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Rom 16:1-27
Después del saludo o bendición con que San Pablo cerró el capítulo anterior, parecía
poderse dar por terminada la carta. Faltaban, sin embargo, los saludos personales. A ello
sobre todo va a dedicar este capítulo.
Comienza por pedir a los Romanos que presten buena acogida a Febe, diaconisa de
la iglesia de Cencreas, que, al parecer, debía trasladarse a Roma por asuntos suyos o de la
comunidad de Corinto y a quien Pablo hizo portadora de la carta (v.1-2). Cencreas era el
puerto oriental de Corinto (cf. Hec_18:18). El nombre Febe (femenino de Febo) era célebre
en la mitología griega, lo que indica que esta cristiana debía de ser de origen gentil, pues
difícilmente una madre judía habría puesto un tal nombre a su hija. En cuanto al término
“diaconisa” (διάκονορ), que San Pablo aplica a Febe, no está claro cuál sea su exacto
significado. Es el único caso en el Nuevo Testamento en que a una mujer se da este título,
aunque puede también citarse al respecto 1Ti_3:11, conforme a la interpretación que
daremos en su lugar. Lo más probable es que tengamos ya aquí el primer indicio de la
institución de las diaconisas, institución que claramente parece suponerse en la famosa
carta de Plinio a Trajano, hacia el año II hablando de los cristianos: .. ex duabus ancillis,
quae ministrae dicebantur, quid esset veri.. (Epist. 10:96). No es fácil concretar cuál era la
misión de estas diaconisas. Parece ser que se limitaban a la asistencia a pobres y enfermos,
incluyendo también, quizás, ciertos oficios auxiliares en el bautismo de las mujeres.
Después de la recomendación de Febe, San Pablo envía saludos a no menos de
veintiséis personas individualmente, aparte otros más en general, como los que envían “a
los de Aristóbulo” y “a los de Narciso” (v.3-16; cf. v.10-11). Bastantes de estos nombres son
griegos (Andrónico, Apeles, Epéneto..), otros latinos (Ampliato, Aquila, Urbano..), y
algunos parece que hebreos (Herodiano, María..). A los que preguntan cómo pudo San
Pablo conocer tanta gente de Roma, sin haber estado jamás en ella, podemos responder
que a muchos les conocería sin duda personalmente por haberse encontrado con ellos en
alguno de sus viajes apostólicos, como es el caso de Prisca y Aquila (cf. Hec_18:2), pero a
otros es probable que les conociera sólo de oídas, por haberle hablado de ellos alguien que
hubiera encontrado en sus viajes. Se ha trabajado mucho por identificar estos nombres con
otros encontrados en inscripciones sepulcrales o conocidos por la historia. Así, el caso de
Prisca, Ampliato, Urbano, etc. Lo mismo se diga de Aristóbulo, nombre frecuente entre los
descendientes de Heredes, algunos de los cuales se establecieron en Roma, y de Narciso,
famoso liberto del emperador Claudio, a quien Agripina hizo morir poco después de subir
al trono Nerón, pasando sus cuantiosos bienes al fisco. Es posible que esos cristianos de la
“casa de Aristóbulo” y “de la de Narciso” (v.10-n) fuesen esclavos o libertos que
pertenecían o habían pertenecido a estos personajes. El problema es delicado, pues la
identidad de nombres no supone necesariamente identidad de personas. Tampoco es claro
cuándo Prisca y Aquila “expusieron su cabeza” en favor de Pablo (v.4). Es probable que
fuese en Efeso, con ocasión del tumulto que estuvo a punto de costar la vida al Apóstol (cf.
Hec_19:29),- siendo también quizás en esa ocasión cuando Andrónico y Junia fueron
“compañeros suyos de cautiverio” (v.7). De ellos dice que eran sus “parientes” (ςτγγενείρ), y
lo mismo vuelve a repetir de otros varios (cf. v. 11.21). No está claro de qué clase de
“parentesco” se trata. Desde luego, no parece pueda entenderse simplemente en el sentido
de “israelitas,” como en 9:3, pues en ese caso habría que considerar como no judíos a todos
los de la lista a quienes no da ese título, lo que resulta absurdo, como vemos en el caso de
Prisca y Aquila. Quizás se trate de judíos pertenecientes a la tribu de Benjamín, a la que
sabemos pertenecía Pablo (cf. n,i; Flp_3:5). El P. Lagrange, sin llegar tan lejos en busca del
tronco común, dice que puede tratarse de “parentesco” en sentido estricto; pero con esa
“parentela” oriental extraordinariamente amplia, que incluye centenares de personas, que
conservan el recuerdo de su origen común no obstante vivir dispersas por el mundo. Añade
aún San Pablo otros detalles respecto de algunos nombres, que no conviene dejar pasar sin
un breve comentario. Y así, de Epéneto dice que era “las primicias de Cristo en Asia” (v.5),
expresión que parece indicar que había sido el primer convertido de la provincia
proconsular de Asia, lo mismo que Estéfanas lo había sido de la de Acaya (cf. 1Co_16:15);
de Andrónico y Junia dice que eran “muy estimados entre los apóstoles” (v.7), debiendo
notar que el término “apóstoles” está tomado en sentido amplio, más o menos como en la
Didaché (1Co_11:3-6), designando simplemente a aquellos predicadores ambulantes,
fueran o no de los Doce, que predicaban el Evangelio allí donde no había sido aún
predicado (cf. Hec_13:1-3)· En cuanto a Rufo, de quien habla con especial cariño (v.13), es
probable que se trate de un hijo de Simón Cireneo; pues San Marcos, que escribe su
evangelio en Roma, dice del Cirineo que era “padre de Alejandro y Rufo” (Me 15:21),
nombrando a los dos, sin otras indicaciones, como personas conocidas en la comunidad de
Roma.
