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Llevo nosecuántos días caminando por las calles de esta ciudad. Se me agotan las horas
tocando de puerta en puerta con la intención de consultar si cualquiera de
esas es la entrada a mi casa. Hasta hace nosecuánto tiempo me duró el dinero que
habitaba en mis bolsillos, ante esa ausencia debo despedirme de las habitaciones
en hoteles y saber que la incertidumbre crece. No poseo algún tipo de documento
que sirva de comprobante a mi existencia y para completar no tengo un recuerdo
latente de la calle que doblé hace nosecuántos minutos. Es desesperante la comezón
que siento en la cabeza y además se me calienta la parte inferior central del cerebro,
¿Será acaso que tengo problemas de corriente, o me habrán puesto muy poco paso
de gasolina?
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cabeza fría. ¡Pero es que no puedo, se me recalienta el cerebro! – Señor, ¿me
dice qué hora es? – De razón, a las siete ya se oscurece, ¿A dónde voy a dormir?
Nosecuántos miles de segundos han transcurrido desde que tengo la lucidez de haber
visto la televisión, ¿Será que aún los noticieros siguen siendo el entretenimiento
del mediodía? ¿Les interesará acaso la nota de un hombre que no recuerda la
última vez que habló con una mujer bonita? A esta hora el calor es insoportable
y todo parece ir más lento que de costumbre. De a poco siento que me voy diluyendo,
con cada gota de sudor se me van yendo uno a uno los
recuerdos que guardaba con recelo en mi mente. Van en caída libre contra el
pavimento y nada puedo hacer para retenerlos. –Señora, tenga cuidado no vaya
a ser que se resbale al pisar una de mis memorias.
Me acosté en la mitad del Parque Medio Siglo queriendo ser una roca, una piedra
en el zapato para los transeúntes. Era esa mi oportunidad, ¡Sí señor! Si estaba
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con suerte alguien se tropezaría conmigo y al verme me diría: “Hey viejo, ¿Cuánto
hacia? Venga lo invito a una cerveza y lo acompaño a su casa”. Pero nada, unos
nosecuántos puntapiés y derechito para la patrulla de la policía.
¿Y qué hice yo? ¿Soy una amenaza a la moral y a las buenas costumbres solo
por la incapacidad para recordar mi origen? Todo apunta a que soy culpable, y
sí, me declaro el asesino de mí mismo. Yo soy el homicida de mis propios días;
sin saber cómo ni cuándo he aniquilado las pistas que me conducen al
reconocimiento personal. ¿Está usted comandante Hache en la capacidad de juzgarme?
¿Está satisfecho con mi confesión? Tiene usted cara de un hombre derrotado, un
tipo que a diferencia mía carga consigo más de una añoranza tormentosa. Seguro
lo abandonó la mujer, sí caballero, tiene usted ese semblante de impotencia y de
no saber escuchar. De lo último doy fe, de lo primero le creo a su mujer.
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había sido el vencedor. Luego cuando quise estructurar mi discurso me di cuenta
que había olvidado el inicio así que me resigné a sentarme al lado de la fuente.
Por casualidad o por tormento propio mis ojos se posaron fijos sobre el agua. Fue
más que macabro ver mi reflejo y no poder reconocerme. Aunque a ciencia cierta
no sabía cómo era mi apariencia tenía la certeza de que así no me vería
usualmente. Estaba oculto entre una cantidad de pelos que me hacían sentir más
cansado, además las secuelas de un golpe reciente me tenían el ojo izquierdo
lleno de sangre, ¿Qué pudo haberme pasado? ¿Será que me golpearon en casa y ahora
me mandaron al mercado con una lista de cosas por comprar? Seguramente no,
el papel que tengo en la mano está en blanco. Intento poder concentrarme en
ese rostro aterrador que se mueve de un lado al otro en el agua, ¿Ese soy yo?
Yo no tengo agua ni casa pero quiero ser un camello. Me agrada la idea de caminar muy
lento en compañía de la resignación por no poder recordar ni la más mínima pista
de mi existencia. Así no estaría a disgusto con el mal funcionamiento de mi
máquina de recuerdos. – Señor, ¿Me regala una moneda para convertirme en un
dromedario?
II
He dejado que los días transcurran sin que yo haga nada. Mi apariencia cambia a un
ritmo tan acelerado que he decidido no luchar contra el destino. He renunciado
a buscar un consuelo a mis penas. Para no atormentarme he creado una historia
que me llena de paz los días (la escribí en el tronco del árbol en que orino para
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no olvidarla): soy el hijo de dios, mi padre es un gallinazo y mi madre una paloma
que una señora vestida de rojo mató a escobazos. Soy un huérfano y por eso
nadie me busca. La mujer que amé me abandonó por un tipo que tenía bigote y
tres cadenas de oro. Nunca tuve hijos porque soy estéril, además como soy el
hijo de dios no puedo tener descendencia. La cruz que tenía para mi muerte me
la robaron el día en que comencé a perder la memoria. ¿Usted me comprende
padre? ¿Cierto que sí? Ya sabe usted que este es un sitio inseguro.
