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La lámpara de Diógenes, revista de filosofía, números 16 y 17, 2008; pp. 159-165.

“Sobre la Muerte”*

Fernando Huesca Ramón

El propósito del arte es preparar a una persona para la muerte.


Andrei Tarkovsky

Un animal de praderas, como el búfalo, cuando muere, yace inánime bajo el


cielo y el sol, hasta que los buitres, gusanos, bacterias y demás organismos
hacen un festín con su suculenta carroña. No sucede así con los seres humanos,
de cuyos ritos mortuorios tenemos evidencia que data incluso de hace más
de sesenta milenios, miles de años antes de que surgiera aquello que ahora
llamamos propiamente civilización.
El hombre parece tener una cierta inquietud hacia los muertos, ora los
honra, ora los remembra, pero podemos afirmar con seguridad que a lo largo
de la historia de la humanidad no ha habido gran civilización que haya dejado
de legarnos un vestigio de sus inquietudes con respecto al “más allá”, ya sea
en forma de himnos, de mitos, de filosofía, o de poesía. Con ciertas excep-
ciones, como la del desdichado Orfeo, el fiel can de la Niebla de Unamuno,
parece ser que en el reino animal no hay una conciencia tranquilizadora o
espantable sobre la muerte, tan sólo recordemos a la madre chimpancé que
nos mencionan Marcelino Cereijido y Fanny Blanck-Cereijido,1 que renuncia
despreocupadamente al cadáver de su cría, muy a la manera que recomendaba
Heráclito, por cierto.
Vemos, entonces, cómo la idea de la tranquilidad o el terror ante la muer-
te es un producto enteramente humano y, como tal, podemos afirmar que
es lingüístico y cultural, de ahí que se entienda por qué a pesar de que una
ciencia actual desarrolle conceptos como evolución, selección natural, gen
egoísta, apoptosis, etcétera, no se llega a una conclusión definitiva en una
reflexión cuyo eje sea la muerte. La apoptosis (muerte celular programada)
es un fenómeno natural interesante, pero de ninguna manera tranquilizador
(en la medida en que es una función necesaria para un correcto funciona-
miento biológico), y esto es porque, aunque haya una tal “muerte inteli-
gente” al interior de un mismo organismo, el ser humano no se agota en sus
componentes biológicos, ni en la historia natural que llevó a sus funciones,
es fundamentalmente una unidad lingüística y cultural, y, como tal, no nos

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sorprende que argumentos provenientes de la ciencia no sean suficientes para
cerrar la discusión acerca de la muerte.
Como veremos a lo largo de estas breves páginas, incluso argumentos que
apelan a la necesidad de la muerte para el funcionamiento de la naturaleza,
se encuentran presentes, de una u otra manera, en la filosofía y la literatura
de por lo menos hace uno o dos siglos y, más aún, se encuentran inmersos
dentro de todo un maremágnum de manifestaciones históricas escatológicas
que podemos rastrear hasta la antigua Sumeria de hace cinco milenios, lugar
donde comienza la civilización y nuestra reflexión, la cual mostrará cómo a lo
largo de la historia el hombre ha desarrollado concepciones diversas acerca
de la muerte y cómo la creación de éstas es un proceso tan inevitable como
necesario para el espíritu humano.
La cultura sumeria, cuna de la civilización, estaba embebida de un sentido
de vida marcado por la idea de que un hado lejano e inextricable gobernaba al
mundo, en el que ciertos ciclos hacen que se marchiten, tanto los pastizales,
como los humanos y sus ciudades. Una razón de esto puede ser el contexto
geográfico desolador y violento que rodeaba a sus asentamientos, de cualquier
manera, lo que nos interesa es que plasmaron sus ideas y pensamientos en
himnos y composiciones literarias que han sido legadas, fragmentariamente, eso
sí, hasta nosotros. Tal vez el texto sumerio de mayor trascendencia, influencia
y riqueza espiritual que conocemos es la epopeya de Gilgamesh, en la que se
narran los acontecimientos alrededor del rey Gilgamesh que gobierna una ciudad
poderosa y que eventualmente pierde, por un castigo divino, a su fiel e íntimo
amigo Enkidú; al tomar consciencia de la muerte de Enkidú, y de la suya propia
que aparece ante él ahora como la espada de Damocles, se lanza en busca de
la inmortalidad. En medio de esta búsqueda alguien le llega a decir.

