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simplemente defiende que tal valor de las cosas no puede considerarse independiente de los
intereses, deseos, o sentimientos de los hombres; pero en la medida en que tales intereses,
deseos o sentimientos sean constantes o universalizables, es posible desarrollar una axiología
con pretensiones científicas.
Hartmann dice que los valores tienen la “manera de ser” de las “ideas platónicas” y
que pertenecen a “otro reino”, intuible espiritualmente, pero físicamente invisible e
inasible, descubierto por Platón. Entiende que esto mismo equivale a sostener que
“los valores son esencias”. La objetividad axiológica constituye en Hartmann una
suerte de “independencia”: los valores son independientes, no sólo de los sujetos
valorantes, sino también de los bienes que son sus portadores. Más aún: los valores
son condiciones de posibilidad de esos bienes y, además, condiciones de posibilidad
de todos los fenómenos éticos en general.
En síntesis, el naturalismo ético defiende que las afirmaciones morales pueden confirmarse o
verificarse de forma similar a como la ciencia empírica confirma sus postulados, por lo que
pueden ser generalizadas y extrapoladas de una situación concreta a cualquier otra situación.
Los naturalistas éticos defienden que un enunciado ético, un enunciado donde se introduce un
juicio de valor, tiene la misma forma y el mismo título de legitimidad que un enunciado donde
no se contengan connotaciones éticas, y ello lo hace apelando a la experiencia. Esto significa
que los enunciados éticos son equiparables a los del lenguaje de las ciencias empíricas.
El convencionalismo ético, por su parte, es una especie del relativismo moral. El relativismo
moral, como respuesta a las diferentes éticas en los hombres asume muchas veces la forma de
una negación de la existencia de un único código moral con validez universal e intemporal, y se
expresa en forma de tesis, afirmando que la verdad moral, el fundamento de los valores
morales y su justificabilidad son en cierto modo relativas a factores culturales e históricamente
contingentes; son, en definitiva, fruto de convenciones humanas puntuales. Esta doctrina es un
relativismo metaético, ya que versa sobre la relatividad y el convencionalismo de la verdad
moral y de su justificabilidad.
Otra especie de relativismo moral es una doctrina que trata sobre cómo debemos actuar hacia
quienes aceptan valores morales (y de otro tipo) muy diferentes de los propios. Se trata de un
relativismo moral normativo, que defiende que es erróneo juzgar a otras personas o culturas
que tienen valores sustancialmente diferentes, o intentar que se adecuen a los nuestros, en
razón de que sus valores son tan válidos como los nuestros, pues no existen valores
universalmente aceptados, sino que sólo son fruto de convenciones históricas o culturales
concretas.
También es una forma de convencionalismo el contractualismo, el cual puede ser aplicado
tanto al ámbito de lo político como al ámbito de la reflexión ética. El contractualismo sostiene
que el Estado político, la sociedad civil, las leyes civiles, el derecho y las normas éticas no
están sustentadas en ningún hecho o cualidad que está inscrita en la naturaleza humana, sino
que surgen en virtud de un pacto, convención o contrato entre las personas libres. Pero no
todos entienden el pacto social en los mismos términos. El contractualismo, en este sentido, es
la doctrina contraria al naturalismo, es la teoría que postula un acuerdo expreso o tácito de los
ciudadanos como fundamento de la sociedad, de la moral social, del derecho y del Estado
Para los sofistas el nomos tiraniza al hombre y, muchas veces, le obliga a actuar contra la
naturaleza de los otros hombres y contra la propia naturaleza. Al nomos o leyes
convencionales oponen el único derecho verdadero, el que tiene como fundamento la
propia naturaleza. No obstante, no todos los sofistas estaban en contra de la aceptación y
legitimación del nomos, pues Protágoras y Critias, por ejemplo, sustentaban una
concepción del progreso de la humanidad basada en la necesidad de las leyes para sacar a
la humanidad primitiva de la barbarie y convertirla en civilizada.
La razón humana era así una chispa del fuego creador, el logos que ordenaba y unificaba el cosmos. Con esta
vinculación fueroncapaces de realizar su formulación característica de la ética iusnaturalista: la ley natural es la ley de
la naturaleza humana, y ésta es la razón.
Como la razón podía pervertirse al servicio de intereses especiales en vez de a sus propios
fines, llegó a concretarse más esta fórmula: la ley natural es la ley de la recta o sana
razón. Esta es la forma en que la idea del naturalismo ético o del iusnaturalismo, recibió
su formulación clásica en los escritos de Cicerón.
1. Los valores, rigurosamente hablando, no “son” nada, solamente “valen”. No son, por
cuanto no son cosas, no son seres materiales que podamos hallar en este mundo entre
los demás seres. Esto no quiere decir que “no sean nada”; trátase más bien de
propiedades que afectan al ser último de las cosas y de los seres, y en esa medida sí
son algo. Los valores, sin reducirse a los seres concretos, los impregnan.
