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LO REAL

Tratado de la idiotez

Clément Rosset
T rad u cción e in trod u cción d e
R a fa el d el H ierro

PRE-TEXTOS
Hsta obra sk BENKncró DEr. P. A. P. (JARCIA I.OHCA.
fu. .. -i:AMA |)KI’L’BUCACIÓN DEL SERVICIO DE COOl'FKACIÚN Y DI- A'.UÓN CriTURAI.
de l\ Embajada de Francia en Hspaña
y 111ÍL MlNISTERJO FRANCÉS DE ASUNTOS EXTERIORES.

Ouvrace pubi.ik avec t.£ conocí irs du


MimstéKií Fricáis chargé de la Clxtijrf. -O- nttík nationai. no mvrf

Prim era edición, m arzo de 2 0 0 4

Diseña cubierta: Pre-Textos (S. G. R.)

Título de la edición original en lengua francesa:


Le réei. Traite de l'ídíotie

© Traducción e introducción: Rafael del Hierro, 2004


© Éditions de Minuit, Paría
© de la presente edición:
iw .-trxtos, 2004
Luis Santánge), 10
46005 Valencia

IMPRESO EN ESPAÑA / PRINTED IN SPAIN


ISBN; 8 4 - 8 1 9 1 - 5 8 8 - 2
D e p ó s ito le g a l: V - 1 3 2 1 - 2 0 0 4

(11 JADA IMPRESORES - TEL. 9M 519 060 MONTCAIIRFK 26 - 46960 AI,DAIA (VALENCIA)
I n t r o d u c c ió n ..............................................................................................................9

P ró lo g o ....................................................................................................................... 15

ACERCA DE UNA REALIDAD TODAVÍA POR LLEGAR


1. B a j o e l v o l c á n ............................................................................................ 19
2. L a c o n fu sió n dk los cam in o s ............................................................25
3 . M o n o t o n ía s ...................................................................................................37
4 . A lg u n a s sig n ific a c io n es im aginarias .......................................... 44
5- I d io t e z d e lo reai ..........................................................................................58

6. E l ilusion ista ................................................................................................ 72


7. E l in c u r a b le ...................................................................................................82
8 . E p ílo g o ............................................................................................................ 90

APROXIMACIONES A LO REAL
1. L a e s c r i t u r a g r a n d i l o c u e n t e ...................................................... 109
2. E s c ritu ra y re a lid a d ......................................................................... 13«
3. Lo real y su representación
a ) El. CASO (ipMFRAL: LA REPRESENTACIÓN TARDÍA ................................................... l 6 0
b) Lí o s c a s o s p a r t ic u l a r e s : l a r e p r e s e n t a c i ó n a n t ic ip a d a

Y LA RÍÍPRKSKNTAÍ :iÓ K PÁNICA .................................................................. 173

POST-SCRIPTUM A «LO REAL Y SU DOBLE»


1. N ota b r ev e s o br e la t o n ter ía ..................................................185
2. E l fe t ic h e r o b a d o o el o riginal

IMPOSIBLE DE ENCONTRAR ..................................................................189


INTRODUCCIÓN
Con ocasión de la reciente presentación en Santander de un
espléndido monográfico que la revista La Ortiga -dirigida por
Antonio Montesino y Mary Róscales- dedicara esta primavera
a Clément Rosset, tuve la oportunidad de volver a ver al autor
de L ógica d e lo p e o r y La anti- n atu raleza. Nada ilustra mejor la
forma y el fondo de la filosofía de Rosset que la manera en que
fue presentado por el editor Antonio Montesino al propietario
del muy conocido y, con razón, reputado restaurante Z acarías,
donde fuimos a comer los cuatro.
-Le presento a Clemán -d ijo -. Un filósofo francés...
Zacarías, hombre de mundo y entrado ya en años, nos miró
compungido y murmuró algo ininteligible. Sin duda, parecía
apenado ante nuestra presencia. Afortunadamente, tanto An­
tonio como yo añadimos de inmediato:
- . . . Pero de los buenos.
La luz del entendimiento le cambió el semblante. Sin nin­
guna explicación, ni experta ni profana, Zacarías había com­
prendido a la perfección que estábamos en compañía de un
hombre muy especial, una auténtica rareza, pues sabido es que
para el común de los mortales la palabra «filosofía» no sólo
está reñida con cualquier asomo de veracidad, incluso con el
mero interés, sino que es sinónimo de aburrido galimatías y
hasta de desvergonzada mendacidad, Así que era posible ser
filósofo y, a la vez, ser bueno, parecía decirse nuestro ocasio­
nal anfitrión. Bueno como lo pueden ser los buenos toreros,
o los buenos pintores, o los buenos artistas. En este caso, por
definición, bueno quería decir acertado, lúcido, veraz, sabio
y, por añadidura, bo n vivant. Las carnes rojas, el bacalao, el
vino de Toro, la tabla de quesos, los licores, la conversación en
torno a la bulimia y a la anorexia, todo ello daba buena prueba
de la posibilidad de armonizar la delicada aquiescencia hacia
la vida con el conocimiento de la dura c intragable realidad,
que es en lo que se cifra la filosofía de Clemént Rosset.
-Ciernan, ¿te gusta? -repetía Antonio Montesino a cada paso,
preocupado por agasajar a su ilustre invitado.
Naturalmente, como no podía ser menos, Zacarías trajo a la
mesa el Libro de Firmas, en el que Rosset escribió unas pala­
bras sobre el «gozo de vivir».

* * *

Todos los libros de Clément Rosset, o casi todos, suponen


una vuelta de tuerca respecto de los anteriores, esto es, una am­
pliación o una profundización de su «intuición primera», muy
bien recogida ya en su primer libro juvenil, L a filo s o fía trá ­
g ica. Ahora bien, aunque el conjunto de su obra pueda con­
templarse como un esfuerzo continuado por ofrecer con la
máxima claridad y distinción su tesis inicial, es indudable que
cabe establecer distintos períodos. Uno de ellos, quizás el más
definitorio para la inteligencia de la doctrina, por cuanto los
conceptos que cristalizan en él son los que más y mejor per­
miten identificar la filosofía de Rosset, abarca sus obras Lo rea l
y su d oble, Lo r e a l y El objeto sin gu lar, que muy bien podrían
considerarse como panes de una trilogía, y no sólo por la si­
militud de sus títulos. Son años, en efecto, que Rosset dedica
casi en exclusiva a la configuración definitiva de su oniología:
lo «real-, su carácter «único» y «singular», «idiota» e «insignificante”,
y los derivados del rechazo a lo real y del deseo de nada, como
son la «ilusión», el «doble», el «sentido».
En Lo r e a l y su d o b le (1976), se analiza el transito desde el
rechazo de lo real hasta la ilusoria creación fantasmática de
su doble, recayendo el interés más en la ilusión del doble que
en la lucidez de lo real, objeto de sus dos siguientes libros.
Será en Lo r e a l (1977) cuando se inicie la más que difícil des­
cripción de lo real, de su carácter insólito, singular, único, sin
doble, así como de su profunda idiotez, o sea, de su total in­
diferencia a las significaciones imaginarias que los hombres le
atribuyen. El objeto sin g u la r (1979) no hace sino continuar el
estudio de lo real, pero ya de una manera más concreta, tal y
como se manifiesta en el terror, el deseo, el cine o la música.
La «primera parte» de Lo r e a l expone de manera definitiva
la gran tesis anti-metafísica e inmoralista de Rosset al estable­
cer la correspondencia entre la unicidad de lo real y su com­
pleta falta de sentido. Si lo real es único, singular, sin doble,
ello quiere decir que sólo podrá haber u n a realidad, no dos -la
visible y la invisible, la aparente y la verdadera, la sensible y
la inteligible-. A su vez, si lo real es único y singular, ello quiere
decir que es id iota por definición y que el sentido y la razón
brillan aquí por su ausencia. Lo idiota es, sin duda, lo que ca­
rece de razón, pero antes de ser lo irracional, es lo que carece
de iguales, esto es, lo particular, lo solitario, lo insólito, que es
la condición de todo lo que existe
La «segunda parte* de Lo rea l contiene una reflexión capital
sobre el lenguaje. Tres incursiones en el problema insoluble de
la sep a ra ció n entre lo real y su representación. En ellas se re­
coge y se amplía, debidamente ordenados, buena parte de los
datos ofrecidos en anteriores ocasiones acerca de la represen­
tación, del lenguaje y de la escritura, una cuestión que debe ser
puesta en relación con el marco más general en el que se in­
serta, a saber, el silencio de lo real, primero, y la posibilidad de
que el saber trágico pase del silencio a la palabra, después,
aspectos estos ya analizados en L ógica d e lo peor.
El libro se cierra con una nota sobre la tontería -q u e no es
tanto lo contrario de la inteligencia cuanto un enemigo par­
lanchín y obsesivo del silencio y la insignificancia- y un ejem­
plo de aplicación de la teoría del doble al célebre cómic de
Hergé La o reja rota.
No obstante la brillantez, elegancia y buen humor reinantes
a lo largo del libro, una página parece destacar por encima de
todas: el «Epílogo” de la primera parte, que ya había aparecido
como artículo el año anterior con el significativo nombre de
-Seguro a todo riesgo». Esa r e f l e x i ó n e n tomo al m ortal cono­
cimiento de la muerte (un conocimiento necesario y universal
que hace de todos nosotros una especie de «muertas vivientes»)
y el descubrimiento de la única instancia que, en estas condi­
ciones, podría actuar a modo de g ra cia , esto es, la alegría con
conocimiento dt; causa, representan la esencia misma de la fi­
losofía trágica de Rosset. «Ésta es, si se quiere, una paradoja
-dice Rosset-, pero es también la verdad: si resulta evidente,
desde el punto de vista del hecho, es decir, de la realidad bio­
lógica y de la experiencia psicológica, que la vida del hombre
es posible e infinitamente deseable, no por ello es menos evi­
dente, desde el punto de vista de la razón, que esa misma vida
es imposible y eminentemente indeseable.» Como la gracia pas-
caliana, la beatitud spinozista o la afirmación nietzscheana, la
alegría es, en Rosset, una fu e r z a m ayor.

Ra fa el d el H ierro
PRÓLOGO
Las líneas que siguen proponen algunas incursiones en el
campo de lo real, por el que designamos ante todo la existen­
cia en tanto que hecho singular, sin reflejo ni doble: una id io ­
tez, pues, en el sentido principal del termino.
Una idea nos ha llamado la atención entre otras, a saber,
que el pensamiento de semejante «idiotez** está aún por lle­
gar, quizá para siempre; y ello a pesar de ciertos indicios de
una filosofía moderna que, en su conjunto, permanece deci­
dida a mantener siempre, cueste lo que cueste, las significa­
ciones imaginarias -p o r ejemplo, a través de las figuras del
ilusionista y del incurable.
En La isla d e la razón , de Marivaux, todos terminan por aban­
donar sus ilusiones y rendirse a la evidencia; todos salvo uno:
el filosofo. Sin duda, se puede afirmar que el hecho de dar la
razón a lo real constituye el problema específico de la filoso­
fía: en el sentido de que es su tarea, pero también de que. como
tal, nunca podrá enfrentarse a él en absoluto. Quizá porque se­
mejante reconocimiento suponga una virtud que el genio filo­
sófico no puede, por sí mismo, ni producir ni remplazar.
1. B a jo ei. v o lc á n

El Cónsul camina, sin objetivo preciso, sin dirección deter­


minada, con paso a la vez incierto y seguro. Ebrio incurable,
ya ha bebido con buen ánimo, a pesar de ser tan temprano,
para festejar el regreso de su ex mujer, Yvonne, a quien ha ido
a esperar al bar de Quauhnáhuac (ocasión para tomar unos
whiskys suplementarios). Llegarán a pie hasta la villa del Cón­
sul. Vamos allá sin más y tratemos de causar buena impre­
sión. El Cónsul lo logra, o mejor dicho, llega al menos, junto a
Yvonne, a poner con bastante acierto un pie tras otro sin dejar
de hablar con algo de solemnidad «mientras que de cierta, de
todas formas, hacían su camino ».1 De cierta, de todas formas;
es decir, de todas formas de una cieña forma.
El día se anuncia largo y arduo. Mil pruebas esperan al Cón­
sul hasta que llegue la noche de ese día, en el que se celebra
la fiesta de los muertos y en el que él mismo debe encontrar la
muerte. Pruebas de las que siempre saldrá victorioso (excep­
tuada la última) gracias a la persistencia de un estado etílico,
semicomatoso, que le deja, por así decir, fuera de peligro. El
primer obstáculo sera, de madrugada, el encuentro con un com­
patriota solícito que se preocupa al verle tumbado junto a la ca-

1 M. Lowry, Au-dessous du volcan, ir. S. Spriel, Eolio, Gallimard. p. 125.


[Hay trad. esp.: Bajo el volcán. Tusquels Editores, Barcelona, 199?. Versión
de Raíil Orliz y Ordz.J
rretera y le ofrece ingenuamente una botella de whisky para
ayudarle a encontrar su aplomo, de la que el Cónsul dará rá­
pido buena cuenta. Su mujer Yvonne, que de vuelta a la villa
se ha aseado y le espera en su cuarto, apenas le planteará ya
más problemas: una larga y obligada siesta al borde de su pis­
cina, en ia que padece extrañas alucinaciones, le servirá de
parada provisional (en ese momento sólo son las ocho de la
mañana, y las cosas pueden esperar). Poco después, se librará
con arrojo de las severas amonestaciones de un vecino que
no se deja engañar y no tarda en lanzarle la pregunta de rigor:
«¿Y usted q u é hace?». A continuación, se libra mal que bien del
mareo en la m á qu in a in fe r n a l2 de la verbena de Quauhnáhuac,
y de un atasco en la cantina del B osque, y de la señora Gre­
gorio, como se librará de los to ro si de Tomalín, de los espe ­
jismos en el salón Ofelia, de las preguntas de dudosos policías
en el bar del Farolito, en Parían, quienes esperan enrolarle a
la fuerza en la policía mexicana, en la que tendría que hacer
de soplón. Presintiendo un vago peligro en la insistencia de
estos hombres, el Cónsul se da a la fuga, pero los policías achis­
pados, a los que no les gusta que se despidan a la francesa ante
sus narices, le dan rápido alcance. Se lo cargan y arrojan su
cuerpo al gran barranco que domina la ciudad, donde Lantas
cosas han caído ya.
Para llegar liasla allí hará falla mucha energía, mucha deter­
minación, y al Cónsul no le falta. Amparado en sus gafas negras,
valiéndose si hace falta de un fuerte bastón, el Cónsul sabe muy
bien dónde va y no se dejará intimidar. Admirable voluntad de
quien no sólo no quiere nada en particular, sino que tampoco,
aunque quisiera algo, estaría en condiciones de ser consciente
de ello. Se sabe que Descartes recomienda, en el D iscurso d el

2 En español en el original. (N. del T.)


■ En español en el original. (N. del T.)
m étodo, ir siempre adelante si se quiere estar seguro de llegar
al menos a alguna parte. Confiado en esta certidumbre, el Cón­
sul no duda y sigue su camino «completamente despierto', «com­
pletamente lúcido», «muy capaz de hacer frente a cualquiera que
se cruzase en su camino». El hecho es que no perderá el paso
en el itinerario que le conduce, d e ca n tin a en c a n tin a , hasta
la b a r r a n c a el despeñadero de la muerte. Por lo demás, ¿qué
otra cosa podría suceder? ¿Por qué el camino que sigue de forma
aparentemente desordenada no sería justo su camino, el que ha
querido y elegido? «Haga lo que haga, lo haré deliberadamente»,
dice el Cónsul. Y tiene razón. Se dice que donde hay una vo­
luntad, hay un camino. Pero lo contrario también es cierto:
donde hay un camino siempre puede hallarse una voluntad.
Siempre es posible imaginar una voluntad capaz de relacionar
después una sucesión de actos insignificantes, lo mismo que
siempre le es factible al Dios de Leibniz, omnisciente, encontrar
la función matemática de la curva invisible que pasa por una su­
cesión de puntos esparcidos al azar. Por esa razón toda acción
puede ser considerada insignificante y toda voluntad irrisoria,
por ser incapaces de producir series de actos que difieran en na­
turaleza de series puramente azarosas.
Como todos los borrachos, el Cónsul constata una fluctuación
continua en los límites del tiempo y del espacio. Su vida se cum­
ple en un tiempo y un espacio «inciertos», in certo tem pore in-
certisq u e locis, com o dice Lucrecio de la desviación de los
átomos y de sus movimientos imprevisibles. «El jefe de la esta­
ción dijo el tercero o el cuarto tren, que venía ¿de dónde?
¿Dónde estaba el norte, el oeste? Y, además, el oeste, el norte
¿de qué?... ¿Era esta mañana cuando se suponía que había que
esperar al tren? ¿Qué dijo el jefe de la estación?» Confusión per­
manente de las coordenadas que no impide que el Cónsul se

4 En español en el original. (TV. del T.)


mantenga en pie, haga frente a la influencia maligna de su en­
torno: «Chorreando alcohol por todos los poros, el Cónsul se
agarraba a la puerta abierta del Salón Ofelia. ¡Qué bien hizo al
tomar un mescal! ¡Qué bien hizo!». Sin embargo, sería un error
creer que el Cónsul simplemente ha perdido el sentido de la
orientación. Ése sería el caso de un borracho cualquiera, pro­
penso a coger "tajadas* durante las cuales sólo se tambalean los
límites de su existencia, que vuelven a su lugar tan pronto como
pasa la crisis. Pero el Cónsul de Malcolm Lowry no es un bo­
rracho ordinario. Hs un borracho extraordinario, un vidente que
se sabe inmerso «en un estado de ebriedad excepcional». No se
trata del hombre que, de vez en cuando, pierde su camino para
volver a encontrarlo de nuevo, y a continuación vuelve a per­
derlo otra vez. Primero, porque su embriaguez es permanente
y el estado de videncia que de ello resulta no se eclipsa; nin­
gún intervalo de «lucidez» viene a turbar su estupidez. Y luego,
porque ya no hay para él, desde hace mucho, ningún camino
que perder ni que encontrar, puesLo que no hay ni ha habido
nunca verdaderos caminos. El Cónsul no ha perdido el sen­
tido de la orientación; son más bien los caminos los que han
desaparecido a su alrededor y, con ellos, cualquier posibili­
dad de dirección. El camino recto se ha perdido en la selva
oscura, como en el comienzo de la D ivina C om edia de Dante,
de la que B a jo el v olcán quiere ser, al decir incluso del propio
autor, una suerte de versión moderna y beoda.
En m ed io d e l c a m in o d e n u estra vid a m e en con tré en u n a
selva oscura, p u es la sen d a recta se h a b ía perdido-, la perdida
del camino recto no tiene lugar porque los caminos hayan de­
saparecido en el ánimo del Cónsul, sino, al contrario, porque
pululan en él, porque han investido toda la realidad, una rea­
lidad que ya no es más que una infinita encrucijada de cami­
nos, una impenetrable selva de caminos. Ahora bien, si todo es
indiferentemente camino, nada es camino; no hay ninguna di­
rección que no se confunda, de hecho, con cualquier otra, como
se confunden, en Heráclito, el camino arriba y el camino abajo.
Y, de hecho, no hay nada que no sea camino, que no sea di­
rección determinada. Para darse cuenta de ello basta con tra­
tar de caminar al azar -tarea imposible donde las haya-. Es
cierto que uno puede muy bien desplazarse sin intención de­
terminada o deambular con paso de beodo; el itinerario que,
a fin de cuentas, se haya tomado no dejará de tener por ello
todos los caracteres de la determinación. Es imposible en rigor
caminar al azar, como imposible es, en general, hacer algo que
no posea justo la determinación de ese algo; cierto que pode­
mos hacer todo lo que queramos, pero sin embargo jamás po­
dremos hacer c u a lq u ie r cosa. Dicho de otro modo: las
manifestaciones del azar sólo son susceptibles de producirse
en tanto que también son manifestaciones de la determinación,
de la necesidad; por eso el incertu m del que habla Lucrecio
es siempre, al mismo tiempo, una determinación, un certum.
Y viceversa, las señales de la determinación son siempre, al
mismo tiempo, señales de la indeterminación, del azar. Al ser
la condición de existencia de cualquier cosa, en tanto que
existe, determinada, se sigue que no hay ninguna cosa que no
sea determinada, ni nada determinado que no sea, por la misma,
razón, una cosa cualquiera. Por eso Malcolm Lowry dice del
Cónsul y de Yvonne que se desplazan en suma de un modo
«necesariamente cualquiera», «necesariamente fortuito»; a s so-
m ehow , an y kow , they m ov ed on, mientras andaban «de todas
formas de una cierta forma».
Esta observación que incidentalmente hace Lowry sobre la
trayectoria del Cónsul no es anodina más que en apariencia; de
reflexionar sobre ella se descubriría una muy profunda para­
doja que no sólo afecta a la forma en que caminan los hom­
bres, estén o no borrachos, sino que concierne al destino de
todas las cosas. ¿De qué paradoja se trata? De ver cómo una no­
ción se confunde justo con su contraria: que el «de cualquier
forma» coincide justo con el «en absoluto de cualquier forma,
sino más bien de esta forma». No hay ningún «de cualquier
forma» ( anybow .) que no termine siendo un ~de cierta forma»
(som ehow ), es decir, justo algo que no es en absoluto una cosa
cualquiera, que no es de cualquier forma, sino al contrario,
esa realidad y nada más que ésa, esa forma de ser y nada más
que esa forma. Indeterminación total y determinación total siem­
pre se confunden una con otra. Ningún azar salvará a lo alea­
torio de la necesidad de tener que llegar a la existencia bajo
esta forma y nada más que bajo ésta. Lo que es seguro, se­
guro de todas formas (an y bow ), es que toda indeterminación
cesa al nivel de la existencia, o sea, que nada será realmente
an ybow , puesto que no hay ningún an y bo w que no sea, desde
el momento en que í?s, un som ehow .
Llamaremos in sig n ifica n cia d e lo rea l a esta propiedad in­
herente a toda realidad, la de ser siempre indistintamente for­
tuita y determinada, la de ser siempre al mismo tiempo an y bow
y som ebow . de cierta manera, de cualquier manera. Lo que em­
puja a la realidad hacia el sinsentido es justamente la obliga­
ción que tiene de ser siem p re significante: no hay ningún
camino que no tenga un sentido (el suyo), ningún conjunto que
no tenga una estructura (la suya), ninguna cosa que, aun
cuando no proporcione ningún mensaje legible, al menos no
esté determinada y sea determinable con total precisión.
Los principios de esta insignificancia general pueden resu­
mirse en dos fórmulas simples:

1Q) Toda r e a lid a d está n ecesariam en te d eterm in ad a.


Ello es evidente en virtud del principio de identidad (A=A).
Esta evidencia no constituye una perogrullada carente de inte­
rés; más tarde veremos que en numerosos casos esta verdad ano­
dina puede llegar a ser violenta y, en apariencia, inadmisible.
2 y) Toda rea lid a d es n ecesariam en te u n a r ea lid a d cualquiera.
En efecto, la determinación necesaria es al mismo tiempo una
marca de lo fortuito. No es que sea necesaria por el hecho de
ser esto y no aquello, ni por ser esto o aquello, sino por no
poder escapar a la necesidad de ser algo, es decir, de ser una
cosa cualquiera. Ahora bien, al estar cualquier realidad total y
necesariamente determinada, también es total y necesariamente
una realidad cualquiera.
Esta verdad vale para toda realidad, salvo para una sola no
obstante, a la que nos referiremos más adelante.

2. L a c o n f e s i ó n d e l o s c a m in o s

La marcha del Cónsul de Malcolm Lowry, que ha perdido su


camino por exceso de caminos, que ha abandonado toda meta
debido a una omnipresencia y una equivalencia general de las
metas, no es característica ni del estado de embriaguez ni de
una visión trágica inherente a un hipotético mal del siglo xx. Se
la encuentra ya expresada por Sófocles, en el verso 360 de un
célebre coro de A n tígon a:

riavxo7tópo<; arcopoc, érc'oÚ8év ep^exai

Si s e t r a d u c e l it e r a l m e n t e e s t e v e r s o , t e n d r e m o s :

Teniendo todos los ca m in o s, sin ca m in o m a rch a h a c ia n in ­


g ú n lugar.

