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A imagen y semejanza

[Cuento - Texto completo.]

Mario Benedetti

Era la última hormiga de la caravana, y no pudo seguir la ruta de sus compañeras. Un terrón
de azúcar había resbalado desde lo alto, quebrándose en varios terroncitos. Uno de éstos le
interceptaba el paso. Por un instante la hormiga quedó inmóvil sobre el papel color crema.
Luego, sus patitas delanteras tantearon el terrón. Retrocedió, después se detuvo. Tomando
sus patas traseras como casi punto fijo de apoyo, dio una vuelta alrededor de sí misma en el
sentido de las agujas de un reloj. Sólo entonces se acercó de nuevo. Las patas delanteras se
estiraron, en un primer intento de alzar el azúcar, pero fracasaron. Sin embargo, el rápido
movimiento hizo que el terrón quedara mejor situado para la operación de carga. Esta vez la
hormiga acometió lateralmente su objetivo, alzó el terrón y lo sostuvo sobre su cabeza. Por
un instante pareció vacilar, luego reinició el viaje, con un andar bastante más lento que el que
traía. Sus compañeras ya estaban lejos, fuera del papel, cerca del zócalo. La hormiga se
detuvo, exactamente en el punto en que la superficie por la que marchaba, cambiaba de color.
Las seis patas hollaron una N mayúscula y oscura. Después de una momentánea detención,
terminó por atravesarla. Ahora la superficie era otra vez clara. De pronto el terrón resbaló
sobre el papel, partiéndose en dos. La hormiga hizo entonces un recorrido que incluyó una
detenida inspección de ambas porciones, y eligió la mayor. Cargó con ella, y avanzó. En la
ruta, hasta ese instante libre, apareció una colilla aplastada. La bordeó lentamente, y cuando
reapareció al otro lado del pucho, la superficie se había vuelto nuevamente oscura porque en
ese instante el tránsito de la hormiga tenía lugar sobre una A. Hubo una leve corriente de aire,
como si alguien hubiera soplado. Hormiga y carga rodaron. Ahora el terrón se desarmó por
completo. La hormiga cayó sobre sus patas y emprendió una enloquecida carrerita en círculo.
Luego pareció tranquilizarse. Fue hacia uno de los granos de azúcar que antes había formado
parte del medio terrón, pero no lo cargó. Cuando reinició su marcha no había perdido la ruta.
Pasó rápidamente sobre una D oscura, y al reingresar en la zona clara, otro obstáculo la
detuvo. Era un trocito de algo, un palito acaso tres veces más grande que ella misma.
Retrocedió, avanzó, tanteó el palito, se quedó inmóvil durante unos segundos. Luego empezó
la tarea de carga. Dos veces se resbaló el palito, pero al final quedó bien afirmado, como una
suerte de mástil inclinado. Al pasar sobre el área de la segunda A oscura, el andar de la
hormiga era casi triunfal. Sin embargo, no había avanzado dos centímetros por la superficie
clara del papel, cuando algo o alguien movió aquella hoja y la hormiga rodó, más o menos
replegada sobre sí misma. Sólo pudo reincorporarse cuando llegó a la madera del piso. A
cinco centímetros estaba el palito. La hormiga avanzó hasta él, esta vez con parsimonia, como
midiendo cada séxtuple paso. Así y todo, llegó hasta su objetivo, pero cuando estiraba las
patas delanteras, de nuevo corrió el aire y el palito rodó hasta detenerse diez centímetros más
allá, semicaído en una de las rendijas que separaban los tablones del piso. Uno de los
extremos, sin embargo, emergía hacia arriba. Para la hormiga, semejante posición representó
en cierto modo una facilidad, ya que pudo hacer un rodeo a fin de intentar la operación desde
un ángulo más favorable. Al cabo de medio minuto, la faena estaba cumplida. La carga, otra
vez alzada, estaba ahora en una posición más cercana a la estricta horizontalidad. La hormiga
reinició la marcha, sin desviarse jamás de su ruta hacia el zócalo. Las otras hormigas, con sus
respectivos víveres, habían desaparecido por algún invisible agujero. Sobre la madera, la
hormiga avanzaba más lentamente que sobre el papel. Un nudo, bastante rugoso de la tabla,
significó una demora de más de un minuto. El palito estuvo a punto de caer, pero un particular
vaivén del cuerpo de la hormiga aseguró su estabilidad. Dos centímetros más y un golpe
resonó. Un golpe aparentemente dado sobre el piso. Al igual que las otras, esa tabla vibró y
la hormiga dio un saltito involuntario, en el curso del cual, perdió su carga. El palito quedó
atravesado en el tablón contiguo. El trabajo siguiente fue cruzar la hendidura, que en ese
punto era bastante profunda. La hormiga se acercó al borde, hizo un leve avance erizado de
alertas, pero aún así se precipitó en aquel abismo de centímetro y medio. Le llevó varios
segundos rehacerse, escalar el lado opuesto de la hendidura y reaparecer en la superficie del
siguiente tablón. Ahí estaba el palito. La hormiga estuvo un rato junto a él, sin otro
movimiento que un intermitente temblor en las patas delanteras. Después llevó a cabo su
quinta operación de carga. El palito quedó horizontal, aunque algo oblicuo con respecto al
cuerpo de la hormiga. Esta hizo un movimiento brusco y entonces la carga quedó mejor
acomodada. A medio metro estaba el zócalo. La hormiga avanzó en la antigua dirección, que
en ese espacio casualmente se correspondía con la veta. Ahora el paso era rápido, y el palito
no parecía correr el menor riesgo de derrumbe. A dos centímetros de su meta, la hormiga se
detuvo, de nuevo alertada. Entonces, de lo alto apareció un pulgar, un ancho dedo humano y
concienzudamente aplastó carga y hormiga.
FIN

Cleopatra
[Cuento - Texto completo.]