2. Los valores impregnan a todo ente concreto, pero a la vez son inespaciales, por cuando
no se dan en el espacio (aunque necesiten de los seres espaciales para encarnarse) e
intemporales ya que no se dan en el tiempo (aunque necesiten de los seres temporales
para encarnarse). Son también inalterables, pues en todas las épocas ha irritado la
injusticia, aunque haya sido distinta la forma de captar la justicia en las distintas épocas
de la humanidad. No son los valores los que cambian, sino la visión que el hombre tiene
de ellos. Con lo cual no hay lugar para el relativismo: las verdades son siempre idénticas
a sí mismas, sólo cambia la captación humana de ellas a lo largo de las diversas etapas
históricas.
3. Los valores son entes ideales, es decir, suprarreales, no reductibles al hombre, porque
permanecen aún sin su captación. Lo cual no significa que los valores anden flotando
por las nubles como algo ajeno al hombre, pues sin la captación que dicho hombre
realiza de los valores insertos en su vida, tales valores no tendrían para nosotros ningún
sentido, ningún “valor”, no valdrían. Si los valores lo son es porque “valen” a los ojos de
un evaluador.
4. Los valores son bipolares: tienen el polo bueno y el polo malo. Tarea del hombre moral
será realizar el polo bueno y evitar el malo.
5. El dar cuenta de los valores no es el resultado de una complicada operación
raciocinante, sino de una intuición emocional. Los valores se intuyen emocionalmente,
lo que no quiere decir irracionalmente. Hace falta el uso de la razón, pero la sola razón
no basta. La razón debe acompañar a la intuición, y viceversa.
6. Los valores son jerárquicos. La escala, de menor a mayor es: valores útiles, vitales,
espirituales (dentro de los cuales están los estéticos, la justicia y los filosóficos), y
religiosos. No se encuentran en esta clasificación los valores morales, pues estos, según
Scheler, no poseen una materia propia como los otros valores, pues en realidad
consisten en la realización de los demás valores conforme al orden justo de preferencia
según la jerarquía señalada.
7. Realizar un valor no consiste simplemente en preferirlo sin más, la realización del valor
implica su puesta en práctica en la vida.
Lo biológico no es sólo prohibir, limitar, frenar. Es también el qué se prohíbe, qué es lo que se
limita o frena. Lo esencial es el carácter biológico, heredable incluso, de la conciencia moral,
rudimentaria, pero decisiva; y, sobre ella, emergen luego la vergüenza, el asco, la compasión y
las construcciones sociales de la moral y la autoridad. Estas instituciones son las que se han de
oponer a la satisfacción de las pulsiones inconscientes, de forma que ellas son las responsables
de un cierto grado de infelicidad.
Hay, según Freud, durante esta etapa, dos tipos de prohibiciones:
Todas estas etapas están vinculadas a cambios de edad, son universales, irreversibles y
constituyen una “secuencia lógica” y “jerárquica”. Sin embargo, aunque se dan en todos los
niños y jóvenes, difícilmente se encuentran “tipos puros”, de manera que es más correcto
referirse a la “etapa dominante”.
Las conclusiones que Köhlberg deriva de sus trabajos son:
La maduración moral depende de la interacción del desarrollo lógico y el entorno social.
Cada etapa muestra un progreso con respecto a la anterior: desde el sometimiento a la autoridad externa de la
primera hasta los principios universales de las dos últimas.
Son los sujetos los que “construyen”, en cada etapa más personal y autónomamente, el alcance de sus juicios
morales.
Si un sujeto madura físicamente sin sobrepasar las dos primeras etapas, permanece en ellas y se configura
como un “tipo puro”.
Los sujetos que alcanzan las tres últimas no se configuran como “tipos puros” hasta alrededor de los
veinticinco años.
1. Los padres deben amar al niño y ser objetos dignos de su admiración. De este modo,
despiertan en él un sentimiento de su propio valor y el deseo de convertirse en la
misma clase de persona que ellos.
2. Deben enunciar reglas claras e inteligibles (y, naturalmente, justificables), adaptadas al
nivel de comprensión del niño. Además, deberán exponer las razones de tales reglas en
la medida en que éstas puedan ser comprendidas, y deben cumplir asimismo estos
preceptos en cuanto les sean aplicables a ellos también. Los padres deben constituir
ejemplos de la moralidad que ellos prescriben, y poner de manifiesto sus principios
subyacentes a medida que pasa el tiempo. El niño tendrá una moralidad de la
autoridad, cuando esté dispuesto, sin la perspectiva de la recompensa o el castigo, a
seguir determinados preceptos que no sólo puede parecerle altamente arbitrarios, sino
que en modo alguno se corresponden con inclinaciones originales. Si adquiere el deseo
de cumplir estas prohibiciones, es porque ve que le son prescritas por personas
poderosas que tienen su amor y confianza, y que también se conducen de acuerdo con
ellas. Entonces, concluye que tales prohibiciones expresan formas de acción que
caracterizan la clase de persona que él desearía ser.
1. Nos induce a aceptar las instituciones justas que se acomodan a nosotros, y de las que
nosotros y nuestros compañeros hemos obtenido beneficios. Necesitamos llevar a cabo
la parte que nos corresponde para mantener aquellos ordenamientos y tendemos a
sentirnos culpables cuando no cumplimos nuestros deberes y obligaciones.
2. Un sentimiento de justicia da origen a una voluntad de trabajar en favor de la
implantación de instituciones justas y en favor de la reforma de las existentes cuando la
justicia lo requiera.