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Lo único seguro que tiene todo ser viviente es la muerte. Humberto Palacio Jaramillo o
‘el profe Humberto’ presintió la suya, días antes del suceso en el casino Don José. Dálila
Suárez, la esposa de ‘el profe Humberto’, comenta que el 15 de junio de 2014, día del
padre, él estuvo muy callado, pensativo; durante esos días se fumaba dos cajetillas de
cigarrillos marca Boston o Green.
Matemáticas, español, inglés, educación física y ciencias sociales fueron las materias que
dictó ‘el profe Humberto’ en la institución educativa Marco Fidel Suárez, hasta el año
2005. Quienes fueron sus alumnos, recuerdan que en ocasiones tizas o borradores salían
disparados hacia la cabeza de un estudiante que se dormía o no dejaba dar la clase.
El día del padre, Humberto recibió de Brayan, su hijo menor, una gorra de la selección
Colombia y una sudadera del A.C Milán. “cuando le di el abrazo a mi papá, lo sentí frío,
en ese momento no me fijé en eso”. Su otra hija, Alexandra, fruto del primer
matrimonio, le regaló una camiseta de la selección Colombia. La sudadera y la camiseta
serán las últimas prendas que vestirá ‘el profe Humberto’, antes de ser cremado.
“El fútbol y el billar, fueron las grandes pasiones que él tenía”, recuerda Dálila. Cuando
Brayan nació, iba a ser nombrado Rivelino como el centrocampista que jugó con la
selección de Brasil, campeona en el mundial de México 70. Sin embargo, Dálila optó por
un nombre menos rimbombante. Humberto jugó de defensa central, lastimosamente
una lesión en los meniscos no le permitió seguir jugando. Tal vez, debido a esta, él se
dedicó a jugar billar, el popular tres bandas. En una ocasión, Dálila le había dicho que los
billares eran peligrosos y que a veces por matar a alguien, resultaban heridos o
asesinados personas inocentes. Humberto no tomó mayor importancia a ese
comentario y solo atinó a decir: “Si allá me voy a morir, moriré feliz”.
El viernes se convirtió en el día para jugar billar. Billar, amigos y unas cuantas copitas de
aguardiente. Billar desde las 4:00 p.m. hasta la una o dos de la mañana. Carambola.
Risas. Otra carambola. ¿Cómo vamos?, va ganando profe. Una copa de aguardiente con
Coca-Cola. De fondo sonará alguna canción del vallecaucano Nano Molina, mientras
continúan con la partida de billar. Por lo general, ‘el profe Humberto’ jugaba con otros
profesores. “Ellos no apostaban dinero. El que perdía en algunas veces le tocaba pagar
los tragos”, recuerda John Jairo López, administrador del casino Don José, quien también
fue testigo y víctima del suceso que ocurrió ese viernes 27 de junio de 2014.
La última vez
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Cada vez que Humberto salía de la casa, se dirigía primero hacia la estatua de la virgen
María, le daba un gran beso y le pellizcaba los cachetes que se habían desgastado por
las constantes muestras de su afecto.
El teléfono sonó
A eso de las 6:00 p.m. Brayan regresó a la casa, no estaba ni su padre ni su madre. Al
poco rato, un primo de él llegó, “Estábamos jugando play”, recuerda Brayan. Minutos
después, Dálila había regresado, le preparó la comida a su hijo. Él ingirió unas cuantas
cucharadas. Sonó el teléfono.
Humberto y Dálila habían salido ese día: pagaron la funeraria, fueron al banco para
revisar el estado de la cuenta de ahorros. Humberto había cambiado la clave de la cuenta
bancaria y Dálila no lo sabía. Ese mismo día, Humberto le repitió el nuevo número de la
clave, insistió en recordársela para que no la olvidase. En el parque principal de Andes
había una muestra de danzas. 5:45 p.m. Dálila veía los movimientos de cada bailarín.
Humberto estaba en los billares del Café Roma; sin embargo, él regresó para avisarle a
ella que se dirigiría al casino Don José, porque en el Roma no había juego.
A las 6:00 p.m. Dálila pasó por el casino Don José, volteó hacia la derecha y vio a su
esposo, estaba de pie, sostenía el taco de billar. Fue un momento rápido, un tanto fugaz,
pero que en la memoria de Dálila será eterno. Ella regresó a casa a eso de las 6:20 p.m.
Vio televisión. A las ocho de la noche le preparó la comida a Brayan. Sonó el teléfono.
La silla vacía
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“El profe estaba jugando billar con otros profesores”, recuerda John Jairo López. “Él
nunca jugaba cartas, siempre era billar”, comenta. ‘El profe Humberto’ se dirigió al
orinal. Luego dio unos pasos hacia una mesa donde se encontraban tres hombres
jugando 51: John Jairo, ‘Pirulo’ y Evelio Pulgarín. Preguntó si había juego. Eran las ocho
de la noche y una silla estaba vacía, siempre estuvo vacía desde que los tres hombres se
sentaron a eso de las 4:00 p.m. Le ofrecieron asiento al profesor. Evelio estaba de
espaldas a la pared, ‘el profe Humberto’ estaba de frente a Evelio; a la derecha del
profesor, estaba John Jairo y a la izquierda respectivamente, ‘Pirulo’.
