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Crítica: "El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin".

Alessandro Baricco.
Mateu Terrasa Rico

Alessandro Baricco es sin duda uno de los novelistas italianos y eruditos más
prometedores de nuestra época. Autor del éxito editorial de la novela Seda (1996),
vuelve a demostrar su estilo de escritura mordaz, riguroso e inteligente en este breve
ensayo, apto tanto para el investigador formado como para el melómano interesado,
sobre el papel de la música como elemento de significación en nuestra sociedad
actual.

Baricco no duda en exigirle al efímero arte de la música su papel como catalizador de


ideales, valores e identidad a lo largo de la historia y la modernidad. De tal forma, su
crítica acuciante caerá sobre todo en el ámbito de la nueva música y la música culta
(las grandes figuras y obras monumentales de nuestro legado musical Occidental), la
cual, según el autor, peca de arrastrar un temor crónico a adaptarse a los nuevos
tiempos y el público actual. Falla que solo se puede corregir deconstruyendo su
carácter histórico excesivamente rígido para poder volver a renacer en el convulso y
frenético presente que es la modernidad.

Esta propuesta nos llevará a analizar el actual papel "momificado" de las elites
artísticas musicales e intentar idear, guiados por la mano del autor, una nueva
propuesta de interpretación hacia la música de Beethoven, Schönberg y las
vanguardias musicales de la primera y segunda mitad del siglo XX.

Cabe destacar, que Baricco propone una lectura renovadora, y casi revolucionaria, en
la que se alienta al lector a reflexionar, aunque sin entrar en terreno pantanoso a la
hora de mencionar algún ejemplo práctico o empírico que ejemplificase como llevar
esta propuesta de forma inmediata a nuestras instituciones musicales. Debemos
suponer que este papel más práctico deba llevarse a cabo por los sucesivos teóricos
de la música, intérpretes, críticos y, sobre todo, en la individualidad de todos los
amantes de la música.

Dicho esto, analicemos brevemente las ideas centrales de la obra:

Para comenzar, debemos situarnos en la mentalidad del público aburguesado de


finales del siglo XVIII: La práctica de la música, tanto en ámbito doméstico como
público, era un pasatiempo y deleite social que reflejaba las nociones de diversión y
sensibilidad del siglo de las Luces. Grandes figuras como Haydn o Mozart reproducían
estas nociones en su arte de forma inigualable, de ahí el gran interés de las figuras
públicas y mecenas por contratarlos para que su actividad artística impregnara de
nobleza, elegancia y distinción el status de los poderosos. Tras la revolución de
Beethoven a comienzos del siglo XIX, el arte y el artista comenzaron a identificarse
con la individualidad creadora subjetiva (pensemos en la definición de música
subjetiva de C. Dalhaus), y a dejar de lado los gustos del público (los cuales se
siguieron satisfaciendo a través de una música más ligera). Además, se identificó a la
obra de Beethoven (y las grandes figuras del pasado, ahora redefinidas por el
concepto de "arte") como un espacio identitario más elitista y con valores redentores
que conducirían a la humanidad y sociedad a un estadio superior (polo opuesto a la
"degradación" de la música ligera).

Volvamos al presente: la consecuencia directa de mantener estos dañinos prejuicios


arrastrados hoy en día (cometiendo un grave anacronismo), es convertir las obras
musicales en meros productos de consumo refinado carentes de trascendencia.
Prácticamente son convertidos en "cadáveres" musicales que no conectan ni con su
presente ni con la generalidad del público receptor. Es necesario llevar a cabo una
atrevida actualización de este legado mediante una interpretación musical fértil y
novedosa que sintonice con el presente.

El problema es que existe un miedo general a que tales interpretaciones, al ser


acusadas de transgresoras y poco fieles, destruyan la esencia de la obra original. Idea
equívoca que Baricco desecha de un plumazo con el siguiente argumento: la obra
original no existe. Puede sonar crudo, pero es así de real. Debemos admitir que el
"verdadero" Beethoven se perdió para siempre en el momento en que éste murió.
Incluso se perdió cada vez que éste interpretaba de nuevo la misma obra a lo largo de
su vida. Cada interpretación es un nuevo diálogo que libera a la obra de su partitura,
es una continua metamorfosis, y un devenir cambiante análogo al famoso río de
Heráclito. Esta idea genera un nuevo paradigma que desmitifica el notable temor que
inmoviliza la práctica de la interpretación musical. En palabras del propio autor: "El
deber de transmitir censura el placer de interpretar" y, gracias a este cambio de
paradigma, ahora lo que prima es el placer de interpretar.