Por fin, terminados los saludos, San Pablo exhorta a los fieles romanos a saludarse
mutuamente con el “ósculo santo” (v.16), gesto este que es mencionado otras tres veces en
sus cartas (cf. 1Co_16:20; 2Co_13:12; 1Te_5:26), y que pronto se convirtió en ceremonia
litúrgica, como símbolo de unión y caridad 122. Es muy de notar la expresión que añade a
continuación: “Os saludan todas las iglesias de Cristo.” Y digo que es muy de notar, porque
es la única vez en que San Pablo, dirigiéndose a una comunidad particular, dice que todas
las iglesias la saludan. Testimonio elocuente de la veneración de que San Pablo rodea a la
iglesia de Roma, y del lugar preeminente que ésta ocupaba ya en aquella época.
Los ν. 17-20 constituyen una especia de digresión, en la que el Apóstol pone en guardia
contra aquellos predicadores que ocasionan discordias y apartan de la doctrina tradicional.
No se concreta más. Probablemente se trata de los predicadores judaizantes, bien
conocidos por otras cartas (cf. 2Co_11:13-15; Gal_1:6-7; Flp_3:18-19), que rehusaban
reconocer en la fe, separada de la circuncisión y de las obras de la Ley, un principio
suficiente de salud, y había peligro de que intentasen difundir también sus doctrinas en
Roma, al igual que lo venían haciendo en otras partes. El peligro debía de ser todavía vago
e incipiente, pues, en caso contrario, San Pablo hubiera tratado de ello más directamente
en su carta. Desde luego, no se trata de los “débiles en la fe” (cf. 14:1), aunque podían
también ser causa de discordia, pues a éstos no manda evitarlos, sino tratarlos con
compasión. La brusca interrupción de pensamiento que supone esta perícopa, a
continuación de los saludos, quizá se explique mejor si suponemos que se trata de unas
líneas que el Apóstol añade de su propia mano, al igual que solía hacer en otras cartas, y
que eran como la firma o señal de autenticidad (cf. 1Co_16:21; Gal 6, n; 2Te_3:17).
Quedaban aún los saludos por parte de aquéllos que acompañaban a San Pablo, y es
lo que tenemos en los v.21-24. La mayoría de estos nombres nos son conocidos también
por otros lugares del Nuevo Testamento (cf. Hec_13:1; Hec_16:1; Hec_17:5; Hec_20:4;
1Co_1:14; 2Ti_4:20), aunque la correspondencia no siempre es segura. Resulta simpática
la mención de este Tercio, del que sólo sabemos el nombre y que fue el amanuense del que
se valió San Pablo para escribir la carta. También él quiso incluirse entre los que enviaban
saludos.
Ya por dos veces San Pablo había como terminado la carta (cf. 15:33; 16:20); pero al
acordarse de que faltaban aún los saludos, hubo de continuar. Ahora no queda ya nada por
decir. El remate no puede ser más solemne, siendo ésta, entre todas las doxologías que
encontramos en el Apóstol, la más elaborada y amplia, verdadero himno a la omnipotencia
y sabiduría de Dios en su obra de salvación de los hombres.
Notemos que el tema fundamental de la carta ha sido la exposición de la obra de
salud revelada en el Evangelio (cf. 1:16-17), Y Que Pablo deseaba visitar a los fieles de
Roma ante todo y sobre todo “para confirmarlos” en la fe (1:11; cf. 1Co_1:8; 1Te_3:2).
Pues bien, ésas son precisamente las ideas que se recogen en esta doxología. A la
predicación de la obra de salud llama San Pablo “su evangelio” o, lo que es equivalente,
“predicación que tiene por objeto a Jesucristo” (v.25); y dice que esta obra de salud ha sido
un “misterio” tenido en secreto por Dios desde la eternidad 123, escondido en la penumbra
de la antigua revelación y manifestado ahora abiertamente con la venida de Jesucristo al
mundo y la consiguiente predicación de los apóstoles (cf. 1:5; 3:21; 10:15), a fin de llevar
todas las gentes a la obediencia de la fe. La expresión “por medio de las Escrituras
proféticas” (v.26) parece querer dar a entender que la Escritura sirve como de instrumento
a los apóstoles en su predicación para mejor dar a conocer el misterio de Cristo (cf. 1:2;
3:21; 4:23; 15:3-4). A Dios, pues, que “puede confirmaros” en la fe (v.25) y que ha
concebido un plan tan “sabio” de salvación (v.27; cf. 11:33), sea la “gloria por los siglos de
los siglos.” Y sea esa gloria “por Jesucristo,” que ha sido el instrumento de salvación, y que
ha de ser nuestro mediador ante Dios.