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El concepto de alma
en Homero
Índice
Advertencia preliminar /
I. La teoría animista /
1. La escuela antropológica inglesa /
2. Rohde /
V. El trasfondo histórico /
1. El problema homérico /
2. Los tres momentos del contexto histórico
de los poemas homéricos /
Bibliografía /
El concepto de alma en Homero
Advertencia preliminar
1
L. Lévy-Bruhl, Las funciones mentales en las sociedades inferiores, trad. esp.,
G. Weinberg, Buenos Aires, 1947, Lautaro, p. 16.
5
Conrado Eggers Lan
2. Rohde
Spencer, Taylor y Frazer dan sólo aislados ejemplos que conciernen a
Grecia; pero uno de los más destacados helenistas de fines del siglo
XIX y comienzos del XX ha escrito un libro que ha marcado rumbos
en la historia del concepto de alma en Grecia, y que constituye a la vez
la aplicación concreta de la teoría animista al mundo griego. Nos
estamos refiriendo a Erwin Rohde y su obra Psyche,9 de la cual vamos
a reseñar los principales puntos de sus primeras páginas, que
conciernen a Homero.
Es en Homero precisamente donde el concepto de “alma” que allí
halla coincide más con el que los animistas ingleses encontraban en los
hombres primitivos, No es que la propia concepción homérica sea para
Rohde completamente primitiva; en ella Rohde ve un cierto
racionalismo que la depura de muchos elementos primitivos como los
que menciona por ejemplo Frazer. “El poeta no se apropia, ni mucho
menos, de todo lo que el pueblo creía, pero es de suponer que las ideas
expuestas por él pertenecen al acervo de la fe popular; en cambio, la
selección y la trabazón de estas ideas para hacer de ellas un todo
armónico son obra del propio poeta. En este sentido restrictivo, puede
afirmarse que los poemas de Homero reflejan la fe popular tal como
7
Idem, p. 28.
8
Idem, p. 29 ss.
9
Psyche. Seelenkult und Unsterblichkeitsglaube der Griechen, Leipzig, Mohr,
1891-4 (7ma. ed. 1921). Rohde murió en 1898. Existe una traducción
española de W. Roces, Psyche, México, FCE, 1948, a la cual remitiremos
nuestras citas.
8
El concepto de alma en Homero
10
Idem, p. 30.
11
Idem, p. 33.
9
Conrado Eggers Lan
hay que pueda destruir más rápidamente que el fuego al otro yo visible
de la psykhé, el cuerpo. Con la cremación del cadáver se trata, pues, de
velar por la paz de los muertos, que de otro modo errarían de un lado
para otro, sin descanso, y sobre todo, por la paz de los vivos, quienes
ya no podrán encontrarse con las almas, desterradas para siempre a lo
profundo”.17 Por eso la costumbre de la cremación de los cadáveres
testimonia en sí misma la antigua creencia en la fuerza e influencia de
las almas sobre los vivos. No puede haber sido otra la causa del origen
de la costumbre de la incineración del cadáver, dice Rohde; 18 ya que, a)
si fuera para hacer desaparecer el cadáver, el entierro sería un
procedimiento más sencillo y menos costoso; b) si fuera por tratarse de
gente nómada que careciera de residencia fija donde poder enterrar a
sus muertos y rendirles culto permanente, no se explicaría por qué en
la Ilíada no son incinerados sólo los cadáveres de los aqueos, sino
también de los troyanos, que están en su patria.
Esta ha sido, sumariamente expuesta, la opinión prevaleciente
acerca del origen del concepto de “alma” en Grecia y de su naturaleza
en Homero, durante más de un cuarto de siglo.
17
Idem, p. 25.
18
Idem, p. 23.
12
II. La crítica del animismo
1. La crítica de Lévy-Bruhl
Pero las acciones de la teoría animista –que habían adquirido un crédito
general que las había elevado hasta el nivel de tesis indiscutible y que
por consiguiente bien podría jugar en adelante como supuesto o como
argumento ex auctoritate, tal como en parte lo hacía Rohde– bajaron a
partir de 1910, con la publicación del libro de Lévy-Bruhl, Les fonctions
mentales dans les sociétés inférieures.19
Lévy-Bruhl desconfía de la teoría animista, ante todo porque
observa que la misma no se esfuerza por demostrar que las funciones
mentales superiores son idénticas o semejantes en las sociedades
primitivas y en las nuestras, sino que parte de esa identidad o semejanza
como un supuesto. “El axioma ocupa el lugar de la demostración”,
protesta Lévy-Bruhl.20 Y ese supuesto vicio es, a juicio de Lévy-Bruhl,
la copiosa ejemplificación con que los animistas abonan su doctrina.
Empirista él también como el que más, Lévy-Bruhl no se amedrenta,
pues, ante la abundancia de testimonios con que se ilustra la tesis de los
antropólogos ingleses. Porque es claro que, en la presentación de los
incontables ejemplos extraídos de los relatos de exploradores,
misioneros y científicos, cuando no de su propia experiencia, los
antropólogos de la escuela de Spencer y Taylor no sólo están
describiendo, sino que también interpretan y explican. Ahora bien, la
descripción en sí misma no puede ser puesta en tela de juicio, en la
medida que se ha avalado previamente la seriedad de los testigos, pero
sí la interpretación y la explicación. Dentro de estas interpretaciones y
explicaciones cabe distinguir, según señala Lévy-Bruhl, dos puntos:
1) “La presencia de las mismas instituciones, creencias, prácticas en
gran número de sociedades muy alejadas las unas de las otras, pero de
tipo análogo”. De aquí los antropólogos ingleses, observa Lévy-Bruhl,
“concluyen legítimamente la presencia de un mismo mecanismo mental,
que produce las mismas representaciones: es muy claro que semejanzas
19
Que citaremos según la traducción española mencionada en nota 1.
20
Lévy-Bruhl, op. cit., p. 16.
1
Conrado Eggers Lan
29
Idem, p. 78.
30
Idem, pp. 61-91 (“La ley de participación”).
16
El concepto de alma en Homero
2. La crítica de Otto.
Naturalmente, si el libro de Rohde –que se apoyaba expresamente,
según vimos, en lo que consideraba como demostrado por Spencer y
sus adeptos– se impuso sin más durante años a cuantos se aventuraban
en el campo del pensamiento griego, debió ver sometidos sus puntos
de vista al nuevo análisis después de que Lévy-Bruhl puso en tela de
juicio los postulados de la doctrina animista. Quien primero lo hizo fue
el investigador de las religiones antiguas y especialmente griegas,
Walter F. Otto, con un libro publicado por vez primera en 1923, y que
llevaba por título Los Manes o acerca de las formas primitivas de la
creencia en los muertos y por subtítulo Una investigación de la
religión de los griegos, romanos, semitas y de la fe popular en
general.31 El subtítulo puede dar una impresión errónea respecto de la
extensión del terreno que abarca Otto en su pequeño libro: éste se
ocupa, en sus tres cuartas partes, de Homero, y sólo de paso se refiere
a los sucesores de Homero, así como a los hebreos y otros pueblos (a
los romanos dedica un poco más). En cuanto al título mismo, ya de por
sí muestra bien que el objeto de indagación de Otto es el de los
“espíritus de los muertos” o “manes”, como los llamaban los romanos.
Lo que bien o mal puede englobarse dentro del concepto de “alma” por
su referencia a la vida interior del hombre no es el objeto principal del
estudio de Otto (sí, en cambio, del nuestro), y sólo lo toma en cuenta
para deslindarlo del otro tema, que constituye la meta de su
preocupación, y sobre todo para tratar de disipar la mezcla y confusión
que, de ambos motivos, encuentra en Rohde. Es en este último aspecto
que más nos interesa su aporte aquí.
Otto no discute la idea de Rohde de que a través de Homero se
puede rastrear una concepción más primitiva, superada por la que
Homero presenta como contemporánea. O sea, está de acuerdo en que,
por ejemplo, la creencia homérica en el eídolon corresponde a la
creencia anterior, con la diferencia de que en dicha creencia anterior el
eídolon era activo y temible, en tanto que en la concepción homérica el
eídolon carece de fuerza y de toda actividad vital o espiritual. Otto
recoge críticas de H. Schreuer32 a la tesis de Rohde de que la
31
W. F. Otto, Die Manen oder von der Urformen des Totenglaubens. Eine
Untersuchung zur Religion der Griechen, Römer, und Semiten und cum
Volksglauben überhaupt, Darmstadt, Gentner, 1962, 3ra. ed. (primera ed.
1923).
32
H. Schreuer, “Das Recht der Toten”, en Zeitschrift für vergl. Recht wiss.,
17
Conrado Eggers Lan
36
Idem, pp. 17-20.
19
Conrado Eggers Lan
37
Idem, pp. 90-3.
38
Idem, pp. 99-115.
20
El concepto de alma en Homero
41
Idem, pp. 24-5.
22
El concepto de alma en Homero
26
III. Nuevas orientaciones
51
La teología de los primeros filósofos griegos, trad. Esp., J. Gaos, México,
FCE, 1952; Cap. V: “El origen de la doctrina de la divinidad del alma”.
52
Idem, p. 81.