De esta forma, entendemos que se hace justicia respecto a la obra, haciéndola


acontecer en el presente y no retomándola como vestigio del pasado inmóvil. El
trabajo del intérprete es continuar reinventando la obra de acuerdo a la dinámica del
tiempo en que se encuentra, es decir, un trabajo que nunca cesará mientras el
contexto social prosiga con su natural e inexorable devenir.

Esta idea maravillosa, nos conduce acto seguido a una interesantísima reflexión
cronológica y cultural. Retrotraer la obra a la modernidad significa producir una
interacción entre dos tiempo distintos (el pasado de la creación de la obra y el
presente de la interpretación) que resultan en un choque cultural, naturalmente, temido
por el oyente más conservador defensor del historicismo rígido. Así, la obra debe abrir
su puertas para dejar entrar el carácter multiforme, muchas veces contradictorio,
provisional y cambiante de nuestra era. Destruyendo así su "momificación", y
causando una fructífera reacción artística (basta pensar en las novedosas y
excéntricas interpretaciones de la obra de Bach por Glenn Gould; criticada por muchos
de los fieles defensores de la interpretación "original").

Acto seguido, el autor no tarda en criticar este mismo aspecto respecto al campo de la
Música Nueva. Apela a ésta diciendo que supuestamente debería expresar esta
apertura a la modernidad, cuando la realidad más visible es que no lo hace, y tan solo
se convierte en un producto transformado en puro juego cerebral, artificio y totalmente
alejado del papel de conectar con el presente y su público.

Es cierto que en sus albores (con la obra de Schönberg a partir de 1908 y su posterior
legado), la Música Nueva gozó de legitimación y significado al reflejar las
contradicciones sociales que ocurrieron en los años bélicos y posbélicos. Más allá de
tal contexto social, esta música ha seguido siendo practicada de forma artificial por
algunos intelectuales retrógrados, y por una crítica que no ha sabido encauzar tales
prácticas hacia la vorágine de la modernidad. De tal forma, no es de extrañar que
conecte más con el público de la modernidad una canción de Rock, que el
expresionismo musical de Pierrot Lunaire (obra de Schönberg que supuso una ruptura
con el público al eliminar el placentero sistema de expectativa musical debido a la
compleja organización de los sonidos musicales).

Idea que nos lleva al último elemento analizado por Baricco: la espectacularidad.
Entendida como una práctica musical capaz de conectar con el público y abrir sus
puertas para permitir una revisión estética de la propia obra musical. Ahora la obra
debe encontrar al público, no viceversa, y testimoniar la cruda realidad. Gracias a este
reciclaje de la "música culta" y su metabolización de la modernidad, surge una obra
que funciona "como cristalización del imaginario colectivo". Características halladas en
el teatro musical de Puccini, reflejado en el vértigo de acontecimientos y drástica
velocidad del espectáculo dramático que lo acercan a la idea de melodrama junto a
música ligera, y en el sinfonismo mahleriano, el cual parece el principal predecesor del
cine debido a su estimulante retórica musical, la efectista puesta en escena y su gran
narratividad, asemejándolo con el poema sinfónico y creando un producto moderno
muy cercano al público ansioso de espectacularidad.

Y aquí es donde el autor concluye con la idea de que precisamente este espectáculo,
es aquello que la música culta (en su sentido más conservador) y la música nueva han
dejado atrás, convirtiéndose ambas en puro juego intelectual. De tal forma, este
espectáculo, es un fecundo elemento expresivo que logra impactar a las masas con el
fin de hacer dialogar la obra artística con nuestro tiempo, y quizá así, dotar al objeto de
cierta trascendencia y capacidad de construir modernidad. Ahora bien, el creador debe
hallar cierto equilibrio entre el espectáculo elitista más críptico y el fenómeno kitsch
con el fin de conjugar estímulo y contenido, conmoción y reflexión, la modernidad y lo
trascendente, lo eterno.

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