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WEIMAR Y DESPUÉS
CAPÍTULO 3
IDENTIDAD RACIAL, AUTENTICIDAD Y EXILIO: LOS
DIRECTORES ALEMANES Y HOLLYWOOD*
THOMAS ELSAESSER
"EXTRAÑOS EN EL PARAÍSO"
Si bien el cine es sin lugar a dudas el arte americano por excelencia, desde hace
mucho se sabe que la emigración, el exilio y la inmigración constituyen elementos
de lo que entendemos por industria cinematográfica americana. Hollywood -que dio
comienzo cuando los productores independientes abandonaron la Motion Picture
Trust (en el este del país) para establecerse en la Costa Oeste- resulta
incomprensible sin el juego de la identidad racial y los valores familiares en tanto
que tropos de los vínculos económico-institucionales junto con una negación de los
orígenes. De todos modos, las negaciones reforzaron de muchas maneras el
vínculo, nunca del todo disuelto sin dejar un resto en el aplicado esfuerzo de los
inmigrantes por lograr la asimilación y la integración. El proceso dejó sedimentos
ocasionados por el tránsito, las costumbres y la rebeldía que, al ser proyectados en
un futuro emprendedor de ambiciones dinásticas y aspiraciones culturales,
definieron el conformismo de una élite hecha a sí misma. Cari Laemmle era un
contable alemán cuya carrera comenzó en una tienda de ropa en Wiscon- sin;
Samuel Goldwyn, nacido en Varsovia como Samuel Goldfish, había sido un
comerciante de guantes en el norte del Estado de Nueva York antes de unirse a la
familia Lasky, que centraba sus actividades en el vodevil; Adolf Zukor, nacido en
Hungría, ganó una fortuna por primera vez como peletero en Chicago antes de
dedicarse a las salas de juegos; William Fox, nacido Wilhelm Fried en Hungría,
había montado un negocio de confección en el Lower East Side de Nueva York
antes de adquirir todos los salones de juego en bancarrota de Blackton; Louis B.
Mayer, nacido en Rusia, dejó la chatarrería de su padre en Boston para regentar
salas de cine en Nueva Inglaterra; Joseph y Nicholas Schenk, también procedentes
de Rusia, poseían tiendas y parques de atracciones mientras se interesaban por el
negocio de alto riesgo de la industria cinematográfica.
Otro ruso, Lewis Selznick, que regentaba joyerías en Pittsburgh, perdió una for-
tuna con el cine, pero fue el padre de dos famosos hijos que convertirían el nombre
de la familia en parte de la leyenda de Hollywood. Aunque quizá no era la memoria
racial o la fe judía como tal lo que resultaba más destacable de los "padres
fundadores" de Hollywood. La paradoja de estos americanos de primera generación
es que tuvieron un papel tan preponderante en la transformación de la producción
cinematográfica en el cártel conocido como el sistema de estudios de Hollywood
precisamente porque ejercieron una influencia cultural sobre los gustos de las
masas al tiempo que decían no dedicarse a otra cosa que a los negocios. Pues si
no "inventaron Hollywood" totalmente a base de reprimir y negar su propio lugar de
origen y su herencia,3 sí ayudaron a instalar en el corazón de Hollywood una
ambigüedad en lo tocante a la identidad cultural que ha sido representativa del rol
de los extranjeros en Hollywood desde entonces: o bien asimilarse y convertirse en
americanos al 110%, o bien ser europeos y exóticos, ¡pero también al 110%! Una
asimetría y exceso semejantes podrían representar de hecho dos formas ocultas
que sintetizan esta relación en un "núcleo" que es en sí mismo la proyección de
diferentes clases de otredad, insinuando que las cuestiones de los exiliados y la
identidad racial, de la tierra natal y Hollywood, se tienen que considerar en un
contexto más amplio.
El campo de fuerza contradictorio tal vez sea más perceptible entre los alemanes
exiliados en Hollywood, posiblemente el grupo más amplio, o como se señaló antes,
aquel del que más se ha escrito. Dos factores vienen a complicar la historia de los
alemanes en Hollywood: procedían de un país que, al menos en la década de 1920,
podía jactarse de poseer una industria cinematográfica fuerte, pero también
procedían de un país que era un paria en el terreno de la política. Asociado con la
guerra, la agresión y la brutalidad prusiana tras la I Guerra Mundial, en la década de
1930 se convirtió en el país que perseguía abiertamente a los judíos. En
consecuencia, dos narrativas dominantes competían por la credibilidad. Una se
centra en las décadas de 1930 y 1940 y cuenta la historia de adelante hacia atrás,
con los exiliados-refugiados que huyeron de Europa para escapar a una dictadura
fascista y a la guerra, sólo para ser humillados en Hollywood por magnates del cine
tiránicos, incultos y maleducados como Louis B. Mayer, Darryl Zanuck y Harry
Cohn.
