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mantiene en vilo a los oídos, mientras las imágenes se suceden en silencio rebotando contra las
paredes del salón comedor. Juan observa las piernas de Sulma que se proyectan desde el sillón de
muselina. Sus rodillas están unidas, sus pies contraídos. Sus dedos gruesos y de piel callada se
rozan y acarician. Juan aparta su mirada y se sumerge en la luz amarillenta de la cocina. Del rostro
de Sulma, enrojecido en la mejilla izquierda, se escapa una lágrima que absorbe la luz y brilla. Juan
regresa con una pequeña pala de plástico rojo con la que levanta los vidrios reunidos al pie de la
mesa. Luego estira sus piernas y se sumerge nuevamente en la luz dejando el rastro blanco de su
Las manos de Sulma se abrasan mutuamente, una y otra vez, de distintas maneras: constata
cada una de sus articulaciones. Dos anillos delgados, uno de oro y el otro de plata con una piedra
que recubre sus ojos, observa los profundos trazos que surcan la piel de sus manos. El polvo del
delineador comienza a opacar la lágrima. Sus zapatos negros de taco alto, deformados por el uso,
están a metro y medio de distancia, cerca de la mesa, donde se los quitó al llegar. Su vestido azul
con encaje negro se arruga bajo la presión de sus brazos temblorosos.
flotar sobre la luz amarilla. Sus brazos, con los puños cerrados, apuntalan su cadera. La luz del
televisor lo ilumina a su antojo, recortándolo en azul. Sulma se incorpora lentamente sin dejar el
sillón: se apoya sobre sus codos y se sienta recta. Separa sus pies y aprieta sus plantas contra el piso
frío de gastados azulejos blancos y negros. Vuelve a mira sus zapatos, allí donde los dejó al entrar,
cuando prendió el televisor por reflejo. Apoya un pie sobre el otro, protegiéndolo del suelo helado,
y el de abajo lo apoya sobre uno de sus flancos; no puede separar sus manos. Posa la mirada en sus
rodillas, las encuentra bastante más gruesas que en otros tiempos. Juan avanza en la habitación. De
su brazo derecho cuelga la manga desabotonada de su camisa. Toma el respaldo de una de las cuatro
sillas que rodean la mesa desde hace años, la levanta de donde había caído y se sienta. Desde la
oscuridad azulada, intermitente, Sulma observa el humo de un cigarrillo recién encendido. Hacia
ella apuntan las lustradas puntas de los zapatos negros de Juan, en donde se juntan varios brillos
suaviza. Juan observa la cabeza inclinada de Sulma, con los rulos que tanto trabajo le dieron y que
ahora, desarreglados, generan un halo brillante sobre sus cabellos de cobre. Sus ojos se clavan en
algún lugar del piso delante de ella. El rimel se desmorona. Sus manos están apretadas. Nunca la
había golpeado.
Al fondo, en la oscuridad, se abre una puerta. Una pequeña cabellera enmarañada se asoma
con la lentitud del sueño. Unos pequeños ojos achinados luchan contra la intermitencia azul y la luz
amarilla.
Sulma se levanta y apresura el paso hacia el niño mientras barre las lágrimas con su
--“¿Te despertamos querido? Vamos a dormir que mañana hay que levantarse temprano.”
El niño murmura algo.
--“Se rompió un vaso nomás.” Su madre le contesta mientras acaricia su cabeza, luego lo dirige con
una mano bien abierta apoyada contra su diminuta espalda y se interna en la oscuridad tras él. Juan
reconoce esa mano fuerte y graciosa. Tira otra áspera pitada de su cigarrillo, mientras arrea unas
I
Si tuviese que irradiar algún pensamiento. Si eso fuera necesario para alguien. Me
inclinaría por mentir. Transmitir el reflejo de algo que no tengo. Sé los peligros que esto implica: mi
desaparición detrás de la pared del baño. Digo esto porque recuerdo cómo, una y otra vez, me
entusiasmé con la idea de encontrar un agujero detrás del espejo del baño; un agujero que podría ser
tanto cámara como ventana. Pero por desgracia, cada vez que alcancé a espiar detrás de algún
espejo sin romper nada, siempre me encontré con los mismos azulejos que forraban el resto del
baño. En general sin el brillo de sus compañeros, recubiertos por una fina capa de polvo u
oscurecidos por los hongos, hijos de la humedad estancada. Nada extraordinario, otro tipo
obsesionado por lo que oculta un reflejo; otro tipo buscando trascender el objeto, como si lo que es
matase. Porque justamente si existe una instancia inocente es la del reflejo, la de la transmisión
Me recuesto en mi baño de inmersión. Cierro los ojos hasta convencerme de que el aire es
agua y el agua, aire. Pero mi cuerpo no duda de la humedad y me lo hace notar siempre, justo a
tiempo. En otra época, en ese mismo estado de flotación invertida tuve el primer sueño de mi vida.
Allí estaba yo, en algún lugar, vivo. Un presentimiento a mi imagen y semejanza. Caminaba sobre
baldosas rayadas con ese físico estúpido que me caracteriza. Pies adelante, espalda hacia adentro y
cabeza descarriada; un ave sin alas en eterno carreteo. Con la misma torpeza cargaba mis libros
dejando que asomaran por mis bolsillos. Avanzaba lento, leyendo a discreción, defendiéndome de la
ceguera con trazadoras fugaces que se tragaba la noche. Pero en la plenitud de esa inquisición del
espacio, fui sorprendido por un interludio fascinante: Eugenia. Una auténtica bomba atómica; un
cuerpo pequeño pero con una energía que deformaba todo a su alrededor. Juraría que sus ojos me
miraban con cierto interés. Tal vez intuía que nunca me atreví a masturbarme con la fantasía de su
cuerpo; como para no manchar la imagen idealizada que tenía de ella, o por pura superstición... (No
sólo mi físico era estúpido.) Lo que siguió fue la revelación, la humillación romántica, y el primer
corte de rostro monumental. Los verdaderos objetos de fascinación desean vernos sangrar (debí
masturbarme en su momento). Y desde entonces se ejecutó una y otra vez la misma fórmula: detrás
del reflejo que me enamoraba, dos ojos enormes y brillantes saboreaban mi torpeza. Nada
extraordinario tampoco, lo que se dice: el desengaño. Pero creo que dentro de todo tuve suerte, sólo
perdí un ojo.
II
Toda transformación implica un cambio de estado. Por lo tanto, lo que pasó a ser otra cosa
fue mi ojo izquierdo. Sucedió que, luego, con mi rostro chamuscado por la vergüenza, me dediqué a
diluir de a poco las esperanzas para endulzar mi aburrimiento. En otras palabras, me acomodé en la
hamaca paraguaya que sin necesidad de salir de casa me enseñó las virtudes de la lengua, el roce y
la penetración. (Aunque creo que me robaba algunas cosas, aquí y allá.) Un culo colorido que
engullía mi pene con una desesperación, creo yo, a veces racista, y que me abrumaba de confort
entre olores a encierro; con un vestidito rosa de tela barata que me excitaba más por la intención de
uniforme que le imponía mi madre. De ahí salí sólo con algunos arañazos. Las hamacas luego
fueron de madera, con cadenas incluidas cuando me animaba; levantadas en plazas y boliches como
las de todo el mundo: intratables, públicas y con ese chirrido metálico que solo sirve para producir
un buen escalofrío. Fue entonces que comenzó a llover. Duró meses y meses. Una pequeña nube
personal me perseguía como a un dibujito animado: donde quiera que fuese, la lluvia solo caía sobre
mi cabeza. Bebía. Comencé a ver borroso con regularidad y afecto. Mi tacto apenas llegaba al
chiste: dejé de sentir la carne detrás del líquido. Disfrutaba ver los colores como estrellados sobre
papel secante.
III
Lo conocí sin darme cuenta en un bar. Era flaco y espigado. Recuerdo que me atrajo porque
parecía tan seco como un libro viejo. No quiero recordar su verdadero nombre, pero sí recuerdo que
tarde, influenciado por la lectura de los mitos griegos. Sabía mucho, había estudiado y yo lo
fustigaba con envidias. Su tranquilidad cavaba un pozo profundo alrededor mío. Recuerdo que
nunca quise cruzar la línea por la que parecía desplazarse con aplomo. Lo conocí parado junto a mi
brazo derecho y siempre lo mantuve allí, cuando caminábamos, nos encontrábamos o bailábamos en
algún boliche. Como para mantener en pie la línea imaginaria que nos separaba. Sabía, por alguna
razón, que debía protegerme de él. Es difícil ilustrar ahora la fuerza con la que su figura me atraía,
ya no se trataba de fascinación sino de una sólida necesidad, tan férrea como el hambre. El vértigo
de sus peripecias interestelares me llenó de espanto cuando comprendí que estaba dispuesto a
seguirlo. Dispuesto a arriesgar la poca razón que me quedaba en un simple vuelo de moneda entre la
sensualidad, sus manos, con las venas saltonas debajo de su piel curtida, ya no remitían al papel o a
la madera, sino al frío rústico de la piedra. Colgando de la más ácida confusión, me levanté y me
fui. El sol hacía brillar la mugre del asfalto y a mi cuerpo que lo buscaba. Agradecí su rugosa
calidez, abracé el poste de luz con papeles arrancados, lamí el ángulo recto que une a la calle con el
cordón. Tenía que reconciliarme con las superficies, con las texturas. Me llevó varios días llegar a
casa. A cada paso me topaba con una nueva piel de la ciudad para saborear. Las paredes, las rejas,
las bolsas de plástico, el colchón que puede ser la basura (aunque lleno de peligros), las telas, los
metales, los perros, las ratas, los flujos rancios y las alfombras en los que se mezclan y añejan; las
gomas, el vidrio, la sangre oculta. Una vez en mi departamento la sucesión de procesos a seguir
resultó inevitable. Todo debía caer como por la catarata escalonada que era mi razón resquebrajada.
El objetivo era el equilibrio; y el camino, acceder a un único punto de vista, tal como reza el tacto.
IV
Comencé por sumergirlo en alcohol, cada vez menos diluido en agua. Fui perdiendo poco a
poco la visión. De a pequeños ardores fui preparando el gran golpe. La cortina borrosa regresó, pero
esta vez la esperaba. Y cuando un agudo dolor vibraba en la parte de atrás de mi cabeza, llamé a una
ambulancia, me vendé el ojo sano, tomé un cuchillo y apoyé su filo sobre la superficie algo reseca
de lo que ya mis dedos percibían como una pelotita de ping pong; y en esa posición, a ciegas,
avancé hacia dónde, sabía, se encontraba una de las paredes. Esta me sorprendió llegando antes,
como me lo había imaginado. El ojo estalló como un huevo apenas cosido. Una gelatina tibia cayó
por mi antebrazo izquierdo. Me agrada decir que caí con la conciencia de los dioses. Pude sentir
como mi nuca rebotó dos veces contra el parquet del piso, incluso recuerdo haber sonreído.
Claro que me hospitalizaron. Pero no para sanar mi ojo (eso ya no tenía arreglo), sino para
arreglar mi cabeza. Mi familia se ocupó de todo, yo pasé a ser un enfermo mental con todas las de la
ley. Y el primer paso para curarse decían, era aceptar la enfermedad. Dejé de beber y de frecuentar
gente extraña como dice mi madre. Tomé aplicadamente todas las pastillas que me recetaron. Me
reincorporé tranquilamente a la sociedad de las personas bien. En fin, hice lo que querían que
hiciera. Pero íntimamente aún hoy, en mi baño de inmersión, sigo sospechando que los médicos no
saben realmente de lo que están hablando. Preferí no decírselos en aquel momento pero está claro
que han perdido la capacidad de interpretar el mundo con todos sus sentidos, como una sola cosa,
no pueden ver con la piel. Creen que lo que hice fue un atentado contra mi salud, no comprenden la
virtud de la poda. Justamente ellos, que deberían saber perfectamente lo que significa amputar una
No parecía ser posible agujerear la pared sin que el revoque blanco saltara a pedazos.
Estaba claro que no se trataba ni de la mejor de las paredes, ni del mejor de los taladradores. Algo
detrás de la primera y tierna capa de material –que se dejaba atravesar sin dificultad–, detenía
percutor no fue la mejor de las ideas. Lo que fuera que hubiese detrás, lo resistió sin problemas y en
cambio su antebrazo no fue lo suficientemente sólido como para mantener el taladro fijo siempre
sobre el mismo punto. Ahora, delante de él, en lugar del cuadro que compró (hace un tiempo ya) en
una pequeña galería de Belgrano, se extiende un horrible cráter, ovalado y vertical. Con un centro
perfecto pero que no es lo suficientemente profundo como para poder introducir, suavemente, el
tarugo liberador.
Su mujer lo mata. Sin tarugo y por lo tanto sin tornillo, la posibilidad de colgar el cuadro,
aunque no sea más que para ocultar su torpeza, se desvanece descubriendo un drama.
Pero basta con una idea para que el hombre logre relajar los músculos de su mandíbula, y
decide, muy satisfecho con su ingenio, hacer otro agujero pero un poco más arriba del anterior. No
tan cerca del primero como para que no se unan contra él en una sola e inmensa herida en la pared,
pero tampoco tan alejado, como para que una vez colgado, el cuadro alcance a cubrir con su
extensión toda la superficie del cráter –el cual, mientras urdimos estas cavilaciones, permanece
Pero paremos un poco la mano, no todo es su culpa… Luego de una pausa y al grito de
“Esta pared es una porquería”, se lanza de nuevo a la carga tras el bélico slogan, armado ahora con
Como antes, la mecha dejó de avanzar el encontrarse con el duro material oculto. Ahora
simplemente la retira. Se dice a sí mismo haber aprendido la lección: no intentará luchar contra ella,
verá de arreglárselas con la poca profundidad alcanzada. Por supuesto, al meter el tarugo
empujándolo con el pulgar, éste, al tocar fondo, deja buena parte de su plástico gris sobresaliendo
del cráter –al menos ahora puede decirse que se trata de un cráter colonizado. La operación requiere
un cambio de instrumento. Un viaje a la cocina y luego comienza a serruchar el sobrante del tarugo
al ras de la pared con un cuchillo Tramontina de dientes triangulares. La sencillez aparente con la
que comenzó la extirpación lo llevó, en picada, al entusiasmo. Así fue como la aguda punta del
cuchillo, gracias a un sólo movimiento hors norme, se clavó en la pendiente Este del cráter e hizo
saltar otro gran pedazo de material. Cerró sus ojos apretándolos con fuerza, como si intentara
incrustarlos en su cerebro. A partir de ese momento continuó su trabajo ciego y justo antes de
terminar, un roce con la dentadura de acero inoxidable le produjo un pequeño corte junto a la uña de
su índice izquierdo. No se detuvo ahí y cuando acabó, por fin, de amputar al tarugo, una generosa
gota de sangre se estiró sobre la pared, entre la frontera Sur del cráter y el piso.