¿Gilgamesh a dónde te diriges?


La vida, que tanto anhelas, nunca la podrás alcanzar.
Porque, cuando los dioses crearon al hombre,
Le infundieron la muerte, reservando
La vida para sí mismos.2

Finalmente, después de que obtiene una planta que le otorgaría la vida


eterna, cae presa del sueño y una serpiente le roba la planta, acabando así
con su angustiosa empresa para escapar de la muerte. En algún otro episodio,
Enkidú reaparece temporalmente, para narrar la penosa existencia en el
averno, donde los espíritus vagan como sombras, envueltos de frío, oscuridad
y polvo. Ésta es la concepción, a grandes rasgos, que el sumerio tenía de
la muerte: algo ineludible, fatal, y sin embargo inserto en el orden natural
del cosmos, cuya comprensión, por supuesto, se hallaba por encima de las
capacidades humanas.
Trasladémonos algunos siglos más adelante y unos cuantos cientos de
estadios al oeste y llegaremos a la Antigua Grecia, en los tiempos después de

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las guerras del Peloponeso. Nos interesa un episodio acontecido hacia finales
del siglo v antes de Cristo, en el que un Sócrates es llevado a juicio bajo
cargos de corromper a la juventud y no creer en los dioses del Estado. No nos
adentraremos en los pormenores de las acusaciones, ni en el corpus de ense-
ñanzas socráticas o platónicas, más bien, nos concentraremos en la actitud
del Sócrates de la Apología, que enfrenta a la muerte a la que fue condenado
de un modo “racional” y en ese momento original, tanto que la esencia de
su postura se conservó durante siglos, influenciando tanto a paganos como a
religiosos. Citamos a continuación las palabras que dirige a sus escuchas:

La muerte es una de estas dos cosas: o bien el que está muerto no es


nada ni tiene sensación de nada, o bien, según se dice, la muerte es
precisamente una transformación, un cambio de morada para el alma
de este lugar de aquí a otro lugar.3

Podemos apreciar cómo estas dos alternativas siguen teniendo una fuerte
resonancia en nuestros días. En cuanto a la primera, es la que podría aducir
un pensador naturalista, como el Marqués de Sade, o un irreligioso cualquiera
que creyera que al cesar las funciones vitales termina también toda posibilidad
de consciencia, por lo tanto, al presentarse la muerte, cesa la vida y así toda
sensación, pareciéndose el fallecido a aquél que, presa de un profundo sueño,
no parece sufrir ni gozar. En cuanto a la segunda, Sócrates era del parecer que
en otro mundo se encontraría con los grandes poetas, como Homero y Hesíodo,
y con los héroes y semidioses que estuvieron en el mundo en alguna época
antes que él, que envuelto de inmortalidad continuaría con diálogos y discu-
siones acerca de la justicia y la virtud. No aparece aquí una idea del infierno
como un lugar de tormentos y de castigos para los injustos; ésa es una idea de
origen hebreo surgida, por cierto, en su contacto con el zoroastrismo durante
el exilio en Babilonia; a propósito de esto, los hebreos en algún momento
anterior de su desarrollo histórico concibieron un más allá que concuerda con
el averno sumerio, un lugar de tinieblas y sombras, el Sheol.
Llamamos racional a la postura de Sócrates ante la muerte, y deseamos
desarrollar un poco más esta idea, ya que a diferencia de lo que ocurría
en otros lugares, en este particular momento, en Grecia, surgía un tipo de
pensamiento distanciado de ritos religiosos y de prácticas sacerdotales, mis-
mo que con el tiempo llegó a conocerse en líneas generales como Filosofía.
Ésta es una aportación particular del pueblo griego y tanto romanos como
cristianos y árabes la adoptaron de una u otra manera para enriquecer sus
propios pensamientos. En este tipo de manifestación cultural humana no se
apela a ningún misterio o revelación, sino que por medio de razonamientos,
argumentos y algunas veces axiomas, se llega a conclusiones siguiendo un
procedimiento lógico. Esto fue lo que llevó a Sócrates a emitir el juicio que
retomamos anteriormente; o la muerte es carencia de sensación, como nos lo
manifiesta la experiencia sensible al observar a los muertos, tanto humanos

