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Capablanca vs

Alekhine
Los Mozart y Salieri del
Ajedrez

Tomado de www.jotdown.es

Escrito y publicado online por E. J.


Rodríguez
Se ha adaptado para su publicación en epub y
corregido detalles.
I. El duelo de genios
Uno nació con un don divino, un inabarcable
talento natural al que no concedía demasiada
importancia. El otro vivía por y para el ajedrez.
Uno era el campeón, aunque no entrenaba nunca ni
se esforzaba lo más mínimo. El otro se veía
siempre relegado al segundo lugar, pese a que
estudiaba y se preparaba obsesivamente. Uno
asombraba al público con sus logros y aparecía
constantemente en los periódicos. El otro sólo
interesaba a los ajedrecistas entendidos. Uno,
seguro de poder vencer siempre, se dedicaba a la
buena vida incluso la noche anterior a una partida
importante. El otro vivía encadenado a sus libros y
su tablero, buscando desesperadamente una forma
de vencer al campeón. Uno se llevaba la fama, la
gloria y las mujeres. El otro lo contemplaba desde
la sombra, cada vez más consumido por la envidia.
Ambos protagonizaron una de las rivalidades más
agrias en la historia del deporte; una rivalidad que
para colmo quedó incompleta. Pero eso forma
también parte del encanto de aquella historia.

Estamos en 1927. Antes de que se celebre en


Buenos Aires el campeonato mundial de ajedrez,
que ha despertado el interés de toda la prensa de
la época, las autoridades y la alta sociedad de
varios países han estado agasajando a los dos
contrincantes. Esta noche estamos en un teatro y
vemos a ambos ajedrecistas en el palco, sentados
entre celebridades varias, asistiendo a un
espectáculo musical. El cubano José Raúl
Capablanca es campeón mundial desde hace siete
años. Es el Mozart del ajedrez. Antiguo niño
prodigio, número uno del mundo, personaje
favorito de la aristocracia de todo el planeta y lo
que es más importante, considerado invencible de
forma unánime. Pese a que falta muy poco para que
empiece la gran final, Capablanca aparece seguro
de sí mismo, relajado, sonriendo satisfecho
mientras intercambia miradas con las bailarinas
del escenario: gracias a sus maneras aristocráticas
y galantes tiene fama de seductor nato y
probablemente esté preguntándose con cuál de las
bailarinas podrá pasar la noche. La vida es bella
para el Mozart del ajedrez.

En el mismo palco, un par de asientos más allá,


está el aspirante. El ruso Alexander Alekhine
procede de una familia adinerada, pero su
conducta es muy distinta a la galantería mundana
del sociable Capablanca. Alekhine no mira al
escenario ni a las bailarinas. No parece disfrutar
del espectáculo; está tenso y recluido en sí mismo.
Tiene un pequeño tablero de bolsillo entre las
manos y está practicando jugadas con expresión
casi fúnebre, totalmente ajeno a lo que sucede a su
alrededor. Mientras para su rival, el campeón
cubano, este es un enfrentamiento más, Alekhine
siente que se jugará la vida en aquellas partidas,
porque el ajedrez lo es todo para él. Incluso su
gato se llama “Ajedrez”. Pese a estar rodeado de
la flor y nata de la alta sociedad local y en mitad
de un agradable espectáculo, Alekhine no puede
relajarse ni pensar en ninguna otra cosa que en la
próxima final.
Capablanca es invencible, todo el mundo lo sabe.
Los presentes que tanto admiran al campeón
cubano miran al ruso con una mezcla de extrañeza
y conmiseración. Pobre Alexander. Esforzándose
inútilmente cada minuto del día mientras el Mozart
del tablero es feliz y se divierte. Incluso los
grandes maestros del momento lo habían
vaticinado: Alekhine no tenía ninguna posibilidad.
La cuestión no era si iba a perder o no, sino por
cuántos puntos. Incluso los había que decían que
Alekhine no podría siquiera ganar una partida
aislada. De hecho, Alekhine nunca había ganado al
campeón cubano. Se habían enfrentado doce veces
sobre un tablero en competición oficial, con una
estadística desoladora para el ruso: +0-5=7. Esto
es, cinco derrotas y siete empates… ninguna
victoria.

Lo peor que puede pasarle a un genio es vivir a la


sombra de un genio todavía mayor. Algo así,
inevitablemente, tiene que terminar en drama.
II. El hijo de los dioses
“Puedo adivinar en un momento lo que se oculta
detrás de las posiciones y qué es lo que puede
ocurrir o lo que va a ocurrir. Otros maestros
tienen que hacer análisis para obtener algunos
resultados, mientras a mí me bastan unos
instantes”

Decía Pablo Morán que “para Capablanca, el


ajedrez era tan fácil como respirar”. El propio
campeón cubano admitió que había aprendido a
jugar al ajedrez “antes de aprender a leer” y
como decía el gran maestro Richard Reti, era
como su “lengua materna”. Se le considera uno
de los mayores talentos naturales de la historia del
ajedrez, si no el mayor, y tengamos en cuenta que
este juego ha producido una cantidad considerable
de genios. Él mismo era consciente de lo enorme
de su propia capacidad: “el ajedrez, como todas
las demás cosas, puede aprenderse hasta un
punto y no más allá. Todo lo demás depende de la
naturaleza de la persona”.
José Raúl Capablanca nació en una fortaleza
militar de La Habana, ya que era hijo de un oficial
del ejército español: Cuba era aún una provincia
española. A una muy corta edad había asombrado
a propios y extraños con su increíble capacidad
innata para el ajedrez. Desde muy temprano ya
demostró a sus mayores que no sólo había
aprendido a mover las piezas observando las
partidas que enfrentaban a los adultos —algo que
han hecho otros niños—, sino que su comprensión
del juego era anormalmente aguda para su edad.
Un buen día miró a su padre jugar contra un amigo
y al terminar la partida el pequeño Capablanca le
dijo riendo “¡eres un tramposo!”, porque había
visto un movimiento incorrecto. Para sorpresa de
su progenitor, el pequeño José Raúl no sólo supo
volver a colocar las piezas sobre el tablero, sino
que ganó la primera de las partidas que jugaron
entre ambos. Tenía cuatro años.

El oficial, atónito por la revelación de que su hijo


podría ser un prodigio, le llevó al club de ajedrez
de La Habana, donde el inusualmente dotado niño
se enfrentó a varios jugadores adultos. Aún se
conservan algunas partidas como la que jugó con
Ramón Iglesias, un fuerte jugador que le dio al
pequeño ventaja de dama —una ventaja
importante, pero es que Capablanca tenía ¡cuatro
años!—; el niño consiguió ganar y lo que es más
importante, poner de manifiesto que entendía los
fundamentos de la estrategia. Durante los años
siguientes se convirtió en un jugador aficionado de
notable envergadura y a los trece años era
oficialmente el mejor ajedrecista de Cuba,
venciendo al hasta entonces campeón Juan Corzo
por un apretado +4-3=6. Un logro impresionante
para alguien de tan corta edad, algo muy pocas
veces visto, como cuando Bobby Fischer se
convirtió en campeón de Estados Unidos a los
catorce años.

Tras esa hazaña, Capablanca dejó la alta


competición durante unos años y pudo estudiar en
Estados Unidos gracias a una beca. Pero no llegó a
terminar la carrera universitaria y abandonó los
estudios atraído nuevamente por los encantos del
tablero, donde para triunfar no necesitaba
esforzarse. Con dieciocho años retornó a la
competición, participando en un torneo
neoyorquino de partidas rápidas en el que se llevó
el título, ganando nada menos que al vigente
campeón mundial, el alemán Emmanuel Lasker.
Al año siguiente, ya en la modalidad de ajedrez
normal, se enfrentó en un match al campeón de
Estados Unidos, Frank Marshall, a quien dio una
considerable paliza, venciendo por el abultado
resultado de +8-1=14.

