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Las grandes obras sólo pudieron nacer porque sus creadores se distanciaron de la lógica

del beneficio. Reflexiones sobre el poder del mercado y de los medios de comunicación y
sobre la resistencia de la cultura.

Pierre Bourdieu es el sociólogo más famoso de Francia. Desde 1981 es profesor al Collège
de France (Colegio de Francia). Entre sus publicaciones más célebres: la Distinción (1979) y
La miseria del mundo (1993), donde interviene como crítico despiadada del neoliberalismo.

¿Es todavía posible hoy, y por cuánto tiempo todavía, hablar de actividades culturales y de
cultura en general? Me parece que la lógica cada vez más empujada por la velocidad y por el
beneficio, que se expresa en la lucha por la ganancia máxima en un tiempo mínimo – como en la
audiencia en la televisión, las tiradas en librería y en prensa, y las entradas para las nuevas
películas – es incompatible con la idea de cultura. Si las condiciones ecológicas del arte de las
que hablaba Ernst Gombrich se destruyen, el arte y la cultura las seguirán de cerca.

Recuerdo lo que ocurrió con el cine italiano, hace nada uno de los mejores del mundo y que
sobrevive hoy gracias a un puñado de realizadores, del cine alemán o de Europa del este.
Recuerdo la larga crisis de la película de autor que desapareció de los circuitos de distribución,
así como el destino de la radio cultural, cada vez más sacrificada en nuestros días en nombre de
la modernidad, en nombre de la audiencia y en nombre del pacto oculto con el nuevo mundo de
los medios de comunicación.

 Supremacía de la gran distribución

Pero no comprenderemos lo qué significa la mercadotecnia de la cultura mientras no nos


acordamos de cómo nacieron los universos de la producción cultural, que consideramos como
universales en el campo de las artes plásticas, de la literatura o del cine. Todas estas obras tales
como las que son expuestas hoy en los museos, todas las creaciones literarias que se convirtieron
en clásicos para nosotros, todas las películas que se conserva en las cinematecas, son el producto
del trabajo en equipo de universos sociales que pudieron desarrollarse poco a poco
desprendiéndose de las leyes del mundo diario y en particular de la lógica del beneficio.

Un ejemplo hará entender mejor: el pintor del quattrocento debía – lo sabemos por los contratos
conservados – imponerse a su socio comanditario con el fin de que su obra no sea tratada como
una simple mercancía, evaluada por su tamaño y el precio de los colores utilizados; debía luchar
por el derecho de poder firmar su obra, el derecho pues de ser tratado como un autor, estos
derechos que llamamos «derechos de autor» sólo desde hace poco (y para los cuales Beethoven
también ya había luchado); debía luchar por la unicidad, el valor de esta obra, así como de los
críticos, biógrafos y una historia del arte que nació tarde, con el fin de imponerse como artista,
como «creador».

Todo esto hoy está bajo amenaza, en una época donde la obra de arte ya solo se percibe como
mercancía. Los combates actuales de los realizadores para su derecho al final cut y en contra del
productor que exige tomar la última decisión sobre la obra, estos combates son la réplica exacta
de la lucha de los pintores del quattrocento. Habrán hecho falta casi quinientos años para
conquistar el derecho a escoger libremente los colores, la manera de utilizarlos, y por último, en
última instancia, el derecho a escoger libremente el sujeto, mientras que lo eliminaban, como en
el arte abstracto, para disgusto de los socios comanditarios burgueses. Hacía falta también para el
desarrollo del cine de autor, todo un universo social, pequeñas salas de proyección y cinematecas
donde se veían películas «clásicas» y asistían sobre todo por estudiantes, los cine-clubs creados
por profes de filosofía entusiastas, críticos competentes como en los “Cahiers du
Cinéma” (Cuadernos del Cine), y por fin realizadores que aprendieron el oficio viendo y
volviendo a ver películas que luego comentaban en los “Cahiers” (Cuadernos). Hacía falta todo
un medio social en el cual un cierto cine se podía valorizar y reconocer.
Precisamente estos universos sociales que hoy están amenazados por el progreso del cine
comercial y la supremacía de los grandes distribuidores, con los que todo productor, menos si
asume él mismo la distribución, debe siempre contar. Al cabo de una larga evolución, se
encuentran hoy en una involución, una regresión, una vuelta a situaciones anteriores: de obra a
mercancía, de autor a ingeniero que agota todas las posibilidades técnicas, encadena efectos
espectaculares, contrata la estrella adecuada, todo ello extremadamente costoso, para sorprender
o satisfacer las expectativas inmediatas del espectador (que a menudo se intenta preparar con la
ayuda de otros técnicos, los especialistas del marketing).