Mario Benedetti

El hecho de ser la única mujer entre seis hermanos me había mantenido siempre en un
casillero especial de la familia. Mis hermanos me tenían (todavía me tienen) afecto, pero se
ponían bastante pesados cuando me hacían bromas sobre la insularidad de mi condición
femenina. Entre ellos se intercambiaban chistes, de los que por lo común yo era destinataria,
pero pronto se arrepentían, especialmente cuando yo me echaba a llorar, impotente, y me
acariciaban o me besaban o me decían: Pero, Mercedes, ¿nunca aprenderás a no tomarnos en
serio?
Mis hermanos tenían muchos amigos, entre ellos Dionisio y Juanjo, que eran simpáticos y
me trataban con cariño, como si yo fuese una hermana menor. Pero también estaba Renato,
que me molestaba todo lo que podía, pero sin llegar nunca al arrepentimiento final de mis
hermanos. Yo lo odiaba, sin ningún descuento, y tenía conciencia de que mi odio era
correspondido.
Cuando me convertí en una muchacha, mis padres me dejaban ir a fiestas y bailes, pero
siempre y cuando me acompañaran mis hermanos. Ellos cumplían su misión cancerbera con
liberalidad, ya que, una vez introducidos ellos y yo en el jolgorio, cada uno disfrutaba por su
cuenta y solo nos volvíamos a ver cuando venían a buscarme para la vuelta a casa.
Sus amigos a veces venían con nosotros, y también las muchachas con las que estaban más
o menos enredados. Yo también tenía mis amigos, pero en el fondo habría preferido que
Dionisio, y sobre todo Juanjo, que me parecía guapísimo, me sacaran a bailar y hasta me
hicieran alguna “proposición deshonesta”. Sin embargo, para ellos yo seguía siendo la
chiquilina de siempre, y eso a pesar de mis pechitos en alza y de mi cintura, que tal vez no
era de avispa, pero sí de abeja reina. Renato concurría poco a esas reuniones, y, cuando lo
hacía, ni nos mirábamos. La animadversión seguía siendo mutua.
En el carnaval de 1958 nos disfrazamos todos con esmero, gracias a la espontánea
colaboración de mamá y sobre todo de la tía Ramona, que era modista. Así mis hermanos
fueron, por orden de edades: un mosquetero, un pirata, un cura párroco, un marciano y un
esgrimista. Yo era Cleopatra, y por si alguien no se daba cuenta, a primera vista, de a quién
representaba, llevaba una serpiente de plástico que me rodeaba el cuello. Ya sé que la historia
habla de un áspid, pero a falta de áspid, la serpiente de plástico era un buen sucedáneo. Mamá
estaba un poco escandalizada porque se me veía el ombligo, pero uno de mis hermanos la
tranquilizó: “No te preocupes, vieja, nadie se va a sentir tentado por ese ombliguito de recién
nacido.”
A esa altura yo ya no lloraba con sus bromas, así que le di al descarado un puñetazo en pleno
estómago, que le dejó sin habla por un buen rato. Rememorando viejos diálogos, le dije:
“Disculpa, hermanito, pero no es para tanto”, ¿cuándo aprenderás a no tomar en serio mis
golpes de kárate?
Nos pusimos caretas o antifaces. Yo llevaba un antifaz dorado para no desentonar con la
pechera áurea de Cleopatra. Cuando ingresamos en el baile (era un club de Malvín) hubo
murmullos de asombro, y hasta aplausos. Parecíamos un desfile de modelos. Como siempre,
nos separamos y yo me divertí de lo lindo. Bailé con un arlequín, un domador, un paje, un
payaso y un marqués. De pronto, cuando estaba en plena rumba con un chimpancé, un
cacique piel roja, de buena estampa, me arrancó de los peludos brazos del primate y ya no
me dejó en toda la noche. Bailamos tangos, más rumbas, boleros, milongas, y fuimos
sacudidos por el recién estrenado seísmo del rock-and-roll. Mi pareja llevaba una careta muy
pintarrajeada, como correspondía a su apelativo de Cara Rayada.
Aunque forzaba una voz de máscara que evidentemente no era la suya, desde el primer
momento estuve segura de que se trataba de Juanjo (entre otros indicios, me llamaba por mi
nombre) y mi corazón empezó a saltar al compás de ritmos tan variados. En ese club nunca
contrataban orquestas, pero tenían un estupendo equipo sonoro que iba alternando los
géneros, a fin de (así lo habían advertido) conformar a todos. Como era de esperar, cada
nueva pieza era recibida con aplausos y abucheos, pero en la siguiente era todo lo contrario:
abucheos y aplausos. Cuando le llegó el turno al bolero, el cacique me dijo: Esto es muy
cursi, me tomó de la mano y me llevó al jardín, a esa altura ya colmado de parejas, cada una
en su rincón de sombra.
Creo que ya era hora de que nos encontráramos así, Mercedes, la verdad es que te has
convertido en una mujercita. Me besó sin pedir permiso y a mí me pareció la gloria. Le
devolví el beso con hambre atrasada. Me enlazó por la cintura y yo rodeé su cuello con mis
brazos de Cleopatra. Recuerdo que la serpiente me molestaba, así que la arranqué de un tirón
y la dejé en un cantero, con la secreta esperanza de que asustara a alguien.
Nos besamos y nos besamos, y él murmuraba cosas lindas en mi oído. También me acariciaba
de vez en cuando, y yo diría que con discreción, el ombligo de Cleopatra y tuve la impresión
de que no le parecía el de un recién nacido. Ambos estábamos bastante excitados cuando
escuché la voz de uno de mis hermanos: había llegado la hora del regreso. Mejor te hubieras
disfrazado de Cenicienta, dijo Cara Rayada con un tonito de despecho, Cleopatra no
regresaba a casa tan temprano. Lo dijo recuperando su verdadera voz y al mismo tiempo se
quitó la careta.
Recuerdo ese momento como el más desgraciado de mi juventud. Tal vez ustedes lo hayan
adivinado: no era Juanjo, sino Renato. Renato, que, despojado ya de su careta de fabuloso
cacique, se había puesto la otra máscara, la de su rostro real, esa que yo siempre había odiado
y seguí por mucho tiempo odiando. Todavía hoy, a treinta años de aquellos carnavales, siento
que sobrevive en mí una casi imperceptible hebra de aquel odio. Todavía hoy, aunque Renato
sea mi marido.
FIN

La noche de los feos


[Cuento - Texto completo.]