Enervado por segunda vez en tres minutos, hizo vibrar el cuchillo en el aire por unos
segundos con su mano apretada, para luego lanzarlo contra un rincón del cuarto. El cuchillo saltó y
rebotó en varios brillos. El dedo a la boca y de vuelta a la cocina para humedecer un trapo.
Abrió la canilla y puso la punta de su dedo interrumpiendo la caída del agua. La sangre
manaba con un rojo intenso. Observó cómo se filtraba entre los trastos acumulados en el fondo
rectangular de la pileta. Sobre el metal de reflejos confusos, la sangre se diluía en el agua entre otras
“El gusto de la sangre también tiene un don metálico”, pensó como si hubiese descubierto la
pólvora, mientras dejaba caer gotas más densas sobre distintos puntos del caótico paisaje, que
amarillo y lo llevó hacia el chorro de agua para estrujarlo con ambas manos, casi se vuelve a
lastimar con el cuchillo que sostenía con tres dedos en su mano derecha. Lo apoyó sobre la mesada
con una lentitud retenida. Se contenía para no lanzarlo otra vez. Estrujó un par de veces el... ¿No lo
había tirado contra el rincón? Al cuchillo. “No, lo levanté antes de salir del cuarto.” ¿O no lo tiré
nunca?
Se sorprendió mirando absorto las coloridas figuras setentosas que adornan los azulejos de la
pared delante suyo, supuso que esa era la única década capaz de combinar un marrón barro, con un
anaranjado triste y un verde milico en los azulejos de una cocina. Volvió a bajar la mirada hacia el
trapo. Con la misma cara con la que un boxeador de peso pesado hace sus cálculos impositivos, lo
sacó del agua y lo estrujó una sola vez para que conservara cierta humedad. Antes de salir, mientras
cerraba la canilla, volvió a mojar su dedo para llevárselo a la boca. Cruzó el living y por alguna
razón volvió a estrujar el trapo, mojando la alfombra persa que les dio su madre. Sin dejar de
chuparse le dedo lanzó hacia el techo una mirada asesina. Ni bien entró al cuarto se detuvo, dio
unos pasos hacia atrás y se metió en el baño. Encendió la luz chorreando un poco más de agua, se
dijo que después de todo era agua y nada más. Subió al inodoro y buscó dentro del mueble
empotrado en lo alto, revolviendo entre las cajitas de medicamentos, algo para cubrir la herida. En
el proceso, humedecía el cartón de unas cuantas cajitas inocentes y el de la caja más grande, de
zapatos, que hacía las veces de botiquín. Se dio vuelta girando únicamente el torso, para dejar caer
el trapo dentro de la boca abierta del bidet y bajó con la última Curita que quedaba; logró sacarla
gracias a la insistencia aguerrida de los dedos índice y mayor de su mano sana (el pobre paquete
En el camino de regreso a tierra firme, utilizó su mano herida para sostenerse del filo de la
puerta. Esto hizo que antes de que alcanzara con su dedo el espacio aéreo protegido por la superficie
ovalada de la bacha, una gruesa gota de sangre se estrellara dibujando una escuálida flor contra el
piso blanco y cuadriculado. Con el dedo goteando dentro de la bacha, limpió la sangre con la media
de su pie derecho mientras se felicitaba por no haber manchado la alfombra secante de gruesos
cabellos celestes –plataforma de aterrizaje y despegue de todos los viajes con destinación bañera.
De haber sido ése el caso, no hubiese resultado tan sencillo deshacerse de ella. Abrió la canilla con
los tres dedos y antes de volver a mojar la herida, utilizando los dedos gordo e índice como pinzas,
hizo una fuerte presión unos milímetros al lado del tajo. Deseaba ver si su dedo era tan exprimible
como un limón o una naranja. No lo era, al menos no hasta ese punto; y lo único que sazonaba era
la neutra y helada cerámica celeste. De todas formas, como pretendiendo agotar la herida, continuó
por unos instantes. Luego lo introdujo en la ondulante caída de agua; pero lo que cayó de su mano
fue la Curita, que quedó pegada a la humedad de uno de los costados de la bacha. Un hipócrita
“Gracias a Dios” se deslizó entre sus pensamientos: de haber caído en el fondo, donde el agua se
debatía para escapar por el agujero, la Curita hubiera quedado inutilizable. La secó frotándola
contra su pantalón y luego se concentró en la delicada operación de quitar los plásticos adheridos al
pegamento, pero no por completo como para poder usar sus extremos a la hora de colocar la Curita
(guiño tierno a ese procedimiento típico que resulta sumamente estilístico cuando es ejecutado con
dos manos, pero absolutamente necesario en el caso de contar con una sola).
Una vez redirigida la cadencia vertical del agua, imponiendo su mano derecha como
pendiente giratoria para arrastrar la sangre a su suerte por el laberinto de cañerías del edificio;
rescató al trapo de la boca del bidet y se dirigió hacia el cuarto con una energía renovada.
Podía percibirse que la sangre que se estiraba más allá del límite Sur del cráter se oscureció
con el tiempo que había transcurrido. Al acercarse pisó uno de los papeles de diario que sobre el
piso intentaban contener los restos de revoque y polvo. Por una extraña reacción en cadena
conducida misteriosamente a través de las tensiones del papel, unas cuantas piedritas salieron
volando desde el gráfico que describía el derrotero de las principales bolsas del mundo para rodar y
esconderse debajo de la cama. Retiró su pie con cuidado. Pero a pesar de sus precauciones, otros
pedazos de revoque también supieron escaparle a la superficie del diario para poder deslizarse, a sus
sale. Con una fuerte respiración infla sus cachetes. Recién ahora reconoce que estaba nervioso. La
mancha desaparece. Pero observando desde distintas posiciones alcanza a percibir una diferencia de
brillo; allí donde antes estaba la mancha ahora hay un fantasma análogo que en algunos ángulos se
manifiesta absorbiendo la luz que entra por al ventana. Calcula que su mujer no lo percibirá. Y si
algún día lo hace, podrá tratarse de cualquier otra cosa. Tira el trapo sobre la cama pero
instantáneamente sale disparado tras él “¡la colcha!” que resuena en su cabeza con vos de mujer. Lo
levanta y lo devuelve a la cocina. Una vez de regreso toma el tornillo y lo introduce en el tarugo
Ahora, frente al mismo cráter se pregunta porqué eligió ése cuadro en aquel momento.
Sentado sobre el colchón sin sábanas, rodeado por un cuarto desolado recuerda cuando lo miraban
por primera vez con su novia. Eran ya esas épocas de cierto hastío. El comienzo del fin. No sabe
bien porqué pero hacía algún tiempo que se les había metido en la cabeza comprar cuadros de
artistas jóvenes pero esa vez, cuando entraron a la pequeña galería que se les cruzó por azar, los dos
quedaron fascinados por una imagen fotográfica ampliada: se trataba de un fotograma de la película
La Nave Va de Fellini. En él un tipo tira de los remos de un gran bote de madera transportando a un
enorme rinoceronte, tan gris como la tormenta que se cierne sobre ellos.
Después de levantar los papeles de diario, de pasar una escoba (también debajo de la cama),
se tiró sobre el colchón para mirar el cuadro. Recuerda que estaba sentado con la espalda apoyada
contra la cabecera –hoy observa el cráter y está apenas sentado sobre uno de los bordes de la cama,
con el cuerpo inclinado hacia delante. Cuando ella llegó, se acostó a sus pies exhalando el día
entero a pesar de que era sábado. En los últimos tiempos era usual que durante el fin de semana ella
“Lo colgaste, al fin”. Hacía un mes que estaba apoyado contra la pared, detrás de la puerta
de entrada al cuarto. “Se parece a vos...”. Ahora recuerda con una sonrisa la verdad que encerraba
aquella afirmación. Una pelada insipiente pero ya brillante, un codo bien afilado, la espalda
encorvada por el esfuerzo... Efectivamente había algo de él en ese tipo que intentaba navegar con el
rinoceronte. Lo primero que se le ocurrió fue que la tormenta efectivamente era inminente y
también que era ella quién debía tomar el papel ominoso del rinoceronte, pero enseguida corrigió y
aceptó que, en todo caso, ella representaba una muy pequeña porción de él. Que el rinoceronte era
algo mucho más grande y peligroso. Que estaba hecho de muchas cosas. Que era su equipaje. Ese
que nunca abrimos, el que ocultamos bajo la alfombra, detrás de la excusa del trabajo, detrás de la
ficción. Como el cuadro mismo: todo en él es ficción. El mar fue hecho con bolsas plásticas y
ventiladores, el bote nunca dejó de estar sobre la tierra firme y el esfuerzo que vemos es el de un
Recuerda que se quedaron allí, recostados unos minutos, observando esa imagen. Recuerda
que compartieron la cama, el cuarto, hasta diría el departamento entero, como hacía tiempo no lo
hacían. Pero ya les quedaba poco. En ese momento apenas alcanzaban a intuirlo, a pesar del alarido
El atardecer ya ha dejado que la noche ocupe el espacio. Sobre el parquet del living, junta
las últimas cosas que le faltaban, mira el piso y piensa que nunca volverá a ver esas maderas.
Repasa la lista en su cabeza, tal vez todavía esté a tiempo de dejar las llaves en la inmobiliaria.
Toma una última caja demasiado cargada y la aprieta contra su cuerpo con su brazo izquierdo, gira
la llave detrás de la puerta y mientras trata de evitar que la caja se desfonde, busca en la memoria
del celular el teléfono de la agencia. Así, y gracias a la ayuda indispensable de sus dedos meñiques,
logra correr la puerta de metal y subirse al ascensor. Luego de apretar el botón con el codo, recuerda
que dejó la luz encendida. Pero ya no importa. Mientras los pisos suben delate suyo, imagina esa luz
recortando su ventana contra el resto del edificio oscuro, mezclándola con las otras ventanas de los
otros edificios: debe ser la única que ilumina a un cráter en la pared de un cuarto vacío.
Siente que debería apagarla pero la caja se desfonda bajo su brazo y todo su contenido se
estrella contra el piso del ascensor. Levanta todo como puede y sale corriendo para llegar a tiempo a
la inmobiliaria.
Desde el placard
Rodeado por la oscuridad de la habitación, con el atardecer terminando más allá de las
ventanas, paseo sobre el filo del abismo del piso 20 sostenido por esa voz metálica, pequeña, que se
cobija en la cavidad de mi oreja sin otra raíz ni sentido, más que los otorgados por esa caja de color
Cada uno de los signos recupera toda su fuerza cuando la rugosa comunicación se termina.
Entre la oscuridad imperfecta, rasgada de luces que recorren el techo, todos los objetos y sus
sombras me parecen señales que debo seguir. Las pequeñas luces de colores que indican el lugar de
los aparatos eléctricos, las sombras duras que se dibujan en la pared, el placard repleto de ropas
bailarinas, los muebles, los libros y sus lomos. No puedo leer en la oscuridad. No quiero encender
nada. Todo me parece ahora con la virtud de lo mágico; las sombras son signos, marcas sobre una
superficie inasible que develan senderos ingrávidos, y sobre el espejo de contornos borrados, me
encuentro, y soy un niño. Flota delante mío, pequeño pero con mi mismo rostro.
Sobre el placard, una cruz, producto de la unión de dos delgadas sombras, me atrae como el
indiscutible punto por donde comenzar mi camino. Busco botones, puertas secretas. Debo entrar en
el placard. Algo como el miedo asoma con una vibración lejana, siempre pensé en aquel lugar como
el dominio de otro; no está diseñado para mi cuerpo, estoy incómodo, apenas hago pie sobre la
arena de los zapatos movedizos. Algunos, más duros, me hacen daño. Bajo deslizando mi espalda
contra la pared fría y me siento. Hago correr la puerta cerrándola poco a poco. El brillo cuadrado de
la ventana, del otro lado de la habitación, se hace cada vez más delgado. Sólo alcanzo a ver una
pequeña parte del cuarto. Cierro del todo. Ahora, la oscuridad me rodea y es completa.
Delante mío, un tímido brillo dorado comienza a llamear. Dentro de él se encuentra el niño,
con un pijama azul, con mangas y cuello rojo, el pecho es blanco y tiene la figura del Hombre
Araña en el centro. El niño lleva puesta la máscara roja del superhéroe, con ojos agudos y negros,
sin nariz y sin boca, con líneas negras cuadriculadas. Sus manos están abiertas, con sus pequeñas, y
aún así, arrugadas palmas hacia mí, como garras de goma, como flores asustadas. Su cuerpo es
compacto pero delicado. Está sentado frente a mí, apoyando su espalda contra la otra pared del
placard. Su brillo es opaco y cálido. Se saca la máscara. Ríe. Yo también. Cree que logró asustarme.