2
Conrado Eggers Lan
al muerto que está en el Hades. Más bien debemos suponer que “la
psykhé homérica tuvo que incluir desde un principio algo que
salvase el abismo entre dos conceptos tan básicamente distintos como
los de ‘vida animal’ y ‘espíritu del muerto’”.53
Para eso, Jaeger se apoya en el concienzudo examen que del
problema ha hecho Bickel.54 Este sostiene que ya antes de Homero
debe haber existido algún mito en que se combinaran, en la palabra
psykhé, lo que considera como dos vivencias originarias del hombre: la
del dormir (no confundir con la de los 'sueños') y la de la muerte. En el
dormir lo único que se advierte como síntoma de la vida en el hombre
es el aliento; y esto es precisamente lo que se escapa al morir. Por lo
tanto, en dicho mito, señala Bickel, se ha aislado y cosificado el
carácter vital de la respiración, como pura alma vital (Lebensseele) sin
conciencia. O sea la psykhé ya antes de Homero es un alma-aliento,
que se exhala al morir. Otto afirmaba que no había un solo pasaje en
Homero donde psykhé significara “aliento” en forma inequívoca; y
que, en cambio, no había un solo pasaje en Homero donde psykhé no
pudiera ser exitosamente vertida por “vida”. Bickel no niega lo
segundo, pero muestra diversos lugares donde la traducción “aliento”
es insospechable, tal como el uso de la presión “exhaló la psykhé” (Il.,
XXII.467).
Jaeger y Bickel coinciden con Otto, no obstante, en que psykhé en
Homero significa “vida” (o “alma-vital sin conciencia”, como dice
Bickel). Pero no creen que se trate de un concepto de “vida” ya
totalmente abstracto, como piensa Otto, sino de un concepto que
conserva las connotaciones más concretas y sensibles que el vocablo
tenía cuando designaba sólo “aliento”. 55 Por eso la psykhé, dice Bickel,
no es un “yo” como el que concibe el animismo, sino algo
53
Idem, p. 82.
54
E. Bickel, Homerischer Seelenglaube. Geschichtliche Grundzüge
menschlicher Seelenvorstellungen, Berlin, Deutsche Verlagsgesellschaft für
Politik und Geschichte, 1925. Para la exposición resumida y actualizada de
este punto de vista de Bickel, he recurrido sobre todo a su más reciente
Homer. Die Lösung der homerischen Frage, Bonn, Scheur, 1949,
especialmente el último capítulo, “Die Chorizontenthese und der epische
Seelenglaube”).
55
Opiniones análogas hallamos en la última gran obra de U. von Wilamowitz-
Moellendorf, Der Glaube der Hellenen (cito por la reimpresión de B.
Schwabe, Basilea, 1956; Tomo I, p. 364 ss.) y en el trabajo de J. Burnet, “The
Socratic Doctrine of the Soul”, en Proceedings of the British Academy, 1916,
Cap. VI, pp. 141-2.
2
El concepto de alma en Homero
56
Bickel, Homer, p. 105.
57
Una reciente discusión de este punto puede verse en el artículo de H. Köller,
“Sôma bei Homer”, en Glotta, XXXVII, 1958, Cuadernos 3-4, p. 280, donde
se pone a sôma en relación con el verbo sínesthai, que designa el “desgarrar”
de algo por una fiera (sôma sería objeto de sínesthai). Puesto que este “algo”
era generalmente un cadáver, sôma habría pasado -secundariamente- a tener
esa denotación.
58
En la obra cuyo punto de vista sobre el tema resumimos más abajo.
2
Conrado Eggers Lan
59
Teología, p. 85.
3
El concepto de alma en Homero
3
El concepto de alma en Homero
63
Snell, p. 34.
3
IV. Crítica programática
38
El concepto de alma en Homero
39
Conrado Eggers Lan
40
V. El trasfondo histórico
1. El problema homérico
Claro está que, al abordar el examen del contexto histórico que rodea a
los poemas homéricos, nos encontramos, ya de entrada, con serias
dificultades, que en conjunto constituyen lo que se ha dado en llamar el
“problema homérico”. Este “problema homérico” puede incluir
cuestiones que para nosotros son de secundaria importancia, tales como
la de quién ha sido Homero: si ha sido el creador único de esas dos
grandes epopeyas que son la Ilíada y la Odisea, o al menos de la
primera de ellas, o siquiera de parte de ellas (acaso de su “núcleo”, en
torno del cual habrían abordado otros rapsodas”, o si simplemente ha
sido uno d ellos rapsodas), o si simplemente ha sido uno de los rapsodas
que han transmitido esos u otros poemas épicos, el primero o el último
de ellos -en todo caso, el más famoso-; o también, en la original
hipótesis de Bickel, el inventor del hexámetro dactílico o “verso
homérico”.67 Como digo, estas cuestiones, en tanto se refieren a la
atribución al legendario nombre de Homero de un papel determinado
respecto de la “literatura homérica”, son para nosotros aquí secundarias.
Empero, las mismas, como se echa de ver, entrañan otros problemas que
no consisten simplemente en adjudicar méritos a nombres tradicionales
sino que hacen a la estructura y composición de los poemas mismos. En
ese sentido, los homeristas se han enfrentado clásicamente en dos
posiciones: la de los “unitarios”, defensores de la unidad originaria de la
Ilíada (un autor único, de nombre Homero; aunque no todos los
partidarios de esta tesis se aferran a ese nombre como el del autor), a la
cual se habrían añadido, con el correr de los tiempos, nuevos versos o
“interpolaciones”, que incluyen temas completos, cuando no cantos
íntegros. La otra posición clásica es la de los “analíticos” o “pluralistas”,
para quienes la Ilíada no es una obra concebida como obra unitaria, sino
más bien una recopilación de cantares antiguos, llevada a cabo, a través
de los tiempos, por distintos rapsodas. Esto, como se ve, concierne tan
sólo a Ilíada (que ya sería bastante poder dejar en claro). Respecto de su
relación con la Odisea, son hoy ya muy pocos los que se atreven a
adjudicar ambas obras a un mismo autor, dada la manifiesta distancia
67
Bickel, Homer, esp. 86-9.
Conrado Eggers Lan
temporal que media entre por lo menos algunos cantos de una epopeya
y algunos cantos de la otra. Ya los gramáticos alejandrinos dudaron al
respecto, y hubo decididos partidarios de la atribución de cada epopeya
a un autor distinto (Homero sería el padre de la Ilíada); éstos
gramáticos recibieron el nombre de khorízontes, “separadores”, y en
esa disociación los siguen, en líneas generales, la mayor parte de los
modernos.
Bickel, siguiendo a Bethe, ha creído poder proponer una solución
conciliatoria de las posiciones antagónicas: la Ilíada habría sido
compuesta sobre la base de una pequeña saga oral (y otro tanto habría
ocurrido con la Odisea), a la que desde ya ponen el título de “Lied de
la cólera de Aquiles”, y que constaría de unos mil quinientos versos.
Sólo así, señala Bickel, puede explicarse la unidad narrativa que se
halla a lo largo de la Ilíada, y que es la conferida por dicho leit-motiv;
pero a la vez permite explicar la indiscutible presencia de múltiples
manos (como han visto bien los “analistas”) en su redacción. 68 La saga
originaria ha sido, pues, oral y oral ha sido su transcripción a
hexámetros (lo cual, en la hipótesis de Bickel, ha sido llevado a cabo
por Homero alrededor del año 1000 a.C.); pero el compositor o
compositores de los poemas homéricos en el estado que hoy los
tenemos ha debido hacer uso de la escritura (también en el 1000 a.C.
Sitía Bickel la introducción del alfabeto en Grecia), ya que de otro
modo sería inconcebible la transmisión, en los siglos posteriores, de
poemas tan extensos.69 Ahora bien, hay en la Ilíada pasajes extensos
como el denominado “catálogo” (“de naves” o “aqueo”), que ocupa los
últimos cuatrocientos cersos del canto II: nada tienen que hacer con la
cólera de Aquiles, y sin embargo, a estar con los arqueólogos e
investigadores actuales, ofrece una minuciosa información -apenas
distorsionada, por motivos en cuya índole los estudiosos difieren-
acerca de la geografía política de la etapa posterior de la edad de
bronce micénica.70 Abunda la discusión acerca de hasta qué punto los
68
Idem, p. 63 ss.
69
Idem, p. 69-95.
70
Véase el libro de D. L. Page, History and the Homeric Iliad, Berkeley,
University of California Press, 1959, cap. IV, y el de G. S. Kirk, The Songs of
Homer, Cambridge, CUP, 1962, partes III y IV. Véase también L. R. Palmer,
Mycenaeans und Monians: Aegean prehistory in the light of the Linear B
Tablets, London, Faber, 1961, pp. 34, 77, 86, 91 y 243, y la polémica que
sobre el tema han mantenido recientemente M. L: Finley (“The Trojan War”),
G. S. Kirk (“The Character of the Tradition”) y D. L. Page (“Homer and the
42
El concepto de alma en Homero
palacios, las armas, las vestimentas, las tumbas, etc. descriptas en los
poemas homéricos corresponden a la época micénica, de acuerdo con
los hallazgos de las excavaciones arqueológicas (Kirk piensa que es
poco lo que en ese sentido podemos hallar, aunque añade:
“infortunadamente, la información arqueológica sobre este punto
cambia tan rápidamente con la excavación de nuevas tumbas, que está
fuera de cuestión una decisión final”. 71 Pero en todo caso, ni antes ni
ahora se considera que esas descripciones sean pura fantasía de los
poetas, y hace mucho, además, que no se piensa que correspondan a la
época en que viven los poetas que hacen el relato, sino a una época
anterior. Siendo así las cosas, no resulta viable ya la hipótesis de una
saga originaria de mil quinientos versos como alma unificadora de una
epopeya que ha alcanzado a tener dieciséis mIl. En ese sentido, pienso
que ha de haberse compuesto más de una saga que luego haya sido
tomada como base para la epopeya. Por de pronto, recordemos que la
leyenda de la guerra de Troya abarca desde el momento en que Eris (la
diosa de la disputa) echa la manzana de la discordia que da lugar al
celestial certamen de belleza entre Hera, Afrodita y Palas Atenea (cuyo
juez es el troyano Paris, sobornado por Afrodita, que le promete, a
cambio de su imparcial fallo favorable, a Helena, mujer de Menelao; lo
cual da lugar a la expedición de represalia que encabeza el hermano de
Menelao, Agamenón), e incluye la muerte de Aquiles -herido por Paris
con una flecha en su vulnerable talón- y la caída de Troya, luego de
diez años de lucha, mediante la artimaña del ídolo en cuyo interior se
esconden los griegos. Recordemos también que de toda esta larga
trama, en la Ilíada sólo se nos narran episodios que transcurren en
pocos días durante le último año de lucha, y que abarcan desde la
disputa de Aquiles con Agamenón -que induce al primero a retirarse
del combate- hasta las exequias de Héctor en el recinto troyano
(todavía en plena guerra), incluyendo, desde luego, la muerte de
Patroclo a manos de Héctor y el reingreso de Aquiles a la batalla en
son de venganza, que consuma matando a Héctor. El resto de la
leyenda es evocado en la Ilíada (en otras palabras, es perfectamente
conocido por el poeta o poetas): lo sucedido anteriormente es
recordado incidentalmente y parte de lo que sucederá después es
también incidentalmente descripto, sea a cargo de los dioses (que
conocen los designios del destino) o por cuenta del poeta (que da por
conocida la leyenda total). Difícilmente puede haber cabido entera en
Trojan War”) en The Journal of Hellenic Studies, LXXXIV, 1964, pp. 1-20.
71
Kirk, Songs, p. 112.
43
Conrado Eggers Lan
75
Idem, p. 73.
76
Idem, p. 74.
77
Idem, p. 133.
78
De acuerdo con la fecha que los arqueólogos señalan que fue destruida la
séptima Troya, aunque hay quienes atribuyen esa destrucción a terremotos
(como ha sido el caso en la destrucción anterior; véase la polémica
mencionada en nota 70).
79
Kirk, Songs, p. 96.
80
Idem, p. 57.
45
Conrado Eggers Lan
91
Cf. Lévy-Bruhl, op cit. P. 319.
51
Conrado Eggers Lan
honesto? Hallaban más fácil vivir de los tributos y aniquilar con rayos
al pueblo que no paga. Son caudillos conquistadores, bucaneros
reales”. Tal la pintura que de ellos hace Murray, 92 a imagen y
semejanza de lo que constituía el auditorio de los poetas de estas sagas
(aunque Murray no distingue los tres momentos que hemos enunciado,
y cree que estos poetas son ya los homéricos). Se trata, como se echa
de cer, de una “desintegración”, opuesta a la anterior “integración”;
pero no se vaya a creer que significa volver las cosas -en el campo
religioso o en cualquier otro- adonde estaban antes. Estos dioses
olímpicos no son sólo las antiguas figuras indoeuropeas: encontramos
entre ellos también un Apolo, una Atenea, una Hera, una Ártemis, etc.,
de factura “integracionista”, es decir, procedentes de los antiguos
cultos minoicos, aunque “olimpificados”.93 Se trata de dioses que no
sólo se comportan como la clase noble, sino que además -o por lo
mismo- interfieren en las actividades propias de ésta: la guerra en
todas sus instancias, según veremos; el amor, las bromas y aventuras,
etc. ¿Por qué se echa de este “panteón celestial” -ubicado en la cumbre
del monte Olimpo- a Deméter y otras divinidades “ctónicas”, es decir,
pertenecientes a la tierra? La razón parece haber sido bastante simple:
la tierra que estos antiguos jinetes nómades hallaron venerada en
Grecia y a la que ellos también habían otorgado su veneración, esta
tierra ya no contaba para estos actuales señores jonios. Había quedado
del otro lado del mar, arrasada. Y con ella, las tumbas de los
antepasados y todo el mundo de los muertos, incluyendo hombres,
dioses y toda clase de potencias. No nos olvidemos que, si de la tierra
nacen los frutos, a ella se va a parar al morir, como atestiguan las áms
viejas creencias de diversos pueblos (entre ellas la mencionada en la
Teogonía hediódica, v. 126 ss). Lo que queda, para los señores jonios,
no es un misterioso reino conjurable por encantamientos cuyas
técnicas incluso posiblemente no habían manejado nunca, sino las
gloriosas hazañas de los héroes. 94 De esta manera es lógico que el
panorama se racionalice, se antropomorfice, se despoje de una porción
de elementos mágicos, religiosamente densos pero a su vez
truculentos. Tal “claridad y esplendor de la creencia homérica”, señala
Snell, “debe atribuirse en general a los aristócratas de las ciudades de
92
Cf. N.G.L. Hammond, A History of Greece to 322 b.C. (Oxford 1963, pp.
47-55).
93
G. Murray, Five Stages of Greek Religion (ed. Doubleday, reimpr. de la 3ª.
ed. de 1951, p. 45).
94
Véase Schuhl, pp. 126-138.
52
El concepto de alma en Homero
95
Cf. el artículo de W. Jaeger “The Greek Ideas of Immortality” (en The
Harvard Theological Review. Vol. LII, julio 1959, esp. Pp. 136-138).
96
B. Snell, op. cit., p. 57.
97
M. Rostovtzeff, Greece (capítulos sobre Grecia de su obra A History of the
Ancient World, traducidos del ruso al inglés por J. D. Duff y revisados y
actualizados por E. Bickerman, New York, 1963, cap. IV: “Anatolian Greece.
Economic Revolution in Greece in Centuries VIII-VI b.C.”, p. 49 y ss.).
98
Schuhl, p. 159. Para la cuestión de la fecha, véase Kirk, p. 70.
99
Kranz, Griechentum p. 79.
53
Conrado Eggers Lan
una doble industria -que las tabletas del lineal B nos presentan
existentes ya en la Grecia micénica, pero que han debido alcanzar un
sorpresivamente favorable éxito en Jonia-: la vitivinícola (apreciada
especialmente por los pueblos vecinos, donde la vitivinicultura al
parecer fracasó) y la del aceite de oliva (de uso para la alimentación,
para ungüentos médicos y sobre todo para iluminación); 100 a ellas se
sumaron pronto industrias textiles y de trabajo en madera y cueros;
todo lo cual produjo inevitablemente la conquista de los mercados
principales del mundo entonces conocido, y cambió de a poco el
panorama social de la región. La aventura pirata y la guerra de
conquista ceden su lugar al desarrollo comercial. Subsiste la
aristocracia militar que sueña con su pasado micénico y de tanto en
tanto intenta reeditar gestas guerreras; y pafa a sus servidores-poetas,
los homéricos, para que mantengan vivo aquel tradicional espíritu con
la exaltación de Micenas. Mas poco a poco se va adueñando de la
situación la nueva clase de los comerciantes e industriales, que
pretenden imponer otro ritmo -un orden más estable y menos
abandonado a los impulsos subjetivos- a la sociedad; y tengo ya por
evidente que los poetas homéricos, por más que canten para los
señores feudales, representan tanto o más la concepción de estos
sectores en pleno crecimiento. Vamos a enunciar las características
que, en nuestro examen, se han presentado como representativas de esa
nueva clase con el nuevo tipo de sociedad que tienden a instaurar, a
diferencia de la nobleza militar (auditorio de los poetas homéricos),
que se siente identificada, como es lógico, con la época feudal que va
quedando atrás. Por consiguiente, esta diferencia de concepciones
entre ambos sectores -que de alguna manera se hallan presentes en los
poemas homéricos- nos pondrá hasta cierto punto en contacto con la
diferencia entre la feudal época de las sagas y la naciente era mercantil
(que también hemos dicho se hallan en los poemas, más directamente:
a través de los poetas de las sagas, primero, y de los poetas homéricos,
después). Hasta dónde pueden darse similaridades entre la nueva
concepción de la vida y la que existió en la civilización micénica en su
momento de alto desarrollo comercial, apenas lo insinuaremos, y de
una manera sobre todo conjetural. Enumeremos las características que
nos interesa ahora destacar, y cuya conexión con el tema central de
esta investigación intentaremos mostrar en las páginas siguientes.
1) “los bueyes y los terneros gordos pueden ser capturados.
100
Schuhl, pp. 155-6.
54
El concepto de alma en Homero
Sin sociedad, sin justicia y sin hogar es aquel que ama las
horribles guerras entre los pueblos,
de premios (con los cuales a su vez Aquiles podrá ganar más premios),
siete mujeres hermosas y hábiles; en cuanto tomen Troya, le dará
también a elegir veinte troyanas de primera calidad y abundante oro y
bronce; y al regresar a su patria, una de sus hijas en matrimonio y siete
ricas ciudades de su reino. ¿Y esto? ¿Acaso Agamenón está tan
desesperado con su “deshonra”, que está dispuesto a tirar la casa por la
ventana? ¿Cómo es que antes no quería quedarse sin un insignificante
botín y ahora ofrece todo esto? Sin embargo Agamenón esta vez no
actúa por espontánea pasión, sino según las palabras de su consejero
económico, Néstor (IX.96 ss.). Los beneficios de un triunfo en la
guerra -aparte del evitar los perjuicios inmensos de la derrota- han de
compensar ampliamente los presentes griegos que le ofrece a Aquiles.
Claro está que, por muy poeta del siglo VII que fuera el autor del
Canto IX, no podía alterar el mito al punto de mostrar a Aquiles
retornando al combate, seducido por el ofrecimiento: el
tradicionalmente fastuoso presente debía ser rechazado, y Aquiles
volvería sólo después, para vengar la muerte de Patroclo. Pero ya que
no puede cambiar el mito, el poeta aprovecha para convertir el rechazo
de Aquiles en una exaltación de la paz y tranquilidad y en un rechazo
de la guerra. “No hay para mí nada de tanto valor como la psykhé”,
concluye (v. 401).
