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Tríptico

Cuando las paredes gritan.

Por Esteban Ulrich.


Salón comedor

Sulma recostada. Juan barre el piso.


La escoba empuja los vidrios rotos. Desde el televisor un zumbido sigiloso y eléctrico

mantiene en vilo a los oídos, mientras las imágenes se suceden en silencio rebotando contra las

paredes del salón comedor. Juan observa las piernas de Sulma que se proyectan desde el sillón de

muselina. Sus rodillas están unidas, sus pies contraídos. Sus dedos gruesos y de piel callada se

rozan y acarician. Juan aparta su mirada y se sumerge en la luz amarillenta de la cocina. Del rostro

de Sulma, enrojecido en la mejilla izquierda, se escapa una lágrima que absorbe la luz y brilla. Juan

regresa con una pequeña pala de plástico rojo con la que levanta los vidrios reunidos al pie de la

mesa. Luego estira sus piernas y se sumerge nuevamente en la luz dejando el rastro blanco de su

camisa en la retina de su mujer.

Las manos de Sulma se abrasan mutuamente, una y otra vez, de distintas maneras: constata

cada una de sus articulaciones. Dos anillos delgados, uno de oro y el otro de plata con una piedra

blanca y centellante, salen acompasadamente a la superficie como cetáceos. A través de la humedad

que recubre sus ojos, observa los profundos trazos que surcan la piel de sus manos. El polvo del

delineador comienza a opacar la lágrima. Sus zapatos negros de taco alto, deformados por el uso,

están a metro y medio de distancia, cerca de la mesa, donde se los quitó al llegar. Su vestido azul
con encaje negro se arruga bajo la presión de sus brazos temblorosos.

La figura espigada de Juan se detiene en el marco de la puerta, su camisa blanca parece

flotar sobre la luz amarilla. Sus brazos, con los puños cerrados, apuntalan su cadera. La luz del

televisor lo ilumina a su antojo, recortándolo en azul. Sulma se incorpora lentamente sin dejar el

sillón: se apoya sobre sus codos y se sienta recta. Separa sus pies y aprieta sus plantas contra el piso

frío de gastados azulejos blancos y negros. Vuelve a mira sus zapatos, allí donde los dejó al entrar,

cuando prendió el televisor por reflejo. Apoya un pie sobre el otro, protegiéndolo del suelo helado,

y el de abajo lo apoya sobre uno de sus flancos; no puede separar sus manos. Posa la mirada en sus

rodillas, las encuentra bastante más gruesas que en otros tiempos. Juan avanza en la habitación. De

su brazo derecho cuelga la manga desabotonada de su camisa. Toma el respaldo de una de las cuatro

sillas que rodean la mesa desde hace años, la levanta de donde había caído y se sienta. Desde la

oscuridad azulada, intermitente, Sulma observa el humo de un cigarrillo recién encendido. Hacia

ella apuntan las lustradas puntas de los zapatos negros de Juan, en donde se juntan varios brillos

provenientes de la luz de la cocina. Cuando el humo se ilumina al alejarse de la mesa, su textura se

suaviza. Juan observa la cabeza inclinada de Sulma, con los rulos que tanto trabajo le dieron y que

ahora, desarreglados, generan un halo brillante sobre sus cabellos de cobre. Sus ojos se clavan en

algún lugar del piso delante de ella. El rimel se desmorona. Sus manos están apretadas. Nunca la

había golpeado.

Al fondo, en la oscuridad, se abre una puerta. Una pequeña cabellera enmarañada se asoma

con la lentitud del sueño. Unos pequeños ojos achinados luchan contra la intermitencia azul y la luz

amarilla.

Sulma se levanta y apresura el paso hacia el niño mientras barre las lágrimas con su

antebrazo, manchando buena parte de su cara.

--“¿Te despertamos querido? Vamos a dormir que mañana hay que levantarse temprano.”
El niño murmura algo.

--“Se rompió un vaso nomás.” Su madre le contesta mientras acaricia su cabeza, luego lo dirige con

una mano bien abierta apoyada contra su diminuta espalda y se interna en la oscuridad tras él. Juan

reconoce esa mano fuerte y graciosa. Tira otra áspera pitada de su cigarrillo, mientras arrea unas

migas de pan aplastando su meñique contra la mesa.


Perspectiva

I
Si tuviese que irradiar algún pensamiento. Si eso fuera necesario para alguien. Me
inclinaría por mentir. Transmitir el reflejo de algo que no tengo. Sé los peligros que esto implica: mi

desaparición detrás de la pared del baño. Digo esto porque recuerdo cómo, una y otra vez, me

entusiasmé con la idea de encontrar un agujero detrás del espejo del baño; un agujero que podría ser

tanto cámara como ventana. Pero por desgracia, cada vez que alcancé a espiar detrás de algún

espejo sin romper nada, siempre me encontré con los mismos azulejos que forraban el resto del

baño. En general sin el brillo de sus compañeros, recubiertos por una fina capa de polvo u

oscurecidos por los hongos, hijos de la humedad estancada. Nada extraordinario, otro tipo

obsesionado por lo que oculta un reflejo; otro tipo buscando trascender el objeto, como si lo que es

matase. Porque justamente si existe una instancia inocente es la del reflejo, la de la transmisión

cero. Hoy, mi único deseo es ambivalente y contradictorio: matar y reproducir.

Me recuesto en mi baño de inmersión. Cierro los ojos hasta convencerme de que el aire es

agua y el agua, aire. Pero mi cuerpo no duda de la humedad y me lo hace notar siempre, justo a

tiempo. En otra época, en ese mismo estado de flotación invertida tuve el primer sueño de mi vida.

Allí estaba yo, en algún lugar, vivo. Un presentimiento a mi imagen y semejanza. Caminaba sobre

baldosas rayadas con ese físico estúpido que me caracteriza. Pies adelante, espalda hacia adentro y
cabeza descarriada; un ave sin alas en eterno carreteo. Con la misma torpeza cargaba mis libros

dejando que asomaran por mis bolsillos. Avanzaba lento, leyendo a discreción, defendiéndome de la

ceguera con trazadoras fugaces que se tragaba la noche. Pero en la plenitud de esa inquisición del

espacio, fui sorprendido por un interludio fascinante: Eugenia. Una auténtica bomba atómica; un

cuerpo pequeño pero con una energía que deformaba todo a su alrededor. Juraría que sus ojos me

miraban con cierto interés. Tal vez intuía que nunca me atreví a masturbarme con la fantasía de su

cuerpo; como para no manchar la imagen idealizada que tenía de ella, o por pura superstición... (No

sólo mi físico era estúpido.) Lo que siguió fue la revelación, la humillación romántica, y el primer

corte de rostro monumental. Los verdaderos objetos de fascinación desean vernos sangrar (debí

masturbarme en su momento). Y desde entonces se ejecutó una y otra vez la misma fórmula: detrás

del reflejo que me enamoraba, dos ojos enormes y brillantes saboreaban mi torpeza. Nada

extraordinario tampoco, lo que se dice: el desengaño. Pero creo que dentro de todo tuve suerte, sólo

perdí un ojo.

II

Toda transformación implica un cambio de estado. Por lo tanto, lo que pasó a ser otra cosa

fue mi ojo izquierdo. Sucedió que, luego, con mi rostro chamuscado por la vergüenza, me dediqué a

diluir de a poco las esperanzas para endulzar mi aburrimiento. En otras palabras, me acomodé en la

hamaca paraguaya que sin necesidad de salir de casa me enseñó las virtudes de la lengua, el roce y

la penetración. (Aunque creo que me robaba algunas cosas, aquí y allá.) Un culo colorido que

engullía mi pene con una desesperación, creo yo, a veces racista, y que me abrumaba de confort
entre olores a encierro; con un vestidito rosa de tela barata que me excitaba más por la intención de

uniforme que le imponía mi madre. De ahí salí sólo con algunos arañazos. Las hamacas luego

fueron de madera, con cadenas incluidas cuando me animaba; levantadas en plazas y boliches como

las de todo el mundo: intratables, públicas y con ese chirrido metálico que solo sirve para producir

un buen escalofrío. Fue entonces que comenzó a llover. Duró meses y meses. Una pequeña nube

personal me perseguía como a un dibujito animado: donde quiera que fuese, la lluvia solo caía sobre

mi cabeza. Bebía. Comencé a ver borroso con regularidad y afecto. Mi tacto apenas llegaba al

chiste: dejé de sentir la carne detrás del líquido. Disfrutaba ver los colores como estrellados sobre

papel secante.

Fue allí cuando comencé a percibir una influencia extraña.

III

Lo conocí sin darme cuenta en un bar. Era flaco y espigado. Recuerdo que me atrajo porque

parecía tan seco como un libro viejo. No quiero recordar su verdadero nombre, pero sí recuerdo que

le puse el sobrenombre de Encíclope. No sé si fue él quien se presentó así o si lo bauticé yo más

tarde, influenciado por la lectura de los mitos griegos. Sabía mucho, había estudiado y yo lo

fustigaba con envidias. Su tranquilidad cavaba un pozo profundo alrededor mío. Recuerdo que

nunca quise cruzar la línea por la que parecía desplazarse con aplomo. Lo conocí parado junto a mi

brazo derecho y siempre lo mantuve allí, cuando caminábamos, nos encontrábamos o bailábamos en

algún boliche. Como para mantener en pie la línea imaginaria que nos separaba. Sabía, por alguna

razón, que debía protegerme de él. Es difícil ilustrar ahora la fuerza con la que su figura me atraía,
ya no se trataba de fascinación sino de una sólida necesidad, tan férrea como el hambre. El vértigo

de sus peripecias interestelares me llenó de espanto cuando comprendí que estaba dispuesto a

seguirlo. Dispuesto a arriesgar la poca razón que me quedaba en un simple vuelo de moneda entre la

cara y la ceca de la locura.

Un día desperté mientras él me desnudaba. En una mañana turbia desprovista de

sensualidad, sus manos, con las venas saltonas debajo de su piel curtida, ya no remitían al papel o a

la madera, sino al frío rústico de la piedra. Colgando de la más ácida confusión, me levanté y me

fui. El sol hacía brillar la mugre del asfalto y a mi cuerpo que lo buscaba. Agradecí su rugosa

calidez, abracé el poste de luz con papeles arrancados, lamí el ángulo recto que une a la calle con el

cordón. Tenía que reconciliarme con las superficies, con las texturas. Me llevó varios días llegar a

casa. A cada paso me topaba con una nueva piel de la ciudad para saborear. Las paredes, las rejas,

las bolsas de plástico, el colchón que puede ser la basura (aunque lleno de peligros), las telas, los

metales, los perros, las ratas, los flujos rancios y las alfombras en los que se mezclan y añejan; las

gomas, el vidrio, la sangre oculta. Una vez en mi departamento la sucesión de procesos a seguir

resultó inevitable. Todo debía caer como por la catarata escalonada que era mi razón resquebrajada.

El objetivo era el equilibrio; y el camino, acceder a un único punto de vista, tal como reza el tacto.

IV
Comencé por sumergirlo en alcohol, cada vez menos diluido en agua. Fui perdiendo poco a

poco la visión. De a pequeños ardores fui preparando el gran golpe. La cortina borrosa regresó, pero

esta vez la esperaba. Y cuando un agudo dolor vibraba en la parte de atrás de mi cabeza, llamé a una
ambulancia, me vendé el ojo sano, tomé un cuchillo y apoyé su filo sobre la superficie algo reseca

de lo que ya mis dedos percibían como una pelotita de ping pong; y en esa posición, a ciegas,

avancé hacia dónde, sabía, se encontraba una de las paredes. Esta me sorprendió llegando antes,

como me lo había imaginado. El ojo estalló como un huevo apenas cosido. Una gelatina tibia cayó

por mi antebrazo izquierdo. Me agrada decir que caí con la conciencia de los dioses. Pude sentir

como mi nuca rebotó dos veces contra el parquet del piso, incluso recuerdo haber sonreído.

Claro que me hospitalizaron. Pero no para sanar mi ojo (eso ya no tenía arreglo), sino para

arreglar mi cabeza. Mi familia se ocupó de todo, yo pasé a ser un enfermo mental con todas las de la

ley. Y el primer paso para curarse decían, era aceptar la enfermedad. Dejé de beber y de frecuentar

gente extraña como dice mi madre. Tomé aplicadamente todas las pastillas que me recetaron. Me

reincorporé tranquilamente a la sociedad de las personas bien. En fin, hice lo que querían que

hiciera. Pero íntimamente aún hoy, en mi baño de inmersión, sigo sospechando que los médicos no

saben realmente de lo que están hablando. Preferí no decírselos en aquel momento pero está claro

que han perdido la capacidad de interpretar el mundo con todos sus sentidos, como una sola cosa,

no pueden ver con la piel. Creen que lo que hice fue un atentado contra mi salud, no comprenden la

virtud de la poda. Justamente ellos, que deberían saber perfectamente lo que significa amputar una

pierna para detener la infección.


Cuadro

No parecía ser posible agujerear la pared sin que el revoque blanco saltara a pedazos.
Estaba claro que no se trataba ni de la mejor de las paredes, ni del mejor de los taladradores. Algo

detrás de la primera y tierna capa de material –que se dejaba atravesar sin dificultad–, detenía

invariablemente el limpio avance de la mecha. Doblar la apuesta poniendo en funcionamiento el

percutor no fue la mejor de las ideas. Lo que fuera que hubiese detrás, lo resistió sin problemas y en

cambio su antebrazo no fue lo suficientemente sólido como para mantener el taladro fijo siempre

sobre el mismo punto. Ahora, delante de él, en lugar del cuadro que compró (hace un tiempo ya) en

una pequeña galería de Belgrano, se extiende un horrible cráter, ovalado y vertical. Con un centro

perfecto pero que no es lo suficientemente profundo como para poder introducir, suavemente, el

tarugo liberador.

Su mujer lo mata. Sin tarugo y por lo tanto sin tornillo, la posibilidad de colgar el cuadro,

aunque no sea más que para ocultar su torpeza, se desvanece descubriendo un drama.

Pero basta con una idea para que el hombre logre relajar los músculos de su mandíbula, y

decide, muy satisfecho con su ingenio, hacer otro agujero pero un poco más arriba del anterior. No

tan cerca del primero como para que no se unan contra él en una sola e inmensa herida en la pared,

pero tampoco tan alejado, como para que una vez colgado, el cuadro alcance a cubrir con su

extensión toda la superficie del cráter –el cual, mientras urdimos estas cavilaciones, permanece

frente a él sin el menor atributo de espejismo.

Pero paremos un poco la mano, no todo es su culpa… Luego de una pausa y al grito de
“Esta pared es una porquería”, se lanza de nuevo a la carga tras el bélico slogan, armado ahora con

una mecha un par de números más fina.

Como antes, la mecha dejó de avanzar el encontrarse con el duro material oculto. Ahora

simplemente la retira. Se dice a sí mismo haber aprendido la lección: no intentará luchar contra ella,

verá de arreglárselas con la poca profundidad alcanzada. Por supuesto, al meter el tarugo

empujándolo con el pulgar, éste, al tocar fondo, deja buena parte de su plástico gris sobresaliendo

del cráter –al menos ahora puede decirse que se trata de un cráter colonizado. La operación requiere

un cambio de instrumento. Un viaje a la cocina y luego comienza a serruchar el sobrante del tarugo

al ras de la pared con un cuchillo Tramontina de dientes triangulares. La sencillez aparente con la

que comenzó la extirpación lo llevó, en picada, al entusiasmo. Así fue como la aguda punta del

cuchillo, gracias a un sólo movimiento hors norme, se clavó en la pendiente Este del cráter e hizo

saltar otro gran pedazo de material. Cerró sus ojos apretándolos con fuerza, como si intentara

incrustarlos en su cerebro. A partir de ese momento continuó su trabajo ciego y justo antes de

terminar, un roce con la dentadura de acero inoxidable le produjo un pequeño corte junto a la uña de

su índice izquierdo. No se detuvo ahí y cuando acabó, por fin, de amputar al tarugo, una generosa

gota de sangre se estiró sobre la pared, entre la frontera Sur del cráter y el piso.

