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Buscar indicios construir sentidos – Graciela Montes.

Del prólogo

"Todos tendríamos que escribir nuestras historias de lectores. Allí hablaríamos de libros, sí, pero
fundamentalmente, de condiciones de lectura. De nuestros vacíos, nuestras preguntas, nuestros
laberintos. De todas las lecturas, las del papel, las digitales, las orales, las de la música y de las
películas, las de los signos, las de la vida. Que eso es para Graciela Montes la lectura, la de la vida,
la de ir construyendo nuestros caminos de significaciones, nuestro modo de ser humanos"

Capítulo 1. Elogio de la perplejidad.

Pág. 18. Un remolino que gira y, al girar, parece ir despidiendo hacia los márgenes abismales a
millones y millones de humanos que, sin embargo, quieren sentirse cosmos, que son cosmos y
merecedores de lectura (al menos según nuestra manera de verla las cosas, la de nosotros los que
estamos aquí adentro, que tal vez constituyamos un nuevo Coro artistofánico, no de pájaros sino de
lectores)

Pág. 20. Este rato de charla tiene para mí un único propósito: salir en defensa de la perplejidad.
Demostrar, si puedo, que la perplejidad es algo elogiable, bueno y preñado, aunque todavía no
parido, algo así como el estado de ánimo del caos. Y el comienzo de toda lectura.

Tal vez no estemos tan mal parados para “leer” lo que nos está pasando, puesto que estamos
perplejos.

Ojo---- Marc Soriano que le enseñó a historizar y contextualizar los temas

Pág. 23. Esta contextualización social de la cuestión de la lectura – que cobró nuevo sentido para mí
a partir de la lectura de grandes historiadores de la cultura como Roger Chartier o Reymond Williams
o George Steiner- debía leerse a la luz de esta democratización extraordinaria al parecer,
“desperdiciada” puesto que los alfabetizados no tenían “interés” en leer y leían sólo lo que se veían
forzados a leer para abrirse paso en la vida cotidiana. (…) ¿No sería que habría que redefinir la
palabra “leer”, y “lectura”, haciéndola entrar en juego con las nuevas condiciones?

Pág. 24. Había algo de búsqueda en lo que prometía el texto, algo de promesa de revelación en el
abrir un libro, en el internarse en una historia. Un misterio, algo escondido. Leer no me lo resolvía –
el enigma es, por definición, insoluble- pero me acercaba a él, me permitía rodearlo, explorar sus
bordes.

Pág. 28. “Perplejidad” era mi palabra. De perplexus: enmarañado, mezclado, tortuoso, lleno de
vueltas (como un laberinto), y del griego pleko: trenzar, rizar, anudar con lazos; dícese también de
la voluta del humo, del repliegue del cuerpo de la serpiente, de las voces que se entrelazan en coroy
de los discursos que se tejen con palabras.

Pág. 29. Fue entonces que se me apareció el viejo Caos. Si todo era confuso, no había nada más que
apoyarse en la confusión misma. Sin internar resolverla de un plumazo, sino más bien dejándose
flotar en ella. Yendo y viviendo por el laberinto, yendo y viniendo por la biblioteca. Así que empecé
por el caos.
Pág. 32. Borges al final de La muralla y los libros:
“la música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos
crepúsculos y ciertos lugares quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido
perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el
hecho estético”

“La inminencia de una revelación, que no se produce”, ésa, sobre todo, era la imagen que yo
buscaba. Algo para entender, que nunca se entiende del todo. Algo para atrapar que nunca se
atrapa. La víspera expectante, que mueve al lector, lo acucia, lo hace desafiar el Caos y lo oscuro.

Pág. 33. La lectura lo pone a uno frente al acertijo. Lo “perplejea” digamos (pido permiso para el
neologismo). Lo deja al borde de la inminencia. Y es ese acertijo, es inminencia, esa primera
oscuridad con la que uno confronta lo que lo lleva a leer, justamente. Ese es el vacío que llenar. Ese
es el silencio que se llena con palabras. Es así como respira la lectura. El aire no entra por su cuenta
a nuestros pulmones, es el vacío que se hace en los pulmones, el que arrastra hacia adentro el aire
(todos los que hemos tenido crisis asmáticas conocemos el misterio). Y con la lectura es igual. Tiene
que haber un vacío que se llenará leyendo. Si el vacío no está, de nada vale empujar hacia adentro
la lectura. Ésa es la condición previa. El vacío, metafóricamente la pregunta, lo que no se sabe, lo
que a uno le falta. Que por supuesto, como demostraba Sócrates, es el inicio de todo saber bien
parido, ya que – y ahora nos podemos acordar de Nietzche en el Ecce Homo- “en última instancia
nadie puede escuchar en las cosas, incluidos los libros, más de lo que ya sabe”

