Rodríguez Se ha adaptado para su publicación en epub y corregido detalles. I. El duelo de genios Uno nació con un don divino, un inabarcable talento natural al que no concedía demasiada importancia. El otro vivía por y para el ajedrez. Uno era el campeón, aunque no entrenaba nunca ni se esforzaba lo más mínimo. El otro se veía siempre relegado al segundo lugar, pese a que estudiaba y se preparaba obsesivamente. Uno asombraba al público con sus logros y aparecía constantemente en los periódicos. El otro sólo interesaba a los ajedrecistas entendidos. Uno, seguro de poder vencer siempre, se dedicaba a la buena vida incluso la noche anterior a una partida importante. El otro vivía encadenado a sus libros y su tablero, buscando desesperadamente una forma de vencer al campeón. Uno se llevaba la fama, la gloria y las mujeres. El otro lo contemplaba desde la sombra, cada vez más consumido por la envidia. Ambos protagonizaron una de las rivalidades más agrias en la historia del deporte; una rivalidad que para colmo quedó incompleta. Pero eso forma también parte del encanto de aquella historia.
Estamos en 1927. Antes de que se celebre en
Buenos Aires el campeonato mundial de ajedrez, que ha despertado el interés de toda la prensa de la época, las autoridades y la alta sociedad de varios países han estado agasajando a los dos contrincantes. Esta noche estamos en un teatro y vemos a ambos ajedrecistas en el palco, sentados entre celebridades varias, asistiendo a un espectáculo musical. El cubano José Raúl Capablanca es campeón mundial desde hace siete años. Es el Mozart del ajedrez. Antiguo niño prodigio, número uno del mundo, personaje favorito de la aristocracia de todo el planeta y lo que es más importante, considerado invencible de forma unánime. Pese a que falta muy poco para que empiece la gran final, Capablanca aparece seguro de sí mismo, relajado, sonriendo satisfecho mientras intercambia miradas con las bailarinas del escenario: gracias a sus maneras aristocráticas y galantes tiene fama de seductor nato y probablemente esté preguntándose con cuál de las bailarinas podrá pasar la noche. La vida es bella para el Mozart del ajedrez.
En el mismo palco, un par de asientos más allá,
está el aspirante. El ruso Alexander Alekhine procede de una familia adinerada, pero su conducta es muy distinta a la galantería mundana del sociable Capablanca. Alekhine no mira al escenario ni a las bailarinas. No parece disfrutar del espectáculo; está tenso y recluido en sí mismo. Tiene un pequeño tablero de bolsillo entre las manos y está practicando jugadas con expresión casi fúnebre, totalmente ajeno a lo que sucede a su alrededor. Mientras para su rival, el campeón cubano, este es un enfrentamiento más, Alekhine siente que se jugará la vida en aquellas partidas, porque el ajedrez lo es todo para él. Incluso su gato se llama “Ajedrez”. Pese a estar rodeado de la flor y nata de la alta sociedad local y en mitad de un agradable espectáculo, Alekhine no puede relajarse ni pensar en ninguna otra cosa que en la próxima final. Capablanca es invencible, todo el mundo lo sabe. Los presentes que tanto admiran al campeón cubano miran al ruso con una mezcla de extrañeza y conmiseración. Pobre Alexander. Esforzándose inútilmente cada minuto del día mientras el Mozart del tablero es feliz y se divierte. Incluso los grandes maestros del momento lo habían vaticinado: Alekhine no tenía ninguna posibilidad. La cuestión no era si iba a perder o no, sino por cuántos puntos. Incluso los había que decían que Alekhine no podría siquiera ganar una partida aislada. De hecho, Alekhine nunca había ganado al campeón cubano. Se habían enfrentado doce veces sobre un tablero en competición oficial, con una estadística desoladora para el ruso: +0-5=7. Esto es, cinco derrotas y siete empates… ninguna victoria.
Lo peor que puede pasarle a un genio es vivir a la
sombra de un genio todavía mayor. Algo así, inevitablemente, tiene que terminar en drama. II. El hijo de los dioses “Puedo adivinar en un momento lo que se oculta detrás de las posiciones y qué es lo que puede ocurrir o lo que va a ocurrir. Otros maestros tienen que hacer análisis para obtener algunos resultados, mientras a mí me bastan unos instantes”
Decía Pablo Morán que “para Capablanca, el
ajedrez era tan fácil como respirar”. El propio campeón cubano admitió que había aprendido a jugar al ajedrez “antes de aprender a leer” y como decía el gran maestro Richard Reti, era como su “lengua materna”. Se le considera uno de los mayores talentos naturales de la historia del ajedrez, si no el mayor, y tengamos en cuenta que este juego ha producido una cantidad considerable de genios. Él mismo era consciente de lo enorme de su propia capacidad: “el ajedrez, como todas las demás cosas, puede aprenderse hasta un punto y no más allá. Todo lo demás depende de la naturaleza de la persona”. José Raúl Capablanca nació en una fortaleza militar de La Habana, ya que era hijo de un oficial del ejército español: Cuba era aún una provincia española. A una muy corta edad había asombrado a propios y extraños con su increíble capacidad innata para el ajedrez. Desde muy temprano ya demostró a sus mayores que no sólo había aprendido a mover las piezas observando las partidas que enfrentaban a los adultos —algo que han hecho otros niños—, sino que su comprensión del juego era anormalmente aguda para su edad. Un buen día miró a su padre jugar contra un amigo y al terminar la partida el pequeño Capablanca le dijo riendo “¡eres un tramposo!”, porque había visto un movimiento incorrecto. Para sorpresa de su progenitor, el pequeño José Raúl no sólo supo volver a colocar las piezas sobre el tablero, sino que ganó la primera de las partidas que jugaron entre ambos. Tenía cuatro años.
El oficial, atónito por la revelación de que su hijo
podría ser un prodigio, le llevó al club de ajedrez de La Habana, donde el inusualmente dotado niño se enfrentó a varios jugadores adultos. Aún se conservan algunas partidas como la que jugó con Ramón Iglesias, un fuerte jugador que le dio al pequeño ventaja de dama —una ventaja importante, pero es que Capablanca tenía ¡cuatro años!—; el niño consiguió ganar y lo que es más importante, poner de manifiesto que entendía los fundamentos de la estrategia. Durante los años siguientes se convirtió en un jugador aficionado de notable envergadura y a los trece años era oficialmente el mejor ajedrecista de Cuba, venciendo al hasta entonces campeón Juan Corzo por un apretado +4-3=6. Un logro impresionante para alguien de tan corta edad, algo muy pocas veces visto, como cuando Bobby Fischer se convirtió en campeón de Estados Unidos a los catorce años.
Tras esa hazaña, Capablanca dejó la alta
competición durante unos años y pudo estudiar en Estados Unidos gracias a una beca. Pero no llegó a terminar la carrera universitaria y abandonó los estudios atraído nuevamente por los encantos del tablero, donde para triunfar no necesitaba esforzarse. Con dieciocho años retornó a la competición, participando en un torneo neoyorquino de partidas rápidas en el que se llevó el título, ganando nada menos que al vigente campeón mundial, el alemán Emmanuel Lasker. Al año siguiente, ya en la modalidad de ajedrez normal, se enfrentó en un match al campeón de Estados Unidos, Frank Marshall, a quien dio una considerable paliza, venciendo por el abultado resultado de +8-1=14.
