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Lo invisible como presencia afectiva en la fotografía

Por Juan Antonio Molina Cuesta

The Saint of Fort Washington

Uno de los protagonistas de la película The Saint of Fort Washington, de Tim Hunter, es

un homeless esquizofrénico que usa una cámara fotográfica sin rollo. Hay al menos dos

razones obvias para esto. La primera es que es un homeless, y probablemente no tiene

dinero para comprar película. La segunda es que está perturbado, y por lo tanto no

discierne la diferencia entre disparar una cámara con película y una cámara vacía. Sin

embargo, al principio de la historia, cuando otro de los personajes lo interpela y le

pregunta por qué toma fotos sin película, él responde con una sola palabra: “fotografío”.

En principio aquí el acto fotográfico parece ante todo un acto de fe y de convicción. La

figura del fotógrafo, señalada de manera tan sobria, y con un candor casi irrefutable,

resulta desde ese momento marcada por una especie de fatalidad. El planteamiento final

parece ser: soy un fotógrafo y por lo tanto tengo que tomar fotos, aunque no tenga

película en mi cámara. La pregunta que se deriva entonces es: ¿Qué es un fotógrafo? Y

la respuesta parece estar más asociada al acto de mirar, por una parte, y al gesto de

operar la cámara, por otra, que a la expectativa de “hacer” una foto.

El acto fotográfico en estas circunstancias pudiera ser definido por la relación entre la

mirada y el gesto. Es un acto que se define en los límites que construye el cuerpo en

relación con su entorno y en relación con el aparato, y que no depende de la necesidad

de llegar a ese objeto, generalmente considerado definitivo, que es la foto misma. Ya

sabemos que se puede fotografiar sin ver, pero si pensamos la mirada como intención y
como energía que se dirige del sujeto hacia la imagen del objeto y si pensamos el acto

de mirar como acontecimiento en sí mismo, en el que lo mirado se señala como suceso,

o más bien, como sucedido, entonces el punto es que también podemos prescindir de

ver la foto.

El protagonista de The Saint of Fort Washington dispara su cámara para convertir en

acto una relación afectiva con lo que está mirando; generalmente con otras personas. Su

gesto puede ser justificado como una forma de comunicación, que suple el aislamiento

físico y psicológico en que vive, y el mutismo de que hace gala habitualmente. Su gesto

es una forma de tocar –a veces de acariciar, a veces de decir, a veces de rechazar-. Por

momentos es como si la mirada supliera al tacto. Y por momentos es como si la mirada

denotara una forma de conciencia, o de tomar conciencia del mundo, que solamente

pudiera ser explícita, o al menos amplificada, por medio de la gesticulación con la

cámara. Desde esa perspectiva, la cámara no sería necesariamente parte de un

dispositivo que amplía las capacidades del ver y del representar, sino un dispositivo que

llama la atención sobre el acto de ver, y que lo representa. La cámara sería una

representación, más que una extensión, de la mirada.

Aunque el gesto de este fotógrafo callejero es discreto y casi furtivo, por lo general con

el acto fotográfico parece estar enunciándose, con algún aspaviento, “yo miro”. Esa

forma de exhibir la mirada pudiera ser una manera de obtener cierto control “local”

sobre la realidad, o por lo menos de llegar a cierto equilibrio en la relación entre el

sujeto que fotografía y su realidad. Es la mirada –y no la fotografía, como postulaba

Susan Sontag1- la que ayuda a obtener la sensación de control y de seguridad, la


























































1
Véanse
estos
dos
planteamientos
de
Susan
Sontag:
“Fotografiar
es
apropiarse
de
lo


fotografiado.
Significa
establecer
con
el
mundo
una
relación
determinada
que
parece

conocimiento,
y
por
lo
tanto
poder
(…)Si
las
fotografías
permiten
la
posesión
imaginaria
de
un

sensación de conocimiento y de poder. La fotografía, o el acto fotográfico, en todo caso,

sería el medio de hacer explícita, significativa y dramática esa operación efectivamente

ideológica en que consiste el acto de mirar.

Ya en este punto, tal vez valga la pena acotar que toda esta operación cobra mayor

eficacia cuando el acto fotográfico se comparte de alguna manera; por ejemplo, cuando

se realiza en grupo, como hacen las caravanas de turistas. Es precisamente al contexto

del turismo al que se refiere el comentario de Susan Sontag que he citado. Pero me

gustaría aludir a otro fenómeno, tal vez más sutil y, hasta ahora menos discutido. Y es el

sonido de la cámara, ese click que refuerza, desde otro plano sensorial, la función de la

mirada, y que parece denunciarla y darle un sentido mucho más tangible y mucho más

instrumental.