Quiere que juegue con él… No, quiere que haga algo. Que desaparezca, que vuele, que haga de éste
otro lugar, supongo que cree que tengo ciertos poderes. Miro a mi alrededor, hacia donde termina el
tembloroso brillo de su cuerpo, y la oscuridad lo domina todo. Presiento que hay algo o alguien
entre las ropas que cuelgan. La vibración del miedo vuelve desde un fondo geométrico. Quiero salir
hubiese quitado el tapón a la bañadera cargada de luz que era nuestro cuarto. Todos los contornos
que albergan al negro se van endureciendo de azul. Las pequeñas luces rojas y verdes, en las que
titila la vida de los aparatos, adquieren más presencia y se alargan a mi alrededor detrás de mis
movimientos inventados. Puedo producir látigos de colores en el aire. Puede, quizás, que esto sea
algún tipo de poder. Fijo mi mirada en el centro del techo, floto sobre los resortes abrigados del
colchón. La puerta del placard se corre suavemente. Mi pequeña cabeza del pasado se asoma,
juguetona, por sobre el horizonte de los finos rieles metálicos que dirigen a las puertas de madera.
Una de sus manos blancas se apoya sobre ellos. El niño atraviesa el umbral iluminado como si
percatado de su presencia aún. Avanza agazapado, tras la presa lúdica del susto. Yo juego el juego,
ese que juega al distraído. Observo el techo, reconcentrado en la sombra rayada de la persiana que
se deforma con las luces pasajeras de los aviones que caen, controlados, hacia la pista. La radiación
ámbar de su calor me indica que está llegando, lentamente, cerca de mis pies, junto al confín de la
cama. Ahí se detuvo. Cuando me incorporo para verlo, me golpea con su rostro desencajado y
manchado de lágrimas. Mi estómago parece caer atravesando los alambres y las telas del colchón
como una piedra ardiente que surca las entrañas. Llora en formas exageradas, como cuando se llora
para pedir auxilio a la misericordia del verdugo: hace estremecer todas las vísceras posibles, expone
abiertamente todas las deformaciones del rostro. Extiendo mi mano, y con dulzura trato de
brillo amarillento desapareció. Su boca de labios derretidos está abierta, su cuerpo carbonizado
estirado al pie de mi cama. No deseaba eso, ¿será éste otro de mis poderes? La fría vibración del
El escritorio delante mío sigue siendo duro. El olor se disipa como el humo. Nadie me pide
que lo haga. Pero tomo sus medias, largas, suaves y de opaca transparencia, porque deseo sentirlas
en mis piernas. Quisiera ser como ella, una, mujer. Tal vez, para recuperar al niño que perdí. A ella
también la perdí, hace mucho, no fue hoy, no, lo de hoy fue otra cosa. La luna parece un durazno. Y
los látigos de colores pueden rodearla, como a Saturno sus satélites. La figura que coloreo con sus
pinturas es mi rostro. Mi cuerpo atraviesa la habitación sobre el equilibrio precario de sus tacos
altos. Me acaricio como tantas veces lo hice con ella. Trato de no ser torpe pero mi imagen queda
retenida en el aire con cada paso; en sus diferentes posturas. Como el rouge que se corre
gradualmente. Yo le manché el cuerpo con el azul frío del asfalto, cuando mis manos la buscaron en
su cuello. Ella es otra, no la de acá. Su brillo fosforescente, quebrado, trina en negativo. El cuarto se
llena con el indefinido blancor que despide su carne. Me sumerjo en ese magma vaporoso y helado.
Un asesino en el placard:
Durante la madrugada del pasado lunes, el arquitecto Augusto Thompson fue hallado escondido en
el placar de su habitación, en un edificio del barrio porteño de Núñez, luego de haber confesado
mujer, de treinta y ocho años de edad y cuyo cuerpo fue hallado en la habitación principal del
departamento, presentaba claras marcas de estrangulación. El cuerpo del infante fue encontrado
carbonizado no muy lejos de ella, al pie de la cama matrimonial. Un fuerte golpe en la sien con un
objeto contundente y agudo fue lo que terminó con su vida. Los vecinos no se explican el macabro
acontecimiento. El portero del edificio declaró que el arquitecto estaba desempleado desde hacía
Mientras los uniformados descubrían con horror la escena del crimen, unos ruidos provenientes
del placard delataron la presencia del arquitecto que fue descubierto vistiendo prendas de su mujer
y presa de un ataque de histeria. Según los testigos, Thompson gritaba como un poseído: “¡Yo no
tengo poderes, yo no tengo poderes!”. Al cierre de esta edición las primeras pericias psicológicas
La luz solar, filtrada por la carne, le tiñe la visión de rojo. Unas manchas oscuras vibran
detrás del velo de sus párpados. A su alrededor, el viento hace sonar el espacio.
Abre los ojos: las ramas de los álamos se contorsionan sobre su cabeza sacudiendo el verde
exaltado de sus hojas sobre un fondo de aire celeste. La insistencia con la que el caño de la reposera
se le hunde en la carne justo arriba de la cadera, termina por extraerlo del dulce entresueño de la
siesta. Empujado por una ráfaga se levanta haciendo rechinar la estructura oxidada. Con un par de
pasos, los poros erizados de su piel le escapan a la fresca sombra del bosque alineado. Se toma unos
segundos y bajo el descanso cálido del sol observa, pacificado, el paisaje precordillerano. A pocos
metros a su derecha, unido a tierra firme por un cabo de plástico de puntas deshilachadas, un bote
de fibra de vidrio cuadrado y azul se balancea sobre las aguas del lago, que ondean apenas. Cerca
suyo se levanta un montículo de arena con una pala incrustada en una de sus laderas. Junto a él, otro
montículo pero de cantos rodados y también una mezcladora de cemento. A metro y medio de ella,
sobre un piso sin pasto, avanza con un paso cansino y luego vuelca la mezcla de la sustancia gris
dentro de una suerte de caja rectangular formada por cuatro tablas de madera que yacen
perpendiculares al suelo. Con un palo remueve el cemento y lo asienta al mismo tiempo que
Satisfecho con la densidad recorre los veinte metros de manguera para abrir la canilla. Delante del
bosque de orden artificial, un regador giratorio estalla hacia el cielo dibujando un arbusto traslúcido
cuyas gotas no tardan en abrir los rayos del sol en numerosas flores prismáticas. Desde la casa en
construcción, luego de un breve lapso de duda entre el hacha y el serrucho -sopesando las ventajas y
desventajas de cada instrumento con gravedad, el hacha en la diestra, el serrucho en la otra-, sale
finalmente empuñando el serrucho corto de dientes finos y punta cuadrada. Avanza por el jardín, se
dirige hacia el cuerpo de su mujer que permanece impasible, recostado sobre el pasto nuevo. Un
segundo de confusión y todo se sacude, como si la historia hubiese estornudado: su mujer parece
estar tomando sol. Pero a medida que se acerca los detalles lo tranquilizan. En primer lugar, el agua
que salpica su cuerpo no la hace reaccionar con su contacto frío y luego alcanza a ver la señal que
buscaba: la mancha pegajosa entre sus cabellos negros que refleja la luz con tonos enrojecidos.
Piensa que no tiene que pensar. Con riendas astronómicas su conciencia dirige sus
movimientos desde las cimas cercanas. Acerca el regador para que bañe todo el proceso. Se
manipula como un títere mientras serrucha el codo derecho, buscando la suavidad de los cartílagos.
A medida que los dientes de metal desgarran los músculos siente que su rostro se contrae
insólitamente, con una fuerza tan desproporcionada que se asusta imaginando que puede llegar a
sufrir una deformación permanente. Intenta relajarlo, pero no puede y comienza a moverlo como
El serrucho avanza y retrocede bajo el agua. La sangre es engullida por la tierra sedienta. Su
cara está cada vez más caliente, siente su piel gruesa y dura, le cuesta moverla. De todas formas,
sigue tironeándola para relajarla, siente como si hirviera en chichones que se inflaman para todos
lados. Se observa a la distancia, arrodillado entre carnes que se separan en salpicaduras rojas,
abriendo y cerrando su boca, estirando los labios, levantando las cejas, hinchando los ojos, abriendo
De repente el antebrazo se desprende y por reflejo lo aprieta abrazando con sus dedos la
Desde arriba, desde las cimas, la conciencia tropieza con una arcada dolorosa. Suelta el
miembro con asco y aparta la mirada mientras los jugos ácidos, como una ola que retrocede, bajan
lentos por su garganta. Traga toda la saliva que ahora le brinda su boca. Bebe el agua que lo baña.
Está completamente mojado y su remera blanca manchada con sangre. Decide quitársela y también
se saca el short de fútbol de tela brillante. Se desnuda por completo y patea las chancletas que caen
allí donde el pasto apenas comienza a asomar entre la tierra seca. Vuelve a arrodillarse bajo la
cúpula de hilos brillantes y en el mismo movimiento, como en una plegaria, remonta su conciencia
hacia las nubes. De lejos vuelve a ver cómo se separan el resto de las articulaciones y cómo la
sangre diluida en agua le recorre los brazos, el pecho y los muslos. Se siente mejor así, más
cómodo... Hay como una mayor intimidad, una desnudez que empareja.
Como para distraerse, se le ocurre que debe haber una forma para despiezar un cuerpo
humano así como la hay para el pollo o el ternero. Piensa que lo está haciendo bastante bien por ser
la primera vez y no puede evitar sonreír por la dimensión que adquiere el chiste ahora, rodeado por
La tensión de la carne, la dureza del hueso y el sonido seco de los tendones que se cortan ya
no repercuten en su propio cuerpo. Avanza, trabaja. El agua cumple bien su función y el serrucho es
un cómplice que no parece temerle a nada, con esa indiferencia propia de lo sublime.
Pedazo tras pedazo, lo que antes era su mujer se desordena ahora entre el cemento fresco.
Uno de los antebrazos quedó depositado con su mano sobresaliendo apenas por sobre la mezcla con
una llamativa delicadeza; los pies se encuentran en ángulos opuestos y miran los dos hacia la
derecha como si representaran un paso enorme y cuadrado; el torso un tanto descentrado hacia la
derecha forma una línea diagonal que divide el rectángulo en dos mitades; los muslos, a la izquierda
de éste y más hacia abajo, forman una ve invertida; la cabeza arriba a la derecha, cerca de una de las
esquinas... Parece una composición lo que descubre ahora dentro del rectángulo. Incluso comienza a
detenerse en ciertos detalles. Por ejemplo, reacomoda la cabeza para que su perfil se destaque
mientras simule estar descansando sobre su mejilla izquierda. Dobla una muñeca hacia adentro
abriendo sus dedos en abanico. Moja sus cabellos con el cemento, le pinta la piel de gris. Pero otro
color lo atrae: la sangre mezclada con el cemento se esparce en estelas violáceas y circulares,
dibujando ciclones y anticiclones en distintos puntos del gran rectángulo. Intenta trastornar lo
menos posible esas zonas y cuando no lo puede evitar restaura la fluidez de sus curvas dibujándolas
con su dedo. Se sorprende extasiado ante esta nueva versión de su mujer. Hay algo diferente que
nace entre estos pedazos de anatomía incrustados en el rectángulo gris. Un vértigo extraño aprieta
su vientre como una garra carroñera y el cielo que antes lo rodeaba parece derrumbarse. Sus ojos no
El plan consistía en lanzar el bloque de cemento en lo más profundo del lago, pero ahora le
resulta imposible deshacerse de su obra. Necesita tenerla a su alcance. Tal vez para corroborar la
muerte de su mujer cuando lo necesite o para saberla bajo su poder, o tal vez simplemente porque le
Prefiere esperar a que el bloque termine de secarse para tomar una decisión y lo tapa con un
plástico. El sol cae entre las montañas del fondo y una luz plateada cromatiza los colores del valle.
Una vez en la cocina destapa una botella y comienza a tantear el principio de la idea. Mira la
escalera de cemento sin terminar que baja hacia la bodega. Balanceando su cuerpo desnudo se
sumerge en la oscuridad con su vaso de vino para salir enseguida: la luz difusa del atardecer no
llega al recinto subterráneo. Se acerca a la gran mesa de cedro que domina la cocina y toma un sol
de noche de los que abundan sobre ella. Lo enciende y vuelve a la bodega. Decide empotrar su obra
en la pared del fondo. Esta le parece la mejor idea. Siempre quiso tener una bodega y ahora no se le
puede ocurrir decoración más adecuada. Además, insistiendo con su cinismo, arguye que siendo
subterránea, húmeda y oscura, la bodega es una suerte de tumba, de nicho, en el que los restos de su
mujer no tienen porqué sentirse fuera de lugar. Pero también se convence de que ya no se trata de su
esposa, aquella que tenía un nombre, una intensidad indígena en la mirada. Son sus partes.
Reconoce los dedos de la mano, el talón derecho, su perfil, sus pechos, incluso la pequeña
Obnubilado por ese cuerpo reorganizado no puede despegar su mirada del cuadro. En cada
una de las particiones reconoce un recuerdo. “Divide y triunfarás”: la frase maquiavélica se desliza
Luego de verificar la solidez del cemento regresa a la cocina. El frío de la altura termina por
hacer su efecto y va a ponerse algo de ropa. Aunque tenga todo el tiempo del mundo quiere
Desde hace dos semanas lo único que hace es vaciar botellas delante del cuadro de cemento
empotrado en la pared del fondo. Iluminado por la luz verdosa de los soles nocturnos que se
extinguen sucediéndose, comienza a recorrer un camino en reversa. Presiente una lógica oculta que
También retraza desde hace días el viaje al pueblo para denunciar la desaparición de su
mujer: había planeado declarar que nunca regresó de una supuesta excursión por el lago. En el
mismo sentido, viene relegando la programada zozobra del bote con algunas ropas de su mujer
dentro. Sabe que nadie lo sorprenderá con las manos en la masa aquí, en este rincón semiárido que
le pertenece y al que tanto buscó para perderse del mundo. Seguro de la contundencia de la soledad
monstruosidad.
