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Ensayo citado casi en su totalidad en mi entrada del día 3/1/13

La filosofía de nuestro tiempo sufre de los siguientes males: (1) reemplazo de


la vocación por la profesión, y de la pasión por la ocupación; (2) confusión entre
filosofar e historiar; (3) confusión entre profundidad y oscuridad; (4) obsesión
por el lenguaje; (5) subjetivismo; (6) refugio en miniproblemas y jeux
d’esprit [juegos de ingenio]; (7) formalismo sin sustancia y sustancia informe; (8)
desdén por los sistemas: preferencia por el fragmento y el aforismo; (9) divorcio de los
dos motores intelectuales de la cultura moderna: la ciencia y la técnica, y (10) desinterés
por los problemas sociales. Veámoslos con detalle.

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Diagnóstico. El primero de los males es la profesionalización excesiva. Antes,


el filosofar era cosa de aficionados, de amantes de la sabiduría. Desde hace un
par de siglos, la filosofía es una profesión como cualquier otra. Además, hoy
hay tantos puestos de profesor de filosofía que, inevitablemente, muchos de
ellos son ocupados por personas sin vocación. Para peor, están obligados a
publicar para poder conseguir empleo o ascenso.
Con la comunidad científica ocurre otro tanto: está llena de funcionarios que, en
otros tiempos, hubieran sido competentes artesanos, escribientes o abogados.
El resultado inevitable de la profesiona-lización de la filosofía y de la ciencia es
la pérdida de calidad.
El segundo mal es la confusión entre hacer filosofía y contar su historia. No hay
duda de que el conocimiento del pasado de su disciplina es más importante
para el filósofo que para el químico o el biólogo, porque muchos problemas
filosóficos tienen raíces antiguas y siguen abiertos.
La historia de la filosofía es una herramienta para filosofar; pero ocurre
demasiado a menudo que el medio se toma por fin. La consecuencia es que
marchamos mirando para atrás. Esta es una aberración. Al fin y al cabo, los
historiadores de la filosofía se ocupan de filósofos originales, no de
historiadores de la filosofía.
El tercer mal es la confusión entre profundidad y oscuridad. Es verdad que es
difícil entender un pensamiento profundo; pero también es verdad que es fácil
hacer pasar una perogrullada, o incluso un absurdo, por un pensamiento
profundo. Para esto basta utilizar expresiones confusas o retorcidas.
Por ejemplo, al escribir que “el mundo mundea”, que “el tiempo es
originariamente la maduración de la temporalidad” y disparates similares,
Martin Heidegger se hizo pasar por un pensador profundo. De no ser
catedrático alemán, la gente lo habría tomado por loco, cuando no fue sino un
charlatán.
El cuarto mal es la obsesión por el lenguaje, que aqueja tanto a los filósofos
analíticos como a los existencialistas. Por supuesto que el filósofo debe cuidar
el lenguaje, pero en esto no se distingue del matemático, el geólogo, el escritor
o el periodista. Además, una cosa es escribir correctamente y con claridad, y
otra tomar el lenguaje como tema central de la reflexión filosófica y, para peor,
sin hacer caso de los trabajos de los expertos en la materia, o sea, los
lingüistas.
Al filósofo no le interesa saber cómo se usa esta o aquella palabra en tal o cual
comunidad lingüística. Sin duda, puede interesarle la idea general de lenguaje,
pero solo como una de tantas ideas generales. Si se limita al lenguaje, irrita al
lingüista y aburre a todos. El resultado es que no enriquece la lingüística ni la
filosofía.
El quinto mal es el subjetivismo. Este es el conjunto de doctrinas filosóficas que
niegan la realidad objetiva del mundo y la posibilidad de alcanzar verdades
objetivas. Ejemplos modernos de subjetivismo son la fenomenología o egología
(teoría del yo) de Husserl; la tesis positivista según la cual no hay hechos
físicos, sino solo observaciones, y la tesis relativista conforme a la cual cada
grupo social construye sus propias verdades, sin que haya modo racional de
zanjar entre ellas.
El subjetivismo es comodísimo. Si el mundo es lo que yo imagino, no tengo por