8:30 p.m. Billetera. Candela con forro azul. Caja con diez fósforos Gol, prenden sobre
todo. Media cajetilla con un cigarrillo Green. Fumar causa cáncer de riñón. Las últimas
palabras que quizá, escuchó ‘el profe Humberto’ fue: “Aquí es que te vas a morir, perro
hijueputa”, que provenían del ejecutor con su pistola nueve milímetros de cargador
alargado. El hombre descargó todo el proveedor a unos diez metros de distancia. Las
balas debían ser descargadas solamente para Evelio; sin embargo, dos personas más
recibieron los proyectiles.
Humberto, al darle la espalda al ejecutor se levantó y recibió dos balas: una le atravesó
el pecho, la otra los riñones. Miró de cara a la muerte, como si por varios días hubiese
esperado el momento adecuado para enfrentarla. Varios disparos se incrustaron en la
pared y en el cuerpo de Evelio Pulgarín; John Jairo recibió uno cerca del hígado. Evelio
murió al instante, John Jairo permaneció consciente y con ardor en el vientre. El ejecutor
huyó en una motocicleta negra de alto cilindraje. Algunos comentan que el asesinato
fue hecho por la oficina de Envigado, otros dicen que fueron los paramilitares. En todo
caso, Evelio Pulgarín las debía, y ese día las pagó.
El teléfono sonó, Brayan contestó, era su prima Liliana. Él bajó las escaleras corriendo,
le contó a su madre que en el casino Don José habían matado a alguien. Tomó el celular
de su madre… Humberto no contestaba. Brayan desapareció. Uno de los profesores que
había jugado billar con él minutos antes del suceso, arribó en un taxi, y encontró a Dálila
afuera de la casa. Juntos fueron al hospital.
Dálila recuerda ese regreso como algo eterno, el llanto transcurrió en todo el trayecto.
Fue la hora más larga de su vida. Brayan aprovecho que el cuerpo estaba solo, dijo
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algunas frases, le besó la gélida frente; era de los últimos besos que iba a darle a su
padre. Era el adiós más álgido que ha dado hasta el momento, era el final.
Domingo, 3 p.m. Primera cantina que encuentro. Única que hay en este recóndito
caserío. Me estrello de entrada con una mirada opaca, bajo un sombrero aguadeño
entrado en décadas. Una mirada de perro viejo, de perro muy sabido en asuntos de
perros y de hombres. Una mirada que ha visto cosas, de una inmortalidad vampírica,
que atraviesa y cuaja hasta la médula ósea y no sale, no sale. Me dirijo a la barra bajo el
peso de esos ojos; pido cerveza. Aclaro al cantinero quién soy y mis intenciones.
Suena sofocante la radio. El sudor tímido comienza a asomarse por mis sienes. El
agonizante frío de mi cerveza llora unas pocas gotas por la botella. Seis personas. Solo
la radio. Domingo, lento, espeso, denso.
Sirve otro ron, empuja suavemente la copa en mi dirección y con gentil gesto de brusca
mano la ofrece. Dubitativo miro la copa, miro mis zapatos y nuevamente la copa. Antes
de darme cuenta la llevaba a mis labios y agradecía.
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―Mucho gusto, Eliseo―. Áspera, grande, dura mano, de quien alza y deja caer toda la
vida un azadón.
Don Eliseo: uno setenta y dos metros de estatura; ochenta largos años de existencia que
parecen como tres o cuatro vidas juntas, que a lo largo de dos botellas y media de ron
me relata: sus amores, sus tristezas, sus contadas victorias y muchos fracasos, sus
abuelos, sus travesías obligadas, sus tantas, tantas muertes, su amor patrio y… su puta
patria. En silencio, trago a trago, atenta nota mental de cada palabra que modula.
―El hombre tras la barra tiene razón, todos aquí conocemos muy de cerca eso de lo que
usted pregunta. Incluso el hombre mismo. Pero nadie quiere hablar al respecto. Nadie
quiere recordar. Nadie. Y tampoco miente en lo de “moridero”. Aquí vinimos a terminar
de morir. Nadie viene a nacer, nadie lo ha hecho hasta el momento. Este pueblo es una
suerte de extensión del cementerio que vio usted a la entrada. Solo esperamos,
esperamos, esperamos.
―Sí ―continúa―, somos ya girones de vida. Sin retoños, que nos fueron arrancados.
Tampoco somos de aquí, fuimos llegando de todas partes. Las piernas no nos dieron
para seguir el camino a la gran ciudad y aquí nos quedamos. Al principio descansando,
pero ni las fuerzas ni las ganas de seguir volvieron. Ya puede ver, aquí estamos.
Otro silencio, más acentuado. Tanto que el lamento del ventilador parecía grito. El radio
dejó de sonar, había perdido señal. El cantinero girando perilla hacía inútil esfuerzo de
hallarla otra vez. El calor parecía dar tregua.