Esta explicación fue sustituyendo gradualmente a otra, centrada también en la
guerra. La misma veía a los alemanes como invasores e integrantes de una avalan-
cha, términos que se usaron por primera vez cuando El gabinete del doctor Caligari
(Das Kabinett des Dr. Caligari, 1919), de Robert Wiene, y Madame Dubarry (Ernst
Lubitsch, 1919) resultaron rentables para sus distribuidores (americanos), pero las
metáforas aluden a clichés militaristas nacionales presentes en la mente de todos a
partir de 1918, cuando se produjo una resistencia sustancial contra la importación
de películas alemanas. La prensa especializada de la época estaba encantada con
semejantes expresiones belicosas, que alcanzaron su clímax cuando Ernst Lubitsch
llegó para quedarse trayendo consigo su séquito de la UFA al completo. David
Robinson, en Hollywood in the Twenties, se hizo eco de aquella atmósfera al
escribir: «Ernst Lubitsch, el más exitoso y perdurable de los invasores extranjeros»,
y John Baxter prosigue con el mismo tema: «La llegada a Nueva York el 24 de
diciembre de 1921 de Paul Davidson y Ernst Lubitsch, así como el aterrizaje más
rutilante de Pola Negri unas pocas semanas después [fueron los] precursores de
una avalancha que cambió de modo fundamental la industria americana del cine».4
Y añade un tanto alegremente, unas páginas más adelante, que la avalancha acabó
siendo "repelida", ya fuera porque los directores «cayeron en desgracia», ya porque
Hollywood «arruinó el talento europeo más brillante».5 *
Podría decirse que la afirmación de Baxter, así como sus exoneraciones de res-
ponsabilidad, son una exageración, y ciertamente trataré de presentar un caso
levemente distinto. Por ejemplo, si la jerga militar sobre los "invasores" posee
alguna justificación, resulta más aplicable a Hollywood que a Alemania: durante la
década de 1920, las campañas eran planeadas y conducidas por los ejecutivos de
los estudios, llegados a Europa para lo que Fritz Lang llamaba "caza de trofeos",
siendo el objetivo derrotar al adversario haciéndose con sus mejores talentos para
explotarlos internacionalmente. En uno de aquellos viajes para adquirir talentos,
Harry Warner "compró" en Berlín a Michael Kertesz, quien se había refugiado en
Alemania procedente de Hungría tras el hundimiento del Imperio Austrohúngaro, y
que en Hollywood se transformó a sí mismo en Michael Curtiz, el más fiable e
inspirado de los directores contratados por la Warner, para la que dirigió unas
cincuenta películas en veinte años, entre las que se contaban una versión en len-
gua alemana de la película La fiera del mal (Moby Dick, 1930), de Lloyd Bacon
(Dámon des Meeres, 1931) y (mucho después) la película de exiliados preferida por
todo el mundo, Casablanca (Casablanca, 1943). Por otra parte, las vacaciones esti-
vales de Cari Laemmle durante la década de 1920 en las poblaciones balnearias de
Marienbad y Carlsbad (en la actualidad checas) constituían ocasiones tristemente
célebres en el transcurso de las cuales la gente del cine de Berlín se desesperaba
con la esperanza de obtener un contrato de trabajo con la Universal.6
Sin embargo, Baxter introduce una cuestión importante de pasada: al hablar
sobre los exiliados del negocio del cine se puede cometer el error de referirse úni-
camente a los directores, cuando lo que Hollywood anhelaba era la popularidad (en
el mercado europeo) de ciertas estrellas que los directores podrían "proporcionar"
(aparte de Pola Negri, Lubitsch llevó también consigo a Emil Jannings, mientras que
Mauritz Stiller hizo lo propio con Greta Garbo). Hermann Weinberg, en El toque
Lubitsch, supo ver también la naturaleza del negocio: «La 'invasión' extranjera había
dado comienzo, si bien nunca se trató de una invasión auténtica, puesto que el
contingente europeo había sido invitado de uno en uno, más aún, atraído para que
.viniera. Así pues, pisándose los talones, pronto se presentaron Emil Jannings,
Conrad Veidt, Erich Pommer, Alexander Korda, Paul Leni, Lothar Mendes, Lya di
Putti, Karl Freund, Lajos Biro, Friedrich Murnau, E. A. Dupont, Ludwig Berger,
Camilla Horn y muchos otros; estrellas, directores, camarógrafos y escenógrafos,
que privaron a la UFA de muchos de sus mejores talentos».7
Hasta con los mejores talentos el objetivo era rodar películas destinadas a pene-
trar en los mercados nacionales extranjeros a costa de los productores autóctonos.
Por ejemplo, en calidad de asistente personal de Lubitsch vino un joven llamado
Heinz Blanke, que se convertiría, entre bastidores, en uno de los intermediarios más
importantes en el trasiego entre Berlín y Hollywood, erigiéndose entre 1933 y 1962
en el productor clave para la Warner Brothers bajo dirección de Hal Wallis.
El sentimiento contrario a Hollywood de Weinfeerg ha sido adoptado por otros
autores, como Siegfried Kracauer y Lotte Eisner, quienes hablan de un éxodo, un
desagüe que deja la industria cinematográfica alemana desierta y exhausta. En este
punto el argumento económico se funde con el argumento político, pues ello implica
la noción de un declive brusco de la industria alemana del cine en los últimos años
de la década de 1920, que condujo inevitablemente a su extinción artística en 1933.
Sin embargo, como ya señaló George Huaco, esta explicación no puede ser cierta,
toda vez que las películas realizadas en Alemania a finales de la década de 1920 y
principios de la de 1930 -Menschen am Sonntag (Billy Wilder- Robert Siodmak-Fred
Zinneman, 1929), El ángel azul (Derblaue Engel, Joseph von Sternberg, 1930), El
congreso se divierte (Der Kongress Tanzt, Eric Charell, 1931), M, el vampiro de
Düsseldorf (M, Fritz Lang, 1931), La comedia de la vida (Die Dreigroschenoper,
G.W. Pabst, 1931), Vampyr (C. T. Dreyer, 1932), Kuhle XVampe (Hans
Eisler/Slatan Dudow, 1932), por nombrar sólo unas cuantas- son estéticamente tan
importantes, temáticamente tan audaces y estilísticamente tan diversas como
cualquier película producida al mismo tiempo en Hollywood, sin contar el hecho de
que aquellas películas, entre otras, aseguraron que la industria cinematográfica
alemana fuera más estable en términos financieros y obtuviera un mayor éxito
internacional que en cualquier otro momento de su historia. Los beneficios logrados
con una serie de musicales producidos por Ernst Pommer y dirigidos en su mayor
parte por Hanns Schwarz, Karl Hartl y Gustav Ucicky (que siguieron allí) bastaron
para mantener los balances de la UFA con superávit, a pesar de las inversiones
colosales del estudio en su conversión al cine sonoro.8
Teniendo en cuenta el modo hostil en que los críticos vanguardistas tendieron a
reaccionar ante la irrupción del sonido, cabe preguntarse si el argumento político del
éxodo a partir de 1933 podría no haber sido alimentado por el prejuicio estético.
¿OLEADAS SUCESIVAS?