Enervado por segunda vez en tres minutos, hizo vibrar el cuchillo en el aire por unos

segundos con su mano apretada, para luego lanzarlo contra un rincón del cuarto. El cuchillo saltó y

rebotó en varios brillos. El dedo a la boca y de vuelta a la cocina para humedecer un trapo.

Abrió la canilla y puso la punta de su dedo interrumpiendo la caída del agua. La sangre

manaba con un rojo intenso. Observó cómo se filtraba entre los trastos acumulados en el fondo

rectangular de la pileta. Sobre el metal de reflejos confusos, la sangre se diluía en el agua entre otras

manchas y distintos restos de comida.

“El gusto de la sangre también tiene un don metálico”, pensó como si hubiese descubierto la

pólvora, mientras dejaba caer gotas más densas sobre distintos puntos del caótico paisaje, que

rebosaba de platos, tazas, vasos y cubiertos: todos sucios.


Debía calmarse, así no iba a llegar a ningún lado. Cuando tomó el trapo esponjoso de color

amarillo y lo llevó hacia el chorro de agua para estrujarlo con ambas manos, casi se vuelve a

lastimar con el cuchillo que sostenía con tres dedos en su mano derecha. Lo apoyó sobre la mesada

con una lentitud retenida. Se contenía para no lanzarlo otra vez. Estrujó un par de veces el... ¿No lo

había tirado contra el rincón? Al cuchillo. “No, lo levanté antes de salir del cuarto.” ¿O no lo tiré

nunca?

Se sorprendió mirando absorto las coloridas figuras setentosas que adornan los azulejos de la

pared delante suyo, supuso que esa era la única década capaz de combinar un marrón barro, con un

anaranjado triste y un verde milico en los azulejos de una cocina. Volvió a bajar la mirada hacia el

trapo. Con la misma cara con la que un boxeador de peso pesado hace sus cálculos impositivos, lo

sacó del agua y lo estrujó una sola vez para que conservara cierta humedad. Antes de salir, mientras

cerraba la canilla, volvió a mojar su dedo para llevárselo a la boca. Cruzó el living y por alguna

razón volvió a estrujar el trapo, mojando la alfombra persa que les dio su madre. Sin dejar de

chuparse le dedo lanzó hacia el techo una mirada asesina. Ni bien entró al cuarto se detuvo, dio

unos pasos hacia atrás y se metió en el baño. Encendió la luz chorreando un poco más de agua, se

dijo que después de todo era agua y nada más. Subió al inodoro y buscó dentro del mueble

empotrado en lo alto, revolviendo entre las cajitas de medicamentos, algo para cubrir la herida. En

el proceso, humedecía el cartón de unas cuantas cajitas inocentes y el de la caja más grande, de

zapatos, que hacía las veces de botiquín. Se dio vuelta girando únicamente el torso, para dejar caer

el trapo dentro de la boca abierta del bidet y bajó con la última Curita que quedaba; logró sacarla

gracias a la insistencia aguerrida de los dedos índice y mayor de su mano sana (el pobre paquete

rojo y amarillo quedó destartalado).

En el camino de regreso a tierra firme, utilizó su mano herida para sostenerse del filo de la

puerta. Esto hizo que antes de que alcanzara con su dedo el espacio aéreo protegido por la superficie

ovalada de la bacha, una gruesa gota de sangre se estrellara dibujando una escuálida flor contra el

piso blanco y cuadriculado. Con el dedo goteando dentro de la bacha, limpió la sangre con la media
de su pie derecho mientras se felicitaba por no haber manchado la alfombra secante de gruesos

cabellos celestes –plataforma de aterrizaje y despegue de todos los viajes con destinación bañera.

De haber sido ése el caso, no hubiese resultado tan sencillo deshacerse de ella. Abrió la canilla con

los tres dedos y antes de volver a mojar la herida, utilizando los dedos gordo e índice como pinzas,

hizo una fuerte presión unos milímetros al lado del tajo. Deseaba ver si su dedo era tan exprimible

como un limón o una naranja. No lo era, al menos no hasta ese punto; y lo único que sazonaba era

la neutra y helada cerámica celeste. De todas formas, como pretendiendo agotar la herida, continuó

por unos instantes. Luego lo introdujo en la ondulante caída de agua; pero lo que cayó de su mano

fue la Curita, que quedó pegada a la humedad de uno de los costados de la bacha. Un hipócrita

“Gracias a Dios” se deslizó entre sus pensamientos: de haber caído en el fondo, donde el agua se

debatía para escapar por el agujero, la Curita hubiera quedado inutilizable. La secó frotándola

contra su pantalón y luego se concentró en la delicada operación de quitar los plásticos adheridos al

pegamento, pero no por completo como para poder usar sus extremos a la hora de colocar la Curita

(guiño tierno a ese procedimiento típico que resulta sumamente estilístico cuando es ejecutado con

dos manos, pero absolutamente necesario en el caso de contar con una sola).

Una vez redirigida la cadencia vertical del agua, imponiendo su mano derecha como

pendiente giratoria para arrastrar la sangre a su suerte por el laberinto de cañerías del edificio;

rescató al trapo de la boca del bidet y se dirigió hacia el cuarto con una energía renovada.

Podía percibirse que la sangre que se estiraba más allá del límite Sur del cráter se oscureció

con el tiempo que había transcurrido. Al acercarse pisó uno de los papeles de diario que sobre el

piso intentaban contener los restos de revoque y polvo. Por una extraña reacción en cadena

conducida misteriosamente a través de las tensiones del papel, unas cuantas piedritas salieron

volando desde el gráfico que describía el derrotero de las principales bolsas del mundo para rodar y

esconderse debajo de la cama. Retiró su pie con cuidado. Pero a pesar de sus precauciones, otros

pedazos de revoque también supieron escaparle a la superficie del diario para poder deslizarse, a sus

anchas, sobre el lustrado parquet del piso.


Comenzó por frotar con cuidado la punta más delgada de la mancha, la de abajo. La sangre

sale. Con una fuerte respiración infla sus cachetes. Recién ahora reconoce que estaba nervioso. La

mancha desaparece. Pero observando desde distintas posiciones alcanza a percibir una diferencia de

brillo; allí donde antes estaba la mancha ahora hay un fantasma análogo que en algunos ángulos se

manifiesta absorbiendo la luz que entra por al ventana. Calcula que su mujer no lo percibirá. Y si

algún día lo hace, podrá tratarse de cualquier otra cosa. Tira el trapo sobre la cama pero

instantáneamente sale disparado tras él “¡la colcha!” que resuena en su cabeza con vos de mujer. Lo

levanta y lo devuelve a la cocina. Una vez de regreso toma el tornillo y lo introduce en el tarugo

amputado. Luego el cuadro, con cuidado, y el cráter también desaparece.

Ahora, frente al mismo cráter se pregunta porqué eligió ése cuadro en aquel momento.

Sentado sobre el colchón sin sábanas, rodeado por un cuarto desolado recuerda cuando lo miraban

por primera vez con su novia. Eran ya esas épocas de cierto hastío. El comienzo del fin. No sabe

bien porqué pero hacía algún tiempo que se les había metido en la cabeza comprar cuadros de

artistas jóvenes pero esa vez, cuando entraron a la pequeña galería que se les cruzó por azar, los dos

quedaron fascinados por una imagen fotográfica ampliada: se trataba de un fotograma de la película

La Nave Va de Fellini. En él un tipo tira de los remos de un gran bote de madera transportando a un

enorme rinoceronte, tan gris como la tormenta que se cierne sobre ellos.

Después de levantar los papeles de diario, de pasar una escoba (también debajo de la cama),

se tiró sobre el colchón para mirar el cuadro. Recuerda que estaba sentado con la espalda apoyada

contra la cabecera –hoy observa el cráter y está apenas sentado sobre uno de los bordes de la cama,

con el cuerpo inclinado hacia delante. Cuando ella llegó, se acostó a sus pies exhalando el día

entero a pesar de que era sábado. En los últimos tiempos era usual que durante el fin de semana ella

se la pasara de acá para allá mientras él se quedaba en el departamento.

“Lo colgaste, al fin”. Hacía un mes que estaba apoyado contra la pared, detrás de la puerta

de entrada al cuarto. “Se parece a vos...”. Ahora recuerda con una sonrisa la verdad que encerraba

aquella afirmación. Una pelada insipiente pero ya brillante, un codo bien afilado, la espalda
encorvada por el esfuerzo... Efectivamente había algo de él en ese tipo que intentaba navegar con el

rinoceronte. Lo primero que se le ocurrió fue que la tormenta efectivamente era inminente y

también que era ella quién debía tomar el papel ominoso del rinoceronte, pero enseguida corrigió y

aceptó que, en todo caso, ella representaba una muy pequeña porción de él. Que el rinoceronte era

algo mucho más grande y peligroso. Que estaba hecho de muchas cosas. Que era su equipaje. Ese

que nunca abrimos, el que ocultamos bajo la alfombra, detrás de la excusa del trabajo, detrás de la

ficción. Como el cuadro mismo: todo en él es ficción. El mar fue hecho con bolsas plásticas y

ventiladores, el bote nunca dejó de estar sobre la tierra firme y el esfuerzo que vemos es el de un

actor. Una visión. Como todo el resto...

Recuerda que se quedaron allí, recostados unos minutos, observando esa imagen. Recuerda

que compartieron la cama, el cuarto, hasta diría el departamento entero, como hacía tiempo no lo

hacían. Pero ya les quedaba poco. En ese momento apenas alcanzaban a intuirlo, a pesar del alarido

de las paredes que los rodeaban.

El atardecer ya ha dejado que la noche ocupe el espacio. Sobre el parquet del living, junta

las últimas cosas que le faltaban, mira el piso y piensa que nunca volverá a ver esas maderas.

Repasa la lista en su cabeza, tal vez todavía esté a tiempo de dejar las llaves en la inmobiliaria.

Toma una última caja demasiado cargada y la aprieta contra su cuerpo con su brazo izquierdo, gira

la llave detrás de la puerta y mientras trata de evitar que la caja se desfonde, busca en la memoria

del celular el teléfono de la agencia. Así, y gracias a la ayuda indispensable de sus dedos meñiques,

logra correr la puerta de metal y subirse al ascensor. Luego de apretar el botón con el codo, recuerda

que dejó la luz encendida. Pero ya no importa. Mientras los pisos suben delate suyo, imagina esa luz

recortando su ventana contra el resto del edificio oscuro, mezclándola con las otras ventanas de los

otros edificios: debe ser la única que ilumina a un cráter en la pared de un cuarto vacío.

Siente que debería apagarla pero la caja se desfonda bajo su brazo y todo su contenido se

estrella contra el piso del ascensor. Levanta todo como puede y sale corriendo para llegar a tiempo a

la inmobiliaria.
Desde el placard

Rodeado por la oscuridad de la habitación, con el atardecer terminando más allá de las
ventanas, paseo sobre el filo del abismo del piso 20 sostenido por esa voz metálica, pequeña, que se

cobija en la cavidad de mi oreja sin otra raíz ni sentido, más que los otorgados por esa caja de color

gris claro de antena gorda y corta que es mi teléfono.

Se trata de alguien más, para confesar.

Cada uno de los signos recupera toda su fuerza cuando la rugosa comunicación se termina.

Entre la oscuridad imperfecta, rasgada de luces que recorren el techo, todos los objetos y sus

sombras me parecen señales que debo seguir. Las pequeñas luces de colores que indican el lugar de

los aparatos eléctricos, las sombras duras que se dibujan en la pared, el placard repleto de ropas

bailarinas, los muebles, los libros y sus lomos. No puedo leer en la oscuridad. No quiero encender

nada. Todo me parece ahora con la virtud de lo mágico; las sombras son signos, marcas sobre una

superficie inasible que develan senderos ingrávidos, y sobre el espejo de contornos borrados, me

encuentro, y soy un niño. Flota delante mío, pequeño pero con mi mismo rostro.
Sobre el placard, una cruz, producto de la unión de dos delgadas sombras, me atrae como el

indiscutible punto por donde comenzar mi camino. Busco botones, puertas secretas. Debo entrar en

el placard. Algo como el miedo asoma con una vibración lejana, siempre pensé en aquel lugar como

el dominio de otro; no está diseñado para mi cuerpo, estoy incómodo, apenas hago pie sobre la

arena de los zapatos movedizos. Algunos, más duros, me hacen daño. Bajo deslizando mi espalda

contra la pared fría y me siento. Hago correr la puerta cerrándola poco a poco. El brillo cuadrado de

la ventana, del otro lado de la habitación, se hace cada vez más delgado. Sólo alcanzo a ver una

pequeña parte del cuarto. Cierro del todo. Ahora, la oscuridad me rodea y es completa.

Delante mío, un tímido brillo dorado comienza a llamear. Dentro de él se encuentra el niño,

con un pijama azul, con mangas y cuello rojo, el pecho es blanco y tiene la figura del Hombre

Araña en el centro. El niño lleva puesta la máscara roja del superhéroe, con ojos agudos y negros,

sin nariz y sin boca, con líneas negras cuadriculadas. Sus manos están abiertas, con sus pequeñas, y

aún así, arrugadas palmas hacia mí, como garras de goma, como flores asustadas. Su cuerpo es

compacto pero delicado. Está sentado frente a mí, apoyando su espalda contra la otra pared del

placard. Su brillo es opaco y cálido. Se saca la máscara. Ríe. Yo también. Cree que logró asustarme.

Quiere que juegue con él… No, quiere que haga algo. Que desaparezca, que vuele, que haga de éste

otro lugar, supongo que cree que tengo ciertos poderes. Miro a mi alrededor, hacia donde termina el

tembloroso brillo de su cuerpo, y la oscuridad lo domina todo. Presiento que hay algo o alguien

entre las ropas que cuelgan. La vibración del miedo vuelve desde un fondo geométrico. Quiero salir

del placard y lo hago.


II
Sigo sentado frente al escritorio. La luz continúa bajando, como si hace años, alguien le

hubiese quitado el tapón a la bañadera cargada de luz que era nuestro cuarto. Todos los contornos

que albergan al negro se van endureciendo de azul. Las pequeñas luces rojas y verdes, en las que

titila la vida de los aparatos, adquieren más presencia y se alargan a mi alrededor detrás de mis

movimientos inventados. Puedo producir látigos de colores en el aire. Puede, quizás, que esto sea

algún tipo de poder. Fijo mi mirada en el centro del techo, floto sobre los resortes abrigados del

colchón. La puerta del placard se corre suavemente. Mi pequeña cabeza del pasado se asoma,

juguetona, por sobre el horizonte de los finos rieles metálicos que dirigen a las puertas de madera.