Pág. 42. ¿no tendrá que pensarse la escuela en relación con la lectura? ¿no será que no es la cartilla
la mejor de las entradas al lenguaje escrito? ¿no vendrán la perplejidad, el desconcierto y la
necesidad de construir sentido antes que el método cualquiera que éste sea? Emilia Ferreiro decía
en su conferencia que el iletrismo (forma crónica y muy rebelde del analfabetismo que consiste en
ser capaz sólo de descifrar el código, y sólo eso) seguirá avanzando mientras se siga apostando a los
métodos (concebidos para formar técnicos especializados) y se olvide la cultura letrada en su plena
complejidad.

Pág. 43. El énfasis del taller está puesto en el hacer. Cuando el coordinador del taller de animación
no es un lector autónomo, con motor propio, lo más probable es que descrea de la lectura. En ese
caso caerá de inmediato en el activismo frenético y la mostración obsesiva: habrá tanto que hacer
en materia de maquetas, representaciones, cambio de finales, pesquisas, reportajes, dibujos y
demás, que rara vez quedará tiempo o lugar para el vacío. El pequeño vacío indispensable. El
silencio, la inminencia y la perplejidad. Ese vaciarse de los pulmones para que pueda insuflarse la
palabra, ese ritmo de respiración natural que tiene la lectura. El comentario casual, la demora. Sobre
todo eso: la demora, la espera. Ese lector tan “animado”, ¿habrá aprendido a respirar solo? ¿habrá
tenido espacio para explayar su perplejidad, aunque sea ésta una emoción tan oscura y poco
vistosa?

Ojo---- Cuento de Turguéniev Punin y Baburin.

Pág. 47. Un momento de crisis puede ser un buen momento para poner un huevo.

Pág. 48. Yo brindo porque los lectores sigamos teniendo llena de pájaros la cabeza”
Capítulo 2. De la consigna al enigma o cómo ganar espacio.

Pág. 53. Me gustaría definir a qué me refiero cuando hablo de espacio. OJO: ¿y cuál es tu espacio?

Contemplar el sol entrando por la ventana, tender una mesa con algún esmero, tejer una manta
eligiendo con fruición*los colores, bailar, seguir el vuelo de los pájaros con la mirada, evocar viejas
escenas y sonreírse en secreto, pasearse entre los árboles o por las calles de la ciudad, resolver
acertijos, pulir con cuidado un trozo de madera porque sí, para descubrir su lisura, escuchar el relato
de un cuento o el sonar de las chicharras en verano, mirar un cuadro, un paisaje, el dibujo fugaz de
una vuelta de caleidoscopio, cantar una canción, reconstruir un poema en la memoria, deformar
por gusto una palabra, sacar una foto, volver a ver una película que recordamos con añoranza, juntar
un ramo de flores, buscarle los sonidos a una cuerda de guitarra o preparar un guiso con deleite
forman parte de ese “espacio” tal como quiero plantearlo. El arte – lo que todos conocemos como
arte también la literatura- llevará la construcción hasta el final, simplemente.

*Placer o gozo intenso que siente una persona al hacer algo”


Pág. 57. Lo contrario de la domesticación funcional y el amoldamiento. Aceptar hasta el final lo
inatrapable: el enigma. (…) es mucho más fácil educar para el funcionamiento que para el desarrollo
humano. Es muchísimo más fácil recurrir a la consigna. En primer lugar, el maestro socrático no
queda nunca fuera de la zona de riesgo. (…) por otra parte, él mismo tendría que tener una zona
expandida, una frontera activa, realmente indómita, siempre sensible al enigma, para emprender la
tarea; con el oficio solo no le alcanzaría. Y tampoco le bastaría la rutina, tendría que desarrollar una
actitud diferente. Tendría que ser menos asertivo y más atento a los indicios. A la vez más prudente,
para esperar el momento, y más audaz para acompañar los impulsos de construcción de sus
discípulos, aunque no sean exactamente los que uno tenía previstos en el módulo correspondiente.
Un maestro socrático tendría que ser capaz de deslumbrarse frente al mundo. Tendría que tener
muchos más conocimientos y sobre todo muchas más preguntas, y una frecuentación del arte
mucho más apasionada y viva.