Pero se impone una pregunta: ¿en qué consiste finalmente el intercambio con
arreglo a este patrón de intercambios desiguales y no equivalentes? ¿Qué libro de
contabilidad de ingresos y pérdidas registra de veras los resultados? ¿Se trata de
bienes, prestigio, servicios, experiencia, mercados, conocimiento, patentes? Si
prestamos atención al artículo más tangible, las películas, es obvio que muy pocos
de los films alemanes del llamado cine alemán eran un éxito de público o ni siquiera
de crítica. Tras la oleada de emoción suscitada por El gabinete del doctor Caligari
no sólo la prensa adoptó una actitud más crítica. Como observa Baxter: «En el
tiempo en que Leidenschaft (1925), Ana Bolena (Anna Boleyn, 1920) y la película de
Buchowetzky Danton (1921), así como las restantes superproducciones históricas
rodadas en la posguerra, se habían estrenado en Estados Unidos, había decaído
mucho el entusiasmo de Hollywood por las películas alemanas. Al haber adquirido
cualquier nueva producción, sin que importara su fama, para no permitir que cayese
en manos de sus competidores, los estudios contemplaron alarmados sus
rebosantes carteras».16
Baxter continúa citando partes de una entrevista con un jefe de producción de
Famous Players/Paramount que en 1922 fue responsable del nuevo montaje de la
serie de 8 capítulos La dueña del mundo (Die Herrin der Welt, 1921), de Joe May,
para el mercado americano. Rechazando las películas alemanas por su «forma, de
la que se reiría hasta el aficionado más inexperto del cine americano», cree que «la
manera de pensar de los alemanes es incapaz de condensar […]. El montaje parece
un arte absolutamente desconocido en el estudio de cine alemán». Una respuesta
en parecidos términos, aunque más famosa, fue "Germán Film Revisión Upheld as
Needed Here", de Randolph Bartlett, publicado en The New York Times el 13 de
marzo de 1927, una justificación de la decisión de hacer un nuevo montaje de
Metrópolis (Metrópolis, 1926). Bartlett sostenía que la versión americana con un
montaje y un título nuevos "extrae la idea verdadera" de la película que en cierto
modo Lang no había logrado transmitir en la obra original. En cuanto a las estrellas,
ni siquiera Emil Jannings fue capaz de mantener una carrera en Estados Unidos en
la década de 1930, mientras Pola Negri, más famosa por su idilio con Rodolfo
Valentino y las peleas con Gloria Swanson que por sus películas americanas,
anduvo entre Hollywood y Alemania a lo largo de las décadas de 1930 y 1940.
Sin embargo, al centrar el interés en la fortuna que tuvieron películas, estrellas y
directores en Estados Unidos se descuida que la batalla no solía librarse en>modo
alguno por el mercado americano, sino por la influencia americana sobre los
públicos de Europa Occidental, América del Sur y la Europa del Este. Como daban
a entender las inversiones realizadas en un principio en las versiones en múltiples
idiomas que se rodaban en Hollywood y en el estudio de Paramount en Joinville, en
las afueras de París, la industria americana del cine siempre se mantuvo vigilante
en lo tocante a su rol hegemónico en el ámbito de las exportaciones, amenazado, o
así lo parecía, por la irrupción de las películas sonoras. Los drásticos cambios
técnicos y financieros en la industria que conllevaba la adaptación al sonido hacen
doblemente difícil construir la narrativa de la emigración del cine a Hollywood
alrededor de las personalidades más notables. Durante la década de 1920, los
profesionales de la industria cinematográfica se trasladaron a Hollywood y su
influencia fue en cierta forma más duradera y profunda que la de los directores o las
películas. Se podía disponer de camarógrafos como Karl Freund, Theodor Sparkuhl
o Eugen Schufftan, de directores de arte como Hans Dreier y Ali Huber, de
compositores como Erich W. Korngold, Franz Waxmann, Max Steiner o Dimitri
Tiomkin: cada uno de ellos tuvo una carrera muy personal en Hollywood, y es difícil
subestimar su contribución en sus respectivos campos, algo que sabe la industria
aunque no siempre el público en general.
Karl Freund, por ejemplo, es una figura que merece ser objeto de un estudio a
fondo. Tras ejercer de responsable de los trabajos de cámara en El último, Varieté y
Metrópolis, Freund , además de convertirse en un director de fotografía fundamental
para Universal y MGM y en director de ocho películas (entre las que se cuentan
clásicos como La momia [The Mummy, 1932] y Las manos de Orlac [Mad Love,
1935]), participó como activista en la Society for Motion Picture and Televisión
Engineers, y después de la guerra trabajó en televisión como director de fotografía
de Lucille Ball para la Desilu Company. Freund había adquirido además -desde
mediados de la década de 1920- patentes importantes en materia de tecnología del
sonido, el color y los instrumentos ópticos. Explotó comercialmente estas patentes
mediante su propia empresa, Photo Research Corporation, que a su vez mantenía
sólidos vínculos con las industrias militares de Estados Unidos dedicadas a los
sistemas armamentísticos guiados.
Así pues, si Freund contaba con varias identidades "visibles" e "invisibles" en su
condición de exiliado político -moviéndose con parecida desenvoltura entre sus
roles de director de cine, director de fotografía, inventor, poseedor de patentes y
hombre de negocios, y convirtiéndose en un experto camaleón en el juego de la
supervivencia en el sur de California-, el caso de Henry Blanke, ya mencionado, es
especial puesto que la suya fue una carrera conducida casi por completo al margen
de la atención del público, dentro de la ballena, por así decir. Su longevidad en el
entramado de la producción de Warner Brothers arroja una luz fascinante sobre las
fuerzas que controlaban o cuanto menos influían en el destino de muchos de los
exiliados políticos alemanes. Después de trabajar para Lubitsch hasta 1926, Blanke
fue a Berlín para ser el jefe de producción en Metrópolis, otra señal de que la UFA
concibió esta película ya desde el principio con la mente puesta en el mercado
americano. Regresó a Warner en 1927, únicamente para ser enviado de vuelta a
Berlín en 1928 cuando la productora abrió su propia oficina en Alemania (Deutsche
First National). Blanke conoció allí a William Dieterle, quien rodó Der Heilige und ihr
Narr (1928), uno de sus mayores éxitos, para First National, al tiempo que trabajaba
para la filial alemana de otra empresa americana, Deutsche Universal, dirigida por
Joe Pasternak. Con la introducción del sonido en los cines de estreno alemanes en
1929, Hollywood llamó de nuevo a Blanke para que éste supervisara las
producciones en lengua alemana, para las cuales contrató a Dieterle. Por su parte,
Dieterle no veía la hora de aceptar tras haber contraído deudas importantes en un
contrato con la compañía Silva Film. En los archivos del Bundesarchiv/Film Archiv
Berlin se puede examinar una orden de arresto expedida para detener a Dieterle,
fechada en julio de 1930, aproximadamente en el mismo momento en que el
Thüringer Allgemeine Zeitung informaba de su "Vuelo imprevisto a América". Un
mes después, la revista especializada berlinesa Film Kurier aún publicó un anuncio
de First National en el que se mostraba a Dieterle, su mujer y otros actores
alemanes y franceses alejándose de la locomotora de un tren que acababa de
entrar en la estación de Los Ángeles. En los archivos de Dieterle de la Berlin
Kinemathek se conserva también la copia de un acuerdo extrajudicial fechado en
enero de 1931, según el cual la oficina de Warner Brothers en Nueva York se
comprometía a darle trabajo por un plazo de 40 semanas a razón de 400 dólares
semanales para Silva Film en Berlín, mientras Dieterle percibiría únicamente un
salario semanal de 200 dólares.
