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Manuelita Sáenz y Simón Bolívar. Obra del artista Jorge Alberto Casas.

Foto: Daniel
Gómez - El Espectador

Pilar Posada *

Me ha estado dando vueltas en la cabeza Manuelita Sáenz. Mis ganas de saber sobre ella
me han llevado a leer y releer. He encontrado textos serios, livianos, pesados, chismosos,
divertidos, aburridos, superficiales, dulzones, injuriosos, elogiosos, piadosos, honrosos,
machistas, feministas. He vuelto a saborear El General en su laberinto, de García Márquez.
Me topé con la picante crónica de Boussingault, que me hizo pensar que a este científico
francés Manuelita le gustaba, y mucho. A lo largo de su escrito se entrelazan la fascinación
que le producía, los prejuicios y la censura. Con picardía, fastidiado y encantado a la vez,
describe a Manuelita: “Bella, ligeramente rolliza, de ojos pardos, mirada indecisa, tez
blanca y sonrosada y cabellos negros. Su manera de ser era bien incomprensible; tan pronto
lucía como una gran señora o como una ñapanga cualquiera; bailaba con igual perfección el
minuet o la cachuca” (Jean Baptiste Boussignault, Simón Bolívar y Manuelita Sáenz).

Después de haber comenzado varios textos acartonados y ajenos, buscando una voz para
hablar de ella, desistí de encontrar -y menos de nombrar-a la verdadera Manuela. ¡Si es
difícil encontrarse a una misma, cuán difícil no será dar con algo en esta mujer, a la vez
mitificada y degradada, y de la que tantas cosas se han dicho!

Hoy me desperté pensando: ¡qué carajos, escribe lo que quieras; mejor dicho, lo que
puedas! A Manuelita la ha inventado cada uno de los que sobre ella ha escrito, como nos
inventamos -todos a todos- cuando hablamos de otro. Al fin y al cabo hablar de alguien
también es inventarlo, así lo tengamos al frente, o en la casa de al lado.

La quiteña

Son los últimos años del siglo XVIII. Quito tiene 60.000 habitantes y le llegan ecos de la
revolución francesa. Viajeros notables como Mutis, La Condamine y Humboldt dejan su
marca en la juventud quiteña, ya harta de un sistema de privilegios que excluye a los
criollos. Los jesuitas, expulsados por la Corona española, azuzan desde el exilio y agitan las
conciencias; la masonería prepara la estrategia continental que tiene como meta la
independencia de América.

Manuela Sáenz es hija natural del español Simón Sáenz de Vergara y de Joaquina Aizpuru,
una soltera criolla de familia acomodada. Don Simón era casado con la payanesa Juana
María Campo Larrahondo. En Catahuango, la hacienda cerca a Quito -¿de su madre?, ¿de
su padre?-, Manuela pasa temporadas, aprende a montar a caballo -a horcajadas- y se
vuelve una excelente jinete, lo que sin duda le servirá después en sus andanzas con Bolívar.

?Puede ser que su condición de bastarda en la sociedad quiteña de principios del siglo XIX
–nace en 1797– haya hecho a Manuela, de entrada, rebelde y transgresora. Se dice que de
dieciséis años se escapó del convento de Santa Catalina para irse con un joven oficial,
Fausto Delhuyart, hijo de un químico que vino como ingeniero a América y descubrió el
tungsteno.

La casada

Don Simón Sáenz, para esconder la deshonra de esta aventura, concierta el matrimonio de
Manuela con James Thorne, médico inglés, que era mucho mayor que ella. Después de un
tiempo de vida común en Quito el matrimonio se instala en Lima. A juzgar por lo que
Manuela misma escribe en una carta, se aburría con su marido. “En la patria celestial
pasaremos una vida angélica, que allá todo será a la inglesa, porque la vida monótona está
reservada a su nación, en amor se entiende; pues en lo demás, ¿quiénes más hábiles para el
comercio? El amor les acomoda sin entusiasmo; la conversación, sin gracia; la chanza, sin
risa; el saludar, con reverencia; el caminar, despacio; el sentarse, con cuidado. Todas estas
son formalidades divinas; pero a mí, miserable mortal, que me río de mí misma, de usted y
de todas las seriedades inglesas, no me cuadra vivir sobre la tierra condenada a Inglaterra
perpetua”. (José María Córdovez Moure, Reminiscencias de Santa Fe y Bogotá)