A pesar de que el paso al acto haya sido brusco e inopinado reconoce en sus acciones
pasadas una cierta premeditación. Un proyecto inconfesado que de manera progresiva lo fue
separando de su familia, sus amigos y su ciudad para encerrarlo en la intimidad de la pareja. Evoca
cómo logró de a poco ir convenciendo a su mujer para que lo acompañe en su éxodo, cómo con su
discurso amoroso la fue aislando también a ella de todos los demás, aquellos a los que acusaba de
distraerlos a uno del otro. La búsqueda de la intimidad perfecta terminó por enfrentarlo a la muerte:
Ya no piensa en ir a la comisaría de Zapala para contar la historia que tan bien había
enhebrado en la reposera. Se encuentra sorprendido por la nueva situación. Lo que le produce este
cuadro es algo distinto de lo que había podido imaginar en otro momento, cuando soñaba con una
confrontación salvaje con la muerte. Se trata de otra cosa, otra forma de vida: monstruosa, mágica...
La luz de la lámpara a gas lo tiñe todo con la patética fosforescencia del ajenjo y proyecta
desde cada trozo de carne imágenes familiares, que se representan delante suyo con la brumosa
consistencia de los fantasmas. En los pliegues de la planta del pie izquierdo por ejemplo, que quedó
detenido en una posición un tanto contraída, la ve a ella entera replegando sus piernas sobre la cama
para ir adoptando lentamente la posición fetal, mientras llorar en silencio con el rostro oculto entre
sus cabellos y la almohada. En las líneas afiladas de sus canillas reconoce la bata de toalla blanca y
a ella en contraluz depilándose con una concentración de orfebre. También vuelve a oler el perfume
de la crema con las que las humectaba después de la ducha matutina. Manoteando el aire frío de la
bodega intenta atrapar su delgada cintura, como cuando la penetraba por atrás siguiendo con su
mirada el movimiento de avance y retroceso de sus hombros redondos. Le gustaba cuando lo hacían
así. Ver su perfil agitado cuando giraba la cabeza para buscarlo a él.
Sentir que ahora puede moldearla a su gusto lo excita. Se masturba mirando el rostro
petrificado de su mujer. La dominación de este nuevo mundo al que ha decidido entrar, el mundo
salvaje, hecho de dioses y animales y que excluye toda piedad, le produce una enorme alegría y un
vértigo que lo estimula. Pero sus ojos castaños no tardan en revivir y él vuelve a verla con odio, la
reconoce en ese instante en que lo miró con desprecio, con un desprecio imperdonable, un desprecio
que no soportaría en este lugar, en su tierra. Recuerda cómo perdió la cabeza cuando ella le dio la
espalda, cómo se dejó llevar por la furia. Cuando revoleó el martillo que llevaba en la mano, éste
trazó un recorrido perfecto que terminó al golpearla detrás de su cabeza, junto a su oído derecho.
Ella cayó como tocada por un relámpago. Mientras fuertes espasmos sacudían el cuerpo tendido, él
Allí se detiene, no puede mantener la erección. Los días pasan en una noche eterna bajo el
techo húmedo de la bodega, en donde vive y revive las mismas visiones. Las botellas se vacían
como si estuviesen agujereadas. Su razón se encuentra cada día más anegada por el alcohol.
Levanta una de las latas de conserva del piso. Se balancea con torpeza y su vista periférica ya no
existe. Come un poco de atún reseco con galletitas y luego manotea otra botella para destaparla. El
corcho se desprende con un sonido limpio que rebota contra las paredes en varios tonos graves.
Entre ellos se oye un murmullo distinto, como un aliento que surge de las piedras del muro. Queda
paralizado en le centro del cuarto con la botella en una mano y el abridor en la otra, como esperando
una confirmación. Pero el silencio es total y se dedica a volcar el líquido en su copa. Pero entre las
gargantadas acompasadas de la botella otro sonido se le clava como una aguja en el corazón. El
vino se derrama sobre la mesa y su cuerpo tiembla. No quiere darse vuelta, no quiere mirar el
cuadro detrás suyo. Escucha la voz de su mujer y ruega al cielo haber enloquecido. Pero no se trata
de un recuerdo, parece una ironía. Se tapa los oídos y grita como un animal: ruge. La voz de su
mujer desaparece. Como si despertara, mira a su alrededor y siente que el sótano es ahora una
trampa, comprende que tendría que haber seguido el plan original, que no debería haber dudado,
que en este nuevo mundo no hay que improvisar. Decide desempotrar el cuadro enseguida. En
medio de la noche y con un gran esfuerzo lo saca en carretilla y lo deposita en el bote de plástico.
Luego vuelve a la casa para buscar unas zapatillas de su mujer. En el camino recoge una botella del
piso y luego, bajo un cielo sin luna, se adentra con el bote en la oscuridad del lago.
Un viento fuerte arrecia desde el noreste haciendo olas y tiene que tener cuidado para no
perder la tumba de cemento antes de tiempo, quiere soltarla en el punto más profundo del lago. Pero
como la noche viste un negro estricto no logra calcular bien en dónde se encuentra. Se detiene y
mientras termina la botella decide esperar hasta ver algo que lo ubique. Entre los movimientos
bruscos del bote observa el cuadro-tumba. Está metido en diagonal, con uno de sus costados
incrustado en el interior del bote y el otro sobresaliendo por la banda de estribor, esto hace que la
pequeña embarcación se incline hacia la derecha. El peso del cemento hace que el borde se acerque
peligrosamente al agua agitada. De repente una ola un poco más grande que las anteriores rompe en
el interior. El susto logra despejar los vapores alcohólicos que lo adormecen y decide lanzar el
cuadro por la borda sin perder más tiempo. Imagina que el diablo pretende asustarlo.
Tambaleándose se acerca del rectángulo de cemento y comienza a deslizarlo por la borda. El bloque
está a medio camino cuando otra ola le cae encima y bajo la presión de su peso el bote zozobra.
Luego de un primer golpe helado que apagó su cerebro por unos instantes, todo pasa a ser
calma, siente la presión del agua que se ajusta a su cuerpo y se da cuenta que aún está agarrando del
bloque de cemento y que éste lo arrastra hacia el fondo. Lo suelta y comienza a nadar en sentido
contrario. Estirando todo su cuerpo logra sacar la cabeza justo a tiempo para hinchar sus pulmones
embarcación. Entre un par de olas alcanza a ver algo que flota. Nada hacia él, pero a medida que
avanza, el bote se le disimula entre las aguas agitadas y la oscuridad. Sus brazos se cansan, la
desesperación y el miedo le consumen toda la energía. Decide nadar hacia la costa, despacio,
haciendo la plancha. Se ubica con relación al viento. Luego de un rato las olas parecen calmarse y él
a su vez con ellas. Gira sobre sí mismo para nadar con brazadas lentas y constantes. Pero cuando
sus ojos cerrados se enfrentan al negro absoluto, no puede evitar sentir el abismo helado que se abre
debajo suyo y como si se tratase del territorio de ella, el miedo asciende desde las profundidades
para endurecer sus articulaciones. Vuelve a nadar de espaldas para enfocar las estrellas. Pero ahora
ya no logra quitarse de la cabeza esa altura indefinida por sobre la que flota, imagina que su mujer
lo observa desde abajo. Que sus manos cortadas intentan atraparlo. Su dentadura tiembla y
oscuridad del mundo comprende la lógica que le da a todo su sentido sórdido y se sumerge en un
arranque de furia hacia el fondo. Busca encontrarse con ella para terminar de una vez por todas. Su
rostro pálido aparece delante de él, el resto de su cuerpo flota a su alrededor girando como satélites,
ella lo recibe con una expresión fría. Pero cuando ya estaba dispuesto a entregarse al pánico, algo
golpea primero su rostro y luego su antebrazo. La sorpresa le hace perder todo el aire que le
quedaba. Sus manos reconocen las rocas del fondo y rápidamente apoya sus pies en ellas para salir,
con un salto, disparado hacia la superficie. Nada con torpeza unos pocos metros y alcanza a hacer
pie. Justo antes de llegar a la costa se apoya sobre una gran piedra que sobresale del resto. Mientras
recupera el aliento, mira con ojos desorbitados el lago que casi lo traga. Una claridad plateada
comienza a llenar el paisaje. Tantea con sus dedos el golpe en su mejilla y los retira manchados de
sangre. Intenta mirar la herida en el reflejo del agua pero no puede. Busca su rostro, pero es inútil.
Un terror pesado le recorre la espalda, mira el agua a sus pies y lo único que ve es el reflejo
Siente como si cayera, pero parece como si el lago cayera sobre el cielo. Desde lo alto se
observa entrando al agua. Cómo ésta le llega ahora a la cintura y enseguida cómo su cuerpo
Mientras observábamos la evolución de las nubes en el cielo, la primera ola que llegó al
barco barrió con los pies del tripulante que se encontraba delante mío para mandarlo a dar con la
cabeza contra uno de los molinetes de la vela mayor, sobre la banda de estribor. Su gemido no
hubiese resultado tan aterrador si no hubiese estado enmarcado por la oscura tormenta que se nos
venía encima. Nos lanzamos sobre él con los estómagos atravesados por los relámpagos y la
adrenalina desorbitando nuestros ojos, una de sus manos intentaba detener la fuga de sangre que
manaba, en numerosos y delgados hilos, desde su sien derecha. Mientras lo atendía no pude evitar
detenerme en sus dientes blancos, observando sobre ellos el reflejo de los estallidos azules que
tajeaban el cielo. Cuando los busqué, sobre mi cabeza, me impresionó la rapidez y la tranquilidad
con la que la humedad gris que nos rodeaba parecía engullirlos. Otros gritos ahogados desde proa
hicieron que volteara, no había más referencias, todo era mar y bruma, el cielo había desaparecido y
con él nuestro sentido de la ubicación. Una segunda ola, más grande que la anterior, me golpeó de
costado y entre los torbellinos de agua me aferré al chaleco de nuestro compañero herido, mientras
aguantaba la respiración. Mi cuerpo, luego de perder contacto por unos segundos, volvió a golpear
contra la rigidez del barco. El dolor en mis nalgas me tranquilizó. Al levantar nuestras cabezas nos
encontramos los tres, el herido estirando su cuello y boqueando, y Manuel y yo esparcidos dentro
del cockpit, completamente empapados. Mis ojos se detuvieron en los de mi hermano que me
miraba sentado desde la popa, me observaba incrédulo: la situación nos sobrepasaba. Pude
incorporarme y levantar el cuerpo de nuestro compañero. Otro tripulante llegó para ayudarme.
Observamos rápidamente para ver si avistábamos alguna ola nueva y abrimos la puerta lanzándonos
al interior del barco. La sangre brillaba sobre su piel clara, su cuerpo temblaba en espasmos debido
a esa combustión particular que se produce cuando se juntan el miedo y el frío. El otro tripulante
parecía rogarme ser contratado como enfermera para quedarse dentro de la cabina, vi el terror en su
mirada y lo desprecié, pero era mejor así. Le dije que lo limpiara y luego se dedicara a detener la
hemorragia haciendo presión sobre la herida con remeras limpias. Golpeé la puerta y esperé entre
los rugidos de la tormenta la señal para salir. Alguien abrió y un baldazo de agua me golpeó de
frente. El barco comenzaba a tomar ángulos desproporcionados. Me tiraron un arnés por la cabeza.
Todos se estaban atando a la cubierta; aunque después me lo negaron estoy seguro de haber visto a
Manuel atándose no mucho más lejos de donde había caído. Yo hice firme mi arnés más hacia proa,
una rápida intuición, cercana al pánico, me hizo gritar con una energía inapelable que debíamos
retomar algún control sobre el barco, las olas nos tenían a su merced y parecía que jugaban con
nosotros mientras decidían en qué momento nos harían dar una vuelta campana. Recuerdo también
que Manuel me miró en ese momento, que un hilo de agua colgaba desde su mentón dibujando una
curva sobre el viento, y que asintió con la cabeza. Arrastrándome por la banda de babor avancé
hacia la proa para intentar desenrollar un poco la vela, varias veces perdí el contacto con la cubierta
cuando el barco se hundía, olvidándome en el aire, más o menos, a un metro de altura. Mi mano
acostumbrarme, sólo faltaba saber que las olas no nos voltearían en cualquier momento. Avancé
sobre la cubierta resbaladiza y aprovechando uno de los cabeceos de la proa logré darle una vuelta
con el cabo del arnés a una de las cornamusas para ajustarme al casco. Comenzaba a temer por la
resistencia de mis brazos. Al tiempo que desde el cockpit cazaban la escota, yo iba filando el retén.
El barco vibró con las primeras rachas que inflaron al pequeño Tormentín y toda la arboladura se
sacudió con violencia. Grité que había que correr con las olas, el barco viró sobre su eje y las olas
dejaron de golpearnos, comenzamos a navegar junto a ellas. Y entonces todo cambió: interminables
filas de olas se alineaban con nosotros como bestias marinas con sus lomos erizados, abarcándolo
todo hasta donde el borroso horizonte nos permitía ver. Ruidosas, mortíferas, alegres y soberbias.
En esa loca carrera creí sentir por primera vez la más pura felicidad. Hoy ya no sé si no fue un
sueño. O si no fue exactamente así. Tampoco sé si fue un momento o fueron varios. Ya no importa.
Dijeron que Manuel no sobrevivió a aquella tormenta, pero nunca les creí. Recuerdo perfectamente
que era él quien tiraba de la escota. Recuerdo que se había atado a la cubierta... Estoy harto de las
mentiras.
Pienso que al fin, ahora que le apunto a mi mujer con el revolver, llegué a mi límite. Sus ojos me
miran bien abiertos y por alguna razón me recuerda a aquella cara de Manuel. Pero el olor de su
cuerpo me resulta ahora insoportable. Mi estómago abriga relámpagos, cabalgo olas enardecidas,
sus pies... Conocidos hasta el detalle... Su camisón… Está asustada sobre el colchón. También
tiembla aunque trate de disimularlo. Un atisbo de valor -supongo que tras mi duda-, parece barrer su
mirada. De golpe deja de mirarme, como si yo ya no importara. Se arrastra sobre las sábanas y se
sienta del otro lado de la cama. Ya está: me enfurezco a propósito. Aprieto el cañón contra su sien,
la volteo sobre la cama tomándola de la nuca, intentar golpearme y dejo que lo haga, no me hace
daño, aprieto más. Comienzo a sentir con placer la vibración de su miedo entre mis manos. Le meto
el caño del 38 largo por el culo, no es tan sencillo. Parece como si la atravesara con un cuchillo.