Pág. 58. ¿cómo empieza la construcción de ese espacio que conquistamos día a día? (…) Todo
empieza con el juego. Jugar ensancha el espacio. (…) A veces son tan duras las condiciones que el
juego desaparece. Porque para jugar hay que tener esperanza. Como nos mostró Winnicott, el juego
nace en la espera, para consolar la espera. Nace del vacío entre dos momentos de plenitud. Si la
madre se ausente y luego, más tarde, vuelve, cuando vuelva a ausentarse, habrá soledad para el
niño, pero también esperanza. Entonces habrá juego. Pero si la madre no está y no está, si los deseo
nunca son saciados, si el abandono es permanente, si la plenitud nunca llega, desaparecen las
esperanzas y el juego. Sólo se languidece. En eso casos no hay ocasión de jugar, tal vez nunca se
juegue.

Pág. 60. El entretenimiento mata al juego, porque el juego es, por naturaleza, una exploración del
enigma, y languidece con exceso de consigna.

Pág. 62. (…) que vidas distintas le dan a uno distintas formas de nutrir el imaginario y, sobre todo,
le dan o no le dan lo que decíamos antes: la ocasión, la brecha donde construir su espacio. Las
experiencias de un niño urbano, de departamento y escuela y las de un niño rural, o un niño urbano
pero de la calle, desprotegido, pueden ser extraordinariamente diferentes. Las sombras, las escenas
o los enigmas con que uno empieza a nutrir su imaginario pueden variar mucho según sea la vida
que uno lleve.

Solo algunos niños, muy pocos, tienen alguna ocasión de frecuentar otras formas de imaginarios:
poesía, novelas y cuentos, anécdotas familiares, cine, música, teatro. Para la mayor parte de los
niños, la variedad de los “imaginarios prestados” que están a su alcance es mínima.

Pág. 67. Ahora la pregunta sería: si el enigma y la exploración del enigma – o sea el espacio propio
– están en riesgo, si la rígida homologación – la celda – a que nos somete el mercado anestesia
nuestra capacidad constructora, si los mandatos sociales nos impulsan a consumir y nunca a
explorar ¿qué podemos hacer al respecto? ¿acaso los niños ya no necesitan un espacio poético? Y,
si lo necesitan, ¿cómo darles ocasión de que lo construyan? ¿cuál es el papel del educador –del
maestro socrático- en todo esto? ¿cómo puede hacer para destrabar lo tan trabado, ir en contra de
lo establecido?

(…) Acaso de conviene a una sociedad construida sobre la ley del mercado que las personas tengan
enigmas? ¿Qué se pregunten acerca de su pasado y fantaseen su futuro? ¿Qué usen parte de su
tiempo en “sentirse vivir” simplemente? ¿ que contemplen capos de girasoles, recuerden poemas,
se demoren en sus juegos, piensen el mundo? Claro que no. El énfasis del mercado está puesto en
la función, en el carril y en lo útil y eficaz, que garantiza que siga adelante el funcionamiento.
“Hacerse problemas”, “cuestionar”, “pensar demasiado” en cambio, parecen pérdidas de tiempo.

Pág. 69. Y también es revolucionaria la instalación de lo diferente, de lo heterogéneo. La


constatación, a cada paso, de que el mundo es variadísimo y múltiple, que la realidad está ahí, en
toda su riquísima heterogeneidad hecha de capas y más capas de infinitas experiencias, inatrapable
siempre, es un modo de destrabar la homologación a que el consumo parece habernos condenado.

Capítulo 3. De lo que sucedió cuando la lengua emigró de la boca.

Pág. 74. Y sin embargo la lengua es, también, la que habla. Los muchos y muy sutiles músculos que
la atraviesan permiten que, en su arquearse, aplanarse, ahuecarse, frotar, rozar, sopapear y cercar
el paladar, los dientes y los labios, la lengua module el aire vibrante que sale por la boca en ruidos y
sonidos que alimentarán la cara audible de nuestra señal humana: la palabra. Pero como la palabra
tiene, además de ese sustento material, hecho de impulsos de aire modulados por sutiles y sabios
rozamientos y vibraciones de la carne, otra cara, la invisible, que es la que la convierte en lo que es
–un signo–, y esa cara está hecha de ideas, imágenes decantadas, pensamiento o espíritu, y no de
músculos, membranas y hueso, resulta ser que la lengua, a la que comenzamos presentando como
puro cuerpo, húmeda sensualidad, avanzada de nuestras entretelas, termina por ser, en una
metáfora vigorosa y trascendente, no sólo lo que es sino también lo que parece favorecer: el
lenguaje. Lengua, lingua, langue, glossa, tongue, Zunge... A la vez cuerpo y alma. Con la lengua
susurramos y bramamos nuestras ideas. En la lengua y con la lengua, auténtica frontera hecha de
saliva y espíritu, se construyen los sentidos. Y construir sentidos es la señal de lo humano.

