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Cuestiones de

Historia Medieval

Volumen 1
GERARDO RODRÍGUEZ
Director

SILVIA ARROÑADA
CECILIA BAHR
MARIANA ZAPATERO
Editoras

Cuestiones de
Historia Medieval

Volumen 1

Facultad de Filosofía y Letras


Departamento de Historia
Cuestiones de historia medieval / Gerardo Rodríguez ... [et.al.] ; dirigido por Gerardo
Rodríguez. - 1a. ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Selectus, 2011.
v. 1, 560 p. ; 23x16 cm.

ISBN 978-987-26952-2-4

1. Historia Medieval. I. Rodríguez, Gerardo. II. Rodríguez, Gerardo, dir.


CDD 909.07

Fecha de catalogación: 30/05/2011

© 2010 Facultad de Filosofía y Letras


Universidad Católica Argentina
depto_historia@uca.edu.ar

Hecho el depósito que prevé la ley 11.723

Ilustración de tapa: Estampas medievales 1, de


MARITÉ SVAST

ISBN, vol. 1: 978-987-26952-2-4


ISBN, O. C.: 978-987-26952-0-0

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TÍTULO 7

Índice

Cuestiones de historia medieval: miradas latinoamericanas actuales de


la Edad Media, GERARDO RODRÍGUEZ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
La Edad Media: periodizaciones y valoraciones posibles, ALBERTO
ASLA, JORGE ESTRELLA, GERARDO RODRÍGUEZ . . . . . . . . . . . . . . . . . 17
La “Larga Edad Media”, reflexiones y problemática, MARÍA
FILOMENA COELHO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
La Edad Media en la Web, ALBERTO ASLA, RUBÉN BEVILACQUA . . . . . 43
Movilidad social en el Imperio Romano Tardío, DARÍO N. SÁNCHEZ
VENDRAMINI . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57
Tardía Antigüedad: Registros literarios de sucesos históricos, RUBÉN
FLORIO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89
El mundo germánico, particularidades y paralelismos, MARÍA LUJÁN
DÍAZ DUCKWEN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125
Épica latina medieval. Panorama introductorio, RUBÉN FLORIO . . . . . . 151
La transmisión de la cultura latina en el siglo VI: Anicio Manlio
Severino Boecio, CLAUDIO CALABRESE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183
“Público” e “privado” nos textos jurídicos francos, MARCELO
CÂNDIDO DA SILVA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 207
As limitações do poder régio no reino hispano-visigodo de Toledo
(séculos VI-VII), RENAN FRIGHETTO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 227
O Homem entre as duas cidades: Isidoro de Sevilha, Etimologias, livro
XI, RUY DE OLIVEIRA ANDRADE FILHO. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 255
Herejías y controversias teológicas en el período carolingio (750-920),
ALFONSO HERNÁNDEZ RODRÍGUEZ . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 269
8 ÍANDICE
UTOR

Ideología y mentalidad restauracionista en la documentación eclesiás-


tica del reino leonés del siglo X: una propuesta de análisis, MARTÍN
F. RÍOS SALOMA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 295
Córdoba: la joya que brilló en Occidente, DIEGO MELO CARRASCO . . 309
La aristocracia bizantina durante los siglos X y XI, VICTORIA
CASAMIQUELA GERHOLD . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 327
Una relectura crítica acerca de la tradición en el Decretum de Burchard
de Worms, ANDREA VANINA NEYRA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 369
Las Cruzadas, 1095-1291, AURELIO PASTORI . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 393
El poder de los Papas medievales. Cambios y permanencias, LUIS
ROJAS DONAT . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 431
El mundo escandinavo durante la Edad Media: itinerarios desde
Europa a Norteamérica. (Siglos IX-XV), NELLY EGGER DE IÖLSTER . 469
Escritoras medievales, ANA BASARTE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 501
El poder de la imagen o la imagen del poder. Un acercamiento a la
cuestión del ícono, JORGE RIGUEIRO GARCÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 523
Representaciones de los viajes de la Sagrada Familia (siglos V-XV),
PATRICIA GRAU-DIECKMANN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 561
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Las Cruzadas, 1095-1291

AURELIO PASTORI
Universidad de Montevideo, Uruguay

De todos los fenómenos acaecidos durante la Edad Media, las Cruzadas1 han
sido uno de los más estudiados, o por lo menos más debatidos de los últimos
setenta años2. Esto hace que, al decir de Emilio Mitre, haya tenido “la virtuali-
dad de reflejar lo que han sido, con el discurrir del tiempo, los cambios de acti-
tud del historiador hacia el pasado medieval”3. En un análisis en orden crono-
lógico para dotar de la mayor claridad posible a un tema de por sí complejo por
lo polémico, nos referiremos en primer término al proceso de gestación de este
hecho, para abordar luego su desarrollo fáctico, incluyendo en último lugar algu-
nos comentarios a manera de conclusión4.
El 27 de noviembre de 1095, al término de un concilio que había tenido lugar
en Clermont (actual Clermont-Ferrand), Eudes de Lagery, antiguo prior de

1 El alcance del término “Cruzada” en sí mismo ha sido objeto de una polémica historiográfica casi inacabable. Al

ser una expresión acuñada con posterioridad al fenómeno histórico que designa (en esta época se hablaba de expeditio
transmarina, peregrinatio, etc., y el término crociata habría sido empleado por primera vez hacia 1380), cualquier definición,
amplia o restringida, tiene sus defensores y detractores dentro del ámbito académico. A los efectos de este análisis, por
Cruzada nos referiremos exclusivamente a las ocho expediciones militares que tuvieron lugar entre 1096 y 1271, a algu-
nas expediciones militares menores ubicadas cronológicamente en los períodos intermedios, así como en forma breve
a los estados cristianos que existieron en ese período en Siria y Palestina, como resultado de estas expediciones.
2 Los repertorios bibliográficos existentes sobre el tema son antiguos, pero de todas formas dan la pauta de lo pro-

lífico en producción historiográfica que este fenómeno ha sido: H. E. MAYER, Bibliographie zur Geschichte der Kreuzzüge,
Hannover, Hahnsche Buchhandlung, 1965; A. ATIYA, The Crusade. Historiography and Bibliography, Bloomington,
Indiana University Press, 1962.
3 E. MITRE FERNÁNDEZ, “Iter Hierosolymitanum: alcance y limitaciones de un horizonte mental”, en L. GARCÍA

GIJARRO-RAMOS (ed.), La Primera Cruzada, novecientos años después: el Concilio de Clermont y los orígenes del movimiento cruzado,
Barcelona, Castelló d’Impressió, 1997, p. 199.
4 En lo que respecta a las fuentes primarias citadas, para mayor simplicidad emplearemos las siguientes abreviatu-

ras, por demás de uso común en Historia Medieval: PL: Patrologiae Cursus Completus - Series Latina, París, 1844-1855
(221 vols.); MGH: Monumenta Germania Historica, Hannover, 1826- (en curso); MANSI: J. D MANSI, Sacrorum Conciliorum
Nova et Amplissima Collectio, Florencia-Venecia 1759-1798, cont. París 1900- (en curso) (53 vols. a la fecha); RHC,
Recueil des Historiens des Croisades, París, Académie des Inscriptions et Belles Lettres, 1841-1906 (Occid.: Historiens
Occidentaux, 5 vols., 1844-1895; Or.: Historiens Orientaux, 5 vols., 1872-1906; Lois, 2 vols., 1841-1843).
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394 AURELIO PASTORI

Cluny y Papa con el nombre de Urbano II, se dirigió a los asistentes al Concilio
y a quienes se habían acercado al lugar, en un área libre situada en las inmedia-
ciones de la catedral. Con un discurso del que se conservan varios testimonios
considerados directos5 y algunos más compuestos en época posterior en base a
aquellos6, el Pontífice convocó a los nobles a dirigirse en una expedición armada
a Oriente.
Se han hecho esfuerzos académicos bastante serios por reconstruir una posi-
ble “versión original” del discurso de Clermont, quizás el más célebre de cuan-
tos pronunció un papa en la Edad Media7. Hoy en día, esto tiende a considerarse
demasiado hipotético, dado que aún quienes asistieron al concilio con toda
seguridad compusieron con posterioridad lo que retuvieron, comprendieron o
creyeron comprender del discurso pontificio, incluso influidos por el desarrollo
posterior de los acontecimientos8. De todas formas, sí puede trazarse un esbozo
de los “temas movilizadores” manejados por Urbano II en su prédica, en base
no sólo a los relatos de dicho discurso, sino también a otras fuentes contempo-
ráneas, como la correspondencia pontificia.
El fin de la expedición era Jerusalén, y el objetivo la liberación de los cristia-
nos de Oriente de la opresión a manos de los infieles, es decir, el Islam. El dis-
curso papal insistía en diferenciar esta expedición de cualquier otra de carácter
secular. El móvil de los combatientes debía ser exclusivamente espiritual, con
renuncia de motivaciones “mundanas”; consecuentemente el Papa prometía
recompensas no materiales sino espirituales: la remisión total de las penas a con-
secuencia de los pecados cometidos9. El canon segundo del Concilio de
Clermont, con el título De itinere Hierosolymitano, recoge sintéticamente el planteo
papal: “Quien haya tomado el camino de Jerusalén con el propósito de liberar
5 La mayoría de los especialistas en el tema considera como probablemente oculares los testimonios de Geoffroy

de Vendôme (Epistola 21, PL 157, 162), Baudri de Bourgueil (Historia Hierosolymitana, RHC Occid., IV, 12-16), Robert
le Moine (Hierosolymitana expeditio, RHC Occid., III, 727-730) y Foucher de Chartres (Historia Hierosolymitana, RHC
Occid., III, 322-324).
6 Entre los relatos más célebres de autores con seguridad no asistentes al concilio, el más citado es el de Guibert

de Nogent (Gesta Dei per Francos, RHC – Historiens occidentaux, IV, 137-140), en algún momento considerado como
asistente al concilio, y hoy descartado como tal. Otros cronistas de las Cruzadas incluyen referencias muy breves al
mismo, como el Anónimo normando (Gesta Francorum et aliorum Hierosolymitanorum, ed. y trad. Luis Bréhier, Histoire
anonyme de la première croisade, París, Honoré Champion, 1924, 4-5).
7 El más respetado sigue siendo, pese a sus años, el de D. MUNRO, “The Speech of Pope Urban II at Clermont”,

American Historical Review, 11/2 (1906) 231-242.


8 J. FLORI, Pierre l’Ermite et la première croisade, París, Fayard, 1999, p. 159.

9 Hay numerosos desarrollos de esta “temática movilizadora”; por citar solamente algunas: J. FLORI, La guerre sainte.

La formation de l’idée de croisade dans l’Occident chrétien, París, Aubier, 2001, pp. 311-334; H. MAYER, Historia de las Cruzadas,
Madrid, Istmo, 2001 (1ª ed.: 1965), pp. 19-59; J. RICHARD, Histoire des Croisades, París, Fayard, 1996, pp. 31-39; J. RILEY-
SMITH, The First Crusade and the Idea of Crusading, Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 1986, pp. 13-30; J.
RILEY-SMITH, The First Crusaders 1095-1131, Cambridge, Cambridge University Press, 1997, pp. 53-80, etc.
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LAS CRUZADAS, 1095-1291 395

la Iglesia de Dios, solamente por devoción y no para ganar honores o dinero, el


viaje le será tenido en cuenta por toda penitencia”10.
Desde los enunciados eminentemente pacifistas de Jesús de Nazaret conteni-
dos en el Sermón de la Montaña hasta este llamamiento papal a una guerra con
recompensas espirituales incluidas había trascurrido una larga evolución de mil
años, que debemos repasar aunque sea someramente para comprender de
manera cabal este fenómeno.
La Iglesia primitiva rechaza tajantemente no sólo cualquier posible santifica-
ción de la actividad bélica, sino la participación misma del cristiano en ella. En
realidad, como se ha señalado, no puede afirmarse que exista en los Evangelios
una condena explícita ni de la actividad bélica ni del servicio militar11; de todas
formas, la interpretación unánime de las enseñanzas evangélicas en esta etapa
primigenia parece haber sido la de un pacifismo muy acentuado. Específica-
mente hay un rechazo explícito al servicio militar, acentuado a partir de 180
d.C., lo que podría dar la pauta de que se estaba produciendo un incremento en
el número de cristianos ingresados al ejército, y por esa razón los autores ecle-
siásticos se veían obligados a condenar de manera más explícita esta práctica.
Esta es la actitud de Orígenes, Tertuliano, Cipriano y Lactancio, por citar sola-
mente los autores más destacados12. La actitud de san Martín de Tours, enrolado
en el ejército romano, quien ante la inminencia de la batalla se rehúsa a combatir,
resume claramente la posición cristiana de esta etapa: “Soy soldado de Cristo,
no me está permitido combatir”13.
Con la promulgación del Edicto de Milán en 313 d.C. y la progresiva conver-
sión del Cristianismo en religión oficial del Imperio Romano mediante el apoyo
cada vez más directo del poder imperial —proceso que puede darse por culmi-
nado con el Edicto de Tesalónica en 381 d.C.—, la actitud cristiana frente a la
guerra cambia significativamente; se trata de definir la actitud a tomar hacia un
imperio que ahora es cristiano y garantiza la existencia y propagación de la
nueva fe, frente a una serie de pueblos bárbaros que en el mejor de los casos son
arrianos. Eusebio de Cesarea, obispo y consejero de Constantino va a exponer
sin ambages su admiración hacia el emperador cristiano; luego Ambrosio de
Milán y especialmente Agustín de Hipona serán los principales exponentes teó-
ricos de este cambio de rumbo.
10 “Quicumque pro sola devotione, non pro honoris vel pecuniae adeptione, ad liberandam Ecclesiam Dei Jerusalem profectus fuerit,

iter illud pro omni poenitentia reputetur” (Canones Concilii Claromontani, PL, 162, 715).
11 R. BAINTON, Actitudes cristianas ante la guerra y la paz, Madrid, Tecnos, 1963, pp. 51-53; J. FONTAINE, “Los cristia-

nos y el servicio militar en la Antigüedad”, Concilium, 7 (1965), 118-131.


12 Ibidem, pp. 63-70.

13 “Christi ego miles sum; pugnare mihi non licet” (SULPICIO SEVERO, Vita Martini, PL 20, 163).
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396 AURELIO PASTORI

A san Ambrosio, antiguo alto funcionario de la administración imperial, no


le resulta difícil recurrir a los numerosos episodios bélicos que contiene el
Antiguo Testamento14, o identificar la defensa del Imperio como una causa
justa: “Plena es la justicia de la fuerza que en la guerra defiende a la patria de los
bárbaros, o a los débiles y ciudadanos de los ladrones”15, y apoya decididamente
la política imperial de combatir por la fuerza las herejías que proliferaban dentro
del Imperio16. El pacifismo cristiano, para Ambrosio, se limita a la esfera privada
—condenando la violencia privada— y clerical. Es Ambrosio el que sienta algu-
nas de las bases de la futura guerra justa cristiana: su causa debe ser justa, y los
clérigos no deben participar en ella más que con la oración17.
Afirmar que san Agustín de Hipona es el creador de la doctrina cristiana de la
guerra santa es una exageración18. Para san Agustín, el Imperio romano conver-
tido al cristianismo no es un instrumento directo de Dios; incluso bajo empera-
dores cristianos, los métodos del Imperio —la ciudad terrena— para establecer
la paz a través de la coerción y el dominio sobre los demás no son los de la ciudad
de Dios, basados en el amor y la reconciliación19. No obstante, desde la caída del
primer hombre, el Estado sirve a fines legítimos: su misión consiste en frenar la
violencia de los malvados que quieren destruir la concordia cívica, mediante la
rebelión contra sus leyes. Los cristianos necesitan de la paz cívica en este mundo:
“mientras permanezcan mezcladas las dos ciudades, también nosotros disfruta-
mos de la paz de Babilonia”20. En pro de esa paz cívica, los cristianos deben acep-
tar el gobierno terrenal, pagando los impuestos, sometiéndose a la autoridad,
incluso participando activamente en esta obra “negativa” de mantener la paz.
Posiblemente el aporte más influyente que hace sobre este tema el obispo de
Hipona es el de los requisitos para llevar adelante una guerra pasible de consi-
derar justa desde una perspectiva cristiana21. Con un desarrollo cristiano de con-

14 BAINTON, op. cit., p. 85.


15 “Siquidem et fortitudo quae vel in bello tuetur a barbaris patriam, vel domi defendit infirmos, vel a latronibus socios, plena sit jus-
titiae” (AMBROSIO, De officiis ministrorum, PL 16, 61 (I, 27, 129)).
16 F. RUSSELL, The Just War in the Middle Ages, Cambridge, Cambridge University Press, 1979, pp. 12-13.
17 Ibid., 14-15; BAINTON, op. cit., pp. 85-86; J. JOBLIN, La Iglesia y la guerra, Barcelona, Herder, 1990, pp. 94-95.
18 E. CAVALCANTI, “La cosiddetta ‘guerra giusta’ nel De civitate Dei di Agostino”, Cristianesimo nella storia, 25 (2004),

25-57.
19 BAINTON, op. cit., pp. 88-89; AGUSTIN, De civitate Dei, Madrid, BAC, 1958, pp. 1385-1386 (XIX, 7).