El que marcha así es el h o m b re, al que se define en el co ­


mienzo del coro com o la más sorprendente de las criaturas:
"Hay muchas co.sas sorprendentes, pero la más sorprendente
de todas es el hombre».
Es inútil criticar esta traducción literal arguyendo el hecho de
que ornopoc ( á p o r o s, sin camino) no estaría conectado con
ér)’oij8ev ( é p ’o u d én , hacia ningún lugar), con lo que la traduc­
ción verdadera habría de ser: «al estar provisto de mil caminos
nunca estaría desprovisto de camino» (no se encuentra sin ca­
mino hacia ningún lugar, o sea, nunca está sin camino). Ése
es, en realidad, el sentido de este verso, pero este sentido no
se opone más que en apariencia al sentido de la traducción li­
teral, que expresa un rico fondo de significación del que la
traducción habitual -desaprobada en otro tiempo por Heideg-
ger- sólo ofrece un efecto superficial, un reflejo a la vez legí-
Limo y utilizable, pero también un reflejo necesariamente
parcial. Que el hombre no carezca de recursos en ningún caso
y que el hombre (no) vaya a ninguna parte sin recursos son fór­
mulas estrictamente equivalentes. Equivalencia literal: imposi­
ble distinguir entre las dos fórmulas, aparte del pequeño matiz,
en la segunda, de un «no» expletivo. Equivalencia de fondo:
aunque se insista en distinguir aquí entre dos pensamientos
(el que dice que al hombre jamás se le coge desprevenido y
el que dice que el hombre carece de recursos y no marcha hacia
ninguna parte), no es posible dejar de descubrir, al reflexio­
nar, su profunda equivalencia. Quien no puede perderse nunca
es también quien siempre está perdido; ninguno de los dos -e s
decir, el m ism o- podrá jamás internarse por un camino, por­
que un camino implica que una serie deten ni nada resalta sobre
un fondo de indeterminación; ahora bien, nada de eso es po­
sible en el caso que nos ocupa, el del ser a quien todo puede
convertírsele siempre en camino. El hombre descrito por Só­
focles está a la vez provisto de caminos y desprovisto de todo
camino, a la vez ocvqoirópoq (que dispone de todos los caminos)
y <;a7topoc, (que carece de camino). Uno creía estar oyendo dos
cosas diferentes a propósito del hombre; en realidad, se trataba
de una sola y misma cosa. Esta ambigüedad -q u e sólo lo es
en apariencia, dado que consiste en hacer dudar primero entre
dos sentidos aparentemente opuestos y, a continuación, en re­
velar su equivalencia- es, por lo demás, una característica ha­
bitual del estilo de Sófocles, ambigüedad permanente que hace
de Sófocles, a pesar de la simplicidad de su escritura, quizás
el autor griego más difícil de leer, y uno de los más delicados
de traducir. Esta ambigüedad supone, llegado el caso, menos
una ocasión de contrasentido (riesgo de traducir una cosa
cuando Sófocles dice lo contrario) que una ocasión para ex­
presar una ambigüedad inherente a la naturaleza de la cosa
en cuestión. La traducción, por tanto, corre menos peligro de
estar junto al sentido que de ser parcial y plana, menos de dar
lugar a un contrasentido que de borrar la riqueza del sentido.
Uno de los ejemplos más notables de esta ambigüedad de Só­
focles -q u e no significa doble sentido, sino valor múltiple de
un sentido ú n ico- se encuentra en E dipo rey, cuando Edipo
anuncia con toda solemnidad que podrá descubrir al asesino
del rey Layo (que no es otro que él mismo): «Al remontarme
-proclama orgulloso el rey Edipo- al origen (de los aconteci­
mientos que se mantienen desconocidos), yo los sacaré a la luz,
éytotpocvto. Fl escoliasta no deja de observar que en este ego
p h a n ó s e esconde algo, que Edipo no quiere decir, pero que el
espectador sí comprende ‘'porque todo quedará al descubierto
en el propio Edipo, ércei to jcccv év amó) <pavf)a£Tar. lig o p h a n o =
yo sacaré a la luz al criminal -pero también: yo mismo me des­
cubriré criminal».5 Al decir ¿70) (paveo, Edipo dice dos cosas a la
vez, si se quiere. Una, de manera consciente: nombraré al cri­
minal. Otra, que sólo existe de manera consciente en el ánimo
de los espectadores (que conocen la historia) y, quizá también,

’ J.-P. Vernal y P. Vidal-Naquet, Mythe et tragédie en C rece ancienne, p. 107.


fHay trad. esp.: Mito y tragedia en la Crecía antigua, Taurus, Madrid, 1987. Ver
sión de Mauro Armiño.J
en forma de una premonición confusa e inconsciente, en el
ánimo del propio Edipo. Pero todo ello se dice sólo con una
palabra, de la que se conservará su inquietante simplicidad al
traducirla literalmente: mostraré al criminal. Y, sobre todo, la
aparente ambigüedad no remite más que a una sola y misma
realidad: la persona de Edipo. Sólo hay una palabra para nom­
brarla dado que sólo hay una cosa que mimbrar. Lo esencial -y
el resorte de lo trágico- es aquí el hecho de que dos cosas en
apariencia distintas sean en realidad una sola y misma cosa. Re­
sulta, por tanto, imposible concluir, como Vernant y Vidal-Na-
quet: «¿Qué es Edipo, entonces? Como su propio discurso, como
la palabra del oráculo, Edipo es doble, enigmático»/' Eso sería,
a fin de cuentas, persistir en negar la evidencia hasta el final,
en aferrarse desesperadamente a la misma ilusión que Kdipo
trata de acariciar a lo largo de su calvario: ilusión de un Doble
que lentamente se desvanece, de una duplicidad que, de ma­
nera sucesiva, se muestra segura al principio (existe Edipo y
existe el criminal), sólo probable después, muy improbable más
tarde, aunque aún posible, y aJ final imposible. La tragedia de
Edipo radica en ser con certeza una sola y misma persona, per­
sona que no podemos descomponer según sus diferentes pa­
peles (aquí el detective, allí el asesino). «Persona*, en griego
moderno, se dice evo, áxo^io, en neutro, esto es, literalmente «una
cosa que no se puede cortar en dos». Notemos de paso que,
en francés, una persona, un hombre cualquiera, también es
«nadie», ningún hombre :7 eco del vínculo original que liga lo
determinado a lo indeterminado, alguna cosa a cualquier cosa,
la presencia de mil caminos a la ausencia de todo camino.
Y, para terminar por hacernos meditar, recordemos que el ase­

6 ibid.
~Juego de palabras imposible de traducir al español -persona y nadie-, pero
no de pensar recurriendo a la noción de máscara. (N. del T.)
sinato con el que Edipo ha .sellado su destino se ha producido
en un lugar en el que se confunden los diferentes caminos,
en una encrucijada de caminos: "Triple camino, oculta cañada,
encinar, desfiladero junto a las dos rutas, tú que bebiste la san­
gre de mi padre -m i sangre, por mis propias manos derramada-,
dime, testigo de mi crimen, ¿te acuerdas de todo ello?»/
Del mismo modo que Edipo es, a la vez. el que busca y el
buscado, así también el hombre descrito en el coro de Antí-
g o n a está a la vez provisto y privado de camino, a la vez lleno
de recursos y sin recursos. Antes que nada, hombre de recur­
sos, en lo que hace hincapié el coro todo el tiempo. Es astuto,
siempre tiene salida para todo, siempre se las arregla. Puede
cruzar el océano, labrar la tierra, conseguir caza y pesca, aman­
sar las fieras, construir casas y fundar ciudades. Pero, también,
hombre sin recursos, ya que todo eso no lleva a ninguna parte
(etc1cmSev ep^etoci). Sabe hacer todo eso y aún podría hacer otras
muchas cosas más, cualquier cosa. Es, indistintamente, el ser
de todos los posibles, aquél a quien le falta un destino, un ca­
mino hacia algún lugar. Ningún viento impulsa, dice Montaigne,
a quien no tiene puerto de destino. Pero, también, todos los
vientos son favorables. Equívocos todos los caminos, cualquiera
le vendrá bien.
Esta confusión de caminos es muy diferente de lo que sucede
en un laberinto. Que el hombre carezca de camino no signi­
fica en absoluto que esté perdido en un laberinto, en el que no
se sabe sí es mejor, para salir airoso, tomar el camino de la iz­
quierda o el camino de la derecha, volviéndose a encontrar con
el mismo problema en cada nueva encrucijada, En el laberinto
hay un sentido, más o menos difícil de encontrar y de ver, pero
cuya existencia es segura: se ofrecen múltiples itinerarios de los

B Edipe Rol tr. R. Pignarre. [Hay irad, esp.-. Edipo rey, Guadarrama, Madrid,
1979. Versión de Luis Gil.J
que sólo uno, o algunos pocos, son los buenos, no conduciendo
los otros a ninguna parte. El laberinto no es. pues, un lugar en
el que se manifieste la insignificancia; antes bien, se trata de un
lugar en el que el sentido se revela al ocultarse, un templo del
sentido, y un templo para iniciados, porque el sentido está aquí
presente y velado a la vez. El sentido circula aquí de forma se­
creta c inesperada, a la manera del itinerario incierto y descon­
certante que tiene que Lomar el hombre atrapado en el laberinto
si quiere encontrar una salida. A la ausencia de caminos -e s decir,
a su omnipresencía—propia de la insignificancia se opone aquí
la complejidad de los caminos. Es conocido el gusto moderno
por los juegos de sentido de tipo laberíntico: la desaparición
del sentido allí donde se le acechaba, su reaparición allí donde
no se le esperaba, falsas correspondencias entre elementos ve­
cinos y homogéneos. Gusto filosófico, como prueban las pri­
meras líneas de Las p a la b ra s y las cosas. de Michel Foucauk, el
estudio de las paradojas del sentido en la Lógica d el sentido, de
Gilíes Deleuze, la banda de Moebius y otros nudos borromeos
de Jacques Lacan. Gusto literario: laberintos de Robbe-Grillet, iti­
nerarios misteriosos y correspondencias secretas de Michel Rutor,
-jardines en los senderos que se bifurcan» en Borges. tíl gusto por
el-laberinto es claramente un gusto por el sentido que, conside­
rado de forma aislada, traduciría más bien una indiferencia de
la modernidad ante el problema de la insignificancia.
La confusión de los caminos podría compararse con más pre­
cisión a la muy particular confusión engendrada por el fenó­
meno del olvido. Así como la insignificancia se define por la
falta de caminos, debido a su proliferación, así también el ol­
vido se caracteriza no por una pérdida del recuerdo, sino más
bien por una omnipresencia de recuerdos, por el tropel indife­
renciado de los recuerdos que, durante el olvido, afluyen en
orden tan cerrado que se hace imposible localizar el recate rdo
buscado. Bergson ha denunciado el absurdo que suponía opo­
ner el olvido a la memoria. El olvido no surge cuando desapa­
recen los recuerdos (lo que no se produce nunca), sino cuando
todos los recuerdos aparecen a la vez de forma indiferenciada,
dado que cada recuerdo hacer valer idénticos derechos al re­
conocimiento. Lo normal es que yo seleccione mis recuerdos:
sólo me acuerdo de los que necesito en este momento. Durante
el olvido, ya no selecciono, por lo que entonces tengo ante mi,
en pie de igualdad, todos mis recuerdos. ¿Cómo elegir? ¿Cómo
orientarse en ese conglomerado que ni siquiera es un dédalo,
como el laberinto? Ya no hay caminos, ni siquiera falsas direc­
ciones. Ya no hay direcciones, ni señales que indiquen. O más
bien, todavía hay señales, pero éstas se han vuelto irrisorias. El
a que, según mis previsiones, tenia que hacer que me acor­
dase de b me resulta tan inútil como este nudo en el pañuelo
que tenía que ayudarme a recordar algo, pero que ahora se li­
mita a este único mensaje, a saber, que hay algo de lo que me
tenía que acordar. Kn cuanto a ese algo mismo, ahí está, pre­
sente, en medio de la infinidad de cosas que he visto hasta la
fecha: está ahí delante de mí, y lo conozco bien. Pero hay de­
masiadas cosas que conozco bien y que están ahí delante de mí.
Resulta imposible distinguir al cabo entre olvido absoluto y
recuerdo absoluto, saber absoluto. El olvido del borracho, por
ejemplo, podría muy bien definirse como un exceso de saber,
un saber demasiado (el caso del Cónsul de Malcolm Lowry con­
firmaría esta definición). El borracho auténtico lo olvida todo
porque lo ve todo. Porque lo sabe todo, porque se acuerda
de todo. En una historieta de Fred, L a m em em oria, vemos a
Bartolomé, cuyo amigo Filemón se ha vuelto amnésico, implorar
en vano la ayuda de los habitantes de la »mememoria»: los se­
cretarios de la mememoria están en huelga y ya no funciona
ningún recuerdo. Hay que esperar que la memoria vuelva al
trabajo. Sólo en uno, sin embargo, la huelga ha quedado sin
efecto: precisamente el borracho de la esquina, el único que
no ha perdido la memoria. Los borrachos son como los ele­
fantes: no olvidan nada. Y, justo por la misma razón, nunca se
acuerdan de nada.
Aquí está la que busca, delante de usted, entre algunos mi­
llones más: será suya en cuanto la haya reconocido. La tarea
es fácil, aunque se complica un poco por el hecho de que tam­
bién conoce usted, con tanta intimidad a unas como a otras, a
esos otros millones de mujeres que rodean a su preferida. Tal
es, poco más o menos, la situación del hombre sumido en la
búsqueda de un recuerdo cualquiera -tarea cuyo carácter la­
borioso y desenlace azaroso han sido descritos por Proust en
la más célebre de sus páginas: una visión indiferencíada de
todas las cosas acompañada por una incapacidad para captar
bien alguna de ellas-. Parálisis, inmovilidad, impotencia mte
un mar de recuerdos que inundan al observador. Sin embargo,
los recuerdos desfilan al alcance de su mano, aunque parece
haber perdido brazos y piernas, no disponiendo ya má^ que de
dos grandes ojos abiertos e inmóviles. Esta parálisis lúcida es,
como se sabe, la de los personajes de Samuel Beckett, en es­
pecial la del héroe de El in n om brable. Inmóvil en un asiento
un poco elevado (¿en relación a qué?), el que habla en El in ­
n o m b r a b le se halla situado, para todo «aquí» y «ahora», en el
centro de algo del que sólo puede saberse que se trata de su
'■entorno». ¿Qué entorno? ¿Se trata del aire? ¿De la piedra? ¿IJn
recinto? ¿Una ilusión óptica? P a r a s a b e r l o , haría falta un bastón,
lanzarlo al aire para saber -si hay vacío siempre» o si está lleno,
'■según el ruido que oyera»; o quizá, más bien, no soltarlo y
servirse de él como una espada, blandiéndola en el aire a su
alrededor para conocer la naturaleza, blanda o resistente, eté­
rea o líquida, del espacio en torno. Pero la posibilidad de re­
conocer así los lugares resulta vana de todos modos por ser
irrealizable, puesto que no hay bastones: «la época de los bas­
tones ya ha pasado, aquí no puedo contar estrictamente más
que con mi cuerpo». No hay bastones; también puede decirse:
no hay caminos. Beckett no es el escritor de los laberintos, sino
el de la insignificancia, el de la confusión de los caminos. Sus
series no pertenecen al orden del laberinto, no sugieren nin­
guna significación incomprensible y oculta, promesa de un sen­
tido lejano y misterioso, sino que ofrecen, por el contrario, una
significación inmediata, muda y anodina, sin ninguna promesa
de eco o reflejo, que se evapora al mismo tiempo que se re­
vela, y en el momento oportuno, como en el episodio de las
piedras que hay que chupar, joya de Molloy.
La perspectiva de la insignificancia, lugar en el que coexisten
y se mezclan todos los caminos, no parece que pueda descri­
birse como un estado, pues se trata más bien de la negación de
todo estado, pero sí puede describirse en cambio como el es­
tado por excelencia al poseer, en efecto, la virtud que le falta
a la estabilidad más tenaz, a la organización más duradera, a
saber, la de n o ser susceptible d e n in g u n a m od ificación . Hay,
al menos aquí, un seguro total contra el futuro: nunca se pro­
ducirá nada que pueda contradecir el principio de la insignifi­
cancia (lo que se produzca será siempre algo determinado y,
a la vez, cualquier cosa). Los caminos del futuro ya pertene­
cen a la actual confusión de caminos. En efecto, como hemos
señalado en otra parte,y se da una antinomia insalvable entre
las nociones de azar y de modificación: si lo que existe es esen­
cialmente azar, de ello se sigue que lo que existe no puede
ser modificado por ningún suceso, por ningún -acontecimiento»
(en la medida en que ningún «acontecimiento», entendiendo
por tal algo que irrumpe y resalta sobre un fondo de azar, po­
dría producirse jamás). Al cambiar de manera imprevisible, lo
real no hace sino confirmarse en su estado: no ha cambiado.

y Logique du pire. l-’.U.F., pp. 42-44, [Hay Ciad, esp.: Lógica de lo peor.; Harral
Editores, Barcelona, 1976. Versión de Francisco Monge.]
El azar jamás será modificado por el azar, razón por la cual todo
acontecimiento, por agradable o deseable que sea, no deja de
ser irrisorio desde el momento en que nos proponemos inter­
pretarlo en sentido filosófico (no ya histórico o político). Dicho
en términos más filosóficos, cuando no más sibilinos: alg o
puede modificar a lg o, pero n a d a no puede modificar n a d a .
Ahora bien, lo real no es nada - o sea, nada estable, nada cons­
tituido, nada firm e-. Por tanto, lo real no es, en sí, modifica-
ble. Y por eso Sófocles, después de haber dicho en A ntigona
que e l hombre «marcha hacia ningún lugar», añade que ese nin­
gún lugar no concierne sólo al presente, sino también al to
jov, al futuro, a l a serie infinita de los tiempos que han de
llegar:

FlavxoTtópoi; a7iopo<; érc'o'i>8év epxeroa

Teniendo todos los ca m in o s, sin c a m in o m a rc h a h a c ia n in ­


g ú n lugar; d o n d e q u ie r a q u e vaya.

Del mismo modo, Lucrecio propone una teoría de la mono­


tonía - e a d e m su nl sem p er o m n ia - 10 que no se opone de nin­
gún modo a su teoría de la modificación perpetua, sino que,
al contrarío, la confirma y la precisa. Lo que sólo existe en es­
tado cambiante no puede modificarse por el hecho de que cam­
bie; que todo sea siempre parecido significa entonces que todo
es siempre igualmente fortuito, efímero y cambiante. Ésa es la
razón de la unifonnidad del mundo, según Lucrecio: la de no
poder cambiar de forma ni de constitución por ser, constitu­
cionalmente, amorfa. Malcolm Lowry expresa de un modo muy
bello esa no-modificación inherente al estado cambiante. El

10 D e rerum natura. III, 945. Ulay irad. e.sp.: D e la naturaleza d e las cosas,
Cátedra, Madrid, 1983. Versión de Agustín García Calvo.]
Cónsul, ebrio, está sentado a una mesa del restaurante del Salón
Ofelia, en compañía de su hermanastro y de Yvonne, y me­
dita sobre las condiciones de su «ser-en-el-mundo»: «El Cónsul
estaba sentado, muy bien vestido, sin mover un músculo. ¿Por
qué estaba aquí? ¿Por qué estaba siempre, más o menos, aquí
( Why w as b e alw ays m ore o r less, bere)?». Por más que se mueva
y vaya donde le plazca, siempre se encuentra, poco más o
menos, en el mismo lugar, en el mismo punto. El Cónsul está
aquí al borde de una revelación de orden ontológico, a saber,
que la facultad de existir en un lugar cualquiera no exime de
la necesidad de existir siempre en alguna parte. Por tanto, siem­
pre hay alguna parte, siempre hay, más o menos, un aquí. No­
temos, de paso, que «siempre» se dice en inglés always, esto es,
«by all ways»: cualquiera que sea el camino.
Falta por determinar por qué ese hombre que Sófocles des­
cribe como hombre privado de camino, cualesquiera que sean
ios caminos que tome, orientándose hacia la nada debido a la
infinidad de sus medios, se describe al mismo tiempo, según
la opinión del propio coro de Antigona, como Seivóq,(deinós,
sorprendente), y el más 8eivó;de todos los seres; esto es, según
el parecer de los traductores, el más sorprendente de los seres,
o el más admirable, o el más maravilloso, o el más terrible, o
el más formidable, incluso el más inquietante. En vano trataría­
mos, quizá, de ver aquí una profesión de fe humanista, un sim­
ple testimonio de autoadmiración del hombre. Lo que el griego
del siglo v a. C. experimenta ante sí mismo —al menos, tal como
lo pintan Sófocles o Fidias- es un sentimiento de júbilo intenso
pero mesurado, que comporta más la intuición de sus limites
que el descubrimiento de un poder infinito. Nada más opuesto
a esta satisfacción griega, al parecer, que el sentimiento o la ma­
nifestación de cualquier vanagloria. A pesar de ello, Sófocles
dice que el hombre es Seivóq, y más Seivoq que cualquier otra
cosa en el mundo.
Para captar el sentido de esta observación conviene, sin
duda, volver a situar el párrafo en su contexto, recordar que
el coro en cuestión interviene inmediatamente después de que
nos hayamos enterado de que el cuerpo de Polinices ha sido
recubierto de polvo, según el ritual sagrado, y ello a despecho
de las instrucciones expresas de Creonte. El coro comenta en­
tonces ese prodigio -e s e hecho prodigioso de que una orden
del rey absolutamente coactiva, puesto que prevé la muerte
para toda persona que la contravenga, ha sido transgredida-.
Ahora bien, semejante prodigio sólo puede ser producido por
la mano del hombre; por eso el anuncio del prodigio se pro­
longa al punto con una evocación del hombre, con un coro
que se decide a describir al hombre en tanto que prodigio,
en tanto que susceptible de producir actos prodigiosos -e l
hombre en general, y no Antígona, de quien se supone que
el coro ignora todavía que es la autora del acto prohibido-.
¿Quién ha podido hacer eso? Solamente un hombre. ¿Por qué?
Porque sólo el hombre es capaz de un comportamiento p e r ­
verso al contradecir toda previsión, toda norma. Perverso: o
sea, trastornado por haber vuelto del revés el sentido, por ha­
berlo abolido. ¿No es el hombre jiavxoTcóp^, como se dirá más
adelante, capaz de tomar todos los caminos, incluidas las vías
prohibidas, las vías al parecer impracticables? Ahora bien,
Creonte se propuso limitar justo esas posibilidades humanas,
literalmente «extravagantes» (que s e e x t i e n d e n «fuera d e todo
camino»), quería refrenar esa facultad humana que el coro de­
signará con el término íiavxojtóp<;.Decidió cerrar al menos una
vía, la que llevaría a conceder a Polinices los honores fúne­
bres. Mas para hacer que una vía se le vuelva impracticable
al hombre de los mil caminos no basta con prohibirla. Nada
le resulta impracticable al hombre TtocvxoTiópq, máquina lodo te­
rreno, susceptible siempre de sorprender. El hombre es algo
terrible, temible por inescrutable: ése es, a fin de cuentas, el
sentido que tiene, en Sófocles, el término 5eivó<;, El hombre es
«terrible» por disponer de todos los caminos al tiempo que ca­
rece de todo destino. Nada hay tan peligroso como una má­
quina sin control: todos los caminos le están abiertos por
definición.

3 . M o n o t o n ía s

La insignificancia de lo real, desde luego, no sólo se mani­


fiesta cuando la realidad se presenta de forma visiblemente
incoherente y desordenada, en estado de pura y arbitraria con­
tigüidad. Aparece también, y mejor aún, cuando lo real se pre­
senta de manera coherente, ordenada y continua, formando una
especie de texto más o menos rudimentario o elaborado. Lo
real, a este respecto, se parece bastante a los malos escritores:
al final tiene poco que decir, pero le gusta dar mucho que leer.
Y el silencio, suponiendo que fuese ésta la última palabra de la
que nos hiciese partícipes la realidad, no aparece nunca de ma­
nera tan elocuente como cuando está precisamente hablando
lo real, ya que el silencio disfrazado, cubierto con palabras, e.s
más revelador que el simple silencio; del mismo modo, el azar
nunca sorprende tanto com o cuando reviste la apariencia de
la finalidad: por eso Aristóteles distingue entre la simple ca­
sualidad ( a u tó m a to n ) y el verdadero azar (tuche), que designa
el caso en que lo que es puramente fortuito se disfraza de fi­
nalidad aparente.
Innumerables son los «textos» sobre el mundo que presen­
tan esta significación insignificante, exponentes de un sentido
que al final no se entrega, portadores de un mensaje vacío. En
el dominio físico, basta con que haya una manifestación de
regularidad para que se produzca al mismo tiempo un texto y
un mensaje, y la tentación de extraer de ello una significación.
lom em os, por ejemplo, el caso de los eclipses de luna y de sol.
Se sabe que éstos, a pesar de algunas variaciones, se produ­
cen a grandes rasgos de forma muy regular a lo largo de perío­
dos de dieciocho anos y diez (u once) días, llamados Saros, a
cuyo fin vuelve a comenzar el mismo ciclo de eclipses, que ten­
drán lugar poco más o menos en los mismos días y en el mismo
orden. Teniendo en cuenta la complejidad y la precariedad
de las condiciones de existencia de un eclipse, esta regularidad
en la aparición de los eclipses parece simplemente un mila­
gro. En efecto, para que se produzca un eclipse -y limitándo­
nos a las principales condiciones, resumidas aquí de forma
som era- es necesario:

I o) Un alineamiento Sol-Tierra-Luna (o Sol-Luna-Tierra\ es


decir, un período de luna llena o de luna nueva, determinado
por la revolución sinódica o m es lu n a r; S.
Ahora bien. S = 29,530588 días.

2-) Un paso del Sol cercano a los «nodos» (es decir, a los dos
puntos por los que la órbita lunar corta la eclíptica), determi­
nado por el a ñ o d e los eclipses, E; año diferente del año nor­
mal debido a que los nodos retroceden sobre la elíptica.
E = 346,6200 días.

3") Un paso de la Luna por los mtsmos nodos, determinado


por el m es dracon ítico, D.
D - 27,2122 días.

4-) Finalmente, una compensación de las irregularidades de


los movimientos aparentes de los cuerpos afectados, sobre todo
de la irregularidad de la Luna sobre su movimiento elíptico
(de muy amplia excentricidad). La principal irregularidad lunar
depende de su distancia al perigeo de su órbita, o anomalía.
Así se determina un m es an om alíslico, A, intervalo entre dos
pasos de la Luna por el perigeo.
A = 27,5546 días.