Marshall no sólo se dio cuenta de que aquel


cubano de veinte años era un monstruo en ciernes,
sino que removió cielo y tierra para conseguir que
Capablanca pudiese participar en el torneo más
importante que se celebró en aquellos años. En
España, concretamente en San Sebastián, iban a
reunirse los mejores ajedrecistas del mundo con la
única ausencia del campeón Lasker. Fue un torneo
que marcó un antes y un después no sólo por el
apabullante nivel de los participantes (en su
momento fue considerado el torneo más fuerte de
la historia), sino porque establecía nuevos cánones
en cuanto a la cuantía de premios y las condiciones
más profesionales en que se iba a jugar. No es
extraño que se invitase, en principio, sólo a
ajedrecistas con un currículum aplastante. Pero
Marshall insistía en que Capablanca debía ser
admitido en la competición. No lo tenía fácil: el
bagaje de Capablanca era quizá impresionante
para su juventud, pero el campeonato de Cuba era
su único título importante, poca cosa frente a
maestros que habían ganado competiciones
internacionales. El que un semidesconocido fuese
inscrito en el gran torneo de San Sebastián
parecía, en principio, inapropiado e injusto. Es
más, algunos jugadores europeos pensaban que
Capablanca era un producto del marketing
norteamericano y protestaron cuando Marshall
consiguió finalmente que el joven prodigio
caribeño participase. La polémica rodeó la
llegada del cubano, y famosos grandes maestros
como Bernstein estaban indignados; ¿cómo era
posible que un jugador sin palmarés internacional
ocupase una plaza en el torneo habiendo tantos
jugadores experimentados que lo merecían más?
Pero la polémica terminó justo cuando Capablanca
jugó su primera partida… precisamente contra
Bernstein. El cubano no sólo derrotó al gran
maestro de manera brillante (a la postre fue votada
como mejor partida del torneo), sino que el propio
Bernstein dijo que Capablanca, con toda
probabilidad, terminaría llevándose el trofeo
frente a la élite del ajedrez mundial.

Así de impresionado quedó Bernstein tras su


partida con Capablanca, y no se equivocó en su
vaticinio. El cubano ganó su primer gran torneo
internacional y comenzó una etapa de ascensión
que terminó transformándole en el jugador más
fuerte del mundo, dándole un aura de imbatibilidad
que le convirtió en una rutilante estrella.

El segundo Campeón Mundial, Emmanuel Lasker,


retrasó cuanto pudo el momento de jugarse el título
frente a Capablanca. En aquellos años el campeón
tenía derecho a elegir contra quién se enfrentaba y
bajo qué condiciones competitivas y económicas,
como ocurría en el boxeo. El título era
considerado una cuestión de honor y se confiaba
en que el campeón mundial siempre sería lo
bastante honesto y caballeroso para aceptar
enfrentarse contra sus mejores rivales. Pero no
siempre era así, y Lasker imponía unas
condiciones que Capablanca no quiso aceptar.
Entre la falta de acuerdo y la I Guerra Mundial, el
match por el título se retrasó varios años.
Finalmente, en 1920 resultaba tan evidente que
José Raúl Capablanca era el mejor jugador del
planeta con abrumadora superioridad sobre el
resto (incluido el propio campeón alemán) que
Emmanuel Lasker decidió unilateralmente
renunciar al título en favor del cubano, diciendo
públicamente que Capablanca no lo había ganado
sobre el tablero pero lo merecía por la fuerza de
su juego. Aunque nadie discutió esta idea,
Capablanca insistió en enfrentarse a Lasker, pues
no quería recibir el título sin haber competido por
él. En 1921 ambos se enfrentaron finalmente y
Capablanca básicamente arrasó: +4-0=10. Lasker
no ganó ni una sola partida.

José Raúl Capablanca había sido durante años el


rey sin corona: ahora, pasada la treintena, estaba
finalmente en su sitio: el trono. Así se convirtió en
el Tercer Campeón Mundial de la historia.
III. La máquina del ajedrez
“Hubo períodos en mi vida en los que pensaba
que no podía perder ni una partida. Más tarde
sufría una derrota, y eso hacía que despertase de
mis sueños y volviese a la tierra”

Cuando no competía, lejos de dedicarse a estudiar


ajedrez, a Capablanca le gustaba desenvolverse
entre la alta sociedad, donde era muy bienvenido
por sus maneras elegantes, propias de galán
cinematográfico. Era mujeriego, disfrutaba
jugando al billar y al póker, pero sin embargo su
imagen pública no era la de un golfo vividor, sino
que resultaba un embajador impecable para el
deporte de los escaques. Era extremadamente
educado, con el punto justo de modestia. Amable
con todo el mundo, encantador sin excesivas
zalamerías, y nunca tenía un mal gesto. Capablanca
tenía, además de talento, cualidades de estrella: de
hecho, se transformó en toda una celebridad
mundial, algo que no volvería a suceder hasta la
llegada de Bobby Fischer. Pero al contrario que
Fischer, Capablanca no estaba obsesionado con el
ajedrez y disfrutaba los placeres de una existencia
mundana. La vida sacrificada del ajedrecista era
algo que él no conocía.

Una derrota ocasional de vez en cuando, en una


partida aislada, es algo que incluso el mejor
jugador del mundo sufre habitualmente. Es muy
raro que en un match importante entre dos de los
mejores maestros del mundo uno de ellos no
consiga al menos un punto. Al igual que en el tenis,
donde en las grandes finales es improbable por no
decir casi imposible ver un 6-0, 6-0, 6-0. En el
ajedrez de élite, el más pequeño fallo —
imperceptible no sólo para aficionados sino
incluso para muchos especialistas, que sólo se dan
cuenta después— puede conducir a perder una
partida. Todos los jugadores son humanos y todos
pierden una partida de vez en cuando.

Estas ocasionales derrotas eran lo único que


recordaban a José Raúl Capablanca que era, de
hecho, humano. Porque para colmo su porcentaje
de partidas perdidas era ridículamente bajo. Su
superioridad sobre todos los demás jugadores era
tal que se le había apodado “la máquina del
ajedrez”. Nadie, ni aun los propios grandes
maestros, podía entender muy bien de dónde
provenía aquella capacidad para jugar de forma
tan aparentemente perfecta. Especialmente
teniendo en cuenta que nunca se molestaba en
estudiar o entrenar. Pero, ¿de dónde provenía
aquella superioridad? Llama la atención el que al
principio no tuviese ni siquiera un único rival de
entidad que pudiese preocuparle: Kaspárov tuvo a
Kárpov, Fischer tuvo a Spassky, pero durante
bastantes años Capablanca no fue puesto en
aprietos por nadie. Estaba él, y después, tras un
considerable abismo, estaban el resto de
ajedrecistas. Lo curioso es que su estilo de juego
era relativamente sencillo. Él mismo lo explicaba:

“El estilo de mi juego no se corresponde


totalmente a mi temperamento sureño. Siempre
juego con cautela y evito los riesgos, porque me
gusta la sencillez… Tengo por principio no
arriesgarme en las partidas decisivas”

Su forma de jugar era simple en apariencia, como


simples en apariencia son las melodías de Mozart
frente a las complicadísimas armonías y
contrapuntos de Bach. Capablanca no jugaba al
ataque ni se metía en complicaciones. Sólo miraba
el tablero, detectaba una pequeña debilidad en la
estrategia de su adversario y se dedicaba a hacer
siempre la jugada correcta sin más ambición que
mantener esa pequeña ventaja hasta el final de la
partida. Ni los jaques sorprendentes ni tampoco
las combinaciones imposibles iban con su forma
de jugar, lo suyo era el ajedrez “posicional”. Su
arma era la sencillez, y lo era precisamente porque
le resultaba tan fácil detectar y explotar el más
mínimo desequilibrio estratégico del adversario
que no necesitaba hacer más que esperar a que
dicho desequilibrio apareciese sobre el tablero.
Mientras sus rivales calculaban desesperadamente
cómo hacerle frente, Capablanca se limitaba a
responder con un ajedrez sin florituras, pero sin
fallos. Su porcentaje de errores era muy bajo y en
una época en que no existían los ordenadores, lo
más parecido a una computadora que la humanidad
conocía se llamaba José Raúl Capablanca.

Cuando de vez en cuando perdía una partida, eso


le recordaba que no debía distraerse más de la
cuenta, pero poco más. Incluso durante un periodo
de siete u ocho años llegó a no perder siquiera una
partida aislada. Eso es algo que no ha hecho Roger
Federer en el tenis, por ejemplo. Es fácil imaginar
lo frustrante que aquello resultaba para sus rivales.
Especialmente para uno de ellos: “el mejor de
entre todo el resto”.
IV. Entre las sombras
“Si el ajedrez es ciencia, el mejor es
Capablanca. Si el ajedrez es arte, el mejor es
Alekhine” (Tartakover)

“Para mí el ajedrez no es un juego, sino un arte.