Mario Benedetti

1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los
ocho años, cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una
quemadura feroz, ocurrida a comienzos de mi adolescencia.
Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por
los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los
de ella como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna
resignación con que enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido
no sea la palabra más apropiada. Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros
siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos
cualesquiera. Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura
solidaridad; allí fue donde registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas
soledades. En la cola todos estaban de a dos, pero además eran auténticas parejas: esposos,
novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la mano o del brazo- tenían a alguien.
Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad.
Recorrí la hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla
encogida. Ella no se sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una
ojeada minuciosa a la zona lisa, brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme,
pero yo, aun en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien
formada. Era la oreja de su lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la
suave heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión
la reservo para mi rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros
espantajos. Quizá debería sentir piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como
espejos. A veces me pregunto qué suerte habría corrido el mito si Narciso hubiera tenido un
pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le faltara media nariz, o tuviera
una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y
me miró, tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o
una confitería. De pronto aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que
pasábamos entre la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis
antenas están particularmente adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese
inconsciente sadismo de los que tienen un rostro corriente, milagrosamente simétrico. Pero
esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que mis oídos alcanzaban para
registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado tiene
evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos
mayor, poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una)
de esos bien parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del
bolso su espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
“¿Qué está pensando?”, pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
“Un lugar común”, dijo. “Tal para cual”.
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la
prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos
hablando con una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse
en un casi equivalente de la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.
“Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?”
“Sí”, dijo, todavía mirándome.
“Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado
como esa muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a
juzgar por su risa, irremisiblemente estúpida.”
“Sí.”
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
“Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a
algo.”
“¿Algo cómo qué?”
“Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una
posibilidad.”
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
“Prométame no tomarme como un chiflado.”
“Prometo.”
“La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me
entiende?”
“No.”
“¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su
cuerpo es lindo, ¿no lo sabía?”
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
“Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca.”
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando
desesperadamente de llegar a un diagnóstico.
“Vamos”, dijo.
2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no
era una respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera.
Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión
estimulante, poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron.
En ese instante comprendí que debía arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo
mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como un relámpago. No éramos eso. No
éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente
hasta su rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida
caricia. En realidad mis dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente
serenos) pasaron muchas veces sobre sus lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el
costurón y el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.
FIN

Rubem Fonseca
(Juiz de Fora, Minas Gerais, Brazil, 1925-)

LIBRETA DE NOMBRES (2002)


(“Caderninho de Nomes”)
Pequenas criaturas
(São Paulo: Companhia das Letras, 2002, 284 págs.)

