Sie sind auf Seite 1von 5

LA CLASE

Tema del mes


Magela Baudoin

Cuento que da título al libro "La composición de la sal"


publicado por Almadía en 2016. Aquí presentamos una
versión autorizada y revisada por la autora.

La composición de la sal (Cuento)


A mis padres

Nunca le había incomodado tanto sudar como ahora lo irritaba el


llanto. No recordaba haber agradecido tener barba, esa barba
espesa que lo hacía transpirar y que ahora le ayudaba a disimular
los pucheros. Había chorreado la vida entera, empapado las
camisas, mojado indiscretamente el cabello y a pesar de eso nunca
había usado tantos pañuelos como ahora. “Doctor, lloro”, le
explicaba y pensaba que si se pudiera, iría al dispensario
providencial y cambiaría su incontinencia por cualquier otro mal.
Algo extraño estaba ocurriéndole. Por qué lo recibía así la vejez.
No debía haber muchos hombres que quisieran ser viejos; menos
todavía que lo desearan desde la niñez con ansias, como él lo
había anhelado. A los seis años supo que quería ser abuelo y,
ahora, cuando lo había conseguido, sencillamente lo estropeaba
llorando.

Guardaba, nítido, ese recuerdo. Habían bajado del camión al


llegar a La Paz desde la mina. La ciudad poseía el poder que
acontece después de una nevada, los cerros eran más rojos y el
aire más translúcido y frío. Aun así, bajo el sol vertical, provocaba
refrescarse. Su abuelo lo había llevado de la mano hasta la
esquina para comprarle una thayacha. Él había preguntado qué
era eso de aspecto tan extraño. Y el viejo le había respondido que
isaño. Su mano grande lo tomaba con firmeza pero sin apretarlo
demasiado. Era una mano tibia y abrigada, una mano de hombre.
El isaño tenía la forma de una oca y era como un helado. El abuelo
lo había soltado para mostrarle cómo se comía y le hacía un guiño
para animarlo. La thayacha le enfriaba las manos.

Pálido punto de luz


Claroscuros en la educación
http://palido.deluz.mx Número 78. (Marzo, 2017) Más sabe el diablo por viejo: Enseñanzas y aprendizajes de la Tercera Edad
—Ponle más azúcar —le había ordenado.

—¿Más? —los granos blancos se mezclaban con el sabor


refrescante, que le chorreaba la boca. El sol le quemaba la cara.

—Rico, ¿no ve? —le había dicho el viejo y él había asentido,


apretándole la mano lo más fuerte que podía.

El recuerdo de su abuelo lo abrumó. “Parezco ñata”, se decía cada


vez que le ocurría algo así, mirándose frente al espejo y buscando
algún cambio corporal. Las mujeres lloraban más al mes, al año,
en la vida.

—Le pediré hormonas, ¡que me inyecte testosterona! —le decía a


su esposa, que reía.
Él la miraba y no podía sino desistir de su hipótesis fisiológica; la
suya era una mujer tan fuerte como un animal noble y no lloró —
ninguno había llorado— ni al morir su hijo menor. Eran todavía
jóvenes cuando el niño había caído por la ventana. Saltando de
una cama a otra, había perdido el equilibrio, chocado de espaldas
contra el vidrio y ayudado por la gravedad, por las leyes de la
fuerza, por la física, había caído de lo alto del edificio hasta
estrellarse contra el piso. Aun así, su cuerpo hermoso no se había
roto y guardaba en su semblante risueño el rumor de su último
juego, de su reciente nacimiento de ángel. Llorar no era posible
entonces, llorar era como sembrar algas en un mar de sal helado
que terminaría ahogándolos, uno a uno, y él no podía permitirlo.
Llorar era, estaba seguro, como hundir a su niño en un agua
turbia y anclarlo a una roca en lo profundo sólo para poder verlo
con los ojos abiertos, allí abajo ¿Cómo podía estar llorando ahora?

—Así tus ojos me gustan más, tienes ojos de navegante —lo


animaba ella— llenos de mar.

—Al carajo con el mar. ¡Perdimos el mar en la guerra! —le gruñía


él.

En la niñez, su madre había pasado noches enteras contándole


sobre el Pacífico sur, con toda su sal, con todo su frío y con todos
sus secretos. A veces, lo dormía acunado por el sonido oscuro de
aquel mar, en la espiral de una caracola.

