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CAPÍTULO 2

EXPRESIONISMO Y CINE ALEMÁN


THOMAS ELSAESSER

WEIMAR Y DESPUÉS

El cine de la República de Weimar suele ser identificado -tal vez un tanto


precipitadamente- con el expresionismo. Si situamos a Fritz Lang, Ernst Lubitsch y
F.W. Murnau sobre el mapa mental y cultural del Berlín de la década de 1920 -
hogar de los principales artistas de vanguardia de Alemania en muchos campos-, el
cine expresionista representa simplemente la versión alemana de la compleja
intervención artística a la que llamamos "modernidad europea". Si vemos surgir sus
películas de los enormes estudios y los magníficos platos de la Universum Film
Gesellschaft (UFA), el único estudio de cine del que cabía pensar que podía
competir con Hollywood, aquella "época dorada" del cine mudo pertenece en mayor
medida al mundo del comercio, los negocios, los intercambios internacionales y las
industrias del espectáculo que al mundo del arte de los diferentes "ismos": del
futurismo al constructivismo y del expresionismo al surrealismo. De cualquier modo,
al haberse producido tan pronto, tras la catastrófica derrota militar de 1918 y la
fallida revolución socialista (el levantamiento esparta- quista de Karl Liebknecht y
Rosa Luxemburg), el surgimiento de un cine nacional de fama internacional en
Alemania resultó tan inesperado como excepcional.
Aquel momento singular de agitación en las artes visuales, al enriquecer (y
reflejar) la década durante la cual Berlín fue capital no oficial de Europa, confiere
además al "cine expresionista" un nombre engañoso. Ninguna etiqueta estilística
por sí sola podría recoger las numerosas ideas innovadoras en materia de
decorados cinematográficos, de la singular mise-en-scéne de la luz y las sombras,
de las formas complejas de narrar o de los avances técnicos en la cinematografía
que se suelen atribuir a los directores y artistas de la República de Weimar. ¿A qué
obedece entonces que films como El gabinete del doctor Caligari (Das Kabinett des
Dr. Caligari, 1920), El doctor Mabuse, el jugador (Dr. Mabuse, der Spieler, 1922),
Varieté (Varieté, 1925), Nosferatu, el vampiro (Nosferatu, eine Symphonie des
Grauens, 1922), Metrópolis (Metrópolis, 1927), La caja de Pandora (Lulú) (Die
Büchse der Pandora, 1928), El ángel azul (Der blaue Engel, 1930) y tal vez otra
docena de títulos hayan sido canonizados como clásicos del cine? Al volver la vista
atrás -y ya a principios de la década de 1950- se advierte que sobre esas películas,
sus temas, historias y protagonistas, se impuso un sentido unitario que tenía tanto
que ver con lo «nacional» como con el «cine». Únicas entre los movimientos
cinematográficos, las películas venían a representar un país: la Alemania del siglo
XX, incómoda consigo misma y preocupada por una modernidad que traería aún
más atrocidades a Europa. Ya fuese anunciando los horrores del fascismo, o
también estremeciéndose con el trauma de la guerra en una nación derrotada poco
tiempo antes, aquellas películas llamadas expresionistas han arrojado sin duda una
larga sombra sobre el cine en Alemania hasta bien entrada la década de 1980,
cuando consideramos a H. J. Syberberg, R. W. Fassbinder, Werner Herzog o Wim
Wenders como los herederos de esa tradición.
De Caligari a Hitler: una historia psicológica del cine alemán, de Siegfried
Kracauer (1947), y La pantalla demoníaca, de Lotte Eisner (1952), son en gran
medida responsables de que el «cine expresionista» dominase la idea que en
general se tiene del cine alemán, y de haber estimulado una potente analogía entre
la historia del cine y la historia política al unir de una forma tan convincente la
identidad nacional a la representación cinematográfica. Sus libros de y sobre la
época han configurado más que cualquier otro aspecto una imagen tan vivida y una
profecía imaginaria tan perfectamente cumplida, vista en retrospectiva, que su
acierto parece casi evidente. Sin embargo, la correlación metafórica entre las
películas de Weimar y el "alma alemana" puede haber encerrado asimismo nuestra
idea del cine y de la sociedad alemanes en unas relaciones que se reflejan
mutuamente. Uno se siente a veces en la sala de los espejos de La dama de
Shanghai (The Lady from Shanghai, 1947), de Orson Welles: no es que sea en
absoluto inapropiado referirse a la "influencia" de la progenie del doctor Caligari,
¡pero tampoco es quizás el único sitio donde re visitar el cine de Weimar!
En otras palabras, es hora de cambiar la perspectiva sobre el más «nacional» de
los cines nacionales y de examinar de qué otro modo podríamos entender las eti-
quetas habituales de "cine expresionista", "Neue Sachlichkeit", "cine negro",
"fascismo fascinante" y otras aportaciones "típicamente alemanas" a la historia del
cine. ¿Hasta qué punto, por ejemplo, resulta convincente la lógica que vincula
aquellos estilos visuales y lenguajes ideológicos dispares al legado del romanti-
cismo, al expresionismo literario, a la irracionalidad y el nacionalismo racial?
¿Hablar en términos de premoniciones, expectativas, angst y traumas es del todo
adecuado para la dinámica de un cine nacional en las "industrias culturales" avan-
zadas? ¿Qué papel desempeñaron otras formas populares de entretenimiento flo-
recidas junto al cine, como el cabaré, la opereta, la Schlagermusik (éxitos musicales
populares), la radio y la creciente industria de los gramófonos, en el desarrollo de
los géneros fílmicos dominantes?
Para un historiador de la economía, las fases del desarrollo del cine de Weimar
en la década de 1920 se deciden en virtud de factores que no siempre se
corresponden claramente con las etapas políticas de la República de Weimar, la
cual, fundada en agosto de 1919, llegó a su final en abril de 1933, cuando los
nacionalsocialistas de Hitler se hicieron con el poder. Por ejemplo, hay pruebas
concluyentes para aseverar que el cine de Weimar comenzó hacia 1916, y no en
1917 (año de fundación de la UFA) ni en 1918 (final de la guerra). Sus primeras
fechas y episodios clave están relacionados con la PAGU de Paul Davidson y su
exitosa creación de una cadena de cines de lujo en las mayores ciudades de
Alemania, con cines importantes en Berlín, Hamburgo, Colonia y Francfort, los
centros demográficamente densos del comercio, la industria y los transportes. Otro
hecho clave anterior a la UFA fue la fundación por Erich Pommer de Decía en 1916,
y el sistema de producción que Pommer introdujo con sus directores. Otra etapa
clave para la industria del cine fue el período hiperinflacionista que tuvo lugar entre
1921 y la estabilización del reichsmark en 1923, toda vez que cambiaron de forma
drástica el entorno competitivo para producir cine en Alemania dando a los
productores alemanes una ventaja artificial en los mercados internacionales. El final
de la inflación, por ejemplo, se reveló como uno de los factores que precipitaron el
final del cine expresionista, lo cual puede documentarse gráficamente en la historia
de la producción de El hombre de las figuras de cera (Das Wachsfigurenkabinett,
1924), a cuyo previsto cuarto episodio hubo que renunciar por falta de dinero
(barato). La moneda fija y los tipos de cambio relativamente estables, en especial
con el dólar americano, redujeron en gran medida la producción, reorientaron a los
directores hacia el mercado interno, despreocupándose del expresionismo, un estilo
cinematográfico que en 1923 se destinaba sobre todo a la exportación. La dinámica
internacional de las industrias fílmicas europeas en sus primeras batallas con
Hollywood estableció muchas de las señales que determinarían el curso de la
historia del cine en Alemania en la década de 1920. El cierre de los mercados
internacionales constituyó, por tanto, una causa decisiva para los cambios de estilo
que solemos identificar con sus nombres histórico-artísticos: la evolución a
mediados de la década de 1920 desde el "expresionismo" a la "Neue Sachlichkeit",
el "nuevo realismo", aun cuando esta etiqueta apenas pueda definir la gran variedad
de la producción de una industria cinematográfica madura como era la de Alemania,
que desde 1925 producía un promedio de 280 películas por año.

EL IMPERIO MEDIÁTICO OFA

La Universum Film AG (UFA) se convirtió en el prototipo para los nuevos modos


de producción y de prácticas en la exhibición. Su dominio del mercado era fruto de
su control sobre la distribución y la diversificación hacia servicios relacionados con
el cine, y no descansaba únicamente en la cantidad de películas que producía. El
hundimiento de la compañía se produjo a consecuencia de su éxito: en su apuesta
por conquistar el mercado mundial y competir con los americanos, la UFA se
excedió con sus superproducciones (sobre todo con el Fausto [Faust, 1926] de
Murnau y con Metrópolis, de Lang). Pero esto sólo explica de manera parcial las
dificultades financieras con que tropezó entre 1925 y 1927, cuando estuvo a punto
de entrar en bancarrota. Un cambio en la dirección de la UFA en 1927 marcó una
fase crucial del cine de Weimar, en particular porque un sistema de contabilidad
nuevo y una nueva capitalización facilitaron una transición muy rápida al sonoro.
Las películas que se rodaron después de 1930 y 1931 señalan ciertamente el final
del cine de arte y ensayo, porque las películas sonoras, aparte de requerir un mayor
giro hacia el mercado de masas y de impulsar géneros del gusto de públicos
amplios como los musicales, pusieron además en primera plana a una generación
nueva de estrellas y propiciaron un giro evidente hacia la comedia. Esta fase de
consolidación industrial y la reorientación de la exportación con versiones en
lenguas diversas se prolongó desde 1931 hasta 1938. Más que el cambio de
régimen en 1933, fue la nacionalización de todas las productoras, sobrevenida cinco
años después de la expulsión de la UFA del personal judío en 1933, lo que ocasionó
la ruptura definitiva con casi todo cuanto se había identificado con el cine de
Weimar.
Un cambio de perspectiva tan diferente y provocador centra la atención en la
historia económica del cine, contrapesando así las explicaciones de corte estilístico
e ideológico del «final del cine de Weimar». Pero la inclusión del cine más comercial
y popular de la Alemania del período ayuda asimismo a identificar el contradictorio
terreno de la modernidad y la modernización desde la década de 1910 hasta la de
1940, e incluso posteriormente, en la medida en que ello repercutía en el cine
europeo en su conjunto. Cuando se juzga de nuevo el espacio cultural del cine
alemán de la década de 1920 en particular, entre el arte de vanguardia y la cultura
burguesa más sofisticada, entre la autorrepresentación nacional y el espectáculo
basado en géneros y estrellas internacionales, una conclusión que se impone es
que el cine de Weimar ni promovió la democracia ni impulsó activamente el
fascismo. Lo que sí promovió fue el tipo de modernización que hemos llegado a
asociar con la cultura popular (la "industria de la cultura") y las representaciones en
los medios de comunicación (lo que en otro lugar he denominado "propaganda del
estilo de vida") en general. En la medida en que el cine de principios de la década
de 1930 ayudó a crear una comunidad y un "estilo de vida", sirvió a los objetivos del
régimen, en buena medida al igual que Hizo el cine de Hollywood con su
propaganda del "estilo de vida americano". La diferencia estriba así no tanto en el
rol social del cine en las sociedades modernas, como en el carácter
fundamentalmente opuesto de la democracia capitalista americana y el nacional-
socialismo alemán. Al ser la Alemania de Weimar una nación dividida, donde la
democracia parlamentaria constituía una experiencia novedosa, el cine se convirtió
en parte de una esfera pública enormemente consciente de los medios de
comunicación y combativa, anticipando de ese modo algunos de los dilemas a los
que se enfrenta la cultura del consumo contemporánea: si damos por sentado que
los espectáculos destinados al gran público son reaccionarios, políticamente
hablando, y que únicamente un cine de vanguardia o de autor puede ser
progresista, en ese caso el cine alemán «perdió» tal condición de cine de arte y
ensayo en tres etapas: desde 1923 (el "final" del expresionismo), desde 1927 (la
nueva dirección en la UFA) y desde 1933 (el éxodo multitudinario de judíos
alemanes de todas las ramas de las artes y el espectáculo).