20 “Hanc autem ut interim habeat in hac vita, nostra etiam interest: quoniam quamdiu permixtae sunt ambae civitates, utimur et nos

pace Babylonis”. Ibid., p. 1427, (XIX, 26).


21 La cita de todos los textos agustinianos sobre la materia sería demasiado extensa para incluirla aquí; a manera de

enumeración no exhaustiva: Epístola 138 (PL 33, 525-535); Contra Faustum Manichaeum (PL 42, 447-450); De libero arbi-
trio (PL 32, 1227-1230); Quaestiones in Heptateuchum (PL 34, 780-781), y por supuesto De Civitate Dei ya citada, especial-
mente los libros XVIII, XIX y XX.
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ceptos platónicos y ciceronianos22, Agustín afirma que una guerra, para ser con-
siderada justa desde el punto de vista cristiano, debe en primer lugar ser decla-
rada por una autoridad legítima. En segundo lugar, debe ser llevada adelante
para restablecer la justicia, defender la Patria o recuperar tierras o bienes injusta-
mente apropiados por el contrario. En último término, los soldados que parti-
cipan en ella no deben hacerlo ni con odio ni con codicia23.
Durante los primeros siglos medievales no se aprecia dentro del Cristianismo,
con excepción de contribuciones menores de Isidoro de Sevilla y Gregorio
Magno24, un impulso importante a la justificación teórica de la guerra por moti-
vos religiosos, debido a la división política existente en Europa a partir de la des-
aparición del Imperio de Occidente (que diluye en la práctica el criterio de
“autoridad legítima” manejado por Agustín), y también a la modificación que
debe sufrir el discurso eclesiástico para adaptarse a los valores germánicos y pro-
pagar el Evangelio entre éstos25. De todas formas, aunque no se conserva nin-
guna elaboración teórica de significación sobre la guerra justificada por la reli-
gión, sí se aprecia un avance en los hechos, debido a la consolidación del reino
franco bajo la dinastía carolingia y al desarrollo progresivo del Papado como ins-
titución política.
La consolidación política carolingia y su estrecha alianza con el Papado van a
implicar por la vía de los hechos una legitimación religiosa para las guerras que
los carolingios llevan adelante contra los pueblos no cristianos que rodean al
reino: ávaros y sajones en Europa central, musulmanes en la península ibérica.
Es comprensible que en la perspectiva de los autores de la época, básicamente
clérigos, Carlomagno sobre todo aparezca como campeón de la Cristiandad en
lucha contra los “infideles”, dirigiendo continuas campañas militares con con-
notaciones fuertemente religiosas y un objetivo muy importante de conversión
como parte del programa político26.
La protección de la Iglesia y especialmente de la Sede Romana serán otro
aspecto a destacar de la imagen carolingia. El título de “patricio de los romanos”
otorgado por el Papa a Pipino el Breve y sus hijos marca una formalización, al
menos en el plano simbólico, de este nuevo rol que la monarquía franca viene

22 R. GRANT, “War —Just, Holy, Unjust— in Hellenistic and Early Christian Thought”, Augustinianum, 20 (1980),

173-189.
23 BAINTON, op. cit., pp. 90-93; RUSSELL, op. cit., pp. 21-23; FLORI, La guerre sainte, op. cit., pp. 38-39.

24 RUSSELL, op. cit., pp. 27-28.

25 FLORI, La guerre sainte, op. cit., pp. 40-41, observa que en la escala de valores germánicos, la guerra en sí misma y

más aún el botín son intrínsecamente positivos, algo que contrasta con la posición cristiana de Agustín; cf. también
F. PRINZ, Clero e guerra nell’Alto Medioevo, Turín, Einaudi, 1994.
26 Ibidem, pp. 41-43.
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398 AURELIO PASTORI

cumpliendo desde mediados del siglo VIII —podría decirse que desde la batalla
de Poitiers en 732— y que contribuye no poco al engrandecimiento de su pres-
tigio y también a la sacralización de sus objetivos, incluyendo la actividad bélica.
Por otra parte, la caída del Imperio romano de Occidente y la progresiva des-
aparición de la influencia bizantina en los antiguos territorios imperiales de la
península itálica convierte al Papado en los hechos en una autoridad que en
Occidente no tiene rival en el plano religioso, y es cada vez más influyente en el
plano político. La conquista del Exarcado de Rávena por parte de los invasores
lombardos y el posterior sometimiento de éstos al reino carolingio aliado del
Papado desde la época de Pipino el Breve, marca la creación de los Estados
Pontificios, dominio temporal del Papa sustentado ideológicamente en la deno-
minada “Donación de Constantino”27.
Durante el apogeo del Imperio Carolingio bajo Carlomagno, este hecho care-
cerá de significación política práctica, pero a partir de la década de 840 y ante la
cada vez más acentuada crisis carolingia, las necesidades de defensa de los
Estados Pontificios llevan al Papa a solicitar ayuda militar en términos en los que
las referencias religiosas son inevitables y cada vez más frecuentes. Frente a la
amenaza del poder árabe, que ocupa a partir de 827 Sicilia y el sur de Italia,
saquea las costas italianas y la Sabinia y en 846 llega a saquear Roma, los llama-
mientos reiterados de los sucesivos Papas a los reyes francos —Lotario, Carlos
el Calvo, Luis el Tartamudo— suponen un avance importante hacia la idea de
una guerra santa cristiana; así, por ejemplo, León IV en 853: “El Omnipotente
sabe que, si alguno de los vuestros muere, ha muerto por la verdad de la fe, la
salvación de la patria y la defensa de los cristianos”28; o más tarde, Juan VIII en
878: “Aquellos que caigan en el campo de batalla, teniendo en ellos el amor de
la religión católica, entrarán en el descanso de la vida eterna combatiendo valien-
temente contra los paganos y los infieles”29.
El alcance exacto de estos pedidos de ayuda militar y de su prometida contra-
partida espiritual han sido objeto de bastante polémica entre los especialistas en el
tema. Mientras un grupo de autores que ve en las Cruzadas un emprendimiento
27 De acuerdo con este documento, al trasladar la capital del Imperio Romano a Constantinopla, el emperador

Constantino habría hecho entrega al papa Silvestre de todos los territorios occidentales. La “Donatio Constantini”,
muy posiblemente creación de la cancillería papal de mediados del siglo VIII, será utilizada reiteradamente por la
Santa Sede para justificar sus pretensiones temporales en Occidente, con éxito variado. Cf. W. ULLMANN, Historia del
pensamiento político en la Edad Media, Barcelona, Ariel, 1999, pp. 57-64.
28 “Novit enim Omnipotens, si quilibet vestrum morietur, quod pro veritate fidei, et salvatione patriae, ac defensione Christianorum

mortuus est” (LEON IV, Epistola 1, PL, 115, pp. 655-657); otra versión levemente diferente recogida en MGH Epistolae
V (Karolini Aevi III), p. 601.
29 “Illi, qui cum pietate catholicae religionis in belli certamine cadunt, requies eos aeternae vitae suscipiet contra paganos atque infideles

strenue dimicantes” (JUAN VIII, Epistola 150, MGH Epistolae VII (Karolini Aevi V), p. 126).
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LAS CRUZADAS, 1095-1291 399

deliberado de la reforma gregoriana niega importancia a estos antecedentes30 —


sosteniendo por ejemplo que el concepto augustiniano de guerra justa es estricta-
mente defensivo—, otros que conciben este fenómeno como un proceso paulati-
no le atribuyen mucho mayor relevancia31. Probablemente la posición más sólida
en este punto sea un término medio: los llamamientos del Pontífice a los monar-
cas carolingios avanzan en el sentido de una sacralización de la guerra, pero las
recompensas espirituales no pasan de afirmar que los muertos en combate no se
condenarán como pecadores impenitentes. Todavía no estamos ante una promesa
de recompensas espirituales —remisión de las penas temporales, remisión de los
pecados— que caracterizará la guerra santa del siglo XI en adelante32.
La victoria de Otón I en 955 sobre los húngaros paganos en el campo de
batalla de Lechfeld marca la creación del Sacro Imperio Romano Germánico, y
también el inicio de las a menudo complejas relaciones entre la nueva entidad
política y la Iglesia. El Sacro Imperio pretende ser el heredero del prestigio caro-
lingio, aunque solamente lo será a medias, debido a la fragmentación política de
la Cristiandad, que hace desaparecer hasta la ficción de una unidad política cris-
tiana33. De todas formas, la mayoría de las guerras emprendidas por los nuevos
emperadores lo serán contra los paganos, fundamentalmente eslavos, que ame-
nazan las fronteras orientales del Imperio; esto llevará en ocasiones a que algu-
nos clérigos del entorno imperial —como Bruno de Querfurt— lleguen a esbo-
zar una justificación de la conversión forzada de los paganos, hecho bastante
reiterado en estas guerras imperiales, aunque siempre rechazado por la Iglesia34.
Frente al fenómeno de la guerra omnipresente, a los clérigos les va a estar
vedado, cada vez con mayor claridad, el acceso a las armas, aún en una guerra
justa y en defensa de la Iglesia. En la estrecha alianza que existe entre carolingios
e Iglesia a partir de Pipino, un aspecto fundamental es la participación de los clé-
rigos, a todo nivel, en los asuntos políticos y administrativos del imperio, e inclu-
so con mucha frecuencia en los bélicos. Carlomagno espera y exige de los cléri-
gos titulares de inmunidades o jurisdicciones eclesiásticas exentas de la autoridad
condal, el reclutamiento de tropas dentro de sus jurisdicciones, e incluso la con-
ducción de éstas durante la batalla35. El cambio de posición, o mejor aún la afir-
30 Su primer exponente (cronológicamente) es C. ERDMANN, Die Entstehung des Kreuzzugsgedankens, Darmstadt,

Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1972 (1ª ed.: Stuttgart, 1935).


31 Así por ejemplo E. DÉLARUELLE, L’idée de croisade au Moyen Âge, Torino, Bottega d’Erasmo, 1980 —primera edi-

ción bajo el título “Essai sur la formation de l’idée de croisade”, Bulletin de littérature ecclésiastique, 42 (1941) 24-45 / 86-
103; 45 (1944) 13-46 / 73-90; 54 (1953) 226-239; 55 (1954) 50-63—.
32 FLORI, La guerre sainte, op. cit., pp. 50-54.

33 R. FOLZ, L’idée d’Empire en Occident du Ve. au XIVe. siècle, Paris, Aubier, 1953.
34 FLORI, La guerre sainte, cit., pp. 54-56.

35 L. HALPHEN, Carlomagno y el Imperio Carolingio, México, UTEHA, 1955, pp. 145-148.


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400 AURELIO PASTORI

mación de la posición tradicional de la Iglesia, superada la hegemonía carolingia,


es palpable con bastante claridad en los documentos papales a partir de la deca-
dencia del imperio carolingio, y especialmente durante el pontificado de Nicolás
I36. No obstante, es evidente que la realidad feudal se impone a los ideales sos-
tenidos por el pontificado, y el espectáculo de un obispo o abad dirigiendo fuer-
zas armadas o de un clérigo participando en ellas no va a ser demasiado raro ni
antes de las Cruzadas ni durante éstas37.
Un fenómeno de los siglos X y XI cuya vinculación con las Cruzadas ha sido
objeto de fuerte debate historiográfico en las últimas décadas es el de la Paz y
Tregua de Dios. Los hechos concretos de este movimiento son conocidos y su
análisis detallado excedería los límites propuestos para este capítulo38. La primera
asamblea de paz es el sínodo de Laprade, convocado por el obispo de Puy en
975, seguida por el concilio de Charroux en 989; a estos primeros intentos de
convocar a los laicos en un compromiso de no atacar a los débiles ni a la Iglesia
por tiempo indeterminado, siguen los esfuerzos por limitar la actividad bélica a
determinados períodos de la semana y del año, en los concilios de Elne (1027),
Bourges (1038) y Narbona (1054), entre otros. El debate sobre este fenómeno
está estrechamente ligado a su intento de explicación. La tesis tradicional, plena-
mente vigente hasta hace algunas décadas, sostiene que la disgregación política
del imperio carolingio habría llevado al “caos” feudal: aprovechando el desorden
causado por la desaparición de un poder central, los señores feudales —grandes
y pequeños— habrían abusado de los sectores desprotegidos de la sociedad —los
inermes— prevaleciéndose de su fuerza militar. Frente a esta situación, la Iglesia
medieval, única institución organizada y suficientemente fuerte para oponerse a
los señores feudales, habría promovido un movimiento de pacificación en el
seno de la Cristiandad primero (la “paz de Dios”) y de regulación de la violencia
privada después (la “tregua de Dios”), incluyéndose en este esfuerzo la paulatina
sacralización de las armas y del oficio militar (la caballería), culminando en última
instancia en la prédica y organización de la Cruzada, como forma de canalizar
esa violencia feudal hacia fines cristianamente aceptables39.

36 J. FLORI, La guerre sainte, op. cit., pp. 56-58.


37 R. FOREVILLE, - J. ROUSSET DE PINA, “Du premier Concile du Latran à l’avénement d’Innocent III”, en J. B.
Duroselle - E. Jarry, Histoire de l’Église, vol. 9, París, Bloud & Gay, 1953, p. 212.
38 Pero no hay que olvidar que el Concilio de Clermont de 1095, en el que se predica la Cruzada, es un Concilio

reunido para tratar fundamentalmente el tema de la Paz de Dios, como lo recuerda Flori; cf. J. FLORI, “Guerre sainte
et rétributions spirituelles dans la 2è. moitié du XIè. siècle”, Revue d’Histoire Ecclésiastique, 85 3/4 (1990), 641.
39 Este planteo tradicional aparece recogido incluso en obras recientes; cf. G. MINOIS, L’Église et la guerre, París,

Fayard, 1994, pp. 108-116.