Somos nuestro lenguaje. Significar es nuestra actividad fundamental desde el comienzo.


Con esta imagen de la lengua emigrante, lo que se instala, como es natural, y lo que quiero yo
instalar, es el cuerpo. Mi cuerpo y los cuerpos. Lo que está ahí y se me ofrece a los sentidos,
tremendamente evidente y, al mismo tiempo, asombroso siempre. Los múltiples, infinitamente
variados, infinitamente determinados cuerpos con que la realidad se me hace presente, empezando
por el mío propio. Es decir que estos párrafos podrían haberse llamado también “¿Dónde está el
cuerpo?” porque pretenden explorar eso, el modo en que el cuerpo encuentra o no el modo de
hacerse presente en la palabra, y el cómo, a mi manera de ver, si los cuerpos –el enigma– dejan de
ocupar su sitio de enigma, la construcción de sentido se desvanece.

Pág. 78. Esas palabras hablarán acerca de otros cuerpos o del mío propio, puesto que son signos,
pero al hablar de ellos los estarán anulando; donde esté la palabra ya no estará la cosa, ya que el
signo es, en una de las definiciones más ajustadas y bellas que se conozcan, “la marca de una
ausencia”. O sea, digamos (vertiginosamente), que el cuerpo es condición de la palabra pero la
palabra mata al cuerpo. Y el tiempo, a su vez, matará a la palabra. Se parece un poco al juego de
piedra, tijera y papel. A medida que digo estoy dejando de decir. Mi decir es temporal e irreversible,
ésa es su fatalidad, porque lo dicho, dicho está, y ya no se está diciendo, y cada cosa dicha mata
irremediablemente a lo que no se dijo y se podría haber dicho. Y el fluir de la palabra, al hacerme
evidente el tiempo, me remite otra vez a la mudanza, a la nada que acecha detrás de todo ser, y
entonces, de nuevo, a la deslumbrante fragilidad de nuestro mundo y sus presencias. Los cuerpos
(presencias vivas), el tiempo (lo fatal, la mudanza) y la palabra (los sentidos, los significados)
mordiéndose el rabo. Y el vértigo sigue.

Pág. 79. Yo digo que filosofemos, filosofar es sano. Me parece que algunas de nuestras peores
flaquezas contemporáneas derivan de la pereza, fomentada tal vez por la tecnología, que nos hace
huir del pensamiento filosófico tanto como del coraje moral (que tal vez, en el fondo, sean lo
mismo). Arrullados por un exceso de información y de eficacia, convenientemente encapsulados,
nos cuesta despabilar nuestros prejuicios y ponernos a pensar todo de nuevo. Propongo que
filosofemos, al menos en el sentido en que filosofaban los viejos griegos, viviendo y observando y
preguntándose acerca de eso que vivían y observaban.

Pág. 83. Tener esperanzas. Eran una red de pescador con la que atrapábamos el pasado ya escurrido
y el futuro aún inalcanzable con la mano. Por otra parte, como manteníamos vivo el recuerdo de los
cuerpos que nos evocaban, nuestro cuerpo, a su vez, respondía a ellas apasionadamente, las
obedecía. Nos decían “mar” y volvíamos a sentir el grano de arena entre los dedos del pie, el olor
de las algas, la inquietud del vientre cuando está a punto de ser alcanzado por la ola. Nos contaban
cuentos y, cuando la trama se encrespaba, nos batía más el corazón, nos afloraban las lágrimas, se
nos inflaba bruscamente la vejiga y tal vez tuviésemos necesidad de salir corriendo al baño para
desahogarnos.

Pág. 86. Y entonces también mi cuerpo vivirá, ya que con él y en él alenté esos sueños. O sea que –
me digo yo–, veinte mil años antes de que Quevedo escribiera su espléndido soneto de triunfo del
amor sobre la muerte, ya pensaba el antiguo escritor de Altamira, igual que él, “serán cenizas, mas
tendrán sentido, polvo serán, mas polvo enamorado”, porque de ese afán, de sus dichos, de su
mundo, quedaría marca en la piedra. ¿Quería comunicar algo? Tal vez, pero sobre todo quería ser
inmortal, me parece. Gérard Pommier cuenta en su libro Nacimiento y renacimiento de la escritura
que durante muchos siglos los augures chinos inscribieron sus caligramas en el fondo de vasijas de
bronce, donde ningún otro humano podría leerlos.