Sí, y me cargo a las espaldas todas las
responsabilidades que un arte impone a sus
practicantes” (Alekhine)

La historia de Alexander Alekhine es


completamente distinta a la de Capablanca. Hijo
de una adinerada familia rusa, incluso llegó a ser
encarcelado durante la Revolución rusa acusado
de espionaje, lo cual pudo haberle costado la vida.
Tras su liberación, Alekhine huyó a occidente y
terminó adquiriendo la nacionalidad francesa. Fue
un individuo formal, aplicado y serio, sin el gusto
por lo mundano de Capablanca. La misma actitud
aplicó al ajedrez, cuya teoría estudiaba
concienzudamente. No era especialmente
simpático ni tenía las habilidades sociales de
Capablanca, lo cual le mantuvo más alejado de los
aplausos del gran público, pero entre los
ajedrecistas y aficionados despertaba admiración
por la originalidad y brillantez de sus
espectaculares partidas.

Aunque no fue un niño prodigio, sí mostró un


talento natural bastante considerable, aunque de
naturaleza distinta al de Capablanca. De hecho,
hoy también se considera a Alekhine un genio y es
por ejemplo uno de los ídolos de Garry
Kasparov. Su arma era la imaginación, la fantasía.
Le gustaba jugar al ataque, con complicadísimas
combinaciones de jugadas ofensivas que causaban
el terror entre sus rivales (excepto, claro,
Capablanca, a quien nunca ganaba) y que le solían
valer premios a la partida más bella en muchos
torneos donde participaba. Pese a su imagen de
individuo seco y estudioso, cuando se ponía a
jugar era poseído por el espíritu artístico y
buscaba el camino más enrevesado para llegar a su
objetivo. Capablanca decía amar la sencillez, pero
Alekhine buscaba el juego más complicado e
imprevisible posible. Una curiosa paradoja:
Capablanca, un bohemio en la vida, tenía un estilo
de ajedrez que era bastante simple y metódico.
Alekhine, un individuo metódico en la vida, tenía
un estilo imaginativo y arriesgado.

El gran Leontxo García probablemente explicaría


esta paradoja en téminos de temperamento.
Capablanca era un hombre pacífico y esa placidez
se transmitía en su juego “tranquilo”. Alekhine, en
cambio, era muy competitivo e incluso con
momentos de cierta agresividad, lo cual se
traducía en un juego de ataque. El ajedrez, ese
fascinante espejo del alma humana.

La evolución de Alekhine se produjo a la sombra


del ascenso y reinado del cubano. Alekhine se
estableció como un sólido número dos del mundo
y cuando acudía a un torneo —en el que no
estuviese Capablanca— solía vencer, mostrando
que también él era bastante superior al resto. No
tenía la misma capacidad instintiva del campeón
para descifrar al instante una posición sobre el
tablero. Sin embargo, si hablamos de imaginación,
la suya no tenía parangón. Se dejaba llevar de tal
manera por su inspirado talento para componer
complicadas combinaciones de jugadas que él
mismo tuvo que aprender a ponerle las riendas a
su inagotable fantasía, porque eso le llevaba a
correr excesivos riesgos: “he tenido que trabajar
duramente para erradicar la peligrosa ilusión de
que en una mala posición puedo, siempre o casi
siempre, conjurar una inesperada combinación
de jugadas para librarme de las dificultades”.
Bajo la imagen adusta de un jugador serio y
metódico se ocultaba la efervescente creatividad
de un verdadero creador de belleza. Pero la
fantasía en ajedrez implica imperfecciones.
Alekhine tenía un juego fantasioso y por tanto
ligeramente imperfecto. Capablanca se alimentaba
de las imperfecciones del rival con suma
facilidad. Resultado: Alekhine no podía con él.

Empezaron siendo amigos, e incluso se reunían


para practicar y comentar jugadas. Pero la
obsesión de Alekhine con el ajedrez tenía que
pasar factura a la relación tarde o temprano.
Conforme el ruso mejoraba y empezaba a triunfar
en los torneos, sentía la creciente frustración de
saber que Capablanca era el número uno y lo iba a
seguir siendo sin esforzarse lo más mínimo. Y para
colmo con un juego bastante más simple y
monótono, menos bello, que el suyo propio.
Alekhine se estrujaba el cerebro componiendo
grandes sinfonías ajedrecísticas para vencer a sus
rivales, pero a Capablanca le bastaba con silbar
una sencilla melodía como quien pasea por el
parque. Eran dos tipos muy distintos de
inspiración, dos juegos opuestos, y el arte feroz de
Alekhine no estaba pudiendo con la tranquila
lógica innata de Capablanca.

En 1926 Alekhine tenía ya la magnitud suficiente


como para ser considerado el principal aspirante a
desafiar al campeón. Pero Capablanca demandaba
una bolsa bastante elevada a quien quisiera
disputarle el título y Alekhine, que no disponía de
ese dinero (sus bienes familiares habían sido
embargados tras la revolución rusa), no encontraba
patrocinadores.
V. Un botín de 10.000 dólares
Si alguien hojease un libro de historia y leyese lo
que Capablanca y Alekhine solían decir uno
acerca del otro, pensaría quizá que se respetaron y
admiraron hasta la muerte. Los elogios mutuos
nunca faltaron en las declaraciones públicas de
ambos, ensalzando sobre todo las virtudes
ajedrecísticas del rival. Eran dos hombres
elegantes: el cubano nació en una familia criolla
de tradición militar y el ruso procedía de la
aristocracia moscovita. Individuos refinados con
los que no iba eso de menospreciarse
públicamente ante la prensa. Pero lo cierto es que
tras el campeonato de 1927 la relación entre
ambos se fue deteriorando progresivamente hasta
llegar a extremos de verdadero encono. Con los
años se llegó a un punto en que no se dirigían la
palabra ni siquiera para solicitar tablas en mitad
de una partida, para lo cual recurrían a la
intermediación del árbitro. Dos jugadores que
habían sido, si no amigos, al menos cordiales
colegas durante épocas pasadas. ¿Qué sucedió
entre ellos?

Habría que empezar explicando cómo se


organizaban los encuentros por el título mundial,
porque en ello radica la clave de lo acontecido
tras la inesperada derrota de Capablanca. Por
entonces no existía un campeonato mundial
reglamentado, y los “matches” por la corona se
negociaban de forma parecida al boxeo. El
aspirante presentaba unas condiciones
económicas, y si al campeón le convenían dichas
condiciones y se llegaba también a un acuerdo
sobre el formato del “match” (nº de puntos, sede,
etc.) aceptaba poner su corona en juego. Esta
forma arbitraria de negociar los mundiales podía
conducir a que el campeón vigente terminase no
enfrentándose a sus principales rivales, y aunque
los ajedrecistas se consideraban gente honorable,
no dejaban de ser humanos. Por ejemplo, cuando
el alemán Emmanuel Lasker era todavía campeón
pero ya estaba claro que Capablanca era el
principal aspirante, Lasker había tardado más de
la cuenta en aceptar enfrentarse al cubano, lo cual
retrasó unos años la llegada de Capablanca a la
cumbre. El alemán sólo accedió a enfrentarse a él
cuando el clamor de que el caribeño era el mejor
jugador del mundo resultaba prácticamente
unánime.

Para evitar que se repitiese este tipo de situación,


cuando Capablanca ganó el título llegó a un
acuerdo firmado con los jugadores más
importantes del momento. Convinieron algunas
cláusulas para organizar los enfrentamientos. El
campeón pondría el título en juego una vez al año,
pero únicamente si el aspirante le ofrecía una
bolsa de 10.000 dólares de la época. De esa
cantidad, el campeón recibiría un anticipo de
2.000 dólares, y el resto se repartiría después del
match: un 60% para el vencedor, un 40% para
quien hubiese perdido. Esas condiciones le
aseguraban a Capablanca, un mínimo de 5.200
dólares cuando aceptase jugar, aunque perdiese su
título. Una más que considerable cantidad para la
época.
Como decimos, los demás maestros aceptaron
estas nuevas reglas, pero en el ajedrez pre-
profesional de los años 20, aquella cifra de 10.000
dólares era muy difícil de reunir. Durante mucho
tiempo, ninguno de los principales rivales de
Capablanca fue capaz de recaudar ese dinero.
Jugadores como Rubinstein, Nimzowitsch y el
propio Alekhine desafiaron al cubano con las
manos vacías en varias ocasiones, pero
Capablanca se negó a jugar porque no tenían los
10.000 pactados. En siete años de reinado y
siempre siguiendo las reglas acordadas,
Capablanca no puso su corona en juego.

