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El príncipe aborda muchos de los elementos en torno a los que todavía gira
la discusión pública: la relación entre política y moral, las obligaciones del
gobernante, los mecanismos del poder. Son algunos de los asuntos que
Silvers, Margalit, Garton Ash y Stears tratan en esta conversación, orientada
por la interpretación que hizo Berlin del pensamiento de Maquiavelo.
ROBERT SILVERS:
claro que él no apoyaba las estrategias concretas de fuerza y astucia que el propio
Maquiavelo proponía.
Después del 11 de septiembre, hemos oído hablar cada vez más acerca de las
estrategias de Maquiavelo, en particular en lo que George W. Bush llamó la guerra
contra el terrorismo, tal como esta se interpreta por los funcionarios encargados de
la seguridad en Washington, actuales y pasados. Philip Bobbit, ex Director de
Programas Nacionales del Consejo de Seguridad Nacional y actualmente muy
respetado profesor de derecho en Columbia, escribió un libro, muy leído en los
círculos de la seguridad, que se llama Terror and Consent, donde cita a
Maquiavelo para explicar que los imperativos especiales del cargo público le
obligan a gobernar, sobre todo, pensando en las consecuencias. Si evitar
consecuencias dolorosas para la sociedad implica recurrir a medidas extremas,
incluyendo la tortura, el cargo concienzudo debía salvar la ciudad aunque eso
entrañase romper la ley. Debe obedecer lo que se ha llamado “un código
maquiavélico consecuencialista”, que viene con la responsabilidad de gobernar. Y
eso, quería dejar claro, es muy distinto a la opinión ampliamente extendida de las
“manos sucias”. Se ha recurrido a Maquiavelo para explicar que a veces los
cargos públicos pueden tener lo que se llama manos sucias; deben hacer lo que la
mayor parte de la población civil consideraría inmoral: mentir, matar, torturar. Y por
eso merecen el desdén del público. Para algunos, es un desprecio que debe ser
reconocido y aceptado por parte del cargo público. Pero hay, para otros, una
sensación de cierta legitimación de ese desprecio. Philip Bobbitt y quienes
comparten su punto de vista creen que ese desprecio no es merecido, al menos
en ciertas circunstancias, y que ciertas acciones están justificadas por el código
maquiavélico de las consecuencias. Puede parecer una visión extrema, pero, al
tratar muchas de las doctrinas adoptadas por la administración de justicia de
George W. Bush, o al observar algunos documentos que tenemos de la cia y de
la nsa, vemos que, hayan leído o no el libro de Philip Bobbitt, funcionarios públicos
en posiciones destacadas se mostrarían comprensivos con esa visión.
AVISHAI MARGALIT:
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Voy a empezar con una cita que no es del muy poco santo patrón de nuestra
sesión, Maquiavelo, sino de Jean-Paul Sartre:
Estas palabras de Hoederer, el líder comunista de Las manos sucias, dan título a
la obra. El dilema queda resumido en la última frase: ¿se puede gobernar
limpiamente? Con eso, Sartre probablemente hablaba de actos moralmente
débiles, faltos de experiencia mundana y astucia. Hay una imagen de la política
que va con la línea dura de Hoederer, la imagen de la dureza revolucionaria,
acompañada del cliché de la bravura revolucionaria, de la idea de que no puedes
hacer una tortilla sin romper huevos. Isaiah Berlin pensaba que esta es una línea
reservada a gente que siente de antemano cierta afición por romper huevos, sin
tener la más remota idea de cómo se prepara una tortilla. En esa línea de dureza
revolucionaria, la inocencia y la moralidad representan la blandura frente a la
resistencia heroica que exige la política: la política es áspera y dura, la moralidad
blanda y sentimental. El examen de esa dureza en la política consiste en superar
los reparos morales. Cuando las cosas se complican, los políticos duros se ponen
a trabajar. Las relaciones entre política y ética tienen dos capas: una capa elevada
que incluye decisiones sobre la vida y la muerte, y una capa rutinaria que entraña
decisiones tediosas para conservar el poder. Romper la moralidad en la capa más
elevada significa cometer un crimen. Romperla en la capa más baja tiene que ver
con las faltas. Hablo de “crímenes” y “faltas” en el sentido moral, no
necesariamente legal. La decisión de Nixon de bombardear Hanoi en la navidad
de 1972 pertenecía a la capa más elevada: yo creo que fue un crimen. El
encubrimiento del Watergate pertenece a esa capa rutinaria y es una falta.
