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ERA EL HOMBRE

Por Norca Elizabeth Vargas Ruiz

Amaru se levantó muy temprano, debía descender a tierra firme antes de que el sol posara la
mirada sobre la ciudad, aquel anciano había sido bastante claro: “Volverás a ver a tu padre.
Desciende mañana a la naciente del Ichu, estará esperándote”.

Estiró lentamente sus alas e irguió su mancebo cuerpo, ya no era aquel pequeño polluelo que años
atrás gustaba de jugar junto a su padre, había crecido, es más, las últimas semanas apenas lograba
acomodarse sobre aquella saliente en el que su madre había decidido acomodarlo: “estas
creciendo hijo, el reino de los cielos te espera, serás un gran rey”.

Alzó el vuelo rápidamente, si las cosas salían como lo había planeado, ni su madre ni sus hermanos
se percatarían de su ausencia; de modo que descendió en un vuelo ágil que dejó tras de sí una
estela cálida y amarilla.

Apenas llegó al lugar acomodó su enorme cuerpo sobre una vieja roca del que su madre le había
hablado siempre; allí su padre había sido coronado, seiscientos años antes, aunque también
hallado después, inerte y hecho polvo cósmico. Emitió entonces un chillido e irguió su largo cuello
lanudo, su larga cola serpenteante rodeó la roca y sus alas las estiró, magnánimo, hacia el cielo.

De pronto, el manantial que tenía a sus pies comenzó a regurgitar y un extraño movimiento de las
rocas dejó que un vaho denso inundara el ambiente. Era su padre, estaba seguro, podía sentir su
halo, la calidez de su cuerpo; era imposible estar equivocado.

-Hijo mío- dijo una voz que parecía diluirse entre el vaho –acércate.

Posó entonces sus ciclópeas patas sobre el agua. Avanzó lentamente, cuando oyó el ruido de un
revolver avecinarse rápidamente sobre sí, quiso alzar el vuelo, pero la bala dio en una de sus alas,
tambaleó, logró tomar altura, pero un nuevo disparo lo derribó definitivamente, sus ya débiles
alas se arrastraron sobre la superficie del agua hasta que cayó. Era el hombre. Amaru pudo
alcanzar a divisarlo poco antes de oír la ráfaga que, finalmente, cegaría su vida.

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