Hasta que la intervención del gobierno argentino,


que se ofreció a pagar la bolsa requerida y a
organizar el match, permitió que los dos mejores
ajedrecistas de la época se enfrentasen en 1927
para disputarse el título mundial. Un confiado
Capablanca y un angustiadísimo Alekhine se iban a
ver las caras en Buenos Aires. Casi todos los
grandes maestros pensaban no ya que Capablanca
iba a vencer el match, sino que arrasaría.
Se dice incluso que José Raúl Capablanca pasó la
noche previa a la primera partida en compañía de
una conocida actriz argentina. Estaba a punto de
comenzar el match por el título mundial, y el
campeón retozaba entre las sábanas a pocas horas
del enfrentamiento crucial. No estaba lo que se
dice concentrado en su ajedrez.
VI. La batalla de Buenos Aires
“No sé qué me pasa”

Fue lo primero que dijo José Raúl Capablanca al


terminar la primera jornada. Su indisciplina le
había pasado factura. Acababa de perder una
partida contra Alekhine por primera vez en su vida
y probablemente se arrepentía de no haberse
tomado el enfrentamiento lo bastante en serio, de
haberse dispersado justo antes del comienzo de la
final. La victoria inicial de Alekhine fue una
pequeña sorpresa, pero parecía fácil de explicar
porque Capablanca no había estado completamente
centrado. Sin embargo, durante las siguientes
partidas el cubano le dio rápidamente la vuelta al
resultado: tras unas tablas en la segunda partida
(ambos jugadores parecían tan sorprendidos por lo
sucedido en la primera que jugaron con mucha
cautela) y, ansioso por igualar, se impuso con
claridad en la tercera. 1-1. El empate a un punto se
convirtió en ventaja de 2-1 para el vigente
campeón cuando ganó también la séptima partida.
Se había recuperado en sólo seis partidas y el
susto inicial, creían muchos, se había quedado en
eso: en un simple susto.

Pero aunque Capablanca había tomado por fin la


delantera, algo no estaba marchando como se
suponía que debía marchar. Alekhine no estaba
jugando exactamente con el estilo que se esperaba
de él. Su juego era ahora más posicional, más
lógico y más seguro. Más parecido al del cubano,
algo que nadie había previsto. Era como ver a
Federer imitando repentinamente el estilo de
Nadal, o viceversa. Y lo más sorprendente, no se
percibía la apabullante superioridad de otros
tiempos, cuando Alekhine estaba condenado a
aspirar —como mucho— al empate. Capablanca
se había respuesto rápidamente con dos victorias
pero estaba teniendo que trabajárselas más de lo
previsto. El ruso estaba jugándole casi de tú a tú…
¿cómo era posible?

Convencido de que nunca podría vencer al


campeón con sus arriesgadas combinaciones
imprevisibles en las que Capablanca encontraría
siempre fallos que aprovechar, Alekhine había
pasado mucho, muchísimo tiempo estudiando el
estilo de su rival. En una época donde se
consideraba que el ajedrez de Capablanca era
inatacable porque sencillamente se basaba en la
superioridad genética de sus procesos de
pensamiento, Alekhine se había tomado la —en
principio inservible— molestia de analizar al más
mínimo detalle cuáles eran los tics habituales del
estilo del campeón, cómo solía concebir sus
planes, cómo respondía a los planes del contrario.
Alekhine, el artista, había trabajado duramente
para ser capaz de jugar también de forma muy
parecida a una máquina. Aquella transformación
estilística hasta el punto de casi equiparar su juego
al de alguien que lo hacía de manera natural desde
los cuatro años de edad era algo que nadie había
considerado posible. Y mucho menos lo había
creído posible el propio Capablanca. Durante
aquella final, incluso las partidas que terminaban
en tablas estaban empezando a ser tensas,
disputadas y costosas. Pese a la ventaja del
campeón, el público y los comentaristas se
agitaban ligeramente sorprendidos. Alekhine,
usando términos pugilísticos, había dejado de salir
al ring para noquear al contrario como era su
costumbre; ahora se limitaba a responder a cada
golpe de Capablanca con un golpe similar.

En tales circunstancias de imprevista “casi”


igualdad, un 2-1 a favor de Capablanca, empezó a
parecer una ventaja demasiado pequeña: bastaba
un pequeño cambio para que la “casi” igualdad se
transformase en igualdad completa. El ambiente de
la final, pese a que sólo se había llegado a un
desenlace decisivo en tres partidas, empezó a
espesarse y la tensión crecía día a día. Era como
ver a Mozart sentado al piano improvisando, y que
de repente otro músico hubiera sido capaz de
improvisar prácticamente tan bien como él.

Otro golpe. En la undécima partida, Alekhine


simplificó el juego haciendo precisamente lo que
tradicionalmente había convenido a Capablanca y
lo opuesto de lo que le había convenido a él.
Jugando con la “sencillez” característica de su
rival, Alekhine llegó al final de la partida con un
peón pasado, una ligera ventaja de las que tan bien
había explotado el cubano durante su carrera. En
un larguísimo, tenso y delicadísimo final de
partida, donde el más imperceptible error podía
suponer la derrota, Capablanca se intentó defender
como gato panza arriba ante alguien que estaba
jugando exactamente a lo mismo que él había
jugado siempre, y además haciéndolo igual de
bien. Alekhine, con una precisión y sangre fría
admirables, conservó su pequeña ventaja para
llegar a un desenlace —milimétrico— a su favor.
Empate a 2. El ruso había igualado la eliminatoria
haciendo lo que se consideraba imposible:
ganando a Capablanca con el propio estilo de
Capablanca, en su propio terreno y con sus propias
armas.

Aquella segunda derrota ya no podía ser


considerada un accidente. Quienes analizaban la
partida se daban cuenta de que, simple y
llanamente, Alekhine había sobrepasado al cubano
en su propio juego. El “shock” que sufrió el hasta
entonces intocable Hijo de los Dioses fue tan
pronunciado que perdió también la siguiente
partida, en la que afectado por una repentina
inseguridad no consiguió estar suficientemente
concentrado y seguro de sí mismo. 3 a 2 a favor
del aspirante, y lo que había sido un paseo cantado
para el campeón se estaba transformando en un
drama psicológico al que la prensa empezó a
describir como “una guerra”.

Capablanca, sin embargo, se recompuso del bache


provocado por el repentino descubrimiento de que
había alguien en el mundo que podía sobrepasarle
en su especialidad y volvió a concentrarse en
defender su título. Pero para entonces Alekhine no
sólo había comprobado que podía plantarle cara
sino que sabía que el tiempo jugaba a su favor. Era
un jugador acostumbrado a la lucha y la tensión
continuas, mientras Capablanca siempre lo había
tenido fácil; nunca había tenido que luchar para
vencer y no estaba acostumbrado a los titánicos
esfuerzos mentales —y sobre todo anímicos— que
requería un enfrentamiento largo y duro. Era el
Mozart del ajedrez, sin duda, y podía sentarse ante
el piano y tocar con más facilidad que nadie…
pero Alekhine le estaba obligando a construirse un
piano nuevo desde cero. Ese era una clase de
esfuerzo que Capablanca jamás había tenido que
afrontar.

Con Alekhine por delante en el marcador la batalla


se transformó en una tortura mutua. Con un
igualadísimo nivel de juego terminaron en empate
nada menos que ocho partidas consecutivas, y no
eran empates fáciles, sino luchas intensísimas
marcadas por la incertidumbre. La final llevaba
camino de cumplir un mes, estaba habiendo
muchas partidas en tablas y quedaba todavía
mucho por decidir. Nadie había esperado una
batalla tan épica. Quienes había vaticinado que
Capablanca barrería (esto es, prácticamente todo
el mundo del ajedrez, salvo excepciones como el
gran maestro Richard Reti, quien —
contracorriente— previó lo que iba a suceder) ni
siquiera sabían qué decir al respecto. Si se miraba
las partidas sin saber quién llevaba blancas o
negras, apenas podía distinguirse a uno del otro.
Todo el estudio y preparación de Alekhine habían
dado su fruto y había alcanzado por el trabajo el
mismo nivel de claridad que Capablanca tuvo
desde niño como un regalo de la naturaleza. A lo
que había que añadir su fantasía ofensiva —que
apenas estaba empleando, pero que podía surgir en
cualquier momento— y su entrenamiento,
disciplina y capacidad de lucha, muy superiores a
las del campeón cubano, acostumbrado a
divertirse entre una partida y otra.