4) La cuarta característica ya ha quedado bosquejada en las anteriores
es la aparición -al menos literaria- de la propiedad privada (no ya de
bienes de uso sino de producción) y los esfuerzos realizados en
procura de su defensa tanto frente a otros propietarios (caso
Agamenón) como frente a los desposeídos (que, como señalan los
historiadores, crecieron en cantidad y pauperización con el desarrollo
económico que llevó a la ciudad a tomar la delantera sobre el campo,
con lo cual se acentuó el enfrentamiento de las clases). 105 Estos
esfuerzos culminaron, como se sabe, en el Estado (la pólis griega).
“Cada vez más”, dice Schuhl, 106 “el génos se disuelve, y la propiedad
individual se desgaja de la propiedad colectiva”. “Los jefes de los
antiguos clanes”, apunta A. Croiset por su parte, 107 “en otro tiempo
investidos de un poder real sobre las tierras colectivas del clan habían
transformado estas propiedades colectivas en propiedades
individuales”. Esto se ve claro ya desde el Canto I de la Ilíada, no sólo
105
E. R. Dodds, The Greeks and the Irrational (3a. ed. Berkeley 1959, pp. 17-
18).
106
Roztovtzeff, p. 71; Jaeger, Paideia I, p. 120.
107
Schuhl, p. 151-2.
59
Conrado Eggers Lan
108
A. Croiset, Las democracias antiguas (trad. esp. A. Maura, Buenos Aires
1944, ed. Siglo XX, pp. 33-4).
60
El concepto de alma en Homero
y casi enseguida añade que preferiría que hubiera sido el pueblo que se
hubiese apoderado de
62
El concepto de alma en Homero
111
G. C. Field, Plato and his Contemporaries (Londres, 2a. ed. 1948, p. 78).
63
Conrado Eggers Lan
géras: quien tiene la fuerza, la suele usar para lo que le venga bien.
Pero hay más, y aquí conectamos con la segunda aclaración que
queríamos hacer. Basileús y ánax en Homero indudablemente se
equivalen (así como con koíranos), lo mismo que los respectivos
verbos basileúein y anássein (y koiraneîn). Tal vez podríamos aceptar
que no se trata de una identificación total sino parcial: no todo ánax es
basileús (así dice Telémaco que, si bien no es poca cosa ser basileús
-pasaje ya citado de la Il., I.392 ss.: se refiere al rey más fuerte-, “hay
muchos reyes aqueos en Ítaca”, “que lo sea uno de ellos … y para mí
me bastará con ser ánax de la casa y esclavos que conquistó Ulises”),
pero evidentemente todo basileús es ánax. Ya vimos que el prudente
Néstor considera a Agamenón “más valioso” que Aquiles “porque
anássei sobre más gente” (I.280-1). Aquiles, en efecto, anássei sobre
los mirmidones (I.180), pero a Agamenón le corresponde “anássein
sobre muchas islas y Argos íntegra” (II.108). La redundancia de la
expresión de Od., I.117 (ktémata anássein, “ser dueño de las
propiedades”) se debe precisamente a que los hechos (el pillaje de los
pretendientes) han desvirtuado ese derecho que poco a poco a de
tornarse “inalienable”, y hasta “natural”. Pues bien, nosotros hemos
visto que en las tabletas del lineal B aparece un antecedente de ánax,
que sería wa-na-ka, o sea, dice Kirk, “el señor o rey”. Parecería que el
rey, dice Kirk, tiene un te-me-no privado, es decir, algo así como un
feudo.112 Sobre la base de datos de esta índole, Kirk asevera que “la
situación política y económica enfocada en los poemas homéricos
tiene esta importante similaridad con el póstumo mundo micénico:
Grecia se halla dividida en reinos más o menos independientes, basado
cada uno en un palacio, morada del rey y su familia y muchos de sus
servidores”.113 Hasta qué punto esto es así, quizá lo digan las próximas
excavaciones y desciframientos; pero entre tanto quisiera insistir sobre
el carácter de “propietario” que guarda cada vez más el basileús
homérico, que no sabemos hasta dónde lo poesía el “Wanax” micénico,
y que había de conducir al Estado moderno, al cual parecería que
Micenas jamás llegó.
112
Ver la cita en Engels, pp. 104-5.
113
Kirk, p. 29.
64
VI. La interioridad humana
1. El concepto de “yo”
En nuestro análisis del contexto histórico de los poemas homéricos,
hemos vinculado el sentimiento de honor a la propiedad privada, en
cuanto implicaba un reconocimiento (o desconocimiento, si era
deshonra) de lo que le pertenecía; y este reconocimiento, dijimos,
importaba tanto objetivamente, en forma de pacto institucional que
proporcionara ciertas garantías de estabilidad, cuanto subjetivamente, en
forma de delimitación afirmativa de la propia individualidad naciente.
Ahora bien, hemos ejemplificado con los dos casos más importantes
que hacen al honor en la Ilíada: la deshonra de Aquiles y la de
Agamenón. La primera dijimos que se produce cuando Agamenón le
arrebata si géras, su “botín de honor”, lo que él ha ganado para sí. La
segunda, en cambio, se nos menciona como tal sólo cuando ha traído la
consecuencia de que todos los aqueos sufran pérdidas por la guerra (la
causa estaba en el iracundo arrebato del géras, aunque entonces nadie lo
tomó como un “deshonor” par Agamenón). Pues bien, Agamenón
mismo siente ahora -cuando las pérdidas son inmensas- el peso de las
acusaciones, y se defiende:
Áte suele ser traducida por “locura”, pero más correcto parecería
vertirla por algo así como “estado de confusión mental”. Nosotros
habríamos echado la culpa al otro: Aquiles, en este caso. ¿Se trata aquí
acaso de un descargo de esa índole, para que no se enoje a Aquiles: fue
la divinidad la que empezó? Creo que los argumentos de Dodds 114
muestran claramente que no: el mismo Aquiles comparte la explicación
de Agamenón, y no lo toma como un caso aislado (“Padre Zeus, grandes
átai das a los hombres”, XIX.270). Ya al contar el caso a su madre
(I.411-2) habla de la áte de Agamenón -lo cual no le impide en ese
momento seguir enojado-, y en el Canto IX, al rechazar los presentes,
114
Idem, p. 36-37.
65
dice de Agamenón: “ya que Zeus le ha quitado las phrénes”.115 Por
consiguiente “poner áte en las phrénes” equivale a “quitar las phrénes”.
¿Qué significa phrénes? Vimos que Rohde lo traducía por “diafragma”.
Furley piensa que se trata, más bien, de toda la colección de órganos
situados entre los intestinos y la clavícula; 116 en todo caso, dice Furley,
un complejo de tejidos. Claro que cuando se habla de “quitar las
phrénes” es forzoso pensar en un uso metafórico o extensivo, ya que
aquí, como en otros casos similares, no es cuestión en absoluto de un
despojo de uno o varios órganos corporales. Hay pasajes en que la
referencia a un órgano o conjunto de órganos es nítida: así, p.e., Patroclo
arroja a Sarpedón la lanza “allí donde la phrénes rodean el apretado
corazón (kér)” (Il., XVI.481), o Ulises piensa en matar al cíclope
clavándole la espada “en el pecho”, stéthos), donde las phrénes
sostienen al hígado” (Od., IX.301). Ahora bien, podríamos pensar que
phrénes designa un órgano (por comodidad llamémoslo “diafragma”) y
a la vez, en ciertos casos, la vida mental que normalmente se
desarrollaría en él; de modo tal que, cuando esa vida mental se altera,
con la áte, pueda hablarse de una ausencia de phrénes. Lo cual parecería
recibir apoyo en pasajes como éstos: “se regocija en el pecho… pues no
en lo más mínimo hay en él phrénes” (Il., XIV.140-1); “ni sus phrénes
son correctos, ni su pensamiento (nóema) flexible en el pecho”
(XXIV.40-1); “meditaba en sus phrénes” (Od., XVIII.35).
Mas al decir que lo que transcurre en las phrénes, o sea, ese proceso
que también es llamado phrénes, es un proceso mental, estamos usando
un término que corresponde a una interpretación moderna, pero que
evidentemente no es exactamente lo que piensa Homero al usar tales
expresiones. Si las phrénes están en el pecho, y desde allí sostienen el
hígado, según vimos, no podemos decir tan rápidamente que allí
transcurre lo que nosotros llamamos “vida mental”, sobre todo si no
tratamos de entender por qué Homero habría de ubicar esa vida mental
en el pecho y no en la cabeza.
Acudamos al momento mismo del comienzo de la cólera de
Agamenón, en el Canto I: el poeta nos cuenta que, al oír éste que debía
devolver a Criseida a su padre, sus sombrías phrénes se llenaron de
ménos (101-4). ¿Qué quiere decir esto? Observemos que la palabra
ménos se usa a veces para referirse a objetos como el fuego (p.e. El
vigoroso ménos del fuego consume los miembros del difunto, en Od.,
XI.220). En casos como éste, ménos significa evidentemente “fuerza”,
115
Dodds, op. cit., cap. I, “Agamemnon’s Apology” , esp. P. 3).
116
Furley, art. cit., pp. 2-3.
66
“vigor”, “violencia” sobre todo. En Ilíada, XIII.60-1 y 78 se nos muestra
a los Ayaces sintiendo revigorizar sus miembros, desfallecientes, por el
ménos que les infundió Poseidón y que les permite seguir combatiendo;
y en IX.706 y XIX.161 el ménos se adquiere al comer y beber. En estos
últimos ejemplos, así como los de V.887 y VIII.358, donde se habla de
pérdida del ménos, el vocablo parecería tener aquel sentido que
anticipáramos en líneas generales, “vitalidad como vigor”. Pero ¿y en la
frase “sus sombrías phrénes se llenaron de ménos”? Con bastante
corrección algunos traductores vierten en este caso “cólera”, así como
cuando Atenea toma de ellos pelos a Aquiles par evitar que mate a
Agamenón, y le dice “vengo a poner término a tu ménos” (I.207). Yo
diría que el significado básico de ménos, por detrás de todos estos casos
-inclusive el referido al fuego- es el de “violencia”. Vale decir, a
Agamenón “se le inflama el pecho”, como decimos nosotros. Pero
entonces, lo que le sucede es, en términos modernos, más bien un
proceso fisiológico y no mental (lo cual lo corroboraremos con diversos
ejemplos en que se usa el término thymós y los que designan el
corazón): el corazón se le agita, su respiración jadea, se estremece todo
su cuerpo. Esto y no otra cosa es lo que cuenta Homero. Poner
calificativos como “mental”, “alma”, “vitalidad”, etc. pueden ayudar a
que el lector profano moderno entienda el sentido, pero también pueden
ayudar mucho más a confundir al profano y al iniciado.
Ahora bien, todo esto que nosotros llamaríamos hoy concreciones o
concomitancias fisiológicas de la emoción, es sentido por el hombre
homérico como un estado anormal, de enajenamiento: el hombre está
“fuera de sí”, como decimos hoy, y esto es lo que lo lleva en Homero a
atribuir dicha situación a poderes extraños al hombre, a saber, a los
dioses.
La explicación última que Dodds -quien, como queda dicho, es uno
de los que a mi juicio han reflexionado mejor sobre el problema- es la
del “racionalismo homérico” y del “intelectualismo griego”, en general.
Según Dodds, los griegos tienen “el hábito de explicar el carácter o
conducta en términos de conocimiento... si el carácter es conocimiento,
lo que no es conocimiento no forma parte del carácter, sino que le llega
al hombre desde afuera. Cuando actúa de una manera contraria al
sistema de disposiciones concientes que él dice “conocer”, su acción no
es propiamente suya, sino que le ha sido dictada. En otras palabras, los
impulsos irracionales y asistemáticos y los actos que de ellos resultan
tienden a ser excluidos del yo y adscriptos a un origen divino. 117 Pero
117
Dodds, pp. 16-17.
67
esta explicación resulta insuficiente, a mi entender: no sólo porque los
griegos homéricos no parecen tan intelectualistas como los describe
Dodds (el argumento de éste de que dicho intelectualismo culmina con
la identificación socrática entre virtud y conocimiento nos hace pensar
que mira a Homero en ese respecto a través de Sócrates), sino porque
uno de los principales términos que Dodds incluye en el repertorio de
los que designan esos impulsos “irracionales y asistemáticos”, thymós,
lo encontramos usado tanto en un sentido racional cuanto en uno
irracional. Así, p.e., en el ya mencionado pasaje de Id., IX.299-303,
donde nos narra Ulises que, en el thymós (con el epíteto megalétor, “de
gran corazón”), decide clavarle la espada al cíclope en el pecho; pero
entonces, refiere Ulises, “otro thymós me contuvo: en efecto, habríamos
perecido allí de espantosa muerte” (porque, con sus propias fuerzas,
jamás habrían podido retirar la enorme piedra con que el cíclope obturó
la entrada de la gruta, y habrían muerto por hambre). Aunque en el caso
del primer thymós se usa el verbo bouleúo, que sugiere más bien una
acción reflexiva que impulsiva, podemos empero concebir que se trata
de un propósito impulsivo y poco racional; pero el cálculo que lo
contrarresta es adjudicado también a un thymós, esta vez
indudablemente reflexivo. Además, cuando Atenea toma de los pelos a
Aquiles y lo induce a deponer su ménos contra Agamenón, sucede más
bien lo contrario de lo que afirma Dodds: a la intervención divina se
debe aquí lo que Sartre llamaría una “reflexión purificadora” 118 que pone
término al irracional impulso de Aquiles. Por lo demás, frases como
“tienden a ser excluidos del yo” parecerían dar por supuesto un
concepto de “yo” en Homero, que Dodds no explica, y que en todo caso
es el que a nosotros nos interesa ver hasta qué punto se encuentra allí.
Nosotros tiramos el hilo de la madeja por otra punta. Ya hemos
dicho que Agamenón es basileús, ánax (no sólo él, por supuesto, pero en
la Ilíada él es el supremo), o sea “señor”, “dueño”. Un antepasado de
Agamenon, en plena organización tribal de propiedad comunitaria y sin
mayor división del trabajo, saben construir balsas con sus manos, etc.),
podemos concebir que se hallaba identificado con el clan y su tótem,
como dice Lévy-Bruhl (si es que aseveraciones como las suyas pueden
aplicarse a la Grecia primitiva), a través de una relación de
participación. No había, podemos suponer, prácticamente barreras entre
miembro y miembro del clan (la relación consanguínea, por lo demás,
favorecía naturalmente una interrelación simpatética que extendían al
contexto del cual se sentía participar), y así tampoco había de haberlas
118
J. P. Sartre, Esquisse d’une théorie des émotions (Paris 1939, p. 43).
68
entre el hombre y lo “numinoso”, para usar la expresión de Rudolf Otto.
Tal como señalan Hubert Mauss a propósito del vocablo melanesio
mana,119 se denomina con el mismo término a los ritos, a los actores, a
los elementos del sacrificio, a los poderes imprecados, lo que implica
una comunidad conceptual de todos los ingredientes de la esfera de la
acción mágica. Bien dice Lévy-Bruhl que no se trata de una aplicación
ingenua, pobre o ilógica del principio de causalidad, sino de una
relación distinta, “pre-lógica”.120 Pues bien, si de alguna manera
podríamos conjeturar que análoga a esa podría haber sido la situación de
algún antepasado de Agamenón, tenemos la plena certeza de que por lo
menos en los tiempos en que el poeta homérico nos lo describía a éste,
las cosas habían cambiado mucho, debido a las circunstancias históricas
que hemos expuesto sumariamente. Si no todos los miembros de su
génos -en la Ilíada integrado ya en una primera pólis-, por lo menos
Agamenón mismo se distingue de los demás (sean o no de su génos). Su
“bravura” le ha permitido ganarse un alto “honor” gracias a las riquezas
que con ella él y sus antepasados han adquirido. Pero no nos pongamos
frente a un simple caso de vanidad, de un sentirse “señor” por el hecho
de tener grandes palacios, etc. No. Así como antes hemos aclarado que
el verbo anássein (“dominar”) significa “ser ánax”, recíprocamente
debemos dejar bien sentado que ánax significa “el que anássei”, y que
no sería ánax quien no se sintiera de algún modo ejerciendo su dominio.
Creo que esto en los poemas homéricos es evidente, tanto desde el punto
de vista filológico-lingüístico como desde el psico-sociológico.
Cualquiera que haya leído los dos primeros cantos de la Ilíada puede
darse cuenta de que las palabras del centurión romano “cumplo órdenes
bajo el poder de otro, pero a la vez tengo soldados bajo el mío, y digo a
uno 've” y va, y a otro 'ven' y viene, y a mi esclavo 'haz esto' y lo hace
(S. Mateo, VIII.9 y S. Lucas, VII.8) pueden aplicarse a cualquiera de los
“reyes con cetro” que dependen de Agamenón; y que el poder máximo
allí mencionado es el que corresponde a Agamenón. Y eso implica un
dualismo (amo-esclavo, jefe-subordinado) que permite enfrentarnos
quizá por vez primera con el principio de causalidad: yo, al mandar,
digo: “hagan esto”, y se hace. No me interesa fundamentalmente tratar
de saber cuándo empezó a usarse el pronombre personal: de lo que
tengo la seguridad es de que en la Ilíada la palabra que corresponde a
“yo” -y me animo a decir que a un “yo” bastante semejante al “yo”
119
H. Hubert – M. Mauss, Magia y sacrificio en la historia de la religión (trad.
esp. E. Warschaver, Buenos Aires 1946, ed. Lautaro, p. 30). Cf. F. M. Cornford,
From Religion To Philosophy (ed. Harper, New York 1957, pp. 84-5).
120
Lévy-Bruhl, op. cit. pp. 66-7.
69
individual moderno- no es tanto el pronombre egó como el sustantivo-
verbal ánax, y que la principal connotación que tiene esta nueva
categoría es la de “causa”, o, si se prefiere hablar en términos menos
metafísicos, “mando”, “dominio”.
