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La crítica desacralizante de la nación, la historia y los héroes en el arte

contemporáneo colombiano1

Ana María Rodríguez Sierra

L a nación, como proyecto inacabado, aparece de manera evidente en el arte


contemporáneo. Este arte retoma las actitudes críticas de Débora Arango y Carlos
Correa, y superpone la realidad a los ideales sobre los que se ha intentado construir la
nación.
En este capítulo mostramos las estrategias y los recursos que usan los artistas actuales
para cuestionar y desacralizar la idea de nación decimonónica; pero antes, consideramos
pertinente hacer una definición y una caracterización del arte contemporáneo en el contexto
local, y exponer las teorías de análisis de las que nos servimos para indagar las fuentes
primarias de investigación, que son las exposiciones y obras efectuadas bajo el marco de la
celebración del bicentenario de la independencia, y otras obras que, alejadas del contexto
conmemorativo, exhiben actitudes reticentes y críticas hacia la nación, la historia y los
héroes.

3.1 Pluralidad ilimitada: definiciones y teoría del arte contemporáneo

Desde la perspectiva filosófica, la posmodernidad es la apuesta, en el arte, por el contenido


en las formas. De hecho, Oscar de Gyldenfeldt declara que “precisamente es la posibilidad
de acceder al significado, de ‘decirnos algo’ lo que da a la obra estatuto de arte” (2008: 30).
Anna María Guasch, complejizando la definición del arte que difiere del moderno,
enuncia como sus rasgos esenciales “la seducción de los márgenes, la diferencia y la
negatividad que proyectan situaciones paulatinamente implicadas en nuevos procesos de
acercamiento a la realidad” (2000a: 10). Esto significa que este “otro” arte acepta las

1 Fragmento de la tesis para optar al título de Doctora en Humanidades de la Universidad Eafit. Historia,
héroes y patria, la desacralización de la nación en el arte contemporáneo colombiano. Ana María Rodríguez
Sierra, 2016.
diferencias, se acerca a la realidad por negativa que parezca, y desdibuja los límites,
porque, ciertamente, según Danto,

[…] la pregunta filosófica sobre la naturaleza del arte surgió dentro del arte cuando los artistas
insistieron, presionaron contra los límites […] cada uno de ellos trazado por una tácita
definición filosófica del arte, y aquello que borraron nos ha dejado en la situación en la que nos
encontramos hoy (1999: 41).

La ruptura con los límites de la pintura, con los límites esteticistas ligados a la idea de
pureza, la disolución de la idea de autor, de originalidad, de la dicotomía arte/realidad, son
la causa del despliegue actual de un arte ilimitado, inclasificable y cuya definición
ontológica trasciende la materialidad de la obra y se ubica en el pensamiento.
De manera que el arte es, en la actualidad, una práctica, necesariamente concebida con
intención artística, cuya única condición validadora es la de poseer un contenido, un sentido
encarnado (Danto, 1994), posible de ser captado e interpretado. La mayoría de las veces ese
sentido es percibido primero por conocedores, críticos o curadores que ponen las obras-
prácticas en circulación a través de instituciones como galerías y museos, o las visibilizan
en los medios de comunicación, dado que un rasgo del arte de hoy es también su
desinstitucionalización, pues los artistas se han tomado las calles, los barrios y otros
espacios no convencionales para exhibir y realizar sus prácticas artísticas.
Asimismo, a la falta de límites y a la desinstitucionalización se suma la pluralidad. Sin
embargo, así como es de plural en sus “formas”, este arte también lo es en su
denominación. Se le ha denominado posmoderno,2 porque parece contradecir la “esencia”
del arte moderno en sus aspiraciones a la belleza, a la pureza, a la originalidad, al progreso
y al buen gusto. También se le llamó poshistórico (Danto, 1999: 39), porque desde su
aparición en los años setenta imperó en él una libertad estética que todo lo permite. La
historia del arte perdió así su carácter validador, dejando al arte entonces fuera del “linde de
la historia”. Por último, se designó contemporáneo (Hanza, 2008: 37), porque es el arte que
pertenece al presente; nos es contemporáneo temporalmente y es un arte solo posible en
este tiempo y en su condición técnica.

2Dice Guasch respecto al término “posmoderno”: “Término controvertido y controvertible que sin duda
emerge de la incapacidad de aproximarse desde dentro a algo que aparentemente contradice lo que es el
propio carácter de la época –la modernidad en suma–” (2000: 7).
Con todo, las distintas acepciones no están exentas de problemas. El término
“posmoderno”, aunque con un uso generalizado en los estudios sobre teoría e historia del
arte, es controvertido. Hal Foster, por ejemplo, considera que algunos teóricos presentan lo
posmoderno como antimodernidad, lo que ofrece una concepción muy reducida del arte
moderno, en la cual lo post- aparece como ruptura categórica que contradice la modernidad.
No obstante, para él esa ruptura no es tan clara y cree que la posmodernidad es “como un
paso adelante en una dialéctica en la que se re-forma la modernidad” (2001: 200). Así, lo
posmoderno sería “algo más” que lo moderno, pero no necesariamente lo contrario.
Por su parte, el término “poshistórico”, acuñado por Arthur Danto (1999), no es tan
controvertido, pero también presenta problemas. Para el teórico, el arte después del pop es
poshistórico, porque supera la historia del arte narrativa; por tanto, él propone la escritura
de una nueva historia del arte, que contemple el sentido filosófico de este. Sin embargo,
hacer una nueva historia del arte sobre un arte poshistórico resulta un tanto paradójico,
razón por la cual, teóricamente, este término no parece ser muy operativo.
Por último, en lo que toca a la acepción “contemporáneo”, se presenta una traba de
anacronismos, ya que no se puede afirmar que todo el arte que se crea en esta época sea en
términos filosóficos “algo más” que moderno. Aún existen algunos artistas
“contemporáneos”, considerados modernistas, que continúan produciendo obras
“modernas”. Pese a ello, la acepción “arte contemporáneo” es la más acogida por la crítica,
la teoría y la historia del arte, sobre todo en el entorno latinoamericano. Esto quizá, debido
a que el término permite tratar los anacronismos como elementos producidos en la
contemporaneidad que se encuentran fuera de las corrientes de pensamiento que imperan en
el sistema del arte actual. Es por ello, entonces, por lo que en esta investigación también
nos acogemos al uso del término, entendiendo como arte contemporáneo al arte que es
“algo más” que moderno, que es plural en todos los sentidos, ilimitado, cuyo carácter
artístico se funda en su sentido metafórico significativo y se ubica en el campo cultural y la
realidad.
En Colombia, algunos académicos fundados en teoría, crítica e historia del arte también
han reflexionado sobre los rasgos presentes en el arte contemporáneo producido en la
especificidad cultural del país. Carlos Arturo Fernández (2007) reafirma el total pluralismo
y tolerancia como característica principal; Efrén Giraldo (2008) agrega, como aspectos que
son a la vez propios de las prácticas contemporáneas y pruebas del rebasamiento del
modernismo nacional, entre otras cosas, el uso de imágenes y lenguajes como respuesta
crítica, el giro desde la estética hacia lo cultural, la profundización de la ubicación cultural,
el acercamiento a la historia del arte como base de datos, la relación con la cultura popular
y el cuestionamiento de la relación entre centro y periferia. A estos rasgos prácticos se
suman los rasgos filosóficos que identifica Carlos Alberto Ospina (2008) y que contemplan
el regreso del arte a la naturaleza, pero ya no imitada, sino diseñada, lo cual produce una
revalorización de lo artificial. Y dado que la obra de arte no es algo útil o un medio de
imitación de lo real, puede ser bella o fea, se trata de obras y nada más. Otro signo de lo
contemporáneo es la consciente destrucción de la belleza y la desvalorización del deleite
estético; esto garantiza su pluralidad y la inadmisibilidad del arte puro: todo está permitido,
aunque, advierte el filósofo, no todo debe ser aceptado como arte (Ospina, 2008: 156).
Con base en lo mencionado hasta aquí, desde la definición de arte y de la delimitación
teórica que permite entender qué es el arte contemporáneo en el propio espacio cultural y
en la temporalidad actual, hemos delimitado las fuentes de investigación, asegurándonos de
que estudiamos obras que encajan en lo que se ha definido como arte contemporáneo y que
participan de la atmósfera teórica que envuelve al arte actual. Además, teniendo en cuenta
que el objetivo de la investigación es explicar las relaciones que el arte contemporáneo
plantea con los discursos históricos, la nación y los héroes patrios, hemos elegido obras que
de manera explícita contienen elementos relacionados con los temas de investigación; obras
críticas, contestatarias y que cuestionan la idea de nación heredada de historias heroicas,
cimentada en unos símbolos, en unos héroes y en unos discursos históricos que ya no
parecen ser representativos de esta nación llamada Colombia, cuya realidad ha fijado otro
tipo de referentes y que el arte usa para confrontarla.
Ahora bien, teniendo en cuenta que las obras objeto de estudio concuerdan con el
aparato teórico propio del arte contemporáneo, para analizarlas se requiere una estructura
teórica que tome en cuenta su carácter contemporáneo, posmoderno, poshistórico. Por eso,
para el análisis de las obras, nos servimos principalmente de la guía que ofrece Thomas
McEvilley en “Sobre la manera de disponer nubes” (2007). En ese texto, McEvilley
argumenta la necesidad de indagar por el contenido, insiste en la imposibilidad de separar
el contenido de la forma, contradiciendo la doctrina formalista del arte moderno que
declaraba al arte carente de significación y de relaciones exteriores a las obras. Para el
teórico, el contenido y la significación es lo más importante en las prácticas artísticas
contemporáneas y aquello por lo que debe indagar quien decida estudiarlas (2007: 105).
McEvilley concibe que la única manera de “decir algo que sea más que una descripción es
una atribución de contenido”; por tanto, ofrece como vías para adentrarse en él, enfocarse
en trece elementos que lo revelan: 1) los suplementos verbales dados por el artista, 2) los
medios de creación, 3) el material de confección de la obra, 4) su escala, 5) su duración
temporal, 6) el contexto que circunda a la obra, 7) el contexto para el que fue hecho la obra,
8) persistencia en el tiempo, 9) la relación que aquella plantea con la historia del arte, 10) la
tradición iconográfica en la que se inscribe, 11) sus propiedades formales, 12) los gestos
actitudinales que contiene o provoca y, por último, 13) las respuestas biológicas o
psicológicas que pretende generar. Aunque no todos los elementos pueden estar presentes
en todas las obras, dirigir la atención hacia los que sí aparecen permite aprehender el
contenido de estas o revelar, en los términos de Arthur Danto, sus “sentidos encarnados”
(1994).
Sumada a la teoría de McEvilley, para el análisis de los recursos de los que se sirven los
artistas en sus obras también haremos uso de la teoría de análisis metafórica, desplegada
por Elena Oliveras (2007) en su texto titulado La metáfora en el arte. Retórica y filosofía
de la imagen. En este libro, la autora establece que “toda obra de arte es esencialmente
metafórica. Lo es, justamente, por su poder de expresar o connotar, en tanto emergente del
mundo en que nace, los rasgos característicos de éste” (2007: 127). Así pues, asumimos que
las obras de arte que analizamos finalmente son metáforas que “expresan y connotan”
peculiaridades de la sociedad y la cultura colombiana.
Con base en estos elementos teóricos, que permiten ver el contenido de las obras de arte
contemporáneas, nos adentramos en el estudio de las fuentes de investigación, a fin de
develar la forma en que estas aluden a la historia y a los héroes patrios, desacralizan la
nación y, en algunos casos, la presentan como a un proyecto inacabado. Muchas de estas
obras contemporáneas retoman otras obras emblemáticas referidas con anterioridad, así
como a los símbolos patrios o la apariencia estética de obras realizadas en el siglo XIX y
principios del siglo XX.
Para comenzar, centramos el estudio en el análisis de algunas obras realizadas por los
artistas que marcaron en el país una ruptura definitiva con el modernismo.

3.2 Beatriz González, Bernardo Salcedo y Antonio Caro, los inicios de la crítica
desacralizante

En los años sesenta, el arte abstracto estaba a la orden del día. Con excepción de Fernando
Botero y Enrique Grau, los más denotados artistas indagaban las posibilidades expresivas
de la pintura no figurativa. Guillermo Wiedemann, Alejandro Obregón, Eduardo Ramírez
Villamizar, Juan Antonio Roda y Edgar Negret se alzaban como figuras prominentes del
arte moderno nacional. Pero estos artistas colombianos, a diferencia de los modernos
estadounidenses, no se centraban solo en el subconsciente y en su relación personal con el
lienzo; ellos, como indica Carolina Ponce de León, plantearon “una especie de exaltación
romántica marcada por frecuentes referencias culturales, míticas, precolombinas y
geográficas” (1988: 13); hicieron un arte que, como dijera Efrén Giraldo,

[…] en un hábil proceso de transferencia e interacción [iba] de lo artesanal a lo artístico, de lo


específico a lo múltiple, de lo ancestral a lo contemporáneo, de lo local a lo global, en un juego
de ida y vuelta que debe tanto al mundo popular como al circuito de lo que hasta hace poco
entendíamos por “alta cultura” (2013: 14).