El radio retoma con renovado aliento el sofocante ritmo. El cantinero toma asiento y fija
su vista en la cabeza de ternero sobre el dintel de la puerta.
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―Eso que tanto le inquieta, muchacho, tiene lejanas raíces. Más lejanas de lo que se
piensa. Dicen que comenzó hace poco más de cincuenta años. Pero no. Hace cincuenta
años yo tenía su edad, más o menos, y ya había perdido hace tiempo a mi padre, a mi
hermano, por la misma causa que el cantinero perdió a su esposa hace treinta y seis. Y
antes de eso, mis abuelos fueron a la guerra por igual causa. Y todavía más atrás los
abuelos de mis abuelos se mataron por lo mismo. Entonces, si a estos cincuenta años
que todos dicen se le sumasen unos ciento cincuenta, tal vez más, se tendría una idea
aproximada de hace cuanto empezó.
¡Y dicen que hace cincuenta años! ¡JA! ¡Pobre mi pueblo sin memoria! Manotazo a la
mesa y jocosa carcajada.
―Cuentan que empezó tan lejos, tan lejos, que por estos lados ni se imaginaba el gran
sismo que sacudiría estas tierras. Solo se escuchaban rumores. Rumores de monarcas
secuestrados, de invasiones pretenciosas, de tronos vacíos. Rumores que incomodan,
que punzan el diafragma, que generan cosquilleo en la yema de los dedos y turban las
rodillas. Rumores que se intentan contener, pero que poseen un pulso que va en
lentísimo aumento. Ellos, los que llegaron con la salvación en un libro, entre angustiados
e incrédulos rogaban a Dios que todo fuera pesadilla. Estos, sus hijos, los despreciables
“manchados de la tierra”, cruzaban miradas arteras, aguzando sus tramposas zarpas y
relamiéndose los belfos. Los “manchados de la tierra”, vástagos bastardos de la
península, pero vástagos al fin. Señores del suelo que pisan y de la fusta que somete.
Los “manchados de la tierra”, demagogos infames. Maestros del sofisma, sacerdotes de
palabras ajenas. Los rumores perturbadores no fueron más tenue brisa y se concretaron
en multitud de puño cerrado encausada por estos bastardos peninsulares. Sintieronse
de yugo suelto y no supieron que hacer con las alas tan abiertas. Luego lo que ya
conocemos: muerte, muerte, muerte. Usted y yo, chico, descendemos de la multitud de
puño cerrado sometida por la fusta de los administradores de este potrero, que
descienden de los tales “manchados de la tierra”.
El sol caía. Poco faltaba para terminar la segunda botella de ron. Habían entrado cinco
personas más. Don Eliseo bebía en silencio. Yo callaba, jugando con el mojado sobre la
mesa.
―Esta historia me la contó mi abuelo, y a él su abuelo, y así. Es más como una leyenda,
nunca entendí lo de los “manchados de la tierra”. ¿Cómo puede la tierra manchar?
Puede mancharse y seguro lo está.
Suspiro. Suspiro que contiene el vacío de la esperanza perdida, de memorias que todavía
duelen.
―Dice san Mateo del infierno, que allí será el lloro y el crujir de dientes. No muchacho,
que santo tan equivocado, el lloro y el crujir de dientes es aquí. Es aquí. No hay sombrilla
que nos cubra de este diluvio de sangre y plomo; no hay forma de esconderse cuando
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caen rayos de tajo sobre cuello; ni forma de taparse los oídos cuando estos lobos aúllan
a la luna. Pero aquí no existen lobos. Por lo menos no como se los conoce en los cuentos
de hadas, o como los muestran en t.v. Si te fijas, los lobos de estas tierras caminan sobre
botas, machete al cinto y fusil al sesgo. En algunas ocasiones, un mondadientes
amordazado a las fauces. Y no trabajan precisamente la tierra, la roban. No es que
seamos un pueblo navegante, pero nos tocó aprender a navegar en este océano de
dolor.
―Pero nada importa. A nadie importa. No somos nación, chico, nunca lo fuimos. Por
eso decidimos venir a terminar de morir aquí.
Ya no había calor, soplaba una brisa suave. Las manecillas del reloj rasgaban las 8 p.m.
Solo quedábamos el viejo y yo. Su ánimo decayó con las últimas palabras, no dijo mucho
más. Fueron cinco horas de conversación de las cuales ni diez minutos hay en estas
páginas. Taciturno se despide don Eliseo. Recojo mis cosas. Se cierra la cantina.
Decile, Isabel
Que no se ande con rodeos bíblicos
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que venga a esta tierra de NADIE
Que yo lo espero con ansias de presentarle estas palabras rotas...
Decile también
que ya no estoy enamorado,
Que me divorcié de la poesía de González
y que tuve un hijo bastardo con Gomez Jattin
|un desdichado poema
que no lleva nombre y apellido|
A la edad de ocho años él soñaba con ilustraciones, música, cine, quería llenar su vida
de arte. A los diez años aprendió que soñar es sencillo y que los caminos entre fantasía,
sueño, ideal, meta y realidad están llenos de peajes que no pasa cualquiera, en los que
no pagan todos, por los que no todos caben.