La que se hizo distinguir

Me encanta la historia, falsa o verdadera, del modo cómo Manuelita se hace ver de Bolívar.
El 16 de junio de 1822, unos días después de la batalla de Pichincha, el ejército patriota
hace su entrada triunfal en Quito. Manuela miraba el desfile desde un balcón. Al paso de
Bolívar, le tira un ramo de flores, que cae justo en el pecho del Libertador. Él detiene su
caballo, mira para arriba, busca la persona que le tiró las flores, la ve y sonríe. Por la noche
los presentan oficialmente en el baile de honor que ofreció Juan Larrea en su casa.

La imagino atenta en el balcón, esperando el paso del caballo, calculando el momento justo
en que debe lanzar la corona para dar en el blanco. ¡Qué coqueta! Se sabía atractiva e
inteligente y debe haber tenido un impulso irrefrenable de hacerse notar, de impresionarlo.
Y así fue; es el comienzo. Ella tiene 24 años; él 39.

Pamela Murray concluye, después de leer las pocas cartas que sobreviven de la
correspondencia entre Bolívar y Manuela, que entre ellos “empezó una relación romántica
y sexual que duró un tiempo, (…) Bolívar intentó alejarse cuando se fue al sur del Perú”.
Para Murray fue Manuela “quien decidió mantener la relación y seguirlo e insistir un poco,
y un poco más, para que él la integrara a su círculo íntimo. Después de analizar las cartas en
detalle, queda la impresión de que ella tuvo que esforzarse para seducirlo, porque él de otra
manera fácilmente la hubiera dejado”. (Angélica Gallón Salazar, Los otros colores de
Manuelita Sáenz, El Espectador, mayo 6 de 2010).

La relación duró ocho años, desde 1822 hasta que Bolívar murió en el 30. No pasaron
juntos muchas, ni muy largas, temporadas. La mayor parte de ese tiempo él estuvo
viajando, guerreando, resolviendo problemas aquí y allá.

La de las cartas

Es bello el tono -franco y directo- de un fragmento de una carta de 1825 donde Manuela le
dice a Bolívar: “Señor: Estoy muy boba y enferma. Cuán cierto es que las grandes
ausencias matan el ?amor; y aumentan las grandes pasiones. Ud. me tendría muy poco
amor, la grande separación lo acabó; pero yo que por Ud. tuve pasión, que ésta la he
conservado por conservar mi reposo y mi dicha, que ella existe y existirá mientras viva”.
(Eugenia Viteri, Manuela Sáenz)

Hay otro fragmento que me gusta, por franco y duro, de una carta de Manuela a su esposo
en 1829. Thorne le había pedido que volviera con él, y ella le responde: “¿Y usted cree que
yo, después de ser la predilecta de Bolívar, y con la seguridad de poseer su corazón,
preferiría ser la mujer de otro? Ni del Padre, ni del Hijo, ni del Espíritu Santo, o sea de la
Santísima Trinidad”. (Eugenia Viteri, Manuela Sáenz). También tiene algo de gracia,
enredada en esa verdad –dolorosa-, que debe haber lastimado mucho al esposo.

