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El relativismo en los valores no niega que éstos existan, ni que las cosas posean un valor,

simplemente defiende que tal valor de las cosas no puede considerarse independiente de los
intereses, deseos, o sentimientos de los hombres; pero en la medida en que tales intereses,
deseos o sentimientos sean constantes o universalizables, es posible desarrollar una axiología
con pretensiones científicas.

El relativismo intelectualista consiste en la tesis de que los valores son relativos al


conocimiento de los fines humanos. Los valores serían propiedades identificables y
cognoscibles, pero no pertenecen a los objetos, sino que se predican de ellos en función de su
utilidad como medios para alcanzar los fines del hombre –lo cual supone cierto materialismo y
cognitivismo ético previo–. Que el valor sea relativo al conocimiento de esos fines y no a los
fines mismos –que se consideran objetivos y universales– es debido a que el valor se hace
depender del acto
Bergson y Stern afirmarían sin reticencias que el mundo de los valores es
cambiante, pues los valores dependen solamente del impulso emocional subjetivo
momentáneo, que provoca una volición o responde a una satisfacción. Bergson no
negaría, no obstante, toda objetividad a los valores morales, ya que los define, en un primer
nivel, como una “imposición social”. Tal imposición –objetiva para el agente– proviene de la
objetivación de los valores que, en su inicio, fueron producto de las emociones de un sujeto. En
definitiva, el valor se remite siempre a una persona concreta. Por eso, el grado de objetivación
social no impide que los valores acaben variando a lo largo del tiempo. El personalismo y el
vitalismo representan el relativismo axiológico extremo.

Frente a la variedad de doctrinas subjetivistas y, en cierto modo, relativistas, que hemos


analizado, otros cognitivistas pensaron que el valor es una propiedad metafísica que
no puede, por tanto, ser observada en la experiencia ni ser objeto de una ciencia
empírica. En general, esta posición se ha asociado con la idea de que el valor es una
realidad que se halla en las cosas mismas, con independencia del sujeto
cognoscente o “sentiente”.
Ejemplos de definiciones metafísicas, materiales, del valor son las de Platón, quien
lo concebía como lo verdaderamente real; Hegel, que sólo consideraba valioso lo
ontológicamente perfecto o los teólogos voluntaristas, que definen el valor como lo
querido por Dios. Otros filósofos sostendrán que el valor intrínseco es una
propiedad indefinible (además de no-natural y no-empírica), diferente de las
cualidades o categorías descriptivas habituales. Esta corriente de pensamiento, que
representa todo un modo de entender la ética, se denomina intuicionismo, debido a
que la negación del naturalismo y el descriptivismo axiológico les lleva a postular que es
posible una aprehensión directa (intuitiva) de los valores morales. Entre ellos, además de
Platón, cabe incluir a éticos como Sidgwick, Moore, Ross, Scheler y Hartmann. Piensan que el
valor pertenece a los objetos independientemente de que los deseemos o
valoremos, e incluso independientemente de la actitud de Dios hacia ellos. Sidgwick y
Ross afirman que el valor es objeto de intuición intelectual; sin embargo, el intuicionismo
platónico más conocido y desarrollado es el defendido por Scheler y Hartmann, que, salvando
la escisión kantiana entre sensibilidad y razón, remite a un “órgano o sentido moral”,
capaz de intuir directamente el valor moral objetivo. Scheler y Hartmann se consideran
los padres de la axiología debido tanto al gran desarrollo de sus respectivas éticas de los
valores como al número de seguidores que encontraron en todo el mundo filosófico.

Hartmann dice que los valores tienen la “manera de ser” de las “ideas platónicas” y
que pertenecen a “otro reino”, intuible espiritualmente, pero físicamente invisible e
inasible, descubierto por Platón. Entiende que esto mismo equivale a sostener que
“los valores son esencias”. La objetividad axiológica constituye en Hartmann una
suerte de “independencia”: los valores son independientes, no sólo de los sujetos
valorantes, sino también de los bienes que son sus portadores. Más aún: los valores
son condiciones de posibilidad de esos bienes y, además, condiciones de posibilidad
de todos los fenómenos éticos en general.

3.2 La visión subjetivista


Frente a los intuicionistas y naturalistas, que consideran que los enunciados valorativos
primarios son autoevidentes o empíricamente demostrables, el subjetivismo intelectualista o
voluntarista, descriptivismo, psicologismo y personalismo no pueden sustentar tales
convicciones. Las opiniones se extienden desde la negación de toda validez objetiva-normativa
a los juicios de valor hasta su justificación racional (pragmática principalmente).
Los subjetivistas coinciden en validar los juicios de valor apelando a un argumento de tipo
convencionalista, per difieren en el argumento concreto, de modo que podemos hablar de
diversas clases de convencionalismo moral:

3.3 Emotivismo y análisis


Es característico de algunos emotivistas y existencialistas afirmar que los juicios de valor son
arbitrarios, irracionales y que carecen de cualquier posible justificación racional. Tal postura
supone una crítica radical a la ética en general y se encuentra abocada a explicar qué son
entonces los juicios de valor (ya que, según el emotivismo no son lo que pretenden ser, esto
es, enunciados normativos).
En los años cincuenta y sesenta muchos filósofos –analíticos y existencialistas– trataron de
responder a esta cuestión desde una posición anti-cognitivista y anti-descriptivista. Adoptaron
la opinión de que los predicados de valor no representan propiedades ni naturales ni
metafísicas, y que los juicios de valor no son enunciados que adscriban propiedades
a objetos, sino que tienen otra clase de sentido o función. Aunque sus teorías son
variadas, en general afirman que los juicios de valor son expresiones de actitud,
emoción o deseo, e instrumentos para provocar las mismas actitudes en otros. Tesis
de este tipo fueron defendidas por Ayer o Russell. Otros autores, como Toulmin y
Hare, han sostenido una tesis llamada prescriptivismo, pues no creen que los
enunciados valorativos tengan como fin expresar emociones o tratar de influir en la
conducta de otros, sino guiar la acción, mediante prescripciones. Tales
prescripciones no se confunden con meros mandatos o imperativos procedentes de
la voluntad de un individuo, pues han de poder ser universalizables. Pero
genéticamente sí remiten a la voluntad o al menos a un “interés práctico” subjetivo.

4.1 Origen social y origen natural de la ley


moral
La pregunta por el origen de los valores morales se formuló por primera vez en la
Atenas clásica. Los sofistas aportaron el grado de reflexión y distanciamiento
necesario para cuestionar el origen de las leyes morales heredadas. La
conceptualización de la distinción entre physis ynomos sirvió como marco teórico
para el primer intento de explicación filosófica del origen de la moralidad. Los
sofistas reducían la moralidad y la costumbre a nomos, que aquí significa lo
convencional y, por ende, lo cambiante. La moral era considerada parte de la cultura
y de la sociedad, y relativa a ella. La explicación sofística sobre el origen
convencional de la moralidad fue la primera crítica seria a la misma, pues el
convencionalismo era entendido unas veces como la voluntad del poderoso
impuesta por la fuerza, otras como la voluntad de los débiles, impuesta frente a los
aristócratas, otras, en fin, como un asentimiento a ciertas normas esenciales de
convivencia que podían ser obviadas en ausencia de testigos. El convencionalismo
sofístico veía en la moral una máscara tras la que se ocultaban intereses
particulares (individuales o de grupo), negando las convicciones clásicas sobre la
objetividad de la misma.
Sin embargo, ya entre los mismos sofistas se advertía que hay ciertas leyes que
nadie desobedecería aunque no tuviera testigos. Esas son las leyes de la naturaleza,
las que recomiendan a cada uno hacer lo mejor y más necesario para sí mismo (lo
prudente). Los mismos sofistas, críticos con la cultura, reconocían un ámbito
normativo irreductible (aunque no moral): la naturaleza. Las leyes de la naturaleza,
o las reglas de la mera prudencia, aconsejan mantener alguna forma de moralidad
convencional como medio para armonizar los intereses divergentes en la sociedad.
Esta será la única justificación de la moral para muchos sofistas.
Frente al ambiente escéptico que, en materia moral, prosperaba en la Atenas clásica
se alzó la filosofía de Sócrates. La reflexión moral socrática y, sobre todo, platónica,
consciente de que el relativismo sofístico conduciría a la descomposición total no
sólo de cualquier comunidad política sino, paralelamente, del sentido moral en los
hombres, buscó, a través de la dialéctica, el verdadero bien, la verdadera virtud,
aquellos principios que, por estar fundados en el Ser, fuesen inconmovibles y
prestasen un fundamento definitivo y atemporal a las normas morales.
Así, desde el inicio de la reflexión sobre la génesis de los valores morales, y aunque tal
reflexión se presentara bajo otro nombre, ésta encontró dos modos de responder a aquella
cuestión: o apelando a un fundamento convencional, social, relacionado con la necesidad de
convivencia y la tendencia social de los hombres, o apelando a un fundamento ontológico
fuerte, que hallaría en la esencia (racional) del hombre la causa objetiva del sentimiento moral
y de la tendencia social misma. Según el primer punto de vista, el valor la moral es
contingente, como demuestra la diversidad de culturas y de reglas morales que las rigen;
según el segundo, hay en todos los hombres una tendencia racional hacia el bien a través del
conocimiento. Según el primer punto de vista, las leyes morales que el individuo acepta como
objetivas, provienen realmente de la sociedad concreta en que se educa, y son respetadas en
última instancia por temor al sistema coactivo que la propia sociedad impone; según el
segundo, los verdaderos principios de la conducta moral se descubren en la razón de cada
individuo y exigen ellos mismos un asentimiento o respeto necesario.
Estos dos puntos de vista se aplican tanto a la ontogénesis como a la filogénesis de los valores
morales; es decir, se aplican tanto a la génesis de los valores morales en los individuos como al
origen de la moralidad en la especie (en la sociedad). Las investigaciones recientes en este
campo han producido resultados intercambiables: los hallazgos sociales y antropológicos sobre
el origen cultural de la moralidad han tratado de ser aplicados a la interiorización individual de
los valores morales, mientras las teorías psicológicas del desarrollo moral han producido
modelos que parecen adecuarse a la historia del nacimiento y evolución social de la moralidad.
Ciencias como la psicología educativa o la sociobiología han incrementado notablemente el
conocimiento empírico sobre la naturaleza y origen de los fenómenos morales, hasta el punto
de que la filosofía no puede ser ajena a sus progresos. Proponen modelos científicos que
explican la génesis de los valores y el razonamiento moral en un momento en que la axiología
parece haber dejado paso a otros modelos de ética en los que el concepto de valor moral no
tiene tanta relevancia. La dialéctica que históricamente mantenían dos tradiciones filosóficas:
el objetivismo y el convencionalismo morales parece haber sido suplantada por estas nuevas
ciencias, que invaden el ámbito de la ética con el placet de los filósofos. Éstos toman los
hallazgos empíricos como punto de partida o corroboraciones de sus sistemas normativos o
metaéticos mientras los científicos hacen explícitos los presupuestos filosóficos de sus estudios
y tratan de extraer las consecuencias últimas de sus descubrimientos para la ética.