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A los catorce años su madre cayó enferma y dejó su trabajo, ahora los latidos de su
corazón necesitan un guardián regulador que mantenga el ritmo, que los despierte si se
duermen. Así, el niño que soñaba con arte ahora sólo quería latidos, aprendió a
conseguir vida para su madre robando otras vidas, con tal talento que, en pocos años,
cada palpitar robado significaba grandes sumas de dinero con las que pudo comprarse
ladrillos, ruedas, sonrisas y latidos. El soñador, como muchos, fue mordido por la
realidad a temprana edad y su nombre era Denís.
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Muchos años han pasado desde que Denís empezó en el negocio de la compra y venta
de vidas, su labor trae consigo grandes ganancias y algunos enemigos. En su vida solo
importan tres cosas: su madre, con latidos incluidos, el destino, que mueve la diana al
lugar donde caerá la flecha y un Ford Galaxy 64 cuya placa “LOBO” ha sido la última
palabra que muchos han podido leer antes de cerrar los ojos por siempre.
Denís es un hombre con suerte, su estatura promedio, piel canela y sonrisa jovial, hacen
que el público femenino sólo lo vea como un tierno joven, sus profundos ojos cubiertos
con anteojos, su cuerpo delgado, sus labios delicados y finas manos cubren al sicario con
los velos de un artista, haciendo ver al victimario como posible víctima. En sus manos de
músico nadie acomodaría cuerdas que ahogan, filos que rasgan o un volante asesino, en
sus manos de pintor nadie imagina un arma, no se puede ver el color único que las
mancha.
El trabajo de Denís es un ritual bien elaborado en el que intenta ver la menor cantidad
de rostros posible, quien lo necesita no da nombres, sólo una fotografía de la vida que
se desea apagar y la forma en que debe ser robada, con o sin dolor, planeada o
accidental, delicada o brutal, Denís cumple con lo que se le ordena, como negociante no
siente culpa alguna, no cree en la suerte pero sí en el destino, cada persona tiene un
tiempo de vida y detener el reloj no es más que otra forma morir.
Sus rituales nocturnos terminan en Paris, un bar de solitarios en el que nadie conoce a
nadie aunque se hayan; allí nadie habla aunque se digan muchas cosas. Denís se sienta
en la misma silla, al lado de la misma ventana, viendo desde su cerrado “afuera del
mundo” ese “adentro del mundo” que no tolera, al que mata sin querer pero con toda
la intención. Denís pone sus ojos en la misma barra, en la misma silla, en el mismo vaso
con cerveza, bebida que toca los labios de la misma mujer que lo mira fijamente
mientras comparten el mismo silencio lejano. Denís sólo piensa en no pensar, en vivir lo
más que pueda con la mujer sagrada que lo espera en casa, aquella que no juzga, que
no pregunta, que sabe y finge no saber, que cree que su hijo es el mejor ser humano, no
por sus acciones, sino por sus razones.
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una buena oportunidad para sacar a pasear su Ford Galaxy. Está listo, se ha ubicado al
objetivo, sólo queda pisar el acelerador, faltan unos minutos para que lo que es un
hombre se convierta sólo en una mancha roja en el pavimento, pero el celular
interrumpe lo que pudo ser un trabajo satisfactorio. La madre de Denís está en el
hospital, hay dos conclusiones, la primera que sus latidos perdieron el ritmo, la segunda
que la palabra LOBO en la placa del Galaxy, por primera vez, será un “estuvo cerca”.
El medico dice que la mujer sagrada se quedará en el hospital, dice que la necesita un
trasplante y es la primera en la lista, el próximo corazón que llegue será suyo, le pide a
Denís que no se preocupe, pero también le recomienda que le dé mucho afecto.
Denís no se siente capaz de volver a casa, corre a Paris a esconderse de todo, necesita
normalizar su día, un temor lo embarga cuando la rutina cambia, necesita la luz de las
velas de Paris, el olor a hierbas, cerveza y humo de tabaco, su silla, su ventana. Pero la
noche sigue anormal, su territorio ha sido invadido por la mujer sin nombre de la barra,
su largo cabello secuestró su mesa, el humo que sale de su boca robó su ventana y aun
así no desea huir, por una vez Denís desea desobedecer a su instinto, sentarse, llenarse
de pánico y mandarlo al diablo sólo por ella.
Denís termina su noche solo, vuelve a su realidad solo y junto a la cama de un hospital,
haciendo guardia al corazón de su más preciado tesoro, piensa en cambiar de papeles
otro día, saliéndose del lugar de pagado, para convertirse en pagador. Busca entre sus
contactos a quien pueda darle sólo un nombre, solo una ubicación del portador de un
corazón nuevo, como negociante no tiene culpas, comprar vidas es un negocio, tiene
que existir también quien las venda, Denís solo piensa en no pensar.