DESPUÉS DE SEPARARME, compré una libreta en donde escribía los nombres


de las mujeres que se acostaban conmigo.
Mientras estuve casado no llevé ningún cuaderno, mi mujer era muy
posesiva y sus crisis de celos, además de prolongadas eran muy teatrales.
Desgarraba mis trajes nuevos. No me importaba.
Le escondía a Nice la existencia de las otras mujeres que poblaban mi
mundo. En aquella época todavía no tenía libreta, pero ya me acostaba con
otras. Los celos de Nice siempre los causaba un gesto inocente de mi parte,
como mirar a una señora que pasaba cerca de nuestra mesa en un restaurante.
A veces, en mero ejercicio especulativo, imaginaba lo que haría si supiese que
me cogía a otras mujeres. Pero no corría riesgos. Libretas de direcciones,
cartas, retratos, esas cosas clandestinas siempre son descubiertas.
¿Por qué me separé de ella? Tal vez porque ya no aguanté tener que usar
esa ropa de “última moda” que Nice me compraba. Durante algún tiempo me
pareció hasta gracioso verme enfundado en uno de esos adornos. tengo sentido
del humor, como todo sujeto perezoso. Me acuerdo de una cena, presentes las
habituales figuras que se arreglan con esmero para esas ocasiones, en la que
una de las mujeres, una pelirroja bonita, elogió mi ropa. Le dije que Nice la
había escogido. La pelirroja se volvió hacia el marido, un abogado vestido
formalmente que sudaba por los codos a pesar del aire acondicionado, y le dijo
que debía seguir mi ejemplo —había profesionales liberales, empresarios, hasta
una artista plástica, la mayoría trajeada conforme a los dictámenes de la
época— discutieron si las mujeres debían o no elegir la ropa que los maridos
usaban. Fue un debate acalorado y largo, el abogado fanfarrón, al que no le caía
bien, fue uno de los más elocuentes.
Al día siguiente, empaqué mi ropa vieja y algunos libros, los de poesía, y me
cambié de casa. Mi ex mujer era tan ingenua que desgarró toda mi ropa nueva,
la que dejé en el departamento, pensando que se vengaba de mí, y contrató al
abogado torpe que sudó en la cena intentando fastidiarme, pero consiguió
menos de lo que ella quería.
Mi unión con Nice había durado tres años, alimentada por la inercia, esa
cualidad pasiva que hace al hombre resistir, no importa la magnitud en la
escala de Richter, a las oscilaciones sísmicas de todo matrimonio.
Soy un indolente. Pero mi pereza nunca interfirió en mi motivación por
conquistar y poseer mujeres. Lo único que no quiero es volverme a casar. En la
vida todo es motivación. Es una energía psíquica, como dicen los estudiosos,
una tensión que pone en movimiento el organismo humano, determinando
nuestro comportamiento. A veces pienso que, en mi caso, también es una
maldición.
¿A qué mujeres quería conquistar? ¿Famosas? No me interesaban. Una
mujer famosa, no importa el origen de la celebridad, suele tener más defectos
que atractivos, por más bonita que sea. ¿Ricas? Nunca. ¿Cultas? Nunca.
¿elegantes? Eso es interesante pero no suficiente —evidentemente no estoy
hablando de ropa, la elegancia es otra cosa—. ¿Deportistas? ¿Para qué? ¿Para
correr juntos en la playa con uno de aquellos medidores de ritmo cardíaco
asegurado al pecho? Nunca, evidentemente. Yo quería mujeres bonitas y con
sentido del humor. Sólo eso. Y si fuera un poquito fea pero con un cuerpo muy
bonito, entraba en la libreta. Además, es más importante que un cuerpo bonito
que un rostro bonito.
¿Qué dificultades encontraba para conseguir a quienes registraban mi
libreta? Quería mujeres bonitas, pero a veces sucedía que esa mujer bonita era
además inteligente. En teoría, una mujer inteligente percibiría en seguida que
soy un mujeriego. En teoría. Pero en la práctica, ellas son aun más tontas que
las burras. Como, por ejemplo, la penúltima, llamada Safira, que entró en mi
libreta.
Antes de continuar, debo decir que me gusta cogerme a la mujer un día
después de conocerla, ya que el mismo día es una precipitación que debe
evitarse, la prisa es enemiga de la perfección. Éste, además, es uno de mis
clichés favoritos, no me incomoda usar lugares comunes, son siempre la
concepción clara de una realidad, aunque gastada por el abuso. Pero, como
decía, en el segundo encuentro con Safira, como de costumbre, sugerí irnos a la
cama.
—¿No crees que deberíamos esperar un poco más?
Tengo siempre un buen cliché bajo la manga.
—Boire sans soif et faire l’amour en tout temps, madame, il n’y a que ça
qui nous distingue des autres bêtes. Beaumarchais, Madame de Figaro —
respondí.
Olvidé mencionarlo, sé hablar francés, cualquier vago consigue aprender
francés. Safira era joven, no conocía esa frase centenaria ni al autor de la obra,
sólo la ópera de Mozart, sabía un poco de francés, pero como era
razonablemente inteligente entendió que lo que decía era verdad: lo que nos
diferencia de los animales es que bebemos cuando no sentimos sed y hacemos
el amor a cualquier hora. Es parte de la naturaleza humana, de nuestra esencia.
Safira, entonces, percibió que debía seguir sus más puros instintos y se fue a la
cama conmigo. Pude poner el nombre de ella en la libreta, con una breve nota
sobre sus características principales.
Podría contar otros caso, innumerables, pero siento que me estoy volviendo
prolijo. Sin embargo, no puedo dejar de hablar de Andressa. Un ejemplo de
caso difícil.
Andressa era hija de nuevos ricos —en esa esfera social nadie le pone a su
hija María—. ella evitó acostarse conmigo el primer día, el segundo, el tercero y
hasta —¿increíble, no?— el cuarto día.
—¿Es así es como ves a las mujeres? ¿Así me ves? ¿Como un objeto sexual?
—me preguntó, cuando hice mi último intento.
Protesté con vehemencia, dije que me atraían sus atributos físicos, morales
y mentales, su personalidad como un todo. Sentí que mi afirmativa categórica
no la convencía. Todavía guardaba fuertes dudas hacia mí, si merecía o no su
confianza.
Para un indolente como yo, esa dificultad podía acabar con mi deseo. Pero,
como dije, mi motivación, o maldición, era tan fuerte como la de Sísifo.
Conseguí, con mucho esfuerzo, convencerla de encontrarnos, una vez más,
en mi apartamento. En ese día crítico, olvidé sobre la mesa de la sala la libreta
con los nombres de las mujeres, en cuya portada roja está escrito: Las mujeres
que amé.
Y sucedió lo que no podía dejar de suceder. Andressa encontró la libreta y
la tomó, estaba demasiado a la vista, con su capa chillante. Las mujeres son
curiosas, como sabemos, y estas cosas clandestinas siempre las descubren.
Pobre del que no sabe eso.
—“Las mujeres que amé”, —dijo Andressa leyendo la portada de la libreta
Yo estaba cerca. Corrí y le arranqué la libreta de las manos.
—Discúlpame —dije nervioso— pero esta libreta contiene cosas que no me
gustaría que leyeras. Discúlpame.
—¿Por qué? ¿Qué hay, además de los nombres?
—Vida...
—¿Qué dice?
Coloqué la libreta en la bolsa y junté las manos, como en una oración, en el
mejor estilo de un italiano suplicante:
—Por favor, no me pidas leer esta libreta.
—Nombres de mujeres... —repitió Andressa, con desprecio en la vo—. ¿Qué
más contiene esa cosa que no puedo leer?
Pasé las manos por mi cabeza y me mantuve tranquilo. Además de los
nombres, había en la libreta una breve anotación sobre las particularidades de
cada mujer. No conseguía esconder mi malestar, creo que hasta me ruboricé.
—Anda, dilo de una vez. ¿Qué hay ahí, además de nombres?
—Las... ah... características... de cada una.
—Qué cosa más sórdida. ¿Anotas en una libreta las obscenidades que
practicas con las mujeres que dices haber amado?
—No es nada de eso.
Andressa tomó su bolsa que había dejado sobre una silla.
—Nunca pensé que alguien pudiera ser tan canalla.
Cuando estaba en la puerta, a punto de salir, la retuve. Saqué la libreta de la
bolsa.
—Puedes leer. Por favor, no te vayas.
Ella se detuvo, indecisa.
—No quiero leer esa porquería.
—Ahora tienes que leer. Después de todas esas cosas horribles que dijiste
de mí, merezco por lo menos que hagas eso, dame una oportunidad de probarte
que soy un hombre de carácter. Yo te amo.
Me tallé los ojos, como alguien al borde de las lágrimas.
—¿De la misma manera en que amaste a las decenas de mujeres de tu
libreta?
—Lee, te lo estoy implorando.
Entregué la libreta a Andressa. Ella vaciló un poco. comenzó a leer y su
rostro, al poco tiempo, fue demostrando sorpresa. Caminó hacia el centro de la
sala y puso la bolsa de nuevo sobre la silla.
—Son sólo cinco nombres —dijo Andressa.
—¿Leíste lo que está escrito? —dije.
—Ya lo leí. Perdóname —dijo ella.
—Te perdono sólo si lees lo que está ahí en voz alta.
Andressa leyó:
—“Marta, le gustan los gatos y ver las puestas de sol. Silvia, se involucra con
ecología. Luisa, adora el lirismo de Florbela Espanca. Renata, canta las
canciones de Cole Porter mejor que nadie. Lourdes, tiene una linda colección
de orquídeas”. ¿Son sólo cinco?
—Ahora, seis, contigo, que vas a cerrar esa libreta para siempre.
—¿Quién es Florbela?
—Una poeta portuguesa.
—¿Me perdonas?
—Claro. La culpa del malentendido fue toda mía.
—Mi nombre aún no está en la libreta. ¿Qué vas a escribir?
Le quité la libreta de la mano. Escribí: “Andressa, sofisticada, generosa,
inteligente, linda como una princesa de cuentos de hadas”.
Andressa leyó lo que había escrito. Me abrazó, cariñosamente. Nos fuimos
a la cama. Pasó la noche conmigo. Mientras tuvimos sexo, me llamó, mi amor,
varias veces.
En la mañana, después de que se fue, tomé la libreta de nombres que
Andressa dejó sobre la mesa y la coloqué en un cajón cerrado con llave, donde
estaba la otra libreta, la verdadera, de discreta portada gris, que contenía,
resumidamente, las particularidades reales y los nombres de las decenas de
mujeres a las que yo me cogía. La de portada roja, que Andressa leyó, era una
falsificación que astutamente preparé para aquella empresa difícil. ¡Cinco días!
Con mi mejor caligrafía, escribí, en la verdadera libreta: “Andressa. Chupa.
Anal. Celulitis. No sabe quién es Florbela Espanca”.
Entrevista
[Cuento - Texto completo.]