Marshall no sólo se dio cuenta de que aquel
cubano de veinte años era un monstruo en ciernes, sino que removió cielo y tierra para conseguir que Capablanca pudiese participar en el torneo más importante que se celebró en aquellos años. En España, concretamente en San Sebastián, iban a reunirse los mejores ajedrecistas del mundo con la única ausencia del campeón Lasker. Fue un torneo que marcó un antes y un después no sólo por el apabullante nivel de los participantes (en su momento fue considerado el torneo más fuerte de la historia), sino porque establecía nuevos cánones en cuanto a la cuantía de premios y las condiciones más profesionales en que se iba a jugar. No es extraño que se invitase, en principio, sólo a ajedrecistas con un currículum aplastante. Pero Marshall insistía en que Capablanca debía ser admitido en la competición. No lo tenía fácil: el bagaje de Capablanca era quizá impresionante para su juventud, pero el campeonato de Cuba era su único título importante, poca cosa frente a maestros que habían ganado competiciones internacionales. El que un semidesconocido fuese inscrito en el gran torneo de San Sebastián parecía, en principio, inapropiado e injusto. Es más, algunos jugadores europeos pensaban que Capablanca era un producto del marketing norteamericano y protestaron cuando Marshall consiguió finalmente que el joven prodigio caribeño participase. La polémica rodeó la llegada del cubano, y famosos grandes maestros como Bernstein estaban indignados; ¿cómo era posible que un jugador sin palmarés internacional ocupase una plaza en el torneo habiendo tantos jugadores experimentados que lo merecían más? Pero la polémica terminó justo cuando Capablanca jugó su primera partida… precisamente contra Bernstein. El cubano no sólo derrotó al gran maestro de manera brillante (a la postre fue votada como mejor partida del torneo), sino que el propio Bernstein dijo que Capablanca, con toda probabilidad, terminaría llevándose el trofeo frente a la élite del ajedrez mundial.
Así de impresionado quedó Bernstein tras su
partida con Capablanca, y no se equivocó en su vaticinio. El cubano ganó su primer gran torneo internacional y comenzó una etapa de ascensión que terminó transformándole en el jugador más fuerte del mundo, dándole un aura de imbatibilidad que le convirtió en una rutilante estrella.
El segundo Campeón Mundial, Emmanuel Lasker,
retrasó cuanto pudo el momento de jugarse el título frente a Capablanca. En aquellos años el campeón tenía derecho a elegir contra quién se enfrentaba y bajo qué condiciones competitivas y económicas, como ocurría en el boxeo. El título era considerado una cuestión de honor y se confiaba en que el campeón mundial siempre sería lo bastante honesto y caballeroso para aceptar enfrentarse contra sus mejores rivales. Pero no siempre era así, y Lasker imponía unas condiciones que Capablanca no quiso aceptar. Entre la falta de acuerdo y la I Guerra Mundial, el match por el título se retrasó varios años. Finalmente, en 1920 resultaba tan evidente que José Raúl Capablanca era el mejor jugador del planeta con abrumadora superioridad sobre el resto (incluido el propio campeón alemán) que Emmanuel Lasker decidió unilateralmente renunciar al título en favor del cubano, diciendo públicamente que Capablanca no lo había ganado sobre el tablero pero lo merecía por la fuerza de su juego. Aunque nadie discutió esta idea, Capablanca insistió en enfrentarse a Lasker, pues no quería recibir el título sin haber competido por él. En 1921 ambos se enfrentaron finalmente y Capablanca básicamente arrasó: +4-0=10. Lasker no ganó ni una sola partida.
José Raúl Capablanca había sido durante años el
rey sin corona: ahora, pasada la treintena, estaba finalmente en su sitio: el trono. Así se convirtió en el Tercer Campeón Mundial de la historia. III. La máquina del ajedrez “Hubo períodos en mi vida en los que pensaba que no podía perder ni una partida. Más tarde sufría una derrota, y eso hacía que despertase de mis sueños y volviese a la tierra”
Cuando no competía, lejos de dedicarse a estudiar
ajedrez, a Capablanca le gustaba desenvolverse entre la alta sociedad, donde era muy bienvenido por sus maneras elegantes, propias de galán cinematográfico. Era mujeriego, disfrutaba jugando al billar y al póker, pero sin embargo su imagen pública no era la de un golfo vividor, sino que resultaba un embajador impecable para el deporte de los escaques. Era extremadamente educado, con el punto justo de modestia. Amable con todo el mundo, encantador sin excesivas zalamerías, y nunca tenía un mal gesto. Capablanca tenía, además de talento, cualidades de estrella: de hecho, se transformó en toda una celebridad mundial, algo que no volvería a suceder hasta la llegada de Bobby Fischer. Pero al contrario que Fischer, Capablanca no estaba obsesionado con el ajedrez y disfrutaba los placeres de una existencia mundana. La vida sacrificada del ajedrecista era algo que él no conocía.
Una derrota ocasional de vez en cuando, en una
partida aislada, es algo que incluso el mejor jugador del mundo sufre habitualmente. Es muy raro que en un match importante entre dos de los mejores maestros del mundo uno de ellos no consiga al menos un punto. Al igual que en el tenis, donde en las grandes finales es improbable por no decir casi imposible ver un 6-0, 6-0, 6-0. En el ajedrez de élite, el más pequeño fallo — imperceptible no sólo para aficionados sino incluso para muchos especialistas, que sólo se dan cuenta después— puede conducir a perder una partida. Todos los jugadores son humanos y todos pierden una partida de vez en cuando.
Estas ocasionales derrotas eran lo único que
recordaban a José Raúl Capablanca que era, de hecho, humano. Porque para colmo su porcentaje de partidas perdidas era ridículamente bajo. Su superioridad sobre todos los demás jugadores era tal que se le había apodado “la máquina del ajedrez”. Nadie, ni aun los propios grandes maestros, podía entender muy bien de dónde provenía aquella capacidad para jugar de forma tan aparentemente perfecta. Especialmente teniendo en cuenta que nunca se molestaba en estudiar o entrenar. Pero, ¿de dónde provenía aquella superioridad? Llama la atención el que al principio no tuviese ni siquiera un único rival de entidad que pudiese preocuparle: Kaspárov tuvo a Kárpov, Fischer tuvo a Spassky, pero durante bastantes años Capablanca no fue puesto en aprietos por nadie. Estaba él, y después, tras un considerable abismo, estaban el resto de ajedrecistas. Lo curioso es que su estilo de juego era relativamente sencillo. Él mismo lo explicaba:
“El estilo de mi juego no se corresponde
totalmente a mi temperamento sureño. Siempre juego con cautela y evito los riesgos, porque me gusta la sencillez… Tengo por principio no arriesgarme en las partidas decisivas”
Su forma de jugar era simple en apariencia, como
simples en apariencia son las melodías de Mozart frente a las complicadísimas armonías y contrapuntos de Bach. Capablanca no jugaba al ataque ni se metía en complicaciones. Sólo miraba el tablero, detectaba una pequeña debilidad en la estrategia de su adversario y se dedicaba a hacer siempre la jugada correcta sin más ambición que mantener esa pequeña ventaja hasta el final de la partida. Ni los jaques sorprendentes ni tampoco las combinaciones imposibles iban con su forma de jugar, lo suyo era el ajedrez “posicional”. Su arma era la sencillez, y lo era precisamente porque le resultaba tan fácil detectar y explotar el más mínimo desequilibrio estratégico del adversario que no necesitaba hacer más que esperar a que dicho desequilibrio apareciese sobre el tablero. Mientras sus rivales calculaban desesperadamente cómo hacerle frente, Capablanca se limitaba a responder con un ajedrez sin florituras, pero sin fallos. Su porcentaje de errores era muy bajo y en una época en que no existían los ordenadores, lo más parecido a una computadora que la humanidad conocía se llamaba José Raúl Capablanca.
Cuando de vez en cuando perdía una partida, eso
le recordaba que no debía distraerse más de la cuenta, pero poco más. Incluso durante un periodo de siete u ocho años llegó a no perder siquiera una partida aislada. Eso es algo que no ha hecho Roger Federer en el tenis, por ejemplo. Es fácil imaginar lo frustrante que aquello resultaba para sus rivales. Especialmente para uno de ellos: “el mejor de entre todo el resto”. IV. Entre las sombras “Si el ajedrez es ciencia, el mejor es Capablanca. Si el ajedrez es arte, el mejor es Alekhine” (Tartakover)
“Para mí el ajedrez no es un juego, sino un arte.