El hospital y París, durante esta semana anormal, más que el final de un mismo ritual
son el limbo placentero y doloroso entre la vida y la muerte que coexisten en el infierno
de la incertidumbre. En el hospital Denís es un guardián que cuida los latidos para que
no se escapen, en París es todo lo contrario a un príncipe cortejando de forma temerosa
a una mujer que se aleja de ser princesa, que lo espera pacientemente, con quien puede
ver estrellas y con besos lo lleva a la luna sin aviones o viajes, que no pide información
alguna sobre él y no oculta la propia, ella con o sin ropa jamás mentía.
Al cabo de unos días Denis recibe un sobre que no se atreve a abrir, es del contacto que
vende corazones como en un mercado, es una fotografía, lo siente en su grosor, sabe
que no hay tiempo, pero por alguna razón no puede abrir el sobre. Denís escapa a Paris
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de nuevo, la mujer de la barra está en su rutina como si siempre hubiese estado allí, ella
comparte su cerveza, regala unas palabras e impregna con su olor las manos de Denís,
quién se ausenta precisamente cuando por fin se siente valiente para meterla en su vida,
entra al baño, allí la luz es tenue, sólo puede ver su reflejo en el espejo , allí, temblando
como una hoja, rompe el sobre, saca la foto y lentamente reconoce la mirada fija de la
barra, el rostro que ve cada noche, pierde la cordura reconociendo su cabello, se ahoga
en la locura cuando ve sus labios, se le escapa el llanto cuando ve frente a él su reflejo y
descubre que aunque sea ella los planes de conseguir un corazón siguen en pie.
Denís vuelve a la mesa con una píldora mágica, cuando ella se confía él pone la trampa,
la conversación sigue y se alarga, al final ella duerme en la mesa, él solo la levanta y la
saca de allí con delicadeza, nadie se lo impide porque en París nadie ve a nadie aunque
se miren, nadie conoce a nadie aunque se hablen, nadie llora por otro aunque lo ame.
Denís nunca había visto una mujer en su Galaxy, esta noche parece que su Ford, llegó a
ser un verdadero Ford solo porque ella está ahí, aun así sigue su camino, cuando piensa
que puede llegar a amarla prefiere acelerar, cuando se le ocurre escapar con ella, sube
el volumen de la música, quiere besarla bajo la luz de la luna, pero cree que no lo
merece. Sintiendo el viento la mujer sin nombre abre sus ojos, no puede moverse, se
queda viendo a Denís de una forma tan profunda que ni el misterioso hombre puede
esconderse.
Al llegar al lugar acordado Denís no sabe que decir, sólo espera la llegada quienes
salvarán a su sagrado tesoro mientras mira a esa mujer de ojos profundos, disfruta por
última vez de su imagen e intenta secar esas lagrimas que jamás pensó ver, se sumerge
en el dolor de su rostro, se pelea con sus decisiones no tomadas, por primera vez Denís
siente que está escribiendo el destino, grita, araña su alma, pero solo la luna y unos ojos
casi muertos pueden ver que el lobo tiene corazón. Ha llegado el momento, no hay
deudas, no hay arrepentimiento, solo se escuchan suavemente dos instrucciones “con
cuidado” y “que parezca un suicidio”.
Por un tiempo el lobo no durmió, no comió, sintió aromas que no existían, la imagen de
unas piernas delgadas y colgantes se paseaba en su cabeza de aquí para allá. Las noches
pasaron, las luces, las calles, todo era igual de nuevo, sólo París era diferente como si
con la ausencia de su olor el alma del lugar hubiese renunciado.
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Hoy Denís vive igual, su madre vive igual, su reflejo es el mismo, pero de cuando en
cuando, en las noches de luna llena, siente que a sus oídos llega un susurro que le
recuerda que la anónima mujer le hubiese dado su corazón sin que tuviera que pagar
por él.
Muy pocas personas conocen la naturaleza del tiempo. La vida cotidiana no estimula a
los seres a la contemplación de fenómenos de la existencia que estén más allá de sus
intereses inmediatos. No se presta atención, por ejemplo, al curso del tiempo, cuando
se dice que “corre hacia el frente” sin dudas racionales. Se deja al olvido la vastedad de
la historia del cosmos y, sobre todo, se desprecia el hecho más trascendental para
cualquiera de nosotros: el tiempo nos golpea inevitable, nos asocia con su amante que
es la muerte silenciosa, y en nuestra defensa solo hay carne y huesos. La preciada vida
es apenas un circuito, en un intricado ciclo eterno.
Hace un tiempo supe, por su propia boca, la historia de Alcides, un anciano que
conquistó los viajes temporales. Confío en que el relato que dejo a continuación pueda,
por lo sucinto, ser abordado con confianza. La historia de este andino, aunque parece
fantástica, sucedió.
Alcides ha perdido la cuenta, o nunca contó, de las noches que han transcurrido desde
que su mente empezó a viajar de un sitio a otro, con una tremenda velocidad. Esto es lo
particular de este hombre que habita las orillas del San Francisco, su mente es mucho
más rápida que la de cualquier persona que jamás conocí. He conversado algunas veces
con él y le he escuchado decir, entre múltiples cavilaciones, que su pensamiento es como
un perro que huye al monte, anhelante de encontrar a sus ancestros.