Rubem Fonseca

M —Doña Gisa me mandó para acá. ¿Puedo entrar?


H —Entra y cierra la puerta.
M —Está oscuro aquí adentro. ¿Dónde enciendo la luz?
H —Déjala así.
M —¿Cómo es que te llamas?
H —Después te digo.
M —Está bien.
H —Siéntate ahí.
M —¿Tiene algo de beber? Estoy con ganas de beber. ¡Ah, estoy tan cansada!
H —En ese armario allí hay bebida y vasos. Sírvase.
M —¿Usted no bebe?
H —No. ¿Cómo fue que vino para Río?
M —Agarré una cola en un wolswagen.
H —Son más de cuatro mil kilómetros. ¿Sabía?
M —Tardé mucho, pero llegué. Solo tenía la ropa que cargaba encima, pero no podía perder
tiempo.
H —¿Por qué vino para Río?
M —Ah, ah, ah, ay Dios mío. Qué cosa… solo riendo.
H —¿Por qué?
M —¿De verdad quiere saber?
H —¡Claro!
M —Por mi marido. Vivimos cuatro años felices, muy felices. Después se acabó.
H —¿Cómo que se acabó?
M —Por causa de otra mujer. Una muchacha que salía con él. Yo estaba embarazada. Ah,
ah, solo riendo, o llorando, no sé…
H —Estaba embarazada…
M —El día 13 de octubre cenábamos en un restaurante cuando llegó esa muchacha que él
andaba enamorando. Mi marido estaba borracho y la miraba de forma descarada, y entonces
ella no aguantó más y se acercó a nuestra mesa, le habló en secreto al oído y se besaron en la
boca como si estuvieran solitos en el mundo. Yo me volví loca; cuando me di cuenta, estaba
con un pico de botella en la mano y le había arrancado la blusa, una de esas camisas elásticas
que destacan bien el busto.
H —Entiendo… continúa.
M —Con el pico de la botella le di varios golpes en el pecho con tanta fuerza que un nervio
le salió de adentro del seno. Cuando mi marido vio aquello me dio un golpe en la cara, justo
encima del ojo; solo por un milagro no quedé ciega. Salí corriendo para la casa. Él detrás de
mí. Yo gritaba pidiendo socorro para ver si mis parientes me oían. Ellos vivían cerca de mí.
Porque yo no soy perro sin dueño ¿oyó? Todavía ayer, en la casa de doña Gisa, yo le decía a
una mujer, que no puedo decir que sea mi amiga, en esta vida “nadie tiene amigos”. Nosotras
apenas trabajamos juntas como damas de compañía. Yo le decía: yo estoy aquí, pero no soy
perro sin dueño, quien me ponga un dedo encima va a tener que vérsela con mi familia.
H —Pero ahora ellos están allá en el norte, muy lejos…
M —Me parece que estoy en un teatro, ah, ah.
H —Usted huyó pidiendo socorro. Continúe.
M —Yo me encerré dentro del cuarto mientras mi marido rompía todos los muebles de la
casa. Después derribó la puerta del cuarto y me tiró al suelo y me fue arrastrando por el piso
mientras me daba puntapiés en la barriga. Quedó una mancha de sangre en el piso, de sangre
que salía de mi barriga. Perdí a nuestro hijo.
H —¿Era un niño?
M —Sí.
H —Continúa.
M —Mi padre y mis cinco hermanos aparecieron en la hora en que me pateaba la barriga y
lo golpearon tanto, pero tanto, que yo pensé que lo iban a matar a golpes. Solo dejaron de
pegarle después que se desmayó. Entonces todos lo escupieron y se orinaron en su cara.
H —¿Después de eso no lo vio más?
M —Una vez, de lejos, el día que me marchaba. Vino a verme de muletas, con las piernas
enyesadas, parecía un fantasma. Pero no hablé con él, salí por la puerta del fondo. Yo sabía
lo que iba a decir.
H —¿Y qué es lo que iba a decir?
M —Él iba a pedir perdón, pedir para volver, iba a decir que los hombres eran diferentes.
H —¿Diferentes?
M —Sí, que podían tener amantes, que así es la naturaleza de ellos. Yo ya había escuchado
esa conversación antes, así que no quería oírla de nuevo. Solo quería conocer otros hombres
y ser feliz.
H —¿Y conociste a otros hombres?
M —Muchos y muchos.
H —¿Y eres feliz?
M —Sí, puede ser que no me crea llevando la vida que llevo, pero soy feliz.
H —¿Y no te acuerdas más de tu marido?
M —Me acuerdo de él apoyado en las muletas… Me dijeron que anda detrás de mí y que
carga un puñal para matarme. ¿Puedo encender las luces?
H —Sí, ¿y no tienes miedo de que pueda encontrarte?
M —Ya lo tuve, ahora ya no lo tengo más… Vamos ¿qué es lo que estás esperando?
FIN

Puntos de vista-Eduardo Galeano

Desde el punto de vista del sur, el verano del norte es invierno.


Desde el punto de vista de una lombriz, un plato de espaguetis es
una orgía.
Donde los hindúes ven una vaca sagrada, otros ven una gran
hamburguesa.
Desde el punto de vista de Hipocrates, Galeno, Maimonides y
Paracelso,
existía una enfermedad llamada indigestión, pero no existía una
enfermedad llamada hambre.
Desde el punto de vista de sus vecinos del pueblo de Cardona, el
Toto Zaugg, que andaba con la misma ropa en verano y en
invierno, era un hombre admirable:
-El Toto nunca tiene frío -decían.
El no decía nada. Frío tenia, pero no tenia abrigo.
Desde el punto de vista del búho, del murciélago, del bohemio y
del ladrón, el crepúsculo es la hora del desayuno.
La lluvia es una maldición para el turista y una buena noticia para
el campesino.
Desde el punto de vista del nativo, el pintoresco es el turista.
Desde el punto de vista de los indios de las islas del mar Caribe,
Cristóbal Colon, con su sombrero de plumas y su capa de
terciopelo rojo, era un papagayo de dimensiones jamás vistas.
Desde el punto de vista del oriente del mundo, el día del occidente
es noche.
En la India, quienes llevan luto visten de blanco.
En la Europa antigua, el negro, color de la tierra fecunda, era el
color de la vida, y el blanco, color de los huesos, era el color de la
muerte.