Sí, y me cargo a las espaldas todas las responsabilidades que un arte impone a sus practicantes” (Alekhine)
La historia de Alexander Alekhine es
completamente distinta a la de Capablanca. Hijo de una adinerada familia rusa, incluso llegó a ser encarcelado durante la Revolución rusa acusado de espionaje, lo cual pudo haberle costado la vida. Tras su liberación, Alekhine huyó a occidente y terminó adquiriendo la nacionalidad francesa. Fue un individuo formal, aplicado y serio, sin el gusto por lo mundano de Capablanca. La misma actitud aplicó al ajedrez, cuya teoría estudiaba concienzudamente. No era especialmente simpático ni tenía las habilidades sociales de Capablanca, lo cual le mantuvo más alejado de los aplausos del gran público, pero entre los ajedrecistas y aficionados despertaba admiración por la originalidad y brillantez de sus espectaculares partidas.
Aunque no fue un niño prodigio, sí mostró un
talento natural bastante considerable, aunque de naturaleza distinta al de Capablanca. De hecho, hoy también se considera a Alekhine un genio y es por ejemplo uno de los ídolos de Garry Kasparov. Su arma era la imaginación, la fantasía. Le gustaba jugar al ataque, con complicadísimas combinaciones de jugadas ofensivas que causaban el terror entre sus rivales (excepto, claro, Capablanca, a quien nunca ganaba) y que le solían valer premios a la partida más bella en muchos torneos donde participaba. Pese a su imagen de individuo seco y estudioso, cuando se ponía a jugar era poseído por el espíritu artístico y buscaba el camino más enrevesado para llegar a su objetivo. Capablanca decía amar la sencillez, pero Alekhine buscaba el juego más complicado e imprevisible posible. Una curiosa paradoja: Capablanca, un bohemio en la vida, tenía un estilo de ajedrez que era bastante simple y metódico. Alekhine, un individuo metódico en la vida, tenía un estilo imaginativo y arriesgado.
El gran Leontxo García probablemente explicaría
esta paradoja en téminos de temperamento. Capablanca era un hombre pacífico y esa placidez se transmitía en su juego “tranquilo”. Alekhine, en cambio, era muy competitivo e incluso con momentos de cierta agresividad, lo cual se traducía en un juego de ataque. El ajedrez, ese fascinante espejo del alma humana.
La evolución de Alekhine se produjo a la sombra
del ascenso y reinado del cubano. Alekhine se estableció como un sólido número dos del mundo y cuando acudía a un torneo —en el que no estuviese Capablanca— solía vencer, mostrando que también él era bastante superior al resto. No tenía la misma capacidad instintiva del campeón para descifrar al instante una posición sobre el tablero. Sin embargo, si hablamos de imaginación, la suya no tenía parangón. Se dejaba llevar de tal manera por su inspirado talento para componer complicadas combinaciones de jugadas que él mismo tuvo que aprender a ponerle las riendas a su inagotable fantasía, porque eso le llevaba a correr excesivos riesgos: “he tenido que trabajar duramente para erradicar la peligrosa ilusión de que en una mala posición puedo, siempre o casi siempre, conjurar una inesperada combinación de jugadas para librarme de las dificultades”. Bajo la imagen adusta de un jugador serio y metódico se ocultaba la efervescente creatividad de un verdadero creador de belleza. Pero la fantasía en ajedrez implica imperfecciones. Alekhine tenía un juego fantasioso y por tanto ligeramente imperfecto. Capablanca se alimentaba de las imperfecciones del rival con suma facilidad. Resultado: Alekhine no podía con él.
Empezaron siendo amigos, e incluso se reunían
para practicar y comentar jugadas. Pero la obsesión de Alekhine con el ajedrez tenía que pasar factura a la relación tarde o temprano. Conforme el ruso mejoraba y empezaba a triunfar en los torneos, sentía la creciente frustración de saber que Capablanca era el número uno y lo iba a seguir siendo sin esforzarse lo más mínimo. Y para colmo con un juego bastante más simple y monótono, menos bello, que el suyo propio. Alekhine se estrujaba el cerebro componiendo grandes sinfonías ajedrecísticas para vencer a sus rivales, pero a Capablanca le bastaba con silbar una sencilla melodía como quien pasea por el parque. Eran dos tipos muy distintos de inspiración, dos juegos opuestos, y el arte feroz de Alekhine no estaba pudiendo con la tranquila lógica innata de Capablanca.
En 1926 Alekhine tenía ya la magnitud suficiente
como para ser considerado el principal aspirante a desafiar al campeón. Pero Capablanca demandaba una bolsa bastante elevada a quien quisiera disputarle el título y Alekhine, que no disponía de ese dinero (sus bienes familiares habían sido embargados tras la revolución rusa), no encontraba patrocinadores. V. Un botín de 10.000 dólares Si alguien hojease un libro de historia y leyese lo que Capablanca y Alekhine solían decir uno acerca del otro, pensaría quizá que se respetaron y admiraron hasta la muerte. Los elogios mutuos nunca faltaron en las declaraciones públicas de ambos, ensalzando sobre todo las virtudes ajedrecísticas del rival. Eran dos hombres elegantes: el cubano nació en una familia criolla de tradición militar y el ruso procedía de la aristocracia moscovita. Individuos refinados con los que no iba eso de menospreciarse públicamente ante la prensa. Pero lo cierto es que tras el campeonato de 1927 la relación entre ambos se fue deteriorando progresivamente hasta llegar a extremos de verdadero encono. Con los años se llegó a un punto en que no se dirigían la palabra ni siquiera para solicitar tablas en mitad de una partida, para lo cual recurrían a la intermediación del árbitro. Dos jugadores que habían sido, si no amigos, al menos cordiales colegas durante épocas pasadas. ¿Qué sucedió entre ellos?
Habría que empezar explicando cómo se
organizaban los encuentros por el título mundial, porque en ello radica la clave de lo acontecido tras la inesperada derrota de Capablanca. Por entonces no existía un campeonato mundial reglamentado, y los “matches” por la corona se negociaban de forma parecida al boxeo. El aspirante presentaba unas condiciones económicas, y si al campeón le convenían dichas condiciones y se llegaba también a un acuerdo sobre el formato del “match” (nº de puntos, sede, etc.) aceptaba poner su corona en juego. Esta forma arbitraria de negociar los mundiales podía conducir a que el campeón vigente terminase no enfrentándose a sus principales rivales, y aunque los ajedrecistas se consideraban gente honorable, no dejaban de ser humanos. Por ejemplo, cuando el alemán Emmanuel Lasker era todavía campeón pero ya estaba claro que Capablanca era el principal aspirante, Lasker había tardado más de la cuenta en aceptar enfrentarse al cubano, lo cual retrasó unos años la llegada de Capablanca a la cumbre. El alemán sólo accedió a enfrentarse a él cuando el clamor de que el caribeño era el mejor jugador del mundo resultaba prácticamente unánime.
Para evitar que se repitiese este tipo de situación,
cuando Capablanca ganó el título llegó a un acuerdo firmado con los jugadores más importantes del momento. Convinieron algunas cláusulas para organizar los enfrentamientos. El campeón pondría el título en juego una vez al año, pero únicamente si el aspirante le ofrecía una bolsa de 10.000 dólares de la época. De esa cantidad, el campeón recibiría un anticipo de 2.000 dólares, y el resto se repartiría después del match: un 60% para el vencedor, un 40% para quien hubiese perdido. Esas condiciones le aseguraban a Capablanca, un mínimo de 5.200 dólares cuando aceptase jugar, aunque perdiese su título. Una más que considerable cantidad para la época. Como decimos, los demás maestros aceptaron estas nuevas reglas, pero en el ajedrez pre- profesional de los años 20, aquella cifra de 10.000 dólares era muy difícil de reunir. Durante mucho tiempo, ninguno de los principales rivales de Capablanca fue capaz de recaudar ese dinero. Jugadores como Rubinstein, Nimzowitsch y el propio Alekhine desafiaron al cubano con las manos vacías en varias ocasiones, pero Capablanca se negó a jugar porque no tenían los 10.000 pactados. En siete años de reinado y siempre siguiendo las reglas acordadas, Capablanca no puso su corona en juego.
