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15 de marzo de 2020

3er. DOMINGO DE CUARESMA, ciclo A


- Juan 4, 5-42 -
Fernando Armellini, SSCJ/celebraciondelapalabra.wordpress.com

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Existe un agua que no tiene precio

Introducción

Durante años los israelitas han experimentado la sed en el desierto de Sinaí y visto espejismos; han excavado
pozos y soñado en una tierra donde el agua cayera del cielo en forma de lluvia y de rocío, y donde surgieran
manantiales cuyas aguas regaran los valles. 

Nómadas de un desierto desolador, han asociado estas tierras ásperas y áridas con la muerte, mientras que
el agua era para ellos símbolo de la vida, de la belleza, de las bendiciones de Dios; han pensado en el Señor
como “aquel que llama a las aguas del mar y las distribuye sobre la tierra” (Am 5,8). 

En la Biblia la imagen del agua aparece en contextos muy diversos. El enamorado contempla a la amada
como: “¡Fuente de los jardines, manantial de aguas vivas que fluyen del Líbano!” (Ct 4,15). Dios asegura a los
deportados un futuro próspero y feliz con promesas relacionadas con el agua: “ha brotado agua en el desierto,
arroyos en la estepa, el arenal será un estanque, lo reseco un manantial” (Is 35,6-7; 41,18). Alejarse del Señor
significa tomar decisiones de muerte, equivale que quedarse sin agua: “me abandonaron a mí, fuente de agua
viva y se cavaron pozos, pozos agrietados que no conservan el agua” (Jer 2,13).

Las palabras apasionadas del profeta que invitan a su pueblo a la conversión: “¡Atención, sedientos, vengan
por agua!” (Is 55,1) eran solo el preludio de las pronunciadas por Jesús en la explanada del templo: “Quien
tenga sed venga a mí; y beba quien crea en mí” (Jn 7,38). Él es el manantial de agua pura que sacia toda sed.

* Para interiorizar el mensaje, repetiremos:


“Calmada nuestra sed con tu agua, Señor, no permitas que nos acerquemos a otros pozos”. 

 
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1° Lectura | 2° Lectura | Evangelio
 
Primera Lectura: Éxodo 17,3-7
 
17,3: En aquellos días, el pueblo, torturado por la sed, murmuró contra Moisés: —¿Nos has hecho salir de
Egipto para hacernos morir de sed a nosotros, a nuestros hijos y a nuestros ganados? 17,4: Clamó Moisés al
Señor y dijo: —¿Qué puedo hacer con este pueblo? Poco falta para que me apedreen. 17,5: Respondió el Señor
a Moisés: —Preséntate al pueblo llevando contigo algunos de los ancianos de Israel; lleva también en tu
mano el cayado con que golpeaste el río y vete, 17,6: que allí estaré yo ante ti, sobre la peña, en Horeb;
golpearás la peña y saldrá de ella agua para que beba el pueblo. Moisés lo hizo así a la vista de los ancianos
de Israel. 17,7: Y puso por nombre a aquel lugar Masá y Meribá, por la reyerta de los hijos de Israel y porque
habían tentado al Señor diciendo: ¿Está o no está el Señor en medio de nosotros? – Palabra de Dios

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Después de la salida de Egipto y cruce del Mar Rojo, el pueblo de Israel, guiado por Moisés, se ha adentrado
en el desierto camino de la tierra prometida. Al principio, los israelitas se enfrentaron al viaje con energía y
entusiasmo. Seguros de la protección de su Dios, han manifestado su gratitud elevando un cando al Señor
que “se ha cubierto de gloria, caballos y jinetes ha arrojado al mar” (Ex 15,1). 

Pronto, sin embargo, comenzaron las dificultades: el calor sofocante, el cansancio, las serpientes, el hambre
y, sobre todo, la sed. Encontrar agua en el desierto no es fácil, es justamente por falta de agua por lo que se
forma el desierto. Allí solo hay arena y piedras, alguna que otra acacia, escasos matorrales, flecos de hierba aquí
y allá. Este es un sitio “horrible, que no tiene grano, ni higueras ni viñas, ni granados ni agua para
beber” (Nm 20,5).

El pueblo piensa que ha sido conducido al desierto para morir y comienza a dudar de la fidelidad de Dios a
sus promesas; llega incluso a sospechar que la liberación de Egipto ha sido una trampa, que Dios, en realidad,
lo está conduciendo no a la libertad ni a la vida, sino a la muerte. Discute con él y concluye: es necesario ponerlo
a prueba, luchar, tentarlo, forzarlo a que manifieste lo que tiene en mente.