Esas características presentes en las obras de los mencionados artistas les ganaron el aval
de la entonces cabeza de la crítica de arte en el país, Marta Traba. Ella consideró que el
modernismo expresado por estos artistas colombianos, marcado por esas referencias a la
cultura local, era “ubicado” (1973: 246), es decir, estaba anclado a su contexto social,
histórico, cultural, distinto del expresionismo abstracto norteamericano, al que percibía
vacío, carente de sentido, supeditado a la “inmediatez del ver” (1973: 248).
Sin embargo, paradójicamente, desde esa misma ubicación en la historia y la cultura se
perfilaron, en la misma época, nuevas maneras de abordar el arte, que pretendían superar el
formalismo “ubicado” modernista. Algunos artistas comenzaron a cuestionar las bases
filosóficas sobre las que se había erigido el modernismo (Danto, 1999). La idea de
originalidad, la idea de autor, el buen gusto, fueron nociones que empezaron a ser
polemizadas desde las obras de arte mismas.
Las pinturas de Beatriz González son un primer antecedente de la aparición de este otro
arte, que también trazó los bordes de una relación conflictiva entre la historia, la nación y
los héroes patrios.

3.1.1 Beatriz González

Beatriz González nació en la ciudad de Bucaramanga, en 1938. En 1959 ingresó a la


Facultad de Artes de la Universidad de los Andes; fue alumna de Marta Traba, Juan
Antonio Roda y Carlos Rojas. En 1965 ganó el premio especial del XVII Salón de Artistas
Colombianos con la obra Los suicidas del Sisga. A partir de ese momento fue reconocida
como una de las artistas más representativas del arte colombiano.
Desde sus inicios contó con el favor de Marta Traba, quien en múltiples textos apoyó y
defendió la obra de su talentosa alumna.
Aunque a lo largo del tiempo la artista ha diversificado sus intereses temáticos, en
términos plásticos su obra no ha tenido cambios substanciales. Excluyendo las primeras
obras relativas a La encajera de Vermeer, en las que Beatriz González rozó la abstracción,
su obra posterior consiste en representaciones figurativas en las que el espacio se articula
mediante formas planas y recortadas; la imagen unitaria se configura a partir de planos de
color ensamblados, que hacen de los cuadros simplificaciones visuales en los que
predominan figuras escuetas, casi sin sombra, saturadas con colores estridentes.
Desde la ejecución de la obra Los suicidas del Sisga, Beatriz González adoptó como
estrategia creativa y conceptual el uso de imágenes sacadas de diarios, de crónica roja o de
páginas sociales. Esta fue una tendencia que cobró mayor relevancia durante los años
setenta en Estado Unidos. Algunos artistas como Robert Longo, Sherrie Levine y Cindy
Sherman centraron sus obras en la crítica de la representación y en la concepción de
imágenes a partir de otras (Guasch, 2000: 342). Al parecer, Beatriz González coincidió en
su concepción filosófica del arte con estos artistas norteamericanos, quienes al mismo
tiempo que ella estaban produciendo obras que se apropiaban imágenes sacadas de los
periódicos, los cómics o de la historia del arte. A las imágenes sacadas de los diarios locales
y simplificadas litográficamente –y que en algunos casos correspondían a reproducciones
de grandes obras de arte–, González las pasaba al lienzo o a alguno de los inusuales
soportes que solía usar como marco de sus pinturas. Espejos, toallas, camas metálicas, cajas
de galletas, televisores, mesas y otros muebles pasaron del pasaje Rivas al taller de la
artista, para “contar otras historias” (Rubiano, 1990: 4) que, según Marta Traba, “encausan
la subversión de su pintura por la comedia de las irrisiones, [con el] objetivo de trastocar el
sentido aparente en busca de lo oculto por las convenciones o los mecanismos represores”
(1978: 38). Esto quiere decir que Beatriz González, en el doble juego que implica el hacer
uso de imágenes masificadas y plasmarlas en soportes extraídos del repertorio de la cultura
popular, subvierte las normas del arte elevado, lleva lo popular al nivel de lo culto, se ríe de
la pretendida superioridad del arte asentado en el gusto de una élite.
Álvaro Robayo y Carolina Ponce de León coinciden en que el fenómeno del gusto tiene
un rol especial en la obra de Beatriz González. Robayo piensa que su producción se
construyó en “la más estridente disonancia con los parámetros [del buen gusto],
constituyéndose así en la mayor burla que ha producido la cultura colombiana a este eficaz
mecanismo de exclusión” (2001: 55). Por su parte, Ponce de León, aunque ratifica el gesto
de burla, cree que más allá de disociar el buen gusto del malo, lo culto de lo popular, lo
bonito de lo feo, el gusto es para Beatriz González “un modo de apreciar las cosas” (1988:
19), una forma de ver que le permite descubrir cómo se aprecian las obras o, de acuerdo a la
percepción de Carmen María Jaramillo, “una mirada sobre diversas miradas” (2005: 18).
Por tanto, la noción de gusto se percibe en la producción de la artista como un hilo
conductor de su búsqueda plástica, una guía visual, una filosofía del arte que busca revelar
“la imagen profunda de un país” (Traba, 1978: 33), dirimiendo dicotomías culturales,
aspectos todos que le dan coherencia a su obra y le han permitido a la artista mantenerse
vigente a lo largo del tiempo.
Beatriz González, en una entrevista realizada por Germán Rubiano en 1990, aseveró que
su obra puede dividirse en dos etapas y la línea divisoria la marcó nítidamente la toma del
Palacio de Justicia por el grupo guerrillero M-19, en 1985. Ese acontecimiento significó,
para la artista, el “término de la risa” (1990: 6). A partir de ese momento, su trabajo se
afianzó en un tema que antes tocaba circunstancialmente: la realidad política y social
colombiana. Quiso entonces convertirse en una “pintora de historia” (1990: 6), para volver
a narrar, acorde con su estilo, episodios del violento acontecer del país.
En esta última etapa produjo series de ahogados y de mujeres llorando, como Máteme a
mí que ya viví (1996) o Las Delicias (1997-1999), en lamento de las innumerables muertes
causadas por la violencia. Con otras obras como La pesca milagrosa (1992) o Parasol
político (1992), González cuestionó la actitud impávida de los colombianos ante esa
violencia, así como la postura “hipócrita y mentirosa” de la clase política.
Sin duda alguna, la extensa obra de Beatriz González3 está llena de sentidos, de temas,
de elementos posibles de análisis; mas, conforme con la tarea que nos incumbe, es
necesario prestar mayor atención a la época de la risa. Esta es, según Germán Rubiano, la
época en la que “el humor, la ironía y el sarcasmo [aparecen] como herramientas críticas
con las que [Beatriz González] se refiere al entorno y a la representación que se ha hecho
de él” (1990: 16).
La artista, en esa etapa, analizó en su pintura los modos de apropiación de las imágenes,
las sacó de la historia del arte y las devolvió al ámbito artístico como un comentario sobre
el gusto anónimo y popular que ajusta las imágenes a su escala cotidiana y doméstica. Así,
dice Carmen María Jaramillo, González “ironizó la sacralización de la historia del arte
universal” (2005: 22); pero, hay que añadir, también ironizó la historia del arte local,
colombiana.
Precisamente fue lo que hizo Beatriz González cuando, en 1967, pintó Apuntes para la
historia extensa de Colombia I y II (1967), (véase figura 13). El XIX Salón de Artistas
Colombianos le otorgó el segundo premio a su obra, pese a que la imagen de Bolívar
suscitó una gran polémica, en la que incluso se acusó a la artista de plagiar a Pedro José de
Figueroa.