3. Al poner como objetivo de la vida del hombre el placer, rebajan al hombre al nivel del
animal
4. Al reducir la felicidad al placer, como éste es algo individual, convierten al ser humano
en un ser egoísta, en un ave de rapiña que no tiene en cuenta para nada a los demás y
que no se detiene ante nada cuando se trata de “su” placer.
Sin embargo, estas críticas no tienen demasiado sentido, al menos en el hedonismo moderno.
En primer lugar, porque, para los hedonistas, el placer no es algo puramente material, no es
algo que se obtiene solamente al satisfacer necesidades materiales, sino que el hombre tiene
muchas más necesidades, sus fuentes de placer son muchas y muy variadas y los placeres se
encuentran, consecuentemente, jerarquizados; los placeres corporales no son ni siquiera los
más importantes. Como señala Esperanza Guisán en el Manifiesto Hedonista:
Los hedonistas seríamos realmente una peste para la humanidad si afirmásemos que
cualquier placer era tan bueno como otro [...] El placer derivado de la rapiña, de la
avaricia, de la desposesión de los demás, es en realidad un placer muy pequeño, y no
porque existan cosas éticamente mejores sino, simplemente, porque dada la naturaleza
compleja del ser humano, su condición, su situación de interacción o interrelación con
los demás, sus capacidades asociativas y de comunicación, existen otras cosas que le
producen mayor placer.
Y, en segundo lugar, porque para los hedonistas modernos, existe en el hombre un
sentimiento de “sympatheia”, de sentir “con” los demás y “por” los demás que lleva, al
hombre que quiere ser feliz, a tratar de conseguir la felicidad de los demás. Al ser la
felicidad un estado de ánimo que se refiere al hombre total, el sentimiento de
sympatheiaimpide que las personas puedan ser felices mientras a su alrededor haya
personas que no lo sean.
Por su parte, la éticas deontológicas piensan que es verdad que los seres humanos, por
naturaleza, tienden a la felicidad y que, consecuentemente, se interesan por adoptar los
medios más adecuados para alcanzarla. Pero piensan, asimismo, que en esto el hombre no se
distingue de los demás seres vivos, que también tienden a la felicidad y actúan en
consecuencia. Por lo mismo, no les parece adecuado fundamentar la moralidad de las acciones
en algo que el hombre tiene en común con los demás seres vivos.
Además, hacer vivir al hombre para un fin que no se ha dado él a sí mismo, sino que le viene
impuesto por la naturaleza, o por un ser creador de esa naturaleza, le convierte en un “medio”
al servicio de una meta ajena a su voluntad y, consecuentemente, atenta contra la dignidad
humana. Las éticas teleológicas son, para estos pensadores, éticas heterónomas,
incompatibles con la dignidad humana. El hombre sólo adquiere dignidad cuando se sustrae al
orden natural y es capaz de dictar sus propias leyes, cuando es autolegislador, autónomo. El
hombre sólo obra bien cuando realiza aquellas acciones que se impone él a sí mismo, cuando
cumple el deber que él mismo se da. Y es precisamente esa obediencia del hombre al deber
que le dicta la razón la que fundamenta, la que explica la moralidad de determinadas acciones.
Para estas éticas lo importante a la hora de actuar bien no es tanto lo que el hombre hace, el
contenido, la materia de su acción, cuanto la intención que el hombre posee al realizarla, la
forma.
Las dos objeciones más frecuentes hechas a estas éticas son:
El último grupo de teorías que han intentado fundamentar la moral se conoce con el nombre de
éticas dialógicas. Si para las éticas deontológicas tradicionales los mandatos que constituyen el
deber que el hombre debe cumplir son expresión de la razón humana individual, esta nueva
ética, consciente de que los intereses de los diferentes individuos en la vida social no son los
mismos, y en muchas ocasiones son antagónicos y opuestos, sitúa los mandatos, que
constituyen el deber que los hombres deben cumplir, en las normas que resulten del acuerdo
al que hayan llegado después de haber argumentado racionalmente cada uno de ellos en
defensa de su posición. Es cierto que todos los hombres están dotados de razón, pero también
es cierto que cada hombre nace en una cultura, en una determinada clase, y que, en
consecuencia, posee unos intereses diferentes, y a veces hasta opuestos a los de otras
personas, por lo que al utilizar la razón no todos los hombres piensan de la misma manera.
Esta situación es la que hace inviable el intentar dotar de universalidad a la razón entendida
universalmente.
En lugar de proponer a todos los demás una máxima como válida y que quiero que opere como
una ley general, tengo que presentarles mi teoría al objeto de que quepa hacer la
comprobación discursiva de su aspiración de universalidad. El peso se traslada, desde aquello
que cada uno puede querer sin contradicción alguna como ley general, a lo que todos, de
común acuerdo, quieren reconocer como norma universal (Habermas, Conciencia moral y
acción comunicativa).
Estas éticas hacen, pues, de la solución de los conflictos el campo de la moralidad. Solución de
conflictos que exige la realización de los hombres como tales –exige la autonomía moral– y
además en aquella dimensión que es específica del hombre. En las éticas dialógicas, el hombre
moralmente bueno es aquel que se halla dispuesto a resolver las situaciones de conflicto
mediante un discurso argumentado, mediante un diálogo encaminado a lograr un consenso y
se haya dispuesto, asimismo, a comportarse como se haya decidido en ese consenso.