En esas condiciones, una regularidad en la aparición de los


eclipses sólo es imaginable si casualmente existiese un común
múltiplo de los valores S, E, D y A que fuese, desde el punto
de vista aritmético, lo más exacto posible. Cuanto más pequeño
sea ese común múltiplo, mayor será la regularidad de los eclip­
ses, y más corto el período al cabo del cual vuelve a comen­
zar el ciclo.
Ahora bien, ese común múltiplo existe y es sorprendente­
mente pequeño, sorprendentemente próximo a las magnitudes
aritméticas de las que es el múltiplo común: la cifra 6.585. En
efecto:

l e) 223 x 29,530588 = 6.585,3211


2Q) 19 x 346,6200 = 6.585,78
3e) 242 x 27,2122 = 6.585,3567
4a) 239 x 27,5546 = 6.585,5374

Dicho de otro modo, favorecido por esta sucesión de feli­


ces coincidencias aritméticas, el período de 6.585 días cubre
poco más o menos 223 meses lunares, 19 años eclípticos, 242
meses dracuníticos y 239 meses anomalísticos. O sea, el pe­
ríodo del Saros, que encierra 18 años y 10 u 11 días, según
que el intervalo de 18 años considerado encierre 4 o 5 años
bisiestos. No hay nada que exprese con más sencillez el víncu­
lo entre el azar y la regularidad, nada que confirme de ma­
nera más convincente la tesis de Lucrecio según la cual el
orden no es nunca más que un caso particular del desorden.
Vemos cóm o una sucesión de felices azares produce una re­
gularidad que no muestra, de ningún modo, un orden deter­
minado en las cosas, sino más bien una excepción en el curso
normal de las cosas, encomendado al azar. Además, aquí hay
que distinguir entre dos niveles de azar. La regularidad de
los eclipses manifiesta, en efecto, tanto un azar físico, que
afecta al mundo, como un azar matemático, independiente del
curso de las cosas. Azar físico, que hace que un conjunto de
movimientos tenga lugar en espacios de tiempo cuya dura­
ción está en correspondencia aritmética con las cifras res­
pectivas de 223, 19, 242 y 239, esto es, otros tantos comunes
divisores de la cifra 6.585. Pero azar matemático también. Que
las medidas del año eclíptico, de los m eses lunar, draconí-
tico y anomalístico estén en común correspondencia con la
medida del Saros. eso constituye de hecho un azar. Pero que
223, 19, 242 y 239 sean comunes divisores de 6,585 constituye
también un azar en sí mismo, al margen de lo que ocurra en
el cielo. Y es que no hay, hablando con propiedad, ninguna
necesidad aritmética. ¿Qué necesidad hay, por ejemplo, en
la distribución de los números primos (esto es, de los ente­
ros sólo divisibles por sí mismos o por la unidad) en la serie
de los números naturales (serie de los enteros)? ¿Por qué se
da el número primo en la quinta, séptima, undécima posición?
Distribución puramente azarosa. Por eso todas las series nu­
méricas posibles se engendran a partir de estos números pri­
mos. Idéntica distribución azarosa en la sucesión de los
decimales de tc; sin embargo, esta ristra de cifras insignifican­
tes dispuestas al azar no deja de expresar su relación inva­
riable y necesaria, que sella por siempre el vínculo del círculo
con su diámetro. En el seno mismo de las matemáticas puras,
de la realidad más sutil, más independiente de cualquier com­
promiso con las cosas, vemos aparecer ese doble rostro de
Jano, que es el de toda realidad: uno, que afirma la necesi­
dad; el otro, que afirma el azar.
«Me sorprende mucho, dice la marquesa, que haya tan poco
misterio en los eclipses ...»11 No hay nada menos misterioso,
en efecto, ni más simple. Es incluso tan sim ple que no hay nada
que comprender en ello, produciéndose el fenómeno de los
eclipses sin ninguna razón (si se entiende por «razón» una dis­
posición necesaria). Sin duda, no es ése exactamente el sentido
que daba Fontenelle a la réplica de la marquesa. Debía pen­
sar, más bien, que es tan simple porque es natural (inútil hacer
intervenir las causas ocultas), y eso muestra que hay un orden
en el mundo. Hoy, más bien, y con mayor acierto, pensaríamos
que es muy complejo y que ello no muestra nada en absoluto,
pues, en suma, ¿qué hemos aprendido acerca del mundo ob­
servando la regularidad de los eclipses? Nada, salvo que una
serie de acontecimientos que tienen todas las posibilidades de
aparecer en desorden se desarrolla, sin ninguna razón, de ma­
nera muy regular. Aprenderíamos lo mismo sobre el hombre
contando el número de sus pedos con objeto de establecer una
estadística, como hace Molloy: «Un día los conté. Trescientos
quince pedos en diecinueve horas; o sea, una media de más de
dieciséis pedos a la hora. Después de todo, no es tanto. Cua­
tro pedos cada cuarto de hora. Eso no es nada. Ni siquiera un
pedo cada cuatro minutos. Eso no se lo cree nadie. Vale, vale,
sólo soy un pequeño pedorro, no tenía que haber hablado de
ello. Es extraordinario cómo ayudan las matemáticas a cono­
cernos»,^
«Sin apercibirse de ello, la bioquímica cae en la pertinaz ilu­
sión de que si ha medido, es que ha medido algo .»11 Del mismo

Jl Fonlenelle, Entretiene su r lapluraiité des mondes hábiles, segunda noche.


Ulay trad. esp.: Conversaciones sobre la pluralidad de los m undos habitados,
Editorial Nacional. Madrid. 1983. Versión de Antonio Beltrán Marí.J
12 S. Beckett, Molloy. Éd. de Minuil, p. 44. [Hay trad. esp.: Molloy, Alianza Edi
tonal, Madrid. 1980. Versión de Pere Giinferrer.]
13 F. Dagognet, Pbilosophie bíologique, F.U.F., p. 82.
modo, a fuerza de plantear preguntas, por regla general se
acaba por creer que se tienen las respuestas: aquí el problema
mayor es el de las «voces- que hablan en el silencio y a las
que nunca les faltan oyentes, algunos de ellos, por lo demás,
muy distinguidos, como es el caso de Juana de Arco o André
Malraux. Asimismo, a fuerza de leer se pasa rápido a la ilu­
sión de que se lee un mensaje. Es lo que sucede con el có­
digo genético revelado por J. Monod y F. Jacob, compuesto a
partir de cuatro elementos del ácido desoxirribonudeico (ADN),
que se presenta poco más o menos como un texto cuya orde­
nación constituye la estructura genética del individuo; por tanto,
un texto que puede leerse, pero que no contiene, hablando con
propiedad, ningún mensaje. Y, sin embargo, a veces existe la
fuerte tentación de tomar el código genética por un libro y bus­
car en él un sentido, una especie de clave que proporcionase
el «secreto» del ser humano. Al fin y al cabo, ¿no trabaja la mayor
paxte de los psicoanalistas en poner al descubierto secretos
tan ilusorios, hallazgos tan improbables? ¿No se trata -cuando
se nos dice que «ello habla»- de hacer que hable a la fuerza algo
que precisamente no tiene nada que enseñamos (es decir, nada
concreto que comunicamos, nada de particular que transmi­
timos)? A veces se ha comparado la investigación psicoanalí-
tica a la violencia policiaca o a la violación del secreto en el
confesionario: por ejemplo, Deleuze y Guattari en E lanti-edipo,
¡Vtichel Foucault en el primer volumen de su «Historia de la se-
xualidad», La v olu n tad d e saber. El psicoanalista se asemeja al
policía no sólo por llevar, com o él, una investigación y pre­
tender sacar a la luz una verdad, sino también, sobre todo, por
interpretar las declaraciones que consigue en términos de res­
puestas ya previstas y catalogadas, codificadas»: como Creonte
en la Antígona de Sófocles, el primer inspector testanido que nos
luí dejado la literatura universal (cualquier cosa que se le dijera,
y fuera quien fuese quien lo dijera, siempre oía otra cosa y a

■U
otra persona, fraguadas a partir de su propia imagen). Y tam­
bién se asemeja el psicoanalista, claro está, al párroco en su
confesionario, poseídos ambos por una misma «voluntad de
saber». Estas comparaciones son justas y legítimas, pero no ago­
tan el'capítulo de la violencia psicoanalítica: violencia que cul­
mina quizá, no en el hecho de querer arrancar un secreto a la
fuerza, sino en la ilusión de creer que hay un secreto que for­
zar, algo a lo que hacer hablar, algo que oír -e s o de cuyas mi­
gajas puede maravillarse un psicoanalista cuando recoge con
devoción, de boca de sus pacientes, farfulles del tipo «Poord-
jeli», «Busillis- o -Guet libus ombres»-. Fragmentos preciosos
de una lengua matriz, lengua anterior a Babel, cifra del in­
consciente, según Serge Leda iré. ¿No se trata, más bien, de frag­
mentos de esa lengua quejumbrosa que a veces hablan los
hombres sumidos en un profundo sueño: lengua fría, mono-
corde, literalmente insignificante? No es que el hombre no tenga
nada que ocultar al cabo, pues siempre tiene al menos un se­
creto que no deja de guardar con todo su celo: precisamente
el hecho de que no tiene ningún secreto, que no tiene nada
que ocultar. Fierre Fédida ha mostrado en concreto que una de
las funciones esenciales del exhibicionismo consiste en disi­
mular el secreto de que no hay nada que enseñar, en ocultar
el hecho de que no se tiene nada que ocultar. -Tenía que ser
misteriosa, dice una de sus pacientes, para ocultar que no tenía
nada que hacer.» Adolescente, esta paciente fingía escribir car­
tas de amor a un hombre para intrigar a sus allegados, pero
no echaba al buzón más que sobres vacíos-. «¿Cómo podría el
analista decirlo mejor, siendo el secreto de la carta el sobre
vacío?».14 Otro tanto se diría del obstinado silencio que mantiene
el adolescente que delinque ante las preguntas del juez o del

'■ «T/exhibition et le .secreL de l’enveloppe vides en Nouvelle Retnic de psy-


chanayste, ny 14, y D u secret, Gallimard.
psicólogo: tiene, en efecto, un gran secreto que guardar, que
en general protege con eficacia porque las preguntas que po­
drían llegar a destaparlo carecen de objeto y. por tanto, de pe­
ligro. Se le pregunta por alg o cuando lo que tiene que ocultar
es, precisamente, que no hay n a d a (ni ideas, ni deseos, ni ob­
jetos de auténtica consideración).
En niveles diferentes, todos los ejemplos invocados hasta aquí
-la marcha del Cónsul, el orden de los eclipses, el código ge­
nético, los secretos del adulto o del n iñ o- dan prueba de un
mismo silencio de lo real, de una misma m on oton ía: lo real
habla, pero no emite más que un solo sonido ( m on os tonos) y
no ofrece más que un solo sentido, comparable al de esa curva
completamente recta que producen los matemáticos a partir de
lo que llaman «funciones monótonas». Un solo sentido mono-
tono: el de tener siempre, necesariamente, cualquier sentido,
El sentido no escapa nunca a la monotonía de ser un sentido
cualquiera, necesariamente no necesario. Por tanto, en última
instancia, los mensajes procedentes de lo real resultan siem­
pre indiferentes porque son mensajes con un mismo contenido,
monótono e insignificante: «El secreto de las cosas reside en
que no hay secreto. El mensaje de fondo no es más que un
ruido, nadie me indica nada, no hay ninguna indicación ( ...)
¿Quién sostendrá que, detrás de toda lectura, no haya nada que
leer?».1'

4 . Al g u n a s s ig n if ic a c io n e s im a g in a r ia s

lina realidad cualquiera, aunque en el curso del análisis se


revele indistintamente como necesaria o fortuita, por lo gene­
ral sólo se percibe bajo uno de esos dos aspectos fundamen-

Michel Ser res. J.a traduction (Hermés III), Éd. de Minuit, p. 67.
tales de lo real: necesario o no necesario. A veces ocurre, sin
duda, que una percepción insólita llega a sorprendernos: la
de una cosa necesaria y no necesaria al mismo tiempo, Eso es
precisamente una percepción insólita, que no atenta como tal
contra el orden de las cosas, sino que apunta sólo hacia cier­
tos casos particulares, ciertas excepciones. Por lo demás, estas
desviaciones de la norma quedan sancionadas al punto, según
los casos, por la risa o por la irritación -y confirmadas, al mismo
tiempo, en su carácter excepcional.
Que el objeto necesario/no necesario se preste a la risa es
una verdad conocida por la experiencia cotidiana. Semejante
objeto es incluso, en cierto sentido, el objeto cóm ico por ex­
celencia, es decir, la incongruencia absoluta en la que se di­
suelven no sólo las reglas de las buenas costumbres, sino
también todos los principios de la existencia (las primeras sim­
plemente son arrastradas con la riada de los segundos, con
todas las reglas). Aclaremos esto con un ejemplo.
El viejo descapotable de Monsieur Hulot, que lleva dos pa­
sajeras en los asientos traseros (pero no al conductor, Hulot,
al que una circunstancia le ha obligado a dejar un momento
el volante y a salir del coche), anda solo, atraído por una pen­
diente que le hace bajar una cuesta y entrar en una propiedad
privada, pasando a toda velocidad entre los dos pilares del por­
tal, evitados de milagro.16 El conductor se lanza a la búsqueda
de su vehículo y en auxilio de sus pasajeras, pero al punto tiene
que batirse en retirada, nada más pasar el portal, perseguido
por un perro que le busca los pantalones y le ladra con furia
(cuando no ha rechistado al paso del coche y de sus dos pa­
sajeras, damas que gritan enloquecidas, que en cualquier otra
circunstancia supondría una invasión rara e inquietante; sin em­
bargo, a continuación vemos que está pendiente de Hulot, de

lf Las vacaciones de Monsieur Ihtlot, de Jacques Tati.


Hulot y de nadie más). Comienza entonces una larga caza, el
animal que persigue al hombre, a quien sólo concederá un res­
piro más lejos y mucho más tarde, ya por la noche (puesto que
el can olvidó sus funciones en su mansión y junto a sus due­
ños, completamente obsesionado con morder a Hulot). Hulot,
en efecto, acaba por encontrar refugio en una caseta, cerca del
mar y del pueblo de veraneantes donde pasa sus vacaciones.
Una cerilla rascada imprudentemente, para reconocer el lugar,
provocará al punto un largo desastre, pues esa cabaña es el
lugar donde se han almacenado los cohetes de los fuegos ar­
tificiales destinados a la próxima fiesta del pueblo, cohetes que
explotan ruidosamente hasta el ultimo, iluminando el cielo y
despertando uno tras otro a los aldeanos y a los veraneantes
dormidos. Estupor, cólera, tumulto. Por fin, después de esta­
llar el último petardo, restablecidas la calma y la oscuridad,
Hulot trata de salir con sigilo en 3a sombra. Lo que sucedió es
que no contaba con el perro, que esperó pacientemente el fin
de la traca y emite, tan pronto como Hulot amaga con salir de
su guarida, una serie de gmñidos furiascxs y amenazadores. Com­
prendemos entonces que estos interminables fuegos artificiales,
que son para Hulot la catástrofe final de unas vacaciones trans­
curridas bajo el signo de la metedura de pata y del acto fallido,
sólo eran en cambio para el animal un episodio secundario, un
incidente baladí, una especie de armisticio. Lo que cuenta, para
él, es morder a IIuloi; el resto importa poco. Esperará el tiempo
que haga falta, dejará pasar, si es necesario, cataclismos y terre­
motos; pero, al fin, lo morderá.
Lo esencial de la comicidad de esta escena proviene del ca­
rácter a la vez obstinado e inmotivado de la hostilidad del perro
hacia Hulot. Aquí se manifiesta una fuerza todopoderosa y com­
pletamente desconocida, un fa tu m evidente pero oscuro, algo
cuya indiscutible prioridad se impondrá tanto más fácilmente
a cualquier otra consideración cuanto que es imposible, para
una inteligencia humana al menos, atribuirle una causa cual-
quiera. Y ello es tanto más necesario, tanto más ineluctable,
cuanto que se trata de una pasión sin motivo, de una hostili­
dad sin objeto. Dime qué amas, qué odias, y quizá podremos
remediado: desplazando tu objeto de amor, aplacando el mo­
tivo de tu odio. Pero ¿qué hacer con una pulsión sin objeto?
Pulsión sin objeto, pulsión todopoderosa. Todo es inútil, todo
será inútil. Una vez más, nada no puede borrar nada. Si la có­
lera es una pasión sin objeto (com o pensaba Montaigne: En­
sayos, II, 31), no es posible oponerse a ella. Quienes han tenido
la suerte de asistir en la Sorbona a las clases de filosofía de G.
Canguilhem recordarán sin duda esa permanente cólera del ora­
dor, profunda e impenetrable, de la que nadie supo jamás su
naturaleza, ni su razón, ni a qué obedecía, ni nada. Cólera en
estado puro, indiferente a todo contenido, que de entrada ya
sabemos inextinguible al carecer de objeto. Lo mismo ocurre
con la pintada17 descrita por Jules Renard y Ravel en las Histo­
rias n atu rales: «Patriotera se pelea de la mañana a la noche.
Se pelea sin motivo, quizá porque se imagina siempre que se
burlan de su aspecto, de su gran calva y de su cola baja». Qui­
zás, en efecto. Pero el modo en que el escritor y, más todavía,
el músico subrayan ese «quizás* muestra bien que aquí se trata
de una pura hipótesis de escuela, bastante anodina, en la que
en el fondo nadie cree. No, en realidad se bate sin motivo. Lo
mismo que el perro que persigue a Hulot: sin motivo, pero con
un objetivo bien determinado, del que nada lo distraerá. El
encuentro de un fin absolutamente determinado y una moti­
vación absolutamente ausente engendra aquí la risa: en otros
términos, la coincidencia de lo necesario y de lo no necesa­
rio, reunidos en una sola manifestación.
La percepción de cosas necesarias/no necesarias es suscep-

Gallina guinea 11a del tamaño de un pollo. (N. del T.)


tibie de irrupciones más desagradables en la conciencia; a me­
nudo, es una ligera y oscura irritación, y no la risa, lo que in­
dicó el advenimiento de un contacto momentáneo con una
realidad captada simultáneamente como necesidad y como azar.
A este respecto, podríamos encontrar una ilustración en la prác­
tica del ajedrez. Casi todos los jugadores de ajedrez experi­
mentan, cuando pierden una partida larga y disputada, un
sentimiento de despecho muy pasajero, pero muy intenso tam­
bién. Sería inútil, sin duda, adjudicar este arrebato de mal humor
sólo al descontento que normalmente acompaña a toda expe­
riencia de fracaso, sea del tipo que fuera. A la derrota en aje­
drez le acompaña un sentimiento muy diferente del que
acompañaría, por ejemplo, a una derrota en tenis o au n desen­
gaño amoroso. Para explicar esta amargura particular, cabe ale­
gar el hecho de que el ajedrez es un juego en el que está
excluido el azar, al ser iguales en su inicio las fuerzas de una
y otra parte: así, el perdedor no puede tomarla más que con­
tra sí mismo, encontrándose al cabo en una situación análoga
a la de aquél que se dio un golpe sin querer contra un pico
de la mesa y echa pestes por no poder tomarla contra nadie.
Algo de esa cólera hay, sin duda; en el despecho del perde­
dor en ajedrez; pero también hay otra cosa. Sabemos que el
que pierde al ajedrez es conducido poco a poco a una inexo­
rable impotencia: su comprensión del juego y su libertad de ac­
ción están como maniatadas, aunque mantenga plena e intacta
conciencia de ellas (es decir, que están disponibles en abstracto,
como diría Hegel. pero no, y ése es precisamente el drama,
en la circunstancia presente). Está forzado por el adversario a
hacer jugadas que sabe que son malas, pero que no puede evi­
tar; se encierra conscientemente en un dispositivo que saije que
acabará por asfixiarlo. Esta impotencia no es la misma que ex­
perimenta el vencido ordinario, del que se distingue por una
fuerza o un gusto superiores -primero, porque en el ajedrez las
fuerzas están igualadas al comienzo de la partida, y después,
porque la inferioridad del vencido no sólo se explica por el
hecho de la superioridad del vencedor (superioridad en expe­
riencia o en habilidad)-. El vencedor lleva al vencido a una
incapacidad para actuar con eficacia que, a decir verdad, no
es indicio ni de su fuerza ni de la debilidad de su adversario,
sino más bien la expresión de una necesidad con la que ambos
adversarios no han hecho más que jugar de manera diferente,
sólo que uno con más suerte o inspiración que el otro. Ahora
bien, sobre la naturaleza de esta necesidad hay un problema,
en general latente, por lo demás, aunque manifiesto en el aje­
drez. El ajedrez, como dijo Tartakower, es un juego en el que
la lógica reina pero no gobierna, delegando lo esencial de sus
poderes a la imaginación: la necesidad que se produce aquí
aparece com o implacable e incierta a la vez, aliando el rigor
más perfecto a las maniobras más imprevisibles. Recibo jaque
mate, por ejemplo, por no haber pensado en la posición de
un alfil que mi adversario ha colocado, diez jugadas atrás, en
cierta casilla por razones que tenían vigencia hace media hora,
pero que ya no tienen relación con las razones que ahora le
hacen peligroso. O bien gano imprevisiblemente porque el po­
deroso dispositivo del adversario resulta contestado por una
amenaza de muerte provocada por el avance de un peón,
avance en el que ni él ni yo pensábamos la jugada anterior.
Se da aquí una sedimentación de circunstancias y de azares
antes que una necesidad controlada por los jugadores desde
el principio de la partida. La necesidad con la que juegan uno
contra el otro, remodelada a cada jugada, aparece como algo
esencialmente accidental. De ahí la irritación de sucumbir a ella,
vislumbrando que el estoque final debe más al azar que a la
necesidad, o mejor aún, que se debe a una necesidad imposi­
ble de distinguir del azar.
Dicho esto, esa coincidencia de lo necesario y lo fortuito, que
es lo que hace reír en l a s v a ca cio n es d e M onsieur H ulot o lo
que defrauda en el ajedrez, es inherente a toda realidad. la pul­
sión que empuja a un perro a perseguir, cueste lo que cueste,
a Hulot, hace reír porque carece de motivo; pero ése es el des­
tino de toda pulsión, a poco que se reflexione sobre ello, el
de carecer de verdadera motivación: si no lo cree, vaya a Bal-
zac. En ajedrez, la irritación es grande, al perder por azar; pero,
si lo analizamos, nos damos cuenta de que siempre se pierde
por azar. La coincidencia de la necesidad y del azar es, pues,
el caso general, en absoluto una de esas punzadas perversas
del destino que se cree percibir en el despecho de la derrota
o en la ilusión cómica. Si, en la mayoría de los casos, esta falsa
necesidad no hace reír, o no decepciona, es simplemente por­
que no se percibe, porque en lugar de la insignificancia del
hecho se perfila una significación imaginaria que, en general,
da un aire falsamente «normal» al curso de las cosas. Es muy di­
fícil describir esa significación tranquilizadora, porque siem­
pre resulta nécesariamente vaga y confusa (necesariamente,
ya que si llegara a precisarse se incorporaría al ámbito de la
insignificancia). Sólo podemos usar aquí imágenes, es decir,
conceptos vagos, para designar un pensamiento él mismo in­
consistente: comparar, por ejemplo, el sentido que habitual­
mente se percibe en las cosas con lo que los economistas llaman
el valor a ñ a d id o . La significación con la que se atavía la reali­
dad no es Lina verdad demostrable, un hecho observable, una
realidad tangible que bastaría con exhibir para convencer a
los incrédulos, sino más bien un tono, un perfume, un aire,
un *valor» en suma, en todos los sentidos del término: el valor
de un rojo en un cuadro, de una palabra en un poema, de una
aptitud para ser comprado en el caso del valor comercial. El
valor añadido, en el sentido fiscal de la palabra, no significa un
incremento del valor intrínseco de) objeto en venta, lo que im­
plicaría una modificación de éste (en el sentido spinozista de
un incremento de poder), sino un simple reajuste de su valor
comercial. extrínseco, medido en función de su carácter ven­
dible, como si la utilidad de un objeto se viera mágicamente
multiplicada por el hecho de que realmente se pueda utilizar:
sutil redundancia cuyas razones nadie sabría encontrar, salvo
el fisco. La expresión «valor añadido» es bastante sugestiva; su
sentido económico es dudoso, pero su sentido filosófico resulta
indudable. Añadamos, dice el economista, el valor a las cosas,
por simple decretazo: el Estado percibirá así el 17 por ciento
del producto de la venta. Añadamos el valor a las cosas, dice
el filósofo: así las haremos significativas. Toda realidad es, así,
susceptible de enriquecerse con un valor añadido que. sin cam­
biar nada en la cosa, la hace otra sin embargo, disponible, capaz
de integrarse tanto en un circuito de consumo cualquiera como
en una filosofía, en un circuito intelectual del sentido. Del
mismo modo, el delirio paranoico integra su percepción de la
realidad en su manía persecutoria al añadir constantemente a
lo que ve, a lo que oye. un valor, un sentido, que pone de
acuerdo la realidad a la previsión que tiene de ella. En apa­
riencia (hecho observado), mi vecino de al lado baja inocen­
temente, justo a las 10 horas menos 12 minutos, como si fuera
a comprar el periódico; en realidad (valor añadido), este tra­
yecto es lodo menos inocente, a mí no me engaña: es evidente
que baja la escalera, sobre todo para hacerme ver que se burla
de mí. Aquí se trata, naturalmente, de una proyección paranoica
y delirante. Un significado imaginario se superpone al objeto
percibido sin que el observador experimente siquiera la nece­
sidad de establecer algún vínculo causal entre lo que ve y el
significado que deduce a partir de él. Pero, m utatis mutandis,
la atribución de un significado a la realidad, por parte del hom­
bre llamado normal, procede de un mecanismo exactamente
análogo. En todos los casos, excepto en el de una percepción
de cualquier realidad com o algo rigurosamente insignificante,
como algo necesario/no necesario -ca so generalmente seña­
lado como extravagante por la conciencia común, incluida la
filosófica-, hay un valor añadido a lo real debido a la proyec­
ción de la significación imaginaria.
Es curioso -e n contra de lo que espontáneamente podría es­
perarse de ella- que la filosofía parezca tender, no tanto a ador­
mecer, sino más bien a despertar siempre estas significaciones
imaginarias. Es aquí donde el asombro, o la admiración, ofre­
cidos por Platón en el Teeteto como las virtudes filosóficas por
excelencia, parecen disposiciones especialmente ambiguas, Por­
que si el filósofo puede, con toda justicia, asombrarse de que
las cosas sean (de que exista el ser), no debería, en cambio,
de ningún modo, asombrarse de que las cosas sean justamente
como son, presintiendo en ellas cualquier significado oculto.
Significado tan oscuro como tautológico: si las cosas son jus­
tamente lo que son, eso no es por casualidad, decide cieña
razón filosófica ( mientras que la razón verdadera ordenaría más
bien pensar lo siguiente: si las cosas son lo que son, es que
no pueden escapar a la necesidad de ser cosas concretas), El
gran filósofo de la significación imaginaria es Hegel, que piensa
que todo lo real es racional, que nada sucede por azar, que todo
lo que se produce es la señal de un destino secreto que a l f i ­
lósofo le incumbe comprender y revelar. Al revés del desarro­
llo anodino de la historia, el filósofo hegeliano lee la
s i g n i f i c a c i ó n y la necesidad de lo que se produce aparente­

mente, pero sólo aparentemente, sin finalidad ni razón; a par­


tir de ese momento toda realidad viene acompañada por un
significado imaginario. Hegel sólo admite lo real en tanto que
tenga significación; por eso desprecia profundamente las ma­
temáticas, de las que sabe, antes de Russell, que constituyen un
lenguaje, claro y preciso, pero que no habla de nada y no
transmite ningún mensaje. La verdadera realidad, para el filó­
sofo hegeliano, está hecha de otro paño. Como Napoleón I
montando a caballo en las calles de Jena, vislumbrado por
Hegel el 13 de octubre de 1806; de ningún modo un jefe de Es­
tado y de ejército sentado en un caballo y recorriendo la ciu­
dad que acababa de inspeccionar, sino más bien el «alma del
mundo-» cuya presencia ese día, a esa hora, en ese lugar, parece
una señal de la providencia: «Vi al Em perador esa alma del
mundo, cruzar a caballo las calles de la ciudad. Es un senti­
miento prodigioso el ver cómo un individuo así, concentrado
en un punto, sentado en un caballo, se extiende sobre el mundo
(...)»,m Parece que a Hegel se le escapa el sentimiento de la ne­
cesidad según la cual todo hombre, cualquiera que sea su im­
portancia histórica, está obligado a existir, a cada momento,
en un lugar concreto. No: la presencia de Napoleón, h ic et nunc,
es un prodigio. Si estuviera en otro lugar, en otro momento,
también sería un prodigio. Por lo demás, aquí hay menos una
idolatría respecto del gran hombre que una superstición res­
pecto de la historia percibida como una historia significante.
Si la historia oculta un sentido, ese sentido se muestra de hecho
aquí, aparece un instante en ese punto del espacio en el que
«se concentra» el Emperador: es entonces cuando comprende­
mos la fascinación de Hegel, la de estar a dos pasos del gran
secreto. Lo que impresiona a Hegel de Napoleón no es ni el
hombre, ni el emperador de los franceses, sino el q u e sostiene
la historia. No es un hombre, por grande que sea, el que re­
corre las calles de Jena: es la Historia quien pasa, quien se hace
sensible un instante, bajo los ojos del joven Hegel, en la per­
sona de Napoleón. Una historia cuyo sentido no se podría pre­
cisar por el momento -p u es la astucia de la historia, la astucia
del sentido, radica en que aquéllos a los que atañe en el grado
más alto la viven y la producen sin lograr penetrar su signifi­
cado-. Por eso el curso de las cosas puede parecer anodino;