Ahora sí grita y llora. Ahora sí siente la tormenta. Una tormenta que rebota contra cada una de las
paredes de nuestro cuarto. Ella tiembla y yo también, pero como transportándome. Su espalda
estalla de golpe, dividiendo su columna vertebral en dos y sus piernas se apagan. Sentí la bala pasar
cerca de mi nariz. La pared y el techo están salpicados. Toda la electricidad del planeta parece pasar
a través de mi cuerpo en un instante. El agujero en su espalda tiene los bordes negros y aún sale un
delgado y sinuoso humo blanco de su interior. Está viva y todavía no sale tanta sangre como
sangre sobre la cara y el pecho, la siento pegada a mi piel como si se tratara de una segunda piel,
pero sintética. Voy a la heladera. No quería matarla así, fue muy desprolijo. Siento algo de frío
mientras el agua helada baja por mi garganta. No quiero sentir frío. Tomo la latita de benzina del
cajón y vuelvo a la habitación. Rocío la cama con su chorro delgado, dibujando bucles arabescos.
Tiro más ropa sobre ella y termino de vaciar la lata. La hoguera comienza azulada y tímida, para
enseguida ir creciendo de a poco. Quiero mirarla a los ojos mientras arde. Ella sigue intentando
gritar, lo había estado haciendo desde el principio pero creo que desde su interior desgarrado no
logra generar la presión suficiente para lanzar el aire a través de su garganta. No puedo sostener su
mirada por mucho tiempo. Si no amara tanto a mi hermano todo esto tal vez no hubiese pasado.
Pero lo amo. Desde que nos bañábamos juntos en casa de mi abuela. Desde que descubrimos el
placer juntos.
El vaso largo de mi madre sube y baja mientras camina por la habitación. Sus pies descalzos me
resultan groseros sobre la alfombra de pelo blanco. Su cara ya tiene la deformidad de dos Gin
Tonics. Habla con desprecio, escupiendo las palabras. Manuel y yo estamos sentados sobre el sillón
del living, uno junto al otro, firmes y atentos a lo que se nos venía encima; éramos dos niños
demasiado aplicados. Papá se fue, no vuelve más. El mundo se parte y Manuel llora con la
desesperación de un recién nacido. Con mis catorce años observo el patetismo de mi futuro: la
alegría que rodeaba a mi padre desaparece, las reuniones, la gente arreglada, los perfumes... Con
ellos se van la violencia y cierta seguridad de doble filo. Siempre fue un verdadero hijo de puta,
pero sin él la vida dejaba de ser la misma. Quedábamos en manos de nuestra madre alcohólica y
para colmo, ahora, abandonada. Ya podía sentir cómo su doble patetismo se me pegaba a la piel.
Pero no podía llorar. Me acerqué al cuerpo de Manuel. Lo abracé, me dolía la angustia que
derramaba su boca. Le besé la frente, luego la nariz, toda la mejilla salada y húmeda, sentí como su
cuerpo se calmaba con espasmos cada vez más espaciados unos de otros. El inclinó su cabeza hacia
atrás, apenas, como para dejar que sus labios se abran naturalmente, lo besé con toda mi alma.
Saboreamos la sal de sus lágrimas entre nuestras lenguas como un pacto de soledad.
Con qué cara nuestra madre debía estar mirándonos en ese momento, tan solo puedo imaginarlo. Lo
que sí sé es que comenzó a gritar como loca, que ensayó un par de pasos hacia nosotros con la
torpeza más aplicada y que mientras nos comíamos la boca cayó sobre la mesa ratona rompiendo el
Unos cuantos años antes, mientras me bañaba con mi padre, vi por primera vez una erección. Se
puso colorado y dijo que el agua podía excitar a los hombres tanto como una mujer hermosa. Al
principio me asusté, luego no podía dejar de mirárselo. Mi padre se dio vuelta y dijo que ya no haría
falta que nos bañáramos juntos. Cuando Manuel entró en la bañadera no le dije nada. Papá salió y le
pregunté si nos podíamos quedar un rato más jugando con los muñecos que había traído mi
hermano. Hoy me gusta pensar que aceptó desde una inconfesable complicidad. Cuando nos
quedamos solos le conté. No podíamos dejar de mirárnoslos, uno el pene del otro. Uno de los chicos
del colegio se había hecho el canchero con una historia bastante misteriosa sobre tocarse el pito. Le
vapor entraba por mi nariz con una fuerza extraña. Mi pene comenzó a crecer, me asusté, parecía
estar succionando toda la sangre de mi cuerpo, Manuel se reía, yo temía desmayarme. Todo a mi
alrededor parecía tomar otro color. Su mano iba cada vez más rápido. De golpe, con la dulzura más
grande del mundo, mi estómago se contrajo y un líquido aceitoso cayó sobre su pecho anaranjado.
Mamá no murió ese día. Pudo haberlo hecho pero el alcohol había hecho de su testarudez natural un
sólido embutido de deseos contradictorios, una masa inútil, rígida, absorta, invencible. Lo gracioso
fue que simuló, estoy seguro, la pérdida de memoria para no aceptar lo que había visto. O quizás
otra virtud del alcoholismo la protegió del peso de la realidad que se liberó delante suyo. La
cuestión es que seguimos con nuestra vida en ese departamento que poco a poco fue sintiendo la
escasez creciente de los lujos pasados. Un parquet brillante cada vez más rallado, una alfombra
blanca cada vez más manchada, las paredes empapeladas acusando, desde sus prolíficos
desprendimientos, el despojo. Poco a poco los años ochenta se pudrían para devenir los noventa...
El saqueo emocional que se desató en esa casa me vio como su mayor acreedor. Mientras crecíamos
aprendía a sacudirme la fiebre asfixiante de la noche tras el cuerpo de Manuel. Mi violento desierto
de emociones sobre su dulce y flexible musculatura. Después, llegarían el tedio del poder y más
El aire se hace espeso en el cuarto. El humo ahoga las luces de los veladores. Las llamas juegan con
Recuerdo aquellas luces, borrosas por el ron, y que nunca se escaparon de mi memoria, su rostro se
recortaba frente a ellas sonriéndome sobre el vertiginoso baile que nos unía. No dejaba de sentir su
delgado cuerpo entre mis manos, la firmeza tersa de su cintura, la belleza descarada de sus piernas
que parecían saber exactamente cómo rozarse contra las mías para hacerlas sucumbir. Su energía era
espeluznante. Recuerdo su vestido y sus zapatos perfectos. Esa noche no dejé que se los sacara, la
acosté así como habíamos llegado al departamento. Mientras nuestros labios se trenzaban en una
guerra de succiones y mordeduras la até, con algunas de mis corbatas, a los cuatro bordes de la
cama, estirando bien sus brazos. Las ligaduras de las piernas las dejé un poco más largas, como para
que parecía imantarse a su cuerpo, ella luchaba con placer. En ese momento Manuel entró al cuarto,
lo sentí detrás mío. Mi mano comenzaba a presionar el cuello delicado. Los ojos de ella se clavaron
en los míos. Cuando sus labios comenzaron a temblar aflojé un poco mis dedos, pero ella me
desafiaba con su mirada. Manuel comenzó a acariciar mi espalda en el mismo momento en que ella
alcanzó a verlo. Le dejé mi lugar mientras deslicé su vestido y comencé a comer sus pezones
endurecidos. Es como si la volviera a ver, ella abre la boca como para decir algo pero no lo hace.
garganta. Manuel está sobre ella y ella no puede evitar admirarlo. Manuel es hermoso. Yo me
deslizo detrás de ella, él la levanta un poco sujetándola desde la cadera, sus brazos se estiran aún
más aplanando sus axilas, juego con sus pechos y con su clítoris mientras él la penetra y le lubrica
el ano con su propio flujo. El se detiene para lamer mis dedos y su clítoris, toma mi verga y la dirige
al anillo contraído de su culo; ella intenta evitar que la penetre e incorpora su cuerpo tirando de las
corbatas, haciendo fuerza con sus muñecas. La risa de Manuel rebota en ecos cristalinos por la
habitación, con una ingenuidad que detiene instantáneamente el inútil intento de fuga. Su cuerpo
desciende, despacio, abarcando con lo justo mi miembro, y cuando ella comienza a sentirse más
segura de sus movimientos él vuelve a penetrarla. Los tres nos besamos. Por primera vez sentí mi
mismo abismo pero desde el cuerpo de una mujer. Y también resultó ser la primera vez que me dejé
Aprendí a vivir de los momentos: interpretar, sobre el resbaladizo y acelerado terreno de las
energías desatadas, de la belleza del caos, el punto justo para imprimir el poder y multiplicarlo.
Lo único que me hace perder la cabeza es la mirada de mi hermano. Lo veo ahora contra la pared
del cuarto. Manchado como yo. Desnudo. Pero su mirada parece más tranquila. Y decían que se lo
había llevado el río... Quiere salir. Quiere que salgamos. Que no vale la pena morir así. Agarro un
jean, una camisa, las zapatillas y salgo del cuarto. El humo es cada vez más denso. Cuando salgo
al pasillo y comienzo a bajar por las escaleras escucho ruido de voces y puertas. Alguien viene
bajando. Me apuro. Mi cabeza parece intervenida por una señal desconocida. Siento que me invade
un ruido extraño. Al salir descubro que no soy yo, que es el mundo el que se volvió loco. La calle
esta llena de gente. Todos golpean algo: cacerolas, sus tapas metálicas, botellas de plástico... No es
música, es un avance lento pero decidido. Me sumo a la corriente y me pierdo. Era tiempo. Todo
debía girar y ser succionado como cuando se tira la cadena del inodoro. Es hora de que el mundo
se derrumbe como las torres. Llegó la sagrada hora de la última fiesta, y vuelvo a ser feliz. Me dejo
llevar por el río yo también. Soy uno más en la masa de cuerpos erizados. Puedo sentir una sonrisa
través de los cuerpos. Cómo se intensifica en algunos focos. Me siento atraído hacia ellos. Son los
más violentos. Allí, un grupo de policías se encuentra rodeado por la gente, una jauría de rostros
rabiosos los baña de imprecaciones. No tienen a dónde ir, me sumo y hago que la gente avance un
paso más hacia ellos. Veo el lazo fosforescente que une a los otros conmigo. Avanzo todavía más y
me siguen. Los uniformes oscuros rebotan ahora contra la pared. Percibo su miedo y desenfundan
sus armas. El lazo se estira un poco cuando los demás retroceden y me dejan al frente, pero avanzo
con decisión tirando aún más de él. La selección natural de los más decididos acaba por
concretarse. En una segunda oleada quedo a un par de metros del primer policía. Me mira con dos
ojos desorbitados, me apunta con su arma. Su rostro se funde con el rostro de Manuel. Le sonrío,
Desde el silencio, un rumor de metales cansados activa la mañana. Mientras, el sueño fuga
lento hacia un recuerdo abrumado. Un colectivo se desliza sin gracia entre las calles arboladas más
allá de la ventana. Mueve sus manos y su piel le parece nueva. Un cuero que aún con la humedad de
la juventud, no tardará en suavizarse mientras se prolongue la mañana. Así comienza su día. Con la
boca difusa deseando, desesperada, la caricia de algún líquido caliente; con el abigarrado pellejo de
el tajante frío del piso. Tambaleando el peso su cuerpo sobre los pies desnudos, produce realidad
con cada paso, llega al living inundado por la luz del sol y ya no hay vuelta atrás.
Esta mañana algo positivo vibra en el aire, no sabe bien porqué, pero termina por
Últimamente le resulta muy difícil encarar la lectura completa del diario. Desde hace algún tiempo
todo lo que alcanza a leer son los titulares y algún que otro copete. Sólo lo exótico logra retener su
mirada ansiosa. “Dos niños birmanos de ocho años lideran la revolución (…) por tener la lengua
negra”, signo indiscutible que por aquellos pagos los señala como a verdaderas divinidades. En la
foto, dos niños fuman unos enormes cigarros armados, como para permitir la tranquilizadora
sospecha occidental de que de tanto fumar, no resulte descabellado que estos jóvenes guerreros
contengan, detrás de la fila de escasos y pequeños dientes, una lengua al menos oscura, sobre todo
(sigue interpretando) por la posible escasez de pasta y cepillo por aquellas tupidas selvas. Pero la
historia le resulta llamativa: esos niños con ametralladoras en sus brazos le producen una sensación
de extraña alegría que sólo yo percibo claramente. Para él es como un bulto bajo la alfombra.
Suele tener esas sensaciones. Hoy se levantó de buen humor y lo veo imaginarse, con el
dulce placer de la mermelada en la garganta, correteando por la selva, con una metralleta rusa en las
manos, sintiendo la adrenalina del fuego y la paz de la naturaleza, todo en uno, enmarcado por una
solemne confrontación con la muerte, la propia pero sobre todo la ajena, que remarca los contornos
de las cosas con el romántico fluorescente de la sangre. Intervengo: imagino una hermosa mujer
oriental, joven, entre los matorrales verdes de la selva, como si esperara ser penetrada; él la
transforma en una rehén, algo golpeada, tirada sobre un piso de cemento áspero, sus brazos están
atados detrás de su cuerpo, a la altura de los codos, una pollera sucia se quedó enganchada muy
arriba luego de la caída, dejando al descubierto una punta triangular de algodón entre sus piernas.