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como animales, o bien es el paso a otro lugar, como se dice, mismo que bajo su
propia visión sólo puede consistir en una existencia parecida a la terrena, sólo
que inmortal, y que como tal no ha de ser despreciable (ya no podría volver
a ser presa de un proceso injusto). De esta manera, al contemplar que sólo
hay dos posibilidades, no constituyendo ninguna de ellas un mal real, puede
Sócrates tomar la cicuta tranquilo dejando, con su actitud, un hecho que más
de dos mil años después puede todavía ser motivo de admiración.
Saltemos de nuevo unos cuántos siglos y escuchemos lo que el filósofo alemán
Arthur Schopenhauer tiene que decir con respecto a la muerte. Su postura parte
de una concepción naturalista que lo lleva a afirmar que el individuo presente es
producto de la perpetuación de generaciones anteriores que han fenecido para
dar paso a nuevos seres que son los conservadores de una esencia, un arquetipo,
como “perro”, u “oveja”, que, a pesar de que los individuos perezcan por una
u otra circunstancia, se mantiene intacto a través del tiempo. Schopenhauer
hace un símil muy interesante de las vidas humanas particulares con las hojas
de un árbol, nos afirma que una hoja otoñal podría sentir tristeza de verse
arrancada de su árbol y perderse en la nada, pero al mantener esta actitud,
no contempla el futuro verdor del que rebozará nuestro proverbial árbol en la
exuberante primavera; así, el hombre también debe dejar de lamentarse por el
desprendimiento de su conciencia del mundo, ya que su deceso es la condición
necesaria para la perpetuación de la vida misma. Además, nos dice que el polvo
en que nos mudamos, a su vez “se va a convertir en un cristal, a brillar con el
brillo de los metales, a producir chispas eléctricas [...] a modelarse en plantas
y animales y a desarrollar, en fin, en su seno misterioso esa vida cuya pérdida
atormenta tanto a vuestro limitado espíritu”.4
Esta actitud refleja muy bien los argumentos que puede esgrimir la biolo-
gía evolutiva retomada por Cereijido y Blanck-Cereijido. Ésta afirma que el
carácter perecedero de los seres vivos es una condición necesaria para que
se puedan ensayar diferentes organismos, a saber, sus particulares constitu-
ciones genéticas, en el gran laboratorio de la naturaleza y así “determinar”
qué organismos tienen las condiciones adecuadas para sobrevivir en un medio
ambiente dado. Si los individuos de una especie fueran muy longevos, o más
aún, si fueran inmortales, no sólo se llegaría a una escasez peligrosa de recursos
para todos, sino que no habría espacio para que se probara a los individuos y
así “seleccionar” a los más adecuados para el medio. De esta manera, se da
la posibilidad de la diversidad apabullante de organismos que contemplamos
en la actualidad, diversidad misma que incluye al hombre que, siguiendo los
argumentos de la biología de la evolución, es producto de este mismo proceso
de larga selección que da como resultado organismos bien adaptados, si bien
no mejores ,en un sentido absoluto.
Podemos ver que tanto Schopenhauer como la biología evolutiva concuer-
dan en que la vida, tal como la conocemos ahora, requiere de los servicios
del “segador sombrío” para poder, tanto eliminar a los individuos no adap-
tados al medio ambiente, lo cual garantiza que surjan a lo largo del tiempo