Las últimas palabras de la lectura son una síntesis de esta provocación: “¿Está o no está con nosotros el
Señor?” (v. 7). El lugar donde ha ocurrido este episodio ha tomado el nombre de Masá-Meribá, dos palabras
que en hebreo significan: tentación-discusión.

A este desafío Dios responde a su manera: no reacciona con amenazas, entiende la fragilidad, las
dificultades, las dudas y perplejidades de su pueblo. Sabe que hay momentos en que, de verdad, resulta difícil
seguir creyendo y confiando en él. Oídas las protestas del pueblo, invita a Moisés a empuñar el bastón con el
que ha golpeado el Nilo y le ordena hacer surgir agua de la roca. 

¿Por qué ha querido que este don apareciera como un milagro? Podía haber resuelto el problema de un
modo más sencillo y normal, simplemente sugiriendo la dirección hacia el oasis más cercano o indicando el
lugar donde excavar un pozo, así también el pueblo habría colaborado a la solución del problema. Ha escogido
realizar un gesto prodigioso para mostrar a los israelitas que el agua no era el resultado de sus esfuerzos, de su
empeño, de su habilidad: era un don exclusivo de Dios y completamente gratuito.

Los comentarios rabínicos han enriquecido este relato con detalles legendarios. Uno de ellos nos interesa de
modo particular: desde aquel día, decían los rabinos, la roca no permaneció fija donde estaba, sino que
acompañó al pueblo a lo largo de toda su peregrinación por el desierto, subiendo montes y bajando a los valles,
perennemente brotando agua. Este detalle es relevante porque Pablo ha identificado la roca con Cristo (cf. 1
Cor 10,3-4): es él quien no cesa de calmar la sed del pueblo de Dios en su caminar. 

La experiencia de Israel que sale de Egipto, se repite en la vida de cada cristiano. Toda conversión es un
abandono de la “tierra de la esclavitud” y señala el inicio de un éxodo. Los primeros momentos de la nueva vida
pueden trascurrir serenamente, sobre todo si nos ayuda la buena voluntad y entusiasmo y recibimos ayuda de
nuestros hermanos en la fe. Después, comienza inevitablemente la añoranza, la nostalgia y, a veces, la
desilusión que experimentamos al contacto con la vida de la comunidad cristiana. 

Aparecen las dudas, las vacilaciones, los tambaleos y la tentación de cuestionar la elección hecha. Se siente la
necesidad de algún signo, exigimos a Dios a que dé pruebas concretas de su fidelidad. No hay que extrañarse
que surjan estos momentos difíciles: son la señal de que hemos llegado, como Israel… a Masá-Meribá.
También con nosotros el Señor se mostrará paciente. También ofrecerá una señal a nuestra fe débil y
tambaleante: el agua prodigiosa que brota de Cristo, su Espíritu, su palabra y su pan.

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Segunda Lectura: Romanos 5,1-2.5-8
 
5,1: Hermanos: Ya que hemos recibido la justificación por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de
nuestro Señor Jesucristo. 5,2: Por él hemos obtenido con la fe el acceso a esta gracia en que estamos; y nos
gloriamos apoyados en la esperanza de la gloria de los Hijos de Dios. 5,5: La esperanza no defrauda, porque
el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. 5,6: En
efecto, cuando todavía estábamos sin fuerzas, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; 5,7: en
verdad, apenas habrá quien muera por un justo; por un hombre de bien tal vez se atrevería uno a morir;
5,8: mas la prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por
nosotros. – Palabra de Dios
 
 
En medio a las dificultades y las incertezas de la vida, podemos también pensar que Dios nos haya
abandonado y que nuestra esperanza no tenga un fundamento sólido. ¿En qué fundamentar nuestra
esperanza? ¿En nuestras buenas obras? Si fuera así, si las bendiciones de Dios dependieran de nuestros
méritos, nunca podríamos estar seguros de la salvación, viviríamos en ansiedad y preocupación permanentes,
porque somos conscientes de ser frágiles y débiles y cuán fácilmente nos desviamos del camino.
Hoy Pablo nos asegura que la esperanza no tiene su fundamento en nuestras buenas obras, sino en el amor
de Dios, un amor que no es débil ni inconstante ni inseguro como el nuestro. Nosotros solo somos capaces de
amar a los buenos, a los amigos, a los que nos hacen el bien. Por ellos, llegaríamos en un caso excepcional,
hasta sacrificar la vida. Dios es diverso. Él ama a los hombres aunque sean sus enemigos y ha dado prueba de
ello. Mientras los hombres rechazaban su amor, lo despreciaban, se mantenían lejos de él, Dios les ha enviado a
su hijo (vv. 7-8). Por esto –asegura el Apóstol– nuestra “esperanza no quedará defraudada”, no porque
nosotros seamos buenos sino porque Dios es bueno (v. 1-2).