3 La obra de Beatriz González ha sido ampliamente estudiada; el análisis más completo se encuentra en el
texto de Cotter et al. (2005). Allí se reúnen diversos artículos de varios autores que examinan la obra de la
artista desde los que se consideran los puntos clave de su producción. En la parte final, Carolina Vanegas
presenta una cronología que incluye una completa bibliografía sobre los muchos textos que tratan sobre
Beatriz González. Aquí retomamos solo lo que se considera pertinente dentro de su producción, para
referirnos a la historia, la nación y los héroes patrios.
Figura 13 Beatriz González, Apuntes para la historia extensa de Colombia I y II, esmalte
sobre lámina de metal, 100 × 80,8 cm, 1967
Fuente: Cotter, Holland et al. (2005). Beatriz González. Bogotá: Villegas editores, p. 20.

Ante las críticas suscitadas por la obra de González, Marta Traba salió en su defensa
diciendo:

[…] los confusionistas y los ignorantes se han complacido esta vez en hallar en seguida un
motivo de escándalo; el plagio que Beatriz González cometió intentando su Retrato de Bolívar.
Es inútil que ella explique que, como casi todas sus obras, lo sacó de una fotografía de
periódico, que cite en su ayuda las innumerables versiones modernas de obras de siglos
anteriores hechas por todos los artistas desde Picasso hasta Botero. Abella muestra en
televisión las fotografías, el Bolívar de Figueroa y el Bolívar de Beatriz González y desde ese
momento en adelante, frente a dos imágenes cuyos motivos y soluciones son diametralmente
distintos, Beatriz González será una plagiaria. […] No solo hay que afirmar que Beatriz
González no es una plagiaria; hay que afirmar que si su obra se destaca netamente entre la
tendencia general de los jóvenes por llegar a síntesis de diseño y al empleo violento de colores
planos, es porque ella tiene una estructura conceptual que le da peso y densidad mientras los
demás flotan en una alegre epidermis del arte gratuito y no logran más que divertir o, en último
caso, seducir por la facilidad (1990 [1967]: 150-151).

Al parecer, se produjo un escándalo porque algunos interpretaron, de manera un tanto


ingenua, la obra de González y pensaron que la artista solamente había traducido a su estilo
pictórico una obra de vieja data. Según mencionó Marta Traba, fue el caso de Arturo
Abella, historiador y presentador de televisión, quien comparó públicamente las dos
pinturas para demostrar el plagio, pasando por alto el proceso de creación de la obra y sin
tomar en cuenta la estructura conceptual y la intención irónica y humorística que la regía.
En cambio, el crítico Mario Rivero, aunque sí captó el sentido irónico y la intención
provocadora de la artista, le atribuyó una “esterilidad creadora” y consideró a sus
medallones “una obrita rosa”, “sin trascendencia”, que no tenía tras sí la “reflexión, el
trabajo intenso y el esfuerzo” suficientes (Rivero, 1990 [1967]: 151).
Estos comentarios ocasionados por la obra de González dejan entrever las características
concernientes a la crítica de arte en el país de la época. Estos puntos de vista contrastantes
comprueban que, en el campo de la crítica en los sesenta, como lo enuncia Efrén Giraldo,

[…] no solo ha[bía], una mayor profesionalización y un discurso de razones más


argumentadas, sino también una apertura a la pluralidad de opiniones, que en algunos casos
[…] acababan por ser solo textos de acusada agudeza verbal, pero carentes de fondo analítico
[…] que buscaban captar la opinión pública por medio del escándalo […], [esto] quizás fue una
consecuencia de la estabilización del sistema del arte como un fenómeno de sociedad (2007:
87).

