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Mario Benedetti
Era la última hormiga de la caravana, y no pudo seguir la ruta de sus compañeras. Un terrón
de azúcar había resbalado desde lo alto, quebrándose en varios terroncitos. Uno de éstos le
interceptaba el paso. Por un instante la hormiga quedó inmóvil sobre el papel color crema.
Luego, sus patitas delanteras tantearon el terrón. Retrocedió, después se detuvo. Tomando
sus patas traseras como casi punto fijo de apoyo, dio una vuelta alrededor de sí misma en el
sentido de las agujas de un reloj. Sólo entonces se acercó de nuevo. Las patas delanteras se
estiraron, en un primer intento de alzar el azúcar, pero fracasaron. Sin embargo, el rápido
movimiento hizo que el terrón quedara mejor situado para la operación de carga. Esta vez la
hormiga acometió lateralmente su objetivo, alzó el terrón y lo sostuvo sobre su cabeza. Por
un instante pareció vacilar, luego reinició el viaje, con un andar bastante más lento que el que
traía. Sus compañeras ya estaban lejos, fuera del papel, cerca del zócalo. La hormiga se
detuvo, exactamente en el punto en que la superficie por la que marchaba, cambiaba de color.
Las seis patas hollaron una N mayúscula y oscura. Después de una momentánea detención,
terminó por atravesarla. Ahora la superficie era otra vez clara. De pronto el terrón resbaló
sobre el papel, partiéndose en dos. La hormiga hizo entonces un recorrido que incluyó una
detenida inspección de ambas porciones, y eligió la mayor. Cargó con ella, y avanzó. En la
ruta, hasta ese instante libre, apareció una colilla aplastada. La bordeó lentamente, y cuando
reapareció al otro lado del pucho, la superficie se había vuelto nuevamente oscura porque en
ese instante el tránsito de la hormiga tenía lugar sobre una A. Hubo una leve corriente de aire,
como si alguien hubiera soplado. Hormiga y carga rodaron. Ahora el terrón se desarmó por
completo. La hormiga cayó sobre sus patas y emprendió una enloquecida carrerita en círculo.
Luego pareció tranquilizarse. Fue hacia uno de los granos de azúcar que antes había formado
parte del medio terrón, pero no lo cargó. Cuando reinició su marcha no había perdido la ruta.
Pasó rápidamente sobre una D oscura, y al reingresar en la zona clara, otro obstáculo la
detuvo. Era un trocito de algo, un palito acaso tres veces más grande que ella misma.
Retrocedió, avanzó, tanteó el palito, se quedó inmóvil durante unos segundos. Luego empezó
la tarea de carga. Dos veces se resbaló el palito, pero al final quedó bien afirmado, como una
suerte de mástil inclinado. Al pasar sobre el área de la segunda A oscura, el andar de la
hormiga era casi triunfal. Sin embargo, no había avanzado dos centímetros por la superficie
clara del papel, cuando algo o alguien movió aquella hoja y la hormiga rodó, más o menos
replegada sobre sí misma. Sólo pudo reincorporarse cuando llegó a la madera del piso. A
cinco centímetros estaba el palito. La hormiga avanzó hasta él, esta vez con parsimonia, como
midiendo cada séxtuple paso. Así y todo, llegó hasta su objetivo, pero cuando estiraba las
patas delanteras, de nuevo corrió el aire y el palito rodó hasta detenerse diez centímetros más
allá, semicaído en una de las rendijas que separaban los tablones del piso. Uno de los
extremos, sin embargo, emergía hacia arriba. Para la hormiga, semejante posición representó
en cierto modo una facilidad, ya que pudo hacer un rodeo a fin de intentar la operación desde
un ángulo más favorable. Al cabo de medio minuto, la faena estaba cumplida. La carga, otra
vez alzada, estaba ahora en una posición más cercana a la estricta horizontalidad. La hormiga
reinició la marcha, sin desviarse jamás de su ruta hacia el zócalo. Las otras hormigas, con sus
respectivos víveres, habían desaparecido por algún invisible agujero. Sobre la madera, la
hormiga avanzaba más lentamente que sobre el papel. Un nudo, bastante rugoso de la tabla,
significó una demora de más de un minuto. El palito estuvo a punto de caer, pero un particular
vaivén del cuerpo de la hormiga aseguró su estabilidad. Dos centímetros más y un golpe
resonó. Un golpe aparentemente dado sobre el piso. Al igual que las otras, esa tabla vibró y
la hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del cual, perdió su carga. El palito quedó
atravesado en el tablón contiguo. El trabajo siguiente fue cruzar la hendidura, que en ese
punto era bastante profunda. La hormiga se acercó al borde, hizo un leve avance erizado de
alertas, pero aún así se precipitó en aquel abismo de centímetro y medio. Le llevó varios
segundos rehacerse, escalar el lado opuesto de la hendidura y reaparecer en la superficie del
siguiente tablón. Ahí estaba el palito. La hormiga estuvo un rato junto a él, sin otro
movimiento que un intermitente temblor en las patas delanteras. Después llevó a cabo su
quinta operación de carga. El palito quedó horizontal, aunque algo oblicuo con respecto al
cuerpo de la hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y entonces la carga quedó mejor
acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La hormiga avanzó en la antigua dirección, que
en ese espacio casualmente se correspondía con la veta. Ahora el paso era rápido, y el palito
no parecía correr el menor riesgo de derrumbe. A dos centímetros de su meta, la hormiga se
detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo alto apareció un pulgar, un ancho dedo humano y
concienzudamente aplastó carga y hormiga.