Una de sus manos blancas se apoya sobre ellos. El niño atraviesa el umbral iluminado como si

contuviera la vibrante llama de una vela. Me observa cuidadoso, como si yo no me hubiese

percatado de su presencia aún. Avanza agazapado, tras la presa lúdica del susto. Yo juego el juego,

ese que juega al distraído. Observo el techo, reconcentrado en la sombra rayada de la persiana que

se deforma con las luces pasajeras de los aviones que caen, controlados, hacia la pista. La radiación

ámbar de su calor me indica que está llegando, lentamente, cerca de mis pies, junto al confín de la

cama. Ahí se detuvo. Cuando me incorporo para verlo, me golpea con su rostro desencajado y

manchado de lágrimas. Mi estómago parece caer atravesando los alambres y las telas del colchón

como una piedra ardiente que surca las entrañas. Llora en formas exageradas, como cuando se llora

para pedir auxilio a la misericordia del verdugo: hace estremecer todas las vísceras posibles, expone

abiertamente todas las deformaciones del rostro. Extiendo mi mano, y con dulzura trato de

acariciarlo pero me quemo y él también. Su carne chamuscada se tiñó súbitamente de negro, el

brillo amarillento desapareció. Su boca de labios derretidos está abierta, su cuerpo carbonizado

estirado al pie de mi cama. No deseaba eso, ¿será éste otro de mis poderes? La fría vibración del

miedo regresa, desde un lugar cada vez más cercano.


III

El escritorio delante mío sigue siendo duro. El olor se disipa como el humo. Nadie me pide

que lo haga. Pero tomo sus medias, largas, suaves y de opaca transparencia, porque deseo sentirlas

en mis piernas. Quisiera ser como ella, una, mujer. Tal vez, para recuperar al niño que perdí. A ella

también la perdí, hace mucho, no fue hoy, no, lo de hoy fue otra cosa. La luna parece un durazno. Y

los látigos de colores pueden rodearla, como a Saturno sus satélites. La figura que coloreo con sus

pinturas es mi rostro. Mi cuerpo atraviesa la habitación sobre el equilibrio precario de sus tacos

altos. Me acaricio como tantas veces lo hice con ella. Trato de no ser torpe pero mi imagen queda

retenida en el aire con cada paso; en sus diferentes posturas. Como el rouge que se corre

gradualmente. Yo le manché el cuerpo con el azul frío del asfalto, cuando mis manos la buscaron en

su cuello. Ella es otra, no la de acá. Su brillo fosforescente, quebrado, trina en negativo. El cuarto se

llena con el indefinido blancor que despide su carne. Me sumerjo en ese magma vaporoso y helado.

Golpes en la puerta, desesperación, son ellos, me vienen a buscar.

La Sexta del martes 22 de diciembre de 2001. Policiales.

Un asesino en el placard:

Durante la madrugada del pasado lunes, el arquitecto Augusto Thompson fue hallado escondido en

el placar de su habitación, en un edificio del barrio porteño de Núñez, luego de haber confesado

telefónicamente el asesinato de su mujer y de su hijo de seis años. Según fuentes policiales la

mujer, de treinta y ocho años de edad y cuyo cuerpo fue hallado en la habitación principal del

departamento, presentaba claras marcas de estrangulación. El cuerpo del infante fue encontrado
carbonizado no muy lejos de ella, al pie de la cama matrimonial. Un fuerte golpe en la sien con un

objeto contundente y agudo fue lo que terminó con su vida. Los vecinos no se explican el macabro

acontecimiento. El portero del edificio declaró que el arquitecto estaba desempleado desde hacía

un año y pasaba por una profunda depresión.

Mientras los uniformados descubrían con horror la escena del crimen, unos ruidos provenientes

del placard delataron la presencia del arquitecto que fue descubierto vistiendo prendas de su mujer

y presa de un ataque de histeria. Según los testigos, Thompson gritaba como un poseído: “¡Yo no

tengo poderes, yo no tengo poderes!”. Al cierre de esta edición las primeras pericias psicológicas

confirmaban el desequilibrio mental del arquitecto.


Cemento

La luz solar, filtrada por la carne, le tiñe la visión de rojo. Unas manchas oscuras vibran
detrás del velo de sus párpados. A su alrededor, el viento hace sonar el espacio.

Abre los ojos: las ramas de los álamos se contorsionan sobre su cabeza sacudiendo el verde

exaltado de sus hojas sobre un fondo de aire celeste. La insistencia con la que el caño de la reposera

se le hunde en la carne justo arriba de la cadera, termina por extraerlo del dulce entresueño de la

siesta. Empujado por una ráfaga se levanta haciendo rechinar la estructura oxidada. Con un par de

pasos, los poros erizados de su piel le escapan a la fresca sombra del bosque alineado. Se toma unos

segundos y bajo el descanso cálido del sol observa, pacificado, el paisaje precordillerano. A pocos

metros a su derecha, unido a tierra firme por un cabo de plástico de puntas deshilachadas, un bote

de fibra de vidrio cuadrado y azul se balancea sobre las aguas del lago, que ondean apenas. Cerca

suyo se levanta un montículo de arena con una pala incrustada en una de sus laderas. Junto a él, otro

montículo pero de cantos rodados y también una mezcladora de cemento. A metro y medio de ella,

sobre un piso sin pasto, avanza con un paso cansino y luego vuelca la mezcla de la sustancia gris

dentro de una suerte de caja rectangular formada por cuatro tablas de madera que yacen

perpendiculares al suelo. Con un palo remueve el cemento y lo asienta al mismo tiempo que

comprueba su consistencia. Lo pretende liviano y no le agrega las pequeñas piedras marrones.

Satisfecho con la densidad recorre los veinte metros de manguera para abrir la canilla. Delante del

bosque de orden artificial, un regador giratorio estalla hacia el cielo dibujando un arbusto traslúcido

cuyas gotas no tardan en abrir los rayos del sol en numerosas flores prismáticas. Desde la casa en
construcción, luego de un breve lapso de duda entre el hacha y el serrucho -sopesando las ventajas y

desventajas de cada instrumento con gravedad, el hacha en la diestra, el serrucho en la otra-, sale

finalmente empuñando el serrucho corto de dientes finos y punta cuadrada. Avanza por el jardín, se

dirige hacia el cuerpo de su mujer que permanece impasible, recostado sobre el pasto nuevo. Un

segundo de confusión y todo se sacude, como si la historia hubiese estornudado: su mujer parece

estar tomando sol. Pero a medida que se acerca los detalles lo tranquilizan. En primer lugar, el agua

que salpica su cuerpo no la hace reaccionar con su contacto frío y luego alcanza a ver la señal que

buscaba: la mancha pegajosa entre sus cabellos negros que refleja la luz con tonos enrojecidos.

Piensa que no tiene que pensar. Con riendas astronómicas su conciencia dirige sus

movimientos desde las cimas cercanas. Acerca el regador para que bañe todo el proceso. Se

manipula como un títere mientras serrucha el codo derecho, buscando la suavidad de los cartílagos.

A medida que los dientes de metal desgarran los músculos siente que su rostro se contrae

insólitamente, con una fuerza tan desproporcionada que se asusta imaginando que puede llegar a

sufrir una deformación permanente. Intenta relajarlo, pero no puede y comienza a moverlo como

para evitar que se solidifique en lo que intuye una jeta atroz.

El serrucho avanza y retrocede bajo el agua. La sangre es engullida por la tierra sedienta. Su

cara está cada vez más caliente, siente su piel gruesa y dura, le cuesta moverla. De todas formas,

sigue tironeándola para relajarla, siente como si hirviera en chichones que se inflaman para todos

lados. Se observa a la distancia, arrodillado entre carnes que se separan en salpicaduras rojas,

abriendo y cerrando su boca, estirando los labios, levantando las cejas, hinchando los ojos, abriendo

nuevamente la boca, los ojos, los labios, las cejas...

De repente el antebrazo se desprende y por reflejo lo aprieta abrazando con sus dedos la

muñeca de su mujer. La articulación se mueve dentro de su mano pero diferente, muerta.

Desde arriba, desde las cimas, la conciencia tropieza con una arcada dolorosa. Suelta el
miembro con asco y aparta la mirada mientras los jugos ácidos, como una ola que retrocede, bajan

lentos por su garganta. Traga toda la saliva que ahora le brinda su boca. Bebe el agua que lo baña.

Está completamente mojado y su remera blanca manchada con sangre. Decide quitársela y también

se saca el short de fútbol de tela brillante. Se desnuda por completo y patea las chancletas que caen

allí donde el pasto apenas comienza a asomar entre la tierra seca. Vuelve a arrodillarse bajo la

cúpula de hilos brillantes y en el mismo movimiento, como en una plegaria, remonta su conciencia

hacia las nubes. De lejos vuelve a ver cómo se separan el resto de las articulaciones y cómo la

sangre diluida en agua le recorre los brazos, el pecho y los muslos. Se siente mejor así, más

cómodo... Hay como una mayor intimidad, una desnudez que empareja.

Como para distraerse, se le ocurre que debe haber una forma para despiezar un cuerpo

humano así como la hay para el pollo o el ternero. Piensa que lo está haciendo bastante bien por ser

la primera vez y no puede evitar sonreír por la dimensión que adquiere el chiste ahora, rodeado por

la férrea soledad del Sur.

La tensión de la carne, la dureza del hueso y el sonido seco de los tendones que se cortan ya

no repercuten en su propio cuerpo. Avanza, trabaja. El agua cumple bien su función y el serrucho es

un cómplice que no parece temerle a nada, con esa indiferencia propia de lo sublime.

Pedazo tras pedazo, lo que antes era su mujer se desordena ahora entre el cemento fresco.

Uno de los antebrazos quedó depositado con su mano sobresaliendo apenas por sobre la mezcla con

una llamativa delicadeza; los pies se encuentran en ángulos opuestos y miran los dos hacia la

derecha como si representaran un paso enorme y cuadrado; el torso un tanto descentrado hacia la

derecha forma una línea diagonal que divide el rectángulo en dos mitades; los muslos, a la izquierda

de éste y más hacia abajo, forman una ve invertida; la cabeza arriba a la derecha, cerca de una de las

esquinas... Parece una composición lo que descubre ahora dentro del rectángulo. Incluso comienza a
detenerse en ciertos detalles. Por ejemplo, reacomoda la cabeza para que su perfil se destaque

mientras simule estar descansando sobre su mejilla izquierda. Dobla una muñeca hacia adentro

abriendo sus dedos en abanico. Moja sus cabellos con el cemento, le pinta la piel de gris. Pero otro

color lo atrae: la sangre mezclada con el cemento se esparce en estelas violáceas y circulares,

dibujando ciclones y anticiclones en distintos puntos del gran rectángulo. Intenta trastornar lo

menos posible esas zonas y cuando no lo puede evitar restaura la fluidez de sus curvas dibujándolas

con su dedo. Se sorprende extasiado ante esta nueva versión de su mujer. Hay algo diferente que

nace entre estos pedazos de anatomía incrustados en el rectángulo gris. Un vértigo extraño aprieta

su vientre como una garra carroñera y el cielo que antes lo rodeaba parece derrumbarse. Sus ojos no

logran digerir esta nueva forma y se humedecen.

El plan consistía en lanzar el bloque de cemento en lo más profundo del lago, pero ahora le

resulta imposible deshacerse de su obra. Necesita tenerla a su alcance. Tal vez para corroborar la

muerte de su mujer cuando lo necesite o para saberla bajo su poder, o tal vez simplemente porque le

gusta lo que ve...

Prefiere esperar a que el bloque termine de secarse para tomar una decisión y lo tapa con un

plástico. El sol cae entre las montañas del fondo y una luz plateada cromatiza los colores del valle.

Una vez en la cocina destapa una botella y comienza a tantear el principio de la idea. Mira la

escalera de cemento sin terminar que baja hacia la bodega. Balanceando su cuerpo desnudo se

sumerge en la oscuridad con su vaso de vino para salir enseguida: la luz difusa del atardecer no

llega al recinto subterráneo. Se acerca a la gran mesa de cedro que domina la cocina y toma un sol

de noche de los que abundan sobre ella. Lo enciende y vuelve a la bodega. Decide empotrar su obra

en la pared del fondo. Esta le parece la mejor idea. Siempre quiso tener una bodega y ahora no se le

puede ocurrir decoración más adecuada. Además, insistiendo con su cinismo, arguye que siendo

subterránea, húmeda y oscura, la bodega es una suerte de tumba, de nicho, en el que los restos de su

mujer no tienen porqué sentirse fuera de lugar. Pero también se convence de que ya no se trata de su
esposa, aquella que tenía un nombre, una intensidad indígena en la mirada. Son sus partes.

Reconoce los dedos de la mano, el talón derecho, su perfil, sus pechos, incluso la pequeña

protuberancia que diferencia al pezón izquierdo del derecho.

Obnubilado por ese cuerpo reorganizado no puede despegar su mirada del cuadro. En cada

una de las particiones reconoce un recuerdo. “Divide y triunfarás”: la frase maquiavélica se desliza

entre sus ideas y vuelve a sonreír con un gesto borroneado.

Luego de verificar la solidez del cemento regresa a la cocina. El frío de la altura termina por

hacer su efecto y va a ponerse algo de ropa. Aunque tenga todo el tiempo del mundo quiere

comenzar enseguida con la decoración de la bodega.

Desde hace dos semanas lo único que hace es vaciar botellas delante del cuadro de cemento

empotrado en la pared del fondo. Iluminado por la luz verdosa de los soles nocturnos que se

extinguen sucediéndose, comienza a recorrer un camino en reversa. Presiente una lógica oculta que

debe ser desentrañada.

También retraza desde hace días el viaje al pueblo para denunciar la desaparición de su

mujer: había planeado declarar que nunca regresó de una supuesta excursión por el lago. En el

mismo sentido, viene relegando la programada zozobra del bote con algunas ropas de su mujer

dentro. Sabe que nadie lo sorprenderá con las manos en la masa aquí, en este rincón semiárido que

le pertenece y al que tanto buscó para perderse del mundo. Seguro de la contundencia de la soledad

que lo protege se abandona al arrullo alcohólico para contemplar con detenimiento su

monstruosidad.

A pesar de que el paso al acto haya sido brusco e inopinado reconoce en sus acciones

pasadas una cierta premeditación. Un proyecto inconfesado que de manera progresiva lo fue
separando de su familia, sus amigos y su ciudad para encerrarlo en la intimidad de la pareja. Evoca

cómo logró de a poco ir convenciendo a su mujer para que lo acompañe en su éxodo, cómo con su

discurso amoroso la fue aislando también a ella de todos los demás, aquellos a los que acusaba de

distraerlos a uno del otro. La búsqueda de la intimidad perfecta terminó por enfrentarlo a la muerte:

primero a la idea general, más tarde al hecho particular.

Ya no piensa en ir a la comisaría de Zapala para contar la historia que tan bien había

enhebrado en la reposera. Se encuentra sorprendido por la nueva situación. Lo que le produce este

cuadro es algo distinto de lo que había podido imaginar en otro momento, cuando soñaba con una

confrontación salvaje con la muerte. Se trata de otra cosa, otra forma de vida: monstruosa, mágica...

Seguramente exultante pero también demoníaca.

La luz de la lámpara a gas lo tiñe todo con la patética fosforescencia del ajenjo y proyecta

desde cada trozo de carne imágenes familiares, que se representan delante suyo con la brumosa

consistencia de los fantasmas. En los pliegues de la planta del pie izquierdo por ejemplo, que quedó

detenido en una posición un tanto contraída, la ve a ella entera replegando sus piernas sobre la cama

para ir adoptando lentamente la posición fetal, mientras llorar en silencio con el rostro oculto entre

sus cabellos y la almohada. En las líneas afiladas de sus canillas reconoce la bata de toalla blanca y

a ella en contraluz depilándose con una concentración de orfebre. También vuelve a oler el perfume

de la crema con las que las humectaba después de la ducha matutina. Manoteando el aire frío de la

bodega intenta atrapar su delgada cintura, como cuando la penetraba por atrás siguiendo con su

mirada el movimiento de avance y retroceso de sus hombros redondos. Le gustaba cuando lo hacían

así. Ver su perfil agitado cuando giraba la cabeza para buscarlo a él.