Entre las objeciones a estas éticas podemos destacar:
1. Dejan al hombre sin principios de comportamiento, sin normas válidas para siempre, o
válidas para todos, ya que exigen que en cada conflicto se realice un diálogo para tratar
de llegar a un consenso.
2. El consenso no es algo positivo, o por lo menos con valor suficiente como para
fundamentar las normas morales Dividir la esfera privada y la pública
1. El lenguaje moral, y no únicamente por los contenidos; o mejor dicho, el lenguaje moral
a través del cual se expresan los contenidos morales.
2. Cómo y por qué pueden justificarse los juicios sobre aspectos morales.
3. La diferencia entre enunciados éticos y enunciados no éticos.
4. El significado lingüístico de los principales conceptos de la ética: bueno, malo, justo,
injusto, deber, correcto, felicidad, etc.
En suma, los juicios morales se distinguen de los que no lo son en virtud de su significado,
naturaleza o función.
Al justificar lógicamente una norma, no la separamos del contexto humano concreto en que surge, sino que la ponemos
en relación con él, pero no directamente, sino a través de las normas fundamentales de las cuales se deduce
lógicamente, o del sistema al que pertenece.
La justificación lógica de las normas satisface, en definitiva, la función social de toda moral, ya
que impide que en una comunidad dada surjan normas arbitrarias o caprichosas que,
justamente por no integrarse en el sistema normativo correspondiente, entrarían en
contradicción con los intereses y necesidades de la comunidad. Así pues, una norma se
justifica lógicamente si demuestra su coherencia y no contradictoriedad con las demás
normas del código moral del que forma parte.
Justificacion practicaEn definitiva, en una comunidad dada en la que se dan las condiciones necesarias, se justifica la
norma que responde a dichas condiciones.
La justificación científica
Una norma se justifica científicamente cuando no sólo se ajusta a la lógica, sino también a los
conocimientos científicos ya establecidos, o es compatible con las leyes científicas
conocidas. Las normas morales que tienden a regular las relaciones entre los hombres
han de contar con los conocimientos que acerca de ellos proporcionan diferentes
ciencias (fisiología, psicología, biología, etc.), o, al menos, no han de entrar en
contradicción con los conocimientos científicos ya comprobados. No se pueden justificar
los juicios morales que tienen por base unos supuestos que la ciencia rechaza o que son
incompatibles con las leyes científicas ya descubiertas. Una norma moral sólo podrá
justificarse científicamente si se basa en conocimientos científicos o si es compatible
con el estado que guardan éstos en el momento en que se formula la norma. Así, pues,
dado el estado de conocimientos alcanzados por la sociedad, una norma moral sólo se
justifica científicamente si se basa en esos conocimientos o es compatible con ellos.
¿qué tipos de razones nos inducen a aceptar un razonamiento moral?” La respuesta es distinta según se trate de una ética
deontológico o bien de una ética teleológica. Según la primera, los juicios morales se basan en principios o normas
morales, o en una cadena de principios morales, cada vez más generales. Según la segunda, un juicio moral puede
fundamentarse en hechos o en las consecuencias que se producen por obrar de determinada manera.
Searle aduce que la distinción entre descripciones y valoraciones debe matizare más: se han
realizado descripciones de hechos brutos y descripciones de hechos institucionales, y
estas últimas implican ya de por sí unas obligaciones específicas.
5. La ética analítica
5.1 Moore y los Principia Ethica De esta manera lo bueno, estrella polar de la
disciplina ética, no es ni una cualidad de carácter natural ni puede resultar
definido en términos de cualidades no naturales. La vía de salida que propone
Moore, en tal situación, es la del conocimiento intuitivo de lo bueno.
Emotivismo
Más técnicamente, es la teoría metaética que sostiene que los enunciados éticos –los juicios morales– no son
informativos, sino que ejercen sólo la función de expresar o suscitar sentimientos o emociones.
El intelectualismo moral afirma que la condición necesaria y suficiente para la conducta moral
es el conocimiento. Por ejemplo, Sócrates defendía que para ser moralmente bueno, es
condición necesaria y suficiente conocer la bondad. Esta teoría parece contraria a las
ideas comunes, ya que la mayoría de los hombres parecen admitir que las personas
pueden ser malas pese a saber lo que se debe hacer o lo que es lo bueno. El
emotivismo moral se acerca más a la concepción corriente o del sentido común, al
destacar la importancia de los sentimientos y las emociones en la vida moral. Hume
En efecto, Hume representa con claridad las tesis básicas del emotivismo moral, así como de la
crítica al relativismo moral. Comienza planteando el problema: ¿cuáles son los principios
generales de la moral?, ¿en qué medida la razón o el sentimiento entran en las decisiones de
alabanza o censura? E inmediatamente señala que la razón tiene una aportación notable en la
alabanza moral: las cualidades o las acciones que alabamos son aquellas que guardan relación
con la utilidad, con las consecuencias beneficiosas que traen consigo para la sociedad y para
su poseedor. Señala también que, excepto casos sencillos y claros, es muy difícil dar con las
leyes más justas, leyes que respeten los intereses contrapuestos de las personas y las
peculiaridades y circunstancias de cada acción. La razón puede ayudarnos a decidir cuáles son
las consecuencias de cada acción, útiles o perniciosas y, por tanto, debe tener cierto papel en
la experiencia moral. Sin embargo, Hume intentará mostrar que la razón es insuficiente para
dar cuenta de lo propio de la moral.