La casquivana

Ligera, seductora, alocada, infiel hacia Bolívar, libre sexualmente, así la pinta Jean Baptiste
Boussingault en sus memorias. La conoce en Bogotá en 1826. “¡La buena Manuelita era
una de las mujeres livianas más curiosa! (…) Tenía mucha vida, era muy alegre, nada
intelectual, y usaba algunas veces expresiones medianamente arriesgadas (…) En Lima
había sido de una inconsecuencia increíble; se convirtió en una Mesalina y los edecanes me
contaron cosas que el único que ignoraba era el general Bolívar. Una noche hacia las once
ella iba a palacio donde él la esperaba con impaciencia. Se le ocurrió pasar por el cuerpo de
guardia en donde se encontraba un piquete de soldados a las órdenes de un joven teniente;
la loca comenzó a divertirse con los soldados, incluyendo el tambor”. (Jean Baptiste
Boussignault, Simón Bolívar y Manuelita Sáenz)

Cuenta también que yendo Manuelita desde Guayaquil a Quito, “con una escolta de cuatro
granaderos que ella misma escogió entre los más guapos del escuadrón; marcharon en
jornadas cortas, sin otro sirviente que su mulata y en cinco días llegaron a Quito. Una
indiscreción del brigadier hizo que se conocieran los incidentes eróticos del camino”. (Jean
Baptiste Boussignault, Simón Bolívar y Manuelita Sáenz). Deja el resto a la imaginación
del lector.

En Bogotá, Boussignault afirma haberle conocido a Manuela “sólo” dos enamorados


ostensibles: el doctor Cheyme y un joven inglés de apellido Wills. ¡Ningún otro! Para
rematar esta imagen de mujer libre y escandalizadora con su conducta sexual, sugiere
también una relación homosexual entre Manuela y una de sus criadas. ¿Cuál? ¿Jonatás o
Nathan? “…nunca se separaba de una joven esclava, mulata, de pelo lanoso y ensortijado,
hermosa mujer siempre vestida de soldado… Ella siempre era la sombra de su ama; tal vez
también, pero esta es una suposición, la amante de su ama, de acuerdo con un vicio muy
común en el Perú”.

La excéntrica

“Inconsecuente (…) imprudente en exceso (…) cometía los actos más censurables sólo por
el placer de hacerlo (…) llevaba la excentricidad hasta la locura”, dice Boussingault. Una
vez, en Guaduas, Manuelita se hizo morder de una serpiente para ver si el veneno era tan
fuerte como la gente decía. Se salvó por las bebidas alcohólicas calientes que le hicieron
tomar -la emborracharon- y los ?cataplasmas que le pusieron en el brazo, hinchado ya hasta
el hombro. Cuenta que otra vez “cabalgando por las calles de Bogotá se le acercó a un
soldado que llevaba el santo y seña colocado, como de costumbre, en un papel en el
extremo de su fusil; se lanzó al galope sobre el pobre infante y se lo quitó (…) El soldado
hizo fuego sobre ella (…); tuvo que regresar y volver a poner el papel”. (Jean Baptiste
Boussignault, Simón Bolívar y Manuelita Sáenz)

Escribe Rufino José Cuervo: “Constantemente ocupó la atención pública con sus locuras.
Se presentaba con frecuencia a caballo vestida de oficial y seguida de dos esclavas negras
con uniforme de húsares… En este traje, ella espada en mano y las negras con lanza,
salieron en 1830, la víspera de Corpus, y rompiendo en la plaza mayor por la muchedumbre
y atropellando las guardias, fueron a desbaratar los castillos de pólvora en que se decía
haber figuras caricaturescas del Libertador”. (Ángel Cuervo, Rufino Cuervo, Vida de
Rufino Cuervo y noticias de su época).

La independentista

Manuela ya luchaba por la Independencia antes de conocer a Bolívar. En Lima se une a


grupos que trabajan por conseguir adhesiones y dineros para la causa independista; se hace
amiga de la guayaquileña Rosita Campusano y ambas colaboran en calidad de espías. Por
esa época recibe del general José de San Martín, junto con otras mujeres peruanas, la orden
de “Caballeresa del Sol”, como reconocimiento a su participación en la lucha libertaria,
condecoración que le dio entrada a una pequeña elite de aristócratas dentro de los
aristócratas limeños.