Giraldo muestra que solo hasta los años cincuenta la crítica de arte comenzó a ser una
actividad recurrida y relevante en el país. En la década siguiente, refiere la cita, críticos
expertos como Marta Traba y Walter Engel discurrían sobre arte, junto a escritores como
Mario Rivero, proveniente de los terrenos del periodismo y la literatura, o como Arturo
Abella, historiador, pero también personaje televisivo. Este hecho prueba la importancia
que había adquirido el arte en el país, pues era un tema de interés para los medios masivos
de comunicación, aunque a veces tratado de un modo un tanto espectacularista. Esta
atención mediática prueba que el arte había alcanzado el rango de elemento esencial de la
cultura y que había ocurrido en la sociedad colombiana la consolidación del sistema
artístico que, entonces, comenzó a expandir sus límites.
La consolidación del sistema del arte tuvo consecuencias adversas en el campo de la
crítica. La pluralidad de opiniones dejaba lugar a polémicas como la suscitada por la obra
de Beatriz González. El texto que escribió Marta Traba en defensa de su alumna era un
llamado de atención a los críticos para que tomaran en cuenta “la estructura conceptual”
que regía la obra de los artistas. En el caso particular de Apuntes para la historia extensa de
Colombia I y II (en adelante, Historia extensa), González se había apropiado otra imagen y
había entablado con ella una relación intertextual, herramienta acogida por el arte
occidental y que en Colombia ya había sido aplicada por Botero en su Homenaje a
Mantegna (1958), obra sobre la cual Traba había escrito una acuciosa crítica (1990 [1958]:
85). En los términos de esa relación, Botero citó a Mantegna, pero González no citó a
Figueroa, sino a la reproducción litográfica de la obra de Figueroa. La artista se apropió la
imagen impresa en el periódico, porque le interesaba reflexionar en su pintura sobre los
procesos de circulación y de apropiación popular de las imágenes.
Marta Traba, a diferencia de Rivero y Abella, entendía que, aunque las diferencias entre
la obra de González y Figueroa eran estéticamente evidentes, la divergencia radical entre
ellas estaba en el concepto, en el significado. Desde que hiciera el análisis de la obra de
Botero, Traba introdujo la pregunta por la relación entre forma y contenido en el arte
nacional (Giraldo, 2007: 8), una pregunta que el modernismo, sumido en el
abstraccionismo, acabó respondiendo a favor de la forma, descartando el significado quizá,
de modo tan excesivo, que la misma crítica terminó considerándolo “facilista” y “gratuito”
según se ve en el texto citado líneas arriba. Resulta coherente que precisamente Beatriz
González rompiera por vez primera con el formalismo modernista, dotando a sus obras de
sentidos posibles de ser interpretados en relación con la cultura y con la historia del arte,
más allá de realizar, en sus obras, un despliegue óptico. Con ese gesto, la artista se
catapultó como figura precursora del arte contemporáneo en el país.
Beatriz González propuso algo nuevo. Su apuesta por el significado en Historia extensa
es una nueva mirada al héroe, desacralizado, ridiculizado como objeto fetiche repetido
innumerables veces. La artista retomó la representación del héroe y la convirtió en un icono
reducido a sus rasgos mínimos, tal y como hace la cultura popular, que condensa la
Historia extensa en una o dos imágenes frecuentes, cotidianas. De acuerdo con Álvaro
Robayo, estos héroes criollos “responden a una imagen prefabricada de éxito o de grandeza
llena de solemnidad y ajena a la expresión de valores humanos reales” (2001: 57), razón
por la cual Marta Traba creía que los héroes pintados por González eran “más cercanos a
nosotros”, “más verdaderos” (1969), pues estos son hombres desprovistos de su carácter
mítico, pintados con los colores chillones de la cultura provinciana.
También es cierto que esta obra, aparte de desacralizar el héroe como se dijo antes,
desacraliza la historia del arte, particularmente al subvertir la idea de original. Este recurso
de la artista es más evidente en obras como Diez metros de Renoir (1978) o Mural para
fábrica socialista (1981).4 Sin embargo, en la Historia extensa se revela esa ironía que no
solo consiste en tomar la obra de Figueroa y plasmarla en una lámina de metal, sino que al
extraerla de una fotografía de periódico hay una reflexión sobre la “reproducción
mecánica” (Benjamin, 2003) de la pintura. De manera que, teniendo en cuenta que Beatriz
González pintó la imagen impresa en el periódico, su obra sería una copia de la copia; con
ella se mofó de la idea de lo original en el arte, trayendo a colación el problema
benjaminiano de la reproducción mecánica de las obras (Benjamin, 2003). La pintura de
Beatriz González es una cita que, en términos plásticos, sintetiza la obra de Figueroa, y en
términos culturales la amplía, porque en ella están implícitos los procesos de circulación y
de apropiación de la imagen. Así, la artista complejizó la historia del arte, comentándola en
código cultural, y la desacralizó, en el sentido de que evidenció que una vez la obra circula
y es apropiada socialmente, ya no le pertenece al autor, le pertenece a la cultura, y eso es lo
que González pinta.
Historia extensa no fue la única obra en la que González comentara plásticamente la
historia del arte local o pusiera en entredicho la heroicidad de los próceres y sus históricas
representaciones. Lo hizo de nuevo en 1973, con su obra Mutis por el foro, en la que citó la
obra de Pedro Alcántara Quijano, Muerte del libertador (1930). A esta obra la enmarcó
González en una cama metálica, porque, dijo ella: “Bolívar muerto, ¿no es mejor que
repose en una cama?” (Traba, 1978: 65). Nuevamente, la artista se apropió de una pintura
histórica, y con su excéntrica plástica estampada en un marco estrafalario, ironizó la
historia del arte local y se rió de los héroes patrios. En esta pintura con la cama-marco
enfatizó la muerte del prócer, su desaparición. Luego, en 1974, entre un conjunto de
serigrafías, González produjo Lesa Majestad (véase figura 14), una nueva versión del
fresco Bolívar y el Congreso de Cúcuta (1948) (véase figura 6) pintado por Santiago
Martínez Delgado en el Capitolio de la República.
La obra aludida no es una obra cualquiera. Páginas atrás 5 hablamos de la importancia de
la obra de Martínez Delgado y referimos que fue encomendada por el Gobierno para
reemplazar el cuadro Batalla de Boyacá (1926) (véase figura 5), un tríptico de Andrés de
Santamaría a quien también se le había encargado la obra que resultó ser, para el Gobierno,

4 Al respecto, véase Jaramillo (2005).


5 En el capítulo 2, apartado “Pintar el pueblo: la decoloración de los héroes patrios”.
demasiado simple, carente de talante heroico e ineficaz para el estímulo cívico. La obra de
Martínez Delgado fue requerida para suplir las falencias del tríptico de Andrés de
Santamaría y, por ello, señalamos, fue pintada con rigor estético, patriótico e histórico.
Desde nuestra perspectiva, Lesa Majestad es una estruendosa burla. El título (que
supone el agravio a la majestad representada), los colores, el formato tipo “caramelo” de
álbum popular, tejen una red burlesca, paródica, del fresco de Martínez Delgado, una burla
al fresco, a su historia y a la historia como discurso.
Es poco probable que esta imagen fuera extraída de un periódico. El fresco del Capitolio
no es una obra que circule ampliamente, como otros retratos de los héroes; puede ser una
pintura que esté al margen de los procesos de apropiación y circulación. Sin embargo,
aquella sugiere otro juego interesante: Historia extensa es una representación de una
representación, que puede leerse como el reemplazo del reemplazo, una obra “agraviante”
del fresco de Martínez Delgado que desagravia la obra de Santamaría, dado que es un
reemplazo mínimo, cortado, escueto, que omite todos los detalles que avalan el rigor del
fresco del Capitolio. Ni los uniformes, ni las medallas, ni siquiera los rostros de los
próceres son reconocibles; son cuatro figuras sacadas de contexto, psicodélicas, chonetas,
que solo tienen en común con el fresco las poses y la disposición del espacio. La serigrafía
parodia la obra de Martínez Delgado, se ríe de su afanado rigor, se ríe de la obra y de los
héroes, que una vez más se desmitifican al ser resumidos en unas simples figuras
masculinas coloridas y sin profundidad.
Figura 14 Beatriz González, Lesa Majestad, serigrafía, 35 × 20 cm, 1974
Fuente: GACETA (11 de julio del 2014). El arte crítico de Beatriz González. El País.com.co. Recuperado de
http://www.elpais.com.co/elpais/cultura/noticias/arte-critico-beatriz-gonzalez

