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Maestro FIDE e investigador argentino en ajedrez.
Marco Polo bien podría atestiguar. Aunque también se ha sostenido la
idea contraria, la de que el ajedrez chino es legatario del indio.
Se trata del xiang qi, expresión que suele ser traducida como ajedrez
del elefante pero, quizás, sería más preciso se la apropie
como ajedrez simbólico.
Otra gran distinción, más bien estética, está dada en que no se utilizan
estatuillas sino fichas circulares: en una de sus caras se dibuja a qué pieza
concreta están consagradas. Esta imaginería lo hace emparentar con el go
(sólo en eso) y aún más con versiones antiguas del ajedrez de Japón y
Corea (tienen respectivamente fichas pentagonales y octogonales).
Posición inicial en el juego de xiang qi
El tablero, sin el río, sería de 9×9, por lo que tiene una connotación
celestial: es que nueve es el número que representa al Emperador. Y es la
cantidad de dragones que luce en su vestimenta y también la de los hijos
que pueden llegar a tener cada uno de esos animales mitológicos y
sagrados.
Los versos prosiguen así: “No hay Emperatriz, salvo la que muestra su
hueso de jade./Negras torres festivas/combaten contra otras de un
blanco funerario.”.
Imágenes de ciudadanos chinos jugando al xiang qi (siendo objeto de la mirada
occidental) en el Parque Tiantan Gongyuan (próximo al Templo del Cielo), Beijing,
octubre de 2013. Fotos: Hugo Orlando López.
Aquí el autor vuelve a dar pistas sobre cómo se mueven las piezas en
el xiang qi. Pese a su poderío el emperador, en rigor ya vimos que el
principal trebejo es el general (en todo caso la referencia es para quien
ejerce el rol social más importante, en la batalla o en el reino), está preso
en palacio, en esa pequeña cuadrícula delimitada por sendas filas y
columnas en la que nace y transcurren sus días.
Cuando Laiseca se refiere a los guerreros, desde luego que no son otros
que quienes conforman la infantería, los humildes peones, esos que, en
cada cultura, son figuras sacrificiales en la misión de cumplir fines que se
suelen considerar superiores.
Se alude allí, claro está, a ese breve, profundo y antiquísimo relato que, en
versión del escritor mexicano Octavio Paz, reza así: “Soñé que era una
mariposa. Volaba en el jardín de rama en rama. Sólo tenía conciencia de mi
existencia de mariposa y no la tenía de mi personalidad de hombre.
Desperté. Y ahora no sé si soñaba que era una mariposa o si soy una
mariposa que sueña que es Chuang-Tzu”. Clásica reversibilidad, tan
presente en la obra borgiana.
Por lo demás ratifica que la dama no existe porque “los chinos nunca
dieron tanta importancia a la mujer”. De ese fenómeno, siempre muy
extendido en la cultura oriental (al menos en ojos menos rasgados), hace
un sugestivo comentario: “Los occidentales, más taimados, advirtieron la
enorme capacidad de fanatismo que hay en el alma femenina, y utilizaron a
esto como herramienta para conquistar mejor al mundo y esclavizar en
forma perfecta a la propia mujer”.
Una explicación bastante original que puede ser vista como causal
eficiente para que, a fin del primer milenio, aunque adquiriendo fuerza
sólo sobre fines de la Edad Media, primero se introdujera y luego se
popularizara la presencia de la pieza de la reina (la dama) en el ajedrez
europeo.
Sigue con sus precisiones: las torres son reemplazadas por cañones (el
comentario es algo inexacto, el cañón es idiosincrásico del juego chino,
la torre más bien queda asociada al carro); la existencia
del emperador hace innecesario al rey, que por ello queda circunscripto a
su pequeño palacio; a sus laderos los considera alfiles; el “ahogo” no es
legal, dado que la principal pieza del juego “debe ser valiente y salir a
morir” y; ya sabemos, los emperadores no pueden quedar enfrentados ya
que “La mirada macula el pudor y mata”.
Las parábolas en las que el juego surge serán variopintas: “el corazón le
traza un repentino movimiento de caballo de ajedrez en el pecho”; “La
razón de que nunca progresaras en el ajedrez (…) es que no odias lo
bastante el hecho de perder”; “…no va a dormirse, no cuando sabe que lo
que le espera son sueños trillados de Escher, tableros de ajedrez borrosos y
torres gigantes que proyectan sombras fálicas” y, para referirse al
muerto, se plantea la despedida de una “pálida Caissa, la diosa de los
ajedrecistas, cuando pasó para decir adiós a otro de sus
desventurados adoradores”.
Pero mucho más hay que reconocerle a Alberto Laiseca el hecho de que
nos hubiera tributado ese poema hermoso que es Ajedrez de país
central en el que despliega toda su sabiduría y talento literario a la
hora de referirse al ajedrez chino.
Sus versos, hay que volver a decirlo, pueden muy bien acompañar,
en una prodigiosa tetralogía, a esos otros que Arturo Capdevila,
Alejandra Pizarnik y el inconmensurable Jorge Luis Borges supieron
alguna vez concebir, siempre inspirándose en el juego.
Referencias: