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LA FASCINANTE TRAVESÍA GENÉTICA DE LA HUMANIDAD

Por: ÁNGELA POSADA-SWAFFORD

7 de julio de 2013, 02:44 am

El fascinante viaje genético a mis raíces maternas comenzó la mañana en que me raspé
el interior de la mejilla con un palillo de caucho, cuya punta introduje en un frasquito
lleno de un líquido similar al jabón. En segundos, varias moléculas de ADN se liberaron
de las células de mi saliva, formando algo parecido a los finos y largos tentáculos de
una medusa blanca. Seis semanas después de haber enviado la muestra al laboratorio del
genetista antropológico Spencer Wells, en Washington, mis resultados estaban
montados en el portal del Proyecto Genográfico de National Geographic e IBM.

Mi ADN mitocondrial (que solo es transmitido por las madres) revela que pertenezco a
un cierto clan. Tenemos un nombre elegantísimo: nos llamamos Haplogrupo T,
Subclase T2. ¡Hasta tenemos nuestra propia página en Facebook! Gozamos la distinción
de ser descendientes del grupo que originó la expansión del Neolítico, ese momento
dorado en que los humanos modernos domesticamos las plantas, creando la agricultura,
hace unos 10.000 años.

También fuimos los primeros pobladores de Europa, y andamos emparentados con gran
parte de su nobleza nórdica. Quién lo creyera, yo, que nací en medio de los Andes
suramericanos y tengo quién sabe cuántos lindos litros de sangre indígena muisca; pero
está mezclada con la del abuelo materno Mr. Frederick Leslie Rockwood, un lobo de
mar que dejó sus heladas costas británicas para causar una colisión genética de dos
mundos en los trópicos colombianos.

“Los genes no saben mentir”, me dice el doctor Wells ante una humeante taza de
chocolate en el Burdick’s que queda junto a la Universidad de Harvard, su alma máter.
Acaba de regresar de la República de Chad y hay algo en él que me hace pensar en
Lawrence de Arabia.
Wells es director del Proyecto Genográfico, un estudio que busca trazar el árbol
genealógico humano, siguiendo las huellas de nuestros antepasados más distantes.
“¿Cómo llegaron exactamente los humanos a poblar el mundo? Durante años, los
paleoantropólogos y arqueólogos buscaron la respuesta en las únicas pistas que
pudieron encontrar: los restos de nuestros ancestros. Pero los huesos y utensilios solo
explican una parte de la historia. El Proyecto Genográfico, en cambio, es la excavación
arqueológica de nuestra propia sangre”, me dice.
Habiendo recolectado desde el 2005 más de 70.000 muestras de sangre de poblaciones
indígenas genéticamente aisladas, y 588.770 de saliva de personas voluntarias en 140
países, el proyecto de Wells ha descubierto que nuestro ADN es una máquina de tiempo
y que contiene el más fascinante libro de historia jamás escrito.

“Lo que antes era terra incognita genética es ahora un documento que nos está diciendo
que todos somos parte de una gran familia; que somos más similares a nivel molecular
de lo que nos imaginábamos, a pesar de nuestras diferencias culturales y físicas; y que
todas las personas vivas descendemos de un puñado de no más de diez africanos,
quienes hace 50.000 años escaparon de la sequía causada por una glaciación.
Sobreviviendo en contra de todas las posibilidades, ese grupo de personas salió
caminando a conquistar el planeta. Esta es su historia. Nuestra historia. La aventura más
alucinante de la especie humana”, agrega.

Sabemos esto con absoluta certeza porque a medida que nuestro ADN pasa de una
generación a la otra, pequeños cambios naturales, al azar y por lo general inofensivos,
suceden con el tiempo y se almacenan en nuestros genes.

