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Problemáticas

Contemporáneos de
la Psicología Social

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Índice.

Módulo 1

Foucault, M. (1984/1994). ¿Qué es la ilustración?........pág.3

Módulo 2

Latour, B. (2007). Crisis. En: Nunca fuimos modernos. Ensayo de antropología simétrica.
Buenos Aires: Siglo XXI Editora Argentina. .......pág.11

Módulo 3

Gilles Deleuze, Félix Guattari: (1976/2005). Rizoma.. .......pág.15

Correa Moreira, G. (2012). El concepto de mediación técnica en Bruno Latour. Una


aproximación a la teoría del actor-red. .......pág.18

Módulo 4

Cruz Ortiz de Landázuri, M. (2017). De la biopolítica a la psicopolítica en el pensamiento


social de Byung-Chul Han. .......pág.26

Haidar, V. (2009). Biopolíticas post-foucaultianas. Pensar el gobierno de la vida entre la


filosofía política .......pág.36

Módulo 5

García Dauder, S. y Romero Bachiller, C. (2002). Rompiendo viejos dualismos: De las


(im)posibilidades de la articulación. .......pág.43

Módulo 6

Rose, N. (1996). A critical history of psychology. .......pág.55

Módulo 7

Pál Pelbart, Peter (2009). Filosofía de la deserción: nihilismo, locura y comunidad.


Buenos Aires, Argentina: Tinta Limón........pág. 70

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¿Qué es la Ilustración?- Foucault

Desde Hegel hasta Horckheimer o Habermas, pasando por Nietzsche o por Max Weber,
casi no hay filosofía que, de manera directa o indirecta, no se encuentre confrontada con
esta misma pregunta: ¿Cuál es, entonces, este evento que denominamos Aufklärung y que
ha determinado, al menos parcialmente, lo que somos, lo que pensamos y lo que hacemos
hoy día?. la filosofía moderna es aquella que intenta responder la pregunta formulada, con
tanta imprudencia, hace dos siglos; a saber, Was ist Aufklärung?.

Vale la pena que nos detengamos unos instantes en el referido texto kantiano. Por varias
razones ese texto amerita que pongamos en él cierta atención; ellas son: 1) Dos meses antes
de la respuesta de Kant, el mismo diario había publicado otra respuesta a la misma
pregunta. Esta había sido formulada, también, a Moisés Mendelsshon. Pero Kant no
conocía este texto cuando él redactó el suyo. Es verdad que no es esta la primera vez que
van a encontrarse los nuevos desarrollos de la cultura judía con el movimiento filosófico
alemán. Ya transcurrian treinta años desde que Mendelsshon permanecía en esa encrucijada
en compañia de Lessing. Sin embargo, hasta ese entonces sólo se había intentado, ora
conseguir un espacio en el pensamiento alemán para la cultura judía (intento que realizó
Lessing en la obra Die Juden), ora identificar los problemas comunes al pensamiento judio
y a la filosofía alemana (tarea desarrollada por Mendelssohn en la obra Phadön; oder, Über
die Unsterblichkeit der Seele). Las respuestas de estos dos autores a la misma pregunta
formulada por el Berlinische Monatschrift, son un testimonio del reconocimiento de que
tanto la Aufklärung alemana como la Haskala judía pertenencían a la misma historia.
Ambas intentan identificar los procesos comunes de los que provienen. Tal vez haya sido
una manera de anunciar la aceptación de un destino común, el cual ya sabemos a qué drama
conduciría.

2) Una segunda razón es que el texto de Kant, en sí mismo y en el marco de la tradición


cristiana, plantea un problema nuevo. No es esta, ciertamente, la primera vez que el
pensamiento filosófico intenta reflexionar sobre su propio presente.

Ahora bien, la manera en que Kant plantea la cuestión de la Aufklärung es completamente


diferente de las tres formas anteriores: Para Kant, la Aufklärung no es ni una era del mundo
a la que se pertenece, ni un acontecimiento del cual ya se perciben los signos, ni la aurora
de una realización. Kant define la Aufklärung de un modo casi totalmente negativo; la
define como una Ausgang, una “salida”, una “vía de escape”3 . En otros textos en los que
Kant se ocupa de la historia, se plantean cuestiones de origen o bien se define la finalidad
interna de un proceso histórico. En el texto sobre la Aufklärung, Kant lidia solamente con
la cuestión de la actualidad. Kant no intenta comprender el presente en base a una totalidad
o una realización futura. El busca una diferencia: ¿Qué diferencia introduce el hoy en
relación con el ayer?

3) No entraré en el detalle del texto que, a pesar de su brevedad, no resulta siempre bien
claro. Quisiera solamente precisar tres o cuatro rasgos que me parecen importantes para
comprender el modo como Kant plantea la cuestión filosófica del presente. Kant indica a

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continuación4 que esa “salida” [Ausgang] que caracteriza a la Aufklärung es un proceso
que nos libera del “estado de tutela” . Por “estado de tutela” entiende un cierto estado de
nuestra voluntad que nos hace aceptar la autoridad de otros, para nuestra conducción en los
dominios donde conviene hacer uso de la razón. Al respecto, Kant ofrece tres ejemplos.
Estamos en “estado de tutela” cuando un libro ocupa el lugar de nuestro entendimiento;
cuando la guía de un director espiritual ocupa el lugar de nuestra consciencia; cuando un
médico prescribe la dieta que debemos seguir. Notemos, de pasada, que en estos ejemplos
se reconoce facilmente el registro de las tres críticas, aun cuando en el texto no se lo señale
de modo explícito.

En todo caso, la Aufklärung está definida por la modificación de la relación preexistente


entre la voluntad, la autoridad y el uso de la razón. También hay que resaltar que Kant
presenta esa “salida” de manera bastante ambigua. Por una parte, la Ausgang está
caracterizada como un hecho, como un proceso en desarrollo; pero, por otra parte, Kant la
presenta como una tarea y como una obligación. Ya en el primer párrafo del texto, Kant
hace notar que el hombre es, por sí mismo, responsable de su estado de tutela. En
consecuencia, hay que concebir que el hombre no podrá salir de ese estado sino gracias a
un cambio operado por él mismo sobre sí mismo. Significativamente dice Kant que esta
Aufklärung tiene una “divisa” (Wahlspruch). Ahora bién, la Wahlspruch es una divisa
heráldica, esto es, un rasgo distintivo gracias al cual uno puede ser reconocido; es, también,
una instrucción que uno se da a sí mismo y que propone a otros.

Así, es necesario considerar a la Aufklärung, tanto como un proceso en el cual participan


los hombres de manera colectiva, como un acto de coraje que debe ser ejecutado de manera
personal. Los hombres son a la vez elementos y agentes de un mismo proceso. Ellos pueden
ser los actores del proceso en la medida de su participación en este último; y el proceso
ocurre en la medida en que los hombres deciden ser sus actores voluntarios.

Kant define dos condiciones esenciales para que el hombre salga de su estado de tutela.
Estas dos condiciones son, a la vez, espirituales e institucionales, éticas y políticas. La
primera de estas condiciones es que sea claramente distinguido el campo de la obediencia y
el campo del uso de la razón. Para dar una breve caracterización del estado de tutela, Kant
cita la expresión familiar: “obedezcan, no razonen”. Según Kant, es esta la manera como
normalmente se ejercen la disciplina militar, el poder político y la autoridad religiosa. La
humanidad habrá alcanzado su madurez [deviendra majeure] no cuando ya no tenga que
obedecer, sino cuando se le diga [a los hombres] “obedezcan, y podrán razonar tanto como
quieran”. Hay que notar que la palabra alemana empleada aquí es “räzonieren”. Esta
palabra, también empleada en las Críticas, no se refiere a un uso cualquiera de la razón,
sino a un uso de la razón en el que ésta no persigue otro fin que ella misma; “räzonieren” es
razonar para razonar.

Al respecto Kant ofrece algunos ejemplos que son triviales en apariencia: pagar los
impuestos, pero pudiendo razonar tanto como se quiera sobre el sistema fiscal, he ahí lo que
caracteriza al estado de madurez [majorité]; también, cuando se es pastor, tomar la
responsabilidad del servicio en una parroquia conforme con los principios de la iglesia a la
que se pertenece, pero pudiendo razonar libremente a propósito de los dogmas religiosos.
Se podría pensar que no hay en todo esto nada que sea muy diferente de lo que, desde el

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siglo XVI, se entiende por la libertad de consciencia; a saber, el derecho de pensar como se
quiera, siempre y cuando se obedezca como se debe. Ahora bien, es aquí donde Kant hace
intervenir otra distinción6 ; y la hace intervenir de un modo bastante sorprendente. Se trata
de la distinción entre el uso privado y el uso público de la razón.

Pero, agrega Kant, de inmediato, que la razón en su uso público debe ser libre y en su uso
privado debe estar sometida. Y ello es lo contrario, término por término, de lo que
ordinariamente se denomina la libertad de consciencia. Sobre esta segunda distinción
debemos ser más precisos. ¿En qué consiste, según Kant, este uso privado de la razón?
¿Cuál es el dominio de su ejercicio? Dice Kant que el hombre hace uso privado de su razón
cuando es “una pieza de una máquina”; es decir, cuando tiene que cumplir un papel en la
sociedad y tiene que ejercer algunas funciones: ser soldado, tener que pagar impuestos,
estar a cargo de una parroquia, ser funcionario del gobierno; todo ello hace del ser humano
un segmento particular en la sociedad. Se encuentra uno a sí mismo ocupando una posición
definida en la que debe aplicar reglas y perseguir fines particulares. Kant no solicita que se
practique una obediencia ciega y estúpida; más bién solicita que se haga un uso de la razón
adaptado a esas circunstancias determinadas, y en ese entonces la razón debe someterse a
esos fines particulares. En consecuencia, no puede haber, en este caso, uso libre de la razón.

Por el contrario, cuando se razona sólo para hacer uso de la razón, cuando se razona como
ser razonable (y no como pieza de una máquina), cuando se razona como miembro de la
humanidad razonable, entonces el uso de la razón debe ser libre y público. La Aufklärung
no es, por tanto, unicamente el proceso gracias al cual los individuos verían garantizada su
libertad personal de pensamiento. Hay Aufklärung cuando existe superposición del uso
universal, del uso libre7 y del uso público de la razón.

Podemos muy bien concebir que el uso universal de la razón (fuera de todo fin particular)
es asunto del sujeto mismo como individuo; también se puede concebir que la libertad de
este uso de la razón pueda ser asegurado de manera puramente negativa, gracias a la
ausencia de toda demanda [poursuite] contra dicho uso; pero, ¿cómo asegurar un uso
público de esta razón? Como vemos, la Aufklärung no debe ser concebida simplemente
como un proceso general que afecta a toda la humanidad; tampoco debe ser concebida
solamente como una obligación prescrita a los individuos: la Aufklärung aparece ahora
como un problema político. En todo caso, el asunto problemático que se plantea es el de
saber cómo puede el uso de la razón tomar la forma pública que requiere, cómo puede la
audacia de conocer ejercerse a la luz del día mientras que los individuos están siendo
obedientes del modo más exacto posible. Kant concluye su texto proponiendo a Federico II,
en términos levemente velados, una especie de contrato. A este último pudiera llamársele el
contrato entre el despotismo racional y la razón libre: el uso público y libre de la razón
autónoma será la mejor garantía de la obediencia, siempre y cuando el principio político al
que sea menester obedecer esté en conformidad con la razón universal.

En efecto, Kant describe la Aufklärung como el momento en el que la humanidad va a


hacer uso de su propia razón sin sometimiento a autoridad alguna. Ahora bien, es
precisamente en un momento como ese que la Crítica se hace necesaria, puesto que ella
tiene por misión la definición de las condiciones bajo las cuales es legítimo el uso de la
razón para determinar lo que se puede conocer, lo que se debe hacer y lo que se puede

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esperar. El uso ilegítimo de la razón hace nacer, por medio de la ilusión, al dogmatismo y la
heteronomía; por el contrario, cuando el uso legítimo de la razón ha sido claramente
definido en sus principios es que puede asegurarse su autonomía. En algún sentido la
Crítica es el libro-guía de la razón que ha alcanzado su madurez en la Aufklärung, e
inversamente, la Aufklärung es la edad de la Crítica.

La hipótesis que quisiera proponer es que ese pequeño texto de Kant se encuentra, de
alguna manera, sobre la linea que une los planos de la reflexión crítica y de la reflexión
sobre la historia. Me parece que la novedad de ese texto es la reflexión sobre el “hoy” como
diferencia en la historia y como motivo para una tarea filosófica particular. Al mirar ese
texto del modo que propongo, me parece que se puede reconocer en él un punto de partida:
el esbozo de lo que pudiera llamarse la actitud de modernidad.

Haciendo referencia al texto de Kant, me pregunto si no se puede considerar a la


modernidad más bien como una actitud que como un período de la historia. Con “actitud”
quiero decir un modo de relación con y frente a la actualidad; una escogencia voluntaria
que algunos hacen; en suma, una manera de pensar y de sentir, una manera, también, de
actuar y de conducirse que marca una relación de pertenencia y, simultaneamente, se
presenta a sí misma como una tarea. Un poco, sin duda, como aquello que los antiguos
griegos denominaban un “ethos”. Por lo tanto, más que querer distinguir el “período
moderno” de las épocas “pre” o “postmoderna”, creo que sería mejor indagar sobre cómo la
actitud de modernidad, desde su propia formación, se encuentra en lucha con actitudes de
“contra-modernidad”.

No pretendo resumir con estos pocos rasgos ni ese complejo evento histórico que fue la
Aufklärung a fines del siglo XVIII, ni la actitud de modernidad bajo las diferentes formas
que ha podido tomar en el curso de los dos últimos siglos. He querido hacer énfasis, por
una parte, en el enraizamiento en la Aufklärung de un tipo de interrogación filosófica que
problematiza, de modo simultáneo, la relación con el presente, el modo de ser histórico y la
constitución de sí mismo como sujeto autónomo. Por otra parte, he querido insistir en que
el hilo que puede unirnos de ese modo a la Aufklärung no es la fidelidad a ciertos
elementos de doctrina, sino, más bién, la permanente reactivación de una actitud; es decir,
de un ethos filosófico que se podría caracterizar como una crítica permanente de nuestro ser
histórico. Quisiera caracterizar muy brevemente este ethos..

A. Negativamente 1. En principio, este ethos implica que se rechace lo que con gusto
llamaría el “chantaje” a la Aufklärung. Pienso que la Aufklärung --como conjunto de
eventos políticos, económicos, sociales, institucionales y culturales de los que, en gran
medida, aún dependemos-- constituye un dominio privilegiado para el análisis. Pienso
también que como empresa para reunir, por medio de un lazo de relación directa, el
progreso de la verdad y la historia de la libertad, la Aufklärung ha formulado una pregunta
filosófica aún planteada y que nos concierne. Finalmente, y como lo he mostrado a
propósito del texto de Kant, pienso que la Aufklärung ha definido una cierta manera de
filosofar. Pero ello no quiere decir que haya que colocarse “a favor” o “en contra” de la
Aufklärung. De modo preciso, ello quiere decir, incluso, que hay que rechazar todo cuanto
se presentase en forma de la siguiente alternativa, por lo demás simplista y autoritaria: o
Usted acepta la Aufklärung y se mantiene en la tradición de su racionalismo (lo que

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algunos consideran positivo y otros, por el contrario, como un reproche), o bien Usted
critica la Aufklärung e intenta entonces escapar a esos principios de racionalidad (lo que, de
nuevo, puede ser tomado como bueno o como malo). Y no saldremos del chantaje por el
mero hecho de introducir matices “dialécticos” con el objeto de buscar determinar lo que
haya podido haber de bueno y de malo en la Aufklärung.

Hay que intentar hacer el análisis de nosotros mismos como seres que, en cierta medida,
hemos sido históricamente determinados por la Aufklärung. Esto implica una serie de
indagaciones históricas que deben ser tan precisas como sea posible, pero que no deben
estar orientadas retrospectivamente hacia el “nucleo esencial de la racionalidad” que se
pueda encontrar en la Aufklärung y que habría que salvar a costa de lo que fuere. Estarán
orientadas hacia “los límites actuales de lo necesario”; es decir, hacia aquello que no es
indispensable, o no lo es más, para la constitución de nosotros mismos como sujetos
autónomos.

2. Esta crítica permanente de nosotros-mismos debe evitar las confusiones, siempre


demasiado fáciles, entre el humanismo y la Aufklärung.

Jamás hay que olvidar que la Aufklärung es un evento o un conjunto de eventos y de


procesos históricos complejos, que se ubican en un cierto momento del desarrollo de las
sociedades europeas. Este conjunto contiene elementos de transformaciones sociales, tipos
de instituciones políticas, formas del saber, proyectos de racionalización de los
conocimientos y de las prácticas, mutaciones tecnológicas que resulta dificil resumir en una
palabra, aún cuando muchos de estos fenómenos son todavía importantes en la hora actual.
El fenómeno que he destacado, y que me parece haber sido fundador de toda una forma de
reflexión filosófica, concierne sólo al modo de relación reflexiva con el presente.

El humanismo es algo totalmente distinto. Es un tema, o más bién un conjunto de temas


que han reaparecido muchas veces a lo largo del tiempo en las sociedades europeas. Esos
temas, siempre ligados a juicios de valor, evidentemente siempre han variado mucho en su
contenido, asi como en los valores que han preservado. Han servido, además, como
principio crítico de diferenciación: hubo un humanismo que se presentaba como crítica del
cristianismo o de la religión en general; hubo un humanismo cristiano en oposición a un
humanismo ascético y mucho más teocéntrico (esto, en el siglo XVII). En el siglo XIX,
hubo un humanismo desconfiado, hostil y crítico en relación con la ciencia; mas, por el
contrario, hubo otro que cifraba toda su esperanza en esa misma ciencia. El marxismo, el
existencialismo y el personalismo también han sido humanismos. Hubo un tiempo en el que
se respaldaron los valores humanistas representados por el nacional-socialismo, y en el que
los mismos estalinistas decían que eran humanistas.

De esto no hay por qué sacar la consecuencia de que todo cuanto haya podido reclamarse
como propio del humanismo tenga que ser rechazado. Más bien podemos concluir que la
temática humanista es, en sí misma, desmasiado dócil, demasiado diversa y demasiado
inconsistente como para servir de eje a la reflexión. Y es un hecho que, al menos desde el
siglo XVII, lo que se denomina humanismo ha estado siempre obligado a tomar asidero en
ciertas concepciones del hombre tomadas prestadas de la religión, de la ciencia o de la
política. El humanismo sirve para colorear y justificar las concepciones del hombre a las

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cuales se ha visto obligado a recurrir. Ahora bien, en relación con esto último, yo creo que
se puede oponer a esa temática --con frecuencia tan recurrente y siempre dependiente del
humanismo-- el principio de una crítica y de una creación permanente de nosotros-mismos
en nuestra autonomía: es decir, un principio que está en el corazón de la consciencia
histórica que la Aufklärung ha tenido de sí misma. Desde este punto de vista, veo más bien
un estado de tensión entre la Aufklärung y el humanismo que una identidad. En todo caso,
confundirlos me parece peligroso, y por lo demás históricamente inexacto. Si la cuestión
del hombre, de la especie humana, del humanista fue de importancia a lo largo del siglo
XVIII, creo que raras veces se debió a que la Aufklärung se consideró a sí-misma como un
humanismo.

B. Positivamente Teniendo en cuenta las anteriores precauciones, resulta obvio que hay que
darle un contenido más positivo a lo que pueda ser un ethos filosófico consistente en una
crítica de lo que decimos, pensamos y hacemos, a través de una ontología histórica de
nosotros-mismos.

1. Este ethos filosófico puede caracterizarse como una actitud-límite. No se trata de un


comportamiento de rechazo. Debemos escapar de la disyuntiva „afuera-adentro‟; hay que
colocarse en las fronteras. La crítica es, por supuesto, el análisis de los límites y la reflexión
sobre ellos. Pero si la pregunta que se planteó Kant fue la de saber cuáles son los límites a
los que el conocimiento debe renunciar a traspasar, me parece que hoy, la pregunta crítica
debe retornar a su forma positiva; a saber, ¿en lo que nos es dado como universal,
necesario, obligatorio, qué lugar ocupa aquello que es singular, contingente y ocasionado
por restricciones arbitrarias? Se trata, en suma, de transformar la crítica ejercida en la forma
de la limitación necesaria, en una crítica práctica que toma la forma de una transgresión
posible [de limitaciones].

Esta transformación trae consigo una consecuencia inmediata: la crítica ya no buscará las
estructuras formales que tienen valor universal; más bien se convertirá en una indagación
histórica a través de los eventos que nos han llevado a constituirnos y a reconocernos como
sujetos de lo que hacemos, pensamos, decimos. En este sentido, tal crítica no es
transcendental, y no tiene como su fin hacer posible una metafísica: es genealógica en su
finalidad y arqueológica en su método. Arqueológica --y no transcendental-- en el sentido
de que no buscará identificar las estructuras universales de todo conocimiento o de toda
acción moral posible, sino que tratará a los discursos que articulan lo que pensamos,
decimos y hacemos como eventos históricos. Y esta crítica será genealógica en el sentido
de que no deducirá de la forma de lo que somos, aquello que nos sea imposible hacer o
conocer, sino que desprenderá de la contingencia que nos ha hecho ser lo que somos, la
posibilidad de no seguir siendo, pensando o haciendo lo que somos, hacemos o pensamos.

Esta crítica no intenta hacer posible la metafísica convertida finalmente en ciencia; intenta
renovar el esfuerzo, tan lejana y extensamente como sea posible, del trabajo indefinido de
la libertad.

2. Pero, para que no se trate simplemente de la afirmación o del sueño vacio de la libertad,
me parece que esta actitud histórico-crítica debe ser también una actitud experimental.

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Quiero decir que este trabajo realizado en los límites de nosotros mismos debe, por una
parte, abrir un dominio de indagaciones históricas y, por otra parte, someterse a la prueba
de la realidad y de la actualidad, tanto para aprehender los puntos en los que el cambio es
posible y deseable, como para determinar la forma precisa que haya que darle a ese 15
cambio. Es decir que esta ontología histórica de nosotros mismos, debe apartarse de todos
aquellos proyectos que pretenden ser globales y radicales. De hecho, sabemos por
experiencia que la pretensión de escapar del sistema de la actualidad proponiendo los
programas conjuntos, globales, de una sociedad distinta, de un modo de pensar diferente, de
otra cultura, de otra visión del mundo, no han conducido, de hecho, sino a retornar a las
más peligrosas tradiciones.

Caracterizaría, por lo tanto, al ethos filosófico propio de la ontología crítica de nosotros


mismos, como una prueba historíco-práctica de los límites que podemos traspasar y, por
ello, como trabajo de nosotros-mismos sobre nosotros-mismos, en la medida en que seamos
seres libres.

3. Pero, sería completamente legítimo, sin duda, hacer la siguiente objeción: al limitarse a
este género de indagaciones o de pruebas siempre parciales y locales, ¿no se corre el riesgo
de dejarse determinar por estructuras más generales de las cuales no tenemos ni consciencia
ni control?

Ante esta pregunta ofrezco dos respuestas. Es cierto que hay que renunciar a la esperanza
de tener acceso algún día a un punto de vista que pudiera darnos acceso al conocimiento
completo y definitivo de lo que pueda constituir nuestros límites históricos. Desde este
punto de vista, la experiencia teórica y práctica que tenemos de nuestros límites y de la
posibilidad de ir más allá de ellos está siempre limitada y determinada; por tanto, siempre
estamos en posición de comenzar de nuevo.

Pero ello no quiere decir que todo el trabajo no pueda hacerse sino en el desorden y la
contingencia. El trabajo que propongo tiene su generalidad, su sistematicidad, su
homogeneidad y su apuesta

a) Su apuesta: Está indicada por lo que pudieramos llamar “la paradoja [de las relaciones]
de la capacidad y del poder”. Sabemos que la gran promesa o la gran esperanza del siglo
XVIII, o al menos de una parte de él, estaba centrada en el crecimiento simultáneo y
proporcional de la capacidad técnica de actuar sobre las cosas, y de la libertad de los
individuos, unos en relación con otros. Por lo demás, se puede ver que a través de toda la
historia de las sociedades occidentales (quizá sea aquí donde se encuentre la raíz de su
singular destino histórico, tan particular, tan diferente de otras sociedades en su trayectoria
y tan universalizante y dominante en relación con otras) la adquisición de capacidades y la
lucha por la libertad han constituido elementos permanentes [de esa historia].

Ahora bién, las relaciones entre crecimiento de capacidades y crecimiento de la autonomía


no son tan simples como se pudo creer en el siglo XVIII. Y hemos podido ver algunas
formas de relaciones de poder que han sido incubadas dentro de diversas tecnologías (ya se
trate de producciones con fines económicos, instituciones con fines de regulaciones
sociales, técnicas de comunicación): las disciplinas, tanto colectivas como individuales y

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los procedimientos de normalización ejercidos en nombre del poder del Estado, de las
exigencias de la sociedad o de regiones de la población, constituyen algunos ejemplos.

La apuesta puede entonces resumirse en la siguiente pregunta: ¿Cómo desconectar el


crecimiento de las capacidades y la intensificación de las relaciones de poder?

b) Homogeneidad:

Esto conduce al estudio de lo que pudieramos llamar “los sistemas prácticos21 “. Se trata
de tomar como dominio homogéneo de referencia, no las representaciones que los hombres
se dan de sí mismos, ni tampoco las condiciones que los determinan sin que ellos lo sepan,
sino aquello que hacen y la manera como lo hacen. Es decir, por una parte, las formas de
racionalidad que organizan las maneras de hacer (lo que pudieramos llamar su aspecto
tecnológico [de los “sistemas prácticos”]) y, por otra parte, la libertad con la que actúan en
esos sistemas prácticos, reaccionando a lo que hacen los otros y modificando, hasta cierto
punto, las reglas del juego (esto es lo que pudiera llamarse la vertiente estratégica de esas
prácticas). La homogeneidad de estos análisis histórico-críticos está por tanto asegurada por
ese dominio de prácticas, con sus vertientes tecnológica y estratégica.

c) Sistematicidad:

Estos sistemas prácticos provienen de tres grandes dominios: el de las relaciones de control
sobre las cosas, el de las relaciones de acción sobre los otros y el de las relaciones consigo
mismo. Esto no quiere decir que ellos sean tres dominios completamente extraños entre sí.
Sabemos bien que el control sobre las cosas está mediado por las relaciones con los otros,
lo que implica, a su vez, relaciones consigo mismo y viceversa. Pero se trata de tres ejes
cuya especificidad e interconexiones hay que analizar: el eje del saber, el eje del poder y el
eje de la ética. En otras palabras, la ontología histórica de nosotros mismos tiene que
responder una serie abierta de preguntas; tiene por delante la faena de hacer un número no
definido de indagaciones que se pueden multiplicar y precisar tanto como se quiera, mas
respondiendo todas a la siguiente sistematización: cómo nos hemos constituído como
sujetos de nuestro saber, cómo nos hemos constituído como sujetos que ejercemos o
soportamos las relaciones de poder; cómo nos hemos constituído como sujetos morales de
nuestras acciones.

d) Generalidad:

Finalmente, estas indagaciones histórico-críticas son muy particulares, en el sentido de que


ellas versan siempre sobre un material, una época, un cuerpo de prácticas y discursos
determinados. Pero, al menos en la escala de las sociedades occidentales de las que
provenimos, esas indagaciones poseen su generalidad, en el sentido de que han sido
recurrentes hasta nuestros días. Ejemplo de ello son el problema de las relaciones entre
razón y locura, o entre enfermedad y salud, o entre crimen y ley; el problema del lugar que
hay que darle a las relaciones sexuales, etc.

Lo que hay que comprender es en qué medida lo que sabemos de esa generalidad, las
formas de poder en ellas ejercidas y la experiencia que en ella tenemos de nosotros mismos

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no constituyen más que figuras históricas determinadas por una cierta forma de
problematización que define objetos, reglas de acción y modos de relación consigo mismo.
El estudio de [los modos de] problematización (es decir, de lo que no es ni constante
antropológica ni variación cronológica) es, por tanto, la manera de analizar cuestiones de
alcance general en su forma históricamente singular.

Latour- Nunca fuimos modernos

Desde hace unos veinte años, mis amigos y yo estudiamos esas situaciones extrañas que la
cultura intelectual en la que vivimos no sabe dónde ubicar. A falta de otra cosa, nos
llamamos sociólogos, historiadores, economistas, politólogos, filosófos, antropólogos. Pero
a esas disciplinas venerables siempre añadimos el genitivo: de las ciencias y las técnicas.
Science studies es la fórmula de los ingleses, o ésta, demasiado pesada: “ciencias, técnicas,
sociedades”. Sea cual fuere la etiqueta, siempre se trata de volver a atar el nudo gordiano
atravesado, tantas veces como haga falta, el corte que sopera los conocimientos exactos y el
ejercicio del poder, digamos la naturaleza y la cultura. Hibridos nosotros mismos,
instalados de soslayo en el interior de las instituciones científicas, algo ingenieros, algo
filósofos, terceros instruidos sin buscarlo, hicimos la elección de describir las madejas
dondequiera que nos lleven. Nuestro vehículo es la noción de traducción o de red. Más
flexible que la noción de sistema, más histórica que la de estructura, más empírica que la de
complejidad, la red es el hilo de Ariadna de esas historias mezcladas.

Si los hechos no ocupan el lugar a la vez marginal y sagrado que les reservan nuestras
adoraciones, ahí los tenemos, reducidos de inmediato a meras contingencias locales y a
pobres artimañas. Sin embargo, no hablamos del contexto social y de los intereses de poder,
sino de su inclusión en las comunidades y los objetos. La organización de la Armada
norteamericana se modifica profundamente por la alianza que se hace entre sus oficinas y
las bombas, electricité de France y Renault se vuelven irreconocibles según inviertan en la
pila de combustible o en el motor de explosión, los EEUU no son los mismos de antes y
después de la electricidad, no se trata del mismo contexto social del siglo XIX según esté
construido con gente pobre o con infectados de microbios, en cuanto al sujeto inconsciente
tendido en su diván, cuán diferente es según su cerebro seco descargue neurotransmisores o
su cerebro húmedo segregue hormonas. Ninguno de estos estudios puede volver a emplear
lo que los sociólogos, psicólogos y economistas nos dicen del contexto social o del sujeto
para aplicarlos a las cosas exactas. Las ciencias humanas no pueden reconocer en esos
colectivos llenos de cosas que desplegamos los juegos de poder de su adolescencia
militante. Tanto a la izquierda como a la derecha, las finas redes trazadas por la pequeña
mano de Ariadna son más invisibles que las de las arañas.

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Es evidente que nuestra vida intelectual está muy mal hecha. La epistemología, ciencias
sociales, ciencias del texto, cada una tiene su casa propia, pero a condición de ser distintas.
Si los seres que a ustedes les interesan atraviesan las tres, dejan de ser comprendidos.
Ofrezcan a las disciplinas establecidas alguna bella red sociotécnicas, algunas bellas
traducciones, las primeras extraerán los conceptos y arrancarán todas sus raíces que podrían
unirlas a lo social o a la retórica, las segundas les cortarán la dimensión social y política y
la purificarán de cualquier objeto, las terceras por último, conservarán el discurso pero lo
purgarán de toda adherencia indebida a la realidad y a los juegos de poder. El agujero de la
capa de ozono sobre nuestras cabezas, la ley moral en nuestro corazón, el texto autónomo,
por separado, pueden atraer a nuestros críticos. Pero que una delicada lanzadera haya unido
el cielo, la industria, textos, almas y la ley moral, eso es lo que sigue siendo ignorado,
indebido, inaudito.

La crisis de la crítica- los críticos desarrollaron 3 repertorios distintos para hablar de


nuestro mundo: la naturalización, socialización, la deconstrucción. Changeux, Bourdieu,
Derrida. Cuando el primero habla de hechos naturalizados, no existe ya ni sociedad ni
sujeto ni forma del discurso. Cuando el segundo habla de poder sociologizado, no hay ya ni
ciencia ni técnica o texto ni contenido. Cuando el tercero habla de efectos de verdad, creer
en la existencia real de las neuronas del cerebro o de los juegos de poder sería hacer gala de
una gran ingenuidad. Cada una de estas formas de crítica es poderosa en sí misma pero
imposible de combinar con las otras.