El episodio subraya de manera precisa la permutación entre las empresas ale-
manas y las americanas, así como el estatus de Dieterle como "jornalero" la primera
vez que llegó a Hollywood. Irónicamente, la razón por la que Silva Film pudo
reclamar tan elevados perjuicios debido al incumplimiento del contrato (dos millones
de marcos alemanes de la época al principio, si bien terminaron acordando, al
parecer, ochenta mil marcos) fue que Dieterle, como actor y director de primera
línea, tenía tirón en taquilla. Blanke continuó trabajando con Dieterle en muchos de
los biopics más famosos de éste (The Story of Louis Pasteur, 1936; The Life of
Emile Zola, 1937), pero Dieterle tenía que saldar sus deudas con Warner dirigiendo
varios remakes de películas de sus antiguos colegas alemanes, como Ihre Majestát
die Liebe (que se convertiría en Her Majesty Love, 1931), de Joe May, Ihre Hoheit
Befiehlt (que se convertiría en Adorable, 1933), con guión de Billy Wilder, y Madame
Dubarry (convertida en Madame Du Barry, 1934), de Lubitsch. Al mismo tiempo,
Dieterle dirigió también algunas de las películas más trepidantes, repletas de acción
y desternillantes de la etapa anterior al código Hays de Warner Brothers, como The
Last Flight (1931), Jewel Robbery (1932) o Lawyer Man (1932). Su antiguo maestro
Max Reinhardt aceptó tras llegar a Hollywood codirigir con él El sueño de una noche
de verano (A Midsummernight's Dream, 1935). La película se convirtió en un éxito
de prestigio para Warner Brothers y mejoró la imagen del estudio, al tiempo que
rescataba a Dieterle de su inefable permanencia como director de películas de serie
B, tras haber sido un director de prestigio en Alemania. Refugiado o aventurero,
"atraído" o desesperado por recibir una llamada telefónica de Hollywood, ¡la prensa
berlinesa no dejaba de burlarse! Pero aunque no se tratase de judíos ni de una
importación prestigiosa procedente de Europa, nadie acogió mejor en Hollywood a
los refugiados políticos alemanes que Dieterle y su mujer, quienes utilizaron toda su
influencia para obtener visados de entrada o contratos para alemanes en apuros.
La tarea inicial de Dieterle -realizar versiones de films alemanes para el mercado
americano- pone de relieve un rasgo común en las carreras de los exiliados ale-
manes y germanohablantes. Comprensiblemente, muchos trataron de vender a los
estudios temas o tratamientos que ya habían tenido en éxito en Europa. Un buen
ejemplo es el dramaturgo y guionista Lajos Biro, originario de Hungría. Biro vendió a
Lubitsch la obra en la cual se basaba La frivolidad de una dama (Forbidden
Paradise, 1924), realizada por Otto Preminger como La zarina (A Royal Scandal,
1945); escribió Hotel Imperial (Hotel Imperial, 1927), la primera producción en
Hollywood de Erich Pommer y con dos versiones más, una de ellas de Billy Wilder,
Cinco tumbas al Cairo (Five Graves to Cairo, 1943), y regresó a Londres con
Alexander Korda para escribir La vida privada de Enrique VIII (The Private Life of
Henry VIII, 1933), inspirada en Ana Bolena, que Lubitsch había dirigido en 1920.
Aquellas redes gestadas a partir de vínculos raciales, explotación de la cultura
común y aprovechamiento de las relaciones de parentesco, adquirieron tan mala
fama que Alexander Korda puso en su mesa de trabajo un letrero en el que se leía:
«No basta con ser húngaro». El reverso de la comunidad unida, la cual contaba con
todos pero también los vampirizaba, lo constituían a menudo enemistades y riva-
lidades personales enconadas entre los exiliados, sobre todo a finales de la década
de 1930. El compositor Kurt Weill, por ejemplo, que se convirtió en uno de los
"asimilacionistas" de mayor éxito, detestaba con toda su alma los encuentros
ocasionales con colegas refugiados, denominando las veladas que pasaba con ellos
"noches en el sótano de las momias" y quejándose del «execrable alemán que allí se
hablaba», «esa mezcla espantosa de húngaro y vienés», al tiempo que se lamentaba
del hecho de que la conversación tuviese como invariable objeto el chismorreo sobre
otros exiliados.17
Por supuesto, esta clase de historias son archiconocidas desde siempre entre
las comunidades emigradas a cualquier parte: ilustran dependencias dolorosas,
desarraigo y la necesidad perversa de reafirmar la identidad de cada uno ante el
destino común. Pero muy especialmente en los círculos de artistas e intelectuales -
donde a la actitud inmigrante de intentar mezclarse con la cultura anfitriona para dar
un valor positivo a una decisión impuesta por las circunstancias externas se oponen
el resentimiento derivado de la pérdida de prestigio y la nostalgia por el estatus de
que se disfrutaba en el lugar de procedencia, un fuerte recelo frente a los valores
americanos en general y muy particularmente los de Hollywood- convirtieron en
poco menos que inverosímil la integración. Personalidades con ideas tan
contrapuestas como Bertolt Brecht y Thomas Mann, Theodor W. Adorno y Lotte
Lenya, Arnold Schoenberg y Hanns Eisler estaban de acuerdo en una cosa: que
Hollywood representaba la cultura en su expresión más corrupta, venal e hipócrita.