¿Qué hacer?

Volver a introducir el predominio de los «negocios» en universos que sólo nacieron


gradualmente y en contra de ellos, significa poner en peligro las creaciones más hermosas de la
humanidad, el arte, la literatura, hasta la ciencia. No pienso que alguien pueda realmente querer
esto. También recordé la famosa fórmula de Platon, según la cual nadie es malo de por voluntad
propia. ¿Si es cierto que las potencias de la tecnología, asociadas con las fuerzas de la economía,
la ley del beneficio y de la competencia, amenazan la cultura, que podemos hacer para
contrarrestar este movimiento? ¿Qué podemos hacer para reforzar los que pueden subsistir sólo a
largo plazo, los que, como los impresionistas, trabajan para un futuro mercado?
Me gustaría mucho convencerles que la lucha por un beneficio máximo e inmediato no quiere
forzosamente decir, cuando se trata de imágenes, libros o películas, seguir una lógica del interés
bien entendido. Si búsqueda del beneficio máximo quiere decir intentar alcanzar el máximo
público, esto significa correr el riesgo de perder un público actual sin poder ganarse otro – perder
un público proporcionalmente limitado de gente que lee mucho y frecuenta museos, teatros y
cines, sin ganar nuevos lectores o espectadores a largo plazo.

El microcosmo de los productores

Cuando sabemos que por lo menos en los países desarrollados, la duración y la extensión de la
formación escolar y el nivel general de formación continúan aumentando y que todas las
prácticas que íntimamente están vinculadas pues quedan vigentes, podríamos también pensar que
una política de inversiones económicas en los productos y los productores culturales que
presentan todas las » características de calidad » necesarias, podría dar sus frutos por lo menos a
medio plazo y así mismo en una perspectiva económica.

Por lo que no se trata tampoco de escoger entre «globalización», – es decir sumisión a las leyes
de los «negocios», supremacía del comercial que es siempre el oponente de lo que, en casi todas
partes, entendemos como cultura – y defensa de las culturas nacionales o de un determinado
surgimiento de un nacionalismo o un regionalismo cultural.

El kitsch de la «globalización» comercial – vaqueros, coca-cola o telenovela melodrama, o la


gran película comercial con efectos especiales o todavía «world ficción» – está en todo frente a
las creaciones de del internacional literario, artístico o cinematográfico, cuya capital no
representa en ningún caso – aunque París lo fue durante mucho tiempo y todavía lo es
posiblemente – el refugio de una tradición nacional del internacionalismo artístico, no más que
Londres o Nueva York. Porque tal como Joyce, Faulkner, Kafka, Beckett o Gombrowicz –
irlandeses, americano, checo o polaco – han sido marcados por París, tambien, una multitud de
realizadores contemporáneos como Kaurismäki, Manoel de Oliveira, Satiajit-Ray, Kieslowski,
Woody Allen, Kiarostami y muchos otros no existirían como existen, sin este internacional
literario, artístico y cinematográfico cuya sede está en París, sin duda porque, por motivos
puramente históricos, el microcosmo de productores y de receptores que era indispensable para
su supervivencia y necesitaba una evolución larga, sólo de esa manera pudo sobrevivir.
Resistencia de la cultura

Hicieron falta varios siglos, lo repito, para dar a los productores que producen para mercados
todavía por venir. Sería poco oportuno plantear la cuestión, como lo hacemos a menudo hoy,
oponiendo a la «globalización» (que situábamos del lado del poder comercial o económico, o del
lado del progreso y de la modernidad) un nacionalismo ligado a las formas arcaicas de
conservación de soberanía cultural. Porque en realidad se trata aquí de un combate entra un
poder comercial que pretende extender al mundo entero los intereses particulares de los
«negocios» y de los que los dirigen; se trata de una resistencia de la cultura que se basa en la
defensa de la universalidad de las obras culturales que son producidas por la internacional
apátrida de sus creadores.

Dicen que en sus informes con su gran socio comanditario, el papa Julio II, Miguel Ángel
respetaba tan poco las formas protocolarias que el papa se esforzaba siempre por colocarse lo
antes posible para adelantar Miguel Ángel. Se trata hoy de perseguir esta tradición inaugurada
por Miguel Ángel, una tradición de distancia con respeto al poder temporal y sobre todo con
relación a las nuevas potencias que se encarnan ahora en la alianza de poder entre el dinero y los
medios de comunicación.

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