qué tomarme el trabajo de estudiarlo; y, si no hay verdades objetivas, no
tenemos por qué esforzarnos por encontrarlas. El resultado neto es la
devaluación de la investigación científica.
El sexto de los males que aqueja a la filosofía es la atención exagerada que
presta a problemas ínfimos y a juegos académicos, tales como las
especulaciones sobre mundos posibles. Esta preferencia por lo menudo
justifica el viejo dicho cínico: “La filosofía es aquello con lo cual, y sin lo cual, el
mundo queda tal y cual”.
El séptimo de los males anotados es el abuso del formalismo sin sustancia, y
su complemento, el abuso de lo sustancioso informe. Quienes cometen el
primer pecado suelen ser lógicos que creen que la lógica formal no solo es
necesaria sino que basta para filosofar.
En el segundo pecado caen quienes no advierten que el tratamiento preciso de
problemas profundos exige el uso de algunas herramientas formales lógicas o
incluso matemáticas. (Ejemplos: la dilucidación y sistematización de los
conceptos de significado y de verdad, de sistema y de emergencia de la
novedad, de mente y de reducción.)
El octavo mal es el desdén por la construcción de sistemas filosóficos, so
pretexto de que todos los sistemas anteriores, tales como los de Leibniz y
Hegel, han fracasado. Esto es como renegar de la física porque cada una de
las teorías físicas ha resultado defectuosa. Lo malo no es el esfuerzo de
sistematización en sí, sino tal o cual resultado.
Necesitamos sistematizar nuestras ideas porque las ideas aisladas son apenas
inteligibles, y porque el propio mundo es un sistema antes que un agregado de
objetos desconectados. Una idea cualquiera “arrastra” o “atrae” a otras ideas,
así como todo cuerpo atrae a otros cuerpos. Por ejemplo, la idea de negación
es incomprensible sin las ideas de proposición y de afirmación.
A partir de Einstein, la idea de tiempo es incomprensible sin relación con las
ideas de acontecimiento, materia y espacio. Por estos motivos, necesitamos
sistemas conceptuales, o sea, teorías, y debemos construir puentes entre
estas. La filosofía no escapa a la necesidad de sistematizar.
El noveno mal es el desinterés por la ciencia y la técnica. Este desinterés lleva
a formular especulaciones escandalosamente anacrónicas. Ejemplos: la
filosofía de la mente que ignora los hallazgos de la psicología y la neurociencia;
la filosofía de la historia que no se da por enterada de las contribuciones de la
escuela historiográfica francesa de los Annales, y la filosofía de la acción que
no toma nota de los hallazgos de la politología ni de la técnica de la
administración de empresas. Este desinterés hace que la filosofía actual sea
rara vez de utilidad para la ciencia o la técnica.
Por último , la mayoría de los filósofos vive en la torre de marfil, sin interesarse
por los problemas sociales. Por ejemplo, la mayoría de los éticos se
desinteresa de los problemas morales que a todos nos plantean la tiranía y la
guerra, la pobreza y el deterioro ambiental. Por consiguiente, sus análisis son
de interés puramente académico.
Esperanza. En resolución, la filosofía de nuestro tiempo está aquejada de diez
males. Cualquiera de ellos hubiera bastado por sí solo para postrarla; los diez
morbos juntos la han puesto gravemente enferma; pero enfermedad no es lo
mismo que muerte. Más aún, el diagnóstico acertado de una enfermedad
precede al tratamiento eficaz, y por ello puede ser la primera fase de la
recuperación.
La filosofía no morirá mientras queden personas curiosas por problemas
generales cuya solución no tenga otra utilidad que la de ayudarnos a
comprender la realidad, en particular al ser humano. El que no todos estos
individuos sean catedráticos de filosofía, poco importará a la larga. Tampoco
Descartes fue catedrático y, sin embargo, fue el padre de la filosofía moderna.
Lo que realmente importa para la salud de la filosofía es mantener viva la
curiosidad por las ideas generales. Como reza el dicho popular, “no está
muerto quien pelea”.
EL AUTOR ES FÍSICO

(De “Elogio de la curiosidad” – Editorial Sudamericana SA –


Pág. 210 a 217)

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