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LAS CRUZADAS, 1095-1291 401

Esta tesis explicativa ha sido fuertemente cuestionada en los últimos años,


especialmente a partir de los análisis de D. Barthélemy40. Las críticas más impor-
tantes de este autor son tres: en primer lugar, al carácter supuestamente popular
y antiseñorial del movimiento. En segundo lugar, al concepto de los muy
comentados —y cuestionados— terrores del año mil, período de expectativa mile-
narista basado en las profecías del Apocalipsis, que se habría extendido por
Occidente en los albores del siglo XI41 y que Michelet42 popularizó en el siglo
XIX. En tercer lugar, a los aspectos sustanciales de la tesis mutacionista como
explicación del período histórico ubicado entre la desintegración del Imperio
carolingio y la plena vigencia del sistema feudal.
Respecto del primer punto, Barthélemy ha sido el primero en señalar que en
realidad, y lejos de todo programa revolucionario, socialmente contestatario o
antiseñorial, toda la evidencia documental revisada apunta a que la Paz y Tregua
de Dios tuvo en casi todas partes las características de un pacto entre la Iglesia
y la nobleza, que intentaba preservar los bienes de aquella protegiendo, además,
a los campesinos —siervos, arrendatarios— de los dominios eclesiásticos43; esta
constatación, con matices, ha sido acompañada por autores posteriores44.
Respecto del segundo punto, este autor insiste en las críticas al “escenario
apocalíptico” trazado por Michelet y toda una serie de autores posteriores como
contexto “psicológico” de la Paz de Dios en la primera mitad del siglo XI45. Por
supuesto, esta crítica no es original de Barthélemy sino bastante anterior, pero
este autor cuestiona incluso el apoyo velado a la tesis de los “terrores” que desde
diferentes perspectivas habrían hecho historiadores contemporáneos como
Georges Duby46, Richard Landes47 o Jean Pierre Poly48.

40 D. BARTHÉLEMY, L’An mil et la paix de Dieu. La France chrétienne et féodale, 980-1060, París, Fayard, 1999.
41 D. BARTHÉLEMY, “La paix de Dieu dans son contexte (989-1041)”, Cahiers de Civilisation Médiévale, 40 (1997), 3-11.
42 J. MICHELET, Histoire de la France, París, A. Lacroix, 1876-1877, especialmente vols. I y II.

43 D. BARTHÉLEMY, “La paix de Dieu…”, op. cit., pp. 17-25.

44 J. FLORI, La guerre sainte, op. cit., pp. 64-65.


45 D. BARTHÉLEMY, “La paix de Dieu…”, op. cit., pp. 25-35.

46 G. DUBY, Les trois ordres ou l’imaginaire du féodalisme, París, Gallimard, 1978 (hay numerosas traducciones al español,

por citar la —posiblemente— primera: Los tres órdenes o lo imaginario del feudalismo, Barcelona, Petrel, 1980).
47 R. LANDES, Relics, Apocalypse and the Deceits of History. Adhemar of Chabannes, 989-1034, Cambridge (Mass),

Harvard University Press, 1995. En los últimos años este autor ha insistido con la cuestión de las expectativas apo-
calípticas del año mil, particularmente en su contribución a una obra colectiva dedicada en su totalidad a esta posi-
ción: Richard Landes, Andrew Richard y David van Meter (eds.), The Apocalytic Year 1000. Religious Expectation and
Social Change, 950-1050, Oxford, Oxford University Press, 2003.
48 J.-P. POLY, “Le commencement et la fin. La crise de l’an mil chez ses contemporains”, en C. Duhamel-Amado

y G. Lobrichon, Georges Duby. L’écriture de l’histoire, Bruselas, De Boeck Université, 1996.


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402 AURELIO PASTORI

En tercer y último lugar, la crítica de Barthélemy a la tesis de la “mutación


feudal”, prevaleciente en la historiografía francesa desde que Georges Duby
publicara en 1953 su célebre tesis sobre el Mâconnais49, implica también desde
este aspecto una reinterpretación o al menos una recontextualización de la Paz
y Tregua de Dios50. Este autor cuestiona el concepto de una brusca fragmenta-
ción del señorío banal hacia fines del siglo X, que habría traído como conse-
cuencia más visible un rápido “encastillamiento”, la disolución en los hechos de
la dicotomía social “libres/no libres” y su reemplazo por una nueva, la de “iner-
mes/milites”, y la generalización de las guerras privadas que la Paz de Dios habría
buscado detener o por lo menos acotar51. Con algunos matices, la crítica es apo-
yada por Jean Flori en su análisis de los orígenes de la idea de Cruzada52: el cam-
bio habría sido más aparente que real, más presente en la terminología de las
fuentes que en la realidad, y en los hechos los elementos de continuidad entre
la época carolingia y la feudal habrían sido más numerosos y fuertes de lo pre-
viamente admitido por el “mutacionismo”.
La publicación en 1935 de la obra de Erdmann ya citada supone la aparición
del primer planteo historiográfico moderno que pone al Papado gregoriano
como artífice y centro de la Cruzada. Para este autor, la Iglesia se habría mos-
trado hasta comienzos del siglo XI firmemente opuesta a la idea de una guerra
sacralizada53, y habría sido recién con el advenimiento de los Papas reformistas
que se habría instrumentado un brusco cambio de rumbo en este sentido,
pasando de condenar la actividad bélica in totum, a fomentar la organización de
expediciones armadas con fines religiosos, para combatir a los infieles en
España —la Reconquista—, en Sicilia y sur de Italia —expulsión de los árabes
por los normandos—, y finalmente en Palestina. La primera Cruzada no habría
sido, según este autor, sino una expedición de ayuda militar a los cristianos de
Oriente organizada por el Pontífice54.
En una posición contraria a la de Carl Erdmann, ya en la década de 1940
Étienne Délaruelle, en su ensayo también citado, va a oponerse a la idea de una
Cruzada totalmente “gregoriana” y al concepto de un cambio doctrinal respecto
de la guerra santa a partir del siglo XI, insistiendo en cambio en la importancia
49 G. DUBY, La société aux Xiè et XIIè siècles dans la région mâconnaise, París, Éditions de l´École des Hautes Études en

Sciences Sociales, 1971 (reimpr. 1988).


50 D. BARTHÉLEMY, La mutation de l’an mil a-t-il lieu?, París, Fayard, 1997.

51 D. BARTHÉLEMY, “La paix de Dieu…”, op. cit., pp. 11-17. Un análisis panorámico de la tesis de Duby, y de los

elogios y críticas recibidas es el de F. BOUGARD, “Genèse et réception du Mâconnais de Georges Duby”, Bulletin du
centre d’études médiévales d’Auxerre, Hors série n° 1, 2008, URL: http://cem.revues.org/index4183.html.
52 J. FLORI, La guerre sainte, op. cit., pp. 66-69.

53 C. ERDMANN, op. cit., pp. 1-29.

54 Ibidem, pp. 284-325.


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LAS CRUZADAS, 1095-1291 403

de la tradición de las peregrinaciones a Oriente y en la continuidad del concepto


de guerra santa manejado desde la cristianización del Imperio romano55. La
importancia de los aspectos espirituales —por encima del “proyecto gregoria-
no”— es subrayada pocos años después por Paul Rousset en su tesis de docto-
rado sobre los orígenes de la primera Cruzada56. Posteriormente en los años
sesenta y comienzos de los setenta, Herbert Cowdrey va a resaltar la omnipre-
sencia de Jerusalén como símbolo, matizando la concepción de Erdmann de la
Cruzada como mera expedición militar de ayuda a la cristiandad de Oriente57.
Sobre estas bases, en las últimas décadas algunos autores como Jonathan
Riley-Smith y Marcus Bull han agudizado las críticas sobre la tesis de Erdmann,
planteando la Cruzada básicamente como una peregrinación armada, con una
motivación básicamente penitencial, fruto de un largo proceso evolutivo y
negando de esta forma lo sustancial del planteo explicativo del historiador ale-
mán58. No obstante, la posición de Erdmann no carece de partidarios, y todo un
grupo de autores continúa poniendo énfasis en la importancia fundamental que
habría tenido el papado gregoriano y su proyecto institucional y político, situan-
do a la Cruzada primordialmente como una expedición militar con Jerusalén
como objetivo final, acompañada por la promesa de recompensas espirituales59.
Por último, un tercer grupo de autores sostiene la vigencia parcial de los pos-
tulados de Erdmann, matizando algunos de sus planteos. En particular, no se
sostiene hoy en día que la Iglesia fuese antes del siglo XI pacifista a ultranza, ni
siquiera indiferente a la cuestión de la sacralización de la guerra. El error meto-
dológico más importante de este autor habría sido basarse exclusivamente en la
legislación canónica de la época, cuando ésta tiende a ser siempre conservadora,
lo cual explica que hasta mediados del siglo XII no haya abordado la cuestión

55 Cf. E. DÉLARUELLE, L’idée de croisade au Moyen Âge, op. cit.


56 P. ROUSSET, Les Origines et les Caractères de la Première Croisade, Neuchâtel, Editions de la Baconnière, 1945.
57 Por citar solamente algunas de las contribuciones de este autor: H. E. J. COWDREY, “From the Peace of God to

the First Crusade”, en Luis García Guijarro-Ramos (ed.), La Primera Cruzada, novecientos años después: el Concilio de
Clermont y los orígenes del movimiento cruzado, Barcelona, Castelló d’Impressió, 1997, pp. 51-61; “The Peace and the Truce
of God in the Eleventh Century”, Past and Present, 46 (1970), 42-67; The Age of Abbot Desiderius: Montecassino, the Papacy,
and the Normans in the Eleventh and Early Twelfth Centuries, Oxford, Clarendon Press, 1983.
58 Algunas de las obras más destacadas en esta posición: J. RILEY-SMITH, The First Crusade and the Idea of Crusading,

Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 1986; “Erdmann and the Historiography of the Crusades, 1935-
1995”, en L. García Guijarro-Ramos (ed.), La Primera Cruzada, novecientos años después: el Concilio de Clermont y los orígenes
del movimiento cruzado, Barcelona, Castelló d’Impressió, 1997, pp. 17-29; M. BULL, Knightly piety and the lay response to the
First Crusade: the Limousin and Gascony, c. 970-c. 1130, Oxford, Clarendon Press - New York, Oxford University Press,
1993.
59 Así por ejemplo J. FRANCE, “Les origines de la Première Croisade. Un nouvel examen”, en M. Balard (ed.),

Autour de la Première Croisade. Actes du Colloque de la Society for the Study of the Crusades and the Latin East (Clermont-Ferrand,
22-25 juin 1995), París, Publications de la Sorbonne, 1996, pp. 43-56.
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404 AURELIO PASTORI

de la sacralización de la guerra60. Con estas salvedades, hay que concluir con


Luis García-Guijarro que el aporte más importante y aún vigente de Erdmann
es la vinculación entre reforma gregoriana y Cruzada61.
Junto con las causas religiosas y psicológicas hasta ahora analizadas, no deben
dejarse de lado los factores económicos y sociales, relativamente poco reconoci-
dos por la historiografía de las últimas décadas. Estos aspectos han sido señalados
por autores como Georges Duby, quien afirma que la Cruzada habría cumplido
con varios fines económico-sociales: por una parte, habría ayudado a canalizar las
aspiraciones de promoción social de los hijos menores de la nobleza, solteros y
con necesidad de forjarse un porvenir fuera de la Iglesia; por otro, en el caso de
herederos que partían a Oriente y no regresaban, habría colaborado en evitar o
retrasar la dislocación del patrimonio familiar. La prueba de las expectativas
materiales de quienes partían habría estado en el hecho de que preferían prendar
sus tierras para financiar la expedición en lugar de venderlas, debido a la expec-
tativa de regresar más ricos de lo que habían partido62. Las tesis explicativas de
este tipo han sido por supuesto sostenidas también por la historiografía influida
por el marxismo63. Con todo, estos argumentos han sido cuestionados por la
mayoría de la historiografía contemporánea de las Cruzadas, por lo general afines
a explicaciones mayoritariamente religiosas o psicológicas, aunque es cierto que
lo que se matiza es su importancia relativa, no su existencia en sí misma64. Es cier-
to que en los hechos, el Iter hierosolymitanus no terminó siendo una forma de enri-
quecimiento para casi nadie, y quienes regresaron de Oriente lo hicieron por lo
general empobrecidos. Pero esto nada indica acerca de las expectativas de quienes
partían por primera vez, y antecedentes recientes como la conquista de Inglaterra
en 1066 o la formación del reino normando de Sicilia en el transcurso del siglo
XI podían permitir abrigar esperanzas en este sentido65.

60 En esta posición se ubicaría, por ejemplo, Jean Flori. Cf. por ejemplo (sin pretensiones de exhaustividad): J.

FLORI, La guerre sainte, op. cit., pp. 21-26; “Mort et martyre des guerriers vers 1100; l’example de la première croisade”,
Cahiers de Civilisation Médiévale, 34/2 (1991), 121-139; “L’Église et la guerre sainte, de la ‘Paix de Dieu’ à la ‘Croisade’”,
Annales ESC, 2 (1992), 453-466; “Guerre sainte et rétributions spirituelles dans la 2è. moitié du XIè. siècle”, Revue
d’Histoire Ecclésiastique, 85 3/4 (1990), 617-649; “Réforme, reconquista, croisade. L’idée de reconquête dans la corres-
pondance pontificale d’Alexandre II à Urbain II”, Cahiers de Civilisation Médiévale, 40 (1997), 317-335.
61 L. GARCÍA-GUIJARRO, Papado, Cruzadas y Ordenes militares, siglos XI-XIII, Madrid, Cátedra, 1995, p. 48.

62 Cf. por ej., G. DUBY, La société aux Xiè et XIIè siècles dans la région mâconnaise, cit., pp. 333-335.

63 Y no solo por la línea del marxismo más tradicional como la de M. ZABUROV, Historia de las Cruzadas, Buenos

Aires, Futuro, 1960.


64 Cf. por ej. J. FLORI, Pierre l’Érmite, op. cit., pp. 193-195.

65 H. MAYER, Historia de las Cruzadas, op. cit., pp. 37-41.


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LAS CRUZADAS, 1095-1291 405

Con relación a los hechos desencadenados a partir del discurso de Urbano II


en Clermont en noviembre de 1095, hay que recordar que el período que se
conoce generalmente como “época de las Cruzadas”, caracterizado en principio
por las ocho expediciones militares dirigidas a Cercano Oriente en el período
entre 1095 y 1271, fue en realidad una etapa salpicada por toda una serie de expe-
diciones menores, algunas de las cuales ni siquiera llegaron a concretarse, aunque
el fenómeno de su prédica y la convocatoria suscitada constituyen parte insosla-
yable en cualquier estudio detallado de este fenómeno. A esto hay que sumar otro
tipo de expediciones, no exacta o no totalmente militares, como lo fueron la
Cruzada popular de Pedro el Ermitaño que precedió en algunos meses a la pri-
mera Cruzada, o el complejo fenómeno de las Cruzadas de los Niños en el siglo
XIII. En síntesis, las Cruzadas como fenómeno desborda sus manifestaciones
estrictamente militares. Por último, la extensión e institucionalización de la
Cruzada que abordaremos más adelante llevó a la prédica de expediciones que de
nombre o de hecho también merecen la calificación de Cruzada, aunque su obje-
tivo fueran los enemigos de la fe no precisamente situados en Oriente: eslavos
paganos, musulmanes en la Península Ibérica o herejes cátaros en el Languedoc.
El discurso de Urbano II en Clermont fue solamente el comienzo de una
campaña de prédica de la Cruzada que se extendió por ocho meses66, y que lo
llevó a visitar distintos puntos del reino de Francia. En Clermont el Papa había
nombrado como legado a Adhemar, obispo de Puy, aunque no está claro si la
intención papal era que éste fuese el conductor militar de los cruzados o más
bien pretendía que este rol recayese en Raimundo IV, conde de Toulouse y tam-
bién asistente a Clermont67. La prédica no estuvo solamente a cargo del Papa,
sino de figuras muy importantes de la jerarquía episcopal, y también dio su
apoyo decidido la orden de Cluny, de la que Urbano había sido prior antes de
ser ascendido al pontificado. Urbano evitó en su recorrido los dominios directos