Nuestra vida intelectual sigue siendo reconocible mientras los epistemólogos, sociólogos y
los desconstruccionistas permanezcan a distancia conveniente, nutriendo sus críticas con la
debilidad de los otros dos abordajes. Desarrollen las ciencias, desplieguen los juegos de
poder, desprecien la creencia en la realidad, pero no mezclen esos tres ácidos cáuticos.

O bien nosotros, los portadores de malas nuevas, debemos desaparecer, o bien la cr{itica
debe entrar en crisis a causa de esas redes sobre las que se rompe los dientes. Los hechos
científicos están construidos pero no pueden reducirse a lo social porque éste se puebla de
objetos movilizados para construirlo. El agente de esta doble construcción viene de un
conjunto de prácticas que la noción de deconstrucción captura tan mal como le es posible.
El agujero de ozono es demasiado social y narrado para ser realmente natural; la estrategia
de las firmas y de los jefes de estado, demasiado llena de reacciones químicas para ser
reducida al poder y al interés; el discurso de la ecosofera demasiado real y social para
reducirse a efectos de sentido.

Nosotros somos modernos, nuestro tejido ya no es sin costura, por ello, la continuidad de
los análisis resulta imposible. Para los antropólogos tradicionales no hay, no puede haber,
no debe haber antropología del mundo moderno. Las etnociencias pueden relacionarse en
parte con la sociedad y el discurso, la ciencia no puede hacerlo. Incluso se debe al hecho de
que somos incapaces de estudiarnos así por lo sutiles y distantes que somos cuando vamos

12
a los trópicos a estudiar a los demás. la tripartición crítica nos protege y autoriza a
restablecer la continuidad en todos los premodernos. Nos volvimos capaces de hacer
etnografía sólidamente adosados a ella. De allí extrajimos nuestro coraje.

Si el mundo moderno resulta a su vez capaz de ser antropologizado, es porque algo resulta
a su vez capaz de ser antropologizado, es porque algo le ocurrió. Desde el salón de Mme.
De Guarmantes sabemos que se necesita un cataclismo como la primera G. Mundial para
que la cultura intelectual modifique apenas sus costumbres y por fin reciba en su casa a
esos arribistas que nadie invitaba.

El milagroso año 1989- el derrumbe del muro de Berlín simboliza para todos los
contemporáneos el del socialismo. El occidente liberal no cabe en sí de alegría, ha ganado
la guerra fría. Pero este triunfo es de corta duración. Al querer desviar la explotación del
hombre por el hombre sobre una explotación de la naturaleza por el hombre, el capitalismo
multiplicó indefinidamente ambas. Lo reprimido retorna, y lo hace por partida doble: las
multitudes que se quería salvar de la muerte vuelven a caer por centenares de millones en la
miseria, naturalezas, a las que se queda dominar por completo, nos dominan de manera
también global amenazándonos a todos.

Doble tragedia: los ex socialismos cree en poder remediar sus dos desgracias imitando al
oeste; este cree haber escapado a las dos y que, en efecto, puede dar lecciones mientras deja
morir tanto a la tierra como a los hombres. Cree ser el único en poseer la martingala que
permite ganar para siempre, mientras que quizá lo ha perdido todo.

Tras este doble desvío de las mejores intenciones, nosotros, los modernos, parecemos haber
perdido un poco de confianza en nosotros mismos. Nuestras más altas virtudes fueron
puestas al servicio de esa doble tarea, una del lado de la política, la otra de las ciencias y las
técnicas. Y si embargo, de buena gana nos volveríamos hacia nuestra juventud entusiasta y
bienpensante, como hicieron los jóvenes alemanes con sus padres de pelo gris.

Ya no hay que querer ponerle fin a la dominación del hombre por el hombre, dicen unos, ya
no hay que tratar de dominar la naturaleza, dicen otros, seamos decididamente
antimodernos, dicen todos. La expresión vaga de la posmodernidad resume con claridad el
escepticismo inconcluso de aquellos que rechazan una u otra de esas reacciones, incapaces
de creer en las dobles promesas del socialismo y el naturalismo, los posmodernos también
se cuidan de ponerlo todo en duda. Permanecen suspendidos entre la creencia y la duda
mientras esperan el fin del mundo.

Por último los que rechazan el oscurantismo ecológico o el antisocialista, y que no pueden
satisfacerse con el esepticismo de los posmodernos, deciden continuar como si tal cosa y
siguen siendo resueltamente modernos. Aún creen en las promesas de las ciencias, o en las
que la emancipación o en ambas. Sin embargo, su confianza en la modernidad ya no suena

13
muy afinada ni en el arte ni en economía ni en política ni en ciencia ni en técnica. La
voluntad de ser moderno parece vacilante, en ocasiones hasta pasada de moda.

Todos seamos antimodernos, modernos o posmodernos, estamos cuestionados por el doble


desastre del milagroso año 1989. Pero si lo consideramos justamente como un doble
desastre, como dos lecciones cuya admirable simetría nos permite recuperar de otro modo
todo nuestro pasado, entonces recuperamos el hilo del pensamiento.

Con el adjetivo moderno se designa un régimen nuevo, una aceleración, ruptura, revolución
del tiempo. Cuando las palabras moderno modernización modernidad aparecen, definimos
por contraste un pasado arcaico y estable. Además la palabra siempre resulta proferida en el
curso de una polémica, en una pelea donde hay ganadores y perdedores. Antiguos y
modernos. Moderno por lo tanto, es asimétrico dos veces, designa un quiebre en el pasaje
regular del tiempo, y un combate en el que hay vencedores y vencidos.

La hipótesis de este ensayo- se trata de una y en verdad de un ensayo- es que la palabra


“moderno” designa dos conjuntos de prácticas totalmente diferentes que, para seguir siendo
eficaces, deben permanecer distintas aunque hace poco dejaron de serlo. El primer conjunto
de prácticas crea, por traducción, mezclas entre géneros de seres totalmente nuevos,
híbridos de naturaleza y de cultura. El segundo, por purificación, crea 2 zonas ontológicas
por completo distintas, la de los humanos, por un lado, la de los no humanos, por el otro.
Sin el primer conjunto, las prácticas de purificación serían huecas u ociosas. En el segundo,
el trabajo de la traducción sería aminorado, limitado o hasta prohibido. El primer conjunto
corresponde a lo que llamé redes, el segundo a lo que llamé crítica. El primero ej:
relacionaría en una cadena continua la química de la alta atmósfera, las estrategias
científicas e industriales, las preocupaciones de los jefes de estado, las angustias de los
ecologistas: el segundo establecería una partición entre un mundo natural que siempre
estuvo presente, una sociedad con intereses y desafíos previsibles y estables, y un discurso
independiente tanto de la referencia como de la sociedad.

Mientras consideremos por separado esas dos prácticas, somos modernos de veras, vale
decir, adherimos de buena gana al proyecto de la purificación crítica, aunque éste no se
desarrolle sino a través de la proliferación de los híbridos. En cuanto ponemos nuestra
atención a la vez sobre el trabajo de purificación y el de hibridación, de inmediato dejamos
de ser totalmente modernos, nuestro porvenir comienza a cambiar. En el mismo momento
dejamos de haber sido modernos, en pretérito perfecto, dado que retrospectivamente
tomamos conciencia de que los dos conjuntos de prácticas siempre estuvieron ya en obra en
el período histórico que culmina. Nuestro pasado comienza a cambiar. Por último, si nunca
habíamos sido modernos, por lo menos a la manera en que la crítica nos lo cuenta, las
relaciones atormentadas que mantuvimos con las otras naturalezas-culturas resultarían
transformadas. El relativismo, la dominación, el imperialismo, la mala conciencia, el

14
sincretismo serían explicados de otro modo, modificando entonces la antropología
comparada.

La hipótesis es que la segunda generó la primera, cuanto más se prohíbe uno pensar los
híbridos, más posible se vuelve su cruce: ésa es la paradoja de los modernos que al fin
permite captar la situación excepcional en que nos encontramos. La segunda pregunta recae
sobre los premodernos, sobre las otras naturalezas-culturas. La hipótesis, también
demasiado amplia, es que al dedicarse a pensar los híbridos, prohibieron su proliferación.
La tercera pregunta recae sobre la crisis actual: si la modernidad fue tan eficaz en su doble
trabajo de separación y proliferación ¿por qué se debilita hoy en día impidiéndonos ser
modernos de una buena ve?. La hipótesis también demasiado enorme, es que habrá que
aminorar, desviar y regular la proliferación de los monstruos representando oficialmente su
existencia.

Rizoma- Deleuze

1. Introducción. RIZOMA

“Un libro no tiene objeto ni sujeto, está hecho de materias diversamente formadas, de fechas y de
velocidades muy diferentes. Cuando se atribuye el libro a un sujeto se está descuidando ese trabajo
de las materias, y la exterioridad de sus relaciones.” En un libro hay líneas de articulación, estratos
y también líneas de fuga, movimientos de desterritorialización. Líneas y velocidades constituyen el
agenciamiento que es el libro. Como multiplicidad y agenciamiento maquínico, el libro es
inatribuible; es un cuerpo sin órganos que funciona en conexión con otros agenciamientos. Un libro
sólo existe gracias al afuera y en el exterior (10). Como pequeña máquina que es, un libro mantiene
relaciones con una máquina de guerra, una máquina de amor, una máquina revolucionaria, una
máquina abstracta... etc.

“Nunca hay que preguntarse qué quiere decir un libro, significante y significado, en un libro no hay
nada que comprender, tan sólo hay que preguntarse cómo funciona, en conexión con qué” (10)...
Nosotros no hablamos de otra cosa: las multiplicidades, las líneas, estratos y segmentariedades,
líneas de fuga e intensidades, los agenciamientos maquínicos y sus diferentes tipos, los cuerpos sin
órganos y su construcción, su selección, el plan de consistencia, las unidades de medida en cada
caso.

“Escribir no tiene nada que ver con significar, sino con deslindar, cartografiar, incluso futuros
parajes.” (11).

El pensamiento más clásico, más razonable, más caduco, más manoseado, postulaba un tipo de
libro-raíz: el libro imita al mundo, como el arte a la naturaleza. La ley del libro es la reflexión, lo
Uno que deviene Dos. La lógica binaria es la realidad espiritual del árbol-raíz. Incluso una

15
disciplina tan „avanzada‟ como la lingüística conserva como imagen de base ese árbol-raíz (caso
Chomsky y el árbol sintagmático).

La naturaleza no actúa de ese modo: en ella hasta las raíces son pivotantes, con abundante
ramificación lateral y circular, no dicotómica. El espíritu está retrasado respecto a la naturaleza.
Incluso el libro como realidad natural es pivotante.

El pensamiento espiritual (lógica binaria) jamás ha entendido la multiplicidad. Para llegar a dos,
según el método espiritual, hay que presuponer una fuerte unidad principal. Según el método
natural, en lo que se refiere al objeto, se puede pasar directamente del uno a tres, cuatro, o cinco,
pero siempre que se pueda disponer de una fuerte unidad principal.

En realidad viene a ser lo mismo: ni la raíz pivotante ni la raíz dicotómica entienden la


multiplicidad.

La figura del libro que nuestra modernidad invoca con gusto es el sistema raicilla o raíz
fasciculada. En este caso, la raíz principal ha abortado o se ha destruido en su extremidad; en ella
viene a injertarse una multiplicidad inmediata y cualesquiera de raíces secundarias que adquieren un
gran desarrollo. La realidad natural aparece ahora en el aborto de la raíz principal, pero su unidad
sigue subsistiendo como pasado o futuro, como posible. Cabe preguntarse si la realidad espiritual y
razonable no compensa este estado de cosas al manifestar la exigencia de una unidad secreta
todavía más comprensiva o de una totalidad más extensiva (11)

La mayoría de los métodos modernos para hacer proliferar las series o para hacer crecer una
multiplicidad son válidos en una dirección, por ejemplo, lineal, mientras que una unidad de
totalización se afirma tanto más en otra dirección, la de un círculo o un ciclo.

El sistema fasciculado no rompe verdaderamente con el dualismo, con la complementariedad de un


sujeto y un objeto.

Lo múltiple hay que hacerlo a nivel de las dimensiones de que se dispone, siempre n-1. Sólo
sustrayéndolo lo Uno forma parte de lo múltiple. Este tipo de sistema podría denominarse rizoma.
El rizoma es un tallo subterráneo. Los bulbos, los tubérculos, son rizomas. Hasta los animales lo son
cuando van en manada, las hormigas son rizomas. El rizoma tiene formas muy diversas, desde su
extensión superficial ramificada en todos los sentidos hasta sus concreciones en bulbos y tubérculos
(12).

Algunos caracteres generales del rizoma:

1º y 2º Principios de conexión y de heterogeneidad: cualquier punto del rizoma puede ser


conectado con cualquier otro, y debe serlo (esto no sucede en el árbol ni en la raíz, que siempre
fijan un orden en la conexión). Eslabones semióticos de cualquier naturaleza se conectan en él con
formas de codificación muy diversas: biológicos, políticos, económicos, etc. poniendo en juego no
sólo regímenes de signos distintos, sino también estatutos de estados de cosas. Un eslabón
semiótico es un tubérculo que aglutina actos muy diversos, lingüísticos, pero también perceptivos,
mímicos, gestuales, cogitativos: no hay lengua en sí ni universalidad del lenguaje.

16
3º Principio de multiplicidad: sólo cuando lo múltiple es tratado efectivamente como sustantivo,
multiplicidad, deja de tener relación con lo Uno como sujeto o como objeto, como realidad natural o
espiritual, como imagen y mundo. Una multiplicidad no tiene ni sujeto ni objeto, sino únicamente
determinaciones, tamaños, dimensiones que no pueden aumentar sin que ella cambie de naturaleza.
No hay unidades de medida, sino únicamente multiplicidades o variedades de medida. Las
multiplicidades se definen por el afuera: por una línea abstracta de fuga según la cual cambian de
naturaleza al conectarse con otras (13).

4º Principio de ruptura del significante: un rizoma puede ser roto, interrumpido en cualquier parte,
pero siempre recomienza según ésta o aquella de sus líneas, y según otras. Igual ocurre con el libro
y el mundo. El libro no es una imagen del mundo, según una creencia muy arraigada. Hace rizoma
con el mundo. Hay una evolución aparalela del libro y del mundo.

Resulta curioso comprobar cómo el árbol ha dominado el pensamiento occidental (23). El rizoma,
por el contrario, es una liberación de la sexualidad, no sólo con relación a la reproducción, sino
también con relación a la genitalidad. Entre nosotros el árbol se ha plantado entre los cuerpos, ha
endurecido y estratificado hasta los sexos. Hemos perdido el rizoma o la hierba.

El rizoma es una antigenealogía. Procede por variación, expansión, conquista, captura, invección.
Contrariamente a los sistemas de comunicación jerárquica y de uniones preestablecidas, el rizoma
es un sistema acentrado, no jerárquico, no significante.

Lo que está en juego en el rizoma es una relación con la sexualidad, pero también con el animal,
con el vegetal, con el mundo, con la política, con el libro...

Una meseta no está ni al principio ni al final, siempre está en el medio. Un rizoma está hecho de
mesetas. ¿Qué ocurre cuando el libro está compuesto de mesetas que comunican unas con otras a
través de microfisuras, como ocurre con el cerebro?

Nosotros no conocemos ni la cientificidad ni la ideología, sólo conocemos agenciamientos.

2
1914
¿uno solo o varios lobos?

La creación del sustantivo multiplicidad fue para escapar a la oposición abstracta de lo múltiple y lo
uno, para escapar de la dialéctica, para llegar a pensar lo múltiple en estado puro, para dejar de
pensarlo como un fragmento numérico...

No hay enunciado individual, jamás lo hubo. Todo enunciado es el producto de un agenciamiento


maquínico, es decir, de agentes colectivos de enunciación.

Este texto es una crítica al psicoanálisis de Freud.

17
El concepto de mediación técnica en Bruno Latour- Correa Moreira

Desde hace décadas la teoría del actor-red (TAR) viene constituyéndose en una alternativa teórica
y metodológica para explicar los fenómenos complejos de las sociedades. A partir de concebir
naturaleza y sociedad como términos inseparables, esta teoría desarrolla una serie de
herramientas conceptuales para el entendimiento del complejo de relaciones entre agentes
humanos y no humanos. Las contribuciones de esta teoría nos permiten estudiar los fenómenos
de las asociaciones desde una perspectiva sociotécnica, comprendiendo la composición
heterogénea de la red a estudiar. Asimismo, se asume que esta teoría “nos permite equilibrar el
balance entre lo natural social recolocando lo material y creando una nueva hibridación
conceptual alejada de esencialismos culturalistas o materialistas.

La radicalización del principio de simetría condujo a dar un paso más allá de la explicación de la
ciencia a través de lo social. Ahora era pertinente cuestionar el tratamiento asimétrico de ciertos
dualismos de base tales como el de sociedad naturaleza e incluso el de humano-no humano. Lo
social es interpelado, ya no será la condición suficiente para explicar la ciencia sino que se tornará
junto a ésta en lo explicado. Callon y Latour (1990) abogan por el abandono de las nociones de
naturaleza y sociedad como principios de explicación, dejando entrever la emergencia de una
nueva entidad, la socio-naturaleza, una red de asociaciones que liga humanos y no humanos.

Desde esta perspectiva se rechazarán las distinciones a priori entre sujeto y objeto, naturaleza y
sociedad; las entidades no poseerán esencias sino, por el contrario, serán emergencias de redes
heterogéneas compuestas por materiales diversos, siendo su principal característica la
heterogeneidad (Domènech & Tirado, 2009). Concebir de este modo las entidades supone una
crítica a los determinismos tanto tecnológicos como sociológicos. Ni lo social ni lo meramente
tecnológico son suficientes de por sí para explicar. Aquella entidad denominada “sociedad” será
una composición heterogénea donde lo técnico está presente (Latour, 2001). Detrás de la
crítica de estos determinismos, las explicaciones a través de una entidad de lo social y las
explicaciones a través una entidad de lo técnico, subyace una crítica al determinismo funcional,
aquel que sostiene que cada cosa posee una función a priori, ya sean artefactos como órganos
humanos. De esta forma se aproxima a la noción de máquina donde la función es a partir de una
conexión singular y no por la entidad en sí .

Siguiendo la síntesis de Domènech y Tirado (2009), han existido tres enfoques en el campo del
estudio sobre ciencia, tecnología y sociedad que se han servido de o adoptado como propio el
postulado de heterogeneidad. Estos son el SCOT Programe (primer respuesta
socioconstruccionista al estudio de la tecnología), el enfoque sociotécnico de Hughes (1983; 1987)
y la teoría del actor-red. Los dos primeros forman parte del denominado modelo de construcción
social de la tecnología. Se parte del supuesto que el contenido técnico es producto de
negociaciones e intereses sociales, del mismo modo que su contexto de producción lo es. No
distingue a la tecnología y a la sociedad como dos esferas separadas sino como un único
entramado. Estos planteamientos, si bien rompen algunos binarismos cruciales tales como el
contenido-contexto y el de tecnología-sociedad, aun persisten en concebir los fenómenos a partir
de explicaciones meramente sociales.

18
Quizá el enfoque sociotécnico de Hughes sea el que más se acerque a una visión
possocioconstruccionista, dada la definición de la red socio-técnica como entidad explicativa,
constituyéndose en una posición bisagra. Será precisamente la teoría del actor-red quien lleve al
extremo el tratamiento del postulado de heterogeneidad y con ello la generalización del principio
de simetría (Callon, 1995), otorgándoles un lugar a los seres no humanos, rompiendo la dicotomía
que les separa tajantemente de los humanos. De este modo se cuestiona lo “social” de la
construcción social de la tecnología, su función explicativa y su concepción ontológica.

Se denomina teoría del actor-red (TAR) a un conjunto de principios epistémicos y metodológicos


así como a una serie de trabajos de campo emergentes de los estudios sobre ciencia, tecnología y
sociedad, en ocasiones también denominada como sociología de la traducción o de las
asociaciones.

Desde esta perspectiva, el concepto de red se definirá como “más flexible que la noción de
sistema, más histórica que la de estructura, más empírica que la de complejidad” (Latour, 2007,
p.18). De esta manera se presenta como alternativa para pensar la sociedad (aunque no será la
“sociedad” lo que precisamente se estudie), desde una propuesta simétrica que incluye a la
Naturaleza, a la Ciencia y a la Tecnología, dando cuenta de la heterogeneidad que la conforma
(Domènech & Tirado, 2009). Más adelante, el propio Latour nos dirá que las redes “atraviesan las
fronteras de los grandes feudos de la crítica, y no son ni objetivas ni sociales ni efectos del
discurso al tiempo que son reales, colectivas y discursivas”. (2007, p. 22)

El desarrollo de la TAR se debe básicamente a los aportes de Bruno Latour, John Law y Michel
Callon; estos son sin dudas los teóricos más representativos de esta teoría, quienes han producido
y ampliado los principales conceptos que la componen. No podemos dejar de mencionar las
influencias de pensadores tales como Michel Serres, Isabelle Stengers y Michel Foucault en las
producciones de Law, Latour y Callon. Conceptos como el de mediación, el de cosmopolítica y el
de dispositivo son parte de la jerga y de las herramientas conceptuales de la Teoría. En un sentido
muy amplio, la TAR se presenta como una alternativa a la visión socioconstruccionista de la
realidad, habiendo quienes la catalogan como post-construccionista, reconociendo sus
importantes aportes para ver a la ciencia como un actividad más entre muchas y para minimizar
los efectos de la operación del binarismo naturaleza-sociedad atacando cualquier tipo de
esencialismo (Íñiguez, 2007; Spink, 2007).

Su crítica al logocentrismo imperante en las ciencias sociales y la inclusión de los no humanos son
los principales elementos que la diferencian de las posturas socioconstruccionistas; este
alejamiento le ha permitido a la TAR concentrarse en los elementos heterogéneos de las redes
sociotécnicas, haciendo una fuerte crítica a la modernidad, posicionándose en un paradigma a
moderno (Latour, 2007).

La teoría hablará de conceptos tales como mediación (el que desarrollaremos en este artículo),
actantes, traducción, dispositivo de inscripción, enrolamiento, entre otros. Para precisar su
desarrollo, sus alcances y posibilidades aludiremos a los siguientes aspectos de la TAR, el
postulado de heterogeneidad (que conlleva el principio de simetría generalizada o de
indeterminación radical); la noción de traducción; la integración semiótica (con ello la inclusión del
actante); y la crítica a la sociedad (con ello la noción de colectivo). Todos estos aspectos
constituyen parte del entramado de la TAR, los cuales se vinculan entre sí como modo de concebir
una nueva entidad lejos de todo esencialismo, o si se quiere una nueva forma de concebir y

19
pensar el ser como indeterminado. Hablar de la TAR exige mencionar la aceptación del postulado
de heterogeneidad y con ello la radicalización del principio de simetría de Bloor (1974) como ya
fue mencionado. Bien se puede afirmar que la aceptación plena del primero es una consecuencia
de la operativa del segundo; concebir a la sociedad y a la naturaleza como aspectos
indiferenciados implica reconocer la composición heterogénea de ambas esferas, la
coexistencia de sus componentes y la definición de una red de naturaleza sociotécnica.

Asimismo, llevar al extremo este principio, tal como lo hizo la TAR, supone radicalizar la
concepción de lo heterogéneo y su consecuente interpelación del propio ser. Así Callon hablará
de indeterminación radical cuando aluda a la expresión generalizada del principio de simetría
(García Díaz, 2008). Esta indeterminación será la del propio ser, ya no habrá sujeto u objeto, éstos
serán simples posiciones o, expresado de mejor forma, direcciones. El ser de la TAR será el medio,
el puente que hace posible la presencia de sujetos y objetos, así éstos serán simples efectos de lo
que se produce en el vínculo, resultados estabilizados o purificaciones de la red sociotécnica.

Para explicar de mejor forma esta entidad indeterminada se recurrirá a los conceptos de
cuasi-objeto y cuasi-sujeto desarrollados por Michel Serres (1991). Éstos indicarán una posición
híbrida ajena a todo proceso de dicotomización (v.g., naturaleza sociedad), marcando un
momento ontológico previo al dualismo sujeto-objeto (Tirado & Domènech, 2005). De este modo,
las entidades que conforman la red no serán ni sujetos ni objetos, sino una posición entre éstos
que rápidamente será traducida y convertida en otra, pudiendo presentar una direccionalidad
determinada ya sea hacia el sujeto (cuasi-sujeto) ya hacia el objeto (cuasi-objeto) dependiendo
del momento en que se los describa (Tirado & Mora, 2004). Esta red heterogénea será
precisamente el actor-red, la entidad indeterminada a ser estudiada.

Al momento se ha presentado a la traducción como un concepto clave, incluso se ha


hablado de sociología de la traducción como forma de referirnos a la TAR. La traducción será
definida por el propio Latour (2001, p. 214) como “desplazamiento, deriva, invención o
mediación: la creación de un lazo que no existía con anterioridad y que en cierta medida modifica
a los dos iniciales”. Es el proceso por el cual una entidad se combina con otra, modificándose en el
propio acto de encuentro, posibilitando la emergencia de una nueva entidad. Desde esta
perspectiva, la traducción será la operación o el conjunto de procedimientos que explican el
ensamblaje de las entidades heterogéneas, la constitución del propio actor-red. Esta operativa
estabilizará o desestabilizará a las entidades, posibilitando futuras conexiones. La noción de
traducción, a la vez, expresa una simetría entre los microprocesos, a modo de ejemplo, vividos en
un laboratorio (como es el caso de Ciencia en acción) y las negociaciones que componen un
universo amplio de elementos y problemas, reuniendo tanto a especialistas como a no
especialistas; expresa cierta permeabilidad entre el lugar donde se realizan las prácticas y su
entorno, materializando la posibilidad de producir análisis simétricos y sociotécnicos. Antes que
nada, la traducción envolverá rupturas, alianzas, conflictos y la producción de diferencias entre
elementos diferentes (de Oliveira Texeira, 2001).

El propio Latour afirmará que: “Por sus connotaciones lingüísticas y materiales, la palabra
traducción se refiere a todos los desplazamientos que se verifican a través de actores cuya
mediación es indispensable para que ocurra cualquier acción. En vez de una oposición rígida entre
el 'contexto' y el 'contenido', las cadenas de traducciones se refieren al trabajo mediante el que
los actores modifican, desplazan y trasladan sus distintos y contrapuestos intereses” (Latour,
2001, p, 370)

20
El aporte de la semiótica a la TAR ha sido muy significativo al menos por dos razones, en primer
lugar, ofrece elementos para comprender la indeterminación radical del ser y en segundo, facilita
la radicalización del principio de simetría generalizada, todo esto conjugado o, si se quiere,
traducido en el concepto de actante. Desde esta teoría se abandonará la noción de agente, así
como la de sujeto y la de objeto, como forma de expresar la composición híbrida de las entidades
y el papel de la intención en éstas. Cualquier entidad que produzca una relación o adquiera valor
de significación será considerada actante, y éste podrá ser humano o no humano. El actante se
definirá por la capacidad de producir una acción dentro de una trama y de pasar rápidamente de
un estatus a otro siendo precaria su determinación (Tirado & Domènech, 2005); para la TAR la
trama será el propio el actor-red. De la semiótica literaria se obtiene una categoría capaz de ligar
a humanos y no humanos de forma simétrica. Es así como desde el diálogo con esta disciplina se
produjo la posibilidad de utilizar el concepto de ‘actante’, definido por Greimas como objetos
discursivos y equivalentes entre sí, capaces de designar una persona, un animal o una máquina
(Oliveira Texeira, 2001).

Otro de los aportes de la semiótica es el concepto de mecanismo de inscripción, entendido como


mecanismo de producción de significado, discurso y texto. Será definido por Latour (1992) como
una estructura que proporciona la exposición visual de cualquier texto mediante una serie de
instrumentos. Todo texto contendrá diversas inscripciones logradas mediante la producción de
instrumentos específicos; una vez alcanzado el objetivo -la producción de un hecho-, estos
desaparecerán de la vista, ocultándose, siendo traducidos en el propio producto. De este modo la
semiótica permite que cualquier entidad sea comprendida como un efecto de elecciones y
selecciones entre actantes. La TAR se diferenciará de esta disciplina proponiendo que el signo se
interprete no sólo desde la cuestión relacional sino en referencia a condiciones empíricas
concretas; lo que importa son las asociaciones que se observan empíricamente (Tirado &
Domènech, 2005). Esta diferencia llevará a redefinir la semiótica concibiéndola como el estudio
de la construcción del significado, entendiendo a éste como la construcción de una trayectoria -
derivado de su origen etimológico-, alejándola de los límites monopólicos del entendimiento del
signo (Akrich & Latour, 1992).

La crítica a la noción de sociedad es el corolario de la radicalización del principio de simetría


generalizada: la sociedad ya no será lo que explica sino lo explicado. Vale recordar que desde la
TAR se diferencia la sociología de lo social de una sociología de las asociaciones; la primera estará
vinculada a conceptos tales como “sociedad”, “lo social”, entre otros, haciendo referencia a
sustancias intangibles que explican la vida del ser humano. La segunda, responde a una tradición
casi olvidada, influenciada por autores como Gabriel Tarde y Walter Lippman, que parten de la
premisa que lo social no es una entidad sino un principio de conexión (Tirado & Domènech, 2005).

Para la TAR lo social será la relación que se establece entre una serie de elementos
heterogéneos. De esta forma la noción de sociedad será sustituida por la de colectivo;
éste se compondrá de actantes humanos y no humanos que coexisten con otros
colectivos entre los que se dan diferentes mecanismos de relación (García Díaz, 2008,
p. 324). Lo que diferencia a las sociedades humanas de las animales no será su complejidad sino el
uso de artefactos, símbolos, técnicas y máquinas, lo que le da estabilidad y continuidad, de ahí
que se desprenda que la tecnología es la sociedad hecha para que dure. La proliferación de no
humanos es un signo de nuestra época (Latour, 2001). Lo que definirá la interacción humana

21
será la simplificación, no así su complejidad, y en este proceso el papel de los no humanos es
crucial.

Para culminar la presentación de la TAR, queremos aludir brevemente a su tratamiento de la


política. En Nunca fuimos modernos, Latour (2007) nos propone una nueva constitución
alternativa a la constitución moderna. Ésta se postula en cuatro garantías, a saber, a) el carácter
trascendente de la naturaleza pero movilizable, por tanto inmanente, b) el carácter inmanente de
la sociedad pero que nos supera, por tanto trascendente, c) la distinción entre naturaleza y
sociedad, de ahí la negación de la relación entre el trabajo de purificación y el de mediación y d) la
ausencia de un dios que no obstante sigue regulando las dos ramas del gobierno, la naturaleza y
la sociedad. Su constitución alternativa se trata de una precisamente a-moderna, ofreciéndonos
cuatro garantías: 1) la no separabilidad de la producción de las sociedades y las naturalezas, 2)
asumir la transcendencia de la naturaleza y la inmanencia de la sociedad pero sin separarles, 3) la
redefinición de la libertad entendida como una capacidad de selección de combinaciones de
híbridos que no depende de un flujo temporal homogéneo y 4) la producción de híbridos explícita
y colectiva en tanto objeto de una democracia ampliada. Esta alternativa es la explicitación
política de la TAR que sin lugar a dudas redimensiona el propio concepto de política. Inspirado por
la noción de cosmopolíticas de Stengers, la democracia se comprende como el reconocimiento de
todas las voces de los distintos actores que conforman los distintos cosmos y sus capacidades de
representación de esas diversas naturalezas, siendo éstos humanos y no humanos.

El concepto de mediación proviene de la filosofía de Michel Serres. Será aquello que se encuentra
o se mueve entre las cosas, entendida como arbitraje, moderación, paso, comunicación,
combinación, intercambio, traducción, transformación, sustitución. De este modo, al decir de
Connor (2002) la obra de Serres puede considerarse como una especie de auto-invención de la
máquina para mediar entre las mediaciones. Para Latour la distinción entre sujeto y objeto es algo
superado, que carece de sentido una vez que hemos descubierto que esas entidades “sujeto” y
“objeto” se disuelven en redes de mediaciones protagonizadas por agentes que no se pueden
identificar necesariamente con los seres humanos (Loredo Narciandi, 2009). En La Esperanza de
Pandora, Latour (2001, p. 183) definirá a la mediación “como algo que sucede pero no es
plenamente causa ni plenamente consecuencia, algo que ocurre sin ser del todo un medio ni del
todo un fin”. No obstante su simplicidad a primera vista, no es fácil aprehender el significado de la
mediación dada su poliverso intrínseco. En la obra de Latour la mediación tendrá varios
significados para definir una perspectiva ontológica, una metodología y una serie de
procedimientos o mecanismos. De este modo se presentará a la mediación como traducción de
metas, composición, cajanegrización y delegación. A continuación detallaremos cada uno de estos
significados, los que se presentan como una alternativa a las visiones que sostienen la neutralidad
de la técnica o su supremacía sobre lo humano (Latour, 2001).