Volvamos entonces a la ira de Agamenón. Este señor supremo de los
aqueos que pelean en Troya -y por ende más “yo” que ningún otro-,
acostumbrado a decir, hasta a los más encumbrados jefes, “haz esto”, y
que así se haga, este supremo “causante” de lo que acontece en las filas
griegas, al hacer su examen de conciencia tiene la evidencia de que, a
partir de aquel momento de su cólera con Aquiles (en que se le agitó el
corazón y todo el pecho y la violencia creció en él hasta estallar), se han
producido una serie de acontecimientos desdichados que se le imputan,
como si hubiesen emanado de órdenes suyas. Es cierto que dio una
orden fatal: la de quitar la doncella a Aquiles. Pero él y todos los demás
saben que la orden provino de su ira, y por consiguiente lo recriminado
es la ira y no la orden. Mas él siente que, durante su ira, no “dominó”,
no fue realmente “señor”. Sus órdenes fueron cumplidas, por cierto: los
soldados despojaron a Aquiles de su doncella. Pero si con eso, en el
momento mismo, Agamenón tuvo la ilusión de ser ánax, las
consecuencias posteriores le han revelado lo contrario. No podemos
decir, por eso, que “dejó de ser ánax de sí mismo”, en el sentido
moderno que se habla de “ser dueño de uno mismo” o “ser dueño de los
propios actos”. No, porque sería absurdamente anacrónico concebir, en
Homero, una dualidad “yo-mí mismo”, cuando aún no se sabe siquiera
bien qué es “ser yo”. Pero tampoco es aplicable la dualidad más simple
“yo-actos”. ¿A qué se referiría este “yo” sin actos? ¿De qué sería “yo” si
no fuera dueño de sus actos, di no fuera “yo” de sus actos? No hay en
Homero un yo abstracto, distinto de sus actos, al cual pertenezcan los
actos. El yo es yo en tanto actúa, y más precisamente, en tanto al actuar
se recorta de los demás, cosa que sucede al máximo -y en los tiempos
homéricos parece que solamente entonces- cuando domina a los demás.
Decir, por ende, “yo no fui dueño” sería homéricamente un
contrasentido: o “fui dueño” o “no fui yo”. Y dentro de la dualidad amo-
esclavo o dominador-dominado (que ha regido durante mucho tiempo
buena parte de las categorías metafísicas occidentales), eso equivale a
decir “fui dominado”. Nuevamente nuestra mentalidad moderna puede
tender a interpretar mal y pensar: claro, fue dominado por las pasiones,
lo dominó la cólera. Pero Agamenón, no da muestras de saber
demasiado acerca de qué es eso de pasiones, y sobre todo la relación
que puedan guardar con su yo (precisamente allí está buena parte del
problema). Agamenón sólo sabe de él, que entre los hombres o entre los
70
griegos es ánax y como tal domina, manda y causa, dejó de serlo
durante aquel momento de turbación “psicosomática” (llamémosla así).
“No soy el causante” (aítios, que en la mención anterior vertimos
“culpable” provisionalmente para facilitar la comprensión rápida),
protesta Agamenón. Pero si él no causó, no dominó, ¿quién causó, quién
dominó? “Zeus, la Moira y la Erinia”, se defiende Agamenón. No puedo
entrar aquí en un análisis -que habrá que hacer algún día- acerca de esta
extraña mezcla del olímpico Zeus con la siniestra y atónica Erinia
además de la impersonal Moira. Me basta connotar que el ánax, con su
individualidad, ha roto la participación en todo tótem, y que con ello se
ha privado de toda experiencia comunitaria de lo numinoso. De buen
gusto incluso negaría ésta; pero le acontece que hay momentos en que
siente “lo otro” (téngase presente que el dominado no es “otro”, sino
precisamente forma parte de “lo mío”), siente que no está solo en el
mundo. El hipotético antepasado de Agamenón nunca estaba solo en el
mundo; y por cierto, no únicamente porque estuviera integrado en su
comunidad, sino porque esta comunidad tampoco estaba sola: cuando
las situaciones eran adversas, se identificaban con fuerzas propicias
conjurando a las agresoras; de una u otra manera siempre estaban
participando en el devenir cósmico. El Agamenón que pinta Homero, en
cambio, está habitualmente solo y se sabe como solo y se quiere como
sólo él, y los momentos en que se le revela que no es así lo
desconciertan. Siente entonces a “lo numinoso” como lo otro. Pero sería
ingenuo suponer que si Homero hubiera leído lo que sobre las
emociones han escrito p.e. James, Freud y Sartre no nos presentaría una
experiencia numinosa. No, porque no es mera cuestión de describir
fisiológicamente, psicoanalíticamente o fenomenológicamente qué le
pasa a Agamenón. Se trata, más bien, de una relación de participación
en un quehacer conjunto, y que se ha quebrado en su forma humana de
aventura común, pero que torna a revelarse aunque de manera mutilada
-en la imposibilidad de la marcha solitaria-. En tanto para la concepción
individualista naciente el mundo es un cúmulo de marchas solitarias que
-como los átomos de Demócrito- se interrelacionan “por necesidad” o
-como los de Epicuro- “por casualidad”, va a dar lugar a una ética
jurídica de méritos y culpas (por eso aítios es traducible tanto por
“causante” como por “culpable”); pero en tanto se patentice que no
siempre es cada individuo (palabra de origen latino que traduce la griega
átomos) el “causante” de su marcha, nacerá la metafísica de las causas
supremas, concebidas como “lo otro”.
Debemos decir que, a pesar de que el hombre homérico adjudique a
la divinidad los estados de arrebato emocional, no deja por eso de
71
reconocerles un primer grado de interioridad. Esto es bastante patente en
el Canto III de la Ilíada, donde Héctor increpa a Paris por haber huido,
aterrorizado, de Menelao: “excelente sólo en cuanto a la figura (eîdos)”
le dice (v. 39), y añade: “los troyanos te admiran por tu figura hermosa,
pero no hay en sus phrénes fuerza ni coraje” (44-5). Aquí se contrastan
eîdos y phrénes (o, mejor dicho, lo que hay en los phrénes). Lo cual no
debe confundirnos y hacernos creer que estamos frente a un dualismo
cuerpo (exterior)- alma (interior). La areté de un hombre homérico
consiste, por un lado, en la belleza corporal (eîdos), que, si no es
reconocida tanto como en el siglo V (en que se llegó a la pederastia y
homosexualidad como cosas corrientes), y es valorada más como areté
de la mujer que del hombre, indudablemente es estimada también en
éste (véase cómo se acercan los griegos para contemplar la hermosura
del cadáver de Héctor). Pero por sobre todo la areté del hombre en la
Ilíada es, como lo hemos señalado, la bravura, los actos (érga) con que
se alcanza el honor; y en realidad la hermosura corporal no hace sino
revelar el estado físico adecuado para realizar actos valientes. Por eso,
cuando, por ejemplo, se quiere destacar la perfección de Ayante, se nos
dice que sobresalía entre los griegos tanto por el eîdos como por los
érga (Od., XI.550). Así, pues, eîdos y érga, figura y conducta, son dos
aspectos complementarios de la personalidad del héroe homérico; por
eso se los contrapone cuando no se corresponden como sería de esperar.
(El hombre feo suele ser cobarde, como Tersites; difícilmente feo y
caliente, aunque sí puede ser feo y sagaz, ya que para la sagacidad no se
requiere un buen físico). De ese modo aquí se destaca la contraposición
entre la belleza de Paris y su cobardía. Pero en realidad Héctor no sabe
nada en forma directa acerca de lo que pasa dentro del pecho de Paris
(ni le ha preguntado por eso, ni le ha tomado el pulso, ni le ha hecho test
alguno); para afirmar que en él no hay fuerza ni valentía su único
elemento de juicio -y suficiente- es que lo vio huir ante Menelao:
conoce sus érga. Pero ¿por qué se mete entonces a decir lo que no hay
en las phrénes de Paris? Porque Héctor sabe que, cuando uno huye ante
el enemigo (no sabemos si él lo ha hecho antes -lo hará después, ante
Aquiles-, pero en todo caso el poeta sabe que lo puede hacer), el
corazón se agita, el pecho se estremece y las piernas tiemblan. Pero todo
eso no es más que una concomitancia de la conducta, y si es cierto que
para lo que nosotros queremos saber es fundamental que se tome
conciencia de las concomitancias, tengo por no menos cierto que para el
griego homérico lo fundamental es la conducta exterior, que es la que
servirá de base al juicio, al honor. La concomitancia interna pertenece al
ámbito de la experiencia íntima que el poeta describe finalmente, con
72
toda la explicación de sus motivaciones numinosas (que la presentan
precisamente como algo externo al hombre, al menos en su origen, y no
interno). Pero de todos modos es importante para nosotros que se trata
de una experiencia generalizada (o al menos que los poetas homéricos
-o la mayor parte de ellos- generalizan). Todos los guerreros cuyos
combates la Ilíada nos describe son “señores”, están ansiosos de
anássein más y más, de obtener bienes y alcanzar gloria y poder. Son
aspirantes a la areté, y así aspiran a ser valientes y vencer al enemigo.
Pero las experiencias en ese punto son disímiles: algunos, como Paris,
tiemblan ante la vista del enemigo, se les paraliza o poco menos la
respiración; o a veces, no ya por miedo sino por cansancio, sienten
aflojárseles las piernas y perder el aliento (como en Il., XIII.60-84).
Otros, en cambio, al ver al enemigo, sienten inflamárseles el pecho,
agitárseles el corazón, sacudirse de un modo tal (como un jabalí herido,
dice Homero más de una vez) que acometen con gran ardor al enemigo:
ésa es su valentía. En todas estas situaciones actúan por detrás los
agentes divinos, y esto es dicho explícitamente con frecuencia (no en
todos los casos, por supuesto, porque esta ya sería de una monotonía
insoportable): es Poseidón quien reanima a los Ayaces y demás
guerreros, es Apolo quien ayuda a Héctor y Atenea quien dota de
bravura a Aquiles. Todo el proceso que conduce al triunfo o a la derrota,
todo el secreto del valor o de la cobardía reside en el apoyo o en la
hostilidad divina; de ahí que el poeta bien pueda decir que Zeus
“aumenta y disminuye la areté de los hombres, del modo que quiere”
(XX.242-3).