66 En lo que respecta a las fuentes de la época relevantes para el conocimiento de la primera Cruzada, su prédica,

organización y desarrollo, las más relevantes son la crónica de Raymond de Aguilers, capellán del conde de Toulouse;
la de Foucher de Chartres, capellán de Balduino de Boulogne; los Gesta Francorum et Aliorum Hierosolymitanorum, de
autor anónimo y que se atribuye a un soldado desconocido del ejército de Bohemundo de Tarento; y la de Albert
d’Aix, de quien nada se sabe, salvo que nunca estuvo en Palestina, aunque al parecer recogió los testimonios orales
de protagonistas de la primera Cruzada. En el caso de Raymond de Aguilers la mejor edición disponible es todavía
la del Recueil des Historiens des Croisades (RHC Occid., III, 231-309). De la crónica de Foucher de Chartres, hay una edi-
ción mejor (Heinrich Hagenmeyer, ed.: Fulcheri Carnotensis historia Hierosolymitana, Heidelberg, C. Winter, 1913), que
es preferible a la del Recueil (RHC Occid., III, 321-485). En el caso de los Gesta Francorum anónimos, la edición a cargo
de Louis Bréhier (con el título Histoire Anonyme de la Première Croisade, París, Honoré Champion, 1924) es mejor que
la del Recueil. Por último, de la crónica de Albert d’Aix hay una edición crítica reciente a cargo de Susan Edgington,
con el título Historia Ierosolymitana (New York, Oxford University Press, 2007).
67 Esta última es la opinión de Hans Mayer, ibid., 61.
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406 AURELIO PASTORI

del rey Felipe I, porque éste había sido excomulgado precisamente en el concilio
de Clermont, debido a su unión ilegítima con Bertrada de Montfort, esposa legí-
tima del conde de Anjou68. Tampoco fueron incluidos en la prédica ni el empe-
rador germánico Enrique IV ni sus dominios en Alemania, por razones simila-
res: este monarca también estaba excomulgado debido a la “Querella de las
Investiduras”, que desde el pontificado de Gregorio VII lo enfrentaba con el
papado por el control en la designación de la jerarquía episcopal. En esta prime-
ra Cruzada, pues, no participó ningún monarca: fue según toda la evidencia dis-
ponible, un llamado directo a la nobleza feudal, básicamente francesa, con la
excepción de los normandos del reino de Sicilia que también participaron.
Es muy probable que en Clermont el Papa sólo hubiese tenido en mente una
expedición de medianas dimensiones, constituida exclusivamente por la nobleza
feudal, es decir por los profesionales de la guerra de entonces, destinada a ayu-
dar militarmente al Imperio Bizantino para mejorar las relaciones con éste y
eventualmente superar el cisma de 1054. Hoy en día se acepta como cierto o al
menos muy probable que en marzo de 1095, con motivo de un concilio convo-
cado en Piacenza para tratar asuntos internos de la Iglesia, emisarios del
Emperador bizantino habrían solicitado ayuda militar al Pontífice, describiendo
en términos sombríos la situación militar del Imperio. Como sea, parece seguro
que la convocatoria que despertó su llamado excedió mucho las expectativas ini-
ciales del Pontífice, especialmente respecto de la “Cruzada popular”, que fue la
primera, cronológicamente hablando, en partir hacia Oriente.
Paralelamente a la prédica oficial de la Cruzada por parte del Papa y la jerar-
quía episcopal, en los meses que siguieron a Clermont existió una difusión de la
propuesta a cargo de predicadores populares, cuyos detalles no se conocen en
su totalidad. Lo cierto es que este movimiento no controlado ni deseado por la
jerarquía eclesiástica tuvo una difusión notable en el norte de Francia y especial-
mente en Alemania, y su predicador más famoso fue Pedro el Ermitaño. El ver-
dadero papel de este personaje ha sido bastante controvertido. Considerado por
la historiografía romántica como el principal impulsor de la Cruzada69, su rol fue
después muy reducido por la historiografía alemana positivista de finales del
siglo XIX70; en los últimos años, autores como Jean Flori han procurado reha-
bilitar y aclarar simultáneamente, el papel desempeñado por este personaje71.

68 Sobre el episodio, cf. G. DUBY, Le chevalier, la femme et le prêtre, París, Hachette, 1981, pp. 7-26 (hay traducción

española: Madrid, Taurus, 1982).


69 Cf. por ejemplo, J. MICHAUD, Histoire des croisades, París, Michaud Jeune, 1825-1829, vol. I, parte I, pp. 89-95.

70 H. HAGENMEYER, Peter der Eremite, Leipzig, O. Harrassowitz, 1879.

71 J. FLORI, Pierre l’Érmite, op. cit., especialmente pp. 67-89 y pp. 251-313.
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LAS CRUZADAS, 1095-1291 407

La prédica de Pedro y otros provoca la formación de un número importante


de peregrinos —la mayoría con escasa o nula preparación militar—, provenientes
de las regiones predicadas: Champaña, Lorena, Renania, que en abril de 1096 se
ponen en marcha por vía terrestre hacia Constantinopla, atravesando Hungría y
los Balcanes, en distintos grupos comandados por el propio Pedro, así como por
otros personajes sobre los cuales casi nada sabemos, como Gualterio “Sin
Haber”; no es de descartar tampoco la participación de algunos nobles en estos
grupos. Antes de partir, estos grupos indisciplinados y otros que probablemente
ni siquiera llegaron a partir hacia Oriente desencadenan en la región del bajo
Rhin una matanza de las comunidades judías en las ciudades de Espira, Worms,
Maguncia, Tréveris y Colonia72. Generalmente se considera este episodio el pri-
mer hito de gran amplitud en la historia de las persecuciones a los judíos en
Europa, y sobre él se han manejado varias hipótesis. Jean Flori, que ha estudiado
bastante detenidamente las fuentes primarias existentes, tanto cristianas como
judías, llega a la conclusión de que coexistieron en el episodio dos motivaciones
principales, que seguramente impulsaron a grupos diferentes. Por una parte, no
sólo Pedro el Ermitaño y sus seguidores inmediatos, sino uno de los principales
líderes de la Cruzada señorial como Godefredo de Bouillon, presionaron bajo
amenazas a las comunidades judías de varias ciudades renanas hasta que consi-
guieron de ellas el pago de un rescate a cambio de su seguridad, destinando este
dinero a subvenir con los gastos de la expedición a Oriente73. Por otra parte,
otros grupos intentan obligar a los judíos a convertirse, matando o intentando
hacerlo a quienes se rehúsan74. El argumento de estos grupos es simple: siendo
la Cruzada una guerra contra los enemigos de Cristo, los judíos integran esta
categoría tanto como los sarracenos, y corresponde por lo tanto combatirlos de
la misma forma. El bautismo forzado de los judíos había sido prohibido desde el
IV Concilio de Toledo en 66375, pero la necesidad de reiterar las prohibiciones en
los siglos posteriores permite suponer a este autor que la tendencia hacia la con-
versión forzada debió ser un fenómeno recurrente76 en una sociedad que se
esforzaba por identificarse precisamente por la unidad de su fe.

72 Se conservan varios relatos de estas persecuciones del lado judío; para un análisis de estos relatos, cf. R. CHAZAN,

God, Humanity and History: The Hebrew Frist Crusade Narratives, Berkeley & Los Angeles, University of California Press,
2000. Para un análisis de la situación de los judíos durante la Cruzada, cf. R. CHAZAN, European Jewry and the First
Crusade, Berkeley & Los Angeles, University of California Press, 1987; dentro de las obras traducidas al español, la
más accesible es L. POLIAKOV, Historia del antisemitismo, Buenos Aires, Siglo XX, 1968, vol. I.
73 J. FLORI, Pierre l’Érmite, op. cit., pp. 261-265.

74 Ibidem, pp. 265-270.

75 MANSI, 10, p. 633.

76 Ibidem, p. 269.
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408 AURELIO PASTORI

Los abigarrados y heterogéneos contingentes de la Cruzada popular van a


dirigirse por vía terrestre atravesando Hungría y los territorios del Imperio
Bizantino hasta llegar a Constantinopla. Los saqueos y desórdenes promovidos
a su paso van a provocar los ataques del rey de Hungría primero y de pechene-
gos al servicio del Emperador bizantino después; algunos grupos van a ser dis-
persados, y otros encabezados por Pedro el Ermitaño llegarán a Constantinopla
en julio de 1096. A comienzos de agosto, Pedro y su contingente va a ser tras-
ladado al otro lado del Bósforo por la flota bizantina, pero el destino de esta
expedición sin preparación bélica ni equipamiento era casi obvio, siendo des-
truido por los turcos selyucíes a poco que avanzó por la meseta anatólica.
Mientras tanto, los distintos contingentes del ejército feudal que componían
la Cruzada señorial habían partido separadamente desde mediados de agosto de
1096, encabezados por sus señores: Godofredo de Bouillon, duque de Baja
Lorena; Bohemundo de Tarento, del reino normando de Sicilia; Raimundo de
Saint Gilles, conde de Tolosa; el conde Roberto II de Flandes; el duque Roberto
de Normandía, y el conde Esteban de Blois. Luego de atravesar los Balcanes por
diferentes caminos, hacia abril de 1097 estaban todos en Constantinopla. Allí se
puso de manifiesto la mutua —y creciente— desconfianza entre bizantinos y
cruzados, que marcaría todo el período analizado aquí77. Los bizantinos y su
Emperador, Alejo Comneno, quedaron muy preocupados ante la llegada de
contingentes muy superiores en número y equipamiento a lo que habían tenido
en mente al solicitar ayuda al Papa en Piacenza, dos años antes. Con los nor-
mandos del reino de Sicilia, ya Bizancio había tenido una guerra entre 1081 y
1085, cuando éstos habían invadido los Balcanes. Por su parte, los cruzados des-
confiaban de los griegos y de su política diplomática basculante entre los turcos
selyucíes y los occidentales; el sentimiento de que la fidelidad de los griegos era
sospechosa posiblemente estuviese muy extendido entre los combatientes
comunes de la Cruzada78.
De todas formas, luego de algunas reticencias todos los jefes cruzados acce-
dieron a prestar juramento de fidelidad al emperador Alexis, comprometiéndose
a restituirle los territorios y ciudades antiguamente bizantinos que reconquista-
sen. La flota bizantina trasladó entonces las tropas occidentales a Asia Menor, y
éstas entraron poco tiempo después en combate con los turcos, sitiando Nicea,

77 Del lado bizantino existe un buen relato de la impresión —desfavorable— causada por los cruzados: es la obra

de Ana Comneno, hija del emperador Alexis, de la cual hay versión en español: Ana COMMENO, Alexiada, Sevilla,
Universidad de Sevilla, 1989.
78 Los bizantinos y especialmente el emperador Alexis son presentados como poco de fiar y no respetuosos de la

palabra empeñada, por ejemplo en la Histoire Anonyme, op. cit., pp. 14-17; pp. 22-25; etc.
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capital del sultán selyucí Kilij Arslan. En mayo se puso sitio a la ciudad, y al mes
siguiente ésta se rindió, pasando nuevamente a poder bizantino. Los cruzados
continuaron la marcha a través de la península anatólica hacia Antioquía, travesía
que resultó muy dura debido a las condiciones desérticas de la zona y el arrasa-
miento que hicieron los turcos antes de retirarse, y que les llevó en total cuatro
meses. Luego de derrotar a los turcos en varios combates (Dorilea, Heraclea de
Capadocia), el ejército avanzó bordeando la cordillera de los montes Taurus, pasó
por la ciudad de Cesarea (abandonada por los turcos) a fines de septiembre, y el
21 de octubre puso sitio a Antioquía, sede patriarcal y capital del norte de Siria.
Un contingente cruzado al mando de Balduino de Boulogne, hermano de
Godofredo de Bouillon, se había separado del ejército principal semanas antes
de llegar a Antioquía, y se adentró en el interior de Siria, buscando la oportuni-
dad de consolidar un dominio territorial independiente. El ambiente que encon-
tró en esa zona del norte de Siria, habitada por armenios cristianos que no esta-
ban conformes con el dominio turco pero que tampoco simpatizaban con los
bizantinos, favoreció los planes políticos de Balduino. En febrero de 1098 éste
entró en la ciudad de Edesa que controlaba la región, siendo nombrado herede-
ro y corregente del príncipe armenio Toros. Al mes siguiente Toros fue derro-
cado, y Balduino quedó al frente de un dominio territorial bastante amplio, que
abarcaba buena parte del territorio al norte de Siria: el condado de Edesa, cro-
nológicamente el primer principado cruzado en constituirse.
El grueso del ejército cruzado tuvo que mantener un largo asedio a
Antioquía, dotada de un buen sistema defensivo. Careciente de recursos para
realizar un asalto en regla, el sitio se extendió por meses; la falta de provisiones
y la noticia de que un ejército turco al mando de Kerboga, señor de Mosul, se
dirigía a atacarlos empezaba a desmoralizar el ejército, cuando a comienzos de
junio de 1098 negociaron con algunos turcos, que permitieron a los cruzados
entrar en la ciudad por sorpresa. Pocos días después, la llegada de Kerboga con-
virtió a los cruzados de sitiadores en sitiados dentro de la ciudad recién conquis-
tada. Los víveres eran escasos y el desánimo empezaba a cundir en el ejército
cristiano, cuando ocurrió un milagro que cambió la suerte de la expedición. Un
humilde integrante del contingente provenzal, Pedro Bartolomé, aseguró que
San Andrés se le había aparecido para indicarle el lugar en la ciudad en que esta-
ba enterrada la Santa Lanza, con la que se había atravesado el costado de
Jesucristo al momento de la Crucifixión. Cuando se excavó en el lugar indicado
por el visionario y se halló la lanza el 14 de junio, el efecto en el ánimo de todos
fue enorme. A fines de ese mes, los sitiados hicieron una salida, derrotaron y
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pusieron en fuga al ejército de Kerboga —ya debilitado por las disensiones


internas entre su gente y los de Damasco, que integraban el ejército—, por lo
que quedaron dueños de la ciudad.
La conquista definitiva de Antioquía desató el conflicto por su posesión entre
los distintos grupos del ejército cruzado. Aunque el objetivo oficial de la expe-
dición seguía siendo Jerusalén, ningún grupo quería abandonar la ciudad, teme-
roso de que quedara en manos de otro. Finalmente se impusieron los norman-
dos de Sicilia y Bohemundo de Tarento se quedó con la ciudad, conformando
así la segunda entidad política de Tierra Santa cristiana, el principado de
Antioquía. En enero de 1099, el conde de Tolosa y el duque de Normandía se
pusieron en marcha con sus fuerzas hacia el sur, hacia Jerusalén. Poco después,
y luego de algunas vacilaciones, el resto de los contingentes cruzados se unieron
en su avance por la actual costa libanesa e israelí, pasando junto a Trípoli, Beirut,
Sidón, Tiro, Akkon (Acre) y Jaffa. Desde este último punto el ejército se adentró
en el interior de Palestina, ocupando Belén el 6 de junio. Al día siguiente, la van-
guardia del ejército cristiano, seguramente con profunda emoción, pudo con-
templar las murallas de la Ciudad Santa.
El primer asalto a Jerusalén fue repelido a mediados de junio debido a la falta
de máquinas de asedio, cuya construcción comenzó días después, con la ayuda
de materiales desembarcados en Jaffa por una flota cristiana. Algunas visiones
profetizaron que si se ayunaba varios días y se realizaba una procesión alrededor
de la ciudad sitiada, ésta caería en un plazo de nueve días. El 8 de julio los sitia-
dores circunvalaron en procesión la ciudad sitiada. El 13 de julio se inició el asal-
to general, y el 15 de julio las tropas de Godofredo de Bouillon lograron colocar
su torre de asalto junto a la muralla, penetrando en la ciudad y franqueando el
paso al resto de los cruzados. A la conquista de la ciudad le siguió una matanza
de elementos judíos y musulmanes, descrita con bastante crudeza por los cro-
nistas79. Urbano II no llegó a ver el fruto de su prédica: la noticia de la conquista
de Jerusalén llegó a Europa semanas después de su muerte.
Conquistada la ciudad, faltaba decidir quién mandaría en ella, y además recha-
zar al ejército de los fatimíes egipcios, que se acercaba para intentar recuperar la
ciudad. Los señores con chances de ser electos por su peso e influencias eran
Raimundo de Tolosa y Godofredo de Bouillon. El apoyo de la mayoría de los
grupos, salvo lógicamente de los nobles provenzales, se decantó por Godofredo,
quien probablemente generaba más unanimidad que su competidor. No obstan-

79 Cf. Raymond de AGUILERS, RHC Occid., III, 300; Histoire Anonyme, pp. 202-207; Foucher DE CHARTRES, RHC

Occid., III, pp. 357-359.