Párrafos arriba definíamos a la traducción como uno de los conceptos claves de la


TAR, dado que conlleva explícita en su definición el tratamiento ontológico de la propuesta a-
moderna concebida por Latour (2007). A modo de síntesis, la traducción fue presentada como un
desplazamiento que tiene como consecuencia la creación de un nuevo lazo, antes inexistente, que
produce un cambio ontológico en los actantes de la red específica donde se produce el recorrido,
lo que se traduce en la creación de nuevas entidades. El primer significado que dará Latour a la
mediación será el de traducción de metas. Para ello es importante comprender el siguiente
concepto, a saber: el programa de acción. Nos dirá Latour que tanto éste, como su revés, el

22
antiprograma: “Son términos propios de la sociología y la tecnología que se han venido usando
para conferir a los artefactos su carácter activo y a menudo polémico. Cada uno de los
mecanismos anticipa lo que los demás actores, tanto humanos como no humanos, pueden hacer
(programas de acción), aunque puede que esas acciones anticipadas no tengan lugar debido a que
los otros actores tengan diferentes programas, es decir, antiprogramas desde el punto de vista del
primer actor. De ahí que el artefacto se encuentre en la primera línea de una controversia entre
los programas y los antiprogramas” (Latour, 2001, p. 368)

Como se deduce de lo anterior, el programa de acción conlleva un uso simétrico para el


tratamiento de humanos y no humanos, distribuyendo la agencia, antes monopolio de la
humanidad. Así cada actante contará con una serie de metas e intenciones para describir su
historia, su propio recorrido y actuar. En el encuentro con otro actante, es decir con otro
programa de acción o anti programa, se producirá una interferencia. En el camino de uno aparece
el otro, siendo ahora el camino de ambos. Dado el encuentro, los programas serán alterados
produciéndose un nuevo programa de acción, lo que implícitamente deriva en la producción de
otra entidad. El segundo significado de mediación presentado por Latour será la composición o,
dicho de otra forma, la afirmación de que la acción es propiedad de una asociación de actantes
específica, no así de un único agente. Si la traducción de metas es la producción de un nuevo
programa de acción y por ende la producción de una nueva entidad a partir de un uso específico,
la composición será la coordinación y transformación de distintos programas de acción para
alcanzar una meta, produciéndose en ese mismo momento un intercambio de competencias
entre los actantes. Lo que se subraya es la composición de fuerzas (programas, intereses) para
explicar la acción desarrollada. Así: “El atribuir a un actor el papel de primer motor no debilita en
modo alguno la necesidad de una composición de fuerzas para explicar la acción. Si los titulares
de nuestros periódicos afirman que "El hombre vuela" o que "La mujer viaja al espacio",
es únicamente por efecto de una equivocación, o de la mala fe. Volar es una propiedad que
pertenece a toda una asociación de entidades que incluye los aeropuertos, los aviones, las
plataformas de lanzamiento y las ventanillas expendedoras de billetes. Los B-52 no vuelan, son las
Fuerzas Aéreas estadounidenses las que vuelan. Sencillamente, la acción no es una propiedad
atribuible a los humanos sino a una asociación de actantes, y este es el segundo significado de la
mediación técnica”.

El tercer significado de mediación será el proceso de pliegue del tiempo o del espacio, también
llamado cajenegrización. Diversos elementos, metas, acciones dadas en otros tiempos y
diferentes espacios coexisten comprimidos, plegados, en un único actante. Este proceso
invisibiliza la heterogeneidad que lo compone y su historia, mostrándole como un mero
intermediario, como un algo simple y estable. De este modo se compone una caja negra, un
artefacto que desconocemos su composición y su funcionamiento, de ahí la cajenigrazación como
proceso de pliegue del espacio y del tiempo en el actante. Por tanto, y paradójicamente, cuanto
más se agrandan y difunden los sectores de la ciencia y de la tecnología que alcanzan el éxito,
tanto más opacos y oscuros se vuelven”.Al descomponer una caja negra, nos encontramos con
una serie irreconocible de actantes, cada uno de éstos es un actor red que estaba allí silenciado
por el proceso de simplificación. Al igual que los humanos, la composición de los objetos es
variable así como su comportamiento.

Cada uno de los componentes de la caja negra guardará en sí otras cajas negras y con ello sus
propias metas, organizadas, compuestas, por una serie de acciones que involucran a otras redes.
El cuarto significado propuesto es el de delegación que implica rebasar los límites entre los signos

23
y las cosas. Latour (2001, p. 222) atribuye a la técnica la capacidad de modificar tanto la forma
como el contenido de lo que expresamos mediante un trabajo de articulación especial que,
precisamente, llamará delegación. Este concepto intenta dar cuenta de un cambio producido en
un actante que no es meramente de significado ni sólo material. Con ello expresa una crítica a la
pasividad de las cosas, a las posturas antifetichistas; las cosas ya no serán objetivadas, ni
reificadas ni realizadas, siendo dependientes de una voluntad humana, sino que los no humanos
también actuarán, desplazando metas y aportando a su propia definición. La propia composición
de lo no humano será un punto de encuentro de distintas trayectorias en el seno del colectivo (de
humanos y no humanos). De esta forma la noción de delegación nos invita a permanecer en la
esfera del significado, pero alejados de la del discurso (Latour, 2001, p. 224), constituyendo un
nuevo tipo de cambio. El colectivo producirá una nueva entidad que se insertará en éste con
nuevas metas y significados. Un objeto sustituirá a un actor creando así una simetría entre los
creadores ausentes y los usuarios circunstanciales, esta copresencia desaparecerá junto a sus
marcos de referencias convirtiéndose en un punto del espacio y el tiempo. Para ello deberán
producirse una serie de disjunciones: actoriales, espaciales y temporales. En la delegación la
acción realizada hace mucho tiempo por un actor que ya ha desaparecido o se halla ausente
continúa estando presente en un aquí y ahora. Esto trae como efecto cierta subversión del
orden del tiempo y del espacio, lo que quiere decir que en un instante se pueden activar
movimientos que comenzaron hace tiempo atrás y en lugares distintos en otro espacio y otro
tiempo.

Nos dirá Latour que de este modo tanto las formas relativas de los actantes como las de sus
posiciones ontológicas tienen la posibilidad de reconstruirse completamente; así las técnicas
funcionan como modificadores de forma, confiriendo propiedades de un actante en otro. Pero en
la delegación no es subvertido solamente el tiempo y el espacio sino también la política, dada la
confianza que se genera en un gran número de acciones delegadas que nos impulsan a hacer
cosas en favor de personas ausentes que incluso jamás conoceremos. Las cosas no están
compuestas de materia sino de técnicos, de políticos, entre otros actantes que combinan sus
pretensiones, sus metas, sus objetivos con diversos materiales, ya sea plásticos, cobres,
electrodos o lo que sea, así como cálculos, programaciones, etc.

Con el afán de ofrecer un modelo distinto para las relaciones entre humanos y no humanos,
Latour Definirá a las proposiciones como actantes y nos dirá que: “Lo que distingue a las
proposiciones entre sí no es la existencia de un único abismo vertical entre las palabras y el
mundo, sino la existencia de muchas diferencias entre ellas, sin que nadie pueda saber de
antemano si esas diferencias son grandes o pequeñas, provisionales o definitivas, reductibles o
irreductibles. Esto es precisamente lo que sugiere la palabra «proposiciones ». Las posiciones, son
ocasiones que las distintas entidades tienen para establecer contacto”

La idea de pro-posición en tanto posibilidad de las entidades para establecer contacto y la de


mediación en tanto las formas de producir dichos encuentros, nos permiten analizar las
diferencias de carácter ontológico entre un mediador y un intermediario. Desde la TAR el rol
activo de los no humanos es bastante claro pero es más claro aun el hecho que la capacidad de
actuar de éstos se halla en constante interdependencia con las otras entidades que producen el
colectivo; lo mismo para con los humanos. Desde los aportes de Bruno Latour una entidad
mediadora es capaz de producir transformaciones y cambios en los demás actantes de la red,
siendo éstos humanos y no humanos. El propio mediador constituye en sí mismo una red de
diversos componentes de características híbridas, al mismo tiempo que un dispositivo que

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produce sus propias lógicas y conexiones durante el proceso constante de ejercicio de poder. El
concepto de mediación reviste importancia teórica para la definición ontológica de una entidad
mediadora. Los objetos ya no son simples intermediarios, sino que serán compuestos de y por un
complejo de mediaciones. Su condición de intermediario será dado en relación a un conjunto de
proposiciones jugadas en el colectivo que lo definan como tal, que lo compriman en un sistema de
entradas y salidas subordinado por aquella que opera como causa a través de cierto tipo de
mediación (cajanegrización).

Nos dirá Latour que: “El término «mediación», contrariamente al de «intermediario-", indica la
existencia de un acontecimiento o la intervención de un actor que no puede definirse
exactamente por sus datos de entrada y sus datos de salida. Si el intermediario se define
plenamente en función de aquello que es su causa, la mediación excede siempre su condición. La
verdadera diferencia no es la que existe entre los realistas y los relativistas, entre los sociólogos y
los filósofos, sino la que separa a todos aquellos que consideran los numerosos embrollos
que registra la práctica como meros intermediarios y aquellos que reconocen el papel
de la mediación” (Latour, 2001, p. 367).

Será el acontecimiento el complejo indeterminado de circunstancias que habiliten posibles


conexiones de actantes, a la vez que la exaltación de la indeterminación de lo colectivo. Aquello
que se muestra estable, puro y seguro, puede aparecerse en un instante como lo que es o puede
llegar a ser, una serie indeterminada de conexiones, de entidades híbridas, que comprimen el
tiempo y el espacio, que conjugan metas y objetivos, composiciones materiales, semióticas y
sociales. Todo intermediario es un mediador en potencia y viceversa, todo mediador por efecto
de purificación puede presentarse como un simple intermediario, todo dependiendo del lugar que
se ocupe dentro de la red. A partir de su cualidad ontológica del mediador se puede inferir su
capacidad de actuar y de afectar a otros actantes, entre ellos a otras redes. En tanto mediador
tiene la potencialidad de producir mediaciones en las metas, en los programas de acción, incluso
en las composiciones de éstos.

Consideraciones finales
Los aportes de la teoría del actor-red, en general, y las nociones de mediación técnica, en
particular, se configuran en un repertorio teórico-metodológico idóneo para la explicación de
fenómenos complejos que comprometen no sólo a humanos sino también a aquellos agentes no
humanos que coexisten en las relaciones colectivas. La complejidad de las sociedades es medida
por la cantidad de nuevos objetos emergentes, constituyendo su número un papel decisivo para
la definición de nuevas relaciones y entidades. Vivimos en una época de proliferación de no
humanos sin igual, ocupando la tecnología un papel cada vez más decisivo en nuestras acciones y
prácticas cotidianas. Este hecho acarrea el problema de la democratización del conocimiento y
con ello la posibilidad o no de participar e incidir por parte de los directamente involucrados en
los temas de la agenda política-científica. La metodología propuesta permite explicar los
mecanismos por los cuales la ciencia se convierte en un espacio de clausura para la democracia,
paradójicamente, pese a su ligazón con la política y con ésta su legitimación a través de los
propios procesos democráticos.

Se trata de reconocer la justa participación de actantes (no exclusivamente humanos) en estos


procesos, los cuales ponen en juego sus programas de acción, sus metas y sus intereses. Tanto el
estudio de los procesos de subjetivación (producción de sujetos) como el de los de objetivación
(producción de objetos e instituciones) (Deleuze, 1999), deben ser analizados a partir de la

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comprensión de una heterogeneidad de sujetos y de objetos en constante transformación e
interrelación. El problema de la reforma de salud mental será a la vez el problema del loco y de la
pastilla, del psiquiatra y del hospital, del ministerio de salud pública y de la industria farmacéutica,
es decir la constante interrelación de redes heterogéneas (el sujeto loco no será el mismo sujeto a
partir de la integración de la pastilla psiquiátrica a su organismo, por tanto se trata de un ser
híbrido); la situación carcelaria será el problema del preso, pero también del sistema judicial, de la
arquitectura espacial de los centros de reclusión, de la delincuencia, de los derechos humanos, de
la incorporación de la pulsera electrónica; el problema de las drogas no será ni el drogadicto, ni el
consumidor, ni la droga en sí, sino todas las redes que se despliegan desde los productores,
pasando por los distribuidores, hasta la policía, la privatización de los tratamientos, la reacción de
los familiares y el uso dado por los medios de comunicación.

La teoría del actor-red nos brinda herramientas para explicar dichas redes, para identificar a los
actantes en curso y con ellos sus intenciones, sus producciones híbridas y sus relaciones políticas,
sociales y económicas. Esta identificación habilita escenarios de participación para el tratamiento
de estas cuestiones, dando voz a los actores hasta el momento acallados o que no han tenido la
posibilidad o las fuerzas para hablar.

La explicación de las redes, sean cuales sean éstas, habilita a mostrar los diversos actantes en
juego, las formas en que éstos interactúan, la producción de nuevas entidades, los significados
emergentes y sobre todo, permite dar voz a dichos actores. Este ejercicio constituye una práctica
de ecología política y por tanto de profundización de la democracia. El aporte de las ciencias
sociales es decisivo para este movimiento democratizador El análisis de la mediación técnica
propuesto por Latour es un elemento valioso para la identificación de los actantes y para la
construcción de este diálogo necesario.

Cruz Ortiz de Landázuri, M. (2017). "De la biopolítica a la psicopolítica en el


pensamiento social de Byung-Chul Han".

La biopolítica como comprensión de la sociedad en términos de cuerpo sobre el que se ejerce un


poder-control de cara a su inmunización aparece con nitidez en el pensamiento de Michel
Foucault. Aunque ciertamente parece que es una noción que no pudo desarrollar de manera
completa y directa, se encuentra muy presente en su pensamiento político y social.

La biopolítica es tratada por Foucault (1976/1978) de una manera breve pero directa en el quinto
capítulo de La voluntad de saber, que lleva por título “Derecho de muerte y poder sobre la vida”.
Aquí desarrolla Foucault la tesis de que el poder del soberano de conservar la vida o dar la muerte,
propio de la sociedad de la Edad Media, se convierte en una política de la vida del cuerpo social en
el mundo moderno. La modernidad, especialmente en el siglo XVIII, vino caracterizada por el afán
de productividad y eficiencia. La sociedad, entendida como un cuerpo compuesto de individuos,
debía ser sometida a control y regulada para mantener su propia vida y mejorar su eficiencia:

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El derecho de muerte tendió a desplazarse o al menos a apoyarse en las exigencias de un poder
que administra la vida, y a conformarse a lo que reclaman dichas exigencias. Esa muerte, que se
fundaba en el derecho del soberano a defenderse o a exigir ser defendido, apareció como el
simple envés del derecho que posee el cuerpo social de asegurar su vida, mantenerla y
desarrollarla. (Foucault)

De este modo sostiene Foucault que el poder de vida y de muerte que ejerce el soberano se
transforma en una biopolítica o regulación de la vida del cuerpo social: “Ese formidable poder de
muerte *…+ parece ahora como complemento de un poder que se ejerce positivamente sobre la
vida, que procura administrarla, aumentarla, multiplicarla, ejercer sobre ella controles precisos y
regulaciones generales” (Foucault, 1976/1978, p. 165). El ejemplo paradigmático se da en la
amenaza atómica, donde “el poder de exponer a una población a una muerte general es el envés
del poder de garantizar a otra su existencia” (p. 165).

Este poder sobre la vida es el eje de la biopolítica, que se ejerció en dos direcciones: por un lado,
se centró en el cuerpo individual como máquina, al cual había que someterlo a disciplina para
aumentar sus aptitudes y eficacia; por otro lado, el control del cuerpo de la población como
especie mediante mecanismos de regulación. La anatomopolítica surgió como control del cuerpo
mediante disciplinas; la biopolítica emerge como un poder centrado en la vida y, más en concreto,
en el aumento de la productividad vital. La escuela, el cuartel, el taller, son lugares para la
disciplina del cuerpo individual; la demografía y la geografía humana permiten el control de la
población. La política de la Edad Media, que se ocupaba de la guerra y la administración de penas
contra delitos, deviene en la Edad Moderna en una bio-política que pretende la salud del cuerpo
social. Foucault (1976/1978) sostiene que fue esta biopolítica la que contribuyó al desarrollo del
capitalismo. Las instituciones de poder se concentraron en el control del cuerpo individual y social
para aumentar su eficacia y beneficios.

El ajuste entre la acumulación de los hombres y la del capital, la articulación entre el crecimiento
de los grupos humanos y la expansión de las fuerzas productivas y la repartición diferencial de la
ganancia, en parte fueron posibles gracias al ejercicio del bio-poder en sus formas y
procedimientos múltiples. Esta noción de biopolítica permitiría entender las sociedades
disciplinarias como estrategias de control ejercidas sobre un cuerpo social. Tales sociedades
cerradas, propias de la modernidad (escuela, fábrica, cuartel, hospital, cárcel) tienen sus propias
reglas y mecanismos, enfocadas a mejorar el rendimiento del cuerpo social. Esta es la idea que
vertebra buena parte de su obra Vigilar y castigar. Aquí Foucault desarrolla una historia de los
castigos y el control de los cuerpos a través de su noción de “tecnología política”.

El poder sobre el cuerpo es nombrado como “tecnología política”: un saber (en términos
foucaultianos, una estrategia) que se impone sobre el cuerpo para hacer de él un instrumento o
fuerza de producción. El cuerpo está también directamente inmerso en un campo político; las
relaciones de poder operan sobre él una presa inmediata; lo cercan, lo marcan, lo doman, lo
someten a suplicio, lo fuerzan a unos trabajos, lo obligan a unas ceremonias, exigen de él unos
signos. *…+ Pero este sometimiento no se obtiene por los únicos instrumentos ya sean de la

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violencia, ya de la ideología; puede muy bien ser directo, físico, emplear la fuerza contra la fuerza,
obrar sobre elementos materiales, y a pesar de todo esto no ser violento; puede ser calculado,
organizado, técnicamente reflexivo, puede ser sutil, sin hacer uso ni de las armas ni del terror, y
sin embargo permanecer dentro del orden físico. Es decir, que puede existir un «saber» del cuerpo
que no es exactamente la ciencia de su funcionamiento, y un dominio de sus fuerzas que es más
que la capacidad de vencerlas: este saber y este dominio constituyen lo que podría llamarse la
tecnología política del cuerpo. (Foucault)

Esta “tecnología política del cuerpo” se aplicaría a los cuerpos individuales, pero también a la
sociedad entendida como cuerpo social. Es en la época moderna donde aparece la biopolítica
como una estrategia de dominación sobre el cuerpo que pretende incrementar su mecanismo
productivo. Emerge así un poder sobre la vida que intenta aumentar su propia productividad. La
disciplina regulada sobre el cuerpo mediante ejercicios físicos y mentales en el ejército, en la
escuela, en la prisión, en la fábrica, produciría cuerpos sometidos, dóciles y eficaces.

El cuerpo humano entra en un mecanismo de poder que lo explora, lo desarticula y lo recompone.


Una «anatomía política», que es igualmente una «mecánica del poder», está naciendo; define
cómo se puede hacer presa en el cuerpo de los demás, no simplemente para que ellos hagan lo
que se desea, sino para que operen como se quiere, con las técnicas, según la rapidez y la eficacia
que se determina. La disciplina fabrica así cuerpos sometidos y ejercitados, cuerpos «dóciles».

En la misma línea del pensamiento foucaultiano ha centrado su atención Giorgio Agamben


(1995/1998) en el concepto de biopolítica. Al igual que afirmaba Foucault (1975/2002), aquello
que caracteriza la política moderna es que la vida devenga un objeto de cálculo y previsiones del
poder estatal. Agamben centra su atención en el papel del Estado como productor de un cuerpo
biopolítico; el Estado pone el centro de atención de sus cálculos en la vida biológica: su acción es la
regulación del cuerpo biopolítico. La pareja categorial fundamental de la política occidental no es
la de amigo-enemigo, sino la de nuda vida-existencia política, y el eje de la política sería el control
o regulación de la vida. De este modo para Agamben toda política es en realidad biopolítica. La
vida biológica se transforma en vida política mediante un proceso disciplinario:

El estado de excepción, en el que la nuda vida era, a la vez, excluida del orden jurídico y apresada
en él, constituía en verdad, en su separación misma, el fundamento oculto sobre el que reposaba
todo el sistema político. Cuando sus fronteras se desvanecen y se hacen indeterminadas, la nuda
vida que allí habitaba queda liberada en la ciudad y pasa a ser a la vez el sujeto y el objeto del
ordenamiento político y de sus conflictos, el lugar único tanto de la organización del poder estatal
como de la emancipación de él. Todo sucede como si, al mismo tiempo que el proceso disciplinario
por medio del cual el poder estatal hace del hombre en cuanto ser vivo el propio objeto específico,
se hubiera puesto en marcha otro proceso que coincide grosso modo con el nacimiento de la
democracia moderna, en el que el hombre en su condición de viviente ya no se presenta como
objeto, sino como sujeto del poder político. (Agamben)

Pero quizás es Roberto Esposito (2004/2006) quien ha hecho de la biopolítica una noción capital
para la comprensión social. Siguiendo la línea que interpreta la sociedad como un cuerpo que es

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sometido a control, Esposito vincula la biopolítica con la idea de “inmunización”, propia del ámbito
médico. Sólo si se la vincula conceptualmente con la dinámica inmunitaria de protección negativa
de la vida, la biopolítica revela su génesis específicamente moderna. Sólo la modernidad hace de la
autoconservación del individuo el presupuesto de las restantes categorías políticas, desde la
soberanía hasta la de libertad.

De este modo el concepto de biopolítica pone en relación la vida y el poder. El poder entra dentro
del campo de la vida y, a través de un esquema inmunológico, trata de preservarla mediante
mecanismos de control negativos. La inmunización es una protección negativa de la vida. Ella
salva, asegura, preserva al organismo, individual o colectivo, al cual le es inherente, pero no lo
hace de manera inmediata, frontal, sino, por el contrario, sometiéndolo a una condición que a la
vez niega, o reduce, su potencia expansiva. (Esposito, 2004/2006, pp. 74-75)

Este modo de entender el poder como biopolítica encuentra su símil en la vacunación. El poder
logra “inmunizar” el cuerpo político frente a los enemigos externos o internos mediante un
mínimo de control y negatividad represiva que permite preservarlo. Como se tratará de mostrar
más adelante, es precisamente esta concepción de la sociedad en clave inmunitaria y biopolítica la
que es rechazada por Han para la actual sociedad y precisamente el punto de partida para la
comprensión de las “sociedades de rendimiento”.

En un breve, pero penetrante artículo sobre las sociedades de control, Deleuze sitúa los límites de
la comprensión social a través del esquema de “sociedades de control cerradas”. Deleuze señala
cómo la sociedad disciplinaria descrita por Foucault está dando lugar a una nueva sociedad de
control. Si la sociedad disciplinaria se vertebraba en círculos cerrados con normas propias (escuela,
fábrica, hospital, cárcel, etc.), en la nueva sociedad de control esas instituciones se difuminan y se
sustituyen por el control continuo:

La fábrica hacía de los individuos un cuerpo, con la doble ventaja de que, de este modo, el patrono
podía vigilar cada uno de los elementos que formaban la masa y los sindicatos podían movilizar a
toda una masa de resistentes. La empresa, en cambio, instituye entre los individuos una rivalidad
interminable a modo de sana competición, como una motivación excelente que contrapone unos
individuos a otros y atraviesa a cada uno de ellos, dividiéndole interiormente. De este modo
Deleuze intuye que el esquema de la sociedad cerrada disciplinaria es un modelo que está siendo
sustituido por otro en el que el control no viene dado desde fuera, sino más bien desde dentro de
los propios individuos que componen la empresa. Estrictamente hablando los límites de las
sociedades desaparecen, se desdibujan las disciplinas y sobre todo, los tiempos de cada una.

En las sociedades disciplinarias siempre había que volver a empezar (terminada la escuela,
empieza el cuartel, después de éste viene la fábrica), mientras que en las sociedades de control
nunca se termina nada: la empresa, la formación o el servicio son los estados metaestables y
coexistentes de una misma modulación. (Deleuze, 1990/1999, p. 280)

Deleuze había entrevisto la transformación de las sociedades disciplinarias en algo nuevo. Han
parte de ese análisis de la sociedad de control y trata de ir más allá. Lo que define el cambio de la

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sociedad disciplinaria no es el nuevo tipo de control (que también), sino la ausencia de negatividad
alguna. Se ejerce control sin imponer control alguno. La pura positividad, el afán de rendimiento,
de mostrar, de estar informado, genera un nuevo tipo de control basado en la dependencia.

Con su característico estilo crítico también Baudrillard ha puesto de manifiesto los límites de la
sociedad de control. Precisamente lo principal del nuevo modelo es que el control no es puesto
desde fuera, sino que son los mismos individuos los que se vuelven imágenes para sí mismos. Si lo
propio del panóptico de Bentham era la vigilancia desde fuera (ser visto sin poder ver al vigilante),
las redes de comunicación han invertido el proceso: ahora somos nosotros mismos los que
mostramos nuestra imagen sin ningún tipo de coerción externa:

Nos encontramos más allá del panóptico en el que la visibilidad era fuente de poder y control. Ya
no se trata de conseguir que las cosas resulten visibles para un ojo exterior, sino de que sean
transparentes, esto es, de borrar las huellas del control y lograr que también el operador sea
invisible. La capacidad de control se interioriza y los hombres ya no pueden ser víctimas de las
imágenes: ellos mismos se transforman inexorablemente en imágenes (ya sólo existen en dos
dimensiones o en una sola dimensión superficial). Esto significa que son legibles en cualquier
instante, están sobreexpuestos en todo momento a las luces de la información y sujetos a la
exigencia de producirse, de expresarse.

Pero precisamente ese “exceso de imagen” es la mayor fuente de violencia. Toda nuestra vida se
convierte en imagen hacia fuera que debe poder ser visible, precisamente porque hacerse imagen
es exponer por completo la propia vida cotidiana. Hacerse imagen es no guardar ningún secreto.
“Hablar, hablar, comunicar incansablemente. Esta es la violencia más profunda de la imagen. Es
una violencia penetrante que afecta al ser particular, a su secreto” (Baudrillard, 2006, p. 50). Aquí
reside el principal punto de inflexión respecto a una comprensión biopolítica de la sociedad. La
característica fundamental en los actuales procesos sociales reside en la positividad sin secreto:
mostrar la imagen, mostrar los resultados, mostrar los datos. Es lo que Han llama la “sociedad de
la transparencia”, que analizaré más adelante.

La idea fundamental que recorre la filosofía del poder de Han, es que éste debe ser comprendido
como la capacidad de prolongar la propia voluntad en la voluntad de otros. Aunque el poder se ha
interpretado a menudo desde un modelo coercitivo de obligatoriedad, sin embargo: Un gran
poder es realmente aquel que forma el futuro del otro, y no aquel que se lo bloquea. En vez de ir
contra una determinada acción del otro, más bien influye y conforma el entorno de acción
(Umfeld) o el terreno previo (Vorfeld) de acción del otro, de modo que el otro (Alter)
voluntariamente se decide, incluso sin sanciones negativas, por aquello que corresponde a la
voluntad de uno (Egos Willen).

El poder es un fenómeno complejo, que implica cierta reciprocidad entre aquel que tiene poder y
aquellos subordinados. Incluso en un modelo de poder jerárquico aquel que ostenta el poder
necesita de consejeros de los cuales se vuelve dependiente.

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El poder se dispersa a través de las múltiples interacciones: “Quien quiera lograr un poder
absoluto, deberá hacer uso no de la violencia, sino de la libertad de los otros. Lo conseguirá en el
momento en que la libertad y la subordinación coincidan” (Han, 2005, p. 14). Desde esta
concepción del poder vertebra una crítica a la descripción de Niklas Luhmann de las relaciones de
poder. Luhmann afirma que el poder del que manda y del subordinado crece si, en lugar de
establecerse una relación autoritaria, se ofrece un modelo descentralizado del poder (Cfr.
Luhmann, 1975/1995, pp. 149-150). No obstante, Han observa que no se debe confundir la esfera
del poder con la esfera de la productividad. Posiblemente sea cierto que un reparto del poder, un
poder no autoritario y con intermediaciones (es decir, basado en la confianza y el reconocimiento)
sea más efectivo y productivo para la empresa; esto sin embargo no significa que aumente el
poder de ambos (jefe y subordinado). Se hace preciso diferenciar entre poder e influencia:

La influencia puede ser neutral respecto al poder. No le es inherente la específica intencionalidad


del poder que conforma un continuo del yo (Kontinuum des Selbst). Un subordinado, que por
razón de sus conocimientos especiales puede tener mucha influencia en el proceso de decisión, no
tiene que tener mucho poder. La posibilidad de tener influencia no desemboca de suyo en una
relación de poder. (Han, 2005, p. 24)

Tampoco consiste el poder en la mera capacidad de castigo o uso de la violencia. Aunque esa
posibilidad de castigo exista y sea necesaria para garantizar el orden, sin embargo, el respeto del
derecho y la ley viene, en primer lugar, por el reconocimiento de un orden jurídico y social que se
siente como propio y se debe respetar. Por eso mismo “quien sólo puede establecer su decisión
mediante la fuerza de una sanción negativa tiene poco poder” (Han, 2005, p. 25).

Pero no se debe perder de vista que el poder no es sólo un proceso lineal, sino que configura un
espacio, una red de sentido en la que las distintas acciones y poderes individuales quedan
configurados en una dirección: El poder funciona aquí no tanto como una causa que produce una
acción concreta por parte de los subordinados, sino que más bien abre un espacio (Raum) en el
cual una acción posee una dirección, un sentido: un espacio que precede a la línea de la causalidad
o de la cadena de acciones. (Han, 2005, p. 29)

Este espacio de sentido que vertebra el poder será de importancia capital en la noción de
psicopolítica, precisamente porque la sociedad de rendimiento caracterizada por la globalización y
el uso de las tecnologías crea un espacio anónimo de sentido: la dictadura del “se”. Habrá que
analizarlo con detalle más adelante.

La tesis de Han es que el poder configura distintas formas de continuidad en las cuales la voluntad
del yo puede expandirse y continuar en el otro. El auténtico poder crea un espacio de
posibilidades y aumento de energías. Por eso mismo el poder basado en el miedo o en la violencia
es un poder muy efímero, porque apenas crea espacio de desarrollo. El espacio del poder basado
en el miedo no es ningún espacio positivo de acción (Cfr. Han, 2005, p. 36), sólo de temor frente al
gobernante. En cambio, un poder fundado en la comunicación y las intermediaciones crea un
espacio de libertad donde aumenta la capacidad de acción y, por tanto, el poder mismo.

31
Más allá del paradigma biopolítico basado en un sistema inmunológico, Han propone que la
sociedad contemporánea avanza por un paradigma distinto, basado en el exceso de positivización
que lleva al malestar individual y social, tal como ha sido intuido también por Deleuze y
Baudrillard.

Han entiende que la comprensión biopolítica de la sociedad en clave inmunitaria (que sería un
tránsito a la gubernamentalidad, tal como lo expone Foucault y desarrolla Esposito) sitúa el
control disciplinario como eje negativo que posibilita el rendimiento del cuerpo social. En el
esquema inmunológico el problema es lo otro, el elemento negativo que desde fuera afecta al
sistema y frente al cual es sujeto (o el cuerpo social) se autoafirma mediante la negación. La
analogía con la medicina es clara: en un periodo en que la enfermedad médica son las bacterias y
los virus, el remedio es atacar al enemigo de fuera para conservar la salud. Del mismo modo el
cuerpo social ve al enemigo en el cuerpo extraño, en el otro que es totalmente distinto y amenaza
la existencia del cuerpo social.