 
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Evangelio: Juan 4,5-42
 
4,5: En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaría llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su
hijo José: 4,6: allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al
manantial. Era alrededor del mediodía. 4,7: Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice:
Dame de beber. 4,8: (Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida). 4,9: La Samaritana le dice:
¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana? (porque los judíos no se tratan con los
samaritanos). 4,10: Jesús le contesto: Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le
pedirías tú, y él te daría agua viva. 4,11: La mujer le dice: Señor, si no tienes cubo y el pozo es hondo, ¿de
dónde sacas el agua viva?; 4,12:¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo y de él bebieron
él y sus hijos y sus ganados? 4,13: Jesús le contesta: El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; 4,14: pero el
que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en
un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna. 4,15: La mujer le dice: Señor, dame esa agua: así no
tendré más sed, ni tendré que venir aquí a sacarla. El le dice: 4,16: Anda, llama a tu marido y vuelve. 4,17: La
mujer le contesta: No tengo marido. Jesús le dice: Tienes razón, que no tienes marido: 4,18: has tenido ya
cinco y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad. 4,19: La mujer le dice: Señor, veo que tu eres
un profeta. 4,20: Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar
culto está en Jerusalén. Jesús le dice: 4,21: Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en
Jerusalén daréis culto al Padre. 4,22: Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno

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que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. 4,23: Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los
que quieran dar culto verdadero adoraran al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den
culto así. 4,24: Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad. 4,25: La mujer le
dice: Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga él nos lo dirá todo. 4,26: Jesús le dice: Soy yo: el
que habla contigo.

4,27: En esto llegaron sus discípulos y se extrañaban de que estuviera hablando con una mujer, aunque
ninguno le dijo: «¿Qué le preguntas o de qué le hablas?» 4,28: La mujer, entonces, dejó su cántaro, se fue al
pueblo y dijo a la gente: 4,29: Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho: ¿será éste el
Mesías? 4,30: Salieron del pueblo y se pusieron en camino adonde estaba él. 4,31: Mientras tanto sus
discípulos le insistían: Maestro, come. El les dijo: 4,32: Yo tengo por comida un alimento que vosotros no
conocéis 4,33: Los discípulos comentaban entre ellos: ¿Le habrá traído alguien de comer?: 4,34: Jesús les
dijo: Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra. 4,35:¿No decís vosotros
que faltan todavía cuatro meses para la cosecha? 4,36: Yo os digo esto: Levantad los ojos y contemplad los
campos, que están ya dorados para la siega; el segador ya está recibiendo salario y almacenando fruto para
la vida eterna: y así se alegran lo mismo sembrador y segador. 4,37: Con todo, tiene razón el proverbio
«Uno siembra y otro siega». 4,38: Yo os envié a segar lo que no habéis sudado. Otros sudaron y vosotros
recogéis el fruto de sus sudores. 4,39: En aquel pueblo muchos samaritanos creyeron en él [por el testimonio
que había dado la mujer: «Me ha dicho todo lo que he hecho.» 4,40: Así, cuando llegaron a verlo los
samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó dos días. 4,41: Todavía creyeron muchos más
por su predicación, 4,42: y decían a la mujer: Ya no creemos por lo que tú dices, nosotros mismos lo hemos
oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo. – Palabra del Señor
 
 
Juan nunca refiere acontecimientos de la vida de Jesús en su pura materialidad, los relee siempre y los
utiliza para componer densas páginas de teología; no es fácil, pues, establecer los hechos tal y como sucedieron.
El caso de la Samaritana es ejemplar: el simbolismo que acompaña todo el relato es tan evidente que alguno ha
llegado hasta poner en duda la historicidad del hecho y ha pensado que se trata de una creación literaria del
evangelista. Nosotros retenemos que haya habido efectivamente un encuentro real de Jesús con una mujer de
Samaria, aunque el hecho haya sido redactado después con el lenguaje, las imágenes, las referencias bíblicas
con que se ha querido articular un mensaje teológico. En nuestro cometario tendremos presente los dos niveles
–el histórico y el teológico– concentrando nuestra atención sobre el segundo. 