Hasta que la intervención del gobierno argentino,
que se ofreció a pagar la bolsa requerida y a organizar el match, permitió que los dos mejores ajedrecistas de la época se enfrentasen en 1927 para disputarse el título mundial. Un confiado Capablanca y un angustiadísimo Alekhine se iban a ver las caras en Buenos Aires. Casi todos los grandes maestros pensaban no ya que Capablanca iba a vencer el match, sino que arrasaría. Se dice incluso que José Raúl Capablanca pasó la noche previa a la primera partida en compañía de una conocida actriz argentina. Estaba a punto de comenzar el match por el título mundial, y el campeón retozaba entre las sábanas a pocas horas del enfrentamiento crucial. No estaba lo que se dice concentrado en su ajedrez. VI. La batalla de Buenos Aires “No sé qué me pasa”
Fue lo primero que dijo José Raúl Capablanca al
terminar la primera jornada. Su indisciplina le había pasado factura. Acababa de perder una partida contra Alekhine por primera vez en su vida y probablemente se arrepentía de no haberse tomado el enfrentamiento lo bastante en serio, de haberse dispersado justo antes del comienzo de la final. La victoria inicial de Alekhine fue una pequeña sorpresa, pero parecía fácil de explicar porque Capablanca no había estado completamente centrado. Sin embargo, durante las siguientes partidas el cubano le dio rápidamente la vuelta al resultado: tras unas tablas en la segunda partida (ambos jugadores parecían tan sorprendidos por lo sucedido en la primera que jugaron con mucha cautela) y, ansioso por igualar, se impuso con claridad en la tercera. 1-1. El empate a un punto se convirtió en ventaja de 2-1 para el vigente campeón cuando ganó también la séptima partida. Se había recuperado en sólo seis partidas y el susto inicial, creían muchos, se había quedado en eso: en un simple susto.
Pero aunque Capablanca había tomado por fin la
delantera, algo no estaba marchando como se suponía que debía marchar. Alekhine no estaba jugando exactamente con el estilo que se esperaba de él. Su juego era ahora más posicional, más lógico y más seguro. Más parecido al del cubano, algo que nadie había previsto. Era como ver a Federer imitando repentinamente el estilo de Nadal, o viceversa. Y lo más sorprendente, no se percibía la apabullante superioridad de otros tiempos, cuando Alekhine estaba condenado a aspirar —como mucho— al empate. Capablanca se había respuesto rápidamente con dos victorias pero estaba teniendo que trabajárselas más de lo previsto. El ruso estaba jugándole casi de tú a tú… ¿cómo era posible?
Convencido de que nunca podría vencer al
campeón con sus arriesgadas combinaciones imprevisibles en las que Capablanca encontraría siempre fallos que aprovechar, Alekhine había pasado mucho, muchísimo tiempo estudiando el estilo de su rival. En una época donde se consideraba que el ajedrez de Capablanca era inatacable porque sencillamente se basaba en la superioridad genética de sus procesos de pensamiento, Alekhine se había tomado la —en principio inservible— molestia de analizar al más mínimo detalle cuáles eran los tics habituales del estilo del campeón, cómo solía concebir sus planes, cómo respondía a los planes del contrario. Alekhine, el artista, había trabajado duramente para ser capaz de jugar también de forma muy parecida a una máquina. Aquella transformación estilística hasta el punto de casi equiparar su juego al de alguien que lo hacía de manera natural desde los cuatro años de edad era algo que nadie había considerado posible. Y mucho menos lo había creído posible el propio Capablanca. Durante aquella final, incluso las partidas que terminaban en tablas estaban empezando a ser tensas, disputadas y costosas. Pese a la ventaja del campeón, el público y los comentaristas se agitaban ligeramente sorprendidos. Alekhine, usando términos pugilísticos, había dejado de salir al ring para noquear al contrario como era su costumbre; ahora se limitaba a responder a cada golpe de Capablanca con un golpe similar.
En tales circunstancias de imprevista “casi”
igualdad, un 2-1 a favor de Capablanca, empezó a parecer una ventaja demasiado pequeña: bastaba un pequeño cambio para que la “casi” igualdad se transformase en igualdad completa. El ambiente de la final, pese a que sólo se había llegado a un desenlace decisivo en tres partidas, empezó a espesarse y la tensión crecía día a día. Era como ver a Mozart sentado al piano improvisando, y que de repente otro músico hubiera sido capaz de improvisar prácticamente tan bien como él.
Otro golpe. En la undécima partida, Alekhine
simplificó el juego haciendo precisamente lo que tradicionalmente había convenido a Capablanca y lo opuesto de lo que le había convenido a él. Jugando con la “sencillez” característica de su rival, Alekhine llegó al final de la partida con un peón pasado, una ligera ventaja de las que tan bien había explotado el cubano durante su carrera. En un larguísimo, tenso y delicadísimo final de partida, donde el más imperceptible error podía suponer la derrota, Capablanca se intentó defender como gato panza arriba ante alguien que estaba jugando exactamente a lo mismo que él había jugado siempre, y además haciéndolo igual de bien. Alekhine, con una precisión y sangre fría admirables, conservó su pequeña ventaja para llegar a un desenlace —milimétrico— a su favor. Empate a 2. El ruso había igualado la eliminatoria haciendo lo que se consideraba imposible: ganando a Capablanca con el propio estilo de Capablanca, en su propio terreno y con sus propias armas.
Aquella segunda derrota ya no podía ser
considerada un accidente. Quienes analizaban la partida se daban cuenta de que, simple y llanamente, Alekhine había sobrepasado al cubano en su propio juego. El “shock” que sufrió el hasta entonces intocable Hijo de los Dioses fue tan pronunciado que perdió también la siguiente partida, en la que afectado por una repentina inseguridad no consiguió estar suficientemente concentrado y seguro de sí mismo. 3 a 2 a favor del aspirante, y lo que había sido un paseo cantado para el campeón se estaba transformando en un drama psicológico al que la prensa empezó a describir como “una guerra”.
Capablanca, sin embargo, se recompuso del bache
provocado por el repentino descubrimiento de que había alguien en el mundo que podía sobrepasarle en su especialidad y volvió a concentrarse en defender su título. Pero para entonces Alekhine no sólo había comprobado que podía plantarle cara sino que sabía que el tiempo jugaba a su favor. Era un jugador acostumbrado a la lucha y la tensión continuas, mientras Capablanca siempre lo había tenido fácil; nunca había tenido que luchar para vencer y no estaba acostumbrado a los titánicos esfuerzos mentales —y sobre todo anímicos— que requería un enfrentamiento largo y duro. Era el Mozart del ajedrez, sin duda, y podía sentarse ante el piano y tocar con más facilidad que nadie… pero Alekhine le estaba obligando a construirse un piano nuevo desde cero. Ese era una clase de esfuerzo que Capablanca jamás había tenido que afrontar.
Con Alekhine por delante en el marcador la batalla
se transformó en una tortura mutua. Con un igualadísimo nivel de juego terminaron en empate nada menos que ocho partidas consecutivas, y no eran empates fáciles, sino luchas intensísimas marcadas por la incertidumbre. La final llevaba camino de cumplir un mes, estaba habiendo muchas partidas en tablas y quedaba todavía mucho por decidir. Nadie había esperado una batalla tan épica. Quienes había vaticinado que Capablanca barrería (esto es, prácticamente todo el mundo del ajedrez, salvo excepciones como el gran maestro Richard Reti, quien — contracorriente— previó lo que iba a suceder) ni siquiera sabían qué decir al respecto. Si se miraba las partidas sin saber quién llevaba blancas o negras, apenas podía distinguirse a uno del otro. Todo el estudio y preparación de Alekhine habían dado su fruto y había alcanzado por el trabajo el mismo nivel de claridad que Capablanca tuvo desde niño como un regalo de la naturaleza. A lo que había que añadir su fantasía ofensiva —que apenas estaba empleando, pero que podía surgir en cualquier momento— y su entrenamiento, disciplina y capacidad de lucha, muy superiores a las del campeón cubano, acostumbrado a divertirse entre una partida y otra.
