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Durante los siglos XVI y XVII, el español llegaba al final de una larga
transformación fonética: la ortografía se debatía entre la fidelidad al sonido o a la
etimología. En ausencia de una autoridad común, eran muchos los personajes que
se interesaban por la ortografía y que escribían sus propios tratados. No eran
tanto eruditos —que los hay: Nebrija, Jiménez Patón—, cuanto humanistas en el
más amplio sentido de la palabra: hombres interesados por las lenguas,
conocedores del latín —y frecuentemente del griego—, que se arriesgaban a
hacer su propuesta personal dentro de las aguas revueltas de la ortografía
aurisecular, con fines prácticos. Desde el jefe de secretaría de una casa noble, que
redactaba un Manual de escribientes (Antonio de Torquemada 1552), hasta el
cura instruido que imprimía su cartilla para enseñar a leer y escribir a sus fieles, y
así pudieran aprender mejor la doctrina (Miguel Sebastián 1619), o el obispo que
proponía una Ortografía para los documentos de su cancillería (Juan de Palafox
1662); desde el polígrafo secretario del rey, que editó el Lazarillo castigado (Juan
López de Velasco 1582), al autor que —rara auis— vigilaba la ortografía de sus
impresos (Mateo Alemán 1609); y, muy particularmente, algunos impresores
cultos, como Guillermo Foquel, Felipe Mey, o Alonso Víctor de Paredes que
escribió una Institución y origen de la imprenta y reglas generales para los
componedores, la primera historia de la imprenta en España (c. 1680).
Deuen por el semejante mirar que los renglones vayan derechos, que las
partes vayan cada vna por si: no marañadas, ni rebueltas que sea todo
confusion. Apartadas las clausulas y oraçiones con sus señales con que las usa
el molde, apartar y señalar8.
También cuando yerra la puntuación la responsabilidad corresponde en
última instancia a la imprenta. Francisco de Robles, en El culto sevillano, sin
embargo, matiza:
[…] no me acuerdo haber leido libro alguno en latin ni romance (y he
leido muchos) que esté (á mi parecer) perfectamente apuntado: y aunque se vée
bien claro que la mayor culpa dello está en los impresores, no sé cuánta
disculpa puedan tener los autores de los libros, que no se los dan tan bien
apuntados en el original9.
Cierto. Después de haber examinado un amplio corpus de originales de
imprenta de los siglos XVI y XVII y su correspondiente estampación, he podido
constatar que, cuando un original va bien puntuado, siempre es respetado en el
proceso de edición; en cambio, cuando la copia en limpio presenta una
puntuación deficiente o errática, los cajistas toman fácilmente la iniciativa de
interpretar y corregir por su cuenta, fiándose temerariamente de su familiaridad
con los tipos10.
Aparte de la selección de unos signos u otros, que se fueron decantando a lo
largo del Siglo de Oro, las indicaciones sobre cuándo o dónde insertar un signo
de puntuación en la tratadística aurisecular se pueden resumir en las siguientes:
En manuscritos del Siglo de Oro español son también muy escasas: no solo
no las usan santa Teresa ni Cervantes —que apenas utilizan tampoco signos de
puntuación—, sino que no lo hace un fray Luis de León que era, en cambio, muy
cuidadoso con la puntuación de sus originales y de sus ediciones impresas. Con
interpretaciones diversas y distinto grado de constancia, los textos impresos del
Siglo de Oro, cuando utilizan los acentos, lo hacen en virtud de unos hábitos que,
como el resto de rasgos ortográficos, varían de una imprenta a otra, pero que
responden a unas líneas maestras que están en el fondo de las doctrinas que,
asimiladas de la Antigüedad, transmiten los humanistas que se ocuparon de tratar
la materia.
27. VELASCO (1582): 294. Por considerarlo significativo, reproducimos el tratamiento de los
espacios entre signos y palabras.
28. VELASCO (1582): 297.
HERENCIA CLÁSICA EN LA PUNTUACIÓN Y ACENTUACIÓN 295
29. Como la del jesuita Francisco Pérez de Náxera (Valladolid, 1604) o la del judío portugués
Abraham de Fonseca (Amsterdam, 1663), que se recogen en Infantes-Martínez (2003).
30. «En latin han escrito muchos, y en romance no pocos. Madariaga, y Juan López de Velasco, y
Guillermo Foquel, y el padre Nájera, y el maestro Patón, y Juan Bautista de Morales, y
Lorenzo de Ayala, y últimamente Gonzalo Correa [sic], todos han tratado desto en sus
Ortografías» (ROBLES 1631: 329).
31. FOQUEL (1593): 32.
296 FIDEL SEBASTIÁN MEDIAVILLA
siempre que vayan sueltas, sea cual sea su valor gramatical (no faltan textos
contemporáneos que acentuaban la à con valor de preposición y/o de verbo), y
recomendándolo expresamente cuando la ò se emplee como interjección:
La à sola con acento bien es ponersele, aunque siempre es breve, mas no
por otra razon mas de estar sola. Lo mismo sucede con la ò sola: pero mas
requiere el acento quando se pone para admiracion, como en estos casos: ò què
pontento! ò quan maravilloso! (Paredes c. 1680: 21v-22).
En cuanto a los acentos circunflejos, «no se estilan en el Romance, aunque
yo (si los tiene la fundicion) vso dellos en veia, oia, creia, y otros»40. Por la
muestra, se ve que en los cajetines que utilizó para componer este tratado no
disponía de ellos.
Acabado este repaso por los más significativos testimonios de la doctrina
ortográfica sobre la acentuación en los siglos XVI y XVII, quedan precisas unas
líneas maestras que todos ellos reconocen:
1. No hay tradición de acentuar en la lengua española, por lo que los impresores se
resisten a acentuar hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XVI.
2. Si se está dispuesto a utilizar acentos gráficos, es preciso hacerlo en palabras que,
cambiado el acento de una sílaba a otra, pudieran ofrecer significados diferentes.
3. En la confusión de propuestas gramaticales y modelos literarios, la elección de los
tipos con tildes agudas, graves o circunflejas queda a la elección del personal de
cada imprenta.
De como se utilizaron los acentos en las primeras ediciones de las obras
maestras de la literatura del Siglo de Oro traté en otro lugar41. Valga traer aquí
algunas de las conclusiones a que se llegó después de su estudio:
Las ediciones más antiguas de nuestros clásicos de la primera mitad del siglo
XVI no recibieron acentuación, ni las que se compusieron con letrerías góticas,
como las comedias y tragicomedias de La Celestina, y las ediciones del Lazarillo
de Burgos, Alcalá y Medina de 1554, ni tampoco el Lazarillo de Amberes del
mismo año, impreso en tipos redondos.
La primera edición del Lazarillo posterior a 1554, la de López de Velasco
(1573), vino primorosa y originalmente acentuada con agudos y circunflejos.
Se puede decir que ni las obras de fray Luis de León ni las de santa Teresa
aparecieron acentuadas, aunque muestran la huella de cajistas que
espontáneamente de tanto en tanto marcaban una palabra con acento, según las
normas de los que lo solían hacer.
Tanto La conversión de la Magdalena (1588) de Malón de Chaide, como el
Guzmán de Alfarache (1599), como las dos Partes del Quijote (1605 y 1615), son
libros acentuados: La conversión de la Magdalena, por la mano del autor; el