“Estos marcadores genéticos, o mutaciones, nunca desaparecen. Son como manchas


indelebles que se acumulan en un orden particular”, explica Wells, haciendo dibujos
sobre una servilleta. “Y son fácilmente identificables como pequeños errores de
ortografía en la secuencia de cuatro letras de las bases químicas que componen la
molécula del ADN. De tal manera que actúan como señalizadores en una carretera,
permitiéndonos seguir los linajes familiares hasta las ramas más profundas de la
genealogía”. Así, nuestros genes son vestigios de una antigua y preciosa biblioteca que
contiene las huellas de la odisea que vivieron nuestros valientes antepasados. Su marcha
milenaria dio lugar a las diversas poblaciones del mundo, adaptándose físicamente a su
entorno, y alumbrando su paso con marcadores genéticos que ahora, gracias a la
tecnología, brillan como luciérnagas en la noche.

‘Explorador residente’
Es sabido que, al lado del cereal para el desayuno, el refrigerador en casa de Spencer
Wells ha llegado a contener en un momento dado miles de muestras de ADN de gente
de varios países. Es el resultado de alguna de sus múltiples expediciones de recolección.
Con doctorado y estudios en Harvard y Stanford, la vida de este rubio explorador de la
ciencia de 43 años es una combinación de trabajo de laboratorio y aventuras al mejor
estilo de Indiana Jones. Como ‘explorador residente’ de National Geographic, tiene la
responsabilidad añadida de poner la cara ante las cámaras y divulgar la ciencia al
público.
Su compromiso de estudiar la diversidad genética y el misterio de las migraciones
humanas nació cuando estudiaba en Stanford como alumno del célebre genetista italiano
Luca Cavalli-Sforza, considerado como el padre de la genética antropológica. Entonces,
en 1996 Wells se lanzó a recorrer Asia Central y 25.000 millas de las antiguas
repúblicas soviéticas, en toda clase de vehículos, climas y condiciones. La tarea
consistía en explicarle a la gente de los poblados más remotos que su sangre contenía un
secreto muy importante. “Muchos me miraban con cara de susto, pensando que este
extranjero había venido a decirles que tenían cáncer”, recuerda Wells.
Poco después, en África, el genetista fue en busca de la tribu de los San Bushmen, en el
desierto del Kalahari, en Namibia. “Su rama del árbol genealógico humano es la más
gruesa, la primera en desprenderse del tronco”, dice. “Cuando vi a esta hermosa gente
entendí que todo lo predicho en su sangre estaba escrito en sus caras: era como observar
un rostro compuesto por los rasgos de todas las razas del mundo: la forma del ojo de los
asiáticos, los altos pómulos de la gente de Mongolia, la piel de tono mediano, entre
clara y oscura. De ellos se desprenden cada color, cada credo y cada nacionalidad de la
gente de este planeta”.
Ahora bien, lo que complica el panorama, como viene a complicar tantas cosas, es el
sexo. El ADN viene en los cromosomas, y los cromosomas vienen en pares, y cuando el
cuerpo produce un espermatozoide o un óvulo, los dos cromosomas emparejados se
recombinan, intercambiando grandes trozos de ADN. Por eso es que el cromosoma Y es
el consentido de la antropología genética: a diferencia de todos los demás, el Y no tiene
un compañero igual a él, sino que está emparejado con un X, así que prácticamente no
intercambia ADN con este.

Recordando las lecciones de anatomía, los hombres heredan un cromosoma Y de sus


padres y un X de sus madres, mientras que las mujeres heredan un X de su papá y otro
de su mamá. Como resultado, el Y y todo su contenido pasan intactos de una generación
a la otra por los siglos de los siglos.El cromosoma Y de cada hombre que existe hoy en
la Tierra es un 99.99 por ciento igual al que llevaba el ancestro común, ese ‘Adán’ que
vivió hace 60.000 años.

“En tu caso, como en el de todas las mujeres, los marcadores del linaje femenino están
en el ADN de las mitocondrias, que son estructuras especializadas que ‘viven’ fuera del
núcleo de la célula”, continúa el científico. “Esas mitocondrias acumulan muchísimas
mutaciones y por eso nos dan una estupenda oportunidad de estudiar el linaje materno”.