En síntesis, el naturalismo ético defiende que las afirmaciones morales pueden confirmarse o
verificarse de forma similar a como la ciencia empírica confirma sus postulados, por lo que
pueden ser generalizadas y extrapoladas de una situación concreta a cualquier otra situación.
Los naturalistas éticos defienden que un enunciado ético, un enunciado donde se introduce un
juicio de valor, tiene la misma forma y el mismo título de legitimidad que un enunciado donde
no se contengan connotaciones éticas, y ello lo hace apelando a la experiencia. Esto significa
que los enunciados éticos son equiparables a los del lenguaje de las ciencias empíricas.
El convencionalismo ético, por su parte, es una especie del relativismo moral. El relativismo
moral, como respuesta a las diferentes éticas en los hombres asume muchas veces la forma de
una negación de la existencia de un único código moral con validez universal e intemporal, y se
expresa en forma de tesis, afirmando que la verdad moral, el fundamento de los valores
morales y su justificabilidad son en cierto modo relativas a factores culturales e históricamente
contingentes; son, en definitiva, fruto de convenciones humanas puntuales. Esta doctrina es un
relativismo metaético, ya que versa sobre la relatividad y el convencionalismo de la verdad
moral y de su justificabilidad.
Otra especie de relativismo moral es una doctrina que trata sobre cómo debemos actuar hacia
quienes aceptan valores morales (y de otro tipo) muy diferentes de los propios. Se trata de un
relativismo moral normativo, que defiende que es erróneo juzgar a otras personas o culturas
que tienen valores sustancialmente diferentes, o intentar que se adecuen a los nuestros, en
razón de que sus valores son tan válidos como los nuestros, pues no existen valores
universalmente aceptados, sino que sólo son fruto de convenciones históricas o culturales
concretas.
También es una forma de convencionalismo el contractualismo, el cual puede ser aplicado
tanto al ámbito de lo político como al ámbito de la reflexión ética. El contractualismo sostiene
que el Estado político, la sociedad civil, las leyes civiles, el derecho y las normas éticas no
están sustentadas en ningún hecho o cualidad que está inscrita en la naturaleza humana, sino
que surgen en virtud de un pacto, convención o contrato entre las personas libres. Pero no
todos entienden el pacto social en los mismos términos. El contractualismo, en este sentido, es
la doctrina contraria al naturalismo, es la teoría que postula un acuerdo expreso o tácito de los
ciudadanos como fundamento de la sociedad, de la moral social, del derecho y del Estado

5. La disputa naturaleza/convención en la génesis de la moralidad

Para los sofistas el nomos tiraniza al hombre y, muchas veces, le obliga a actuar contra la
naturaleza de los otros hombres y contra la propia naturaleza. Al nomos o leyes
convencionales oponen el único derecho verdadero, el que tiene como fundamento la
propia naturaleza. No obstante, no todos los sofistas estaban en contra de la aceptación y
legitimación del nomos, pues Protágoras y Critias, por ejemplo, sustentaban una
concepción del progreso de la humanidad basada en la necesidad de las leyes para sacar a
la humanidad primitiva de la barbarie y convertirla en civilizada.

En síntesis, de la palabra “nomos” cabe distinguir tres significados:

1. En sentido amplio significa opinión o creencia, sinónimo de doxa. Nomos no es una


opinión cualquiera, sino caracterizada por opiniones no individuales, sino colectivas y no
son circunstanciales, sino estables.
2. significa también costumbre o uso social. Las costumbres son modos de
comportamiento vigentes en una colectividad y firmemente establecidos. Todo uso o
costumbre sociales se asientan en alguna opinión o creencia. Costumbre connota un
rasgo de normatividad que no se da necesariamente en la mera idea de opinión.
3. Nomos significa ley o conjunto de las leyes por las cuales se rige una colectividad. Son
las normas legalmente sancionadas. Es fundamentalmente la constitución, es decir,
para los atenienses, las leyes de Solón.

5.2 La génesis de la moralidad en Platón: los valores morales como absolutos


Para Aristóteles los hombres son seres activos, crecen y maduran con el tiempo y pueden
ordenar sus acciones mediante la comprensión racional. Para Aristóteles este rasgo es la marca
distintiva del ser humano: su definición del hombre como “animal racional” pretende destacar
la racionalidad como su característica específica. Y desde aquí hemos de indagar en el principio
interior que rige la vida propiamente humana: la razón. De esta forma, Aristóteles aportó la
“materia prima” a partir de la cual los estoicos formularon los principios explícitos del
naturalismo ético.

5.4 El naturalismo ético en el estoicismo


Los estoicos rechazaron el carácter biologista del naturalismo de Aristóteles. Formularon una
concepción del cosmos explícitamente determinista y no “evolutiva” (como defendía
Aristóteles), cuyo tema central era la unidad y la interconexión de todas las cosas.

La razón humana era así una chispa del fuego creador, el logos que ordenaba y unificaba el cosmos. Con esta
vinculación fueroncapaces de realizar su formulación característica de la ética iusnaturalista: la ley natural es la ley de
la naturaleza humana, y ésta es la razón.
Como la razón podía pervertirse al servicio de intereses especiales en vez de a sus propios
fines, llegó a concretarse más esta fórmula: la ley natural es la ley de la recta o sana
razón. Esta es la forma en que la idea del naturalismo ético o del iusnaturalismo, recibió
su formulación clásica en los escritos de Cicerón.

5.8 La axiología de M. Scheler


Scheler, tratando de poner a los valores por encima de las limitaciones espacio temporales que
afectan a las cosas, defendió que no son los bienes los fundamentos últimos de la ética, sino
los valores. Estos, y no los bienes, son por tanto los polos de referencia a que debemos
atenernos. Ahora bien, ¿qué son los valores?

1. Los valores, rigurosamente hablando, no “son” nada, solamente “valen”. No son, por
cuanto no son cosas, no son seres materiales que podamos hallar en este mundo entre
los demás seres. Esto no quiere decir que “no sean nada”; trátase más bien de
propiedades que afectan al ser último de las cosas y de los seres, y en esa medida sí
son algo. Los valores, sin reducirse a los seres concretos, los impregnan.
2. Los valores impregnan a todo ente concreto, pero a la vez son inespaciales, por cuando
no se dan en el espacio (aunque necesiten de los seres espaciales para encarnarse) e
intemporales ya que no se dan en el tiempo (aunque necesiten de los seres temporales
para encarnarse). Son también inalterables, pues en todas las épocas ha irritado la
injusticia, aunque haya sido distinta la forma de captar la justicia en las distintas épocas
de la humanidad. No son los valores los que cambian, sino la visión que el hombre tiene
de ellos. Con lo cual no hay lugar para el relativismo: las verdades son siempre idénticas
a sí mismas, sólo cambia la captación humana de ellas a lo largo de las diversas etapas
históricas.
3. Los valores son entes ideales, es decir, suprarreales, no reductibles al hombre, porque
permanecen aún sin su captación. Lo cual no significa que los valores anden flotando
por las nubles como algo ajeno al hombre, pues sin la captación que dicho hombre
realiza de los valores insertos en su vida, tales valores no tendrían para nosotros ningún
sentido, ningún “valor”, no valdrían. Si los valores lo son es porque “valen” a los ojos de
un evaluador.
4. Los valores son bipolares: tienen el polo bueno y el polo malo. Tarea del hombre moral
será realizar el polo bueno y evitar el malo.
5. El dar cuenta de los valores no es el resultado de una complicada operación
raciocinante, sino de una intuición emocional. Los valores se intuyen emocionalmente,
lo que no quiere decir irracionalmente. Hace falta el uso de la razón, pero la sola razón
no basta. La razón debe acompañar a la intuición, y viceversa.
6. Los valores son jerárquicos. La escala, de menor a mayor es: valores útiles, vitales,
espirituales (dentro de los cuales están los estéticos, la justicia y los filosóficos), y
religiosos. No se encuentran en esta clasificación los valores morales, pues estos, según
Scheler, no poseen una materia propia como los otros valores, pues en realidad
consisten en la realización de los demás valores conforme al orden justo de preferencia
según la jerarquía señalada.
7. Realizar un valor no consiste simplemente en preferirlo sin más, la realización del valor
implica su puesta en práctica en la vida.

La teoría de Hull concede al elogio, la recompensa, la censura y el castigo parte de la influencia


que ya nos sentimos inclinados a otorgarles sobre la base de la información relativa a la
influencia familiar en las normas y el comportamiento morales. Esta teoría predice que las
experiencias personales pueden proceder a establecer valores éticos, con total independencia
de los premios y castigos de los padres u otros seres humanos, ya que la interacción con
determinados objetos o situaciones puede ser intrínsecamente gratificante o dolorosa. Esta
teoría es consistente con el efecto que causan en los valores éticos personales los intereses
personales propios, ya que su frustración será dolorosa y su promoción gratificante.
Un aspecto en el que Hull hizo énfasis ha sido el de la posibilidad de que las palabras
puedan, como las sonrisas o las malas caras de nuestros padres, funcionar como
refuerzos secundarios respecto a la conducta. “Ciertos signos, tales como el ceño
fruncido y otros tipos de movimientos amenazadores, así como ciertas palabras a
través de su asociación con los ataques adquieren el poder de evocar reacciones de
lucha... De este modo, las palabras adquieren un cierto poder real para castigar, y de
este modo disuadir, a los transgresores. Y puesto que el enunciado de que una persona
ha cometido una determinada transgresión va asociado al castigo, y puesto que tal
enunciado es un juicio moral, resulta que el pronunciar abiertamente un juicio moral
adverso se convierte en un método disuasivo contra las acciones prohibidas. De modo
semejante, el pronunciar un juicio moral favorable se convierte en un agente de
refuerzo secundario que produce la acción deseable” (Hull, C.L.: “Value, valuation and
natural-science methodology”, Philosophy of Science, XI [1944], 125-141).
Concepción biologista de la conciencia moral

Lo biológico no es sólo prohibir, limitar, frenar. Es también el qué se prohíbe, qué es lo que se
limita o frena. Lo esencial es el carácter biológico, heredable incluso, de la conciencia moral,
rudimentaria, pero decisiva; y, sobre ella, emergen luego la vergüenza, el asco, la compasión y
las construcciones sociales de la moral y la autoridad. Estas instituciones son las que se han de
oponer a la satisfacción de las pulsiones inconscientes, de forma que ellas son las responsables
de un cierto grado de infelicidad.
Hay, según Freud, durante esta etapa, dos tipos de prohibiciones:

5.10.2 La conciencia moral y el ideal del yo


Las pulsiones libidinales sucumben en parte por la represión, cuando entran en conflicto con
las representaciones culturales y éticas del individuo. Tales representaciones no deben ser
vistas como si se tuviera un conocimiento meramente intelectual de su existencia, sino que
deben suponerse como normativas. Se trata de una sujeción a la norma. Esta represión parte
del yo, porque es éste el que reconoce que tales mociones pulsionales entran en conflicto con
la realidad externa, social. Pero la represión parte del yo para funcionar de forma que se
consiga el respeto del yo por sí mismo. La represión, pues, ha dibujado un “yo ideal”, un ideal
por el cual mide su yo actual.
Es esta conciencia moral la que surge en la paranoia, en el delirio de observación, en el que
voces de quienes sean le reprochan, le culpan, le insultan, tras conocer sus
pensamientos repr5.10.3.1 El superyó y la moral como cultura
Los ideales del yo son compartidos por la mayoría de los miembros que componen una cultura.
Y cualquiera sea el contenido del superyó, éste pasa a ser un ingrediente estructural del ser
humano y, por su contenido, patrimonio cultural. De aquí que el superyó sea a modo de correa
de transmisión de los valores morales de nuestra cultura.
El valor moral, que es un valor cultural, está en oposición al valor que implica la realización del
deseo, en última instancia, de la gratificación pulsional. Por eso, “malo no es lo dañino o
perjudicial para el yo; al contrario, puede serlo también lo que anhela y le depara contento”,
porque de ello puede derivarse la pérdida del amor “que es preciso evitar por la angustia frente
a esa pérdida”. De aquí que se permita la verificación de lo malo, que promete cosas
agradables, cuando se está seguro que no se será descubierto.
Pero la conducta es distinta cuando la autoridad es interiorizada. En ese momento desaparece
la angustia ante la posibilidad de ser descubierto, y lo que es más importante: entre el hacer el
mal y quererlo, porque ante el superyó los pensamientos no pueden ocultarse.
El superyó de la cultura ha plasmado sus ideales y plantea sus reclamos. Entre éstos, los que
atañen a los vínculos recíprocos entre los seres humanos se resumen bajo el nombre de ética.
En todos los seres humanos se atribuye el máximo valor a esta ética, como si se esperara
justamente de ella unos logros de particular importancia. Y en efecto, la ética se dirige a aquel
punto que fácilmente se reconoce como la herida de toda cultura. La ética ha de concebirse
entonces como un ensayo terapéutico, como un empeño de alcanzar por mandamiento del
superyó lo que hasta este momento el restante trabajo cultural no había conseguido (El
malestar en la cultura, XXI, pp. 138-139)
Una parte de sus preceptos [los de la ética] se justifican con arreglo a la ratio por la necesidad
de deslindar los derechos de la comunidad frente a los individuos, los derechos de estos
últimos frente a la sociedad, y los de ellos entre sí. Sin embargo, lo que en la ética se nos
aparece de grandioso, misterioso, como místicamente evidente, debe tales caracteres a su
nexo con la religión, a su origen en la voluntad del padre (Moisés y la religión monoteísta, XXIII,
p. 118)
La necesidad de la ética se muestra para Freud tanto más evidente cuanto que el desarrollo
cultural no es garante de que, con él, se logre “dominar la perturbación de la
convivencia que proviene de la humana pulsión de agresión y de
autoaniquilamiento”.obables.

Todas estas etapas están vinculadas a cambios de edad, son universales, irreversibles y
constituyen una “secuencia lógica” y “jerárquica”. Sin embargo, aunque se dan en todos los
niños y jóvenes, difícilmente se encuentran “tipos puros”, de manera que es más correcto
referirse a la “etapa dominante”.
Las conclusiones que Köhlberg deriva de sus trabajos son:
 La maduración moral depende de la interacción del desarrollo lógico y el entorno social.
 Cada etapa muestra un progreso con respecto a la anterior: desde el sometimiento a la autoridad externa de la
primera hasta los principios universales de las dos últimas.
 Son los sujetos los que “construyen”, en cada etapa más personal y autónomamente, el alcance de sus juicios
morales.
 Si un sujeto madura físicamente sin sobrepasar las dos primeras etapas, permanece en ellas y se configura
como un “tipo puro”.
 Los sujetos que alcanzan las tres últimas no se configuran como “tipos puros” hasta alrededor de los
veinticinco años.

5.13 Rawls: las etapas del desarrollo moral


Según Rawls, la moralidad se desarrolla en tres etapas, que son: moralidad de la autoridad,
moralidad de la asociación y moralidad de los principios.
La moralidad de la autoridad es la moralidad del niño. Según Rawls el sentido de la justicia es
adquirido gradualmente por los miembros más jóvenes de la sociedad a medida que se
desarrollan.
Es característico de la situación del niño que no esté en condiciones de estimar la validez de
los preceptos y mandamientos que le señalan quienes ejercen la autoridad: en este caso sus
padres. No sabe ni comprende sobre qué base puede rechazar su dirección. En realidad, el niño
carece por completo de justificación. Por tanto, no puede dudar razonablemente de la
conveniencia de los mandamientos paternos.
Las acciones de los niños están motivadas, inicialmente, por ciertos instintos y deseos, y sus
objetivos están regulados por un propio interés racional. Aunque el niño tiene la capacidad de
amar, su amor a los padres es un nuevo deseo que surge de su reconocimiento del evidente
amor que ellos le tienen y de los beneficios que para él se siguen de las acciones con que sus
padres le expresan su amor. Cuando el amor de los padres al niño es reconocido por él sobre la
base de las evidentes intuiciones paternas, el niño adquiere una seguridad en su propio valor
como persona. Se hace consciente de que es apreciado, en virtud de sí mismo, por los que
para él son las personas imponentes y poderosas de su mundo.
Con el tiempo, el niño llega a confiar en sus padres y a sentirse seguro en su ambiente; y esto
le conduce a lanzarse y a poner a prueba sus facultades, que van madurando, aunque apoyado
siempre por el afecto y el estímulo de sus padres. Gradualmente, adquiere varias aptitudes, y
desarrolla un sentido de competencia que afirma su autoestimación. Es en el curso de todo
este proceso cuando se desarrolla el afecto del niño a sus padres. Los relaciona con el éxito y
con el goce que ha sentido al afianzar su mundo, y con el sentimiento de su propio valor. Y esto
origina su amor por ellos.
El niño no tiene sus propias normas éticas, porque no está en condiciones de rechazar
preceptos sobre bases racionales. Si ama y confía en sus padres, tenderá a aceptar sus
mandatos. También se esforzará por quererles, admitiendo que son, ciertamente, dignos de
estima, y se adherirá a los preceptos que ellos le dictan. Se supone que ellos constituyen
ejemplos de conocimientos y poder superiores, y se les considera como prototipos a los que se
apela para determinar lo que se debe hacer. El niño, por tanto, acepta el juicio que ellos tienen
de él y se sentirá inclinado a juzgarse a sí mismo como ellos le juzguen cuando infringe sus
mandamientos. Si quiere a sus padres y confía en ellos, entonces, una vez que ha caído en la
tentación, está dispuesto a confesar sus transgresiones y procurará reconciliarse. En estas
diversas inclinaciones se manifiestan los sentimientos de culpa. Sin estas inclinaciones y otras
afines, los sentimientos de culpa no existirían.
Las condiciones que favorecen el aprendizaje de la moralidad por parte del niño son dos:

1. Los padres deben amar al niño y ser objetos dignos de su admiración. De este modo,
despiertan en él un sentimiento de su propio valor y el deseo de convertirse en la
misma clase de persona que ellos.
2. Deben enunciar reglas claras e inteligibles (y, naturalmente, justificables), adaptadas al
nivel de comprensión del niño. Además, deberán exponer las razones de tales reglas en
la medida en que éstas puedan ser comprendidas, y deben cumplir asimismo estos
preceptos en cuanto les sean aplicables a ellos también. Los padres deben constituir
ejemplos de la moralidad que ellos prescriben, y poner de manifiesto sus principios
subyacentes a medida que pasa el tiempo. El niño tendrá una moralidad de la
autoridad, cuando esté dispuesto, sin la perspectiva de la recompensa o el castigo, a
seguir determinados preceptos que no sólo puede parecerle altamente arbitrarios, sino
que en modo alguno se corresponden con inclinaciones originales. Si adquiere el deseo
de cumplir estas prohibiciones, es porque ve que le son prescritas por personas
poderosas que tienen su amor y confianza, y que también se conducen de acuerdo con
ellas. Entonces, concluye que tales prohibiciones expresan formas de acción que
caracterizan la clase de persona que él desearía ser.

La segunda fase en el desarrollo de la moralidad del individuo es la moralidad de la asociación.


El contenido de ésta viene dado por las normas morales apropiadas a la función del individuo
en las diversas asociaciones a que pertenece. Estas normas incluyen las reglas de moralidad
de sentido común, juntamente con los ajustes necesarios para insertarlos en la posición
particular de una persona; y le son inculcadas por la aprobación y por la desaprobación de las
personas dotadas de autoridad, o por los otros miembros del grupo.
La moralidad de la asociación incluye un gran número de ideales, definido cada uno de ellos en
la forma adecuada a los respectivos statuso funciones. Cada ideal particular se explica,
probablemente, en el contexto de los objetivos y propósitos de la asociación a la que pertenece
la función o la posición de que se trate. En su momento, una persona elabora una concepción
de todo el sistema de cooperación que define la asociación y las metas a que tiende. Sabe que
los otros tienen que hacer cosas diferentes, según el lugar que ocupen en el esquema
cooperativo. Así, con el tiempo, aprende a adoptar el punto de vista de los otros, y a ver las
cosas desde su perspectiva. Parece, pues, admisible que la adquisición de una moralidad de la
asociación (representada por determinadas estructuras de ideales) dependa del desarrollo de
las capacidades intelectuales requeridas para considerar las cosas desde una variedad de
puntos de vista y para interpretarlas, al propio tiempo, como aspectos de un sistema de
cooperación.
¿Cómo se llegan a adquirir deseos de cooperación? Una vez comprobada la capacidad de una
persona de sentir simpatía hacia otros, puesto que ha adquirido afectos, mientras sus
compañeros tienen el evidente propósito de cumplir sus deberes y obligaciones, él desarrolla
sentimientos amistosos hacia ellos, juntamente con sentimientos de lealtad y confianza. Así
pues, si los que se hallan comprometidos en un sistema de cooperación social actúan de un
modo regular, con el evidente propósito de mantener sus justas normas, entre ellos tienden a
desarrollarse lazos de amistad y confianza mutua, lo que les une al esquema cada vez más.
Una vez establecidos estos lazos, una persona tiende a desarrollar sentimientos de culpa
cuando no consigue realizar su función, sentimientos que se manifiestan en una inclinación a
compensar los daños causados, en una voluntad de admitir que nuestra conducta ha sido
injusta (errónea) y a disculparnos por ello, o en el reconocimiento de que el castigo y la
censura son injustos.
Y así llegamos a la fase de la moralidad de los principios. La moralidad de la asociación
conduce, de un modo enteramente natural, a un conocimiento de las normas de la justicia. Una
vez que las actitudes de amor y confianza, y de sentimientos amistosos y de mutua fidelidad,
han sido generadas de acuerdo a las dos etapas precedentes, entonces el reconocimiento de
que nosotros y aquellos a quienes estimamos somos los beneficiarios de una institución justa,
establecida y duradera, tiende a engendrar en nosotros el correspondiente sentimiento de
justicia. Desarrollamos un deseo de aplicar y de actuar según los principios de la justicia, una
vez que comprobamos que los ordenamientos sociales que responden a ellos han favorecido
nuestro bien y el de aquellos con quienes estamos afiliados. Con el tiempo llegamos a apreciar
el ideal de la cooperación humana justa.
Este sentimiento de justicia se manifiesta de dos formas:

1. Nos induce a aceptar las instituciones justas que se acomodan a nosotros, y de las que
nosotros y nuestros compañeros hemos obtenido beneficios. Necesitamos llevar a cabo
la parte que nos corresponde para mantener aquellos ordenamientos y tendemos a
sentirnos culpables cuando no cumplimos nuestros deberes y obligaciones.
2. Un sentimiento de justicia da origen a una voluntad de trabajar en favor de la
implantación de instituciones justas y en favor de la reforma de las existentes cuando la
justicia lo requiera.