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características fisiológicas y físicas diversas al haber reproducción selectiva y,
por lo tanto, un sesgo en la dirección de las características que se heredan a
las nuevas generaciones, como garantizar, como marca correctamente Scho-
penhauer, que la vida pueda seguir su curso, alimentando los torrentes de su
devenir con el polvo y las cenizas de los caídos que renacen, inmortales en
nuevas manifestaciones orgánicas.
Llegamos así a un punto crucial en nuestra reflexión, después de retomar
unas cuantas manifestaciones de las inquietudes hacia la muerte; la primera,
legada de manera escrita, hace más de cinco mil años, es decir, la sumeria;
la que fue influencia decisiva para los filósofos grecorromanos, la concepción
expuesta en la Apología; y la moderna, proveniente de observaciones naturales
y de los conceptos adelantados por la ciencia biológica a partir del siglo xix. La
primera nos sirve de manera ilustrativa para ver cómo, junto con las exigencias
prácticas que satisface el lenguaje escrito, surgen inquietudes que no tienen
que ver con un hecho inmediato, sino con algo todavía no presente, pero sí
inminente a la vista de lo que ocurre en la naturaleza, o sea la muerte.
Con el proceso de Sócrates podemos ver cómo, por vez primera, alguien
desarrolla una argumentación racional que se opondría al pesimismo meso-
potámico, o incluso aquél del mismísimo Aquiles de la Ilíada, que llora a su
perdido Patroclo; bajo esta línea, muchas escuelas filosóficas y teológicas
pudieron enfrentarse a la inminencia de la muerte con diversas esperanzas,
ya sea de “Eterno retorno”, de la excelencia del Logos, de la carencia de
sensación, de regreso al Uno, o de ser tocado por el “Rayo de tinieblas”5 que
en contemplación silenciosa revela el destino final del hombre. Finalmente,
con la concepción moderna vemos la forma en que se siguen dando intentos
de legar razonamientos que infundan una cierta serenidad a los seres humanos
que tienen ante sí, lejana o cercanamente, a la muerte. Aquí es donde entra
nuestra interpelación que se fundamenta en el carácter de incertidumbre que
reina en este ámbito de investigación, y que podría tomar como fuente de
inspiración a aquel Iván Ilich que, al sentir los pasos fúnebres de la muerte
ante sí, no puede más que gritar desesperadamente y sin consolación alguna
“¡No quiero (en ruso ‘Ne jochú’)!”.6
¿Qué puede llevar a un hombre a tal grado de angustia, en que ningún
argumento podría servir de consuelo? ¿No es, acaso, el mismo sentimiento de
los antiguos mesopotámicos que sentían un sino terrible, lejano e inexplicable
sobre sus hombros? Sin duda alguna ellos observaban los ciclos de renovación de
la naturaleza, tanto que, como cualquier civilización antigua, realizaban ritos
importantes durante la primavera para celebrar el resurgimiento del verdor
de los campos; sin embargo, eso no parecía ser suficiente para el individuo
que no puede dejar de lamentarse, como Gilgamesh, del fallecimiento de un
ser cercano, y que tampoco puede dejar de sentir un acerbo temor ante la
perspectiva de su propia muerte. Es posible que a más de algún sumerio se
le hubiera ocurrido que, al morir, no hay ya sufrimiento ni sensación, como
lo plantean sus mismas ideas del averno de polvo y tiniebla. Sin embargo de

