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Hibakuska

Por Roberto Martínez (16-Nov-1996).-

Hibakuska (aquellos que han visto el infierno) es el término que los japoneses han
utilizado para denominar a los sobrevivientes del ataque con la bomba atómica que
sufrieron las ciudades de Hiroshima y Nagasaki el 6 de agosto de 1945. Las bombas
explotaron en el aire, medio kilómetro arriba de cada ciudad y generaron en su
respectivo centro temperaturas de millones de grados y una presión atmosférica de
varios millones de libras por pulgada cuadrada.

Todas las personas en un radio de hasta once kilómetros sufrieron ceguera y


quemaduras graves, cuando no la muerte instantánea, y todo material combustible
prendió fuego espontáneamente. La increíble presión atmosférica redujo el 66 por
ciento de los edificios a polvo y la radiación mató a miles que se expusieron
involuntariamente a ella. Hacia finales de 1945 el número de víctimas había
ascendido a 140 mil, más un número equivalente de heridos y perjudicados por los
efectos de la bomba.

Esta famosa bomba, cuya explosión hemos visto en televisión con su característica
nube en forma de champiñón, es poca cosa comparada con las armas nucleares que
por decenas de miles se albergan en los complejos militares de las superpotencias.
Nadie puede calcular con certeza los efectos que los modernos misiles nucleares
pueden provocar, ya que cada uno es mil 500 veces más potente que la bomba
atómica. Algunos hablan de la destrucción del 55 por ciento de la capa de ozono,
con devastadoras consecuencias ecológicas, y otros describen un invierno nuclear
como consecuencia del humo y la ceniza cubriendo la atmósfera tras el estallido de
500 misiles en las principales ciudades del mundo, que reduciría la temperatura
ambiente a 30 grados bajo cero en los países del hemisferio norte.

El peligro real que tiene la civilización, de autodestruirse, ha llevado a muchos


grupos a exigir la marcha atrás en el desarrollo y proliferación de armas nucleares,
y otras de alta tecnología, como las armas que expiden sustancias químicas
venenosas. Sin embargo, los múltiples intentos por realizar tratados
internacionales de desarme nuclear han fracasado, porque no se han realizado
siempre de buena fe. La mayoría de las veces los gobiernos nucleares tratan de
impedir diplomáticamente que otros países entren a su club y los estados sin armas
nucleares tratan de que las superpotencias desmantelen sus misiles para estar
parejos.

Esto es un gran problema, pero a la vez es una excusa para no buscar solución a
otro mayor. Es indiscutible que la mayoría de los conflictos, los asesinatos y las
masacres se han hecho con armas de baja tecnología. Por ejemplo, hay más de 100
millones de minas anti-hombre enterradas en campos, caminos y fronteras de casi
70 países. Muchas de ellas son residuo de anteriores conflictos armados y son una
amenaza real y latente, pues cada semana causan la muerte o severas heridas en
aproximadamente 500 personas.

Las minas tienen un precio en el mercado que varía de $3 a $30 dólares, pero el
costo de localizar, desactivar y deshacerse de una sola asciende a los mil dólares.
Según las Naciones Unidas se requeriría de once siglos para quitar todas las minas
sembradas en el mundo. Aún así, mientras que anualmente se destruyen 100 mil
minas, se estima que entre 2 y 3 millones se instalan en las zonas en guerra.

No existe una fuerte cooperación internacional para controlar la venta y


transferencia de armas convencionales. Aunque se han hecho algunos intentos de
medir el volumen de ventas de armas, los datos obtenidos no son del todo
confiables, porque es muy común en los contratos de ventas, que se incluyan
cláusulas que exigen al proveedor mantener en secreto los detalles de sus
operaciones con los diferentes clientes.

El mercado negro de armas es un factor también importante en esta problemática,


y se vincula muy a menudo con operaciones mercenarias, con el terrorismo, el
crimen organizado, el tráfico de drogas y actividades paramilitares
desestabilizadoras como las que tenemos en México. Por razones obvias es poco
probable medir y controlar este fenómeno, pero sí se puede hacer algo para frenar
su crecimiento.

Algunas propuestas interesantes buscan impedir la venta legal de armas a países en


donde el Estado abuse de los derechos humanos sobre todo contra los opositores
políticos del régimen.
Otras iniciativas pretenden modificar la legislación de los Estados Unidos con
respecto a la compra de armas. Actualmente no hay límite al número de armas,
como rifles y pistolas, que un ciudadano puede comprar. Esto facilita en gran parte
la reventa a contrabandistas que luego las venden a criminales, terroristas e
insurgentes en América Latina.

Boutros Boutros-Ghali ha condenado la tendencia de las naciones ricas de vender


armas a los países del Tercer Mundo y simultáneamente proveerles de diferentes
tipos de asistencia para aliviar la devastación causada por esas mismas armas. El
propone que se ponga un límite racional a lo que un país puede gastar en armas,
que esté en función de su PIB, ya que la venta indiscriminada con frecuencia
provoca carreras armamentistas y conflictos entre países vecinos.

Mientras no reine la solidaridad y la confianza dentro de las naciones y entre los


diferentes gobiernos del mundo, va a ser muy difícil que veamos el día en que la
civilización esté libre de la amenaza nuclear y de la tragedia diaria que la violencia
armada protagoniza. Ojalá que el testimonio y las imágenes de los hibakuska
japoneses y los de otras nacionalidades nos hagan conscientes primero y líderes del
cambio después.

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