Sin embargo, la sociedad contemporánea ha cambiado su paradigma y, del mismo modo que para
la medicina la inmunología ha perdido peso (puesto que las enfermedades causadas por virus,
bacterias y elementos extraños han sido controladas), han aparecido nuevas enfermedades
causadas en el interior del sujeto y desde el propio sujeto (depresión, déficit de atención,
cansancio crónico, etc.). El enemigo ha dejado de ser el elemento extraño, frente al que hay que
estar preparado mediante medidas preventivas, y ha pasado a ser el mismo sujeto el que está
problematizado. Han entiende que el problema en la sociedad actual no viene dado por un control
negativo, sino, paradógicamente, por un exceso de positividad o ausencia de barreras: “El tú
puedes incluso ejerce más coacción que el tú debes”). En el ámbito social había sido descrito por
Foucault el esquema inmunológico en términos de “sociedad disciplinaria”, es decir, sociedad
regulada y controlada para obtener beneficios mediante la negatividad del mandato. Las
instituciones de esta sociedad son la cárcel, el hospital, la fábrica, el cuartel. Sin embargo, el
esquema inmunológico de la sociedad disciplinaria, basada en la negatividad y la fuerza del
mandato, ha sido remplazado por una sociedad del rendimiento. Ya no se insiste en la prohibición
y el mandato externo en el ámbito laboral, sino en el propio rendimiento, la capacidad de iniciativa
y la promoción.

Con el fin de aumentar la productividad se sustituye el paradigma disciplinario por el de


rendimiento, por el esquema positivo del poder hacer, pues a partir de un nivel determinado de
producción, la negatividad de la prohibición tiene un efecto bloqueante e impide un crecimiento
ulterior. La positividad del poder es mucho más eficiente que la negatividad del deber.

En la sociedad de rendimiento precisamente desaparecen los elementos coercitivos, negativos, del


poder, pero, en contrapartida, no se generan vínculos sólidos de intermediación, sino más bien
mero intercambio de información y resultados positivos. Paradójicamente, el aparente aumento
de libertad y poder no genera ni una auténtica libertad ni un auténtico poder, sino más bien un
mecanismo de dominación tanto más efectivo cuanto más callado y aceptado es por todos. Esta
sociedad de la pura positividad viene marcada por el afán de absoluta transparencia y la falta de

32
ocultamiento o elemento negativo. Con su estilo directo y claro afirma en las primeras páginas de
La sociedad de la transparencia: Las cosas se hacen transparentes cuando abandonan cualquier
negatividad, cuando se alisan y allanan, cuando se insertan sin resistencia en el torrente liso del
capital, la comunicación y la información. Las acciones se tornan transparentes cuando se hacen
operacionales, cuando se someten a los procesos de cálculo, dirección y control. El cuerpo
biopolítico era un cuerpo sólido, rígido, que permitía un control disciplinario desde fuera, como en
el famoso panóptico de Bentham. La sociedad del rendimiento no es un cuerpo, no tiene rigidez ni
tampoco capacidad de disciplinas regladas, podría ser considerado líquido (Cfr. Bauman,
2000/2006) o incluso algo que va más allá de lo líquido, es transparente: es psique dominada por
la mera positividad de datos e información. Aquí es donde se distancia Han del concepto de
biopolítica:

Foucault vincula expresamente la biopolítica con la forma disciplinaria del capitalismo, que en su
forma de producción socializa el cuerpo. *…+ El neoliberalismo como una nueva forma de
evolución, incluso como una forma de mutación del capitalismo, no se ocupa primeramente de lo
«biológico, somático, corporal». Por el contrario, descubre la psique como fuerza productiva.

La característica fundamental de la sociedad del rendimiento es la positivización como puro “estar


expuesto”, “poder hacer sin barreras”. La positivización propia de la sociedad del rendimiento ha
invadido también la esfera de la comunicación gracias a las nuevas tecnologías de la era digital.
Aparentemente estos medios de información (internet, móviles, etc.) nos dan una apertura sin
límites, una libertad total, pero curiosamente esa libertad y comunicación ilimitadas se convierten
en control y vigilancia totales: “La información es una positividad que puede circular sin contexto
por carecer de interioridad. De esta forma es posible acelerar la circulación de información” (Han,
2014, p. 22).

La pura positividad de la información se reclama en la sociedad del rendimiento en términos de


transparencia. Hay que mostrarlo todo y que nada permanezca en secreto. Pero, de este modo,
todo se convierte también en susceptible de control y vigilancia. Todo puede ser observado, todo
debe quedar plasmado como mera información sin interioridad. Por eso mismo la sociedad del
rendimiento va ligada al concepto de psicopolítica. Han señala que ya no es el control de un
cuerpo físico (individuos) frente a las amenazas del ambiente o enemigos externos, sino más bien
el dominio basado en la libre exposición de las psiques individuales mediante los medios digitales.
El concepto de psicopolítica se construye así partir de la noción de poder inteligente. La
manifestación más inmediata del poder aparece como la capacidad de los poderosos de imponer
su voluntad mediante la coacción y la violencia. Sin embargo,

De este modo se pueden describir los términos en los que se enmarca el poder propio de la
sociedad neoliberal, la sociedad del rendimiento. En la sociedad disciplinaria el poder se articula
de manera inhibitoria, mediante la negatividad de la prohibición y la coacción. En la sociedad
neoliberal, en cambio, el poder se ejerce de manera sutil y flexible, “el sujeto sometido no es
consciente ni siquiera de su sometimiento. El entramado de dominación le queda totalmente
oculto” (Han, 2014, p. 28): lo importante no es tanto someter a los sujetos como hacerlos

33
dependientes. De este modo aparece el poder inteligente, que no se enfrenta a la voluntad de los
sometidos, sino que los seduce. “El poder inteligente se ajusta a la psique en lugar de disciplinarla
y someterla a coacciones y prohibiciones” (Han, 2014, p. 29). La psicopolítica supone un paso en
aquella dirección marcada por Foucault desde la biopolítica. El poder productivo desde la
regulación de la vida se transforma en un poder de productividad desde la psique.

Han sitúa también su perspectiva de la sociedad del rendimiento en diálogo con Marx. Más bien
sostiene que la dialéctica entre trabajador explotado y capitalista explotador se resuelve en el
nuevo liberalismo en una coincidencia entre el sujeto explotador y el sujeto explotado: El
neoliberalismo, como una forma de mutación del capitalismo, convierte al trabajador en
empresario. El neoliberalismo, y no la revolución comunista, elimina la clase trabajadora sometida
a la explotación ajena. Hoy cada uno es un trabajador que se explota a sí mismo en su propia
empresa. Cada uno es amo y esclavo en una persona. También la lucha de clases se transforma en
una lucha interna consigo mismo. (Han, 2014, p. 17, cursivas en el original)

En último término se trata de una “autoexplotación sin clases”, precisamente porque afecta a
todas las clases. Además, el sujeto de rendimiento, al trabajar sólo para sí mismo, se encuentra
aislado frente a los demás, de modo que se vuelve incapaz para la acción en común. La revolución
sólo era posible en el esquema de Marx debido a esa contraposición entre explotador y explotado.
Ante la explotación ajena, surge la unión de proletarios para luchar contra su situación. En el
liberalismo no cabe tal opción, porque uno se explota a sí mismo: entonces sólo cabe dirigir la
agresividad hacia uno mismo, pero no en forma de violencia, sino en forma de depresión.

La sociedad del trabajo y rendimiento no es ninguna sociedad libre. Produce nuevas obligaciones.
La dialéctica de amo y esclavo no conduce finalmente a aquella sociedad en la que todo aquel que
sea apto para el ocio es un ser libre, sino más bien a una sociedad de trabajo, en la que el amo
mismo se ha convertido en esclavo del trabajo. En esta sociedad de la obligación, cada cual lleva
consigo su campo de trabajos forzados.

Concretamente las “tecnologías del yo”, que Foucault entendía como ciertas prácticas que hacen
que uno tenga su propio estilo, y las estudiaba separándolas de la esfera del poder y la
dominación, se han convertido en los medios propios de dominación de la psique. Han entiende
que en realidad esas “tecnologías del yo” son precisamente la técnica de poder de la sociedad
neoliberal: “se ocupa de que el individuo actúe de tal modo que reproduzca por sí mismo el
entramado de dominación que es interpretado por él como libertad” (Han, 2014, p. 46). Las
“tecnologías del yo” en realidad serían formas de autoexplotación inconscientes en las que uno se
vuelve transparente para los demás convirtiendo su vida en mera información de datos sin
interioridad. La «dictadura» del “se” (des Man) no se realiza por medio de la presión o la
prohibición. Más bien toma la forma de lo que es habitual. Es una dictadura de lo que parece en sí
mismo elemental (Selbstverständlichkeit). El poder que opera sobre la costumbre es mucho más
eficiente y estable que el poder que articula órdenes o ejercita la violencia. (Han, 2005, p. 61)

La sociedad genera comportamientos y esquemas de pensamiento habituales que son asumidos


por todos y a la vez no le pertenecen a nadie en concreto. Cuando un poder logra generar estos

34
hábitos o esquemas de sentido es cuando es realmente poderoso. El poder tiene que ver, ante
todo, con la propia afirmación (Selbstbejahung) frente a los obstáculos externos o internos, frente
a la negatividad. Esta afirmación no tiene por qué consistir en un dominio negativo sobre el otro,
sino que se ve reforzada, ante todo, en la medida en que hay mediación: “La afirmación de sí no
tiene que darse con la fuerza o la negación del otro. Depende más bien de la estructura de
mediación. Con una mediación intensa no está negando o excluyendo, sino más bien integrando”
El espacio del poder que se crea en las sociedades del rendimiento podría parecer un espacio
positivo de acción, pero en realidad no lo es. Precisamente porque la comunicación se vuelve
mera información positiva (transparencia de datos), no hay auténticas intermediaciones, ni
tampoco un espacio de libertad consciente. En realidad, la sociedad de rendimiento no aumenta la
capacidad de acción individual, sino que la hace colapsar.

Han desarrolla así un concepto que sitúa el eje de los problemas sociales en una dinámica interna
y referida a la psique, más que al cuerpo social. La biopolítica se ha convertido en psicopolítica.
Precisamente ese poder sobre la vida, que buscaba incrementar la productividad, se ha
transformado en un poder sobre la psique, un control que paradójicamente no se ejerce desde
fuera, sino desde dentro. Es el propio individuo el que asume la tarea del propio rendimiento y se
impone a sí mismo una disciplina férrea. A la vez, este proceso ha ido acompañado de un nuevo
uso de las tecnologías, en las cuales el sujeto se expone de manera voluntaria. De este modo los
gobiernos y empresas pueden ejercer un gran dominio silencioso sobre los individuos,
precisamente porque su poder, su capacidad de encauzar las voluntades, no topa con ningún
obstáculo.

Si admitimos con Han que un poder realmente poderoso no es aquel que se presenta de manera
violenta, sino más bien aquel que consigue configurar la acción del otro incluso libremente,
entonces habría que deducir que el poder de empresas y gobiernos en una época psicopolítica es
verdaderamente abrumador. Sin embargo, añadiría que se ha desdibujado a su vez el sujeto
portador de tal poder. La “dictadura del se” aparece como un poder impersonal al que libremente
nos configuramos. La sociedad del rendimiento es también una sociedad anónima, también en
términos de poder porque, aunque el control al que los individuos se someten es total, sin
embargo, se trata de un control que no genera una trama con sentido. La psicopolítica se nos
revela entonces como un poder desdibujado, perdido entre la mera exposición transparente y la
falta de libertad o, por decirlo de otro modo, como una libertad transparente que anula la propia
libertad. En los próximos años habrá que ver los efectos de esta psicopolítica en el plano político y
social. Parece que este poder impersonal, anónimo, conduce hacia una nueva manera de gobierno
sin que parezca que haya un poder claro y establecido.

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Haidar, V. (2009). "Biopolíticas post-foucaultianas. Pensar el gobierno de la vida
entre la filosofía política, la sociología y la cartografía del presente".

Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida (2003 [1995]) es el primer volumen de una trilogía
en la que Agamben se empeña en una genealogía del poder estriada por las nociones de
soberanía, excepción y nuda vida. Le gouvernement des corps es una compilación de artículos a
propósito del coloquio organizado por el Instituto de Estudios Políticos de París en marzo de 2001,
reunidos por Didier Fassin y Dominique Memmi, quienes además de contribuir con sendos
artículos, utilizan el prólogo del libro para explicitar el ethos de esta obra colectiva.

Una tercera, inscripta en la perspectiva -incómoda entre aquellos dos extremos- de los
governmentality studies, un enfoque que retoma las provocaciones (en lugar de una “teoría” una
“analítica”) y recrea los conceptos foucaultianos de “gobierno” y de “gubernamentalidad”, para
proponer, a partir de allí, reconstrucciones de corte genealógico de diversas problematizaciones

Los tres textos proponen usos más o menos infieles de la noción foucaultiana de biopoder. Lejos
de ser obedientes, adeptos o meramente aplicativos, estos usos involucran, con diversa eficacia, la
pretensión, sino de inventar un lenguaje, al menos de recrear aquel que dejara Foucault. Agamben
se aplica a un doble remozamiento de los conceptos de soberanía y biopoder; maniobra en la que
se renuevan, también, los sentidos depositados sobre el campo, una figura que, como se sabe,
permaneció relativamente impensada en

Agamben sostiene, que las implicaciones de la nuda vida en la esfera política constituyen el núcleo
originario -aunque oculto- del poder soberano. “Al situar la vida biológica en el centro de sus
cálculos, el Estado moderno no hace, en consecuencia, otra cosa que volver a sacar a la luz el
vínculo secreto que une el poder con la nuda vida, reanudando así (según una correspondencia
tenaz entre moderno y arcaico que se puede encontrar en los ámbitos más diversos) el más
inmemorial de los arcana imperio”

Finalmente, la noción de biopoder luce desconyunturada en The Politics of Life Itself. Rose la
somete al tratamiento analítico característico de los governmentality studies, y, así, termina
descuartizada en “regímenes de verdad”; “autoridades”; “modos de subjetivación” y “tecnologías
de gobierno”. Coherente con este trabajo de partición, el cartógrafo advierte: “El biopoder es más
una perspectiva que un concepto”, una perspectiva que arrastra al campo de visión aquellos
intentos, más o menos racionalizados, de intervenir sobre las características vitales de la existencia
humana.

Comprometidos, todos, con la pretensión de elucidar las formas contemporáneas de “politización


de la vida”, los tres discursos permanecen separados por la elección de los protocolos y los
métodos a través de los cuáles abordar ese problema. Homo Sacer es la expresión de
investigaciones “arqueológicas”, una forma distintiva de hacer filosofía que inauguró el propio

36
Foucault. En una entrevista realizada en el año 2003, que apareció en la publicación italiana de
Estado de Excepción, Agamben (2007: 12/13) explica:

“Mi método es arqueológico y paradigmático en un sentido cercano al que utilizaba Foucault, pero
no completamente coincidente con él. Se trata, ante las dicotomías que estructuran nuestra
cultura, de salirse más allá de las escisiones que las han producido, pero no para reencontrar un
estado cronológicamente originario sino, por el contrario, para poder comprender la situación en
la cual nos encontramos. La arqueología es, en este sentido, la única vía de acceso al presente (...).
Significa, en fin, trabajar por paradigmas, neutralizando la falsa dicotomía entre universal y
particular. Un paradigma (el término quiere decir en griego simplemente ‘ejemplo’) es un
fenómeno particular que, en cuanto tal, vale para todos los casos del mismo género y adquiere así
la capacidad de constituir un conjunto problemático más vasto...En mi trabajo me he servido
constantemente de los paradigmas: el homo sacer no es solamente una oscura figura del derecho
romano arcaico, sino también la cifra para comprender la biopolítica contemporánea.” El filósofo
excava, cual arqueólogo, las figuras del derecho romano; exhuma la figura del homo sacer y, a
partir de allí, la utiliza como retícula para pensar el orden político global de nuestras sociedades.
Se trata de una intervención que segrega preguntas filosóficas y que no precisa introducir ninguna
marca de reflexividad para justificarse.

Rose repite, una vez más, el manifiesto de los governmentality studies: la inscripción en una
“analítica” del presente, distanciada tanto de la historia de las ideas, la filosofía normativa y las
aproximaciones sociológicas (Rose, 1999; Osborne y Rose, 1997; Osborne, 2007); la desestimación
de las macro categorías y los conceptos totalizadores; el ethos perspectivista (Barry, Osborne y
Rose, 1996:5); la exclusión de las preguntas ontológicas, de las narraciones de totalidades y de
todo enfoque paradigmático. Su estrategia crítica consiste, asimismo, en una maniobra de
desestabilización. Pero, mientras ese efecto ha sido perseguido, de manera característica, a través
de una empresa que el propio Rose y otros autores de este movimiento, han dado en llamar
“historia del presente”, The Politics of Life Itself abandona la perspectiva histórica por una
“cartografía”. Se trabaje de manera diacrónica o sincrónica, el ethos con el que se aborda el
presente es el de un “conjunto de cuestiones” (Barry, Osborne y Rose, 1995:5). Bricollage de
piezas heterogéneas, la “historia del presente” encuentra en el presente el material para una
genealogía ávida por reponer cada una de las piezas en las que las constelaciones actuales pueden
descomponerse a sus propias series históricas, reconociendo sus condiciones de posibilidad. En
lugar de una “historia” movilizada hacia el pasado para exhibir la contingencia de aquello que se
da y se representa como coherente y consistente (Rose, 1999:19), en The Politics of Life Itself el
autor se inclina por “cartografiar” el presente, no tanto para mostrar su contingencia sino para
desestabilizar el futuro, reconociendo su carácter abierto.

El sesgo “anti-paradigmático” de la reflexión que cultiva Rose permite comprender su crítica -


furibunda- al Homo Sacer de Agamen. Ya en un artículo del año 2003 escrito en co-autoría con
Paul Rabinow, sostenía que el alto grado de generalidad y de abstracción con que Agamben se
dedicaba al biopoder terminaban vaciando el concepto de fuerza analítica y traicionando el sesgo
genealógico que el propio Foucault imprimiera a sus análisis del poder. En The Politics of Life Itself

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el ataque se concreta allí donde ese estilo de pensamiento cristaliza. A Rose, la tesis que enuncia
que el campo constituye el paradigma de la política del presente y que, en consecuencia, la
exclusión y la eliminación son la “verdad oculta” o la “garantía última de la biopolítica
contemporánea” (2007:58), le parece no sólo exagerada, sino errónea. La pregunta por la
biopolítica exige, para el cartógrafo, apego a las prácticas empíricas, atención a las
transformaciones y una perspectiva infraestructural. Impone la decisión de deponer la pregunta
por el ser y la pretensión de descubrir totalidades. La verdad conseguida asume, así, el estatuto
más modesto del diagnóstico. Su protocolo alerta, también, sobre toda tentativa de recaer en la
sociología: no sólo porque, para los governmentality studies la totalidad de la “sociedad” es
herética, sino porque para caracterizar, las formas contemporáneas de politización de la vida, no
es preciso atender al ser de las cosas, sino a las racionalidades que las inspiran y en las tecnologías
que las hacen posibles. Más allá de esas instrucciones, tampoco en su “cartografía del presente”
Rose se priva de efectuar algunas generalizaciones.

Le gouvernement des corps (Fassin y Memmi, 2004) se aproxima, al igual que el libro de Rose, a
los fenómenos biopolíticos por el lado de los “modos” bajo los cuales se presentan. Todos los
artículos que conforman esta compilación se emplazan en un terreno des-ontologizado,
enmarañado y plural.

Equipada con los conceptos foucaultianos (gobierno, subjetivación), se muestra dispuesta a


analizar empíricamente los heterogéneos “bibelots de época” (Veyne, 1984), ensamblajes
estratégicos de piezas singulares (instituciones, sensaciones, regla jurídicas) a través de los cuales
se ejerce el poder y en cuyos intersticios los cuerpos esgrimen su propia política. La obra asume,
como zócalo epistemológico, que el cuerpo, punto de apoyo terminal del poder, “se construye”.
Pero, a diferencia de lo que sucede en The Politics of Life Itself, esa construcción se aborda desde
el terreno de la sociología, con el arsenal teórico y metodológico propio de esa disciplina y se
sujeta a los protocolos de indagación que la perspectiva anglo-foucaultiana prefiere eludir.

Rose se afana en mostrar que el Estado contemporáneo no “nacionaliza” la corporidad de sus


sujetos en un cuerpo político sobre el cual trabajar en masa y en relación con los cuerpos políticos
de otros Estados. Explica, en cambio que funciona regularmente como un “facilitador” o
“animador”; lo que se expresa, por ejemplo, en la proliferación de las políticas de promoción de la
salud, en el crecimiento de la industria del seguro, y en la creciente responsabilización de las
familias y los individuos por el cuidado de su propia salud. La responsabilidad por la conservación y
la maximización de la vida ya no recae sobre aquellos que gobiernan la nación en un campo de
competencia internacional con otros Estados, sino sobre quiénes son responsables por una familia
y sus miembros (2007: 63/64).

Mientras Rose y la troupe de autores de los governmentality studies reponen el Foucault


(2006:136) que combatió toda “sobrevaloración del problema del Estado”, Dominique Memmi, en
su artículo Administrer une matière sensible, atribuye tanto a la filosofía de Agamben (2003) como
al propio M. Foucault, una concepción “soberana”, estado-céntrica y represiva de biopolítica. Si
bien no es posible encontrar citas del filósofo francés en el artículo, bien puede adivinarse que

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Memi buscó en el curso que aquel impartió en el Collège de France durante el año 1976, Hay que
defender la sociedad (Foucault, 2000). Cierto es que allí se desarrolla con alguna intensidad, la
encarnación de la biopolítica en los aparatos del Estado. No obstante, las alusiones a la
“estatalización de lo biológico” y a la “bio-regulación a través del Estado” (Foucault, 2000), están
matizadas por el reconocimiento de la posibilidad de que el biopoder se enraíce en niveles
“subestatales” como las compañías de seguros, las casas de socorro, las instituciones médicas.

A partir de un análisis focalizado en la trama de relaciones sociales que se establecen al interior de


las instituciones encargadas del control del aborto, la procreación asistida y la morigeración del
dolor frente a una muerte segura, Memmi logra exhumar la configuración de lo que denomina una
“biopolítica delegada”. En lugar de un Estado que prohíbe y vigila la administración de las
decisiones individuales concernientes al comienzo y al fin de la vida, las prácticas analizadas
traducen las formas de un poder público que cede a los individuos la carga de decidir y los costo
de efectuar el cálculo de riesgo correspondiente, y sólo vigila las decisiones a través de un control
discursivo de sus motivos.

Definitivamente, el autor encuentra en la obra de Foucault la descripción del Estado que resulta
útil a sus propósitos de “sociologizar” el análisis del biopoder. Sin embargo, su lectura cancela
posibilidades que el propio filósofo habilitó, referidas, no solo al ejercicio socialmente disperso del
biopoder sino a la alternativa de una política que, en nombre de la vida, resista al poder. Claro que
la manera cómo Memmi caracteriza esta “biopolítica delegada”, apoyándose en la voz autorizada
de un panteón sociológico (Norbert Elias, Pierre Bourdieu, Alfred Schütz) y en los aportes de la
antropología (Mary Douglas), resulta muy verosímil. Bricolaje de arcaísmo y high tech, retórica de
la libre elección, apelación al inconsciente, “megalomanía patética” de las instituciones, puesta a-
sistemática de la confesión, aportan plasticidad y definición al concepto de biopolítica.

Además del trabajo de Memmi, la miríada del gobierno que Le gouvernement des corps toma
prestada de Foucault, aporta a la sociología del cuerpo de desplegada a lo largo de los diferentes
artículos, no sólo el descentramiento respecto del Estado sino la preocupación por las múltiples
tramas agenciales a través de las cuales se dirigen los grupos humanos, algo que la sociología
política no desconocía totalmente. El “gobierno” —y esto vale para la “cartografía del presente”
de Rose y las sociologías del cuerpo compiladas por Fassin/Memmi— involucra, de por sí, una
mirada ampliada sobre los agentes con responsabilidades de conducción: políticos, expertos,
prácticos, individuos, padres de familia, etcétera. Pero esa ampliación se multiplica cuando esa
retícula se combina con el prisma epistémico y metodológico de una ciencia acostumbrada a
preguntarse ¿quiénes?, ¿con qué?, ¿con qué finalidades? y bien dispuesta a indagar las alianzas
sociales que fundan la autoridad revestida de legitimidad

El control de las relaciones que los individuos establecen con sus propios cuerpos trasciende el
métier de un grupo profesional (los médicos) y de un sector de actividad (la salud). En palabras de
los autores: “Eso que se trata de aprehender son las maneras según las cuales los otros agentes
sociales, a veces desatendidos, diversas instituciones, aparentemente extrañas a los problemas

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sanitarios, definen, piensan, miden y regulan las conductas corporales, las representaciones y los
usos del yo concernientes a su propia existencia a la vez biológica y biográfica”

Con ello no sólo repiten el gesto foucaultiano y anglo-foucauldian de descentrar el Estado del
análisis del poder, sino que avanzan en una caracterización “postsanitaria” de biopolítica. En el
pensamiento de Agamben, en cambio, la investigación arqueológica de la histórica relación entre
la soberanía y la vida, le devuelve al Estado toda la centralidad perdida. Al fin, es el poder
soberano el que hospeda la potestad de administrar la vida y de generar cuerpos aniquilables.
Mientras Foucault (2000, 2002) se detuvo a diferenciar el poder de hacer morir y dejar vivir
(soberanía) de aquel que hace vivir y deja morir (biopoder), en la lectura del italiano, la
yuxtaposición histórica entre vida y política impide trazar línea alguna de discontinuidad entre
ambos. En todo caso, la diferencia entre la Modernidad y las formas arcanas de ejercicio del poder
consiste en un cambio de énfasis: “El espacio de la nuda vida que estaba situada originariamente
al margen del orden jurídico, va coincidiendo de manera progresiva con el espacio político, de
forma que exclusión e inclusión, externo e interno, bíos y zoe, derecho y hecho, entran en una
zona de irreductible diferenciación”

La “cartografía del presente” de Rose y las sociologías del cuerpo que compilan Fassin/Memmi se
encuentran distantes de las narrativas de totalidad. Lo suyo son constelaciones de prácticas
circunscriptas históricamente, los entramados de acciones, saberes y modos de subjetivación.
Pero los dos textos terminan traicionando, a su manera, el esfuerzo desplegado para evitar una
“caída” en la identificación de un ethos, de una coagulación que represente un desnivel, o una
excedencia por sobre el nivel infraestructural de sus prácticas. Tanto The Politics of life itself como
Le gouvernement des corps, traslucen, con nitidez, una misma apuesta. Fieles a la propuesta de
diagnosticar el presente, se ocupan de imprimir un colorido unívoco al repertorio contemporáneo
de ejercicios biopolíticos. Se trata de re-conciliar a las sociedades con sus políticas y saberes, de
deponer el nodo oscuro del biopoder aquel de los racismos, las eugenesias, en fin, las
tanatopolíticas-, para iluminar la arista de las “elecciones”, las dimensiones más productivistas,
exultantes, “yoícas”. Así, The Politics of Life itself se regodea en mostrar como la politización de la
vida asume, en estos tiempos, la forma hiper-productiva, de su “optimización”.

“Las tecnologías contemporáneas de la vida no están más constreñidas, si es que alguna vez lo
estuvieron, por los polos de la salud y la enfermedad. Esos polos se mantienen, pero, además,
muchas intervenciones buscan actuar en el presente en orden a asegurar el mejor futuro posible
para aquellos que son sus sujetos. Por supuesto que, entonces, esas tecnologías compren visiones
confrontadas respecto a qué, en la vida humana individual y colectiva, puede realmente ser un
estado óptimo” (Rose, 2007:6). Hay una lógica vitalista inscripta en esas expresiones. El lugar de
las prácticas eugenésicas, desarrolladas para purificar la población y eliminar la degeneración ha
sido ocupado por investigaciones genéticas que gobiernan las conductas en nombre de la “calidad
de vida” y de la “felicidad”. La biomedicina se dedica la reingeniería biológica de la vitalidad.

En nombre de la promesa de descentrar el poder del Estado, las sociologías del cuerpo compiladas
por Fassin y Memmi, se detienen con insistencia en las formas que expresan la conexión,

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contingente, entre biopolítica y neoliberalismo. Partnerships complejas de expertos, autoridades
administrativas, familias e individuos; modalidades de acción a la distancia que re-inventan la
intervención del Estado y diluyen los límites entre lo público y lo privado. Abundan en los artículos
las formas intersticiales de resistencias, las instrucciones expertas recreadas y las políticas públicas
saturadas de afecto.

A pesar de los énfasis señalados, las descripciones relativas a la liberación de los cuerpos respectos
de los opresores históricos (el Estado; el poder médico, etcétera), aparecen muy matizadas.
Parece que el colorido de la escena se organiza para provocar la irrupción, allí cuando el lector
menos lo espera, de unas críticas: Del discurso de la libre elección -que termina fijando al individuo
a roles no queridos-; de la delegación del poder en tramas (privadas) de agentes -que engendran
nuevos determinismos sociales-; de la proliferación de técnicas para optimizar la vida -que
organizan nuevos circuitos de exclusión-, etcétera. Si en Le gouvernment des corps y en The
Politics of Life Itself la biopolítica asume los colores de las vidas auto-elegidas de las sociedades
burguesas y democráticas de Occidente, Homo Sacer discurre por el vector más sombrío del
biopoder. En lugar de unos cuerpos “radiantes”, el biopoder cifrado en todo ejercicio soberano, es
decir, en la forma misma del Estado, se expresa como tanatopolítica. Investido de la capacidad de
definir qué es vida y que no, el poder soberano produce nuda vida, cuerpos en disponibilidad,
incluidos en el mundo de la política por el mecanismo de la excepción. La arqueología que traza
Agamben ilumina la violencia a la cual se encuentra expuesto todo cuerpo emplazado, por el
ejercicio soberano, en la categoría de homo sacer. “Sacer” indica una vida “absolutamente
expuesta a que se le dé muerte, objeto de una violencia que excede la esfera del derecho y del
sacrificio”

La problematización del biopoder que ensaya el filósofo italiano se organiza en torno a unos
paradigmas funestos: El homo sacer y el campo de concentración. Mientras Rose convierte al
pasado de los autoritarismos y de los “Estados de Bienestar” en una “arcadia sangrienta” pero
felizmente abandonada y al presente en un “mundo riesgoso” aunque siempre calculable,
Agamben se niega a liberar ese mismo presente del nomos oculto en la soberanía. La posibilidad
de decidir sobre la muerte, la capacidad de generar nuda vida, acompañan, todavía, nuestras
formas burguesas y democráticas. “Gritantes”, las formas concentracionarias vienen a ser
perpetuadas en Guantánamo y la nuda vida se reproduce en las taxonomías que estrían el cuerpo
político en ciudadanos; residentes ilegales; ocupantes; refugiados y apátridas.

