobleza militar (auditorio de los poetas homéricos),
que se siente identificada, como es lógico, con la época feudal que va
quedando atrás. Por consiguiente, esta diferencia de concepciones
entre ambos sectores -que de alguna manera se hallan presentes en los
poemas homéricos- nos pondrá hasta cierto punto en contacto con la
diferencia entre la feudal época de las sagas y la naciente era mercantil
(que también hemos dicho se hallan en los poemas, más directamente:
a través de los poetas de las sagas, primero, y de los poetas homéricos,
después). Hasta dónde pueden darse similaridades entre la nueva
concepción de la vida y la que existió en la civilización micénica en su
momento de alto desarrollo comercial, apenas lo insinuaremos, y de
una manera sobre todo conjetural. Enumeremos las características que
nos interesa ahora destacar, y cuya conexión con el tema central de
esta investigación intentaremos mostrar en las páginas siguientes.
1) “los bueyes y los terneros gordos pueden ser capturados.

100
Schuhl, pp. 155-6.
54
El concepto de alma en Homero

Los trípodes y los caballos bayos pueden adquirirse”. (Il., IX.406)


En estos dos versos vemos coexistir las dos maneras que en ese
entonces ya se presentaban para tener acceso a bienes no producidos
por uno mismo: la captura, la conquista pirata, la aventura guerrera,
por un lado la adquisión, el trueque, el comercio. Para la primera se
necesitaba fundamentalmente bravura: tal era la areté del héroe pintado
en el mito compuesto en la época de las sagas, y que, a primera vista,
prevalece a lo largo de la Ilíada. Pero para la segunda la “virtud” o
“perfección” humana (o sea, la areté) requerida era más bien la astucia,
y si esta última, como ha hecho notar Jaeger, 101 campea
preferentemente a lo largo de la Odisea, es, como él mismo lo señala,
porque en conjunto esta obra es posterior al la Ilíada; pero me atrevería
a decir que -aunque sea de una manera sutil- se revela ya en ésta como
una manera superior de vivir la vida (porque aunque el corazón y la
imaginación del lector puedan estar más con Aquiles y con Héctor, la
prudencia de Néstor y la sagacidad de Ulises se muestran
racionalmente como más eficaces).
2) “Eres para mí el más odioso de los dioses que hay en el Olimpo,
pues siempre te complaces en la discordia, en las guerras y batallas”,
dice Zeus (Il., V.890-1) al dios de la guerra por excelencia, Ares (el
romano Marte); y más adelante, en un pasaje (XVIII.107) que al
parecer ha censurado Heráclito,102 exclama:

Ojala cesara la discordia entre los dioses y entre los


hombres.

Y más terminantemente en el tardío Canto IX (versos 63-4):

Sin sociedad, sin justicia y sin hogar es aquel que ama las
horribles guerras entre los pueblos,

donde los términos phratría (“hermandad”, agrupación de clanes en


general para empresas militares; he traducido “sociedad” en un pobre
intento de dar el sentido), thémis (la “justicia” tribal, dictada or el
patriarcal jefe, que lo era también en el aspecto militar y en el
relisioso) y hestía (“hogar de cada casa”) son usados en un contexto
que chica con su origen. Todo eso, pues, en el poema “guerrero” que es
101
Rostovtzeff, p. 58.
102
Paideia (tomo I, trad. esp. J. Xirau, México 1946, FCE, “Nobleza y areté”,
esp. Pp. 22-23).
55
Conrado Eggers Lan

la Ilíada, y en momentos en que Jonia tiene en desarrollo prósperas


industrias y gana mercados en los mares conocidos, por cual tiene
necesidad de acabar con las aventuras guerreras. Y no pensemos que se
trata de aisladas frases que podían pasar inadvertidas, ya que el poema
no narra sólo los combates sino también las muertes: y en ellas no sólo
el ocasional sufrimiento físico del moribundo o del deshonor padecido,
sino sobre todo se hace referencia al tronchamiento de la vida. Un
ejemplo entre otros se nos narra la infancia y juventud de Ifidamas,
hijo de Anténor. Tratando de impedir que la guerra se los llevase algún
día, su abuelo materno le dio como esposa a una hija suya. Ifidamas
apenas alcanzó a compartir el lecho nupcial con su mujer cuando debió
ir a combatir. Se nos narra su viaje a Troya y su combate decisivo con
Agamenón, donde cae herido de muerte “ en un sueño de bronce”,
“lejos de la doncella que había obtenido, y por la que mucho había
dado” (nos cuenta que pagó cien bueyes, además de cabras, ovejas y
otras cosas). El relato va de los 221 a 247 del Canto XI (sigue un relato
análogo respecto de su hermano), de los cuales la narraócin del
combate propiamente dicho abarca diez versos, o sea, menos de la
mitad del total. Dieciséis versos nos hacen surir la muerte de Ifidamas.
Multiplíquese esto por la cantidad de guerreros que mueren en la Ilíada
(con distintas proporciones, según los casos), y creo que resulta ya
evidente que, si las sagas heroicas (la cólera de Aquiles o las referentes
a la guerra troyana en general) eran “heroicas” y verdaderas gestas
militares, lo que en ellas hizo el autor de la Ilíada (que no termina con
el glorioso triunfo griego, sino con desgarrantes lamentos del pueblo
troyano por las calamidades de la guerra, que en ese momento le ha
hecho perder a Héctor) fue algo muy distinto.
3) Bien dice Jaeger103 que el concepto de “honor” se halla
íntimamente vinculado en los poemas homéricos con el de
“excelsitud” o areté; ésta no “sirve”, por así decirlo, si no es
reconocida como tal por los demás. La reputación de que se goza ante
los demás es lo fundamental (“cultura de Vergüenza” llama Dodds 104 a
este período, en cuanto, sostiene, los fenómenos religiosos se han dado
al sentirse deshonrado el hombre). Y de hecho no sólo el mito de la
guerra de Troya parte -como ya vimos- de que la invasión se hizo para
lavar el honor de Atridas manchado por Paris, sino que el leit-motiv de
la cólera de Aquiles, que constituye el alma de la Ilíada, comienza con
103
Según los testimonios (recogidos en Diels-Kranz 22A22) del autor de la
Ética a Eudemo, de Numenio y de Simplicio.
104
Paideia I, p. 25.
56
El concepto de alma en Homero

la deshonra de Aquiles por Agamenón, y en su culminación se ve a


Agamenón deshonrado a su turno, por haber ofendido a Aquiles al
comienzo. Pero si en las sagas heroicas se trataba de un romántico
honor caballeresco como el de nuestras gestas medievales, pienso que
el caso de la Ilíada es muy otro. Creo que un solo ejemplo baste para
probarlo. Si es cierto que el honor consiste en reconocer la areté de una
persona, y esta areté es en los poemas homéricos primeramente la
“bravura” y luego la “sagacidad”, no podríamos entender esta doble
“deshonra” de la Ilíada, especialmente la primera, la de Aquiles. A
éste, como a cualquier otro jefe de primera fila, tras destruir a Tebas, le
ha tocado en suerte un égras (los traductores vierten “botín”,
“privilegio” o “botín de honor”, expresión esta última quizá la más
adecuada para el caso; la referencia básica es al “honor”) que es en
este caso una hermosa doncella: Briseida. Otro análogo géras, la
hermosa Criseida, ha correspondido a Agamenón. Pero como ésta es
hija del sacerdote de Apolo, los aqueos son castigados con sucesivas
derrotas. El adivino informa de qué se trta e indica la reparaócin
debida: devolver a Criseida con una buena indemnización. ¡Ah, no!
Dice Agamenón indignado: Aégrastos (o sea, sin géras, “deshonrado”)
yo no me quedo; que me den otro géras. Pero ¿cómo?, pregunta
sorprendido Aquiles, si no hemos “atesorado bienes en común, sino
que cuanto hemos saqueado de las ciudades ha sido repartido, y no se
puede recolectarlo nuevamente” (I.124-6). En su ira, entonces
Agamenón resuelve quitarle el égras a Aquiles (a alguno se lo tenía
que quitar -antes menciona como especialmente apetecibles los de
Aquiles, Ayante y Ulises- y el incidente sólo apura la decisión). Pero
ahora el agérastos resulta Aquiles, quien perjura y llora de mil maneras
esta situación en que él, según afirma, está “deshonrado” (átimos -sin
timé, “honra” o “veneración” se dio en el verso 171; “al mejor de los
aqueos no se le pagó nada”, dice en una fórmula que figura en versos
244 y 412 y donde se usa el verbo tíno, “pagar”, “indemnizar”, etc.). Si
la areté es la bravura, ¿la deshonra de Aquiles aquí es la de pasar por
cobarde? Creo que eso queda fuera de cuestión, ya que no son agallas
lo que le faltan para enfrentar a Agamenón, y la guerra de Tebas con
sus hazañas está lejos. Pienso que la palabra griego agérastos es
suficientemente clara: Aquiles está deshonrado porque se ha quedado
sin su géras, un “bien de uso” (a la vez que Aquiles está irritado, nos
cuenta Homero, no puede dejar de pensar en la “bien-provista mujer
que violentamente le habían arrebatado”) que constituye su propiedad
privada, y eso no lo admite. Entiéndase que no quiero trivializar
57
Conrado Eggers Lan