En cuanto a la burla hacia la historia como discurso, hay que decir que la artista es una
gran conocedora; su interés en la historia del arte no ha sido solo plástico, sino también
académico y curatorial. Beatriz González sabe muy bien que las historias patrias
decimonónicas, sobre las cuales se fundó nuestra idea de nación, fueron creadas en torno a
los héroes. De ahí que, al desheroizarlos, ponga también en entredicho esos relatos
fundacionales que cuentan la historia como las peripecias de los prohombres
independentistas.
En esta obra, que no ha sido analizada críticamente ni ha circulado de manera masiva, se
revela el profundo conocimiento que tiene la artista de la historia que se sale de los cuadros.
Inscribe también a la Historia (con mayúscula) a la “subversión por la comedia de las
irrisiones” (Traba, 1978: 38), riéndose de los empeños de los gobernantes por prolongar
esas historias heroicas, pomposas, patrióticamente elitistas, que fueron y continúan siendo
representadas en el fresco de Martínez Delgado.
Lesa Majestad es, sin duda, una carcajada ruidosa. El hecho de que González sea,
además, historiadora del arte, les da un mayor peso crítico e irónico a sus obras. La artista
se ríe y desvirtúa asuntos sobre los que tiene un conocimiento profundo. Por ejemplo, la
alusión a Bolívar y el congreso de Cúcuta (1948) adquiere un mayor peso crítico si se tiene
en cuenta que ella ha sido una acuciosa estudiosa de la vida y obra de Andrés de
Santamaría, de modo que sabía muy bien que el fresco reemplazó al cuadro Batalla de
Boyacá.
El reconocimiento del conocimiento previo de la artista acerca de los detalles ligados a
la producción de la obra de Martínez Delgado acentúa la burla realizada por la artista
mediante Lesa Majestad, que incluso en el medio de creación (McEvilley, 2007) usado
minimiza la importancia y la grandilocuencia del enorme fresco. González ironiza,
desacraliza y se ríe de una historia del arte que conoce bien, ella sabe que está ligada a unos
discursos históricos que se vincularon al arte decimonónico para la afirmación de un orden
político. De sus obras se desprende que para Beatriz González, estos discursos y obras
deben ser revisados y cuestionados desde la contemporaneidad.
Decir que la obra de Beatriz González es de las más notables de la historia del arte
colombiano no es más que reiterar; lo que sí hace falta decir es que esta artista, ubicada en
la cultura popular, en su “subpintura para países subdesarrollados” (Rubiano, 1990: 8),
distanciada del formalismo modernista, mediante el cuestionamiento de las nociones de
autor y de originalidad, discutiendo la historia del arte y apostándole a encarnar sentidos
(Danto, 1999), plantea, desde su obra, una relación que controvierte, pone en duda y hace
tambalear la firmeza de la historia y los héroes. Todo lo cual, no solo la convierte en una
representante fundamental del arte contemporáneo, sino, además, en el primer eslabón de la
desacralización que este hace de la nación, a través de la burla y la desheroización de las
figuras patrias.
3.1.2 Bernardo Salcedo

El arquitecto y sociólogo Bernardo Salcedo nació en 1939 en la ciudad de Bogotá y estudió


en la Universidad Nacional de Colombia. Apoyado por Marta Traba, hizo su primera
exposición individual en el Museo de Arte Moderno de Bogotá en 1964.
María Iovino (2001), principal estudiosa de la producción de Salcedo, divide su obra en
cuatro etapas temáticas, en las que agrupa conjuntos de obras que coinciden
conceptualmente. Según Iovino, en la primera etapa el artista trabajó muy apegado al
diseño y a la arquitectura, produjo unas series de cajas que parecen tener cierta influencia
de las vanguardias europeas, en especial del neodadaísmo y del surrealismo.
Posteriormente, Salcedo pasó a una etapa iconoclasta, en la que produjo Una hectárea
de heno (1970). Esta obra lo hizo merecedor del primer premio de la Bienal de Artes de
Coltejer en Medellín, y algunos historiadores del arte la señalan como la primera
instalación realizada en Colombia. 6
Después, el artista pasó a una etapa textual de producciones no objetuales. En esta, las
series Planas y castigos (1970) y Bodegones (1970) fueron las más representativas y
aparentemente revelan influencias del arte conceptual.
En su último período, Salcedo hizo ensamblajes e intervenciones a fotografías, entre las
cuales se destacó Señales particulares (1985), obra con la que el artista subvirtió la idea de
la fotografía como espejo del mundo.
Iovino asegura que del gusto de Salcedo por la literatura y el cine surgieron sus
inquietudes plásticas y que, en algunas de sus creaciones, sobre todo en las que pertenecen
a la época de las cajas, abordó la idea de la imagen en movimiento y retomó el blanco y el
negro del cine clásico que, según Salcedo, “es el verdadero cine, un idioma de imágenes
que hay que aprender a comprender” (1985: 3).
Pese a ser considerado un artista vanguardista por la ejecución de obras que estaban a
tono con lo que sucedía en el arte internacional de la época (neodadaísmo y surrealismo),
sus influencias fueron solo teóricas. Salcedo nunca tuvo contacto con artistas u obras

6 Para María Iovino (2001), Santiago Mutis (2007) y Ana María Escallón (1999), esta es la primera
instalación que se realizó en el país. Para Miguel Antonio Huertas, es Políptico (1968), de Luis Caballero.
Véase, al respecto, Huertas (2005).
foráneas, lo que hace pensar que sus creaciones obedecían más a su propia búsqueda
plástica, que a un interés objetivo por producir un arte de vanguardia.
La producción de este artista se caracterizó por una pluralidad que ha llevado a María
Iovino a definirla en los términos de “continuidad especulativa” (2001: 22), un enunciado
acertado sin duda para denominar la búsqueda de valores expresivos en múltiples terrenos
plásticos que efectuó Bernardo Salcedo, una búsqueda traducida en obras irónicas, llenas de
humor y lo suficientemente polémicas para hacer al artista objeto de críticas cáusticas que
no cesaron ni siquiera con su muerte en el año 2007. Aunque, hay que decir que él, en el
papel de crítico que ejerció en distintos periódicos del país, tampoco fue generoso con sus
colegas.7
Un primer acercamiento a la obra de Bernardo Salcedo permite pensar que seguía las
líneas del pop y del arte conceptual, como lo enuncian María Iovino, Eduardo Serrano (s.
f.) o Francisco Gil Tovar (1996); pero cuando se leen detenidamente sus textos y
entrevistas, se puede notar que tenía ideas profundamente modernistas. Para él, arte era
imagen, forma, plástica, “significado de lo visual” y una búsqueda de expresión individual
derivada de la intuición (Iovino, 2001: 23). De modo que la producción de Salcedo se
revela absolutamente sui generis, porque parece que sus obras contradicen el concepto de
arte que las guiaba.
Él pensaba que el arte debía mantenerse al margen de mensajes, ideologías, posturas
políticas e incluso desligada de la cultura (Iovino, 2001: 24). Sin embargo, sus obras
contenían mensajes posibles de ser interpretados. Quizá el sociólogo a veces se superponía
al artista, y en las obras terminaban expuestas posturas y opiniones sobre la cultura y la
sociedad de su época. En efecto, ni las obras de Bernardo Salcedo ni de las de cualquier
otro artista están al margen de la cultura. En el caso de Salcedo, esto se hace evidente al
observar la obra titulada Primera lección (1970) (véase figura 15). Esta fue expuesta por
primera vez en la Bienal de Artes Gráficas de Cali en 1973, y entonces la obra causó tanto
revuelo que el alcalde de la ciudad pidió retirar todas las piezas de Salcedo, porque las
consideró una afrenta a los símbolos patrios (Iovino, 2001: 32). Aunque las obras no fueron
retiradas, es interesante que Primera lección causara aquella impresión.

7 Respecto a las fuertes críticas que hizo Bernardo Salcedo a artistas como Eduardo Ramírez Villamizar,
Edgar Negret, Alejandro Obregón, Fernando Botero, Luis Caballero, Beatriz González, entre otros, véase
Mutis Durán (2007).
Figura 15 Bernardo Salcedo, Primera lección, serigrafía, duco, 450 × 390 cm, 1970
Fuente: Iovino, María, (2001). Bernardo Salcedo, el universo en caja. Bogotá: Biblioteca Luis Ángel Arango,
p. 25.