Si genealógicamente el biopoder invierte la relación que la soberanía estableció entre vida y


muerte, su desarrollo paroxístico -su afán por “maximizar” la vida- lo convierte en tanatopolítica:
vida que mata para conservar/maximizar la vida. La valencia “afirmativa”, en cambio, refiere a una
política de la vida que encierra una práctica de subjetivación, a una vida vuelta contra el orden del
poder. Ese doble estatuto ha permitido que el biopoder se asociase, históricamente, con
programas políticos divergentes, con prácticas de exterminio y prácticas capaces no sólo de
generar bienestar sino de incrementar las posibilidades para su definición autónoma. Para pensar
esa co-existencia problemática, Esposito (2006:53) propone la idea de un campo semántico

41
tensado por los polos excluyentes, de subjetivación y muerte: “(o) la biopolítica produce
subjetividad o produce muerte

Invirtiendo el análisis clásico, para Fassin los cuerpos expuestos ante la administración del Estado,
expresados en su singularidad a través de recursos autobiográficos (se trata, una vez más, de
conocer y decir la verdad sobre uno mismo) constituyen la ultima ratio de los dominados, capaz de
detonar prácticas de reconocimiento: ayudas financieras para desempleados, certificados de
residencia para la atención de los extranjeros enfermos. La relación entre los funcionarios del
Estado y los cuerpos está saturada de afecto: inmigrantes y desempleados ponen en locución sus
historias personales y “solicitan” a la administración local, en nombre de la compasión ante el
dolor y del merecimiento derivado de una trayectoria desafortunada. Distanciadas del lenguaje de
los derechos, las prácticas analizadas están emplazadas en el terreno de una política de la zõé, de
la nuda vida: “Estamos aquí en el registro de la ‘vida nuda’ rebajada a las exigencias elementales
del cuerpo: el hambre, el frío la enfermedad”

Desde la perspectiva del autor, el acto de tomar la palabra en nombre del sufrimiento atribuye
existencia política y competencia social a los dominados, mutando la relación que establecen
consigo mismo. Es posible que, en estas manifestaciones, como sostiene Fassin, el poder del
Estado se humanice. Pero, por esta vía, a pesar de las buenas intenciones, tampoco se eluden los
riesgos de la sujeción. Los solicitantes son, primordialmente, “cuerpos sufrientes”: Su condición de
“desempleados” o “inmigrantes” queda suspendida y su dolor se articula en términos viscerales.
Esta biologización del dolor y simultánea obliteración de sus causas sociales, reins tala, por otra
vía, la figura arcaica del homo sacer. Vida a la que cualquiera puede dar muerte sin cometer delito
o cuerpos a los que se puede ayudar sin estar cumpliendo una obligación o realizando un derecho,
comparten un mismo zócalo: ser reducidos a la nuda vida. Proclive a pensar en las dos valencias
del biopoder, Agamben renuncia a trazar la línea a partir de la cual la decisión sobre la vida se hace
decisión sobre la muerte, y la biopolítica deviene tanatopolítica. Por el contrario, desde su
perspectiva, “esa línea ya no se presenta hoy como una frontera fija” (2003:155), sino como un
criterio movedizo que se redefine todo el tiempo, comprendiendo, del lado de la decisión sobre la
muerte, zonas cada vez más amplias de la vida social. Lejos de diagnosticar una existencia política
novedosa para aquellos que exponen su sufrimiento a los ojos del soberano, o de confiar
subjetivaciones intersticiales, el texto del italiano ofrece diagnósticos incómodos para los
ciudadanos adictos al deber de cuidarse.

Si la sociología del cuerpo de Fassin hace lugar a las políticas de la vida, la filosofía de Agamben
atribuye un carácter decisivo a la valencia tanatopolítica del biopoder. Y, esto, al menos, por tres
operaciones teóricas encadenadas: emplazar al campo como nomos de la Modernidad; afirmar
que la línea que permite dirimir las decisiones del poder soberano sobre la vida y la muerte es
cada vez más difusa y advertir una creciente inclusión de prácticas sociales del lado de la
tanatopolítica. ¿Dónde localizar, entonces, el pensamiento de Rose? Fiel a la consigna foucaultiana
del “ni bueno...ni malo” sino siempre “peligroso”, para el autor más representativo de los anglo-
foucauldians, la biopolítica contemporánea gobierna: es decir, estructura el campo de posibles
acciones de individuos y de grupos en nombre de la maximización de la vida de algunos. La

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peculiaridad del gobierno contemporáneo de las experiencias de salud y enfermedad está dada (y
aquí reside el principal aporte de este enfoque) por la adhesión de los nuevos valores de la
“calidad de vida”, el “fitness” y el “bienestar” en las aspiraciones personales de los individuos. De
por sí, las prácticas vitalistas controladas por las nuevas expertises, involucran sólo a algunos
grupos sociales e individuos. La posibilidad de optimizar la vida no está democráticamente
repartida y, mientras se potencian las posibilidades de la existencia de unos, se omite siquiera
conservar la vida de otros. Además, Rose reconoce que algunas de esas prácticas biopolíticas
implican, en ocasiones, “elecciones” en relación a diferentes vidas. Sin embargo, a pesar de
reconocer que la biopolítica organiza, también, circuitos de exclusión, el autor se niega a inscribirla
en el dominio de la tanatopolítica. En este sentido, su distanciamiento respecto del autor de Homo
Sacer es radical: “Mientras las vidas, las enfermedad y los problemas de muchos pueden ser
ignorados o marginados en las economías políticas contemporáneas de la vitalidad, dejar morir no
es hacer morir — ningún soberano desea o planea la enfermedad o la muerte de nuestros jóvenes
ciudadanos— Si podemos acordar con Agamben que hoy la vida misma es doblemente valorada y
sujeta a recurrentes juicios de valor, los problemas de nuestros tiempos no son reactivaciones del
pasado” (Rose, 2007:58). Desde la óptica de Agamben no hace falta llegar al paroxismo de
Guatánamo para que la tanatopolítica se actualice. Homo Sacer nos alerta sobre lo que las formas
contemporáneas de la biopolítica “pueden”. Nos impulsa a aprender a reconocer las
“metamorfosis” y “disfraces” (Agamben, 2003:156) bajo los que el campo se oculta.

García Dauder, S. y Romero Bachiller, C. (2002). Rompiendo viejos dualismos: De las


(im)posibilidades de la articulación.

La problematización del sujeto autónomo, homogéneo y estable de la modernidad y la


consiguiente “crisis” del sujeto a partir del cual se constituyen políticas de emancipación como en
el caso del marxismo o del feminismo; el paso de las identidades a las prácticas políticas, a las
conexiones parciales, contingencias estratégicas y conocimientos situados; la proliferación de
múltiples opresiones invisibilizadas que visibilizan los “márgenes” simultáneamente como
“centros” de otras opresiones; el llamado giro lingüístico y las posteriores críticas a un nuevo
determinismo discursivo que dejaría fuera subjetividades, cuerpos, agentes no-humanos y
sedimentaciones materiales...

Todas estas coordenadas nos ubican enlazándonos en/con múltiples redes semiótico-materiales
desde las cuales proponemos la “articulación” como un filtro óptico capaz de dar cuenta de
algunas de las paradojas, complejidades y contradicciones que nos desbordan a comienzos del
siglo XXI.

El artefacto teórico que moviliza el concepto de “articulación” cuestiona las prácticas


semióticomateriales que una y otra vez escapan a la rigidez de la mirada dualista. Navegando
entre el Escila del realismo y el Caribdis del construccionismo ingenuo, la promesa de la

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articulación no es tanto responder a lo que prolifera “entre medias y por debajo de los polos” de la
naturaleza y la cultura que constituyen la dualidad moderna (Latour, 1993), como plantear
“geometrías posibles” donde hablar de “polos” no tenga sentido.

La noción de “articulación” se abrió como un espacio de posibilidad para pensar algunas de las
cuestiones que problematizaban los discursos del marxismo y del feminismo a principios de los
setenta. En el caso de una cierta corriente marxista se trataba de un esfuerzo por escapar tanto de
los reduccionismos economicistas como de los esencialismos de clase. Si en el primer caso se trata
de la mistificación del poder de la economía como base infraestructural sobre la que se elevaba el
edificio superestructural de la sociedad, la cultura, etc., en el segundo caso, nos encontramos con
que la pertenencia a una determinada clase en un modo de producción concreto se configura
como el elemento generador de toda práctica política o ideológica. Esto imposibilita el abordaje
teórico de los comportamientos contradictorios de clase -como el apoyo de la clase obrera a
movimientos conservadores como los populismos en América Latina, por ejemplo-, a no ser
considerándolos como aberraciones o teorizándolos en relación con las diferencias entre la clase
en sí y la clase para sí.

Es precisamente la incapacidad para abordar la opresión de las mujeres lo que va a marcar las
críticas, y a veces rupturas, del feminismo con las organizaciones mixtas de izquierda a principios
de los setenta. Las feministas consideraban inaceptable la relegación de la opresión patriarcal a un
segundo plano de la lucha e insuficiente considerar que una vez derogado el modo de producción
capitalista la opresión patriarcal desaparecería.

Es en esta dirección que hay que entender los esfuerzos desarrollados por todo un grupo de
teóricas feministas que desembocarán, entre otros planteamientos, en las llamadas “teorías del
doble sistema” (dual system theories), en las que se considera que capitalismo y patriarcado son
dos sistemas paralelos que actúan de forma conjunta en la opresión de la mujer. Si en el caso del
capitalismo, esta opresión/explotación viene definida por la apropiación de la plusvalía de la
trabajadora en el ámbito de la producción capitalista, en el patriarcado la opresión se define por la
situación de las mujeres en un sistema sustentado por el modelo heteronormativo y la institución
de la familia y el matrimonio -en el que los hombres resultan directamente beneficiados del
trabajo doméstico de las mujeres destinado a la reproducción y mantenimiento de la mano de
obra. Esto también dará lugar a teorizaciones en relación con los modos de producción y de
reproducción como esferas diferenciadas pero inseparables en relación con la posición
subordinada de las mujeres

Pero estas críticas al olvido de las cuestiones de raza/etnicidad, de sexualidades no normativas o


de las posiciones postcoloniales no sólo se produjeron en el seno del feminismo, también en el
marco de la izquierda en general. Al igual que en el caso del género, surgieron análisis de las
relaciones de clase y raza (es relevante en este sentido destacar los trabajos de Stuart Hall y Paul
Gilroy entre otros), y críticas a las producciones teóricas por no abordar críticamente la
colonización (Said, 1990). Es en este marco general que el concepto de articulación comenzará a
ser empleado desde los años setenta como “un signo para evitar la reducción”, una promesa

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condensada en un término cuyos contenidos van a ser escasamente delimitados, pero que ofrecía
la posibilidad de pensar sobre contradicciones y diferencias no atendidas hasta el momento.

De hecho, la cuestión de la unidad e identidad de la izquierda y de los peligros de su


fragmentación ha venido alimentando un debate que se mantiene aún hoy, fundamentalmente
entre posiciones que defienden un sujeto de la izquierda (o del feminismo) unificado, y las formas
más extremas de las políticas de identidad –con el peligro de esencialización que ambas posturas
pueden conllevar. Las críticas de Eric Howsbawn (1999) a las políticas de la identidad, los
denodados intentos habermasianos por salvaguardar la razón universal, los debates en torno a la
cuestión de la crisis del sujeto del feminismo protagonizados por Seyla Benhabib, Judith Butler,
Nancy Fraser o Celia Amorós, e incluso el acuñamiento del término “conservadurismo de
izquierda”, hacen patentes las tensiones y dificultades que surgen ante la necesidad de abordar las
(in)diferencias, así como la necesidad de articulaciones políticas que sean capaces de integrar
dichas diferencias y el conflicto que generan. Destacaremos la argumentación de Judith Butler
(1997; 2001) por la relevancia que tiene para el presente artículo, así como por la controversia
generada a partir de sus posiciones.

Butler va a preguntarse hasta qué punto esta llamada a la unidad de la izquierda no se quiere
hacer a costa de serias exclusiones y es producto de un renovado conservadurismo social y sexual.
Así, va a criticar la descalificación hacia determinadas políticas de identidad -en particular las
políticas queer y de gays y lesbianas-, que desde ciertos sectores de izquierda se viene realizando
al identificarlas con “lo meramente cultural”, denunciando que no se ocupan de aspectos
materiales “más serios”. Butler se pregunta si no se está volviendo a unos planteamientos que
distinguen entre infraestructura económica y supraestructura socio-cultural y que se olvidan de
toda la crítica marxista de los últimos años –especialmente el trabajo de Althusser. Finalmente va
a cuestionar la separación entre lo cultural y lo material, destacando los efectos profundamente
materiales de lo definido como “meramente cultural”. La propuesta de Butler aboga por prácticas
políticas capaces de:

“mantener el conflicto *entre las diversas posiciones+ de modos políticamente productivos, como
una práctica contestataria que precisa que estos movimientos articulen sus objetivos bajo la
presión ejercida por los otros, sin que esto signifique exactamente transformarse en los otros.

(...) Aquí la diferencia no se reduce simplemente a las diferencias externas entre los movimientos,
entendidas como las que distinguen un movimiento de otro, sino por el contrario, a la propia
diferencia en el seno del movimiento, a una ruptura constitutiva que hace posibles los
movimientos sobre bases no identitarias, que instala un cierto conflicto movilizador como base de
la politización. La producción de facciones, entendida como el proceso por el cual una identidad
excluye a otra con el fin de fortalecer su propia unidad y coherencia, comete el error de considerar
el problema de la diferencia como aquel que surge entre una identidad y otra; sin embargo, la
diferencia es la condición de posibilidad de la identidad, o mejor, su límite constitutivo: lo que
hace posible su articulación y, al mismo tiempo, lo que hace imposible cualquier articulación final
o cerrada.”

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Engarzándose en el paradigma articulatorio, Butler, junto con Laclau y Mouffe, defiende la
necesidad de una “democracia radical” en la constitución de las políticas de izquierda, que vaya
más allá de consensos reduccionistas constituidos sobre los intereses invisibilizados de un grupo
frente al resto excluido o al menos amordazado. Una democracia radical definida por un ideal de
inclusividad imposible y necesario de las distintas diferencias

La resistencia de la articulación a quedar encerrada en caracterizaciones unívocas es una de sus


mayores virtudes. Pero es también su mayor peligro, ya que puede dar lugar a que un artefacto
teórico enormemente sugerente devenga en un paraguas formal, institucionalizado y multiusos
que por querer dar cuenta de todo, pierda toda capacidad teórico-política de significación, o más
aún, que tras una consistencia de homogeneidad semántica se encierren usos diversos de los que
no se nos ofrezca análisis ninguno. De ahí la necesidad no sólo de abordar las (im)posibilidades de
la articulación, sus sedimentaciones, capacidades de movilización y de resistencia a lo
institucionalizado hegemónico, sino también de especificar su contenido, reconociendo su
carácter contingente y situado

Posiblemente el primer intento explícito de generar una “teoría de la articulación” se encuentra en


el trabajo de Ernesto Laclau (Slack,1996; Hall, 1996a). La imposibilidad manifiesta de las
formulaciones ortodoxas marxistas para dar cuenta de vinculaciones de la clase obrera con
estrategias políticas conservadoras -como las del populismo en Latino América-, más allá de
describirlas como “accidentes” o “producto de modos de producción no suficientemente
desarrollados”, llevan a Laclau a cuestionar las simples determinaciones económicas y de clase y
abogar por la articulación como espacio teórico-político relacional de conexiones no-necesarias en
el que cabrían visiones más complejas de lo social.

Pero la relación de la articulación con la práctica política la realiza Laclau mediante el concepto de
hegemonía gramsciano (Slack, 1996). Sostendrá que la hegemonía de una clase sobre el resto no
se sustenta tanto en la imposición de una determinada visión de mundo particular, como en la
capacidad que ésta tenga de articular diversas perspectivas de tal modo que los antagonismos
entre los distintos grupos sociales queden desactivados. Ampliando el concepto de hegemonía y
ofreciendo un análisis desconstructivo de la noción de clase, va a continuar la teorización de la
articulación en Hegemonía y Estrategia Socialista, un trabajo desarrollado conjuntamente con
Chantal Mouffe y que constituye uno de los hitos del llamado “postmarxismo”. Así realizan un
ejercicio de desestabilización de la unidad de clase dado que, por un lado, presupone la existencia
de un sujeto colectivo previo, lo que le conduce de forma casi irremediable a posiciones
esencialistas, y por otro, porque la clase aparece conformada como una totalidad explicativa que
no deja espacios evidentes para la disidencia.

La hegemonía, a su vez, va a definirse como una práctica en que las identidades no están fijadas
desde el comienzo, y son producto al tiempo que productoras de una fijación exitosa –en tanto
que no cuestionada- de ciertas articulaciones en la estructura discursiva de lo social. Las
identidades van a venir definidas por su posición en una articulación. Un discurso puede
conformarse como realidad hegemónica con apariencia de solidez, pero ésta no es nunca

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monolítica, ya que toda fijación discursiva es siempre parcial, con lo que hay cabida para
disidencias/disonancias que puedan llegar a cuestionar la matriz discursiva.

Desde esta perspectiva, la constatación de la creciente complejización y fragmentación de lo social


en las sociedades industriales avanzadas es interpretada por un lado, como resultado de la
asimetría entre “el exceso de sentido de lo social” como generador de multiplicidad de diferencias
irreductibles las unas a las otras y por otro, por las dificultades de fijación de las diferencias “como
momentos de una estructura articulatoria estable” (Laclau y Mouffe, 1987, p. 109). La
imposibilidad de una fijación durable es lo que posibilita la “apertura de lo social”, como espacio
siempre incompleto y del que no se puede garantizar un cierre. Esto ofrece posibilidades de
revisión de las fijaciones establecidas, así como el cuestionamiento de las formaciones sociales
sedimentadas.

La fijación de identidades para Laclau y Mouffe constituye un sueño imposible de totalidad y


autonomía, ya que el carácter relacional de las articulaciones presupone una “presencia de unos
objetos en otros” (Laclau y Mouffe, 1987, p. 118), lo que imposibilita la sutura –cierre- de la
identidad de ninguno de los elementos articulados. Más aún, en esta presencia de “unos objetos
en otros” podemos leer -forzando un tanto la propuesta de Laclau y Mouffe- no sólo una negación
explícita de las dicotomías entre yo y otro, sujeto y objeto, sino también una propuesta que nos
remite a la imagen de la actriz-red.

La “teoría de la actriz-red” –actor-network theory-, hace referencia a entidades irreductibles a una


actriz o a una red, en tanto que constituidas relacionalmente en y por los vínculos que las
conforman (Callon, 1998). De hecho, una formación de actriz-red debería quizá denominarse de
“actrices-red” o “actrices-redes”, ya que constituyen entidades de pluralidad irreductible. No
todos los elementos involucrados en una entidad de estas características lo están del mismo
modo, ni todos ellos son humanos. Hay conexiones más potentes que otras y actores no humanos
–que junto con los humanos conformarían colectivos funcionales o actantes-, que activamente
constituyen una determinada formación de actriz-red, no como espectadores pasivos, sino como
objetos con capacidad para objetar (Latour, 2000) y delimitar condiciones de posibilidad e
imposibilidad de los momentos de fijación de cada entidad en su conjunto.

Considerando todo lo expuesto, ¿podemos considerar que las “actrices-red” tienen forma
articulatoria? Si atendemos a las versiones de la articulación que nos ofrecen Haraway y Latour, la
respuesta sería afirmativa –si bien con ciertos matices en cada uno de los casos. Si la pregunta se
plantea sobre la versión de la articulación descrita por Laclau y Mouffe la respuesta se torna más
compleja. Es evidente que ofrece una base para pensar en dicha dirección, el alto nivel de
abstracción que presenta su teorización probablemente ofrezca espacio para casi todo. Sin
embargo, nos inclinamos a pensar que en el horizonte articulatorio de Laclau y Mouffe los
elementos nohumanos no están considerados, no tanto porque “no quepan” en su planteamiento,
cuanto porque dudamos se encontraran en el punto de mira de estas autoras.

En concreto Laclau y Mouffe (1987) definen la articulación en los siguientes términos:


“Llamaremos articulación a toda práctica que establece una relación tal entre elementos que la

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identidad de éstos resulta modificada como resultado de esa práctica. A la totalidad estructurada
resultante de la práctica articulatoria la llamaremos, discurso. Llamaremos momentos a las
posiciones diferenciales, en tanto aparecen articuladas en el interior de un discurso. Llamaremos,
por el contrario, elementos a toda diferencia que no se articula discursivamente.”

Laclau y Mouffe (1987) van a afirmar que toda formación discursiva sólo se constituye como
limitación parcial de un “exceso de sentido” que irremediablemente lo subvierte: “Este “exceso”,
en la medida que es inherente a toda citación discursiva, es el terreno necesario de constitución
de toda práctica social. Lo designaremos con el nombre de campo de la discursividad (...): él
determina a la vez el carácter necesariamente discursivo de todo objeto, y la imposibilidad de que
ningún discurso determinado logre realizar una sutura última.” (p. 128).

Así pues los elementos no se articulan de forma discursiva, no porque exista la posibilidad de fijar
un sentido exterior al flujo de las diferencias -ya que esto presupondría la necesidad de algún tipo
de significado trascendental totalmente descartado por su teorización-, sino porque, si todo es
discurso, y discurso sin centralidad determinante, las sustituciones y desplazamientos no
jerarquizadas extienden “infinitamente el campo y el juego de la significación” (Laclau y Mouffe,
1987, p. 129). De este modo, los elementos van a ser caracterizados como significantes flotantes
“que no logran ser articulados a una cadena discursiva” particular (p. 130). Pero esta ausencia de
fijación a una cadena discursiva no se produce por carencia de significación, sino por exceso: es
por su irreductible polisemia, desarticuladora de las estructuras discursivas, que la significación
nunca puede ser totalmente aprehendida, que lo social aparece como algo abierto, como algo
nunca idéntico a sí mismo. La articulación se configura, de este modo, como una práctica de
fijaciones parciales que estabiliza ciertos puntos nodales tan sólo por un cierto tiempo. Así, “lo
social es articulación en la medida en que lo social no tiene esencia, es decir, en la medida que la
sociedad es imposible.”

A nuestro parecer Laclau y Mouffe no sólo soslayan consideraciones sobre las condiciones de
(im)posibilidad como apuntaría Hall, sino que pueden alcanzar un formalismo tal que encorsete en
gran medida las posibilidades del concepto de articulación, convirtiéndolo en un término que
podría circular “fluidamente” en los ámbitos académicos, pero ya no tanto como “significante
flotante”, sino como “significante vacío”, o mejor, desbordantemente lleno, pero anestesiado para
la acción política por sus dificultades de traducción.

“Una articulación es por tanto la forma de la conexión que puede producir una unidad de dos
elementos diferentes, bajo determinadas condiciones. Es una unión que no es necesaria,
determinada, absoluta y esencial para siempre jamás. Hay que preguntar, ¿bajo qué circunstancias
puede ser producida o forjada una relación? Por lo que la llamada “unidad” de un discurso es en
realidad la articulación de elementos diferentes, específicos que pueden ser re-articulados en
formas diversas dado que no poseen una necesaria “pertenencia” mutua. La “unidad” que importa
es un enlace entre ese discurso articulado y las fuerzas sociales con las cuales puede conectarse
bajo ciertas condiciones históricas, auque no de forma necesaria.” (Hall, 1996a, p. 140).

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La crítica de Stuart Hall al concepto de articulación en Laclau y Mouffe se va a centrar en las
limitaciones que, a su parecer, produce el giro discursivo de estas autoras. Identificando el
discurso del que hablan Laclau y Mouffe con lenguaje -de una forma cuestionable a nuestro
entender-, afirma que, si bien la “metáfora del lenguaje” puede resultar útil para repensar algunas
cuestiones en la teorización de lo social, no se puede afirmar que lo social es lenguaje. Así,
propondrá hablar del mundo, de las prácticas sociales como si fueran lenguaje (Hall, 1996a, p.
146). El problema de esta crítica radica en que en Mouffe y Laclau se habla de discurso de una
forma no reducible a lenguaje.

De hecho no sólo reconocen la materialidad de toda estructura discursiva (Laclau y Mouffe, 1987,
p. 125), sino que en su teorización los discursos parecen funcionar de un modo bastante cercano
al que apunta Michel Foucault: si en la concepción foucaultiana los discursos actúan como
dispositivos de biopoder –irremediablemente materiales y simbólicos a un tiempo-, inscritos en
determinadas economías políticas de verdad institucionalizadas; en Laclau y Mouffe éstos
constituyen totalidades estructuradas en las prácticas articulatorias, que conforman
materialidades ordenadas de forma contingente y fijaciones parciales de significado.

De mucho mayor calado resulta su crítica sobre la escasa consideración a las condiciones de
(im)posibilidad y a las limitaciones en las prácticas articulatorias que ofrecen Mouffe y Laclau. Hall
afirma que tal como desarrollan el concepto, “no hay razón por la que cualquier cosa pueda o no
pueda ser, potencialmente, articulable con cualquier otra. La crítica al reduccionismo ha
desembocado aparentemente en la noción de que la sociedad es un campo discursivo totalmente
abierto.”

En este sentido resultan destacables las revisiones que Hall, siguiendo a Gramsci, hace del
concepto de determinación económica, noción que rechaza en favor de lo que va a denominar
determinancy – determinabilidad-. Con este concepto pretende, por un lado, descolgarse de
reduccionismos economicistas y de las distinciones clásicas entre infraestructura y
superestructura; y por otro, señalar las potentes fijaciones y constricciones en las que se enmarca
cualquier práctica, fijaciones que, sin embargo, nunca limitan totalmente: “no hay garantías”. Así,
va a dibujar un marco en el que se producen relaciones múltiplemente determinadoras entre los
diferentes niveles que se articulan en la constitución de una formación social concreta.

Hall nos ofrece útiles herramientas para tomar en consideración no solamente las posibilidades de
apertura de lo social, sino cómo en las articulaciones no todos los elementos movilizados lo son en
igual medida y cómo unos tienen mayor capacidad de influencia que otros: visibiliza las diferencias
de poder y las condiciones de (im)posibilidad de las diferentes posiciones en relación. Sin
embargo, los actores involucrados en la concepción de Hall son todos humanos o construcciones
sociales producto de éstos. Hall atiende a la materialidad, pero la agencia sigue siendo ámbito
exclusivo de lo humano. Es por ello que ampliando el sentido de la agencia y de la articulación
vamos a pasar por Donna Haraway para incluir en la articulación a las actrices no-humanas.

“Quiero vivir en un mundo articulado. Articulamos, luego existimos.” (Haraway, 1999, p. 150). una
empresa arriesgada y profundamente encarnada donde las fronteras se diluyen y confunden en

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relaciones monstruosas llenas de promesas y blasfemias. “Quiero vivir en un mundo articulado.”
Un mundo alejado de “verdades” purificadas en los filtros de una tecnociencia manchada en
narrativas de supremacías imperialistas, heteropatriarcales y racistas, en historias de
(des/re)colonización, y en las estrategias militares y de mercado de la globalización. Un mundo
poblado por entidades excesivas y promiscuamente enlazadas, entidades materiales y siempre
significadas/ivas. Entidades humanas y no humanas, donde lo no-humano no hace referencia
únicamente a artefactos de ingeniería humana, sino también a animales y otras en cuyo desarrollo
“lo humano” no ha ejercido el papel protagonista.

La articulación que nos presenta Haraway está mucho más encarnada que cualquiera de las otras
versiones a las que hemos hecho referencia. Enmarcada en las tradiciones del feminismo, el
marxismo y la historia de la ciencia, se desmarca de ellas ofreciéndonos filtros ópticos que nos
inundan de imágenes preñadas de posibilidades, de artefactualismos implacables y excesivos
donde implosionan lo material, lo semiótico, lo social, lo técnico y lo natural.

Decidida a acabar con los dualismos transcendentales modernos, nos embarca en un proyecto
amoderno (Latour, 1993) que parte de la inexistencia de una fractura entre el polo de lo social y el
polo de lo natural, dando la bienvenida a sus no reconocidos vástagos: los híbridos. Así Haraway
desprende la naturaleza de su mítico e inmaculado nicho liminal para situarla en el mucho menos
edénico y más cercano “ombligo del monstruo”. En un ejercicio de desconstrucción de la
naturaleza como producto gemelo del industrialismo -lo que la emplaza discursivamente como lo
otro en las construcciones sexistas, racistas, colonialistas y de opresión de clase-, va a señalar
cómo ésta constituye un término a la vez imposible y necesario. Es sólo barrándolo que se hace
visible su imposibilidad mítica y se evidencia en su materialidad manchada. Y es bajo la barra que
las conexiones que conforman la naturaleza como producto al servicio de un determinado discurso
de dominación se hacen evidentes, dejando al mismo tiempo que continúe siendo legible, pero de
otra forma (Spivak, 1980).

Haraway nos presenta la naturaleza construida como ficción y hecho. En tanto que
consistentemente material y cargada de significaciones –como aparato semiótico-material-, la
naturaleza que nos dibuja Haraway es un artefactualismo efecto del trabajo de múltiples actrices:

“Si el mundo existe para nosotros como «naturaleza», esto designa un tipo de relación, una proeza
de muchos actores, no todos humanos, no todos orgánicos, no todos tecnológicos. En sus
expresiones científicas, así como en otras, la naturaleza está hecha, aunque no exclusivamente,
por humanos: es una construcción en la que participan humanos y no humanos.”

Humanos y no humanos quedan incorporados, al igual que en el caso de Bruno Latour, en el


proyecto articulatorio de esta autora. Pero si en Latour, como va a criticar la propia Haraway, las
actrices nohumanas quedan fundamentalmente restringidas a máquinas y otros elementos de
producción humana, en Haraway (1999) este concepto se amplía, incluyendo a otras entidades no-
humanas-no máquinas. En concreto se va a referir a los animales, que de este modo perderían el
status de objetos en el que estaban constreñidos, y a la propia naturaleza artefactual y coyote.

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Además de ampliar el conjunto de entidades no-humanas enlazadas en las articulaciones, Haraway
nos propone sustituir la institucionalizada política semiótica de la representación por una política
semiótica de la articulación. Si en Latour (1993) nos encontramos con reclamos para ampliar la
constitución moderna a las cosas de tal forma que éstas también estén representadas, Haraway
critica duramente este modelo representacionista heredero de las formas de la democracia liberal
representativa imperante en las sociedades occidentales:

“Para contar esta historia debemos desconfiar tanto de la naturaleza como de la sociedad y resistir
a los imperativos a ellas asociados para representar al «otro», para reflejarlo, darle voz o actuar
como sus ventrículos.” (Haraway, 1999, p. 135

Tal como nos recuerda Haraway (1999), en el paradigma mítico de la modernidad los científicos
van a ser los portavoces más fiables y menos interesados: “el científico es el representante
perfecto de la naturaleza, esto es, del mundo objetivo permanentemente y constitutivamente
mudo.” (p. 138). Este reconocimiento como representantes se sustenta en su distanciamiento –
distanciamiento constituido sobre la invisibilidad modesta (Haraway, 1997) marcada genérica,
racial, étnica, y sexualmente- y va a otorgarles el papel de privilegiados vigilantes del tecno-
biopoder. En este sentido, Haraway critica a Latour por reproducir este modelo representativo: en
un truco de hábil prestidigitador consigue que todo se mueva para que todo siga igual. No sólo las
narrativas que genera recrean modelos de representación en las que los científicos se tornan en
portavoces de diversos colectivos de humanos y no-humanos convenientemente domesticados y
traducidos -las vieiras, los pescadores de la Bahía de Saint Brieuc (Callon, 1995); el ántrax, la
vacuna, los ganaderos franceses (Latour, 1995)-, sino que en las propias narrativas se reproduce
dicho proceso de tal forma que el científico –en este caso el hábil sociólogo de la ciencia, que ni
siquiera requiere de la bata blanca- es el que va a traducir y representar las redes de humanos y
no-humanos.

Para Haraway (1999) la articulación supone un giro completamente distinto: los actantes no son lo
que es representado, sino “entidades colectivas que hacen cosas en un campo de acción
estructurado y estructurante” (p. 139). De este modo, insistiendo en la necesidad de partir de
conocimientos situados (Haraway, 1995) propone una política semiótica de la articulación en la
que no aparece finalmente un único actor heroico capaz de hablar por quienes no tienen voz –
humanos y no-humanos-, sino que las entidades colectivas conformadas por humanos y no-
humanos son responsabilidad de todos los elementos que las constituyen y con los que establecen
conexiones parciales. No hay posibilidad de afueras que garanticen supuestas independencias,
sino situaciones tremendamente encarnadas y haces de relaciones entre elementos desiguales.

Para Haraway las articulaciones son colectivos de humanos y no-humanos materiales y siempre
significativos, entidades colectivas en las que las distinciones se difunden. Conexiones parciales
inmersas en prácticas ritualizadas y sedimentadas y posicionadas histórica y socialmente.
Conexiones que son siempre desbordadas por una naturaleza-coyote siempre excesiva y no
totalmente reducible a la significación.

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A lo largo de este artículo hemos venido trazando un particular recorrido en torno a algunas de las
propuestas de la articulación como artefacto teórico-político. A continuación vamos a desglosar de
forma analítica varios niveles en los que se viene utilizando el término, reconociendo no obstante
que la potencialidad de la articulación se encierra precisamente en esa capacidad para enlazar
elementos aparentemente disímiles y vincular aspectos que suelen aparecer escindidos. En el
primer nivel se considera la articulación como una propuesta ontopolítica; el segundo atiende a las
políticas de la articulación; el tercero aboga por la articulación como estrategia epistémico-
metodológica.