5.14 Sociología y sociobiología


Frente a visiones como las sustentadas por Köhlberg, que radica la génesis de la moral en el
desarrollo de la estructura cognitiva del individuo ante las situaciones de conflicto moral y
termina remitiendo a un “valor objetivo”, es dado considerar los valores como productos
culturales. En este caso, cada individuo asumiría indefectiblemente los valores vigentes en su
cultura. Si esto es así, el interés de una genética de la moral se centraría en el desarrollo de
cada cultura, en vez de en el del individuo. Este enfoque, denominado “culturológico”, fue
esbozado por Durkheim.
Durkheim propuso su teoría moral como crítica al utilitarismo clásico. Resaltó algunas
características empíricas de la moral que el utilitarismo no lograba explicar. Por ejemplo, que la
moral consistía en el respeto a ciertas reglas fijas basadas en una autoridad, que la moralidad
parece asociarse universalmente a sentimientos punitivos, que hay grandes variaciones de un
grupo social a otro respecto a qué reglas son respetadas y generan sentimientos de culpa y
deber, etc. En definitiva, Durkheim sostuvo que el hecho de la existencia de una regla
socialmente institucionalizada la dota de un carácter sagrado moral, independientemente de
sus consecuencias (lo que se opone al utilitarismo y a toda forma de consecuencialismo ético)
o de su relación con alguna “racionalidad práctica”. Según esta visión, los valores tienen un
origen cultural-social, dependerán de la estructura institucional de poder-conocimiento que en
cada momento histórico tiene en su mano la sacralización de normas de comportamiento
social.
El enfoque sociológico de Durkheim heredó en cierta manera el convencionalismo relativista y
cientificista que también está presente en la moderna sociobiología. Esta ciencia propone un
enfoque totalmente novedoso del problema de la génesis del comportamiento moral. Según los
sociobiólogos, el origen de la moral puede enfocarse desde una perspectiva biológica por lo
que respecta a la filogénesis. Argumentan que los comportamientos pseudomoralesaparecen
en otras especies y sólo los sentimientos morales son específicos de la humana. Por otro lado,
en cuanto al desarrollo filogenético de la moral, destacan tres aspectos:

 La extrema sociabilidad humana, que sólo es compartida con algunas especies de


insectos. Esta disposición biológica es uno de los factores previos para el desarrollo
moral, y, a la vez, ella misma parece una respuesta adaptativa a las condiciones
adversas en que se desenvolvían nuestros antepasados remotos.
 Estudios bio-etológicos indican que el acervo genético de la especie puede no ser la
simple suma de las dotaciones de los individuos, sino constituir un conjunto en el que se
encuentran todas las combinaciones posibles, del que la dotación de cada individuo
será un subconjunto. Este planteamiento explicaría que los comportamientos
“altruistas” (típicamente morales) se mantengan de generación en generación, pues, de
otro modo, serían eliminados en pocas generaciones.
 Por último, existe un acervo ético, en el que se acumula el universo de valores sociales,
que por medio del proceso de aprendizaje y endoculturación se interioriza en el
individuo como un cuerpo de valores personales.
EL LENGUAJE MORAL. FORMA Y
JUSTIFICACIÓN DE LOS JUICIOS
MORALES
1. Introducción
En la cultura europea, durante muchos siglos, el fundamento de la moral ha sido, casi de
manera exclusiva, de carácter religioso; ahora bien, ¿qué ocurre cuando uno no es creyente?;
¿no necesita ya comportarse de una determinada manera?; ¿son todos los comportamientos
valiosos si Dios no existe? ¿tenía razón Dostoyewski al afirmar “si Dios no existe todo está
permitido”?; o, por el contrario, ¿se puede fundamentar una moral sin necesidad de recurrir a
Dios?
A lo largo de la historia de la filosofía se han dado diferentes preguntas a estas respuestas; en
primer lugar están las respuestas inspiradas en la filosofía analítica(correspondientes a los
primeros cuatro puntos de nuestra exposición). Para esta filosofía, en sus diferentes variantes,
sólo son significativos los enunciados de las ciencias de la naturaleza, o experimentales, y los
enunciados de las ciencias formales. Los enunciados de las ciencias experimentales son
significativos porque pretenden hablar de cómo es la realidad, y tanto los conceptos que
componen los juicios que realizan, como la relación que se establece entre ellos, es
comprobable empíricamente. Los enunciados de las ciencias experimentales aportan
conocimiento al sujeto y su fundamento se encuentra en la comprobación empírica. Los
enunciados formales aportan también conocimiento, aunque no son comprobables
empíricamente; sin embargo, son significativos porque se derivan necesariamente de otros
enunciados que están en la base del sistema al que pertenece el enunciado. Como no
pretenden hablar de cómo es la realidad, no es necesario que los conceptos de que constan, y
la relación que se establece entre ellos, sean comprobables empíricamente. Sin embargo, ni los
juicios filosóficos ni los juicios morales se pueden fundamentar –y, por lo mismo, no
proporcionan conocimiento– ya que pretenden hablar de la realidad y lo que afirman no se
puede comprobar empíricamente.
Según las éticas teleológicas, por otra parte, las acciones que el hombre puede realizar no son
buenas o malas en sí mismas, sino que lo son en la medida en que proporcionan felicidad.La
bondad de las acciones viene dada, pues, por la felicidad que puedan proporcionar al hombre.
Si el hombre es un ser que por naturaleza tiende a la felicidad, la tarea moral no puede
consistir en otra cosa que en hallar los medios adecuados para lograr ese fin que, por lo
mismo, constituye el bien del hombre. El “dar razón” de una norma consiste en señalar cómo
su cumplimiento ayuda a que el hombre sea feliz; y como la felicidad es un objetivo al que el
hombre aspira por naturaleza, el fundamento de la moralidad es la naturaleza misma.
Las dos objeciones más importantes que se suelen hacer a las éticas teleológicas son:

3. Al poner como objetivo de la vida del hombre el placer, rebajan al hombre al nivel del
animal
4. Al reducir la felicidad al placer, como éste es algo individual, convierten al ser humano
en un ser egoísta, en un ave de rapiña que no tiene en cuenta para nada a los demás y
que no se detiene ante nada cuando se trata de “su” placer.

Sin embargo, estas críticas no tienen demasiado sentido, al menos en el hedonismo moderno.
En primer lugar, porque, para los hedonistas, el placer no es algo puramente material, no es
algo que se obtiene solamente al satisfacer necesidades materiales, sino que el hombre tiene
muchas más necesidades, sus fuentes de placer son muchas y muy variadas y los placeres se
encuentran, consecuentemente, jerarquizados; los placeres corporales no son ni siquiera los
más importantes. Como señala Esperanza Guisán en el Manifiesto Hedonista:
Los hedonistas seríamos realmente una peste para la humanidad si afirmásemos que
cualquier placer era tan bueno como otro [...] El placer derivado de la rapiña, de la
avaricia, de la desposesión de los demás, es en realidad un placer muy pequeño, y no
porque existan cosas éticamente mejores sino, simplemente, porque dada la naturaleza
compleja del ser humano, su condición, su situación de interacción o interrelación con
los demás, sus capacidades asociativas y de comunicación, existen otras cosas que le
producen mayor placer.
Y, en segundo lugar, porque para los hedonistas modernos, existe en el hombre un
sentimiento de “sympatheia”, de sentir “con” los demás y “por” los demás que lleva, al
hombre que quiere ser feliz, a tratar de conseguir la felicidad de los demás. Al ser la
felicidad un estado de ánimo que se refiere al hombre total, el sentimiento de
sympatheiaimpide que las personas puedan ser felices mientras a su alrededor haya
personas que no lo sean.
Por su parte, la éticas deontológicas piensan que es verdad que los seres humanos, por
naturaleza, tienden a la felicidad y que, consecuentemente, se interesan por adoptar los
medios más adecuados para alcanzarla. Pero piensan, asimismo, que en esto el hombre no se
distingue de los demás seres vivos, que también tienden a la felicidad y actúan en
consecuencia. Por lo mismo, no les parece adecuado fundamentar la moralidad de las acciones
en algo que el hombre tiene en común con los demás seres vivos.
Además, hacer vivir al hombre para un fin que no se ha dado él a sí mismo, sino que le viene
impuesto por la naturaleza, o por un ser creador de esa naturaleza, le convierte en un “medio”
al servicio de una meta ajena a su voluntad y, consecuentemente, atenta contra la dignidad
humana. Las éticas teleológicas son, para estos pensadores, éticas heterónomas,
incompatibles con la dignidad humana. El hombre sólo adquiere dignidad cuando se sustrae al
orden natural y es capaz de dictar sus propias leyes, cuando es autolegislador, autónomo. El
hombre sólo obra bien cuando realiza aquellas acciones que se impone él a sí mismo, cuando
cumple el deber que él mismo se da. Y es precisamente esa obediencia del hombre al deber
que le dicta la razón la que fundamenta, la que explica la moralidad de determinadas acciones.
Para estas éticas lo importante a la hora de actuar bien no es tanto lo que el hombre hace, el
contenido, la materia de su acción, cuanto la intención que el hombre posee al realizarla, la
forma.
Las dos objeciones más frecuentes hechas a estas éticas son:

1. Tiene un cierto carácter “antihumano” y “heroico”, porque al hombre le resulta


prácticamente imposible buscar siempre con sus acciones el puro cumplimiento del
deber
2. Son poco concretas e imprecisas; los imperativos categóricos, expresión de la razón
humana, se pueden reducir, según Kant, al mandato que dice: “obra de tal modo que la
máxima de tu voluntad pueda valer siempre al mismo tiempo como principio de una
legislación universal”; pero, ¿qué acciones pueden ser universalizadas?, ¿estaríamos
todos los hombres de acuerdo al señalar esas acciones?