—No me importa, tienes ojos de mar.


A su mujer no le preocupaba el llanto ni el enrojecimiento
Pálido punto de luz
Claroscuros en la educación
http://palido.deluz.mx Número 78. (Marzo, 2017) Más sabe el diablo por viejo: Enseñanzas y aprendizajes de la Tercera Edad
A su mujer no le preocupaba el llanto ni el enrojecimiento
recurrente de sus ojos. Lo veía incluso con envidia; también le
gustaría aprender a llorar, pero no se le daba. No estaba hecha
para vaciarse. Ambos habían construido en su corazón una
fortaleza medieval, adornada de austeridad y de valor, no sin
voluntad, no sin amor, no sin culpa y menos sin tristeza. Por eso
podían acometer la vida con vigor, pero nunca entregados
plenamente al goce. Eran así, un poco tristes, un poco quiméricos,
un poco restringidos en su capacidad de recibir. Y lo que menos
estaba él dispuesto a recibir eran los mimos y los abrazos que la
gente quería darle —sin pedirle permiso y con la impertinencia de
un tuteo— porque estaba llorando.

El médico le aconsejaba despreocuparse.

—Llorar es un proceso saludable.

—Saludable las pelotas, doctor —le había contestado—. ¡Estoy


viejo para ser saludable!
Éste era un error de cálculo. Se suponía que la vejez debería
proporcionarle un estado de invulnerabilidad sereno y no lo
contrario. A qué venía esta renovada habilidad de sorprenderse
demasiado, este arrobamiento que lo ponía a moquear. Lo peor
era el optimismo científico que lo colocaba contra las cuerdas y
diagnosticaba que no había enfermedad, que la causa estaba en
él. No se trataba de una lesión cerebral ni de un defecto
congénito, había explicado el médico, sus lágrimas no fluían
disociadas de la emoción. No eran lágrimas sin sentido, no se le
saltaban sin causa.

—El problema —decía él— es que me estoy volviendo maricón, un


chisote.

—Problema habría —lo corregía ella— si tuvieras el síndrome de


gato que dijo el doctor. Imagínate si anduvieras maullando en vez
de llorar y no me dejaras dormir —ambos se reían.

Pero el problema seguía siendo que todo lo movía a llorar. Por la


tarde acudió a la escuela de su nieto para un acto y en lo que puso
el pie en el salón de clase identificó el cuadro con un efluvio de su
infancia: ¡olor a pupitre! Tuvo que cerrar los ojos con fuerza para
evitar el lagrimón. Salió del colegio contrariado, enfurecido
consigo mismo. Afuera llovía. Llorar en latín se escribía plorare,

Pálido punto de luz


Claroscuros en la educación
http://palido.deluz.mx Número 78. (Marzo, 2017) Más sabe el diablo por viejo: Enseñanzas y aprendizajes de la Tercera Edad
luego la “p” se transformó en “l”, teniendo el mismo origen que la
palabra lluvia: lluvia como un turbión, como una torva, como un
temporal que lo empujaba calzada abajo, por trochas y
andurriales, para esquivar así la fila de autos que igual a
serpentinas se desplegaban en el centro de la atardecida ciudad.

Caminar lo ayudaba. Había pasado del pavimento al adoquín sin


percatarse, dejando en cada tranco un entuerto, drenándose
paulatinamente, mientras figuraban ante él los anaqueles de las
viejas indias, que ahora lo llamaban para leerle la suerte en hojas
de coca. El incienso y la mirra lo fueron sedando, mareando con
los colores de las lanas violáceas, los papeles lustrosos y los
confites: estaba en la calle de las brujas. Pudo distinguir hierbas,
entre fetos de llama y morteros de piedra. Talismanes, amuletos y
medallas bailaban con el viento. Recordó que Leucótoe había sido
enterrada viva por su padre, iracundo por los amores que ella
había tenido con Apolo. Y que éste para honrar a la princesa
muerta la convirtió en un frondoso árbol de incienso. Los griegos
eran sabios terribles, murmuró. Era más correcto decir “terribles
sabios” o, mejor, “terriblemente sabios”. Sonrió.