La articulación como propuesta ontopolítica, está presente en la figura blasfema del cyborg de
Donna Haraway (1995). Una figura donde implosionan y se disuelven las estabilizadas fronteras
entre lo animal y lo humano, entre lo humano y lo tecnológico. “El cyborg es nuestra ontología,
nos otorga nuestra política” (p. 254). En su primera aparición (Haraway, 1995), el cyborg suponía
una implosión de fronteras que podría ser interpretada como concentrada en una única figura –
individualizada y antropocéntrica- que se resistiera a abandonar la posición de “héroe de la
narrativa”. Pero en “Las Promesas de los monstruos” Haraway (1999) aclara y matiza su propuesta
hablando de actantes y de “posiciones cyborg” en un ejercicio de desplazamiento de lo humano y
de colectivización de la agencia.

Este desplazamiento desde la figura del héroe a un paisaje colectivo articulado resulta
profundamente político: “¿Quiénes somos «nosotros/as»? Ésta es una pregunta inherentemente
más abierta, una pregunta que siempre está dispuesta a articulaciones contingentes, generadoras
de fricción.” (Haraway, 1999, p. 151). Se trata de un salto del personaje al colectivo funcional,
donde los actantes son constituidos en haces de relaciones descentralizadas y desiguales,
articulaciones en las que no todos los elementos tienen la misma valencia ni capacidad de
generación de enlaces. Se trata de relaciones en un continuo movimiento de implosión/explosión
donde se producen reorganizaciones no estabilizadas salvo por reactualización de las conexiones.

Las políticas de la articulación problematizan los silenciamientos del modelo representativo de la


democracia liberal, los esencialismos de las políticas identitarias y las llamadas a la unidad de la
izquierda. Esto parece especialmente relevante en un momento en que se tiende a asimilar las
luchas identitarias a demandas meramente culturales de reconocimiento (Klein, 2001). La
distinción que plantea Nancy Fraser (1997) entre “políticas de redistribución” (económicas) y
“políticas de reconocimiento” (identitarias/culturales) resulta enormemente problemática y puede
tener el efecto perverso de reproducir ordenamientos jerarquizadores entre infraestructuras
económicas y superestructuras culturales, así como supeditar las demandas “identitarias” como
cuestiones particulares frente a demandas de cariz económico-redistributivo consideradas
generales. Bajo este paraguas se repiten viejas exclusiones, además de ignorarse los efectos
profundamente materiales, y no sólo en el sentido económico, de las exclusiones y los
ordenamientos en lo simbólico-cultural. Así, Butler (2001) señala que lo que para algunas personas
puede ser una teoría de lo “meramente cultural”, de “mera indulgencia”, constituye en muchos
casos una cuestión de “supervivencia”. La atroz materialidad de las normativizaciones
“normalizadas” lleva a algunas personas “no admitidas como reales” no sólo a vivir bajo la

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amenaza de violencias institucionalizadas –encarcelamiento, psiquiatrización, cirugías,
discriminaciones varias-, sino al propio suicidio. “El pensamiento de una vida posible es sólo una
indulgencia para aquellas personas que se saben a ellas mismas como posibles. Para aquéllas que
están aún intentando ser posibles, la posibilidad es una necesidad

Frente a estos planeamientos, la promesa de la articulación va a ser la descentralización de los


personajes centrales de las políticas de la identidad, al mismo tiempo que el reconocimiento de
sus diferencias y demandas particulares. Las políticas de la articulación lejos de partir de la
existencia de un sujeto determinado sobre el que organizar una estrategia política, conforma la
identidad de sus sujetos en el mismo ejercicio articulatorio. La articulación así se sitúa como un
paradigma donde sería posible reconocer la simultaneidad de prácticas políticas identitarias –
identidad que en este caso estaría barrada, no siendo usada ni en sentido ontológico, ni de forma
fundacional, identidad, por tanto, siempre por completar y en proceso de formación- y prácticas
políticas articulatorias, contingentemente estratégicas y carentes de un sujeto o telos común
previo.

En este sentido recogemos la noción de articulación de Laclau y Mouffe (1987) como prácticas que
establecen relaciones múltiples, contingentes y no necesarias entre diferentes elementos cuya
identidad es modificada como resultado de la práctica articulatoria. Recogemos así mismo la
crítica de Hall (1996a) y Butler (2000) a la falta de un análisis de las diferentes relaciones de poder
que entran en juego y configuran las prácticas articulatorias.

Según Laclau (1996) los elementos (grupos) se articularían en “cadenas de equivalencia”


posibilitando ciertos “universales hegemónicos contingentes” en la medida en que reconocen las
particularidades diferenciales de las reivindicaciones de los otros elementos (grupos) como
“antagónicas” al sector dominante. A partir de esta inscripción de la pluralidad en lógicas
equivalenciales, esta hibridación equivalente e inevitable, Laclau nos habla de una “relativa
universalización de valores” que pueda ser la base para una hegemonía popular. Es aquí donde
vemos algunos problemas al concepto de “articulación” de Laclau que ya señalaba Hall: las
condiciones de (im)posibilidad que hacen que determinados particulares se conviertan en
“universales” hegemónicos, no quedan muy claras en Laclau.

La noción de “cadenas de equivalencia” resulta equívoca porque estos grupos “no tienen una
relación analógica entre sí, como si fueran entidades discretas y diferenciadas (...), se trata de
terrenos de politización que se superponen, se determinan mutuamente y confluyen” (Butler,
2000, p. 113). No tiene mucho sentido, como hace Laclau (1996), pedir que “las demandas de las
feministas entren en cadenas de equivalencia con las de los grupos negros, las minorías étnicas o
los derechos civiles”, como si fueran ejes discretos y no existieran a su vez diferencias al interior de
estos grupos. Dando por hecho, de alguna manera, que el “sujeto” feminista es blanco, y que el
“sujeto” de los grupos negros y minorías étnicas es varón.

Por otro lado, Laclau construye esas cadenas de equivalencia respecto a un otro antagónico. Pero
ese “otro”, tampoco es homogéneo, tiene también múltiples centros de opresión hacia los cuales
se dirigen los diferentes grupos (no sólo el capitalismo, también la colonización, el racismo, el

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patriarcado, la heterosexualidad obligatoria, el especismo, etc.). En el caso de los colectivos que
participan en el “movimiento antiglobalización”, podemos llegar a entender que existan relaciones
de “equivalencia” en cuanto a que se reconocen los unos a los otros en “la misma lucha”
contingente y puntual. Pero esos mismos grupos pueden ser no equivalentes en otras prácticas o
demandas políticas. Por otro lado, la equivalencia no implica que todos los grupos partan de las
mismas condiciones semiótico-materiales de (im)posibilidad para hacer “universalizables”, y por
ende movilizables, sus demandas.

Laclau propone inscribir las demandas e identidades particulares como eslabones de una cadena
más extensa de equivalencias, dotando de este modo a cada eslabón de una “relativa”
universalización –dando por hecho la imposibilidad de que las demandas puedan ser excluyentes-.
Y continúa diciendo: “qué demanda particular va a ejercer esta función de representación
universal es algo que no se puede establecer a priori”.

Si persistimos, como insiste Laclau, en el intento de “llenar” ese lugar vacío que unifica las
demandas de equivalencia buscando universales contingentes, en primer lugar sería necesario
reconocer que ese lugar no está tan vacío, tiene una historia, una memoria y una materialidad que
pesan y ¡que son tozudas! –además de profundamente hetero-patriarcales, coloniales y racistas-.
Tampoco estaría tan abierto como señala Laclau si bien es cierto que se reconstruye en cada
práctica. En segundo lugar, reconocer no sólo que fijar dicho lugar vacío supone exclusiones, sino
que las “historias” y sedimentaciones antes mencionadas apuntan a que las posibilidades de los
diferentes elementos (grupos) de ser excluidos en la constitución de universales no son
precisamente equivalentes.

De igual forma no todas las exclusiones pueden considerarse equivalentes. No es lo mismo que en
la estrategia política de un grupo “oprimido” –contingente y contextualmente delimitada- se
decida preservar un espacio material o simbólico “exclusivo” en un ejercicio de visibilidad y
afirmación, (como ha sido el caso en algunos de los encierros de inmigrantes), que las sistemáticas
discriminaciones y exclusiones por parte de grupos “hegemónicos”.

Transversal a la articulación como ontopolítica y como práctica política, hemos venido utilizando la
articulación como herramienta epistémico-metodológica. En la medida en que la articulación nos
ofrece la posibilidad de romper con viejos dualismos: naturaleza-cultura, texto-contexto,
formacontenido, humano-no humano, discurso-materialidad, etc., y en la medida en que supone
un desplazamiento del “personaje antropocéntrico del héroe de las narrativas” a “actantes como
colectivos funcionales de humanos y no-humanos en relaciones descentralizadas y dinámicas”, la
articulación constituye un filtro óptico que ofrece enormes posibilidades. Una forma de mirar las
cosas, pero no desde un distanciamiento descriptivo y ventrílocuo “que hable por” los
representados y reproduzca una “política semiótica de la representación”, sino ejerciendo una
“política semiótica de la articulación”, esto es, generando articulaciones contingentes y situadas
donde quepa un análisis tanto de las diferencias y las conexiones entre los distintos elementos
articulados, como una atención a la forma en que dichas diferencias y conexiones son constituidas
como tales.

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Es el desbordamiento de la complejidad a que nos enfrenta la articulación lo que constituye al
mismo tiempo su mayor virtud y su mayor dificultad. Si por un lado las descentralizaciones que
posibilita la articulación pueden tender hacia versiones rizomáticas de dispersión infinita, por otro,
y en ese mismo ejercicio de ampliación de las conexiones, se puede caer en una cierta “tentación
de totalidad” que haga que nos olvidemos de la parcialidad y la situación de la que partimos.

Rose, N. (1996). A critical history of psychology. En: Inventing our Selves.


Cambridge: Cambridge University Press.

El objetivo de una historia crítica no es imponer un juicio, sino hacerlo posible.

Los textos prestigiosos de historia científica desempeñan un papel decisivo en la construcción de la


imagen de la realidad presente de la disciplina en cuestión, papel que se hace evidente en la
importancia que esos textos tienen en la formación de todos los principiantes. A esa literatura,
Georges Canguilhem la denomina “historia recurrente” (Canguilhem, 1968, 1977). Usa ese término
para describir (no necesariamente de manera despectiva) la forma en que las disciplinas científicas
suelen identificarse, en parte, con una determinada concepción de su pasado. Esas narraciones
establecen la unidad de la ciencia construyendo una tradición ininterrumpida de pensadores que
buscaban aprehender los fenómenos que componen su contenido. Es inevitable que, desde esa
perspectiva, el objeto de una ciencia —la “realidad” que ella procura hacer inteligible— parezca
ahistórica y asocial. Existe con antelación a los intentos de estudiarlo, siempre existió en la misma
forma, y todos esos pensadores del pasado estuvieron dando vueltas alrededor de una realidad
que siguió siendo la misma. Por ende, los trabajos de esos pensadores se pueden ordenar en un
relato organizado cronológicamente, que corresponde a un avance hacia el objeto. Cualquier
alteración de ese avance uniforme se puede volver a integrar a la narración mediante las nociones
de precursor, genio, prejuicio e influencia.

Simultáneamente, esas “historias recurrentes” establecen la modernidad de la ciencia en cuestión.


Convalidan el presente por medio de su respetable tradición y lo deslindan de aquellos aspectos
del pasado que puedan perturbarlo. Eso se logra llevando a cabo una división entre textos y
autores sancionados y caducados, entre teorías y argumentos que coinciden con la imagen actual
que la disciplina tiene de sí misma y los que son marginales y excéntricos. El pasado autorizado se
ordena en una secuencia más o menos continua que llevó al presente y lo previó, una tradición
virtuosa de la cual el presente es el heredero. Es un pasado de intuiciones individuales, de avances
difíciles y fracasos inesperados, de influencias personales, profesionales y culturales, de obstáculos
superados, experimentos decisivos, descubrimientos originales y otras cosas por el estilo. En

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oposición a esa historia “oficial” está la historia que ha caducado, una historia de caminos falsos,
de errores e ilusiones, de prejuicios y mistificación, todos esos cul-de-sacs en los que cayó el
conocimiento y que lo desviaron del camino del progreso. Todos los libros, teorías, debates y
explicaciones vinculados con el pasado de un sistema de pensamiento pero incongruentes con su
presente están registrados en esa historia de errores.

Las “historias recurrentes” consideran que el presente es la culminación del pasado y el lugar
desde el cual se pone de manifiesto su historicidad. Sin embargo, esas “historias recurrentes” son
más que una “ideología”: desempeñan un papel constitutivo en la mayoría de los discursos
científicos porque usan el pasado para deslindar el régimen de verdad contemporáneo de una
disciplina y, al hacerlo, no solamente usan la historia para vigilar el presente, sino también para
moldear el futuro (el ejemplo más debatido es el de Boring, 1929). Aplicando criterios de inclusión
y exclusión, dichas historias ejercen la función de gendarmes en las fronteras de la disciplina.
Desempeñan su papel estableciendo una división entre lo que se puede decir y lo que no se puede
decir, entre lo pensable y lo impensable, ponen en vigencia lo que Michel Foucault denominó
“régimen de verdad”. Estas “historias recurrentes” de la ciencia son programáticas. Al narrar el
pasado de la disciplina en cuestión buscan no sólo deslindar el presente, sino también escribir el
futuro. Así, redactan su historia en el futuro anterior. Ahora bien, también quiero exhortarlos a
hacer historia “en torno del presente”. Pero esa “historia del presente” debe tomar la imagen
actual de la disciplina como una reivindicación y como un problema a la vez: como una
reivindicación en el sentido de que es necesario analizar esa imagen, no verla como mito ni reflejo
del pasado, sino observar cómo opera y cuáles son las funciones que actualmente tiene dentro de
la disciplina; y debe tomarla como problema, en el sentido de que no se la puede utilizar como
principio para nuestra investigación del pasado. Lo que en la actualidad parece marginal,
excéntrico y de dudosa reputación, al momento de ser escrito era considerado, a menudo, central,
normal y respetable. Más que marginar esos textos del pasado desde el punto de vista del
presente, sería mucho mejor cuestionar las certezas del presente atendiendo a esos márgenes y al
proceso de su marginalización.

Hasta la década de 1960, casi todas las historias de la psicología pertenecían al género de lo
“recurrente” (situación descrita y criticada por Young en 1966). Sin embargo, en el período
posterior, esa “historia recurrente” de las ciencias psicológicas fue cuestionada en varios frentes.
Los sociólogos del control social y los críticos de la cultura incluyeron a la psicología en sus críticas.
Una nueva historia “social” de la ciencia traspasó la división clásica entre la historia interna y la
externa de la ciencia y argumentó, de diversas maneras, que el propio conocimiento científico
debe ser entendido en su contexto social, político e institucional, y en términos de la organización
de comunidades científicas. Además, hubo un nuevo auge de la historia académica de las
psicociencias, acompañado de un análisis exhaustivo de las fuerzas biográficas e institucionales
que determinaron el desarrollo de las teorías y técnicas de la psicología, las fuerzas
organizacionales en acción dentro del mundo académico, las influencias políticas que actuaron en
el desarrollo del conocimiento psicológico

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En lo que respecta a los siglos XIX y XX, esos análisis se inclinan a dar más o menos importancia a
cinco tipos diferentes de factores externos: económicos, profesionales, políticos, culturales y
patriarcales. Los temas económicos vinculan el desarrollo de las ciencias psicológicas en el siglo XIX
con las exigencias de la producción capitalista, la construcción y la regulación del mercado del
trabajo, y la preservación de la propiedad y la autoridad de los ricos, y más recientemente, con las
aventuras de dominio y saqueo colonial con las que estuvo intrínsecamente relacionado el
capitalismo metropolitano desde sus comienzos.

Los temas políticos vinculan el desarrollo de las ciencias psicológicas con las transformaciones en
el aparato del estado y en las instituciones de control social, tales como el hospicio y la prisión.

Los temas culturales suelen ver el surgimiento de la psicología como un ejemplo de un malestar
social más amplio: la decadencia de los valores espirituales y comunitarios, las relaciones
modificadas de lo público y lo privado y la tiranía de la intimidad, el auge del narcisismo en los
individuos y en las culturas. Los temas patriarcales vincularon el surgimiento de las psicociencias
con la domesticación femenina y el aislamiento de esposas e hijas en los confines claustrofóbicos y
patógenos de la familia nuclear, característicos del siglo XIX. Dicha historia escrita a modo de
crítica plantea cuestiones significativas en cuanto a la relación entre conocimiento y sociedad,
entre verdad y poder, entre psicología y subjetividad. Sin embargo, ese uso de la historia es, a
menudo, tan problemático como las versiones prestigiosas a las cuales se opone. Considero
necesario que una historia crítica eficaz invierta la dirección de nuestra investigación con respecto
a cada uno de esos temas.

Considero que podríamos arrojar más luz sobre la relación entre las vicisitudes del capitalismo y el
surgimiento de las disciplinas psicológicas analizando las condiciones políticas, institucionales y
conceptuales que dieron lugar a la formulación de diversas nociones de la economía, el mercado,
las clases trabajadoras y el sujeto colonial. Deberíamos prestar atención a la manera en que esas
condiciones problematizaron los diferentes aspectos de la existencia (el descalabro provocado por
la industria, la productividad, la salud del trabajador ya sea libre o esclavo, la administración
concreta de las plantaciones coloniales) desde la perspectiva de “la economía”. Deberíamos
analizar la forma en que esas problematizaciones plantearon cuestiones a las cuales las
psicociencias pudieron brindar respuesta. También deberíamos investigar la forma en las que las
psicociencias, a su vez, transformaron la naturaleza y el significado mismo de la vida económica y
las concepciones de las exigencias económicas adoptadas en la actividad y en la política
económica.

Debemos abocarnos a las diversas maneras en que individuos y grupos específicos se movilizaron
en torno de objetivos particulares, debemos abocarnos a las técnicas de construcción de
identidades y aspiraciones colectivas. Desde esta perspectiva, las reivindicaciones respecto de
cuáles son los intereses y a quienes corresponden, originan alianzas, y constituyen, de hecho, los
grupos, las comunidades, las fuerzas en cuestión, sean sus integrantes industriales, obreros de
fábricas, mujeres burguesas o profesionales de la psicología. Por lo tanto, debemos estudiar la
manera en que se forman las alianzas entre aquellos que terminan convenciéndose, de diversas

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maneras, de que tienen ciertos intereses y de que esos intereses son los mismos que los de los
otros individuos (véase Callon, 1986; Latour, 1984, 1986a). A los intereses se llega, no se parte de
ellos como explicación, y son más frágiles, más negociados y negociables, y suscitan más oposición
que lo que muchos sociólogos y otros quieren creer.

Las historias sociológicas de las ciencias psicológicas suelen ver al “estado” como el origen, el
orquestador o el beneficiario de muchas de las prácticas sociales que se llevan a cabo en nombre
de la psicología o la psiquiatría. Es precisamente el nacimiento de esa concepción del estado la
que debería ser investigada. En lugar de analizar el aumento del control del estado en el siglo XIX y
las ciencias psicológicas que fueron útiles para lograrlo, deberíamos investigar la formación de una
nueva forma de movilización de la autoridad política en ese período. A pesar de que el tema de la
“revolución en el gobierno del siglo XIX” es familiar, no lo es tanto el papel que desempeñaron las
ciencias psicológicas en el nacimiento de esta nueva forma de racionalidad gubernamental que
acarrea una nueva manera de entender el estado y una nueva forma de constituir en sujeto
político a la población de un territorio nacional específico. El campo del poder codificado como
estado solamente es inteligible cuando se lo ubica dentro de esta matriz más amplia de proyectos,
programas y estrategias para la conducción de la conducta, elaborada y ejercida por una gran
diversidad de autoridades que dan forma a los propios límites de lo político y se oponen a ellos
(Foucault, 1991).

Los críticos culturales solían ver el inicio de la psicología en el siglo XX como un mero síntoma de la
mentalidad de una era que vio el nacimiento del individuo introspectivo, aislado y autosuficiente,
para quien la verdad no es ni colectiva ni sagrada, sino personal (Rieff, 1966; Sennett, 1977; Lasch,
1979). Pero, nuevamente, la dirección de la investigación podría invertirse para hacer menos
hincapié en las “mentalidades” que originaron la ética, y más hincapié en las condiciones
específicas de emergencia, articulación y transformación de los valores éticos y técnicas que hacen
que ciertas prácticas culturales sean posibles. Desde esa perspectiva, la pregunta que se debe
plantear en una historia crítica de la psicología tiene que ver con la manera en que, en diferentes
momentos históricos y en relación con diferentes problemas y personas, las prácticas éticas
recurrieron a aspectos del conocimiento psi, a los procedimientos técnicos y a las personas con
autoridad cuando actuaron sobre los mecanismos de autoconducción de los individuos. En este
caso, la psicología no sería vista en términos de creencias y significados culturales, sino que
ocuparía un lugar dentro de una genealogía de las “tecnologías de subjetivación”, o sea, las
racionalidades prácticas que los seres humanos se aplicaron a sí mismos y a otros en nombre de la
autodisciplina, el autodominio, la belleza, la gracia, la virtud o la felicidad. Factores patriarcales
Quizá, la crítica histórica reciente más importante de las psicociencias haya sido escrita por
feministas que buscaban dejar constancia del papel desempeñado por la psicología y la psiquiatría
en la divulgación de un mito de la mujer que apoyaba un orden patriarcal y legitimaba la
infantilización femenina, la reproducción de la dependencia y la subordinación de las mujeres en
las relaciones domésticas, el mundo privado del hogar y la carga de la maternidad en nombre de
su fragilidad, su vulnerabilidad psicológica y su naturaleza maternal.

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Una vez más, la tarea de una historia crítica es invertir las líneas de investigación para analizar
precisamente cómo ese proceso se llevó a cabo y a través de cuáles prácticas se conformó y se
diferenció el género. Es necesario encontrar la lógica explicativa de la patología que problematizó
tanto la sexualidad de los hombres como la de las mujeres, pero con relación a aspectos
diferentes. Es necesario analizar no solamente los sufrimientos que se generan como
consecuencia de la identificación de las mujeres con el entorno doméstico y con la maternidad,
sino también la construcción simultánea de los placeres y los poderes de la “mujer normal”. Las
mujeres mismas fueron partícipes activas de esta línea de pensamiento, a veces en alianza con los
hombres, a veces en pos de rescatar y reformar a sus hermanas perdidas, “heroínas de su propia
vida” casi siempre. (Gordon, 1989). Dentro del marco de una historia crítica, las prácticas divisorias
organizadas en torno al género no atribuyen tan automáticamente el rol de víctimas de la historia
a las mujeres y el rol de orquestadores y beneficiarios del dominio a los hombres.

Con frecuencia, las críticas fundamentaron su respuesta a esos planteos en nociones analíticas
que, desde mi punto de vista, estaban mal encaminadas. No obstante, esos planteos sociológicos,
políticos y éticos tienen una importancia que perdura. Sería aconsejable, pues, emprender una
historia crítica de la psicología y la psiquiatría y de sus tecnologías afines tratando la existencia
misma de esos campos del conocimiento y de la práctica como un problema que debe ser
explicado, y estableciendo su funcionamiento respecto de un campo más amplio de sistemas de
regulación social, dominio político y juicio ético. Porque, como las otras ciencias “humanas”, la
psicología desempeñó un papel fundamental en la creación del presente en el que nosotros, “los
occidentales”, hemos terminado viviendo. Abordar las relaciones entre subjetividad, psicología y
sociedad desde esa perspectiva significa analizar los campos en los que la conducción del yo y de
sus poderes estuvieron relacionados con la ética y la moral, con la política y la administración, y
con la verdad y el conocimiento. Pues esas sociedades se constituyeron, en parte, mediante una
serie de planes y procedimientos para formar, regular y administrar el yo, ineludiblemente unidos
al conocimiento del yo durante los dos últimos siglos. La psicología —y, de hecho, toda disciplina
vinculada con lo psicológico— desempeñó un papel muy significativo en la reorganización y
ampliación de esas prácticas y técnicas que vincularon la autoridad con la subjetividad durante el
siglo pasado, en particular, en los sistemas de gobierno democráticos y liberales de Europa,
Estados Unidos y Australia. En mi opinión, para responder estos asuntos, no es necesario ni
suficiente un programa extenso de investigación histórica.

La construcción de lo psicológico Hasta no hace mucho, los estudios históricos de la psicología


solían actuar haciendo algunas distinciones bastante claras. Había un dominio de la “realidad” que
la psicología buscaba conocer, pero que existía de diversas formas independientemente de ella: la
psiquis, la conciencia, la vida mental humana, la conducta o lo que fuera. Había, por otra parte,
una esfera de la “psicología” que, nuevamente, variaba según cada explicación, pero que
generalmente estaba formada por los psicólogos o sus precursores, las teorías, las creencias, los
libros y los artículos, los experimentos y afines. Había, además, una esfera de la “sociedad”,
construida como “cultura” o como “perspectivas mundiales” o como procesos tales como la
“industrialización”, que actuaron como una especie de telón de fondo de esos intentos. A veces,

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esas historias cuestionaron las relaciones entre la psicología y la sociedad: de qué manera
fenómenos “sociales” tales como la religión, el prejuicio e, incluso, dispositivos institucionales
como las universidades y las profesiones afectaron el desarrollo de la psicología o influyeron sobre
él. A veces, también cuestionaron de qué manera las teorías y los profesionales de la psicología
habían afectado a la sociedad: cómo y cuándo, a qué fenómenos y con qué resultado habían sido
“aplicadas”. Pero rara vez, por no decir nunca, cuestionaron las relaciones entre el objeto de
conocimiento psicológico — la vida mental del individuo humano, la subjetividad— y el
conocimiento psicológico mismo.

Es más, el objeto de la psicología no puede ser considerado como algo dado, independiente, que
preexiste al conocimiento y que es meramente “descubierto”. La psicología constituye su objeto
en el proceso de conocerlo. Una versión de esta línea argumentativa se conoció como
“construccionismo social”, y se desplegó en un vasto número de estudios en psicología.

Los argumentos construccionistas en psicología se desarrollaron en varias direcciones que tienen


mucho que ver con la historia de la disciplina. Para algunos, implican que el objeto mismo de la
psicología es histórico. Sin duda, la psicología no puede alcanzar la universalidad en sus leyes por
muchos motivos, pero fundamentalmente, porque su objeto —la psicología humana— cambia con
la cultura y es cambiado a su vez por la psicología misma. No sólo porque las disposiciones
humanas sean en sí mismas históricas y estén determinadas, entre otras cosas, por la
incorporación de las ideas de la psicología a la práctica de la crianza de los niños, etc. También
porque los lenguajes mediante los cuales los humanos se entienden entre sí y con los que, de ese
modo, se construyen a sí mismos están sujetos al cambio histórico e influidos por la psicología
misma Para otros, es precisamente a través de la investigación histórica que es posible analizar las
detalladas y complejas negociaciones a través de las cuales ciertas técnicas de experimentación,
formas de explicación y modos de argumentación fueron aceptados como definición de la
disciplina de la psicología, y a través de los cuales la “materia” de la psicología se “construye
socialmente” tanto en el sentido de la construcción del conocimiento sancionado como en el
sentido de la construcción de su objeto de pensamiento, el sujeto humano (Danziger, 1988, 1990;
Morawski, 1988b). En un tercer enfoque, muchos argumentaron que lo que fue “socialmente
construido” debería ser “deconstruido”. De acuerdo con esa línea de pensamiento, la construcción
social se refiere a un complejo de procesos “interpersonales, culturales, históricos y políticos” —
incluida la psicología misma— que producen los objetos que estudia la psicología, tales como “el
niño” o “la madre”, en relación con ciertas estrategias de poder o dominio, y la deconstrucción se
refiere a todo lo que va desde una forma genérica de escrutinio y crítica hasta un método analítico
formal para revelar las oposiciones originarias y las omisiones sobre las que ciertas filosofías o
formas de conocimiento están fundamentadas.

Sin embargo, la adquisición crítica de esas reivindicaciones respecto de la “construcción social” de


la psicología y sus objetos descansa a menudo en un ataque a enemigos implícitos o explícitos: el
empirismo y el positivismo. Es decir, la fuerza retórica del argumento de que “el niño”, “la madre”,
“el yo”, “la agresión” y entidades similares se construyen, depende de un antagonista que haya
afirmado que ellos son “descubrimientos”, que están ahí, en la realidad, aguardando que la ciencia

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los saque a la luz y los revele. Por supuesto, es totalmente comprensible que los psicólogos críticos
de su disciplina planteen sus argumentos de esa manera, dada la forma en que cierta imagen de la
ciencia, de la lógica de la investigación, experimentación, descubrimiento y validación estadística,
etc. dominaron la investigación psicológica, particularmente en la tradición norteamericana
durante las décadas de mediados de este siglo. Pero, quizá repetir que “x no es algo dado en la
realidad, sino construido socialmente” e invocar al enemigo imaginario positivista, de hecho,
puede ser ahora un obstáculo para la indagación crítica. En esferas científicas menos
atormentadas por la ansiedad sobre su propio estatus y respetabilidad, los filósofos e
historiadores científicos aceptaron hace tiempo que la verdad científica es una cuestión de
construcción.

Permítanme empezar con una reflexión acerca de lo que significa argumentar que el objeto de
conocimiento “se construye”. Los ensayos de Gaston Bachelard sobre la física cuántica, la
relatividad y la geometría no euclidiana nos pueden ayudar a abordar esta cuestión Para
Bachelard, eso significa que la actividad de la ciencia se ocupa de la “construcción” de nuevos
campos de objetividad científica: la ciencia implica una ruptura con lo dado, con el mundo que la
experiencia parece revelarnos. En El nuevo espíritu científico, Bachelard argumenta que la razón
científica es necesariamente una ruptura con lo empírico. Según él, la ciencia no debe ser
entendida como una fenomenología, sino como “fenomenotecnología”: “Lo instructivo en ella
proviene de una construcción”. Es decir que la ciencia no es un mero reflejo o racionalización de la
experiencia.

La experimentación es esencialmente un proceso por el cual las teorías se materializan a través de


medios técnicos porque “desde que se pasa de la observación a la experimentación, el carácter
polémico del conocimiento se hace todavía más neto. Es preciso, entonces, que el fenómeno sea
cernido, filtrado, depurado, colado por los instrumentos; en efecto, bien podrían ser los
instrumentos los que producen los fenómenos desde el principio. Ahora bien, los instrumentos no
son más que las teorías materializadas”. Entonces, para Bachelard, la realidad no debe ser
entendida como algo dado primitivo: “toda revolución fructífera obligó a hacer un estudio
profundo de las categorías de lo real”.

En efecto, la noción bachelardiana de los obstáculos epistemológicos y su proyecto de un


“psicoanálisis” de la razón científica parten de su mandato de que la ciencia necesita ejercer una
vigilancia constante contra la seducción de lo empírico, la atracción de lo dado que funciona como
un impedimento para la imaginación científica. Ese imperativo revela una diferencia fundamental
con los analíticos “angloamericanos” del “construccionismo”. Muchos construccionistas
angloamericanos contemporáneos buscan revelar el carácter constructivo del conocimiento
científico para poder “deconstruirlo”. Señalan las formas en que se produce la realidad científica
por medio de instrumentos en los cuales están implícitas las teorías, técnicas y dispositivos de
inscripción en un ataque “irónico” e incluso “demoledor” a la idea misma de la ciencia. Sin
embargo, para disgusto de aquellos que proponen esas teorías, dicha crítica a la ciencia
paradójicamente rescata al empirismo: se fundamenta en el mismo territorio que busca censurar.
Porque sus colores radicales dependen del mantenimiento de un ideal de la verdad como aquello

61
que estaría fundamentado en lo empírico. Sólo sobre ese principio puede fustigar todas las
pretensiones de verdad que no están fundamentadas de ese modo; que están basadas en
observaciones coloreadas por teorías y aparatos, en una “interpretación” que depende de
supuestos, en la atribución de “procesos mentales” que van más allá de la información visible y
audible en los intercambios humanos. Pero dentro de la tradición más sobria de Bachelard, señalar
la naturaleza construida de la objetividad científica no es estorbar ni demoler el proyecto de la
ciencia, no es “ironizar” sobre él ni “deconstruirlo”, sino definirlo. En contraposición a todas las
formas de empirismo, ya sea que estén fundamentadas filosóficamente o apoyadas en una
valorización del conocimiento “vulgar” y la “experiencia cotidiana”, para Bachelard, la realidad
científica no se condice con el “pensamiento cotidiano”: a su objetividad se llega y no se la
“experimenta” meramente. La realidad científica contemporánea —y esto se aplica a una ciencia
como la psicología tanto como a cualquier otra— es el resultado ineludible de las categorías que
usamos para pensarla, de las técnicas y procedimientos que usamos para ponerla de manifiesto y
de las herramientas estadísticas y modos de prueba que usamos para justificarla.

