En el siglo XX se legitimó la labor musical como arte y ciencia, no como oficio,
sino como profesión, bajo la premisa que la educación superior estaba incompleta si no se incorporaban las bellas artes y la música dentro del currículum universitario. El modelo de formación musical tradicional de la escuela ceuropea en Colombia bajo la tradición del “modelo conservatorio”, trajo consigo una educación musical desprovista de todo arraigo identitario, descontextualizada con las realidades de las regiones.
La práctica musical situada propicia la apertura de conocimiento actualizado del
joven músico en formación a partir del despertar de necesidades nuevas en el ámbito propio de formación, al desvelar la existencia de dudas o lagunas que únicamente se satisfarán con la adquisición de conocimientos más profundos, con nuevas lecturas de la realidad o, incluso, con la aproximación a otros modelos de enseñanza como en el caso práctico del maestro, orientador de los procesos; las prácticas musicales situadas, es decir, la posición de la formación musical desde lo popular y lo local, deben recobrar su valor desde la academia.
Un intérprete necesita no sólo una formación sólida en las áreas teóricas e
instrumental, sino, un área de desarrollo de competencias profesionales favorables y pertinentes a su ejercicio profesional, que asimismo posibilite transformaciones profundas en la enseñanza de la música y los contenidos que se aborden; para esto, se hace necesaria una formación dirigida desde las prácticas situadas de la música reconociendo el valor de lo contextualizado. Teniendo en cuenta lo anterior, es fundamental que el discente incorpore y tenga experiencia en géneros y estilos musicales como la música latinoamericana, los boleros, la música académica, el jazz, el rock, el pop, música antillana, la salsa, el merengue, el vallenato, y los rítmos tradicionales colombianos.