FIN
Cleopatra
[Cuento - Texto completo.]
Mario Benedetti
El hecho de ser la única mujer entre seis hermanos me había mantenido siempre en un
casillero especial de la familia. Mis hermanos me tenían (todavía me tienen) afecto, pero se
ponían bastante pesados cuando me hacían bromas sobre la insularidad de mi condición
femenina. Entre ellos se intercambiaban chistes, de los que por lo común yo era destinataria,
pero pronto se arrepentían, especialmente cuando yo me echaba a llorar, impotente, y me
acariciaban o me besaban o me decían: Pero, Mercedes, ¿nunca aprenderás a no tomarnos en
serio?
Mis hermanos tenían muchos amigos, entre ellos Dionisio y Juanjo, que eran simpáticos y
me trataban con cariño, como si yo fuese una hermana menor. Pero también estaba Renato,
que me molestaba todo lo que podía, pero sin llegar nunca al arrepentimiento final de mis
hermanos. Yo lo odiaba, sin ningún descuento, y tenía conciencia de que mi odio era
correspondido.
Cuando me convertí en una muchacha, mis padres me dejaban ir a fiestas y bailes, pero
siempre y cuando me acompañaran mis hermanos. Ellos cumplían su misión cancerbera con
liberalidad, ya que, una vez introducidos ellos y yo en el jolgorio, cada uno disfrutaba por su
cuenta y solo nos volvíamos a ver cuando venían a buscarme para la vuelta a casa.
Sus amigos a veces venían con nosotros, y también las muchachas con las que estaban más
o menos enredados. Yo también tenía mis amigos, pero en el fondo habría preferido que
Dionisio, y sobre todo Juanjo, que me parecía guapísimo, me sacaran a bailar y hasta me
hicieran alguna “proposición deshonesta”. Sin embargo, para ellos yo seguía siendo la
chiquilina de siempre, y eso a pesar de mis pechitos en alza y de mi cintura, que tal vez no
era de avispa, pero sí de abeja reina. Renato concurría poco a esas reuniones, y, cuando lo
hacía, ni nos mirábamos. La animadversión seguía siendo mutua.
En el carnaval de 1958 nos disfrazamos todos con esmero, gracias a la espontánea
colaboración de mamá y sobre todo de la tía Ramona, que era modista. Así mis hermanos
fueron, por orden de edades: un mosquetero, un pirata, un cura párroco, un marciano y un
esgrimista. Yo era Cleopatra, y por si alguien no se daba cuenta, a primera vista, de a quién
representaba, llevaba una serpiente de plástico que me rodeaba el cuello. Ya sé que la historia
habla de un áspid, pero a falta de áspid, la serpiente de plástico era un buen sucedáneo. Mamá
estaba un poco escandalizada porque se me veía el ombligo, pero uno de mis hermanos la
tranquilizó: “No te preocupes, vieja, nadie se va a sentir tentado por ese ombliguito de recién
nacido.”
A esa altura yo ya no lloraba con sus bromas, así que le di al descarado un puñetazo en pleno
estómago, que le dejó sin habla por un buen rato. Rememorando viejos diálogos, le dije:
“Disculpa, hermanito, pero no es para tanto”, ¿cuándo aprenderás a no tomar en serio mis
golpes de kárate?