En The Saint of Fort Washington, el click de la cámara cumple una función importante

dentro de la banda sonora. Es una forma de recordarnos que el personaje está

disparando con su cámara vacía. Y de algún modo esa contradicción también llama la

atención sobre la expresividad autosuficiente del sonido: la cámara sigue haciendo

“click” aunque no tenga película, y ese sonido resulta mecánico y lingüístico al mismo

tiempo, porque es la onomatopeya del acto fotográfico.

Siempre he intuido que al efecto de ese sonido es a lo que se refiere Roland Barthes, en

La cámara lúcida, cuando dice: “Para mí, el órgano del fotógrafo no es el ojo (que me

aterra), es el dedo…”, lo cual me recuerda también una frase de Walter Benjamin, en

sus comentarios sobre Baudelaire: “Entre los innumerables actos de intercalar, arrojar,

oprimir, etcétera, el “disparo” del fotógrafo ha tenido consecuencias particularmente


























































pasado
irreal
también
ayudan
a
tomar
posesión
de
un
espacio
donde
la
gente
está
insegura.”

Susan
Sontag.
Sobre
la
fotografía.
México
DF.
Alfaguara,
2006.
Págs.
21‐23

graves. Bastaba hacer presión con un dedo para fijar un acontecimiento durante un

período ilimitado de tiempo. Tal máquina proporcionaba instantáneamente, por así

decirlo, un shock póstumo2...”

El acto fotográfico parece cancelar algo. Tal vez por eso se le atribuye ese carácter

póstumo. Porque lo fotografiado pasa a ser percibido como irrepetible y como

irrecuperable. O quizás también porque el acto fotográfico en sí mismo tiene algo de

inexorable. Como si el “disparo” de la cámara, con su sencilla fatalidad, señalara un

punto de no retorno. Si la fotografía vuelve tan dramática nuestra relación con el pasado

es porque nos confronta con un presente irreductible. Con ese sentido también puede ser

interpretada la noción de shock. Por lo menos en lo que respecta a la fotografía, el shock

debería ser pensado como un exceso de presencia, en el doble sentido del término: la

presencia como un estar aquí, pero también la presencia como un estar ahora.

El exceso de presencia, que se intuye en la noción moderna de “shock”, pudiera

sumarse a (o quizás llegar a resumir) las figuras del exceso con las que Marc Augé

compone su imagen de la sobremodernidad: la superabundancia de acontecimientos, la

superabundancia espacial y la individualización de las referencias. Si el no lugar, que

define Augé, permite la “expresión completa” de esas figuras del exceso, es mediante, o

aunadas a un exceso de presencia. No se trata de que la fotografía deba ser pensada

como “lugar” o “no lugar”, siguiendo las definiciones de Augé, sino que puede ser

entendida como una forma de representación que reproduce los efectos de la

superabundancia como superabundancia de presencia.


























































2
Walter
Benjamin.
Sobre
algunos
temas
en
Baudelaire.
En
Sobre
el
programa
de
la


filosofía
futura
y
otros
ensayos.
Caracas.
Monte
Ávila
Editores,
1970.
Pág.
107

Pero la superabundancia de presencia es también superabundancia de ausencia, así

como la superabundancia de visibilidad se complementa con una superabundancia de

invisibilidad. Sobre esos complementarios también llama la atención el acto fotográfico

y ellos le dan densidad a ese tono póstumo que se le atribuye a la foto.

El final de la película The Saint of Fort Washington es precisamente una imagen post

mortem que viene reforzada por imágenes fotográficas. El protagonista es asesinado por

el “villano” de la historia, pero antes ha tenido la oportunidad de tomar algunas fotos

con un rollo de película que le regaló su amigo. Cuando las fotos son reveladas, ya el

fotógrafo está muerto, así que al final, al menos para él, el acto fotográfico queda

cerrado antes de que haya un producto iconográfico. Esos objetos iconográficos –las

fotos reveladas- son llevados por su amigo hasta la fosa común donde será enterrado el

fotógrafo. Las fotos son enterradas junto con el fotógrafo como ofrendas póstumas y

también como metáforas de una cancelación del acto fotográfico que es también

cancelación de la posibilidad del consumo visual que propiciaría la exhibición del

icono. Es un perfecto ejemplo de cómo un acto de consagración de la foto pasa por la

aniquilación de su valor como objeto de exhibición. El conflicto entre valor de culto y

valor de exhibición, al que tanta importancia da Walter Benjamin, en La obra de arte en

la era de la reproductibilidad técnica, es resuelto aquí a favor del culto (culto funerario,

a fin de cuentas) y es una especie de acto sacrificial, contradictorio en sí mismo, que

destruye al objeto para preservar su aura.