Sentir que ahora puede moldearla a su gusto lo excita. Se masturba mirando el rostro

petrificado de su mujer. La dominación de este nuevo mundo al que ha decidido entrar, el mundo
salvaje, hecho de dioses y animales y que excluye toda piedad, le produce una enorme alegría y un

vértigo que lo estimula. Pero sus ojos castaños no tardan en revivir y él vuelve a verla con odio, la

reconoce en ese instante en que lo miró con desprecio, con un desprecio imperdonable, un desprecio

que no soportaría en este lugar, en su tierra. Recuerda cómo perdió la cabeza cuando ella le dio la

espalda, cómo se dejó llevar por la furia. Cuando revoleó el martillo que llevaba en la mano, éste

trazó un recorrido perfecto que terminó al golpearla detrás de su cabeza, junto a su oído derecho.

Ella cayó como tocada por un relámpago. Mientras fuertes espasmos sacudían el cuerpo tendido, él

se retiró a esperar, no había mucho más para hacer.

Allí se detiene, no puede mantener la erección. Los días pasan en una noche eterna bajo el

techo húmedo de la bodega, en donde vive y revive las mismas visiones. Las botellas se vacían

como si estuviesen agujereadas. Su razón se encuentra cada día más anegada por el alcohol.

Levanta una de las latas de conserva del piso. Se balancea con torpeza y su vista periférica ya no

existe. Come un poco de atún reseco con galletitas y luego manotea otra botella para destaparla. El

corcho se desprende con un sonido limpio que rebota contra las paredes en varios tonos graves.

Entre ellos se oye un murmullo distinto, como un aliento que surge de las piedras del muro. Queda

paralizado en le centro del cuarto con la botella en una mano y el abridor en la otra, como esperando

una confirmación. Pero el silencio es total y se dedica a volcar el líquido en su copa. Pero entre las

gargantadas acompasadas de la botella otro sonido se le clava como una aguja en el corazón. El

vino se derrama sobre la mesa y su cuerpo tiembla. No quiere darse vuelta, no quiere mirar el

cuadro detrás suyo. Escucha la voz de su mujer y ruega al cielo haber enloquecido. Pero no se trata

de un recuerdo, parece una ironía. Se tapa los oídos y grita como un animal: ruge. La voz de su

mujer desaparece. Como si despertara, mira a su alrededor y siente que el sótano es ahora una

trampa, comprende que tendría que haber seguido el plan original, que no debería haber dudado,

que en este nuevo mundo no hay que improvisar. Decide desempotrar el cuadro enseguida. En

medio de la noche y con un gran esfuerzo lo saca en carretilla y lo deposita en el bote de plástico.
Luego vuelve a la casa para buscar unas zapatillas de su mujer. En el camino recoge una botella del

piso y luego, bajo un cielo sin luna, se adentra con el bote en la oscuridad del lago.

Un viento fuerte arrecia desde el noreste haciendo olas y tiene que tener cuidado para no

perder la tumba de cemento antes de tiempo, quiere soltarla en el punto más profundo del lago. Pero

como la noche viste un negro estricto no logra calcular bien en dónde se encuentra. Se detiene y

mientras termina la botella decide esperar hasta ver algo que lo ubique. Entre los movimientos

bruscos del bote observa el cuadro-tumba. Está metido en diagonal, con uno de sus costados

incrustado en el interior del bote y el otro sobresaliendo por la banda de estribor, esto hace que la

pequeña embarcación se incline hacia la derecha. El peso del cemento hace que el borde se acerque

peligrosamente al agua agitada. De repente una ola un poco más grande que las anteriores rompe en

el interior. El susto logra despejar los vapores alcohólicos que lo adormecen y decide lanzar el

cuadro por la borda sin perder más tiempo. Imagina que el diablo pretende asustarlo.

Tambaleándose se acerca del rectángulo de cemento y comienza a deslizarlo por la borda. El bloque

está a medio camino cuando otra ola le cae encima y bajo la presión de su peso el bote zozobra.

Luego de un primer golpe helado que apagó su cerebro por unos instantes, todo pasa a ser

calma, siente la presión del agua que se ajusta a su cuerpo y se da cuenta que aún está agarrando del

bloque de cemento y que éste lo arrastra hacia el fondo. Lo suelta y comienza a nadar en sentido

contrario. Estirando todo su cuerpo logra sacar la cabeza justo a tiempo para hinchar sus pulmones

de aire. Ahora está completamente despabilado y gira su cuerpo desesperado en busca de la

embarcación. Entre un par de olas alcanza a ver algo que flota. Nada hacia él, pero a medida que

avanza, el bote se le disimula entre las aguas agitadas y la oscuridad. Sus brazos se cansan, la

desesperación y el miedo le consumen toda la energía. Decide nadar hacia la costa, despacio,

haciendo la plancha. Se ubica con relación al viento. Luego de un rato las olas parecen calmarse y él

a su vez con ellas. Gira sobre sí mismo para nadar con brazadas lentas y constantes. Pero cuando
sus ojos cerrados se enfrentan al negro absoluto, no puede evitar sentir el abismo helado que se abre

debajo suyo y como si se tratase del territorio de ella, el miedo asciende desde las profundidades

para endurecer sus articulaciones. Vuelve a nadar de espaldas para enfocar las estrellas. Pero ahora

ya no logra quitarse de la cabeza esa altura indefinida por sobre la que flota, imagina que su mujer

lo observa desde abajo. Que sus manos cortadas intentan atraparlo. Su dentadura tiembla y

comienza a nadar más rápido atragantado por el miedo.

Cuando comienza a agotarse, paradójicamente lo invade una súbita tranquilidad. En la

oscuridad del mundo comprende la lógica que le da a todo su sentido sórdido y se sumerge en un

arranque de furia hacia el fondo. Busca encontrarse con ella para terminar de una vez por todas. Su

rostro pálido aparece delante de él, el resto de su cuerpo flota a su alrededor girando como satélites,

ella lo recibe con una expresión fría. Pero cuando ya estaba dispuesto a entregarse al pánico, algo

golpea primero su rostro y luego su antebrazo. La sorpresa le hace perder todo el aire que le

quedaba. Sus manos reconocen las rocas del fondo y rápidamente apoya sus pies en ellas para salir,

con un salto, disparado hacia la superficie. Nada con torpeza unos pocos metros y alcanza a hacer

pie. Justo antes de llegar a la costa se apoya sobre una gran piedra que sobresale del resto. Mientras

recupera el aliento, mira con ojos desorbitados el lago que casi lo traga. Una claridad plateada

comienza a llenar el paisaje. Tantea con sus dedos el golpe en su mejilla y los retira manchados de

sangre. Intenta mirar la herida en el reflejo del agua pero no puede. Busca su rostro, pero es inútil.

Un terror pesado le recorre la espalda, mira el agua a sus pies y lo único que ve es el reflejo

tembloroso de las nubes.

Siente como si cayera, pero parece como si el lago cayera sobre el cielo. Desde lo alto se

observa entrando al agua. Cómo ésta le llega ahora a la cintura y enseguida cómo su cuerpo

desaparece, en silencio, bajo el espejo roto del lago.


Calor de hogar

Mientras observábamos la evolución de las nubes en el cielo, la primera ola que llegó al
barco barrió con los pies del tripulante que se encontraba delante mío para mandarlo a dar con la

cabeza contra uno de los molinetes de la vela mayor, sobre la banda de estribor. Su gemido no

hubiese resultado tan aterrador si no hubiese estado enmarcado por la oscura tormenta que se nos

venía encima. Nos lanzamos sobre él con los estómagos atravesados por los relámpagos y la

adrenalina desorbitando nuestros ojos, una de sus manos intentaba detener la fuga de sangre que

manaba, en numerosos y delgados hilos, desde su sien derecha. Mientras lo atendía no pude evitar

detenerme en sus dientes blancos, observando sobre ellos el reflejo de los estallidos azules que

tajeaban el cielo. Cuando los busqué, sobre mi cabeza, me impresionó la rapidez y la tranquilidad

con la que la humedad gris que nos rodeaba parecía engullirlos. Otros gritos ahogados desde proa

hicieron que volteara, no había más referencias, todo era mar y bruma, el cielo había desaparecido y

con él nuestro sentido de la ubicación. Una segunda ola, más grande que la anterior, me golpeó de

costado y entre los torbellinos de agua me aferré al chaleco de nuestro compañero herido, mientras

aguantaba la respiración. Mi cuerpo, luego de perder contacto por unos segundos, volvió a golpear

contra la rigidez del barco. El dolor en mis nalgas me tranquilizó. Al levantar nuestras cabezas nos

encontramos los tres, el herido estirando su cuello y boqueando, y Manuel y yo esparcidos dentro

del cockpit, completamente empapados. Mis ojos se detuvieron en los de mi hermano que me

miraba sentado desde la popa, me observaba incrédulo: la situación nos sobrepasaba. Pude
incorporarme y levantar el cuerpo de nuestro compañero. Otro tripulante llegó para ayudarme.

Observamos rápidamente para ver si avistábamos alguna ola nueva y abrimos la puerta lanzándonos

al interior del barco. La sangre brillaba sobre su piel clara, su cuerpo temblaba en espasmos debido

a esa combustión particular que se produce cuando se juntan el miedo y el frío. El otro tripulante

parecía rogarme ser contratado como enfermera para quedarse dentro de la cabina, vi el terror en su

mirada y lo desprecié, pero era mejor así. Le dije que lo limpiara y luego se dedicara a detener la

hemorragia haciendo presión sobre la herida con remeras limpias. Golpeé la puerta y esperé entre

los rugidos de la tormenta la señal para salir. Alguien abrió y un baldazo de agua me golpeó de

frente. El barco comenzaba a tomar ángulos desproporcionados. Me tiraron un arnés por la cabeza.

Todos se estaban atando a la cubierta; aunque después me lo negaron estoy seguro de haber visto a

Manuel atándose no mucho más lejos de donde había caído. Yo hice firme mi arnés más hacia proa,

una rápida intuición, cercana al pánico, me hizo gritar con una energía inapelable que debíamos

retomar algún control sobre el barco, las olas nos tenían a su merced y parecía que jugaban con

nosotros mientras decidían en qué momento nos harían dar una vuelta campana. Recuerdo también

que Manuel me miró en ese momento, que un hilo de agua colgaba desde su mentón dibujando una

curva sobre el viento, y que asintió con la cabeza. Arrastrándome por la banda de babor avancé

hacia la proa para intentar desenrollar un poco la vela, varias veces perdí el contacto con la cubierta

cuando el barco se hundía, olvidándome en el aire, más o menos, a un metro de altura. Mi mano

derecha se mantenía firme, agarrada a uno de los orificios de la relinga, ya comenzaba a

acostumbrarme, sólo faltaba saber que las olas no nos voltearían en cualquier momento. Avancé

sobre la cubierta resbaladiza y aprovechando uno de los cabeceos de la proa logré darle una vuelta

con el cabo del arnés a una de las cornamusas para ajustarme al casco. Comenzaba a temer por la

resistencia de mis brazos. Al tiempo que desde el cockpit cazaban la escota, yo iba filando el retén.

El barco vibró con las primeras rachas que inflaron al pequeño Tormentín y toda la arboladura se

sacudió con violencia. Grité que había que correr con las olas, el barco viró sobre su eje y las olas

dejaron de golpearnos, comenzamos a navegar junto a ellas. Y entonces todo cambió: interminables
filas de olas se alineaban con nosotros como bestias marinas con sus lomos erizados, abarcándolo

todo hasta donde el borroso horizonte nos permitía ver. Ruidosas, mortíferas, alegres y soberbias.

En esa loca carrera creí sentir por primera vez la más pura felicidad. Hoy ya no sé si no fue un

sueño. O si no fue exactamente así. Tampoco sé si fue un momento o fueron varios. Ya no importa.

Dijeron que Manuel no sobrevivió a aquella tormenta, pero nunca les creí. Recuerdo perfectamente

que era él quien tiraba de la escota. Recuerdo que se había atado a la cubierta... Estoy harto de las

mentiras.

Pienso que al fin, ahora que le apunto a mi mujer con el revolver, llegué a mi límite. Sus ojos me

miran bien abiertos y por alguna razón me recuerda a aquella cara de Manuel. Pero el olor de su

cuerpo me resulta ahora insoportable. Mi estómago abriga relámpagos, cabalgo olas enardecidas,

sus pies... Conocidos hasta el detalle... Su camisón… Está asustada sobre el colchón. También

tiembla aunque trate de disimularlo. Un atisbo de valor -supongo que tras mi duda-, parece barrer su

mirada. De golpe deja de mirarme, como si yo ya no importara. Se arrastra sobre las sábanas y se

sienta del otro lado de la cama. Ya está: me enfurezco a propósito. Aprieto el cañón contra su sien,

la volteo sobre la cama tomándola de la nuca, intentar golpearme y dejo que lo haga, no me hace

daño, aprieto más. Comienzo a sentir con placer la vibración de su miedo entre mis manos. Le meto

el caño del 38 largo por el culo, no es tan sencillo. Parece como si la atravesara con un cuchillo.

Ahora sí grita y llora. Ahora sí siente la tormenta. Una tormenta que rebota contra cada una de las

paredes de nuestro cuarto. Ella tiembla y yo también, pero como transportándome. Su espalda

estalla de golpe, dividiendo su columna vertebral en dos y sus piernas se apagan. Sentí la bala pasar

cerca de mi nariz. La pared y el techo están salpicados. Toda la electricidad del planeta parece pasar

a través de mi cuerpo en un instante. El agujero en su espalda tiene los bordes negros y aún sale un

delgado y sinuoso humo blanco de su interior. Está viva y todavía no sale tanta sangre como

imaginé que debería, la dejo así.


Salgo del cuarto. La calidez de la noche contrasta con mi cuerpo traspirado y desnudo. Tengo

sangre sobre la cara y el pecho, la siento pegada a mi piel como si se tratara de una segunda piel,

pero sintética. Voy a la heladera. No quería matarla así, fue muy desprolijo. Siento algo de frío

mientras el agua helada baja por mi garganta. No quiero sentir frío. Tomo la latita de benzina del

cajón y vuelvo a la habitación. Rocío la cama con su chorro delgado, dibujando bucles arabescos.

Tiro más ropa sobre ella y termino de vaciar la lata. La hoguera comienza azulada y tímida, para

enseguida ir creciendo de a poco. Quiero mirarla a los ojos mientras arde. Ella sigue intentando

gritar, lo había estado haciendo desde el principio pero creo que desde su interior desgarrado no

logra generar la presión suficiente para lanzar el aire a través de su garganta. No puedo sostener su

mirada por mucho tiempo. Si no amara tanto a mi hermano todo esto tal vez no hubiese pasado.

Pero lo amo. Desde que nos bañábamos juntos en casa de mi abuela. Desde que descubrimos el

placer juntos.

El vaso largo de mi madre sube y baja mientras camina por la habitación. Sus pies descalzos me

resultan groseros sobre la alfombra de pelo blanco. Su cara ya tiene la deformidad de dos Gin

Tonics. Habla con desprecio, escupiendo las palabras. Manuel y yo estamos sentados sobre el sillón

del living, uno junto al otro, firmes y atentos a lo que se nos venía encima; éramos dos niños

demasiado aplicados. Papá se fue, no vuelve más. El mundo se parte y Manuel llora con la

desesperación de un recién nacido. Con mis catorce años observo el patetismo de mi futuro: la

alegría que rodeaba a mi padre desaparece, las reuniones, la gente arreglada, los perfumes... Con

ellos se van la violencia y cierta seguridad de doble filo. Siempre fue un verdadero hijo de puta,

pero sin él la vida dejaba de ser la misma. Quedábamos en manos de nuestra madre alcohólica y

para colmo, ahora, abandonada. Ya podía sentir cómo su doble patetismo se me pegaba a la piel.