excesivamente la cosa y darle un carácter de mera pérdida patrimonial


(al fin y al cabo, Briseida no podía “valer” demasiado: en XXIII.702-5,
en los juegos funerarios en honor de Patroclo, Aquiles propone como
premios de la principal competencia, “un trípode...que los aqueos
tasaron en doce bueyes” para el vencedor, y para el vencido “una
mujer hábil en muchas tareas, tasada en cuatro bueyes” -el verbo para
“tasar” es el anterior tíno-; aunque no habla de su belleza física, no
podemos pensar que Briseida costara más que el trípode). Podía
fundirse, sin duda, el dolor por la mujer hermosa que se perdía con
resabios de un romántico sentimiento del ultraje inferido; pero lo
fundamental, a no dudarlo, es que le quitan lo que es suyo. Lo suyo es
suyo. Este principio, que en seguida anotaremos como otra de las
características que diferencian a este período del anterior, tiene una
doble validez: una objetiva en cuanto implica que se está tratando de
organizar contractualmente la sociedad, de modo que todo aquel que
posea algo tenga la seguridad de que va a poder usar ese algo -aquí ha
habido, p.e., un pacto de distribución, que viene a ser quebrado por
Agamenón- y una validez subjetiva, en cuanto según veremos, es lo
que le permite afirmar su individualidad, y como individuo mirar hacia
su propia interioridad tratando de ver dónde linda con los demás.
¿Y la deshonra de Agamenón?, se nos preguntará. Como es sabido,
por boca del mismo Agamenón (XIX.85 ss.), la causa de la misma es
simplemente la ira que le produjeron las palabras del adivino y que lo
cegaron, haciéndole arrebatar a Aquiles la doncella. Pero el caso es que
en el momento nadie lo tomó como deshonra, y el mismo Néstor, que
trató de apaciguar los ánimos, exhortando incluso a Agamenón a no
cometer el despojo, en última instancia lo sosiega a Aquiles diciéndole
que Agamenón merece más honra que él; Aquiles es karterós (“fuerte”
o “valioso” en tanto “bravo”), añade, pero Agamenón es pherterós
(“más valioso”), porque anássei (“es ánax”, o sea, es señor o dueño,
“domina”) sobre muchos más (I.280-1): Ahora bien, pasa el tiempo, y
la retirada de Aquiles de la lucha (y/o la ayuda de Zeus a los troyanos)
da lugar a derrota griega tras derrota. Todos los aqueos ahora sienten
que, a consecuencia de la disputa entre Aquiles y Agamenón, están
sufriendo pérdidas inmensas. Hablan mal, entonces, de Agamenón
(también de Aquiles, pero sobre todo del que consideran como
“culpable” del incidente). Este se desespera y quiere reparar la ofensa.
Restituirá a Briseida -virgen aún, Aquiles puede estar seguro- y le
ofrece, además, una impresionante lista de presentes: ya mismo, siete
trípodes, diez talentos de oro, veinte ánforas, doce caballos ganadores
58
El concepto de alma en Homero

de premios (con los cuales a su vez Aquiles podrá ganar más premios),
siete mujeres hermosas y hábiles; en cuanto tomen Troya, le dará
también a elegir veinte troyanas de primera calidad y abundante oro y
bronce; y al regresar a su patria, una de sus hijas en matrimonio y siete
ricas ciudades de su reino. ¿Y esto? ¿Acaso Agamenón está tan
desesperado con su “deshonra”, que está dispuesto a tirar la casa por la
ventana? ¿Cómo es que antes no quería quedarse sin un insignificante
botín y ahora ofrece todo esto? Sin embargo Agamenón esta vez no
actúa por espontánea pasión, sino según las palabras de su consejero
económico, Néstor (IX.96 ss.). Los beneficios de un triunfo en la
guerra -aparte del evitar los perjuicios inmensos de la derrota- han de
compensar ampliamente los presentes griegos que le ofrece a Aquiles.
Claro está que, por muy poeta del siglo VII que fuera el autor del
Canto IX, no podía alterar el mito al punto de mostrar a Aquiles
retornando al combate, seducido por el ofrecimiento: el
tradicionalmente fastuoso presente debía ser rechazado, y Aquiles
volvería sólo después, para vengar la muerte de Patroclo. Pero ya que
no puede cambiar el mito, el poeta aprovecha para convertir el rechazo
de Aquiles en una exaltación de la paz y tranquilidad y en un rechazo
de la guerra. “No hay para mí nada de tanto valor como la psykhé”,
concluye (v. 401).
4) La cuarta característica ya ha quedado bosquejada en las anteriores
es la aparición -al menos literaria- de la propiedad privada (no ya de
bienes de uso sino de producción) y los esfuerzos realizados en
procura de su defensa tanto frente a otros propietarios (caso
Agamenón) como frente a los desposeídos (que, como señalan los
historiadores, crecieron en cantidad y pauperización con el desarrollo
económico que llevó a la ciudad a tomar la delantera sobre el campo,
con lo cual se acentuó el enfrentamiento de las clases). 105 Estos
esfuerzos culminaron, como se sabe, en el Estado (la pólis griega).
“Cada vez más”, dice Schuhl, 106 “el génos se disuelve, y la propiedad
individual se desgaja de la propiedad colectiva”. “Los jefes de los
antiguos clanes”, apunta A. Croiset por su parte, 107 “en otro tiempo
investidos de un poder real sobre las tierras colectivas del clan habían
transformado estas propiedades colectivas en propiedades
individuales”. Esto se ve claro ya desde el Canto I de la Ilíada, no sólo
105
E. R. Dodds, The Greeks and the Irrational (3a. ed. Berkeley 1959, pp. 17-
18).
106
Roztovtzeff, p. 71; Jaeger, Paideia I, p. 120.
107
Schuhl, p. 151-2.
59
Conrado Eggers Lan

porque se digna que no hay “atesorado nada en común” (en “en


común” se refiere sobre todo al conjunto de fratrías y tribus aliadas),
sino porque es evidente que las vírgenes Briseida y Criseida no están
destinadas a ser un “bien común” de un clan, por pequeño que este
fuera (reyes-propietarios, como Aquiles y Agamenón, no lo habrían
permitido, se ve muy bien). Para Marx y Engels 108 -que se basan en
observaciones del antropólogo norteamericano del siglo XIX, Morgan-
la propiedad privada surge cuando, con la cría de ganado, el trabajo
produce un excedente con respecto a lo necesario para el sustento
cotidiano, y permite así “atesorar”. “(De hecho tal distinción la
hallamos en términos usados por Homero, aunque a veces éste los
intercambie: bíoton son “bienes” en tanto sirven “para vivir”;
chrémata, “para usar”; por otro lado keimélia son “bienes atesorados”
y próbasis, “bienes en abundancia”, especialmente “ganado”). En el
clan o génos, originariamente matriarcal -es decir, la genealogía se
seguía por la linea materna-, la propiedad era comunitaria. Pero con la
aceptuación de la división del trabajo familiar -al incrementarse la
producción y por ende las riquezas- el hombre adquiere
preponderancia, debido a su prevalencia en la adquisición de bienes.
Esto lo lleva a buscar la forma de quebrar la estructura del clan con su
sistema comunitario de propiedad (sus hijos, aduce Engels, no
participaban -a su muerte- de los bienes que había atesorado, ya que,
mientras éstos engrosaban el patrimonio del clan en el cual había
nacido el padre, ellos, como hijos, quedaban en el clan de su propia
madre). En esta tesis, para quebrar esta situación, el hombre
transformó el clan matriarcal en patriarcal (genealogía por línea
paterna), con lo cual sus hijos heredaban sus bienes. Cada padre
(paterfamilias, decíase en latín, lengua en que familia significó
“conjunto de propiedades de una casa”: mujer, hijos, esclavos, bienes
de diversa índole) se convirtió así en propietario. Para consolidar la
propiedad privada, como decimos, nació el Estado; ya que como había
clanes y familias tanto en el campo como en la ciudad, p.e., y la ciudad
se enriqueció a costa del campo, pronto hubo familias con muchas
propiedades y otras con poco o nada, y esto daba lugar a interminables
contiendas. Se buscó implantar una díke o justicia no ya meramente
tribal sino inter-tribal y por ende más objetiva. Se necesitaba, dice
Engels, una institución y organización “que preservara las riquezas

108
A. Croiset, Las democracias antiguas (trad. esp. A. Maura, Buenos Aires
1944, ed. Siglo XX, pp. 33-4).
60
El concepto de alma en Homero

adquiridas por los patriarcas contra la tradición comunitaria del clan...


Se inventó el Estado”.109
Ahora bien, no sabemos si existió realmente en Grecia un clan
“matriarcal” en los términos descriptos (el mencionado relato de
Ifidamas, queriendo ser retenido por su “abuelo materno” en el palacio
-dándole para eso por esposa a una “hija”, en Il., XI.223-6, parece
presentar una situación de esa índole), ni tampoco si de él se pasó al
“clan patriarcal” por los mencionados motivos y de la manera
descripta. Pero tenemos la certeza de que en los poemas homéricos lo
que está en vigencia es la propiedad privada patriarcal, y la tendencia a
subsumir los clanes en el Estado, lo cual da lugar a un serio conflicto
que, según hace notar Field, llega hasta el mismo siglo V a.C. 110 Marx
y Engels, siguiendo a Morgan y por lo demás a los helenistas de
entonces, sitúan a los poemas homéricos en tiempos muy remotos, en
los “tiempos heroicos” (expresión de Engels), que incluso parecen
coincidir con la época micénica. Por eso se esfuerzan en probar que
allí asistimos todavía al conflicto entre clan matriarcal y clan patriarcal
(citan en apoyo las Euménides de Esquilo, donde finalmente triunfan
los vengadores de a muerte de Agamenón frente a las vengadoras de
Clitemnestra, y con ello el patriarcado), y sólo muchos siglos más
tarde, en la Atenas de los siglos VIII al VI, nos presntan el origen del
estado griego. Claro está que nosotros ahora sabemos que estos siglos
no son “muchos más tarde” sino los mismos en que se compusieron los
poemas homéricos (además de saber, por la justa crítica de Otto a
Rohde, que no se pueden aducir testimonios del siglo V para explicar
lo que pasa en Homero); pero, corriendo las etapas en lo que a Grecia
concierne, tenemos por válidos en general por lo menos los últimos
pasos de la evolución trazada por Engels.
Lo que cualquier lector de la Odisea sabe es que ésta es el relato
del largo y sinuoso regreso de Odiseo o Ulises a su hogar, tras la toma
de Troya: una verdadera “odisea” es la que presentaba el antiguo mito,
que incluye en su composición final numerosísimas anécdotas
provenientes de distintas sagas (en una intercalación a veces análoga a
109
Cuyo pensamiento sobre el punto está condensado en Der Ursprung der
Familie, des Privateigentums und des Staats (cito por la 6a. ed. de Dietz,
separada, Berlin 1953; en lo referente a Grecia son de interés los cap. IV “Die
griechische Gens” y V, “Entstehung des athenischen Staats”, así como el
prólogo a la 4a. ed. de 1891). Se trata de una obra escrita por Engels, pero en
buena parte a base de notas de Marx, al que a menudo cita textualmente.
110
Engels, op. cit. P. 107.
61
Conrado Eggers Lan