"* K. Ko.senkran?, Hogel's Leben, Berlín, 1844, p. 229-


sin embargo, manifiesta el desarrollo de un sentido. En apa­
riencia. no pasa nada en particular; en realidad, s í p a s a algo. ¿El
qué exactamente? ya lo sabrá más tarde, cuando el ave de Mi­
nerva haya remontado el vuelo definitivamente.
De buena gana insistiríamos aquí en las innumerables re­
percusiones morales, religiosas y políticas de esta locura -la lo­
cura del sentido, que es la locura por excelencia, locura para
la cual no hay más antídoto filosófico que un materialismo in­
transigente (es decir, el de Lucrecio y Epicuro, no el de Marx)-.
Tomar en serio justo lo que no es serio (que lo anodino se
vuelva esencial, que la lectura del periódico se convierta en la
«oración de la mañana»), percibir de manera complaciente algo
importante allí dónde no hay nada que tenga importancia, el
espíritu religioso y dócil, presto a reconocer en cualquiera que
hable alto y fuerte a un mensajero de la Historia, cuando no un
mensajero de Dios, la idea de un bien y de un mal (según que
se favorezca el advenimiento del sentido o que se resista a ello),
la preocupación por contribuir a la realización del sentido, con
las peligros que resultan y que ya conocemos, la fatalidad de
la intolerancia y las persecuciones: éstas son, entre otras, al-
gunas de esas repercusiones más enojosas.
Es cierto que la búsqueda obstinada del sentido, en sí misma,
no es más que una disposición de ánimo lamentable, que sólo
se vuelve verdaderamente inquietante cuando termina, pre­
tendiendo de buenas a primeras haber -descubierto» el sen­
tido buscado. La búsqueda del sentido es como una enfermedad
endémica cuyos tiempos de crisis se corresponderían con los
momentos de hallazgo, momentos en los que se considera
haber encontrado el sentido. Filósofos y literatos del siglo xix,
por ejemplo, señalan un tiempo de crisis semejante: domina­
dos constantemente por la fiebre de descubrir el gran secreto
de todas las cosas, y alcanzando generalmente sus fines. Todos
los elementos de lo real son, a sus ojos, como las páginas dis­
persas de un gran libro que hubiéramos extraviado, o que to­
davía no hubiéramos encontrado, cuando está al alcance de la
mano: aisladas, apenas tienen sentido, pero mostrarán su sig­
nificación si se llega a encontrar el libro, leyendo desde ese mo­
mento el sentido de cada «pasaje» de lo real en función del lugar
que ocupa en el gran libro del mundo. Así, cada información
procedente de lo real se recibe como un nuevo trocito del sen­
tido que se busca, una nueva pieza del rompecabezas que tarde
o temprano debe ser completado. De ahí el gran número de
obras que anuncian la revelación del sentido general de todas
las cosas, en una síntesis heteróclita que pone en correspon­
dencia los elementos más disparatados, que mezcla las cues­
tiones y los niveles más diferentes, permitiéndose en general
una utilización desordenada de las más recientes adquisiciones
científicas, sobre todo las que afectan a los dominios de la atrac­
ción newtoniana, del magnetismo y de la electricidad. Una de
estas extrañas síntesis se encuentra en una obra poco leída de
Edgar Alian Poe, E u reka. «Eureka», es decir, «he encontrado*.
«He resuelto el secreto del Universo», declara Poe a su editor
Putnam al entregarle su manuscrito. Pero la lectura del texto de
E u reka no colma de ninguna manera las expectativas creadas
así en el lector: la mención de los principios de la gravitación,
de la atracción (entropía) y de la repulsión (diferenciación), el
pensamiento vago de lo que Baudelaire, quien traduce Eureka,
llamará más tarde «la tenebrosa y profunda unidad» de todas las
cosas, constituyen lo esencial de la obra. Una vez leído el libro,
en vano nos preguntaríamos qué ha descubierto Edgar Alian
Poe. He encontrado, vale, pero ¿encontrado qu,é? Lo más no­
table de este E u reka es que no haya precisamente nada que
descubrir a la vez que su autor está persuadido de haber hecho
un descubrimiento inmenso y de revelarle al lector un secreto
fabuloso. Y es que no hay en E ureka no ya una teoría falsa, una
doctrina caprichosa, una hipótesis propia de iluminado: es que
no hay teoría en absoluto, no se dice nada en concreto. Esta
extravagancia, la de imaginarse haber encontrado algo cuando
uno mismo no es capaz de precisar de que se trata, no es pro­
pia de Poe; por lo demás, sólo en apariencia es una extrava­
gancia Visto más de cerca, uno se percata de que es de
obligado cumplimiento cada vez que nos proponemos hacer
revelaciones sobre el sentido general de lo real: no habiendo
nada que decir sobre semejante tema, el que de buena fe cree
que tiene algo que decir sobre él está lógicamente obligado a
hablar hueco, a no decir nada. Sólo se trata, pues, de un sen­
timiento, y de un sentimiento de naturaleza, puramente formal,
indiferente a cualquier contenido u objeto. Sentimiento de que
hay un sentido,, de que hay un secreto que dilucidar e, incluso,
de que ya se ha dilucidado el secreto: se abstiene muy bien de
cualquier precisión, debe incluso abstenerse necesariamente
de ella. Por eso Poe puede creer de buena fe que al lector de
E u rek a le entrega la llave del secreto del universo al mismo
tiempo que omite precisarle de qué llave se trata y de que se­
creto. Como cabía esperar, el mecanismo de la revelación del
secreto deja aparecer una estructura análoga a la de cualquier
creencia: lo que la caracteriza es el simple hecho de creer como
tal, independientemente de cualquier contenido de creencia.
Porque creer no implica en absoluto que se crea en algo; muy
al contrario, la presencia de un complemento de objeto, en el
caso del verbo creer, está considerada como su principal con­
traindicación. Del mismo modo, el sentimiento del sentido, en
Poe y en cualquier otro, es tanto más violento cuanto más in­
cierto es en relación con el problema de saber, no si existe el
sentido, sino de saber cuál es.

Decimos: toda realidad es necesariamente una realidad cual­


quiera, a la vez determinada y fortuita, luego insignificante. De­
cimos también: cuando se atribuye un significado a lo real se
le presta un valor imaginario, un valor añadido a la percep­
ción de la realidad, la cual puede siempre interpretarse en tér­
minos de mero azar. Decimos todavía más: no hay ningún
secreto en la Historia, ningún misterio en el devenir. El deve­
nir carece de misterio porque transcurre como el paso del Cón­
sul de Malcolm Lowry, som eh ow anyhoiv: de todos modos de
cierto modo, es decir, de un modo cualquiera -y es extraño que
se consuma tanta energía intelectual en querer penetrar hasta
el fondo el sentido del devenir y la razón de la Historia, esto
es, el sentido de lo que no tiene sentido.
Estas proposiciones, la tesis general que expresan, no son
proposiciones descriptivas sino críticas. No pretenden descri­
bir, menos aún agotar, la riqueza de la realidad, sino criticar
las apreciaciones que se refieren a ella, apreciaciones en tér­
minos de sentido o de valor que son otras tantas sombras pro­
yectadas sobre el verdadero «valor» o «la naturaleza» de lo real.
Devolver lo real a la insignificancia consiste en devolver lo real
a sí mismo; en disipar los falsos sentidos, no en describir la
realidad como algo absurdo o carente de interés. Y, sobre todo,
no en describir como anodino el hecho de que existe una rea­
lidad, ignorando así, o creyendo eliminar con poco esfuerzo,
el problema ontológico. Decimos que lo que existe es insigni­
ficante. que el azar puede bastarse de sobra para dar cuenta de
todo lo que existe; esta tesis resulta ambigua si se omite pre­
cisar que se refiere a lo que pasa en la existencia, pero no na­
turalmente al hecho de la existencia misma, al hecho de que
existe algo. Acerca de este hecho -q u e haya algo en vez de
nada- es inútil pensar que sea “significante" o «insignificante»,
porque de todas las maneras es inútil tratar de pensar nada
sobre ello (a no ser que estemos iluminados o en contacto con
Dios, considerado como autor del hecho ontológico). Del
mismo modo, el azar, que permite comprender con serenidad
todas las incertidumbres de la existencia, no permite com ­
prender de ningún modo el hecho de la existencia: decir que
el ser existe por azar equivaldría a adelantar una proposición
absurda. No hay misterio en las cosas, sino un misterio d e las
cosas. Es imitil ahondar en ellas para arrancarles un secreto que
no existe; es en su superficie, en la linde misma de su exis­
tencia, com o resultan incomprensibles: no por ser tales, sino
simplemente por ser.
Esta puntualización nos lleva, por tanto: a retomar nuestras
proposiciones con objeto de precisarlas; en este orden: l s) toda
realidad es necesariamente una realidad indeterminada -sí, ex­
cepto el hecho de su propia realidad, que es el enigma por
excelencia, es decir, todo lo contrario de la indeterminación-;
2 Ü) toda significación otorgada a lo real es ilusoria, al ser sufi­
ciente el azar para explicarlo todo -sí, pero precisando que ei
azar da cuenta de lo real en tanto que transcurre, de ningún
modo en tanto que existe-; 3e) no hay ningún secreto en la His­
toria -sí, pero hay un misterio en el ser.

IDIOTHZ DE LO RF.AI.

Volvamos un instante al Cónsul de Malcolm Lowry. Lo había­


mos dejado, chorreando alcohol por todos los poros, en el res­
taurante del salón Ofelia. Está cenando en compañía de su
mujer, Yvonne, y de Hugh, su hermanastro. Éstos discuten con
animación sobre los problemas actuales, en especial sobre
la guerra de España y la oportunidad o no oportunidad de la
ayuda internacional; pero el Cónsul no los escucha, o mejor
dicho sólo los oye como un rumor lejano, rumor separado todo
el tiempo de su propia realidad, no obstante, por el modesto
intervalo de una pequeña mesa de restaurante. El Cónsul, ya lo
sabemos, está preguntándose continuamente qué hace aquí,
por qué está «siempre, más o menos, aquí». Oigamos la conti­
nuación de su monólogo:"'«El Cónsul estaba sentado, pero com­
pletamente vestido, sin mover ni un músculo. ¿Por qué e.staba
aquí? ¿Por qué estaba siempre, más o menos, aquí? Le habría
gustado tener un espejo, para hacerse ante él esta pregunta.
Pero no había espejo. Sólo piedra. Quizá ya no exisLía el tiempo
en ese retiro de piedra. Quizás eso era la eternidad, sobre la
que había armado tanto escándalo, quizá ya era la eternidad,
del tipo de Svidrigáilov,í0 sólo que. en lugar de un balneario
lleno de arañas en el campo, esto resultaba ser una monástica
celda de piedra donde estaba -¡q u é extraño!- ¿quién enton­
ces, si no él mismo?».21
Los borrachos tienen fama de ver doble. El hombre posee
dos ojos y, por consiguiente, dos imágenes de la realidad que
se superponen normalmente una a la otra; cuando está ebrio
la. superposición se hace mal, de ahí el hecho de que dos bo­
tellas en lugar de una bailen ante los ojos del borracho. Pero
esta duplicación de lo real es un fenómeno puramente somá­
tico; en el fondo, no compromete la percepción ebria de la rea­
lidad. lo d o lo contrario, el borracho percibe de manera simple,
y es más bien el hombre sobrio quien, por regla general, per­
cibe de manera doble. El borracho, por lo que a él respecta,
se queda alelado al ver la presencia de una cosa singular y
única, que señala con el índice a la vez que toma por testigo
a los concurrentes, y si se resisten, enseguida arremete contra
ellos: mire allí, hay una flor, es una flor, pero... pues le digo
que es una flor.,. Algo m uy simple, es decir, captada como sin­
gularidad estupefaciente, como emergencia insólita en el do­
minio de la existencia. La em briaguez puede ser invocada
como una de las posibles vías de acceso a la experiencia on-

Tiene lugar en el retrete del salón Ofelia. (/V. del 1.)


Conocido personaje, también alcoholizado, de Crimen y castigo. (Ar. del T.)
Op. c i t pp. 493-494.
tológica, al sentimiento del ser, porque el borracho ve que hay
una rosa, y que existe sin motivo, como decía Heidegger ci­
tando a Angelus Silesius:^

La rosa existe sin motivo, flo r e c e p o r q u e flo r e c e


No se p r e o c u p a d e s í m ism a, n o d esea ser vista.

Pero lo que percibe el borracho es, ante todo, la cosa cap­


tada en su singularidad, es decir, una unicidad que contri­
buye a hacerla aparecer a la ve?, como prodigio -p o r lo que
vocifera y llama la atención de los transeúntes hacia e lla - y
com o fenóm eno incognoscible, incom prensible. La cosa
misma es de tal modo única, bastándose a sí misma y ence­
rrándose en sí misma, que carece precisamente de cualquier
otra cosa a partir de la cual se la pudiera interpretar: es eso
y nada más que eso, está ahí y nada más que ahí. En última
instancia, es imposible verla incluso («no desea ser vista», dice
Angelus Silesius), y eso es precisam ente lo que «ve» el b o ­
rracho: que su mirada se mantenga, como todas las cosas que
existen, ajena a lo que ve, sin contacto con él. Un poeta
griego escribió:

o|4 iam atipa xeóv ybpeoOca. mpBéve <páaicov


vrinioC ov ti yáp éoTt>o(i|iam, oa>|xct 8¿ nav

(In sen sato cu a n d o c r e í q u e mis ojos p e r c ib ía n tu cu erpo,


¿oh, Virgen!,
P orqu e m i ojo n o es n a d a y tu cu erpo lo es to d o )

*'•En Heidegger, he príncipe de raison, tr. A. Préau, Gallimard. lllav trad. csp.:
El principio d e razón, publicado en ¿Q ué es filosofía?, Narcea, Madrid, 1978.
Versión de fosó Luis Molinuevo.]
No sólo es la Virgen ele la que habla el poeta, sino que tocio
es virgen en tanto que es singular, al escapar tanto a los ojos
del cuerpo como a la interpretación del espíritu desde el mo­
mento en que se determina a ser esto y sólo esto. Una palabra
expresa por sí misma ese doble carácter, aislado e incognosci­
ble, de cualquier cosa: la palabra «idiotez». Idiótés, idiota, sig­
nifica simple, particular, único; después, por una extensión
semántica cuya significación filosófica es de gran alcance, sig­
nifica persona privada de inteligencia, ser desprovisto de razón.
Así, todas las cosas, todas las personas, son idiotas, ya que no
existen más que en sí mismas, es decir, son incapaces de apa­
recer de otro modo que allí donde están y tales como son: in­
capaces, pues, y en primer lugar, de reflejarse, de aparecer en
el doble del espejo. Ahora bien, el destino de toda realidad con­
siste finalmente en no poderse duplicar sin que al instante se
convierta en otra cosa: la imagen ofrecida por el espejo no
puede superponerse a la realidad que sugiere. Es el caso, en
particular, del universo, descrito por Ernst Mach en una fórmula
muy extraña y muy profunda «como un ser unilateral cuyo com­
plemento reflejado no existe o, por lo menos, no nos es co­
nocido*.^- Ningún espejo puede captar el reflejo del universo,
ningún ojo puede captar el cuerpo de la Virgen: el universo ca­
rece de trasfondo, el cuerpo de la Virgen griega lo es todo, solo
para él, para quien io contempla. El mundo, todos los cuer­
pos que contiene, carecerán por siempre de su complemento
reflejado. Serán por siempre idiotas.
A esta idiotez de lo real se halla enfrentado el Cónsul en el
salón Ofelia mientras zumban en sus oídos las palabras de
Yvonne y de Hugh. Idiotez de estar allí, de estar necesariamente
siempre aquí. Porque no es ni una flor ni una virgen cuya exis­
tencia «idiota» entrevé el Cónsul; es él mismo, sorprendiéndose

Citado por R. Caillois, Coherentes avenlureuses. Gallimard, p. 243.


como un incomprensible idiota. «¿Por qué estaba siempre, más
o menos, aquí? Le habría gustado tener un espejo, para hacerse
ante él esta pregunta. Pero no había espejo. Sólo piedra.- Para
captarse, para saber quién es y por qué está allí, haría falta un
espejo, pero el mundo a su alrededor sólo le ofrece la p ie d r a
-esa piedra que aparece con insistencia a lo largo del pasaje ci­
tado anteriormente-. La oposición entre el espejo y la piedra
es aquí un hallazgo, que resume en dos palabras la diferen­
cia entre la habitual manera de percibir las cosas y la ebria.
Hay. en efecto, dos grandes posibilidades de contacto con lo
real: el contacto rugoso, que tropieza en las cosas y no ex ­
trae de ellas más que el sentimiento de su presencia silenciosa,
y el contacto liso, pulido, reflejado, que reemplaza la presen­
cia de las cosas por su aparición en imágenes. El contacto ru
goso es un contacto sin doble; el contacto liso sólo existe con
la ayuda del doble. El contacto ebrio pertenece a la primera
categoría: percepción rugosa, incapaz de ver doble (y esto,
una vez más, a pesar del ocasional desdoblamiento de las imá­
genes en la visión del borracho, que no es más que un efecto
superficial). Visión pétrea, que tiene la dureza de la piedra,
también su frialdad y su precisión: todo es duro, resistente,
porque no puede distanciarse con la mirada. Y el caso de su
propia persona, la única cosa en el mundo que de todos
modos es imposible mirar, es eminentemente el de no poder
contactar con ella más que a cambio de semejante visión pe­
dregosa-. La cosa es por siempre tal como es en ella misma,
sin que se trasluzca en ella ningún signo, ninguna significa­
ción. Aquí no hay «valor añadido». Es esa aspereza de la pie­
dra la que el Cónsul opone a la visión reluciente de sus
comensales, Hugh e Yvonne, quienes le hablan de cosas que
sólo tienen en común el hecho de ser imágenes, a las que es
lícito prestar algún sentido a la vez que la efímera ilusión de
un interés. «Os apesta el alma a los dos- (botb y o u rso u ls stink),
les lanza en una ocasión el Cónsul.2' Apestar: transpirar, exha­
lar, desbordar. Las imágenes transpiran, exhalan significaciones,
connotaciones psicológicas, incitaciones a la acción, que van
desde el compromiso al desenfreno. Las cosas, por su parte, no
sienten nada. Es uno de los privilegios de su idiotez.
La percepción ebria puede muy bien describirse, en suma,
como una vía de acceso a lo real. No la única, naturalmente,
ni tampoco la más recomendable, quizá. Para no levantar sos­
pechas de que aquí se vincula secretamente la clara percep­
ción de las casas a la práctica de la embriaguez, mencionaremos
brevemente, y al azar, algunas otras. Por ejemplo, la percep­
ción de quien ha caído en un súbito y violento desasosiego
amoroso: cuando, después de ser abandonado por parte del
otro o después de la propia huida, se encuentra en un mundo
que de pronto se ha vuelto frío y desconocido, incapaz de re­
cibir el menor mensaje, como si hubiera sufrido la operación
ubuesca d e l « d e s c e r c b r a m i e n t O " . El cuerpo continúa viviendo
en el mundo, pero a la manera de la rana que, descerebrada
con esmero por el profesor de ciencias naturales, sigue durante
algún tiempo dando brincos sobre el escritorio del maestro:
ya no hay nada en el mundo que pueda dejar huella en el ce­
rebro que funciona en vacío, que está hueco, ausente de un
mundo del que en lo sucesivo nada conseguirá afectarlo. Va-
lery Larbaud. que se inspiró en este estado de desasosiego para
escribir Tan callan d o, lo describe así: dow n in tbe world, tirado
por los suelos, como si se hubiera caído de un tren o de un
barco en marcha. Eso no es exactamente la soledad, sino más
bien una suerte de advenimiento de la nada posterior a un
amplio borrón y cuenta nueva que ha barrido por completo la
representación que se hacía de lo real. No es que se esté solo
en el mundo, es que, más bien, ya no hay mundo. La reali­
dad. es decir, ei uso que se hacía de ella, ya no tiene actua­
lidad, ha caído en desuso. Habrá que partir de cero otra vez,
volver a aprender poco a poco lo que ya se sabía y lo que
se olvidó de golpe, recuperar pieza por pieza los jirones de
la realidad esperando estar en condiciones, más tarde, de re­
constituir su tejido. Comenzar por las cosas sencillas, fáciles,
elementales: volver a aprender, por la mañana, a despertar
(existo, hay un mundo que también existe en alguna parte a mi
alrededor); ir al cuarto de baño (existen los lavabos, existe el
agua); ir la cocina (existe el café, existe el azúcar). Pequeño
cara a cara madnal con la realidad, a la que posiblemente nunca
hubiéramos conocido tan de cerca si la aventura amorosa no
se hubiera interrumpido de manera tan brusca. Otra vía de ac­
ceso a lo real: la obra de arte, más como reveladora de las cosas
de este mundo que com o ocasión para evadirse de ellas. Se
oponen aquí, como se sabe, dos grandes concepciones del arte.
La romántica, que dice que el acceso a las cosas es fácil, aun­
que fastidioso, y que el arte está ahí precisamente para apor­
tar «otra cosa», como dice Baudelaire, que cuenta con el arte
para conseguirlo ( a n y w b ere out o ft h e w orld). Y la clásica, que
dice que el acceso a las cosas es difícil, aunque valioso -^<pues
el camino de las cosas cercanas, para nosotros los hombres,
siempre es el más largo, y por eso ei más difícil^ , 25 y que el arte
está ahí para ayudar en esa tarea, com o dice Heidegger: «La
realidad más cercana a la obra [de aiLe], como vimos, es el ba­
samento cósico. Pero para captar ese elemento cósico, los con­
ceptos tradicionales de cosa son insuficientes, dado que ellos
mismos transcurren junto a la coseidad ».26 Cuarta vía posible de

Heidegger, Le principe de raison, tr. cil., p. 47. [Hay tracl. esp.: F.íprinci­
p io de razón, op. ci'f.]
* "L’origine de l’oeuvre d’art», en Cbetnins qui ne m enenl nullepar!, ir. W.
Brokmeier, Gallimard, p. 28. [Haytrad. esp.: Sendas perdidas. Losada, Buenos
Aires, 1960. Versión de José Rovira Armengol.]
acceso a lo real, la filosófica, que resume además las tres vías
evocadas más arriba, a lo que añade su sello específico: el es­
tado filosófico, al decir incluso de Platón, que supone un es­
tado continuamente ebrio, amoroso y artístico.
Fuera de estos casos privilegiados de contacto, vivaz y ru­
goso, con lo real, la percepción habitual sólo ofrece el espec­
táculo de lo real con la ayuda del completo repertorio de todos
sus reflejos posibles, con la complicidad del Doble. Un doble
que permite a la vez el distanciamiento y el complemento de
sentido. Por eso la percepción ordinaria de la realidad sólo vale
en tanto que cuestiona implícitamente el principio de identidad
según el cual A = A. Este principio de identidad es sólo una ver­
dad anodina, demasiado evidente para que sea necesario in­
sistir en ello, demasiado banal para que, llegado el caso, haya
que inquietarse por ello. El peligro de las verdades que se ad­
miten sin más reside en que se prestan con facilidad a que no
se las tenga en su justo valor, no dándose cuenta quien se
opone a ellas de que puede llegar a rechazarlas a causa de la
fe que otorga al principio que, según él, lo pone al amparo de
toda traición en los hechos -razón por la cual, según Maquia-
velo, aquel cuya alianza ha sido larga y laboriosa de obtener
ofrece más fiabilidad que el que se ha unido sin más al Prín­
cip e- En la percepción habitual, A no sólo es igual a A; A es
también, y sobre todo, igu al a todos sus dobles. La percepción
habitual necesita estos dobles, necesita descansar sobre la ima­
gen de esos reflejos cada vez que el contacto directo con la cosa
se revela indeseable. Así, podemos disLinguir a grandes rasgos
una triple función del Doble:

Ia) F u n c ió n p r á c tic a , de separación. La imagen sirve aquí


para recusar lo real, para alejarlo. Esta función es eficaz gene­
ralmente en las situaciones de urgencia, es decir, cuando uno
se halla enfrentado a una realidad que, bajo pena de una grave
crisis, debe ser evacuada de inmediato, desplazada de cualquier
modo. La brutalidad del acontecimiento es entonces amorti­
guada por el espectáculo de su interpretación: es cierto que
existe A, pero esta A no sólo significa A. también significa mil
cosas más. La historia de Edipo, en Sófocles, permite ilustrar
con bastante claridad este mecanismo de confinamiento de la
cosa en su reflejo. Edipo mató a su padre y se casó con su
madre; por tanto, es a la vez parricida e incestuoso: esto es lo
que nos dice A. Pero Edipo añade: lo que descubrís en A no
es más que una caricatura de lo que realmente me ocurrió (sig­
nificando así, como se verá, no que la imagen que nos hace­
mos deforme lo real, sino al contrario, que lo real no es más
que una caricatura de su imagen: inversión de sentido que no
es otra cosa que la habitual negación de lo real operada por
la mediación del doble). Lo que me sucedió, prosigue Edipo,
es muy diferente: sabiendo que un oráculo había predicho que
mataría a mi pajdre y me casaría con mi madre, tomé todas las
precauciones posibles para evitar que ese oráculo se cumpliera.
Por desgracia, como consecuencia de un enojoso error, de una
confusión referida a la auténtica identidad de mis padres, tomé
algunas decisiones que coincidían trágicamente, pero sin yo sa­
berlo en absoluto, con las medidas que habría tomado cual­
quier persona resuelta a degollar a su padre y a violar a su
madre. Lo que me sucedió, por tanto, es muy diferente de lo
que predijo el oráculo: el oráculo predecía que habría de ase­
sinar a mi padre y casarme con mi madre, mientras que yo,
en realidad__Mientras que yo, en realidad, asesiné a mi padre
y me casé con mi madre -concluim os nosotros al tiempo que
Edipo busca en vano palabras y razones, deseoso como está de
poner de manifiesto una diferencia entre el destino que se le
predijo y el destino que realmente ha tenido-. Ilay aquí un
curioso temblor de la realidad, una especie de tentativa fan­
tasmagórica orientada a disolver el principio de identidad, a di­
sociar el acontecimiento real de lo que hubiera podido o de­
bido ser (su doble). El oráculo decía: matarás a tu padre, te
casarás con tu madre. El acontecimiento dice: mataste a tu
padre, te casaste con tu madre. ¿No está aquí todo claro y ní­
tido? ¿No hace la realidad otra cosa que identificarse con ella
misma? Sí, estima el interesado, y todos los que lloran con él:
el acontecimiento, tal como se ha producido en realidad, pa­
rece dotado de un significado perverso que contradice la ver­
dad, tal com o la anunciaba el oráculo. Edipo ha resultado
culpable de parricidio y de incesto, pero no lo sabía. Ahora
bien, el oráculo no dijo que tuviera que saberlo. El oráculo decía
solamente que Edipo mataría a su padre y se casaría con su
madre de todas formas -e s decir, de todas formas de cierta
forma, como diría Malcolm Lowry-, lo que no dejó de suce­
der. Porque eso es exactamente lo que ocurrió: Edipo llevó a
cabo su destino del mismo modo que el Cónsul, a la vez so-
m ehow y a n y b o w , Se trataba de matar a su padre y de casarse
con su madre de un modo cualquiera, es decir, de cualquier
modo, pero de un modo determinado, sin embargo. Edipo cum­
ple muy bien el encargo. La forma en que cumple la predicción
del oráculo es incluso la más simple y la más directa: apenas
oye tos términos del oráculo, se lanza a cuerpo descubierto a
los caminos, se cruza con el rey de 'lebas, su padre, al que mata
en el acto, y entra en Tebas para casarse de inmediato con la
viuda del rey, su madre. Termina su tarea de la manera más ele­
gante posible, como se diría de un problema de matemáticas
que se resuelve en tres líneas cuando otros, para llegar a la
misma y justa solución, emborronan cuatro páginas de razo­
namientos.
Subsiste, sin embargo, el sentimiento de que Edipo ha sido
engañado por el oráculo, de que la A que realizó no coincide
exactamente, ni mucho menos, con la A que se le había anun­
ciado. Y es que entre el acontecimiento anunciado y el acon­
tecimiento realizado surgió el fantasma del Doble. Se considera,
en favor suyo, que el acontecimiento anunciado se ha produ­
cido realmente de algún modo, pero que habría podido y de­
bido producirse de un modo diferente. Fn otros términos, el
acontecim iento se admite en tanto que ha de producirse de
iodos modos, pero en absoluto en tanto que pueda producirse
de un modo c u a lq u iera (en particular, por ejemplo, el que se
cumplirá en los hechos): el a n y b o w se admite, pero el som e-
b o w s e borra -gradas a la intervención del doble, que hace que
se refleje, en el horizonte de la cosa misma, la infinidad de sus
posibles duplicaciones-. O también: lo que le sucede a Edipo
es, desde luego, «idiota», y está autorizado para hacerlo notar;
pero todo lo que ocurre es, de todos modos, igualmente «idiota*.
Hay que entender el término en todas sus acepciones: estúpUio,
sin razón, como lo es la infinidad de lo posible, pero también
simple, único, como lo es la totalidad de lo real. Macbeth, en
Shakespeare, es víctima de una desventura semejante: le anun­
cian una profecía y la profecía se realiza, es decir, se le mues­
tra una realidad que no puede dejar de coincidir consigo misma,
descartada toda posibilidad de doble -«el bosque de Birnam
marcha sobre Dunsinane^, Extraerá de ello, antes de sucum­
bir, la lección decisiva: «La vida es una historia contada por un
tonto'.

2a) F u n ción m etafísica, de interpretación. La realidad es idiota


porque es solitaria, única en su especie (ése es, por lo demás,
el privilegio de lo que existe, el privilegio ontológico, el de
ser imitable a discreción sin que nunca se imite a sí mismo).
Por tanto, le bastará con ser dos para dejar de ser idiota, para
volverse susceptible de recibir un sentido. Lo propio de la me­
tafísica, desde Platón, consiste en comprender lo real gracias
a esta duplicación, en desdoblar el aquí con el más allá, esto
con lo otro, la opacidad de la cosa con su reflejo. Devolver al
mundo unilateral por tomar de nuevo la expresión de Frnst
Mach, su complemento reflejado. Los objetos del mundo con­
forman entonces un conjunto incompleto cuya significación
aparecerá con la señe de sus complementos reflejados. Todos
los metaíísicos proponen de hecho una doble serie: por un lado,
la serie de las cosas, y por otro: la serie de esas mismas cosas
en tanto que reflejadas, serie de las imágenes que representan
la realidad de las cosas y permiten comprenderlas. Por el lado
de las cosas, encontraremos, por ejemplo, la serie de lo sensi­
ble (Platón), la serie de la materia y los accidentes (Aristóteles),
la serie de lo real aparente (Hegel), la serie de los «entes» (Hei-
degger). Por el lado del reflejo encontraremos, en correspon­
dencia a aquéllas, la serie de las ideas, la serie de la forma y las
esencias, la serie de lo real racional, la serie del ser.

3°) F u n ció n fa n ta s m á tica , de producción de un objeto au­


sente que dé cuenta del deseo. El problema del deseo es aná­
logo al de la metafísica: problema de ausencia, de ausencia
de. El sujeto del deseo se experimenta como sujeto carente de
complemento, en este caso, de complemento de objeto. En nin­
guna otra circunstancia se afirma con tanta fuerza el sentimiento
de lo otro, el fantasma del doble. Deseo siempre lo «otro»: nunca
esto, sino siempre otra cosa, y si se me concede esa cosa, en-
Lonces desearé otra cosa diferente. Venus es vulgivaga, como
dice Lucrecio, una vagabunda que rueda de objeto en objeto
sin detenerse jamás en ninguno y que deambula a la aventura,
con indiferencia, entre los hombres y las cosas - vulgus, vagor-.
Como el deseo es incapaz de fijarse a un objeto (salvo que ya
no sea deseo), de ello se sigue que siempre anda escaso de ob-
jetos, escaso de complementos de objeto. Todavía hay que pre­
guntarse, no obstante, por la naturaleza de ese «objeto» que le
falta al deseo, y por la naturaleza de esa «falta».
Antes de exponer, por boca de Diotima, sus propias tesis sobre
el amor, Sócrates, en el B a n q u ete de Platón, mantiene una con­
versación preliminar con Agatón, ai que plantea una cuestión
previa, según él, a toda discusión seria sobre la naturaleza del
amor: el amor ¿es amor de alg o o amor de n a d a ? Agatón no
vacila, responde al punto en sentido afirmativo, y acto seguido
se siguen las consecuencias: si el objeto que desea el amor
es algo concreto y no una nimiedad, necesariamente se llegará
a mostrar que la experiencia del amor y del deseo apunta hacia
una privación, señala el tipo de objetos y de bienes que más
se desean y que no están en el mundo. Si uno se niega a se­
guir a Platón en este terreno metafisico, hay que negarse a
seguir a Sócrates desde la primera palabra: no vacilar en res­
ponder en sentido negativo a la cuestión de saber si el amor
es amor de algo o de nada, declarar firmemente que el amor es
amor de nada. Sócrates se hará el sorprendido: ¿no mostró -y
Agatón convino al punto en ello - que el padre es necesaria­
mente el padre de alguien, que la madre y el hermano son la
madre y el hermano de alguien? Así, como le hizo admitir al
ligero Agatón, el amor es necesariamente amor de algo. Sin em­
bargo, no hay nada menos evidente ni menos seguro. Dos cues­
tiones se mezclan, en efecto, en tas preguntas de Sócrates, o
más bien dos clases de deseos: por un lado, los deseos preci­
sos y formulables, con complemento de objeto asignable, tales
como el hambre o la sed; por otro lado, los deseos no precisa­
dos y difícilmente formulables, carentes de complemento de ob­
jeto asignable, como el amor y, de manera general, toda pulsión
que haga intervenir la mediación (y la imprecisión) del fantasma.
La primera clase de deseo no afecta al objeto del debate: es
evidente que el agua y el pan forman parte del mundo, de modo
que no se podría inferir de la sed o del hambre el indicio de una
insuficiencia en las cosas. Completamente distinto es el caso
de la segunda clase de deseos, a la que en concreto pertenece
el amor, principal objeto de la investigación llevada a cabo en
el B anquete. Aquí la interpretación es problemática, pudiéndose
orientar en dos grandes direcciones: materialista o metafísica.
Interpretación materialista, por ejemplo, la de Lucrecio en el
Libro IV de D e rerum natura-, el mundo está completo, no le
falta ningún objeto. Los objetos del deseo sólo están aquí au­
sentes porque suelen pervertirse sin cesar, no porque hubieran
de faltar ellos mismos. El enigma del deseo se debe a la natu­
raleza del hombre y a la estructura de sus fantasmas eróticos,
no a una estructura defectuosa del universo. El doble no in­
terviene aquí.
Interpretación metafísica, por ejemplo la de Platón en el B a n ­
quete-. el mundo es incompleto, carece al menos de una clase
de objetos, los objetos del deseo (es decir, las vías de acceso a
la idea y al ser, en el sentido platónico). Éstos no faltan porque
el deseo se aparte de ellos, sino porque de hecho están ausen­
tes. Aquí sí que interviene el doble. El deseo del otro, del ob ­
jeto ausente, en tanto que se asegura que es deseo de alg o
-«verdad* que Agatón confiesa de manera pública y solemne, y
que Sócrates tiene buenas razones para exigir-, sólo puede ser
elucidado con la ayuda de una réplica de la fallida realidad, con
la tesis de una insuficiencia de la realidad que, al privarla de su
complemento reflejado, habría de parecer inexplicable, consa­
grada al sinsentido y presa para siempre de su idiotez solitaria.
Cuando el deseo del otro se erige así en deseo de algo, en
objetivo del Doble, eso significa claramente que rechaza apre­
hender la realidad -cualquier realidad- en tanto que singu­
lar, en tanto que idiota. Alega la existencia/ausencia de algo
lejano porque las cosas cercanas, hacia las cuales podría di­
rigirse, se ven como únicas en su especie, idiotas: sin reflejo
que las ilumine y las haga eróticamente significantes. El ob­
jeto, en sí mismo, no parece deseable porque no tiene nada
que decir, porque es incapaz de «dar que pensar», como decía
Kant en un contexto muy diferente. Probablem ente sea in­
fructuoso explicar por la costumbre, por el hastío, como se hace
a menudo, la rapidez con la que el deseo abandona al objeto
una vez conquistado. No es que el deseo se hastíe de su ob­
jeto, sino que lo rechaza de golpe en cuanto que éste se ofrezca
como lo que es, es decir, com o algo que existe a la manera
idiota de todas las cosas reales. Tampoco tiene ocasión a pe*
ñas de aburrirse de él, incapaz como es, en ningún momento,
de apreciar en tanto que tal un objeto que no existe más que
aquí y ahora, que no ofrece ningún recurso que pueda expli­
carlo o valorarlo, que siempre permanece en su propio ser, irre­
parablemente único e idiota.

6 . E l ILUSIONISTA

Una ojeada rápida a los temas y a las tesis que interesan a la


filosofía moderna, en especial la más reciente, deja pronto en­
trever la persistencia y permanencia de la cuestión del sentido.
Cuestión siempre a la orden del día, de una actualidad perenne,
la búsqueda o la afinnación de un sentido parecen formar parte
del dominio de las cosas que no cambian, que probablemente
no pueden cambiar, 'leñemos, en efecto, buenas razones para
pensar que la cuestión relativa al sentido está constituida de tal
modo que no puede dejar de ser planteada y replanteada de
continuo -y ello con independencia de lo que pudiera pensarse
acerca de su falta de seriedad o de pertinencia.
Para ser permanente -p ara no tener pase lo que pase, nin­
gún motivo para acabar-, una búsqueda debe satisfacer una
doble condición: la de hacer mella en un deseo que no es sus­
ceptible de agotarse y la de no poder hallar nunca una sa­
lida. Hace falta a la vez que la voluntad de encontrar sea
inquebrantable y que el riesgo de descubrir sea nulo; sólo
así podrá decirse que la investigación está siempre abierta.
Imaginemos, por ejemplo, que una investigación policíaca, alen­
tada por el más perentorio de los motivos, quisiera descubrir
cueste lo que cueste la identidad de un asesino, pero al mismo
tiempo que este asesino no existe: un asunto semejante no iría
a parar nunca al estante de los expedientes archivados. Tam­
bién .será interminable una investigación psicoanalítica, por
ejemplo sobre la imposibilidad de alcanzar el goce, desde el
momento en que comienza por postular con Lacan que «el goce,
normalmente, se me prohíbe p o r cu lp a d el Otro, si existiera
Por tanto, una cuestión permanece, una investigación se rei-
nicia una y otra vez, tan pronto como adquieren el doble ca­
rácter de desear todo no deseando ninguna cosa: estructura
aparentemente paradójica que resumiremos con la expresión
d eseo d e n a d a . ¿Qué significa la expresión «desear nada», que
oponemos a la expresión «no desear nada», que sólo significa
la ausencia de deseo? ¿Cómo es posible «'desear nada»? Para que
haya deseo de nada, primero hace falta que haya deseo, es
decir, interés, motivación por el lado de la causa. La investiga­
ción, que necesariamente está obligada a no poder llegar hasta
ningún objeto, debe en cambio apoyarse en un móvil. En el
caso de la cuestión del sentido, por ejemplo, parece claro que
existe tal interés: la negativa, por parte de muchos, a rendirse
a la evidencia de la falta de significación, a admitir que lo que
existe no quiera decir nada. Las motivaciones de este Ínteres,
la naturaleza de este móvil, son problemáticas sin duda -m ás
tarde volveremos sobre ello—, pero no cabe duda de que ese
ínteres existe. Por otro lado, para que haya deseo de nada, es
preciso que ese deseo carezca de objeto preciso, es decir, esta
vez sin motivación por el lado del fin, del objeto al que se di­
rige (no en tanto que se dirige hacia él, sino en tanto que ob ­
jeto). Hace falta, pues, que el objeto al que tiende sea ai mismo
tiempo un objeto inexistente (esta segunda condición del deseo
de nada se cumple, por ejemplo, en Lacan, siendo siempre el
objeto identificado un objeto ausente también, «ausente de su
sitio-). Si el objeto pretendido existe se corre el riesgo de al­
canzarlo, interrumpiendo al mismo tiempo la búsqueda y el
deseo. Precisión por el lado de lo que se niega, imprecisión del
lado de lo que desea, ésas son las condiciones fundamentales
de esta persistencia del deseo inherente al deseo de nada.
El deseo de nada no es, pues, ni la ausencia de deseo ni el
deseo de algo. Tampoco es, desde luego, el deseo de la nada,
deseo de abolición, de desaparición en la fosa común del no
ser, al que nos tienen acostumbrados ciertos románticos, como
Wagner al final de Tristán e Isolda. El deseo de nada no está
exento de resentimiento, sin duda, pero, hablando con pro­
piedad, no resulta mortífero. Al contrario, quiere vivir e, incluso,
vivir permanentemente, para siempre jamás. No se trata uel
deseo de la nada, sino deseo de nada en particular; así, se
opone tanto a la ausencia de deseo como al deseo de algo, pero
no se confunda de ninguna manera con el deseo de la nada,
que es, dicho con propiedad, el deseo de que cese el deseo
(mientras que el deseo de nada es, por el contrario, el deseo de
que cierto deseo insaciable desee para siempre como tal).
La búsqueda del sentido, la afirmación de que hay un sen­
tido y aún no se ha encontrado, manifiesta esa estructura pa­
radójica del deseo de nada: es, a la ve?:, infinitamente precisa
por el lado del deseo (rechazo de la insignificancia) e infinita­
mente vaga por el lado de lo que se busca (naturaleza del sen­
tido buscado). Tiene así, podría decirse, toda la precisión de
lo que existe y toda la imprecisión de lo que no existe. Cons­
tituye, por tanto, una investigación permanente que necesa­
riamente, bajo una forma u otra, hay que esperar encontrar en
marcha hoy lo mismo que ayer. Así, se puede decir que la in­
significancia está "por llegar- en un doble sentido: por ser a la
vez la forma de saber riguroso hacia el que tiende la filosofía
desde el origen, y que puede considerarse, por tanto, como el
futuro más seguro de la filosofía, pero también por constituir
un saber del que todo permite augurar que será diferido para
.siempre, siempre por llegar, es decir, que no llega nunca, puesto
que es contrario a un deseo de no saber -d eseo de ir hacia el
sentido- cuya perenne naturaleza acabamos de mencionar. La
afirmación de la insignificancia experimenta a este respecto una
fortuna muy parecida a la de la afirmación del sentido: la de
confiar igualmente a un futuro más o menos lejano el cuidado
de aportar la evidencia, de forzar el espectáculo de un sentido
(o de un sinsentido) del que hay que contentarse por el mo­
mento con esbozar su futuro aspecto. Ambas están en la car­
telera, pero la representación es para el día siguiente. Así, el
mesianismo del sentido ^ el sentido que os anuncio aún no está
muy claro, pero ya veréis, todo ello se aclarará más adelánten­
le acompaña, en tanto que nos esforzamos por rechazar el me­
sianismo y por proponer la insignificancia, una fácil y muy iró­
nica caricatura.
Dicho esto, ¿cuáles son hoy las formas más frecuentes, las
más notables, de 1a búsqueda del sentido? Cabe distinguir aquí
dos corrientes básicas que relacionaremos, respectivamente,
con la figura del ilusionista y con la del incurable.
El ilusionismo filosófico consiste en anunciar el sentido sin
mostrarlo, de la misma manera que un ilusionista hace que sus
espectadores vean un objeto ausente por simple fuerza de
sugestión. En el origen de este ilusionismo del sentido puede
invocarse a Hegel: el filósofo que descubre en cada cosa la ma­
nifestación de la Razón, de la Idea, del Espíritu, pero que siem­
pre omite precisar la naturaleza de esa Idea, de ese Espíritu,
de esa Razón, Sin duda, Hegel desarrolla, con una extraordina­
ria fuerza especulativa, donde resplandece a cada página el
genio filosófico, las circunstancias, los momentos, las media­
ciones, las astucias, las falsas apariencias, las perspectivas en­
gañosas en tanto que parciales, a través de las cuales finalmente
se realiza el sentido a medida que el devenir va tomando con­
sistencia. Pero esto no nos enseña nada referido a la natura­
leza del sentido mismo, salvo que se admita, con Hegel, que
Idea, Razón y Espíriai son nociones lo bastante claras como para
prescindir de toda definición o comentario; quizás el privilegio
del «Saber Absoluto» resida en dispensar de todo saber particu­
lar, en dispensar .sobre todo de tener que precisar la naturaleza
de lo que se sabe.
Los hegelianos modernos -d e Mallarmé a Lacan, pasando
por Georges Bataille y Jacques Derrida- se valen de un mismo
ilusionismo filosófico, con una diferencia no obstante: el sen­
tido ya no se anuncia com o presente, sino com o futuro, o
mejor aún, com o interminablemente diferido. Es decir, que
la invisibilidad del sentido -d e un sentido que se percibía
como visible en Hegel y en sus oyentes o lectores- se reco­
noce en lo sucesivo com o tal, com o invisible. Invisibilidad
provisional,.en espera de una visibilidad que, aún y quizá para
siempre, está por llegar. Pero, de momento, el «trabajo del con­
cepto» no se ha terminado: aún estamos muy lejos de la ver­
dad. En Hegel ya había que armarse de paciencia, esperar
la recogida del concepto a la vuelta de una serie laboriosa e
interm inable de m ediaciones; pero, en fin. esas m ediacio­
nes conducían, convergían hacia la concesión de un sentido,
b ic et nu nc, y la "reconciliación» con el presente. En los he­
gelianos modernos, en cambio, las mediaciones no condu­
cen a ninguna parte: siempre están mediatizando, cada
mediación difiere de lo que al cabo se supone que mediatiza,
es decir, de la «cosa misma», como diría Hegel (respecto de
la cual produce cada vez una «diferencia», en el sentido en
el que lo entiende la dialéctica hegeliana, pero también una
«d iffé r a n c e ■, según la expresión de Derrida, porque la cosa
está diferida para siempre), Aquí se trata, digámoslo así, de un
hegelianismo desgraciado, pues no tiene salida; pero de un he­
gelianismo a pesar de todo. Incluso, bien mirado, de un hege­
lianismo desm esurado y sin reserva. Desmesurado porque
aquí ya no se mide, com o en Hegel, por su grado de negati-
vidad: lo negativo, liberado de su tarea de trabajar con vistas
a lo positivo, sólo trabaja para sí mismo, sin freno ni medida.
Y sin reserva porque ya no se limita la posibilidad de inte­
rrumpir, en algún momento el procesa dialéctico en un último
término, en una A u fh ebu n g final. Aquí hay un hegelianismo
sin fin, sin «escatología», en suma, un hegelianismo infinito,
como la entrevista del mismo nombre, de Blanchot. Así es.
por ejem plo, el hegelianismo desgraciado de Derrida, que
diagnostica en el no-desenlace dialéctico el eco de una «falta-
desde el origen, de una «no-presencia a sí originaria", que D e­
rrida llama la -différance», es decir, «la operación de diferir,
que a la vez agrieta v retrasa la presencia-'.27 Así, creemos do­
blar las campanas ( Gias)2Hpor Hegel cuando todavía estamos
en los maitines.
Estas modificaciones de la perspectiva final introducen un
cambio, y un refinamiento, en la práctica del ilusionismo del
.sentido. Ya no se trata de sugerir la presencia de un sentido,
por esa «especie de brujería» que Koyré le atribuía a Hegel, sino
de exhibir una minucia, de atraer la mirada del espectador
hacia una cosa que no sólo es invisible, sino que además se
concede que es invisible: al limitarse sólo a sugerir, por esa
misma ausencia de sentido, la presencia de un sentido en otro
lu g a r-ustedes ven claramente que el sentido está en otro lugar,
puesto que ven que no está aquí—. Ilusionismo de refinados,
que ya no trabaja con los burdos poderes de la sugestión. El

" La voix et le phénotnéne, P.tJ.F., p. 98. [Hay trad. esp.: La voz y el fenóm eno,
Í’rc-T cxto s, Valencia, 1995. Versión de Patricio Peñalver.]
* días, título de una obra de Derrida, significa ‘tañido fúnebre». Por tanto,
«somier le (''las- resulla ser aquí un juego de palabras. (TV. del T. )
primero que practica este ilusionismo refinado, procedente de
un hegelianismo frustrado mas persistente, fue Mallarmé; des­
pués, en el siglo xx, Georges Bataille. La obra de Georges Ba~
taille (descripción del erotismo com o experiencia de una
superación imposible, de un juego de mediaciones que inde­
finida y vanamente transgredimos una tras otra con la espe­
ranza de poseer la misma cosa, que jamás se entrega) es una
muestra representativa de la nostalgia hegeliana y del ilusio­
nismo del sentido, en este caso de la significación erótica. La
serie de desplazamientos metonímicos, en la H istoria d e l ojo,
tiene la función de mostrar que lo deseado no es nunca esto
o aquello, sino que está siempre al lado de esto, al lado de
aquello. La mirada amorosa, el ojo del amante, sólo se car­
gan de sentido, de significación erótica, en la medida en que
se desvían hacia otro lugar («diferidos»); de ahí la serie de los
desplazam ientos y de las m ediaciones: del ojo pasamos al
huevo, luego al ano, luego al testículo, luego a la vulva, en
la que Simone introduce, al final de la novela, el ojo que aca­
ban de arrancarle a un sacerdote; es justo en ese momento,
al contemplar el sexo de Simone rodeando el ojo del sacer­
dote, cuando el héroe se representa de pronto la mirada de
Marcelle, su amante. A través de esas diferentes peregrina­
ciones, el sentido erótico volvió al objeto que le sirvió de
punto de partida; pero, entretanto, circuló, y no habría tenido
lugar si no hubiese circulado de ese modo. El significado eró­
tico no reside en el ojo de la amante, sino en el camino que
lo conduce al ojo arrancado de un hombre, colocado en la
vulva de otra mujer. Como dice, a su manera, Miguel Sardou:
«Corre la enfermedad de amor, corre». Así corre en todo caso
el sentido. Hay un ciclo del sentido, un flujo, una corriente; el
sentido no está ni aquí ni allí, el sentido es lo que «pasa». Tra­
tar de detenerlo para asirlo es condenarse a perderlo. Así corre
el sentido en un cuento de Henry Jam es, La Im a g en en la a l­
fo m b r a , que Bernard Pingaud resume de este modo: «El na­
rrador, un joven crítico que encuentra por casualidad al no­
velista Hugh Vereker, a quien acaba de consagrar un artículo,
sabe que “ha pasado de largo” por completo del “pequeño ha­
llazgo” que constituye lo esencial de la obra: al igual que sus
predecesores, no supo percibir la “valiosa intención” que el
escritor, sin embargo, establece con “habilidad y perspicacia”
en cada uno de sus libros. ¿Fn qué consiste el “pequeño ha­
llazgo” en cuestión? Eso es lo que el narrador no parará de di­
lucidar, sin llegar a conseguirlo nunca. La realidad de la cosa
está comprobada; de ello da pm eba otro crítico, Corvick, el
amigo y el hijo mayor del narrador, quien después de largas
investigaciones acabó por echarle el guante. Pero una serie
de extrañas circunstancias, la muerte de Corvick, la de su
mujer más tarde, hacen que el secreto se pierda en el camino.
Al final del cuento no sabemos de él más que al principio:
entre A y B, en suma, no ha pasado nada. Ya ni siquiera es­
tamos seguros de que hubiera “algo” que descubrir».29 Y, sin
embargo, añade Pingaud, el lector queda satisfecho al final
del cuento, com o si se le hubiera revelado el secreto. En
efecto, Henry Jam es consigue a lo largo de su cuento dotar a
ese secreto de una especie de presencia física. Uno vive con
él, se está en contacto con él durante todo el relato, de modo
que, al fin y al cabo, resulta indiferente que se descubra o no,
porque ya conocem os ese secreto, hemos olido su sentido a
lo largo de las páginas, no hay nada nuevo que tengamos que
saber sobre él, nada importante en todo caso. Hsta historia
de Henry Jam es muestra que el sentido puede limitarse por
completo a la evocación que se hace de él, inscribirse en el
movimiento mismo del relato más que en una revelación pun­
tual que vendría en suma a interrumpirlo, tanto el sentido

s £i, en Du secret, op. c i t pp. 2 4 7-248.