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LAS CRUZADAS, 1095-1291 411

te, el duque de la Baja Lorena optó por no asumir el título de rey, contentándose
con ejercer solamente las potestades del cargo, probablemente para no enemis-
tarse con el clero latino que aspiraba más o menos discretamente a crear un prin-
cipado eclesiástico en Jerusalén, bajo la égida de un patriarca a ser designado.
Pese a competir políticamente entre sí por el control de los nuevos dominios,
los jefes feudales de la Cruzada no dudaron en cerrar filas en torno a Godofredo
de Bouillon, para derrotar al ejército egipcio fatimí que avanzaba desde el sur,
junto a Ascalón, en agosto de 1099. Con esta importante victoria se consolidaba
la conquista militar y comenzaba la no menos difícil etapa de consolidación polí-
tica de los Estados cristianos en Tierra Santa.
El éxito de la expedición provocó gran entusiasmo en Europa; la Cruzada
continuó predicándose, y no tardó en organizarse una nueva expedición, desti-
nada a quienes debían cumplir con el voto de Cruzada ya realizado, o estaban
deseosos de comprometerse ahora ante el ejemplo de los demás. En 1100 se
organiza una nueva partida integrada por tropas feudales al mando de Anselmo,
arzobispo de Milán; tropas aquitanas encabezadas por su duque, Guillermo IX;
Esteban de Blois y Hugo de Vermandois, quienes habían abandonado la prime-
ra Cruzada y debían cumplir con su voto bajo amenaza de excomunión; el
conde Guillermo II de Nevers y Auxerre; los obispos de París, Laon y Soissons;
el duque Welf IV de Baviera, la margravina Ida de Austria y el arzobispo
Thiemo de Salzburgo. El contingente lombardo del arzobispo Anselmo fue el
primero en partir —otoño de 1100—, y por lo tanto el primero en arribar a
Constantinopla en la primavera de 1101, a donde llegó el resto de los ejércitos
cruzados en el verano de ese año. Una vez en Anatolia, los contingentes, sepa-
rados entre sí, fueron sucesivamente derrotados por una coalición islámica com-
puesta por selyucíes y tropas de Alepo, entre otros, a resultas de lo cual consi-
guieron muy pocos llegar a Tierra Santa y regresar otros a Europa80.
El triunfo de la primera Cruzada desembocó en la creación de una serie de
principados feudales, rodeados de Estados musulmanes (aunque casi siempre en
lucha entre sí)81, en el que también desempeñaron un papel político destacado

80 El mejor relato contemporáneo de esta expedición es la crónica de Ekkehard, abad de Aura, que participó en la

expedición y estuvo en Tierra Santa (RHC Occid., V, 11-40).


81 En lo que respecta a las fuentes desde la perspectiva islámica accesibles para el no arabista, no hay demasiadas:

USAMAH IBN MUNQIDH, An Arab-Syrian gentleman and warrior in the period of the Crusades: memoirs of Usamah ibn-Munqidh
(en el original el título de la obra es Instrucciones por ejemplos, la edición y traducción son a cargo de Philip K. Hitti, New
York, Columbia University Press, 2000). Mucho más difícil de localizar es la edición occidental de Ibn al-Qalanisi,
cronista de Damasco (History of Damascus, 363-555 A.H., by Ibn al-Qalanisi, from the Bodleian MS. Hunt. 125; Beyrut,
Catholic Press of Beyrut, 1908). También hay ediciones bastante difundidas que contienen solamente fragmentos de
cronistas musulmanes, pero que en contrapartida son muy accesibles, como la de F. GABRIELI, Arab historians of the
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412 AURELIO PASTORI

los armenios, cristianos y en general favorables a los cruzados y desconfiados de


Bizancio; el imperio bizantino, que basculó entre apoyar a los cruzados y com-
batirlos incluso negociando con los turcos; y las ciudades italianas, indispensa-
bles por su fuerza naval y su capacidad de transporte pero que cobraron muy
caro sus servicios. En lo que hace a su evolución histórica, la existencia de estos
Estados cruzados en Tierra Santa puede dividirse de manera simplificada en dos
etapas fundamentales: la primera, caracterizada por la existencia de una base
territorial relativamente sólida en Siria y Palestina que logró incluso agrandarse
a expensas de las entidades islámicas vecinas, especialmente del califato fatimí
de Egipto, puede delimitarse entre la conquista de Jerusalén por los cruzados en
1099, hasta la reconquista de la ciudad y de la mayoría del territorio palestino
por Saladino en 1187. La segunda etapa tiene lugar a partir de ese momento y
hasta la desaparición política de los últimos enclaves cristianos en 1291, carac-
terizada por la supervivencia más o menos precaria de algunas ciudades costeras
y su territorio circundante82.
Muy rápidamente se pudo percibir que la nueva conquista cristiana adolecería
de una crónica escasez de fuerzas militares que la sostuviesen. La mayoría de los
integrantes de la primera Cruzada regresaron a Europa luego de la toma de
Jerusalén. Los territorios conquistados eran bastante áridos, en algunos sectores
escarpados y con dificultades para la comunicación interna, y no ofrecían espe-
cial atractivo para quedarse, salvo para algunos pocos. La población campesina
seguía siendo musulmana y en su mayoría hostil a la dominación cristiana. En
este contexto, la organización política e institucional de los nuevos Estados cris-
tianos constituyó un curioso ejemplo de aplicación del sistema feudal en un

Crusades, London, Routledge & K. Paul, 1969 (edición original en italiano). Por último, hay obras de divulgación valio-
sas como la de A. MAALOUF (The Crusades through Arab Eyes, New York, Schocken Books, 1984, de la que hay nume-
rosas ediciones y traducciones, incluyendo la española: Las Cruzadas vistas por los árabes, Madrid, Alianza Editorial,
1989), que no es una edición de crónicas musulmanas estrictamente hablando, sino un relato moderno basado en esas
crónicas. En el Recueil des Historiens des Croisades – Historiens Orientaux ya citado al comienzo se incluye un número
importante de autores musulmanes, como Imad ed-Din y Beha ed-Din Ibn Shedad, indispensables para la época de
Saladino; del siglo XIII, Ibn al-Athir de Mosul, y para la etapa final de las Cruzadas, Abu’l Feda. De todas formas, en
general no está publicada cada obra en toda su extensión, sino solamente las partes de ellas relativas a las Cruzadas.
82 Sobre la historia de los Estados cruzados, las fuentes más importantes para el estudio de las primeras décadas

del siglo XII son las ya citadas crónicas de Foucher de Chartres y Albert d’Aix. A partir de 1127, la fuente más des-
tacada es la obra de Guillermo de Tiro, nacido en Palestina y que fue arzobispo de Tiro. Su obra Historia rerum in par-
tibus transmarinis gestarum (RHC Occid., I, 9-1134; hay traducciones al inglés y al francés), cubre los acontecimientos
de Palestina y Siria hasta 1184. A partir de esa fecha y hasta 1198, la fuente fundamental en este sentido es una con-
tinuación en francés antiguo de la crónica de Guillermo de Tiro, conocida como la Estoire d’Eracles (RHC Occid., II,
1-639). También es importante la correspondencia de los cruzados, de la que hay dos ediciones, la de Heinrich
HAGENMEYER, Epistulae et chartae ad historiam primi belli sacri spectantes: die Kreuzzugsbriefe aus den Jahren 1088-1100.
Hildesheim - New York, G. Olms, 1973 (ed. facsimilar de la original - Innsbruck, Wagner,1901); y la de Paul RIANT,
“Inventaire critique des lettres historiques des croisades”, en Archives de l’Orient Latin, I, París, s.n., 1881, pp. 1-224.
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LAS CRUZADAS, 1095-1291 413

ámbito bastante diferente del de Occidente, que algunos autores han llegado a
calificar de primera experiencia colonial europea83.
Desde el punto de vista de las relaciones exteriores, la estrategia de los nuevos
Estados consistió, por una parte, en llevar sus límites políticos a coincidir con los
geográficos, para facilitar su defensa frente al Islam. Esto implicaba conquistar la
totalidad de las ciudades costeras, en su mayor parte todavía en poder musulmán
en 1099, extender la frontera oriental hasta el desierto conquistando enclaves
musulmanes estratégicos importantes, como Alepo y Damasco, y crear así una
“tierra de nadie” que facilitara la defensa. Por otra parte, se intentó fomentar o
al menos mantener las divisiones existentes entre los distintos vecinos musulma-
nes, apoyando alternativamente a unos y a otros y enfrentándolos entre sí.
En lo que hace a la conquista de las ciudades costeras, a la muerte de Godo-
fredo de Bouillon en 1100, su sucesor, Balduino I (hermano de Godofredo y
señor del condado de Edesa) que asume —ahora sí— el título de rey de Jerusalén,
va a desarrollar una política de expansión relativamente exitosa. Entre 1101 y
1104 conquista varias ciudades costeras, de las cuales la más importante es Acre
(Akkon) por sus fortificaciones y su excelente puerto. En 1109 cae otra impor-
tante ciudad costera, Trípoli, que había sido asediada durante años por el conde
Raimundo de Tolosa sin poder ver su conquista, pues había muerto en 1105; esta
ciudad va a pasar a ser la sede de otro principado cristiano, aunque vasallo del rey
de Jerusalén. Con la conquista de Sidón y Beirut en 1110, el poder musulmán
solamente retiene en la costa las ciudades de Ascalón y Tiro. A la muerte de
Balduino I en 1118, bajo el reinado de su pariente y sucesor Balduino de Bourcq
—con el nombre de Balduino II— tendrá lugar la toma de Tiro en 1124, con la
ayuda de una poderosa flota veneciana que a cambio va a obtener importantes
exenciones fiscales y jurídicas, así como la posesión de un tercio de la ciudad.
Menos exitosos en su conjunto van a ser en cambio el esfuerzo por ocupar
las áreas todavía musulmanas en el interior del territorio hasta el desierto. Alepo
y Damasco no van a ser nunca conquistadas —la segunda Cruzada va a termi-
nar precisamente con un fracaso militar frente a las murallas de esta última ciu-
dad—; en el norte de Siria el principado de Antioquía va a luchar intermitente-
mente con el Imperio Bizantino por la posesión de Cilicia (actual sur costero de
Turquía), y el principado de Edesa va a llevar una existencia bastante amenazada
por la carencia de fuerzas de defensa suficientes, hasta su caída definitiva en

83 Cf. por ejemplo, R. GROUSSET, Histoire des Croisades et du Royaume franc de Jérusalem (3 vv.), París, Plon, 1934. La

muy interesante legislación producida por los Estados cristianos en Tierra Santa, de la cual el exponente más impor-
tante y conocido son los Assises de Jerusalén, está publicada en el Recueil des Historiens des Croisades – Lois, ya citado.
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diciembre de 1144, la que no se produjo antes, porque el Islam también estaba


profundamente dividido políticamente, y fue un espectáculo relativamente fre-
cuente durante la existencia de los Estados cruzados contemplar a un príncipe
cristiano combatiendo a otro, cada uno con un aliado musulmán.
A partir de 1120 va a surgir y desarrollarse en Tierra Santa una nueva institu-
ción que tendrá un papel protagónico desde el punto de vista militar: las órdenes
de caballería. La primera en surgir con carácter militar es la del Templo, fundada
por un caballero de Champaña, Hugo de Payns, junto con ocho compañeros de
armas84. Estos caballeros hicieron los tres votos monásticos, añadiéndole el de
defender a los peregrinos en el camino de Jaffa a Jerusalén. Pese al apoyo decidi-
do del rey de Jerusalén, la recién creada institución tuvo unos comienzos difíciles
en los que al parecer se hizo muy arduo el reclutamiento, y su verdadera expan-
sión comienza recién a partir del apoyo y propaganda que a mediados de la déca-
da de 1120 hace de ella san Bernardo de Claraval; la propaganda particularmente
en su muy mencionado opúsculo De laude novae militiae85, y el apoyo en las gestio-
nes que antecedieron al Concilio de Troyes de 1128, en el que se aprueban ofi-
cialmente los estatutos de la nueva institución eclesiástica. El rey de Jerusalén
otorgó a los templarios el llamado “Templo de Salomón” —la mezquita de Al-
Aqsa— en la ciudad de Jerusalén para que sirviese de cuartel general, de donde
viene su denominación. Los caballeros del Templo se beneficiaron paulatinamen-
te y a partir de la década de 1130 de numerosas exenciones eclesiásticas, sustra-
yéndose rápidamente de la autoridad del patriarca de Jerusalén para colocarse
bajo la autoridad directa de la sede pontificia.
La Orden de San Juan, más conocida como de los “caballeros hospitalarios”
tiene sus orígenes institucionales antes de la primera Cruzada, como un hospital
caritativo fundado por comerciantes amalfitanos en Jerusalén, dedicado a aten-
der a los peregrinos y dependiente de un monasterio benedictino cercano. En
1113 el Papa reconoce autonomía jurídica a la nueva institución, que sigue dedi-
cada exclusivamente a funciones caritativas —las que siempre continuarán man-
teniendo gran importancia dentro de las actividades de la Orden—. Recién en
1136 comienzan a asumir responsabilidades bélicas, recibiendo la custodia de
diversas fortalezas en Palestina; en 1153 reciben una regla basada en la de san

84 La bibliografía sobre la Orden del Templo es por supuesto extensísima; por citar solamente algunas obras entre

las más acesibles: Alain DEMURGER, Vie et mort de l’ordre du Temple, Paris, Éditions du Seuil, 1989; Simonetta CERRINI,
La revolución de los Templarios, Buenos Aires, El Ateneo, 2008; Franco CARDINI, La Nascita dei Templari, Rimini, Il
Cerchio, 1999; S. CERRINI (ed.), I Templari, la guerra e la santità, Rimini, Il Cerchio, 2000.
85 BERNARDO DE CLARAVAL, Liber ad milites templi de laude novae militiae, Obras Completas, vol. I, La Editorial

Católica, 1983, pp. 496-543.