la de los cuentos y pequeñas novelas introducidas en la trama de Don


Quijote. Las aventuras de Ulises en su peregrinar de regreso, por un
lado; la fidelidad de su esposa Penélope, por otro lado, que rehuye a
sus pretendientes y confía en la vuelta de su marido. Pero todo esto,
que decimos sabe cualquier lector de la Odisea -y sobre todo lo sabe
cualquiera que no la ha leído- es el trasfondo mítico-heroico sobre el
cual el poeta del siglo VII elabora sus propios temas. Yo diría que entre
estos temas el central es el de la defensa de la propiedad privada: la de
Ulises, devastada por los pretendientes, que aspiran a quedarse con
toda ella (Penélope es en ese sentido secundaria). Este es el hilo
temático conductor de toda la obra. Claro está que no se trata de la
propiedad de un predio y un ranchito: “no es mala cosa reinar”, dice
Telémaco (Od., I.392-3) “porque su casa rápidamente se enriquece y a
él mismo le honra más”. Ya en el primer canto hallaremos, pues, la
preocupación del poeta (véase, p.e., el lamento de Telémaco en vv.
114-7, donde desea que su padre regrese, disperse a los pretendientes,
“de modo de detentar su propia honra y ser dueño -anássein- de sus
propiedades -ktémata-”: vemos nuevamente ligado honor con
propiedad), pero que se hace mucho más patente en la asamblea del
Canto II, donde Telémaco declara que lo afligen dos penas: la primera
es la pérdida de su excelente padre,

y la segunda, que es mucho mayor, y es que rápidamente


se destruye mi casa y se acaba con todos mis bienes (48-9)

y casi enseguida añade que preferiría que hubiera sido el pueblo que se
hubiese apoderado de

los tesoros y propiedades;


si ustedes los consumiera, pronto tendría compensación (74-5).

Compensación (tísis, del verbo tíno, que ya hemos visto) que no


puede obtener en cambio de los pretendientes, que son todos
“señores”, y fuertes. Estes despilfarro de los bienes de Ulises (o que, si
se da por muerto a éste, “son propiedad del prudente Telémaco”,
IV.687 ya que le corresponden “por el génos patriarcal”, I.387) recorre
toda la Odisea, y ésta es en realidad la odisea kafkiana del propietario
que trata de volver a su casa para impedir el pillaje. Finalmente llega, y
salda la deuda, obtiene la tísis: mata a todos los pretendientes (es cierto
que rechaza otra posibilidad de tísis más lógica: un reintegro de lo

62
El concepto de alma en Homero

comido y bebido, “estimado a razón de veinte bueyes por cabeza; así


como oro y bronce”, XXIII.121). La pólis se reúne, pues, en el ágora y
más de la mitad de la gente reunida decide abstenerse de juicio, ante la
posibilidad de que Ulises haya contado con auxilio divino; el resto
resuelve castigar al clan de Ulises. Como se ve, estamos a medio
camino; ni la pólis es aún Estado sino simplemente la ciudad
amurallada, ni parece existir otra justicia que la el combate abierto de
clan a clan. Y ésta, sin duda era en buena parte la realidad del siglo VII
en Jonia. Pero no menos real es la tendencia a la efectivización del
Estado, del cual el poeta de la Odisea es decidido partidario: la justicia
que reclaman los parientes de los pretendientes es la justicia tribal
(pretenden reparar el ultraje implicado por la muerte de miembros del
clan) y la que pretendía Ulises es la justicia que, más racionalmente
adoptará el Estado (la que protege la propiedad privada). Ulises triunfa
en el combate y, tómese bien nota, con la ayuda de Zeus (concluye
Zeus: “que haya paz y riqueza en abundancia”, XXIV.486).
Unas pocas palabras más referentes a esta cuarta característica. En
todo esto llevamos mencionadas varias veces la palabra ánax, “señor”,
“dueño”, y su verbo anássein. Ya volveremos sobre ellos, porque nos
interesa, pero ahora queremos aclarar dos cosas. La primera: Marx,
siguiendo a Morgan, cree que basileús en Homero no significa “rey”
sino “comandante del ejército”.111 La soberanía radicaría, en última
instancia, en el agora, integrada por “el pueblo”, dice Marx, ya que
“todo varón adulto de la tribu era guerrero”. Que esto último no es
cierto, se patentiza en testimonios de una clara división del trabajo
como el de Od., XIV.222 ss.: cada uno encuentra placer en tareas
distintas, dice Ulises; a él no le agrada trabajar el campo sino combatir,
mientras otros temen el combate y prefieren las tareas campesinas (cf.
también Il., XIII.730 ss.). Los que van a la guerra, pues, forman un
sector aparte, pero de todos modos en las asambleas o ágoras no tienen
una voz más que los reyes (cuando Tersites tercia en el debate, Ulises
le da un golpe con el cetro y le dice: “no discutas con los reyes”, Il.,
II.247), “reyes con cetro”, como se los llama; y el que decide en última
instancia es el más fuerte de ellos, como Agamenón en la guerra de
Troya, y Ulises -en la paz- en Ítaca, así como p.e. Alcinoo en Esqueria
(véase la resolución final de Agamenón en el ágora de Il., II.391 y la
Alcinoo en Od., VIII.41). Y estas decisiones no son simplemente
militares, como lo hemos podido ver a propósito de la cuestión del

111
G. C. Field, Plato and his Contemporaries (Londres, 2a. ed. 1948, p. 78).
63
Conrado Eggers Lan

géras: quien tiene la fuerza, la suele usar para lo que le venga bien.
Pero hay más, y aquí conectamos con la segunda aclaración que
queríamos hacer. Basileús y ánax en Homero indudablemente se
equivalen (así como con koíranos), lo mismo que los respectivos
verbos basileúein y anássein (y koiraneîn). Tal vez podríamos aceptar
que no se trata de una identificación total sino parcial: no todo ánax es
basileús (así dice Telémaco que, si bien no es poca cosa ser basileús
-pasaje ya citado de la Il., I.392 ss.: se refiere al rey más fuerte-, “hay
muchos reyes aqueos en Ítaca”, “que lo sea uno de ellos … y para mí
me bastará con ser ánax de la casa y esclavos que conquistó Ulises”),
pero evidentemente todo basileús es ánax. Ya vimos que el prudente
Néstor considera a Agamenón “más valioso” que Aquiles “porque
anássei sobre más gente” (I.280-1). Aquiles, en efecto, anássei sobre
los mirmidones (I.180), pero a Agamenón le corresponde “anássein
sobre muchas islas y Argos íntegra” (II.108). La redundancia de la
expresión de Od., I.117 (ktémata anássein, “ser dueño de las
propiedades”) se debe precisamente a que los hechos (el pillaje de los
pretendientes) han desvirtuado ese derecho que poco a poco a de
tornarse “inalienable”, y hasta “natural”. Pues bien, nosotros hemos
visto que en las tabletas del lineal B aparece un antecedente de ánax,
que sería wa-na-ka, o sea, dice Kirk, “el señor o rey”. Parecería que el
rey, dice Kirk, tiene un te-me-no privado, es decir, algo así como un
feudo.112 Sobre la base de datos de esta índole, Kirk asevera que “la
situación política y económica enfocada en los poemas homéricos
tiene esta importante similaridad con el póstumo mundo micénico:
Grecia se halla dividida en reinos más o menos independientes, basado
cada uno en un palacio, morada del rey y su familia y muchos de sus
servidores”.113 Hasta qué punto esto es así, quizá lo digan las próximas
excavaciones y desciframientos; pero entre tanto quisiera insistir sobre
el carácter de “propietario” que guarda cada vez más el basileús
homérico, que no sabemos hasta dónde lo poesía el “Wanax” micénico,
y que había de conducir al Estado moderno, al cual parecería que
Micenas jamás llegó.