Fue un ejemplo de cómo la preparación en ajedrez
iba a marcar el futuro de ese deporte. Tras los ocho tortuosos empates consecutivos Alekhine ganó una nueva partida, adelantándose 4-2… ya sólo necesitaba dos victorias para ser campeón y la tensión alcanzó niveles volcánicos. Se mascaba el drama no ya en cada partida, sino en cada movimiento. Después vinieron ¡otros siete empates seguidos! que no modificaban el marcador pero iban agotando progresivamente a Capablanca, sometido a una presión y exigencia completamente nuevas para él.
La partida nº29 (ya llevaban veintiocho partidas,
¡y sólo seis veces habían podido quebrarse mutuamente! Ambos jugaban como máquinas, sin cometer apenas errores …estaba siendo el match por el título más largo que se había visto jamás) fue ganada por el campeón, pero supuso un canto de cisne para el gran Capablanca: en otra larguísima y tensa demostración de sutilezas posicionales por parte de ambos jugadores, el cubano llegó al final con un peón de ventaja y lo aprovechó con su metódica precisión… no sin tener que esforzarse ante la tenaz resistencia del aspirante. 4-3. Capablanca se había acercado en el marcador, pero para entonces ya era demasiado tarde y había alcanzado sus límites de resistencia. Abrumado por semanas y semanas de insoportable tensión emocional su poder fue quebrantado por Alekhine quien, bastante más entero, durante las cinco partidas siguientes se anotó las dos victorias que necesitaba. Así pues, Alexander Alekhine, el hasta entonces eterno número dos, se proclamó en el nuevo Campeón del Mundo, con un resultado total de +6-3=25 (¡veinticinco durísimos empates en total!) frente a la “máquina del ajedrez”. El mundo de las sesenta y cuatro casillas entró en estado de “shock”. El invencible había sido vencido.
La derrota de Capablanca fue un acontecimiento de
enorme repercusión internacional, porque parecía romper el aura mágica que había rodeado al que era considerado uno de los mayores genios vivientes, un intelecto superior que había despertado intriga y admiración a lo largo y ancho del globo.
Por descontado, ni que decir tiene, la palabra que
inmediatamente estuvo en boca de todo el mundo era la palabra “revancha”. Era de dominio público que Capablanca había descuidado su preparación y Alekhine, a base de estudio y análisis, le había superado por sorpresa. Pero, ¿qué ocurriría si por una vez en su vida el genio cubano se ponía a trabajar en su entrenamiento? ¿Podría Alekhine seguir estando a su nivel? Capablanca se mostraba visiblemente ansioso, casi desesperado, por celebrar esa esperadísima revancha cuanto antes. Siempre se había tomado el ajedrez con la ligereza propia del virtuoso elegido por algún designio celestial, pero ahora recuperar su título y su estatus era cuestión casi de vida o muerte. Desde que tuvo cuatro años de edad nada ni nadie había puesto en tela de juicio su grandeza… hasta que Alekhine le había destronado con todos los méritos y sin excusas posibles. Era hora de vengarse. Pero la rivalidad iba a tomar un giro desagradable que nadie podía prever. La rivalidad deportiva iba a transformarse en una enemistad personal repleta de rencor y odio cuando los acontecimientos no siguieron el curso esperado. Las respectivas personalidades de ambos rivales iban a revelarse en todas sus luces y sombras ante el mundo entero, en una sucesión de desencuentros que primero sorprenderían, después indignarían y más tarde frustrarían a aficionados de todo el planeta. La primera batalla había terminado, pero la guerra iba a ser eterna… y de ninguna manera limpia.
“¿Cómo pudo perder Capablanca contra mí?
Debo confesar que ni siquiera ahora soy capaz de responder a esta pregunta con certeza, dado que en 1927 yo no creía que fuese superior a él. Quizá la principal razón de su derrota fue la sobreestimación de sus propios poderes — producto de la arrolladora victoria en el torneo de Nueva York de ese mismo año— y su infravaloración de los míos.” (Alekhine)
Pocas revanchas deportivas han sido tan esperadas
como las de algunos célebres campeonatos mundiales de ajedrez. Es un deporte que, o bien pasa desapercibido para el gran público, o bien produce de la nada fenómenos publicitarios mundiales como lo fueron Paul Morphy a mediados del siglo XIX, o Fischer, Kárpov y Kaspárov durante el siglo XX. El cubano José Raúl Capablanca fue uno de aquellos fenómenos. La gente se hacía muchas preguntas sobre él. ¿Qué había dentro de la cabeza de “la máquina de ajedrez”? ¿Podría alguien vencerle alguna vez? Algunos llegaron a decir que Capablanca había “resuelto el ajedrez”, como si en su portentoso cerebro se ocultase el secreto mágico que permitía leer la más complicada posición de una partida, visualizando en un instante decenas o centenares de ramificaciones matemáticas y geométricas. El gran maestro cubano tenía intrigado al mundo, y sus anómalas dotes capturaban la imaginación del público.
Pero en 1927, tras un agónico match de treinta y
nueve partidas que tuvo en vilo incluso a personas que nada sabían sobre este juego, el divino Capablanca, el invencible rey de los tableros, había sido derrotado de manera épica por el ruso Alexander Alekhine, que le había arrebatado el título para conmoción del mundo entero. Ahora, naturalmente, tocaba impacientarse mientras llegaba la ansiosamente esperada revancha.
“El doctor Alekhine siempre juega bien. El título
de campeón está en buenas manos” (Capablanca)
Nada más obtener el título, Alexander Alekhine se
mostró públicamente dispuesto a ofrecer una revancha a Capablanca, en idénticas condiciones, tal y como todo el mundo esperaba. Periodistas y aficionados contaban ansiosamente los meses para el nuevo encuentro y Capablanca estaba más que desesperado por jugar e intentar recuperar la corona perdida. Comenzaron las negociaciones sobre las condiciones de competición mientras “la máquina del ajedrez” trataba de encontrar patrocinadores para cubrir aquella bolsa de 10.000 dólares. VII. Esperando la revancha Mientras surgía la oportunidad de intentar recuperar el trono, el cubano se empeñó en seguir demostrando que, pese a todo, era todavía el número uno. Perder el título mundial por sorpresa no le desmotivó, sino más bien todo lo contrario, y redobló sus energías. Entre 1928 y 1931, Capablanca jugó diez torneos de primer nivel. Ganó nada menos que siete de ellos, y en los tres restantes quedó segundo por muy poco. Jugó a un nivel apabullante. El recuento total de partidas de ese periodo habla por sí solo: +67-4=45. Es decir, sólo cuatro derrotas frente a ¡sesenta y siete victorias! Una estadística formidable. Además, su proporción de partidas ganadas respecto a partidas entabladas era, como se ve, también espectacular. Capablanca seguía en plena forma, eso era un hecho. Los espectadores y los periodistas se frotaban las manos: un nuevo “match” entre los dos más grandes ajedrecistas del mundo podría ser tanto o más dramático y emocionante que el primero.
Pero las negociaciones entre Alekhine y
Capablanca empezaron a alargarse inexplicablemente, complicándose bastante más de lo previsto. En varias ocasiones parecía haber un inminente acuerdo, pero a última hora siempre se arruinaba la posible organización del match porque Alekhine nunca estaba satisfecho con las condiciones de competición propuestas.