Imagina que se encuentra a su merced, que raspa sus rodillas contra el piso, que le teme, que
ruega…
Ah…, la sección de deportes, ya sé, ahora el fusil pasa a ser una raqueta; sí, esa Head anaranjada
que desea desde hace tiempo… Ahí está, la misma que usa Agassi. Y seguramente, de manera
distraída, buscará... Claro... Los resultados de su antiguo club de rugby: 26 a 17 contra San Andrés
(abajo). Y como siempre, a todo recuerdo rugbístico le sigue el recuerdo de aquel campeonato
frustrado y de las demás frustraciones, que son también un bulto debajo de la alfombra, pero con la
diferencia de haber sido sepultadas allí: como quien barre con las molestias; y la fantasía de volver
Tiene que empezar a ejecutar movimientos más prácticos: hay que trabajar. La ducha no le
parece un mal comienzo; es más, yo sé que no podría salir sin ducharse. ¿Cargar con dos días
completos sobre la piel? No, eso sólo lo puede tolerar durante algún fin de semana y gracias a un
particular buen humor. De eso, él parece comprender algo, como que alcanza a intuir la carga que
arrastra, y generalmente esa noche –luego de dos días sin sentir agua en la espalda–, no podrá
esquivar la depresión. En ese sentido, hay que decirlo, accede al prestigioso podio de reloj suizo,
como se dice. Quizás la única pieza de reloj suizo que le tocó. El resto: “moneda nacional” –como
se decía–, 37 millones de elefantes que se columpian sobre la tela de una araña. Un verdadero
milagro si se quiere...
No sé porqué se apoya contra la pared cuando orina, como si estuviese borracho en algún
bar. Odio esa falta de elegancia. Con sacudones enérgicos de su brazo atraviesa el límite que
impone la cortina de plástico blanca con espirales azules, tiene que correrla con autoridad para que
sus movimientos tiesos no compliquen la maniobra. El que sigue es el cuadro de su pie descalzo
entrando con coraje al frío del agua. Y luego, dependiendo de su humor: los aplausos estrepitosos de
Esto está mucho mejor. Cómo aceitan nuestra relación estas duchas matutinas. Es uno de los
pocos momentos en que se permite cierta claridad. Les resultará difícil imaginar como disfruto yo
de esto; sentirlo. Eso es lo que me queda, sobre todo hoy en día, que no se atreve a mirarme, ni que
decir de tocarme. Aquí se me hace necesario aclarar que no deseo conquistarlo. Sé perfectamente
que eso es lo que teme de mí, frente a lo importante de mi superficie y lo que oculto detrás de ella –
sobre todo por esto último es comprensible que intuya alguna amenaza latente; que algún día me
incorpore para abrazarlo hasta la asfixia. O si, distraído, se quedara dormido sobre mí… Pero no, yo
no quiero eso. Yo lo prefiero despierto y recorriéndome. Toda esa superficie tejida con tanta
paciencia. Se deben haber quedado pensando en la araña. Qué trágico destino el mío, y el de él por
supuesto.
Cuando sale de la bañadera, aprovecho y me hago felpudo, con pecesitos celestes, y toalla
también. Lo seco, absorbo el líquido que recubre su cuerpo, intento, como siempre, desnudarlo.
Concentrado en mis intenciones no me doy cuenta que sus ojos de gato me miran fijo a través del
espejo. Al verlo, mi reacción se hace torpe. Su mirada me intimida. Él lo sabe también, o más bien
lo intuye. Saca la lengua. Lo sabía… No, no está negra. Baja su cabeza mientras se cepilla los
dientes. Comienza a observar fijo, uno a uno, todos los reflejos que tiene a su alcance, como
pretendiendo multiplicar mi vergüenza: el de la canilla, largo y fino, los que se producen sobre la
base de las llaves de agua, invertidos y ovalados, y el de una sutil e interesante curva proyectado
desde un costado de la bacha de cerámica azul. Cuán perverso puede llegar a ser sin saberlo. Hago
El trabajo está primero ahora: a quién llamar, por donde comenzar el día; intento el sedicioso
“¿vale la pena?”, pero ya partió y debe estar eligiendo las medias. Me quedo un rato en el baño
porque a veces me agota. Cuando pasa, introduciéndose en su pantalón dando pequeños saltos
delante del marco de la puerta, aprovecho un resabio de energía y me lanzo tras él. Atravieso el aire
cálido que llega al raz techo desde la cocina. La taza sin mango, repleta de un café oscuro, le quema
las yemas de los dedos en orden sucesivo. Los varía para acostumbrarlos al calor o de no ser
posible, al menos para alcanzar a depositar la taza sobre el televisor del cuarto. Va a necesitar
alguna camisa…: la nueva. Es bastante liviana. La mañana es fresca pero el sol cada vez más
intenso. Sus zapatos son una verdadera mugre, eso sí. Debería comprar un par nuevo. Piensa en
unos de punta cuadrada hasta que la máquina de hacer entra en juego. Atisbo alguna esperanza.
Pregunta por el café, a él le parece muy bueno, sinceramente. Luego, ella hace las preguntas con las
que intenta ir esbozando el día que se avecina. El escarba, me hace cosquillas, empujo las
intenciones. Todo termina con el balbuceo de siempre estrellándose contra el parquet del piso, como
una catarata que se vacía: Sí... Sí, sí, claro, hay que hacer esto, eso y aquello... El dibujo va tomando
forma en una página del futuro inmediato, él agrega los trazos que ideó en el baño, el resultado se
torna pesado, agresivo. Al levantarse de la silla despliega una partitura de caricias para borronear
los proyectos. Parece sonreír en mi cara, tocarme. Pero sólo es para acomodar los desechos
arquitectónicos de la mancha, que es ahora la acumulación de los minutos por venir, detrás mío.
Una táctica en la que se recuesta para apaciguarse por un rato. Pero no es una cuestión de tiempo,
Finalmente, al menos, no estoy sólo con él. Desde que la mira de forma diferente,
hacia él. Sorprendido con las manos en la masa mientras escondía los restos de los mismos platos
rotos de siempre bajo la alfombra, sonríe desordenado. Sé que debo acudir en su ayuda. Se besan y
despliegan sobre la cama, el colchón amortigua su temblor tímido aún. No me apuro. Algunos
detalles de su cuerpo diferente me atraen. En su piel, su boca, sus pechos y sus delicados y atrevidos
pezones, en esa suave capacidad para la flexibilidad, descubro que existe alguien como yo. No
igual, pero alguien cuya ausencia comienzo a percibir. Intervengo: comienzo a tocar, a buscar.
Puedo sentir, mientras el temblor aumenta, que una figura crece delante mío y entonces veo, todos
nos vemos. Un instante de horrorosa claridad que estalla para desaparecer digerido por el miedo.
Pero los ojos, que retroceden lentos, dejan un trazo de huellas húmedas brillando sobre la piel,
Por suerte, para escapar honorablemente, no hace falta más que salir tras la excusa que es el
trabajo. Y él parte, dejando que el mundo lo inunde, para liberarse de esa horrorosa lucidez. Se me
escapa a mí también. Su velocidad me deja atrás. Lo sigo a unos pocos centímetros de distancia,
desfasado para quedar incrustado en el respaldo del último asiento del colectivo –el de la fila de
asientos individuales. Ahora lo que nos separa es una cortina de sonidos y vibraciones violentas (los
mismos metales cansados de antes pero que ahora, de cerca, resultan mucho más agresivos).
Observo su nuca, que es tan mía como de él, pero que quiero como ajena. Entre las intermitencias
del enorme motor destartalado, corroboro lo que imaginaba: asuntos del trabajo por un rato, y
pronto queda absorto por la imagen en movimiento que es la ciudad detrás de la ventana de plástico
verdoso. Ese juego también me seduce. Y cuando logro alcanzarlo, en algún semáforo, intento
aferrarme a esos rostros, esos colores, esas formas de caminar, esas vidas abstractas, vidas que lo
pueden todo. Luego, cuando la máquina arranca, la cortina de metal en ebullición queda detrás mío
y me recuesto sobre ella, hundiéndola apenas. Esos viajes son uno de los momentos en que más
hipnotizados, con la intención durmiendo sobre el regazo. Pronto sucederá lo de siempre, los
estallidos agudos del motor comenzarán a contagiar al cuerpo y de allí a la ansiedad y el miedo: hay
que hacer para sobrellevar el día, hay que ordenar, prever; diseñar tácticas sobre la arena del día de
cruzar la puerta de entrada del estudio, saluda, llega a su escritorio, y al sentarse parece estar
tomando su lugar en una máquina gigante como un aplicado fusible. Me aburro terriblemente. Él
me mantiene atado con el miedo a los demás, unos hongos grices que viene cultivando desde hace
meses. Me deja a distancia, golpeándome con lo razonable que son los hechos del trabajo. Oscurece
mi cuarto a fuerza de concentración. Pero también desde hace el tiempo que no le resulta sencillo
deshacerse de mí, todo tiene que ver con todo y su concentración ya no dura demasiado. Cada vez
más seguido lo sorprendo divagando, con la mirada perdida delante del texto que raya el monitor de
su computadora. Debe haber comenzado leyéndolo, pero ahora sus ojos siguen ciegos esas líneas de
palabras como si fueran rieles y durmientes eternos. Las mismas vías que utilizará para regresar
cuando sus fabulaciones se agoten. Piensa en una idea que acarrea desde el colectivo, piensa
también en su chica –nuestras chicas–, piensa en los distintos componentes disociados que
conforman su familia y se queda con la idea. Hace malabares con ella. Se siente inteligente o al
menos un poco más “vivo”. Le gusta. “El arte no es misterio, es energía.” “O quizás: el arte es
todo caso, saber que se ignora; que no es lo mismo. El secreto resulta entonces un marco de lo
oculto y no lo oculto por lo oculto en sí, lo señala. Y en esa compresión que ejerce el secreto sobre
el misterio, el secreto, que lo abarca, produce energía, y por lo tanto, arte; también.” “¡Claro! Como
el mago…” Alguien entra en la habitación, otro arquitecto que acaba de llegar. Saludos. Él regresa a
“Es cuestión de relajarse”, recuerda con una voz que no es la de él mientras franquea la
puerta de entrada del bar. Lo acompañan, como casi todos los viernes después del trabajo, el
maquetista del estudio y la diseñadora de interiores. Pobre, la diseñadora es tan insulsa que aunque
él intente adornarla remarcando su dulzura agradable la imagen resulta demasiado frágil… Ella está
enamorada de él, y él, a pesar del ligero intento de mejorarla exagerando sus puntos favorables, no
hace más que dibujar una caricatura con la que nunca se acostará. En cambio, con el maquetista la
atracción es más inmediata, se divierten, parece como si tuvieran un contacto real por momentos;
eso es lo que él piensa, aunque no tiene una clara idea de porqué se siente atraído por este tipo de
cabeza rapada, de sonrisa larga y plana y de ojos que desaparecen cuando ríe, a no ser por dos
pequeños puntos brillantes que permanecen, refulgentes, entre los párpados, como disfrutando la
tormenta de su risa. Piensa que lo atrae lo suficiente como para acostarse con un hombre por
primera vez. “Es cuestión de relajarse”, y le resulta gracioso cuando la cerveza acaricia finalmente
su garganta. Yo sé que no está enamorado del maquetista y él también lo sabe a su manera. Es como
si disfrutara de la inminencia de un amor imposible, como si adorara vivir pasiones televisadas, “las
Pero existe una cierta química como dicen, en el juego de palabras, en las ganas de provocarse
mutuamente alegría sin ser menos a su vez; se trataría de una amistad en crecimiento basada en la
sana competencia del ingenio. La diseñadora de interiores sonríe, con los pies en el aire y los
ambiente sofisticado, me acerco por detrás y observo la nuca del maquetista, sus hombros anchos,
observo con ansiedad, deseo encontrar a alguien más, pero no logro descubrir a nadie detrás de sus
ojos. Sólo ese alegre brillo. Pero hay algo, estoy seguro. Imagino que desde la persepectiva de la
Las burbujas –esas numerosas luces amarillas del bar– son cada vez más vistosas a medida
que se amplían sus sensuales curvas tras el vapor de los alcoholes; y así adornada, la barra le resulta
irresistible.
Más tarde, al contar ya con unas cuantas copas en su haber, su mandíbula comienza a
aflojarse y sus labios se estiran de más cuando habla en un intento por corregir la laxitud de sus
palabras. El rostro se relaja, la carne es una gelatina, los ojos también: transparentes y flotantes.
Cuando las risas son más esporádicas, cuando los silencios son más profundos, cuando ya no
alcanzo a administrar sus dudas y certezas –que se cruzan delante mío demasiado rápido,
confundiéndose– establezco la hora de volver a casa. Debo utilizar sus ojos para transmitírselo al
maquetista, él, por su propia voluntad, nunca reconocería el momento de partir. Cuando el
maquetista finalmente se percata, sonríe desde un horizonte cercano y despierta a la diseñadora que
despeinada seca su brazo humedecido por la saliva –el jugo agrio del sueño. Ella sonríe. Está hecha
un desastre. El maquetista la peina divertido y con muy buen tino a pesar de los numerosos vasos de
ron que corren por sus venas. Comienza el discurso de los billetes, sus ideas se contradicen
dramáticamente delante mío. “No parecer tacaño, no tirar la plata”, finalmente el arrebato que no es
generosidad sino impotencia: “yo invito”. Las negativas correctas, y la lucha que resurge: “¡Ahí
está, ésa es la táctica perfecta para no parecer tacaño ni tirar el dinero, sos…!”, y si se habrán
percatado como él lo hizo. Pero ya es tarde para contradecirlos y la táctica sigue su curso. Mejor
subir al taxi.
Sus rostros grasos brillan cada vez que los faros de algún auto iluminan el interior del taxi.
