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COLEGIO DIEGO PORTALES 1

LITERATURA E IDENTIDAD
CUARTO MEDIO HUMANISTA
Profesora Valentina Martínez Vera

LA FALACIA DE LA EXCEPCIONALIDAD CHILENA


Faride Zerán
Según historiador Julio Pinto.

Acaba de aparecer su tercer volumen de la Historia Contemporánea de Chile: La economía: mercados,


empresarios y trabajadores, editado por LOM y escrito junto a Gabriel Salazar; es coautor con Verónica
Valdivia de ¿Revolución Proletaria o querida chusma?, entre otros textos, y en la introducción a la edición
chilena de la Historia de América Latina y del Caribe, de José del Pozo, aborda con ironía el mito de la
excepcionalidad chilena y su permanente quimera primermundista que añora otro vecindario, que niega sus
raíces indígenas y apuesta a la amnesia colectiva para construir desde la nada la historia exitosa de un país
sin pasado y sin identidad.
Y es que la arrogancia, acota este historiador y académico, oculta no sólo la ignorancia sino una
profunda desazón porque a la larga no éramos tan diferentes como creíamos.
Así, de falacias y mitos alimentados por los propios historiadores, transcurre la reflexión de este
joven intelectual chileno que aboga por un mayor conocimiento de la historia y la cultura latinoamericanas
como pilares sobre los cuales cimentar una identidad continental. Sin duda se trata de elementos más
concretos, acota, que las fantasmagorías modernizantes en torno a las cuales insistimos en construir
nuestra identidad nacional.
La pregunta en torno a la identidad es recurrente en nuestro país, más cuando el último informe del
PNUD señala que no sabemos qué es lo que constituye el ser chileno. ¿Cómo abordas este tema? ¿A qué
atribuyes esta ausencia de claves reconocibles que nos hablen de esto?
En su estimulante y muy leído libro titulado precisamente Identidad chilena, Jorge Larraín afirma que la
pregunta por la identidad recrudece en tiempos de crisis, cuando el debilitamiento de los proyectos y la
generalización de la incertidumbre nos empujan a buscar algo en que afirmarnos. Siendo los tiempos
actuales de crisis, no me extraña la obsesión por la identidad. Más interesante sin embargo me parece el
vacío de respuestas que esta pregunta suscita, que es a lo que apunta el informe del PNUD: enfrentados a la
auto definición, muchos chilenos ni siquiera saben dónde empezar a buscar. En eso nos distinguimos
claramente de la mayoría de los otros países latinoamericanos, donde el tema de las raíces pareciera estar
mucho más resuelto. Aunque se ha dicho que la fluidez de una identidad derivada de una historia mestiza,
permanentemente desgarrada entre conquistadores y conquistados, sería un rasgo común a toda
Latinoamérica, en Chile el desgarro parece haber sido llevado al extremo. En nuestro crónico afán de ser
algo distinto de lo que somos (los “ingleses de Sudamérica”, los “jaguares de Sudamérica”, etc.), percibo una
especie de vergüenza de asumirnos tal como nos percibimos.
¿Qué es ser chileno, más allá de los mitos, según Julio Pinto?
Se me hace difícil proponer una definición única y unívoca de identidad. Primero, porque las identidades
colectivas nunca son estáticas, sino que están siendo permanentemente modificadas y reconfiguradas. En
ese sentido, ser chileno hoy no es lo mismo que ser chileno hace cincuenta años, o hace cien. Por otra
parte, la noción de “chilenidad” supone la existencia de un núcleo importante de atributos comunes que se
darían en todos los integrantes de esta comunidad llamada Chile. Mirando al Chile actual, o al Chile de
cualquier período histórico, francamente no percibo esa comunidad de atributos, valores o intereses. Por el
contrario, pienso que a lo largo de la historia es más lo que nos ha diferenciado y dividido que lo que nos ha
cohesionado. ¿Cómo hablar entonces de una identidad común? Una salida a este dilema, resaltada por los
estudiosos de las identidades, es la de fundar la unidad no en la homogeneidad existente, sino en los
proyectos compartidos. En ese registro, habría chilenidad si hubiese un “proyecto país” en el que todos nos
reconociéramos y nos comprometiéramos. ¿Distingues tú, en este momento, la existencia de algún
proyecto con esas características?
Héroes y herejías
¿Esta falta de identidad es la que contribuye a que nuestros héroes patrios se transformen en intocables,
originando una arremetida autoritaria como la que se vivió a propósito de la obra de teatro sobre Arturo
Prat?