112
Ver la cita en Engels, pp. 104-5.
113
Kirk, p. 29.
64
VI. La interioridad humana

1. El concepto de “yo”
En nuestro análisis del contexto histórico de los poemas homéricos,
hemos vinculado el sentimiento de honor a la propiedad privada, en
cuanto implicaba un reconocimiento (o desconocimiento, si era
deshonra) de lo que le pertenecía; y este reconocimiento, dijimos,
importaba tanto objetivamente, en forma de pacto institucional que
proporcionara ciertas garantías de estabilidad, cuanto subjetivamente, en
forma de delimitación afirmativa de la propia individualidad naciente.
Ahora bien, hemos ejemplificado con los dos casos más importantes
que hacen al honor en la Ilíada: la deshonra de Aquiles y la de
Agamenón. La primera dijimos que se produce cuando Agamenón le
arrebata si géras, su “botín de honor”, lo que él ha ganado para sí. La
segunda, en cambio, se nos menciona como tal sólo cuando ha traído la
consecuencia de que todos los aqueos sufran pérdidas por la guerra (la
causa estaba en el iracundo arrebato del géras, aunque entonces nadie lo
tomó como un “deshonor” par Agamenón). Pues bien, Agamenón
mismo siente ahora -cuando las pérdidas son inmensas- el peso de las
acusaciones, y se defiende:

muchas veces me han dirigido la palabra los aqueos y me han


apostrofado; pero no yo soy culpable, sino Zeus, la Moira y Erinia que
anda errante en las tinieblas, quienes arrojaron la cruel áte en mis
phrénes cuando estábamos en el ágora aquel día en que despojé a
Aquiles de su géras. Pero ¿qué podría hacer? La divinidad cumple por
todos los medios. (Il., XIX.85-90)

Áte suele ser traducida por “locura”, pero más correcto parecería
vertirla por algo así como “estado de confusión mental”. Nosotros
habríamos echado la culpa al otro: Aquiles, en este caso. ¿Se trata aquí
acaso de un descargo de esa índole, para que no se enoje a Aquiles: fue
la divinidad la que empezó? Creo que los argumentos de Dodds 114
muestran claramente que no: el mismo Aquiles comparte la explicación
de Agamenón, y no lo toma como un caso aislado (“Padre Zeus, grandes
átai das a los hombres”, XIX.270). Ya al contar el caso a su madre
(I.411-2) habla de la áte de Agamenón -lo cual no le impide en ese
momento seguir enojado-, y en el Canto IX, al rechazar los presentes,
114
Idem, p. 36-37.
65
dice de Agamenón: “ya que Zeus le ha quitado las phrénes”.115 Por
consiguiente “poner áte en las phrénes” equivale a “quitar las phrénes”.
¿Qué significa phrénes? Vimos que Rohde lo traducía por “diafragma”.
Furley piensa que se trata, más bien, de toda la colección de órganos
situados entre los intestinos y la clavícula; 116 en todo caso, dice Furley,
un complejo de tejidos. Claro que cuando se habla de “quitar las
phrénes” es forzoso pensar en un uso metafórico o extensivo, ya que
aquí, como en otros casos similares, no es cuestión en absoluto de un
despojo de uno o varios órganos corporales. Hay pasajes en que la
referencia a un órgano o conjunto de órganos es nítida: así, p.e., Patroclo
arroja a Sarpedón la lanza “allí donde la phrénes rodean el apretado
corazón (kér)” (Il., XVI.481), o Ulises piensa en matar al cíclope
clavándole la espada “en el pecho”, stéthos), donde las phrénes
sostienen al hígado” (Od., IX.301). Ahora bien, podríamos pensar que
phrénes designa un órgano (por comodidad llamémoslo “diafragma”) y
a la vez, en ciertos casos, la vida mental que normalmente se
desarrollaría en él; de modo tal que, cuando esa vida mental se altera,
con la áte, pueda hablarse de una ausencia de phrénes. Lo cual parecería
recibir apoyo en pasajes como éstos: “se regocija en el pecho… pues no
en lo más mínimo hay en él phrénes” (Il., XIV.140-1); “ni sus phrénes
son correctos, ni su pensamiento (nóema) flexible en el pecho”
(XXIV.40-1); “meditaba en sus phrénes” (Od., XVIII.35).
Mas al decir que lo que transcurre en las phrénes, o sea, ese proceso
que también es llamado phrénes, es un proceso mental, estamos usando
un término que corresponde a una interpretación moderna, pero que
evidentemente no es exactamente lo que piensa Homero al usar tales
expresiones. Si las phrénes están en el pecho, y desde allí sostienen el
hígado, según vimos, no podemos decir tan rápidamente que allí
transcurre lo que nosotros llamamos “vida mental”, sobre todo si no
tratamos de entender por qué Homero habría de ubicar esa vida mental
en el pecho y no en la cabeza.
Acudamos al momento mismo del comienzo de la cólera de
Agamenón, en el Canto I: el poeta nos cuenta que, al oír éste que debía
devolver a Criseida a su padre, sus sombrías phrénes se llenaron de
ménos (101-4). ¿Qué quiere decir esto? Observemos que la palabra
ménos se usa a veces para referirse a objetos como el fuego (p.e. El
vigoroso ménos del fuego consume los miembros del difunto, en Od.,
XI.220). En casos como éste, ménos significa evidentemente “fuerza”,

115
Dodds, op. cit., cap. I, “Agamemnon’s Apology” , esp. P. 3).
116
Furley, art. cit., pp. 2-3.
66
“vigor”, “violencia” sobre todo. En Ilíada, XIII.60-1 y 78 se nos muestra
a los Ayaces sintiendo revigorizar sus miembros, desfallecientes, por el
ménos que les infundió Poseidón y que les permite seguir combatiendo;
y en IX.706 y XIX.161 el ménos se adquiere al comer y beber. En estos
últimos ejemplos, así como los de V.887 y VIII.358, donde se habla de
pérdida del ménos, el vocablo parecería tener aquel sentido que
anticipáramos en líneas generales, “vitalidad como vigor”. Pero ¿y en la
frase “sus sombrías phrénes se llenaron de ménos”? Con bastante
corrección algunos traductores vierten en este caso “cólera”, así como
cuando Atenea toma de ellos pelos a Aquiles par evitar que mate a
Agamenón, y le dice “vengo a poner término a tu ménos” (I.207). Yo
diría que el significado básico de ménos, por detrás de todos estos casos
-inclusive el referido al fuego- es el de “violencia”. Vale decir, a
Agamenón “se le inflama el pecho”, como decimos nosotros. Pero
entonces, lo que le sucede es, en términos modernos, más bien un
proceso fisiológico y no mental (lo cual lo corroboraremos con diversos
ejemplos en que se usa el término thymós y los que designan el
corazón): el corazón se le agita, su respiración jadea, se estremece todo
su cuerpo. Esto y no otra cosa es lo que cuenta Homero. Poner
calificativos como “mental”, “alma”, “vitalidad”, etc. pueden ayudar a
que el lector profano moderno entienda el sentido, pero también pueden
ayudar mucho más a confundir al profano y al iniciado.
Ahora bien, todo esto que nosotros llamaríamos hoy concreciones o
concomitancias fisiológicas de la emoción, es sentido por el hombre
homérico como un estado anormal, de enajenamiento: el hombre está
“fuera de sí”, como decimos hoy, y esto es lo que lo lleva en Homero a
atribuir dicha situación a poderes extraños al hombre, a saber, a los
dioses.
La explicación última que Dodds -quien, como queda dicho, es uno
de los que a mi juicio han reflexionado mejor sobre el problema- es la
del “racionalismo homérico” y del “intelectualismo griego”, en general.
Según Dodds, los griegos tienen “el hábito de explicar el carácter o
conducta en términos de conocimiento... si el carácter es conocimiento,
lo que no es conocimiento no forma parte del carácter, sino que le llega
al hombre desde afuera. Cuando actúa de una manera contraria al
sistema de disposiciones concientes que él dice “conocer”, su acción no
es propiamente suya, sino que le ha sido dictada. En otras palabras, los
impulsos irracionales y asistemáticos y los actos que de ellos resultan
tienden a ser excluidos del yo y adscriptos a un origen divino. 117 Pero

117
Dodds, pp. 16-17.
67
esta explicación resulta insuficiente, a mi entender: no sólo porque los
griegos homéricos no parecen tan intelectualistas como los describe
Dodds (el argumento de éste de que dicho intelectualismo culmina con
la identificación socrática entre virtud y conocimiento nos hace pensar
que mira a Homero en ese respecto a través de Sócrates), sino porque
uno de los principales términos que Dodds incluye en el repertorio de
los que designan esos impulsos “irracionales y asistemáticos”, thymós,
lo encontramos usado tanto en un sentido racional cuanto en uno
irracional. Así, p.e., en el ya mencionado pasaje de Id., IX.299-303,
donde nos narra Ulises que, en el thymós (con el epíteto megalétor, “de
gran corazón”), decide clavarle la espada al cíclope en el pecho; pero
entonces, refiere Ulises, “otro thymós me contuvo: en efecto, habríamos
perecido allí de espantosa muerte” (porque, con sus propias fuerzas,
jamás habrían podido retirar la enorme piedra con que el cíclope obturó
la entrada de la gruta, y habrían muerto por hambre). Aunque en el caso
del primer thymós se usa el verbo bouleúo, que sugiere más bien una
acción reflexiva que impulsiva, podemos empero concebir que se trata
de un propósito impulsivo y poco racional; pero el cálculo que lo
contrarresta es adjudicado también a un thymós, esta vez
indudablemente reflexivo. Además, cuando Atenea toma de los pelos a
Aquiles y lo induce a deponer su ménos contra Agamenón, sucede más
bien lo contrario de lo que afirma Dodds: a la intervención divina se
debe aquí lo que Sartre llamaría una “reflexión purificadora” 118 que pone
término al irracional impulso de Aquiles. Por lo demás, frases como
“tienden a ser excluidos del yo” parecerían dar por supuesto un
concepto de “yo” en Homero, que Dodds no explica, y que en todo caso
es el que a nosotros nos interesa ver hasta qué punto se encuentra allí.
Nosotros tiramos el hilo de la madeja por otra punta. Ya hemos
dicho que Agamenón es basileús, ánax (no sólo él, por supuesto, pero en
la Ilíada él es el supremo), o sea “señor”, “dueño”. Un antepasado de
Agamenon, en plena organización tribal de propiedad comunitaria y sin
mayor división del trabajo, saben construir balsas con sus manos, etc.),
podemos concebir que se hallaba identificado con el clan y su tótem,
como dice Lévy-Bruhl (si es que aseveraciones como las suyas pueden
aplicarse a la Grecia primitiva), a través de una relación de
participación. No había, podemos suponer, prácticamente barreras entre
miembro y miembro del clan (la relación consanguínea, por lo demás,
favorecía naturalmente una interrelación simpatética que extendían al
contexto del cual se sentía participar), y así tampoco había de haberlas