Sin embargo, el espectador de la película tiene la oportunidad de ver brevemente

algunas de las fotografías. Y esto da relevancia a lo fotografiado. Por un instante, la

atención se desvía desde el gesto fotográfico y desde el lugar del fotógrafo mismo, hacia

el tema o, y esto es todavía más importante, hacia los sujetos fotografiados. Porque la

mayoría de esos sujetos son los amigos del fotógrafo, las personas que forman parte de
su círculo social y afectivo, la mayoría homeless como él, desplazados como él mismo,

marginados igual que él. En principio, las fotografías resultan tan ensimismadas como

el propio acto fotográfico. En segundo lugar, las fotografías representan un universo de

marginalidad que se corresponde con la propia condición marginal del fotógrafo. En

tercer lugar, y no menos importante, la marginalidad de esos sujetos puede ser entendida

también como correlativa a una suerte de invisibilidad, que no es ajena a su especial

relación con el acto fotográfico. Porque este acto fotográfico, anónimo, marginal,

furtivo, tímido y destinado a la muerte, no logra sacar a estos sujetos de su propio

anonimato.

No podemos decir que a estos sujetos nadie los fotografía, pero sí que pocas veces se

fotografían a sí mismos. Y estas fotos, destinadas a desaparecer prácticamente sin ser

vistas, son fotos tomadas desde el interior de la realidad fotografiada. Eso también le da

una connotación política al acto fotográfico, porque nos permite ubicar al acto de mirar

en relación con una posición de poder y de relación, si no antagónica, al menos

conflictiva, con el otro. Pero en estas fotos está anulada la posibilidad del antagonismo,

de hecho prácticamente está anulada la posibilidad de la diferencia, como si la distancia

entre la subjetividad del fotógrafo y las subjetividades de los fotografiados hubiera sido

recortada, como si la identidad del fotógrafo careciera de fuerza, como si el fotógrafo

hubiera renunciado a asumir una posición de poder para su mirada (lo cual es evidente

desde que decide fotografiar sin cámara).

Entonces aquí asistimos a distintas formas de manifestarse lo que he calificado como

una “debilidad” del objeto fotográfico. Primero, esa debilidad está prefigurada en el

hecho de que el protagonista de la película opera su cámara sin rollo, con lo cual niega

al objeto fotográfico y niega la necesidad de que exista un objeto fotográfico. Esa

posición débil del fotógrafo se mantiene aún después de utilizar un rollo en su cámara
porque el fotógrafo nunca llega a ver las fotos resultantes, y esas fotos son destinadas a

la destrucción. El origen y el significado de este evento se relacionan con una condición

débil del acto fotográfico, que aparece como un acto sin autor, sin público, sin memoria,

sin evidencias, porque la foto debería ser no sólo una evidencia de lo fotografiado, sino

ante todo, una evidencia del acto fotográfico en sí mismo.

En otro nivel, la debilidad del acto fotográfico se desprendería de la condición marginal

del fotógrafo y de los fotografiados. Y aquí no uso “marginal” solamente en el sentido

de una posición periférica de estos sujetos respecto al cuerpo social, sino pensando en la

gravitación del fotógrafo, de los fotografiados y del acto fotográfico siempre en los

límites de la realidad y en los límites de la representación, incluso en los límites de lo

que Vilém Flusser llamaba “el programa” de la cámara fotográfica. Y, por último, esa

debilidad está prevista en la correlación entre visibilidad e invisibilidad, que recorre

todas las opciones que mencioné anteriormente. Porque también así se está planteando

la posibilidad de revisar el régimen de lo visible como valor y como correlato de lo real

y se está revisando la función que cumple el dispositivo fotográfico como legitimador

de la visibilidad.