Entonces, así como existe un ‘Adán’, hay una ‘Eva mitocondrial’, una hembra ancestral
que vivió en las mismas sabanas africanas hace unos 170.000 años. Esta ‘Eva’ no fue la
primera mujer humana, sino la única mujer que sobrevivió, ya sea por suerte o
sagacidad, a quién sabe qué catástrofes de la naturaleza, hambrunas o enfermedades.Y
todos los seres humanos vivos del planeta podemos trazar nuestro linaje hacia ella.

Pasó el tiempo, y un día hace 50.000 años, los descendientes de esta ‘Eva’ salieron de
África. Era una pequeña tribu de diez cazadores-recolectores tal vez algo más
inteligentes, más avanzados lingüísticamente y que poseían mejores herramientas que
sus otros vecinos homínidos. No eran los primeros en salir del continente, pero fueron
los que supieron sobrevivir. Marcharon hacia la península Arábiga, y desde allí se
distribuyeron en un abanico de rutas hacia Europa, Asia Central, Australia y China.
“Leyendo los genes de personas que viven entre Etiopía y la Tierra del Fuego
descubrimos la ruta de los caminantes que subieron hasta Siberia, cruzaron el estrecho
de Bering, y terminaron en las Américas. ¡Vaya viaje! Les tomó 20.000 años. Ahora se
sabe que los nativos americanos descienden de los de Asia Central, por lo menos en su
mayoría”, explica Wells.

Los que poblaron Suramérica tuvieron que darse el viaje más largo. “Esa gente increíble
caminó, literalmente, desde África hasta la Patagonia. Estamos en proceso de expandir
el muestreo en la región Andina, para entender quiénes fueron los pobladores originales
de los altos Andes, por qué tomaron esa decisión, de dónde venían y cuál es el impacto
del imperio inca en esta bandeja genética. Sabemos que los incas movilizaban grandes
cantidades de gente en los Andes y queremos saber qué efecto genético tuvo”.

Caminantes suramericanos

Según Wells, el muestreo lo están haciendo centros regionales en Ecuador, Perú y


Bolivia, bajo la dirección de Fabricio Santos, de la Universidad de Minas Gerais, de
Brasil.

Le pregunto si ha muestreado momias, y responde que le encantaría hacerles análisis de


ADN. “Ha sido políticamente complicado hacerlo, pero esperamos trabajar con
arqueólogos que estudian esas momias, porque sería fantástico tener esa información
para compararla con la de la gente viva”.

No obstante, Wells advierte que la genealogía genética es una carrera contra el tiempo
porque en algún momento, el récord de estas antiquísimas migraciones se habrá
desvanecido. Esparcirnos por el mundo nos tomó docenas de miles de años; hoy
viajamos de Johannesburgo a Nueva York en cuestión de horas. Nos casamos entre
culturas y países. Y en el proceso, arruinamos las claves genéticas de nuestro pasado.
Wells abre los brazos enfáticamente. “¡Es como si construyeran un aeropuerto encima
de una ciudad maya enterrada en la selva! Los arqueólogos se apresurarían a hacer una
excavación de rescate, ¿cierto? Bueno, eso es exactamente lo que hacemos ahora los
genetistas antropológicos. Vamos a borrar el archivo histórico de nuestros genes justo
en el momento en que adquirimos las herramientas para leerlo”, se lamenta.

“Y es que la historia está lejos de terminar. Podremos tener una visión del bosque, pero
seguimos sabiendo muy poco sobre los árboles. Hemos entrado ahora en la Fase II del
proyecto, que consiste en hacernos preguntas muy agudas y específicas. Y traeremos a
la mesa los demás componentes de nuestra historia: la paleoclimatología, la lingüística,
la arqueología y la paleobotánica, que juegan papeles críticos en la interpretación de
este viaje extraordinario de nuestros ancestros”.