118
J. P. Sartre, Esquisse d’une théorie des émotions (Paris 1939, p. 43).
68
entre el hombre y lo “numinoso”, para usar la expresión de Rudolf Otto.
Tal como señalan Hubert Mauss a propósito del vocablo melanesio
mana,119 se denomina con el mismo término a los ritos, a los actores, a
los elementos del sacrificio, a los poderes imprecados, lo que implica
una comunidad conceptual de todos los ingredientes de la esfera de la
acción mágica. Bien dice Lévy-Bruhl que no se trata de una aplicación
ingenua, pobre o ilógica del principio de causalidad, sino de una
relación distinta, “pre-lógica”.120 Pues bien, si de alguna manera
podríamos conjeturar que análoga a esa podría haber sido la situación de
algún antepasado de Agamenón, tenemos la plena certeza de que por lo
menos en los tiempos en que el poeta homérico nos lo describía a éste,
las cosas habían cambiado mucho, debido a las circunstancias históricas
que hemos expuesto sumariamente. Si no todos los miembros de su
génos -en la Ilíada integrado ya en una primera pólis-, por lo menos
Agamenón mismo se distingue de los demás (sean o no de su génos). Su
“bravura” le ha permitido ganarse un alto “honor” gracias a las riquezas
que con ella él y sus antepasados han adquirido. Pero no nos pongamos
frente a un simple caso de vanidad, de un sentirse “señor” por el hecho
de tener grandes palacios, etc. No. Así como antes hemos aclarado que
el verbo anássein (“dominar”) significa “ser ánax”, recíprocamente
debemos dejar bien sentado que ánax significa “el que anássei”, y que
no sería ánax quien no se sintiera de algún modo ejerciendo su dominio.
Creo que esto en los poemas homéricos es evidente, tanto desde el punto
de vista filológico-lingüístico como desde el psico-sociológico.
Cualquiera que haya leído los dos primeros cantos de la Ilíada puede
darse cuenta de que las palabras del centurión romano “cumplo órdenes
bajo el poder de otro, pero a la vez tengo soldados bajo el mío, y digo a
uno 've” y va, y a otro 'ven' y viene, y a mi esclavo 'haz esto' y lo hace
(S. Mateo, VIII.9 y S. Lucas, VII.8) pueden aplicarse a cualquiera de los
“reyes con cetro” que dependen de Agamenón; y que el poder máximo
allí mencionado es el que corresponde a Agamenón. Y eso implica un
dualismo (amo-esclavo, jefe-subordinado) que permite enfrentarnos
quizá por vez primera con el principio de causalidad: yo, al mandar,
digo: “hagan esto”, y se hace. No me interesa fundamentalmente tratar
de saber cuándo empezó a usarse el pronombre personal: de lo que
tengo la seguridad es de que en la Ilíada la palabra que corresponde a
“yo” -y me animo a decir que a un “yo” bastante semejante al “yo”
119
H. Hubert – M. Mauss, Magia y sacrificio en la historia de la religión (trad.
esp. E. Warschaver, Buenos Aires 1946, ed. Lautaro, p. 30). Cf. F. M. Cornford,
From Religion To Philosophy (ed. Harper, New York 1957, pp. 84-5).
120
Lévy-Bruhl, op. cit. pp. 66-7.
69
individual moderno- no es tanto el pronombre egó como el sustantivo-
verbal ánax, y que la principal connotación que tiene esta nueva
categoría es la de “causa”, o, si se prefiere hablar en términos menos
metafísicos, “mando”, “dominio”.
Volvamos entonces a la ira de Agamenón. Este señor supremo de los
aqueos que pelean en Troya -y por ende más “yo” que ningún otro-,
acostumbrado a decir, hasta a los más encumbrados jefes, “haz esto”, y
que así se haga, este supremo “causante” de lo que acontece en las filas
griegas, al hacer su examen de conciencia tiene la evidencia de que, a
partir de aquel momento de su cólera con Aquiles (en que se le agitó el
corazón y todo el pecho y la violencia creció en él hasta estallar), se han
producido una serie de acontecimientos desdichados que se le imputan,
como si hubiesen emanado de órdenes suyas. Es cierto que dio una
orden fatal: la de quitar la doncella a Aquiles. Pero él y todos los demás
saben que la orden provino de su ira, y por consiguiente lo recriminado
es la ira y no la orden. Mas él siente que, durante su ira, no “dominó”,
no fue realmente “señor”. Sus órdenes fueron cumplidas, por cierto: los
soldados despojaron a Aquiles de su doncella. Pero si con eso, en el
momento mismo, Agamenón tuvo la ilusión de ser ánax, las
consecuencias posteriores le han revelado lo contrario. No podemos
decir, por eso, que “dejó de ser ánax de sí mismo”, en el sentido
moderno que se habla de “ser dueño de uno mismo” o “ser dueño de los
propios actos”. No, porque sería absurdamente anacrónico concebir, en
Homero, una dualidad “yo-mí mismo”, cuando aún no se sabe siquiera
bien qué es “ser yo”. Pero tampoco es aplicable la dualidad más simple
“yo-actos”. ¿A qué se referiría este “yo” sin actos? ¿De qué sería “yo” si
no fuera dueño de sus actos, di no fuera “yo” de sus actos? No hay en
Homero un yo abstracto, distinto de sus actos, al cual pertenezcan los
actos. El yo es yo en tanto actúa, y más precisamente, en tanto al actuar
se recorta de los demás, cosa que sucede al máximo -y en los tiempos
homéricos parece que solamente entonces- cuando domina a los demás.
Decir, por ende, “yo no fui dueño” sería homéricamente un
contrasentido: o “fui dueño” o “no fui yo”. Y dentro de la dualidad amo-
esclavo o dominador-dominado (que ha regido durante mucho tiempo
buena parte de las categorías metafísicas occidentales), eso equivale a
decir “fui dominado”. Nuevamente nuestra mentalidad moderna puede
tender a interpretar mal y pensar: claro, fue dominado por las pasiones,
lo dominó la cólera. Pero Agamenón, no da muestras de saber
demasiado acerca de qué es eso de pasiones, y sobre todo la relación
que puedan guardar con su yo (precisamente allí está buena parte del
problema). Agamenón sólo sabe de él, que entre los hombres o entre los
70
griegos es ánax y como tal domina, manda y causa, dejó de serlo
durante aquel momento de turbación “psicosomática” (llamémosla así).
“No soy el causante” (aítios, que en la mención anterior vertimos
“culpable” provisionalmente para facilitar la comprensión rápida),
protesta Agamenón. Pero si él no causó, no dominó, ¿quién causó, quién
dominó? “Zeus, la Moira y la Erinia”, se defiende Agamenón. No puedo
entrar aquí en un análisis -que habrá que hacer algún día- acerca de esta
extraña mezcla del olímpico Zeus con la siniestra y atónica Erinia
además de la impersonal Moira. Me basta connotar que el ánax, con su
individualidad, ha roto la participación en todo tótem, y que con ello se
ha privado de toda experiencia comunitaria de lo numinoso. De buen
gusto incluso negaría ésta; pero le acontece que hay momentos en que
siente “lo otro” (téngase presente que el dominado no es “otro”, sino
precisamente forma parte de “lo mío”), siente que no está solo en el
mundo. El hipotético antepasado de Agamenón nunca estaba solo en el
mundo; y por cierto, no únicamente porque estuviera integrado en su
comunidad, sino porque esta comunidad tampoco estaba sola: cuando
las situaciones eran adversas, se identificaban con fuerzas propicias
conjurando a las agresoras; de una u otra manera siempre estaban
participando en el devenir cósmico. El Agamenón que pinta Homero, en
cambio, está habitualmente solo y se sabe como solo y se quiere como
sólo él, y los momentos en que se le revela que no es así lo
desconciertan. Siente entonces a “lo numinoso” como lo otro. Pero sería
ingenuo suponer que si Homero hubiera leído lo que sobre las
emociones han escrito p.e. James, Freud y Sartre no nos presentaría una
experiencia numinosa. No, porque no es mera cuestión de describir
fisiológicamente, psicoanalíticamente o fenomenológicamente qué le
pasa a Agamenón. Se trata, más bien, de una relación de participación
en un quehacer conjunto, y que se ha quebrado en su forma humana de
aventura común, pero que torna a revelarse aunque de manera mutilada
-en la imposibilidad de la marcha solitaria-. En tanto para la concepción
individualista naciente el mundo es un cúmulo de marchas solitarias que
-como los átomos de Demócrito- se interrelacionan “por necesidad” o
-como los de Epicuro- “por casualidad”, va a dar lugar a una ética
jurídica de méritos y culpas (por eso aítios es traducible tanto por
“causante” como por “culpable”); pero en tanto se patentice que no
siempre es cada individuo (palabra de origen latino que traduce la griega
átomos) el “causante” de su marcha, nacerá la metafísica de las causas
supremas, concebidas como “lo otro”.
Debemos decir que, a pesar de que el hombre homérico adjudique a
la divinidad los estados de arrebato emocional, no deja por eso de
71
reconocerles un primer grado de interioridad. Esto es bastante patente en
el Canto III de la Ilíada, donde Héctor increpa a Paris por haber huido,
aterrorizado, de Menelao: “excelente sólo en cuanto a la figura (eîdos)”
le dice (v. 39), y añade: “los troyanos te admiran por tu figura hermosa,
pero no hay en sus phrénes fuerza ni coraje” (44-5). Aquí se contrastan
eîdos y phrénes (o, mejor dicho, lo que hay en los phrénes). Lo cual no
debe confundirnos y hacernos creer que estamos frente a un dualismo
cuerpo (exterior)- alma (interior). La areté de un hombre homérico
consiste, por un lado, en la belleza corporal (eîdos), que, si no es
reconocida tanto como en el siglo V (en que se llegó a la pederastia y
homosexualidad como cosas corrientes), y es valorada más como areté
de la mujer que del hombre, indudablemente es estimada también en
éste (véase cómo se acercan los griegos para contemplar la hermosura
del cadáver de Héctor). Pero por sobre todo la areté del hombre en la
Ilíada es, como lo hemos señalado, la bravura, los actos (érga) con que
se alcanza el honor; y en realidad la hermosura corporal no hace sino
revelar el estado físico adecuado para realizar actos valientes. Por eso,