Aliento sobre piano

Entre toda la producción fotográfica de Gabriel Orozco, Aliento sobre piano es la foto

que más fascinación ha ejercido sobre mí. La parquedad del título, y su aparente apego

al objeto que describe, no han impedido que dicho objeto se me presente siempre como

enigmático. De hecho, creo que un título que se limita a describir, y que no interpreta la

foto, ayuda bastante en un caso como éste, porque la relación con la imagen no se ve

interferida por un texto de pretensión metafórica. El texto “aliento sobre piano” permite
que me concentre en el hecho de que estoy observando la representación fotográfica de

algo inasible, efímero y prácticamente invisible. El placer de ver una manifestación

física de lo invisible hace que pase por alto la posibilidad de que el título sea una

ficción. No tengo modo de comprobar que lo que fotografió Gabriel Orozco fue la

huella del aliento sobre el piano. Pero una vez más me doy cuenta de que la

verosimilitud de la fotografía descansa en la necesidad de que no se cuestione

demasiado la veracidad de los enunciados que la complementan. Por otra parte, plantear

así las cosas me obliga a aceptar que, en realidad, lo importante aquí no es tanto lo

fotografiado (el supuesto aliento sobre el piano) como las dos imágenes que se están

complementando: el aliento, como signo de vida o como signo de la esencia de la vida,

y la mancha sobre el piano, como huella de un tránsito o de un pasaje.

Con esas dos imágenes se construye la parte narrativa de esa foto. Y este aspecto no

debe ser desdeñado, sobre todo tratándose de una obra de Gabriel Orozco, quien logra,

con la sobriedad del título y con la sobriedad de la foto misma, sostener un círculo de

referencias entre fotografía y título, en el que ambos parecen describirse

respectivamente. Esta suficiencia mutua de la descripción se rompe por el efecto sutil de

la narración, porque la mancha sobre el piano no es el acontecimiento, sino el signo de

un acontecimiento, el signo de algo que es susceptible de ser contado.3

El relato de un acontecimiento es la reconstrucción de la imagen de algo que ha sido.

Desde la fotografía de Gabriel Orozco, la mancha sobre el piano ha sido ante la cámara.


























































3
Alguien me comentaba recientemente que ese aliento sobre un piano podía ser
interpretado como una alusión a otras impresiones mitológicas, como el Síndone de
Jesús o como la tilma de Juan Diego, para mayor cercanía con la cultura mexicana. Y
que, desde ese ángulo, el juego entre ilusión y realismo en esa obra podría tener un tono
mucho más irónico que el que se percibe en una primera lectura, porque pudiera estar
tocando la componente de fe y credulidad que está presente y que sostiene nuestra
relación con las representaciones y especialmente con las representaciones fotográficas.

Desde la mancha sobre el piano, alguien ha sido, alguien ha estado, alguien ha pasado

por el piano. La foto de la mancha en el piano es una huella que ratifica la existencia de

la mancha y del piano. Aceptando que la mancha y el piano estuvieron (fueron) ahí

(puesto que ese es el enunciado de la foto) podemos aceptar que la mancha fue causada

por el aliento de alguien, puesto que ese es el enunciado del autor, convertido en

enunciado de la foto.

De modo que la mancha en el piano pasa a ser una huella que ratifica y relata la

existencia de alguien que no está en la foto. Alguien que hizo notar su presencia (y su

existencia) por medio de un elemento tan sutil como su propio aliento. Como el aliento

es invisible, alguien acudió a la lustrosa tapa del piano (superficie “sensible” en última

instancia) para “imprimir” ahí su huella.

El aliento deja su huella en la superficie del piano porque la vuelve opaca, es decir,

porque reduce su capacidad reflejante o su capacidad especular. Así el aliento funciona

como la sombra: hace que una superficie se enajene de la luz. El aliento y la sombra –

constancias de vida y, en un sentido mítico, representaciones de esa alteridad propia que

es nombrada como espíritu- sólo son perceptibles mediante una obstrucción, una

limitación o una negación de la luz. De esa negación surge también la fotografía.

La tapa del piano funcionó como una superficie fotográfica. Cierto que sólo de manera

efímera, pero el valor de la foto radica también en que retuvo o fijó ese momento,

convirtiéndolo además en un momento significante. Y la pregunta es: ¿Qué es lo que

significa esta fotografía de una mancha sobre la tapa de un piano? Significa que alguien

estuvo de paso junto al piano, segundos antes de que fuera tomada la foto. Significa que

ese alguien tenía vitalidad, y que la constancia de su vitalidad es constancia de su paso,

más no de su presencia. Significa que la constancia de su vitalidad fue otorgada por algo
imperceptible, como su aliento, y la constancia de su paso viene asociada a algo

perceptible siempre en toda fotografía: su ausencia.