Es necesario tener en cuenta que Primera lección hizo parte de un conjunto de obras
titulado Planas y castigos (1970). Este se refería al sistema escolar y a la dureza con que se
enseñaba en la época de estudio del artista. En dicha serie, como en muchas otras, Bernardo
Salcedo hizo referencia a su infancia y a sus experiencias personales. El suplemento verbal
(McEvilley, 2007) con el que se titula la obra señala que los símbolos patrios son una de las
primeras cosas que se les enseñan a los niños en la escuela; pero Salcedo pensaba que al
salir del colegio el niño se encontraba con la realidad y “la realidad le mostraba que todo lo
que había aprendido era falso. Entonces, el aprendizaje al salir del colegio y estar en
contacto con la realidad le hace vomitar todo lo que le han enseñado” (Mutis Durán, 2007:
188). Así que, para Salcedo, los aprendizajes escolares eran una red de falacias que debía
ser olvidada. Con Primera lección, Salcedo “vomitó” lo que le enseñaron sobre los
símbolos patrios, deconstruyó el escudo para mostrar su falsedad, su irrealidad.
Conforme al contexto de producción de la obra (McEvilley, 2007), esta puede verse
como una crítica a la educación y a las falsas verdades que se enseñan a los niños, y no
como una afrenta hacia los símbolos patrios en sí. María Iovino refiere que las obras de
Bernardo Salcedo “se leen sin texto. Son hechos visuales que transmiten una concepción
inteligente y emocional del mundo” (Iovino, 2001: 25). En esta obra, el hecho visual,
aunque sin duda tiene una intención provocadora, emite un juicio sobre el sistema
educativo, que, para Salcedo, solo enseñaba falsedades.
No obstante, el alcalde de Cali entendió la obra en su sentido más literal y la vio como
una injuria a los símbolos patrios. Se dio una comprensión inesperada de la obra, lo cual es
frecuente teniendo en cuenta que, como señala Wolfang Iser, “ningún autor tiene un control
pleno o un conocimiento de todas las connotaciones asociadas con sus palabras” (2005:
102). La interpretación de la obra en Cali no fue errónea, sino que los términos de la
recepción fueron distintos a los de su emisión, es decir, los espectadores captaron otros
sentidos posibles de la imagen-texto de Salcedo y la percibieron no como a una crítica
hacia la enseña cívica, sino como a una rotunda negación de la nación.
Esta interpretación de Primera lección ha primado a lo largo de los años. Prueba de ello
es que se haya incluido en la muestra “Colombias 200 años. Historias, imágenes y
ciudadanías”, de 2010. Este proyecto curatorial buscaba “lograr una reflexión crítica sobre
las historias patrias tradicionales y los mitos fundacionales” (Pulgarín, 2010: 8), y al
exponer la obra en ese contexto se hace evidente que esta se entendió como una crítica a un
símbolo patrio que debe ser repensado.
Primera lección, debido a su circulación y a su polémica recepción en el contexto social
y cultural colombiano, representa la idea de que hay un desajuste entre los símbolos y la
realidad de la nación. De esa manera, Bernardo Salcedo aparece como un artista ligado a la
cultura de forma crítica e irónica, y su obra resulta ser otro ejemplo de cómo los primeros
artistas contemporáneos colombianos cuestionaron la nación, en este caso, nuevamente (ya
lo habían hecho Arango y Correa), a través de la deconstrucción de uno de sus símbolos
representativos.
Aunque irreverente, polémica, y quizá un tanto contradictoria, la obra de Bernardo
Salcedo fue influyente en la historia del arte colombiana. En el país fue el primero en usar
el lenguaje como elemento plástico y con ello marcó la pauta que luego seguirían otros
artistas, entre ellos, Antonio Caro, considerado por algunos críticos y académicos el mayor
artista conceptual del país (Roca et al., 2015: 20) y quien abiertamente reconoce la
influencia y el apoyo que Salcedo le brindó en el desarrollo de su carrera artística (Roca,
2015: 22).

3.1.3 Antonio Caro

Antonio Caro nació en Bogotá en el año 1950. Empezó a estudiar artes en la Universidad
Nacional, pero nunca terminó la carrera. Cuando aún era estudiante, en 1970, participó en
el XXI Salón de Artistas Nacionales con la obra Cabeza de Lleras; esta era la cabeza del
expresidente Carlos Lleras Restrepo, construida con sal y puesta en una urna de cristal que
luego Caro llenó con agua. La urna, mal construida, colapsó, y la sala del Museo Nacional,
dispuesta para la exposición de las obras participantes en el Salón, quedó anegada. Esa fue
la entrada de Caro al mundo del arte, notoria, imposible de ignorar.
Después de esa primera incursión en el Salón, Caro comenzó a trabajar en las líneas del
arte conceptual y del arte povera. Las ideas propias de este último arte son también su
ideología de vida. Parece que Caro intenta hacer de sí mismo una obra de arte “pobre”,
proyecta ser un hombre reducido a una básica subsistencia. De igual manera, siguiendo las
líneas del arte povera, muchas de sus obras están creadas con materiales corrientes y
efímeros; siempre son hechas específicamente para participar en salones, exposiciones
individuales o son fabricadas in situ, para evitar su comercialización. Sin embargo, aun así,
Antonio Caro ha logrado convertirse en un artista reconocido y ha podido alzarse como uno
de los principales artistas contemporáneos del país.
El uso de elementos propios de la publicidad y del diseño gráfico han logrado ampliar la
recepción de su producción. La principal de todas sus obras, Colombia-CocaCola (1976)
(véase figura 16), proviene de ese lenguaje que aprendió Caro trabajando para una agencia
de publicidad en sus años de juventud. Esta obra es, para él, la creación que le hizo
merecedor del título de artista (Castillo, 2014).
Colombia-CocaCola fue presentada en el XXVI Salón Nacional de Artes Visuales,
recibió una mención, pero pasó un poco inadvertida para la crítica. Eduardo Serrano, jurado
del evento, solo dijo que le parecía una “tontería simpática” (Carranza, 1990: 198); María
Mercedes Carranza se limitó a referir la percepción de Serrano, y Antonio Montaña
solamente lanzó indirectas a todos los participantes del Salón. Al parecer, en alusión a
Caro, dijo: “ni siquiera la pintura comprometida logra superar el afiche, o más aún, ni
siquiera hacer afiche. Mientras se copia el trabajo de los norteamericanos […] se
desperdicia la experiencia nacional” (Montaña, 1990: 201).