Después de 1929, la impresión dejó de ser tan
“ligera” y se convirtió en una certeza. Capablanca finalmente reunió los 10.000 dólares necesarios para jugar, pero se produjo una coyuntura imprevista: el desplome de la Bolsa durante el fatídico “lunes negro” de Wall Street, que trajo la Depresión y la devaluación de la moneda. Eso hizo que Alekhine alegase que el dólar había perdido valor, y exigió que la cantidad acordada le fuese entregada en oro. Ya no se conformaba con moneda de curso legal. Si no se le pagaba el equivalente a los antiguos 10.000 dólares en metal precioso, no habría match.
En pleno desastre monetario mundial, el cubano no
podía reunir todo el oro que Alekhine demandaba. El ruso seguía afirmando que se acogía a las condiciones pactadas años atrás y que sería injusto para él recibir un papel moneda cuyo valor intrínseco se había desplomado. Capablanca, en cambio, creía que Alekhine estaba saltándose el acuerdo e imponiendo nuevas condiciones.
Más allá de quién tenía o no razón, estaba
quedando patente que Alekhine se estaba escudando en cuestiones monetarias para no jugar con el único rival de su misma magnitud que había en el mundo del ajedrez. El ruso pedía cantidades exorbitantes cuando se le invitaba a un torneo donde estuviese presente Capablanca; cantidades que los organizadores no podían asumir, así que el campeón no acudía nunca si jugaba también el cubano. Una forma como cualquier otra de evitar enfrentarse a él. Incluso se rumoreaba que a veces el ruso lo planteaba en términos más explícitos a los organizadores de dichos torneos : “o Capablanca o yo”. Así que entre 1928 y 1931, los dos mejores ajedrecistas del mundo no coincidieron nunca con un tablero de por medio.
Las cosas terminaron de quedar claras cuando el
campeón ruso sí aceptó poner su título en juego frente a Efim Bogoljubov, un buen jugador sin duda, pero que era un aspirante considerablemente inferior a Capablanca y al propio Alekhine. Para colmo, Alekhine exigió a Bogoljubov condiciones menos duras de las que las estaba exigiendo a Capablanca. El cubano, viendo cómo se celebraba un match por el título sin que él estuviese sentado ante los escaques. Se sintió enfurecido y frustrado. VIII. La escapada del campeón Alekhine había dedicado años de su vida a encontrar la forma de vencer al genio cubano, esforzándose al máximo, estudiando, preparándose, analizando… dejándose la piel mientras Capablanca jugaba al billar, acudía a fiestas de sociedad y se entretenía con bailarinas y actrices. Cuando finalmente los enormes esfuerzos del ruso dieron fruto y pudo destronar a su casi invencible adversario, Alekhine supo que la venganza de Capablanca sobre el tablero podría ser terrible. Sintió el vértigo de saber que el cubano había aprendido una valiosa lección: no debía volver a confiarse. Su talento natural era excepcional, pero necesitaba prepararse mejor para asegurarse la victoria. Y si a Alekhine le había costado tanto vencer a un Capablanca que no había entrenado, ¿qué sucedería si el cubano decidía ponerse a trabajar duramente antes de una hipotética revancha?
Como veníamos diciendo, tras su derrota de 1927,
Capablanca perdió quizá parte de su aura, pero no de su superioridad ajedrecìstica. Seguía siendo el mejor, o como mínimo seguía estando a la altura del nuevo campeón, aunque no había forma de comprobarlo puesto que nunca jugaban en las mismas competiciones. Capablanca, decepcionado y dolido por el curso de los acontecimientos, comenzó a detestar visceralmente a Alekhine. Pero comprendió finalmente que la revancha no se iba a producir, que Alekhine le evitaba incluso en los torneos y que por tanto no iba a tener ocasión de vengarse sobre los tableros, no pudo evitar desanimarse. En 1931, Capablanca perdió el interés por el ajedrez competitivo. Jugó un último match de diez partidas contra uno de los grandes jugadores del momento, el holandés Max Euwe, y ganó con un resultado de +2-0=8. Pero ya no estaba motivado. El Mozart del ajedrez abandonó los tableros.
Durante los años siguientes, José Raúl Capablanca
no volvió a aparecer en la competición de élite. Sólo se dejaba ver por el club de ajedrez de Manhattan para jugar algunos torneos informales, sobre todo de ajedrez rápido o “blitz”, el equivalente ajedrecístico de la pachanga futbolística.
A sus cuarenta y pocos años, Capablanca estaba
virtualmente retirado… mientras Alekhine seguía ciñendo la corona. Aunque a nivel puramente ajedrecístico, el ruso siguió demostrando que era un jugador temible y que, salvo Capablanca, tampoco había en el mundo rivales para él. Durante aquellos años Alekhine ganó todos los torneos en donde se presentó, con unas estadísticas espectaculares que no tenían mucho que envidiar a las del propio cubano. Todo el juego posicional y la teoría que Alekhine había estudiado para superar el casi imbatible juego instintivo del “Mozart del ajedrez” se unía a su inagotable fantasía ofensiva, y el ruso seguía produciendo verdaderas obras maestras del ajedrez de ataque que asombraban a propios y extraños. Tras 1931, ya sin Capablanca en competición, el ruso ejerció un dominio aplastante sobre todos los demás jugadores.
No sabemos cuál hubiese sido el resultado si se
hubiese producido un match por el título antes de la retirada de Capablanca en 1931, cuando ambos estaban todavía en sus mejores años, pero la opinión más generalizada es la de que Alekhine lo hubiese tenido más difícil aquella segunda vez. IX. El retorno de Capablanca Durante varios años, el ajedrez tuvo que sobrevivir sin su principal estrella, que había abandonado la competición. Su fama no disminuyó, pero el ajedrez estaba huérfano sin él.
Pero sólo hay una cosa que puede enviar a un
hombre a la miseria tanto como sacarlo de ella y darle alas para salir adelante: una mujer. José Capablanca había llegado a perder toda la motivación y no quiso jugar durante varios años. Pero su segunda esposa, Olga Chubavorva, le dio ánimos renovados y fue en buena parte responsable de que tras un largo periodo de inactividad, el genio cubano decidiese volver al ajedrez competitivo. En 1934 el cubano empezó a dejarse ver en algunos torneos importantes. Tras unos inicios dubitativos —bastante comprensibles dado el largo paréntesis que le tenía falto de práctica— el cubano empezó a mostrar indicios de clara mejoría. Mientras luchaba por recuperar la forma, hubo un hecho que redobló su determinación de volver a aspirar al título. En 1935 Alekhine volvió a poner su corona en juego frente a un gran maestro que consideraba asequible, Max Euwe, el mismo que había perdido contra Capablanca antes de la retirada. El holandés era un gran jugador, pero como todo el resto era manifiestamente inferior a Alekhine. Se esperaba que el ruso conservara el título con facilidad, pero, para asombro de todos, perdió por un resultado muy apretado +8-9=13. Alekhine se mostró irregular, jugando bien unas partidas pero cometiendo errores incomprensibles en otras, algo hasta entonces impropio de él. Aquello le costó el título. El nuevo campeón, Euwe, dio más tarde pistas de lo que podía haber ocurrido: afirmó que Alekhine se había presentado a jugar varias partidas en condiciones de visible embriaguez. Como hoy ya sabemos, el campeón ruso se había convertido en un alcohólico durante los años en que evitaba a Capablanca. En todo caso, el abuso de la bebida le hizo perder la corona frente a un jugador que podemos considerar inferior a él.
Aquello podría reabrir las puertas del título para
Capablanca. Pero Euwe, que era bastante más deportivo que Alekhine, le ofreció una rápida revancha y el ruso, temporalmente sobrio, despejó todas las dudas sobre su juego. Esta vez sí, Alekhine aplastó a Euwe por +10-4=11 y recuperó el título. Su talento no había desaparecido. Sus ganas de obstaculizar una revancha con Capablanca, tampoco.