como el relato. El sentido, aquí, es justo esta espera, este di­
ferir, esta diferencia entre las concepciones que pueden ha­
cerse de él y él mismo. No se trata, pues, de captar el sentido,
sino sólo de seguirlo.
Seguir el sentido, en el sentido en que se ^sigue*, por ejem­
plo, el seminario de Jacques Lacan: no en la esperanza de ser
partícipe de alguna revelación, sino debido a una fascinación
hacia un maestro cuya penetración y omnisciencia se miden en
razón de sus litotes y su mutismo. Hoy más. que nunca Lacan
fascina por la exhibición de una nimiedad, de una casilla vacía,
de un silencio, que consigue hacer sentir a su auditorio (y a
su lector) de manera casi material, com o si fuese algo, el re­
verso hueco de un derecho lleno, el lado silencioso de una
palabra en otro lugar muy sonora, que todo lo elucidaría si al­
guna vez se dejase oír, o sea, el signo velado de un sentido:
de un sentido que él conoce, Lacan, pero del que se guardará
mucho de hablar. El significante es un jeroglífico: al mismo
tiempo inverosímil, ya que no dice nada, y verosímil, por ex­
traer el significado de Otro lugar. Lacan precisa bien el sentido;
si no comprendéis nada de él, es que el sentido está en otro
lugar. Muestra bien el objeto; si no veis nada de él, es que no
está en su sitio. Designa bien al Otro; si no veis a nadie, es
que es justo el otro, no el que miráis. Lina lectura hegeliana
de las principales concepciones freudianas llega a hacer del
falo, de la castración, del asesinato del padre, otros tantos «mo­
mentos» en los que la cosa adquiere significación gracias a su
propia ausencia. Esta moderna transformación del hegelianismo
-p aso de la presencia del sentido en lo concreto a una relega­
ción del sentido en otro lugar, en la ausencia—ya estaba en el
corazón del proyecto poético de Mallarmé, cuyo estilo, por lo
demás, supo Lacan recuperar y renovar. Tanto para Mallarmé
como para Lacan el sentido es real, pero está ausente, lo mismo
que la flor poética, «la ausente de todos los ramos». Se advierte
también un parentesco entre el Significante en Lacan y la Ley
en Kafka: ambos se ofrecen como si estuviesen absolutamente
próximos, pero siempre diferidos también, aplazados hasta el
día siguiente. El oyente del seminario recuerda bastante al hom­
bre de la célebre parábola de El p r o c e s o . que espera tener ac­
ceso a la Ley: «Una centinela se baila apostada delante de la
Ley; un día llega un hombre que la encuentra y le pide permiso
para entrar. Pero la centinela le dice que no puede dejarle en­
trar en ese momento. El hombre reflexiona y entonces pregunta
si podrá entrar más tarde. “Es posible -d ice la centinela-, pero
no ahora.*' ( ...) La centinela le da un taburete y hace que se
siente junto a la puerta. Allí permanecerá muchos años».*1Hasta
el fin del apólogo no se evoca a Lacan. Sabemos que el hom­
bre, que ha envejecido y va a morir, pide como única gracia a
la centinela que le conteste por lo menos una sola pregunta:
¿cómo es posible que él sea el único que está esperando ante
la puerta de la Ley? Porque esa puerta no existía más que para
ti, responde la centinela. Yo me voy ahora y cierro la puerta.
Lo mismo sucede con Lacan: ese sentido que buscáis en vano,
que yo conozco y no os diré, que nunca conoceréis, podéis
estar seguros al menos de que existe, de que yo lo conozco y
de que, sin duda, es ex a cta m en te el sentido que buscabais. Ni
siquiera se os concede la esperanza según la cual lo que bus­
cáis y encontráis muy bien podría no ser nada. Destino cruel,
que conoce el ingeniero Cyrus Smith, en La isla m isteriosa de
Julio Verne, cuando baja a explorar un pozo en cuyo fondo me­
rodea un tal capitán Ncrno, es decir, Don Nadie. Buscar a nadie
es condenarse a no encontrar nada nunca jamás o, si se quiere,
a no encontrar a nadie al tiempo que se hace uno la ilusión
de que buscaba algo o a alguien. Nunca vuelve uno con las

Tr. A. Víala tre, Gailimard, p. 281. íHay erad, esp.: El proceso. Seix Banal.
B arcelona, 19B5- Versión de R. Krugcr.l
manos vacías de semejante expedición: si encontramos a al­
guien, ganamos; si no encontramos a nadie, ganamos también,
ya que era justo a nadie a quien buscábamos. Y eso es lo que
se dice en su fuero interno Cyms Smith al subir del pozo, una
ve7. explorado minuciosamente sus laberintos y no haber en­
contrado nada -n o: «No vi nada, luego probablemente no haya
nada», sino más bien: «No vi nada, ¡y, sin embargo, hay algo!-.-11

7. El incurable

Una forma de conservar el sentido consiste en volverlo invi­


sible, en situar su ubicación en otro lugar, entre bastidores: vía
del ilusionista. Otra forma moderna de conservar el sentid©,
más radical, consiste en señalar el sentido como algo comple­
tamente ausente a la vez que se le mantiene en forma de pura
creencia o, como diría Kant, de «idea reguladora». Creencia que
es deseo de nada y que sería, por tanto, incapaz de precisar la
naturaleza de aquello en lo que cree, el objeto real de su
apuesta. Pero ahí reside, como sabemos, lo propio de todas las
creencias, y eso es lo que las hace precisamente indesarraiga-
blws: el carecer de objeto.
Calificarem os com o in c u r a b le la estructura de esta co n ­
servación del sentido ligada a una ciara percepción de la
insignificancia. El incurable se distingue del desahuciado. El
desahuciado es el hombre atacado por una enfermedad para la
que no hay remedio. El incurable es diferente: atacado poruña
enfermedad para la que hay excelentes remedios, pero reme­
dios cuya administración, sin embargo, por razones bastante
misteriosas en su caso, resulla ineficaz. Por tanto, está más pro-

L ’ile mystérieusc. II, 9- [Hay erad, esp.: La isla misteriosa, Biu güera. B arce­
lona, 1982. Versión de G enoveva B erused de Ferrer.]
fundamente «desahuciado» que el desahuciado ordinario, el cual
siempre podría imaginarse curado si se descubriese un reme­
dio para su caso, mientras que el otro, el incurable, que en
cierto modo está vacunado contra todos los remedios, siem­
pre se mantiene a salvo de toda posible cura. Más todavía: el
incurable es el hombre sano de espíritu, el hombre curado,
aquél a quien la propia cura no logra modificar. Por eso diji­
mos en otro lugar que el neurótico del que se ocupan los psi­
coanalistas resultaba un caso anodino y. en resumidas cuentas,
benigno si lo comparamos con el hombre normal. No hay re­
medio contra la clarividencia: cabe pretender aclarar algo al qu«
ve borroso, no al que ve claro. Toda «advertencia» es vana si
va dirigida a alguien que ya tiene a la vista lo que se empe­
ñan en hacerle ver: nunca se lo podrán enseñar porque ya lo
tiene bien aprendido. El héroe del D iario d e un lo co, de Gogol,
es incurable por ser claramente consciente de lo que no hay
que hacer si se quiere mantener la mente lúcida (no tomarme
por otro, si no es el manicomio); esa clara percepción del pe­
ligro que hay que evitar le evita precisamente percibir que ha
caído de lleno en él: «¡Hoy es un día de gran solemnidad! Es­
paña tiene un rey. Se le ha encontrado uno. Ese rey soy yo.
Hasta hoy no lo he podido comprender. Reconozco que he sido
bruscamente iluminado. No comprendo cómo he podido pen­
sar, imaginarme, que era consejero tiailar. ¿Cómo ha podido pe­
netrar en mi cerebro ese pensamiento extravagante? Es una
suerte que nadie hubiera pensado entonces hacerme encerrar
en una casa de salud-,
Lo mismo que la figura del ilusionista nos parecía de inspi­
ración hegeliana así también la figura del incurable se nos an­
toja que debe de estar relacionada con Kant y con el kantismo.

'2 CEutres completes, Bibl. de la Pléiade. tr. Silvia Luneau. [Hya trad. esp.:
Obras Completas, Aguilar, Madrid. 1951- Versión de Irene Tehernow a.]
Incluso podría sostenerse -p o r retomar la terminología hege-
liana- que Kant representa, en la historia de la filosofía, el mo­
mento de lo incurable por excelencia: es decir el momento
en el que se estableció, lo más sólidamente posible, que si
teníamos apego a una idea, siempre podríamos reivindicarla
com o verdadera, aun cuando estuviese establecido, por lo
demás, y sólidamente también, que esa idea era un absurdo.
Tal es el fin de la empresa «crítica», al decir mismo de Kant y
de los kantianos: criticar el saber para poner la creencia fuera
del alcance del saber, para asentar la creencia sobre una base
irrefutable. Semejante crítica no se refiere al contenido del dis­
curso que se quiere sostener y que, de todos modos, se sos­
tendrá, sino a sus condiciones de posibilidad: al ser necesaria
la verdad que pienso -e s decir. Dios, la inmortalidad, la liber­
tad. en tanto que confieren un sentido al mundo y a la acción-,
veamos cómo es posible. Extraña crítica esta, que da por se­
guras e intocables las verdades que precisamente se propone
criticar y, por tanto, se pregunta, con aparente desprecio de
toda lógica, por las condiciones de p o sib ilid a d de verdades con­
sideradas desde ese momento com o n ecesarias, [.as conse­
cuencias de esta proeza kantiana, cuya influencia está hoy más
activa que nunca, son numerosas y profundas:
I a) Kant es el inventor de una forma de crítica «blanca», que
blanquea todo lo que toca: crítica que no critica, crítica no crí­
tica. Kant, por ejemplo, no se interroga acerca de Dios, de la li­
bertad, de la inmortalidad, sino acerca de la naturaleza de las
facultades intelectuales aptas (o no aptas) para dar cuenta de ello:
no critica la religión ni la moral, sino la razón pura, la razón prác­
tica. Lo que jamás se cuestiona es el apego incondicional a cierto
sentido, a ciertos fines, fuera de los cuales no hay para Kant sal­
vación en absoluto. Es más fácil, en suma, criticar la razón pura
que criticarse a sí mismo, que poner en tela de juicio su propio
deseo. Al hacer esto, Kant establece la figura del incurable, in­
ventó algunos remedios sin peligro, que se pueden administrar
sin que haya que temer que curen al enfermo. La crítica pasó,
atenta y escrupulosa, y dejó intacto el conjunto de las opinio­
nes y de las creencias. O más bien las afianzó. En efecto:
2-) La conservación de las opiniones dudosas, una vez pa­
sada la prueba de la crítica no crítica, se acompaña con una
adhesión al estatuto -científico'. La metafísica, de la que Kani
se propone dar los P ro leg ó m en o s, podrá al fin «presentarse
como ciencia-*. Pretensión lógica y razonada, si no razonable:
la opinión que ha salido indemne de una crítica aparentemente
rigurosa tiene todos los títulos para llamarse científica. Así es
como lo eminentem ente dudoso se vuelve absolutamente
cierto, como lo eminentemente subjetivo se vuelva aparente­
mente objetive.
3a) Un tercer beneficio de la crítica no crítica radica en aña­
dir al hecho bruto de la creencia un coeficiente que lo corrige
y lo mejora, esgrimiendo que se trata aquí, no de un alivio ciego
e ingenuo, como cabría suponer, sino más bien de una elec­
ción sopesada con atención, que emana de un espíritu libre, in­
capaz de dejarse impresionar por una preferencia instintiva.
La creencia recibe de ese modo una suerte de garantía de fá­
brica que conserva la cosa mientras borra los aspectos visible­
mente sospechosos. De ahí la reputación de inteligencia con la
que se aureolan con suma facilidad las opiniones más necias,
las creencias menos defendibles: basta con dar a conocer que
se es -p o r lo demás, todo sigue igual- un espíritu '■ilustrado».
De esta manera, uno será cristiano proselitista, pero muy inte­
ligente, marxista ortodoxo, pero muy fino en sus análisis, es­
tará comprometido por completo con una causa absurda, pero
así y todo mantendrá el espíritu muy libre. No insistiremos en
la naturaleza de este mecanismo corrector que Roland Barthes
describía antaño tan bien a propósito de la -operación Astra»:
nosotros también sabemos que nada puede reemplazar la man-
toquilla; por eso podemos recomendarle, con toda seguridad,
que compre margarina; ahora bien, si realmente quiere lograr
buenas paUilas salteadas, no hay nada más fácil: compre man-
teqnilla. Del mismo modo, si quiere ser inteligente, hábil, libre,
nada más fácil: hasta un pequeño esfuerzo suplementario
-com o el que Sade les pedia a sus contemporáneos (-¡francés,
un esfuerzo más!»)-, a saber, renunciar a ser cristiano de cho­
que, marxista ortodoxo, comprometido con una causa absurda.
4-) La creencia pasada por la criba de la crítica no crítica ex­
plica, en fin, la mayor parte de las formas modernas de dog­
matismo. Al dogmatismo clásico, dogmatismo de la certeza, le
sustituyó progresivamente, no un asentamiento de las creen­
cias, sino más bien un dogm atism o d e la incertidumbve, del que
es lícito pensar que caracteriza a la inmensa mayoría de las re­
ligiones modernas (tomando «religión» en el sentido más am­
plio del término). Incertidumbre en cuanto al objeto, pero
certidumbre en cuanto al sujeto: creeremos de todos modos,
poco importa el qué en el fondo (pues Kant mostró que todo
objeto de creencia podía resistir victoriosamente a los asaltos
del espíritu crítico, gracias a la intervención de la crítica no
crítica). Dogmatismo más inconstante, por tanto, porque cam­
bia de objeto con facilidad, habiéndose vuelto el objeto más in­
cierto para una voluntad de certeza que ha permanecido sin
cambios. Pero dogmatismo tan rígido como el dogmatismo de
la certeza, e incluso mucho más todavía, dado que parece tanto
más firme cuanto más incierto sea respecto de su objeto. Como
dice Deleuze: «En principio, cuanto más se equivoca uno en
la vida, tanta más razón se tiene, puesto que siempre puede
uno decir “yo he pasado por eso”. Por eso los estalinistas son
los únicos que pueden dar leccio n es de antiestalinismo».^ La

31 «A prop os des nouveau x philosophes el d ’un problém e plus general», Su­


plem ento del n° 24 de la revista Minuit.
manía dogmática, en efecto, no consiste en fijar aquí o allí un
sentido, una verdad, sino que radica en el mero hecho de pre­
tender asignar, sea donde sea, un sentido y una verdad. El topos
en el que se fija la manía del sentido importa poco; además,
cambia constantemente sin que el interesado se preocupe de
ello. La apariencia del sentido, es decir, el sínsentido, se des*
plaza así a lo largo del hilo de una interminable circulación
de la locura: la «verdad» estaba ayer en Moscú, hoy está en san
Francisco, mañana estará en la filosofía china, la ecología o la
alimentación macrobiótica -añadiendo cada vez, mientras os
presenta su nueva chifladura: «¡qué loco eral», como el héroe
de Gogol.
Mostrar la figura del incurable en sus obras contemporáneas,
decir los títulos y los nombres, sería desagradable e inútil. Basta
con saber que el incurable está hoy presente, más o menos,
en todas partes -a l menos, donde no ha sido reemplazado por
la figura del ilusionista-. Mencionemos solamente a título in­
formativo la empresa de Louis Althusser: «Uno puede poner
en duda la solidez de la filosofía de Marx; ahora bien, antes me
ahorcaría; así, pues, el marxismo no es una filosofía, sino una
ciencia». Y esto también, uno de los más curiosos recientes ava­
lares de la conservación del sentido en favor de la figura kan­
tiana del incurable: «Soy revolucionario; ahora bien, Lacan dice
que ninguna criatura sexuada puede ser revolucionaria; así,
pues, no soy una criatura sexuada».

Ya se manifieste a través de las figuras del ilusionista o del


incurable, el gusto del sentido aparece vinculado, en todos los
casos, a la esencia de la d ev oción . Si hubiese que describir a
ésta en profundidad, podría proponerse la siguiente caracteri­
zación: el devoto es, en primer lugar, el incapaz de afrontar lo
no necesario. Por eso, como dice Fierre Legendre, ama al cen­
sor y espera gozar del poder ejercido a su costa. Para progre­
sar en los laberintos de lo no necesario precisa la ayuda per­
manente de un «venga, vamos», la garantía de una necesidad
que le entregará, llegado el caso, quien lleve el distintivo -lo
necesita»: como el jurista, el policía, el médico; como, también,
a veces, el filosofo. El devoto no es aquél a quien de forma
espontánea le habrían de repugnar ciertas prácticas, sino aquél
que se niega a practicar sin razón, sin «orden» (en sentido a la
vez imperativo y normativo). Incluso está abierlo a toda prác­
tica, siempre que reciba el aval de una autoridad que, si puede
decirse así, le dé curso legal: una realidad considerada impía
será aprobada al instante si el jurista le asegura que -eso se
hace», el policía que «está permitido», el médico que «es con­
veniente», el filósofo que «es racional».
Cabe preguntarse por las razones del pavor frente a lo no
necesario, que de ese modo autoriza la renuncia de su pro­
pia libertad en beneficio de una orden impucsLa. No hay nin­
guna duda de que el rechazo de lo gratuito no sea más que un
aspecto entre otros del rechazo de lo real, uno de los múlti­
ples mecanismos de defensa que entran en juego tan pronto
com o lo real se percibe com o cruel. No siempre podemos
negar lo real de un modo radical, decidir que lo que se per­
cibe es falso, que no existe: vía de la locura y de las neurosis
graves, que no está abierta para todo el mundo («No está loco
el que quiere», divisa del Dr. Ey). No siempre podemos acep­
tarlo tampoco a título provisional (a la vez que, en el fondo,
continuamos negándolo), decidir que lo que se percibe es ver­
dad, pero que no podría perdurar; vía de lo que se podría lla­
mar la neurosis ordinaria del hombre normal, especie de
«neurosis blanca*, con sus dos variaciones, sus dos matices rosa
y gris. Variante rosa: todo eso no durará porque va a arreglarse
-gracias, por ejemplo, a una mejor organización de las cosas
y de las personas, tarea a la que se consagra de repente-. Celo
sospechoso, porque no hay forma más segura de desprestigiar
la vida que el hecho de verla de color rosa: por regla gene­
ral, quien trabaja en el mejoramiento de la condición humana
hace mucho que dejó de desear el bien de nadie en particu­
lar. Variante gris: todo esto no durará porque va a empeorar
y conducir por fuerza, tarde o temprano —más bien temprano
que tarde-, a alguna catástrofe final, a la desaparición gene­
ral de todas las cosas. Uno encuentra entonces alivio en el pen­
samiento de un fin inminente del mundo, que anuncia a sus
vecinos medio alegre y medio consternado. Estas vías de la
neurosis blanca implican un odio a lo real y un divorcio de­
finitivo de ello, aunque se continúe teniéndolo en cuenta, con­
trariamente a lo que sucede en la verdadera locura. Pero hay
una manera más suave de apartar lo real, que es la que con­
siste en aceptarlo con condición, a cambio de que aparezca
com o portador de significación. Aquí no hay rechazo, sino
simulación y desplazamiento, estableciendo el velo del sen­
tido un espacio protector entre el hombre y lo real. El sentido
permite presentar una versión edulcorada de lo real, suavi­
zada, liberada de ciertos caracteres indeseables, como la gra-
luidad de la desdicha, por ejemplo. Y, sobre todo, ofrece un
muro de protección para uso de los que, no teniendo des­
tino asignado, no sabrían adonde ir. Porque eso es lo que cte
antemano espanta a los devotos, y con ellos a todos los hom­
bres en tanto que son susceptibles de devoción, es decir, de
sentir miedo: existir sin necesidad, actuar sin garantía -e n un
mundo en el que nada está previsto y nada está hecho, donde
nada es necesario, pero donde todo es posible^. Esa realidad,
percibida así en estado bruto, es com o un vino demasiado
fuerte; para poderla beber con más agrado, se la corta en ge­
neral con el agua del sentido. Por eso lo real no está aquí nor­
malmente, sino un poco más lejos, en el horizonte; y la
insignificancia, que anuncia a la vez su plenitud y su idiotez,
110 se percibe, sino que se desplaza más lejos y para más tarde:
está a la visca, sin duda, pero todavía no está aquí -todavía y
siempre está «por llegar».

8 . E p íl c x ío

Una amenaza abruma nuestra felicidad: un riesgo, no tanto


de supresión o de desaparición cuanto de devaluación gene­
ral, de descalificación global. Porque el riesgo de pérdida ape­
nas es inquietante, comparado con el riesgo de devaluación
generalizada: siempre podemos esperar reemplazar lo que se
ha perdido, mientras que es imposible reemplazar una fortuna
que se licne siempre, pero de la que sabemos que consiste y
sólo puede consistir en objetos sin valor. La más irreparable
de las pérdidas concierne de ese modo a lo que nunca se ha
dejado de tener. La desgracia de la pérdida da pie a la resig­
nación; la desgracia de la posesión sin valor es inapelable.
Aquejada de nulidad tanto por los bienes que se poseen como
por los que se podrían poseer, significa el fin para siempre de
toda felicidad. Toda felicidad futura será obstruida por el re­
cuerdo de una verdad amarga que en toda circunstancia llegará
a perturbar la degustación de la realidad: m ed io d e ja n t e lepo-
rum surgit a m a r i aliq u id q u o d in ip sisjh rib u s a n g a t - e n medio
de la fuente de los placeres brota algo amargo que, en el mismo
seno de las delicias, se os queda en la garganta.54
Una verdad amarga se manifiesta así m ed io d e fo n t e leporum,
en el centro mismo del placer. Situada bajo el emblema de la
felicidad, ocupa una ubicación inexpugnable, pues controla in­
cluso aquello que le parece más refractario: por eso ninguna
sabiduría puede cogerla en falta, ninguna filosofía reabsorberla.