Entre reyes y fugitivos


Spencer Wells me enseña a leer el mapa de mis propios ancestros mitocondriales, que
he bajado de la red junto con un certificado y varios otros documentos. Mi clan, el
Haplogrupo T, desciende de una mujer en la rama R del árbol. El linaje divergente de
este grupo indica que ella vivió hace unos 40.000 años, y que sus descendientes
estuvimos deambulando por la península Arábiga, la India y Paquistán.Durante milenios
vivimos muy cómodos en los fértiles valles de lo que hoy es Turquía-Siria, hasta que mi
propio subgrupo, el T2, se dejó seducir por las ganas de explorar y decidió marchar
hacia el norte, terminando en la Europa ártica.

Eso lo sé por los pequeños errores de ortografía que nos delatan abiertamente, indicando
que la mayor concentración actual de nosotros está en el Báltico Oriental, con algunos
en Irlanda y el occidente de Inglaterra –lo que no es de extrañar pues el navegante F. L.
Rockwood era de Manchester–.

“Tu clan T es sumamente relevante porque le dio la agricultura al mundo”, añade Wells,
trazando con el dedo las rutas en mi mapa. “Ustedes llegaron pisando fuerte y
domesticaron las plantas, básicamente dando inicio a la era cultural llamada Neolítico.
Lo curioso es que no tuvieron tanto éxito en plantar su propia semilla, ya que hoy
apenas entre un 10 y un 20 por ciento de los europeos y centroasiáticos modernos
pertenecen al T”.

Quiero saber más. En otros portales de la red ajenos al Proyecto Genográfico encuentro
los primeros estudios acerca de la salud entre los ‘T’. Tentativamente, dicen, tal parece
que somos resistentes al alzheimer, el párkinson y la diabetes, pero propensos a
enfermedad cardiovascular. Vaya uno a saber. Y un estudio de la Universidad de
Zaragoza ha mostrado que los hombres del Haplogrupo T están asociados con una
reducida motilidad de la esperma. ¿Será por eso que no plantamos más semillas?

En el ‘diploma’ que me da el Proyecto Genográfico, los números y las letras de mis


mutaciones (esas señales iluminadas en la carretera de mi linaje) se leen como un listado
incomprensible: 16126C, 16294T, 16296T, 16304C, 16318C, 16519C. Extrañamente,
me hacen sentir conectada a todas estas otras personas cuyos nombres veo en Facebook.
Es como si hubiera heredado una familia nueva. Una que incluye al zar Nicolás II, a
Carlos I y Jorge V de Inglaterra, a Olaf V de Noruega, Gustavo Adolfo de Suecia, Jorge
I de Grecia, y también, para equilibrar las cosas, al fugitivo estadounidense Jesse James.
Toda una hermandad de la sangre.

Kit
La prueba ‘casera’
Quien quiera hacerse su propia prueba genográfica puede comprar un kit, por 200
dólares, en https://genographic.nationalgeographic.com/genographic/index.
html. “Estamos vendiendo unos 1.000 por semana –dice Spencer Wells, genetista
antropológico que lidera el proyecto–. El dinero lo invertimos en el proyecto mismo, y
eso incluye ayudar a las comunidades indígenas a preservar sus culturas”. El proyecto
utiliza una novedosa herramienta llamada GenoChip, que fue diseñada especialmente
para estudiar 150.000 marcadores en nuestros genes, que son los relevantes para el
propósito de la antropología genética.El estudio no analiza ninguna información médica.
Mirada a América Latina

Después de estudiar África, Asia, Europa y Norteamérica, los creadores del Proyecto
Genográfico van a ahondar en A. Latina. Una de las preguntas es quiénes fueron los
pobladores originales de los altos Andes y de dónde venían. Para ello, trabajan de la
mano de investigadores de esta parte del mundo con el fin de estudiar la historia
genética de los indígenas. Participan Brasil, Bolivia, Chile, Perú, Colombia y Ecuador.

ÁNGELA POSADA-SWAFFORD
Para EL TIEMPO
Autora de la novela ‘Los detectives del ADN’, de Planeta.

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