5.2.2 Wittgenstein
si el lenguaje y la razón no pueden salirse de los límites de la lógica, existe una dimensión del sentimiento, de la
estética, que puede mostrar más allá del lenguaje de los hechos, más allá de la miseria de la razón, el enigma de la vida.
El Tractatus cimenta teóricamente la diferencia de Schopenhauer entre el “ámbito racional” y el “ámbito volitivo”. Los
hechos pertenecen al mundo de la representación; el lenguaje que le corresponde dice cómo son esos hechos, pero qué
es el mundo como totalidad no pertenece al mundo de la representación, sino al de la voluntad, a la ética y la estética.
Los hechos carecen de valor en sí mismo, es la voluntad quien los juzga. La ética no es un hecho, sino un modo de vida.
En el lenguaje del mundo todo puede ser expresado con claridad; donde hay una pregunta
cabe una respuesta, donde expresamos una proposición puede haber un hecho que la confirme
o deniegue. La ética, al no pertenecer al mundo, no puede ser refutada ni confirmada por
ningún hecho; por lo tanto, no cabe en el lenguaje de los hechos, de la ciencia, ni la pregunta
ni la respuesta. Desde este punto de vista, la mayoría de los sistemas filosóficos o éticos y su
límite, el escepticismo, carecen de sentido, ya que no expresan nada.
El escepticismo no es irrefutable, sino claramente sin sentido, si pretende dudar allí
donde no se puede plantear una pregunta. Pues la duda sólo se puede plantear cuando
hay una pregunta; una pregunta, sólo cuando hay una respuesta, y ésta únicamente
cuando se puede decir algo (6.51)
Todas las proposiciones de la metafísica o de la ética clásica, que trataban de alcanzar el statu
del saber científico, aparecen en el Tractatusno como proposiciones falsas, sino como falsas
proposiciones, son pseudoproposiciones carentes de sentido, “sinsentidos”. Respecto a estas
cuestiones Wittgenstein concluirá: «De lo que no se puede hablar, mejor es callarse» (7). Con
esta frase concluye el Tractatus, dejándonos el ámbito de la vida más allá de los límites del
lenguaje, en el espacio de la ética y la estética, hasta el punto que ambos se confunden. Sin
embargo, cabría preguntarse, ¿qué silencio artístico permite mostrar lo místico? La poesía, el
arte, se alejan del lenguaje lógico, para mostrar en metáforas y paradojas, en el ámbito de la
intuición y del sentimiento, aquello que no se deja atrapar en el lenguaje. La poesía y el arte
muestran en la belleza creada, dejan adivinar a través de ella el sentido de la vida. En este
sentido, la filosofía no puede ser una ciencia de hechos, y tampoco es un lenguaje sobre los
valores éticos o estéticos. Para Wittgenstein
El verdadero método de la filosofía sería propiamente éste: no decir nada, sino aquello
que se puede decir; es decir, las proposiciones de la ciencia natural –algo, pues, que no
tiene nada que ver con la filosofía–; y siempre que alguien quisiera decir algo de
carácter metafísico, mostrarle que no ha dado significado a ciertos signos de sus
proposiciones (6.53)
La filosofía debe convertirse en crítica del lenguaje, es decir, debe fijar los límites dentro de los
cuales podemos hablar con sentido: «el resultado de la filosofía no son “proposiciones
filosóficas”, sino el esclarecerse de las proposiciones» (4.112). La filosofía es una actividad
cuyo contenido es el lenguaje y sus límites. Fuera de esta labor a la filosofía sólo le queda el
silencio.
Los últimos epígrafes del Tractatus los dedica Wittgenstein a tratar, además, de los juicios de
valor, es decir, de la posibilidad del lenguaje moral. Sabemos que una proposición es una figura
(Bild) de un posible estado de cosas; y dicha proposición es verdadera si lo que nos figuramos
es un hecho, y es falsa si no lo es. Ahora bien, los enunciados donde se expresan juicios de
valor no son de esta forma. Cuando decimos “no matarás”, el enunciado no es falso si se hace,
y tampoco si no se hace, por lo que no se trata de un enunciado de “lo que es el caso”, es
decir, una proposición de valor no es una proposición acerca de los hechos, por lo que,
estrictamente, no pueden darse enunciados de valor (si se quiere ser riguroso y atenerse a lo
dado y a lo que puede ser dicho –sólo sobre lo dado–). Así debe entenderse lo que dice
Wittgenstein: «Todas las proposiciones tienen igual valor» (6.4), de donde se deduce que «no
es posible que existan proposiciones en ética» (6.42). Sin embargo, esto no significa que no
haya valoraciones, sino que lo que es el caso y lo que es valorable son cosas distintas; el
mundo es como es, y sucede lo que sucede; en el mundo no existe ningún valor «y si existiera,
no tendría ningún valor» (6.41). Por valor entiende Wittgenstein tanto la ética, como la estética
y lo religioso. Para Wittgenstein un valor es un absoluto, algo de lo que no puede darse cuenta
referencial al mundo, pero que puede ser mostrado. Si decimos a alguien que tiene que
estudiar para conseguir aprobar la oposición, él podrá decirnos “no quiero estudiar más”;
entonces no podríamos decirle: “pero debes hacerlo”, sino que sólo podríamos decirle: “tú
sabrás lo que haces”. Pero si le decimos. “deberías tratar con respeto a tus semejantes”, y él
nos dijera: “no me da la gana”, entonces podríamos decirle: “pero tú deberías hacerlo”. La
validez o la importancia de tratar con respeto a los otros no depende de que algo sea así, de
que sea el caso, sino que debe tratárseles así suceda lo que suceda. Por eso en su Conferencia
sobre ética Wittgenstein afirmaba que esos valores eran absolutos, aunque no pueden ser
expresados en una proposición con sentido (con referencia al mundo).