Pág. 87. Tal vez no escribamos para comunicar sino para recordar, para mantener vivo lo que podría
afinarse y afinarse, como el “finado” de mi infancia, y disolverse en la nada. Para derrotar a la muerte
y al tiempo.

Pág. 89. No sólo podemos, como escritores, dejar asentadas nuestras búsquedas y nuestros
hallazgos –es decir, nuestras lecturas–, y de esa manera embarcarnos en empresas de sentido más
complejas y ambiciosas, sino que, como lectores, podemos compartir las búsquedas y los hallazgos
de otros, perplejarnos o deleitarnos con los universos de sentido que otros han construido y
entrarlos a formar parte del nuestro, es decir, reescribirlos. Prefiero hablar aquí de universos de
sentido y de significaciones, y no sólo de palabras, porque muchas de esas primeras marcas sobre
la piedra, el cuero o el papel (deliberadamente me referí a las imágenes de las cuevas de Altamira,
a los caligramas chinos) no eran el equivalente a las palabras dichas, el escritor no parecía
preocupado por reproducir el habla sino por dejar marcados los significados. El universo de la
significación es más grande, y mucho menos explorado, que la palabra, como bien puede demostrar
el arte. Conviene recordarlo cuando la preocupación por el dominio de la técnica silábica suele
oscurecer, en la enseñanza de la lectura y la escritura, esta búsqueda de sentido, que es lo único
que justifica el esfuerzo.

Pág. 90. En la lectura, un acto por lo menos tan milagroso como la escritura, si no más, el lector le
presta su cuerpo y su tiempo al enunciado, que vuelve así a ser enunciación. Piedra, papel y tijera.
La escritura había buscado la inmortalidad, y la lectura la devolvía al tiempo. La palabra había
buscado liberarse del cuerpo, pero el cuerpo seguía siendo su condición, y sobre él debía
construirse. Al fin de cuentas ¿para qué se escribe y para qué se lee sino para tratar,
infructuosamente, de penetrar el silencio de los cuerpos?

Pág. 92. La edición, sobre todo los mejores sueños de los buenos editores, tiene mucho que ver con
esta erótica, que no sólo se complace en convertir en cuerpo la palabra sino también en poner ese
cuerpo nuevo en contacto con otros, o con el cuerpo social, la sociedad, que está hecha de cuerpos
(no importa cuántos discursos interpongamos para hablar de ella), presencias, cada una con su
espacio, su tiempo, sus infinitas determinaciones, su historia, que el editor buscará maridar con los
libros.

Después, en segundo lugar, está el cuerpo que se construye con la palabra misma: la obra y su
contundencia. En ese sentido la poesía –la dimensión poética de la palabra– es, de todas las formas
textuales, la más capaz de crear presencia y lo más parecido a un ser viviente. Por muchas razones.
Porque apela a los sentidos, y devuelve la memoria de lo sonoro – alitera, ruge, sisea, ulula, ritma,
consuena y parece nacida para erotizar la lengua–. Porque genera imágenes –metáforas y ficciones–
incesantemente. Porque vuelve extraño el lenguaje y lo fisura de mil modos, con lo que el enigma
puede vislumbrarse por entre las grietas. Por la mímesis de la vida que siempre entraña: las historias,
los personajes, las sociedades, los objetos, los recuerdos, los paisajes, los interiores, las situaciones,
los momentos históricos, los dialectos y las jergas, los mitos. Y sobre todo por ese carozo de materia
inexplicable que contiene, porque en la poesía hay un punto que siempre se escurre, que no está
bajo el control del lector. A la nostalgia del cuerpo, a la pregunta que se hace Steiner de cómo
recuperar la irrecuperable textura, el irrecuperable color, la irrecuperable presencia de la rosa con
la palabra “rosa”, el poeta responde con el poema, que se acerca amorosamente hasta el borde de
la rosa, de lo que, como decía Wittgenstein, jamás podrá decirse, porque es pura presencia. La del
poeta es la palabra que más cerca puede estar del silencio.

Pág. 97. ¿O es que será impensable hoy un Proust porque ni el cuerpo ni el tiempo ni la lectura ni la
perplejidad en que nos sume la vida son ya cuestiones que den para largas novelas? ¿Qué clase de
lector se construye en el ciberespacio? ¿Es un lector semejante, diferente, complementario,
compatible con el lector de libros? ¿Se lee en el sentido en que entendíamos leer en nuestras dos
paradas anteriores, como construcción del sentido? Y, si es así, ¿cuál es el motor? ¿por qué
entramos a la red, por ejemplo? ¿Hay, como en el caso de Proust, ese “puño firme”, esa creencia en
que hay algo valioso que atrapar en eso que se está leyendo? ¿O buscamos sobre todo hacer pasar
el tiempo evitando las consecuencias?