Pero no podía llorar. Me acerqué al cuerpo de Manuel. Lo abracé, me dolía la angustia que

derramaba su boca. Le besé la frente, luego la nariz, toda la mejilla salada y húmeda, sentí como su

cuerpo se calmaba con espasmos cada vez más espaciados unos de otros. El inclinó su cabeza hacia

atrás, apenas, como para dejar que sus labios se abran naturalmente, lo besé con toda mi alma.
Saboreamos la sal de sus lágrimas entre nuestras lenguas como un pacto de soledad.

Con qué cara nuestra madre debía estar mirándonos en ese momento, tan solo puedo imaginarlo. Lo

que sí sé es que comenzó a gritar como loca, que ensayó un par de pasos hacia nosotros con la

torpeza más aplicada y que mientras nos comíamos la boca cayó sobre la mesa ratona rompiendo el

vidrio y abriéndose la cabeza contra el marco de metal.

Unos cuantos años antes, mientras me bañaba con mi padre, vi por primera vez una erección. Se

puso colorado y dijo que el agua podía excitar a los hombres tanto como una mujer hermosa. Al

principio me asusté, luego no podía dejar de mirárselo. Mi padre se dio vuelta y dijo que ya no haría

falta que nos bañáramos juntos. Cuando Manuel entró en la bañadera no le dije nada. Papá salió y le

pregunté si nos podíamos quedar un rato más jugando con los muñecos que había traído mi

hermano. Hoy me gusta pensar que aceptó desde una inconfesable complicidad. Cuando nos

quedamos solos le conté. No podíamos dejar de mirárnoslos, uno el pene del otro. Uno de los chicos

del colegio se había hecho el canchero con una historia bastante misteriosa sobre tocarse el pito. Le

pedí que me lo tocara. Inmediatamente una increíble sensación se apoderó de mi estómago. El

vapor entraba por mi nariz con una fuerza extraña. Mi pene comenzó a crecer, me asusté, parecía

estar succionando toda la sangre de mi cuerpo, Manuel se reía, yo temía desmayarme. Todo a mi

alrededor parecía tomar otro color. Su mano iba cada vez más rápido. De golpe, con la dulzura más

grande del mundo, mi estómago se contrajo y un líquido aceitoso cayó sobre su pecho anaranjado.

Mamá no murió ese día. Pudo haberlo hecho pero el alcohol había hecho de su testarudez natural un

sólido embutido de deseos contradictorios, una masa inútil, rígida, absorta, invencible. Lo gracioso

fue que simuló, estoy seguro, la pérdida de memoria para no aceptar lo que había visto. O quizás

otra virtud del alcoholismo la protegió del peso de la realidad que se liberó delante suyo. La

cuestión es que seguimos con nuestra vida en ese departamento que poco a poco fue sintiendo la
escasez creciente de los lujos pasados. Un parquet brillante cada vez más rallado, una alfombra

blanca cada vez más manchada, las paredes empapeladas acusando, desde sus prolíficos

desprendimientos, el despojo. Poco a poco los años ochenta se pudrían para devenir los noventa...

El saqueo emocional que se desató en esa casa me vio como su mayor acreedor. Mientras crecíamos

aprendía a sacudirme la fiebre asfixiante de la noche tras el cuerpo de Manuel. Mi violento desierto

de emociones sobre su dulce y flexible musculatura. Después, llegarían el tedio del poder y más

tarde las mujeres con mi propio cuerpo entre sus manos.

El aire se hace espeso en el cuarto. El humo ahoga las luces de los veladores. Las llamas juegan con

sus cabellos rubios y sedosos, chamuscándolos. El miedo de ahogarme yo también se me clava en la

espalda. El hollín de los cobertores sintéticos se me pega en el paladar. Comienzo a masturbarme

mientras me ahogo en el caldo seco que llena el ambiente.

Recuerdo aquellas luces, borrosas por el ron, y que nunca se escaparon de mi memoria, su rostro se

recortaba frente a ellas sonriéndome sobre el vertiginoso baile que nos unía. No dejaba de sentir su

delgado cuerpo entre mis manos, la firmeza tersa de su cintura, la belleza descarada de sus piernas

que parecían saber exactamente cómo rozarse contra las mías para hacerlas sucumbir. Su energía era

espeluznante. Recuerdo su vestido y sus zapatos perfectos. Esa noche no dejé que se los sacara, la

acosté así como habíamos llegado al departamento. Mientras nuestros labios se trenzaban en una

guerra de succiones y mordeduras la até, con algunas de mis corbatas, a los cuatro bordes de la

cama, estirando bien sus brazos. Las ligaduras de las piernas las dejé un poco más largas, como para

permitirles algunos movimientos. Comencé a penetrarla levantando lo necesario el vestido de seda

que parecía imantarse a su cuerpo, ella luchaba con placer. En ese momento Manuel entró al cuarto,

lo sentí detrás mío. Mi mano comenzaba a presionar el cuello delicado. Los ojos de ella se clavaron

en los míos. Cuando sus labios comenzaron a temblar aflojé un poco mis dedos, pero ella me

desafiaba con su mirada. Manuel comenzó a acariciar mi espalda en el mismo momento en que ella
alcanzó a verlo. Le dejé mi lugar mientras deslicé su vestido y comencé a comer sus pezones

endurecidos. Es como si la volviera a ver, ella abre la boca como para decir algo pero no lo hace.

Como si un ardiente desgarro en el interior de su cuerpo no le permitiera lanzar el aire a través de su

garganta. Manuel está sobre ella y ella no puede evitar admirarlo. Manuel es hermoso. Yo me

deslizo detrás de ella, él la levanta un poco sujetándola desde la cadera, sus brazos se estiran aún

más aplanando sus axilas, juego con sus pechos y con su clítoris mientras él la penetra y le lubrica

el ano con su propio flujo. El se detiene para lamer mis dedos y su clítoris, toma mi verga y la dirige

al anillo contraído de su culo; ella intenta evitar que la penetre e incorpora su cuerpo tirando de las

corbatas, haciendo fuerza con sus muñecas. La risa de Manuel rebota en ecos cristalinos por la

habitación, con una ingenuidad que detiene instantáneamente el inútil intento de fuga. Su cuerpo

desciende, despacio, abarcando con lo justo mi miembro, y cuando ella comienza a sentirse más

segura de sus movimientos él vuelve a penetrarla. Los tres nos besamos. Por primera vez sentí mi

mismo abismo pero desde el cuerpo de una mujer. Y también resultó ser la primera vez que me dejé

engañar por la belleza de un instante.

Aprendí a vivir de los momentos: interpretar, sobre el resbaladizo y acelerado terreno de las

energías desatadas, de la belleza del caos, el punto justo para imprimir el poder y multiplicarlo.

Adorando sólo la helada practicidad del egoísmo perfecto.

Lo único que me hace perder la cabeza es la mirada de mi hermano. Lo veo ahora contra la pared

del cuarto. Manchado como yo. Desnudo. Pero su mirada parece más tranquila. Y decían que se lo

había llevado el río... Quiere salir. Quiere que salgamos. Que no vale la pena morir así. Agarro un

jean, una camisa, las zapatillas y salgo del cuarto. El humo es cada vez más denso. Cuando salgo

al pasillo y comienzo a bajar por las escaleras escucho ruido de voces y puertas. Alguien viene

bajando. Me apuro. Mi cabeza parece intervenida por una señal desconocida. Siento que me invade

un ruido extraño. Al salir descubro que no soy yo, que es el mundo el que se volvió loco. La calle

esta llena de gente. Todos golpean algo: cacerolas, sus tapas metálicas, botellas de plástico... No es
música, es un avance lento pero decidido. Me sumo a la corriente y me pierdo. Era tiempo. Todo

debía girar y ser succionado como cuando se tira la cadena del inodoro. Es hora de que el mundo

se derrumbe como las torres. Llegó la sagrada hora de la última fiesta, y vuelvo a ser feliz. Me dejo

llevar por el río yo también. Soy uno más en la masa de cuerpos erizados. Puedo sentir una sonrisa

en mi cara. La potencia en mi estómago. Alcanzo a ver la electricidad azulada que se transmite a

través de los cuerpos. Cómo se intensifica en algunos focos. Me siento atraído hacia ellos. Son los

más violentos. Allí, un grupo de policías se encuentra rodeado por la gente, una jauría de rostros

rabiosos los baña de imprecaciones. No tienen a dónde ir, me sumo y hago que la gente avance un

paso más hacia ellos. Veo el lazo fosforescente que une a los otros conmigo. Avanzo todavía más y

me siguen. Los uniformes oscuros rebotan ahora contra la pared. Percibo su miedo y desenfundan

sus armas. El lazo se estira un poco cuando los demás retroceden y me dejan al frente, pero avanzo

con decisión tirando aún más de él. La selección natural de los más decididos acaba por

concretarse. En una segunda oleada quedo a un par de metros del primer policía. Me mira con dos

ojos desorbitados, me apunta con su arma. Su rostro se funde con el rostro de Manuel. Le sonrío,

quiero abrazarlo, abro los brazos y avanzo.


Bajo la alfombra

Soy el secreto, bien guardado aunque en general crean


conocerme. Quizás sea el único secreto, sobre todo
para él. En realidad, podría ser su secreto privado.
Construido como un fiel reflejo de la fórmula
universal: el secreto fundador. Generador de la
personalidad, de los deseos, de los anti-deseos, de la
necesidad; raíz de toda decisión, y por lo tanto, suerte
de envase que carga con el destino genético. La
combinación creadora del ser. Rimold Patieux, 1935:
“Sur les vaches”, Chapitre III.

Desde el silencio, un rumor de metales cansados activa la mañana. Mientras, el sueño fuga
lento hacia un recuerdo abrumado. Un colectivo se desliza sin gracia entre las calles arboladas más

allá de la ventana. Mueve sus manos y su piel le parece nueva. Un cuero que aún con la humedad de

la juventud, no tardará en suavizarse mientras se prolongue la mañana. Así comienza su día. Con la

boca difusa deseando, desesperada, la caricia de algún líquido caliente; con el abigarrado pellejo de

la espalda resistiéndose a la incorporación; con la confusión de su cerebro haciendo equilibrio sobre

el tajante frío del piso. Tambaleando el peso su cuerpo sobre los pies desnudos, produce realidad

con cada paso, llega al living inundado por la luz del sol y ya no hay vuelta atrás.
Esta mañana algo positivo vibra en el aire, no sabe bien porqué, pero termina por

adjudicárselo a un buen sueño y posiblemente, porqué no, al luminoso día.

Últimamente le resulta muy difícil encarar la lectura completa del diario. Desde hace algún tiempo

todo lo que alcanza a leer son los titulares y algún que otro copete. Sólo lo exótico logra retener su

mirada ansiosa. “Dos niños birmanos de ocho años lideran la revolución (…) por tener la lengua

negra”, signo indiscutible que por aquellos pagos los señala como a verdaderas divinidades. En la

foto, dos niños fuman unos enormes cigarros armados, como para permitir la tranquilizadora

sospecha occidental de que de tanto fumar, no resulte descabellado que estos jóvenes guerreros

contengan, detrás de la fila de escasos y pequeños dientes, una lengua al menos oscura, sobre todo

(sigue interpretando) por la posible escasez de pasta y cepillo por aquellas tupidas selvas. Pero la

historia le resulta llamativa: esos niños con ametralladoras en sus brazos le producen una sensación

de extraña alegría que sólo yo percibo claramente. Para él es como un bulto bajo la alfombra.

Suele tener esas sensaciones. Hoy se levantó de buen humor y lo veo imaginarse, con el

dulce placer de la mermelada en la garganta, correteando por la selva, con una metralleta rusa en las

manos, sintiendo la adrenalina del fuego y la paz de la naturaleza, todo en uno, enmarcado por una

solemne confrontación con la muerte, la propia pero sobre todo la ajena, que remarca los contornos

de las cosas con el romántico fluorescente de la sangre. Intervengo: imagino una hermosa mujer

oriental, joven, entre los matorrales verdes de la selva, como si esperara ser penetrada; él la

transforma en una rehén, algo golpeada, tirada sobre un piso de cemento áspero, sus brazos están

atados detrás de su cuerpo, a la altura de los codos, una pollera sucia se quedó enganchada muy

arriba luego de la caída, dejando al descubierto una punta triangular de algodón entre sus piernas.

Imagina que se encuentra a su merced, que raspa sus rodillas contra el piso, que le teme, que

ruega…

Ah…, la sección de deportes, ya sé, ahora el fusil pasa a ser una raqueta; sí, esa Head anaranjada

que desea desde hace tiempo… Ahí está, la misma que usa Agassi. Y seguramente, de manera
distraída, buscará... Claro... Los resultados de su antiguo club de rugby: 26 a 17 contra San Andrés

(abajo). Y como siempre, a todo recuerdo rugbístico le sigue el recuerdo de aquel campeonato

frustrado y de las demás frustraciones, que son también un bulto debajo de la alfombra, pero con la

diferencia de haber sido sepultadas allí: como quien barre con las molestias; y la fantasía de volver

a calzar botines. Cómo me llena de cosas.

Tiene que empezar a ejecutar movimientos más prácticos: hay que trabajar. La ducha no le

parece un mal comienzo; es más, yo sé que no podría salir sin ducharse. ¿Cargar con dos días

completos sobre la piel? No, eso sólo lo puede tolerar durante algún fin de semana y gracias a un

particular buen humor. De eso, él parece comprender algo, como que alcanza a intuir la carga que

arrastra, y generalmente esa noche –luego de dos días sin sentir agua en la espalda–, no podrá

esquivar la depresión. En ese sentido, hay que decirlo, accede al prestigioso podio de reloj suizo,

como se dice. Quizás la única pieza de reloj suizo que le tocó. El resto: “moneda nacional” –como

se decía–, 37 millones de elefantes que se columpian sobre la tela de una araña. Un verdadero

milagro si se quiere...

No sé porqué se apoya contra la pared cuando orina, como si estuviese borracho en algún

bar. Odio esa falta de elegancia. Con sacudones enérgicos de su brazo atraviesa el límite que

impone la cortina de plástico blanca con espirales azules, tiene que correrla con autoridad para que

sus movimientos tiesos no compliquen la maniobra. El que sigue es el cuadro de su pie descalzo

entrando con coraje al frío del agua. Y luego, dependiendo de su humor: los aplausos estrepitosos de

la multitud de gotas que se estrellan alrededor de sus tobillos.

Esto está mucho mejor. Cómo aceitan nuestra relación estas duchas matutinas. Es uno de los

pocos momentos en que se permite cierta claridad. Les resultará difícil imaginar como disfruto yo

de esto; sentirlo. Eso es lo que me queda, sobre todo hoy en día, que no se atreve a mirarme, ni que
decir de tocarme. Aquí se me hace necesario aclarar que no deseo conquistarlo. Sé perfectamente

que eso es lo que teme de mí, frente a lo importante de mi superficie y lo que oculto detrás de ella –

sobre todo por esto último es comprensible que intuya alguna amenaza latente; que algún día me

incorpore para abrazarlo hasta la asfixia. O si, distraído, se quedara dormido sobre mí… Pero no, yo

no quiero eso. Yo lo prefiero despierto y recorriéndome. Toda esa superficie tejida con tanta

paciencia. Se deben haber quedado pensando en la araña. Qué trágico destino el mío, y el de él por

supuesto.

Cuando sale de la bañadera, aprovecho y me hago felpudo, con pecesitos celestes, y toalla

también. Lo seco, absorbo el líquido que recubre su cuerpo, intento, como siempre, desnudarlo.