ALEMANIA Y HOLLYWOOD: EL CINE NACIONAL COMO ESPECTÁCULO


INTERNACIONAL

Es importante no perder de vista este último aspecto cuando se entra a


considerar el papel de enorme importancia que los exiliados alemanes iban a
desempeñar en Hollywood en los años finales de la década de 1930 y en la de
1940. Su aprendizaje en la UFA tuvo mucho que ver con el impacto que iban a
tener alemanes y austríacos en la realización cinematográfica americana. La UFA
era una compañía moderna multinacional y, en tanto que conglomerado de medios
de comunicación, no es ya que estuviera muy al tanto de Hollywood, "sino que
trataba de emularlo una y otra vez, ora rivalizando, ora diferenciándose: objetivos
en apariencia contradictorios que sin embargo obtuvieron resultados sorprendentes.
Por ejemplo, cuando nos fijamos en la estrategia de producción y en la política de
empresa de la UFA nos percatamos de que ésta se organizaba conforme a princi-
pios de diferenciación de productos y marketing de nichos, con el así llamado cine
de estilo (lo que ahora llamamos "películas expresionistas" en sentido estricto), un
intento deliberado de crear un cine de arte y ensayo para la exportación, un cine
comercial basado en géneros y estrellas nacionales y un abanico de superproduc-
ciones ("GroBfilme"), también pensadas y presupuestadas para ser exportadas con
el propósito de entrar en el mercado americano. Así pues, ¿hasta qué punto se
diferenciaba el cine alemán del de Hollywood? Las similitudes abundan más que las
diferencias, y la relativa facilidad con la que, tras hacerse con un empleo, directores,
camarógrafos, escenógrafos, compositores y guionistas alemanes exiliados
pudieron adaptarse a las prácticas de los estudios de Hollywood confirma los
paralelismos entre las respectivas industrias cinematográficas.
La transferencia de talento no se hizo esperar: el director más valioso de la UFA
después de la Gran Guerra era sin duda Ernst Lubitsch, quien ya en 1921 cambió
Berlín por Hollywood. Cuando se convirtió en el primer director "americano"
procedente de Alemania, venía de ser el director estrella de la UFA en los años
1917-1920, dirigiendo grandes producciones de época que fueron enormemente
populares. Pero las películas de Lubitsch subvertían también los géneros que
practicaba, como la epopeya histórica (italiana) y el cine gótico-fantástico (alemán),
al aplicarles las estrategias de la comedia, el pastiche y la parodia. Así, su película
Madame Dubarry (1919) posee una doble importancia para una comprensión
diferente del cine de Weimar, porque se puede interpretar, primero, como una
parodia de la epopeya nacional y, segundo, como una muestra de la importancia del
musical como contragénero del cine expresionista. Madame Dubarry supuso el
primer éxito de exportación del cine de Weimar en los Estados Unidos, y garantizó a
Lubitsch (al igual que a su estrella, Pola Negri, a su guionista, Hans Krály, y a
algunos otros colaboradores) una invitación a Hollywood, donde aquél se convertiría
en el primero de una larga serie de exiliados, poniendo de manifiesto que la política
no constituía la única motivación para abandonar Alemania.
El ejemplo de Lubitsch indica que la política del cine de Weimar era por encima
de todo la política de la industria cinematográfica internacional más que la del
nacionalismo o el imperialismo alemanes, mientras que su estética era determinada
en gran medida por el intento de cautivar a los públicos populares (nacionales) y de
desarrollar al mismo tiempo un producto de marca de calidad para públicos
internacionales interesados por el arte y las vanguardias. Si hay un Sonderweg del
cine de Weimar (que podría explicar la estética del mismo, pero también su espíritu
innovador), su razón de ser se encuentra en el hecho de que fue un cine de
directores, a menudo parcialmente al abrigo de las consideraciones comerciales y
las fuerzas del mercado, por ejemplo, gracias a los subsidios ocultos que el con-
glomerado de empresas de la UFA podía destinar, extrayéndolos de sus otras
ganancias, a la producción de películas. La tendencia hacia la experimentación
(artística) y un alto grado de "reflexividad", sobre todo en las películas asociadas
con F. W. Murnau y Fritz Lang, dos de los principales directores de la UFA además
de Lubitsch, se pueden relacionar con la estructura organizativa de la compañía.
Más que conducida por impulsos demoníacos o tendencias políticas autoritarias, la
obra de esos directores refleja un amor por la tecnología cinematográfica,
"conducida" por el disfrute de las dificultades técnicas en la realización de películas,
en los efectos especiales y en los tours de forcé vinculados al estilo.
Después de que Murnau siguiese a Lubitsch en 1926, cuando la Fox le presentó
una oferta avalada por la solidez del éxito de El último (Der letzte Mann, 1924), Fritz
Lang empezó a reinar de forma incontestable en la UFA, y de todas sus películas
aquella que encarna mejor la lógica de la empresa (tanto en su esplendor como en
su locura) es Metrópolis, uno de los "clásicos" del cine alemán, que intentaba
superar a Hollywood siendo más americana en su visión de la ciudad de los
rascacielos que la propia América. El reverso lo constituye el caso de La caja de
Pandora (Lulú), de Pabst, cuya actriz americana, Louise Brooks, introdujo otro
motivo transatlántico de la cultura de Weimar, la "nueva mujer", a menudo aludida
en la década de 1920, pero luego omitida en la de 1930 en la búsqueda de una
versión más "nacional" de las mujeres y la maternidad. Louise Brooks y, poste-
riormente, la creación de Marlene Diertrich por Josef von Sternberg como la más
lograda femme fatale son sólo algunas de las complejas pero abundantes referen-
cias a América, al sueño americano y, por encima de todo, a la creación americana
de imágenes que Hollywood representaba.
Así pues, en tanto que cine nacional, las películas alemanas de la década de
1920 no estuvieron aisladas geográficamente. Tomaron parte en un complejo juego
de maniobras en competencia con sus rivales y a imitación de ellos, particularmente
Hollywood. Probablemente ya a mediados de la década de 1920 los públicos de
Alemania -que no se diferenciaban de los de Francia, Italia o España- obtenían su
cultura cinematográfica del extranjero, es decir, de las películas de Hollywood, más
que de las producciones de su propio país. Para el público que va al cine, la nacio-
nalidad de una película es sólo un asunto menor, estando expuesto además a las
películas foráneas y en especial a las estrellas extranjeras, algunas de las cuales -si
pensamos en Douglas Fairbanks, Mary Pickford, Charles Chaplin o Buster Keaton
en Europa durante la década de 1920- son idolatradas por críticos y admiradores
europeos incluso más que sus propias estrellas y talentos de la interpretación.
No obstante, el estilo internacional más famoso del cine alemán, y una de las
razones por las que el «expresionismo» ha resistido tanto en la imaginación popular,
es sin duda el género americano del cine negro. Su relación con Alemania confiere
al cine de Weimar uno de sus imaginarios más poderosos, el de la aportación que
hicieron los directores exiliados a Hollywood, en sí misma una consecuencia directa
de la historia política de Alemania, pero que reconfiguró e incluso reescribió de
maneras sintomáticas la historia alemana del cine. Me estoy refiriendo a la historia
de la purga llevada a cabo en la industria cinematográfica alemana de sus miembros
judíos, el exilio de éstos y la constitución de una comunidad y un estilo
cinematográfico alemanes en los Estados Unidos: a aquellos "extraños en el
paraíso" se les ha atribuido haber encontrado la representación más existencial de
sí mismos en el llamado cine negro. En sus vidas, tras dejar Berlín, París supuso un
tipo de narración histórica, el de un período de transición en más de un sentido.
Para algunos constituyó una época llena de preocupaciones acerca del futuro, y
para otros una oportunidad bienvenida de vivir y trabajar en la que en 1935 era la
ciudad de los sueños para todos. Pero aquella estancia francesa duraría poco
tiempo y todos ellos tuvieron que moverse una vez más, esta vez cruzando el
Atlántico y alcanzando la Costa Oeste de América y Los Ángeles. La segunda
narración histórica procura una genealogía de la influencia alemana en el cine negro
más escéptica pero a la vez dividida en estratos, sosteniendo que aquellos exiliados
habían hecho, al menos en la década de 1930, una contribución igualmente
vigorosa a la comedia (musical) y, en las décadas de 1940 y 1950, al melodrama. Lo
cual hace necesariamente más compleja -y más enigmática- la línea de tiempos la
adecuación sin fisuras y el vínculo causal que se suele trazar tan a menudo entre
las películas expresionistas de la década de 1920 y el cine negro de la de 1940: si
nos fijamos atentamente -tanto en las películas como en las vidas de quienes las
hicieron-, las rupturas son tan visibles como las continuidades, y las desviaciones
tan reveladoras como las líneas rectas que parecen conducir de Berlín a París y de
París a Hollywood.

CAPÍTULO 3
IDENTIDAD RACIAL, AUTENTICIDAD Y EXILIO: LOS
DIRECTORES ALEMANES Y HOLLYWOOD*
THOMAS ELSAESSER

"EXTRAÑOS EN EL PARAÍSO"

¿A qué se debió que tantos directores de cine, actores, guionistas, compositores


y escenógrafos europeos de talento terminasen en Hollywood? La pregunta ha sus-
citado una justa atención por parte de biógrafos e historiadores culturales, pero
sobre todo con el objeto de desarrollar mediante anécdotas una respuesta ya sabida
de antemano.1 Al concentrarse especialmente en el personal procedente de países
de habla alemana, los autores tienen su entramado narrativo más o menos
pergeñado, pues éste cobra sentido al contemplar a los exiliados como refugiados
políticos, primero huidos de Europa debido al fascismo, luego frustrados por
magnates del cine incultos y, por último, perseguidos y cazados como brujas por
senadores paranoicos anticomunistas de Estados Unidos. Fritz Lang y Bertolt
Brecht, el expresionismo y el cine negro, Thomas Mann y Arnold Schoenberg,
Marlene Dietrich y William Dieterle destacan entre los caracterizados con arreglo a
esta versión. Esta explicación canónica no carece de plausibilidad o de testimonios
que la corroboren, aun siendo, sin embargo, engañosa su obviedad.2 Tal vez sea
momento de complicar algo el panorama, extendiéndolo hacia atrás en el tiempo y a
continuación añadiendo a la dimensión política otra dimensión, ya especificada para
el caso del cine de Weimar: la del negocio y la competencia, la de los contratos y los
mercados. Por último, la guerra contra el fascismo y la guerra comercial poseen un
extraño Doppelgánger en muchas de las propias películas: me refiero al
enfrentamiento entre las representaciones en disputa en torno a la identidad y los
orígenes. En ese contexto, la cuestión de qué significa tener un hogar, abandonar
un hogar y soñar con el regreso cobra un nuevo impulso.