¿Cómo podía manifestarse, en la obra que los exiliados podían llevar a cabo, tal
insistencia en la diferencia en medio de lo que había en común y el consentimiento
tácito en medio de la divergencia? ¿Encarnaba la conciencia dividida su propia
coherencia, o las líneas de falla visibles en las películas de las que los alemanes
eran productores, autores, directores o lo que fuera constituían una aportación
genuina? En el contexto de la "contribución" alemana a Hollywood por excelencia, el
llamado cine negro, he abogado por un modelo de "influencia" más prudente, y por
tanto razonado; que determinista.18 No es sólo que los distintos cuadros de
profesionales foráneos o exiliados causaran impacto en la industria cinematográfica
en grados diversos y a menudo de formas inesperadas -como en los casos de Karl
Freund o William Dieterle, ya mencionados-; la lógica de tal impacto es además tal
que aún hay que encontrar los términos adecuados. Lo que puede decirse es que el
paradigma "cultural" transforma y además es expresión de los determinantes
económicos y políticos. De ahí mi propuesta de llamarlo un "imaginario" para indicar
una relación entre clases de seres en los que no se puede pensar como si fueran
contiguos o complementarios, mientras que no obstante muestran la fuerza
vinculante de una fantasía sostenida mutuamente. Ya he señalado la ambivalencia
existente entre el mundo del cine de Berlín de la década de 1920 y Hollywood,
reflejo de la ambivalencia de la Alemania de Weimar en relación con «América» en
general.
Únicamente contra ese telón de fondo de una rivalidad cultural compleja entre
las dos naciones más poderosas y poderosamente modernizadoras del mundo es
posible trazar algunas de las actitudes contradictorias de las distintas "olas" de
exiliados, proporcionándonos de este modo el "terreno" sobre el cual, por ejemplo,
las mismas películas se pueden interpretar como las "figuras". El proceso queda
bien ilustrado con un director de la "primera ola" como Ernst Lubitsch, quien
representa los rasgos más notables del intercambio cinematográfico germano-
americano. Mientras el atractivo de América para Lubitsch era vivir en una sociedad
que se había adentrado con éxito en una era de revolución y modernización
incesantes en la industria, los estilos de vida y los inventos técnicos, de los cuales
se desprendía la fascinación por la velocidad, el ingenio y la energía, lo que América
pretendía de Lubitsch no tenía nada que ver con eso. Teniéndose a sí mismo por el
director más americano de Alemania, con sátiras de la "americanitis" como La
princesa de las ostras (Die Austernprinzessin, 1919), Hollywood le necesitaba para
ser un europeo acérrimo.
Una vez llegado a Estados Unidos, Lubitsch, como otros exiliados "de renombre"
llegados a Hollywood con una reputación internacional, se percató de que para el
Nuevo Mundo ellos representaban el Viejo Mundo: vieron que Hollywood anhelaba
imágenes de una Europa creada por la nostalgia, la diferencia de clases y la
fantasía romántica. Obligados a recrear e imitar una versión del mundo que habían
dejado atrás, los directores se dieron cuenta de que su trabajo anterior en Alemania
no les servía de mucho para hacer carrera en América. En este contexto, Viena se
convirtió en un punto de referencia primordial, el símbolo dominante y el significante
clave de "Europa" para América, comparable únicamente a la función que
desempeñaba París. Lubitsch, berlinés hasta la médula, tenía que recuperar sin
cesar Viena y los Balcanes, revirtiendo así el proceso histórico por el cual una
legión de directores, productores y escritores -desde los hermanos Korda a Michael
Kertesz, desde Joe May y Fritz Lang a Billy Wilder y Emeric Pressburger- habían
llegado a Berlín para escapar de la decadencia de Viena y la realidad decrépita del
Imperio austrohúngaro ya en su desmoronamiento.
La afinidad secreta que existía entre Hollywood, por una parte, y Viena o París,
por la otra, se basaba en el hecho de que eran sociedades del espectáculo,
ciudades de la apariencia y el show. La decadencia de la monarquía de los
Habsburgo debe verse en el concepto de la suplantación omnipresente en muchos
sentidos, de fingir estar en posesión de unos valores y un estatus cuya credibilidad
no se basaba en la sustancia sino en una actuación convincente, en persuadir a los
demás para que considerasen como realidad lo que no era sino apariencia. Que
hay una base histórica en esta construcción se percibe cuando uno piensa en Viena
como una ciudad crisol, en la cual los conflictos de clase y las tensiones étnicas
están velados por una especie de permeabilidad entre clases, un estado de cosas
dramatizado de la forma más sucinta en las operetas, donde el lumpenproletariado
y la aristocracia pueden encontrarse disfrutando de los mismos lugares, no en vano
tenían un mismo enemigo: la burguesía trabajadora, orientada a la producción y en
ascenso. De igual modo, el París que atraía a Hollywood era el París de Jacques
Offenbach, el compositor de operetas, durante el período anterior a 1848, el final de
la Restauración y antes de la Revolución. El poder de Viena como significante
persigue a los exiliados hasta bien entrada la década de 1940: Max Ophuls no
procedía de Viena más que Lubitsch, pero también él se convirtió en especialista
del encanto vienés, una elección claramente anterior a su trabajo en Hollywood,
como ponen más que de manifiesto sus películas desde la década de 1930.
Erich von Stroheim y Josef von Sternberg son buenos ejemplos de una inversión
más drástica de significantes: pasándose por aristócratas europeos, hicieron de su
personalidad una marca, compuesta, al menos de puertas afuera, con los símbolos
de un dandy a la antigua usanza en el caso de Sternberg. De Stroheim, con sus
botas, su monóculo, su linaje pseudomilitar, hubiera podido decirse que encarnaba
el principio vienés de la perfección más absoluta: hijo de un sombrerero inmigrante
pobre, vivió no ya la ficción de ser un aristócrata sino la de ser un aristócrata
austrohúngaro, redoblando las connotaciones de fingimiento, de estilo y actuación,
que trasladaba de los papeles interpretados en la pantalla a su biografía, y eligiendo
para su vida y su obra una modalidad donde las imitaciones prusianas y las
austríacas no pasaron en modo alguno por contradictorias (como lo eran en la
historia), sino que prácticamente vienen a anular la falsedad de cada una,
resultando de ello un personaje plenamente convincente.