cuando, por ejemplo, se quiere destacar la perfección de Ayante, se nos
dice que sobresalía entre los griegos tanto por el eîdos como por los
érga (Od., XI.550). Así, pues, eîdos y érga, figura y conducta, son dos
aspectos complementarios de la personalidad del héroe homérico; por
eso se los contrapone cuando no se corresponden como sería de esperar.
(El hombre feo suele ser cobarde, como Tersites; difícilmente feo y
caliente, aunque sí puede ser feo y sagaz, ya que para la sagacidad no se
requiere un buen físico). De ese modo aquí se destaca la contraposición
entre la belleza de Paris y su cobardía. Pero en realidad Héctor no sabe
nada en forma directa acerca de lo que pasa dentro del pecho de Paris
(ni le ha preguntado por eso, ni le ha tomado el pulso, ni le ha hecho test
alguno); para afirmar que en él no hay fuerza ni valentía su único
elemento de juicio -y suficiente- es que lo vio huir ante Menelao:
conoce sus érga. Pero ¿por qué se mete entonces a decir lo que no hay
en las phrénes de Paris? Porque Héctor sabe que, cuando uno huye ante
el enemigo (no sabemos si él lo ha hecho antes -lo hará después, ante
Aquiles-, pero en todo caso el poeta sabe que lo puede hacer), el
corazón se agita, el pecho se estremece y las piernas tiemblan. Pero todo
eso no es más que una concomitancia de la conducta, y si es cierto que
para lo que nosotros queremos saber es fundamental que se tome
conciencia de las concomitancias, tengo por no menos cierto que para el
griego homérico lo fundamental es la conducta exterior, que es la que
servirá de base al juicio, al honor. La concomitancia interna pertenece al
ámbito de la experiencia íntima que el poeta describe finalmente, con
72
toda la explicación de sus motivaciones numinosas (que la presentan
precisamente como algo externo al hombre, al menos en su origen, y no
interno). Pero de todos modos es importante para nosotros que se trata
de una experiencia generalizada (o al menos que los poetas homéricos
-o la mayor parte de ellos- generalizan). Todos los guerreros cuyos
combates la Ilíada nos describe son “señores”, están ansiosos de
anássein más y más, de obtener bienes y alcanzar gloria y poder. Son
aspirantes a la areté, y así aspiran a ser valientes y vencer al enemigo.
Pero las experiencias en ese punto son disímiles: algunos, como Paris,
tiemblan ante la vista del enemigo, se les paraliza o poco menos la
respiración; o a veces, no ya por miedo sino por cansancio, sienten
aflojárseles las piernas y perder el aliento (como en Il., XIII.60-84).
Otros, en cambio, al ver al enemigo, sienten inflamárseles el pecho,
agitárseles el corazón, sacudirse de un modo tal (como un jabalí herido,
dice Homero más de una vez) que acometen con gran ardor al enemigo:
ésa es su valentía. En todas estas situaciones actúan por detrás los
agentes divinos, y esto es dicho explícitamente con frecuencia (no en
todos los casos, por supuesto, porque esta ya sería de una monotonía
insoportable): es Poseidón quien reanima a los Ayaces y demás
guerreros, es Apolo quien ayuda a Héctor y Atenea quien dota de
bravura a Aquiles. Todo el proceso que conduce al triunfo o a la derrota,
todo el secreto del valor o de la cobardía reside en el apoyo o en la
hostilidad divina; de ahí que el poeta bien pueda decir que Zeus
“aumenta y disminuye la areté de los hombres, del modo que quiere”
(XX.242-3).
Ahora bien, en la descripción homérica de estas situaciones
debemos distinguir tres tipos de vocablos:
1) Términos que los poetas homéricos o los hombres de su tiempo
empleaban para referirse a dichas situaciones como khólos, pénthos,
bouleúo, khaíro (en general traducidas por “cólera”, “pesar”, “resolver”,
“regocijarse”, respectivamente), etc. Estos son los que menos nos sirven
para el análisis, contra lo que podría creerse, ya que no son más que
nombres -traducidos por otros tantos nombres que no les corresponden
exactamente y su verdadera significación sólo puede deducirse del
contexto, y por ende poco ayudan a clarificar éste.
2) Términos que designan órganos o complejos de órganos y los
procesos que se desarrollan en dichos órganos, tales los casos de
nuestras conocidas phrénes y de los vocablos que se traducen por
“corazón”: kradíe o kardíe, êtor y kêr.
3) Términos que no designan órganos ni complejos de órganos
pero tampoco procesos especiales que se desarrollen en los órganos,
73
sino características insólitas de eso procesos, que se originan desde
afuera. Tal el casi de ménos, thymós y noûs. La ligazón de estos
conceptos con los del segundo grupo es evidente, por lo que no
sorprende que al igual que aquéllos, se los ubique en el pecho (el caso
del ménos presenta una aparente excepción, en cuanto se extiende
también a los miembros -como en Il., XIII.60-84; pero de todos modos
es evidencia que esa extensión a los miembros es una irradiación a partir
del pecho). Ya nos hemos referido a ménos: parece ser la característica
de vigor o violencia que a veces poseen los procesos circulatorios o
respiratorios, o los simples movimientos musculares de piernas y
brazos. Naturalmente que lo que tratamos de dar aquí es una pauta
general y no una llave hecha a la exacta medida de todas las puertas.
Cuando en XI.268 y 272 se nos dice, respecto de Agamenón herido, que
“agudos dolores penetraron en el ménos del Atrida” se trasluce que
dicho vocablo no puede ser vertido sin más simplemente por “vigor” o
“violencia”; “yo” o “alma” (o “cuerpo” como prefiere vertir Vivante). 121
La expresión, sin ser equivalente, es análoga a la del verso XIX.16,
donde, refiriéndose a Aquiles y usando el mismo verbo “penetrar”
(dúo), se dice que “la cólera (khólos) penetró en el él” (y las estructuras
poco modernas de este pensamiento muestran al máximo su
complejidad cuando, por ejemplo, se nos dice, en XVII.210 que “Ares
penetro en él”, para denotar el ardor bélico que se apodera de Héctor). 122
121
Vivante, art. cit. pp. 114-5.
122
H. Fraenkel, a propósito de Parménides (“Parmenidesstudien”, incluido en
Wege und Formen Früh-Griechischen Denken, Munich 1955, pp. 168-9),
declara que “es erróneo introducir en la literatura griega nuestra concepción de
la persona cerrada y considerar como algo ajeno al hombre al dios que con él y
a través de él actúa. … Las fueras corren libremente dentro del hombre; éste
sabe que son divinas, porque van sobre él como un don o gracia; son
espontáneas y no se pueden deducir de datos mecánicos; trascienden su persona
y poseen validez y efecto universales. Y sin embargo puede llamar suyas a las
fuerzas encerradas en él, un trozo de su propia naturaleza”. Por consiguiente,
dice Fraenkel respecto de las Helíades del proemio de Parménides, “aunque se
llamen ‘inmortales’, no son algo exterior y ajeno. En el largo texto 1.6-21 no
hay ningún yo, sino que lo reemplazan las Helíades. Traducidas a nuestro
lenguaje, son la propia fuerza cognoscitiva del pensador que aspiran a la luz.
Según la propia doctrina de Parménides, son el elemento luminoso de su
naturaleza individual”. Hasta qué punto pueden aplicarse estas consideraciones
a Homero (y encontrar apoyo en expresiones como la presente en que “Ares
penetra” en Héctor, en lugar de decirse que le infunde un ménos, como en otros
pasajes) y ser incompatible o complementarse con la nuestra, lo someto al
examen del lector. Prescindiendo de lo referente a Parménides, creo poder
74
Vale decir, entiendo que los dolores producidos por el lanzazo de Coón
hacen presa o al menos penetran en Agemenón, pero, a diferencia del
pasaje XIX.16, aquí el poeta hace referencia al hecho de que los dolores
menguan el vigor de Agamenón, como por lo demás se explicita en el
contexto. Por eso considero correcta la perífrasis con que Montserrat
Casamada traduce libremente el verso 272: “los vivos dolores que
debilitaron las fuerzas del Atrida, a pesar de su ardor”. 123
Respecto de thymós y noûs, siempre transcurren en el pecho,
aunque sin mucha precisión: tanto en el corazón como en las phrénes.
La diferencia que autores como Snell trazan entre ambos vocablos,
adjudicando a noûs la capacidad de representación y a thymós la de
emoción, es demasiado relativa. Ya hemos visto a Ulises con por lo
menos un thymós de índole reflexiva (en Od., IX.302-3; cf. XX.10: “se
debatía mucho en sus phrénes y en su thymós”). Y a la inversa, pasajes
como aquellos donde se dice “alégrate con el noûs” (Od., VIII.78) o
“¿Por qué lloras? ¿Qué pesar ha alcanzado a tus phrénes? Expláyate; no
me ocultes tu noûs” (Il., I.362-3) muestran en el noûs características
más propias de la actividad emocional. En general, podríamos concluir
que todos los fenómenos que evidencian en Homero una conciencia de
la propia interioridad son predominantemente emotivos: por eso tienen
lugar en el pecho, inclusive cuando poseen connotaciones de actividad
reflexiva. Si es un pensamiento, se nos describe un pensamiento original
o súbito, por lo cual también sacude el corazón y agita el pecho, aunque
lo haga en forma menor que la cólera o el miedo. Yo entiendo que,
mientras ménos indica la conciencia de un vigor o violencia en el pecho,
en los miembros, thymós indica la conciencia de una impetuosidad, de
algo que empuja a la acción. Vimos un caso en que por un lado
“empujaba” un thymós bastante irracional, y por otro uno que lo
“reprimió”, aunque empujándolo a hacer otra cosa, ya traía consigo un
proyecto. Por consiguiente, thymós designa en general el carácter
ardoroso e impulsivo de los procesos orgánicos. Si encontramos tan
generalizado su uso en Homero para designar estados interiores del
hombre, no es porque signifique “alma” (Otto), o “conciencia” (Jaeger),
ni siquiera Gesamtgemüt (Bickel), sino simplemente porque el héroe