Esto explica que las personas expresan de alguna forma lo que valoran o rechazan
moralmente; y eso pese a que tales expresiones son intentos (legítimos personalmente) de
decir lo que no puede ser dicho con sentido. Los problemas éticos no pueden ser solucionados
por un análisis lógico; la ética es, como la lógica, una condición del mundo; la ética y la lógica
pertenecen a lo que se muestra, pero no a lo que es enunciado por el lenguaje; a un juicio ético
no podemos catalogarlo, como tal, de verdadero o falso. La buena voluntad (la moral) no puede
cambiar los hechos, pero sí puede alterar los límites del mundo, por lo que “el mundo del
hombre feliz es distinto del mundo del hombre infeliz”. Es decir, la buena o la mala voluntad no
es visible en los hechos, pero el mundo, en la peculiar valoración de cada cual, puede cambiar
como un todo. Los mundos del hombre feliz y del hombre infeliz no coinciden; ante un vaso
lleno a la mitad, uno lo ve medio lleno, y el otro medio vacío; pero la cantidad de agua del vaso
no se altera, sino sólo la distinta valoración de la cantidad de la misma. La ética (como la lógica
o la religión) no es una cuestión de los hechos, sino de la significación que otorgamos a los
hechos. Pero Wittgenstein no está afirmando que los temperamentos sean identificables con
los juicios de valor; el temperamento es diferente de los hechos respecto de los que una
persona tiene que emitir sus juicios de valor; la voluntad buena ética no es una simple
tendencia psicológica. Pero los hechos no establecen la solución al problema, sino sólo el
problema; y los hechos no solucionan los problemas, sino que los originan. Sobre los problemas
éticos, pues, sólo puede hablarse en primera persona, podemos mostrar el problema y nuestra
actitud hacia él, pero no se refiere al mundo, sino sólo a la valoración del mismo, por lo cual, lo
que constituye un problema para uno puede no serlo para otro.
Así pues, los problemas más importantes de la vida, los referentes al sentido de la vida, no
pueden ser planteados científicamente, por lo que tampoco pueden ser resueltos por la ciencia:
Nosotros sentimos que incluso cuando todas las posibles cuestiones científicas hayan
sido resueltas, los problemas más importantes de la vida permanecen completamente
intactos (6.52)
es más, ni siquiera son «rozados» (ibid.) La solución de la vida del hombre, incluida la
pervivencia tras la muerte, no se encuentra en el mundo, sino fuera del espacio y el tiempo. Lo
místico, pues, no versa sobre cómo son las cosas en el mundo, sino sobre que el mundo existe.
Nos admiramos ante el mundo, pero no ante cómo es el mundo, sino simplemente de que el
mundo es; es una admiración por algo que es absoluto, que no puede ser dicho en el lenguaje.
Y las cuestiones corolarias a esta admiración no son cuestiones científicas, por lo que no son,
estrictamente, cuestiones ni problemas. La solución al problema de la vida significaría la
desaparición del mismo. El sentido de la vida puede aclararse, puede mostrarse a sí mismo,
pero no puede ser enunciado, de la misma forma que la lógica se muestra a sí misma, no en lo
que dice acerca de sí misma, sino en lo que dice acerca del mundo.
5.2.3 Ayer
Su dilema se puede exponer así: los juicios aparentes de valor si son significativos
(cognoscitivos) son proposiciones reales y si no son proposiciones científicas son expresiones
de sentimientos o emociones que, en cuanto tales, no son susceptibles de verdad o falsedad.
Desde esta perspectiva analiza Ayer los términos éticos de los que constan los juicios éticos. El
resultado consistirá en afirmar que existen, en verdad, tales juicios o proposiciones. Sólo son
tales en su envoltorio pero, en realidad, se trata de pseudoproposiciones.
Tras “refutar” las teorías éticas habituales llega a la conclusión de que las pretendidas
proposiciones normativas de la moral consisten en pura emotividad. Ayer considera que el
modo en que nuestro juicio moral puede afectar o convencer a otros no es importante en la
concepción de lo sustantivo en la moral.