Sternberg rodó una película con Emil Jannings que, en un contexto a todas luces
diferente como el de la revolución rusa, aborda sin embargo de una manera muy
conmovedora este tema: no fue otro que Lajos Biro quien escribió el guión de The
Last Command (1928). La película trata de un general del zar que, viviendo como
refugiado político en Estados Unidos tras haber huido de los bolcheviques, sólo
puede ejercer de figurante de Hollywood en Los Ángeles. El destino quiere que le
contraten en una superproducción anticomunista sobre la heroica resistencia, hasta
el último aliento, de un batallón del ejército blanco. Al observar a un actor de
Hollywood en el papel de un general zarista, la pesadumbre que le produce la burda
interpretación le empuja a abalanzarse sobre el director y a explicarle quién es él
"en realidad". El director termina por ceder, y -vestido una vez más con todas sus
galas militares- el general, convertido primero en indigente y luego en figurante,
puede sufrir ante la cámara la muerte heroica en el campo de batalla que la vida le
había negado tan ignominiosamente.
Otros directores de origen europeo se promocionaron también como versiones
más o menos sutiles de estereotipos nacionales: pensemos en Chaplin o Hitchcock,
y en un registro menor en Dieterle, quien gustaba de ponerse guantes blancos
impolutos en el plato durante el rodaje de sus películas de la década de 1930. La
máquina publicitaria de Hollywood aseguraba no sólo que el yo íntimo pudiera ser
consumido como mito, sino además que éste fuera un mito muy codificado y, por
tanto, reconocible de inmediato.
CLICHÉS EN EL AIRE
La historia de los exiliados del cine alemán supone así un doble alejamiento: de
su propio hogar y del punto de vista que sus anfitriones americanos tienen del
mismo. La consecuencia es una especie de esquizofrenia que propicia una doble
perspectiva, también, sobre la sociedad americana, donde la admiración, el cinismo,
la hipocresía y la crítica feroz pugnan por imponerse. En este sentido, el dilema de
los exiliados reproduce la actitud cultural de los "pioneros" que crearon Hollywood:
¿reprimieron éstos su identidad racial o bien ésta les dio una visión más aguda de
lo que significaba ser americano?
Muchas de las biofilmografías de los exiliados apenas se entienden si no se tie-
nen presentes el comercio y el trueque (programados desde un punto de vista eco-
nómico e industrialmente cinematográfico) que he tratado de esbozar antes. Pero es
preciso leerlas también a la luz de ese otro movimiento, de mal conocimiento y
reconocimiento, a lo largo de la brecha que separa los dos tipos de imaginarios,
representados por la idea europea de América y la idea americana de Europa. Pues
aunque un biógrafo pueda sentirse especialmente tentado de construir la
unidimensionalidad de una vida vivida conforme a la suerte de los inmigrantes, los
exiliados, los aventureros y los expatriados, tal vez sea mucho más coherente
suponer que muchos de ellos vivieron varias vidas paralelas -excepto el caso
aislado sin apenas relación- y que cada "vida" respondía con alguna lógica a los
requisitos derivados de una exigencia particular histórico-cinematográfica o
económico- cinematográfica.
Dos casos llamativos en los que el mal conocimiento tuvo un papel crucial son
los comienzos americanos de Joe May y E. A. Dupont. May, un exiliado a su pesar,
llegó a Estados Unidos procedente de París con Pommer, para quien su arribo en
1933 era más importante que el de 1926, cuando había sido tentado por la nueva
dirección de la UFA para que regresara a Berlín. Music in the Air (1934), que
Pommer y May realizaron para Fox (prosiguiendo su conexión Fox-Europa), era en
gran medida un proyecto de exiliados, con Billy Wilder de coguionista y Franz
Waxmann de músico. Pommer había querido que alguien desconocido pro-
tagonizara la película, pero el estudio insistió con Gloria Swanson. Las películas de
May, entre ellas su exitosa Asphalt, de 1928, eran completamente desconocidas en
Estados Unidos -lo que quizá fuese una bendición a la luz de los comentarios nada
complacientes a propósito de La dueña del mundo (Die Herrín der Welt, 1919)- y él
sólo podía señalar una obra reciente suya que había sido objeto de una versión en
Warner Brothers, la ya mencionada Ihre Majestát die Liebe.
La película no tuvo éxito, aunque debe decirse que su estreno coincidió con la
profunda crisis financiera de Fox, a consecuencia de la puja por Paramount, que
supuso a la postre que Twentieth Century y Zanuck se hiciesen con el control de la
empresa. Music in the Air es interesante como proyecto, y no sólo por los beneficios
obtenidos con varias de las películas Pommer/UFA que causaron sensación en los
Estados Unidos, como El congreso se divierte, Ein blonder Traum (1932),
Liebeswalzer (1930) y algunos de los otros primeros musicales sonoros que con la
UFA, como se ha indicado, estaban dejando huella en el mundo y equilibrando sus
balances. Music in the Air tenía además el aliciente añadido de estar basada en un
éxito de Broadway de Jerome Kern y Oscar Harnmerstein, el cual, justamente, tomó
por argumento un escenario del "Viejo Mundo" y un típico enredo de opereta. Lo
que se estaba intercambiando en esa película realizada por europeos y adaptada de
un musical americano eran estereotipos nacionales en forma de cumplidos
culturales mutuos, y tal vez el film debería haberse titulado "Clichés culturales en el
aire". May no tuvo una segunda oportunidad hasta 1937 y, aparte de unos pocos
encargos en la década de 1940, no puede decirse que tuviera una carrera
cinematográfica en Hollywood. Incluso su otra empresa, un restaurante llamado -
¿de qué otra manera hubiese podido llamarse?-The Blue Danube, no salvó ni a él ni
a su esposa de la penuria más desesperada y lacerante.