Concentrado en mis intenciones no me doy cuenta que sus ojos de gato me miran fijo a través del

espejo. Al verlo, mi reacción se hace torpe. Su mirada me intimida. Él lo sabe también, o más bien

lo intuye. Saca la lengua. Lo sabía… No, no está negra. Baja su cabeza mientras se cepilla los

dientes. Comienza a observar fijo, uno a uno, todos los reflejos que tiene a su alcance, como

pretendiendo multiplicar mi vergüenza: el de la canilla, largo y fino, los que se producen sobre la

base de las llaves de agua, invertidos y ovalados, y el de una sutil e interesante curva proyectado

desde un costado de la bacha de cerámica azul. Cuán perverso puede llegar a ser sin saberlo. Hago

lo imposible por no quedar atrapado en los brillos, pero no puedo.

El trabajo está primero ahora: a quién llamar, por donde comenzar el día; intento el sedicioso

“¿vale la pena?”, pero ya partió y debe estar eligiendo las medias. Me quedo un rato en el baño

porque a veces me agota. Cuando pasa, introduciéndose en su pantalón dando pequeños saltos

delante del marco de la puerta, aprovecho un resabio de energía y me lanzo tras él. Atravieso el aire

cálido que llega al raz techo desde la cocina. La taza sin mango, repleta de un café oscuro, le quema

las yemas de los dedos en orden sucesivo. Los varía para acostumbrarlos al calor o de no ser

posible, al menos para alcanzar a depositar la taza sobre el televisor del cuarto. Va a necesitar
alguna camisa…: la nueva. Es bastante liviana. La mañana es fresca pero el sol cada vez más

intenso. Sus zapatos son una verdadera mugre, eso sí. Debería comprar un par nuevo. Piensa en

unos de punta cuadrada hasta que la máquina de hacer entra en juego. Atisbo alguna esperanza.

Pregunta por el café, a él le parece muy bueno, sinceramente. Luego, ella hace las preguntas con las

que intenta ir esbozando el día que se avecina. El escarba, me hace cosquillas, empujo las

intenciones. Todo termina con el balbuceo de siempre estrellándose contra el parquet del piso, como

una catarata que se vacía: Sí... Sí, sí, claro, hay que hacer esto, eso y aquello... El dibujo va tomando

forma en una página del futuro inmediato, él agrega los trazos que ideó en el baño, el resultado se

torna pesado, agresivo. Al levantarse de la silla despliega una partitura de caricias para borronear

los proyectos. Parece sonreír en mi cara, tocarme. Pero sólo es para acomodar los desechos

arquitectónicos de la mancha, que es ahora la acumulación de los minutos por venir, detrás mío.

Una táctica en la que se recuesta para apaciguarse por un rato. Pero no es una cuestión de tiempo,

ése es un concepto que no comprendo a su manera.

Finalmente, al menos, no estoy sólo con él. Desde que la mira de forma diferente,

dibujándola, proyecta su figura sobre mi superficie, y yo he comenzado a observarla también.

Porque veo los ojos nuevos que habitan en ella.

La máquina se deshace abriendo el telón de su bata, descubriendo su cuerpo mientras avanza

hacia él. Sorprendido con las manos en la masa mientras escondía los restos de los mismos platos

rotos de siempre bajo la alfombra, sonríe desordenado. Sé que debo acudir en su ayuda. Se besan y

despliegan sobre la cama, el colchón amortigua su temblor tímido aún. No me apuro. Algunos

detalles de su cuerpo diferente me atraen. En su piel, su boca, sus pechos y sus delicados y atrevidos

pezones, en esa suave capacidad para la flexibilidad, descubro que existe alguien como yo. No

igual, pero alguien cuya ausencia comienzo a percibir. Intervengo: comienzo a tocar, a buscar.

Puedo sentir, mientras el temblor aumenta, que una figura crece delante mío y entonces veo, todos
nos vemos. Un instante de horrorosa claridad que estalla para desaparecer digerido por el miedo.

Pero los ojos, que retroceden lentos, dejan un trazo de huellas húmedas brillando sobre la piel,

como marcando el camino para un próximo encuentro.

Por suerte, para escapar honorablemente, no hace falta más que salir tras la excusa que es el

trabajo. Y él parte, dejando que el mundo lo inunde, para liberarse de esa horrorosa lucidez. Se me

escapa a mí también. Su velocidad me deja atrás. Lo sigo a unos pocos centímetros de distancia,

desfasado para quedar incrustado en el respaldo del último asiento del colectivo –el de la fila de

asientos individuales. Ahora lo que nos separa es una cortina de sonidos y vibraciones violentas (los

mismos metales cansados de antes pero que ahora, de cerca, resultan mucho más agresivos).

Observo su nuca, que es tan mía como de él, pero que quiero como ajena. Entre las intermitencias

del enorme motor destartalado, corroboro lo que imaginaba: asuntos del trabajo por un rato, y

pronto queda absorto por la imagen en movimiento que es la ciudad detrás de la ventana de plástico

verdoso. Ese juego también me seduce. Y cuando logro alcanzarlo, en algún semáforo, intento

aferrarme a esos rostros, esos colores, esas formas de caminar, esas vidas abstractas, vidas que lo

pueden todo. Luego, cuando la máquina arranca, la cortina de metal en ebullición queda detrás mío

y me recuesto sobre ella, hundiéndola apenas. Esos viajes son uno de los momentos en que más

cerca de él me siento: entre su cuerpo y la pared de rugidos, absorbiéndonos mutuamente, apegados,

hipnotizados, con la intención durmiendo sobre el regazo. Pronto sucederá lo de siempre, los

estallidos agudos del motor comenzarán a contagiar al cuerpo y de allí a la ansiedad y el miedo: hay

que hacer para sobrellevar el día, hay que ordenar, prever; diseñar tácticas sobre la arena del día de

hoy para que la noche las borre con su ola de inconciencia.


II
Hace ya un tiempo desde que no requiere de mis servicios para asistirlo en el trabajo. Al

cruzar la puerta de entrada del estudio, saluda, llega a su escritorio, y al sentarse parece estar

tomando su lugar en una máquina gigante como un aplicado fusible. Me aburro terriblemente. Él

me mantiene atado con el miedo a los demás, unos hongos grices que viene cultivando desde hace

meses. Me deja a distancia, golpeándome con lo razonable que son los hechos del trabajo. Oscurece

mi cuarto a fuerza de concentración. Pero también desde hace el tiempo que no le resulta sencillo

deshacerse de mí, todo tiene que ver con todo y su concentración ya no dura demasiado. Cada vez

más seguido lo sorprendo divagando, con la mirada perdida delante del texto que raya el monitor de

su computadora. Debe haber comenzado leyéndolo, pero ahora sus ojos siguen ciegos esas líneas de

palabras como si fueran rieles y durmientes eternos. Las mismas vías que utilizará para regresar

cuando sus fabulaciones se agoten. Piensa en una idea que acarrea desde el colectivo, piensa

también en su chica –nuestras chicas–, piensa en los distintos componentes disociados que

conforman su familia y se queda con la idea. Hace malabares con ella. Se siente inteligente o al

menos un poco más “vivo”. Le gusta. “El arte no es misterio, es energía.” “O quizás: el arte es

secreto y no misterio, en el sentido de que el misterio es ignorancia en definitiva, y el secreto es, en

todo caso, saber que se ignora; que no es lo mismo. El secreto resulta entonces un marco de lo

oculto y no lo oculto por lo oculto en sí, lo señala. Y en esa compresión que ejerce el secreto sobre

el misterio, el secreto, que lo abarca, produce energía, y por lo tanto, arte; también.” “¡Claro! Como

el mago…” Alguien entra en la habitación, otro arquitecto que acaba de llegar. Saludos. Él regresa a

los durmientes y me inmoviliza de nuevo.

“Es cuestión de relajarse”, recuerda con una voz que no es la de él mientras franquea la

puerta de entrada del bar. Lo acompañan, como casi todos los viernes después del trabajo, el
maquetista del estudio y la diseñadora de interiores. Pobre, la diseñadora es tan insulsa que aunque

él intente adornarla remarcando su dulzura agradable la imagen resulta demasiado frágil… Ella está

enamorada de él, y él, a pesar del ligero intento de mejorarla exagerando sus puntos favorables, no

hace más que dibujar una caricatura con la que nunca se acostará. En cambio, con el maquetista la

atracción es más inmediata, se divierten, parece como si tuvieran un contacto real por momentos;

eso es lo que él piensa, aunque no tiene una clara idea de porqué se siente atraído por este tipo de

cabeza rapada, de sonrisa larga y plana y de ojos que desaparecen cuando ríe, a no ser por dos

pequeños puntos brillantes que permanecen, refulgentes, entre los párpados, como disfrutando la

tormenta de su risa. Piensa que lo atrae lo suficiente como para acostarse con un hombre por

primera vez. “Es cuestión de relajarse”, y le resulta gracioso cuando la cerveza acaricia finalmente

su garganta. Yo sé que no está enamorado del maquetista y él también lo sabe a su manera. Es como

si disfrutara de la inminencia de un amor imposible, como si adorara vivir pasiones televisadas, “las

aventuras desmesuradas de la imaginación desde el sillón”, y se olvida del sillón...

Pero existe una cierta química como dicen, en el juego de palabras, en las ganas de provocarse

mutuamente alegría sin ser menos a su vez; se trataría de una amistad en crecimiento basada en la

sana competencia del ingenio. La diseñadora de interiores sonríe, con los pies en el aire y los

hombros desmesuradamente grandes, desde el placard. La conversación se desarrolla en un amplio

ambiente sofisticado, me acerco por detrás y observo la nuca del maquetista, sus hombros anchos,

observo con ansiedad, deseo encontrar a alguien más, pero no logro descubrir a nadie detrás de sus

ojos. Sólo ese alegre brillo. Pero hay algo, estoy seguro. Imagino que desde la persepectiva de la

diseñadora se lo puede descubrir... Pero no, tampoco lo consigo.

Las burbujas –esas numerosas luces amarillas del bar– son cada vez más vistosas a medida

que se amplían sus sensuales curvas tras el vapor de los alcoholes; y así adornada, la barra le resulta

irresistible.
Más tarde, al contar ya con unas cuantas copas en su haber, su mandíbula comienza a

aflojarse y sus labios se estiran de más cuando habla en un intento por corregir la laxitud de sus

palabras. El rostro se relaja, la carne es una gelatina, los ojos también: transparentes y flotantes.

Cuando las risas son más esporádicas, cuando los silencios son más profundos, cuando ya no

alcanzo a administrar sus dudas y certezas –que se cruzan delante mío demasiado rápido,

confundiéndose– establezco la hora de volver a casa. Debo utilizar sus ojos para transmitírselo al

maquetista, él, por su propia voluntad, nunca reconocería el momento de partir. Cuando el

maquetista finalmente se percata, sonríe desde un horizonte cercano y despierta a la diseñadora que

despeinada seca su brazo humedecido por la saliva –el jugo agrio del sueño. Ella sonríe. Está hecha

un desastre. El maquetista la peina divertido y con muy buen tino a pesar de los numerosos vasos de

ron que corren por sus venas. Comienza el discurso de los billetes, sus ideas se contradicen

dramáticamente delante mío. “No parecer tacaño, no tirar la plata”, finalmente el arrebato que no es

generosidad sino impotencia: “yo invito”. Las negativas correctas, y la lucha que resurge: “¡Ahí

está, ésa es la táctica perfecta para no parecer tacaño ni tirar el dinero, sos…!”, y si se habrán

percatado como él lo hizo. Pero ya es tarde para contradecirlos y la táctica sigue su curso. Mejor

subir al taxi.

Sus rostros grasos brillan cada vez que los faros de algún auto iluminan el interior del taxi.

Corren sobre ruedas, los tres en el asiento trasero, en manos de vaya uno a saber quién. El secreto es

no mirar hacia adelante, como si se tratara de un abismo sobre el cual se pende. Se percata que por

alguna razón los tres subieron atrás y nadie adelante, y para distraerse decide concentrarse en las

piernas de la diseñadora, y yo acuerdo. Una de ellas se aprieta contra la de él, también el borde de

su nalga aplastada. Él está en el medio y el maquetista se sumergió en el espectáculo de las veredas.

También siente su pierna, más dura, contra su muslo. Desde el suyo intenta reconstruir el resto de

los otros dos cuerpos, ensaya expandirse, apretarse más a los dos. Ella parece absorta, imagina que

podría tocarla. Deja que su mano caiga, poco a poco, sobre la pollera liviana; como cansada. Yo
recorro su perfil, su boca entreabierta, sus ojos somnolientos… Una explosión en el estómago y él

se espanta. Si ella se da cuenta puede pensar que intenta seducirla de alguna manera. Él no quiere

problemas aunque ella los hubiese agradecido. Yo, por mi parte, comenzaba a interesarme en ese

otro cuerpo. Pero ahora la veo como él la ve, y así regresa a su lugar, mucho menos atractivo. El

lugar que siempre ocupará, aunque piensa que alguna noche enturbiada de alcohol podría caer sin

demasiada dificultad en sus redes de carne, se imagina ofreciéndole un recuerdo para el álbum

manchado de dulce semen que será la memoria de su juventud: nunca dos iguales pero suficientes al

fin. Ahora resulta un verdadero esfuerzo mantener la mano, que antes dejó caer, sobre sus propias

piernas. El chofer también parece a punto de ser vencido por el sueño, él deja que su cabeza se

apoye en el respaldo, se encomienda irresponsablemente a la visión fuera de foco de la virgen

protectora de los taxis.

El coche navega sobre colores luminosos. El maquetista está acá, parece tranquilo allí arriba,

su tranquilidad eterna... El asiento se infla con el rumor de ruedas y asfalto... La cabeza no logra

mantenerse quieta, se borra...

Luego es llegar, descubrir que el suelo es más duro de lo que él pensaba, que el maquetista

lo despierta con el mismo sueño, que la diseñadora de interiores está mucho más despierta y que

charla con el chofer, y que en realidad no es tan tarde. Los saluda y recorre los pocos metros hasta

el departamento trotando delante mío. Mensaje de ella, que se fue con las amigas. Que va a estar en

tal lugar, si le interesa, y que duerme en la casa de los padres esta noche. Todavía se sienten los

perfumes atrapados entre las sábanas desde esa noche y esta mañana. Su sensación es la mía. Podría

vivir acá definitivamente. Pero ya conoce ese paso y duda. También duda entre apagar su cerebro,

embotado ya, encendiendo el televisor. Yo intento que lea o que escriba algo, lo que sea. Pero, como

siempre, la vibración de los transistores me ensordece y debilita, y por lo tanto, me enfurece. Sé que

no es bueno, que nos lastimamos. Siente cómo el estómago se le vacía hasta el desgarro, cómo la
cabeza rebota entre intenciones apenas separadas. Apaga el televisor. Habla en voz alta (creo que

intenta comunicarse). Finalmente busca algún disco. Le cuesta mucho decidir: no quiere algo que

conozca demasiado ni quiere algo demasiado denso, ni demasiado liviano. No quiere demasiado,

quiere lo justo. No quiere salir tras los pasos de ella, la noche ya no tiene el mismo atractivo para él.

La tácita desesperación que lo enferma obnubila sus deseos y la única salida parece el sueño.

III

El cálido fluir del aire suave lo atraviesa y reconforta. Reconoce la paz del objeto y se acerca

a su dichosa situación, por un rato. Él intenta envejecer sin dolor; yo, expandirme alrededor suyo.