Capítulo 4. Las plumas del ogro. Importancia de lo raro en la literatura.

Pág. 109. Si la imprevisibilidad y la feliz casualidad desaparecieran, la lectura del lector, como el rey
del cuento, moriría. Esto va en serio. Es una metáfora, pero las metáforas son cosas serias: cualquier
acción de lectura –un plan de lectura por ejemplo, una cartilla de recomendaciones, o cualquier
forma de animación o promoción o auspicio de la lectura- será respetable solo si no se mete con las
plumas del ogro. Las plumas del ogro pertenecen al lector, forman parte de su empresa. Deberán
ser descubiertas y arrancadas por él, pertenecen a su esfera de poder y están fuera del alcance del
poder de otros, más allá de cualquier intento de administración o control de la lectura. Y pertenecen
al lector porque es el lector el que corre los riesgos. Como en el cuento, leer también es no ser
devorado. Para n ser devorado el lector hace su lectura. Acepta el desafío del texto – su oscuridad,
sus escollos, sus engaños- y responde a ese desafío desplegando sus propias técnicas, sus ardiles.
No es pues un ingenuo, un inocuo, un receptáculo vacío. El lector tiene poderes. Solo que su poder
se manifiesta en el curso de la experiencia, precisamente allí: cuando se está leyendo.

(…) se comienza a ejercer el poder del lector mucho antes de la aparición de la letra escrita incluso
antes de la aparición de la palabra, cuando desplegando el mundo delante de uno –o mejor,
revolcado uno en el mundo y con poca perspectiva veces para contemplarlo- uno se las va
ingeniando como puede para construir pequeños islotes de sentido, que no son grandes teorías,
principios, cosmovisiones, ni siquiera conceptos e ideas, sino mucho más modestamente relatos.
Relatos mínimos, pequeñas historias, al comienzo historias sin palabras, que uno mismo se va
contando para encontrarse, mal que bien, algún lugar, para armarse un refugio en el gran
desconcierto.

Pág. 112. Su manojo de plumas, su personal conjetura. Nada muy organizado, pero curativo.

Pág. 113. (…) Porque tener un libro en la mano no es garantía de haber adoptado la posición de
lector ya que como todos sabemos y hemos experimentado más de una vez se puede cumplir con
el ritual de decodificar y reproducir sin construir por propia cuenta y riesgo un sentido y sin que el
texto “le diga a uno” nada.

Pág. 114. “El que lee” se mueve dentro de las condiciones dadas con cierta libertad, llevado por su
curiosidad, sus ansias, sus puntos de desequilibrio y también sus posibilidades, sus operaciones, sus
recursos. Se apoya en las condiciones, y también las contradice. Hay un diálogo, una dialéctica.
Lector y lectura no son estamentos quietos. Es esta dialéctica, esta ida y vuelta entre el lector y las
lecturas, entra la experiencia íntima y las condiciones públicas, lo que me parece bueno poner en el
centro de la escena.

Pág. 116. La consulta directa a los potenciales lectores a la hora de elegir los títulos parece un signo
de libertad, pero si los lectores no disponen de más opción que un mensaje publicitario la elección
se convierte en una forma de obediencia.

En todo caso, visibles u ocultas, las condiciones están ahí, y son ineludibles. El lector las necesita y
depende de ellas, en muchos aspectos las condiciones lo determinan, marcan sus ocasiones. Le
proporcionan material, territorios de exploración, le ofrecen alternativas: no es lo mismo tener
entrada al código escrito que no tenerla, no es lo mismo tener una biblioteca popular cada veinte
cuadras que tener una cada trecientos kilómetros. No es lo mismo tener por maestro a un buen
lector que a un burócrata. Pero también le marcan un orden, una administración, ciertos recorridos,
ciertos controles. Este “orden de lectura”, llamémosle así, incluyendo tanto sus riquezas como sus
rigores, es una instancia pública cuyos efectos aparecen en la lectura privada. La idea corriente de
lectura en la sociedad, la imagen que se tiene del lector, los circuitos de lectura, el flujo de los libros
y otros bienes culturales, la oferta editorial, la programación de los medios de comunicación masiva,
la dotación de las bibliotecas, la labor educativa, las poéticas dominantes… todo eso, que forma
parte de la dimensión pública de la lectura, marca y condiciona la dimensión privada. La lectura
personal se hace sobre y contra esa tela, que la sostiene y al mismo tiempo le ofrece resistencia.