Según los viejos sabios de la región colombiana del Choco, Adán y


Eva eran negros y negros eran sus hijos Cain y Abel. Cuando Cain
mato a su hermano de un garrotazo, tronaron las iras de Dios.
Ante las furias del señor, el asesino palideció de culpa y miedo, y
tanto palideció que blanco quedo hasta el fin de sus días. Los
blancos somos, todos, hijos de Cain.

Si Eva hubiera escrito el Génesis, ?como seria la primera noche de


amor del genero humano? Eva hubiera empezado por aclarar que
ella no nació de ninguna costilla, ni conoció a ninguna serpiente, ni
ofreció manzanas a nadie, y que Dios nunca le dijo que parirás con
dolor y tu marido te dominara. Que todas esas son puras mentiras
que Adán contó a la prensa.

Si las Santas Apostolas hubieran escrito los Evangelios, ¿como


seria la primera noche de la era cristiana?

San José, contarían las Apostalas, estaba de mal humor. El era el


único que tenia cara larga en aquel pesebre donde el niño Jesús,
recién nacido, resplandecía en su cuna de paja. Todos sonreían: la
Virgen María, los angelitos, los pastores, las ovejas, el buey, el
asno, los magos venidos del Oriente y la estrella que los había
conducido hasta Belén de Judea.

Todos sonreían, menos uno. San José, sombrío, murmuro:

-Yo quería una nena.

En la selva, ¿llaman ley de la ciudad a la costumbre de devorar al


mas débil?

Desde el punto de vista de un pueblo enfermo, ¿que significa la


moneda sana?
La venta de armas es una buena noticia para la economía, pero no
es tan buena para sus difuntos.

Desde el punto de vista del presidente Fujimori, esta muy bien


asaltar al Poder Legislativo y al Poder Judicial, delitos que fueron
premiados con su reelección, pero esta muy mal asaltar una
embajada, delito que fue castigado con una aplaudida carnicería.

H asta hace veinte o treinta años, la pobreza era fruto de la


injusticia. Lo denunciaba la izquierda, lo admitía el centro, rara vez lo
negaba la derecha. Mucho han cambiado los tiempos, en tan poco
tiempo: ahora la pobreza es el justo castigo que la ineficiencia merece,
o simplemente es un modo de expresión del orden natural de las cosas.
La pobreza puede merecer lástima, pero ya no provoca indignación:
hay pobres por ley de juego o fatalidad del destino.

Los medios dominantes de comunicación, que muestran la actualidad


del mundo como un espectáculo fugaz, ajeno a la realidad y vacío de
memoria, bendicen y ayudan a perpetuar la organización de la
desigualdad creciente. Nunca el mundo ha sido tan injusto en el
reparto de los panes y los peces, pero el sistema que en el mundo rige,
y que ahora se llama, pudorosamente, economía de mercado, se
sumerge cada día en un baño de impunidad. La injusticia está fuera de
la cuestión. El código moral de este fin de siglo no condena la
injusticia, sino el fracaso. Hace unos meses, Robert McNamara,
que fue uno de los responsables de la guerra de Vietnam,
escribió un largo arrepentimiento público. Su libro, In
retrospect (Times Books, 1995) reconoce que esa guerra fue
un error.

Pero esa guerra, que mató a tres millones de


vietnamitas y a 58 mil norteamericanos, fue un
error porque no se podía ganar, y no porque
fuera injusta. El pecado está en la derrota, no
en la injusticia. Según McNamara, ya en 1965
el gobierno de Estados Unidos disponía de
abrumadoras evidencias que demostraban la
imposibilidad de la victoria de sus fuerzas
invasoras, pero siguió actuando como si la
victoria fuera posible. El hecho de que Estados
Unidos estuviera practicando el terrorismo
internacional para imponer a Vietnam una
dictadura militar que los vietnamitas no
querían, está fuera de la cuestión.

En un sistema de recompensas y castigos, que


concibe la vida como una despiadada carrera
entre pocos ganadores y muchos perdedores,
los winners y los loosers, el fracaso es el único
pecado mortal. El orden biológico, quizás
zoológico. Con la violencia ocurre lo mismo
que ocurre con la pobreza. Al sur del planeta,
donde habitan los perdedores, la violencia rara
vez aparece como un resultado de la injusticia.
La violencia casi siempre se exhibe como el
fruto de la mala conducta de los seres de
tercera clase que habitan el llamado Tercer
Mundo, condenados a la violencia porque ella
está en su naturaleza: la violencia corresponde,
como la pobreza, al orden natural, al orden
biológico o quizás zoológico de un submundo
que así es porque así ha sido y así seguirá
siendo.

Las tradiciones, que perpetúan la maldición


desde el oscuro fondo de los tiempos, actúan al
servicio de esta naturaleza cómplice de la
desigualdad social, y proporcionan la
explicación mágica de todos los horrores. La
reciente reunión mundial de las mujeres en
Pekín desencadenó una oleada de denuncias,
en los medios masivos de comunicación, a
propósito de una costumbre aberrante: en
India, China, Pakistán, Corea del Sur y otros
países asiáticos, millones de niñas son
asesinadas al nacer. Los medios atribuyeron el
sistemático infanticidio solamente a ``la
barbarie milenaria''. Pero el desbalance de la
población asiática, cada vez más hombres,
cada vez menos mujeres, se ha agudizado en
estos últimos años. ¿No tendrá este hecho algo
que ver, quizás mucho que ver, con la
incorporación acelerada y brutal de esos países
a la llamada ``modernización'', a través del
desarrollo de las industrias exportadoras de
bajísimos costos? Los valores del mercado,
valores dominantes en el mundo de hoy, ¿son
inocentes de esos crímenes? La coartada de la
tradición, ¿puede absolver a un sistema que
cotiza a precio vil la mano de obra femenina, y
convierte en desgracia el nacimiento de las
niñas en los hogares pobres? Campana de palo
Mientras McNamara publicaba su libro sobre
Vietnam, dos países latinoamericanos,
Guatemala y Chile, atrajeron, por asombrosa
excepción, la atención de la opinión pública
norteamericana.