Si digo, por ejemplo, que “usted es un violador” y añado que “eso es malo”, no estaré
ampliando en modo alguno la proposición primera. Estaré manifestando o expresando,
simplemente, una desaprobación moral. “Eso es malo” es como gritar, cambiar de tono o cosas
semejantes. El contenido no ha variado. Más aún, en la forma en la que se suele presentar
decir que “violar es malo” es un sin sentido ya que “malo” no es un predicado que pueda
aplicarse a una proposición como se aplican aquellos otros que hacen de éstas enunciados
verdaderos o falsos. No existe, por tanto, contradicción entre Patricia y Mauricio si Mauricio
dice que “violar es malo” y Patricia dice que “violar no es malo”. El único desacuerdo consistirá
en sus respectivas emociones y éstas no son contradictorias, sino simplemente diferentes.
El emotivismo, no obstante, no es subjetivismo pues un enunciado que afirme algo de mi
estado anímico es, en tanto que descripción del mundo, verdadero o falso. Cuando digo, por
ejemplo, que “me siento muy feliz”, puedo estar dando una información sobre mi estado
interno. En cuanto tal, la afirmación será un aserto verdadero o falso en función de que el
estado interno sea el de felicidad o no. Pero si puede ser verdadero o falso, entonces no puede
ser moral. Lo moral, por el contrario, es expresivo. Esa es su característica principal. Que se
mezcle con otras funciones, que pase inadvertido, etc., no quita un ápice a esta ecuación: lo
moral es emotivo y no es algo fáctico.
Las proposiciones significativas son o analíticas o empíricas. Como las evaluaciones morales no
caen en ninguno de los dos campos son, literalmente, carentes de significado cognoscitivo. Las
llamadas proposiciones éticas son, por un lado, autoexpresivas y, por otro, persuasivas en el
sentido de influenciar la conducta de los demás.
MacIntyre resume del siguiente modo la teoría de Ayer:
Ayer retomó algunas de las posiciones de Hume, pero lo hizo en el contexto de la teoría
positivista lógica del conocimiento. Así, los juicios morales se comprenden en términos
de una clasificación tripartita de los juicios en lógicos, fácticos y emotivos. En la primera
clase entran las verdades de la lógica y la matemática, considerados como analíticos, y
en la segunda entran las verdades empíricamente verificables y falsificables de las
ciencias y del conocimiento de los hechos propio del sentido común. La tercera clase
aparece necesariamente como una categoría residual, una bolsa en la que cae todo lo
que no es ni lógica ni ciencia.
1. Los juicios morales son una especie de un género mayor y que no es otro sino el de los
juicios prescriptivos. Un juicio valorativo siempre nos conduciría, si es realmente moral,
a una prescripción. Y es que a quien profiere una valoración siempre se le puede
preguntar por qué. La respuesta habitual a quien nos pregunta por qué llamamos buena
la acción X consiste en una descripción. Así, a quien nos preguntara, por ejemplo, por la
bondad de ayudar a los etíopes hambrientos le podríamos contestar señalando que en
caso contrario se morirían de hambre. Ahora bien, la respuesta es una descripción, por
lo que alguno podría objetar diciendo que hemos caído en el naturalismo. Todo lo
contrario, es que cuando se dice que una acción es buena, la expresión se está usando
para guiar la conducta. De ahí que cuando se da la razón del por qué, lo que se está
poniendo de manifiesto es que, a través de juicios valorativos, llegamos hasta unos
principios o criterios generales que, en cuanto aceptados por nosotros, son
prescriptivos
2. La característica que diferenciará a los juicios morales del resto de los juicios
prescriptivos es que lo morales son universalizables de una singular manera. Los juicios
morales tienen universalidad. No son generales sino universales. A diferencia de Kant,
para Hare, cualquier regla moral, por muy concreta que sea, ha de ser universal y eso
quiere decir que lo que se dice en un caso concreto (que se ha de actuar de una
determinada manera) implica que valdría en cualquier otro caso si todos los aspectos
relevantes son iguales. Esta universalidad de los juicios morales se distingue de la que
se da en los juicios sobre hechos (a todo lo que llamo lapicero, por ejemplo, he de
seguir llamándolo lapicero en todas las circunstancias que sean iguales). Y es que en el
lenguaje valorativo no podemos decir que algo es bueno porque ése es su significado.
Lo será porque apelamos a criterios o principios. Pero entonces, tal criterio o principio
es sintético. Imaginemos una discusión de un defensor de la pena de muerte y un
defensor del punto de vista contrario. El desacuerdo, obviamente, no es sobre el
significado de “pena de muerte”. Es de suponer que, dados sus conocimientos de la
lengua y los conocimientos habituales, ambos estarán de acuerdo en lo que significa
“pena de muerte”. El desacuerdo, por el contrario, proviene de que los dos aceptan
criterios distintos, recurren a principios que se oponen entre sí. Por eso mientras que “X
es un lapicero” puede obtenerse, en cuanto principio universal, subsumiendo X en la
categoría de lapicero según una regla de significado válida para todos, “la pena de
muerte no es buena” es, por el contrario, la elección de un principio que ha de dirigir la
acción.
3. En último término, se trata de la capacidad para colocarse en el lugar de los otros. Y era esto lo que exigía el
principio lógico, base de la argumentación moral. Porque pedir de otro que haga todo lo que yo debo hacer en
una situación determinada, no es sólo imaginarse al otro en esa situación, sino imaginarme a mí mismo en
aquella que, por hipótesis, contradice mis inclinaciones.