El último grupo de teorías que han intentado fundamentar la moral se conoce con el nombre de
éticas dialógicas. Si para las éticas deontológicas tradicionales los mandatos que constituyen el
deber que el hombre debe cumplir son expresión de la razón humana individual, esta nueva
ética, consciente de que los intereses de los diferentes individuos en la vida social no son los
mismos, y en muchas ocasiones son antagónicos y opuestos, sitúa los mandatos, que
constituyen el deber que los hombres deben cumplir, en las normas que resulten del acuerdo
al que hayan llegado después de haber argumentado racionalmente cada uno de ellos en
defensa de su posición. Es cierto que todos los hombres están dotados de razón, pero también
es cierto que cada hombre nace en una cultura, en una determinada clase, y que, en
consecuencia, posee unos intereses diferentes, y a veces hasta opuestos a los de otras
personas, por lo que al utilizar la razón no todos los hombres piensan de la misma manera.
Esta situación es la que hace inviable el intentar dotar de universalidad a la razón entendida
universalmente.
En lugar de proponer a todos los demás una máxima como válida y que quiero que opere como
una ley general, tengo que presentarles mi teoría al objeto de que quepa hacer la
comprobación discursiva de su aspiración de universalidad. El peso se traslada, desde aquello
que cada uno puede querer sin contradicción alguna como ley general, a lo que todos, de
común acuerdo, quieren reconocer como norma universal (Habermas, Conciencia moral y
acción comunicativa).
Estas éticas hacen, pues, de la solución de los conflictos el campo de la moralidad. Solución de
conflictos que exige la realización de los hombres como tales –exige la autonomía moral– y
además en aquella dimensión que es específica del hombre. En las éticas dialógicas, el hombre
moralmente bueno es aquel que se halla dispuesto a resolver las situaciones de conflicto
mediante un discurso argumentado, mediante un diálogo encaminado a lograr un consenso y
se haya dispuesto, asimismo, a comportarse como se haya decidido en ese consenso.
Entre las objeciones a estas éticas podemos destacar:

1. Dejan al hombre sin principios de comportamiento, sin normas válidas para siempre, o
válidas para todos, ya que exigen que en cada conflicto se realice un diálogo para tratar
de llegar a un consenso.
2. El consenso no es algo positivo, o por lo menos con valor suficiente como para
fundamentar las normas morales Dividir la esfera privada y la pública

1.1 Lenguaje moral y metaética


La metaética no es expresamente una reflexión sobre los contenidos concretos de la moral,
sino que es un metalenguaje, en el sentido de que analiza los enunciados lingüísticos con los
cuales afirmamos de algo que es bueno, justo o correcto. De este modo, examina los
problemas que están explícitos en el lenguaje moral y que no habían sido tomados en serio
durante mucho tiempo.
La ética clásica no ha sido desconocedora de la metaética, ni de la importancia del lenguaje
moral, ya que el análisis de los fundamentos de la moral se realiza a través del análisis de los
principales conceptos, con el fin de justificar la legitimidad de la ética. Así, el concepto de
“bien” es el punto de partida de la ética de Aristóteles, como lo es la “voluntad buena” para
Kant. Pues bien, del análisis de los conceptos morales se seguían los criterios de los juicios
éticos, de las formas de vida buena (Aristóteles) o de las máximas morales (Kant);
respectivamente, la felicidad y el imperativo categórico (en sus cuatro formulaciones). Por esto,
la separación entre una ética normativa y la metaética, y también la hipótesis de la neutralidad
de los valores de la actual metaética no son incondicionalmente necesarias.
La metaética o reflexión sobre el lenguaje moral es una reflexión que surgió en Gran Bretaña a
principios del siglo XX, en concreto, por la obra Principia Ethicade G. E. Moore. La metaética no
acepta que existan enunciados sustantivos, es decir, proferencias lingüísticas que remitan al
mundo natural; es lo que se denomina “tesis de neutralidad”, que impide referirnos a la
bondad o maldad de las acciones del sujeto humano, ni a sus reglas morales, ni a los criterios
con los que esos enunciados están construidos. De este modo, la metaética, o la filosofía del
lenguaje moral, únicamente admite la investigación sobre los enunciados morales atendiendo
exclusivamente a la forma lingüística de su construcción; no admite un “discurso” moral, sino
sólo un “metadiscurso”: discurso sobre el lenguaje moral. De ese modo, la metaética se ha
preocupado sobre todo por cuatro aspectos:

1. El lenguaje moral, y no únicamente por los contenidos; o mejor dicho, el lenguaje moral
a través del cual se expresan los contenidos morales.
2. Cómo y por qué pueden justificarse los juicios sobre aspectos morales.
3. La diferencia entre enunciados éticos y enunciados no éticos.
4. El significado lingüístico de los principales conceptos de la ética: bueno, malo, justo,
injusto, deber, correcto, felicidad, etc.

En suma, los juicios morales se distinguen de los que no lo son en virtud de su significado,
naturaleza o función.

3. Significado, naturaleza y función


del juicio moral
La valoración de los actos y normas morales que adoptan, respectivamente, la forma de juicios
de valor o juicios normativos o imperativos, ¿cumple una función cognoscitiva?, ¿responde a
hechos objetivos?, ¿puede ser verificada de algún modo? Tal es el problema del significado de
los juicios morales, cuya solución condiciona, a su vez, el de su justificación; es decir, el de las
razones de su validez. La metaética se ocupa de este tipo de problemas, y aunque el contenido
de la teoría de la moral no se puede reducir al examen de dichas cuestiones, es indudable que
éstas revisten una gran importancia, pues sin responder a ellas queda en el aire el problema de
la justificación o validez de los juicios morales.
3.1 La justificación racional de los juicios
morales !ojo¡
Respecto al problema del significado o naturaleza de los juicios morales, así como de la
justificación de su validez, el emotivismo llega a esta conclusión: los juicios morales no pueden
ser explicados, ya que son solamente la expresión de una actitud emocional, o de la tendencia
subjetiva a suscitar un efecto emotivo en otros, razón por la cual sólo se justifican
emocionalmente, es decir, de un modo irracional. Y el intuicionismo concluye que los juicios
morales cumplen una función cognoscitiva, ya que en ellos se aprehende una propiedad
valiosa, pero esta aprehensión es intuitiva (o sea, de modo directo e inmediato), no se pueden
dar razones a favor o en contra de ellos y, por tanto, no pueden ser justificados racionalmente.
Ahora bien, la naturaleza misma de la moral, y tanto más cuanto más se eleva y enriquece en
el curso de su desenvolvimiento histórico-social, exige una justificación racional y objetiva de
los juicios morales. La moral cumple una función necesaria, como medio de regulación de la
conducta de los individuos, del que no puede prescindir ninguna comunidad humana. Los
principios morales, los valores y las normas, conforme a los cuales se establece socialmente
esa regulación, han de pasar por la conciencia del individuo, quien de este modo los hace
suyos o interioriza, conformando así voluntariamente sus propias acciones, o exhortando a los
otros a que se ajusten a ellos, de un modo también voluntario y consciente. El verdadero
comportamiento moral no se agota en el reconocimiento de determinado código por los
individuos, sino que reclama, a su vez, la justificación racional de las normas que se aceptan y
se aplican. Y es aquí donde la ética, como teoría, contribuye a despejar el camino de una moral
más elevada, esclareciendo el problema de si cabe una justificación racional de sus juicios de
valor y sus normas, y por otro lado, cuáles serían –si esta justificación es posible– las razones o
los criterios justificativos que podrían aportarse.

3.2 Criterios de justificación de los juicios


morales
3.2.1 La justificación lógica

Al justificar lógicamente una norma, no la separamos del contexto humano concreto en que surge, sino que la ponemos
en relación con él, pero no directamente, sino a través de las normas fundamentales de las cuales se deduce
lógicamente, o del sistema al que pertenece.
La justificación lógica de las normas satisface, en definitiva, la función social de toda moral, ya
que impide que en una comunidad dada surjan normas arbitrarias o caprichosas que,
justamente por no integrarse en el sistema normativo correspondiente, entrarían en
contradicción con los intereses y necesidades de la comunidad. Así pues, una norma se
justifica lógicamente si demuestra su coherencia y no contradictoriedad con las demás
normas del código moral del que forma parte.

3.2.2 La justificación socialLa norma, pues, tiende a regular la conducta de las


personas de acuerdo con la necesidad o el interés de la sociedad, y se
justifica en cuanto se halla en concordancia con ellos. Toda norma, por tanto,
para ser justificable, tiene que ser puesta en un contexto humano concreto,
es decir, en el marco de una comunidad histórico-social concreta.

Justificacion practicaEn definitiva, en una comunidad dada en la que se dan las condiciones necesarias, se justifica la
norma que responde a dichas condiciones.
La justificación científica
Una norma se justifica científicamente cuando no sólo se ajusta a la lógica, sino también a los
conocimientos científicos ya establecidos, o es compatible con las leyes científicas
conocidas. Las normas morales que tienden a regular las relaciones entre los hombres
han de contar con los conocimientos que acerca de ellos proporcionan diferentes
ciencias (fisiología, psicología, biología, etc.), o, al menos, no han de entrar en
contradicción con los conocimientos científicos ya comprobados. No se pueden justificar
los juicios morales que tienen por base unos supuestos que la ciencia rechaza o que son
incompatibles con las leyes científicas ya descubiertas. Una norma moral sólo podrá
justificarse científicamente si se basa en conocimientos científicos o si es compatible
con el estado que guardan éstos en el momento en que se formula la norma. Así, pues,
dado el estado de conocimientos alcanzados por la sociedad, una norma moral sólo se
justifica científicamente si se basa en esos conocimientos o es compatible con ellos.
¿qué tipos de razones nos inducen a aceptar un razonamiento moral?” La respuesta es distinta según se trate de una ética
deontológico o bien de una ética teleológica. Según la primera, los juicios morales se basan en principios o normas
morales, o en una cadena de principios morales, cada vez más generales. Según la segunda, un juicio moral puede
fundamentarse en hechos o en las consecuencias que se producen por obrar de determinada manera.
Searle aduce que la distinción entre descripciones y valoraciones debe matizare más: se han
realizado descripciones de hechos brutos y descripciones de hechos institucionales, y
estas últimas implican ya de por sí unas obligaciones específicas.

5. La ética analítica
5.1 Moore y los Principia Ethica De esta manera lo bueno, estrella polar de la
disciplina ética, no es ni una cualidad de carácter natural ni puede resultar
definido en términos de cualidades no naturales. La vía de salida que propone
Moore, en tal situación, es la del conocimiento intuitivo de lo bueno.