hallar en la explicación de Fraenkel algunas inconsecuencias, y argumentos


para invalidar su posible aplicación a Homero, que aquí no presento para no
extenderme excesivamente, pero de ningún modo descarto en forma total la
posibilidad de tal interpretación, que me parece una vía fecunda para explorar,
y por eso la he mencionado especialmente.
123
Traducción española de la Ilíada (que en buena parte sigue a la francesa de
P. Mazon) para ed. Iberia (Barcelona 1952, p. 188).
75
homérico nos es presentado en frecuente estado de impetuosidad, estado
designado por thymós. Noûs, en cambio, se nos presenta como más
abstracto que los otros dos términos; quizá sea como dice Furley, porque
“es un sustantivo abstracto derivado de un verbo”, 124 a saber, noeîn;
verbo que, como señala von Fritz, etimológicamante deriva muy
probablemente de una raíz que signifique “olfatear” u “oler”, “pero en el
estado de desarrollo semántico representado por los poemas homéricos,
el concepto de noeîn está más estrechamente referido al sentido de la
vista”.125 Von Fritz analiza las diversas acepciones que de este vocablo
se dan en Homero, hallando el significado primario y básico de noeîn en
el de “percatarse de una situación”, especialmente, dice von Fritz, de
una situación de gran impacto e importancia emocional. Así, según von
Fritz, noûs denota una “actitud” o una “reacción” frente a esa situación,
y de allí pasa a indicar también la ideación de un plan para afrontar la
situación. Nunca significa “razonamiento” o “razón” como “reflexión”,
señala von Fritz; en el plano cognoscitivo más bien cabría hablar de una
“intuición”, pero “súbita”; lo cual concuerda con lo que hemos dicho (a
veces es usado incluso para referirse a un recuerdo cuyo vuelo
imaginativo sorprende al poeta: cf. Il., XV.80-1). Estas connotaciones
emocionales son entonces las que, a mi juicio, explican que se lo ubique
en el pecho (por ejemplo, lI., IX.553-4, Od., XIII.255, etc.). Lejos de
considerarlo algo tan abstracto como “entendimiento” (Furley) y
“órgano de las representaciones” (Snell), diría por mi parte que alude
también a una manera de desarrollarse los procesos orgánicos
(especialmente de nuestro corazón). Todavía hoy hablamos de
“corazonada” en situaciones para las que Homero usaría noûs. Claro que
es mucho más difícil aún que en el caso de thymós y ménos precisar
aquí esta manera de desarrollarse los procesos; pero esto, porque noûs
posee, más que ménos y thymós, una referencia a la situación concreta y
objetiva que se tiene por delante. Si pudiera usar una terminología
moderna, diría que noûs denota intencionalidad. Pero la expresión
“intencionalidad de los procesos orgánicos” resultaría anacrónica y
totalmente extraña si la pretendiéramos aplicar a Homero, creo que de

124
Furley, art. cit. p. 3.
125
K. von Fritz, “Noûs, noeîn and their derivatives in Pre-Socratic Philosophy
(excluding Anaxagoras)”, Part I. “From the Beginings to Parmenides” (en
Classical Philology XL, 1945, p. 223). Al comienzo de dicho trabajo, von Fritz
reseña y entiendo que actualiza las conclusiones de la investigación expuesta en
otro trabajo en la misma revista (vol. XXXVIII, 2, 1943) con el título “Noûs
and noeîn in the Homeric Poems”.
76
todos modos puede ayudarnos más a captar el intraducible matiz que
hay en noûs que si lo convertimos en una facultad intelectual del alma.
Notemos, finalmente, que los vocablos que correspondan al
segundo de los tres grupos enumerados, en ocasiones son usados como
sinónimos de los que clasificamos en el tercero, especialmente de
thymós. Y cuando esto sucede, nos encontramos con la curiosa situación
de que por momentos se convierten ellos también en algo extraño al
hombre, como lo son las anomalías denotadas por los términos del
tercer grupo. Así vemos que a Ulises le ladra, como una perra que
defiende a sus cachorrillos -dice Homero- su corazón, para que ejecute
su venganza, pero “Ulises increpó al kradíe con estas palabras:
“¡aguántate, kradíe! Cosas más horribles en otra ocasión ya soportaste!”
(Od., XX.13-8). Recuérdese que tanto thymós como ménos y noûs, si
bien suceden en el hombre (en sus phrénes), le advienen desde afuera,
no emanan del “yo”, no forman parte de él, sino que implican su
negación o cuanto menos su limitación (los momentos en que no se es
“causante”, aítios), a partir de “lo otro”. Kradíe, étor, etc., en cambio,
designan órganos que hay en el hombre vivo siempre, y también los
procesos que acontecen normalmente en dichos órganos. Por
consiguiente, pasajes como el mencionado -aunque sean poco frecuentes
en Homero- implican una tendencia hacia la ubicación de lo psíquico en
el hombre, ya que indudablemente si el hombre homérico podía ver, por
ejemplo, el thymós como exterior o adviniéndole de afuera, le resultaría
en cambio inconcebible la exterioridad de su propio corazón. Desde
luego que se trata de una metáfora, pero que tiene un valor muy distinto
al que puede poseer cuando la aplicamos hoy.

2. La psykhé en Homero
Dodds ha hecho notar, muy bien a mi juicio, a quienes (como Maxon)
acusan a Homero de irreligiosidad, que las descripciones de
intervenciones psíquica por parte de los dioses -de estos enajenamientos
que constituyen los primeros momentos que de la vida interior toma el
griego- configuran verdaderas experiencias religiosas. En cambio,
Dodds ha prestado poca importancia a los pasajes homéricos que, en mi
opinión, constituyen los momentos de mayor religiosidad de que
tengamos noticias de ese mundo de los siglos VIII a VII: los que
conciernen a la experiencia de la muerte. Si nos vamos a ocupar de ellos
aquí -y en forma excesivamente sintética- es porque guardan una
estrecha relación con el vocablo psykhé, que en un principio parecería
haber constituido la residencia de la clave de toda esta investigación,

77
cosa que ha sido desmentida por la marcha de esto, más in desvincularlo
por eso del todo de lo que hemos visto.
Considero como un grave error de Jaeger el concebir la muerte
como la culminación de los afanes del hombre homérico, 126 cuyas
aspiraciones a perpetuarse se concretan con los honores póstumos y la
gloriosa fama que se preserva para la posteridad. Puede haber sido esto
as´tal vez en la edad oscura de las sagas heroicas, pero no en la época de
la composición de la Ilíada, cuyos poetas, como lo hemos señalado,
insisten en mostrar la negrura de la muerte, “que todo lo termina”, “el
fin odiado”, como rezan algunas de las fórmulas repetidas incontables
veces en el poema. Tal vez las excavaciones arqueológicas demuestren
que los honores póstumos correspondían a la época micénica; en ese
caso, tendría razón Rohde al explicar su presencia en la Ilíada como
resabios de un antiguo culto a los muertos que ya ha perdido su sentido;
podrían acaso interpretarse algunas descripciones (como la de las
exequias de Patroclo, o, por ejemplo, el pasaje de Od., I.240 y 290-1)
como una adaptación caballeresca de aquel ritual antiguo a los nuevos
valores de los tiempos heroicos, a los que correspondería la afirmación
de Jaeger. Pero la realidad del momento de composición de la Ilíada y la
Odisea es bien distinta, y la presentación de la muerte en forma patética
no es un simple recurso poético sino que exhibe una concepción (nótese
que en el verso I.289 de la Odisea que precede a los que se refieren a la
necesidad de exequias se dice: “si oyes que está muerto y ya no existe”).
El poeta no podía dejar de tener presente que su auditorio, compuesto
por señores feudales de capa caída, vivía aún con la mentalidad heroica
que consideraba al bravo, caído en su ley, en la cúspide de la gloria; y sí
convierte a Ulises en portavoz de esa concepción, cuando, al descender
al Hades mediante un artificio mágico habla con los muertos y le dice a
Aquiles (Od., XI.485.91):

Ahora imperas poderosamente sobre los muertos,


al estar aquí; no te quedes de haber muerto, Aquiles.

La audacia de Homero ha de haber sido grande para haberse


enfrentado no muy tácitamente que digamos con sus señores (si es que
éstos tenían todavía -como podemos admitir- la concepción que Jaeger
atribuye al hombre homérico en general) poniendo esta réplica en boca
de Aquiles:

126
Paideia I, “Nobleza y areté”, pp. 26-27. Cf. también su ya mencionado
artículo “The Greek Ideas of Immortality”, pp. 138-9.
78
No quieras consolarme de la muerte, queridísimo Ulises,
pues preferiría ser un labrador que fuera siervo
de un hombre pobre, que no tuviera muchos bienes,
antes que enseñorearme sobre todos los muertos.