14 Lucrecio, D e rerum natura, IV, 112 6 -27. ÍHay trad. esp.: D e la naturaleza
d e las cosas, op. cíí.J
Todo lo que se puede hacer es ignorarla, u olvidarla. Por lo
demás, así es como podemos definir esa amargura en primera
instancia, de manera totalmente negativa: designa algo que no
tiene que ser conocido, algo que interesa ignorar. Se refiere a
un tema a propósito del cual toda curiosidad resultaría fatal,
como en un conocido cuento de Perrault, B a r b a Azul.
Sabemos que un mes después de su matrimonio Barba Azul
salió de viaje y rogó a su mujer que llevara una vida alegre
durante su ausencia: «Aquí están, le dijo, las llaves de los dos
grandes trasteros, aquí están las de la vajilla de oro y de plata
que no se usa a diario, aquí están las de mis cajas de cauda­
les, donde está mi oro y mi plata, las de las joyeros, donde están
mis piedras preciosas, y aquí está la llave maestra de todas mis
habitaciones».
No se podría enunciar con más claridad la extensión de la fe­
licidad humana: ésta es, al mismo tiempo, ilimitada y dada por
completo. Aunque fuese en perjuicio de Dios o de las institu­
ciones sociales, es necesario, en efecto, que a los espíritus tris­
tes se les recuerde sin cesar que la felicidad nos es dada, que
poseem os todas las llaves de la felicidad. Con un poco de
suerte, un poco de inteligencia, un poco de voluntad, cualquier
cosa que podamos concebir puede llegar a ser nuestra. Sin
duda, cabe fracasar en todo lo que emprendemos: por una sin­
gular falta de fortuna o de oportunidad, en la que el psicoa­
nalista no se equivocará sí de vez en cuando discierne una
disposición al masoquismo. Pero las llaves de la felicidad no
por ello dejan de estar aquí, en nuestro poder, y, una vez más,
todas están aquí. Es inútil -m ejor, es im posible- imaginar al­
guna vía de acceso a la felicidad que nos estuviese prohibida,
por la estupidez de una sociedad retrógrada o por el capricho
de un dios que tuviera envidia de nuestros placeres. Desde que
existen los hombres, y piensan, siempre bastó con un poco
de orden en las ideas, o un poco de flexibilidad, para acabar
tanto con aquella como con éste. La ilusión de las direcciones
prohibidas es una impresión vaga, disipada rápido por el aná­
lisis: una prima de consuelo para uso de quienes rechazan ins­
cribir sus sinsabores a cuenta de su propia insuficiencia. En
realidad, todo está ahí y todo se nos ofrece, como muy bien
dice Barba Azul a su mujer: b e a q u í la llave m aestra d e todas
mis d ep en d en cias. A nosotros nos toca disfrutarlo y llevar una
vida alegre.
Pero si todo se ofrece de ese modo al goce, sin prohibición
ni límite de ninguna clase, ese mismo goce sólo es posible a
condición de ignorar algo, de no penetrar cierto secreto. Se­
creto que simboliza, en el cuento de Perrault, la llave de un pe­
queño gabinete cuyo acceso permanece prohibido, a diferencia
de las demás habitaciones de la casa: -Esta pequeña llave, la
llave del gabinete que está al fondo de la galería de la planta
baja: puedes abrir todo, ir por donde quieras, pero te prohíbo
entrar en este pequeño gabinete, y te lo prohíbo de tal ma­
nera que, si llegaras a abrirlo, ya no habría nada que no pu­
dieras esperar de mi cólera». Conocemos la continuación de la
historia. Transgrediendo las instrucciones recibidas, la dueña
de la casa se aventura en el gabinete secreto y allí hace un
descubrimiento macabro: «Al principio no vio nada, porque
las ventanas estaban cerradas; después de algunos instantes co­
menzó a ver que el suelo estaba completamente cubierto de
sangre coagulada, a través de la cual se adivinaban los cuerpos
de varías mujeres muertas y atadas a lo largo de las paredes».
Se ha hablado mucho sobre la naturaleza de lo que simbo­
liza, en el cuento de Perrault, el descubrimiento de esos cadá­
veres de mujeres: que incrimina, una tras otra, la curiosidad
femenina (interpretación más frecuente, que viene a hacer del
cuento un esbozo premonitorio de lo que será el libreto del Lo-
bengrirt de Wagner), ta impotencia masculina y los medios para
disimularla (según Meilhac y Halévy, en la ópera de Offenbach,
B a r b a Azul), Ja falocracia y el esclavísimo femenino (según
Macterlinck, en la ópera de Paul Dukas, A r ia n e y B a r b a Azul),
la imposibilidad de com unicación entre los seres humanos,
sobre todo cuando son de sexo diferente (según Bela Balazs,
en la ópera de Bartok, El castillo d e B a r b a Azul)- Estos son
algunos aspectos, todos interesantes, por lo demás, de la ver­
dad que descubre la mujer de Barba Azul dentro del gabinete
macabro; pero aspectos sólo, no la verdad en sí misma. El se­
creto que no hay que conocer, y que la esposa de Barba Azul
acaba por conocer para su desgracia al penetrar en el cuarto
prohibido, es, en primer lugar, y simplemente, la muerte. La
muerte de las otras mujeres y, a través de ella, su propia muerte,
alejada y próxima al mismo tiempo. El descubrimiento de este
secreto marca el fin de la vida feliz y el principio de un perío­
do de desolación y de tristeza. Al contrario del cordero de Dios,
que borra todos los pecados del mundo, el conocimiento de
la muerte borra todos los placeres de la tierra. La advertencia
de Barba Azul estaba justificada: si descubres este secreto, no
hay nada que no debas esperar de mi cólera -s i conocieses
eso, nunca más conocerías ninguna felicidad-. El conocimiento
de la muerte es lo que neutraliza todos los apetitos, volviendo
vanos y como caducos los innumerables dones que se ofrecen
a la percepción humana. Caducos, en efecto, porque todo lo
que debe perecer ya está com o muerto, y ése es el caso de
lodo lo que nos puede caer en suerte, incluida nuestra pro­
pia persona, que llegará de ese modo demasiado tarde para
ofrecerse a nuestro goce. Demasiado tarde en relación a un co­
nocimiento: el conocim iento de la mué ríe. Esa cosa amarga
que enturbia todo goce es, sin duda, la muerte. La amenaza que
abruma nuestra felicidad es la muerte.
¿Cuál es precisamente esa muerte que no hay que conocer,
salvo que se quiera perder todo derecho al goce? No se trata,
desde luego, de esa representación lejana del hecho de morir
como algo necesariam ente vinculado a la especie humana,
de la que yo también formo parte, como a veces llego a re­
cordar vagamente. El conocim iento de mi muerte se diluye
en estas representaciones y estos recuerdos hasta el punto de
perder toda la fuerza de su veneno. No se trata tampoco del
conocimiento, ni solo ni sobre todo, de m i muerte, concebida
com o el término inmediato y sin apelación de un plazo. Mi
muerte, incluso captada así, en carne viva, aún sería solamente
un mal menor. Señala un descubrimiento penoso, pero del que
uno puede consolarse si no concierne más que a la fragilidad
de la propia persona, condenada al no ser y al olvido. En
ambos sentidos la muerte no constituye una desvalorización,
sino una pérdida, y una p é r d id a h o n r o s a , dicho sea en el len­
guaje de los juegos. Estoy condenado a muerte -e s decir, que
voy a echarme a perder, voy a perderme a mí mismo-, pero
los objetos que aLesoré en el curso de mi vida no por ello se
desvalorizan o quedan descalificados. Yo muero, pero todo
lo que amé a lo largo de mi vida efímera permanece, por ejem­
plo, un determinado arte griego, una cierta distinción, una
cierta alegría. Yo desaparezco, pero siempre se podrá admi­
rar los frisos de Fidias, las tragedias de Shakespeare, las ópe­
ras de Mozart.
Semejante pensamiento de la muerte no es todavía verdade­
ramente mortal. El pensamiento que hiere de muerte no es el
conocimiento de mi desaparición, sino el de la igual desapari­
ción, más pronto o más tarde, de todo aquello que es suscep­
tible de seducirme a mí como de seducir a cualquiera. No soy
yo sólo, el que ama, quien está condenado a la muerte; tam­
bién lo está todo lo que amo y todo lo que sería susceptible
de amar si se me concediera un tiempo más largo de vida y
un campo más amplio de experiencia. Este fruto que degusto
es más frágil que yo, aunque esté esculpido en mármol o ins­
crito desde hace milenios en el corazón y en la admiración de
los hombres. Por eso deja un gusto amargo, como dice Lucre­
cio. y tanto más amargo cuanto más apreciado sea. Aún se está
lejos de lo trágico de la muerte cuando nos percatamos con de­
solación de la necesidad que hay en el hecho de morir uno
mismo, de abandonar un día todo lo que se ama. Porque, bien
mirado, todo lo que abandono tampoco cuenta con mucho más
tiempo, e incluso, desde el momento en que he reparado en
su fragilidad, ya me ha abandonado a mí en parte. La obra de
arte que admiro, la persona que amo, el libro que escribo no me
sobrevivirán, o apenas, y ya veo su desaparición en filigrana
aun cuando yo sigo estando vivo. No soy yo quien deja todo
eso; es todo eso, más profundamente, quien me deja a mí,
que lo amo sin podérselo arrebatar a la muerte. Y en eso ra­
dica que el conocim iento de la muerte sea mortal: en que,
habiendo salido de mí, ha proliferado poco a poco hasta apo­
derarse de todas las cosas, condenando así a la muerte no sólo
a mí mismo, sino también a todos mis objetos de amor o de
interés.
Ese doble rostro de la muerte -terribles ambos, pero mucho
más el segundo que el primero- se encuentra expresado en una
breve fórmula del Arte p o é tic a de Horacio: D ebem u r morti nos
n o stra q u e -n o s debemos a la muerte, nosotros y «nuestras
cosas». Nos nostraque. nosotros y todos nuestros asuntos; no­
sotros, pero también Fidias y Shakespeare. Quien muere soy
yo. sin duda, pero también todo aquello con lo que este yo se
ha instruido y alimentado: es decir, todo lo que se me ha pre­
sentado o se me habría podido presentar digno de amor o ad­
miración. El sujeto muere, pero también todos sus posibles
complementos de objeto. Lo que quiere decir que todo aque­
llo por lo que puedo interesarme es tan frágil como yo, que me
intereso por ello. Esto tiene una gran importancia. La ampli­
tud del desastre mantiene apartada la desdicha de mi muerte
personal, que ofrecería con mucho gusto a cambio de la con­
donación de ese holocausto universal. Pero es demasiado tarde,
El olvido de sí ya no supone aquí ningún auxilio: cuando todo
está muerto no sirve de nada sacrificar in ex írem is la propia
existencia. Como dice San Agustín en De im m ortalitate a n im ae:
«La muerte que el alma debe vencer no es tanto la singular
muerte que pone fin a la vida cuanto la muerte que el alma
siente sin cesar mientras vive en el tiempo».
Así, pues, el poder de la muerte, que no está en proporción
con mi muerte, que ni siquiera está en proporción, como se
verá, con el hecho de que todo muera, de que todo tenga un
fin, se parece bastante al poder -desorbitado a juicio de cier­
tos teólogos- que San Pedro Damián atribuye a Dios en su Tra­
ta d o s o b re la om n ip oten cia divin a: poder de anular el pasado,
de arreglárselas para hacer que lo que ha sucedido no haya su­
cedido. La muerte no es sólo el f i n de la cosa; es también, y
sobre todo, su a n u la ció n . No existe ni ha existido nada, dado
que todo se encuentra bajo la amenaza de ser pronto borrado
para siempre por el olvido, de suerte que tarde o temprano ya
no habrá diferencia entre «sucedió esto» y «no sucedió esto».
Equivalencia tenebrosa cuya experiencia ya la suministra el pre­
sente: por el olvido en el que parece que ya están todas las
cosas, las de aquí, las de allí o las que no están ni estarán jamás
ni aquí ni allí. Ésta es una de las últimas palabras de Mallarmé
(en el L an zam ien to d e d ad os) y la expresión condensada del
pensamiento que paralizaba su facultad creadora desde siem­
pre: '■nada habrá tenido lugar» -nada, ni siquiera la poesías. El
poder de Dios es el del Diablo: se mezclan ambos en ese pe­
tulante poder de la muerte que consiste en anular lo que exis­
tió, en hacer en suma que lo que existe carezca de existencia.
El mundo no sufre porque deba terminar, sufre por no haber
comenzado: por no haber «tenido lugar» todavía.
Si, además, se da por seguro que el destino de todo lo que
existe radica en existir por azar, y no en virtud de una necesi­
dad o un sentido —exceptuando, desde Juego, el hecho de que
la cosa exista, es decir, el hecho ontológico del que no podrían
dar cuenta ni el sentido ni el azar—, se observará que toda rea^
lidad participa de una doble insignificancia: la de carecer de
historia y la de carecer de duración. Sin historia, indetermi­
nada, anodina, porque no tiene Historia, en el sentido de un
devenir significante de Upo hegeliano: insignificancia intrín­
seca de la cosa, incapaz para siempre de «acontecer», ya que,
si puede decirse así, está inmersa en el tejido de una Historia
ausente para siempre. Sin duración, por otra parte, como se
acaba de ver, ni siquiera el mínimo de duración que le permi­
tiera al menos haber existido (es verdad que este mínimo im­
plica por sí mismo una pretensión desorbitada, la de aspirar a
convertirse en un recuerdo imperecedero): insignificancia ex­
trínseca, consecuencia de la inconmensurabilidad de cualquier
cosa en relación al conjunto de las cosas.
Una tarea fundamental de la filosofía - e incluso su tarea es­
pecífica- consiste en conocer cuestiones sobre las que ninguna
otra disciplina esta habilitada para tratar, en especial las cues­
tiones más angustiosas, aquéllas que conocen la suerte para­
dójica de permanecer en suspenso aun cuando, curiosamente,
no sufren ningún retraso ni ninguna tergiversación. En primer
lugar, por ejemplo, la que nos ocupa aquí, después de Sha­
kespeare: to b e o r n ot to be. O, para precisar los términos a la
medida de nuestra problemática, ¿es posible vivir después d¡e
haber conocido lo que no había que conoce^ es decir, u ra
vez reducidos yo y el mundo al estado de muertos vivientes?
No planteamos aquí la cuestión de saber si la vida tiene sen­
tido, si vale la pena ser vivida o cualquier otra cuestión por el
estilo. Preguntamos si es posible en co n sc ien cia , en el doble
sentido, psicoanalítico y jurídico, del término, esto es, con toda
sinceridad y con total conocimiento de causa. Cuestión que, en
el fondo, equivale a preguntar, bastante ingenuamente, si la
vida es posible en el caso del hombre, si es que aún se man­
tiene como válida la definición académica que ve en el hom­
bre un animal consciente.
Preguntar si la vida del hombre es posible en co n sc ien c ia
sería una cuestión no sólo ingenua sino también redundante
si no fuese por la circunstancia particular de que la respuesta,
en todos los casos y cualquiera que sea el sesgo por el que
se considere la cuestión, es decididamente negativa. Ésta es,
si se quiere, una paradoja, pero también es la verdad: si es evi­
dente, desde el punto de vista del hecho, es decir, de la rea­
lidad biológica y de la experiencia psicológica, que la vida
del hombre es posible e infinitamente deseable, no es men«s
evidente, desde el punto de vista de la razón, que esa misma
vida es imposible y sumamente indeseable^ Sin duda, sabemos
por e x p erien c ia —e n el sentido en que Spinoza dice que nota­
mos y ex p erim en ta m o s que somos inm ortales- que es posi­
ble vivir de frjanera consciente, pero somos incapaces de
establecer có m o es esa posibilidad, que no es reafirmada por
ninguna sabiduría, ni autorizada por ninguna filosofía. Ningún
pensador, en efecto, ningún moralista, ningún filósofo ha es­
tado nunca en condiciones de generar un pensamiento que
fuese c a p a z de contrarrestar el pensamiento de la muerte y la
consiguiente descalificación general hacia cualquier existen­
cia. El pensamiento de la muerte es imborrable* como indele­
ble es la mancha de sangre sobre la llave del gabinete maldito
que simboliza a la muerte en el cuento de Perrault: «Habiendo
observado que la llave del gabinete estaba manchada de san­
gre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba en
absoluto; por más que la lavó e, incluso, la restregó con are­
nilla y asperón, allí siempre quedaba sangre, pues la llave es­
taba hechizada, y no había medio de limpiarla por completo:
cuando se quitaba la sangre por un lado, ésta salía por el otro».
Las consecuencias del pensamiento de la muerte hacen la vida
imposible, y los argumentos filosóficos a través de los cuales
imaginamos poder superar esa imposibilidad teórica apenas
cubren nuestra conciencia con un barniz tan irrisorio como la
arenilla y el asperón sobre la llave del gabinete secreto, en­
sangrentada para siempre. Por eso es prudente no pedirle de­
masiado a la filosofía, aunque sea razonable, por lo demás,
esperar a este respecto más de ella que de cualquier otra rama
del saber. Aunque para ello tenga que perecer Boecio, quien,
por lo demás, acabó por enterarse de mano del verdugo, no
hay, no habrá nunca «consolación de la filosofía». Sobre las
cuestiones últimas, establecidas un poco a la ligera por deter­
minada tradición, la mejor de las filosofías consiste en un re­
sumen que se limita al acto mismo por el que reconoce su
incompetencia.
Así. dejada de lado la filosofía, o más bien, dejada fuera de
combate, subsiste la paradoja: que la elección se incline hacia
el to b e antes que hacia el not to be, por parte incluso de quien
ha lomado conciencia de la insignificancia del lo be, de su ca­
rácter irrisorio. Paradoja ilustrada por los personajes de Samuel
Reckett, atrapados en los hielos de la muerte sin llegar a morir
por ello. Se observa fácilmente, en Beckett, la reducción de todo
ser vivo al estado de parálisis, al estado de muerte en intermi­
nable espera, sin darse cuenta siempre de que al final la ven­
taja le corresponde, no a la muerte, sino a la vida: lo más
sorprendente no es que los hombres sean unos seres vivos ya
atrapados en la muerte, unos vivientes-muertos (eso no es más
que una trivialidad filosófica), sino más bien unos muertos-vi-
vientes, o sea, unos muertos que no por ello dejan de vivir, unos
muertos vivientes. Beckett no es un poeta de la muerte, sino
de la vida, de la vida continuada en el seno mismo de la muerte,
como dicen las últimas palabras de El In n om brable. «Hay que
continuar. Voy a continuar». Y, sin embargo, es un cadáver quien
habla. Sigue viviendo, aunque cercado por la muerte, como el
Marcelo de Virgilio: At n ox a tra tristi cap u t circum volat u m bra
-y , sin embargo, una noche negra rodea su cabeza con su som­
bra triste.
En un primer análisis -u n a vez descartadas las falsas solu­
ciones del divertimento y de la ceguera voluntaria- parece que
sólo hay una noción que permita dar cuenta de esa paradoja
de la perpetuación de la vida en el seno de la muerte, de k
voluntad de vivir a pesar del conocimiento de la muerte: la no­
ción de g r a c ia -e n todos los sentidos del término.
La gracia, ames que nada, en sentido ju ríd ica. la gracia penal,
el perdón de la pena. Un reo cuya causa estaba perdida por
adelantado y en cuyo proceso, llevado con rigor, se le ha con­
denado a una pena capital y sin apelación, siempre se halla
no obstante con vida y en libertad: así lo ha decidido una gra­
cia real, que no se funda sobre ningún motivo ni ningún con­
siderando. y que se pronuncia de manera inesperada en favor
de lo que ha sido reconocido por los jueces como sanción im­
posible.
La gracia también en el sentido m á g ico del término: el le­
vantamiento final del maleficio, tema de innumerables cuen­
tos, óperas y ballets, por la gracia de una intervención
maravillosa análoga a esa otra por la que el d eu s ex m a ch in a
permite a la tragedia mejor trabada encontrar una salida favo­
rable. La suerte que estaba condenada a la desgracia queda bo­
rrada como por encanto, y todo sucede como si nada hubiera
tenido lugar: todo puede volver a comenzar con buen pie. El
poder mágico de anulación del maleficio es semejante al que
usa la conciencia en el momento de despertar, cuando elimina
el contenido de una pesadilla que hacía temblar hace unos ins­
tantes al que sueña, o incluso al que Pedro Damián le atri­
buía a Dios: anulación pura y simple del hecho de que el
pasado haya existido. Alteración mágica: la fórmula del su­
premo maleficio -nada habrá tenido lugar- se convierte en la
fórmula misma de la salvación. El poder de Dios se parece en­
tonces al del Diablo, pero el caso es que el poder del Diablo
es también, y en primer lugar, el de Dios.
La gracia, asimismo, en el sentido estético : el encanto que
cura por el solo poder de su capacidad seductor». En el fondo,
ese encanto no cura nada, pero no por ello actúa menos de
manera milagrosa, ya que impele a considerar como tolerable,
cuando no como deseable, un conjunto de datos que el co ­
nocimiento ya ha rechazado, y que persiste en rechazar incluso
en el momento en el que lo acepta otra instancia, subyugada
por una gracia todopoderosa. Así es el encanto estético, que
de pronto da consistencia a una aceptación que. por lo demás,
se reconoce como imposible. Como el rey o el hada, condona
la pena recibida y ejerce la gracia. La gracia musical -p or ejem­
plo, la gracia mozartiana- puede describirse de ese modo como
un júbilo unido al conocimiento de la catástrofe, alianza con­
tra toda razón que constituye la fuerza del efecto musical, tal
y como ta aproximación de dos realidades alejadas, de creer
a Pierre Reverdy, constituye el acierto de la imagen poética.
Que la capacidad seductora de lo bello tenga como resultado
esencial el hacer que se acepte la muerte, es lo que muestra
con toda claridad la leyenda persa en la que se inspiró Paul
Dukas en su poema sinfónico La Peri/'1 El rey Iskender, sin­
tiendo acercarse la muerte, sale a buscar en la mano de una
diosa dormida -la Peri- una flor que le vale a su poseedor la
inmortalidad y el contacto con los dioses. Pero la Peri se des­
pierta, sintiendo en su sueño que se la despojaba de su bien,
e intenta seducir a Iskender con el fin de recuperar la flor sus­
traída. Cautivado por la gracia de la Peri, Tskender le devuelve
la flor por propia voluntad, sin ninguna pesadumbre. La diosa
desaparece entonces en medio de un círculo de luz, mientras

Hada herm osa y bienhechora de la m itología persa. (TV. del T.)


que I.skender, que se queda solo, ve espesarse a su alrededor
las tinieblas de la muerte. Qué importa, si se ha gozado del he*
chizo: «Abrios, puertas terroríficas de la muerte. Ya no temo
vuestro maleficio», cantaba antes que él Tamino, poseedor de
la F lau ta m ág ica.
La gracia, por último, en el sentido teológico del término: es
decir, una asistencia extraordinaria de Dios. Esta asistencia ines­
perada que salva al hombre en el último momento, cuando
se tienen todos los motivos para desesperar de su causa, ha
sido descrita por la teología cristiana y. antes de ella, por la
filosofía platónica. El B a n q u ete presenta el amor como un re­
medio milagroso, es decir, como un a r d id -simbolizado por el
dios Poros- que le permite al hombre triunfar in extrem is sobre
su pobreza ontológica, sobre su eterna falta de participación
en el ser-falta personalizada en Penía. pobreza desprovista de
todo, cuyo acoplamiento ocasional con Poros engendrará al
amor-, Fl amor,-que tiene de su madre una pobreza sin remi­
sión, pero también de sil padre un recurso supremo, el ardid,
capaz de sacar de apuros a cualquiera en toda circunstancia, ca­
paz incluso de apartar durante un tiempo al hombre, si está
enamorado, de la casi-nada de su existencia (existencia efec­
tivamente próxima a la nada desde el momento en que se in­
tenta valorarla en función de su contenido ontológico). Como
en toda gracia, el amor viene aquí a condonar una pena que,
paradójicamente, no por ello deja de ser real, presente y ne­
cesaria, pero un ardid de procedencia e inspiración divinas pa­
rece haber cogido desprevenido a lo real y otorgar la victoria
a lo imposible. Esta triquiñuela -q u e, como todo lo que com­
pete a la m étis griega, hace que triunfe por astucia la causa
débil en detrimento de la causa fuerte- prefigura con gran pre­
cisión las dialécticas cristianas de la remisión de los pecados
y de la salvación. Ardid o redención, que en ambos casos hace
que sea el perdedor quien gane, que el último en llegar sea
quien entre primero, como los obreros de última hora en la
parábola.*
La noción común a cada una de estas gracias aparece primer©
en su sentido etimológico: en la idea de regalo, de gratuidad
(saldemos que el adjetivo '«gratuito» se deriva del latino gratia,
gracia). Todo eso, dicen los evangelistas, se os dará p o r a ñ a ­
didu ra. La gracia es un regalo-sorpresa: no hemos hecho nada
para conseguirla y nunca podemos concebir -n i siquiera es­
tando colmados por ella- un argumento sobre el que pudiera
fundarse cualquier remisión de pena. La definición paradó­
jica de la gracia consista, en suma, en borrar la pena a la vez
que mantiene íntegramente su materialidad; no consiste, por
tanto, en suprimirla, sino en hacer como si no existiese, en ex­
perimentar la pena como si no fuera nada. Todo se sabe ya,
pero a la vez todo deja de pesar. En esto la gracia -tanto la
del amor como cualquier otra gracia- es básicamente una as­
tucia, como dice Platón en el Banquete, parece que actúa siem­
pre de manera fraudulenta, no teniendo nunca los medios reales
para obtener el resultado que, sin embargo, llega a producir.
Proporciona un bien que sólo puede haber cogido a hurtadi­
llas, incapaz como es de decir dónde o cómo se apoderó de él.
Esta invocación de la gracia, ofrecida en primera instancia
como una posible clave de la paradoja que supone vivir de ma­
nera consciente (consciente de la muerte), parece sin embargo
que puede ser suplantada por una razón inferior, aunque más
creíble de entrada. No es que la noción de gracia carezca por
completo de fuerza o de verosimilitud; al contrario, es más creí­
ble que las demás razones, incluidas las filosóficas, con las cua­
les se pretendería explicar el apego a la vida. Estas últimas
siempre son dudosas: la fuerza y la verdad están aquí del lado

34 San M ateo 20, «Misterio d e la gracia-: los últimos serán los prim eros, y los
prim eros, últimos. (N. del T.)
de la desesperación; la debilidad y el error, del lado de la es­
peranza. Por eso el médico que condena a muerte es al cabo
más tranquilizador que el que da alguna esperanza al enfermo,
toda vez que éste está desahuciado. Llegado a este punto, es
mejor confiar sus intereses al primero, más lúcido, y apostar
para lo demás al milagro de la gracia. Así procede, en la se­
gunda de las P rovinciales d a Pascal, el viajero herido de muerte
en el camino, quien despide a sus médicos, demasiado opti­
mistas, y se entrega a la muerte, sin perjuicio de que se viera
agraciado en el último momento por algún auxilio sobrenatu­
ral: «Le pidió a Dios las fuerzas que confesaba no tener; reci­
bió misericordia y, con su ayuda, llegó afortunadamente hasta
su casa».
Hay, sin embargo, un pensamiento que se puede sustituir s¡&
daño, y con beneficio, a la noción de gracia, que cumple una
función similar sin tener que dar pruebas de una fidelidad sos­
pechosa hacia,una intervención exterior y milagrosa. O, más
bien, un sentimiento que resume toda la fuerza de la gracia
sin que por ello haya que preguntar por una incierta instancia
sobrenatural. Este sentimiento, de experiencia ordinaria, pero
no menos misteriosa que la que los teólogos entienden por la
gracia, lo llamaremos alegría.
Entendemos por alegría, sólo y estrictamente, e l a m o r a lo
r e a l es decir, ni el amor a la vida, ni el amor a una persona,
ni el amor a sí mismo, ni el amor a Dios, suponiendo que exis­
tiera -am ores todos ellos que el amor a lo real implica pero a
los que no se limita y. .sobre todo, que no lo condicionan de
ningún modo-. Con relación al amor a lo real, semejantes afec­
tos son circunstancíales, esto es. su ausencia no podría en nin­
gún caso cuestionarlo. Si la vida desfallece en su propio
cuerpo, si en el horizonte ya no hay ninguna persona amada,
si Dios no existe, como tampoco, fundado sobre él, un prin­
cipio de razón suficiente llamado a dar cuenta de toda reali­
dad, eso a la alegría, si hay alegría, le tiene sin cuidado. Como
dice Pascal o, si .se quiere, el hombre de la gracia: «Tengo mis
nieblas y mi buen tiempo dentro de mí; el éxito y hasta el fra­
caso de mis asuntos tienen poco que hacer ah k Así también
la Alegría de la que habla Spinoza, amor sin complemento de
objeto, a diferencia del amor propiamente dicho, que es en
lo que radica 4a Alegría acompañada por la idea de una causa
exterior-, dependiendo éste por tanto de la alegría, y no vice­
versa.
Algunas breves observaciones, para concluir y esbozar la im­
posible descripción filosófica de la alegría:

-La alegría, o el amor a lo real, si bien es indiferente a cual­


quier objeto particular, está ligada sin embargo a un objeto con­
creto que, por lo demás, engloba todos los objetos existentes
y todos los objetos posibles: el hecho ontológico, el hecho de
que exista lo real, de que haya algo antes que nada, Pero no
está atada a ningún otro objeto. No se confunde, por ejemplo,
con el amor a la vida. La vida no es más que un aspecto de lo
reai: una variedad de la muerte, tom o dice Nietzsche, una va­
riedad muy rara, sin duda, pero ello no basta para erigirla en
el objeto privilegiado del amor. Cierto que el amor a lo real im­
plica el amor a la vida, pero no lo contrario: el amor a la vida,
por él mismo, es un sentimiento inválido, vulnerable, por estar
vinculado a la excepción. La alegría ama la vida porque ama
lo real, no lo real porque ame la vida.