¿INMIGRANTES 0 INVASIONES, EXILIADOS 0 PLAZAS DE COMERCIO?

Si bien el cine es sin lugar a dudas el arte americano por excelencia, desde hace
mucho se sabe que la emigración, el exilio y la inmigración constituyen elementos
de lo que entendemos por industria cinematográfica americana. Hollywood -que dio
comienzo cuando los productores independientes abandonaron la Motion Picture
Trust (en el este del país) para establecerse en la Costa Oeste- resulta
incomprensible sin el juego de la identidad racial y los valores familiares en tanto
que tropos de los vínculos económico-institucionales junto con una negación de los
orígenes. De todos modos, las negaciones reforzaron de muchas maneras el
vínculo, nunca del todo disuelto sin dejar un resto en el aplicado esfuerzo de los
inmigrantes por lograr la asimilación y la integración. El proceso dejó sedimentos
ocasionados por el tránsito, las costumbres y la rebeldía que, al ser proyectados en
un futuro emprendedor de ambiciones dinásticas y aspiraciones culturales,
definieron el conformismo de una élite hecha a sí misma. Cari Laemmle era un
contable alemán cuya carrera comenzó en una tienda de ropa en Wiscon- sin;
Samuel Goldwyn, nacido en Varsovia como Samuel Goldfish, había sido un
comerciante de guantes en el norte del Estado de Nueva York antes de unirse a la
familia Lasky, que centraba sus actividades en el vodevil; Adolf Zukor, nacido en
Hungría, ganó una fortuna por primera vez como peletero en Chicago antes de
dedicarse a las salas de juegos; William Fox, nacido Wilhelm Fried en Hungría,
había montado un negocio de confección en el Lower East Side de Nueva York
antes de adquirir todos los salones de juego en bancarrota de Blackton; Louis B.
Mayer, nacido en Rusia, dejó la chatarrería de su padre en Boston para regentar
salas de cine en Nueva Inglaterra; Joseph y Nicholas Schenk, también procedentes
de Rusia, poseían tiendas y parques de atracciones mientras se interesaban por el
negocio de alto riesgo de la industria cinematográfica.
Otro ruso, Lewis Selznick, que regentaba joyerías en Pittsburgh, perdió una for-
tuna con el cine, pero fue el padre de dos famosos hijos que convertirían el nombre
de la familia en parte de la leyenda de Hollywood. Aunque quizá no era la memoria
racial o la fe judía como tal lo que resultaba más destacable de los "padres
fundadores" de Hollywood. La paradoja de estos americanos de primera generación
es que tuvieron un papel tan preponderante en la transformación de la producción
cinematográfica en el cártel conocido como el sistema de estudios de Hollywood
precisamente porque ejercieron una influencia cultural sobre los gustos de las
masas al tiempo que decían no dedicarse a otra cosa que a los negocios. Pues si
no "inventaron Hollywood" totalmente a base de reprimir y negar su propio lugar de
origen y su herencia,3 sí ayudaron a instalar en el corazón de Hollywood una
ambigüedad en lo tocante a la identidad cultural que ha sido representativa del rol
de los extranjeros en Hollywood desde entonces: o bien asimilarse y convertirse en
americanos al 110%, o bien ser europeos y exóticos, ¡pero también al 110%! Una
asimetría y exceso semejantes podrían representar de hecho dos formas ocultas
que sintetizan esta relación en un "núcleo" que es en sí mismo la proyección de
diferentes clases de otredad, insinuando que las cuestiones de los exiliados y la
identidad racial, de la tierra natal y Hollywood, se tienen que considerar en un
contexto más amplio.
El campo de fuerza contradictorio tal vez sea más perceptible entre los alemanes
exiliados en Hollywood, posiblemente el grupo más amplio, o como se señaló antes,
aquel del que más se ha escrito. Dos factores vienen a complicar la historia de los
alemanes en Hollywood: procedían de un país que, al menos en la década de 1920,
podía jactarse de poseer una industria cinematográfica fuerte, pero también
procedían de un país que era un paria en el terreno de la política. Asociado con la
guerra, la agresión y la brutalidad prusiana tras la I Guerra Mundial, en la década de
1930 se convirtió en el país que perseguía abiertamente a los judíos. En
consecuencia, dos narrativas dominantes competían por la credibilidad. Una se
centra en las décadas de 1930 y 1940 y cuenta la historia de adelante hacia atrás,
con los exiliados-refugiados que huyeron de Europa para escapar a una dictadura
fascista y a la guerra, sólo para ser humillados en Hollywood por magnates del cine
tiránicos, incultos y maleducados como Louis B. Mayer, Darryl Zanuck y Harry
Cohn.
Esta explicación fue sustituyendo gradualmente a otra, centrada también en la
guerra. La misma veía a los alemanes como invasores e integrantes de una avalan-
cha, términos que se usaron por primera vez cuando El gabinete del doctor Caligari
(Das Kabinett des Dr. Caligari, 1919), de Robert Wiene, y Madame Dubarry (Ernst
Lubitsch, 1919) resultaron rentables para sus distribuidores (americanos), pero las
metáforas aluden a clichés militaristas nacionales presentes en la mente de todos a
partir de 1918, cuando se produjo una resistencia sustancial contra la importación
de películas alemanas. La prensa especializada de la época estaba encantada con
semejantes expresiones belicosas, que alcanzaron su clímax cuando Ernst Lubitsch
llegó para quedarse trayendo consigo su séquito de la UFA al completo. David
Robinson, en Hollywood in the Twenties, se hizo eco de aquella atmósfera al
escribir: «Ernst Lubitsch, el más exitoso y perdurable de los invasores extranjeros»,
y John Baxter prosigue con el mismo tema: «La llegada a Nueva York el 24 de
diciembre de 1921 de Paul Davidson y Ernst Lubitsch, así como el aterrizaje más
rutilante de Pola Negri unas pocas semanas después [fueron los] precursores de
una avalancha que cambió de modo fundamental la industria americana del cine».4
Y añade un tanto alegremente, unas páginas más adelante, que la avalancha acabó
siendo "repelida", ya fuera porque los directores «cayeron en desgracia», ya porque
Hollywood «arruinó el talento europeo más brillante».5 *
Podría decirse que la afirmación de Baxter, así como sus exoneraciones de res-
ponsabilidad, son una exageración, y ciertamente trataré de presentar un caso
levemente distinto. Por ejemplo, si la jerga militar sobre los "invasores" posee
alguna justificación, resulta más aplicable a Hollywood que a Alemania: durante la
década de 1920, las campañas eran planeadas y conducidas por los ejecutivos de
los estudios, llegados a Europa para lo que Fritz Lang llamaba "caza de trofeos",
siendo el objetivo derrotar al adversario haciéndose con sus mejores talentos para
explotarlos internacionalmente. En uno de aquellos viajes para adquirir talentos,
Harry Warner "compró" en Berlín a Michael Kertesz, quien se había refugiado en
Alemania procedente de Hungría tras el hundimiento del Imperio Austrohúngaro, y
que en Hollywood se transformó a sí mismo en Michael Curtiz, el más fiable e
inspirado de los directores contratados por la Warner, para la que dirigió unas
cincuenta películas en veinte años, entre las que se contaban una versión en len-
gua alemana de la película La fiera del mal (Moby Dick, 1930), de Lloyd Bacon
(Dámon des Meeres, 1931) y (mucho después) la película de exiliados preferida por
todo el mundo, Casablanca (Casablanca, 1943). Por otra parte, las vacaciones esti-
vales de Cari Laemmle durante la década de 1920 en las poblaciones balnearias de
Marienbad y Carlsbad (en la actualidad checas) constituían ocasiones tristemente
célebres en el transcurso de las cuales la gente del cine de Berlín se desesperaba
con la esperanza de obtener un contrato de trabajo con la Universal.6
Sin embargo, Baxter introduce una cuestión importante de pasada: al hablar
sobre los exiliados del negocio del cine se puede cometer el error de referirse úni-
camente a los directores, cuando lo que Hollywood anhelaba era la popularidad (en
el mercado europeo) de ciertas estrellas que los directores podrían "proporcionar"
(aparte de Pola Negri, Lubitsch llevó también consigo a Emil Jannings, mientras que
Mauritz Stiller hizo lo propio con Greta Garbo). Hermann Weinberg, en El toque
Lubitsch, supo ver también la naturaleza del negocio: «La 'invasión' extranjera había
dado comienzo, si bien nunca se trató de una invasión auténtica, puesto que el
contingente europeo había sido invitado de uno en uno, más aún, atraído para que
.viniera. Así pues, pisándose los talones, pronto se presentaron Emil Jannings,
Conrad Veidt, Erich Pommer, Alexander Korda, Paul Leni, Lothar Mendes, Lya di
Putti, Karl Freund, Lajos Biro, Friedrich Murnau, E. A. Dupont, Ludwig Berger,
Camilla Horn y muchos otros; estrellas, directores, camarógrafos y escenógrafos,
que privaron a la UFA de muchos de sus mejores talentos».7
Hasta con los mejores talentos el objetivo era rodar películas destinadas a pene-
trar en los mercados nacionales extranjeros a costa de los productores autóctonos.
Por ejemplo, en calidad de asistente personal de Lubitsch vino un joven llamado
Heinz Blanke, que se convertiría, entre bastidores, en uno de los intermediarios más
importantes en el trasiego entre Berlín y Hollywood, erigiéndose entre 1933 y 1962
en el productor clave para la Warner Brothers bajo dirección de Hal Wallis.
El sentimiento contrario a Hollywood de Weinfeerg ha sido adoptado por otros
autores, como Siegfried Kracauer y Lotte Eisner, quienes hablan de un éxodo, un
desagüe que deja la industria cinematográfica alemana desierta y exhausta. En este
punto el argumento económico se funde con el argumento político, pues ello implica
la noción de un declive brusco de la industria alemana del cine en los últimos años
de la década de 1920, que condujo inevitablemente a su extinción artística en 1933.
Sin embargo, como ya señaló George Huaco, esta explicación no puede ser cierta,
toda vez que las películas realizadas en Alemania a finales de la década de 1920 y
principios de la de 1930 -Menschen am Sonntag (Billy Wilder- Robert Siodmak-Fred
Zinneman, 1929), El ángel azul (Derblaue Engel, Joseph von Sternberg, 1930), El
congreso se divierte (Der Kongress Tanzt, Eric Charell, 1931), M, el vampiro de
Düsseldorf (M, Fritz Lang, 1931), La comedia de la vida (Die Dreigroschenoper,
G.W. Pabst, 1931), Vampyr (C. T. Dreyer, 1932), Kuhle XVampe (Hans
Eisler/Slatan Dudow, 1932), por nombrar sólo unas cuantas- son estéticamente tan
importantes, temáticamente tan audaces y estilísticamente tan diversas como
cualquier película producida al mismo tiempo en Hollywood, sin contar el hecho de
que aquellas películas, entre otras, aseguraron que la industria cinematográfica
alemana fuera más estable en términos financieros y obtuviera un mayor éxito
internacional que en cualquier otro momento de su historia. Los beneficios logrados
con una serie de musicales producidos por Ernst Pommer y dirigidos en su mayor
parte por Hanns Schwarz, Karl Hartl y Gustav Ucicky (que siguieron allí) bastaron
para mantener los balances de la UFA con superávit, a pesar de las inversiones
colosales del estudio en su conversión al cine sonoro.8
Teniendo en cuenta el modo hostil en que los críticos vanguardistas tendieron a
reaccionar ante la irrupción del sonido, cabe preguntarse si el argumento político del
éxodo a partir de 1933 podría no haber sido alimentado por el prejuicio estético.