Lo envuelvo, cobijo su miedo en mi pánico. Él disfruta del perfecto color de la mediamañana como

parecen hacerlo las hojas verdes que ríen en la brisa. Pero la habitación es más grande que el día

ahora. Este seductor caparazón, aliado del valor, que me contiene a mí también a veces, lo agrede

con su inmutabilidad. Piensa que la vida traspasa a esos objetos, decorativos o prácticos, sin anidar

nunca en ninguno de ellos. Justo cuando desde la punta de su pierna estirada, su pulgar comienza a

empujar una silla de plástico y metal cargada de ropa, el llanto entrecortado del teléfono lo obliga a

atenderlo. Había estado pensando en ponerse a escribir pero ahora se encuentra hablando,

desganado, con un amigo al que le encanta hablar por teléfono, mientras piensa que debería cortar

lo antes posible para aprovechar el tiempo libre de este sábado. Finalmente, llega el espacio

esperado para intercalar el “Bueno…” suspensivo que precipita el final de la comunicación. Otra

vez en el silencio blanco, unas pocas ideas bailan como excitantes bailarinas semidesnudas

alrededor de su cabeza pero se le escapan. Debe morder el ácido vacío que se enciende en algún
lugar cerca de su estómago para sofocar la furia. “¡Mate!”, hará mate para que lo asista con su

parsimonioso ritmo. Es rápido de preparar, engaña el hambre, resulta una compañía ideal –plegada a

las relaciones esporádicas e intensas–, y es sumamente relajante con su tempo de respiración

asistida. Pero pronto se lava, sobre un par de páginas escritas, de gusto alguno, y lo que entra ahora

en su cuerpo es agua caliente y nada más. Siente el deseo irrefrenable de correr tras la misericordia

televisiva. Intento resistirme, como siempre. Relee la primera frase escrita. Continúa escribiendo, al

menos por un buen rato. Jugamos hasta que las sombras del ambiente hacen que la claridad de la

pantalla se torne dañina. El living está oscuro. Desde la gran ventana brilla el decorado que es la

tarde sobre los edificios, los árboles y el río, lento al fondo. Su calma cristalina es la de él, su pausa

marrón la de mi desesperanza. El azul se hace evidente y frío. Las luces que enciende en la

habitación, iluminan con un fragor pequeño y cálido el ventanal sobre el cual se cierne una noche

inmensa. Surge un sentimiento de satisfacción, es extraordinario. Imagino que el silencio es

demasiado ruidoso ahora y él recorre los lomos de los discos compactos, parados uno junto al otro,

como libros.

Los sonidos comienzan a habitar mi lugar, aún más que yo mismo multiplicado. Mis oídos

saborean la luz grave, los rincones más oscuros, los centros más brillantes; accedo a un reposo que

no es sueño. Si esto durara para siempre… Pero sólo son algunas palabras, apenas un puñado de

páginas que no cierran ni abren nada. Un recorrido sin intención, como perderse para tener

adónde ir.
París, palomas y cuervos

Extraordinario.

Todo comienza con una casi imperceptible relajación de la moral. Con el delicioso

cosquilleo de las alas de una mariposa. La distancia que nos separa de la familia y de los conocidos

nos propone un terreno de juego amplio y todo nuestro. Pero también ésta postura turística se asocia

con algo más, algo más profundo y que parece residir en el pantano parisino desde siempre. Una

decadencia sin nostalgia. El monstruo perfecto.

Los poetas malditos del planeta se reúnen en la ciudad de París como un grupo de

conjurados que se oculta bajo la noche para festejar la caída del hombre. Visten con una frivolidad

estudiada y suelen reír con tranquilidad. Parecen convencidos de que gracias a la propiedad física

más elemental todo terminará por precipitarse sobre ellos. Son fieles a la ley absoluta de la

imperfección humana. Ellos me alientan ahora a ejercer el mal como si se tratara de una experiencia

necesaria. Pero la destrucción de la belleza resulta en un ataque falto de sorpresa. El suicidio, poco

original, y a nadie podría importarle menos; encima transformado en acto de guerra deja de ser
trasgresión y se vuelve herramienta. Las perversiones sexuales de todo tipo sirven como contenido

para la web pero no mucho más. La orgía familiar, el ataque a los últimos tabúes tal vez… Pero

estamos en eso y no le vemos futuro. El dinero. Su culto, su proliferación como sentido, su utilidad

absoluta, ha logrado que todo sea posible. Que todo se pliegue a su lógica.

Maravilloso.

El mundo puede ser, y lo es para muchos: un enorme parque de diversiones. Lo único que

sigue estorbando es la naturaleza, pero no se trataría de un verdadero parque de diversiones sin una

cuota de sorpresas. En general, un tsunami que golpea mejor a los que compraron los terrenos más

baratos, pero gracias al terrorismo, la sorpresa y el suspenso ya no son alegrías exclusivas de los

pobres: ¡Estamos en el túnel del terror, aprovechen y tóquense!

No puedo entender porqué la gente no puede disfrutar de este momento único en la historia

de la humanidad. Estamos más cerca que nunca los unos de los otros, tenemos el mundo a nuestro

alcance con solo hacer algunas pequeñas concesiones de nuestra integridad… Hay gente dispuesta a

todo por dinero, gente dispuesta a todo en nombre de la fe, gente dispuesta a todo con tal de vivir

según su propia idea de libertad, gente para todos los gustos... Y todos en el mismo lugar, sin

escape. Toda esa carne, esa masa de deseos e ideas pululando a nuestro alrededor de una manera tan

sensual que duele.

Vivimos tiempos extraordinarios. Una verdadera orgía, colorida, violenta, alegre, irracional,

amorosa. Lástima que esté saturada de relatores, de esos que se empecinan en entrometerse, en

mostrar lo que todos ven, en decir lo que todos dicen. En las orgías, mejor gemir que hablar, mejor

expresar que describir. No entiendo esa obsesión con la prosa periodística. Ese odio al lirismo. Esa

obsesión de verdulero: “a papá mono con banana verde, no…” La mayoría de la gente parece

dedicar todas sus energías a negar la existencia del culo que se abre con dulzura delante de ellos.
Pugnan por acotar el mundo a algo objetivo. Como si no pudieran aceptar que el hombre se ha

entregado. La humanidad está cada día más cerca de tener un orgasmo y espero ser de los que

acaben con ella…

Qué quieren que les diga, esto escribimos ahora. Lejos de nuestro país, solos en esta

ciudad, su sensibilidad se encuentra excitada y una nueva barrera se ha formado entre nosotros. Ya

no es la del miedo. Ahora parece tratarse más de una renuncia. Una negación con una suerte de

insistencia orgullosa. No me teme, me desprecia. Como si fuera culpable de algo... Ustedes bien

saben que yo soy inocente, que tan solo quiero lo mejor para él, pero bueno. Imposible explicarme

sin diálogos.

Ahora que cambiamos de paisaje y de lenguaje (lo sé, van juntos), lo que resulta

dramático es que cada vez lo reconozco menos. Se suponía que abandonar el estudio de arquitectura

y dejar Buenos Aires librado a su suerte, nos haría confluir en un solo destino, más real. Pero no es

el caso. Cada vez lo reconozco menos y para colmo reconocemos menos en general. Cada imagen

que descubrimos es extraordinaria y el trabajo de digestión de tanta nueva información empuja al

delirio. Pero él parece disfrutar este estado de extrañeza cotidiana. Soy yo quien sufre. El parece

una bestia bruta. Avanza a ciegas y como si nada pudiera detenerlo. Me doy cuenta que se dedica a

ignorarme con absoluta conciencia y me pregunto quién es el que domina ahora.

Tal vez mi error fue creer que debía y que podía dominarlo. Ahora hemos quedado

trabados en un tête à tête íntimo y vuelve a ser la guerra. Una guerra particular. Una sucesión de

batallas para establecer la cordura. El camina por Montmartre, como podría estar haciéndolo por

cualquier otro lado del mundo, cerrando un círculo enorme que no me incluye. Yo lo sigo y no

puedo hacer otra cosa. Me tironea por las calles de París, avanzo flotando en el aire como un

magnífico globo rojo atado a la muñeca de un ser imberbe.


II

Me parece estar sufriendo un profundo déjà vu. ¿Pero qué es lo que

reconozco ahora como para que se transforme en repetición? Sospecho una vida

paralela. Como si el sueño se me pegoteara. ¿Tal vez porque me rehúso a toda

vocación definitiva resulto múltiple y soluble? De cualquier manera, los líquidos me

deshacen. Desde hace un tiempo amanezco con golpes: marcas de las que no

recuerdo su origen. Desde hace un tiempo trabajo de noche y eso me ha llevado a

tener otra relación con el día. Me despierto, con suerte, a las cuatro de la tarde.

Cuando el día empieza a morir para todos los demás, para mí recién comienza.

¿Adónde va esa promesa de cada mañana? ¿Esa esperanza que trae el nacimiento de

un nuevo día? Es como nacer muerto. Entonces, cual nonato salgo al mundo algo

confundido obviamente…

Atravieso mi diminuto studio plagado de espejos (mi vista periférica capta

los movimientos multiplicados que me imitan). Busco el sol y me pregunto cómo

habrá sido el día. Tomo un té, leo un diario. No tengo mucho tiempo: entro a las siete

y tengo una hora de viaje. Así, durante tres días: martes, miércoles y jueves; después

es el largo descanso. El viernes por la noche retomo el ritmo del mundo, lo

importante es tener algo que hacer, una salida. Apurando el trago siento una cierta

forma de renacer, pero a la noche ahora: digamos que “doy a las luces”. En este caso
son gordas y amarillas y son las que cuelgan sobre la barra del bar.

Vivir con el horario cambiado me hace fosforescente por las noches. Soy la vedette.

Recién bañado, recién levantado. Estoy hecho una lechuguita… Pero cuando debería sentir el mareo

del alcohol siento el del sueño, mis tímpanos parecen menos sensibles, como tapados por

algodones. Los sonidos se derraman alrededor mío y sonrío para disimular, mientras me apoyo

sobre la barra de metal. Es una crisis de tiempo. Ya las reconozco. Una crisis horaria. Por unos

segundos no sé qué hora es, en qué momento del día me encuentro. Necesito una referencia y

recurro a la noche que ennegrece la rue des Martyrs que baja detrás de los ventanales, al mismo

tiempo remonto rápidamente mi memoria. Ya está. Son algo así como las diez, estamos en La

Fourmie desde hace ya un par de horas. El problema es que la gente fue llegando de a poco, y como

todo sueño también es despertar, la crisis comenzó cuando descubrí a todo el mundo alrededor mío;

cuando constaté, con un solo paneo, que todos llegaron y que he vuelto a perder el tiempo.

La noche está en pañales pero empezó bien. Debo hacer un esfuerzo. Me incorporo a la

conversación como si volviera al pasado. Los ruidos vuelven de golpe y concentro mi mirada sobre

los labios ajenos, como para intentar retomar el tren de la conversación. No confío ahora en mi

sonrisa y frunzo el ceño. Ya está: un agujero, un chiste y estoy de vuelta. La gente ríe, bebe, alguno

hasta me palmea. Caigo bien en general, siempre parado. “Gato” en el horóscopo chino, pero aún

nonato, aunque se trate de un secreto... Y es ahí cuando aparece la contradictoria imagen mortuoria

(“contradictoria” porque estamos en plena agitación alcohólica en un bistro de moda parisino): veo

que todos están un poco muertos. Pero no porque vivir sea morir, eso es tan evidente como

cualquier ombligo, sino porque lo único que alcanzo a enfocar son sus partes muertas, las que se

destacan por su palidez. Soy un nonato, fumo en el vientre esperando que nunca llegue mi turno.

Por eso veo en ellos tan solo muerte, lo demás no importa. Lo único que hace mi mirada es

acribillar gente a lo Salinger y con los tragos trato de excitar algo que ahogo. Otro paneo... Ahora
fuera del círculo de mis amistades. Busco algún cuerpo nuevo, una vasija que sea atractiva y que

cargue con el líquido incendiario que necesito. Pero todo huele a muerto, el alcohol no hace su

efecto, se confunde con el sueño. Pienso mejor en futuro. Tenemos una fiesta esta noche, unos

amigos, músicos ellos, que festejan su próximo casamiento express en Las Vegas. Por un momento

ya quisiera estar ahí. Pero las cosas hoy no van a mi ritmo. Me golpeo la cabeza contra las paredes

como el resto de Europa.

III

Como si fueran dados, diez cuadrados carmesí de puntas redondeadas coronan

con delicadeza cada uno de los dedos de sus pies. A cada paso, una ligera vibración se

desencadena sobre sus sandalias de taco alto. Sus pantorrillas, marcadas y finas, se

tensan y relajan según el vaivén de su cuerpo, que se apoya primero en los talones y

luego en las plantas del pie, momento extraordinario en el que sus dedos finos se

separan bajo su peso a pesar de las ajustadas cintas de cuero que los sujetan. Sus

delgados muslos, en cambio, parecen más libres, se mueven como si tuvieran una

personalidad propia; van juntos pero al ritmo de un desencuentro equilibrado y con

pequeños golpes hacen saltar los numerosos hilos de color carmín que alargan su

vestido de raso chino. Son las piernas más hermosas que he tenido el privilegio de

conocer, las más proporcionadas, las más elegantes. Imagino que esas piernas tienen
que haber sido concebidas por un hombre. Claro que fueron creadas gracias a uno de

nosotros, pero me refiero a un tipo que realmente sabía lo que hacía. La idea de Dios

y el recuerdo de las virtudes del Photoshop se entrecruzan sexualmente produciendo

un chispazo que no me distrae por mucho tiempo: ellas siguen ahí, adelante mío,

vivitas y coleando y yo sin poder encontrarles una falla, un desliz, una protuberancia

que me devuelva a esa tranquilidad sórdida de lo ordinario. Pero la idea me

sorprende: ¿cómo alguien podría haber hecho eso? Pero lo que eso hace en mí es otra

cosa. No tiene nada que ver con el Ser creador o una especulación genética. Sus

piernas se clavan en mis ojos como lápices de madera rugosa y yo los remuevo. Miro

esas piernas con los mismos ojos con los que piloto de combate descubre las dos

hileras de luces festivas que se dibujan sobre la oscuridad del campo. Como a la

ansiada pista de aterrizaje, esa señal angular, que en medio de la noche, indica el

camino a casa: esa cálida bienvenida al mundo.

Alucinado, sigo cada uno de sus movimientos dentro del salón, a pesar de

sentir cómo la conversación se me acerca cada vez más. Por supuesto, una frase me

sorprende golpeándome de costado y no logro por respuesta más que sonreír y

asentir. Una actitud torpe y poco apreciada pero que tampoco durará dos segundos en

los anales de la retórica de apéro (también, de alguna manera, me excusa el enorme

porro de hachís que sostengo entre mis dedos). Desgraciadamente, la propietaria de

estas piernas magníficas es una amiga mía y su futuro marido es un noruego enorme,

que destapa una botella de champagne (¡Plock!) cerca de mi nuca, haciendo que mi

espalda se erice como la de un felino.


Mientras mi amiga reparte copas con espumante, haciendo nuevamente un

esfuerzo, arranco mi mirada de su cuerpo. Mis ojos buscan los de otro y termino

pasándole el petardo a mi compañera de sillón. Pero aún así no logro retomar las

formas, comienzo a sentir la debilidad otra vez. ¿Pero qué es lo que me fuerza a

participar del juego social que me rodea? Tal vez porque me siento despojado del

armamento necesario para contrarrestar el acercamiento de algún otro invitado, o

porque temo que la máscara pueda caer demasiado fácilmente o, peor aún, porque no

quiero sorpresas. Ahora, por un reflejo de supervivencia, vuelvo para mirarla entera y

me concentro en las partes de su cuerpo que considero menos atractivas. Su espalda

por ejemplo: hombros hacia adelante, algo encorvada. Allí se desactiva la elegancia

que sube por el envión que generan sus piernas. Su perfume también, a fruta

olvidada, que ya conozco demasiado. Comienzo a entender de qué va la

conversación. Pero ya no tengo ganas de intervenir, de demostrarme a mí mismo que

puedo hacerlo. Siento que he destruido algo, como cuando rompía mis juguetes para

estudiar sus entrañas de metal. Pero descubrir el mecanismo ahora no me fascina

como antes.