Fue un ejemplo de cómo la preparación en ajedrez


iba a marcar el futuro de ese deporte. Tras los
ocho tortuosos empates consecutivos Alekhine
ganó una nueva partida, adelantándose 4-2… ya
sólo necesitaba dos victorias para ser campeón y
la tensión alcanzó niveles volcánicos. Se mascaba
el drama no ya en cada partida, sino en cada
movimiento. Después vinieron ¡otros siete empates
seguidos! que no modificaban el marcador pero
iban agotando progresivamente a Capablanca,
sometido a una presión y exigencia completamente
nuevas para él.

La partida nº29 (ya llevaban veintiocho partidas,


¡y sólo seis veces habían podido quebrarse
mutuamente! Ambos jugaban como máquinas, sin
cometer apenas errores …estaba siendo el match
por el título más largo que se había visto jamás)
fue ganada por el campeón, pero supuso un canto
de cisne para el gran Capablanca: en otra
larguísima y tensa demostración de sutilezas
posicionales por parte de ambos jugadores, el
cubano llegó al final con un peón de ventaja y lo
aprovechó con su metódica precisión… no sin
tener que esforzarse ante la tenaz resistencia del
aspirante. 4-3. Capablanca se había acercado en el
marcador, pero para entonces ya era demasiado
tarde y había alcanzado sus límites de resistencia.
Abrumado por semanas y semanas de insoportable
tensión emocional su poder fue quebrantado por
Alekhine quien, bastante más entero, durante las
cinco partidas siguientes se anotó las dos victorias
que necesitaba. Así pues, Alexander Alekhine, el
hasta entonces eterno número dos, se proclamó en
el nuevo Campeón del Mundo, con un resultado
total de +6-3=25 (¡veinticinco durísimos empates
en total!) frente a la “máquina del ajedrez”. El
mundo de las sesenta y cuatro casillas entró en
estado de “shock”. El invencible había sido
vencido.

La derrota de Capablanca fue un acontecimiento de


enorme repercusión internacional, porque parecía
romper el aura mágica que había rodeado al que
era considerado uno de los mayores genios
vivientes, un intelecto superior que había
despertado intriga y admiración a lo largo y ancho
del globo.

Por descontado, ni que decir tiene, la palabra que


inmediatamente estuvo en boca de todo el mundo
era la palabra “revancha”. Era de dominio público
que Capablanca había descuidado su preparación
y Alekhine, a base de estudio y análisis, le había
superado por sorpresa. Pero, ¿qué ocurriría si por
una vez en su vida el genio cubano se ponía a
trabajar en su entrenamiento? ¿Podría Alekhine
seguir estando a su nivel? Capablanca se mostraba
visiblemente ansioso, casi desesperado, por
celebrar esa esperadísima revancha cuanto antes.
Siempre se había tomado el ajedrez con la ligereza
propia del virtuoso elegido por algún designio
celestial, pero ahora recuperar su título y su
estatus era cuestión casi de vida o muerte. Desde
que tuvo cuatro años de edad nada ni nadie había
puesto en tela de juicio su grandeza… hasta que
Alekhine le había destronado con todos los
méritos y sin excusas posibles. Era hora de
vengarse. Pero la rivalidad iba a tomar un giro
desagradable que nadie podía prever. La rivalidad
deportiva iba a transformarse en una enemistad
personal repleta de rencor y odio cuando los
acontecimientos no siguieron el curso esperado.
Las respectivas personalidades de ambos rivales
iban a revelarse en todas sus luces y sombras ante
el mundo entero, en una sucesión de desencuentros
que primero sorprenderían, después indignarían y
más tarde frustrarían a aficionados de todo el
planeta. La primera batalla había terminado, pero
la guerra iba a ser eterna… y de ninguna manera
limpia.

“¿Cómo pudo perder Capablanca contra mí?


Debo confesar que ni siquiera ahora soy capaz
de responder a esta pregunta con certeza, dado
que en 1927 yo no creía que fuese superior a él.
Quizá la principal razón de su derrota fue la
sobreestimación de sus propios poderes —
producto de la arrolladora victoria en el torneo
de Nueva York de ese mismo año— y su
infravaloración de los míos.” (Alekhine)

Pocas revanchas deportivas han sido tan esperadas


como las de algunos célebres campeonatos
mundiales de ajedrez. Es un deporte que, o bien
pasa desapercibido para el gran público, o bien
produce de la nada fenómenos publicitarios
mundiales como lo fueron Paul Morphy a
mediados del siglo XIX, o Fischer, Kárpov y
Kaspárov durante el siglo XX. El cubano José
Raúl Capablanca fue uno de aquellos fenómenos.
La gente se hacía muchas preguntas sobre él. ¿Qué
había dentro de la cabeza de “la máquina de
ajedrez”? ¿Podría alguien vencerle alguna vez?
Algunos llegaron a decir que Capablanca había
“resuelto el ajedrez”, como si en su portentoso
cerebro se ocultase el secreto mágico que permitía
leer la más complicada posición de una partida,
visualizando en un instante decenas o centenares
de ramificaciones matemáticas y geométricas. El
gran maestro cubano tenía intrigado al mundo, y
sus anómalas dotes capturaban la imaginación del
público.

Pero en 1927, tras un agónico match de treinta y


nueve partidas que tuvo en vilo incluso a personas
que nada sabían sobre este juego, el divino
Capablanca, el invencible rey de los tableros,
había sido derrotado de manera épica por el ruso
Alexander Alekhine, que le había arrebatado el
título para conmoción del mundo entero. Ahora,
naturalmente, tocaba impacientarse mientras
llegaba la ansiosamente esperada revancha.

“El doctor Alekhine siempre juega bien. El título


de campeón está en buenas manos” (Capablanca)

Nada más obtener el título, Alexander Alekhine se


mostró públicamente dispuesto a ofrecer una
revancha a Capablanca, en idénticas condiciones,
tal y como todo el mundo esperaba. Periodistas y
aficionados contaban ansiosamente los meses para
el nuevo encuentro y Capablanca estaba más que
desesperado por jugar e intentar recuperar la
corona perdida. Comenzaron las negociaciones
sobre las condiciones de competición mientras “la
máquina del ajedrez” trataba de encontrar
patrocinadores para cubrir aquella bolsa de
10.000 dólares.
VII. Esperando la revancha
Mientras surgía la oportunidad de intentar
recuperar el trono, el cubano se empeñó en seguir
demostrando que, pese a todo, era todavía el
número uno. Perder el título mundial por sorpresa
no le desmotivó, sino más bien todo lo contrario, y
redobló sus energías. Entre 1928 y 1931,
Capablanca jugó diez torneos de primer nivel.
Ganó nada menos que siete de ellos, y en los tres
restantes quedó segundo por muy poco. Jugó a un
nivel apabullante. El recuento total de partidas de
ese periodo habla por sí solo: +67-4=45. Es decir,
sólo cuatro derrotas frente a ¡sesenta y siete
victorias! Una estadística formidable. Además, su
proporción de partidas ganadas respecto a partidas
entabladas era, como se ve, también espectacular.
Capablanca seguía en plena forma, eso era un
hecho. Los espectadores y los periodistas se
frotaban las manos: un nuevo “match” entre los dos
más grandes ajedrecistas del mundo podría ser
tanto o más dramático y emocionante que el
primero.

Pero las negociaciones entre Alekhine y


Capablanca empezaron a alargarse
inexplicablemente, complicándose bastante más de
lo previsto. En varias ocasiones parecía haber un
inminente acuerdo, pero a última hora siempre se
arruinaba la posible organización del match
porque Alekhine nunca estaba satisfecho con las
condiciones de competición propuestas.