¿OLEADAS SUCESIVAS?

Por consiguiente, una valoración fundada más históricamente en torno a la rela-


ción Alemania-Hollywood no puede ser puramente económica o política. Las dos
narrativas dominantes, "Invasión alemana" y "Refugiados alemanes", se contradicen
y complementan al mismo tiempo justamente porque se mantuvieron unidas en otro
nivel -el imaginario racial-, en el que el dilema de los alemanes de las décadas de
1920 y 1930 se corresponde con la situación de los "padres fundadores" de la
década de 1910. De ahí el interés por seguir la lógica cultural peculiar sustentadora
de los intercambios. Empezando por el intercambio económico: si los alemanes no
constituyeron una avalancha, podemos compararlos con oleadas, aunque es
preciso distinguir unas de otras. Lubitsch, en 1921, podría ser la cresta de la
primera, y Murnau encabezó la segunda en 1925. Este fue importado tras el éxito
de El último (Der letzte Mann, 1924) con el cometido más específico de llevar a
Hollywood los valores del "cine de arte y ensayo",9 mientras que tras él figuraban
aquellos a quienes Hollywood consideraba como especialistas en estilos o nichos
de mercado particulares, como E. A. Dupont y Paul Leni, ambos, al igual que
Murnau, conocidos por films europeos muy innovadores pero también impe-
netrables (El hombre de las figuras de cera [Waxworks, 1924], Variété [1925]). Las
motivaciones de Dupont y Leni eran ante todo económicas, o profesionales en
grado mínimo: Hollywood hacía películas con presupuestos más altos, en estudios
mejor equipados, para públicos más amplios.
Junto con los directores con alguna experiencia, como Lothar Mendes y Ludwig
Berger, aquella ola también llevó consigo al sur de California a aventureros sin
apenas experiencia previa, como Fred Zinnemann, o con experiencias diversas,
como Edgar Ulmer, quien primero visitó a Max Reinhardt en 1923 como asistente,
luego regresó como parte de la troupe de Murnau en 1925 y volvió a Alemania en
1929, únicamente para probar una vez más suerte en Hollywood como director de
arte en 1931, hasta que comenzó a irle bien con Satanás (The Black Cat, 1933) y
dio con un nicho especializado como el director más importante de películas
ucranianas y yiddish entre 1935 y 1940. Así pues, estos realizadores no eran ni
pobres inmigrantes huidos de su país para escapar del hambre en busca del sueño
americano, ni exiliados o refugiados políticos, sino artistas y profesionales del cine
que se sintieron atraídos por las oportunidades en lo relativo a tecnologías, recursos
y beneficios que Hollywood podía ofrecer. La migración o «traslado» es, por tanto,
la primera expresión más destacada del extraordinario dinamismo económico de la
industria del cine en general durante mediados y finales de la década de 1920, y del
indiscutible carácter internacional en todos los niveles de su funcionamiento, ya
fuera la producción, la distribución o la exhibición.
Nada pone esto más claramente de manifiesto que una nueva «ola» en la
década de 1930, que llevó a Hollywood a William Dieterle, Hans Heinz von
Twardowski y Günther von Fritsch, junto con algunos otros visitantes menos
permanentes. Fueron contratados por Deutsche National, filial en Berlín de Warner
Bros, para realizar versiones en lenguas extranjeras de las películas de Warner,
habiendo sido elegido Dieterle debido al hecho de que podía tanto actuar como
dirigir, y Fritsch porque su conocimiento del español le permitía dirigir versiones
latinoamericanas junto con las alemanas, ahorrando así a Warner el transporte, la
manutención y el alojamiento de la mano de obra importada. De manera que los
alemanes rodaron películas alemanas en Hollywood, al tiempo que también
trabajaban para la industria cinematográfica americana, especialmente en los
mercados en aquel entonces cruciales en el extranjero (europeos, latinos). En un
contexto similar, Dupont logró reactivar su vacilante carrera internacional con la
dirección, entre 1928y 1931, de diversas versiones en lengua inglesa, francesa y
alemana para la British International Pictures, situada en Londres, y su filial
alemana, Südfilm.10
El último ejemplo pone de manifiesto que el combate encarnizado y la creación
de alianzas estratégicas no sólo eran el modus operandi entre Europa y Hollywood,
sino también el de las distintas industrias y productores dentro de cada país. Lo que
hacía que la gente en general y los especialistas se desplazasen de país en país
era a menudo el puro poder del capital necesitado de permanecer en circulación
dentro de los diversos sectores de la industria (internacional) del cine. Este fue
también el caso de la "ola" que llegó a partir de 1933, y a la que con mayor razón
puede llamarse de "refugiados políticos": Fritz Lang, Joe May y Billy Wilder, y más
tarde, en aquella misma década, Robert Siodmak, Curtis Bernhardt, John Brahm y
William Thiele. Un rasgo común que compartían aquellos exiliados es que llegaron
a Los Ángeles no procedentes de Berlín o Viena, sino de París, donde todos ellos
habían dirigido películas, mientras algunos llegaron pasando por Londres, adonde
habían ido con la esperanza de poder regresar a Alemania cuando las cosas
hubiesen mejorado políticamente (lo que se reveló como una esperanza ilusoria).
Pocos habían deseado tener éxito en Hollywood, y todos ellos tuvieron que
rehacerse cultural y profesionalmente para salir adelante.
La escala en París no hace sino acentuar la mezcla de motivaciones económicas
y políticas, porque indica el dominio de la industria cinematográfica alemana sobre
la de Francia desde finales de la década de 1920 y durante toda la década de 1930.
Únicamente la última ola de exiliados durante la década de 1930 y la de 1940
dejaría Europa por razones políticas, en particular Max Ophuls, Jean Renoir, René
Clair (en su huida de la Francia ocupada o bien a través de Holanda), y desde
Alemania Reinhold Schünzel, Frank Wisbar y Douglas Sirk. Estos tres últimos
afrontaron un momento difícil cuando llegaron a América, y no en menor medida
debido a que la comunidad exiliada les miraba con recelo al ser conocidos por
haber realizado films notables y de gran éxito para la UFA tras la llegada al poder
de los nazis, como Víctor y Victoria (Víctor und Viktoria) y Amphitryon (ambas de
Reinhold Schünzel, 1933 y 1935), Anna und Elizabeth y Fáhrmann María (las dos
de Frank Wisbar, 1933 y 1934), La novena sinfonía (SchluB- akkord) y Zu Neuen
Ufern (ambas de Douglas Sirk, 1936 y 1937). El caso más trágico tal vez sea el de
G. W. Pabst, conocido a finales de la década de 1920 y principios de la de 1930 por
sus películas experimentales (Geheimnisse einer Seele, 1926), comprometidas
socialmente (La calle sin alegría [Die freudlose Gasse, 1925]), neorrealistas
(Tagebuch einer Verlorenen, 1929), liberales (Bajo la máscara del placer [Die Liebe
der Jeanne Ney, 1927]) y de un pacifismo crítico (Carbón [Kameradschaft, 1931]).
El también se fue a Estados Unidos en 1934, tras realizar películas francesas y
versiones en esta misma lengua entre 1930 y 1933. Al no convertirse en un éxito A
Modern Hero (1934, rodada para Henry Blanke y Hal Wallis en la Warner Brothers),
Pabst prosiguió dirigiendo en Francia desde 1936 a 1939. Con un billete ya
adquirido para embarcar en el buque Normandía hacia Nueva York, volvió a su
mansión en Austria, donde caería enfermo justo cuando se estaba declarando la
guerra, lo cual aplazó con carácter indefinido su partida. Los historiadores del cine
no le han perdonado por "haber perdido el barco".11
El ejemplo de Pabst subraya más intensamente que las trayectorias errantes de
Ulmer, Bernhardt o Dupont que incluso hablar de "olas" es erróneo, dado que en
buena medida se producía un tránsito en dos direcciones.12 Sobre todo a finales de
la década de 1920 y principios de la de 1930 las trayectorias individuales estaban
sujetas a las contingencias y eran propensas a sufrir traspiés antes de que los
acontecimientos políticos en Europa y el ascenso al poder de Hitler impusieran a
tantas carreras el patrón funesto de la persecución, el éxodo y la ruina de las pers-
pectivas. Aunque los cambios en Alemania a partir de 1933 afectasen a cualquier
personaje público, fueron a menudo los actores, los escritores, los compositores y
los cantantes quienes sufrieron más en carne propia el fascismo y el antisemitismo
como amenaza para sus vidas y para su sustento: ellos constituyeron el núcleo
principal de los refugiados políticos. Los directores, sobre todo aquellos con una
reputación ya creada, tenían contactos en el extranjero, conocían las técnicas bási-
cas y la tecnología disponible en cualquier parte para hacer películas, y muchos
conocían la forma de trabajar en otros estudios, por no hablar de que, a diferencia
de escritores o actores, la lengua apenas constituía un obstáculo. No cabe duda de
que la mejora de las comunicaciones y de los viajes marítimos durante la década de
1920 produjo una corriente bidireccional ininterrumpida entre Europa y Hollywood.
John Baxter se refiere a ello cuando escribe: «Muchos fueron a Hollywood -se hace
difícil hallar un solo director europeo importante en aquel período que no hiciese al
menos una visita de cortesía a Los Ángeles-, pero sólo una fracción [...] se quedó
allí».13
Esta no es toda la película: tras los directores están los productores. Ya nos
hemos referido al rol de Paul Davidson para llevar a Lubitsch a Hollywood, 14 y Pabst
pudo trabajar en Francia gracias a su dilatada asociación con Ñero Film, de
Seymour Nebenzal, que tenía relaciones con Warner Brothers y Pathé Nathan. Pero
los vínculos estrechos que la comunidad de directores de cine alemanes tenía con
París, Londres y Los Ángeles eran producto en gran medida de la enorme red de
contactos y los viajes incesantes de un solo individuo: Erich Pommer, el jefe de
producción en la UFA durante gran parte de la década de 1920, quien comenzó
como representante alemán de Gaumont, trabajó para Eclair, firmó contratos con
Paramount y MGM y produjo en la década de 1930 películas para Fox en Francia y
Estados Unidos, con Korda en Inglaterra, hizo viajes frecuentes entre Londres y Los
Ángeles durante gran parte de la década de 1940 y regresó a Alemania como
funcionario de Estados Unidos para reorganizar la industria cinematográfica de
Alemania Occidental en 1947. Si por un lado es la lógica impersonal, abstracta, del
capital la que genera la necesidad de competir, colaborar e intercambiar, y la
energía para hacerlo, por otro lado, el motor que mantuvo las puertas giratorias en
movimiento fue la personalidad carismática de Pommer; ya fuese directa o indi-
rectamente.15