En 1822, Manuela deja Lima y va a Quito junto con su padre para reclamar la herencia de
una tía. Este viaje coincide con la batalla del Pichincha que sella la independencia del
Ecuador el 24 de mayo de 1822 y con la llegada triunfal de Simón Bolívar a la ciudad el 16
de junio. Bolívar se va luego al Perú y ella se queda en el Ecuador entregada por completo
a la política. Es entonces cuando a la cabeza de un escuadrón de caballería sofoca un motín
en la plaza y calles de Quito.
La soldada

Numerosos documentos hablan de Manuelita vestida de soldado, usando las armas,


combatiendo: En Lima, en 1823, “se viste con uniforme militar y maneja la espada y la
pistola. (…) Participa junto a Bolívar en la batalla de Junín, el 6 de agosto de 1824, y es
ascendida a capitán de húsares. Tiene, asimismo, una actuación destacada en la batalla de
Ayacucho, (…) a raíz de la cual obtiene el grado de coronel del ejército colombiano.”
(Consuelo Navarro, Manuela Sáenz en la literatura hispánica contemporánea).En una carta
dirigida a Bolívar desde el frente de Ayacucho, el 10 de diciembre de 1824, Sucre describe
así la participación de Manuela: «Se ha destacado particularmente (…) por su valentía;
incorporándose desde el primer momento a la división de Húsares y luego a la de
Vencedores, organizando y proporcionando avituallamiento de las tropas, atendiendo a los
soldados heridos, batiéndose a tiro limpio bajo los fuegos enemigos; rescatando a los
heridos». (Consuelo Triviño Anzola, La libertadora del libertador.)

La que quiere a los animales

Cuenta Boussignault que Manuela Sáenz “adoraba los animales y era dueña de un osezno
que tenía el privilegio de circular por toda la casa. (…) Una mañana (le) hice una visita y
como no se había levantado todavía tuve que entrar a la alcoba (…): el oso estaba tendido
sobre su ama, con sus horribles garras posadas sobre sus senos. Al verme entrar (…) me
dijo con gran calma: don Juan, vaya a la cocina y traiga una taza de leche (…) este diablo
de oso no me quiere dejar. La leche llegó y el animal, dejando lentamente a su víctima, bajó
para beber. (…) Vea usted, decía Manuelita, mostrándome su pecho, no estoy herida.”

En Paita, al final de su vida, tiene varios perros a los que les pone los nombres de sus
enemigos: Santander, Páez, Padilla, Lamar.

La salvadora de Bolívar

A principios de 1828 llega a Bogotá donde vivirá, sucesivamente, en la Quinta de Bolívar,


en el Palacio de San Carlos y posteriormente en su propia casa.

La atmósfera política es cada vez más conflictiva. Entre abril y junio se celebra la
Convención de Ocaña, en la cual se busca reorientar el destino de la Gran Colombia hacia
nuevos rumbos político-administrativos. Los representantes – de Venezuela, Cundinamar-
ca, Ecuador y Panamá- presentan dos proyectos de reforma a la Constitución de Cúcuta
(1821): el de los federalistas y el de los centralistas. Los bolivarianos defienden la reforma
de tendencia centralista, que sostenía la necesidad de un Ejecutivo poderoso para la defensa
de la unidad nacional. Surgen fuertes enfrentamientos entre los dos grupos y se disuelve la
Convención de Ocaña. Los bolivarianos se retiran; los partidarios de Santander protestan.
Fracasada la Convención se abre el camino para la dictadura, la crisis y la desintegración de
la Gran Colombia, el estado supranacional, sueño político de Bolívar.