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LAS CRUZADAS, 1095-1291 415

Agustín que refleja sus nuevas funciones, y al año siguiente un privilegio de


exención en línea con el que ya había recibido la Orden del Templo en 113986.
Hacia fines de la década de 1120 comienza a romperse el precario equilibrio
que había permitido el surgimiento y la expansión de los Estados cruzados en
Tierra Santa. Al trono de Mosul accede Zengi, quien poco tiempo después con-
sigue hacerse con el poder también en Alepo. Esto implicaba para los Estados
cristianos la aparición de una amenaza directa por un poder musulmán fuerte.
Las dificultades que debió vencer Zengi antes de consolidar su poder retrasó la
concreción de esa amenaza varios años. En 1143 mueren con diferencia de días
el emperador bizantino Juan II Comneno, y Fulco de Anjou, nuevo rey de
Jerusalén que había contraído matrimonio con Melisenda, hija mayor de
Balduino II, fallecido en 1131. Al frente del reino de Jerusalén quedaban
Melisenda y su hijo menor de edad —futuro Balduino III—. Ni ellos ni
Bizancio estaban por el momento en condiciones de intervenir en los asuntos
sirios, y Zengi aprovechó la oportunidad, poniendo sitio a Edesa y conquistán-
dola en diciembre de 1144.
La caída de Edesa tuvo como consecuencia inmediata la prédica de una nueva
Cruzada por parte del Papa, por ese entonces Eugenio III. En realidad, se ha
discutido bastante si la iniciativa de organizar una nueva expedición correspon-
dió al rey Luis VII de Francia o al Pontífice; en cualquier caso, si hubo un plan
anterior del monarca francés no logró concitar demasiado entusiasmo entre sus
vasallos, y el asunto quedó en manos del Papa, quien se limitó a publicar una
bula de Cruzada —Quantum praedecessores87, inspirada en los argumentos del lla-
mamiento de 1095— el 1 de diciembre de 1145 y en la práctica, a delegar la pré-
dica de la nueva Cruzada en la personalidad eclesiástica más descollante de la
época, Bernardo de Claraval.
Bernardo se dedicó al nuevo encargo con la energía que le era habitual; estaba
en la plenitud de su carrera88 y su prestigio era enorme. Luego de publicada la
bula papal, en la Pascua de 1146 el abad de Claraval predicó la Cruzada a la corte
del rey de Francia, reunida en Vézélay. No se conoce el texto de su discurso; lo
cierto es que su efecto fue notable, y gran número de nobles encabezados por
el propio monarca tomaron la cruz. Según algunos autores, el proyecto papal

86 Sobre la Orden de San Juan, la obra moderna más accesible es J. RILEY-SMITH, The Knights of St. John in Jerusalem

and Cyprus, c. 1050-1310, London, Macmillan – New York, St. Martin’s Press, 1967.
87 EUGENIO III, Quantum praedecessores, PL 180, 1064-1066. Con pequeñas variantes el Pontífice vuelve a promulgar

esta bula el 1 de marzo de 1146.


88 La mejor biografía de Bernardo sigue siendo la ya clásica de E. VACANDARD, Vie de Saint Bernard, Abbé de

Clairvaux (2 vv), París, Librairie Victor Lecoffre, 1920 (1ª ed.: 1895).
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416 AURELIO PASTORI

incluía originalmente una expedición integrada exclusivamente por franceses e


italianos, excluyendo a los germanos y a su monarca, cuya ayuda militar necesi-
taba para poder sofocar la rebelión de Arnaldo de Brescia89 en Roma. Allí, parte
de la población se había levantado contra el poder pontificio y había proclama-
do la república90. Si ese era el plan original, Bernardo se vio obligado a modifi-
carlo cuando un predicador —al parecer, monje cisterciense— de nombre
Rodolfo comenzó a predicar en las ciudades del Rhin una nueva persecución
contra los judíos como paso previo a una auténtica Cruzada a Oriente, al pare-
cer con bastante éxito. Esto podría haber sido el motivo principal del viaje a
Alemania del abad de Claraval, donde se ocupó de neutralizar la acción de este
monje91, heredero espiritual de Pedro el Ermitaño, mientras predicaba al pueblo,
a la nobleza y por fin al emperador Conrado III en Spira, quien al igual que el
rey de Francia —aunque luego de algunas reticencias iniciales— también tomó
la cruz, siendo acompañado por gran número de nobles del Imperio92.
La nueva aparición de una versión anárquica e inorgánica de Cruzada da la
pauta de que paralelamente a la institución “oficial”, predicada por la Iglesia con
la autorización y bendición de ésta, existió siempre la tendencia a la aparición de
expresiones populares con motivaciones más simples, posiblemente basadas en
ideas apocalípticas sin una elaboración intelectual, teórica ni legal acabadas,
expresiones de una religiosidad popular de complejo estudio por la falta de fuen-
tes suficientes, pero de la que sin embargo se nos brindan varios testimonios93.
La prédica en Alemania no fue el único apartamiento del plan original del
Pontífice, si es que éste existió en algún momento. Durante el proceso, parte de
la nobleza alemana manifestó su oposición a marchar hacia Jerusalén, alegando
que mucho más cerca, al otro lado del Elba habitaban los “wendos”, eslavos
todavía paganos, que rehusaban someterse al Imperio germánico y atacaban tie-
rras cristianas, constituyendo por esta razón una amenaza para la verdadera fe,
mayor que los musulmanes. Bernardo aceptó la argumentación, y en su carta
número 457 predica la Cruzada con nuevo destino. En ella se plantea la exten-
89 Sobre Arnaldo de Brescia, cf. por ejemplo A. FRUGONI, Arnaldo da Brescia, Torino, Einaudi, 1989.
90 Partidario de esta teoría es por ejemplo F. CARDINI, Studi sulla storia e sull’idea di crociata, Roma, Jouvence, 1993,
pp. 254-256.
91 BERNARDO DE CLARAVAL, Epistola Nº 363, Obras Completas, vol. VII, Madrid, La Editorial Católica, 1990, 1046-

1049; Epistola Nº 365, Ibidem, pp. 1052-1057.


92 Respecto de la prédica de la segunda Cruzada y su repercusión en la época, uno de los análisis más lúcidos es el

de un artículo ya clásico de G. CONSTABLE, “The second crusade as seen by contemporaries”, Traditio 9 (1953), 213-
279.
93 La obra clásica en este sentido es P. ALPHANDÉRY - A. DUPRONT, La chrétienté et l’idée de Croisade, París, Albin

Michel, 1954-1959 (2 vols.). Hay traducción al español: La Cristiandad y el Concepto de Cruzada, México, UTEHA, 1959-
1962 (2 vols.).
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LAS CRUZADAS, 1095-1291 417

sión, y en cierta medida, una cierta institucionalización de la Cruzada; se prome-


te a quienes marchen a combatir a los wendos, los mismos beneficios espiritua-
les que quienes partieron hacia Tierra Santa, y se dejan asentadas ciertas bases
organizativas para las futuras bulas de Cruzada94. El Papa apoyó —a posteriori—
este desvío de la Cruzada en una nueva bula95.
La nueva Cruzada partió hacia Oriente en 114796, en mayo y desde Ratisbona
el emperador alemán y su ejército; algunas semanas más tarde desde Metz el rey
de Francia y los suyos; a diferencia de la primera expedición, esta vez dos
monarcas encabezaban la expedición. La ruta elegida, terrestre a través de los
Balcanes, estuvo caracterizada por frecuentes choques con el ejército bizantino,
lo cual motivó que a la llegada de los ejércitos cruzados a Constantinopla, las
relaciones con el emperador bizantino Manuel Comneno estuviesen pautadas
por la desconfianza de siempre. Del lado bizantino, la desconfianza hacia
Occidente se veía plenamente justificada por la actitud abiertamente hostil de
los normandos de Sicilia, quienes seguían como en la época de Bohemundo
intentando poner un pie en Grecia. Transportados a Asia Menor por la flota
bizantina, tanto Conrado III como Luis VII repetirán las derrotas de la expedi-
ción de 1101: primero los germanos en Laodicea del Lico en octubre de 1147,
y pocos meses después, en enero de 1148 y en el mismo lugar, los franceses.
Ambos monarcas con sus barones y el clero fueron transportados por la flota
bizantina hacia Palestina, mientras que muchos peregrinos desarmados fueron
masacrados por los selyucíes, y otros regresaron a Europa.
Una vez en Tierra Santa con los restos de sus ejército, los monarcas no logra-
ron mayores avances ni en el campo político ni en el militar. La cuestión central
del esfuerzo militar se vio distraída por temas tales como los conflictos conyu-
gales de Luis VII con su esposa Leonor de Aquitania, a quien el rey acusó de
adulterio con su tío, el conde Raimundo de Antioquía. Finalmente se decidió
atacar Damasco, en una asamblea celebrada en junio de 1148 y en la que parti-
ciparon el emperador germánico, el monarca francés y el rey de Jerusalén
Balduino III, junto con sus principales vasallos y figuras eclesiásticas. Esta elec-

94BERNARDO DE CLARAVAL, Epistola Nº 457, Obras Completas vol. VII, Madrid, La Editorial Católica, 1990, 1216-

1219.
95 EUGENIO III, Divini dispensatione, PL 180, 1203-1204.

96 Los dos mejores relatos contemporáneos de esta Cruzada son Odón de Deuil, que viajó con el ejército del rey

de Francia, y Otón de Freisingen, participante de la expedición del emperador alemán. Del primero la mejor edición
es ODO OF DEUIL: De Profectione Ludovici VII in orientem, Virginia GINGERICK BERRY, ed., New York, Columbia
University Press, 1948. Del segundo, la mejor edición sigue siendo la de Monumenta Germaniae Historica: Ottonis et
Rahewini Gesta Friderici I imperatoris (Scriptores rerum germanicarum in usum scholarum ex Monumentis Germaniae
Historicis recusi), Hannover, Impensis Bibliopolii Hahniani, 1912.
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418 AURELIO PASTORI

ción de Damasco como objetivo militar ha sido sumamente discutida por la his-
toriografía moderna; la mayor parte de los autores sostienen que constituyó un
error estratégico porque enajenó las buenas relaciones existentes con el poder
islámico de la ciudad, contribuyendo a que ésta terminara en poder de Nur ad-
Din, sucesor de Zengi97. De cualquier manera, el intento terminó en un comple-
to fracaso; el sitio de la ciudad, implementado sin demasiada tenacidad, fue
levantado rápidamente, Conrado III regresó a Europa en setiembre de 1148 y
Luis VII en la Pascua de 1149. La decepción en Occidente por el fracaso de una
Cruzada que prometía tanto fue muy grande, y Bernardo de Claraval como su
principal impulsor, se vio obligado a componer una defensa de su actuación,
seguramente porque no le faltaron críticos98.
Tras la segunda Cruzada, la situación política y militar de los Estados cristia-
nos de Tierra Santa se fue deteriorando políticamente, a medida que crecía el
poder de Nur ad-Din, quien en 1150 conquista los últimos restos del condado
de Edesa y en 1154 ocupa Damasco, unificando así toda Siria bajo su mando.
Por otra parte, el reino de Jerusalén atravesó un período de crisis política que
casi desemboca en guerra civil entre Balduino III y su madre la reina Melisenda,
quien desde la muerte de Balduino II había gobernado en calidad de regente.
Superado el conflicto con la imposición de la autoridad única de Balduino en
1152, todavía en 1153 el rey de Jerusalén logró una importante victoria militar
con la conquista de Ascalón, que arrebató al califato fatimí de El Cairo. Una
grave enfermedad que aquejó a Nur ad-Din en 1157 y la intervención del enér-
gico emperador bizantino Manuel Comneno en el norte de Siria, Antioquía
incluida, en 1159, logró un statu quo que mantuvo más o menos sin cambios el
mapa político de la región por varios años más.
Este precario equilibrio político se rompió paulatinamente en la década de
1160, con la decadencia del califato fatimí de El Cairo y la intervención cada vez
más frecuente de Nur ad-Din en los asuntos egipcios, pese a la oposición del rey
de Jerusalén que también intervino en ese país procurando contrarrestar la
influencia del sirio. En 1169 un ejército de Nur ad-Din encabezado por el gene-
ral de origen kurdo Shirkuh se hizo con el poder en Egipto, y al morir poco des-
pués, su sobrino Salah ad-Din (Saladino) ocupó su lugar, nominalmente como
97 Así por ejemplo, H. MAYER, op. cit., pp. 144-145, y S. RUNCIMAN, A History of the Crusades, vol. II,

Harmondsworth, Penguin Books, 1985, pp. 281-283; a favor de la decisión, M. HOCH, “The Choice of Damascus as
the Objective of the Second Crusade: a re-evaluation”, M. Balard (ed.), Autour de la Première Croisade, Actes du Colloque
de la Society for the Study of the Crusades and the Latin East (Clermont-Ferrand, 22-25 junio 1995), París, Publications de la
Sorbonne, 1996, pp. 359-369; mismo juicio favorable en J. RICHARD, op. cit., pp. 177-179.
98 BERNARDO DE CLARAVAL, De consideratione ad Eugenium Papam, Obras Completas, II, Madrid, La Editorial Católica,

1993, pp. 82-87.


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LAS CRUZADAS, 1095-1291 419

visir de Nur ad-Din, aunque en los hechos virtualmente independiente. En 1171


abolió el califato fatimí, reconociendo al califa de Bagdad y reintegrando Egipto
a la ortodoxia sunnita99.
La década de 1170 empeoró aún más la situación de los Estados cruzados.
En 1174 muere Nur ad-Din, y Saladino rápidamente va a hacerse con el poder
también en Siria, unificando así el poder islámico en torno a los Estados cristia-
nos, por primera vez en la época de las Cruzadas. El mismo año muere el rey
Amalrico de Jerusalén, que había sucedido a su hermano Balduino III, muerto
sin dejar descendencia en 1163. Su hijo Balduino, que asume el trono como
Balduino IV, era un joven enfermo de lepra, y esta situación debilitará progresi-
vamente su poder político, precisamente en una época especialmente difícil para
el reino. Por otra parte, en 1176 el ejército del emperador bizantino Manuel
Comneno va a ser aniquilado por los turcos selyucíes en Anatolia, en la batalla
de Myriokephalon. Esta derrota terminó con las pretensiones bizantinas de
influir en el norte de Siria y dejó a los Estados cristianos solos frente al poder
cada vez mayor de Saladino. Todavía éste debió dedicar algunos años más a con-
solidar su poder en Siria, apoderándose de Alepo y Mosul luego de derrotar a
sus gobernantes rivales. Este proceso fue completado hacia 1185, y hasta esa
época no pudo pensar en atacar decisivamente a los cristianos. Saladino logró
aumentar el cerco sobre los cruzados mediante una hábil política diplomática
con Bizancio, donde luego de la muerte de Manuel Comneno en 1180 el partido
pro occidental había perdido poder en la corte.
En estas condiciones, la suerte de los Estados cristianos estaba sellada. En
1185 muere Balduino IV y es sucedido por su sobrino Balduino V, todavía niño,
que muere prematuramente al año siguiente. Suben entonces al trono Sibila, her-
mana de Balduino IV, y su esposo Guy de Lusignan, muy resistidos por parte de
la nobleza del reino, encabezada por Raimundo III de Trípoli, regente durante
el corto reinado de Balduino V. En 1187, aprovechando el ataque a una caravana
perpetrado por un súbdito imprudente del rey de Jerusalén, Saladino declaró
rota una tregua firmada dos años antes e invadió el reino de Jerusalén con todas
sus tropas. Los cristianos convocaron a todas las fuerzas disponibles, apelando
incluso a la leva general, es decir no sólo a las tropas feudales sino a todos los
varones adultos en situación de combatir. Pero todo fue inútil y en la batalla de
Hattin (4 de julio de 1187) el ejército cristiano fue aniquilado. No quedaron casi
tropas cristianas en Tierra Santa, y en los meses siguientes Saladino se apoderó