LA DINÁMICA DE INTERCAMBIOS DESIGUALES

Pero se impone una pregunta: ¿en qué consiste finalmente el intercambio con
arreglo a este patrón de intercambios desiguales y no equivalentes? ¿Qué libro de
contabilidad de ingresos y pérdidas registra de veras los resultados? ¿Se trata de
bienes, prestigio, servicios, experiencia, mercados, conocimiento, patentes? Si
prestamos atención al artículo más tangible, las películas, es obvio que muy pocos
de los films alemanes del llamado cine alemán eran un éxito de público o ni siquiera
de crítica. Tras la oleada de emoción suscitada por El gabinete del doctor Caligari
no sólo la prensa adoptó una actitud más crítica. Como observa Baxter: «En el
tiempo en que Leidenschaft (1925), Ana Bolena (Anna Boleyn, 1920) y la película de
Buchowetzky Danton (1921), así como las restantes superproducciones históricas
rodadas en la posguerra, se habían estrenado en Estados Unidos, había decaído
mucho el entusiasmo de Hollywood por las películas alemanas. Al haber adquirido
cualquier nueva producción, sin que importara su fama, para no permitir que cayese
en manos de sus competidores, los estudios contemplaron alarmados sus
rebosantes carteras».16
Baxter continúa citando partes de una entrevista con un jefe de producción de
Famous Players/Paramount que en 1922 fue responsable del nuevo montaje de la
serie de 8 capítulos La dueña del mundo (Die Herrin der Welt, 1921), de Joe May,
para el mercado americano. Rechazando las películas alemanas por su «forma, de
la que se reiría hasta el aficionado más inexperto del cine americano», cree que «la
manera de pensar de los alemanes es incapaz de condensar […]. El montaje parece
un arte absolutamente desconocido en el estudio de cine alemán». Una respuesta
en parecidos términos, aunque más famosa, fue "Germán Film Revisión Upheld as
Needed Here", de Randolph Bartlett, publicado en The New York Times el 13 de
marzo de 1927, una justificación de la decisión de hacer un nuevo montaje de
Metrópolis (Metrópolis, 1926). Bartlett sostenía que la versión americana con un
montaje y un título nuevos "extrae la idea verdadera" de la película que en cierto
modo Lang no había logrado transmitir en la obra original. En cuanto a las estrellas,
ni siquiera Emil Jannings fue capaz de mantener una carrera en Estados Unidos en
la década de 1930, mientras Pola Negri, más famosa por su idilio con Rodolfo
Valentino y las peleas con Gloria Swanson que por sus películas americanas,
anduvo entre Hollywood y Alemania a lo largo de las décadas de 1930 y 1940.
Sin embargo, al centrar el interés en la fortuna que tuvieron películas, estrellas y
directores en Estados Unidos se descuida que la batalla no solía librarse en>modo
alguno por el mercado americano, sino por la influencia americana sobre los
públicos de Europa Occidental, América del Sur y la Europa del Este. Como daban
a entender las inversiones realizadas en un principio en las versiones en múltiples
idiomas que se rodaban en Hollywood y en el estudio de Paramount en Joinville, en
las afueras de París, la industria americana del cine siempre se mantuvo vigilante
en lo tocante a su rol hegemónico en el ámbito de las exportaciones, amenazado, o
así lo parecía, por la irrupción de las películas sonoras. Los drásticos cambios
técnicos y financieros en la industria que conllevaba la adaptación al sonido hacen
doblemente difícil construir la narrativa de la emigración del cine a Hollywood
alrededor de las personalidades más notables. Durante la década de 1920, los
profesionales de la industria cinematográfica se trasladaron a Hollywood y su
influencia fue en cierta forma más duradera y profunda que la de los directores o las
películas. Se podía disponer de camarógrafos como Karl Freund, Theodor Sparkuhl
o Eugen Schufftan, de directores de arte como Hans Dreier y Ali Huber, de
compositores como Erich W. Korngold, Franz Waxmann, Max Steiner o Dimitri
Tiomkin: cada uno de ellos tuvo una carrera muy personal en Hollywood, y es difícil
subestimar su contribución en sus respectivos campos, algo que sabe la industria
aunque no siempre el público en general.
Karl Freund, por ejemplo, es una figura que merece ser objeto de un estudio a
fondo. Tras ejercer de responsable de los trabajos de cámara en El último, Varieté y
Metrópolis, Freund , además de convertirse en un director de fotografía fundamental
para Universal y MGM y en director de ocho películas (entre las que se cuentan
clásicos como La momia [The Mummy, 1932] y Las manos de Orlac [Mad Love,
1935]), participó como activista en la Society for Motion Picture and Televisión
Engineers, y después de la guerra trabajó en televisión como director de fotografía
de Lucille Ball para la Desilu Company. Freund había adquirido además -desde
mediados de la década de 1920- patentes importantes en materia de tecnología del
sonido, el color y los instrumentos ópticos. Explotó comercialmente estas patentes
mediante su propia empresa, Photo Research Corporation, que a su vez mantenía
sólidos vínculos con las industrias militares de Estados Unidos dedicadas a los
sistemas armamentísticos guiados.
Así pues, si Freund contaba con varias identidades "visibles" e "invisibles" en su
condición de exiliado político -moviéndose con parecida desenvoltura entre sus
roles de director de cine, director de fotografía, inventor, poseedor de patentes y
hombre de negocios, y convirtiéndose en un experto camaleón en el juego de la
supervivencia en el sur de California-, el caso de Henry Blanke, ya mencionado, es
especial puesto que la suya fue una carrera conducida casi por completo al margen
de la atención del público, dentro de la ballena, por así decir. Su longevidad en el
entramado de la producción de Warner Brothers arroja una luz fascinante sobre las
fuerzas que controlaban o cuanto menos influían en el destino de muchos de los
exiliados políticos alemanes. Después de trabajar para Lubitsch hasta 1926, Blanke
fue a Berlín para ser el jefe de producción en Metrópolis, otra señal de que la UFA
concibió esta película ya desde el principio con la mente puesta en el mercado
americano. Regresó a Warner en 1927, únicamente para ser enviado de vuelta a
Berlín en 1928 cuando la productora abrió su propia oficina en Alemania (Deutsche
First National). Blanke conoció allí a William Dieterle, quien rodó Der Heilige und ihr
Narr (1928), uno de sus mayores éxitos, para First National, al tiempo que trabajaba
para la filial alemana de otra empresa americana, Deutsche Universal, dirigida por
Joe Pasternak. Con la introducción del sonido en los cines de estreno alemanes en
1929, Hollywood llamó de nuevo a Blanke para que éste supervisara las
producciones en lengua alemana, para las cuales contrató a Dieterle. Por su parte,
Dieterle no veía la hora de aceptar tras haber contraído deudas importantes en un
contrato con la compañía Silva Film. En los archivos del Bundesarchiv/Film Archiv
Berlin se puede examinar una orden de arresto expedida para detener a Dieterle,
fechada en julio de 1930, aproximadamente en el mismo momento en que el
Thüringer Allgemeine Zeitung informaba de su "Vuelo imprevisto a América". Un
mes después, la revista especializada berlinesa Film Kurier aún publicó un anuncio
de First National en el que se mostraba a Dieterle, su mujer y otros actores
alemanes y franceses alejándose de la locomotora de un tren que acababa de
entrar en la estación de Los Ángeles. En los archivos de Dieterle de la Berlin
Kinemathek se conserva también la copia de un acuerdo extrajudicial fechado en
enero de 1931, según el cual la oficina de Warner Brothers en Nueva York se
comprometía a darle trabajo por un plazo de 40 semanas a razón de 400 dólares
semanales para Silva Film en Berlín, mientras Dieterle percibiría únicamente un
salario semanal de 200 dólares.
El episodio subraya de manera precisa la permutación entre las empresas ale-
manas y las americanas, así como el estatus de Dieterle como "jornalero" la primera
vez que llegó a Hollywood. Irónicamente, la razón por la que Silva Film pudo
reclamar tan elevados perjuicios debido al incumplimiento del contrato (dos millones
de marcos alemanes de la época al principio, si bien terminaron acordando, al
parecer, ochenta mil marcos) fue que Dieterle, como actor y director de primera
línea, tenía tirón en taquilla. Blanke continuó trabajando con Dieterle en muchos de
los biopics más famosos de éste (The Story of Louis Pasteur, 1936; The Life of
Emile Zola, 1937), pero Dieterle tenía que saldar sus deudas con Warner dirigiendo
varios remakes de películas de sus antiguos colegas alemanes, como Ihre Majestát
die Liebe (que se convertiría en Her Majesty Love, 1931), de Joe May, Ihre Hoheit
Befiehlt (que se convertiría en Adorable, 1933), con guión de Billy Wilder, y Madame
Dubarry (convertida en Madame Du Barry, 1934), de Lubitsch. Al mismo tiempo,
Dieterle dirigió también algunas de las películas más trepidantes, repletas de acción
y desternillantes de la etapa anterior al código Hays de Warner Brothers, como The
Last Flight (1931), Jewel Robbery (1932) o Lawyer Man (1932). Su antiguo maestro
Max Reinhardt aceptó tras llegar a Hollywood codirigir con él El sueño de una noche
de verano (A Midsummernight's Dream, 1935). La película se convirtió en un éxito
de prestigio para Warner Brothers y mejoró la imagen del estudio, al tiempo que
rescataba a Dieterle de su inefable permanencia como director de películas de serie
B, tras haber sido un director de prestigio en Alemania. Refugiado o aventurero,
"atraído" o desesperado por recibir una llamada telefónica de Hollywood, ¡la prensa
berlinesa no dejaba de burlarse! Pero aunque no se tratase de judíos ni de una
importación prestigiosa procedente de Europa, nadie acogió mejor en Hollywood a
los refugiados políticos alemanes que Dieterle y su mujer, quienes utilizaron toda su
influencia para obtener visados de entrada o contratos para alemanes en apuros.
La tarea inicial de Dieterle -realizar versiones de films alemanes para el mercado
americano- pone de relieve un rasgo común en las carreras de los exiliados ale-
manes y germanohablantes. Comprensiblemente, muchos trataron de vender a los
estudios temas o tratamientos que ya habían tenido en éxito en Europa. Un buen
ejemplo es el dramaturgo y guionista Lajos Biro, originario de Hungría. Biro vendió a
Lubitsch la obra en la cual se basaba La frivolidad de una dama (Forbidden
Paradise, 1924), realizada por Otto Preminger como La zarina (A Royal Scandal,
1945); escribió Hotel Imperial (Hotel Imperial, 1927), la primera producción en
Hollywood de Erich Pommer y con dos versiones más, una de ellas de Billy Wilder,
Cinco tumbas al Cairo (Five Graves to Cairo, 1943), y regresó a Londres con
Alexander Korda para escribir La vida privada de Enrique VIII (The Private Life of
Henry VIII, 1933), inspirada en Ana Bolena, que Lubitsch había dirigido en 1920.
Aquellas redes gestadas a partir de vínculos raciales, explotación de la cultura
común y aprovechamiento de las relaciones de parentesco, adquirieron tan mala
fama que Alexander Korda puso en su mesa de trabajo un letrero en el que se leía:
«No basta con ser húngaro». El reverso de la comunidad unida, la cual contaba con
todos pero también los vampirizaba, lo constituían a menudo enemistades y riva-
lidades personales enconadas entre los exiliados, sobre todo a finales de la década
de 1930. El compositor Kurt Weill, por ejemplo, que se convirtió en uno de los
"asimilacionistas" de mayor éxito, detestaba con toda su alma los encuentros
ocasionales con colegas refugiados, denominando las veladas que pasaba con ellos
"noches en el sótano de las momias" y quejándose del «execrable alemán que allí se
hablaba», «esa mezcla espantosa de húngaro y vienés», al tiempo que se lamentaba
del hecho de que la conversación tuviese como invariable objeto el chismorreo sobre
otros exiliados.17