La vida y la seguridad del Libertador quedan en frágil situación. Lo que sucede la noche del
25 de septiembre es el hecho más conocido en la historia de Manuelita Sáenz. Salvó a
Bolívar de ser asesinado por los conspiradores que llegaron al palacio de gobierno. Lo hizo
salir por una ventana y luego distrajo a los que lo buscaban, mientras su hombre escapaba y
se escondía. Escribió Boussignault: “Manuelita mostró un gran corazón, audacia y una rara
presencia de espíritu. Nada tan divertido como su relato de la fuga del general. – Figúrese,
decía ella, que quería defenderse. ¡Dios! Si que era cómico, en camisa y con la espada en
mano. Don Quijote en persona; ¡si no lo hubiese hecho saltar por la ventana, habría sido
hombre muerto!”

La dulcera

Manuelita aprendió a bordar y a hacer ganchillo en el convento de Santa Catalina. Allí


también le enseñaron a hacer dulces y confituras. García Márquez recrea la mujer que hacía
delicias con sus manos así: “…seguía viviendo a pocos pasos del palacio de San Carlos que
era la casa de los presidentes, con el oído atento a las voces de la calle. Aparecía (…)
cargada de mazapanes y dulces calientes de los conventos, y barras de chocolate con canela
para la merienda de las cuatro”. (Gabriel García Márquez, El general en su laberinto).

Ricardo Palma visitó varias veces a Manuela Sáenz en Paita: “casi siempre me agasajaba
con dulces hechos por ella misma en un braserito de hierro que hacía colocar cerca del
sillón”. (Ricardo Palma, Tradiciones peruanas)

La intrigante

Ramiro Bejarano, en su columna de El Espectador, 3 de julio de 2010, afirma que


“Manuelita se benefició ilícitamente de su cercanía al poder; (…) la Sáenz, en 1827, ya
vivía en casa propia y recibía un estipendio de quinientos pesos mensuales que le pagaba
Cristóbal Armero, cónsul colombiano y agente político bolivariano”.

También dice Bejarano: “mientras estuvo en el poder (…) hizo favores a la nobleza
santafereña, pero también contribuyó a hacer irreconciliables las diferencias políticas. (…)
llevaba un libro en el que anotó cada favor que por su recomendación hizo el Libertador a
los notables de su época (…) ella ayudó a varios, pero persiguió y traicionó sin
contemplación al que pudo, porque su verdadera profesión no fue la de amante de Bolívar,
sino la de espía (…) terminó sus días oficiando de delatora (…) en Paita (…) fue
informante del dictador del Ecuador Juan José Flórez, proporcionándole datos de la vida y
andanzas de sus críticos y opositores.”

Rumazo González cuenta que en una fiesta en la Quinta de Bolívar, Manuelita y algunos
amigos hicieron un muñeco de trapo al que colgaron el letrero: Francisco de Paula
Santander muere por traidor. Lo pusieron contra una pared, de espaldas a la concurrencia,
le brindaron los debidos auxilios espirituales y luego un pelotón (…) lo fusiló disparando
sus rifles en medio de los aplausos de los invitados (Consuelo Navarro, Manuela Sáenz en
la literatura hispánica contemporánea).

El apoyo de Bolívar

En los últimos años en Bogotá, cuando Bolívar ya estaba lleno de enemigos y sospechas
hacia todos, Manuelita cobró mucha importancia. Fue “una persona determinante, que lo
apoyaba moralmente y de la cual dependía(…) siempre lo estaba sosteniendo con sus
consejos, (…) mirando la gente alrededor y dándole sus puntos de vista; él confiaba mucho
en su capacidad de juzgar el carácter de las personas”. (Angélica Gallón Salazar, Los otros
colores de Manuelita Sáenz, El Espectador, mayo 6 de 2010).
Manuelita medía la temperatura moral del ambiente y el ánimo en las distintas capas
sociales. Se enteraba de lo que se pasaba y le contaba a Bolívar que las mujeres lo culpaban
de la carestía, los soldados estaban descontentos por las pagas atrasadas, los comerciantes
se quejaban de ver caer sus negocios, la aristocracia estaba resentida por la pérdida de sus
privilegios.