Ahora bien, si el momento en que el héroe ganaba o perdía su honor


era presentado como un estado de enajenamiento, en que el individuo
cesaba por un instante de ser “señor” y pasaba a ser “dominado”, la
muerte nos es descripta como la instancia en que el héroe lo pierde todo
para siempre, en que cesa de dominar para siempre, es sometido
definitivamente. En general el verbo usado para expresar esta situación
es damázo, que a veces es usado a) para referirse a la domesticación de
animales (Il., XXIII.655, Od., IV.637); b) para aludir a la sumisión de la
mujer a su marido (Il., XVIII.432); c) para expresar el sometimiento de
un pueblo a otro en la guerra (Od., IX.959); d) o el de un pueblo a su
señor (Od., III.304-5: Egisto, tras la muerte de Agamenón, anássei en
Micenas, y el pueblo dédmeto, “está sometido” a él); e) para expresar
sometimientos transitorios, ya sea al sueño (Il., X.2), al amor (XIV.316),
al vino (Od., IX.454, 516) o a las fatigas (Od., V.454, VIII.231). Este
verbo damázo, decimos, es el que suele usar Homero para expresar
lúgubremente el sometimiento definitivo a la muerte, que todo lo
termina. Es tan tremenda esta situación, tan absoluta, que no siquiera es
adjudicada la causa a la simple intervención de Zeus o a alguno de los
dioses, sino principalmente a una especie de divinidad impersonal,
llamada a menudo Moira (“destino”?). De este modo, y como bien hace
notar Dodds,127 en Il., XIV.844 ss. Patroclo pone como agente divino de
muerte a Apolo y como agentes humanos a Euforbo y Héctor, pero
como causa principal a la Moîra. Por eso, aunque a veces se dice
-usando ya el lenguaje en forma extensiva- que un guerrero damázei a
otro, en general se aclara que es la Moîra, como en Il., XIII.602: “la
cruel Moîra de la muerte que todo lo termina llevaba a Pisandro a ser
sometido (damênai) por ti, Menelao”. La Moîra es en realidad la que
damázei, la que somete (así se dice muchas veces, por ejemplo en Od.,
III.269), y por eso Hera trata de poner a salvo la responsabilidad de los
dioses olímpicos cuando anuncia a Aquiles la proximidad del día de su
muerte: “Nosotros no somos causantes (o culpables, aítioi), sino la gran
divinidad y poderosa Moîra” (Il., XIX.410; Cf. también las palabras de
Héctor moribundo, en que se disculpa a Zeus y Apolo, en XXII.297).
No vayamos a creer, ciertamente, que la Moîra es la divinidad suprema
que sojuzga a los mismos dioses. No porque la Moîra sojuzgue a alguien
127
Dodds, op. cit. p. 7.
79
significa que ese alguien muera, y los dioses homéricos son inmortales.
En la religión popular seguramente no era así (los testimonios parecen
indicar más bien una muerte y un renacimiento periódico, o sea, una
concepción cíclica), pero la noción homérica de la muerte como límite
impone la necesidad de que los dioses no tengan ese límite. El dios-rey,
la causa suprema, es Zeus Basileus, concebido a imagen y semejanza
del ánax supremo de los griegos, según vimos, e interfiere
continuamente, con sus olímpicos congéneres, en los asuntos humanos
heroicos. Está bien. Pero el poeta homérico ahora hace notar:

Esta es la ley de los mortales, cuando se muere:


(…)
la psykhé se esfuma volando como un sueño. (Od., XI.218 y 222)

El caprichoso arbitrio de Zeus debe reconocer ahora una ley para los
mortales: la terminación de todo con la muerte. Es harto sugestivo el
pasaje de Il., XXII.168-213, donde Zeus, que continuamente se mueve
por impulsos y pasiones y que es exaltado partidario de Héctor, en cuyo
favor desea intervenir, es increpado por Atenea, por tratar de “librar de
la muerte a un mortal condenado hace tiempo por el destino”; Zeus
confiesa que no pensaba desacatar tal decreto, pero poco después lo
vemos dudar nuevamente, y en el momento decisivo apela a la balanza
-ese impersonal y objetivo instrumento de comercio y de justicia-, cuyo
desequilibrio señala que Héctor ha de morir (210-2). Zeus, afligido, se
retira del combate y asiste con Apolo a la muerte de Héctor a manos de
Aquiles (éste sí auxiliado por Atenea).
Esta situación puede reflejar la creciente tendencia de las clases
comerciales e industriales a imponer un poco de orden que les
permitiera consolidarse, poniendo fin a las aventuras guerreras y piratas.
Pero en todo caso Homero no inventó la muerte a pedido de dichos
sectores; se detuvo a describir algo real, sobre lo cual parecería que
antes el griego no se había detenido a meditar. Los dioses olímpicos
intervienen, con un ánimo entre guerrero y deportivo, en los combates
de aqueos y troyanos, y sus intervenciones hacen ganar o perder areté: el
hombre homérico dominado por una divinidad, que ha limitado su
señorío individual imponiéndole el suyo propio (que también es un
señorío individual, aunque reciba el nombre de “divino”). Pero ahora se
le hace sentir otra situación, en la cual ya no es cuestión de ganar o
perder areté: en la muerte se pierde todo. Aquiles lo declara, vivo (en la
Ilíada, 395-416) y muerto (en el artificio de la Odisea). El descenso de
Ulises al Hades no nos pone en contacto con ningún “más allá”: léaselo

80
bien, como ya lo han hecho tantos estudiosos, y se verá que sólo nos
confirma lo que en la Ilíada ya sabíamos, a saber, que con la muerte
termina todo, y que más vale ser un campesino como aquel que Ulises
decía que podría horrorizarse con la guerra, en lugar de ser un ilustre
guerrero y señor como Ulises (Od., XIV.222.8), con tal -claro está-,
añade Aquiles, de estar vivo y no morir “en pleno vigor y juventud”,
como reza una de las fórmulas con que llora Homero la muerte de los
héroes. Pero aquí ya no se halla para explicar la cosa ninguna causa
suprema al estilo guerrero y señorial: es algo que sojuzga, sí, pero este
sojuzgar no es “apropiarse”, sino aniquilar. Y esto ya no se entiende,
aunque su realidad sea patente: es entonces “lo-absolutamente-otro”, y,
como tal, la instancia numinosa última de la concepción homérica. En el
siglo siguiente el filósofo Anaximandro intentará tal vez una
explicación, hablando precisamente, en lenguaje homérico, de una
reparación (tísis) que se paga con la muerte, aunque la pérdida de su
libro nos impida saber qué es lo que debe repararse. Pero aquí no hay
explicación; sólo hay un impacto que el poeta experimenta al detenerse
a pintar la muerte. Y es de este impacto que está cargada la palabra
psykhé, que hemos visto designaba todo lo que se pierde con la muerte.
Es muy probable que, como dicen Bickel y Jaeger, la etimología de
psykhé remita al “aliento”. (El citado pasaje de Il., V.696-8 parece
bastante claro.) Pero si alguna connotación de semejante significado
conserva en Homero ha de ser sólo la de “último aliento”, y diría que
en forma secundaria junto a que hemos señalado como básica. Por
supuesto que, cuando digo “todo” no quiero decir “conjunto” o “suma”
de todas las cosas que se pierden: como si se perdiera el honor, los
bienes, etc., o los miembros, el corazón, el thymós. Más bien pienso en
todo el individuo, y como totalidad indivisa. La idea de Otto, Jaeger y
Bickel de que psykhé designa algo impersonal y no individual (el
thymós sería lo personal) creo que se basa en la traducción que hacen
del vocablo como “vida animal” y en que piensan consiguientemente en
nuestro moderno concepto de vida animal o vegetativa, de índole
inconsciente (concepto que además está en discusión). Pero no le he
encontrado el menor asidero en los textos homéricos: a diferencia de
thymós, noûs, etc., de los cuales puede haber muchos para un mismo
individuo, hemos visto que hay una sola psykhé (Il., XXI.569): vimos
que se trataba de un significado de posesión). La psykhé es algo
rigurosamente individual: Aquiles dice “mi psykhé” (Il., IX.322), y
lucha “por la psykhé de Héctor” (XXII.161). “Si Zeus me da coraje para
quitarte tu psykhé”, dice Héctor a Aquiles (XXII.256-7), y vemos a
Diomedes quitarle las armas a los hijos de Mérope luego de haberlos
81
despojado, de la misma manera, de thymós, y psykhé (XI.333-4). La
conjunción aquí -como en otros pasajes- de thymós y psykhé no me dice
más que la conjunción -también dada con frecuencia- de ménos y
psykhé (por ejemplo, Il., V.296) o aión (¿tiempo?) y psykhé (por
ejemplo, XVI.453 y Od., IX.524), que se refieren siempre a la muerte;
con ésta se pierde todo, y por ende también el thymós o ménos que haya
en este momento en el individuo, y asimismo su aión. La redundancia
que implica el añadido de estos términos es típicamente homérica y no
supone ni una identificación ni un contraste entre ambos vocablos. Lo
que se ve claro es que cada héroe tiene su psykhé, caso podría decirse
que en propiedad, ya que se narra que “es despojado” de ella como de
sus armas.
Y si psykhé designa a todo el individuo que se pierde con la muerte
es completamente natural que se utilice ese nombre para designar al
espectro de la antigua creencia y que ahora carece de toda consistencia y
posibilidad de actuar en sentido alguno, y cuya morada tradicional es el
Hades, o sea, debajo de la tierra que pisamos. No hay para ello, entones,
a mi juicio, ninguna transferencia de sentido o doble acepción del
vocablo: la psykhé en Homero jamás reside en el hombre vivo. El
espectro del muerto podía ser para el primitivo un ser real y activo que
interfiere en nuestra vida, pero para el hombre homérico es todo el
individuo que se ha perdido, y por ende sólo nos cabe llorarlo o
recordarlo respetuosamente, y (si hubiera queextraer moralejas) tratar de
que, a nuestra vez, nuestras individualidades no se pierdan ociosamente
en aventuras piratas. Este sentido de psykhé es, a mi juicio, lo único que
permite que, a pesar de no referirse jamás a la vida psíquica del hombre
(ni consciente ni inconsciente, ni en el sueño ni en la vigilia), haya
pasado más tarde a designar la vida psíquica en su totalidad (de la cual
thymós va a ser sólo un aspecto o parte). Esto sucedió cuando las
creencias populares -ignoradas por Homero pero nunca extirpadas-, que
jamás creyeron o aceptaron que con la muerte termina todo, tornaron a
la escena pública griega e impregnaron el pensamiento de los poetas y
filósofos. De ese modo se rescató la psykhé, que, de “todo el individuo
que se pierde con la muerte”, pasó a significar “todo el individuo que
subsiste allende la muerte”.

82
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