Las “acciones públicas de lectura” tratan o deberían tratar principalmente de estas condiciones.
Cuando se arman planes o se diseñan políticas debería hablarse sobre todo de eso, de las
condiciones. Las condiciones son, deben ser, tema ineludible en educación pública, en la extensión
universitaria. Sobre las condiciones hay que hablar, discutir y llegado el caso, sin compete, legislar
de la manera más esclarecida posible, tratando de ir más allá de la redundancia y el esquema fácil,
buscando entender exactamente cómo está funcionando esta trama pública, haciéndola evidente.
En cambio, no se puede legislar sobre las plumas del ogro.

Pág. 118(…) una acción de lectura que se atuviese sobre todo a discutir las condiciones, podría hacer
mucho por el lector: enriquecer sus ocasiones, dar lugar a su lectura en circunstancias más justas,
más generosas y amplias. Una acción de lectura puede modificar la trama pública cuando ésta to
entorpece los recorridos privados. Puede ensanchar los horizontes. Sin embargo algunas y hasta
muchas “acciones de lectura” –voy a agrupar por el momento bajo esta denominación asuntos
bastantes variados desde planes a gran escala a “mini-animaciones”- llevan su afán de legislación
más allá de su territorio y avanzan sobre la experiencia del lector al punto de pretender
arrebatárselas. Es una intervención desleal y se puede decir que perniciosa, contraria a la salud de
la lectura.

Voy a dar tres ejemplos de intervencionismo exagerado: la legislación sobre “lo apropiado” y “lo
inapropiado”, la exaltación del gusto (o de la moda) y la interpretación previa.

“Vamos a leer un cuentito muy lindo, que nos va a gustar mucho”, con esa primera persona del
plural falsamente inclusiva (“ahora hacemos silencio”) que se usa tanto en los jardines de infantes
y que da a entender algo vagamente semejante a: “Ustedes y yo somos lo mismo, mi deseo es el
deseo de ustedes”. Cuando se avanza así sobre el deseo de otro también se está invadiendo el
territorio de las plumas, y de una manera especialmente perniciosa, ya que, al anular la posibilidad
de resistencia, l dar por terminada la lucha antes de que la lucha empiece, la lectura se pincha. El
lector se desanima. Ya no le quedan ganan de salir a buscar las locas plumas. Se le enfrió el deseo.
Solo le queda el consumo. Lo más interesante de esta variante de intervencionismo es que aquí el
control, el ordenamiento previo, toma el aspecto de libertad. Hay que darles de leer lo que les gusta,
el género que les gusta, por ejemplo. (…) Bordieu dice que en una relación de fuerza la fuerza es
tanto mayor cuanto más disimulada está.

Pág. 124(…) la exaltación del gusto convertido en ley y el creer que uno siempre sabe lo que le gusta
al otro es un intervencionismo particularmente perverso y enfermizo para el lector, ya que tiende a
despojarlo de su propio deseo, que tal vez tomaría por un atajo diferente y haría opciones rarísimas
y por completo fuera del parámetro de las bienintencionadas previsiones. (…) las editoriales, la
evitar las disonancias, al huir de lo raro y lo azaroso, ayudan a consolidar los carriles.

Hay otra forma de intervención más extrema y técnica que las anteriores, que por lo general está
asociada al conocimiento, al saber – a la escuela o a la academia-, y es la de la “interpretación
previa”. Aquí ya no se trata de vigilar la compañía del lector evitando que se desvíe de la buena
senda, ni de avanzar sobre su deseo explicándole qué es lo que en realidad le gusta. Se rata
directamente de “leer por él”, de suplantarlo. Decirle cómo debe leer lo que está leyendo. Cuál es
el recorrido que debe hacer dentro del texto, qué debe entender, qué debe privilegiar y cuál es el
significado último. Esta intervención toma a veces formas muy flagrantes, como cuando se anticipan
las claves, o se habla de lo que una imagen “simboliza” antes de que la imagen aparezca, o se
desmonta el texto pieza a pieza en una insensata autopsia, o se lo reduce, o se lo glosa. Otras veces
se oculta detrás de opciones o de preguntas “motivadoras”, aparentemente muy abiertas pero muy
eficaces, que inducen suavemente la interpretación deseada.