Figura 16 Antonio Caro, Colombia-Coca Cola, esmalte sobre lata, 100 × 76 cm, 1976
Fuente: Caro Lopera, José Antonio (2015). Antonio Caro, símbolo nacional. Bogotá: Seguros Bolívar, p.18

El periodista estaba realmente indignado porque ya no había más Boteros, Obregones,


Ramírez Villamizar en Colombia, y le parecía que la nueva generación no tenía el talento
de los maestros modernos. Parece que entonces, en esos años setenta, era más evidente, con
la nueva generación, que el arte comenzaba a entrar en terrenos filosóficos más complejos,
que empezaba a aparecer con mayor fuerza un arte poshistórico (Danto, 1999) que quería
romper con los ideales modernistas. Este nuevo arte, según Arthur Danto, dirimió la
dicotomía arte-realidad y causó que “cualquier cosa pudiera ser una obra de arte” (1999:
40). Por tanto, desde entonces, para definir y diferenciar al arte de las cosas reales, es
necesario dar un giro hacia la filosofía.
En el arte contemporáneo, a diferencia del moderno que apostó por la pureza de las
formas, el contenido adquirió mayor relevancia, ya que, señala Thomas McEvilley, “la
forma solo puede existir como la forma de un contenido y el contenido como el contenido
de una forma” (2007: 94). Antonio Caro, al igual que Beatriz González y Bernardo
Salcedo, dotó a sus formas de un denso contenido y cuestionó con él nociones modernistas
como la belleza, el autor, la pureza.
Efectivamente, la obra de Caro no era una pintura ni un afiche; su producción era una
pieza de metal que simulaba las comunes latas de Coca Cola, pintada con los colores y la
tipografía propias de la marca, pero que en lugar del nombre de la famosa bebida gaseosa
ostentaba la palabra “Colombia”. Al retomar el lenguaje publicitario, no hay autor, no hay
belleza, no hay originalidad, sino un mensaje sugestivo y crítico. La palabra “Colombia”,
escrita en esos famosos caracteres, ubica la obra en la cultura popular y la dota de un
sentido crítico político y social contundente. Caro efectuó una inteligente ironía con la que
cuestionó la invasión estadounidense al país, en los sentidos económico, social, político y
cultural, a través de una pieza que representa un rótulo norteamericano absoluto.
Elena Oliveras (2007) explica que en la ironía se invierten los órdenes usuales de las
expresiones o representaciones. En el habla, esto ocurre cuando se dice algo con un tono o
una expresión corporal que contradice lo dicho. En la obra de Caro se despliega una ironía
cuando él presenta a Colombia con la apariencia de una marca de consumo estadounidense,
con el fin de criticar y denotar negativamente la incidencia estadounidense en el país. De
modo que, mediante la afirmación de la marca, se envía un mensaje contrario a lo evidente
visualmente: se pone a la nación en la categoría de un producto popular, producido en el
extranjero, para hacer notar y a la vez criticar la incidencia norteamericana en Colombia.
La imagen de Colombia-CocaCola se popularizó. Del museo pasó a camisetas, vasos,
verdaderos afiches y otros objetos cotidianos que repiten el gesto de Caro. A esta obra le
sucedió, en palabras de su autor, “lo mejor que le puede suceder a un trabajo artístico […],
que el público se empodere de él” (Castillo, 2014). No es difícil encontrar en las tiendas de
museos o suvenirs del país algún objeto que todavía hoy replique esta obra de 1976.
No podemos afirmar que el mensaje crítico de Caro haya sido entendido masivamente,
pero la imagen se convirtió en una fórmula popular que aún los colombianos usan para
reírse de sí mismos. Por esta razón, es común encontrar diversas reproducciones de esta
obra que cuestiona la identidad y la nación.
En una entrevista, Antonio Caro afirmó que, para él, la nación es un proyecto
inconcluso. Cree que es trabajo

[…] de la nueva generación de jóvenes colombianos que con su propio esfuerzo está circulando
en el país y en el mundo, alejada del patriotismo y sin las talanqueras del regionalismo,
conformar lo que nunca hicieron las élites gobernantes: la verdadera nación colombiana
(Castillo, 2015).

De manera que Caro está convencido de que los proyectos decimonónicos de formación
nacional no funcionaron y que la nación colombiana es algo que está aún en proceso de
construcción. Estas ideas se encuentran sumidas en Colombia-CocaCola, obra con la que
Caro presenta su propia versión de la nación: un bien comercial que se vende al mejor
postor.
Carmen María Jaramillo menciona respecto a la obra:

Caro busca fundir significados, crear ambigüedad y, finalmente, generar una nueva realidad
semántica. La alusión al colonizaje económico y cultural de los Estados Unidos en Colombia,
más que contribuir a definir la idea de nación o la de identidad, contribuye en forma crítica a
ampliar las dudas y los interrogantes al respecto (2002: 64).

Eduardo Serrano, pasado algún tiempo de su labor como jurado en el Salón, dijo que “es
un concepto muy político, porque, en el nombre del país con letras de Coca-Cola, la
implicación de que somos dominados por esa multinacional es obvia” (citado en Guerrero,
2008). Así pues, la crítica de arte ve en la obra una pregunta por la identidad y por la nación
colombianas, que continúa abierta. Antonio Caro, ubicado en la cultura popular, creó una
obra que aspiraba a ser masiva por el uso del lenguaje publicitario y del diseño gráfico. Esta
producción, cargada políticamente, problematiza la realidad colombiana, involucrando al
espectador, invitándole a tomar partido (Colombia, Ministerio de Cultura, Dirección de
Comunicaciones, 2010). En ese sentido, Caro es un pionero y una indiscutible figura clave
del arte contemporáneo en el país.
González, Salcedo y Caro instauraron nuevas maneras de hacer arte. Son los primeros
representantes del arte contemporáneo y mediante las obras aquí analizadas establecieron
una nueva relación con la historia, la nación y los héroes patrios. Ya no se trata de
acompañar los relatos históricos, como hiciera el arte del siglo XIX, ni de narrar la patria en
sus particularidades territoriales y humanas típicas, como en el arte de principios del siglo
XX; tampoco quiere poner al hombre en el lugar del héroe, como en los años treinta, o
representar el dolor de la realidad. Beatriz González desacraliza la nación cuando se burla
de los discursos históricos sobre las que esta intentó construirse y cuando desmitifica a los
héroes, sus figuras representativas. Bernardo Salcedo, aunque con otra estructura
conceptual, repitió el gesto de Débora Arango y Carlos Correa, también la desacraliza al
deformar y anular por completo un símbolo patrio en una obra que, con el tiempo, se ha
comprendido como una terminante negación de la nación. Finalmente, Antonio Caro niega
asimismo la nación, afirmando una hibridación cultural y una concreción económica y
política que obnubilan la identidad y la soberanía nacional. Así, con estos tres artistas se
inicia en el arte contemporáneo una crítica desacralizante de la nación, que toma elementos
simbólicos, como los emblemas y las figuras de los héroes, para presentarla como un
problema irresoluto cuyas bases ideológicas e históricas son discordantes.

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