Nos pusimos caretas o antifaces. Yo llevaba un antifaz dorado para no desentonar con la
pechera áurea de Cleopatra. Cuando ingresamos en el baile (era un club de Malvín) hubo
murmullos de asombro, y hasta aplausos. Parecíamos un desfile de modelos. Como siempre,
nos separamos y yo me divertí de lo lindo. Bailé con un arlequín, un domador, un paje, un
payaso y un marqués. De pronto, cuando estaba en plena rumba con un chimpancé, un
cacique piel roja, de buena estampa, me arrancó de los peludos brazos del primate y ya no
me dejó en toda la noche. Bailamos tangos, más rumbas, boleros, milongas, y fuimos
sacudidos por el recién estrenado seísmo del rock-and-roll. Mi pareja llevaba una careta muy
pintarrajeada, como correspondía a su apelativo de Cara Rayada.
Aunque forzaba una voz de máscara que evidentemente no era la suya, desde el primer
momento estuve segura de que se trataba de Juanjo (entre otros indicios, me llamaba por mi
nombre) y mi corazón empezó a saltar al compás de ritmos tan variados. En ese club nunca
contrataban orquestas, pero tenían un estupendo equipo sonoro que iba alternando los
géneros, a fin de (así lo habían advertido) conformar a todos. Como era de esperar, cada
nueva pieza era recibida con aplausos y abucheos, pero en la siguiente era todo lo contrario:
abucheos y aplausos. Cuando le llegó el turno al bolero, el cacique me dijo: Esto es muy
cursi, me tomó de la mano y me llevó al jardín, a esa altura ya colmado de parejas, cada una
en su rincón de sombra.
Creo que ya era hora de que nos encontráramos así, Mercedes, la verdad es que te has
convertido en una mujercita. Me besó sin pedir permiso y a mí me pareció la gloria. Le
devolví el beso con hambre atrasada. Me enlazó por la cintura y yo rodeé su cuello con mis
brazos de Cleopatra. Recuerdo que la serpiente me molestaba, así que la arranqué de un tirón
y la dejé en un cantero, con la secreta esperanza de que asustara a alguien.
Nos besamos y nos besamos, y él murmuraba cosas lindas en mi oído. También me acariciaba
de vez en cuando, y yo diría que con discreción, el ombligo de Cleopatra y tuve la impresión
de que no le parecía el de un recién nacido. Ambos estábamos bastante excitados cuando
escuché la voz de uno de mis hermanos: había llegado la hora del regreso. Mejor te hubieras
disfrazado de Cenicienta, dijo Cara Rayada con un tonito de despecho, Cleopatra no
regresaba a casa tan temprano. Lo dijo recuperando su verdadera voz y al mismo tiempo se
quitó la careta.
Recuerdo ese momento como el más desgraciado de mi juventud. Tal vez ustedes lo hayan
adivinado: no era Juanjo, sino Renato. Renato, que, despojado ya de su careta de fabuloso
cacique, se había puesto la otra máscara, la de su rostro real, esa que yo siempre había odiado
y seguí por mucho tiempo odiando. Todavía hoy, a treinta años de aquellos carnavales, siento
que sobrevive en mí una casi imperceptible hebra de aquel odio. Todavía hoy, aunque Renato
sea mi marido.
FIN
Mario Benedetti
1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los
ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una
quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por
los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los
de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna
resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido
no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros
siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos
cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura
solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas
soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos,
novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien.
Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad.
Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla
encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una
ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme,
pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien
formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la
suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión
la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros
espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como
espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un
pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera
una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y
me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o
una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que
pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis
antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese
inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero
esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para
registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene
evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos
mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una)
de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del
bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
“¿Qué está pensando?”, pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
“Un lugar común”, dijo. “Tal para cual”.
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la
prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos
hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse
en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
“Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?”
“Sí”, dijo, todavía mirándome.
“Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado
como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a
juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.”
“Sí.”
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
“Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a
algo.”
“¿Algo cómo qué?”
“Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una
posibilidad.”
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
“Prométame no tomarme como un chiflado.”
“Prometo.”
“La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me
entiende?”
“No.”
“¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su
cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?”
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
“Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.”
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando
desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
“Vamos”, dijo.
2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no
era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera.
Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión
estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo
mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No
éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente
hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida
caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente
serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el
costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
FIN
Rubem Fonseca
(Juiz de Fora, Minas Gerais, Brazil, 1925-)
Rubem Fonseca
La salud del mundo está hecha un asco. ‘Somos todos responsables’, claman las voces de la alarma
universal, y la generalización absuelve: si somos todos responsables, nadie lo es. Como conejos se
reproducen los nuevos tecnócratas del medio ambiente. Es la tasa de natalidad más alta del mundo:
los expertos generan expertos y más expertos que se ocupan de envolver el tema en el papel celofán
de la ambigüedad. Ellos fabrican el brumoso lenguaje de las exhortaciones al ’sacrificio de todos’ en
las declaraciones de los gobiernos y en los solemnes acuerdos internacionales que nadie cumple.