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Bernard Williams distinguía esas dos capas diciendo que la primera es cosa de
criminales y la segunda de maleantes. “No soy un maleante”, declaró Nixon sobre
el Watergate, pero no en el contexto de Hanoi. Williams prefería tratar de la capa
rutinaria de la tarea de los políticos, mientras que yo estoy pensando en la política
de alto riesgo, la que practican quienes aspiran a ser estadistas y toman
decisiones importantes, en vez de quienes solo se aferran al poder en busca de la
supervivencia política. El problema de Maquiavelo era una combinación de las dos
capas: ¿Qué debe hacer el príncipe, el gobernante, para permanecer en el poder
de forma gloriosa, de manera que permanecer en el poder también signifique
aparecer en los libros de historia? La respuesta de Maquiavelo es proverbialmente
familiar: eso requiere implacabilidad y astucia, engaño y una crueldad calculada.
Maquiavelo pensaba que lo que exige la política es incompatible con la humildad y
la santidad que requiere la moral cristiana. Eso no es lo que pensaba el cardenal
Richelieu. Él creía que podía ser las dos cosas. Pero, aunque Richelieu era
terroríficamente convincente como magnífico príncipe maquiavélico, no lo fue tanto
como catequista cristiano.
Creo que la zona de tensión entre política y ética no se encuentra donde la dejó
Maquiavelo, sino que es producto de otra tensión: la tensión entre ética y
moralidad. Es más fácil decirlo que explicarlo, pero intentaré hacerlo. En primer
lugar, estableceré dos distinciones: relaciones densas y finas. El caso
paradigmático de las relaciones densas son las relaciones entre familiares,
amigos, clanes, tribus, naciones. El caso paradigmático de las relaciones finas son
las relaciones con desconocidos, con esa gente con la que no tenemos nada en
común, más allá de nuestra humanidad compartida. Las relaciones densas no se
limitan a las relaciones cara a cara. Un católico irlandés de clase obrera puede
tener una relación densa con los irlandeses, con la clase obrera de su país o con
miembros de la Iglesia. Son relaciones profundas, basadas en recuerdos
compartidos. Son las relaciones que a la mayoría de nosotros nos preocupan la
mayor parte del tiempo. La segunda distinción es que, desde mi punto de vista, la
ética regula nuestras relaciones densas y la moralidad las finas. La ética incluye
ideas como lealtad y traición; la moralidad, conceptos como justicia y desigualdad.
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importa la profecía de Isaías sobre el lobo que yace junto al cordero, siempre y
cuando uno mismo sea el lobo. En una política donde la ética solo está levemente
disfrazada de moralidad, pero no limitada por ella, la expectativa general es que
las manos de los políticos estén moralmente sucias y éticamente limpias. Puede
haber una minoría social que no apoye esta lúgubre imagen y proteste diciendo:
“No en nuestro nombre.” Pero, cuando hay mucho en juego, la mayoría acepta la
idea de que la política implica manos moralmente sucias, porque es la única
manera de defender nuestros intereses en un mundo egoísta y peligroso. Nuestros
intereses son todo por lo que nuestros políticos deberían preocuparse. Creo que
esta peligrosa idea que propone una política sin moralidad debería combatirse
poniendo los límites morales correctos a la ética. Los límites morales centrales a la
ética deberían ser derechos humanos universales como los que están incluidos en
la Declaración de los Derechos Humanos: el derecho a la vida, la libertad y la
seguridad, a no ser sometido a la tortura o a un castigo inhumano o degradante.
La verdadera tensión entre ética y política es en la actualidad una tensión entre la
moral y la ética, y no solo el producto de la egomanía de un príncipe maquiavélico.