Ante la falta de sustentos culturales profundos en qué fundar una identidad nacional, suele recurrirse a
ciertos símbolos que han sido creados y legitimados precisamente con ese fin, como lo son las efemérides,
las banderas o los héroes. Y cualquier conducta que pudiera calificarse de atentatoria respecto de esos
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símbolos pasa a verse como un ataque a la identidad nacional misma, a aquello que nos cohesiona como
parte de una comunidad simbólica. Tales símbolos pueden perfectamente validarse en la conciencia
colectiva como elementos muy trascendentales. Y cuando un símbolo ha alcanzado ese nivel de arraigo,
cualquier discusión a su respecto deja de ser un ejercicio racional para convertirse más bien en una
profesión de fe, en un acto litúrgico. Y las instituciones que se consideran depositarias de esa fe actúan en
consecuencia: la herejía no se discute, sólo se reprime. Ahora, cuando un país ha hecho de la autoridad un
valor casi constitutivo, los gestos autoritarios no son extraños y, lo que me parece más preocupante, logran
concitar bastante apoyo a nivel de la sociedad en general.
Si no tenemos claro qué es ser chileno, difícilmente este país podría asumirse en tanto latinoamericano. Y
aquí entro a un punto desarrollado por ti en el lanzamiento del libro de José del Pozo, cuando te refieres a
“la falacia de la excepcionalidad chilena” ante un país que no se siente latinoamericano. ¿Qué significa
esto?
Se trata de la incomodidad que nos produce el sentirnos igualados con sociedades cuya experiencia
histórica está marcada por la colonización, el atraso, la desigualdad y la pobreza (incomodidad que por
cierto no significa que nosotros no hayamos vivido estas mismas experiencias). Ante la ausencia de
tradiciones o sustratos culturales de los cuales nos sintamos verdaderamente orgullosos, ciframos nuestras
esperanzas en una categoría tan resbaladiza como el éxito: quisiéramos ser reconocidos por nuestros
avances, por nuestros éxitos, por dejar atrás lo que hemos sido y poder compararnos dignamente con las
sociedades que sí reconocemos como exitosas (¿recuerdas el iceberg de la Feria de Sevilla, con el que
pretendimos tomar distancia de las sociedades “cálidas” de nuestro continente?). En ese sentido, el deseo
de decir “adiós a América Latina” (como se dijo explícitamente en las postrimerías de la Dictadura) atraviesa
gran parte de nuestra historia. Queremos sentirnos diferentes, excepcionales, habitantes de un barrio más
“decente” que el que nos tocó (y que igual constituye un referente de identidad mucho más real que la
quimera primermundista). Pero el desapego frente a lo latinoamericano no es un rasgo compartido por
todos los chilenos. En nuestro primer siglo de vida independiente, la propia elite liberal no estuvo ajena a
un cierto sentimiento americanista que la llevó incluso a unirse a empresas bélicas de defensa continental,
como lo fueron las guerras de independencia o la guerra contra España de 1865-66. Y en los proyectos
“desarrollistas” del siglo XX también hubo un latinoamericanismo bastante marcado, que se expresó
fuertemente en el pensamiento cepalino y en iniciativas como el Pacto Andino de los años 60. Por último, la
cultura de izquierda chilena ha relevado permanentemente la solidaridad continental frente a los poderes
imperiales y al capitalismo internacional.
Corrupción y modelo económico
El tercer tomo de la Historia Contemporánea de Chile está referido a la economía. A propósito del modelo
económico que nos pretende jaguares, portadores de la modernidad y dignos de imitar por otros países
“emergentes”, como se señala en el texto, ¿qué análisis haces de esta coyuntura donde emerge la
corrupción como tema, involucrando a políticos y empresarios?
En la medida en que el modelo económico imperante mide a las personas en función de su éxito individual,
y sobre todo material, existe una presión permanente por incrementar los niveles de ingreso, así como los
contactos personales o políticos que puedan contribuir a ese mismo propósito. No resulta extraño,
entonces, que se caiga en conductas que no reflejan otra cosa que la obsesión por aumentar las cuotas de
riqueza y de poder personal. Distinto sería si la sociedad se moviera en función de parámetros más
programáticos o valóricos: la construcción de cierta utopía social, el apego a cierta concepción del ser
humano, el cultivo de lazos de sociabilidad.
Por otra parte, no pienso que un soborno referido a la concesión de plantas de revisión técnica