VIEJO MUNDO, NUEVO MUNDO

Por supuesto, esta clase de historias son archiconocidas desde siempre entre
las comunidades emigradas a cualquier parte: ilustran dependencias dolorosas,
desarraigo y la necesidad perversa de reafirmar la identidad de cada uno ante el
destino común. Pero muy especialmente en los círculos de artistas e intelectuales -
donde a la actitud inmigrante de intentar mezclarse con la cultura anfitriona para dar
un valor positivo a una decisión impuesta por las circunstancias externas se oponen
el resentimiento derivado de la pérdida de prestigio y la nostalgia por el estatus de
que se disfrutaba en el lugar de procedencia, un fuerte recelo frente a los valores
americanos en general y muy particularmente los de Hollywood- convirtieron en
poco menos que inverosímil la integración. Personalidades con ideas tan
contrapuestas como Bertolt Brecht y Thomas Mann, Theodor W. Adorno y Lotte
Lenya, Arnold Schoenberg y Hanns Eisler estaban de acuerdo en una cosa: que
Hollywood representaba la cultura en su expresión más corrupta, venal e hipócrita.
¿Cómo podía manifestarse, en la obra que los exiliados podían llevar a cabo, tal
insistencia en la diferencia en medio de lo que había en común y el consentimiento
tácito en medio de la divergencia? ¿Encarnaba la conciencia dividida su propia
coherencia, o las líneas de falla visibles en las películas de las que los alemanes
eran productores, autores, directores o lo que fuera constituían una aportación
genuina? En el contexto de la "contribución" alemana a Hollywood por excelencia, el
llamado cine negro, he abogado por un modelo de "influencia" más prudente, y por
tanto razonado; que determinista.18 No es sólo que los distintos cuadros de
profesionales foráneos o exiliados causaran impacto en la industria cinematográfica
en grados diversos y a menudo de formas inesperadas -como en los casos de Karl
Freund o William Dieterle, ya mencionados-; la lógica de tal impacto es además tal
que aún hay que encontrar los términos adecuados. Lo que puede decirse es que el
paradigma "cultural" transforma y además es expresión de los determinantes
económicos y políticos. De ahí mi propuesta de llamarlo un "imaginario" para indicar
una relación entre clases de seres en los que no se puede pensar como si fueran
contiguos o complementarios, mientras que no obstante muestran la fuerza
vinculante de una fantasía sostenida mutuamente. Ya he señalado la ambivalencia
existente entre el mundo del cine de Berlín de la década de 1920 y Hollywood,
reflejo de la ambivalencia de la Alemania de Weimar en relación con «América» en
general.
Únicamente contra ese telón de fondo de una rivalidad cultural compleja entre
las dos naciones más poderosas y poderosamente modernizadoras del mundo es
posible trazar algunas de las actitudes contradictorias de las distintas "olas" de
exiliados, proporcionándonos de este modo el "terreno" sobre el cual, por ejemplo,
las mismas películas se pueden interpretar como las "figuras". El proceso queda
bien ilustrado con un director de la "primera ola" como Ernst Lubitsch, quien
representa los rasgos más notables del intercambio cinematográfico germano-
americano. Mientras el atractivo de América para Lubitsch era vivir en una sociedad
que se había adentrado con éxito en una era de revolución y modernización
incesantes en la industria, los estilos de vida y los inventos técnicos, de los cuales
se desprendía la fascinación por la velocidad, el ingenio y la energía, lo que América
pretendía de Lubitsch no tenía nada que ver con eso. Teniéndose a sí mismo por el
director más americano de Alemania, con sátiras de la "americanitis" como La
princesa de las ostras (Die Austernprinzessin, 1919), Hollywood le necesitaba para
ser un europeo acérrimo.
Una vez llegado a Estados Unidos, Lubitsch, como otros exiliados "de renombre"
llegados a Hollywood con una reputación internacional, se percató de que para el
Nuevo Mundo ellos representaban el Viejo Mundo: vieron que Hollywood anhelaba
imágenes de una Europa creada por la nostalgia, la diferencia de clases y la
fantasía romántica. Obligados a recrear e imitar una versión del mundo que habían
dejado atrás, los directores se dieron cuenta de que su trabajo anterior en Alemania
no les servía de mucho para hacer carrera en América. En este contexto, Viena se
convirtió en un punto de referencia primordial, el símbolo dominante y el significante
clave de "Europa" para América, comparable únicamente a la función que
desempeñaba París. Lubitsch, berlinés hasta la médula, tenía que recuperar sin
cesar Viena y los Balcanes, revirtiendo así el proceso histórico por el cual una
legión de directores, productores y escritores -desde los hermanos Korda a Michael
Kertesz, desde Joe May y Fritz Lang a Billy Wilder y Emeric Pressburger- habían
llegado a Berlín para escapar de la decadencia de Viena y la realidad decrépita del
Imperio austrohúngaro ya en su desmoronamiento.
La afinidad secreta que existía entre Hollywood, por una parte, y Viena o París,
por la otra, se basaba en el hecho de que eran sociedades del espectáculo,
ciudades de la apariencia y el show. La decadencia de la monarquía de los
Habsburgo debe verse en el concepto de la suplantación omnipresente en muchos
sentidos, de fingir estar en posesión de unos valores y un estatus cuya credibilidad
no se basaba en la sustancia sino en una actuación convincente, en persuadir a los
demás para que considerasen como realidad lo que no era sino apariencia. Que
hay una base histórica en esta construcción se percibe cuando uno piensa en Viena
como una ciudad crisol, en la cual los conflictos de clase y las tensiones étnicas
están velados por una especie de permeabilidad entre clases, un estado de cosas
dramatizado de la forma más sucinta en las operetas, donde el lumpenproletariado
y la aristocracia pueden encontrarse disfrutando de los mismos lugares, no en vano
tenían un mismo enemigo: la burguesía trabajadora, orientada a la producción y en
ascenso. De igual modo, el París que atraía a Hollywood era el París de Jacques
Offenbach, el compositor de operetas, durante el período anterior a 1848, el final de
la Restauración y antes de la Revolución. El poder de Viena como significante
persigue a los exiliados hasta bien entrada la década de 1940: Max Ophuls no
procedía de Viena más que Lubitsch, pero también él se convirtió en especialista
del encanto vienés, una elección claramente anterior a su trabajo en Hollywood,
como ponen más que de manifiesto sus películas desde la década de 1930.
Erich von Stroheim y Josef von Sternberg son buenos ejemplos de una inversión
más drástica de significantes: pasándose por aristócratas europeos, hicieron de su
personalidad una marca, compuesta, al menos de puertas afuera, con los símbolos
de un dandy a la antigua usanza en el caso de Sternberg. De Stroheim, con sus
botas, su monóculo, su linaje pseudomilitar, hubiera podido decirse que encarnaba
el principio vienés de la perfección más absoluta: hijo de un sombrerero inmigrante
pobre, vivió no ya la ficción de ser un aristócrata sino la de ser un aristócrata
austrohúngaro, redoblando las connotaciones de fingimiento, de estilo y actuación,
que trasladaba de los papeles interpretados en la pantalla a su biografía, y eligiendo
para su vida y su obra una modalidad donde las imitaciones prusianas y las
austríacas no pasaron en modo alguno por contradictorias (como lo eran en la
historia), sino que prácticamente vienen a anular la falsedad de cada una,
resultando de ello un personaje plenamente convincente.
Sternberg rodó una película con Emil Jannings que, en un contexto a todas luces
diferente como el de la revolución rusa, aborda sin embargo de una manera muy
conmovedora este tema: no fue otro que Lajos Biro quien escribió el guión de The
Last Command (1928). La película trata de un general del zar que, viviendo como
refugiado político en Estados Unidos tras haber huido de los bolcheviques, sólo
puede ejercer de figurante de Hollywood en Los Ángeles. El destino quiere que le
contraten en una superproducción anticomunista sobre la heroica resistencia, hasta
el último aliento, de un batallón del ejército blanco. Al observar a un actor de
Hollywood en el papel de un general zarista, la pesadumbre que le produce la burda
interpretación le empuja a abalanzarse sobre el director y a explicarle quién es él
"en realidad". El director termina por ceder, y -vestido una vez más con todas sus
galas militares- el general, convertido primero en indigente y luego en figurante,
puede sufrir ante la cámara la muerte heroica en el campo de batalla que la vida le
había negado tan ignominiosamente.
Otros directores de origen europeo se promocionaron también como versiones
más o menos sutiles de estereotipos nacionales: pensemos en Chaplin o Hitchcock,
y en un registro menor en Dieterle, quien gustaba de ponerse guantes blancos
impolutos en el plato durante el rodaje de sus películas de la década de 1930. La
máquina publicitaria de Hollywood aseguraba no sólo que el yo íntimo pudiera ser
consumido como mito, sino además que éste fuera un mito muy codificado y, por
tanto, reconocible de inmediato.