Corren sobre ruedas, los tres en el asiento trasero, en manos de vaya uno a saber quién. El secreto es
no mirar hacia adelante, como si se tratara de un abismo sobre el cual se pende. Se percata que por
alguna razón los tres subieron atrás y nadie adelante, y para distraerse decide concentrarse en las
piernas de la diseñadora, y yo acuerdo. Una de ellas se aprieta contra la de él, también el borde de
También siente su pierna, más dura, contra su muslo. Desde el suyo intenta reconstruir el resto de
los otros dos cuerpos, ensaya expandirse, apretarse más a los dos. Ella parece absorta, imagina que
podría tocarla. Deja que su mano caiga, poco a poco, sobre la pollera liviana; como cansada. Yo
recorro su perfil, su boca entreabierta, sus ojos somnolientos… Una explosión en el estómago y él
se espanta. Si ella se da cuenta puede pensar que intenta seducirla de alguna manera. Él no quiere
problemas aunque ella los hubiese agradecido. Yo, por mi parte, comenzaba a interesarme en ese
otro cuerpo. Pero ahora la veo como él la ve, y así regresa a su lugar, mucho menos atractivo. El
lugar que siempre ocupará, aunque piensa que alguna noche enturbiada de alcohol podría caer sin
demasiada dificultad en sus redes de carne, se imagina ofreciéndole un recuerdo para el álbum
manchado de dulce semen que será la memoria de su juventud: nunca dos iguales pero suficientes al
fin. Ahora resulta un verdadero esfuerzo mantener la mano, que antes dejó caer, sobre sus propias
piernas. El chofer también parece a punto de ser vencido por el sueño, él deja que su cabeza se
El coche navega sobre colores luminosos. El maquetista está acá, parece tranquilo allí arriba,
su tranquilidad eterna... El asiento se infla con el rumor de ruedas y asfalto... La cabeza no logra
Luego es llegar, descubrir que el suelo es más duro de lo que él pensaba, que el maquetista
lo despierta con el mismo sueño, que la diseñadora de interiores está mucho más despierta y que
charla con el chofer, y que en realidad no es tan tarde. Los saluda y recorre los pocos metros hasta
el departamento trotando delante mío. Mensaje de ella, que se fue con las amigas. Que va a estar en
tal lugar, si le interesa, y que duerme en la casa de los padres esta noche. Todavía se sienten los
perfumes atrapados entre las sábanas desde esa noche y esta mañana. Su sensación es la mía. Podría
vivir acá definitivamente. Pero ya conoce ese paso y duda. También duda entre apagar su cerebro,
embotado ya, encendiendo el televisor. Yo intento que lea o que escriba algo, lo que sea. Pero, como
siempre, la vibración de los transistores me ensordece y debilita, y por lo tanto, me enfurece. Sé que
no es bueno, que nos lastimamos. Siente cómo el estómago se le vacía hasta el desgarro, cómo la
cabeza rebota entre intenciones apenas separadas. Apaga el televisor. Habla en voz alta (creo que
intenta comunicarse). Finalmente busca algún disco. Le cuesta mucho decidir: no quiere algo que
conozca demasiado ni quiere algo demasiado denso, ni demasiado liviano. No quiere demasiado,
quiere lo justo. No quiere salir tras los pasos de ella, la noche ya no tiene el mismo atractivo para él.
La tácita desesperación que lo enferma obnubila sus deseos y la única salida parece el sueño.
III
El cálido fluir del aire suave lo atraviesa y reconforta. Reconoce la paz del objeto y se acerca
a su dichosa situación, por un rato. Él intenta envejecer sin dolor; yo, expandirme alrededor suyo.
Lo envuelvo, cobijo su miedo en mi pánico. Él disfruta del perfecto color de la mediamañana como
parecen hacerlo las hojas verdes que ríen en la brisa. Pero la habitación es más grande que el día
ahora. Este seductor caparazón, aliado del valor, que me contiene a mí también a veces, lo agrede
con su inmutabilidad. Piensa que la vida traspasa a esos objetos, decorativos o prácticos, sin anidar
nunca en ninguno de ellos. Justo cuando desde la punta de su pierna estirada, su pulgar comienza a
empujar una silla de plástico y metal cargada de ropa, el llanto entrecortado del teléfono lo obliga a
atenderlo. Había estado pensando en ponerse a escribir pero ahora se encuentra hablando,
desganado, con un amigo al que le encanta hablar por teléfono, mientras piensa que debería cortar
lo antes posible para aprovechar el tiempo libre de este sábado. Finalmente, llega el espacio
esperado para intercalar el “Bueno…” suspensivo que precipita el final de la comunicación. Otra
vez en el silencio blanco, unas pocas ideas bailan como excitantes bailarinas semidesnudas
alrededor de su cabeza pero se le escapan. Debe morder el ácido vacío que se enciende en algún
lugar cerca de su estómago para sofocar la furia. “¡Mate!”, hará mate para que lo asista con su
parsimonioso ritmo. Es rápido de preparar, engaña el hambre, resulta una compañía ideal –plegada a
asistida. Pero pronto se lava, sobre un par de páginas escritas, de gusto alguno, y lo que entra ahora
en su cuerpo es agua caliente y nada más. Siente el deseo irrefrenable de correr tras la misericordia
televisiva. Intento resistirme, como siempre. Relee la primera frase escrita. Continúa escribiendo, al
menos por un buen rato. Jugamos hasta que las sombras del ambiente hacen que la claridad de la
pantalla se torne dañina. El living está oscuro. Desde la gran ventana brilla el decorado que es la
tarde sobre los edificios, los árboles y el río, lento al fondo. Su calma cristalina es la de él, su pausa
marrón la de mi desesperanza. El azul se hace evidente y frío. Las luces que enciende en la
habitación, iluminan con un fragor pequeño y cálido el ventanal sobre el cual se cierne una noche
demasiado ruidoso ahora y él recorre los lomos de los discos compactos, parados uno junto al otro,
como libros.
Los sonidos comienzan a habitar mi lugar, aún más que yo mismo multiplicado. Mis oídos
saborean la luz grave, los rincones más oscuros, los centros más brillantes; accedo a un reposo que
no es sueño. Si esto durara para siempre… Pero sólo son algunas palabras, apenas un puñado de
páginas que no cierran ni abren nada. Un recorrido sin intención, como perderse para tener
adónde ir.
París, palomas y cuervos
Extraordinario.
Todo comienza con una casi imperceptible relajación de la moral. Con el delicioso
cosquilleo de las alas de una mariposa. La distancia que nos separa de la familia y de los conocidos
nos propone un terreno de juego amplio y todo nuestro. Pero también ésta postura turística se asocia
con algo más, algo más profundo y que parece residir en el pantano parisino desde siempre. Una
Los poetas malditos del planeta se reúnen en la ciudad de París como un grupo de
conjurados que se oculta bajo la noche para festejar la caída del hombre. Visten con una frivolidad
estudiada y suelen reír con tranquilidad. Parecen convencidos de que gracias a la propiedad física
más elemental todo terminará por precipitarse sobre ellos. Son fieles a la ley absoluta de la
imperfección humana. Ellos me alientan ahora a ejercer el mal como si se tratara de una experiencia
necesaria. Pero la destrucción de la belleza resulta en un ataque falto de sorpresa. El suicidio, poco
original, y a nadie podría importarle menos; encima transformado en acto de guerra deja de ser
trasgresión y se vuelve herramienta. Las perversiones sexuales de todo tipo sirven como contenido
para la web pero no mucho más. La orgía familiar, el ataque a los últimos tabúes tal vez… Pero
estamos en eso y no le vemos futuro. El dinero. Su culto, su proliferación como sentido, su utilidad
absoluta, ha logrado que todo sea posible. Que todo se pliegue a su lógica.
Maravilloso.
El mundo puede ser, y lo es para muchos: un enorme parque de diversiones. Lo único que
sigue estorbando es la naturaleza, pero no se trataría de un verdadero parque de diversiones sin una
cuota de sorpresas. En general, un tsunami que golpea mejor a los que compraron los terrenos más
baratos, pero gracias al terrorismo, la sorpresa y el suspenso ya no son alegrías exclusivas de los
No puedo entender porqué la gente no puede disfrutar de este momento único en la historia
de la humanidad. Estamos más cerca que nunca los unos de los otros, tenemos el mundo a nuestro
alcance con solo hacer algunas pequeñas concesiones de nuestra integridad… Hay gente dispuesta a
todo por dinero, gente dispuesta a todo en nombre de la fe, gente dispuesta a todo con tal de vivir
según su propia idea de libertad, gente para todos los gustos... Y todos en el mismo lugar, sin
escape. Toda esa carne, esa masa de deseos e ideas pululando a nuestro alrededor de una manera tan
Vivimos tiempos extraordinarios. Una verdadera orgía, colorida, violenta, alegre, irracional,
amorosa. Lástima que esté saturada de relatores, de esos que se empecinan en entrometerse, en
mostrar lo que todos ven, en decir lo que todos dicen. En las orgías, mejor gemir que hablar, mejor
expresar que describir. No entiendo esa obsesión con la prosa periodística. Ese odio al lirismo. Esa
obsesión de verdulero: “a papá mono con banana verde, no…” La mayoría de la gente parece
dedicar todas sus energías a negar la existencia del culo que se abre con dulzura delante de ellos.
Pugnan por acotar el mundo a algo objetivo. Como si no pudieran aceptar que el hombre se ha
entregado. La humanidad está cada día más cerca de tener un orgasmo y espero ser de los que
Qué quieren que les diga, esto escribimos ahora. Lejos de nuestro país, solos en esta
ciudad, su sensibilidad se encuentra excitada y una nueva barrera se ha formado entre nosotros. Ya
no es la del miedo. Ahora parece tratarse más de una renuncia. Una negación con una suerte de
insistencia orgullosa. No me teme, me desprecia. Como si fuera culpable de algo... Ustedes bien
saben que yo soy inocente, que tan solo quiero lo mejor para él, pero bueno. Imposible explicarme
sin diálogos.
Ahora que cambiamos de paisaje y de lenguaje (lo sé, van juntos), lo que resulta
dramático es que cada vez lo reconozco menos. Se suponía que abandonar el estudio de arquitectura
y dejar Buenos Aires librado a su suerte, nos haría confluir en un solo destino, más real. Pero no es
el caso. Cada vez lo reconozco menos y para colmo reconocemos menos en general. Cada imagen
delirio. Pero él parece disfrutar este estado de extrañeza cotidiana. Soy yo quien sufre. El parece
una bestia bruta. Avanza a ciegas y como si nada pudiera detenerlo. Me doy cuenta que se dedica a
Tal vez mi error fue creer que debía y que podía dominarlo. Ahora hemos quedado
trabados en un tête à tête íntimo y vuelve a ser la guerra. Una guerra particular. Una sucesión de
batallas para establecer la cordura. El camina por Montmartre, como podría estar haciéndolo por
cualquier otro lado del mundo, cerrando un círculo enorme que no me incluye. Yo lo sigo y no
puedo hacer otra cosa. Me tironea por las calles de París, avanzo flotando en el aire como un
reconozco ahora como para que se transforme en repetición? Sospecho una vida
deshacen. Desde hace un tiempo amanezco con golpes: marcas de las que no
tener otra relación con el día. Me despierto, con suerte, a las cuatro de la tarde.
Cuando el día empieza a morir para todos los demás, para mí recién comienza.
¿Adónde va esa promesa de cada mañana? ¿Esa esperanza que trae el nacimiento de
un nuevo día? Es como nacer muerto. Entonces, cual nonato salgo al mundo algo
confundido obviamente…
habrá sido el día. Tomo un té, leo un diario. No tengo mucho tiempo: entro a las siete
y tengo una hora de viaje. Así, durante tres días: martes, miércoles y jueves; después
importante es tener algo que hacer, una salida. Apurando el trago siento una cierta
forma de renacer, pero a la noche ahora: digamos que “doy a las luces”. En este caso
son gordas y amarillas y son las que cuelgan sobre la barra del bar.
Vivir con el horario cambiado me hace fosforescente por las noches. Soy la vedette.
Recién bañado, recién levantado. Estoy hecho una lechuguita… Pero cuando debería sentir el mareo
del alcohol siento el del sueño, mis tímpanos parecen menos sensibles, como tapados por
algodones. Los sonidos se derraman alrededor mío y sonrío para disimular, mientras me apoyo
sobre la barra de metal. Es una crisis de tiempo. Ya las reconozco. Una crisis horaria. Por unos
segundos no sé qué hora es, en qué momento del día me encuentro. Necesito una referencia y
recurro a la noche que ennegrece la rue des Martyrs que baja detrás de los ventanales, al mismo
tiempo remonto rápidamente mi memoria. Ya está. Son algo así como las diez, estamos en La
Fourmie desde hace ya un par de horas. El problema es que la gente fue llegando de a poco, y como
todo sueño también es despertar, la crisis comenzó cuando descubrí a todo el mundo alrededor mío;
cuando constaté, con un solo paneo, que todos llegaron y que he vuelto a perder el tiempo.
La noche está en pañales pero empezó bien. Debo hacer un esfuerzo. Me incorporo a la
conversación como si volviera al pasado. Los ruidos vuelven de golpe y concentro mi mirada sobre
los labios ajenos, como para intentar retomar el tren de la conversación. No confío ahora en mi
sonrisa y frunzo el ceño. Ya está: un agujero, un chiste y estoy de vuelta. La gente ríe, bebe, alguno
hasta me palmea. Caigo bien en general, siempre parado. “Gato” en el horóscopo chino, pero aún
nonato, aunque se trate de un secreto... Y es ahí cuando aparece la contradictoria imagen mortuoria
(“contradictoria” porque estamos en plena agitación alcohólica en un bistro de moda parisino): veo
que todos están un poco muertos. Pero no porque vivir sea morir, eso es tan evidente como
cualquier ombligo, sino porque lo único que alcanzo a enfocar son sus partes muertas, las que se
destacan por su palidez. Soy un nonato, fumo en el vientre esperando que nunca llegue mi turno.