La odiada

La importancia e influencia de Manuela fueron vistas por algunos oficiales con malos ojos.
Es el caso de José María Córdova que se alejó del Libertador y se levantó contra su poder
en 1829. Las peores repercusiones de este rechazo fueron para Manuelita cuando Bolívar
abandonó la presidencia. Entonces los enemigos sí que la hostigaron. Cuando Bolívar se
fue a Santa Marta ella se quedó en Bogotá y participó con Urdaneta en acciones contra el
gobierno de Mosquera. Tres años después de la muerte de Bolívar todavía estaba en
Bogotá. Entonces fue expulsada del país por Santander.

A propósito de su salida de Bogotá, escribió Rufino José Cuervo: “Días después en la


entrada solemne del presidente electo Joaquín Mosquera, se desató públicamente en
improperios contra el gobierno y la población, acusándola de ingrata para con su Libertador
(…) Fue su casa el centro de los bolivianos exaltados, y durante la dictadura de Urdaneta,
tuvo gran mano en la cosa pública. Restablecido el gobierno legítimo en 1831, se le intimó
al destierro (…) lo cual no pasó de una pura amenaza. Sindicada luego de acoger a los
desafectos y auxiliar a los conspiradores, se le exigió privadamente en varias ocasiones que
saliese del país”. (Ángel Cuervo, Rufino Cuervo, Vida de Rufino Cuervo y noticias de su
época).

Finalmente, en enero de 1834, “el día fijado a las tres de la tarde el alcalde (…) se presenta
en la casa, y dejando en la puerta de la calle diez soldados y ocho presidiarios, penetra hasta
la alcoba a despecho de las voces y amenazas de las negras, y le requiere que se vista y se
ponga en camino. Ella incorporándose, toma sus pistolas y jura que matará al primero que
se le acerque; el alcalde se retira en busca de nuevas instrucciones, y reiterada la orden,
vuelve, quítanle las armas, métenla, arropándola decentemente, en una silla de manos, y no
siendo ya hora de emprender viaje, los presidiarios la llevan al Divorcio, o sea la cárcel de
mujeres (…) Al día siguiente (…) también en silla de manos y acompañada por el alcalde,
llega a Funza, donde estaban los caballos preparados por el gobierno para la marcha, y
recobrando su buen humor, sigue contenta su viaje para el Ecuador por la vía de
Cartagena.” (Ángel Cuervo, Rufino Cuervo, Vida de Rufino Cuervo y noticias de su época).

Cuando intentó regresar a Ecuador se le prohibió la entrada a Quito porque constituía una
referencia política que perturbaba los intereses del partido gobernante. Rocafuerte, entonces
presidente, expuso su determinación contra Manuelita en los siguientes términos: “… por
el carácter, talentos, vicios, ambición y prostitución de Manuela Sáenz, debe hacérsele salir
del territorio ecuatoriano, para evitar que reanime la llama revolucionaria”. (Inés Quintero,
Manuela Sáenz, una biografía confiscada).

La de Paita

Manuelita se dirige entonces a Paita, un pequeño puerto en el Perú, donde se instala y vive
pobremente sus últimos años, con sus dos criadas. Para mantenerse hace dulces y bordados
y vende tabaco. Depende en parte de sus amigos, a quienes pide préstamos y ayuda para
recuperar su parte de la herencia de su madre. Continúa escribiéndose con el general Juan
José Flores informándolo de los movimientos de sus enemigos en Paita y pidiendo
constantemente noticias del Ecuador. Hace amistad con algunas familias importantes el
puerto y mantiene el contacto con otros viejos bolivarianos, como el general peruano
Andrés Santacruz. De vez en cuando recibe visitas de hombres importantes.

En 1841 Manuela conoció a Herman Melville. El futuro autor de “Moby Dick“ llegó a
Paita, a los 22 años, a bordo del ballenero Acushnet.

José Joaquín Olmedo la visitó en 1846 y la describe como una matrona, graciosa y gentil
que no pudo sustraerse: “al veneno de la envidia y del fanatismo que le amargaron sus
últimos años”. (Eugenia Viteri, Manuela Sáenz) ¿El suyo propio, el de los demás?