CLICHÉS EN EL AIRE

La historia de los exiliados del cine alemán supone así un doble alejamiento: de
su propio hogar y del punto de vista que sus anfitriones americanos tienen del
mismo. La consecuencia es una especie de esquizofrenia que propicia una doble
perspectiva, también, sobre la sociedad americana, donde la admiración, el cinismo,
la hipocresía y la crítica feroz pugnan por imponerse. En este sentido, el dilema de
los exiliados reproduce la actitud cultural de los "pioneros" que crearon Hollywood:
¿reprimieron éstos su identidad racial o bien ésta les dio una visión más aguda de
lo que significaba ser americano?
Muchas de las biofilmografías de los exiliados apenas se entienden si no se tie-
nen presentes el comercio y el trueque (programados desde un punto de vista eco-
nómico e industrialmente cinematográfico) que he tratado de esbozar antes. Pero es
preciso leerlas también a la luz de ese otro movimiento, de mal conocimiento y
reconocimiento, a lo largo de la brecha que separa los dos tipos de imaginarios,
representados por la idea europea de América y la idea americana de Europa. Pues
aunque un biógrafo pueda sentirse especialmente tentado de construir la
unidimensionalidad de una vida vivida conforme a la suerte de los inmigrantes, los
exiliados, los aventureros y los expatriados, tal vez sea mucho más coherente
suponer que muchos de ellos vivieron varias vidas paralelas -excepto el caso
aislado sin apenas relación- y que cada "vida" respondía con alguna lógica a los
requisitos derivados de una exigencia particular histórico-cinematográfica o
económico- cinematográfica.
Dos casos llamativos en los que el mal conocimiento tuvo un papel crucial son
los comienzos americanos de Joe May y E. A. Dupont. May, un exiliado a su pesar,
llegó a Estados Unidos procedente de París con Pommer, para quien su arribo en
1933 era más importante que el de 1926, cuando había sido tentado por la nueva
dirección de la UFA para que regresara a Berlín. Music in the Air (1934), que
Pommer y May realizaron para Fox (prosiguiendo su conexión Fox-Europa), era en
gran medida un proyecto de exiliados, con Billy Wilder de coguionista y Franz
Waxmann de músico. Pommer había querido que alguien desconocido pro-
tagonizara la película, pero el estudio insistió con Gloria Swanson. Las películas de
May, entre ellas su exitosa Asphalt, de 1928, eran completamente desconocidas en
Estados Unidos -lo que quizá fuese una bendición a la luz de los comentarios nada
complacientes a propósito de La dueña del mundo (Die Herrín der Welt, 1919)- y él
sólo podía señalar una obra reciente suya que había sido objeto de una versión en
Warner Brothers, la ya mencionada Ihre Majestát die Liebe.
La película no tuvo éxito, aunque debe decirse que su estreno coincidió con la
profunda crisis financiera de Fox, a consecuencia de la puja por Paramount, que
supuso a la postre que Twentieth Century y Zanuck se hiciesen con el control de la
empresa. Music in the Air es interesante como proyecto, y no sólo por los beneficios
obtenidos con varias de las películas Pommer/UFA que causaron sensación en los
Estados Unidos, como El congreso se divierte, Ein blonder Traum (1932),
Liebeswalzer (1930) y algunos de los otros primeros musicales sonoros que con la
UFA, como se ha indicado, estaban dejando huella en el mundo y equilibrando sus
balances. Music in the Air tenía además el aliciente añadido de estar basada en un
éxito de Broadway de Jerome Kern y Oscar Harnmerstein, el cual, justamente, tomó
por argumento un escenario del "Viejo Mundo" y un típico enredo de opereta. Lo
que se estaba intercambiando en esa película realizada por europeos y adaptada de
un musical americano eran estereotipos nacionales en forma de cumplidos
culturales mutuos, y tal vez el film debería haberse titulado "Clichés culturales en el
aire". May no tuvo una segunda oportunidad hasta 1937 y, aparte de unos pocos
encargos en la década de 1940, no puede decirse que tuviera una carrera
cinematográfica en Hollywood. Incluso su otra empresa, un restaurante llamado -
¿de qué otra manera hubiese podido llamarse?-The Blue Danube, no salvó ni a él ni
a su esposa de la penuria más desesperada y lacerante.
También Ewald André Dupont vio su carrera de director de cine tambalearse en
el Hollywood de la década de 1940, pero para entender la lógica de su vida profe-
sional es preciso abordarla como si se tratara de diversos "cortes" bastante dife-
renciados, que sucedían poco menos que a individuos diferentes. A diferencia del
exilio obligado de May, Dupont era más un aventurero. Firmó un contrato de tres
años con Cari Laemmle en 1925, llegó a Hollywood y dirigió Love Me and the World
is Mine en 1926. Su estancia resultó de lo más breve, pues en julio de 1926 había
roto sus lazos con Universal y seguía otra vez su camino: no a Alemania sino a
Londres. El hecho de que a finales de 1932 Dupont estuviese de vuelta en Los
Ángeles, y una vez más (brevemente) con contrato de Universal, antes de ir a
Paramount y comenzar una tragicómica andadura de pocos vuelos hacia la igno-
minia, el olvido y una vuelta en la posguerra como director de segunda, sustenta la
impresión que uno tiene de que en su caso el término «director exiliado», con sus
matices políticos, resulta especialmente inapropiado. Y sin embargo, los distintos
cambios de la carrera de Dupont encajan ciertamente con algunos de los patrones
subrayados hasta el momento.
Lo que Laemmle encontró atractivo en Dupont fue el gran éxito internacional de
Varíete, una producción Pommer/UFA que ni era la primera película de Dupont ni su
primera incursión en el ambiente de artistas, circos y cómicos errantes (véanse
Alkohol, 1919; Der weifie Pfau/The White Peacóck, 1920; La antigua ley [Das Alte
Gesetz, 1923]). Lo que dio a Varieté tanto éxito era la mezcla de un medio
observado con todo detalle, en realidad fruto del naturalismo más sórdido, con un
concienzudo estudio psicológico particularmente intenso del masoquismo
masculino, los celos y la furia homicida. Era asimismo un despliegue virtuoso de
técnica cinematográfica, con un trabajo de cámara a cargo de Karl Freund que
podía ser fluido y móvil sin impedimentos, o bien captar vertiginosamente la
atención en las escenas en las que las percepciones y los sentimientos de Emil
Jannings sustituían a la puesta en escena. Especialmente "modernos" eran varios
decorados (como en la famosa escena filmada a través de un ventilador que da
vueltas), los cuales fueron atribuidos a Freund pero cuya concepción puede
encontrarse también en películas de los comienzos de Dupont no filmadas por
Freund (por ejemplo, Alcohol o Die gruñe Manuela [1923]).
Pero ¿qué proyecto le ofrecieron a Dupont cuando llegó a Hollywood? Love Me
and the World is Mine (1928), a partir de la novela Die Geschichte von der Hannerl
und ihren Liebhahern, y, por tanto, como dijo un crítico, «otra obra de schmaltz
vienés». Parece que, sin importar la razón por la que los directores fuesen
conocidos en su propio país, la "antigua Viena" era en lo único en lo que podían
pensar los productores americanos. Además, como en el caso de May, cuya
película iba a procurar a Gloria Swanson un regreso, y también con ecos de
Lubitsch, a quien, como se recordará, llamó Mary Pickford porque quería dar a su
carrera un giro diferente (con Rosita [1921]), el proyecto de Dupont fue visto por el
estudio como un vehículo para Mary Philbin, cuya carrera se encontraba en declive
desde El fantasma de la ópera (The Phantom of the Opera, 1925) y El hombre que
ríe (The Man Who Laughs, 1926). El número del 12 de abril de 1926 de la revista
especializada Film Kurier anuncia la terminación de Hannerl and her Lovers (es
decir, Love Me and the World is Mine), la primera "gran película" de Dupont, a la
cual seguiría Romeo and Juliet, también con Mary Philbin y con decorados a cargo
de Paul Leni. En la misma portada, el Film Kurier publica asimismo la noticia de que
Varieté estaba siendo proyectada en una convención de Paramount en Atlantic City,
el primer día en su versión berlinesa y de nuevo al acabar la semana con un nuevo
montaje para el mercado americano, «para dar a los 400 representantes la
oportunidad de que decidiesen por sí mismos». No cabe duda de que en el mundo
de una revista especializada en la industria del cine los dos asuntos no tienen nada
que ver entre sí, indicando una vez más el estatus subordinado del director.

¿ESTRATEGIA DEL SONIDO?