Por eso veo en ellos tan solo muerte, lo demás no importa. Lo único que hace mi mirada es
acribillar gente a lo Salinger y con los tragos trato de excitar algo que ahogo. Otro paneo... Ahora
fuera del círculo de mis amistades. Busco algún cuerpo nuevo, una vasija que sea atractiva y que
cargue con el líquido incendiario que necesito. Pero todo huele a muerto, el alcohol no hace su
efecto, se confunde con el sueño. Pienso mejor en futuro. Tenemos una fiesta esta noche, unos
amigos, músicos ellos, que festejan su próximo casamiento express en Las Vegas. Por un momento
ya quisiera estar ahí. Pero las cosas hoy no van a mi ritmo. Me golpeo la cabeza contra las paredes
III
con delicadeza cada uno de los dedos de sus pies. A cada paso, una ligera vibración se
desencadena sobre sus sandalias de taco alto. Sus pantorrillas, marcadas y finas, se
tensan y relajan según el vaivén de su cuerpo, que se apoya primero en los talones y
luego en las plantas del pie, momento extraordinario en el que sus dedos finos se
separan bajo su peso a pesar de las ajustadas cintas de cuero que los sujetan. Sus
delgados muslos, en cambio, parecen más libres, se mueven como si tuvieran una
pequeños golpes hacen saltar los numerosos hilos de color carmín que alargan su
vestido de raso chino. Son las piernas más hermosas que he tenido el privilegio de
conocer, las más proporcionadas, las más elegantes. Imagino que esas piernas tienen
que haber sido concebidas por un hombre. Claro que fueron creadas gracias a uno de
nosotros, pero me refiero a un tipo que realmente sabía lo que hacía. La idea de Dios
un chispazo que no me distrae por mucho tiempo: ellas siguen ahí, adelante mío,
vivitas y coleando y yo sin poder encontrarles una falla, un desliz, una protuberancia
sorprende: ¿cómo alguien podría haber hecho eso? Pero lo que eso hace en mí es otra
cosa. No tiene nada que ver con el Ser creador o una especulación genética. Sus
piernas se clavan en mis ojos como lápices de madera rugosa y yo los remuevo. Miro
esas piernas con los mismos ojos con los que piloto de combate descubre las dos
hileras de luces festivas que se dibujan sobre la oscuridad del campo. Como a la
ansiada pista de aterrizaje, esa señal angular, que en medio de la noche, indica el
Alucinado, sigo cada uno de sus movimientos dentro del salón, a pesar de
sentir cómo la conversación se me acerca cada vez más. Por supuesto, una frase me
asentir. Una actitud torpe y poco apreciada pero que tampoco durará dos segundos en
estas piernas magníficas es una amiga mía y su futuro marido es un noruego enorme,
que destapa una botella de champagne (¡Plock!) cerca de mi nuca, haciendo que mi
esfuerzo, arranco mi mirada de su cuerpo. Mis ojos buscan los de otro y termino
pasándole el petardo a mi compañera de sillón. Pero aún así no logro retomar las
formas, comienzo a sentir la debilidad otra vez. ¿Pero qué es lo que me fuerza a
participar del juego social que me rodea? Tal vez porque me siento despojado del
porque temo que la máscara pueda caer demasiado fácilmente o, peor aún, porque no
quiero sorpresas. Ahora, por un reflejo de supervivencia, vuelvo para mirarla entera y
por ejemplo: hombros hacia adelante, algo encorvada. Allí se desactiva la elegancia
que sube por el envión que generan sus piernas. Su perfume también, a fruta
puedo hacerlo. Siento que he destruido algo, como cuando rompía mis juguetes para
como antes.
IV
Ahora ni las imágenes me consuelan. Me contento con ese vapor alcohólico. No creo en
el amor ni en la felicidad. Sí, en todo caso, en la alegría y la amistad. Mis eternas ansias de rebelión
me condenan hoy a la tibieza como la última línea de defensa. Todos conocemos la tristeza y el
vacío; el miedo y la debilidad: el dolor. ¿Porqué? Tal vez porque son más fáciles de distinguir. ¿A
partir de qué grado hablaríamos de amor, en lugar de aprecio u obsesión? ¿A partir de qué momento
mentada “armonía con el mundo” o del buen humor? Pero todos podemos ubicar el grado en que
eso nos dolió, lo otro nos paralizó, o aquello nos desgarró. Finalmente vivo una vida paralela,
estepa que se extiende sobre mi alfombra, con el mar en la pecera a la izquierda y el mundo en el
televisor a la derecha, la extensión a cubrir parece demasiado grande. Y ahí viene la araña gigante.
Desde que dejé Argentina y su caos querido, el mundo ha triplicado su tamaño ante mi
mirada idiotizada. Buenos Aires puede llegar a ser increíblemente absorbente. Cuando miro hacia
atrás me veo como un hámster corriendo dentro de su ruedita de metal, y encima tratando de ir más
rápido que los otros. No digo que acá sea muy diferente pero al menos aquí hay una relación más
cercana con el resto del mundo y por lo tanto más real. Tal vez a pesar suyo, pero no les queda otra.
Sigo corriendo, como todos los demás, detrás de la misma zanahoria desenfocada de siempre, pero
con otra conciencia de lo que estoy haciendo. Lo cierto es que ahora siento estar viendo el mundo
por primera vez y no mi propio ombligo como me sucedía allá, incluso ahora, cuando vuelvo a mi
ombligo reconozco claramente su universalidad, imagen antes puramente teórica. Pero el resto, todo
igual, como dijo el poeta: el mundo por más rico que se me presente no me hace más interesante…
Si reconozco ahora ciertas particularidades en mí, son las mismas que ya sospechaba cuando me
¿Qué? ¿Qué has frecuentado todo tipo de gente sin nunca encontrar realmente tu lugar?
¿Qué desde siempre te sentiste desarraigado? ¿Qué ahora te movés por París con la misma soltura
con la que lo hacías por Buenos Aires? ¿Y eso porque nunca te interesó nada, nada medianamente
¡Plock! Otra botella. Estiro el brazo que sostiene mi copa porque me doy cuenta con
Afirmemos, para empezar, que el primer sexo que tenemos con una mujer
refiero a una mujer que repercute… En nuestras vidas, quiero decir… Pero supongo
que ça va de soi… El hecho es que no puedo olvidarlo. Cada vez que tengo sexo con
una mujer. Siempre recuerdo la primera vez. Siempre es el polvo que se apropia de
sepan infantes que el primer revolcón con una mujer de ése tipo es un asesinato
Pego lo que parece ser un salto con la idea de la cocina en mente. Pero me engaño a mí
mismo: me levanté sin ninguna idea en particular, a no ser por una vaga imagen de la cocina. Pero
el cuadro cambia y busco un amigo. Y quería decirle que siempre es bueno cometer un error –idea
canónica si las hay… Pero me quedé en el camino y simplemente intervine en el círculo en el que él
se debate con brío, gracias a su mirada habilitadora y algún comentario correcto de mi parte. Es
argentino y pienso que haríamos una buena delantera: dos tipos absolutamente distintos pero
sincronizados. ¿Son eso los amigos? ¿Y qué somos yo y esas piernas que se pasean por el
departamento? ¿Amigos?
Me encontraba muy preocupado barajando estas preguntas cuando la fiesta terminó por
alcanzarme de nuevo, y gracias a Dios, como siempre. Supe sumergirme en la banalidad de buscar
un trago, comentar alguna película, defender alguna idea con la pasión de los peces. Así, evitando
violentas profundidades, alcanzamos a reunir un buen número de gente. Nos sentimos más seguros
y comenzamos a improvisar una pequeña pista de baile. Esas piernas no tardan en llegar, trayendo
consigo al ser que sostienen y vuelvo al error como al inicio de toda historia.
Lo que pasó fue que hace unas semanas hicimos el amor. En honor a la verdad, digamos
que nos acostamos tras la excusa banal que brinda la ebriedad, aunque apeste a coartada. Tal vez sea
necesario aclarar que yo la conocí antes que el noruego. Que sus piernas ya habían hecho su efecto.
así que poco tiempo después de habernos conocido (e interesado uno en el otro), quedamos
confinados a una amistad dudosa. Porque fui tímido en aquel momento, o tal vez porque ya desde el
principio sentía ciertos reparos. El hecho es que no hice un verdadero esfuerzo para seducirla y de
manera inopinada me encontré charlando con el vikingo como si yo fuera una suerte de hermano
fin de semana a Roma por no sé qué cosa y no nos resistimos a la tentación de salir juntos como
El drama reside en que de alguna manera esta chica es como mi hermana ahora. Su sexo
despejado y de contornos afilados me sorprendió cuando ella tomó mi mano y, bajo el oscuro
escondite que se produce entre el tumulto de gente sedienta y la barra del bar, se la metió debajo de
su minifalda. Me resultó delicioso sentir su carne húmeda y dejé que me llenara el cerebro de rosa.
Pero un poco más tarde, su rostro en la cama me resultó demasiado conocido, su perfume me
una violación genealógica. Cómo si realmente se tratara de mi hermana. Y llegué a pensar que se
estómagos. Habíamos probado un veneno. Como teníamos miedo nos tratamos mal,
por simple torpeza. “No estás enamorado de mí, ¿no?” me pregunta con grandes ojos
secos. “¡Pero no! Quedate tranquila. Te quiero mucho, claro... Pero no estoy
enamorado.” Alcanzo a decir con una especie de sonrisa colgando de la nariz. Pero no
formalidad. Finalmente lo digo de reojo y ella: “mais non papa, tout va bien...”
para despejar toda duda, etc...” Pero ya está, la mordedura hizo su efecto. Miro sus
piernas largas sobre el colchón y quisiera estar entre ellas de nuevo. Pero entonces
llega el instinto y me lleva de la mano, a través de un pasillo olvidado lleno de
telarañas. Veo las piernas de mi hermana y recuerdo el sueño que tuve alguna vez: mi
sueño. Fue ahí cuando me levanté y me fui. Desde entonces, nada de sexo para mí.
Quiero que esa fruta se pudra en mi vientre hasta su última partícula: no hay como la
VI
una sangría espumosa y tibia, hasta la altura de nuestras rodillas. Hasta mis narices
¡Pero dé qué diantre habla hombre! ¡Sea claro por favor! ¡A dónde va con
todo esto! ¡¿Quo Vadis?! Recuerde que al pueblo argentino: ¡salud y populismo!
recorrido. Pero como soy conciente de mi costumbre de quitar el tronco para testear la resistencia de
nuevo hábitat obliga a la adquisición de nuevos hábitos. Llegar a una nueva ciudad
implica comenzar todo de nuevo, pero además, ahora, con la conciencia de lo que se
está haciendo. Y al mismo tiempo nadie nos conoce, todo es posible, todo está por
relaciones públicas, necesario para comprender, para acceder y para evitar una
sobredosis de soledad. Es por eso que por primera vez puedo decir que tengo amigas.
hago equilibrio sobre una delgada línea entre la estafa y el miedo. Estafa porque a
veces creo que manipulo demasiado mis emociones y miedo porque no quiero
terminar solo. En éste último caso uno se deja llevar exclusivamente por la corriente
hay nada heroico en la soledad. Salvo que se busque ese heroísmo pervertido de la
guerra, hecho de locura, miedo y muerte; de sangre, barro y plomo. Por ejemplo
ahora, lo que quisiera hacer es sentir en mi mano la cinturita de esta joven estudiante
una suerte de salsa lenta en medio de un griterío rockero firmado Pixies, la miro a los
ojos y veo que algo ha cambiado. Por primera vez, desde que la conozco, no pudo
con unos amigos en la ventana. De golpe me asalta el miedo. Esta loca es capaz de
moderna con esa estúpida cuestión de ser sinceros en la pareja y él por puro vikingo.
un beso me doy cuenta de que yo también estoy ebrio. La hago dar un par de vueltas
en la pista, le sonrío y me retiro. Qué hermosas piernas... Siento que las voy a perder
pronto y que será lo primero que lamente perder en esta ciudad. Pelo oscuro y largo,
nariz prominente, de esas que denotan personalidad como dicen; labios ricos, ojos
verdes, pero sobre todo mucha actitud. Chica rockera con pose newyorkina pero con
veces esa tendencia a menospreciarse que la vulgariza, ese reflejo punk que nos llevó
a masturbarnos mutuamente adelante de medio boliche. Pero no nos vayamos por las
ramas.
caja y todo. Le dedicamos unos buenos minutos apoyados en la mesada de la cocina. Hablamos en
nuestro idioma. De tanto en tanto es necesario. Como para reconocernos, reencontrarnos con
nosotros mismos. Sin máscaras o al menos con la más conocida de ellas, la más arrugada.
que se intercambian ideas dudosas. Resulta sencillo integrarse al grupo con el aceite de la malta,
pero cada vez más difícil reconocer los rasgos agradables; lo que queda es un choque de egos más o
menos civilizado según el lugar del que se trate. En éste caso en particular todo el mundo parece
salido de una publicidad. Está el diseñador de ropa junto al de los sitios web, un periodista
deportivo y dos o tres desconocidos que podrían ser cualquier cosa pero seguro que son
profesionales dedicados a seguir la fiesta a donde quiera que ésta vaya (una raza bastante común en
esta ciudad, como en todas las demás). Lo que nos une es un cierto sentido estético. Políticamente
correcto, socialmente decadente. Y qué horror el racismo y la corrupción, y qué pasó en Argentina,
un país tan rico... ¿Una línea? Sniff... Y que la colonización de América fue una masacre y que los
norteamericanos son unos monos con navaja... etc. Intento explicar el fenómeno argentino pero para
explicármelo a mí mismo. Siempre igual. Un misterio tan grande como yo mismo. Uno no se
conoce verdaderamente hasta no reconocer de dónde viene: un problema sin solución. Estos tipos se
están poniendo pesados. Me deslizo detrás de otro amigo que pasó junto a nosotros. Detrás mío
VII
La fiesta ya llegó a ese momento turbio en el que los que quedan comienzan a arrojarse
unos sobre otros. “Dejarse caer” sea tal vez una expresión más adecuada. Los dueños de casa
desaparecieron. Hemos quedado librados a nuestra histeria. Entre el fragor de los últimos
Para terminar con bombos y platillos podría decir que es hermosa, que sus senos se
hacen evidentes tras la delicada seda del vestido, etc.; pero no es cierto. Aunque recuerdo haber
pensado antes que no estaba nada mal, ahora comienzo a dudar de su belleza, de vez en cuando su
rostro envía una promesa pero con una falta de confianza sospechosa. ¿Sus pechos? Son de tamaño
mediano y resultan graciosos gracias a la ausencia de corpiño. Tintinean detrás de un suéter rallado
medio hippón. Finalmente, con los techos negros de París extendiéndose a nuestro alrededor, soy