Un coronel del ejército de Guatemala fue


acusado del asesinato de un ciudadano de
Estados Unidos y de la tortura y muerte del
marido de una ciudadana de Estados Unidos.
Desde hacía unos cuantos años, se reveló, ese
coronel cobraba sueldo de la CIA. Pero los
medios de comunicación, que difundieron
bastante información sobre el escandaloso
asunto, prestaron poca importancia al hecho
de que la CIA viene financiando asesinos y
poniendo y sacando gobiernos en Guatemala
desde 1954. En aquel año, la CIA organizó, con
el visto bueno del presidente Eisenhower, el
golpe de Estado que volteó al gobierno
democrático de Jacobo Arbenz. El baño de
sangre que Guatemala viene sufriendo desde
entonces, ha sido siempre considerado natural,
y raras veces ha llamado la atención de las
fábricas de opinión pública. No menos de cien
mil vidas humanas han sido sacrificadas; pero
ésas han sido vidas guatemaltecas, y en su
mayoría, para colmo del desprecio, vidas
indígenas.

Al mismo tiempo que revelaban lo del coronel en Guatemala, los medios


informaron que dos altos oficiales de la dictadura de Pinochet habían sido
condenados a prisión en Chile. El asesinato de Osvaldo Letelier constituía
una excepción a la norma de la impunidad, y este detalle no fue
mencionado. Impunemente habían cometido muchos otros crímenes los
militares que en 1973 asaltaron el poder en Chile, con la colaboración
confesa del presidente Nixon. Letelier había sido asesinado, con su
secretaria norteamericana, en la ciudad de Washington. ¿Qué hubiera
ocurrido si hubiera caído en Santiago de Chile, o en cualquier otra ciudad
latinoamericana? ¿Qué ocurrió con el general chileno Carlos Prats,
impunemente asesinado, con su esposa también chilena, en Buenos Aires,
en 1974?Cosas de negros. Automóviles imbatibles, jabones prodigiosos,
perfumes excitantes, analgésicos mágicos: a través de la pantalla chica, el
mercado hipnotiza al público consumidor. A veces, entre aviso y aviso, la
televisión cuela imágenes de hambre y guerra. Esos horrores, esas
fatalidades, vienen del otro mundo, donde el infierno acontece, y no hacen
más que destacar el carácter paradisíaco de las ofertas de la sociedad de
consumo. Con frecuencia esas imágenes vienen del África. El hambre
africana se exhibe como una catástrofe natural y las guerras africanas no
enfrentan etnias, pueblos o regiones, sino tribus, y no son más que cosas
de negros. Las imágenes del hambre jamás aluden, ni siquiera de paso, al
saqueo colonial. Jamás se menciona la responsabilidad de las potencias
occidentales, que ayer desangraron al Africa a través de la trata de
esclavos y el monocultivo obligatorio, y hoy perpetúan la hemorragia
pagando salarios enanos y precios de ruina. Lo mismo ocurre con las
imágenes de las guerras: siempre el mismo silencio sobre la herencia
colonial, siempre la misma impunidad para los inventores de las fronteras
falsas, que han desgarrado al Africa en más de cincuenta pedazos, y para
los traficantes de la muerte, que desde el norte venden las armas para que
el sur haga las guerras.

Durante la guerra de Ruanda, que brindó las más atroces imágenes en


1994 y buena parte de 1995, ni por casualidad se escuchó, en la tele, la
menor referencia a la responsabilidad de Alemania, Bélgica y Francia.
Pero las tres potencias coloniales habían sucesivamente contribuido a
hacer añicos la tradición de tolerancia entre los tutsis y los hutus, dos
pueblos que habían convivido pacíficamente, durante varios siglos, antes
de ser entrenados para el exterminio mutuo.

CUATRO FRASES QUE HACEN CRECER LA NARIZ DE PINOCHO


EDUARDO GALEANO
“Somos todos culpables de la ruina del planeta”