Desde esa perspectiva, argüir que los objetos que aparecen dentro de una esfera particular del
conocimiento son construidos no equivale a una deslegitimación de sus pretensiones científicas.
Es meramente el principio mediante el cual nos volvemos capaces de plantear cuestiones con
respecto a los medios de construcción de esas nuevas esferas de objetividad y sus consecuencias.
Y es aquí de donde puede derivarse una segunda enseñanza de los argumentos de Bachelard. La
construcción no es una cuestión de “discurso” o de lenguaje, es una cuestión técnica y práctica.

Los objetos de una ciencia — 10 la psicología no es la excepción— adquieren existencia gracias al


entramado de esos elementos en una red compleja y heterogénea, muchas de cuyas partes tienen
otro origen y se estabilizan encerrándolas en otros circuitos de actividad, técnica y artefactos. Las
actividades que llamamos ciencia, así como los objetos de conocimiento y sistemas de explicación
y juicio que producen no son, por lo tanto, meras cuestiones de elaboración de sistemas de
significación. De ahí que sea inútil buscar “deconstruirlos” revelando los procesos de los que
dependen sus pretensiones de verdad: lo indecible puede estar situado en el corazón del
conocimiento, pero no es ni su origen ni su sentencia de muerte.

Una tendencia construccionista en la psicología crítica se concentró en el despliegue de términos


para entidades psicológicas tales como emociones, sentimientos y actitudes, entre otras, en los
intercambios lingüísticos entre los actores humanos

En esos enfoques, la construcción psicológica de la realidad se estudia mediante el análisis de


conversaciones de diversos tipos —entre legos, o entre legos y profesionales—: se estudia la
secuencia, el orden de turnos, las categorías de pertenencia dentro de esas transcripciones; se
procura averiguar de qué manera las partes construyeron mutuamente una versión de los sucesos
que implica ciertos tipos de explicación, los cuales postulan una forma específica de yo
perturbado, o un yo con emociones o actitudes, subyacente a los sucesos, y luego se aduce a ese
yo como explicación de tales sucesos. Esos análisis hacen hincapié en la flexibilidad de los recursos
a los que los participantes recurrieron, en las características contextuales y deícticas de gran parte

62
de la conversación y en las diversas formas en que las personas se construyeron a sí mismas o
fueron construidas por sus interlocutores para atribuir culpa, para excusar, para dar crédito a sus
propios yoes o desacreditarlos.

Los discursos no son meros “sistemas de significación”, sino que están plasmados en asociaciones
y dispositivos técnicos complejos y prácticos que proporcionan “lugares” que los seres humanos
deben ocupar si quieren tener la categoría de sujetos de una clase particular, y que
inmediatamente los posicionan en ciertas relaciones mutuas y con el mundo del que hablan
(Foucault, 1972a).

La psicología es tecnológica en varios sentidos. Primero, creo útil considerar el lenguaje mismo —y
por ende, el lenguaje de la psicología— como constitutivo de ciertas “técnicas intelectuales”,
como algo que hace pensable la realidad de manera específica mediante su orden, su clasificación
y segmentación y mediante el establecimiento de relaciones entre los elementos, permitiendo que
la realidad se vuelva maleable para el pensamiento. El lenguaje — en este caso, las teorías, los
conceptos, las entidades y las explicaciones psicológicas — constituye una especie de mecanismo
intelectual que puede hacer que el mundo sea maleable para el pensamiento, pero sólo mediante
ciertas descripciones. Además, la psicología, al igual que otras disciplinas, no es meramente un
complejo de lenguaje, sino un conjunto de técnicas de inscripción, procedimientos para introducir
aspectos del mundo en la esfera de lo pensable en forma de observaciones, gráficos, cifras, tablas,
diagramas y anotaciones de varios tipos. Todo ello “compone” los objetos del discurso psicológico
haciéndolos notables de manera particular. Tercero, la psicología está intrínsecamente vinculada a
las “tecnologías humanas”. Forma parte de la racionalidad práctica de “ensamblamientos” que
buscan actuar sobre los seres humanos para determinar su conducta en direcciones específicas;
“ensamblamientos” tales como el del sistema jurídico, de la educación, de la crianza de los niños e,
incluso, de la orientación espiritual. Es decir, la realidad histórica de las entidades psicológicas no
emerge de una esfera prediscursiva de la naturaleza ni de mutaciones culturales en los patrones
de significación, sino de la organización técnica y práctica de procedimientos para pensar, inscribir
e intervenir sobre los seres humanos en los “ensamblamientos” heterogéneos del pensamiento y
la acción.

Por profunda que sea su comprensión del carácter técnico y material de la actividad científica, el
modelo de Bachelard es poco riguroso cuando se trata de explicar el proceso de construcción de la
objetividad psicológica. La verdad no es tan solo el resultado de la construcción, sino también del
cuestionamiento. Existen batallas acerca de la verdad en las que la evidencia, los resultados, los
argumentos, las experiencias de laboratorio, el estatus y muchos otros elementos se despliegan
como recursos en un intento por ganar aliados y lograr que algo ingrese en el campo de lo
verdadero. La verdad, entonces, siempre se instala por medio de actos de violencia. Entraña un
proceso social de exclusión en el que los argumentos, la evidencia, las teorías y las convicciones
son empujadas hacia los márgenes, no permitidas en el campo de “lo verdadero”. Para dar un
ejemplo de este proceso, basta remitirnos a las “batallas por la verdad” que caracterizaron la
relación entre la psicología y el psicoanálisis en diferentes territorios nacionales: batallas acerca
del estatuto de las teorías, los resultados, los descubrimientos y los profesionales que ejercían la

63
disciplina. Estas batallas acerca de la verdad no son abstractas ya que la verdad se encarna en las
formas materiales. La verdad entraña una práctica de alianzas y de persuasión, tanto dentro como
fuera de cualquier régimen disciplinario, proceso en el cual se puede conseguir un auditorio para
la verdad. También entraña un modo de existencia humana dentro del cual esa verdad pueda ser
factible y operativa.

Desde esta perspectiva, podemos explorar las condiciones particulares que permitieron el ingreso
de los argumentos psicológicos en el campo de “lo verdadero”. La noción de “traducción”,
desarrollada en la investigación de Bruno Latour y Michel Callon, es útil para comprender estos
procesos: “Por traducción entendemos todas las negociaciones, intrigas, cálculos, actos de
persuasión y de violencia, por medio de los cuales un actor o fuerza adquiere, o logra que se le
confiera autoridad para hablar o actuar en nombre de otro actor o fuerza: ‘Tenemos los mismos
intereses’, ‘Haz lo que yo quiero’, ‘No lo lograrás sin mí’” (Callon y Latour, 1981, pág. 279). Callon y
Latour sugieren que, a través de tales procesos de traducción, entidades y agentes muy diversos
(investigadores de laboratorio, profesores universitarios, profesionales y autoridades sociales)
llegan a vincularse (Callon, 1986; Latour, 1986b). Actores que se encuentran en escenarios
separados en el tiempo y el espacio conforman una red, al punto que llegan a comprender su
situación con arreglo a cierto lenguaje y cierta lógica, y a interpretar sus metas y su destino como
algo, en cierto modo, inextricable

Comprender la “construcción de lo psicológico”, por cierto, requiere una investigación de las


maneras en que se formaron las redes que operaban dentro de cierto régimen “psicológico” de
verdad. Sin embargo, considero que Callon y Latour simplifican excesivamente este proceso, ya
que sugieren que las redes siempre se establecen a partir de una “voluntad de poder” por parte de
actores individuales o colectivos, y que implican un ejercicio de “dominación” llevado a cabo por
centros particulares (véase Latour, 1984). Pero estas “batallas por la verdad” no son “juegos de
suma cero” en los que lo que pierde una parte, lo gana la otra. Más precisamente, a través de una
serie de seducciones, asociaciones, problematizaciones y maquinaciones, ciertas formas de
pensamiento y acción se propagan porque se presentan como soluciones a los problemas y a las
decisiones que encaran los actores en diversos escenarios (véase Miller y Rose, 1994). Sin
embargo, Callon y Latour están en lo cierto cuando rechazan las explicaciones de tales procesos
planteadas en términos de la noción insípida de “difusión de ideas” o de la noción cínica de la
satisfacción de “intereses sociales”.

En el caso de la psicología, distinguimos diferentes tácticas a través de las cuales la traducción se


llevó a cabo, estabilizando el pensamiento psicológico y creando un territorio psicológico
simultáneamente. Primero, este proceso implicó persuasión, negociación y pugna entre
autoridades sociales y conceptuales, con todos los cálculos y balances que se podrían esperar.
Segundo, implicó la creación de un modo de percepción en el que ciertas entidades y eventos
llegan a visualizarse conforme a imágenes o patrones específicos. Tercero, se caracterizó por la
utilización de un lenguaje en el que los problemas se articulan en ciertos términos, se explican
según determinados objetivos, retórica, y metas, conforme a un vocabulario y una gramática
determinada. Cuarto, la inscripción de agentes en una red “psicologizada” implica establecer

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conexiones entre problema y solución: enlaces entre la naturaleza, el carácter y las causas de los
problemas que se les plantean a diferentes individuos y grupos (médicos y docentes, industriales y
políticos) y ciertas cosas que podrían considerarse soluciones reales o potenciales para tales
problemas.

Desde mediados del siglo XIX en adelante, la “disciplinarización” de la psicología estuvo


inextricablemente ligada a la posibilidad de construir tales alianzas. Sin embargo, lo que se
observa en el proceso de disciplinarización de la psicología es, en realidad, bastante específico: las
condiciones para lograr una estabilización disciplinaria de este tipo se basaron en la elaboración de
una gran variedad de técnicas y prácticas para disciplinar, vigilar y formar a las poblaciones y a los
seres humanos que las conforman (Gordon 1980, pág. 239). Estas alianzas hicieron posible el
conocimiento positivo del “hombre”. El “hombre” se convirtió, por así decirlo, en un punto de
referencia imaginario: el universo dentro del cual se delinearon todas las clasificaciones y
categorizaciones de edad, raza, sexo, inteligencia, carácter y patología.

Podríamos precisar cómo ciertas normas y valores de naturaleza técnica llegaron a definir la
topografía de la verdad psicológica. En este sentido, las técnicas más significativas fueron la
estadística y la experimentación. El papel constitutivo de las “herramientas” y de los “métodos”
para establecer un régimen psicológico de verdad nos obliga a revisar el esquema de Bachelard
sobre la relación entre pensamiento y técnica. El papel de los medios técnicos existentes para
materializar la teoría no fue secundario sino determinante en el proceso de construcción de la
verdad psicológica. Las formas técnicas e instrumentales que la psicología adoptó para demostrar
y justificar las proposiciones teóricas llegaron a delimitar el propio espacio del pensamiento
psicológico y a darle forma.

Las dos principales técnicas de verdad fueron la “estadística” y la “experimentación”. Ambas


técnicas no sólo ilustran las alianzas entre la psicología y otras disciplinas científicas, sino también
la interacción recíproca entre lo teórico y lo técnico. Durante los primeros treinta años del
proyecto disciplinario de la psicología, aproximadamente desde la década de 1870 hasta los
primeros años del siglo veinte, los programas para estabilizar las verdades psicológicas fueron de
la mano de la construcción de las herramientas técnicas necesarias para demostrarlas.

La estadística era, al mismo tiempo, el instrumento que materializaba la teoría y el que generaba
los fenómenos que la teoría debía explicar. Las técnicas de la estadística comenzaron siendo una
condensación de lo empírico y luego se reestructuraron de forma tal que se convirtieron en una
materialización de lo teórico. Sin embargo, dentro de un lapso sorprendentemente corto, se
alejaron de la lógica que les daba fundamento: ya en la década de 1920, las leyes de la estadística
parecían tener una existencia autónoma, a la que se accedía por medio de meras herramientas
estadísticas. Los tests estadísticos aparecían como un medio esencialmente neutro para demostrar
la verdad proveniente de un universo de fenómenos numéricos, universo que, por no estar
contaminado por los asuntos sociales ni humanos, podía utilizarse para arbitrar entre diferentes
explicaciones de dichos asuntos. No solo la psicología, sino también las demás “ciencias sociales”
intentarían utilizar tales herramientas para establecer su veracidad y cientificidad, para forzar su

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ingreso en el canon de la verdad, para convencer de su carácter verídico a los a veces escépticos
auditorios de políticos, profesionales y académicos, para armar a los que esgrimían esas
herramientas contra las críticas que sostenían que ellos tan solo vestían al prejuicio y a la
especulación con las ropas de la ciencia. A partir de ese momento, los medios de justificación
comienzan a dar forma a lo que puede justificarse a través de ciertas vías: las normas y los valores
de la estadística se incorporan a la propia textura de las concepciones de la realidad psicológica.

Cuando el emergente aparato disciplinario comenzó a institucionalizar y controlar una forma


determinada de experimentación psicológica, las características sociales de la situación
experimental se naturalizaron. Las normas del programa experimental se habían fusionado, por así
decirlo, con la propia disciplina psicológica y, en ese proceso, el objeto mismo de la psicología
quedó disciplinado, se volvió “dócil”; internalizó los medios técnicos para conocerlo en la forma
misma en que se lo podía pensar (Rose, 1990, cap. 12; véase Lynch, 1985). Aquí las verdades
psicológicas no eran simples materializaciones de la teoría, de hecho, lo contrario quizás se
acerque más a la verdad. La disciplinarización de la psicología como ciencia positiva implicó la
incorporación de las formas técnicas de la positividad al objeto mismo de la psicología: el sujeto
psicológico.

La “disciplinarización” de la psicología estuvo intrínsecamente ligada a la “psicologización” de una


serie de espacios y prácticas diferentes en las que la psicología llegó a impregnar, e incluso a
dominar, otras maneras de formar, organizar, diseminar e implementar verdades acerca de las
personas. Los requerimientos de administración y regulación de un grupo real o potencial de
autoridades sociales y de profesionales que ejercían la disciplina desempeñaron un papel
fundamental en la determinación de los tipos de problemas que las verdades psicológicas alegan
resolver y de los tipos de posibilidades que las verdades psicológicas alegan abrir.

Pues el proceso de psicologización no implica que se haya adoptado o impuesto en forma


totalitaria un único modelo de persona: de hecho, el famoso carácter “no paradigmático” de la
psicología garantiza una especie de cuestionamiento sin fin acerca de las características del ser
persona. Consideremos, por ejemplo, las diferencias que se dieron durante el siglo XIX en la
caracterización psicológica del género en las aulas, de la raza en relación con la herencia de la
inteligencia, de la criminalidad en los tribunales que intervenían en casos de adultos y niños, de la
reputación en relación con el tratamiento jurídico de las calumnias e injurias, etcétera. Esta
variabilidad en las maneras psicológicas de “componer” a las personas es un factor clave del
amplio poder de la psicología, ya que permite a la disciplina unir diferentes espacios, problemas y
preocupaciones. La realidad social de la psicología no es una especie de “paradigma” incorpóreo
aunque coherente, sino una red compleja y heterogénea de agentes, espacios, prácticas y técnicas
para la producción, diseminación, legitimación y utilización de verdades psicológicas. Por
consiguiente, la producción de los “efectos de verdad” psicológicos está intrínsecamente
relacionada con el proceso mediante el cual una serie de campos, espacios, problemas, prácticas y
actividades “se volvieron psicológicos”. “Se vuelven psicológicos” en el sentido de que se
problematizan, es decir, se vuelven perturbadores e inteligibles a la vez en términos impregnados
de psicología.

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Michel Foucault comenta en alguna parte que los conocimientos “psi” tienen un “bajo perfil
epistemológico”. Las fronteras entre aquello que las disciplinas “psi” organizan en forma de
conocimiento positivo y un universo más amplio de imágenes, explicaciones, significados y
creencias acerca de las personas son realmente más “permeables” en el caso de los conocimientos
“psi” que, por ejemplo, en el caso de la física atómica o de la biología molecular.

En el caso de los conocimientos “psi”, existe una interpenetración de la practicabilidad y la


epistemología. Aunque ya hemos analizado algunas de estas relaciones, podemos investigar de
otra manera la constitución “práctica” de la epistemología psicológica. Bachelard sostiene que el
pensamiento científico no opera sobre el mundo tal cual lo encuentra: la producción de la verdad
es un proceso activo de intervención en el mundo. Pero hay algo característico sobre las
condiciones que hicieron posible la producción de las verdades psicológicas. La epistemología
psicológica es, en muchos sentidos, una epistemología institucional (véase Gordon, 1980): las
reglas mismas que determinan lo que puede considerarse conocimiento están estructuradas por
las relaciones institucionales en las cuales cobraron forma.

En lo concerniente a la psicología, dentro de la cárcel, la sala del tribunal, la fábrica, el aula


(espacios institucionales que reunían a las personas y las juzgaban en términos de exigencias
organizacionales tales como la puntualidad y la obediencia), se formaron los objetos que la
psicología buscaría hacer inteligibles. La psicología se disciplinó a través de la codificación de las
vicisitudes de la conducta individual a medida que éstas aparecían dentro de los aparatos de
regulación, administración, castigo y cura, cuando adquirieron su forma moderna durante la
segunda mitad del siglo XIX y las primeras décadas del siglo XX. Dentro de tales aparatos, la
psicología se alinearía con los sistemas de visibilidad institucionales. Es decir que fue la
normatividad del mismo aparato (las normas y los estándares de la institución, sus límites y
umbrales de tolerancia, sus reglas y sistemas de juicio) lo que confirió visibilidad a ciertas
características e iluminó la topografía de los dominios que la psicología intentaría hacer
inteligibles. La verosimilitud de las concepciones psicológicas de la inteligencia, la personalidad, las
actitudes, etcétera, se establecería sólo en la medida en que esas concepciones fueran
practicables y pudieran retraducirse a las exigencias disciplinarias del aparato y sus autoridades.
Por lo tanto, para retomar a Bachelard, la reflexión del psicólogo acerca de su objeto científico no
tomó la forma de una intervención polémica en la realidad para concretar una tesis científica, sino
que se caracterizó por una serie de intentos por racionalizar un terreno de experiencia
preexistente y hacerlo comprensible y calculable.

Si consideramos, por ejemplo, la transformación que sufrió el “trabajo social” en las décadas de
1950 y 1960, o la aparición de enfoques “centrados en la persona” en la medicina general en las
décadas de 1960 y 1970, podemos ver cómo la psicología, al “racionalizar” la práctica de otros
“especialistas”, simplifica sus diversas tareas presentándolos como si todos se ocuparan de
diferentes aspectos del ser persona del cliente o paciente. La psicología no sólo ofrece a estas
autoridades una plétora de dispositivos y técnicas nuevas para la asignación de tareas a las
personas, para la planificación de los detalles técnicos de una institución, para su organización
arquitectónica, horaria y espacial, para la organización de grupos de trabajo, la asignación de

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jerarquías y funciones de liderazgo, sino que también confiere coherencia y lógica a estas
actividades mundanas y heterogéneas, las ubica dentro de un único campo de explicación y
deliberación: ya no son ad hoc, sino que pretenden estar fundamentadas en un conocimiento
positivo de la persona. En ese proceso, se transforma la propia noción de autoridad, y también la
del poder conferido a quien la ejerce.

Por lo tanto, el poder de la psicología provino inicialmente de su capacidad para organizar,


simplificar y racionalizar terrenos de la individualidad y de la diferencia humana que surgieron en
el transcurso de proyectos institucionales de cura, reforma, castigo, administración, pedagogía,
etcétera; pero, al simplificarlos, los transforma en aspectos fundamentales. La tekné de la
psicología Supongamos que no consideramos a la psicología como un mero cuerpo de
pensamiento, sino como cierta forma de vida, un modo de proceder o de actuar sobre el mundo.
Entonces, podríamos tratar de identificar lo que podría denominarse la tekné de la psicología: sus
características distintivas como técnica, arte, práctica y conjunto de dispositivos. Tres aspectos de
esta tekné, tres dimensiones de las relaciones entre la psicología, el poder y la subjetividad:
primero, una transformación de la lógica y los programas de gobierno; segundo, una
transformación de la legitimidad de la autoridad; y, tercero, una transformación de la ética.

Cuando hablo de gobierno no me refiero a un conjunto concreto de instituciones políticas, sino a


cierto modo de pensar acerca del poder político y de intentar ejercerlo: el territorio delimitado por
el sinnúmero de esquemas, sueños, cálculos y estrategias para la “conducción de la conducta” que
proliferaron durante los dos últimos siglos (Foucault, 1991). En el transcurso del siglo XX, las
normas, los valores, las imágenes y las técnicas psicológicas llegaron a moldear cada vez más la
manera en que las diversas autoridades sociales piensan acerca de las personas, sus defectos y sus
virtudes, su estado de salud y enfermedad, su normalidad y su patología. Se incorporaron
objetivos construidos en términos psicológicos (normalidad, adaptación, realización) a los
programas, sueños y esquemas para regular la conducta humana. La administración de las
personas tomó un tinte psicológico desde lo “macro” (los aparatos de bienestar, de seguridad y de
reglamentación laboral) hasta lo “micro” (el lugar de trabajo, la familia, la escuela, el ejército, la
sala de un tribunal, la cárcel o el hospital). La psicología quedó incorporada a las técnicas y a los
dispositivos creados para gobernar la conducta, y ha sido utilizada no sólo por los mismos
psicólogos, sino también por 18 los médicos, los sacerdotes, los filántropos, los arquitectos y los
maestros. Es decir que las estrategias, los programas, las técnicas y los dispositivos, así como las
reflexiones sobre la administración de la conducta que Michel Foucault denomina
gubernamentalidad o, simplemente gobierno, se “psicologizaron” cada vez más. El ejercicio de las
formas modernas de poder político ha quedado vinculado intrínsecamente a un conocimiento de
la subjetividad humana. Autoridad

La psicología estuvo estrechamente ligada a una transformación de la naturaleza de la autoridad


social que tiene una importancia fundamental para los tipos de sociedad en las que vivimos, en
“Occidente”. En primer lugar, por supuesto, la misma psicología generó una serie de nuevas
autoridades sociales cuyo campo de operación es la conducción de la conducta, la administración
de la subjetividad. Estas nuevas autoridades como, por ejemplo, los psicólogos clínicos,

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educacionales e industriales, los psicoterapeutas y los consejeros alegan tener poder y estatus
social porque poseen verdades psicológicas y dominan técnicas psicológicas. En segundo lugar, y
tal vez más importante, la psicología estuvo estrechamente ligada a la constitución de una serie de
objetos y problemas nuevos sobre los que se puede ejercer legítimamente la autoridad social; y tal
legitimidad se funda en creencias sobre el conocimiento, la objetividad y la cientificidad. En este
sentido, es notable el hecho de que surgieran las ideas de normalidad como producto mismo de la
administración tutelada por expertos, y de riesgo como peligro in potentia que habría de ser
diagnosticado por los expertos y administrado profilácticamente en nombre de la seguridad social
(véase Castel, 1991). En tercer lugar, la impregnación de los sistemas de autoridad preexistentes
por parte de la psicología (el del comandante en el ejército, la maestra en la escuela, el gerente en
la fábrica, el enfermero en el hospital psiquiátrico, el juez en la sala del tribunal, el guardia
penitenciario en la cárcel) los transformó.

En este sentido, el ejercicio de la autoridad se convierte en una cuestión terapéutica: la forma más
poderosa de actuar sobre las acciones de los otros es cambiar la forma en que se gobernarán a sí
mismos.

Un estudio de la tekné de la psicología según esta dimensión ética no se aboca a la “moral” en el


sentido de Durkheim de un campo de valores ni a la consiguiente forma de generar integración y
solidaridad social, sino que investiga las formas en que la psicología quedó vinculada
estrechamente con las prácticas y los criterios para la “conducción de la conducta” (Foucault,
1988).

Distintos fragmentos y componentes de las disciplinas "psi" se incorporaron al repertorio “ético”


de los individuos, al lenguaje que los individuos utilizan para hablar de ellos mismos y de su propia
conducta, para juzgar y evaluar su existencia, para dar significado a su vida y para actuar sobre sí
mismos; hecho que transforma aquello que denomino, siguiendo a Foucault, nuestra “relación con
nosotros mismos”: la manera en que hacemos inteligibles y practicables nuestro ser y nuestra
existencia, nuestro modo de pensar acerca de nuestras pasiones y aspiraciones, y nuestra manera
de expresarlas, nuestra forma de identificar y codificar nuestras desafecciones y nuestros límites, y
de responder a ellos.

La meta de una historia crítica de la psicología sería hacer visibles las relaciones profundamente
ambiguas entre la ética de la subjetividad, las verdades de la psicología y el ejercicio del poder.
Una historia crítica de este tipo abriría un espacio en el que podríamos volver a pensar los vínculos
constitutivos entre la psicología (como forma de conocimiento, tipo de pericia y terreno de la
ética) y los dilemas del gobierno de la subjetividad que enfrentan hoy las democracias liberales.

69
Pelbart, Peter Pál (2009). Filosofía de la deserción: nihilismo, locura y comunidad

Tal vez sea conveniente acompañar a Frederic Jameson al menos en una parte de su evaluación
del momento posmoderno. Según él, el llamado capitalismo tardío habría penetrado y colonizado
dos enclaves que hasta cierto momento fueron aparentemente inviolables: la Naturaleza y el
Inconsciente. El Inconsciente, dice Jameson, fue acaparado por el ascenso de los medios y la
industria publicitaria, según una nueva lógica cultural del capitalismo que no cabe desmenuzar
aquí. Lo que importa, en este contexto, son los costos que se pagan cuando el capitalismo
impregna a tal punto la esfera cultural y subjetiva, con las consecuencias ya conocidas bajo el
nombre posmodernismo: descontextualización de los objetos, privilegio de la superficie, imperio
del simulacro. Fin de las hermenéuticas de la profundidad, sean de la esencia y la apariencia, o de
lo latente y lo manifiesto, y por lo tanto de la idea misma de represión, sea tanto el par
autenticidad e inautenticidad como el de alienación y desalienación (categorías que orientaron
nuestra cultura marxista, freudiana, existencialista, y sus diversas hibridaciones).

Para Jameson, el capitalismo “tardío”, “multinacional”, “global”, “globalizado”, “mundial


integrado” –llámeselo como se quiera a este momento en que vivimos– tomó por asalto la
subjetividad, y lo hizo para invertirla en una escala nunca antes vista. Félix Guattari ya llamaba la
atención sobre esta preponderancia de los factores subjetivos en la lógica capitalística, y en
particular sobre el modo según el cual las máquinas tecnológicas de información y comunicación
operan en el corazón de la subjetividad humana, no sólo en su inteligencia, en su memoria, sino
también en su sensibilidad, en sus afectos, en sus fantasmas inconscientes.

Por un lado, la subjetividad ganó visibilidad como un dominio propio, relevante, capital. Michel
Foucault lo expresó en estos términos: hoy en día, junto a las luchas tradicionales contra la
dominación (de un pueblo sobre otro, por ejemplo), es la lucha contra las formas de sujeción, esto
es, de la sumisión de la subjetividad, que prevalece cada vez más. De lo que concluye: “...el
objetivo principal hoy no es descubrir qué somos, sino rechazarlo”. El segundo efecto bumerán,
estrechamente ligado a éste, es el siguiente: si la violencia del capitalismo en su ansia de moldear
de cabo a rabo la subjetividad se reveló últimamente de modo tan obsceno y descarado, al menos
tiene la ventaja de deshacernos del mito de una subjetividad dada. Podemos entonces, por fin,
comprenderla como plenamente fabricada, producida, moldeada, modulada; y también, a partir
de esto, por qué no, automodulable. Tal vez partan de este hecho los discursos contemporáneos,
más preocupados por reinventar la subjetividad que por descifrarla. Algo que Foucault expresó de
la siguiente manera: “*Nos toca+ promover nuevas formas de subjetividad rechazando el tipo de
individualidad que nos fue impuesto durante siglos”.

En términos contemporáneos, esto significaría que cuando el poder toma por asalto la vida,
tendencia creciente detectada por Foucault hace ya dos décadas, la resistencia invoca el poder de
la vida, así como sus múltiples fuerzas. Es en este punto que cabe introducir el tema de la
subjetividad contemporánea, bajo el signo de esta triple determinación: la forma-hombre

70
históricamente esculpida, las múltiples fuerzas que se hacen presentes y la ponen en jaque, y la
idea del experimentador de sí mismo.

Como escribe Deleuze: “No cabe temer o esperar, sino buscar nuevas armas”. Pues si el
capitalismo omnívoro y multiforme requiere, como es evidente, una plasticidad subjetiva sin
precedentes, esta misma plasticidad reinventa sus pliegues y resistencias, muda sus estrategias,
produce incesantemente sus líneas de fuga, rehace sus márgenes. Recrea también sus opacidades,
sus zonas oscuras, sus intimidades, sus nuevos placeres, sus re-encantamientos, sus animismos
maquínicos y su erótica inconfesable, tal como se pudo ver recientemente en la estupenda
película.

Para los sobrios propósitos de esta digresión, me contentaría con señalar que, en lo que concierne
a la subjetividad, nos encontramos ante un término abierto a las fuerzas que le vayan dando
sentido, y capaces, como intentaré mostrar, de subvertir por completo incluso su sentido
originario –y hasta el de sujeto, del cual deriva. Hegel definió al sujeto como “lo que puede retener
en sí su propia contradicción”, en una estructura de relación consigo y de reapropiación que
todavía orienta parte de nuestros discursos. Existe ahí una idea de presencia ante sí, de una
unidad ideal presupuesta y, por lo tanto, de una conexión con la conciencia o la historia que
todavía persiste. Es innegable que Freud provocó en este esquema un cambio importante, incluso
sin recurrir al término sujeto (sería presuntuoso de mi parte evaluar el alcance de este cambio, o
del que provocaron sus discípulos más destacados, que sí usaron el término sujeto). No es seguro,
sin embargo, que el psicoanálisis se haya sustraído a la matriz más general enunciada por Hegel.
No por considerárselo dividido, descentrado, dessustancializado, ausente de si, el sujeto
necesariamente deja de subsistir, ya que puede perseverar en la representación de su ausencia,
modalidad bastante invocada hoy en día. En otros términos, incluso una egología negativa puede
funcionar como una ontología del sujeto.Más que criticar la idea de sujeto, entonces, cabría
examinar en qué medida la emergencia de nuevos campos la vuelven caduca, suscitan nuevos
problemas y la arrastran a otros parajes.

Es un modelo donde la subjetividad aparece en relación íntima con su exterioridad inhumana, con
la multiplicidad de singularidades pre-personales que la habitan, con las diferenciaciones que la
modifican. En suma, una subjetividad coextensiva a su coeficiente de indeterminación y a las
metamorfosis que de allí sobrevienen. Esta panorámica supersónica sobre Simondon nos bastaría
para indicar cómo Gilles Deleuze, parcialmente inspirado en los tópicos mencionados, abordó la
cuestión de la subjetividad.

El concepto de pliegue. Llegó a llamar pliegue del afuera a la subjetividad. El Afuera puede ser
concebido como el campo en el que pululan las fuerzas en su velocidad infinita. Imaginemos el
conjunto de flujos que se deslizan por ahí –flujos de partículas, de sonidos, de imágenes, de
mierda, de esperma, de información, de signos, de dinero, de palabras, etc.– y una inflexión
subjetiva, igual a un pliegue en una sábana extendida. La subjetividad entendida como una
ondulación del campo, un encurvamiento desacelerado, como un pliegue de las fuerzas del afuera,
como una invaginación mediante la cual se crea un interior.