Hay algo que me identifica con ese ausente. Y eso implica para mí, ante todo, que algo

me hace ser o, al menos, desear ser ese ausente. O simplemente debería decir: algo me

hace desear a ese ausente. Tal vez la mejor manifestación de nuestra relación afectiva

con la fotografía radique en el hecho de que, llevándonos a identificar una ausencia nos

induce a identificarnos con lo ausente. Y que esa identificación puede ser descifrada

como deseo.

A los ojos del deseo (el índice y la sombra del amante)

Es conocida la fábula que reproduce Philippe Dubois, en El acto fotográfico. De la

representación a la recepción, mediante la cual Plinio narra el origen de la escultura,

como algo que se encuentra, literal y metafóricamente, “en la sombra”. Según Plinio, la

protagonista de la historia es la hija de un alfarero, la que, ante la inminencia de la

partida del amante, decide dibujar en el muro de la estancia el contorno de la sombra del

joven, proyectada sobre la pared. Después, la mujer puso arcilla sobre el dibujo,

convirtiéndolo en un relieve que puso a cocer en el horno. Este es el inicio del capítulo

más imaginativo y seductor del libro de Dubois, que problematiza la relación entre lo

indicial y lo icónico, pero que, además, invita a una percepción más carnal del signo

fotográfico, en tanto referido al cuerpo y la sombra y ubicado en una encrucijada entre

el deseo y la intuición de la pérdida, o entre la presencia y la intuición de la ausencia, o

entre lo visible y la imaginación de lo invisible.

A la luz (o la sombra) de esa fábula, la imagen del contacto, asociada al concepto

semiológico de index, adquiere otras resonancias. Digamos que adquiere el erotismo


que le pertenece. Pero ese erotismo no viene solamente asociado a una corporeidad, sino

también a su ausencia; no viene solamente asociado a la posibilidad de la posesión, sino

a la necesidad de la pérdida.

Philippe Dubois dice que a “los ojos del deseo, la representación no vale tanto como

semejanza, sino como huella.” Y esto yo lo asocio a que el origen de la huella siempre

está en el contacto, pues la huella es siempre el residuo del tacto. Lo que significa una

huella está más allá de su propia figuración y de su objeto original, y se ubica en la

relación de contacto (o de cópula) entre un objeto y una superficie, o entre dos objetos,

o entre dos cuerpos. Por eso una fotografía, en lo que tiene de huella, debería remitir al

acto fotográfico antes que a lo fotografiado. Si no siempre ocurre así es porque la

transparencia de la foto se basa en la transparencia del acto fotográfico. Y en ella

también se basa la ilusión de la fotografía como algo mágico. No se trata solamente de

que la representación del objeto parece sustituir al objeto ni de que la representación del

objeto haya resultado del contacto y mantenga esa cualidad de residuo, es también que

la pregnancia del objeto en su representación parece natural, como si no hubiera

mediado un dispositivo técnico-ideológico; como si de verdad la fotografía fuera una

imagen y no el signo de una imagen.

Además de entender que todo signo tiende a ocultar su condición de signo, esto debería

llevarnos también a diferenciar la figura del consumidor de la foto de la figura del

fotógrafo, porque el funcionamiento estético de la foto no es el mismo en ambos casos.

Desde una relación consciente con el dispositivo fotográfico, el fotógrafo encuentra el

goce también en la manipulación de dicho dispositivo y en la previsión del efecto de

ilusión y engaño que obtendrá. El control del fotógrafo sobre el dispositivo se origina en

la necesidad de cancelar la conciencia del dispositivo en el espectador, para que,

pasando inadvertido, el dispositivo funcione plenamente.


Cuando Philippe Dubois dice que la cámara oscura no es otra cosa que “un refinamiento

mecánico del dibujo por calco de la sombra del amante en la habitación iluminada por el

fuego” , lo que me llama la atención en esa frase, además de la alusión a la situación

erótica que está en el principio de la representación, es el término “refinamiento”, que

interpreto como esa sofisticación del aparato, capaz de hacerse invisible a sí mismo,

mientras hace invisible a la mano y a la voluntad que lo controlan.