Estas cataratas de palabras -inundación que amenaza convertirse en una catástrofe ecológica
comparable al agujero del ozono- no se desencadenan gratuitamente. El lenguaje oficial ahoga la
realidad para otorgar impunidad a la sociedad de consumo, a quienes la imponen por modelo en
nombre del desarrollo y a las grandes empresas que le sacan el jugo. Pero las estadísticas confiesan.
Los datos ocultos bajo el palabrerío revelan que el 20 por ciento de la humanidad comete el 80 por
ciento de las agresiones contra la naturaleza, crimen que los asesinos llaman suicidio y es la
humanidad entera quien paga las consecuencias de la degradación de la tierra, la intoxicación del
aire, el envenenamiento del agua, el enloquecimiento del clima y la dilapidación de los recursos
naturales no renovables. La señora Harlem Bruntland, quien encabeza el gobierno de Noruega,
comprobó recientemente que si los 7 mil millones de pobladores del planeta consumieran lo mismo
que los países desarrollados de Occidente, “harían falta 10 planetas 2 como el nuestro para
satisfacer todas sus necesidades”. Una experiencia imposible. Pero los gobernantes de los países del
Sur que prometen el ingreso al Primer Mundo, mágico pasaporte que nos hará a todos ricos y felices,
no sólo deberían ser procesados por estafa. No sólo nos están tomando el pelo, no: además, esos
gobernantes están cometiendo el delito de apología del crimen. Porque este sistema de vida que se
ofrece como paraíso, fundado en la explotación del prójimo y en la aniquilación de la naturaleza, es
el que nos está enfermando el cuerpo, nos está envenenando el alma y nos está dejando sin mundo.
“Es verde lo que se pinta de verde” Ahora, los gigantes de la industria química hace su publicidad
en color verde, y el Banco Mundial lava su imagen repitiendo la palabra ecología en cada página de
sus informes y tiñendo de verde sus préstamos. “En las condiciones de nuestros préstamos hay
normas ambientales estrictas”, aclara el presidente de la suprema banquería del mundo. Somos
todos ecologistas, hasta que alguna medida concreta limita la libertad de contaminación. Cuando se
aprobó en el Parlamento del Uruguay una tímida ley de defensa del medio ambiente, las empresas
que echan veneno al aire y pudren las aguas se sacaron súbitamente la recién comprada careta
verde y gritaron su verdad en términos que podrían ser resumidos así: “los defensores de la
naturaleza son abogados de la pobreza, dedicados a sabotear el desarrollo económico y a espantar
la inversión extranjera”. El Banco Mundial, en cambio, es el principal promotor de la riqueza, el
desarrollo y la inversión extranjera. Quizás por reunir tantas virtudes, el Banco manejará, junto a la
ONU, el recién creado Fondo para el Medio Ambiente Mundial. Este impuesto a la mala conciencia
dispondrá de poco dinero, 100 veces menos de lo que habían pedido los ecologistas, para financiar
proyectos que no destruyan la naturaleza. Intención irreprochable, conclusión inevitable: si esos
proyectos requieren un fondo especial, el Banco Mundial está admitiendo, de hecho, que todos sus
demás proyectos hacen un flaco favor al medio ambiente. El Banco se llama Mundial, como el Fondo
Monetario se llama Internacional, pero estos hermanos gemelos viven, cobran y deciden en
Washington. Quien paga, manda, y la numerosa tecnocracia jamás escupe el plato donde come.