Después de 1929, la impresión dejó de ser tan


“ligera” y se convirtió en una certeza. Capablanca
finalmente reunió los 10.000 dólares necesarios
para jugar, pero se produjo una coyuntura
imprevista: el desplome de la Bolsa durante el
fatídico “lunes negro” de Wall Street, que trajo la
Depresión y la devaluación de la moneda. Eso
hizo que Alekhine alegase que el dólar había
perdido valor, y exigió que la cantidad acordada
le fuese entregada en oro. Ya no se conformaba
con moneda de curso legal. Si no se le pagaba el
equivalente a los antiguos 10.000 dólares en metal
precioso, no habría match.

En pleno desastre monetario mundial, el cubano no


podía reunir todo el oro que Alekhine demandaba.
El ruso seguía afirmando que se acogía a las
condiciones pactadas años atrás y que sería injusto
para él recibir un papel moneda cuyo valor
intrínseco se había desplomado. Capablanca, en
cambio, creía que Alekhine estaba saltándose el
acuerdo e imponiendo nuevas condiciones.

Más allá de quién tenía o no razón, estaba


quedando patente que Alekhine se estaba
escudando en cuestiones monetarias para no jugar
con el único rival de su misma magnitud que había
en el mundo del ajedrez. El ruso pedía cantidades
exorbitantes cuando se le invitaba a un torneo
donde estuviese presente Capablanca; cantidades
que los organizadores no podían asumir, así que el
campeón no acudía nunca si jugaba también el
cubano. Una forma como cualquier otra de evitar
enfrentarse a él. Incluso se rumoreaba que a veces
el ruso lo planteaba en términos más explícitos a
los organizadores de dichos torneos : “o
Capablanca o yo”. Así que entre 1928 y 1931, los
dos mejores ajedrecistas del mundo no
coincidieron nunca con un tablero de por medio.

Las cosas terminaron de quedar claras cuando el


campeón ruso sí aceptó poner su título en juego
frente a Efim Bogoljubov, un buen jugador sin
duda, pero que era un aspirante considerablemente
inferior a Capablanca y al propio Alekhine. Para
colmo, Alekhine exigió a Bogoljubov condiciones
menos duras de las que las estaba exigiendo a
Capablanca. El cubano, viendo cómo se celebraba
un match por el título sin que él estuviese sentado
ante los escaques. Se sintió enfurecido y
frustrado.
VIII. La escapada del campeón
Alekhine había dedicado años de su vida a
encontrar la forma de vencer al genio cubano,
esforzándose al máximo, estudiando,
preparándose, analizando… dejándose la piel
mientras Capablanca jugaba al billar, acudía a
fiestas de sociedad y se entretenía con bailarinas y
actrices. Cuando finalmente los enormes esfuerzos
del ruso dieron fruto y pudo destronar a su casi
invencible adversario, Alekhine supo que la
venganza de Capablanca sobre el tablero podría
ser terrible. Sintió el vértigo de saber que el
cubano había aprendido una valiosa lección: no
debía volver a confiarse. Su talento natural era
excepcional, pero necesitaba prepararse mejor
para asegurarse la victoria. Y si a Alekhine le
había costado tanto vencer a un Capablanca que no
había entrenado, ¿qué sucedería si el cubano
decidía ponerse a trabajar duramente antes de una
hipotética revancha?

Como veníamos diciendo, tras su derrota de 1927,


Capablanca perdió quizá parte de su aura, pero no
de su superioridad ajedrecìstica. Seguía siendo el
mejor, o como mínimo seguía estando a la altura
del nuevo campeón, aunque no había forma de
comprobarlo puesto que nunca jugaban en las
mismas competiciones. Capablanca, decepcionado
y dolido por el curso de los acontecimientos,
comenzó a detestar visceralmente a Alekhine. Pero
comprendió finalmente que la revancha no se iba a
producir, que Alekhine le evitaba incluso en los
torneos y que por tanto no iba a tener ocasión de
vengarse sobre los tableros, no pudo evitar
desanimarse. En 1931, Capablanca perdió el
interés por el ajedrez competitivo. Jugó un último
match de diez partidas contra uno de los grandes
jugadores del momento, el holandés Max Euwe, y
ganó con un resultado de +2-0=8. Pero ya no
estaba motivado. El Mozart del ajedrez abandonó
los tableros.

Durante los años siguientes, José Raúl Capablanca


no volvió a aparecer en la competición de élite.
Sólo se dejaba ver por el club de ajedrez de
Manhattan para jugar algunos torneos informales,
sobre todo de ajedrez rápido o “blitz”, el
equivalente ajedrecístico de la pachanga
futbolística.

A sus cuarenta y pocos años, Capablanca estaba


virtualmente retirado… mientras Alekhine seguía
ciñendo la corona. Aunque a nivel puramente
ajedrecístico, el ruso siguió demostrando que era
un jugador temible y que, salvo Capablanca,
tampoco había en el mundo rivales para él.
Durante aquellos años Alekhine ganó todos los
torneos en donde se presentó, con unas estadísticas
espectaculares que no tenían mucho que envidiar a
las del propio cubano. Todo el juego posicional y
la teoría que Alekhine había estudiado para
superar el casi imbatible juego instintivo del
“Mozart del ajedrez” se unía a su inagotable
fantasía ofensiva, y el ruso seguía produciendo
verdaderas obras maestras del ajedrez de ataque
que asombraban a propios y extraños. Tras 1931,
ya sin Capablanca en competición, el ruso ejerció
un dominio aplastante sobre todos los demás
jugadores.

No sabemos cuál hubiese sido el resultado si se


hubiese producido un match por el título antes de
la retirada de Capablanca en 1931, cuando ambos
estaban todavía en sus mejores años, pero la
opinión más generalizada es la de que Alekhine lo
hubiese tenido más difícil aquella segunda vez.
IX. El retorno de Capablanca
Durante varios años, el ajedrez tuvo que
sobrevivir sin su principal estrella, que había
abandonado la competición. Su fama no
disminuyó, pero el ajedrez estaba huérfano sin él.

Pero sólo hay una cosa que puede enviar a un


hombre a la miseria tanto como sacarlo de ella y
darle alas para salir adelante: una mujer. José
Capablanca había llegado a perder toda la
motivación y no quiso jugar durante varios años.
Pero su segunda esposa, Olga Chubavorva, le dio
ánimos renovados y fue en buena parte
responsable de que tras un largo periodo de
inactividad, el genio cubano decidiese volver al
ajedrez competitivo. En 1934 el cubano empezó a
dejarse ver en algunos torneos importantes. Tras
unos inicios dubitativos —bastante comprensibles
dado el largo paréntesis que le tenía falto de
práctica— el cubano empezó a mostrar indicios de
clara mejoría.
Mientras luchaba por recuperar la forma, hubo un
hecho que redobló su determinación de volver a
aspirar al título. En 1935 Alekhine volvió a poner
su corona en juego frente a un gran maestro que
consideraba asequible, Max Euwe, el mismo que
había perdido contra Capablanca antes de la
retirada. El holandés era un gran jugador, pero
como todo el resto era manifiestamente inferior a
Alekhine. Se esperaba que el ruso conservara el
título con facilidad, pero, para asombro de todos,
perdió por un resultado muy apretado +8-9=13.
Alekhine se mostró irregular, jugando bien unas
partidas pero cometiendo errores incomprensibles
en otras, algo hasta entonces impropio de él.
Aquello le costó el título. El nuevo campeón,
Euwe, dio más tarde pistas de lo que podía haber
ocurrido: afirmó que Alekhine se había presentado
a jugar varias partidas en condiciones de visible
embriaguez. Como hoy ya sabemos, el campeón
ruso se había convertido en un alcohólico durante
los años en que evitaba a Capablanca. En todo
caso, el abuso de la bebida le hizo perder la
corona frente a un jugador que podemos considerar
inferior a él.

Aquello podría reabrir las puertas del título para


Capablanca. Pero Euwe, que era bastante más
deportivo que Alekhine, le ofreció una rápida
revancha y el ruso, temporalmente sobrio, despejó
todas las dudas sobre su juego. Esta vez sí,
Alekhine aplastó a Euwe por +10-4=11 y recuperó
el título. Su talento no había desaparecido. Sus
ganas de obstaculizar una revancha con
Capablanca, tampoco.