Ricardo Palma escribió sobre Manuela: “Era una señora abundante de carnes, ojos negros y
animadísimos en los que parecía reconcentrado el resto de fuego vital que aún la quedara,
cara redonda y mano aristocrática (…) En el acento había algo de la mujer superior
acostumbrada al mando y a hacer imperar su voluntad. Era un perfecto tipo de la mujer
altiva. Su palabra era fácil, correcta y nada presuntuosa, dominando en ella la ironía.”
(Ricardo Palma, Tradiciones peruanas).

Simón Rodríguez -maestro de Bolívar y amigo de Manuela- vivía por entonces en Amotape
y la visitaba con frecuencia. Dicen que al despedirse, poco antes de morir, le dijo: «Me
marcho, dos soledades no pueden hacerse compañía». (Eugenia Viteri, Manuela Sáenz).

Garibaldi también visitó a Manuelita Sáenz. Víctor W. von Hagen narra que su visita
coincidió con una de Rodríguez: “…leían las cartas que les hablaban del pasado. Así
estaban un día de 1851, cuando un caballero distinguido preguntó por la Libertadora. Se
llamaba Giuseppe Garibaldi”. Los tres pasaron el día conversando de Bolívar: ella, en su
hamaca, y el italiano “recostado en el sofá pues sufría de una malaria contraída en las
selvas de Panamá”. (Sara Beatriz Guardia, El último refugio de la Libertadora)

En Paita se cae de las escaleras de su casa, se fractura la cadera y quedan reducidos sus
movimientos a una habitación, una silla y una hamaca. Entonces engorda mucho.

Un barco ballenero atraca en el puerto llevando a un marino enfermo de difteria. La


epidemia se expande matando a mucha gente, entre ellas a una de sus sirvientas y
finalmente a Manuela, el 23 de noviembre de 1856. Para evitar el contagio se ordena
incinerar sus pertenencias y enterrar su cuerpo en una fosa común. Gracias a la intervención
del general Antonio de la Guerra se logra salvar el cofre que contenía parte de su
correspondencia con Bolívar y otros papeles, los cuales fueron entregados más tarde al
gobierno de Colombia. Muchos documentos fueron quemados.

Su personalidad

Varios biógrafos han coincidido en asignarle a Manuela gran sensualidad, recio carácter, un
fuerte sentido de la libertad, placer por la aventura y el riesgo. Fue una mujer de amplios
horizontes -por encima de las convenciones sociales- y dueña de mucha determinación y
perseverancia. Después de que murió Bolívar, necesitó un gran valor para reinventar su
vida. Tenía una gran capacidad para establecer relaciones con la gente y hacer amigos; eso
le permitió sobrevivir; también tenía algunos rasgos conservadores y rígidos : era amiga del
orden y del gobierno fuerte. “Para evitar el caos”, dicen que decía.

Víctor von Hagen escribió: «Había en ella algo muy libre, casi descocado; sin embargo, las
manos bellas y cuidadas uñas, que sostenían levemente las riendas, mostraban los ahusados
dedos de la dama. Eran manos capaces de acción. Dos enormes pistolas turcas de bronce,
amartilladas y preparadas para su uso, estaban enfundadas en sendas pistoleras a la altura
de las rodillas. Era fácil leer el nombre en las culatas de bronce: Manuela Sáenz”. (Victor
W. von Hagen, Las cuatro estaciones de Manuela)

Podría seguir. Quiero seguir. Me está pasando lo que a tantos otros: me ha cautivado
Manuela Sáenz, la real, la inventada. En todo caso una mujer que amó, luchó y fue fiel a su
deseo. Tuvo que pagar un alto precio, sin duda. Así es; así debería ser siempre. Lo que vale,
cuesta.

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(*) Colaboradora.

Escrito publicado en el Diario El Espectador, Bogotá – Colombia el 2-Ago-2010

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