Siendo, como es, el principal acreedor del llamado Tercer Mundo, el Banco Mundial gobierna a
nuestros países cautivos que por servicio de deuda pagan a 3 sus acreedores externos 250 mil
dólares por minuto, y les impone su política económica en función del dinero que concede o
promete. La divinización del mercado, que compra cada vez menos y paga cada vez peor, permite
atiborrar de mágicas chucherías a las grandes ciudades del sur del mundo, drogadas por la religión
del consumo, mientras los campos se agotan, se pudren las aguas que los alimentan y una costra
seca cubre los desiertos que antes fueron bosques. “Entre el capital y el trabajo, la ecología es
neutral” Se podrá decir cualquier cosa de Al Capone, pero él era un caballero: el bueno de Al siempre
enviaba flores a los velorios de sus víctimas… Las empresas gigantes de la industria química,
petrolera y automovilística pagaron buena parte de los gastos de la Eco 92. La conferencia
internacional que en Río de Janeiro se ocupó de la agonía del planeta. Y esa conferencia, llamada
Cumbre de la Tierra, no condenó a las transnacionales que producen contaminación y viven de ella,
y ni siquiera pronunció una palabra contra la ilimitada libertad de comercio que hace posible la
venta de veneno. En el gran baile de máscaras del fin de milenio, hasta la industria química se viste
de verde. La angustia ecológica perturba el sueño de los mayores laboratorios del mundo, que para
ayudar a la naturaleza están inventando nuevos cultivos biotecnológicos. Pero estos desvelos
científicos no se proponen encontrar plantas más resistentes a las plagas sin ayuda química, sino
que buscan nuevas plantas capaces de resistir los plaguicidas y herbicidas que esos mismos
laboratorios producen. De las 10 empresas productoras de semillas más grandes del mundo, seis
fabrican pesticidas (Sandoz, Ciba-Geigy, Dekalb, Pfiezer, Upjohn, Shell, ICI). La industria química no
tiene tendencias masoquistas. La recuperación del planeta o lo que nos quede de él implica la
denuncia de la impunidad del dinero y la libertad humana. La ecología neutral, que más bien se
parece a la jardinería, se hace cómplice de la injusticia de un mundo donde la comida sana, el agua
limpia, el aire puro y el silencio no son derechos de todos sino privilegios de los pocos que pueden
pagarlos. Chico Mendes, obrero del caucho, cayó asesinado a fines del 1988, en la Amazonía
brasileña, por creer lo que creía: que la militancia ecológica no puede divorciarse de la lucha social.
Chico creía que la floresta amazónica no será salvada mientras no se haga la reforma agraria en
Brasil. 4 Cinco años después del crimen, los obispos brasileños denunciaron que más de 100
trabajadores rurales mueren asesinados cada año en la lucha por la tierra, y calcularon que cuatro
millones de campesinos sin trabajo van a las ciudades desde las plantaciones del interior. Adaptando
las cifras de cada país, la declaración de los obispos retrata a toda América Latina. Las grandes
ciudades latinoamericanas, hinchadas a reventar por la incesante invasión de exiliados del campo,
son una catástrofe ecológica: una catástrofe que no se puede entender ni cambiar dentro de los
límites de la ecología, sorda ante el clamor social y ciega ante el compromiso político. “La naturaleza
está fuera de nosotros” En sus 10 mandamientos, Dios olvidó mencionar a la naturaleza. Entre las
órdenes que nos envió desde el monte Sinaí, el Señor hubiera podido agregar, pongamos por caso:
“Honrarás a la naturaleza de la que formas parte”. Pero no se le ocurrió. Hace cinco siglos, cuando
América fue apresada por el mercado mundial, la civilización invasora confundió a la ecología con la
idolatría. La comunión con la naturaleza era pecado. Y merecía castigo. Según las crónicas de la
Conquista., los indios nómadas que usaban cortezas para vestirse jamás desollaban el tronco entero,
para no aniquilar el árbol, y los indios sedentarios plantaban cultivos diversos y con períodos de
descanso, para no cansar a la tierra. La civilización que venía a imponer los devastadores
monocultivos de exportación no podía entender a las culturas integradas a la naturaleza, y las
confundió con la vocación demoníaca o la ignorancia. Para la civilización que dice ser occidental y
cristiana, la naturaleza era una bestia feroz que había que domar y castigar para que funcionara
como una máquina, puesta a nuestro servicio desde siempre y para siempre. La naturaleza, que era
eterna, nos debía esclavitud. Muy recientemente nos hemos enterado de que la naturaleza se cansa,
como nosotros, sus hijos, y hemos sabido que, como nosotros, puede morir asesinada. Ya no se
habla de someter a la naturaleza, ahora hasta sus verdugos dicen que hay que protegerla. Pero en
uno u otro caso, naturaleza sometida y naturaleza protegida, ella está fuera de nosotros. La
civilización que confunde a los relojes con el tiempo, al crecimiento con el desarrollo y a lo grandote
con la grandeza, también confunde a la naturaleza con el paisaje, mientras el mundo, laberinto sin
centro, se dedica a romper su propio cielo. Fuente: http://www.librered.net/wordpress/?p=9935