99 Un útil análisis panorámico del reinado de Saladino, en el contexto de la guerra santa con los cristianos, es el de

M. LYONS - D. JACKSON, Saladin. The Politics of the Holy War, Cambridge, Cambridge University Press, 1997.
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420 AURELIO PASTORI

fácilmente de casi todo el territorio de los Estados cruzados, con excepción de


algunos enclaves que lograron resistir: las ciudades costeras de Antioquía,
Trípoli y Tiro, y algunos castillos bien fortificados en el Norte, como el Krak de
los Caballeros. Con esto se terminaba en los hechos la historia de los Estados
cristianos en Tierra Santa; los enclaves costeros seguirían en manos cristianas
por un siglo más.
La estrepitosa derrota de Hattin y sus consecuencias provocaron la convoca-
toria inmediata de una nueva Cruzada en Occidente; el papa Gregorio VIII
publicó una nueva bula de Cruzada100. En realidad, desde el fracaso de la segun-
da expedición, los Estados cruzados venían reiterando sus solicitudes de ayuda
económica y militar a los monarcas de Occidente, aunque sin éxito. Mientras el
emperador germánico (a la sazón Federico I Barbarroja) se manifestó desde el
comienzo dispuesto, la disputa permanente entre el rey de Inglaterra, Enrique
II Plantagenet, y Felipe Augusto de Francia por el control territorial de Francia
hicieron difícil un acuerdo, que finalmente se logró en enero de 1188.
El primer monarca en partir fue el emperador Federico, en mayo de 1189
desde Ratisbona, por vía terrestre hasta Constantinopla. El viaje y la llegada a la
capital bizantina fue acompañada de los ya habituales roces y desconfianza
mutua entre cruzados y bizantinos, y puso en evidencia además la debilidad polí-
tica y militar del emperador Isaac II Angelos. A fines de abril de 1190 el ejército
germánico cruzaba a Anatolia, y luego de una campaña muy promisoria (victoria
sobre los selyucíes en Iconio a mediados de mayo), el emperador se ahogó al
cruzar el río Salef, el 10 de junio, terminándose en los hechos la expedición ale-
mana. Parte importante de su ejército regresó a Occidente y su hijo mayor
Federico de Suabia condujo los restos del ejército a Tierra Santa.
En cuanto a los ejércitos inglés y francés, en junio de 1189 moría Enrique II
Plantagenet, y su hijo Ricardo Corazón de León asumió el trono y también el
voto de Cruzada101. En julio de 1190 partían ambos monarcas desde Vézélay,
habiendo elegido la vía marítima. Las flotas pasaron el invierno en Mesina, y
entre abril y junio de 1191 desembarcaban ante Acre, conquistada por Saladino
en 1187, por entonces sitiada por los cristianos al mando de Guy de Lusignan
desde hacía casi dos años. En julio caía la ciudad, que volvía así a manos cristia-
nas. A fines de ese mes el rey de Francia emprendió el regreso a Europa, dejan-
do al rey Ricardo como único monarca a cargo de la expedición. Éste permane-

100 GREGORIO VIII, Audita Tremendi, PL, 202, 1539-1542.


101 Se han escrito numerosas biografías de Ricardo Corazón de León; muy recomendable, además de reciente, es
la de J. FLORI, Ricardo Corazón de León. El rey cruzado, Barcelona, Edhasa, 2002.
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LAS CRUZADAS, 1095-1291 421

ció un año más en Tierra Santa, combatiendo a Saladino con suerte variada;
logró recuperar el puerto de Jaffa pero fracasó en dos oportunidades en recon-
quistar Jerusalén. Finalmente, cuando la situación política en su reino hizo impe-
rioso su regreso, firmó una tregua con Saladino en setiembre de 1192 y se
embarcó para Europa a comienzos del mes siguiente102.
El nuevo emperador germánico Enrique VI se mostró desde el comienzo
partidario de un nuevo esfuerzo militar; su interés por Oriente seguramente
tenía algo que ver con el matrimonio de su hermano con la hija del emperador
bizantino. Como sea, se predicó nuevamente la Cruzada en Alemania y se reunió
un nuevo ejército, que aunque no pudo encabezar en persona el Emperador,
partió desde Mesina por vía marítima, logrando la reconquista de Sidón y Beirut
en 1197. La muerte del Emperador ese mismo año impidió extender estos triun-
fos militares103.
El ascenso al solio pontificio de Inocencio III en 1198 modificó la prédica y
organización de las expediciones siguientes. Máximo expositor de la teoría de la
supremacía política del pontificado, Inocencio no concibe la Cruzada como una
expedición a ser dirigida por las monarquías nacionales, sino por la Santa
Sede104. Como consecuencia, su llamamiento se dirige directamente a la christia-
nitas, intentando obviar a los monarcas, y es con ese criterio que proclama una
nueva Cruzada en agosto de ese año105, que reitera al año siguiente106. De la pré-
dica, particularmente importante en Francia, se encargaron el legado Pedro
Capuano y sobre todo Fulco de Neuilly. La prédica de este último estuvo asen-
tada sobre la reforma de las costumbres y especialmente la crítica del lujo y la
usura, con el beneplácito de Inocencio. Esto hizo que la argumentación se foca-
lizara mucho en los pobres como elegidos, en línea con el movimiento cristoló-
gico a favor de la pobreza como imitación de Cristo que desde fines del siglo
XII estaba teniendo mucho auge107.
102 Sobre la tercera Cruzada, los mejores testimonios sobre la actuación de Ricardo I en Palestina son Richard of

London (también conocido por Richard of Holy Trinity), Itinerarium Peregrinorum (MGH SS. 27, 195-218), y el poema
escrito en francés antiguo de Ambroise, L’Estoire de la Guerre Sainte (MGH SS. 27, 532-546). Del lado francés sobre
la campaña del rey Felipe Augusto, la única fuente directa es Rigord, Gesta Philippi Augusti (MGH SS. 26, 288-294).
103 Cf. S. RUNCIMAN, op. cit., vol. III, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, pp. 96-98. Una versión con-

temporánea de esta corta expedición puede leerse en la Estoire d’Eracles ya citada (RHC Occid., II, 228-230).
104 Sobre la posición de Inocencio III frente a los infieles, un buen análisis de su correspondencia es el que hace

G. CIPOLLONE, “Innocenzo III e i sarraceni. Attegiamenti differenziati”, Acta Historica et Archaeologica Medievalia, 1
(1980) 167-187.
105 INOCENCIO III, Post miserabile, PL 214, 308-312; ibid., Plorans ploravit, PL 214, 263-265.
106 INOCENCIO III, Graves orientalis terrae, PL 214, 828-832; Ibid., Nisi nobis dictum, PL 214, 832-835.

107 Su principal exponente fue Petrus Cantor, maestro de Fulco de Neuilly; cf. PETRUS CANTOR, Verbum abbreviatum,

PL 205, pp. 21-528. Hay una edición crítica mucho más moderna, a cargo de M. Boutry, Petri Cantoris Parisiensis Verbum
adbreviatum, Turnhout, Brepols, 2004 (Corpus christianorum. Continuatio mediaevalis, 196).
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422 AURELIO PASTORI

Respondiendo a la convocatoria, y luego de bastantes demoras, a fines de 1199


tomaron la cruz los condes Teobaldo de Champaña y Luis de Blois, el mariscal
de Champaña Godofredo de Villehardouin, Balduino de Flandes y Bonifacio de
Montferrat108. La muerte del conde de Champaña motivó la elección de
Bonifacio de Montferrat como jefe de la expedición, en junio de 1201. Para ese
entonces, desde hacía meses se venía negociando con Venecia el traslado de los
cruzados por vía marítima hacia su destino. Luego de muchas tratativas, se acor-
dó un precio sobre una base estimada de treinta mil combatientes, que luego
demostró ser muy exagerada, y se fijó la fecha de la partida para abril de 1202.
Cuando llegó la fecha prevista, una parte del contingente compuesta por pro-
venzales decidió viajar por otros medios, con lo cual se acrecentó aún más la
diferencia con el número de efectivos inicialmente negociado. Al momento de
embarcarse, los venecianos se mantuvieron firmes en su exigencia de precio por
el transporte, la cual a los cruzados les resultaba imposible pagar, no siendo más
de 11.000 efectivos en total. El dogo veneciano Enrico Dandolo propuso
entonces a los cruzados reconquistar la ciudad de Zara en la costa dálmata, que
el rey de Hungría había arrebatado a Venecia algunos años atrás. Hungría era
cristiana y parte de los cruzados se opusieron, pero el apremio económico los
hizo aceptar los términos venecianos. La flota partió en octubre de 1202 y a
fines de noviembre Zara era conquistada. Al conocer la situación, Inocencio III
excomulgó a los cruzados, pero luego de grandes quejas levantó la excomunión
sobre franceses y alemanes. A toda costa quería el Papa mantener la expedición,
y eso lo hizo ceder hasta límites que después le serían muy criticados109.
Con la llegada del invierno, se acordó aguardar la primavera en Zara. En esas
circunstancias se habría producido la embajada del pretendiente al trono bizan-
tino, Alejo IV Angelos, hijo de Isaac II Angelos, despojado del trono por su her-
mano Alejo III, y a su vez hermano de Irene, casada con el emperador germá-
nico Felipe de Suabia. Los embajadores pidieron que se repusiese en el trono
bizantino al monarca legítimo; a cambio prometieron la unificación con la
Iglesia romana, una elevada recompensa económica para los cruzados y los
venecianos y un ejército de diez mil soldados bizantinos para ayudar a recuperar

108 La fuente contemporánea más importante para el estudio de esta cuarta Cruzada es la de Geoffroy de

Villehardouin, escrita en francés por un integrante noble de la expedición. La mejor edición a la fecha es la de
Edmond Faral: La conquête de Constantinople (2 vols), París, Société d’Edition “Les Belles Lettres”, 1961. El relato de
Robert de Clari, soldado de más baja extracción social participante en el ejército cruzado, es de menor valor; cf.: La
conquête de Constantinople, París, E. Champion, 1924, con edición a cargo de Philippe Lauer. Sobre la base de esta edi-
ción del texto en francés antiguo se han realizado diversas reediciones, acompañadas de traducciones al francés
moderno, al inglés y al italiano.
109 Hans MAYER, op. cit., pp. 265-267.
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LAS CRUZADAS, 1095-1291 423

Tierra Santa. En el seno del ejército cruzado se desató una dura discusión; algu-
nos nobles con Simón de Montfort a la cabeza rechazaron de plano la propuesta
y regresaron a sus tierras. Sin embargo, la mayoría aceptó el nuevo plan, pese a
las protestas y amenazas de Inocencio III, que se enteró tarde del cambio de
rumbo, cuando la flota ya había partido de Zara, en abril de 1203 hacia
Constantinopla, donde arribó a fines de junio. Al mes siguiente se inició el asalto
a la ciudad, pero Alejo III huyó, siendo repuestos en el trono Isaac y su hijo
Alejo IV. El problema fue entonces que, por una parte, Alejo IV no estaba en
condiciones económicas de cumplir con lo prometido y, por otra, que su situa-
ción política se fue deteriorando rápidamente ya que la opinión pública en la
ciudad era abiertamente antilatina. En enero de 1204 se produjo un levanta-
miento, e Isaac y Alejo fueron derrocados y muertos; ascendió entonces al trono
Alejo V, declaradamente antilatino.
Ante este estado de cosas, cruzados y venecianos decidieron cobrarse la
deuda, terminando con el Imperio Bizantino y repartiéndoselo, todo lo cual
quedó consignado en un acuerdo celebrado en marzo de 1204. Al mes siguiente
se produjo el asalto final y Constantinopla fue conquistada por extranjeros, por
primera vez desde su fundación en 325. A la conquista siguieron varios días de
saqueo sistemático, especialmente de objetos de arte y de reliquias de santos,
muy valiosas a los ojos de los occidentales. El territorio bizantino fue dividido
entre los nobles francos y Venecia, y se nombró emperador del nuevo Estado a
Balduino de Flandes110. El nuevo Imperio latino nacía muy debilitado, con un
monarca sin recursos económicos, un territorio dividido en multiplicidad de
señoríos feudales virtualmente independientes y la omnipresencia veneciana sin
la cual nada podía emprenderse. La resistencia griega se agrupó en varias unida-
des políticas, de las cuales la más importante fue Nicea, bajo la dinastía de los
Lascaris. En cuanto a Inocencio III, pese a su oposición al desvío de la expedi-
ción y a la condena inicial por la conquista de Constantinopla, terminó aceptan-
do los hechos consumados, especialmente por la perspectiva de la unificación
de la Iglesia griega escindida desde 1054, y también porque un fuerte Estado
latino en los Balcanes y Asia Menor podría ser un importante apoyo para los
Estados cruzados en Palestina.

110 La cuarta Cruzada ha generado una importante polémica historiográfica, especialmente en lo que hace a la res-

ponsabilidad por su desvío a Constantinopla. Como bibliografía específica se puede mencionar A. CARILE, Per una storia
dell’Imperio Latino di Costantinopoli (1204-1261), Bologna, Patron, 1978 (1ª ed. 1972); A. FROLOW, Recherches sur la déviation
de la IVe Croisade vers Constantinople, París, Presses universitaires de France, 1955; D. QUELLER, The Fourth Crusade: the con-
quest of Constantinople, Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 1997 (1ª ed.: 1977).
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424 AURELIO PASTORI

Al final de cuentas, el Imperio latino resultó un fiasco, y desprovisto de ayuda


occidental sobrevivió de manera cada vez más precaria hasta 1261, cuando
Miguel VIII Paleólogo ocupó Constantinopla sin resistencia, inaugurando la
última dinastía bizantina, que gobernaría el Imperio hasta 1453. Algunos restos
del Imperio latino se mantuvieron más o menos independientes de los bizanti-
nos hasta caer bajo dominio otomano a mediados del siglo XV: el principado de
Acaya en el Peloponeso bajo una dinastía de origen francés; muchas islas del
Egeo bajo control más o menos laxo de las ciudades italianas, fundamentalmen-
te Génova y Venecia, y Rodas bajo control de la Orden del Hospital.
El resultado de la cuarta Cruzada no hizo desaparecer la vigencia de la idea
en Occidente; por el contrario, parecería ser que la extendió, por lo menos en lo
que hace a su contenido conceptual. La institución como herramienta legal e
ideológica comenzó a aplicarse para otras expediciones patrocinadas por la
Santa Sede, aunque no necesariamente contra infieles. En este contexto tendrá
lugar por ejemplo la serie de expediciones iniciadas en 1209 con la prédica de
una bula de Cruzada contra los herejes albigenses (cátaros) de Provenza, que se
va a extender hasta 1229 y que constituirá en los hechos una auténtica guerra
civil entre el Mediodía francés y el norte controlado por la monarquía capeta111.
También va a aplicarse posteriormente el término para expediciones que desde
el punto de vista canónico poco tienen de Cruzada, como la llamada “Cruzada
de los Niños” de 1212, movimiento popular de jóvenes y niños dirigidos tam-
bién por un joven, surgido posiblemente en Renania y Baja Lorena y en
Vendomois, en Francia, que aspiraban a recuperar los Santos Lugares sin recur-
sos económicos ni armas, solamente basados en la fuerza de su fe. Estos grupos
se dirigieron por tierra hacia el sur de Francia e Italia, terminando en distintas
ciudades portuarias como Marsella y Génova; según algunas crónicas, una parte
habría embarcado en Marsella, en navíos de mercaderes que habrían acabado por
venderlos como esclavos en el norte de África; otros regresaron a sus países de
origen en medio de una profunda decepción. De más está decir que este movi-
miento no gozó de la aprobación de las jerarquías eclesiásticas, y nuevamente
aquí hay que reconocer la existencia de una manifestación de religiosidad popu-
lar respecto de la Cruzada que poco tenía que ver con los planes políticos o
posiciones canónicas de la Santa Sede respecto de la Cruzada112.