(…) un maestro o un lector avezado tiene mucho que hacer por un lector más novato. Por ejemplo,
pueden enriquecer los recorridos remitiendo el texto en cuestión a otros textos, acercándole otras
historias, otras imágenes, volviéndolo por así decir poroso. Eso le va a dar nuevas armas, mejores
recursos al lector, lo va a volver más sabio, más culto, con más capacidad de maniobra, más
perspectiva… otra cosa que puede hacer es escuchar al lector, darle la palabra, aunque se trate de
un lector incipiente, y de esa manera permitir que esas lecturas personales, esas interpretaciones a
veces rarísimas se muestren, se desplieguen… puede dar lugar a la discusión, a la polémica: eso va
a reforzar la lectura de cada uno ya que al lector le hace bien la resistencia. Se trata en fin de
multiplicar los caminos, los atajos, las picadas, exactamente lo contrario de reducir todos los
caminos a una única avenida: la de la interpretación oficial, la interpretación correcta.

En todo caso quien se interese por la lectura y sobre todo por los lectores, por el destino personal
de cada uno, podría empezar por hacerse preguntas, que es un comienzo mejor que el precepto o
la respuesta.

- ¿Cuáles son las condiciones óptimas para la lectura, para la experiencia personal de la
lectura?
- ¿Qué formas de organización, qué acciones políticas, qué actitudes, qué bienes materiales
auspician la práctica del lector, o no la entorpecen menos?
- ¿Cuál es el espesor óptimo que tiene que tener la trama que sostiene esa aventura
personal?
- ¿Cuál es el límite de las intervenciones?
- ¿Cómo es posible sostener y acompañar sin dirigir?
- ¿Cómo auspiciar el recorrido sin adelantarlo con una línea de puntos?

Pág. 127. Un escritor se hace las mismas preguntas acerca de su trabajo: cuáles son los límites de la
aventura personal, de qué manera está uno condicionado por el orden que lo rodea, ¿no estará uno
intervenido sin darse cuenta? ¿dónde está mi ogro y dónde están mis plumas? Es tan fácil perderse,
dejarse llevar… También en la escritura – que como se sabe no es sino otra forma de la lectura- son
saludables lo raro y lo azaroso. También en la escritura es cierto que lo demasiado sensato, lo
demasiado eficaz y previsible, lo de poco riesgo pueden acabar con uno. También al escritor le es
útil saber cuáles son sus condiciones, volver visible la trama.

Capítulo 5. El bosque y el lobo. Construyendo sentido en tiempos de industria cultural y


globalización forzada.

Pág. 135. Se suele reivindicar la diversidad desde el punto de vista ético, moral: habría un derecho
de ser diferente, y todos los “diferentes”, deberían ser respetados en su diversidad. Sin embargo, el
bosque parece indicarnos que la diversidad es mucho más que eso. Que no se trata solo de que sea
“lícita” o “respetable” y de que tengamos obligación moral de tolerarla, sino de que es sobre todo
bella, gozosa e indispensable. El verdadero motor de toda construcción de sentido, toda
significación, toda lectura. El bosque nos hace falta. ¡Pobre de nosotros si, desprovistos de bosque,
ya no somos capaces de perdernos, de inquietarnos y deslumbrarnos frente a lo que nos resulta un
poco oscuro, un poco enmarañado, un poco incomprensible! Sería como perder los enigmas. Y el
que pierde los enigmas pierde también el deseo. “Lo otro” no sólo es respetable, “lo otro” nos hace
falta. Sin “lo otro”, “lo uno” se seca. Sin preguntas, las respuestas se atontan.

La buena, emocionante, deliciosa extrañeza, que nunca debería faltar en nuestras vidas. Dicho de
otro modo: voy a defender la incertidumbre.

Pág. 139. Está claro que estamos siendo y dejando de ser a cada instante. En la historia individual,
la imagen que tenemos de nosotros mismos – eso que llamamos pomposamente “identidad”- se ha
ido construyendo a lo largo de los años y siempre a través de los otros. No ha sido en situación de
monólogo sino en diálogo con el otro – y con “lo otro” – como hemos llegado a armarnos nuestro
propio cuento. (…) De la eterna negociación con lo otro, han ido surgiendo las significaciones. Y con
esas significaciones, poco a poco, nos fuimos construyendo una casa, dibujando a nuestro alrededor
una especie de “tierra de labranza” hasta armar una pequeña colonia: formas culturales
compartidas con otros, vecinazgos, tradiciones, saberes, una serie de horizontes, algunos más
cercanos y otros más remotos, líneas fluctuantes que se angostan y se dilatan, en perpetua
transformación y movimiento. A eso terminamos por llamar “la persona que somos” o “el país que
somos” o el grupo, la sociedad, el continente…

Pág. 140. La identidad se construye dialógicamente, es eternamente histórica y está siempre en


construcción, hasta la muerte.

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