Capablanca, sin embargo, volvía a soñar con


disfrutar la oportunidad de una revancha: Alekhine
ya había jugado dos finales con Boljojugov, y
otras dos con Max Euwe. Nada menos que cuatro
campeonatos mundiales: el quinto, por fuerza,
tendría que se contra Capablanca. Aquello le
impulsó lo suficiente como para recuperar buena
parte de su antiguo poder. En 1936 Capablanca ya
tenía cuarenta y ocho años, pero sorprendió a
todos con uno de sus grandes años ajedrecísticos.
Jugó a un altísimo nivel que volvía a colocarle en
lo más alto, como si la edad y los años de retiro no
le pesaran lo más mínimo. Primero ganó un torneo
en Moscú sin perder una sola partida, superando a
algunos potentísimos nuevos valores como el
futuro campeón mundial Mikhail Botvinnik, el
hombre que terminaría iniciando el periodo de
total dominio soviético algunos años más tarde.
Tras esa brillante victoria en Moscú, Capablanca
acudió a otro importantísimo torneo, en
Nottingham, donde iba a estar presente la plana
mayor del ajedrez de la época: Botvinnik, Euwe,
Reshevsky, Vidmar, Tartákover… y Alexander
Alekhine. El ruso, probablemente por cuestiones
monetarias, no pudo evitar cruzarse finalmente con
Capablanca, después de casi una década de no
haberse sentado en el mismo tablero en
competición oficial.

La noticia de que Capablanca y Alekhine se iban a


volver a enfrentar corrió como la pólvora. La
gente se dispuso a seguir el torneo con el morboso
interés de quien durante años y años ha esperado
el siguiente episodio de su serial favorito para
conocer el desenlace. Aunque sólo iban a
encontrarse en una partida aislada y lo único que
había en juego era un punto, el cruce entre los dos
genios del ajedrez era todo un acontecimiento.
Prensa y público, lógicamente, se tomaron aquella
partida como el sustitutivo de la revancha todavía
no celebrada, un poderoso placebo para decidir —
de manera no oficial— quién era “el verdadero
campeón”. Ni que decir tiene, prácticamente todo
el planeta deseaba ansiosamente ver ganar al
cubano.
X. Las dos torres
El estilo de juego de aquella partida no recordó a
las correosas maniobras posicionales del mundial
de 1927, sino que fue más bien un duelo de
triquiñuelas, como si Capablanca estuviese
jugando a “cazar al cazador”. Alekhine hizo una de
sus famosas combinaciones enrevesadas, para
quedar con una muy ligera superioridad de piezas
(dos poderosas torres frente a dos alfiles y un
caballo). Era justo la clase de combinación con la
que Alekhine había vencido a tantos de sus rivales.
Pero resultó que Capablanca había entendido
mejor la combinación y, haciendo creer a su rival
que tenía la sartén por el mango, “se dejó hacer”,
previendo de antemano un final de partida donde,
pese a su ligera inferioridad material, tenía una
posición mucho mejor, en la que las dos torres de
Alekhine quedaban aisladas. El ruso entendió que
no podía ganar y se rindió, para perplejidad de
analistas y espectadores, que en un principio no
terminaron de entender por qué no seguía jugando
una partida en la que parecía poder optar, como
mínimo, a unas tablas. Pero, efectivamente,
Capablanca le había ganado en su propio terreno,
el de las combinaciones geniales, con una sutileza
propia del viejo campeón.

Tras desquitarse con aquella brillante victoria


sobre su denostado enemigo, el cubano finalizó el
torneo a un extraordinario nivel, compartiendo el
primer lugar con Botvinnik, mientras Alekhine,
gracias a la derrota frente a Capablanca, se veía
relegado a una más modesta sexta posición. Lo
único que impidió al cubano ganar en solitario fue
una partida perdida de forma inesperada frente al
checo Salo Flohr, en la que Capablanca perdió un
punto crucial contra pronóstico —y un punto en
ajedrez es mucho—, pero aun así la impresión que
dejó en el torneo fue la de que volvía a ser el
mejor jugador del mundo. Cómo no, mucha gente
tomó la victoria sobre Alekhine como una muestra
de la innata superioridad del cubano a la hora de
evaluar la posición, y una evidencia palmaria de
por qué Alekhine sentía tanto terror ante una
posible revancha. Capablanca merecía una
revancha. Tenía que haber una revancha.

Pero la exhibición de Nottingham fue el canto del


cisne del gran Capablanca. El glorioso retorno a la
cumbre no duró mucho más. Alekhine siguió sin
ofrecerle una revancha, se repitieron las
circunstancias de años anteriores, y ya llovía
sobre mojado. Capablanca se percató rápidamente
que el campeón seguiría buscando cualquier
excusa para no darle la oportunidad de desafiarle,
y se desanimó nuevamente. Su nivel de juego
empezó a decaer de manera muy pronunciada,
aunque esta vez no influía sólo su desánimo, sino
una hipertensión mal diagnosticada que empezó a
causarle serios problemas incluso durante algunos
torneos. También el juego de Alekhine estaba
decayendo debido a la edad y el alcoholismo,
aunque mantenía el título porque siempre se las
arreglaba para jugárselo frente a los rivales
asequibles.

Capablanca y Alekhine se encontraron de nuevo en


1938, durante un torneo en Holanda, aunque ya
ninguno de los dos podía ser considerado el mejor.
En dicho torneo, Capablanca obtuvo la peor
clasificación de su carrera (una séptima posición)
ya que estaba padeciendo síntomas de su
enfermedad. En el torneo a doble ronda, los viejos
rivales jugaron dos partidas, las últimas dos veces
que el mundo les contemplarían sentados ante un
mismo tablero. Empataron una de las partidas,
donde negociaron las tablas a través del árbitro
porque no querían hablarse. La otra partida se
celebró justo el día en que Capablanca cumplía
cincuenta años, además de haber sufrido
nuevamente las consecuencias de su mal estado de
salud. En un estilo de juego abierto y lleno de
riesgos que convenía perfectamente a Alekhine,
Capablanca perdió por sobrepasar el límite de
tiempo. Era sólo la segunda vez en toda su vida
que su reloj alcanzaba el límite durante una partida
oficial, ya que la rapidez de pensamiento había
sido siempre su principal característica. Pero la
hipertensión estaba afectándole seriamente. Fueron
dos partidas crepusculares entre dos genios que
afrontaban el declive; aun así, seguían despertando
el morbo de ver a los dos enemigos
irreconciliables en otro duelo de voluntades, pero
ya no eran los mismos de antaño.

El estallido de la Segunda Guerra Mundial terminó


de hacer imposible una revancha que, de todos
modos, ya nadie esperaba que tuviese lugar.
Capablanca se retiró nuevamente de la
competición, esta vez de manera definitiva. Como
había hecho durante su primer retiro, sólo aparecía
por el club de ajedrez de Manhattan para jugar u
observar partidas informales. En 1942, mientras
miraba una de aquellas partidas, se levantó de
repente, pidió ayuda para quitarse el abrigo, y a
continuación se desplomó inconsciente en el suelo.
Ingresado en el hospital, murió a las pocas horas a
causa de una hemorragia cerebral, producida por
la hipertensión crónica que padecía. El mundo
acababa de perder a uno de los genios innatos más
notables de la historia. Tenía cincuenta y tres años.

Alekhine recibió la noticia con palabras de elogio


para quien, según él, era “el más grande
ajedrecista que había existido”. El ruso, ahora
ciudadano francés, no dejó de ser un personaje
polémico hasta el último día de su vida. Tras la
guerra, Alekhine —considerado casi un
colaboracionista— se refugió en la España
franquista. Ya no se le invitaba a torneos
celebrados en otros países occidentales, aunque sí
jugó en España, donde el nuevo niño prodigio del
ajedrez, Arturo Pomar, logró empatarle una
partida.

Su fuerte carácter tampoco contribuyó a que el


público le tuviese demasiado afecto. Una de las
anécdotas más célebres que se le atribuyen
sucedió en una aduana, por la que pretendía pasar
sin identificarse tras haber extraviado su
pasaporte. Ante los impedimentos de los
funcionarios, él respondió airado: “Soy Alexander
Alekhine, campeón mundial de ajedrez, ¡no
necesito pasaporte!”.