pueda medirse con la misma vara que la violación grave a los derechos humanos fundamentales, por mucho
que ambas conductas sean merecedoras de reprobación. A final de cuentas, lo verdaderamente importante
es que ante unas y otras la sociedad tenga la capacidad de enterarse, de discriminar, y de reaccionar como
corresponde, y no caer, como a veces se insinúa, en actitudes pasivas o resignadas.
Desde la ruptura democrática de 1973, que acabó con el mito de la excepcionalidad política, al “adiós
América Latina” de los tiempos actuales hay 30 años que nos dicen que poco o nada hemos aprendido.
¿De dónde surge tanta arrogancia?
La arrogancia suele nutrirse de la ignorancia, de no saber de dónde venimos y qué hemos hecho por el
camino. Pero en nuestro caso actual, me parece que la arrogancia oculta una profunda desazón, producida
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por la comprobación de que a la larga no éramos tan diferentes como creíamos. No en balde se dice que no
hay peor ciego que el que no quiere ver. Desengañados de tantas pretensiones excepcionalistas, muchos
chilenos se aferran a una idea de éxito que pasa por una ruptura con la historia, por un darle la espalda a lo
que hemos sido y reconocernos sólo en los éxitos que supuestamente nos depara el futuro (la globalización,
la informatización, la modernización, y todos los discursos afines). Pero, como ya dije antes, no es ésta la
primera vez que la desazón frente al pasado, y las profundas grietas que dividen el presente, tratan de ser
resultas apelando a un proyecto de futuro, a una modernización más dentro de las muchas que se nos
vienen ofreciendo desde el momento mismo de la independencia, y que por algún motivo nunca han
terminado de llegar a puerto. Habría que ver si este proyecto de amnesia colectiva realmente identifica y
cohesiona a todos los chilenos. Y habría que ver también qué pasa con la arrogancia ahora, cuando el
puerto vuelve a alejarse en el horizonte.
¿Cuáles son las consecuencias políticas y culturales de este desapego a América Latina?
Cuando se está en una posición objetiva de debilidad y subordinación, como ha sido el caso de Chile desde
su independencia, nunca es malo solidarizarse con quienes comparten disyuntivas similares. Porque
querámoslo o no, nos une a América Latina una historia centenaria de colonialismo y neocolonialismo que
suele cobrar rasgos muy parecidos de un país a otro, más allá de las obvias particularidades que también
nos distinguen. En cuanto a lo cultural, pienso que un mayor conocimiento de la historia y la cultura
latinoamericanas nos haría mucho más evidentes esos puntos de contacto, y nos daría elementos concretos
sobre los cuales cimentar una identidad continental. Más concretos, desde luego, que las fantasmagorías
modernizantes en torno a las cuales insistimos en construir nuestra identidad nacional.
¿Y qué implica asumir un Chile que se proyecta al bicentenario como si fuera una isla?
Por ejemplo, el peligro de engendrar antipatías en los pueblos que están objetivamente más cercanos a
nosotros, y con quienes tenemos contactos más frecuentes y permanentes. El matón del barrio, aunque
sólo lo sea en sentido figurado, nunca goza de mucha popularidad. Más allá de eso, sin embargo, pienso
que la resistencia a reconocernos como parte de un continente con raíces y vivencias comunes forma parte
de un complejo de inferioridad que también involucra lo estrictamente propio. ¿Cuántos chilenos se
reconocen de verdad como herederos del pueblo mapuche, o de los otros pueblos originarios que habitan
el actual territorio nacional? ¿Cuántos conocen y se reconocen de verdad en la historia de nuestra sociedad:
no la de los héroes y las gestas, sino esa historia cotidiana de hombres y mujeres comunes que han
sobrevivido, luchado y soñado durante siglos? ¿Cuántos los que realmente vibran más con las producciones
culturales propias que con las importadas? En cada uno de estos registros, nuestros vecinos
latinoamericanos tienen mucho que enseñarnos. Un árbol sin raíces se viene abajo con gran facilidad.
Planes de estudio y rol de los historiadores
En tu intervención cuando presentas el texto de Del Pozo denuncias la ausencia en los planes de estudio
chilenos durante todo el siglo 20 de la historia de América Latina, produciendo un vacío de ignorancia
difícil de neutralizar. ¿Cómo así?
Es un hecho concreto: durante el siglo XX, que es cuando la educación realmente se masifica en Chile, la