Unos pasos adelante una pizarra, a modo de cartel, daría


respuesta a su desasosiego. Las letras habían sido escritas con
tizas de colores y su trazo le pareció más impreciso que infantil:
“Curamos el espanto, se dan baños de alegría”, leyó, y se adentró
en un cuarto de adobe alto y oscuro, en donde una anciana
encogida le dio por receta un baño de mar, con los ojos abiertos.
Repuso él con sorna que si no se daba cuenta de que vivían en un
país mediterráneo. A lo que ella, imperturbable, no contestó. Salió
pensando en su nieto, en su mujer, en el mar. Estaba empapado y
le hacía frío. La noche se había tendido como una sábana enorme
sobre la ciudad. Se sintió nuevamente decaído. ¿Qué podía hacer?
¿Por qué de repente le costaba tanto respirar? ¿Qué tendría que
cambiar para no derrumbarse? Se avergonzó de sus pensamientos
y tuvo el impulso de disculparse, pero su mujer no estaba con él y
tardaría en llegar a casa. Al final, ella era la única que
importaba…

Aquella misma noche, con el departamento en penumbra y


mientras preparaba un baño caliente para no resfriarse, creyó
comprender lo que había querido decir la anciana. Qué importaba
Pálido punto de luz
Claroscuros en la educación
http://palido.deluz.mx Número 78. (Marzo, 2017) Más sabe el diablo por viejo: Enseñanzas y aprendizajes de la Tercera Edad
el tamaño del mar, siempre que fuera salado. Así que corrió a la
cocina entusiasmado y, de regreso, volteó entero el tarro de sal
gruesa en la bañera. Su mujer lo reprendería, eso era seguro,
pero qué más daba. Luego se detuvo unos segundos antes de dar
paso al agua. Dudó si ponerla fría o caliente, pero se decidió por
lo segundo. “Pensemos que es el Caribe”, se dijo, y ver llenarse la
tina le infundió seguridad. Era como si la realidad hubiera
adquirido coherencia. De pie y desnudo, se metió con un
movimiento rápido en la bañera, deseando su llanto bajo el agua.
Creía saber de dónde venía todo aquello y estaba dispuesto a
enfrentarlo. Luego se hundió en el líquido salado de su mar, con
los ojos cerrados. Esperó a estar listo para abrirlos y entonces lo
hizo, pero no vio a su hijo en ninguna parte. Desconcertado, volvió
a la superficie. Tomó aire y, sin dar demasiadas vueltas, regresó a
lo hondo en busca de una imagen, de alguna referencia. Pero esta
vez se encogió sobre su lado izquierdo y persistió por un rato
largo, conteniendo la respiración. El agua todavía estaba tibia
cuando comenzó a mecerlo el lejano ruido del mar en la espiral de
una caracola.

Magela Baudoin
Magela Baudoin (1973). Periodista, escritora y profesora universitaria boliviano-
venezolana, es fundadora y coordinadora del Programa de Escritura Creativa de
la Universidad Privada de Santa Cruz de la Sierra (UPSA). Es autora del libro de
entrevistas “Mujeres de Costado” (Plural 2010); del libro de cuentos "La
composición de la sal" (Plural 2014), que ha ganado el Premio
Hispanoamericano de Cuento Gabriel García Márquez (noviembre 2015); y de la
novela “El sonido de la H” que mereció el Premio Nacional de Novela 2014
(Santillana-Bolivia 2014). Sus cuentos y reseñas han sido recopilados en varias
antologías y en revistas digitales especializadas en literatura como Escritores del
mundo (Argentina), Otro Cielo (Argentina), Suelta (Guatemala) y Círculo de
Poesía (México). Es directora de la revista de literatura boliviana El Ansia y
dirige junto a la escritora Giovanna Rivero la colección editorial Mantis, que se
publica en Plural editores y que destaca el trabajo literario de escritoras de
Hispanoamérica. Radica en la ciudad de Santa Cruz de la Sierra, Bolivia.

visite http://palido.deluz.mx

Pálido punto de luz


Claroscuros en la educación
http://palido.deluz.mx Número 78. (Marzo, 2017) Más sabe el diablo por viejo: Enseñanzas y aprendizajes de la Tercera Edad

Das könnte Ihnen auch gefallen