Emotivismo
Más técnicamente, es la teoría metaética que sostiene que los enunciados éticos –los juicios morales– no son
informativos, sino que ejercen sólo la función de expresar o suscitar sentimientos o emociones.
El intelectualismo moral afirma que la condición necesaria y suficiente para la conducta moral
es el conocimiento. Por ejemplo, Sócrates defendía que para ser moralmente bueno, es
condición necesaria y suficiente conocer la bondad. Esta teoría parece contraria a las
ideas comunes, ya que la mayoría de los hombres parecen admitir que las personas
pueden ser malas pese a saber lo que se debe hacer o lo que es lo bueno. El
emotivismo moral se acerca más a la concepción corriente o del sentido común, al
destacar la importancia de los sentimientos y las emociones en la vida moral. Hume

En efecto, Hume representa con claridad las tesis básicas del emotivismo moral, así como de la
crítica al relativismo moral. Comienza planteando el problema: ¿cuáles son los principios
generales de la moral?, ¿en qué medida la razón o el sentimiento entran en las decisiones de
alabanza o censura? E inmediatamente señala que la razón tiene una aportación notable en la
alabanza moral: las cualidades o las acciones que alabamos son aquellas que guardan relación
con la utilidad, con las consecuencias beneficiosas que traen consigo para la sociedad y para
su poseedor. Señala también que, excepto casos sencillos y claros, es muy difícil dar con las
leyes más justas, leyes que respeten los intereses contrapuestos de las personas y las
peculiaridades y circunstancias de cada acción. La razón puede ayudarnos a decidir cuáles son
las consecuencias de cada acción, útiles o perniciosas y, por tanto, debe tener cierto papel en
la experiencia moral. Sin embargo, Hume intentará mostrar que la razón es insuficiente para
dar cuenta de lo propio de la moral.
5.2.2 Wittgenstein

si el lenguaje y la razón no pueden salirse de los límites de la lógica, existe una dimensión del sentimiento, de la
estética, que puede mostrar más allá del lenguaje de los hechos, más allá de la miseria de la razón, el enigma de la vida.
El Tractatus cimenta teóricamente la diferencia de Schopenhauer entre el “ámbito racional” y el “ámbito volitivo”. Los
hechos pertenecen al mundo de la representación; el lenguaje que le corresponde dice cómo son esos hechos, pero qué
es el mundo como totalidad no pertenece al mundo de la representación, sino al de la voluntad, a la ética y la estética.
Los hechos carecen de valor en sí mismo, es la voluntad quien los juzga. La ética no es un hecho, sino un modo de vida.
En el lenguaje del mundo todo puede ser expresado con claridad; donde hay una pregunta
cabe una respuesta, donde expresamos una proposición puede haber un hecho que la confirme
o deniegue. La ética, al no pertenecer al mundo, no puede ser refutada ni confirmada por
ningún hecho; por lo tanto, no cabe en el lenguaje de los hechos, de la ciencia, ni la pregunta
ni la respuesta. Desde este punto de vista, la mayoría de los sistemas filosóficos o éticos y su
límite, el escepticismo, carecen de sentido, ya que no expresan nada.
El escepticismo no es irrefutable, sino claramente sin sentido, si pretende dudar allí
donde no se puede plantear una pregunta. Pues la duda sólo se puede plantear cuando
hay una pregunta; una pregunta, sólo cuando hay una respuesta, y ésta únicamente
cuando se puede decir algo (6.51)
Todas las proposiciones de la metafísica o de la ética clásica, que trataban de alcanzar el statu
del saber científico, aparecen en el Tractatusno como proposiciones falsas, sino como falsas
proposiciones, son pseudoproposiciones carentes de sentido, “sinsentidos”. Respecto a estas
cuestiones Wittgenstein concluirá: «De lo que no se puede hablar, mejor es callarse» (7). Con
esta frase concluye el Tractatus, dejándonos el ámbito de la vida más allá de los límites del
lenguaje, en el espacio de la ética y la estética, hasta el punto que ambos se confunden. Sin
embargo, cabría preguntarse, ¿qué silencio artístico permite mostrar lo místico? La poesía, el
arte, se alejan del lenguaje lógico, para mostrar en metáforas y paradojas, en el ámbito de la
intuición y del sentimiento, aquello que no se deja atrapar en el lenguaje. La poesía y el arte
muestran en la belleza creada, dejan adivinar a través de ella el sentido de la vida. En este
sentido, la filosofía no puede ser una ciencia de hechos, y tampoco es un lenguaje sobre los
valores éticos o estéticos. Para Wittgenstein
El verdadero método de la filosofía sería propiamente éste: no decir nada, sino aquello
que se puede decir; es decir, las proposiciones de la ciencia natural –algo, pues, que no
tiene nada que ver con la filosofía–; y siempre que alguien quisiera decir algo de
carácter metafísico, mostrarle que no ha dado significado a ciertos signos de sus
proposiciones (6.53)
La filosofía debe convertirse en crítica del lenguaje, es decir, debe fijar los límites dentro de los
cuales podemos hablar con sentido: «el resultado de la filosofía no son “proposiciones
filosóficas”, sino el esclarecerse de las proposiciones» (4.112). La filosofía es una actividad
cuyo contenido es el lenguaje y sus límites. Fuera de esta labor a la filosofía sólo le queda el
silencio.
Los últimos epígrafes del Tractatus los dedica Wittgenstein a tratar, además, de los juicios de
valor, es decir, de la posibilidad del lenguaje moral. Sabemos que una proposición es una figura
(Bild) de un posible estado de cosas; y dicha proposición es verdadera si lo que nos figuramos
es un hecho, y es falsa si no lo es. Ahora bien, los enunciados donde se expresan juicios de
valor no son de esta forma. Cuando decimos “no matarás”, el enunciado no es falso si se hace,
y tampoco si no se hace, por lo que no se trata de un enunciado de “lo que es el caso”, es
decir, una proposición de valor no es una proposición acerca de los hechos, por lo que,
estrictamente, no pueden darse enunciados de valor (si se quiere ser riguroso y atenerse a lo
dado y a lo que puede ser dicho –sólo sobre lo dado–). Así debe entenderse lo que dice
Wittgenstein: «Todas las proposiciones tienen igual valor» (6.4), de donde se deduce que «no
es posible que existan proposiciones en ética» (6.42). Sin embargo, esto no significa que no
haya valoraciones, sino que lo que es el caso y lo que es valorable son cosas distintas; el
mundo es como es, y sucede lo que sucede; en el mundo no existe ningún valor «y si existiera,
no tendría ningún valor» (6.41). Por valor entiende Wittgenstein tanto la ética, como la estética
y lo religioso. Para Wittgenstein un valor es un absoluto, algo de lo que no puede darse cuenta
referencial al mundo, pero que puede ser mostrado. Si decimos a alguien que tiene que
estudiar para conseguir aprobar la oposición, él podrá decirnos “no quiero estudiar más”;
entonces no podríamos decirle: “pero debes hacerlo”, sino que sólo podríamos decirle: “tú
sabrás lo que haces”. Pero si le decimos. “deberías tratar con respeto a tus semejantes”, y él
nos dijera: “no me da la gana”, entonces podríamos decirle: “pero tú deberías hacerlo”. La
validez o la importancia de tratar con respeto a los otros no depende de que algo sea así, de
que sea el caso, sino que debe tratárseles así suceda lo que suceda. Por eso en su Conferencia
sobre ética Wittgenstein afirmaba que esos valores eran absolutos, aunque no pueden ser
expresados en una proposición con sentido (con referencia al mundo).
Esto explica que las personas expresan de alguna forma lo que valoran o rechazan
moralmente; y eso pese a que tales expresiones son intentos (legítimos personalmente) de
decir lo que no puede ser dicho con sentido. Los problemas éticos no pueden ser solucionados
por un análisis lógico; la ética es, como la lógica, una condición del mundo; la ética y la lógica
pertenecen a lo que se muestra, pero no a lo que es enunciado por el lenguaje; a un juicio ético
no podemos catalogarlo, como tal, de verdadero o falso. La buena voluntad (la moral) no puede
cambiar los hechos, pero sí puede alterar los límites del mundo, por lo que “el mundo del
hombre feliz es distinto del mundo del hombre infeliz”. Es decir, la buena o la mala voluntad no
es visible en los hechos, pero el mundo, en la peculiar valoración de cada cual, puede cambiar
como un todo. Los mundos del hombre feliz y del hombre infeliz no coinciden; ante un vaso
lleno a la mitad, uno lo ve medio lleno, y el otro medio vacío; pero la cantidad de agua del vaso
no se altera, sino sólo la distinta valoración de la cantidad de la misma. La ética (como la lógica
o la religión) no es una cuestión de los hechos, sino de la significación que otorgamos a los
hechos. Pero Wittgenstein no está afirmando que los temperamentos sean identificables con
los juicios de valor; el temperamento es diferente de los hechos respecto de los que una
persona tiene que emitir sus juicios de valor; la voluntad buena ética no es una simple
tendencia psicológica. Pero los hechos no establecen la solución al problema, sino sólo el
problema; y los hechos no solucionan los problemas, sino que los originan. Sobre los problemas
éticos, pues, sólo puede hablarse en primera persona, podemos mostrar el problema y nuestra
actitud hacia él, pero no se refiere al mundo, sino sólo a la valoración del mismo, por lo cual, lo
que constituye un problema para uno puede no serlo para otro.
Así pues, los problemas más importantes de la vida, los referentes al sentido de la vida, no
pueden ser planteados científicamente, por lo que tampoco pueden ser resueltos por la ciencia:
Nosotros sentimos que incluso cuando todas las posibles cuestiones científicas hayan
sido resueltas, los problemas más importantes de la vida permanecen completamente
intactos (6.52)
es más, ni siquiera son «rozados» (ibid.) La solución de la vida del hombre, incluida la
pervivencia tras la muerte, no se encuentra en el mundo, sino fuera del espacio y el tiempo. Lo
místico, pues, no versa sobre cómo son las cosas en el mundo, sino sobre que el mundo existe.
Nos admiramos ante el mundo, pero no ante cómo es el mundo, sino simplemente de que el
mundo es; es una admiración por algo que es absoluto, que no puede ser dicho en el lenguaje.
Y las cuestiones corolarias a esta admiración no son cuestiones científicas, por lo que no son,
estrictamente, cuestiones ni problemas. La solución al problema de la vida significaría la
desaparición del mismo. El sentido de la vida puede aclararse, puede mostrarse a sí mismo,
pero no puede ser enunciado, de la misma forma que la lógica se muestra a sí misma, no en lo
que dice acerca de sí misma, sino en lo que dice acerca del mundo.