También Ewald André Dupont vio su carrera de director de cine tambalearse en
el Hollywood de la década de 1940, pero para entender la lógica de su vida profe-
sional es preciso abordarla como si se tratara de diversos "cortes" bastante dife-
renciados, que sucedían poco menos que a individuos diferentes. A diferencia del
exilio obligado de May, Dupont era más un aventurero. Firmó un contrato de tres
años con Cari Laemmle en 1925, llegó a Hollywood y dirigió Love Me and the World
is Mine en 1926. Su estancia resultó de lo más breve, pues en julio de 1926 había
roto sus lazos con Universal y seguía otra vez su camino: no a Alemania sino a
Londres. El hecho de que a finales de 1932 Dupont estuviese de vuelta en Los
Ángeles, y una vez más (brevemente) con contrato de Universal, antes de ir a
Paramount y comenzar una tragicómica andadura de pocos vuelos hacia la igno-
minia, el olvido y una vuelta en la posguerra como director de segunda, sustenta la
impresión que uno tiene de que en su caso el término «director exiliado», con sus
matices políticos, resulta especialmente inapropiado. Y sin embargo, los distintos
cambios de la carrera de Dupont encajan ciertamente con algunos de los patrones
subrayados hasta el momento.
Lo que Laemmle encontró atractivo en Dupont fue el gran éxito internacional de
Varíete, una producción Pommer/UFA que ni era la primera película de Dupont ni su
primera incursión en el ambiente de artistas, circos y cómicos errantes (véanse
Alkohol, 1919; Der weifie Pfau/The White Peacóck, 1920; La antigua ley [Das Alte
Gesetz, 1923]). Lo que dio a Varieté tanto éxito era la mezcla de un medio
observado con todo detalle, en realidad fruto del naturalismo más sórdido, con un
concienzudo estudio psicológico particularmente intenso del masoquismo
masculino, los celos y la furia homicida. Era asimismo un despliegue virtuoso de
técnica cinematográfica, con un trabajo de cámara a cargo de Karl Freund que
podía ser fluido y móvil sin impedimentos, o bien captar vertiginosamente la
atención en las escenas en las que las percepciones y los sentimientos de Emil
Jannings sustituían a la puesta en escena. Especialmente "modernos" eran varios
decorados (como en la famosa escena filmada a través de un ventilador que da
vueltas), los cuales fueron atribuidos a Freund pero cuya concepción puede
encontrarse también en películas de los comienzos de Dupont no filmadas por
Freund (por ejemplo, Alcohol o Die gruñe Manuela [1923]).
Pero ¿qué proyecto le ofrecieron a Dupont cuando llegó a Hollywood? Love Me
and the World is Mine (1928), a partir de la novela Die Geschichte von der Hannerl
und ihren Liebhahern, y, por tanto, como dijo un crítico, «otra obra de schmaltz
vienés». Parece que, sin importar la razón por la que los directores fuesen
conocidos en su propio país, la "antigua Viena" era en lo único en lo que podían
pensar los productores americanos. Además, como en el caso de May, cuya
película iba a procurar a Gloria Swanson un regreso, y también con ecos de
Lubitsch, a quien, como se recordará, llamó Mary Pickford porque quería dar a su
carrera un giro diferente (con Rosita [1921]), el proyecto de Dupont fue visto por el
estudio como un vehículo para Mary Philbin, cuya carrera se encontraba en declive
desde El fantasma de la ópera (The Phantom of the Opera, 1925) y El hombre que
ríe (The Man Who Laughs, 1926). El número del 12 de abril de 1926 de la revista
especializada Film Kurier anuncia la terminación de Hannerl and her Lovers (es
decir, Love Me and the World is Mine), la primera "gran película" de Dupont, a la
cual seguiría Romeo and Juliet, también con Mary Philbin y con decorados a cargo
de Paul Leni. En la misma portada, el Film Kurier publica asimismo la noticia de que
Varieté estaba siendo proyectada en una convención de Paramount en Atlantic City,
el primer día en su versión berlinesa y de nuevo al acabar la semana con un nuevo
montaje para el mercado americano, «para dar a los 400 representantes la
oportunidad de que decidiesen por sí mismos». No cabe duda de que en el mundo
de una revista especializada en la industria del cine los dos asuntos no tienen nada
que ver entre sí, indicando una vez más el estatus subordinado del director.
El saber tradicional ha venido sosteniendo que la irrupción del sonido fue lo que
más perjudicó a la dimensión "internacional" del cine. En The Shattered Silents, un
estudio del cine americano en las vísperas de la transición al sonoro, Alexander
Walker recupera la cartelera de las películas que podían verse en Nueva York
durante el mes de agosto de 1926, cuando el Warner Theatre de Broadway mos-
traba su primer programa sonoro Vitaphone: «Al lado o con sólo bajar a la calle se
encontraban Mare Nostrum (Mare Nostrum), de Rex Ingram; El hijo del caíd (The
Son of the Sheik), de Rodolfo Valentino; El gran desfile (The Big Parade), de King
Vidor; La mujer marcada (The Scarlet Setter), de Sjóstróm; Ben Hur (Ben Hur,
1926), de MGM; Varieté, de E. A. Dupont; El sueño de un vals (Ein Walzertraum,
1926), otro film de la UFA, y el repertorio completo de la temporada de las películas
de Emil Jannings. Sofisticadas en su forma de contar las historias, internacionales
en la comprensión, sin habla aunque inteligibles en todas las lenguas, cada una con
el sello individual de un director, una estrella o un estudio, aquellas películas
ofrecían algo del mejor florecimiento del cine mudo».19
Aunque, por tanto, tenga sentido decir que con la llegada del sonido las películas
se hicieron no sólo más realistas sino también más expresas en su sentido de la
nacionalidad, mi idea apunta a que la introducción del sonido no supuso una barrera
especial para que, por ejemplo, los directores alemanes se desplazasen por los
distintos países de Europa o entre ésta y América. Ni suprimió los equilibrios
peculiares, que acabamos de señalar en Lubitsch o Sternberg, entre un punto de
vista de forastero sobre América y el deseo del público americano de ver en sus
pantallas un punto de visto singular de Europa, algo que los exiliados no se nega-
ban a proporcionar. Por el contrario, las películas de Lang, Preminger, Wilder o
Siodmak, en la medida en que tienen que ver con la América urbana (La mujer del
cuadro [Woman in the Window, Fritz Lang, 1944], Laura [Laura, Otto Preminger,
1944], Perdición [Double Indemnity, Billy Wilder, 1944], La dama desconocida
[Phantom Lady, Robert Siodmak, 1944), y, respecto de la América suburbana, las
de Ophuls (Almas desnudas [The Reckless Moment, 1949]) y Sirk (Sólo el cielo lo
sabe [All that Heaven Allows, 1956]), configuraron y asentaron la mitología nacional
(de Estados Unidos) en aspectos muy importantes. El toque "germánico" detectado
tan a menudo en el thriller psicológico, en el cine negro y el melodrama parece
explicarse, de forma más convincente que invocando cualquier origen directo y
lineal desde el "expresionismo", una vez que se toman en consideración aquellos
"imaginarios nacionales" que se sostienen mutuamente y que he venido
bosquejando.