El hecho de que la representación valga como huella nos permite rastrear el origen de

una foto, por ejemplo, hasta un momento que estuvo regido por la voluntad del

fotógrafo y por la funcionalidad del dispositivo. Sin embargo, “a los ojos del deseo” ese

momento es insignificante y más bien entorpece la relación imaginaria con el pasado.

La foto sólo se convierte en objeto de culto cuando nos revela el pasado como algo que

se da inmediatamente. Una foto sólo puede ser objeto de culto cuando no nos vemos

obligados a calificarla como una “buena foto”.

A los ojos del deseo la representación siempre es pretérita. La huella es siempre una

señal de lo que ya pasó, de lo que no está y posiblemente de lo que nunca estuvo. E,

irremisiblemente, de lo que no volverá a estar. El gesto de dibujar la sombra del amante

se origina en la previsión de su ausencia y es el presentimiento de su pérdida. Tomar

fotos es también imaginar una pérdida, como mirar una foto es imaginar lo perdido. Por

eso el erotismo del index viene asociado a lo fantasmagórico.

En su ensayo Imágenes y fantasmas, Roger Castel da una definición rotunda y al mismo

tiempo llena de sugerencias: “la fotografía es la representación de un objeto ausente

como ausente.” Esto pudiera servir para una caracterización interesante de lo que es un

fantasma: la huella de algo que ha sido, pero que solamente existe como la expresión

absoluta de su ausencia, a través de una imagen.


En ese sentido el deseo por el ausente pudiera estar encubriendo el deseo de la ausencia,

porque es la ausencia lo que nos da la posibilidad del culto. Edgar Morin, en su libro El

cine o el hombre imaginario, se siente obligado a hablar de la fotografía, y lo hace

acudiendo a términos que no me molesta suscribir aquí. En el hogar, dice Morin, “las

fotografías hacen las veces de las estatuillas u objetos alrededor de los cuales se

mantenía el culto a los muertos.” Y continúa preguntándose: “La difusión de la

fotografía ¿no ha reanimado en parte las formas arcaicas de la devoción familiar? O,

más bien, las necesidades del culto familiar ¿no han encontrado en la fotografía la

representación exacta de lo que los amuletos y objetos realizaban de una manera

imperfectamente simbólica: la presencia de la ausencia?”

Cuando menciono a lo invisible como presencia afectiva, también estoy aludiendo a la

ausencia como presencia afectiva en la fotografía. Para mí el hecho de que la fotografía

represente una ausencia viene asociado a la posibilidad de que se refiera a lo invisible.

Y eso incluye la sugerencia de una relativa equivalencia entre lo invisible y lo

imaginado. Ya he dicho en alguno de mis textos que el referente último de toda

fotografía es un hecho de la imaginación. ¿Y no significa eso también que tal referente

pertenece al campo de lo no visible?

Hay una tendencia generalizada a relacionar la imagen con la visión, como si la imagen

solamente pudiera referirse a lo ya visto o lo visible. Como si el único sentido capaz de

generar imágenes fuera la vista. Y esa tendencia esconde varias trampas. Pero sobre

todo, la más importante es que pasa por alto el hecho de que lo imaginario es la

manifestación subjetiva de una experiencia objetiva, posible, pero no necesaria. Y esa

experiencia objetiva no tiene que depender obligatoriamente del sentido de la vista. Por

otra parte, lo posible existe también como imposible. Y de ahí viene el carácter

paradójico de lo imaginado: su posibilidad esconde siempre su imposibilidad.


Me gusta mucho esta frase de Evgen Bavcar: “cuando un ciego dice ‘imagino’ ello

significa que él también tiene una representación interna de realidades externas.” Lo que

quisiera añadir es que hay un momento en que ya resulta imposible llegar a esas

realidades externas prescindiendo de las representaciones internas. Y que después de

ese punto ya no hay vuelta atrás. En consecuencia, después de ese punto, ya no hay

diferencia entre un ciego y alguien que tiene el sentido de la vista, excepto quizás, la

ilusión que invade al segundo de que su visión es lo más confiable.

Tal vez me apresuré al pensar en algún momento que lo invisible sólo tiene valor

referencial para alguien que ve o que ha visto, o que lo invisible es algo que está en las

antípodas de la ceguera. Pero como no soy ciego, solamente podría discutir eso desde la

posición de alguien que ve. Desde esa posición creo tan factible tratar de entender la

invisibilidad como algo que condiciona la existencia de ciertas cosas, como tratar de

entenderla en términos de algo condicionado por nuestra capacidad para relacionarnos

visualmente con la realidad.

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