La salud del mundo está hecha un asco. ‘Somos todos responsables’, claman las voces de la alarma
universal, y la generalización absuelve: si somos todos responsables, nadie lo es. Como conejos se
reproducen los nuevos tecnócratas del medio ambiente. Es la tasa de natalidad más alta del mundo:
los expertos generan expertos y más expertos que se ocupan de envolver el tema en el papel celofán
de la ambigüedad. Ellos fabrican el brumoso lenguaje de las exhortaciones al ’sacrificio de todos’ en
las declaraciones de los gobiernos y en los solemnes acuerdos internacionales que nadie cumple.
Estas cataratas de palabras -inundación que amenaza convertirse en una catástrofe ecológica
comparable al agujero del ozono- no se desencadenan gratuitamente. El lenguaje oficial ahoga la
realidad para otorgar impunidad a la sociedad de consumo, a quienes la imponen por modelo en
nombre del desarrollo y a las grandes empresas que le sacan el jugo. Pero las estadísticas confiesan.
Los datos ocultos bajo el palabrerío revelan que el 20 por ciento de la humanidad comete el 80 por
ciento de las agresiones contra la naturaleza, crimen que los asesinos llaman suicidio y es la
humanidad entera quien paga las consecuencias de la degradación de la tierra, la intoxicación del
aire, el envenenamiento del agua, el enloquecimiento del clima y la dilapidación de los recursos
naturales no renovables. La señora Harlem Bruntland, quien encabeza el gobierno de Noruega,
comprobó recientemente que si los 7 mil millones de pobladores del planeta consumieran lo mismo
que los países desarrollados de Occidente, “harían falta 10 planetas 2 como el nuestro para
satisfacer todas sus necesidades”. Una experiencia imposible. Pero los gobernantes de los países del
Sur que prometen el ingreso al Primer Mundo, mágico pasaporte que nos hará a todos ricos y felices,
no sólo deberían ser procesados por estafa. No sólo nos están tomando el pelo, no: además, esos
gobernantes están cometiendo el delito de apología del crimen. Porque este sistema de vida que se
ofrece como paraíso, fundado en la explotación del prójimo y en la aniquilación de la naturaleza, es
el que nos está enfermando el cuerpo, nos está envenenando el alma y nos está dejando sin mundo.
“Es verde lo que se pinta de verde” Ahora, los gigantes de la industria química hace su publicidad
en color verde, y el Banco Mundial lava su imagen repitiendo la palabra ecología en cada página de
sus informes y tiñendo de verde sus préstamos. “En las condiciones de nuestros préstamos hay
normas ambientales estrictas”, aclara el presidente de la suprema banquería del mundo. Somos
todos ecologistas, hasta que alguna medida concreta limita la libertad de contaminación. Cuando se
aprobó en el Parlamento del Uruguay una tímida ley de defensa del medio ambiente, las empresas
que echan veneno al aire y pudren las aguas se sacaron súbitamente la recién comprada careta
verde y gritaron su verdad en términos que podrían ser resumidos así: “los defensores de la
naturaleza son abogados de la pobreza, dedicados a sabotear el desarrollo económico y a espantar
la inversión extranjera”. El Banco Mundial, en cambio, es el principal promotor de la riqueza, el
desarrollo y la inversión extranjera. Quizás por reunir tantas virtudes, el Banco manejará, junto a la
ONU, el recién creado Fondo para el Medio Ambiente Mundial. Este impuesto a la mala conciencia
dispondrá de poco dinero, 100 veces menos de lo que habían pedido los ecologistas, para financiar
proyectos que no destruyan la naturaleza. Intención irreprochable, conclusión inevitable: si esos
proyectos requieren un fondo especial, el Banco Mundial está admitiendo, de hecho, que todos sus
demás proyectos hacen un flaco favor al medio ambiente. El Banco se llama Mundial, como el Fondo
Monetario se llama Internacional, pero estos hermanos gemelos viven, cobran y deciden en
Washington. Quien paga, manda, y la numerosa tecnocracia jamás escupe el plato donde come.
Siendo, como es, el principal acreedor del llamado Tercer Mundo, el Banco Mundial gobierna a
nuestros países cautivos que por servicio de deuda pagan a 3 sus acreedores externos 250 mil
dólares por minuto, y les impone su política económica en función del dinero que concede o
promete. La divinización del mercado, que compra cada vez menos y paga cada vez peor, permite
atiborrar de mágicas chucherías a las grandes ciudades del sur del mundo, drogadas por la religión
del consumo, mientras los campos se agotan, se pudren las aguas que los alimentan y una costra
seca cubre los desiertos que antes fueron bosques. “Entre el capital y el trabajo, la ecología es
neutral” Se podrá decir cualquier cosa de Al Capone, pero él era un caballero: el bueno de Al siempre
enviaba flores a los velorios de sus víctimas… Las empresas gigantes de la industria química,
petrolera y automovilística pagaron buena parte de los gastos de la Eco 92. La conferencia
internacional que en Río de Janeiro se ocupó de la agonía del planeta. Y esa conferencia, llamada
Cumbre de la Tierra, no condenó a las transnacionales que producen contaminación y viven de ella,
y ni siquiera pronunció una palabra contra la ilimitada libertad de comercio que hace posible la
venta de veneno. En el gran baile de máscaras del fin de milenio, hasta la industria química se viste
de verde. La angustia ecológica perturba el sueño de los mayores laboratorios del mundo, que para
ayudar a la naturaleza están inventando nuevos cultivos biotecnológicos. Pero estos desvelos
científicos no se proponen encontrar plantas más resistentes a las plagas sin ayuda química, sino
que buscan nuevas plantas capaces de resistir los plaguicidas y herbicidas que esos mismos
laboratorios producen. De las 10 empresas productoras de semillas más grandes del mundo, seis
fabrican pesticidas (Sandoz, Ciba-Geigy, Dekalb, Pfiezer, Upjohn, Shell, ICI). La industria química no
tiene tendencias masoquistas. La recuperación del planeta o lo que nos quede de él implica la
denuncia de la impunidad del dinero y la libertad humana. La ecología neutral, que más bien se
parece a la jardinería, se hace cómplice de la injusticia de un mundo donde la comida sana, el agua
limpia, el aire puro y el silencio no son derechos de todos sino privilegios de los pocos que pueden
pagarlos. Chico Mendes, obrero del caucho, cayó asesinado a fines del 1988, en la Amazonía
brasileña, por creer lo que creía: que la militancia ecológica no puede divorciarse de la lucha social.
Chico creía que la floresta amazónica no será salvada mientras no se haga la reforma agraria en
Brasil. 4 Cinco años después del crimen, los obispos brasileños denunciaron que más de 100
trabajadores rurales mueren asesinados cada año en la lucha por la tierra, y calcularon que cuatro
millones de campesinos sin trabajo van a las ciudades desde las plantaciones del interior. Adaptando
las cifras de cada país, la declaración de los obispos retrata a toda América Latina. Las grandes
ciudades latinoamericanas, hinchadas a reventar por la incesante invasión de exiliados del campo,
son una catástrofe ecológica: una catástrofe que no se puede entender ni cambiar dentro de los
límites de la ecología, sorda ante el clamor social y ciega ante el compromiso político. “La naturaleza
está fuera de nosotros” En sus 10 mandamientos, Dios olvidó mencionar a la naturaleza. Entre las
órdenes que nos envió desde el monte Sinaí, el Señor hubiera podido agregar, pongamos por caso:
“Honrarás a la naturaleza de la que formas parte”. Pero no se le ocurrió. Hace cinco siglos, cuando
América fue apresada por el mercado mundial, la civilización invasora confundió a la ecología con la
idolatría. La comunión con la naturaleza era pecado. Y merecía castigo. Según las crónicas de la
Conquista., los indios nómadas que usaban cortezas para vestirse jamás desollaban el tronco entero,
para no aniquilar el árbol, y los indios sedentarios plantaban cultivos diversos y con períodos de
descanso, para no cansar a la tierra. La civilización que venía a imponer los devastadores
monocultivos de exportación no podía entender a las culturas integradas a la naturaleza, y las
confundió con la vocación demoníaca o la ignorancia. Para la civilización que dice ser occidental y
cristiana, la naturaleza era una bestia feroz que había que domar y castigar para que funcionara
como una máquina, puesta a nuestro servicio desde siempre y para siempre. La naturaleza, que era
eterna, nos debía esclavitud. Muy recientemente nos hemos enterado de que la naturaleza se cansa,
como nosotros, sus hijos, y hemos sabido que, como nosotros, puede morir asesinada. Ya no se
habla de someter a la naturaleza, ahora hasta sus verdugos dicen que hay que protegerla. Pero en
uno u otro caso, naturaleza sometida y naturaleza protegida, ella está fuera de nosotros. La
civilización que confunde a los relojes con el tiempo, al crecimiento con el desarrollo y a lo grandote
con la grandeza, también confunde a la naturaleza con el paisaje, mientras el mundo, laberinto sin
centro, se dedica a romper su propio cielo. Fuente: http://www.librered.net/wordpress/?p=9935

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