111Este episodio queda fuera de los alcances de esta síntesis, de acuerdo con lo planteado al comienzo.
112Un análisis bastante detallado del episodio es el de P. ALPHANDERY, op. cit., II, pp. 82-106; este autor hace una
relación bastante pormenorizada de las fuentes de la época que mencionan estos episodios, entre ellos los Annales
Marbacenses, el Anonymus Laudunensis, la Chronica majora de Mateo París, los Annales Spirenses, el Speculum historiale de
Vicente de Beauvais, etcétera.
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Inocencio III no se dio por vencido con el resultado de la cuarta Cruzada. Para
él, el objetivo seguían siendo los Santos Lugares, y en 1213 emite una nueva bula
de Cruzada113. Nuevamente la prédica de la expedición no se dirigió a los monar-
cas más importantes de Europa, sino a la cristiandad en su conjunto; en Francia
estuvo a cargo de Roberto de Courson, y en Alemania de Oliverio de Colonia.
Como en anteriores oportunidades, distintas disposiciones eclesiásticas tendieron
a regular cada vez con más detalle los autorizados a predicar la Cruzada, así como
el contenido de la prédica. El cuarto Concilio Lateranense reunido en 1215 se va
a ocupar de reglamentar la Cruzada mediante un decreto especial114, que se va a
ocupar de una cantidad de detalles, desde la sustitución del voto de Cruzada por
un aporte pecuniario para armar un combatiente, manteniendo la indulgencia
como premio, hasta un impuesto especial sobre las rentas del clero para financiar
los gastos de la expedición. En julio de 1216 muere Inocencio III, pero su suce-
sor, Honorio III, mantuvo los planes de Cruzada. Francia, ocupada internamente
en la Cruzada contra los albigenses, no participó de manera importante, sino que
el peso mayor lo tuvieron austríacos y húngaros, que partieron desde el puerto
de Split en la costa dálmata entre agosto y septiembre de 1217.
Llegados a Tierra Santa, sin un mando militar unificado y dirigido precaria-
mente por un consejo de guerra integrado por los príncipes austríaco y húngaro,
los reyes de Chipre y Jerusalén y los maestres de las Órdenes militares del Templo
y el Hospital, los cruzados no se decidieron a realizar un ataque sobre los terri-
torios islámicos y se contentaron con reforzar algunas de las fortificaciones exis-
tentes. Sólo a la llegada de tropas alemanas a comienzos de 1218 se decidió atacar
Egipto, por ser la sede del poder enemigo. A fines de mayo de ese año el ejército
cruzado atacó Damietta, el segundo puerto más importante del país, el cual fue
conquistado en noviembre de 1219. El ejército se vio reforzado con contingentes
provenientes de distintas partes de Europa y el Sultán egipcio ofreció finalmente
la paz, entregando Jerusalén a cambio de la retirada de Egipto. Sin embargo, el
legado Pelagio, que fiel a la política de Inocencio III actuaba como jefe supremo
de la expedición, apoyado por las ciudades italianas, rechazó los términos de paz
y decidió intentar la conquista de Egipto. En julio de 1220 inició el avance Nilo
arriba. El objetivo probó ser demasiado ambicioso para las fuerzas cristianas, que
fueron rodeadas y derrotadas en Mansura (agosto de 1221) y se vieron obligadas
a abandonar Egipto de acuerdo con los iniciales términos de paz. Fracasó así el
último intento de Cruzada estrictamente “gregoriana”, es decir dirigida directa-

113 INOCENCIO III, Utinam Dominus, PL 215, 1500-1503; ibid., Quia major, PL 216, 817-822.
114 MANSI, 22, pp. 1057-1068.
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mente por el Pontífice a través de su legado, con prescindencia de la figura de los


monarcas europeos115.
La siguiente Cruzada a Oriente sería casi la antítesis del programa gregoriano.
El emperador Federico II Hohenstaufen (1220-1250) intentó llevar adelante una
expedición de este tipo, con medios puramente políticos, lo que un siglo antes
hubiese sido impensable y que aún en su tiempo fue motivo de escándalo y divi-
sión116. Federico había hecho el voto de Cruzada en 1215 pero el Papado, por
ese momento abocado en organizar una Cruzada puramente pontifical, no pres-
tó demasiada importancia a sus intenciones. Muerto Inocencio III y fracasada la
expedición a Damietta, el voto pronunciado por el Emperador fue relevante,
tanto más cuanto el monarca se había vuelto peligroso para la política italiana
del Papado: en efecto, como heredero de Sicilia y al mismo tiempo Emperador
germánico, los Estados Pontificios quedaban así rodeados por las tierras de
Federico. La pugna política por Italia, terminó transformando el voto pronun-
ciado por el Emperador en una herramienta del Papado para intentar presionar
a Federico y alejarlo de los asuntos italianos. Éste por su parte pospuso todo lo
que pudo el cumplimiento de su voto, hasta que en 1227 el papa Honorio III
murió, siendo sucedido por el mucho más beligerante Gregorio IX, quien ese
mismo año excomulgó a Federico por no haber cumplido con su voto. La his-
toriografía moderna no es unánime en sus conclusiones sobre lo que siguió; lo
cierto es que al año siguiente, en una hábil jugada política —o quizá sin otras
opciones porque no lograba pacificar Italia sublevada contra su poder por el
Papado—, Federico II, excomulgado como estaba, tomó la decisión inaudita de
embarcarse hacia Tierra Santa, donde lo esperaba su ejército desde hacía varios
meses. En 1225 el monarca había contraído matrimonio con Isabel, hija del rey
de Jerusalén Juan de Brienne, el cual tuvo que renunciar a la corona jerosolimi-
tana a favor de Federico, puesto que en realidad había estado gobernando en
calidad de tutor de su hija. En este contexto, la llegada de Federico a Acre en
septiembre de 1228 provocó divisiones en los cruzados en Palestina: alemanes,
sicilianos y ciudades italianas apoyaron a Federico, así como la Orden Teutónica;
mientras que templarios y hospitalarios, junto con la mayoría del clero con el

115 Para un análisis más detallado de esta expedición en particular, cf. James POWEL, Anatomy of a crusade 1213-1221,

Philadelphia, University of Pennsylvania Press, 1986. Respecto de las fuentes primarias, las más relevantes son la
correspondencia del cardenal Jacques de Vitry, obispo de Acre, de las que existe una edición crítica, a cargo de R.B.C.
Huygens (Leiden, E. J. Brill, 1960), y que también puede consultarse en la Patrologia Latina (PL 212, 327-476); y la
Historia Damiatana de Olivier de Paderborn, secretario del cardenal legado Pelagio (Tübingen, der Verein, 1894,
Bibliothek des litterarischen Vereins in Stuttgart, Nº 202).
116 La única fuente importante de esta expedición es la crónica de Felipe de Novara, de la cual hay una edición crítica

reciente a cargo de Silvio Melani: PHILIPPE DE NOVARE, Guerra di Federico II in Oriente: 1223-1242, Napoli, Liguori, 1994.
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Patriarca de Jerusalén a la cabeza, se opusieron al nuevo monarca, siguiendo las


instrucciones de Gregorio IX. Aunque no obtuvo éxitos militares de significa-
ción, el conflicto instalado entre los sucesores de Saladino que se habían repar-
tido sus territorios explica el ventajoso tratado celebrado entre el emperador y
el sultán al-Kamil, en febrero de 1229, por el que los cristianos recuperaban
Jerusalén —aunque los musulmanes mantenían la explanada del Templo y la
mezquita de al-Aqsa—, y otros enclaves de importancia simbólica como Belén
o estratégica como Sidón. El acuerdo no obtuvo un reconocimiento unánime ni
del lado cristiano —tanto el Papa como el patriarca de Jerusalén lo condena-
ron— ni del musulmán —tampoco lo aceptaron los musulmanes más ortodo-
xos—. Sin embargo, para Federico implicó un incremento muy importante de
su prestigio. En marzo de 1229 entró en Jerusalén y ese mes se ciñó a sí mismo
la corona de Jerusalén, en la iglesia del Santo Sepulcro. De todas formas, los
acontecimientos en Italia —donde el Papado multiplicaba los esfuerzos por
minar su poder en Sicilia— lo obligaron a embarcarse de regreso a Europa en
mayo de ese año. A su llegada como victorioso un mes después, el Papado tuvo
que avenirse a hacer la paz, levantando la excomunión y reconociendo plena-
mente su soberanía sobre Sicilia. Jerusalén permaneció en manos cristianas
hasta 1244, cuando la unificación política entre los sucesores de Saladino posi-
bilitó un ataque de éstos sobre Palestina que recuperó la Ciudad Santa para el
Islam, esta vez en forma definitiva.
Quizá debido a la noticia de la nueva caída de Jerusalén —aunque las fuentes
nada dicen al respecto— tomó entonces la cruz el más célebre monarca francés
de la Edad Media, san Luis (1226-1270), pese a la oposición de su madre Blanca
de Castilla, quien había ejercido como regente durante su minoría de edad.
Francia era por entonces la única monarquía en condiciones políticas de empren-
der una expedición a Oriente y Luis IX, con su profunda piedad y ascetismo, el
monarca que más que ningún otro encarnó el ideal medieval de Cruzada en toda
su pureza. En agosto de 1248 el rey y su ejército se embarcaron en Marsella y se
dirigieron a Egipto, objetivo de la expedición117. Luego de pasar el invierno en
Chipre, el ejército cruzado desembarcó frente a la costa de Damietta en junio de
1249; el ejército egipcio abandonó la ciudad sin ofrecer demasiada resistencia.
Transcurrido el verano en la ciudad, en noviembre de ese año los cruzados se
pusieron en marcha hacia El Cairo; pero al pretender conquistar la ciudad de
117 Sobre esta expedición, el mejor relato es la biografía del monarca por Jean de Joinville, fiel compañero de San

Luis que lo acompañó en la Cruzada. La edición del texto en francés antiguo más conocida es la de Natalis de Wailly
(1874), de la que se han hecho diversas reimpresiones; cfr. por ejemplo Histoire de saint Louis, París, J. de Bonnot, 1994.
Hay varias traducciones al español.
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Mansura fueron rodeados por el ejército egipcio en el cruce de un afluente del


Nilo, donde fueron completamente derrotados. El rey optó por ser tomado pri-
sionero en lugar de huir en barco. El rescate del rey, prontamente negociado, fue
a cambio de la devolución de Damieta y la retirada de Egipto; por el ejército fran-
cés hubo que pagar un cuantioso rescate, del que se terminó desembolsando la
mitad de lo inicialmente pactado, gracias a un acuerdo de paz entre el rey francés
y el nuevo sultán mameluco que luego de una revolución palaciega en mayo de
1250 había liquidado la dinastía de Saladino, haciéndose con el poder en Egipto.
San Luis no se resignó con la derrota en Mansura, y contra el consejo de sus
barones optó por dirigirse a Tierra Santa, donde permaneció cuatro años,
actuando en los hechos como rey de Jerusalén. Aprovechó este período para
reforzar las fortificaciones de algunas ciudades palestinas y, en 1254, luego de
fallecida Blanca de Castilla, debió regresar a Francia.
Con la partida de san Luis, la situación cristiana en Tierra Santa entró en su
fase final de decadencia, ya que ningún otro monarca europeo demostró un
interés igual en el destino los Estados cristianos; si los cruzados lograron man-
tenerse algunas décadas más en la región fue debido a la entrada en escena en el
Cercano Oriente de los mongoles, muy agresivos militarmente y tolerantes en
material religiosa, que incluso en una primera etapa miraron con simpatía el
Cristianismo, generando en Occidente expectativas sobre su hipotética conver-
sión. Éstos conquistaron Irán entre 1230 y 1233, en 1243 convirtieron la
Anatolia selyucí en un protectorado mongol, y en febrero de 1258 entraron en
Bagdad, liquidando al último Califa abasí. Entre 1259 y 1260 conquistaron el
norte de Siria, Damasco y Alepo, y avanzaron por Palestina hacia Egipto; pero
en septiembre de ese año fueron detenidos por los mamelucos en Ain Yalut.
Esto marcó el fin del avance mongol, que constituyeron una dinastía en Irán y
se convirtieron al Islam en 1295; al mismo tiempo dejaron a los mamelucos
como el poder dominante en Siria y Palestina. El sultán mameluco Baibars, ven-
cedor de los mongoles, quedó con las manos libres para arrebatar a los cristia-
nos la mayoría de los enclaves que todavía permanecían en su poder, lo que rea-
lizó sin grandes dificultades entre 1265 y 1271 con la conquista de Galilea, el
importante puerto de Jaffa y sobre todo Antioquía, la primera ciudad en ser
tomada por los cruzados en 1098 y que hacía ciento setenta años era ininte-
rrumpidamente cristiana.
La fulminante campaña de los mamelucos en Palestina provocó una última
reacción en Occidente por parte de san Luis, quien en 1267 volvió a tomar la
cruz. Pero esta expedición, al parecer inicialmente destinada a atacar Egipto, fue
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desviada por decisión del rey a Túnez, poco antes de su partida en junio de 1270.
La última de las expediciones que reciben tradicionalmente la denominación de
Cruzada terminó en un completo fracaso: san Luis murió de peste durante el sitio
de Túnez en agosto de 1270, y su hermano Carlos de Anjou, que quedó dirigien-
do el ejército, suspendió la campaña en noviembre. Con san Luis se fue la última
posibilidad de una ayuda militar seria y concreta a los Estados cristianos, y en
mayo de 1291, luego de un asedio de un mes y medio, el principal bastión todavía
en manos cristianas fue conquistado por los mamelucos118. En los meses siguien-
tes los restantes enclaves cristianos se entregaron sin ofrecer resistencia. Aunque
por bastante tiempo se continuaron elaborando distintos planes de reconquista
militar de Tierra Santa119, en los hechos las Cruzadas habían terminado.
En conclusión, las Cruzadas fueron un producto notable de una sociedad
feudal caracterizada tanto por la violencia y la guerra como por una profunda
religiosidad, constituyendo en cierta medida una síntesis trabajosa de ambos ele-
mentos. También fueron el resultado de la conjunción del programa gregoriano
de reforma eclesiástica y moral por un lado y de afirmación del poder pontificio
por otro, con la larga tradición medieval de las peregrinaciones; el cruzado fue
un peregrino en armas, integrante de un ejército convocado y dirigido por el
Papa en la persona de su legado. Aunque se las ha asociado con el fanatismo reli-
gioso —a veces con justicia—, no se puede negar que constituyeron también un
punto de encuentro, conocimiento y convivencia, a veces armoniosa, entre cris-
tianos y musulmanes, que duró casi doscientos años. Desde el punto de vista
socioeconómico, si algunos integrantes de la nobleza que tomaron la cruz abri-
garon esperanzas de labrar fortuna económica y política en Oriente, como se
dijo más arriba casi ninguno lo logró, y las expediciones demostraron ser ruino-
sas incluso para la alta nobleza o las monarquías. Quienes sí tuvieron mejor
resultado fueron las ciudades italianas, que hasta el surgimiento del Imperio
Otomano dominaron el intercambio comercial en el Mediterráneo oriental120.
118 Sobre este último período de los estados cristianos en Palestina, la fuente más segura es la recopilación conocida

Gestes des Chiprois, dividida en tres partes, de la cual la última, escrita por un personaje anónimo conocido generalmen-
te como el “Templario de Tiro”, es la más relevante. Cf. Les Gestes des Chiprois, recueil de chroniques françaises écrites en
Orient au XIIIe et XIVe siècles, Genève, impr. de J.-G. Fick, 1887 (Société de l’Orient latin, Série historique, V). Hay una
reimpresión facsimilar reciente: Osnabrück, O. Zeller, 1968.
119 Por citar un ejemplo: Ch. Kohler (ed.), “Deux projets de croisade en Terre Sainte, composés a la fin du XIIIè.

siècle et au début du XIVè.”, en Mélanges pour servir a l’histoire de l’Orient latin et des Croisades, París, E. Leroux, 1906, pp.
516-567. Una enumeración bastante detallada de los distintos proyectos de Cruzada que se suceden a fines del siglo
XIII y el siglo XIV es el de Christiane DELUZ, “Croisade et paix en Europe au XIVe siècle”, Cahiers de recherches médié-
vales, 1,1996, URL: http://crm.revues.org//index2515.html.
120 Las obras de conjunto sobre las Cruzadas son varias, aunque las más voluminosas no son demasiado recientes;

a las ya citadas de S. RUNCIMAN y R. GROUSSET, hay que añadir la monumental obra colectiva dirigida por Kenneth
Setton, A history of Crusades, Madison, University of Wisconsin Press, 1969-1989 (6 vols.).
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