Ahora bien, en la descripción homérica de estas situaciones
debemos distinguir tres tipos de vocablos:
1) Términos que los poetas homéricos o los hombres de su tiempo
empleaban para referirse a dichas situaciones como khólos, pénthos,
bouleúo, khaíro (en general traducidas por “cólera”, “pesar”, “resolver”,
“regocijarse”, respectivamente), etc. Estos son los que menos nos sirven
para el análisis, contra lo que podría creerse, ya que no son más que
nombres -traducidos por otros tantos nombres que no les corresponden
exactamente y su verdadera significación sólo puede deducirse del
contexto, y por ende poco ayudan a clarificar éste.
2) Términos que designan órganos o complejos de órganos y los
procesos que se desarrollan en dichos órganos, tales los casos de
nuestras conocidas phrénes y de los vocablos que se traducen por
“corazón”: kradíe o kardíe, êtor y kêr.
3) Términos que no designan órganos ni complejos de órganos
pero tampoco procesos especiales que se desarrollen en los órganos,
73
sino características insólitas de eso procesos, que se originan desde
afuera. Tal el casi de ménos, thymós y noûs. La ligazón de estos
conceptos con los del segundo grupo es evidente, por lo que no
sorprende que al igual que aquéllos, se los ubique en el pecho (el caso
del ménos presenta una aparente excepción, en cuanto se extiende
también a los miembros -como en Il., XIII.60-84; pero de todos modos
es evidencia que esa extensión a los miembros es una irradiación a partir
del pecho). Ya nos hemos referido a ménos: parece ser la característica
de vigor o violencia que a veces poseen los procesos circulatorios o
respiratorios, o los simples movimientos musculares de piernas y
brazos. Naturalmente que lo que tratamos de dar aquí es una pauta
general y no una llave hecha a la exacta medida de todas las puertas.
Cuando en XI.268 y 272 se nos dice, respecto de Agamenón herido, que
“agudos dolores penetraron en el ménos del Atrida” se trasluce que
dicho vocablo no puede ser vertido sin más simplemente por “vigor” o
“violencia”; “yo” o “alma” (o “cuerpo” como prefiere vertir Vivante). 121
La expresión, sin ser equivalente, es análoga a la del verso XIX.16,
donde, refiriéndose a Aquiles y usando el mismo verbo “penetrar”
(dúo), se dice que “la cólera (khólos) penetró en el él” (y las estructuras
poco modernas de este pensamiento muestran al máximo su
complejidad cuando, por ejemplo, se nos dice, en XVII.210 que “Ares
penetro en él”, para denotar el ardor bélico que se apodera de Héctor). 122
121
Vivante, art. cit. pp. 114-5.
122
H. Fraenkel, a propósito de Parménides (“Parmenidesstudien”, incluido en
Wege und Formen Früh-Griechischen Denken, Munich 1955, pp. 168-9),
declara que “es erróneo introducir en la literatura griega nuestra concepción de
la persona cerrada y considerar como algo ajeno al hombre al dios que con él y
a través de él actúa. … Las fueras corren libremente dentro del hombre; éste
sabe que son divinas, porque van sobre él como un don o gracia; son
espontáneas y no se pueden deducir de datos mecánicos; trascienden su persona
y poseen validez y efecto universales. Y sin embargo puede llamar suyas a las
fuerzas encerradas en él, un trozo de su propia naturaleza”. Por consiguiente,
dice Fraenkel respecto de las Helíades del proemio de Parménides, “aunque se
llamen ‘inmortales’, no son algo exterior y ajeno. En el largo texto 1.6-21 no
hay ningún yo, sino que lo reemplazan las Helíades. Traducidas a nuestro
lenguaje, son la propia fuerza cognoscitiva del pensador que aspiran a la luz.
Según la propia doctrina de Parménides, son el elemento luminoso de su
naturaleza individual”. Hasta qué punto pueden aplicarse estas consideraciones
a Homero (y encontrar apoyo en expresiones como la presente en que “Ares
penetra” en Héctor, en lugar de decirse que le infunde un ménos, como en otros
pasajes) y ser incompatible o complementarse con la nuestra, lo someto al
examen del lector. Prescindiendo de lo referente a Parménides, creo poder
74
Vale decir, entiendo que los dolores producidos por el lanzazo de Coón
hacen presa o al menos penetran en Agemenón, pero, a diferencia del
pasaje XIX.16, aquí el poeta hace referencia al hecho de que los dolores
menguan el vigor de Agamenón, como por lo demás se explicita en el
contexto. Por eso considero correcta la perífrasis con que Montserrat
Casamada traduce libremente el verso 272: “los vivos dolores que
debilitaron las fuerzas del Atrida, a pesar de su ardor”. 123
Respecto de thymós y noûs, siempre transcurren en el pecho,
aunque sin mucha precisión: tanto en el corazón como en las phrénes.
La diferencia que autores como Snell trazan entre ambos vocablos,
adjudicando a noûs la capacidad de representación y a thymós la de
emoción, es demasiado relativa. Ya hemos visto a Ulises con por lo
menos un thymós de índole reflexiva (en Od., IX.302-3; cf. XX.10: “se
debatía mucho en sus phrénes y en su thymós”). Y a la inversa, pasajes
como aquellos donde se dice “alégrate con el noûs” (Od., VIII.78) o
“¿Por qué lloras? ¿Qué pesar ha alcanzado a tus phrénes? Expláyate; no
me ocultes tu noûs” (Il., I.362-3) muestran en el noûs características
más propias de la actividad emocional. En general, podríamos concluir
que todos los fenómenos que evidencian en Homero una conciencia de
la propia interioridad son predominantemente emotivos: por eso tienen
lugar en el pecho, inclusive cuando poseen connotaciones de actividad
reflexiva. Si es un pensamiento, se nos describe un pensamiento original
o súbito, por lo cual también sacude el corazón y agita el pecho, aunque
lo haga en forma menor que la cólera o el miedo. Yo entiendo que,
mientras ménos indica la conciencia de un vigor o violencia en el pecho,
en los miembros, thymós indica la conciencia de una impetuosidad, de
algo que empuja a la acción. Vimos un caso en que por un lado
“empujaba” un thymós bastante irracional, y por otro uno que lo
“reprimió”, aunque empujándolo a hacer otra cosa, ya traía consigo un
proyecto. Por consiguiente, thymós designa en general el carácter
ardoroso e impulsivo de los procesos orgánicos. Si encontramos tan
generalizado su uso en Homero para designar estados interiores del
hombre, no es porque signifique “alma” (Otto), o “conciencia” (Jaeger),
ni siquiera Gesamtgemüt (Bickel), sino simplemente porque el héroe
124
Furley, art. cit. p. 3.
125
K. von Fritz, “Noûs, noeîn and their derivatives in Pre-Socratic Philosophy
(excluding Anaxagoras)”, Part I. “From the Beginings to Parmenides” (en
Classical Philology XL, 1945, p. 223). Al comienzo de dicho trabajo, von Fritz
reseña y entiendo que actualiza las conclusiones de la investigación expuesta en
otro trabajo en la misma revista (vol. XXXVIII, 2, 1943) con el título “Noûs
and noeîn in the Homeric Poems”.
76
todos modos puede ayudarnos más a captar el intraducible matiz que
hay en noûs que si lo convertimos en una facultad intelectual del alma.
Notemos, finalmente, que los vocablos que correspondan al
segundo de los tres grupos enumerados, en ocasiones son usados como
sinónimos de los que clasificamos en el tercero, especialmente de
thymós. Y cuando esto sucede, nos encontramos con la curiosa situación
de que por momentos se convierten ellos también en algo extraño al
hombre, como lo son las anomalías denotadas por los términos del
tercer grupo. Así vemos que a Ulises le ladra, como una perra que
defiende a sus cachorrillos -dice Homero- su corazón, para que ejecute
su venganza, pero “Ulises increpó al kradíe con estas palabras:
“¡aguántate, kradíe! Cosas más horribles en otra ocasión ya soportaste!”
(Od., XX.13-8). Recuérdese que tanto thymós como ménos y noûs, si
bien suceden en el hombre (en sus phrénes), le advienen desde afuera,
no emanan del “yo”, no forman parte de él, sino que implican su
negación o cuanto menos su limitación (los momentos en que no se es
“causante”, aítios), a partir de “lo otro”. Kradíe, étor, etc., en cambio,
designan órganos que hay en el hombre vivo siempre, y también los
procesos que acontecen normalmente en dichos órganos. Por
consiguiente, pasajes como el mencionado -aunque sean poco frecuentes
en Homero- implican una tendencia hacia la ubicación de lo psíquico en
el hombre, ya que indudablemente si el hombre homérico podía ver, por
ejemplo, el thymós como exterior o adviniéndole de afuera, le resultaría
en cambio inconcebible la exterioridad de su propio corazón. Desde
luego que se trata de una metáfora, pero que tiene un valor muy distinto
al que puede poseer cuando la aplicamos hoy.
2. La psykhé en Homero
Dodds ha hecho notar, muy bien a mi juicio, a quienes (como Maxon)
acusan a Homero de irreligiosidad, que las descripciones de
intervenciones psíquica por parte de los dioses -de estos enajenamientos
que constituyen los primeros momentos que de la vida interior toma el
griego- configuran verdaderas experiencias religiosas. En cambio,
Dodds ha prestado poca importancia a los pasajes homéricos que, en mi
opinión, constituyen los momentos de mayor religiosidad de que
tengamos noticias de ese mundo de los siglos VIII a VII: los que
conciernen a la experiencia de la muerte. Si nos vamos a ocupar de ellos
aquí -y en forma excesivamente sintética- es porque guardan una
estrecha relación con el vocablo psykhé, que en un principio parecería
haber constituido la residencia de la clave de toda esta investigación,
77
cosa que ha sido desmentida por la marcha de esto, más in desvincularlo
por eso del todo de lo que hemos visto.