Sabe que su vida empezó a cambiar hace muchos años. Recuerda una noche muy lejana
en que, siendo niño, se encontraba observando por la ventana del patio y percibió, hacia
el río, una luz pequeña e intermitente, que se movía. La primera vez que la vio pensó
que se trataba de un cocuyo rojo, danzando finamente en la vera del río. La peculiaridad
de un avistamiento de este tipo se perdió con la costumbre, pues siguió viéndola cada
noche, y desde entonces sabe que la luz sale siempre a la puesta de sol y permanece allí
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varias horas, cerca del mismo punto, luego se extingue y renace a la noche siguiente; el
mismo ciclo, durante años. Recientemente, sin embargo, hubo una noche que cambió
la rutina y le reveló un secreto. Se asomó aquella vez a la ventana y notó un movimiento
inusual. En un contoneo acelerado, cerca del río, había dos luces por primera vez,
danzando juntas y no desaparecían, aunque avanzaba la noche tardía.
Habían transcurrido dos tercios de la noche helada cuando llegó al sitio. A su espalda,
los andinos recibían la gracia del sueño, al arrullo de la madre obscuridad que velaba
estrellada. El relato de los hechos que vivió nuestro viajero aquella noche, dice, son la
síntesis de su vida y quiere que, al deceso de su carne, se le recuerde por estos, si alguien
quizá lo recuerda.
Aquella vez, al llegar al punto se encontró con la noche inquieta junto al San Francisco,
que corría escandaloso. Sobre un promontorio de espesa yerba se alzaba un humo
blanco que ascendía en un espiral altísimo, tocando el negro cielo. Miró el humo sobre
el promontorio y notó la vaga imagen de la luz que ya conocía; no parecía un cocuyo,
era un punto incandescente, incorpóreo. Solo percibió una luz cuando llegó. Siguió con
la mirada el humo trepador y contempló luego el cielo, pensó que aquellos astros
fulgentes sí eran cocuyos, moviéndose lejanos en la negrura del espacio y del tiempo
ilusorio. El humo aumentó, empezó a extenderse por todo el lugar, sobre el río y
rápidamente invadió a Alcides, que respiró y sintió una fuerte herida en el pecho. Tuvo
la visión del humo entrando en su cuerpo, inundando la masa y fundiéndose con la
esencia. Dejó de sentir los pies, luego las manos, y más tarde solo sintió el frío de la
noche y el fragor del río, que eran uno solo. En ese estado de éxtasis inexplorado, su
visión parecía ascender de perspectiva, al tiempo que subía el espeso humo. Pudo ver,
desde el cielo, el río en su inmensa extensión, también vio el promontorio nublado y
más allá divisó el patio y la ventana. Se vio a sí mismo en dos lugares al tiempo: en el
promontorio, junto a la luz danzante, halló al incorpóreo Alcides, bañado por el humo y
encendido en un potente fuego rojo; más lejos, en el patio, encontró el rostro del
expectante Alcides, mirando las luces del río.
El inicio del relato de la noche especial, cuenta que en el río había dos luces cuando miró.
El fuego, que es eterno danzante en la orilla del río, era la primera lumbre. Alcides era
la segunda. La noche inevitable en que miró desde su ventana, y se sorprendió ante la
imagen de las dos luces, se estuvo viendo a sí mismo danzando con el fuego eterno,
junto al río.
Lo más distraídos dirán que está loco. Yo creo que Alcides ha comprendido uno de los
misterios del mundo y se place en su entendimiento. No suele mencionar esta
experiencia con desconocidos. Me ha dicho que al hablar molesta a muchas personas,
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porque pensar el tiempo es cuestionar la finitud humana. El tiempo de nuestra vida es
la medida de todas las cosas.
En las noches, mira desde su patio y piensa que la luz ardiente, el río y la noche son todos
el mismo ser. Alcides es el ser que contempla al tiempo. En ocasiones, él mismo es el río
y el fuego.
—Yo contándole a Amparo que todas estas casitas por acá son de familia suya de allá
de Argelia, para donde usted va, ¿cierto?
—¡sí mija! Nosotros ya hace 10 años que nos vinimos, porque muy brava la violencia
entre políticos, fue muy duro, nos tocó venirnos a todos…
Este es uno de los diálogos que al comienzo de la película “La Mujer del Animal”, el
cineasta colombiano Víctor Gaviria presenta al espectador, minutos después que el
personaje principal Amparo es expulsada de un internado de monjas. Este largometraje
se ubica en los años 70, en un contexto en el que abundan las necesidades, un barrio de
invasión en una de las comunas populares de Medellín. “Nadie sabe dónde vivimos”,
dice la hermana de Amparo, quien se hará cargo de su hermana. En este lugar tan
precario, donde las casas son cambuches construidos con tablas y plásticos, habita
Libardo, un hombre robusto, bandolero y de barba tupida a quien conocen como “El
Animal”. Libardo en compañía de sus amigos se dedican a todo tipo de delitos, entre
ellos el hurto y violación de mujeres. Amparo será una de las víctimas de “El Animal”,
quien vivirá en carne propia la deshumanización.