historia que se enseña es la estrictamente nacional y la así llamada “Universal”, que en realidad sólo
considera a la tradición europeo-occidental y sus raíces en la Antigüedad mediterránea. Eso habla mucho de
los puntos de referencia que nutrieron a los diseñadores de nuestros planes de estudio, y del tipo de
identidades históricas que se quería subrayar. Esto es curioso, porque los planes de estudio del siglo XIX sí
incluían al continente americano, lo que sugiere que la noción de excepcionalidad era menos fuerte
entonces, al menos a nivel educacional, que en el XX. Y es más curioso aun cuando se considera que en la
formación universitaria de los profesores de historia, la historia latinoamericana ha estado incluida a lo
menos desde la década de 1950. Es decir, durante muchos años nuestros profesores han estado
aprendiendo una historia continental que luego no han podido transmitir a sus alumnos. Ha habido una
evidente y nítida contradicción entre las concepciones curriculares a nivel universitario y del sistema
educativo general.
¿De qué manera esto se puede reparar? ¿Qué rol juegan los historiadores en esta tarea?
La actual reforma educacional incorpora una unidad de historia y realidad latinoamericana en cuarto medio,
con lo que hay al menos un principio de reparación de ese injustificable silencio. Pero claramente no es
suficiente. Los profesores de enseñanza media traen una formación en historia de América Latina que los
califica para hacer mucho más que eso, de modo que ni siquiera estamos hablando de un objetivo
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inalcanzable. Pero hay resistencias sociales fuertes al momento de incorporar esos contenidos en el
currículum, aun en una proporción tan pequeña. Yo participé en la elaboración del marco curricular
reformado para el sector de historia y ciencias sociales, y recuerdo bien las objeciones de colegas
historiadores frente a la inclusión de temas que no les parecían pertinentes a nuestra realidad. El mito de la
excepcionalidad chilena cuenta con férreos defensores dentro del gremio de historiadores.
Sin duda, existe una responsabilidad de los historiadores en todo esto. ¿Qué piensas de tus colegas que
te precedieron?
Los historiadores no son elementos neutros dentro de la sociedad. Es sabido que en los procesos de
construcción nacional la historia cumple un papel fundamental, cual es el de formular y legitimar las
imágenes que nos van a identificar y cohesionar como nación: los héroes, las gestas, los mitos
fundacionales. En eso, los historiadores chilenos no han hecho nada que no hayan hecho sus colegas de
otras partes del mundo. Es más: la profesionalización de la disciplina histórica durante los tres últimos siglos
es un proceso que va muy de la mano con la consolidación de los estados nacionales como principal modelo
de organización política y social. Sin embargo, tampoco debe perderse de vista que los historiadores han
cumplido (y cumplen todavía) otra función: la de ejercer la crítica de los discursos hegemónicos. De modo
que hablar de “los historiadores” como un todo indiferenciado no me parece correcto. Yo hablaría más bien
de un permanente debate historiográfico, de lo que mi colega María Angélica Illanes denomina “combates
por la memoria”, donde se confrontan visiones diversas, y a menudo antagónicas, de lo que somos como
sociedad. Otra cosa es que, por la distribución fáctica del poder, las voces contestatarias no tengan el mismo
nivel de difusión o de resonancia que las más hegemónicas...

Entrevista publicada en revista Rocinante, año VI, Nº 50, diciembre de 2002, páginas 3 – 5.

Según el texto, ¿se puede considerar al historiador Julio Pinto antichileno? ¿Por qué?
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Si te preguntaran “¿qué es ser chileno?”, ¿cuál sería tu respuesta?


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¿A qué se debe que los chilenos queramos sentirnos diferentes?


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Explica el sentido de la frase: “Un árbol sin raíces se viene abajo con gran facilidad”.
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¿Qué importancia tiene la historia de América Latina dentro de nuestra cultura?


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¿Qué hacen y/o qué deben hacer los historiadores para desarrollar nuestro sentido de identidad?
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¿Por qué Julio Pinto plantea que la excepcionalidad del chileno es un mito?
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