Capablanca, sin embargo, volvía a soñar con
disfrutar la oportunidad de una revancha: Alekhine ya había jugado dos finales con Boljojugov, y otras dos con Max Euwe. Nada menos que cuatro campeonatos mundiales: el quinto, por fuerza, tendría que se contra Capablanca. Aquello le impulsó lo suficiente como para recuperar buena parte de su antiguo poder. En 1936 Capablanca ya tenía cuarenta y ocho años, pero sorprendió a todos con uno de sus grandes años ajedrecísticos. Jugó a un altísimo nivel que volvía a colocarle en lo más alto, como si la edad y los años de retiro no le pesaran lo más mínimo. Primero ganó un torneo en Moscú sin perder una sola partida, superando a algunos potentísimos nuevos valores como el futuro campeón mundial Mikhail Botvinnik, el hombre que terminaría iniciando el periodo de total dominio soviético algunos años más tarde. Tras esa brillante victoria en Moscú, Capablanca acudió a otro importantísimo torneo, en Nottingham, donde iba a estar presente la plana mayor del ajedrez de la época: Botvinnik, Euwe, Reshevsky, Vidmar, Tartákover… y Alexander Alekhine. El ruso, probablemente por cuestiones monetarias, no pudo evitar cruzarse finalmente con Capablanca, después de casi una década de no haberse sentado en el mismo tablero en competición oficial.
La noticia de que Capablanca y Alekhine se iban a
volver a enfrentar corrió como la pólvora. La gente se dispuso a seguir el torneo con el morboso interés de quien durante años y años ha esperado el siguiente episodio de su serial favorito para conocer el desenlace. Aunque sólo iban a encontrarse en una partida aislada y lo único que había en juego era un punto, el cruce entre los dos genios del ajedrez era todo un acontecimiento. Prensa y público, lógicamente, se tomaron aquella partida como el sustitutivo de la revancha todavía no celebrada, un poderoso placebo para decidir — de manera no oficial— quién era “el verdadero campeón”. Ni que decir tiene, prácticamente todo el planeta deseaba ansiosamente ver ganar al cubano. X. Las dos torres El estilo de juego de aquella partida no recordó a las correosas maniobras posicionales del mundial de 1927, sino que fue más bien un duelo de triquiñuelas, como si Capablanca estuviese jugando a “cazar al cazador”. Alekhine hizo una de sus famosas combinaciones enrevesadas, para quedar con una muy ligera superioridad de piezas (dos poderosas torres frente a dos alfiles y un caballo). Era justo la clase de combinación con la que Alekhine había vencido a tantos de sus rivales. Pero resultó que Capablanca había entendido mejor la combinación y, haciendo creer a su rival que tenía la sartén por el mango, “se dejó hacer”, previendo de antemano un final de partida donde, pese a su ligera inferioridad material, tenía una posición mucho mejor, en la que las dos torres de Alekhine quedaban aisladas. El ruso entendió que no podía ganar y se rindió, para perplejidad de analistas y espectadores, que en un principio no terminaron de entender por qué no seguía jugando una partida en la que parecía poder optar, como mínimo, a unas tablas. Pero, efectivamente, Capablanca le había ganado en su propio terreno, el de las combinaciones geniales, con una sutileza propia del viejo campeón.
Tras desquitarse con aquella brillante victoria
sobre su denostado enemigo, el cubano finalizó el torneo a un extraordinario nivel, compartiendo el primer lugar con Botvinnik, mientras Alekhine, gracias a la derrota frente a Capablanca, se veía relegado a una más modesta sexta posición. Lo único que impidió al cubano ganar en solitario fue una partida perdida de forma inesperada frente al checo Salo Flohr, en la que Capablanca perdió un punto crucial contra pronóstico —y un punto en ajedrez es mucho—, pero aun así la impresión que dejó en el torneo fue la de que volvía a ser el mejor jugador del mundo. Cómo no, mucha gente tomó la victoria sobre Alekhine como una muestra de la innata superioridad del cubano a la hora de evaluar la posición, y una evidencia palmaria de por qué Alekhine sentía tanto terror ante una posible revancha. Capablanca merecía una revancha. Tenía que haber una revancha.
Pero la exhibición de Nottingham fue el canto del
cisne del gran Capablanca. El glorioso retorno a la cumbre no duró mucho más. Alekhine siguió sin ofrecerle una revancha, se repitieron las circunstancias de años anteriores, y ya llovía sobre mojado. Capablanca se percató rápidamente que el campeón seguiría buscando cualquier excusa para no darle la oportunidad de desafiarle, y se desanimó nuevamente. Su nivel de juego empezó a decaer de manera muy pronunciada, aunque esta vez no influía sólo su desánimo, sino una hipertensión mal diagnosticada que empezó a causarle serios problemas incluso durante algunos torneos. También el juego de Alekhine estaba decayendo debido a la edad y el alcoholismo, aunque mantenía el título porque siempre se las arreglaba para jugárselo frente a los rivales asequibles.
Capablanca y Alekhine se encontraron de nuevo en
1938, durante un torneo en Holanda, aunque ya ninguno de los dos podía ser considerado el mejor. En dicho torneo, Capablanca obtuvo la peor clasificación de su carrera (una séptima posición) ya que estaba padeciendo síntomas de su enfermedad. En el torneo a doble ronda, los viejos rivales jugaron dos partidas, las últimas dos veces que el mundo les contemplarían sentados ante un mismo tablero. Empataron una de las partidas, donde negociaron las tablas a través del árbitro porque no querían hablarse. La otra partida se celebró justo el día en que Capablanca cumplía cincuenta años, además de haber sufrido nuevamente las consecuencias de su mal estado de salud. En un estilo de juego abierto y lleno de riesgos que convenía perfectamente a Alekhine, Capablanca perdió por sobrepasar el límite de tiempo. Era sólo la segunda vez en toda su vida que su reloj alcanzaba el límite durante una partida oficial, ya que la rapidez de pensamiento había sido siempre su principal característica. Pero la hipertensión estaba afectándole seriamente. Fueron dos partidas crepusculares entre dos genios que afrontaban el declive; aun así, seguían despertando el morbo de ver a los dos enemigos irreconciliables en otro duelo de voluntades, pero ya no eran los mismos de antaño.
El estallido de la Segunda Guerra Mundial terminó
de hacer imposible una revancha que, de todos modos, ya nadie esperaba que tuviese lugar. Capablanca se retiró nuevamente de la competición, esta vez de manera definitiva. Como había hecho durante su primer retiro, sólo aparecía por el club de ajedrez de Manhattan para jugar u observar partidas informales. En 1942, mientras miraba una de aquellas partidas, se levantó de repente, pidió ayuda para quitarse el abrigo, y a continuación se desplomó inconsciente en el suelo. Ingresado en el hospital, murió a las pocas horas a causa de una hemorragia cerebral, producida por la hipertensión crónica que padecía. El mundo acababa de perder a uno de los genios innatos más notables de la historia. Tenía cincuenta y tres años.
Alekhine recibió la noticia con palabras de elogio
para quien, según él, era “el más grande ajedrecista que había existido”. El ruso, ahora ciudadano francés, no dejó de ser un personaje polémico hasta el último día de su vida. Tras la guerra, Alekhine —considerado casi un colaboracionista— se refugió en la España franquista. Ya no se le invitaba a torneos celebrados en otros países occidentales, aunque sí jugó en España, donde el nuevo niño prodigio del ajedrez, Arturo Pomar, logró empatarle una partida.
Su fuerte carácter tampoco contribuyó a que el
público le tuviese demasiado afecto. Una de las anécdotas más célebres que se le atribuyen sucedió en una aduana, por la que pretendía pasar sin identificarse tras haber extraviado su pasaporte. Ante los impedimentos de los funcionarios, él respondió airado: “Soy Alexander Alekhine, campeón mundial de ajedrez, ¡no necesito pasaporte!”.