5.2.3 Ayer
Su dilema se puede exponer así: los juicios aparentes de valor si son significativos
(cognoscitivos) son proposiciones reales y si no son proposiciones científicas son expresiones
de sentimientos o emociones que, en cuanto tales, no son susceptibles de verdad o falsedad.
Desde esta perspectiva analiza Ayer los términos éticos de los que constan los juicios éticos. El
resultado consistirá en afirmar que existen, en verdad, tales juicios o proposiciones. Sólo son
tales en su envoltorio pero, en realidad, se trata de pseudoproposiciones.
Tras “refutar” las teorías éticas habituales llega a la conclusión de que las pretendidas
proposiciones normativas de la moral consisten en pura emotividad. Ayer considera que el
modo en que nuestro juicio moral puede afectar o convencer a otros no es importante en la
concepción de lo sustantivo en la moral.
Si digo, por ejemplo, que “usted es un violador” y añado que “eso es malo”, no estaré
ampliando en modo alguno la proposición primera. Estaré manifestando o expresando,
simplemente, una desaprobación moral. “Eso es malo” es como gritar, cambiar de tono o cosas
semejantes. El contenido no ha variado. Más aún, en la forma en la que se suele presentar
decir que “violar es malo” es un sin sentido ya que “malo” no es un predicado que pueda
aplicarse a una proposición como se aplican aquellos otros que hacen de éstas enunciados
verdaderos o falsos. No existe, por tanto, contradicción entre Patricia y Mauricio si Mauricio
dice que “violar es malo” y Patricia dice que “violar no es malo”. El único desacuerdo consistirá
en sus respectivas emociones y éstas no son contradictorias, sino simplemente diferentes.
El emotivismo, no obstante, no es subjetivismo pues un enunciado que afirme algo de mi
estado anímico es, en tanto que descripción del mundo, verdadero o falso. Cuando digo, por
ejemplo, que “me siento muy feliz”, puedo estar dando una información sobre mi estado
interno. En cuanto tal, la afirmación será un aserto verdadero o falso en función de que el
estado interno sea el de felicidad o no. Pero si puede ser verdadero o falso, entonces no puede
ser moral. Lo moral, por el contrario, es expresivo. Esa es su característica principal. Que se
mezcle con otras funciones, que pase inadvertido, etc., no quita un ápice a esta ecuación: lo
moral es emotivo y no es algo fáctico.
Las proposiciones significativas son o analíticas o empíricas. Como las evaluaciones morales no
caen en ninguno de los dos campos son, literalmente, carentes de significado cognoscitivo. Las
llamadas proposiciones éticas son, por un lado, autoexpresivas y, por otro, persuasivas en el
sentido de influenciar la conducta de los demás.
MacIntyre resume del siguiente modo la teoría de Ayer:
Ayer retomó algunas de las posiciones de Hume, pero lo hizo en el contexto de la teoría
positivista lógica del conocimiento. Así, los juicios morales se comprenden en términos
de una clasificación tripartita de los juicios en lógicos, fácticos y emotivos. En la primera
clase entran las verdades de la lógica y la matemática, considerados como analíticos, y
en la segunda entran las verdades empíricamente verificables y falsificables de las
ciencias y del conocimiento de los hechos propio del sentido común. La tercera clase
aparece necesariamente como una categoría residual, una bolsa en la que cae todo lo
que no es ni lógica ni ciencia.

5.2.5 Críticas al emotivismo


MacIntyre equipara el emotivismo con el existencialismo en cuanto que ambas doctrinas
filosóficas no serían sino la derivación histórica de un largo proceso. Ese proceso sería el
siguiente: hubo una teoría ética bien establecida en la que las virtudes tenían su lugar y su
articulación porque se insertaban dentro de una concepción del hombre y de la comunidad que
ofrecía un modelo adecuado para obtener unos fines apropiados. De esta manera, la moral
fijaba unos fines y mostraba unos medios. De ahí que no tuviera sentido plantear lo que luego
se conocerá como falacia naturalista: si se puede o no pasar de lo que se es a lo que se debe
ser. Y no se plantea porque el esquema es funcional: para lograr tales fines se necesitan tales
medios. Todo, de alguna manera, es fáctico. Ese esquema moral no sería otro que el de
Aristóteles.
El esquema aristotélico fue fraccionado y sólo nos quedan retazos o fragmentos fuera
de su armazón. La modernidad trae a la escena una noción de individuo que poco tiene
que ver ya con lo que aquél fue para Aristóteles. De esta forma, el emotivismo sería el
último estadio en el que un sujeto, solo y desamparado, se ve obligado a elegir. La idea
de preferencia se le ofrece como una gran conquista cuando no sería sino la más clara
muestra de una soledad ética en la que se ha hecho virtud de la necesidad. De esta
forma, el emotivismo es todo un síntoma, un síntoma excepcional de la pérdida moral,
del engaño ético en el que vive una época sin los medios apropiados para adecuar la
virtud a la felicidad.

5.3 El lenguaje prescriptivo de la moral: Hare


Hare marcará una nueva época más allá del emotivismo. Con éste comparte la idea de que hay
que rechazar el descriptivismo como insuficiente para explicar el comportamiento moral. Pero
retendrá dos objeciones al emotivismo que le harían incapaz también de dar cuenta de la
conducta moral humana:

1. La supuesta confusión emotivista entre razones y causas


2. El desconocimiento, a nivel lingüístico, entre los efectos y el significado de las palabras

1. Los juicios morales son una especie de un género mayor y que no es otro sino el de los
juicios prescriptivos. Un juicio valorativo siempre nos conduciría, si es realmente moral,
a una prescripción. Y es que a quien profiere una valoración siempre se le puede
preguntar por qué. La respuesta habitual a quien nos pregunta por qué llamamos buena
la acción X consiste en una descripción. Así, a quien nos preguntara, por ejemplo, por la
bondad de ayudar a los etíopes hambrientos le podríamos contestar señalando que en
caso contrario se morirían de hambre. Ahora bien, la respuesta es una descripción, por
lo que alguno podría objetar diciendo que hemos caído en el naturalismo. Todo lo
contrario, es que cuando se dice que una acción es buena, la expresión se está usando
para guiar la conducta. De ahí que cuando se da la razón del por qué, lo que se está
poniendo de manifiesto es que, a través de juicios valorativos, llegamos hasta unos
principios o criterios generales que, en cuanto aceptados por nosotros, son
prescriptivos

2. La característica que diferenciará a los juicios morales del resto de los juicios
prescriptivos es que lo morales son universalizables de una singular manera. Los juicios
morales tienen universalidad. No son generales sino universales. A diferencia de Kant,
para Hare, cualquier regla moral, por muy concreta que sea, ha de ser universal y eso
quiere decir que lo que se dice en un caso concreto (que se ha de actuar de una
determinada manera) implica que valdría en cualquier otro caso si todos los aspectos
relevantes son iguales. Esta universalidad de los juicios morales se distingue de la que
se da en los juicios sobre hechos (a todo lo que llamo lapicero, por ejemplo, he de
seguir llamándolo lapicero en todas las circunstancias que sean iguales). Y es que en el
lenguaje valorativo no podemos decir que algo es bueno porque ése es su significado.
Lo será porque apelamos a criterios o principios. Pero entonces, tal criterio o principio
es sintético. Imaginemos una discusión de un defensor de la pena de muerte y un
defensor del punto de vista contrario. El desacuerdo, obviamente, no es sobre el
significado de “pena de muerte”. Es de suponer que, dados sus conocimientos de la
lengua y los conocimientos habituales, ambos estarán de acuerdo en lo que significa
“pena de muerte”. El desacuerdo, por el contrario, proviene de que los dos aceptan
criterios distintos, recurren a principios que se oponen entre sí. Por eso mientras que “X
es un lapicero” puede obtenerse, en cuanto principio universal, subsumiendo X en la
categoría de lapicero según una regla de significado válida para todos, “la pena de
muerte no es buena” es, por el contrario, la elección de un principio que ha de dirigir la
acción.

3. En último término, se trata de la capacidad para colocarse en el lugar de los otros. Y era esto lo que exigía el
principio lógico, base de la argumentación moral. Porque pedir de otro que haga todo lo que yo debo hacer en
una situación determinada, no es sólo imaginarse al otro en esa situación, sino imaginarme a mí mismo en
aquella que, por hipótesis, contradice mis inclinaciones.

5.3.1 Críticas a Hare


Hare, como filósofo semikantiano, acepta que la acción moral lo es porque se basa en razones
y no en impulsos o deseos. Tales razones remiten a principios que son el punto de partida
lógico para la acción moral concreta. Pero Hare se separará de Kant en cuanto que no creerá
que hay un conjunto de principios que sería irracional no aceptar por ser comunes a la razón
humana. Lo único que pedirá a los principios que guían la acción es que sean consistentes.
Para nada se postula un núcleo constante. De ahí que personas diferentes puedan poseer
principios diferentes sin que por eso haya que llamarles irracionales a unos u otros.
La solidez del sistema de Hare se apoya en algo sumamente resbaladizo, ya que la moralidad
de una persona se determina a través del sistema de principios morales de tal persona. Los
principios básicos morales que se expresan como imperativos son ciertamente principios sin
excepción, puesto que incluyen las situaciones hipotéticas. Por otro lado, Hare distinguirá
cuidadosamente el egoísmo racional de la moralidad, la cual debe tener la característica de
universalizabilidad. Todo esto, sin embargo, no hace sino visualizar aún más lo subjetiva que
puede ser, en manos de Hare, la moralidad. Y es que el desacuerdo entre principios de diversas
personas que entren en conflicto –y entran en conflicto porque las hipotéticas personas A y B
suscribenambas los respectivos principios incompatibles– puede llevar a que tengamos que
respetar la mayor barbaridad si ésta se siguiera de los principios de una persona concreta. Es
desde ahí desde donde suele señalarse que en Hare se detecta una cierta implausibilidad. La
implausibilidad estaría en que habitualmente no pensamos que algo es moral porque yo lo he
elegido sino, más bien, lo contrario.
Otra objeción es la objeción existencial. Supongamos que Félix e Isabel tienen principios en
conflicto. Félix, siguiendo sus principios, dice que hay que hacer D, mientras que los principios
de Isabel llevan a la conclusión de que no hay que hacer D. pues bien, según el análisis de
Hare, en donde el requisito respecto a los principios es la consistencia, Félix tendría que afirmar
que Isabel debe hacer D y por tanto dice que Isabel haga D. Ahora bien, es bastante extraño
que se le diga a alguien que haga D cuando de los principios de éste no se sigue ninguna razón
para que realice D. Porque, ¿cómo podrían los principios de Félix, por llenos de razones que
estuvieran, dar una sola razón a Isabel si ésta no comparte los principios de aquel? Y ¿cómo
puede evitarse, desde la teoría de Hare, que Félix no diga que Isabel debe hacer D?
Otra objeción es que parece que nadie, por muy semejantes que fueran las condiciones, podría
estar en mi misma situación.Mi situación, por parecida que sea a otra en la que se encuentre
una persona diferente, sería irreductiblemente original. O sigo siendo yo o no soy yo. En el
primer caso, cualquier cosa sólo es atribuible a mí. En el segundo no es atribuible a nadie y se
pierde en la niebla de una generalidad que no sirve a nada ni nadie. Las decisiones
auténticamente difíciles serían irrepetibles y únicas en una situación en la que la decisión
siempre es particular y, en cuanto tal, no universalizable.
La tercera dificultad va al corazón mismo del significado dedeber en Hare. Porque, por un
lado, Hare nos dice que «es una tautología decir que no podemos sinceramente asentir
a un mandato dirigido a nosotros mismos y al mismo tiempo no realizarlo si es la
ocasión apropiada y está en nuestro poder (físico o psicológico) hacerlo así»; es decir, si
uno se da un mandato a sí mismo y puede realizarlo, es absurdo, por contradictorio, no
realizarlo. Pero, por otro lado, es un hecho constatable continuamente en la vida diaria
que muchas personas no hacen aquello que creen que deben hacer. Se trata, en suma,
del debatido tema de la acrasia o incontinencia. Hacemos lo que creemos que no
debemos hacer y viceversa. De la misma manera que hacemos lo que no queremos o
no queremos lo que hacemos. Todo ello dentro de la mayor sinceridad moral.