El contraejemplo complementario es Dupont. Si Varieté, o mejor dicho, su éxito
casi unánime ante un público internacional y de crítica iba a perseguir al director
toda su vida, granjeándole el apelativo un tanto sádico de "genio por una vez",
Dupont vuelve a figurar por derecho propio en la historia del cine con una película
raras veces recordada por sus méritos estéticos o sus resonancias míticas, pero sí
por su innovación técnica. En 1929, trabajando por entonces en Londres para British
International Pictures, Dupont fue responsable de la primera película hablada
europea, una adaptación de una obra teatral sobre el hundimiento del Titanic, que
se convertiría en Atlantik (1929) y que se filmó en tres lenguas, de las cuales
Dupont dirigió la versión inglesa y la alemana pero no la francesa. 20 Siguieron luego
más películas en varias lenguas: Two Worlds (una historia que recuerda a la ya
mencionada Hotel Imperial, con Charles Rosher como camarógrafo) y Cape Forlorn
(1931; la versión alemana [Menseben im Káfig] cuenta con un elenco de lujo
formado por Conrad Veidt, Fritz Kortner y Heinrich George) completaron el contrato
con la BIP de Dupont, que regresó a Alemania.21 Lo que me intriga es justamente
qué tipo de vínculo podía existir entre momentos tan netamente diferentes
centrados en el mismo nombre, más allá del puro accidente de que alguien llamado
Dupont dirigiese, entre muchas otras películas, esos dos hitos de la historia del cine.
Por el lado de Dupont, no obstante, no hay misterio. Mientras que los directores
europeos se han reconocido siempre, al menos en principio, como artistas, esto es,
como individuos creadores independientes, Dupont puede ser visto como alguien
que intentó, a lo largo de su carrera, conseguir una obra que se asemejara a su
"personaje" y fuera coherente con éste, y no tanto como un escritor o un pintor. Pero
puesto que ser un autor en el cine conlleva asimismo la necesidad de sobrevivir y
mantener un contacto estrecho con los medios de producción, semejante
"permanencia en el juego" representa un auténtico capital del trabajo del director, su
moneda dentro de la industria y ante los críticos, quienes en el caso de Dupont
jamás dejaron de contraponer su éxito anterior a sus fracasos del momento. Para
trabajar en Hollywood, Varieté era a la vez su plataforma de lanzamiento y su
recurso para obtener ingresos. Pero también era la jaula de la cual él trataba de
escapar, si bien a menudo, en buena medida, con una especie de compulsión
repetitiva. Su lema parece haber sido "repetición por medio de la variación", ya que
cada vez que Dupont se encuentra en una encrucijada de su carrera parece tentado
aún por otra variación de los motivos de Varieté: mostrar a gente enfrascada en el
eterno triángulo. Tras su llegada a Gran Bretaña, las primeras películas son Moulin
Rouge (1928) y Piccadilly (1929, ambientada también en un medio de bailarines,
gigolós y gentes del espectáculo), y su primera película tras regresar a Alemania se
llamó Salto moríale (una historia de triángulo amoroso entre trapecistas). Sin
embargo, la cuestión que se plantea no es qué obsesión personal o temas
existenciales podría haber querido articular Dupont, el autor, por medio de los
motivos del circo, el vodevil o el mundo del espectáculo, sino más bien por qué,
cuando llegó a Hollywood, en 1926 en la cumbre de su reputación, no hizo un
largometraje donde apareciese una carpa de circo o un ménage a trois (es decir, un
remake de Varieté), y en vez de ello adaptó una novela austríaca popular (es decir,
Die Geschichte von der Hannerl und ihren Liebhabern), la historia sentimental (con
final feliz) de una joven que debe escoger entre un profesor que le dará seguridad y
un joven lugarteniente que parte a una guerra de la que quizá no vuelva. La
segunda cuestión atañe a Atlantik, es decir, por qué Dupont se puso a la vanguardia
del cine sonoro y las versiones en múltiples lenguas cuando apenas nada en su
obra anterior sugería ese giro. La respuesta ha de buscarse en la dinámica de las
productoras europeas, cuyos mercados nacionales eran demasiado reducidos para
seguir siendo competitivas. British International Pictures trató de abrirse al mercado
europeo y el americano, y por ello estuvo buscando un director "internacional" con
experiencia en sus mercados rivales más amplios, Estados Unidos y Alemania.
Piccadilly fue la producción de mayor calado que BIP se había propuesto hasta la
fecha, la primera de una serie de películas de "prestigio", lo cual no sólo explica la
presencia de un director alemán sino también de estrellas americanas (Anna May
Wong y Gilda Gray, inventora del shimmy). Dupont, en realidad, se vio en una
situación similar a la de Lubitsch cuando éste fue contratado por Hollywood: el
«caballo de Troya» pasó sin ser advertido a territorio enemigo. Las dinámicas
muestran así signos de una comedia de errores e identidades confundidas, no sin
potencial trágico, haciendo que en ocasiones la historia parezca urdida por un
bromista. Comparable también en esto al barco perdido por Pabst, parte de los
movimientos en la carrera de Dupont se producen a consecuencia de accidentes
terribles, aunque en la dirección contraria a la "mala sincronización" de Pabst: un
proyecto de Dupont llamado Der Láufer von Marathón exigía rodar fuera de los
estudios de Los Ángeles durante las Olimpiadas de Verano de 1932. Cuando se
estrenó la película en febrero de 1933, Dupont se había hecho con la oportunidad
de seguir en Estados Unidos, ya que en mayo volvió a ser contratado por Universal,
en ningún caso para volver a Alemania, habiéndose convertido de repente, después
de años como aventurero internacional, en un refugiado político tras la llegada al
poder del nazismo.
CONTRABANDO CULTURAL