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Basado en esta perspectiva, Deleuze entendió los últimos libros de Foucault como un análisis de
los modos en que los griegos plegaban la fuerza, la doblaban, la traían para sí, y así se afectaban
creando esa relación consigo, un sí mismo, sea en el nivel de la alimentación, en el de las
relaciones en la polis, o en el de los placeres. De allí toda la temática del cuidado de sí, de las
prácticas de sí, en suma, de la existencia estética, muy distante de la manera que tenemos
nosotros de relacionarnos con el sí mismo, en que intentamos descubrir lo que nos separa o nos
aliena de nosotros mismos, según la matriz ya mencionada de la reapropiación, o de la presencia
de sí, incluso cuando es asumida como imposible. Es preciso repetir lo obvio: no sabemos todavía
qué otros pliegues nos esperan, qué nuevas maneras de plegar y desplegar las fuerzas del afuera
nos acechan, qué formas futuras de desacelerarlas, de abrirse a ellas, de desobstruir la supuesta
clausura subjetiva: todo es cuestión de experimentación en este punto. No hay que extrañarse de
que Deleuze incluso haya definido el inconsciente como un protocolo de experimentaciones de los
otros tantos pliegues por venir.

En esta perspectiva, tal vez esta separación cibernética entre el self y el cuerpo no se inscriba en la
dicotomía cartesiana que pesa sobre nosotros, sino, por el contrario, anuncie una extraña
transformación, donde una especie de reencarnación virtual estaría en vías de reconfigurar el
espacio corpóreo e incorpóreo, volviendo a mezclar cuerpo y mente al mismo tiempo que
desafiando la unicidad del self. Es lo que muestran algunas investigaciones recientes sobre este
cuerpo virtual y su pregnancia, donde toda una idea de sí está en vías de transformarse,
disociándose todavía más del cuerpo biológico y de su supuesta unidad. No es una constatación
efusiva, pero tampoco es apocalíptica, puesto que la cuestión no es la de la pérdida del cuerpo –en
ningún sentido más peligrosa que aquella promovida por el platonismo, por el cristianismo o por el
cartesianismo–, y sí de los nuevos cuerpos, incorporaciones, encarnaciones posibles, de los
múltiples yoes emergentes y de los nuevos sentimientos de sí con ellos creados.

La soledad negativa, todos la conocemos, se trata de esas soledades socialmente producidas por la
falta de atención del estado, la exclusión de los viejos, de los deficientes físicos o mentales, de los
desocupados, de los in-ocupables, etc. Pero la soledad positiva, afirmativa, disyuntiva, consistiría
en una manera de resistir a un socialitarismo despótico, de desafiar la tiranía de los intercambios
productivos y de la circulación social. Se esboza, por momentos, una comunidad de los desiguales,
de las máquinas célibes, de las subjetividades parciales, donde el exceso y la dispersión inhumana
no se eliminan por una reinscripción social obligatoria. Es algo difuso, a veces se encuentra entre
los locos, a veces en un personaje de Melville: aquel escribiente que incomprensiblemente
responde a cada instrucción de su patrón con la formula I World prefer not to, preferiría no
hacerlo. Ni positiva ni negativa, la fórmula es un tanto abrupta, no tiene objeto definido, y suena
absolutamente irremisible, por lo que crea a su alrededor un estupor creciente, como si –comenta
Deleuze– Bartleby enunciase lo Indecible. Y en torno a su reticencia crece la insania generalizada,
de modo que este hombre sin cualidades, o sin particularidades, en su rareza solitaria denuncia la
locura circundante. Una desvinculación que reclama, tal vez, otros tipos de vínculo, de
composición, de solidaridad, de solicitud, otras maneras de asociarse, agenciarse y subjetivarse,
lejos de los sometimientos instituidos.

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Sobre la claustrofobia contemporánea- Gilles Deleuze afirma que hemos pasado de una sociedad
disciplinaria –según el diagnóstico de Foucault–, a una sociedad de control; de acuerdo con la
expresión de Burroughs. La sociedad disciplinaria estaba constituida por instituciones de
confinamiento, como la familia, la escuela, el hospital, la prisión, la fábrica, la caserna.

1 Después de la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, las instituciones de confinamiento


comienzan a entrar en crisis. Sus muros se desmoronan (digamos: la familia se pulveriza, la escuela
entra en colapso, el manicomio se convierte en hospital de día, la fábrica se atomiza) pero,
paradójicamente, su lógica se generaliza.

2 O sea, la lógica disciplinaria que regía las instituciones disciplinarias se esparce por todo el
campo social, prescindiendo del confinamiento y asumiendo modalidades más fluidas, flexibles,
tentaculares, informes y desperdigadas. Si antes las instituciones recortaban y cuadriculaban lo
social, configurando un espacio estriado, ahora navegamos en un espacio abierto, sin fronteras
demarcadas por las instituciones: es el espacio liso. Mientras que la sociedad disciplinaria forjaba
moldes fijos (padre de familia, alumno, soldado, obrero) y circuitos rígidos, la sociedad de control
funciona con redes modulables.

El ejemplo de Deleuze es simple: en algunos países, los presos ya no están confinados entre cuatro
paredes, en un espacio cerrado, sino que circulan por la ciudad libremente, con un collar
electrónico capaz de localizarlos en todo momento y lugar. Mayor fluidez y movilidad,
acompañada de mayor control: sociedad de control. La lógica que antes quedaba restringida a la
prisión, ahora abarca el campo social entero, como si la propia sociedad se hubiera vuelto una
cárcel. A la manera de los presos de las sociedades más avanzadas, nosotros también podemos
circular libremente por diversos espacios, pero lo hacemos bajo la mirada atenta de las cámaras
de vigilancia que nos piden sonreír, excitados con nuestra parafernalia celular cuya función de
collar electrónico apenas comienza a ser percibida: prisioneros a cielo abierto.

Deleuze nos recuerda que antes la gente funcionaba del siguiente modo: usted no está más en la
escuela, esto es el ejército; o: usted no está más en el ejército, esto es la fábrica; o bien: usted no
está más en la fábrica, esto es la familia. Con la disolución de esas fronteras y la extensión
ilimitada y la superposición de la lógica de cada una de esas modalidades, nunca se abandona
nada ni se deja nada: ya no se trata del hombre confinado, dice Deleuze, sino del hombre
endeudado. Por ejemplo, no hay más escuela, sino un proceso de formación permanente. La
sociedad misma se convierte en una escuela interminable, con un proceso de evaluación
incesante. La producción ya no se restringe a la fábrica, ni el ocio a los espacios de ocio, ni el
consumo se reserva a los espacios de consumo: al producirnos, estamos al mismo tiempo
consumiendo y entreteniéndonos, o viceversa.

Michael Hardt amplía el alcance de este análisis y comenta que no sólo pasamos de una sociedad
disciplinaria a una sociedad de control, sino también de una sociedad moderna a una sociedad
posmoderna y, sobre todo, del imperialismo al Imperio. El neocapitalismo desvanece todas las
fronteras: nacionales, étnicas, culturales, ideológicas, privadas. Abomina del adentro y del afuera,

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es inclusivo, y prospera precisamente por incorporación en su esfera de efectivos cada vez
mayores y dominios de vida cada vez más variados.

La economía globalizada constituiría el ápice de esta tendencia inclusiva, en la que todo enclave o
exterioridad quedan abolidos. En su forma ideal, observa Hardt, no existe un afuera del mercado
mundial. El planeta entero es su dominio. Imperio es el nombre para esta soberanía que se zampó
todo. Jameson llega a decir que la debilidad de los grandes movimientos políticos de los años
sesenta en todo el mundo fue haber reducido la economía política a la política, haber privilegiado
el combate a las instancias de poder y de dominación, al punto de renunciar a los análisis
económicos; en suma, haber cambiado de blanco, sustituyendo el capitalismo por el Estado. El
hecho es que el propio Jameson reconoce que fue sólo en los años subsiguientes que, en efecto, el
capital, en su orgía financiera, se libró de las amarras de los Estados para aparecer como soberano
en la escena planetaria. Cabe recordar lo que dice Deleuze al respecto, y su trabajo conjunto con
Guattari de algún modo desmonta el propio tenor de la polémica: “Sólo se puede pensar el Estado
en relación con su más allá, el mercado mundial único, y con su más acá, las minorías, los
devenires, la ‘gente’”.

Volvamos al postulado de que la mundialización lleva a abolir el adentro y el afuera, de que


instaura un espacio liso e implica la inclusión total. Este nuevo universal instaura, al mismo
tiempo, un modelo universal exclusivo que tiene por característica primera excluir de esa
pretendida universalidad a masas enteras. Deleuze dice: “Lo único universal del capitalismo es el
mercado. No hay Estado universal porque ya existe un mercado universal cuyos focos y cuyas
Bolsas son los Estados. No es universalizante ni homogeneizador, es una terrible fábrica de riqueza
y de miseria”.

Guattari decía que hay una masa enorme que ya no combate contra el capital, sino contra el
hecho de que el capital ni siquiera se interese por ellos. Robert Kurz, en El colapso de la
modernización, hace al respecto un análisis minucioso. Señala allí que lo que hoy hace sufrir a las
masas del Tercer Mundo no es la probada explotación capitalista de su trabajo productivo sino,
por el contrario, la ausencia de esa explotación. Y concluye: “La mayor parte de la población
mundial consiste hoy, por tanto, en sujetos-dinero sin dinero, en personas que no encajan en
ninguna forma de organización social, ni en la pre-capitalista, ni en la capitalista, ni mucho menos
en la pos-capitalista”. El régimen universal y omniinclusivo del mercado globalizado, al tiempo que
tiende a engullir toda exterioridad, secreta, en su seno, contingentes crecientes de exterioridad
potencial. Alliez y Feher, basándose en Mil mesetas, pusieron de relieve el pasaje de un régimen
de sujeción a un régimen de servidumbre, en lo que constituye una verdadera transformación de
la relación social capitalista.

La mutación más reciente, que los autores señalan como el pasaje de la sujeción a la servidumbre,
tiene varios aspectos. La primera característica de esta fase –y más adelante veremos cómo este
cambio se conecta con la sociedad de control– es que las fronteras entre las esferas productiva y
reproductiva, antes demarcadas, se vuelven nebulosas. Por ejemplo, la producción ya no está
centrada en la fábrica, sino que invade el tejido urbano, los hogares, pulverizándose y

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mezclándose con el tiempo libre. Es lo que, en una nueva conjunción entre ciudad y fábrica, se
denomina “fábrica difusa”. La expansión de la esfera productiva invade la esfera reproductiva. Y la
tendencia, cada vez más, es a trabajar en casa: el espacio doméstico se vuelve él mismo
“productivo”, y de este modo la empresa coloniza la privacidad del tiempo libre. Con esto se
produce un cortocircuito en esferas que antes estaban separadas, y por las cuales el sujeto
transitaba discriminándolas, y experimentando en ese tránsito su supuesta libertad. La sujeción –
cuya condición era la libertad– y la circulación por espacios relativamente exteriores unos a otros y
discriminados entre sí, es sustituida por una nueva y continua servidumbre.

Recordemos la distinción que hacen Deleuze y Guattari en Mil mesetas: “La servidumbre
maquínica y la sujeción social son dos conceptos distintos. Hay servidumbre cuando los propios
hombres son piezas constituyentes de una máquina que ellos componen entre sí y con otras cosas
(animales, herramientas), bajo el control y la dirección de una unidad superior. Pero hay sujeción
cuando la unidad superior constituye al hombre como un sujeto que es referido a un objeto vuelto
exterior, sea este objeto un animal, una herramienta o incluso una máquina: el hombre, entonces,
ya no es un componente de la máquina, sino un trabajador, un usuario [...], está sujeto a la
máquina, y ya no sometido por la máquina. No es que el segundo régimen sea más humano. Pero
el primer régimen parece remitir por excelencia a la formación imperial arcaica: allí los hombres
no están sometidos, sino que son piezas de una máquina que sobrecodifica el conjunto (lo que
llamamos ‘esclavitud generalizada’, por oposición a la esclavitud privada de la Antigüedad).”

Sin embargo, lo que se anuncia más recientemente es una especie de reedición del antiguo
régimen: “Si las máquinas motrices constituían la segunda edad de la máquina técnica, las
máquinas de la cibernética y de la informática forman una tercera edad que recompone un
régimen de servidumbre generalizado: ‘sistemas hombres-máquinas’, reversibles y recurrentes,
sustituyen a las antiguas relaciones de sujeción no reversibles y no recurrentes entre los dos
elementos...”.

Lo ideal es que la computadora pudiera diluirse en la pared, en un reloj de pared, en el piso, en un


vaso de agua, en las zapatillas, etc. O sea, que esa separación hombre-máquina, sujeto-objeto, que
esa sujeción fuese sustituida por una indiferenciación inclusiva (servidumbre), por una
indistinción, o incluso por una simbiosis. Es lo que Alliez y Feher llaman progresiva disolución de
todas las diferencias de estatuto entre las instancias ocultadas por el capital constante (medios y
objetos de trabajo) y el capital variable (la fuerza de trabajo). Esto es la servidumbre maquínica
objetiva de los individuos que el capital causa: una especie de integración en el capital. Semejante
esclavización implica la emergencia de nuevas posiciones subjetivas. El trabajador ya no se
reconoce como parte de un sindicato, o como parte de la ciudad, sino como parte integrante del
propio capital. Su dignidad ya no le viene del trabajo –concluyen los autores–, sino del capital. En
la subsunción formal, ciertos dominios de la vida –como el tiempo de ocio, la fe, las relaciones
familiares–, todavía no habían sido enteramente penetrados por lo que constituye el eje del
capitalismo: la relación mercancía/consumidor y trabajador/capitalista. O sea, aquello que se
acostumbra definir como “privado” conservaba todavía cierta autonomía.

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Según Alliez y Feher: Conclusión: el hedonismo extremo desemboca en un puritanismo extremado.
Para poseer todo su tiempo, pierde todo su tiempo.

Evidentemente, creatividad en el trabajo no es algo que nos falte hoy; incluso es lo que se exige
cada vez más. Claro que la creatividad está unilateralmente dirigida a lo que produce valor o a lo
que alimenta la reproducción ampliada del Capital. Como dice Negri, la creatividad no está
orientada a la producción de nuevas relaciones sociales (ésta sería la verdadera creatividad), sino
que sólo refuerza una normatividad de la creatividad, de la cual la estética de la mercancía es un
testimonio cotidiano.

Hoy, por sobre todas las cosas, lo que consumimos son flujos: flujos de imagen, de información, de
conocimiento, de servicios, que formatean nuestra subjetividad, revolviendo nuestra inteligencia y
conocimientos, nuestras conductas, gustos, opiniones, sueños y deseos; en suma, nuestros
afectos. Cada vez más, lo que consumimos son formas de ver y de sentir, de pensar y de percibir,
de habitar y de vestir, o sea, formas de vida. Y esta tendencia va en aumento, incluso entre los
estratos más desposeídos de la población. No sólo se trata de que los flujos consumidos afectan a
nuestra subjetividad, sino de que éstos mismos tienen una dimensión propiamente afectiva

El trabajo inmaterial es trabajo afectivo en el sentido de que sus productos son intangibles:
sentimientos de tranquilidad, bienestar, satisfacción, excitación, pasión, y hasta la sensación
misma de estar simplemente conectado o de pertenecer a una comunidad. Tal vez sea esto lo que
hoy más se vende, o de lo que más se hace ostentación, o que más se ofrece: efectos afectivos que
constituyen, al mismo tiempo, el contenido cultural de la mercancía. De ahí una característica
importante del trabajo inmaterial, o del trabajo afectivo (que, como vimos, son en cierto sentido
equivalentes, en la medida en que el trabajo inmaterial involucra los afectos): su carácter
femenino. Esto no quiere decir que sea ejercido por mujeres, sino que su ejercicio requiere de
cualidades que hasta hace poco hacían parte del universo tradicionalmente femenino.

Así, se percibe que hay una relación necesaria entre el trabajo afectivo y las redes sociales, las
formas comunitarias, la capacidad relacional, y que ello comporta una suerte de engendramiento
recíproco: el trabajo afectivo crea esas redes y al mismo tiempo es creado por ellas. En el
capitalismo actual, esta tendencia es nuclear. Hoy, en cierto sentido, las sociedades más ricas son
aquellas que mejor desarrollaron esa mezcla de conocimiento y relación, información y conexión,
intercambio vital y educación de los cerebros. Y este, hoy, parece ser el capital más promisorio. En
otras palabras, y para retomar el eje de esta reflexión: la condición del trabajo inmaterial es la
producción de subjetividad, el contenido del trabajo inmaterial es la producción de subjetividad, el
resultado del trabajo inmaterial es la producción de subjetividad. O sea, la producción de
subjetividad atraviesa tanto el proceso de trabajo como su producto. Pero es necesario insistir: la
subjetividad no es algo abstracto. Se trata de la vida, y más precisamente, de las formas de vida,
de los modos de sentir, de amar, de percibir, de imaginar, de soñar, de hacer, pero también de
habitar, de vestirse, de embelesarse, de gozar, etc. Si es un hecho que la producción de
subjetividad está en la médula del trabajo contemporáneo, lo que ahí se pone en juego es la vida.
Como nunca antes, el trabajo necesita de la vida, y su producto afecta a la vida en una escala sin

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precedentes. La subjetividad es, ella misma, un capital del que cada uno dispone virtualmente, con
consecuencias políticas a determinar.

Ahora bien, una axiomática es una estructura que vuelve homogéneos u homólogos los elementos
variables a los cuales se aplica. Por la ley del valor, merced a la cual dos cosas pueden hacerse
equivalentes e intercambiables, todo puede ser intercambiado por un equivalente general (el
dinero), por medio de la regla de la simple igualdad de los valores permutables. El único límite del
capital es la ley del valor. No está sometido a nada más allá de esa ley inmanente. En el
capitalismo se puede producir todo, consumir todo, intercambiar todo, trabajar e inscribir todo y
de cualquier manera, desde que eso ocurra, fluya, se metamorfosee. El único axioma intocable es
la condición de la metamorfosis y del pasaje: el valor de cambio. Ya no hay signo, código,
referencia, origen, supuesta naturaleza –como en un régimen feudal, por ejemplo–, sino sólo una
etiqueta con un precio, índice de la permutabilidad.

De hecho, la sociedad de control en el régimen capitalista actual prescinde de las instituciones


anteriormente responsables de la disciplinarización de los sujetos, y despoja a la propia sociedad
civil de su condición de depositaria de esa tarea de mediación: el control se da inmediatamente.
Lo que desaparece no es el Estado, sino la sociedad civil como mediadora entre el Estado y la
sociedad. El espacio social, vaciado de instituciones disciplinarias, es ocupado por completo por
modulaciones de control. En tanto mando y organización (gubernamentalidad, diría Foucault), el
Estado se pone en movimiento directamente a través del circuito de la producción social. Es lo que
Hardt llama una condición pos-civil. La sociedad civil, basada en la identidad del ciudadano, en la
organización del trabajo abstracto, en el proceso de educación concebido como formateo,
adiestramiento, disciplina para las identidades sociales, cede el paso a un nuevo diagrama
estratégico. En vez de disciplinar a los ciudadanos como identidades sociales fijas, el nuevo
régimen social busca el control del ciudadano cualquiera, soporte flexible de infinitas identidades.

El nihilismo se vuelve contra sí mismo, al devolver las fuerzas elementales a ellas mismas en el
juego bruto de sus dimensiones... Es como si Deleuze se riera un poco de todo eso, del pathos, de
la credibilidad de esa autodenominada totalidad, y concibiera ese todo como un todo que no
totaliza, cuyas partes no lo suponen como una unidad, ni lo prefiguran; un todo que, más bien,
vive de conjunciones y disyunciones, de mezclas y separaciones; una especie de río que arrastra
objetos parciales que hacen variar su distancia relativa.

Ahora bien, en la misma línea, Guattari responde a la pregunta de Toni Negri acerca de una suerte
de elemento trágico supuestamente presente en los pares conflictivos trabajados en Mil mesetas,
que permanecerían en una especie de tensión insoluble. Pares tales como proceso/proyecto,
singularidad/sujeto, composición/organización, línea de fuga/dispositivo, micro/macro, etc.
Guattari retruca: “Alegría, tragedia, comedia... los procesos que me gusta calificar como
maquínicos trenzan un futuro sin garantía: ¡es lo mínimo que puede decirse! Al mismo tiempo
‘estamos presos en una ratonera’ y se nos prometen las aventuras más insólitas y grandiosas.
Imposible tomárselo en serio, pero igualmente imposible no ‘engancharse’. No veo esta lógica de

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la ambigüedad como una ‘tensión insoluble’, sino más bien como un juego multívoco, polifónico,
de elecciones paralelas, a veces antagónicas...”.

He aquí cómo Guattari relativiza el pathos, neutralizando el riesgo de que represente un


encarcelamiento teórico, pragmático. Tras hacer un análisis minucioso del capitalismo mundial en
un texto escrito en 1980 –pero de gran actualidad– y publicado en Revolución molecular –donde
analiza los nuevos componentes del capital, sus nuevos mecanismos, su dinámica mundial y sus
mutaciones–, el inventor de la micropolítica comenta: “Seamos de izquierda o de extrema
izquierda, políticos o apolíticos, tenemos la impresión de estar encerrados en una fortaleza, o,
antes, en una cerca de alambre de púas, que se extiende no sólo por toda la superficie del planeta,
sino también por todos los rincones del imaginario. Y, sin embargo, el Capitalismo Mundial
Integrado es, sin duda, mucho más frágil de lo que parece.”

Es la idea de que éste sólo funciona desfuncionalizando, y de que ese espacio liso siempre es
atravesado por infinitas líneas de fractura. Y, sobre todo, es la idea de que las líneas de fuga son
siempre primeras. Los innumerables flujos que la axiomática capitalista conjuga y que, no
obstante, fugan por todos lados, siempre pueden conectarse entre sí: las conexiones
revolucionarias –siempre indecidibles– contra las conjugaciones de la axiomática

Como dice Deleuze: “*el escritor+ goza de una irresistible salud pequeñita producto de lo que ha
visto y oído de las cosas demasiado grandes para él, demasiado fuertes para él, irrespirables, cuya
sucesión lo agota, y que le otorgan no obstante unos devenires que una salud de hierro y
dominante haría imposibles.”

Deleuze pone la cuestión en los siguientes términos: “¿Qué salud bastaría para liberar la vida allá
donde esté encarcelada por y en el hombre?”. Ninguna salud bastaría para dar cuenta de esa
tarea, liberar la vida dondequiera que esté encarcelada... Los autores que le gustan a Deleuze,
aquellos que cita, cultiva, utiliza, tienen esta característica curiosa: una extraña relación con el
vitalismo.

Al preguntarse quiénes serían los jóvenes nietzscheanos de hoy, Deleuze se hace eco de esas
palabras de Artaud cuando responde con la frase de Robert Deshaye: vivir no es sobrevivir. O
como dice Artaud, vivir no es sólo existir, sino arrancar de la existencia la vida, allí donde está
encarcelada, equilibrada, estabilizada, sometida a una forma mayoritaria, a una gorda salud
dominante. Frente a esto, la vida como palpitación, ardor de ser liberada...

Una de las características del proceso, según Deleuze, es su capacidad de transponer fronteras,
como las que existen entre el animal, el vegetal y el mineral, o entre lo humano y lo inhumano, lo
individual y lo colectivo, lo masculino y lo femenino, lo material y lo inmaterial, etc. Devenir-mujer,
devenir-animal, devenir-molécula, devenir-imperceptible, devenir-indio, he aquí algunos de los
pasajes de los que se es capaz y que la escritura favorece. Al liberar la vida de las individualidades
estancas en que se ve encarcelada, sea en los géneros, sea en las especies o en los reinos
separados, la literatura favorece otras tantas metamorfosis, saltos intensivos, salidas. Los
devenires-animal de Kafka, por ejemplo. Volverse perro, mono, insecto, experimentar, como los

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niños, un devenir-animal que permita al personaje escapar del padre, del burócrata, del inspector,
del juez... Convertirse en un animal no es propiamente imitar a un animal, sino alcanzar un mundo
de intensidades puras donde las formas y significaciones humanas, demasiado humanas, pierden
su pregnancia. Como en “La metamorfosis”: “Gregor se convierte en cucaracha, no sólo para huir
de su padre, sino, antes, para encontrar una salida que su padre no sepa encontrar, para huir del
gerente, del comercio y de los burócratas, para alcanzar esa región donde la voz si apenas
murmura”. Es una línea de fuga, pero que no va hasta el fin. Fracasa en el medio, se reedipiza; y
es de eso que Gregor muere. En su lectura de la obra de Kafka, Deleuze y Guattari siguen un
principio general que va a contramano de la mayoría de las interpretaciones, pues evita
“interpretar una obra que en verdad no se propone más que la experimentación”. ¿Qué es lo que
se experimenta en Kafka? Las impasses y salidas en los estados del deseo. Tomemos el ejemplo
más simple. Hay muchos retratos en Kafka de fotos con cabezas inclinadas: es el deseo sometido,
el deseo que impone la sumisión, el deseo que juzga y condena, el punto en que se impide la
conexión. Pero hay, por otro lado, cabezas que se yerguen, que cuando se levantan llegan a
atravesar los tejados... En Kafka siempre estarían en juego tales maneras de experimentar salidas.
La cuestión no es la libertad, sino la salida. ¿Dónde está aquella pequeña línea heterogénea que
escapa al sistema, qué elemento va a desempeñar el papel de singularidad, qué es aquello que
hará huir al conjunto? En este sentido, siempre se trata de una política, de un protocolo de
experimentaciones, a través de la voz, del sonido, de los gestos, de los devenires más insólitos. La
pregunta no es qué quiere decir, sino cómo se entra, cómo se sale, cómo se huye, cómo se escapa.
O sea, más que posiciones, estados del deseo en relación con una máquina: la máquina de la
justicia, la máquina familiar, la máquina capitalista, la máquina tecnocrática...

La crítica es un recurso menor: se queda en la representación, sigue presa todavía en el terreno


codificado y territorial. “El poder de su acrítica es lo que hace tan peligroso a Kafka”.

Por medio de ese procedimiento intensivo, de descodificación y desterritorialización, se cumple su


programa: estar en su propia lengua como extranjero. Hacer escapar el lenguaje de su uso mayor,
uso de Estado, lengua oficial: aquí es cuando la máquina literaria se vuelve máquina de guerra, y la
línea de fuga, una línea de fuga activa. Insistencia de Deleuze y Guattari en la alegría de Kafka y del
circo que él hace con los temas que otros toman tan en serio (angustia, culpa, soledad) e
interpretan apolíticamente: interpretación baja, neurótica, individual. No se trata en Kafka de
soledad, culpa, infelicidad íntima, dicen ellos, sino de la línea de fuga creadora que “...arrastra
consigo toda la política, toda la economía, toda la burocracia y la jurisdicción: las chupa, como un
vampiro, para obligarlas a emitir sonidos aún desconocidos que pertenecen al futuro inmediato:
fascismo, estalinismo, americanismo, las potencias diabólicas que tocan a la puerta”.

En este sentido, desmontar un agenciamiento es tomar una línea de fuga, y la máquina literaria es
capaz de anticipar y precipitar contenidos “en condiciones que, para bien o para mal, dirán
respecto de toda una colectividad escribir es abandonar precisamente el yo, esa forma dominante,
hegemónica, personológica, edipiana, neurótica, ese estado enfermizo por medio del cual una
cierta literatura insiste en perpetuarse. Escribir es abandonar ese cortejo mórbido, pues sólo así
puede la literatura responder a la función propuesta por un linaje de autores que Deleuze

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pretende hilvanar: la función de liberar la vida allí donde esté encarcelada; y está encarcelada en
las formas constituidas, sobre todo en la forma dominante del yo. La literatura, por tanto, para ser
lo que le cabe ser, esto es, vital, debería, en lo que parece representar una paradoja, volverse
impersonal. Impersonal no quiere decir objetiva, sino ajena a la forma personal del yo, a sus
dramitas psicológicos, a sus letanías sentimentales.

“Hay fuerzas en el interior del hombre que lo fuerzan a sorprenderse de sí mismo”, dice Lowry. La
literatura consistiría en experimentar esas fuerzas que fuerzan al hombre a sorprenderse de sí
mismo. El yo, o la conciencia, sólo presencian la situación, en una especie de impotencia asustada.
El Cónsul tiene conciencia de estar perdiendo el control sobre sus moléculas y átomos. Pero esa
conciencia es secundaria en relación con lo esencial. Es, como dijo Jean-Clet Martin –a quien
acompaño de cerca en este comentario sobre Lowry–, no sonámbula, sino vigilámbula. Esa
conciencia percibe su impotencia frente al inconsciente molecular en que fluctúa, ese campo pre-
individual saturado de entidades embriagadas, vagas. Cuando consideramos esta relación entre la
impotencia de la conciencia o de la percepción y la potencia de lo percibido, la pequeña salud
frágil y el tamaño de lo que le toca vivir y percibir, es como que la salud cambia de lado.

Retomemos el leitmotiv del texto “La literatura y la vida”, de Crítica y clínica. La función de la
literatura: liberar la vida dondequiera que esté encarcelada. La condición de la literatura:
abandonar el pronombre personal yo, la forma personológica, autobiográfica, identitaria,
edipiana, neurótica. El proceso de la literatura: la metamorfosis, la manera por la cual la escritura
experimenta los diversos devenires, devenires minoritarios, devenir-mujer, devenir-molécula,
devenirdios, devenir-sol, devenir-insecto, devenir-indio... Ya podemos esbozar un nuevo
movimiento respecto de aquello que Deleuze considera es la salud en literatura: inventar un
pueblo que falta.

Es constante en Deleuze el tema de que la literatura, las artes en general, y también la filosofía,
convocan a un pueblo que falta. Esto significa que no le cabe a la literatura representar un pueblo,
mucho menos describirlo, ni siquiera dirigirse a él. No suponer un pueblo, sino contribuir a su
invención. Ésta es la condición subjetiva de la literatura: desprenderse de sí, para poder proyectar
sobre el mundo una imagen agigantada, fabulosa, para operar en una máquina de fabulación.

Dice Deleuze que se trata de un espejismo en el que las cosas suben y bajan como bajo la acción
de un pistón, y los hombres levitan, suspendidos en una cuerda. Es preciso imaginar esta arena
tocando un cielo de un color tan púrpura que ofusca, en el que el mundo parece estar en brasas.
Pero no estamos ante una descripción meramente fáctica. Es toda la aventura de la Luz lo que allí
es convocado, y la Luz como una Idea que habita el espacio abierto del Desierto. La Luz como una
entidad que se expande. La propia Rebelión también como una Idea, como una Entidad, como una
fuerza que pulsa y se propaga, la Luz y la Rebelión como fuerzas de expansión en un espacio
abierto: el Movimiento.

Deleuze lo dice con todas las letras: se trata de producir real, no de reproducirlo. Para comprender
inmediatamente esta dimensión visionaria y no representacional del arte –y por eso mismo mucho
más conectada con dicha realidad–, pero bajo el modo de su producción a partir de una máquina

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de guerra estética, habría que evocar a Glauber Rocha más que a la bella novela de Bioy Casares La
invención de Morel. La imagen proyectada sobre lo real, el movimiento del proyector viniendo de
la propia realidad que supuestamente se cree estar representando… es todo el estatuto de la
representación lo que se pone en cuestión, en favor de la imagen como materia misma en
movimiento...

Pero Deleuze insiste en que es propio de la novela estadounidense, así como es propio de la risa,
hacer desfilar esos personajes que desafían toda lógica y toda psicología. Lo que cuenta para un
gran novelista, sea Melville, Kafka, Dostoievski o Musil, es que las cosas resulten enigmáticas, si
bien no arbitrarias. Se trata de una nueva lógica, pero que no nos reconduce a la razón, y que
aprehende “la intimidad de la vida y de la muerte”. El novelista, dice Deleuze, tiene ojo de profeta,
no de psicólogo. No le cabe a él explicar, justamente porque la propia vida nunca explica nada. No
es una defensa de la irracionalidad, obviamente.

Así, para Deleuze, la literatura tiene menos que ver con la muerte que con la vida (a pesar de toda
una tradición reciente, que incluye al propio Blanchot, que dice lo contrario), menos que ver con la
forma que con las fuerzas, menos que ver con un virtuosismo que con un agotamiento, menos que
ver con el propio lenguaje que con su límite exterior, que sin embargo le es interior, menos que
ver con la vida vivida que con lo invivible de la vida, menos que ver con la vida tal como es que con
el Acontecimiento que de ella se extrae. Todo eso de lo que la gorda salud dominante nada quiere
saber. Éste es uno de los sentidos en que la literatura es una salud. Intenta y acompaña procesos y
denuncia todo aquello que los traba o los aborta en la noche.

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