El saber tradicional ha venido sosteniendo que la irrupción del sonido fue lo que
más perjudicó a la dimensión "internacional" del cine. En The Shattered Silents, un
estudio del cine americano en las vísperas de la transición al sonoro, Alexander
Walker recupera la cartelera de las películas que podían verse en Nueva York
durante el mes de agosto de 1926, cuando el Warner Theatre de Broadway mos-
traba su primer programa sonoro Vitaphone: «Al lado o con sólo bajar a la calle se
encontraban Mare Nostrum (Mare Nostrum), de Rex Ingram; El hijo del caíd (The
Son of the Sheik), de Rodolfo Valentino; El gran desfile (The Big Parade), de King
Vidor; La mujer marcada (The Scarlet Setter), de Sjóstróm; Ben Hur (Ben Hur,
1926), de MGM; Varieté, de E. A. Dupont; El sueño de un vals (Ein Walzertraum,
1926), otro film de la UFA, y el repertorio completo de la temporada de las películas
de Emil Jannings. Sofisticadas en su forma de contar las historias, internacionales
en la comprensión, sin habla aunque inteligibles en todas las lenguas, cada una con
el sello individual de un director, una estrella o un estudio, aquellas películas
ofrecían algo del mejor florecimiento del cine mudo».19
Aunque, por tanto, tenga sentido decir que con la llegada del sonido las películas
se hicieron no sólo más realistas sino también más expresas en su sentido de la
nacionalidad, mi idea apunta a que la introducción del sonido no supuso una barrera
especial para que, por ejemplo, los directores alemanes se desplazasen por los
distintos países de Europa o entre ésta y América. Ni suprimió los equilibrios
peculiares, que acabamos de señalar en Lubitsch o Sternberg, entre un punto de
vista de forastero sobre América y el deseo del público americano de ver en sus
pantallas un punto de visto singular de Europa, algo que los exiliados no se nega-
ban a proporcionar. Por el contrario, las películas de Lang, Preminger, Wilder o
Siodmak, en la medida en que tienen que ver con la América urbana (La mujer del
cuadro [Woman in the Window, Fritz Lang, 1944], Laura [Laura, Otto Preminger,
1944], Perdición [Double Indemnity, Billy Wilder, 1944], La dama desconocida
[Phantom Lady, Robert Siodmak, 1944), y, respecto de la América suburbana, las
de Ophuls (Almas desnudas [The Reckless Moment, 1949]) y Sirk (Sólo el cielo lo
sabe [All that Heaven Allows, 1956]), configuraron y asentaron la mitología nacional
(de Estados Unidos) en aspectos muy importantes. El toque "germánico" detectado
tan a menudo en el thriller psicológico, en el cine negro y el melodrama parece
explicarse, de forma más convincente que invocando cualquier origen directo y
lineal desde el "expresionismo", una vez que se toman en consideración aquellos
"imaginarios nacionales" que se sostienen mutuamente y que he venido
bosquejando.
El contraejemplo complementario es Dupont. Si Varieté, o mejor dicho, su éxito
casi unánime ante un público internacional y de crítica iba a perseguir al director
toda su vida, granjeándole el apelativo un tanto sádico de "genio por una vez",
Dupont vuelve a figurar por derecho propio en la historia del cine con una película
raras veces recordada por sus méritos estéticos o sus resonancias míticas, pero sí
por su innovación técnica. En 1929, trabajando por entonces en Londres para British
International Pictures, Dupont fue responsable de la primera película hablada
europea, una adaptación de una obra teatral sobre el hundimiento del Titanic, que
se convertiría en Atlantik (1929) y que se filmó en tres lenguas, de las cuales
Dupont dirigió la versión inglesa y la alemana pero no la francesa. 20 Siguieron luego
más películas en varias lenguas: Two Worlds (una historia que recuerda a la ya
mencionada Hotel Imperial, con Charles Rosher como camarógrafo) y Cape Forlorn
(1931; la versión alemana [Menseben im Káfig] cuenta con un elenco de lujo
formado por Conrad Veidt, Fritz Kortner y Heinrich George) completaron el contrato
con la BIP de Dupont, que regresó a Alemania.21 Lo que me intriga es justamente
qué tipo de vínculo podía existir entre momentos tan netamente diferentes
centrados en el mismo nombre, más allá del puro accidente de que alguien llamado
Dupont dirigiese, entre muchas otras películas, esos dos hitos de la historia del cine.
Por el lado de Dupont, no obstante, no hay misterio. Mientras que los directores
europeos se han reconocido siempre, al menos en principio, como artistas, esto es,
como individuos creadores independientes, Dupont puede ser visto como alguien
que intentó, a lo largo de su carrera, conseguir una obra que se asemejara a su
"personaje" y fuera coherente con éste, y no tanto como un escritor o un pintor. Pero
puesto que ser un autor en el cine conlleva asimismo la necesidad de sobrevivir y
mantener un contacto estrecho con los medios de producción, semejante
"permanencia en el juego" representa un auténtico capital del trabajo del director, su
moneda dentro de la industria y ante los críticos, quienes en el caso de Dupont
jamás dejaron de contraponer su éxito anterior a sus fracasos del momento. Para
trabajar en Hollywood, Varieté era a la vez su plataforma de lanzamiento y su
recurso para obtener ingresos. Pero también era la jaula de la cual él trataba de
escapar, si bien a menudo, en buena medida, con una especie de compulsión
repetitiva. Su lema parece haber sido "repetición por medio de la variación", ya que
cada vez que Dupont se encuentra en una encrucijada de su carrera parece tentado
aún por otra variación de los motivos de Varieté: mostrar a gente enfrascada en el
eterno triángulo. Tras su llegada a Gran Bretaña, las primeras películas son Moulin
Rouge (1928) y Piccadilly (1929, ambientada también en un medio de bailarines,
gigolós y gentes del espectáculo), y su primera película tras regresar a Alemania se
llamó Salto moríale (una historia de triángulo amoroso entre trapecistas). Sin
embargo, la cuestión que se plantea no es qué obsesión personal o temas
existenciales podría haber querido articular Dupont, el autor, por medio de los
motivos del circo, el vodevil o el mundo del espectáculo, sino más bien por qué,
cuando llegó a Hollywood, en 1926 en la cumbre de su reputación, no hizo un
largometraje donde apareciese una carpa de circo o un ménage a trois (es decir, un
remake de Varieté), y en vez de ello adaptó una novela austríaca popular (es decir,
Die Geschichte von der Hannerl und ihren Liebhabern), la historia sentimental (con
final feliz) de una joven que debe escoger entre un profesor que le dará seguridad y
un joven lugarteniente que parte a una guerra de la que quizá no vuelva. La
segunda cuestión atañe a Atlantik, es decir, por qué Dupont se puso a la vanguardia
del cine sonoro y las versiones en múltiples lenguas cuando apenas nada en su
obra anterior sugería ese giro. La respuesta ha de buscarse en la dinámica de las
productoras europeas, cuyos mercados nacionales eran demasiado reducidos para
seguir siendo competitivas. British International Pictures trató de abrirse al mercado
europeo y el americano, y por ello estuvo buscando un director "internacional" con
experiencia en sus mercados rivales más amplios, Estados Unidos y Alemania.
Piccadilly fue la producción de mayor calado que BIP se había propuesto hasta la
fecha, la primera de una serie de películas de "prestigio", lo cual no sólo explica la
presencia de un director alemán sino también de estrellas americanas (Anna May
Wong y Gilda Gray, inventora del shimmy). Dupont, en realidad, se vio en una
situación similar a la de Lubitsch cuando éste fue contratado por Hollywood: el
«caballo de Troya» pasó sin ser advertido a territorio enemigo. Las dinámicas
muestran así signos de una comedia de errores e identidades confundidas, no sin
potencial trágico, haciendo que en ocasiones la historia parezca urdida por un
bromista. Comparable también en esto al barco perdido por Pabst, parte de los
movimientos en la carrera de Dupont se producen a consecuencia de accidentes
terribles, aunque en la dirección contraria a la "mala sincronización" de Pabst: un
proyecto de Dupont llamado Der Láufer von Marathón exigía rodar fuera de los
estudios de Los Ángeles durante las Olimpiadas de Verano de 1932. Cuando se
estrenó la película en febrero de 1933, Dupont se había hecho con la oportunidad
de seguir en Estados Unidos, ya que en mayo volvió a ser contratado por Universal,
en ningún caso para volver a Alemania, habiéndose convertido de repente, después
de años como aventurero internacional, en un refugiado político tras la llegada al
poder del nazismo.
CONTRABANDO CULTURAL

En realidad, si los exiliados alemanes se convirtieron otra vez en una fuerza


importante, pero también en fuente de controversias con el código Hays, fue a raíz
de las películas contra el nazismo. Mientras Fritz Lang merecía el elogio de la MPA
por el tratamiento delicado de asuntos internos conflictivos como el linchamiento y
los negros en Furia (Fury, 1936), cuando Pabst quiso proponer como su segunda
aventura empresarial en Hollywood una película acerca de un operador de radio
enloquecido (Peter Lorre) que comenzaba una guerra (europea) por su cuenta a
bordo de un buque transoceánico, el proyecto fue vetado rápidamente por el
departamento de Hays por ser inadecuado para los mercados exteriores y por tanto
delicado a escala diplomática. Dieterle, por su parte, participó en una variedad de
películas políticamente sensibles: con motivo de Juárez (1939) hubo disputas ina-
cabables con los embajadores de España y México; con motivo de Dr. Ehrlich's
Magic Bullet (1940, sobre el inventor de un tratamiento para la sífilis) surgió un
asunto referente al origen judío del héroe; y Blockade (1938, sobre la guerra civil
española) suscitó una controversia con la Iglesia Católica Americana.22
El enfrentamiento de los exiliados con el código Hays a propósito de las películas
antinazis subraya una variedad de ironías adicionales, las cuales únicamente
podían ser apreciadas por los exiliados, los judíos, los refugiados procedentes de
Europa. En las películas contra el nazismo solían ser judíos que habían escapado
de la Alemania de Hitler quienes acababan interpretando a miembros de las SS o a
nazis importantes, siendo éstos los únicos papeles que podían aceptar, debido a
sus acentos, gentes como Reinhold Schünzel, Alexander Granach, Gustav von
Wangenheim, Hans Heinz von Twardowski, Conrad Veidt o Fritz Kortner, en
películas como Confessions of a Nazi Spy (1939), de Litvak, Hitler s Madman
(1943), de Douglas Sirk, Los verdugos también mueren (Hangmen Also Die, 1943),
de Fritz Lang, o The Hitler Gang, de John Farrow (1944). A Otto Preminger, boi-
coteado por Daryl Zanuck, sólo se le permitió regresar a Fox tras su éxito en
Broadway, como actor, en el papel de un nazi en Margin for Error (1943). Pero es
Lubitsch, al subrayar la teatralidad del régimen de Hitler en su Ser o no ser (To Be
or Not to Be, 1942), quien explota plenamente la ironía suprema del camuflaje
cultural de los exiliados. Ser o no ser recupera aquella dimensión imaginaria a la
que he aludido sucintamente al comienzo, cuando sostenía que en el tránsito entre
Europa y América lo que estaba siendo objeto de intercambio eran las imágenes,
imágenes de América pero también de Europa: después de la «pastelería vienesa»
y el schmaltz de las décadas de 1920 y 1930, es una tragedia política europea -una
dictadura que practica el genocidio- la que se ve atrapada en un juego de espejos
que parece retrotraernos a principios de la década de 1920. La política de la simu-
lación refractó así el alcance y el modo en que los exiliados se involucraron en las
realidades políticas de su tiempo, de manera que la estilización del cine negro, los
dobles sentidos o los gags visuales de la comedia sofisticada, así como las "imita-
ciones de la vida" del melodrama, podían acabar siendo igual de «políticamente
comprometidas» que las películas contra los nazis.
Por el contrario, las historias de Dieterle y Dupont ayudan a abordar el modo en
que algunos directores lo tuvieron más difícil para crear una obra coherente a partir
de varias docenas de films, y ello en dos aspectos. Para empezar, sus películas,
consideradas individualmente, no parecen ser más que la suma de circunstancias
bajo las cuales fueron realizadas, lo cual tal vez no aclare la razón por la que se
hicieron. De utilidad para los historiadores, por ser síntomas de las fuerzas impli-
cadas en el negocio del cine, las películas terminan por ser más interesantes debido
a sus incoherencias, saltos y fisuras, como traté de mostrar en un estudio de los
biopics de Dieterle para la Warner Brothers, en especial The Story of Louis
Pasteur.23 En segundo lugar, las películas de Dieterle y Dupont, a pesar de sus
cualidades -y en el caso de Dieterle, a pesar de sus intenciones políticas-, jamás
parecen comprometerse con la conciencia de la situación histórica del juego de
espejos, como he tratado de mantener que era el caso de otros directores que se
vieron atrapados por los significantes especialmente connotados de "Austria",
"decadencia vienesa", "Alemania" y "América". Pues lo que algunos exiliados
lograron fue extraer de la simulación una moralidad: sólo con amontonar falsedades
puede uno acercarse a una verdad. En gran medida conscientes de sí mismas y
autorreferenciales, sus películas juegan con la apariencia y los muchos niveles de
ironía implicados en la simulación. Esto es algo que siempre se ha reconocido en
las películas americanas de Lubitsch y Lang, pero es también el caso de Wilder,
Ophuls e incluso el de Preminger. Si el espectáculo es falso, sólo puede ser juzgado
por otro espectáculo. Y mientras es la combinación de la economía y de la política
internacional lo que ha de verse como la fuerza motriz de la transición al sonido, la
labor del código Hays y el camuflaje cultural que los europeos adoptaron en
Hollywood, existe después de todo una dimensión para este intercambio falsificado
de imágenes e imaginarios, lo cual a su modo es tan políticamente delicado como el
tema del aislacionismo de América a finales de la década de 1930, y tan
moralmente incómodo como la representación de sus gángsteres a principios de
ese mismo decenio. Guando se valora finalmente la cuestión de la influencia que los
exiliados alemanes, entre otros, ejercieron en Hollywood, puede que no se trate
tanto de ese autor o de aquel estilo cinematográfico como más bien de algo que, en
términos exclusivamente políticos, es más profundo y, sin embargo, intangible: ¿no
se tratará de que los inmigrantes, los "invasores", los exiliados y los refugiados
contribuyeron a crear, para todo el mundo, incluyendo Estados Unidos, un país
mental a partir de Hollywood: la ficción suprema del desplazamiento, el tránsito y las
realidades virtuales? Si la fábrica de los sueños iba a ser, en parte, made in Europa,
los mundos de la simulación, el rechazo, el engaño y los autoengaños poseen su
propia cuota de realidad histórica, forjada en una medida no despreciable a partir de
las triangulaciones contradictorias de las migraciones, los estereotipos étnico-
nacionales y el exilio.

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