La llamada naturaleza humana sería, sin duda, uniforme, pero dado que no hay necesidad
lógica alguna que dirija a los hombres, la combinación de reacción uniforme y cambio estaría
garantizada. Dentro de los moldes naturales y de la tradición a la que se pertenece, se incrusta
la capacidad de elección y cambio.
Aplicado esto a la moral podemos decir que existen una serie de nociones morales básicas
sobre las cuales vamos variando, o podemos ir variando, según nuestras propias
modificaciones. Todo ello se plasma en las reglas de actuación, las cuales recogen los hábitos
de los hombres. El “juego” de la moral será un juego más allá del cual no se puede ir hacia
atrás –esto es, no se puede dejar de suponer lo que es la “naturaleza humana”– pero siempre
puede ir variando hacia adelante. Cualquier justificación moral ha de situarse, dentro de tales
límites y dentro de una forma de vida determinada.
La arbitrariedad, de esta manera, queda descartada. Y es que no hay modo de saltar por
encima de la “naturaleza” humana y sus formas de vida. Por eso mismo habría que huir de
reducir la moral a la lógica, puesto que nada es moral por el hecho de que uno decida aceptar
unos principios determinados, sino, más bien, pro el hecho de que se dan un conjunto de
nociones morales dentro de las cuales nos movemos y que ofrecerían los supuestos de
cualquier justificación. No hay, por supuesto, algo así como una naturaleza humana uberhaupt
si se entiende por ello un contenido fijo que se podría captar al margen de la historia cultural,
la educación y la creatividad.
6. El lenguaje en la ética
comunicativa
Esta ética, también llamada “dialógica”, supone que la moral, atendiendo a la praxis formal del
lenguaje desvela el carácter dialógico del ser humano. Esta característica es sustancia en tanto
es inconcebible la posibilidad de un lenguaje privado en el modo que demostrase Wittgenstein.
Las reglas del lenguaje corroboran que el medio de desarrollo de la razón no es otro que el
dialógico, el cual no puede manifestarse plenamente sino en una comunidad de seres dotados
de capacidades lingüísticas afines. En este sentido, incluso un monólogo humano y racional,
constituye una suerte de diálogo interior. La propuesta realizada por este modelo de ética la
resume así Adela Cortina:
En el ámbito moral quedan descartados tanto autoritarismos como paternalismos, y qué sea
moralmente correcto ha de determinarse a través de un diálogo entre todos los afectados por
la puesta en vigor de la norma de que se trate. Evidentemente, no a través de cualquier
diálogo, sino de uno que, por sujetarse a determinadas reglas, lleva el nombre de discurso
práctico.
Es particular de esta ética el intento de reconstrucción del imperativo categórico kantiano
en el modo de una teoría de la comunicación. Así no se pretende, meramente, alcanzar
una voluntad individual que desea la universalidad, antes bien se aspira a la
constitución de individuos que, por mor de su capacidad comunicativa, deben poseer un
derecho, racionalmente sancionado, a participar en la conformación de las reglas y
prescripciones a las que estarán comprometidos y de las que deberán ser cumplidores.
La primera actitud convierte el diálogo en un absurdo, la segunda hace que tenga sentido y se
convierta en una búsqueda cooperativa de la justicia y la corrección.
Si Kant intentaba desentrañar los presupuestos que hacen racional la conciencia del
imperativo, la ética discursiva se esfuerza por descubrir los que hacen racional la
argumentación, los que hacen de ella una actividad con sentido. La conclusión es que
cualquiera que pretenda argumentar en serio sobre normas tiene que presuponer:
que todas las personas son interlocutores válidos y que, por tanto, cuando se dialoga
sobre normas que les afectan, sus intereses deben ser tenidos en cuenta y defendidos a
poder ser por ellos mismos. Excluir a priori del diálogo a cualquier afectado por la
norma, lo desvirtúa y lo convierte en una pantomima.
que no cualquier diálogo nos permite descubrir si una norma es correcta, sino sólo el
que se atiene a unas reglas que permiten celebrarlo en condiciones de simetría entre
los interlocutores. A este diálogo lo llamamos discurso. Este discurso, según Habermas,
debe atenerse a las siguientes reglas
Se trata de una normativa que, reconociendo la dignidad del hombre, viene a completar el
juicio vacío formal del imperativo categórico. Tomar a los demás como fines es obrar por el
deber; pero un deber que viene ya encarnado en algo más concreto.
Así pues, la ética kantiana va a ser puramente formal, una moral autónoma y apriórica. El
imperativo categórico no tolera ninguno de los supuestos “materiales”.
La voluntad es buena sólo por el querer (la intención). Lo único bueno entonces es esta buena
voluntad, como un valor absoluto. Kant no postula valores morales determinados para saber
qué es bueno o malo, sino sólo si se ha obrado con “respeto a la ley”, si se ha cumplido el
deber por el deber. Por ello, Kant no se preocupa de determinar cuáles son en concreto los
deberes del hombre.
En virtud de este formalismo y apriorismo autónomo de su principio formal supremo como
única regla de la moralidad, Kant rechaza su más todos los sistemas morales que
“hasta ahora ha habido”. Todos ellos habrían colocado el fundamento de la ética en
principios materiales o empíricos.