Tras unos últimos años marcados por oscuras


polémicas, además de por el alcoholismo, y como
no podía ser menos, tenía que protagonizar una
muerte igualmente controvertida. Alexander
Alekhine murió en 1946 —también a la edad de
cincuenta y tres años, como Capablanca—
manteniendo todavía el título de campeón
mundial. Su fallecimiento se produjo a causa,
oficialmente, de un ataque al corazón. El cadáver
fue encontrado aún sentado a la mesa estudiando
frente al tablero; tiempo después correrían ríos de
tinta sobre las enigmáticas circunstancias de su
muerte. Pero un supuesto testigo de la autopsia
destapó la noticia de que realmente había fallecido
por un trozo de carne sin masticar que había
taponado su tráquea, asfixiándole. La supuesta
disparidad entre esa autopsia y el motivo oficial
de su muerte disparó los rumores de que pudo
haber sido asesinado por un comando secreto,
como venganza por su colaboracionismo con los
nazis. Sea o no cierto, la tétrica controversia sobre
su misterioso adiós no podía estar más en
consonancia con la oscuridad del personaje.
XI. Dos genios, dos estilos, un
legado.
“Una vez, durante un torneo en Moscú, un grupo
de maestros analizaba el final de una partida. No
podían encontrar la jugada correcta y mantenían
muchas discusiones. De repente, Capablanca
entró en la habitación. Le gustaba caminar
mientras era el turno de jugar de su oponente.
Comprendiendo la razón de la disputa, el cubano
se inclinó sobre el tablero, dijo ‘sí, sí’ e
inmediatamente redistribuyó todas las piezas
para mostrar la posición correcta que permitía
ganar la partida. No exagero. Don José
literalmente empujó las piezas, sin hacer
siquiera las jugadas en orden. Sencillamente las
puso en los lugares que consideraba necesarios.
De repente, todo quedó claro. Allí estaba el
esquema correcto de la posición, ahora la
victoria era fácil” (Alexander Kotov)

“A diferencia de Fischer, con su propensión a la


claridad, y de Kárpov, educado en las partidas
de Capablanca, desde mis años más jóvenes
estuve enormemente influido por el juego de
Alekhine, y fascinado por el suceso sin
precedentes de su victoria en el match contra
Capablanca de 1927. He admirado el
refinamiento de sus ideas, y he intentado en la
medida de lo posible emular su furioso estilo de
ataque, con sus repentinos y atronadores
sacrificios” (Garry Kaspárov)

“Era imposible ganar a Capablanca, contra


Alekhine era imposible jugar” (Paul Keres)

La historia del ajedrez está huérfana de dos


grandes acontecimientos, hitos que tenían que
marcar el destino del reino de Caissa, pero que
nunca se llegaron a celebrar. Uno fue el
campeonato mundial entre Fischer y Kárpov, que
nunca tuvo lugar porque Fischer, tras proclamarse
campeón, había desaparecido del mapa y se negó a
reaparecer aunque ello le costase la pérdida del
título. El otro acontecimiento fue, claro, la
revancha nunca celebrada entre Alekhine y
Capablanca. Es como un gran agujero negro en
mitad de una, por otra parte, muy rica historia.

Pero aunque su rivalidad quedase tristemente


incompleta, ambos marcaron un antes y un después
en el mundo del ajedrez; más allá de su agria
rivalidad personal establecieron dos escuelas de
juego totalmente opuestas, que han seguido vivas a
través de los años. Los jugadores amantes del
juego de ataque, del ajedrez bello, retorcido y
fantasioso —jugadores como Mikhail Tahl o
Garry Kaspárov— se inspiraron
fundamentalmente en las partidas de Alekhine. Los
jugadores amantes del orden, la claridad y la
lógica posicional, como Bobby Fischer o Anatoly
Kárpov, aprendieron su estilo de Capablanca. La
distinción entre jugadores ofensivos y posicionales
existía ya desde el siglo XIX, pero fueron
Capablanca y Alekhine quienes redefinieron esos
roles para siempre.

Capablanca, además, tuvo un papel muy importante


en la difusión social del ajedrez, gracias a su fama
y su perfecto papel como embajador del juego en
todo el mundo. Fue un hombre admirado y querido
por el público, una auténtica estrella que llevó los
tableros a las portadas de los periódicos. Su
prodigioso talento natural le dio al ajedrez una
aureola que no podría darse en otro deporte, sino
más bien en la música, el arte o la ciencia; la del
niño prodigio intelectualmente superior. Hubo
genios ajedrecísticos antes que él, pero
Capablanca rodeó la figura del genio de un halo
casi místico. Durante décadas, a los nuevos
valores del ajedrez y sobre todo a los niños
prodigio se les comparaba con Capablanca (como
hoy se les compara con Bobby Fischer).

Alekhine, en cambio, no dejó tras de sí una imagen


positiva (aunque, con el tiempo, las leyendas
negativas pueden ser tanto o más fascinantes) e
incluso durante sus últimos años finales se le llegó
a detestar con bastante vehemencia. Pero más allá
de las facetas oscuras de su personalidad, es
innegable que Alekhine aportó dos cosas
fundamentales al ajedrez. Una, el gusto por la
belleza artística del juego, por el componente
estético de las partidas repletas de movimientos
asombrosos e inesperados… algo que Capablanca
no hacía y que de no ser por Alekhine hubiese
pasado desapercibido durante aquellos años. Y
dos, la demostración de cuán importante es el
estudio y la preparación en el ajedrez de élite.
Aunque siempre pesará sobre Alekhine haberle
negado la revancha a Capablanca, el hecho mismo
de haberle podido vencer tuvo una importancia
capital en el desarrollo del ajedrez posterior.
Alekhine demostró al mundo que no había nadie lo
bastante superdotado como para que no se le
pudiera vencer con la debida preparación. Creó la
disciplina del jugador moderno: el talento natural
no basta. El ajedrez era un arte para él, pero al
igual que un músico, el ajedrecista sólo da lo
mejor de sí con el estudio y la práctica.
Capablanca fue el último de los campeones
bohemios. Después de Alekhine, el campeonato
mundial de ajedrez ha pertenecido sólo a quienes
combinan su talento innato con un trabajo
agotador.

Además, esto tampoco se puede obviar, las


partidas de Alekhine están entre las más bellas y
entretenidas que ha producido el juego/arte/ciencia
de las sesenta y cuatro casillas, mientras que
muchas de las partidas de Capablanca son
admirablemente sólidas… pero no tienen un
“golpe de efecto” que haga saltar en su silla al
aficionado medio. Personalmente, para quien
suscribe son mucho más interesantes las partidas
de Alekhine que las de Capablanca, cuyo estilo me
resulta más bastante monótono, aunque
lógicamente su clarividencia posicional es a
menudo fascinante.

Alekhine también fue responsable de otro


considerable legado, aunque no voluntariamente:
su discutible comportamiento una vez convertido
en campeón y la manera calculadamente
antideportiva en que retuvo el título, obligó a la
FIDE a cambiar las reglas. Tras la muerte de
Alekhine, se estableció un nuevo modelo que
obligaría a cada nuevo campeón a jugarse el título
periódicamente, y si decidía no enfrentarse al
aspirante, sencillamente se le despojaría de la
corona.

Fueron dos genios, de temperamento opuesto,


estilos opuestos y destinos igualmente opuestos. La
historia del ajedrez les recuerda como igualmente
grandes, y todo cuanto necesitan para que su
rivalidad se filtre en el inconsciente colectivo —
como la de Mozart y Salieri— es que alguien
ruede una gran película sobre ellos, sobre cómo
vivieron y jugaron el uno en torno al otro como
dos estrellas que orbitan juntas en un sistema
binario, robándose mutuamente la energía,
intentando eclipsar el brillo del otro proyectando
un brillo todavía mayor. Representaban como
nadie la dualidad de la competición y de la vida,
el día y la noche, la calma y la tempestad, el ying y
el yang: si el público no tuviese tan poca memoria,
Capablanca y Alekhine serían arquetipos
universales. En el mundo del ajedrez, de hecho, ya
lo son, como unos modernos Caín y Abel. Algo así
sólo podía superarse si un ajedrecista fuese capaz
de reunir en su sola persona el ying y el yang, a
Capablanca y Alekhine revueltos en una sola
mente. Ese individuo, por cierto, fue Bobby
Fischer, pero como suele decirse… esa es otra
historia.

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