Eso no tiene por qué alterar nada en el valor de la proposición, pero el hecho de
que no practicásemos lo que predicábamos durante trescientos o cuatrocientos
años condiciona la percepción del resto del mundo cuando hablamos de los
valores de la Ilustración. Por otro lado, en esa conversación, creo que las
cualidades que Isaiah Berlin y Ronald Dworkin tenían, que nos podrían remitir a un
significado más antiguo de la palabra liberal –el sentido de liberalidad, de
generosidad, compasión imaginativa o la capacidad de meterse en la piel de gente
que miraba, hablaba y pensaba de forma muy distinta para intentar entenderla–,
son más necesarias que nunca. Es muy interesante el pluralismo de valores que
propuso Isaiah Berlin al final de su vida en una conversación con Steven Lukes:
“Más gente, en más países y en más ocasiones, tiene más valores en común de lo
que normalmente se piensa.” En el proyecto de investigación sobre la libertad de
expresión de Free Speech Debate hemos creado una lista de proposiciones
normativas en trece idiomas y después hemos salido a discutirlas, tanto personal
como virtualmente. A menudo se cree que en esta conversación hay varias capas
de diferencias: proposicionales, lingüísticas, fundacionales. Las proposicionales
son, en cierto modo, las fáciles. Tenemos una proposición que dice “Respetamos
al creyente pero no necesariamente el contenido de la creencia.” Sales y la
discutes. Las diferencias lingüísticas son mucho más difíciles. Al tomar la
proposición anterior, por ejemplo, e intentar traducirla al árabe, el urdu o el turco,
ves que no es fácil encontrar una palabra genérica para la noción del creyente. En
árabe, tienes que recurrir a “creyente”, con fuertes connotaciones de musulmán,
frente a los “infieles”, o usar una palabra muy vaga que puede significar muchas
cosas. Ese nivel de diferencia lingüística es uno de los más persistentes en
internet, donde por otra parte se han derrumbado muchas fronteras estatales: por
ejemplo, en Wikipedia, todo el mundo de habla inglesa, alemana o española está
reunido según un criterio idiomático, no nacional. Pero las fronteras discursivas
siguen siendo profundísimas. Tomemos la Wikipedia inglesa y la Wikipedia
alemana, las dos mayores: solo el quince por ciento de los conceptos de la
alemana aparecen en la inglesa. Se podría pensar que el alemán tiene muchos
conceptos. Pero, al revés, en la Wikipedia alemana solo se recoge el dieciséis por
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MARC STEARS:
Pensé que mi tarea sería pensar si podíamos librarnos también de ese elemento
problemático del poder. Es posible tener una concepción puramente democrática
del poder: puedes tomar la idea de su centralidad en la política, pero despojarla de
sus raíces elitistas y colocar el poder de forma más directa sobre el pueblo, como
quería el viejo Wolfe Smith. Empecé a pensar en cómo sería el poder democrático
y llegué a una distinción doble. La primera es lo que podíamos llamar el poder
defensivo: la capacidad de la gente para resistir ante la opresión o la dominación.
Ese tipo de poder es el que no permite necesariamente dar forma a la historia,
sino asegurarte de que el desarrollo de la historia no te produce daños terribles. Y
pronto me pareció claro que era el tipo de poder que emplea la mayoría de la
gente, hasta cierto punto, todo el tiempo. Siempre estamos intentando resistir la
dominación o los intentos de dominación de la gente que tiene más poder a
nuestro alrededor. Pero el poder no podía limitarse a eso: claramente, lo que
Wolfe Smith quería no era solo resistir la dominación, sino la capacidad de generar
poder. En el mundo de la filosofía política parecía un poco más fuerte sugerir que
la gente, el pueblo o la masa, podían ser investidos no solo de la capacidad de
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defenderse sino de dar forma a nuestra vida común, nuestra vida social, nuestra
vida pública. Pero, si querías desarrollar una explicación del poder democrático,
no bastaba con permanecer a la defensiva, tenías que ser generativo: necesitabas
un medio para que esa gente que no ocupaba puestos centrales de autoridad no
solo pudiera resistir la dominación, sino que también pudiera dar forma a las
circunstancias de su comunidad, su sociedad, su país o su conjunto de países.
Una teoría democrática del poder debía tener espacio para esos elementos
defensivos y generativos. Para ello, de nuevo, la obra de Bernard Williams me
resultó útil, sobre todo dos cosas: la primera es que para tener ese poder
defensivo o generativo necesitabas lo que podríamos llamar habilidad política. Se
requería la capacidad para trabajar con otras personas a fin de obtener objetivos
que de otra manera no se lograrían. Se necesitaba un conjunto claro de
habilidades para movilizar coaliciones de apoyos defensiva o generativamente. Un
conjunto de asuntos que podemos llamar habilidad política se puso en primer
plano. Pero la habilidad política en sí, como todo sabemos, se puede desplegar
para obtener fines buenos y malos. Otro tema que surgía al pensar en la obra de
Williams era que debía coincidir con cierta idea de la decencia humana. Ser bueno
en política no era suficiente. Si querías tener el poder democrático debías
combinar ese conjunto de asuntos que llamamos habilidad con otros que
podríamos llamar virtud, un enfoque ético de las formas en las que participas en la
propia acción. Eso entrañaba juicios sobre fines y juicios sobre medios, pero
prefiero llamarlo decencia.