Tras unos últimos años marcados por oscuras
polémicas, además de por el alcoholismo, y como no podía ser menos, tenía que protagonizar una muerte igualmente controvertida. Alexander Alekhine murió en 1946 —también a la edad de cincuenta y tres años, como Capablanca— manteniendo todavía el título de campeón mundial. Su fallecimiento se produjo a causa, oficialmente, de un ataque al corazón. El cadáver fue encontrado aún sentado a la mesa estudiando frente al tablero; tiempo después correrían ríos de tinta sobre las enigmáticas circunstancias de su muerte. Pero un supuesto testigo de la autopsia destapó la noticia de que realmente había fallecido por un trozo de carne sin masticar que había taponado su tráquea, asfixiándole. La supuesta disparidad entre esa autopsia y el motivo oficial de su muerte disparó los rumores de que pudo haber sido asesinado por un comando secreto, como venganza por su colaboracionismo con los nazis. Sea o no cierto, la tétrica controversia sobre su misterioso adiós no podía estar más en consonancia con la oscuridad del personaje. XI. Dos genios, dos estilos, un legado. “Una vez, durante un torneo en Moscú, un grupo de maestros analizaba el final de una partida. No podían encontrar la jugada correcta y mantenían muchas discusiones. De repente, Capablanca entró en la habitación. Le gustaba caminar mientras era el turno de jugar de su oponente. Comprendiendo la razón de la disputa, el cubano se inclinó sobre el tablero, dijo ‘sí, sí’ e inmediatamente redistribuyó todas las piezas para mostrar la posición correcta que permitía ganar la partida. No exagero. Don José literalmente empujó las piezas, sin hacer siquiera las jugadas en orden. Sencillamente las puso en los lugares que consideraba necesarios. De repente, todo quedó claro. Allí estaba el esquema correcto de la posición, ahora la victoria era fácil” (Alexander Kotov)
“A diferencia de Fischer, con su propensión a la
claridad, y de Kárpov, educado en las partidas de Capablanca, desde mis años más jóvenes estuve enormemente influido por el juego de Alekhine, y fascinado por el suceso sin precedentes de su victoria en el match contra Capablanca de 1927. He admirado el refinamiento de sus ideas, y he intentado en la medida de lo posible emular su furioso estilo de ataque, con sus repentinos y atronadores sacrificios” (Garry Kaspárov)
“Era imposible ganar a Capablanca, contra
Alekhine era imposible jugar” (Paul Keres)
La historia del ajedrez está huérfana de dos
grandes acontecimientos, hitos que tenían que marcar el destino del reino de Caissa, pero que nunca se llegaron a celebrar. Uno fue el campeonato mundial entre Fischer y Kárpov, que nunca tuvo lugar porque Fischer, tras proclamarse campeón, había desaparecido del mapa y se negó a reaparecer aunque ello le costase la pérdida del título. El otro acontecimiento fue, claro, la revancha nunca celebrada entre Alekhine y Capablanca. Es como un gran agujero negro en mitad de una, por otra parte, muy rica historia.
Pero aunque su rivalidad quedase tristemente
incompleta, ambos marcaron un antes y un después en el mundo del ajedrez; más allá de su agria rivalidad personal establecieron dos escuelas de juego totalmente opuestas, que han seguido vivas a través de los años. Los jugadores amantes del juego de ataque, del ajedrez bello, retorcido y fantasioso —jugadores como Mikhail Tahl o Garry Kaspárov— se inspiraron fundamentalmente en las partidas de Alekhine. Los jugadores amantes del orden, la claridad y la lógica posicional, como Bobby Fischer o Anatoly Kárpov, aprendieron su estilo de Capablanca. La distinción entre jugadores ofensivos y posicionales existía ya desde el siglo XIX, pero fueron Capablanca y Alekhine quienes redefinieron esos roles para siempre.
Capablanca, además, tuvo un papel muy importante
en la difusión social del ajedrez, gracias a su fama y su perfecto papel como embajador del juego en todo el mundo. Fue un hombre admirado y querido por el público, una auténtica estrella que llevó los tableros a las portadas de los periódicos. Su prodigioso talento natural le dio al ajedrez una aureola que no podría darse en otro deporte, sino más bien en la música, el arte o la ciencia; la del niño prodigio intelectualmente superior. Hubo genios ajedrecísticos antes que él, pero Capablanca rodeó la figura del genio de un halo casi místico. Durante décadas, a los nuevos valores del ajedrez y sobre todo a los niños prodigio se les comparaba con Capablanca (como hoy se les compara con Bobby Fischer).
Alekhine, en cambio, no dejó tras de sí una imagen
positiva (aunque, con el tiempo, las leyendas negativas pueden ser tanto o más fascinantes) e incluso durante sus últimos años finales se le llegó a detestar con bastante vehemencia. Pero más allá de las facetas oscuras de su personalidad, es innegable que Alekhine aportó dos cosas fundamentales al ajedrez. Una, el gusto por la belleza artística del juego, por el componente estético de las partidas repletas de movimientos asombrosos e inesperados… algo que Capablanca no hacía y que de no ser por Alekhine hubiese pasado desapercibido durante aquellos años. Y dos, la demostración de cuán importante es el estudio y la preparación en el ajedrez de élite. Aunque siempre pesará sobre Alekhine haberle negado la revancha a Capablanca, el hecho mismo de haberle podido vencer tuvo una importancia capital en el desarrollo del ajedrez posterior. Alekhine demostró al mundo que no había nadie lo bastante superdotado como para que no se le pudiera vencer con la debida preparación. Creó la disciplina del jugador moderno: el talento natural no basta. El ajedrez era un arte para él, pero al igual que un músico, el ajedrecista sólo da lo mejor de sí con el estudio y la práctica. Capablanca fue el último de los campeones bohemios. Después de Alekhine, el campeonato mundial de ajedrez ha pertenecido sólo a quienes combinan su talento innato con un trabajo agotador.
Además, esto tampoco se puede obviar, las
partidas de Alekhine están entre las más bellas y entretenidas que ha producido el juego/arte/ciencia de las sesenta y cuatro casillas, mientras que muchas de las partidas de Capablanca son admirablemente sólidas… pero no tienen un “golpe de efecto” que haga saltar en su silla al aficionado medio. Personalmente, para quien suscribe son mucho más interesantes las partidas de Alekhine que las de Capablanca, cuyo estilo me resulta más bastante monótono, aunque lógicamente su clarividencia posicional es a menudo fascinante.
Alekhine también fue responsable de otro
considerable legado, aunque no voluntariamente: su discutible comportamiento una vez convertido en campeón y la manera calculadamente antideportiva en que retuvo el título, obligó a la FIDE a cambiar las reglas. Tras la muerte de Alekhine, se estableció un nuevo modelo que obligaría a cada nuevo campeón a jugarse el título periódicamente, y si decidía no enfrentarse al aspirante, sencillamente se le despojaría de la corona.
Fueron dos genios, de temperamento opuesto,
estilos opuestos y destinos igualmente opuestos. La historia del ajedrez les recuerda como igualmente grandes, y todo cuanto necesitan para que su rivalidad se filtre en el inconsciente colectivo — como la de Mozart y Salieri— es que alguien ruede una gran película sobre ellos, sobre cómo vivieron y jugaron el uno en torno al otro como dos estrellas que orbitan juntas en un sistema binario, robándose mutuamente la energía, intentando eclipsar el brillo del otro proyectando un brillo todavía mayor. Representaban como nadie la dualidad de la competición y de la vida, el día y la noche, la calma y la tempestad, el ying y el yang: si el público no tuviese tan poca memoria, Capablanca y Alekhine serían arquetipos universales. En el mundo del ajedrez, de hecho, ya lo son, como unos modernos Caín y Abel. Algo así sólo podía superarse si un ajedrecista fuese capaz de reunir en su sola persona el ying y el yang, a Capablanca y Alekhine revueltos en una sola mente. Ese individuo, por cierto, fue Bobby Fischer, pero como suele decirse… esa es otra historia.