IV

Ahora ni las imágenes me consuelan. Me contento con ese vapor alcohólico. No creo en
el amor ni en la felicidad. Sí, en todo caso, en la alegría y la amistad. Mis eternas ansias de rebelión

me condenan hoy a la tibieza como la última línea de defensa. Todos conocemos la tristeza y el

vacío; el miedo y la debilidad: el dolor. ¿Porqué? Tal vez porque son más fáciles de distinguir. ¿A

partir de qué grado hablaríamos de amor, en lugar de aprecio u obsesión? ¿A partir de qué momento

reconocemos claramente la felicidad; cuándo se distingue ésta de la autosatisfacción, de la tan

mentada “armonía con el mundo” o del buen humor? Pero todos podemos ubicar el grado en que

eso nos dolió, lo otro nos paralizó, o aquello nos desgarró. Finalmente vivo una vida paralela,

comienzo a confirmarlo. Comienzo realmente a despertar al sueño.

Al calor sofocante de una lámpara dicroica. Al frío glaciar de la heladera. Delante de la

estepa que se extiende sobre mi alfombra, con el mar en la pecera a la izquierda y el mundo en el

televisor a la derecha, la extensión a cubrir parece demasiado grande. Y ahí viene la araña gigante.

Avanza hacia mí. Llegó la hora de desenvainar el alfiler…

Desde que dejé Argentina y su caos querido, el mundo ha triplicado su tamaño ante mi

mirada idiotizada. Buenos Aires puede llegar a ser increíblemente absorbente. Cuando miro hacia

atrás me veo como un hámster corriendo dentro de su ruedita de metal, y encima tratando de ir más

rápido que los otros. No digo que acá sea muy diferente pero al menos aquí hay una relación más

cercana con el resto del mundo y por lo tanto más real. Tal vez a pesar suyo, pero no les queda otra.

Sigo corriendo, como todos los demás, detrás de la misma zanahoria desenfocada de siempre, pero

con otra conciencia de lo que estoy haciendo. Lo cierto es que ahora siento estar viendo el mundo

por primera vez y no mi propio ombligo como me sucedía allá, incluso ahora, cuando vuelvo a mi

ombligo reconozco claramente su universalidad, imagen antes puramente teórica. Pero el resto, todo

igual, como dijo el poeta: el mundo por más rico que se me presente no me hace más interesante…

Si reconozco ahora ciertas particularidades en mí, son las mismas que ya sospechaba cuando me

turnaba entre mis distintos círculos porteños.

¿Qué? ¿Qué has frecuentado todo tipo de gente sin nunca encontrar realmente tu lugar?
¿Qué desde siempre te sentiste desarraigado? ¿Qué ahora te movés por París con la misma soltura

con la que lo hacías por Buenos Aires? ¿Y eso porque nunca te interesó nada, nada medianamente

útil al menos, y eso te vuelve flexible o cool frente a los demás?

¡Plock! Otra botella. Estiro el brazo que sostiene mi copa porque me doy cuenta con

horror que está vacía.

Pero no todo es indefinición.

Afirmemos, para empezar, que el primer sexo que tenemos con una mujer

es como un asesinato. No lo podemos olvidar. Queda impreso en nuestro cerebro. Me

refiero a una mujer que repercute… En nuestras vidas, quiero decir… Pero supongo

que ça va de soi… El hecho es que no puedo olvidarlo. Cada vez que tengo sexo con

una mujer. Siempre recuerdo la primera vez. Siempre es el polvo que se apropia de

más tiempo. El encuentro más calculado. Porque, a pesar de lo quimérico de este

pensamiento, en ése momento estamos convencidos de poder prever su efecto. Pero

sepan infantes que el primer revolcón con una mujer de ése tipo es un asesinato

porque el amor es consumado. Resuelto. Fin. Lo que sigue es paranoia. Mírenme a

mí, aquí en el living. Todavía no me he movido. El petardo dio dos vueltas y yo me

sigo quejando… “¡Está muy afrancesado!”, diría un correligionario. “¡Sí, mí


teniente!” (Recuerdo de colimba.) Y sonrío… “Y no se crea…” “Que se trataba de

una broma…” Pero puede ser...

Pego lo que parece ser un salto con la idea de la cocina en mente. Pero me engaño a mí

mismo: me levanté sin ninguna idea en particular, a no ser por una vaga imagen de la cocina. Pero

el cuadro cambia y busco un amigo. Y quería decirle que siempre es bueno cometer un error –idea

canónica si las hay… Pero me quedé en el camino y simplemente intervine en el círculo en el que él

se debate con brío, gracias a su mirada habilitadora y algún comentario correcto de mi parte. Es

argentino y pienso que haríamos una buena delantera: dos tipos absolutamente distintos pero

sincronizados. ¿Son eso los amigos? ¿Y qué somos yo y esas piernas que se pasean por el

departamento? ¿Amigos?

Me encontraba muy preocupado barajando estas preguntas cuando la fiesta terminó por

alcanzarme de nuevo, y gracias a Dios, como siempre. Supe sumergirme en la banalidad de buscar

un trago, comentar alguna película, defender alguna idea con la pasión de los peces. Así, evitando

violentas profundidades, alcanzamos a reunir un buen número de gente. Nos sentimos más seguros

y comenzamos a improvisar una pequeña pista de baile. Esas piernas no tardan en llegar, trayendo

consigo al ser que sostienen y vuelvo al error como al inicio de toda historia.

Lo que pasó fue que hace unas semanas hicimos el amor. En honor a la verdad, digamos

que nos acostamos tras la excusa banal que brinda la ebriedad, aunque apeste a coartada. Tal vez sea

necesario aclarar que yo la conocí antes que el noruego. Que sus piernas ya habían hecho su efecto.

Mi responsabilidad se circunscribe en todo caso a no haber reaccionado en el buen momento. Fue

así que poco tiempo después de habernos conocido (e interesado uno en el otro), quedamos

confinados a una amistad dudosa. Porque fui tímido en aquel momento, o tal vez porque ya desde el

principio sentía ciertos reparos. El hecho es que no hice un verdadero esfuerzo para seducirla y de
manera inopinada me encontré charlando con el vikingo como si yo fuera una suerte de hermano

mayor de su novia… Resultado: cuando comenzaban a hablar de matrimonio, el prometido parte un

fin de semana a Roma por no sé qué cosa y no nos resistimos a la tentación de salir juntos como

nunca lo habíamos hecho antes: solos y hasta el fin de la noche.

El drama reside en que de alguna manera esta chica es como mi hermana ahora. Su sexo

despejado y de contornos afilados me sorprendió cuando ella tomó mi mano y, bajo el oscuro

escondite que se produce entre el tumulto de gente sedienta y la barra del bar, se la metió debajo de

su minifalda. Me resultó delicioso sentir su carne húmeda y dejé que me llenara el cerebro de rosa.

Pero un poco más tarde, su rostro en la cama me resultó demasiado conocido, su perfume me

generó un rechazo agridulce. Penetrarla tenía el gusto de la autoflagelación; como si se tratara de

una violación genealógica. Cómo si realmente se tratara de mi hermana. Y llegué a pensar que se

trataba del amor verdadero.

A la mañana siguiente, algo como el pecado hormigueaba en nuestros

estómagos. Habíamos probado un veneno. Como teníamos miedo nos tratamos mal,

por simple torpeza. “No estás enamorado de mí, ¿no?” me pregunta con grandes ojos

secos. “¡Pero no! Quedate tranquila. Te quiero mucho, claro... Pero no estoy

enamorado.” Alcanzo a decir con una especie de sonrisa colgando de la nariz. Pero no

me atrevo a preguntar lo mismo. Y pienso que debería hacerlo, al menos como

formalidad. Finalmente lo digo de reojo y ella: “mais non papa, tout va bien...”

mientras se levanta y va al baño. Luego el café, algunos mimitos y la conversación

necesaria para volver al terreno de la amistad. “Qué necesitábamos hacerlo, como

para despejar toda duda, etc...” Pero ya está, la mordedura hizo su efecto. Miro sus

piernas largas sobre el colchón y quisiera estar entre ellas de nuevo. Pero entonces
llega el instinto y me lleva de la mano, a través de un pasillo olvidado lleno de

telarañas. Veo las piernas de mi hermana y recuerdo el sueño que tuve alguna vez: mi

lengua se trenzaba con la suya. Mi estómago parece decirme que no se trataba de un

sueño. Fue ahí cuando me levanté y me fui. Desde entonces, nada de sexo para mí.

Quiero que esa fruta se pudra en mi vientre hasta su última partícula: no hay como la

fiebre para curar el resfrío.

VI

Mientras discuto con una chica muy joven la capacidad de expresión

corporal de un actor hollywoodense, veo cómo todo el departamento se inunda con

una sangría espumosa y tibia, hasta la altura de nuestras rodillas. Hasta mis narices

sube el olor óxido de la sangre, de la vida que muere en una aceleración.

¡Pero dé qué diantre habla hombre! ¡Sea claro por favor! ¡A dónde va con

todo esto! ¡¿Quo Vadis?! Recuerde que al pueblo argentino: ¡salud y populismo!

Bueno, tampoco es necesario impacientarse tanto. Digamos que vamos describiendo un

recorrido. Pero como soy conciente de mi costumbre de quitar el tronco para testear la resistencia de

las ramas, intentaré en esta ocasión contener mi habitual tendencia a la fuga.

Digamos que aquí, en París, se han complicado un poco las cosas. Un

nuevo hábitat obliga a la adquisición de nuevos hábitos. Llegar a una nueva ciudad
implica comenzar todo de nuevo, pero además, ahora, con la conciencia de lo que se

está haciendo. Y al mismo tiempo nadie nos conoce, todo es posible, todo está por

hacerse. Se puede concertar un plan. Reinventarse. Así comienza un trabajo de

relaciones públicas, necesario para comprender, para acceder y para evitar una

sobredosis de soledad. Es por eso que por primera vez puedo decir que tengo amigas.

Y las cosas se complican. La cuestión es que nuevamente y como buen argentino

hago equilibrio sobre una delgada línea entre la estafa y el miedo. Estafa porque a

veces creo que manipulo demasiado mis emociones y miedo porque no quiero

terminar solo. En éste último caso uno se deja llevar exclusivamente por la corriente

de los vicios para terminar desembocando en situaciones sórdidas y peligrosas. No

hay nada heroico en la soledad. Salvo que se busque ese heroísmo pervertido de la

guerra, hecho de locura, miedo y muerte; de sangre, barro y plomo. Por ejemplo

ahora, lo que quisiera hacer es sentir en mi mano la cinturita de esta joven estudiante

de periodismo a la que tanto le gusta Johnny Depp y en realidad termino

agarrándome de la de N. que, conociendo perfectamente mi timming, me rozó con

sus piernas perfectas en el momento en que me abalanzaba sobre la presa. Bailamos

una suerte de salsa lenta en medio de un griterío rockero firmado Pixies, la miro a los

ojos y veo que algo ha cambiado. Por primera vez, desde que la conozco, no pudo

sostener mi mirada. El noruego tiene un pedo bárbaro (como corresponde) y fuma

con unos amigos en la ventana. De golpe me asalta el miedo. Esta loca es capaz de

contarle lo que hicimos y el noruego, de arrancarme la cabeza. Ella por hacerse la

moderna con esa estúpida cuestión de ser sinceros en la pareja y él por puro vikingo.

Pero eso también me tranquiliza, si él lo supiera yo ya estaría con la nariz reventada y


gateando por el piso. Como siento unas ganas irresistibles de tocarle el culo y meterle

un beso me doy cuenta de que yo también estoy ebrio. La hago dar un par de vueltas

en la pista, le sonrío y me retiro. Qué hermosas piernas... Siento que las voy a perder

pronto y que será lo primero que lamente perder en esta ciudad. Pelo oscuro y largo,

nariz prominente, de esas que denotan personalidad como dicen; labios ricos, ojos

verdes, pero sobre todo mucha actitud. Chica rockera con pose newyorkina pero con

un delicioso toque francés en sus vestidos y lecturas. Casi perfecta si no tuviera a

veces esa tendencia a menospreciarse que la vulgariza, ese reflejo punk que nos llevó

a masturbarnos mutuamente adelante de medio boliche. Pero no nos vayamos por las

ramas.

Mi compañero pica por la derecha y manda un centro. Encontró un JB inmaculado con

caja y todo. Le dedicamos unos buenos minutos apoyados en la mesada de la cocina. Hablamos en

nuestro idioma. De tanto en tanto es necesario. Como para reconocernos, reencontrarnos con

nosotros mismos. Sin máscaras o al menos con la más conocida de ellas, la más arrugada.

Enseguida se suman a la conversación los demás fanáticos de la bebida escocesa y la

charla llena de sobreentendidos que sosteníamos con D. se transforma en un griterío ameno en el

que se intercambian ideas dudosas. Resulta sencillo integrarse al grupo con el aceite de la malta,

pero cada vez más difícil reconocer los rasgos agradables; lo que queda es un choque de egos más o

menos civilizado según el lugar del que se trate. En éste caso en particular todo el mundo parece

salido de una publicidad. Está el diseñador de ropa junto al de los sitios web, un periodista

deportivo y dos o tres desconocidos que podrían ser cualquier cosa pero seguro que son

profesionales dedicados a seguir la fiesta a donde quiera que ésta vaya (una raza bastante común en

esta ciudad, como en todas las demás). Lo que nos une es un cierto sentido estético. Políticamente

correcto, socialmente decadente. Y qué horror el racismo y la corrupción, y qué pasó en Argentina,
un país tan rico... ¿Una línea? Sniff... Y que la colonización de América fue una masacre y que los

norteamericanos son unos monos con navaja... etc. Intento explicar el fenómeno argentino pero para

explicármelo a mí mismo. Siempre igual. Un misterio tan grande como yo mismo. Uno no se

conoce verdaderamente hasta no reconocer de dónde viene: un problema sin solución. Estos tipos se

están poniendo pesados. Me deslizo detrás de otro amigo que pasó junto a nosotros. Detrás mío

viene D. que me ilumina susurrándome al oído: “París, ciudad de palomas y cuervos”.

VII
La fiesta ya llegó a ese momento turbio en el que los que quedan comienzan a arrojarse

unos sobre otros. “Dejarse caer” sea tal vez una expresión más adecuada. Los dueños de casa

desaparecieron. Hemos quedado librados a nuestra histeria. Entre el fragor de los últimos

movimientos desesperados alcanzo a divisar a la joven estudiante de periodismo a lo lejos. Está

bastante entonada y acaba de sacarse a un tipo de encima. Me abalanzo y no sé cómo, la saco al

balcón. La orgía comenzará sin nosotros.

Para terminar con bombos y platillos podría decir que es hermosa, que sus senos se

hacen evidentes tras la delicada seda del vestido, etc.; pero no es cierto. Aunque recuerdo haber

pensado antes que no estaba nada mal, ahora comienzo a dudar de su belleza, de vez en cuando su

rostro envía una promesa pero con una falta de confianza sospechosa. ¿Sus pechos? Son de tamaño

mediano y resultan graciosos gracias a la ausencia de corpiño. Tintinean detrás de un suéter rallado

medio hippón. Finalmente, con los techos negros de París extendiéndose a nuestro alrededor, soy

todo menos romántico, veo borroso y la beso.

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