Considero como un grave error de Jaeger el concebir la muerte
como la culminación de los afanes del hombre homérico, 126 cuyas
aspiraciones a perpetuarse se concretan con los honores póstumos y la
gloriosa fama que se preserva para la posteridad. Puede haber sido esto
as´tal vez en la edad oscura de las sagas heroicas, pero no en la época de
la composición de la Ilíada, cuyos poetas, como lo hemos señalado,
insisten en mostrar la negrura de la muerte, “que todo lo termina”, “el
fin odiado”, como rezan algunas de las fórmulas repetidas incontables
veces en el poema. Tal vez las excavaciones arqueológicas demuestren
que los honores póstumos correspondían a la época micénica; en ese
caso, tendría razón Rohde al explicar su presencia en la Ilíada como
resabios de un antiguo culto a los muertos que ya ha perdido su sentido;
podrían acaso interpretarse algunas descripciones (como la de las
exequias de Patroclo, o, por ejemplo, el pasaje de Od., I.240 y 290-1)
como una adaptación caballeresca de aquel ritual antiguo a los nuevos
valores de los tiempos heroicos, a los que correspondería la afirmación
de Jaeger. Pero la realidad del momento de composición de la Ilíada y la
Odisea es bien distinta, y la presentación de la muerte en forma patética
no es un simple recurso poético sino que exhibe una concepción (nótese
que en el verso I.289 de la Odisea que precede a los que se refieren a la
necesidad de exequias se dice: “si oyes que está muerto y ya no existe”).
El poeta no podía dejar de tener presente que su auditorio, compuesto
por señores feudales de capa caída, vivía aún con la mentalidad heroica
que consideraba al bravo, caído en su ley, en la cúspide de la gloria; y sí
convierte a Ulises en portavoz de esa concepción, cuando, al descender
al Hades mediante un artificio mágico habla con los muertos y le dice a
Aquiles (Od., XI.485.91):
126
Paideia I, “Nobleza y areté”, pp. 26-27. Cf. también su ya mencionado
artículo “The Greek Ideas of Immortality”, pp. 138-9.
78
No quieras consolarme de la muerte, queridísimo Ulises,
pues preferiría ser un labrador que fuera siervo
de un hombre pobre, que no tuviera muchos bienes,
antes que enseñorearme sobre todos los muertos.
El caprichoso arbitrio de Zeus debe reconocer ahora una ley para los
mortales: la terminación de todo con la muerte. Es harto sugestivo el
pasaje de Il., XXII.168-213, donde Zeus, que continuamente se mueve
por impulsos y pasiones y que es exaltado partidario de Héctor, en cuyo
favor desea intervenir, es increpado por Atenea, por tratar de “librar de
la muerte a un mortal condenado hace tiempo por el destino”; Zeus
confiesa que no pensaba desacatar tal decreto, pero poco después lo
vemos dudar nuevamente, y en el momento decisivo apela a la balanza
-ese impersonal y objetivo instrumento de comercio y de justicia-, cuyo
desequilibrio señala que Héctor ha de morir (210-2). Zeus, afligido, se
retira del combate y asiste con Apolo a la muerte de Héctor a manos de
Aquiles (éste sí auxiliado por Atenea).
Esta situación puede reflejar la creciente tendencia de las clases
comerciales e industriales a imponer un poco de orden que les
permitiera consolidarse, poniendo fin a las aventuras guerreras y piratas.
Pero en todo caso Homero no inventó la muerte a pedido de dichos
sectores; se detuvo a describir algo real, sobre lo cual parecería que
antes el griego no se había detenido a meditar. Los dioses olímpicos
intervienen, con un ánimo entre guerrero y deportivo, en los combates
de aqueos y troyanos, y sus intervenciones hacen ganar o perder areté: el
hombre homérico dominado por una divinidad, que ha limitado su
señorío individual imponiéndole el suyo propio (que también es un
señorío individual, aunque reciba el nombre de “divino”). Pero ahora se
le hace sentir otra situación, en la cual ya no es cuestión de ganar o
perder areté: en la muerte se pierde todo. Aquiles lo declara, vivo (en la
Ilíada, 395-416) y muerto (en el artificio de la Odisea). El descenso de
Ulises al Hades no nos pone en contacto con ningún “más allá”: léaselo
80
bien, como ya lo han hecho tantos estudiosos, y se verá que sólo nos
confirma lo que en la Ilíada ya sabíamos, a saber, que con la muerte
termina todo, y que más vale ser un campesino como aquel que Ulises
decía que podría horrorizarse con la guerra, en lugar de ser un ilustre
guerrero y señor como Ulises (Od., XIV.222.8), con tal -claro está-,
añade Aquiles, de estar vivo y no morir “en pleno vigor y juventud”,
como reza una de las fórmulas con que llora Homero la muerte de los
héroes. Pero aquí ya no se halla para explicar la cosa ninguna causa
suprema al estilo guerrero y señorial: es algo que sojuzga, sí, pero este
sojuzgar no es “apropiarse”, sino aniquilar. Y esto ya no se entiende,
aunque su realidad sea patente: es entonces “lo-absolutamente-otro”, y,
como tal, la instancia numinosa última de la concepción homérica. En el
siglo siguiente el filósofo Anaximandro intentará tal vez una
explicación, hablando precisamente, en lenguaje homérico, de una
reparación (tísis) que se paga con la muerte, aunque la pérdida de su
libro nos impida saber qué es lo que debe repararse. Pero aquí no hay
explicación; sólo hay un impacto que el poeta experimenta al detenerse
a pintar la muerte. Y es de este impacto que está cargada la palabra
psykhé, que hemos visto designaba todo lo que se pierde con la muerte.
Es muy probable que, como dicen Bickel y Jaeger, la etimología de
psykhé remita al “aliento”. (El citado pasaje de Il., V.696-8 parece
bastante claro.) Pero si alguna connotación de semejante significado
conserva en Homero ha de ser sólo la de “último aliento”, y diría que
en forma secundaria junto a que hemos señalado como básica. Por
supuesto que, cuando digo “todo” no quiero decir “conjunto” o “suma”
de todas las cosas que se pierden: como si se perdiera el honor, los
bienes, etc., o los miembros, el corazón, el thymós. Más bien pienso en
todo el individuo, y como totalidad indivisa. La idea de Otto, Jaeger y
Bickel de que psykhé designa algo impersonal y no individual (el
thymós sería lo personal) creo que se basa en la traducción que hacen
del vocablo como “vida animal” y en que piensan consiguientemente en
nuestro moderno concepto de vida animal o vegetativa, de índole
inconsciente (concepto que además está en discusión). Pero no le he
encontrado el menor asidero en los textos homéricos: a diferencia de
thymós, noûs, etc., de los cuales puede haber muchos para un mismo
individuo, hemos visto que hay una sola psykhé (Il., XXI.569): vimos
que se trataba de un significado de posesión). La psykhé es algo
rigurosamente individual: Aquiles dice “mi psykhé” (Il., IX.322), y
lucha “por la psykhé de Héctor” (XXII.161). “Si Zeus me da coraje para
quitarte tu psykhé”, dice Héctor a Aquiles (XXII.256-7), y vemos a
Diomedes quitarle las armas a los hijos de Mérope luego de haberlos
81
despojado, de la misma manera, de thymós, y psykhé (XI.333-4). La
conjunción aquí -como en otros pasajes- de thymós y psykhé no me dice
más que la conjunción -también dada con frecuencia- de ménos y
psykhé (por ejemplo, Il., V.296) o aión (¿tiempo?) y psykhé (por
ejemplo, XVI.453 y Od., IX.524), que se refieren siempre a la muerte;
con ésta se pierde todo, y por ende también el thymós o ménos que haya
en este momento en el individuo, y asimismo su aión. La redundancia
que implica el añadido de estos términos es típicamente homérica y no
supone ni una identificación ni un contraste entre ambos vocablos. Lo
que se ve claro es que cada héroe tiene su psykhé, caso podría decirse
que en propiedad, ya que se narra que “es despojado” de ella como de
sus armas.
Y si psykhé designa a todo el individuo que se pierde con la muerte
es completamente natural que se utilice ese nombre para designar al
espectro de la antigua creencia y que ahora carece de toda consistencia y
posibilidad de actuar en sentido alguno, y cuya morada tradicional es el
Hades, o sea, debajo de la tierra que pisamos. No hay para ello, entones,
a mi juicio, ninguna transferencia de sentido o doble acepción del
vocablo: la psykhé en Homero jamás reside en el hombre vivo. El
espectro del muerto podía ser para el primitivo un ser real y activo que
interfiere en nuestra vida, pero para el hombre homérico es todo el
individuo que se ha perdido, y por ende sólo nos cabe llorarlo o
recordarlo respetuosamente, y (si hubiera queextraer moralejas) tratar de
que, a nuestra vez, nuestras individualidades no se pierdan ociosamente
en aventuras piratas. Este sentido de psykhé es, a mi juicio, lo único que
permite que, a pesar de no referirse jamás a la vida psíquica del hombre
(ni consciente ni inconsciente, ni en el sueño ni en la vigilia), haya
pasado más tarde a designar la vida psíquica en su totalidad (de la cual
thymós va a ser sólo un aspecto o parte). Esto sucedió cuando las
creencias populares -ignoradas por Homero pero nunca extirpadas-, que
jamás creyeron o aceptaron que con la muerte termina todo, tornaron a
la escena pública griega e impregnaron el pensamiento de los poetas y
filósofos. De ese modo se rescató la psykhé, que, de “todo el individuo
que se pierde con la muerte”, pasó a significar “todo el individuo que
subsiste allende la muerte”.
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