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eso no podía tener certeza alguna, ni él, ni ninguno de los millones de seres
humanos que han puesto sus pies sobre este planeta después de él. Natural-
mente, este hecho no escapa a Schopenhauer que, en lo concerniente a lo
que le ocurre a la voluntad del individuo al desprenderse de la existencia en
la especie, dice: “Nos faltan todos los datos sobre este punto”,7 y el mismo
Sócrates expresó: “En efecto, ateniense, temer la muerte no es otra cosa que
creer ser sabio sin serlo, pues es creer que uno sabe lo que no sabe”:8 con
esto parece quedar claro que no hay certeza alguna en lo que respecta a lo
que le ocurre a la voluntad del individuo cuando muere y lo que queda son
especulaciones de la filosofía y tanteos de la mitología y la religión, que en los
casos más interesantes llegan a la idea del nirvana budista o la contemplación
silenciosa de Pseudo Dionisio Areopagita. En el caso de la poesía, Charles
Baudelaire nos legó el inquietante Esqueleto labrador, que nos enseña que
“respecto a nosotros la nada es traidora; que todo, incluso la muerte, nos
miente”,9 y que “en la fosa misma el sueño prometido no es seguro”.10 Así,
no parece que haya una posibilidad de una tranquilidad hacia la muerte, más
que en el ámbito de la fe, no sólo en una religión en particular, sino también
en un concepto tan recurrente como la Nada.
¿Qué le queda a los humanos al serles negada la posibilidad de conocimiento
de algo cuya idea los atormenta y los reduce a la miseria? ¿No será, acaso,
alzar la voz hacia el mismo destino, hacia los mismos dioses? Sin duda la más
excelsa manifestación de tal empresa sería el colocarse hombro con hombro
con los dioses en aquello que les es inherente, bajo la visión de todas las
grandes culturas, a saber, la Creación. Sólo de esta manera se podría dar un
encaramiento entre el individuo y el Absoluto. El arte, como manifestación
“poética” (cuya raíz viene de poiésis, del griego creación, que es un sentido
que finalmente adoptó el vocablo), es el medio por el cual el ser humano
materializa este desafío a la eternidad, al infinito, palabras cuyo significado
concreto escapan a su comprensión inmediata, y sin embargo funcionan como
un motor para sus creaciones culturales y por supuesto, artísticas.
Hay tantos temas de inspiración para el poeta, para el pintor, para el escri-
tor, o para el cineasta, tantas musas que en los inmensos abismos del pasado
histórico y en el vórtice de la experiencia presente esperan ser contempladas
por el creador y el artista. Los motivos son prácticamente infinitos, tan sólo
nombremos al Árbol de la Vida, vedado fatídicamente durante la expulsión
del paraíso narrada en el Génesis; las siete puertas infernales que separan el
mundo de los vivos con el de los muertos en la mitología sumeria y que, una
vez cruzadas, a nadie le es permitido volver a franquear; la Danza Macabra,11
en que la majestuosa Parca irrumpe en la fiesta de los vivos para lucir sus
lúgubres atuendos y participar de la ironía de la orgía de la vida; las alas del
Ángel de la Muerte que acarician lóbregamente a quienes contemplan a un
recién difunto o, finalmente, el cruce del terrible viento de obsidiana, que
se encuentra entre la tierra y el Mictlán, aquel “lugar muy ancho; lugar oscu-
rísimo; que no tiene luz ni ventanas […] donde están los descarnados […]”.12

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Notas

* Ensayo ganador del X Concurso Nacional y II Iberoamericano Leamos la Ciencia


para Todos 2006-2008. El premio fue primer lugar en la categoría "D": Ensayo. La
convocatoria es lanzada por el Fondo de Cultura Económica. Véase el sitio <http://
www.fondodeculturaeconomica.com/categoria_D.html>.
1
Cereijido, Marcelino y Fanny Blanck-Cereijido (2001). La muerte y sus ventajas,
2a. edición. México: Fondo de Cultura Económica (colección La Ciencia para Todos,
núm. 156), p. 124.
2
Frankfort, H. y H. A., J.A. Wilson y T. Jacobsen (1954). El pensamiento prefilosófico
I. Egipto y Mesopotamia. México: Fondo de Cultura Económica, p. 275.
3
Platón (1997). Apología. España: Gredos, p. 184.
4
Schopenhauer, Arthur (2004). El amor, las mujeres, la muerte y otros temas, México:
Porrúa (colección Sepan Cuantos…, núm. 455), p. 346.
5
Pseudo Dionisio Areopagita (2002). Obras completas. España: Biblioteca de Autores
Cristianos, pp. 245-255.
6
Tolstoi, León (2001). La muerte de Iván Ilich. España: Océano, p.108.
7
Schopenhauer. Op.cit., p. 331.
8
Platón. Op.cit., p. 167.
9
Baudelaire, Charles (1979). Poesía Completa, 7ª edición. España: Libros Río
Nuevo, p. 258.
10
Ibid.
11
Baudelaire, op.cit., p.266.
12
Matos Moctezuma, Eduardo, Estudios mexicas. Volumen I, Tomo 1, El Colegio
Nacional, México, 1999, p. 283.

Recepción del artículo: 13 de octubre de 2008


Aceptación del artículo: 22 de diciembre de 2008

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