En la antigüedad, el pozo era el lugar de reunión y de encuentros. Allí se daban cita los pastores que venían a
dar de beber a sus ganados, se detenían los comerciantes con sus mercancías a la espera de clientes, venían las
mujeres a sacar agua (y también a charlar de sus asuntos) y allí se acercaban los enamorados en busca de una
novia. La Biblia narra muchos de estos encuentros junto al pozo (propongo la lectura de: Gen 24,10-25; 26,15-
25; 29,1-14; Éx 2,15-21). El encuentro narrado por el evangelio de hoy tiene como protagonistas a Jesús y a una
mujer de Samaria. El pozo en cuestión existe todavía, se encuentra a lo largo de la carretera que conduce de
Judea a Galilea; tienes tres mil años de antigüedad, es muy profundo (32 metros) y da aún agua buena y fresca,
como en tiempos de Jesús. Era el lugar donde todos los caminantes se detenían, descansaban y recuperaban
fuerzas. 

También Jesús, cansado por el viaje se sienta junto al pozo. Es mediodía, cuando llega una mujer a sacar
agua y Jesús le pide de beber. El gesto de extrañeza de esta mujer es comprensible: se ha dado cuenta
inmediatamente por el acento que se trata de un galileo, individuos mal vistos por su gente. ¿Cómo se atreve a
pedirle de beber, a ella, una samaritana? ¿Por qué viola la norma severa que prohíbe hablar a solas con mujeres
desconocidas? Es célebre el episodio acaecido al rabino José, el galileo que en una encrucijada preguntó a una
mujer: “¿Cuál es el camino que conduce a Luz?” Reconociéndolo, la mujer contestó: “Has hablado demasiado
con una mujer, deberías haber dicho solamente: ¿Luz?”. Dada esta mentalidad, se explica también la extrañeza

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que han experimentado los discípulos al regreso del pueblo a donde habían ido para comprar comida al ver a
Jesús hablando con una samaritana. 

La actitud libre del Maestro nos invita a un momento de reflexión, aunque sea al margen de tema que nos
ocupa. Jesús exige de sus discípulos la pureza de corazón y de intenciones; en esto es realmente severo: “quien
mira a una mujer deseándola ya ha cometido adulterio con ella en su corazón” (Mt 5,28), pero se comporta
de un modo libre y rechaza todo tipo de discriminación. Después de esta introducción, vayamos a la parte
central del pasaje: al diálogo de Jesús con la samaritana (vv. 7-26).

Lo importante es comprender quién es esta mujer. El modo cómo el evangelista la presenta, deja claramente
entender su intención de transformarla en un símbolo. Tratemos de identificarla: no tiene nombre, no se dice
de dónde venga, el único elemento que la define es ser “samaritana”, lo que equivale a herética, infiel a Dios.
¿Quién podrá ser? 

Viene al pozo que en la Biblia, como lo hemos dicho, suele ser lugar de encuentro de los enamorados,
quienes después terminan por casarse. Es curioso el hecho de que, para dejar solos a Jesús y la mujer, el
evangelista aleje a los discípulos con una excusa tan poco creíble e inverosímil como la de aprovisionarse de
comida en el pueblo (v. 8).

¿A quiénes representan, entonces, los dos “enamorados” en el pozo? En el Antiguo Testamento se habla a
menudo del pueblo de Israel como la esposa a la que el Señor se ha unido con afecto indefectible (téngase
presente que Israel en hebreo es femenino). Estas bodas no han tenido un final feliz. El enamoramiento había
comenzado en el desierto donde Dios e Israel habían vivido una experiencia inolvidable. Eran aquellos
momentos los que el Señor recordaba con nostalgia cuando, por boca del profeta, decía: “Recuerdo tu cariño
de joven, tu amor de novia, cuando me seguías por el desierto” (Jer 2,2). Después comenzaron las
infidelidades de la esposa, sus traiciones, sus infatuaciones con otros amantes, sus devaneos con las divinidades
de los asirios, de los babilonios, de los persas y también de los romanos, provocando los celos de su esposo. 