Una de las características de los años 60 y 70 fue la utilización permanente del Estado
sitio, la criminalización de la oposición política y combates con distintos grupos alzados
en armas. Esto llevó a que muchos campesinos se vieran en la obligación de abandonar
sus tierras, llegando a la ciudad en condición de desplazados. Es en aquellos lugares,
barrios de invasión, donde en palabras de Gaviria “nace una forma de ciudadanía
espontánea, y una convivencia de espaldas a la ciudad”. La mujer del Animal es una obra
que logra arrancarle al olvido un fragmento de la memoria del conflicto colombiano.
Una historia en la que los sin patria, sin familia, sin trabajo, sin salud, sin padres; pueden
hablar.
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permiten voy a utilizar la expresión que utilizó el director de esta obra: “representación
del mal”, para revelar un discurso que va más allá de la situación antes mencionada, y
que considero indispensable para que el lector a partir del lenguaje cinematográfico se
adentre en el tema del posconflicto.
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Quizás algunos comentarios de Carolina Sanín nos puedan servir como punto de apoyo,
según dice, “tememos a la mujer porque ella guarda el secreto de la identidad del ser
humano. Solo una mujer sabe de quién se es hijo y de quién se es padre”. Es decir, la
mujer es el representamen de la verdad, pero también puede mentir. Es muy
interesante hacer una analogía con la verdad que busca el posconflicto, ¿por qué esta
violencia? ¿quiénes son los culpables? ¿qué nos pasaría como sociedad si se supiera la
verdad?
Siguiendo con la idea anterior, el lector se debería empezar a preguntar en esta parte
del texto, ¿por qué el director escogió este escenario?, ¿por qué una mujer? Vimos en
el capítulo anterior que visualmente el lugar es un tugurio ubicado en la periferia de la
ciudad, los excluidos, allí donde no llega el Estado, por eso los constantes planos
generales, las escenas intimas dentro de aquellos cambuches, los planos de familias
disfuncionales, todos estos elementos se convierten en signos que el lenguaje
cinematográfico toma para exponer un discurso. Algunos historiadores plantean la tesis
del “abandono del Estado” como la principal causa del conflicto armado, considero que
es algo reduccionista, pero adquiere mayor fuerza cuando pensamos que es una de las
tantas causas. Tenemos entonces un discurso político que busca a partir del testimonio
reconstruir la memoria de una época, precisamente en tiempos donde algunos sectores
políticos apuestan por una política del olvido, es decir, no acceder a la verdad.
La mujer que es ese gran otro de nuestra sociedad, tiene otra verdad que el hombre se
ha negado a escuchar. Por eso su tendencia a la anulación del cuerpo femenino, a su
expropiación, al silenciamiento. Es esa misma verdad que la ideología o cultura a
cubierto con su humo. La mujer del Animal es el dispositivo a través del cual los
colombianos podemos vernos, descubrirnos, reconocernos. Ya lo había dicho Fellini:
“Antes de emitir un juicio hay que tratar de comprender, la realidad no se contempla
estáticamente, se revisa críticamente”. Y es en la obra de Víctor Gaviria al igual que la
de Fellini, donde el cine ofrece un tipo de sacralidad que apunta hacia lo imposible, la
representación de una condición primitiva y política, el mal y la verdad.
Amparo es torturada en todos los sentidos, desde el lenguaje hay una clara voluntad de
deshumanización, “El Animal” la llama perra, te mocho la cabeza. La despoja de todo
rastro de humanidad para no sentir ningún tipo de culpa. Pero allí la que es torturada es
la verdad, víctima de una sociedad patriarcal y misógina, solo apagando la luz de su presa
el animal descubre que no es nadie, porque precisamente en el reconocimiento del otro,
entiendo la existencia, que no estoy solo.
La escena donde las sabanas ensangrentadas flotan dentro del estanque del lavadero
después de la violación, son el signo que representa no solo a la mujer, sino a la sociedad
colombiana, un Estado manchado, particularista, privatizado, envuelto en un mar de
sangre. Este tipo de violencia aparece cuando los líderes políticos y gremios económicos
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le dan la espalda a los más vulnerables, solos y en la necesidad, el habitante busca
resolver sus problemas fuera del Estado; un barrio de invasión es eso, un Estado de sitio.
Como alumbraba el farol aquella noche en que te vi por vez primera, eran sus
ojos un sol, en su sonrisa florecía la primavera… hoy solo queda de ayer entre la
bruma…
Finalmente, comparto con Carolina Sanín que, “La Mujer del Animal” no forma parte del
realismo, ni tampoco del neorrealismo. Esta pieza cinematográfica es una colcha de
voces, al mejor estilo de la literatura de Alfredo Molano, una obra llena de testimonios
y que junto con el melodrama la convierten en lo que Sanín llamó: “es un invento
latinoamericano, verdaderamente un arte nuevo”.
Bibliografía
Sanín, C. (2017). La mujer del animal parte1 y 2. Revista Arcadia. Recuperado desde:
https://www.revistaarcadia.com/periodismo-cultural---revista-arcadia/articulo/la-
mujer-del-animal-segun-carolina-sanin/62638
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