5.4.3 Los neowittgensteinianos


Entre las disputas que mantienen los autores adscritos a posiciones descriptivistas y aquellos
otros de carácter prescriptivista surge una corriente que recoge ciertas tesis que se derivan de
la obra de Wittgenstein. La disputa entre descriptivistas y prescriptivistas nos deja ante el
siguiente dilema: o bien hay moral porque se dan, primero, principios lógico-formaleso bien,
por el contrario, la moral existe porque existe un contenido que podríamos llamar natural, el
cual nos exigiría la conducta moral. Lo que permaneciera fuera de tal dilema no sería otra cosa
sino arbitrariedad.
El mérito de los neowittgensteinianos (P. Winch, Mounce, Bearsdmore) consiste en evitar dicho
dilema, dando a cada cuerno del dilema su verdad y explicando, también, por qué esa parte de
verdad suele exagerarse hasta convertirse en una falsedad total.
Para dar cuenta de la conducta humana, desde la creación matemática hasta la acción moral,
habría que tener presente, según estos filósofos lo siguiente:

 la existencia de una determinada fisiología


 un adiestramiento de las capacidades
 la posibilidad de que varíen las reacciones que los humanos generan por muy
semejantes que sean las reacciones específicas

La llamada naturaleza humana sería, sin duda, uniforme, pero dado que no hay necesidad
lógica alguna que dirija a los hombres, la combinación de reacción uniforme y cambio estaría
garantizada. Dentro de los moldes naturales y de la tradición a la que se pertenece, se incrusta
la capacidad de elección y cambio.
Aplicado esto a la moral podemos decir que existen una serie de nociones morales básicas
sobre las cuales vamos variando, o podemos ir variando, según nuestras propias
modificaciones. Todo ello se plasma en las reglas de actuación, las cuales recogen los hábitos
de los hombres. El “juego” de la moral será un juego más allá del cual no se puede ir hacia
atrás –esto es, no se puede dejar de suponer lo que es la “naturaleza humana”– pero siempre
puede ir variando hacia adelante. Cualquier justificación moral ha de situarse, dentro de tales
límites y dentro de una forma de vida determinada.
La arbitrariedad, de esta manera, queda descartada. Y es que no hay modo de saltar por
encima de la “naturaleza” humana y sus formas de vida. Por eso mismo habría que huir de
reducir la moral a la lógica, puesto que nada es moral por el hecho de que uno decida aceptar
unos principios determinados, sino, más bien, pro el hecho de que se dan un conjunto de
nociones morales dentro de las cuales nos movemos y que ofrecerían los supuestos de
cualquier justificación. No hay, por supuesto, algo así como una naturaleza humana uberhaupt
si se entiende por ello un contenido fijo que se podría captar al margen de la historia cultural,
la educación y la creatividad.

6. El lenguaje en la ética
comunicativa
Esta ética, también llamada “dialógica”, supone que la moral, atendiendo a la praxis formal del
lenguaje desvela el carácter dialógico del ser humano. Esta característica es sustancia en tanto
es inconcebible la posibilidad de un lenguaje privado en el modo que demostrase Wittgenstein.
Las reglas del lenguaje corroboran que el medio de desarrollo de la razón no es otro que el
dialógico, el cual no puede manifestarse plenamente sino en una comunidad de seres dotados
de capacidades lingüísticas afines. En este sentido, incluso un monólogo humano y racional,
constituye una suerte de diálogo interior. La propuesta realizada por este modelo de ética la
resume así Adela Cortina:
En el ámbito moral quedan descartados tanto autoritarismos como paternalismos, y qué sea
moralmente correcto ha de determinarse a través de un diálogo entre todos los afectados por
la puesta en vigor de la norma de que se trate. Evidentemente, no a través de cualquier
diálogo, sino de uno que, por sujetarse a determinadas reglas, lleva el nombre de discurso
práctico.
Es particular de esta ética el intento de reconstrucción del imperativo categórico kantiano
en el modo de una teoría de la comunicación. Así no se pretende, meramente, alcanzar
una voluntad individual que desea la universalidad, antes bien se aspira a la
constitución de individuos que, por mor de su capacidad comunicativa, deben poseer un
derecho, racionalmente sancionado, a participar en la conformación de las reglas y
prescripciones a las que estarán comprometidos y de las que deberán ser cumplidores.
La primera actitud convierte el diálogo en un absurdo, la segunda hace que tenga sentido y se
convierta en una búsqueda cooperativa de la justicia y la corrección.
Si Kant intentaba desentrañar los presupuestos que hacen racional la conciencia del
imperativo, la ética discursiva se esfuerza por descubrir los que hacen racional la
argumentación, los que hacen de ella una actividad con sentido. La conclusión es que
cualquiera que pretenda argumentar en serio sobre normas tiene que presuponer:

 que todas las personas son interlocutores válidos y que, por tanto, cuando se dialoga
sobre normas que les afectan, sus intereses deben ser tenidos en cuenta y defendidos a
poder ser por ellos mismos. Excluir a priori del diálogo a cualquier afectado por la
norma, lo desvirtúa y lo convierte en una pantomima.
 que no cualquier diálogo nos permite descubrir si una norma es correcta, sino sólo el
que se atiene a unas reglas que permiten celebrarlo en condiciones de simetría entre
los interlocutores. A este diálogo lo llamamos discurso. Este discurso, según Habermas,
debe atenerse a las siguientes reglas

 cualquier sujeto capaz de lenguaje y acción puede participar en el discurso


 cualquiera puede problematizar cualquier afirmación
 cualquiera puede introducir en el discurso cualquier afirmación
 cualquiera puede expresar sus posiciones, deseos y necesidades
 no puede impedirse a ningún hablante hacer valer sus derechos, establecidos en las
reglas anteriores, mediante coacción interna o externa al discurso

Para comprobar si la norma es correcta, habrá de atenerse también a dos principios: el


principio de universalización, que es una reformulación dialógica del imperativo kantiano de
la universalidad, y el principio de la ética del discurso, por el cual sólo tienen validez las
normas que son aceptadas por todos los afectados.
Por tanto, la norma sólo se declarará correcta si todos los afectados por ella están de acuerdo
en darle su consentimiento porque satisface, no los intereses de un grupo o de un individuo,
sino intereses universalizables. Con lo cual el acuerdo o consenso al que lleguemos diferirá
totalmente de los pactos estratégicos, de las negociaciones.
En una negociación, los interlocutores se instrumentalizan recíprocamente para alcanzar cada
uno sus metas individuales, mientras que en un diálogo se aprecian recíprocamente como
interlocutores igualmente facultados, y tratan de llegar a un acuerdo que satisfaga intereses
universalizables. La meta de la negociación es el pacto de intereses particulares, la meta del
diálogo es la satisfacción de intereses universalizables. Por eso la racionalidad de los pactos es
racionalidad instrumental, mientras que la racionalidad de los diálogos es comunicativa

6.2. Ética aplicada


El discurso que acabamos de describir es un discurso ideal, bastante distinto de los diálogos
reales, que suelen darse en condiciones de asimetría y coacción, y en los que los participantes
no buscan satisfacer intereses universalizables, sino intereses individuales y grupales. Sin
embargo, cualquiera que argumenta, preocupado por averiguar en serio si una norma moral es
correcta, presupone que ese discurso ideal es posible y necesario. Por eso la situación ideal de
habla a la que nos hemos referido es una idea regulativa.
Una idea regulativa es la idea de una situación que no sabemos si se dará alguna vez, pero que
nuestra razón propone como deseable. Por eso, los que trabajan por realizarla obran
racionalmente. Por ejemplo, que haya paz en el mundo o que la distribución de riqueza sea
justa. La idea sirve como meta para nuestra acción y como criterio para criticar nuestras
situaciones concretas.
La situación ideal de habla, como idea regulativa, es una meta para nuestros diálogos reales y
un criterio para criticarlos cuando no se ajustan al idea.
Urge, pues, tomar en serio en las distintas esferas de la vida social la idea de que todas las
personas son interlocutores válidos, que han de ser tenidas en cuenta en las decisiones
que les afectan, de modo que puedan participar en ellas tras un diálogo celebrado en
las condiciones más próximas a la simetría. Serán decisiones moralmente correctas, no
las que se tomen por mayoría, sino aquellas en que todos y cada uno de los afectados
estén dispuestos a dar su consentimiento, porque satisfacen intereses universalizables.

8. La ética de Kant plantea un problema radical de la moralidad: la necesidad de obrar por


el deber, excluyendo fines, temores a castigos, deseos de recompensa, etc. Se mueve
en el terreno ideal, pero, en cierto modo, utópico, porque el eudemonismo no puede
desterrarse del todo: el hombre desea ser feliz: éste es un fin subjetivo, en cierto modo
también formal, previo a cualquier contenido. El actuar “porque sí” aunque sea más
puro, puede resultar insuficiente para los seres humanos
9. Aparte de esto, el precepto kantiano – expuesto en el imperativo categórico – aunque
autónomo, es una norma-fin que, por su carácter formal, debe llenarse, en cada caso,
con contenidos concretos: es decir, lo que se debe hacer es algo concreto – ayudar al
prójimo, estudiar, etc. – Por tanto, la autonomía radica sólo en la autodeterminación,
pero es más difícil que lo sea respecto a la norma: si yo ayudo al prójimo es porque
considero que eso es “bueno”. Lo que debo hacer es lo bueno, y lo que no debo hacer
es lo malo. El riesgo que se corre en una moral del deber puro es acatar, hasta cierto
punto sin revisión, cualquier moral ambiental.
10. El cumplimiento de la “buena voluntad”, aunque no tiene como fundamento la felicidad,
puesto que no la busca directamente, si la tiene, en cambio, como consecuencia. El fin
que una voluntad enteramente moral produciría sería una comunidad de
bienaventurados, de santos felices. Este fin es un “postulado” de la razón práctica. De
ahí que como este fin no puede ser alcanzado en ningún momento del tiempo, exija la
inmortalidad del alma, y la existencia de Dios. El eudemonismo, de un modo u otro,
reaparece.

Lo que quizá haga de la ética kantiana algo verdaderamente atendible es su “humanismo


de base”, la concepción de que las acciones han de considerar siempre al hombre como
fin, jamás como medio. Este es el sentido que tiene la segunda máxima que propone
Kant para expresar la ley básica de la razón práctica: “Obra de tal manera que siempre
tomes a la humanidad como un fin y jamás la utilices como un medio, ya sea en tu
persona, ya sea en la persona de cualquier otro”.

Se trata de una normativa que, reconociendo la dignidad del hombre, viene a completar el
juicio vacío formal del imperativo categórico. Tomar a los demás como fines es obrar por el
deber; pero un deber que viene ya encarnado en algo más concreto.
Así pues, la ética kantiana va a ser puramente formal, una moral autónoma y apriórica. El
imperativo categórico no tolera ninguno de los supuestos “materiales”.
La voluntad es buena sólo por el querer (la intención). Lo único bueno entonces es esta buena
voluntad, como un valor absoluto. Kant no postula valores morales determinados para saber
qué es bueno o malo, sino sólo si se ha obrado con “respeto a la ley”, si se ha cumplido el
deber por el deber. Por ello, Kant no se preocupa de determinar cuáles son en concreto los
deberes del hombre.
En virtud de este formalismo y apriorismo autónomo de su principio formal supremo como
única regla de la moralidad, Kant rechaza su más todos los sistemas morales que
“hasta ahora ha habido”. Todos ellos habrían colocado el fundamento de la ética en
principios materiales o empíricos.

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