¿Cuál será la reacción del Señor? ¿El repudio, el divorcio, el castigo? Nada de esto le pasa por la cabeza: “¿Se
puede rechazar a la esposa que uno toma siendo joven? dice tu Dios. Por un instante te abandoné, pero con
gran cariño te recogeré” (Is, 54,6-7). El Señor optará por otra solución. Aun a costa de humillarse ante la
esposa infiel, volverá a cortejarla con el único objetivo es reconquistarla: “Voy a atraerla, la llevaré al desierto,
le hablaré al corazón…allí me responderá como en su juventud, como cuando salió de Egipto” (Os 2,16-17). A
este punto del relato, la identificación de la samaritana es clara: es la esposa Israel con toda su larga historia de
amoríos y adulterios a su espalda; ha tenido tantos “maridos” que quien tiene ahora no es su esposo. Jesús la
encuentra en el pozo y quiere reconducirla a su primer, único y verdadero amor, el Señor. 

A la luz de este simbolismo esponsalicio, cobran significado los otros detalles de relato aparentemente sin
importancia. Ante todo, la nota aclaratoria: Jesús tenía que pasar por Samaria; desde el punto de vista
geográfico no era necesario. Jesús se encontraba en el Jordán (cf. Jn 3,22) y hubiera sido más rápido y simple
subir a lo largo del rio. “Tenía” no puede referirse sino a la necesidad irresistible del esposo -Dios- que no puede
menos que salir al encuentro de la amada.

Estaba cansado por el viaje. Es la única vez que el evangelio habla del cansancio de Jesús, y no ciertamente
en referencia a su más o menos resistencia física. El detalle se encuentra aquí para indicar otro viaje mucho
más largo, la distancia infinita que el Señor ha debido recorrer para encontrar a la esposa que lo había
abandonado: desde las alturas del cielo ha venido a la tierra; movido de una pasión incontenible, infinita, ha
descendido hasta el abismo más profundo en busca de la amada. Ninguna distancia, ninguna dificultad,
ninguna fatiga lo ha desanimado. El pensamiento vuela espontáneamente al himno de la Carta a los
filipenses: “Quien a pesar de su condición divina…se vació de sí y tomó la condición de esclavo haciéndose
semejante a los hombres…se humilló…hasta la muerte, una muerte de cruz” (Flp 2,6-8). 

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Hemos llegado al tema central del diálogo entre Jesús y la samaritana. Los discípulos han ido en busca de un
alimento material; la samaritana ha venido a sacar agua de un pozo. Jesús, en cambio, ofrece a todos un
alimento y un agua que ellos no conocen (vv. 10.32).

La sed de la samaritana es el símbolo de las necesidades más profundas que atormentan el corazón de la
esposa-Israel: la necesidad de paz, de amor, de serenidad, de esperanza, de felicidad, de sinceridad, de
coherencia, de Dios. Son estas las necesidades que todo hombre experimenta. 

El agua del pozo indica el esfuerzo y la astucia del hombre para aplacar esta “sed” que ninguna cosa material
puede satisfacer.

El agua viva que Jesús promete es de otra clase, es el Espíritu de Dios, es aquel amor que llena los
corazones. Quien se deja guiar por este Espíritu obtiene la paz y no tiene ya necesidad de cosa alguna. La mujer
de Samaria, al comienzo del diálogo, pensaba en el agua material, no sospechaba en absoluto que pudiera
existir otra clase de agua. Poco a poco, sin embargo, ha comenzado a captar y después a aceptar la propuesta de
Jesús. Su descubrimiento progresivo es cuidadosamente subrayado por el evangelista. Al principio, Jesús es
para ella un simple viajero judío (v. 9); después, se convierte en un señor (v. 11); después es un profeta (v. 19);
seguidamente es el mesías (vv. 25-26); finalmente, con todo el pueblo, lo proclama Salvador del mundo.

A través del camino espiritual de la mujer de Samaria, Juan quiere presentar a los fieles de su comunidad el
recorrido espiritual propuesto a todo cristiano. Antes de encontrar a Cristo, el hombre está preocupado
solamente de los aspectos materiales de la vida. Son realidades importantes, aun indispensables, pero no
bastan, no pueden constituir el objetivo único y último de la vida. Solo quien encuentra a Cristo, quien
descubre que él es el “Salvador del mundo” y acoge el don de su agua, experimenta que toda hambre y toda sed
pueden ser saciadas. 

La última parte del evangelio (vv. 28-41) presenta la conclusión del camino espiritual de la samaritana y de
todo discípulo. ¿Qué hace esta mujer después de haber encontrado a Cristo? Abandona el cántaro (no le sirve
porque ha encontrado el “agua viva”) y corre a anunciar a otros su descubrimiento y su felicidad. Es la
invitación a ser misioneros, apóstoles, catequistas, a proclamar a todas las gentes la alegría y la paz que prueba
quien encuentra al Señor y bebe su agua. 

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