-La alegría es, en todos los casos, un sentimiento poco con-


fesable: un sentimiento irracional cuyo contenido no puede re­
velarse a nadie por ignorarlo uno mismo. No hay ninguna razón
convincente que pueda destacar la ventaja en el hecho de que
exista el ser más bien que nada; ni siquiera el principio de lo
mejor, enunciado por Leibniz, que subordina sus razones a una
ventaja en el hecho de existir, al igual que Spinoza, a una ven­
taja en potencia de actuar, pero no se pregunta por las venta­
jas de esta misma ventaja. Por ese motivo la alegría, y el amor
a la vida que aquélla implica, es siempre un sentimiento más
o menos secreto: felicidad de la que jamás se hará partícipe a
nadie, puesto que uno mismo no está en condiciones de re­
presentársela. Si existe un misterio, es decir, algo cuya exis­
tencia se conoce, pero también, según la etimología, ante la
cual uno se queda miope porque ella misma permanece her­
mética, sustraída así a toda posibilidad de divulgación, ese mis­
terio es, sin duda, la naturaleza de su propia alegría, la forma
que tiene -diferente quizá de cualquier otra, esto es. idiota-
de prendarse de la realidad: lo único, por lo que a ella respecta,
absolutamente imposible de traducir y divulgar.

-Kl problema de la muerte y de la insignificancia, dejado


sin resolver tanto en el caso de las astucias mediocres, que con­
sisten en -negarlas o en diferirlas (neurosis negras o blancas),
como en el de las astucias superiores, por ejemplo, la astucia
griega o la redención cristiana —que, apostando siempre a cie­
gas en favor de la vida y en contra de la muerte, es decir, sin
dar ninguna opción a otras opciones, consiguen milagrosa­
mente que gane la pobreza a costa de la riqueza-, es en cam­
bio asumido, y sin daño alguno, por la alegría, dado que el
amor a lo real es independiente de la muerte de lo real. Lo real
no es lo que se conserva * sino lo que está presente en cada
momento, la ofrenda del ser sobre el fondo del eventual no
ser, que sólo tiene valor en el momento en que es, no en tanto
que ha sido o podría ser en el futuro. También la desapari­
ción de las manifestaciones de lo real, por muy bellas o emi­
nentes que sean, es al final indiferente, pues no afecta a la
realidad misma, fundamento de todo valor y de toda belleza.
Las esculturas de Fidias, por ejemplo, manifiestan un inusual
e incomparable éxtasis ante lo real. Algún día se harán añi­
cos, pero no la realidad que festejaban. Ésta es la realidad
que cuenta, al decir mismo de la obra que la manifiesta, infi­
nitamente más que los homenajes que se le rinden. Apartarle
de lo que festeja para preguntarse angustiosamente por su pro­
pia obra-testigo es, en suma, desconocer la principal función
del arte. Así es com o se toma el efecto por la causa, y reci­
procamente. Por eso, lo que Epicuro dice sobre la muerte, que
no nos concierne en ningún caso («Si aún estoy vivo, aún no
conozco la muerte; si estoy muerto, tampoco la cono?.co; luego
nunca estoy confrontado a la muerte»), no es un juego de pa­
labras brillante y fácil, sino que oculta una verdad profunda:
que la muerte no tiene relación con lo real, no pudiendo por
consiguiente arrojar sombras sobre la alegría en tanto que ésto
se define como amor a lo real. La muerte no afecta a lo reai:
sólo tiene incidencia sobre sus signos, sus testimonios, sus hue­
llas, sus «obras*. Si se establece que lo que importa en la obra
no es ella misma, sino lo que cuenta, al mismo tiempo se es­
tablece que su desaparición no tiene gran importancia desde
el momento en que le sobrevive lo esencial de lo que había
logrado decir mejor que nadie. Fidias, Shakespeare, Mozart de­
saparecerán, pero no aquello de lo que nos hablan sin cesar
Fidias, Shakespeare y Mozart: la ofrenda de lo real, el don
siempre renovado de la presencia.
Observemos, en fin, que la alegría -com o la del borracho, del
enamorado, del artista, del filósofo- implica una videncia: no
sólo un amor, sino también un sentimiento de lo reai. En la ale­
gría, lo real se presenta tal como es, idiota, sin los colores de
la significación, sin impresión de lejanía. Presencia de lo real
a la que ninguna mirada, salvo la alegre, es capaz de acercarse
tanto. De suerte que la alegría no es sólo un modo de recon­
ciliación con la muerte y la insignificancia; también es un medio
de conocimiento, una vía segura de acceso a lo real.
1. La escritura grandilocuente

En cierto D iccion ario d e la con versación y la lectu ra , obra de


•>una sociedad de sabios y de gente de letras»,1 en el artículo
«gazmoño» pueden leerse las siguientes líneas:

G azm oño - De todos los hipócritas, el gazmoño es el más


vil y el más peligroso. la máscara con la que habitualmente
disfraza su alma rastrera es la de la devoción, porque casi
siempre es el medio más seguro para que le abran las puer­
tas a las que llama. Pero no sólo en las sacristías se en­
cuentra uno a los gazmoños ( ...) Todo gazmoño hace
dejadez de su dignidad y su conciencia ( ...) El gazmoño es
implacable en sus odios y en sus venganzas ( ...) El gaz­
moño deja por donde pasa el rastro de su baba asquerosa.

El «gazmoño* que se describe aquí -y que no parece que sea


el insecto negro, huésped familiar que corre por el suelo, ni el
spleen de Baudelaire-2 es una suerte de puro objeto lingüís­
tico que no cobra existencia más que a partir de la sola gracia
del lenguaje. Existe, sin duda, puesto que se habla de él; pero

1 París. Firmin-Didot frcrcs, 1872.


- Cafará , adem ás de «gazmoño» o «falso devoto-, tiene otras acepciones; hi­
pócrita, chivalo. acu sica, cu ca ra ch a y, tam bién, d esán im o, m elancolía, tris­
teza. (N. del T. )
sólo existe en tanto que .se habla de él. Suprimid la palabra y,
al mismo tiempo, suprimiréis la cosa: si semejantes «gazmo­
ños'» desapareciesen del diccionario, desaparecerían al mismo
tiempo de la superficie de la tierra. Son cosas, si se quiere,
que sólo existen en estado de palabras. Y ésa, se advertirá rá­
pido en honor a los espíritus suspicaces, no es la suerte de todas
las cosas designadas por el lenguaje: por ejemplo, y para ate­
nernos a la sola palabra de «cafará», tomada en el sentido de
insecto, se puede muy bien decidir que esta palabra deje de fi­
gurar en el diccionario, que no por ello saldrá pitando. Es po­
sible que la palabra haya muerto, pero la cosa sigue corriendo.
Así, hay palabras que remiten, mejor o peor, a cierta realidad;
y otras que prescinden, llegado el caso, de toda referencia a
cualquier realidad. Ahora bien, a veces se produce un lenguaje
constituido por completo, o principalmente, por estas palabras,
extrañas o indiferentes a lo real. Un lenguaje semejante puede
definirse como lenguaje g ran d ilocu en te.
La grandilocuencia es sobre todo una especie de accidente
del lenguaje, un deslizamiento, un patinazo cuyo efecto radica
en traducir lo real con palabras que han perdido visiblemente
toda relación con él: un lenguaje fallido, más o menos en el
sentido en el que los psicoanalistas, cuando evocan los lapsus
o ciertos defectos de la memoria, hablan de actos fallidos -u n
lenguaje fallido en el sentido de que echa a perder lo real-.
Como tal, el lenguaje grandilocuente apenas merece, es cierto,
que se le preste una atención o un interés particulares.
Pero la grandilocuencia no es un accidente del lenguaje sólo
en el sentido ordinario del término «accidente». No es un su­
ceso accidental que resalte sobre el montón de casos norma­
les. La verdad es más bien lo contrario: este accidente del
lenguaje -q u e consiste en dejar escapar lo real- es el caso ge­
neral, mientras que la fortuna del lenguaje, que consistiría en
evocar lo real, representa la excepción. Es conocida la frase
de Reverdy: -El hombre es mal conductor de la realidad.» La ap­
titud, específicamente humana, para suplantar lo real por el len­
guaje está en el origen de esta mala conducción, de este mal
contacto entre el hombre y las cosas, mal contacto del que la
grandilocuencia no es, a fin de cuentas, más que un síntoma
característico. Hablar de lo real es perderlo: ésa es la ley gene­
ral, de la que puede invocarse como caso particular el principio
de Lacan (hablar del deseo es reprimirlo). Hablar es, de manera
inevitable, flanquear la realidad. Así, la grandilocuencia resulta
ser una regla que la sobriedad, el acierto de la escritura o de la
expresión -q u e son la exacta medida del genio- no pueden, en
el mejor caso, más que conculcar de modo parcial.
La grandilocuencia, en el sentido más usual del término, de­
signa en primer lugar, sin duda, un lenguaje volcado de modo
m an ifiesto hacia el exceso y la hinchazón. Sin embargo, en la
medida en que el exceso verbal es la marca de un exceso más
general, la grandilocuencia sigue siendo digna de interés in­
cluso en ese sentido limitado y convencional que consiste en
ofrecer al lenguaje la posibilidad permanente de 'di-vagar-, es
decir, de errar a la buena ventura (d iv a g a n ) por haber per­
dido sus puntos de sujeción, de anclaje en lo real. En este sen­
tido, la grandilocuencia es la caricatura de un defecto rrtsK
profundo y más significativo, del que no es más que la super­
ficie emergente y visible. Considerándola de este modo, no
como un paso en falso aislado, sino como síntoma de una di­
vagación esencial, sí merece que se le preste atención.

A la grandilocuencia, en general y con bastante razón, se


la considera una forma de exagerar, un modo de decir más de
lo que sería conveniente a la hora de describir una situación,
un sentimiento, un objeto cualesquiera. Además, el origen
latino de la palabra lo permite: et «grandi-locuente* sólo tiene
grandes palabras en la boca, presenta com o muy grande y
muy importante algo que, considerado con más calma, habría
de aparecer en seguida bajo los auspicios de lo anodino y de
lo pequeño. Técnica de la hinchazón, pues, de lo ampuloso,
del exceso: inflando desmesuradamente el -volumen- de lo
que se habla, la grandilocuencia transforma lo pequeño en
grande y lo insignificante en significante, lo que autoriza por
añadidura que el hombre le forje un destino y le atribuya una
importancia.
No cabe duda de que la grandilocuencia se presenta en un
primer momento como esta hinchazón, es decir, como un a u ­
m ento, a la vez cuantitativo y cualitativo, del objeto del que
habla. Aumento cuantitativo, por lo que se refiere al contenido:
el objeto del que habla la grandilocuencia se vuelve de pronto
enorme, como la rana de la fábula o, incluso, como la ciudad
de Béziers, promovida a «capital del mundo» por las diligen­
cias de la oficina de turismo local, si creemos en los paneles de
carretera que no hace mucho daban la bienvenida al automo­
vilista al acercarse a la ciudad. Aumento cualitativo, por otro
lado: el contenido desmesuradamente engordado se expresa
de un modo exagerado él mismo. No basta, por ejemplo, con
decidir que Béziers sea la capital del mundo; es necesario to­
davía pregonar esta verdad por las paredes de la ciudad y los
paneles de las afueras para que nadie lo ignore. G ran diloqu u s,
término forjado por Cicerón, según parece, designa la asocia­
ción de ia palabra (loqu i) y de la enormidad (gran áis). Ten­
dremos que volver sobre esta asociación para preguntarnos si
no existe un vínculo orgánico que enlace necesariamente el
ejercicio de la palabra al de la desmesura. Por el momento,
señalemos tan sólo que la grandilocuencia significa que se dicen
cosas enormes, y de manera enorme, como en las primeras lí­
neas de las C onfesiones de Jean-Jacques Rousseau, por retomar
un ejemplo clásico e ilustre:
C on cibo u n a em presa q u e ja m á s tuvo p a r a n g ó n y cu ya eje­
cu ció n n o ten drá im ita d o r en absolu to. Q u iero m ostrar a
mis sem ejan tes un h o m b re en to d a la extensión d e la p a la ­
bra. y es e h o m b re seré y o ( ...) Q ue la trom p eta d el ju ic io
f i n a l su en e cu a n d o q u ier a , q u e y o iré, con ese libro en las
m an os, a p re s e n ta r m e d e la n te d el j u e z su p rem o. Diré en
voz alta: A q u í está lo q u e h e h e ch o , lo q u e h e p en sa d o, lo
q u e fu i.

Hay poco que decir sobre el fondo o el sentido de lo que se


anuncia en estas líneas: está claro que Rousseau declara en ellas
su intención de escribir sus Memorias y ve en ese proyecto un
acontecimiento de un alcance inmenso. Hay aquí una despro­
porción inicial: entre la importancia diríase que «objetiva» del
hecho referido y la importancia que le concede Rousseau, la
cual no se sabe si hay que calificarla de «importancia vivida» o
de «importancia escrita», de tan unidos como están aquí el sen­
timiento y la escritura, y de tanto como se condicionan mu­
tuamente, se -entusiasman» reciprocamente (como en toda la
retórica que hace honor al siglo xvni, de Montesquieu a Sade).
Hay también una segunda desproporción, que no se refiere a
un error en la valoración del acontecimiento considerado, sino
a un desacuerdo entre la cosa y el tono con el que se habla
de ella: el sello de la grandilocuencia recae entonces en el es­
tilo antes que en el contenido. En el ejemplo citado, una reLó-
rica judicial viene a alterar desde sus primeras palabras el
mensaje intimista: en lugar de las confidencias que esperába­
mos, se nos ofrece las figuras oratorias de la ejemplaridad («No
hay dos como yo»), de la prueba por la evidencia («Miren us­
tedes, yo no oculto nada»), del recurso a los testigos («Dios se
hace cargo»). Estas son frases propias de abogado, o mejor, de
fiscal empeñado en obtener la cabera del acusado y que no
mira ni por la elección ni por el decoro de los medios. Rasta
con que invirtamos los signos: «He aquí un crimen que jamás
tuvo parangón y cuya ejecución, eso espero, no tendrá imita­
dor. Quiero mostrar a sus señorías un monstruo en toda la ex­
tensión de la palabra, y ese monstruo es este acusado... Que
la trompeta del juicio suene cuando quiera, que yo iré, con
mi inculpación en la mano, a presentarme delante del juez su­
premo. Diré en voz alta: Sí, he hecho condenar a muerte a
este hombre, y he aquí mis razones-.
La hinchazón del contenido puede expresarse, por tanto,
com o en este célebre texto de Rousseau, medíante una es­
critura ella misma exagerada. Se produce entonces una infla­
ción tanto del objeto de que se habla como de la manera en
que se habla de él. Por ejemplo, Rousseau, de un lado, trans­
forma el hecho de escribir sus Memorias en un acon teci­
miento único y prodigioso (inflación del contenido); de otro
lado, celebra este prodigio con la ayuda de una retórica pom­
posa heredada del arte oratoria y judicial (inflación de la ex ­
presión). Pero a menudo sucede también que la hinchazón
del contenido no se reproduce en el estilo y se expresa, por
el contrario, en un lenguaje sobrio y moderado. En este úl­
timo caso, el efecto grandilocuente, lejos de ser atenuado por
la simplicidad del estilo, se encuentra más bien reforzado por­
que la mesura del tono hace todavía más notoria la desme­
sura de la intención. Acabamos de ver cóm o Rousseau daba
cuenta del hecho: «Voy a escribir mis Memorias». Veamos
ahora cóm o un escritor contem poráneo, Ju lien Green, da
cuenta de otro hecho: «Me aburro en familia, voy a darme
un paseo». Se trata de un pasaje de Ju v e n tu d 3 en el que el na­
rrador relata los acontecim ientos que le marcaron muy es­
pecialmente a los veinticuatro años:

J Plon, 1974, p. 127-8.

114
En m a rz o d e este a ñ o 1923, tuvo lu g ar u n a v elad a extra­
ñ a m en te m em o ra b le ( ...) E stábam os todos sen ta d os a lr e ­
d ed o r d e la m esa d el com edor, salvo Anne, qu e h a b ía salido.
A ca b áb a m o s d e qu itar la mesa, y m i p a d r e ju g a b a a las c a r ­
tas con Lucy m ientras q u e Mary> h a c ía un solitario. La h a ­
bita ció n esta b a c a ld e a d a y tranquila, y y o sólo o ía el ligero
ru ido d e las cartas en ju eg o. A veces, M ary h a c ía q u e me so­
b resaltara cu a n d o tosía. (...)
De p r o n to . .. Tuve la sen sa ció n d e ser u n a p erso n a qu e no
c o n o c ía y q u e se m e a c a b a b a d e co n c ed er u n a en ergía re­
pen tin a. M e levanté com o p a r a g u a r d a r mi libro y, con u n a
voz q u e tod av ía creo esta r oyendo, d ije sim plem ente: «Voy a
salir-.

Aquí el efccto de grandilocuencia se advierte primero por


un efecto cóm ico que ilustra la imagen clásica de la espera
frustrada. Lo cóm ico nace aquí del contraste entre el anuncio
de una importante confidencia y la pobreza final de la con­
fesión, que .sigue las pautas de la mayor parte de las defini­
ciones de lo cóm ico, tales com o la propuesta por Kant: 4 jl
risa es una afecctóa que resulta de la anulación brusca de una
espera que ha sido inducida en un alto grado».* Se anuncia
una acción extraordinaria («una velada extrañamente memo­
rable»), ante la cual su héroe tiembla de antemano («Mary hacía
que me sobresaltara cuando tosía»), que requerirá para cum­
plirse un valor inaudito («se me acababa de conceder una ener­
gía repentina»), así com o los recursos de la audacia («me
levanté com o para guardar mi libro»), cuyo cumplimiento, en
fin, quedará para siempre en la memoria («una voz que toda­
vía creo estar oyendo»). ¿De qué grave acontecimiento se trata,

" Critique de la faculté d ejuger. § 54. [Hay erad, esp.: Crítica del juicio, E s­
pasa Calpe. Madrid, 1977. Versión d e Manuel G. M orenrc.l
pues? De la pretcnsión confesada de dar un paseo: Julien
Green experimenta el deseo de tomar el aire —Voy a salir—.
Lo anodino por excelencia se engalana de ese modo con el
prestigio de la hazaña, exigiendo como debe ser un informe
meticuloso y exhaustivo (la fecha, la hora, el lugar, la ubica­
ción de los testigos, la alusión incluso a los ausentes que por
norma general hubieran debido asistir a la escena, pero que
aquella noche precisamente se encontraban fuera: «Anne había
salido-)- Aquí la grandilocuencia concierne al fondo del asunto
más que a la forma del relato. Reside en la importancia con­
cedida al hecho, no en la forma en que se cuenta. Y es que la
narración misma -una vez admitido, desde luego, el dato ini­
cial de la importancia del h ech o- está escrita, en suma, de un
modo bastante sobrio. Resulta inútil precisar que esta ‘•sobrie­
dad» no es una disminución de la grandilocuencia, sino más
bien su colmo, que esta presentación sobria de lo anodino es
aún más grandilocuente de lo que hubiera podido ser su pre­
sentación ampulosa. Se prescinde aquí de la pomposidad ex­
presiva porque se sabe, en el fuero interno, que no es necesaria
cuando «los hechos hablan por sí mismos» y lo que se cuenta
es suficientemente elocuente como para prescindir del realce
de la elocuencia. ¿Por que levantar la voz si lo que se cuenta
es interesante por sí mismo? Lo que es importante por sí no
tiene necesidad de ser pregonado: seamos grandes, pero per­
manezcamos moderados. Por eso, Julien Green se toma la mo­
lestia de precisar que su proeza -e s decir, la emisión en voz
alta, pero probablemente también un poco ronca y temblorosa,
de estas tres palabras: «Voy a salir»- se realizó «simplemente».
Adverbio que resuena aquí de un modo aún más incongruente
que la expresión <en voz alta» con la que Rousseau quería in­
crepar a Dios Padre. Y es que, en fin. si el acto que consiste
en salir de la propia casa consLituye un acontecimiento lo bas­
tante extraordinario como para que merezca la pena precisar,
por lo demás, que ese acto ha sido realizado «simplemente»,
llega uno a preguntarse qué clase de acción en este mundo
no merecería, ella también, que se le pusiera esa extraña eti­
queta de simplicidad. No hay ninguna duda, según esa pers­
pectiva, de que uno estaría inducido a fumar un cigarrillo, a
lavarse los dientes, a ponerse los zapatos de una manera igual­
mente «simple», Además, puede cambiarse fácilmente la escena
relatada por Julien Green a la vez que se respeta el guión y la
progresión dramática: como el hecho relatado es básicamente
un hecho cualquiera, cualquier hecho es acertado. Éste, por
ejemplo: «En marzo de aquel año, tuvo lugar una velada ex ­
trañamente memorable. Yo estaba sediento y me encontraba
cerca de un pequeño bar. El interior del bar parecía que es­
taba caldeado y tranquilo. De pronto... tuve la sensación de ser
una persona a la que no conocía y a la que se le acababa de
conceder una energía repentina. Entré en el bar y, con una
voz que todavía creo estar oyendo, dije simplemente: “Póngame
una caña’1*.
A la vista de los dos ejemplos citados hasta aquí, uno se atre­
vería a caracterizar la grandilocuencia por un efecto de hin­
chazón, realizado tanto por la amplitud de lo que hay que decir
como por la amplitud del propio dicho. En ambos casos se
obtiene un crecimiento de la extensión a partir de un material
restringido, mediante una técnica similar a la del pastelero
cuando éste extiende sobre una amplia superficie una masa
en forma de bola. Pero es dudoso que esta técnica baste para
caracterizar todas las formas de grandilocuencia. La grandilo­
cuencia, que se adapta a la sobriedad -com o lo demuestra el
texto de Julien Green-, también se encuentra cómoda en la bre­
vedad y en la concisión. No hay nada más grandilocuente, por
ejemplo, que un eslogan, una tesis publicitaria o política resu­
mida en la más breve de las fórmulas. Se dirá que en tales casos,
la reducción de la fórmula está al servicio de una intensifica-
don de la expresión; sin duda, pero la grandilocuencia siem­
pre está presente cuando el contenido mismo de lo que se
quiere expresar está no inflado, sino, al contrario, minimizad©
y como miniaturizado. De modo que ei efecto grandilocuente
puede ser obtenido tanto por reducción como por ampliación:
si evoca el gesto del pastelero al extender la masa, también
evoca a veces el gesto por el que la convierte de nuevo en bola.
Sin duda, un cierto coeficiente de exageración, o más exacta­
mente de caricatura, sigue estando unido —de todos modos y
en todos los casos- a la grandilocuencia, Ahora bien, esta ca­
ricatura conduce a un efecto que es indistintamente de aumento
o de empequeñecimiento, ya que, al fin y al cabo, tan «exage­
rado- resulta -si queremos conservar esta palabra para desig­
nar la grandilocuencia- fabricar lo pequeño con lo grande como
10 grande con lo pequeño. El autor anónimo del T ratado d e lo
su blim e (escrito estilístico que data probablemente del siglo i o
11 después de Jesucristo), gran experto en grandilocuencia, toma
la precaución de distinguir entre lo que el entiende por buen
estilo y las técnicas de aumento, de amplificación (au xésis).
Éstas sólo conducen a una abundancia que puede rápido in­
clinarse hacia la disolución y, por tanto, hacia el debilitamiento
de la expresión, mientras que la auténtica grandeza del estilo
se caracteriza por una "rapidez- que cabe comparar a la -tromba»
o al «rayo».5 Así, el gran estilo, ya se lo considere como gran­
dilocuente o como «sublime», se encuentra tanto o más a gusto
en lo rápido y lo breve que en lo abundante y lo prolijo.
La brevedad grandilocuente aparece con toda claridad en la
lengua que está en el origen inmediato de la mayoría de las for­
mas modernas de grandilocuencia: el latín, La retórica latina
es aquí el modelo por excelencia. Recuperada con honor en

s Tratado de lo sublime, XI-XII. [Hay traci. esp.: Sobra lo sublime, Gredos, Ma­
drid, 1979. Versión J. García T.ópe?.]
la educación por los jesuítas en el siglo xvn, ella es la que ins­
pira varios siglos de grandilocuencia, sobre todo filosófica y po­
lítica. Y ello, según parece, con independencia de cualquier
contenido, ya que se presta indistintamente a todos los usos.
En Francia, por ejemplo, ha sido adoptada de manera suce­
siva por los 4'ilósofos» del siglo xvm, los oradores revoluciona­
rios, los ministros del Directorio y del Imperio, los de la
Restauración y los de la Monarquía de julio, los republicanos
de 1848 y de 1870, los políticos de la III y IV República (se
notará aquí una singularidad característica de la grandilocuen­
cia, que volveremos a encontrar más tarde, esto es, una cierta
indiferencia hacia cualquier contenido, un alejamiento sinto­
mático en relación al objeto mismo del que se está hablando:
en este caso, las palabras y las fórmulas se mantienen iguales
mientras que las cosas y las ideas han cambiado; la realidad
se agita a la vez que el lenguaje encargado de evocarla per­
manece inmóvil). Ahora bien, la lengua latina no es la lengua
de la disolución y de la hinchazón, sino más bien la de la con­
cisión y la sobriedad. Y, sin embargo, el latín es la lengua gran­
dilocuente, y eso en virtud de su concisión misma: condenada
a resumir, no puede dejar de caricaturizar, de encerrar la mul­
tiplicidad de lo real en fórmulas necesariamente sumarias, apro­
ximadas y convencionales. De ahí que resulte una separación
característica entre el discurso y la cosa de la que se habla, se­
paración que a veces se distingue por un cierto poder cómico
que Bergson explicaría por la superposición del automatismo
de una fórmula a la variante de una realidad viva: esta separa­
ción es más sensible en latín que en cualquier otra lengua di­
ferente sólo debido a la pobreza del vocabulario y a la concisión
de la sintaxis. Cierto que ninguna palabra en ninguna lengua
da cuenta de la realidad que señala, pero la separación nunca
es tan manifiesta como la que, en latín, disocia la palabra de
la cosa. No es este el lugar adecuado para entablar un pro­
ceso a los valores resultantes de la sintaxis latina y de la vida
romana (proceso de todos modos inoportuno en una lengua,
la francesa, que le debe casi todo al latín). Sólo se trata de mos­
trar el vínculo que une, en esta circunstancia, la grandilo­
cuencia a la concisión. Un adjetivo, que caracteriza bien la
lengua latina, basta para expresar ese vínculo; m on u m en tal.
La lengua latina es «monumental» porque es breve: la aptitud
para limitarse a pocas palabras coincide con la aptitud para gra­
barse en la piedra de los monumentos (la palabra « lapidario*,
como se sabe, resume esta doble aptitud). Lo que es breve es
monumental, y lo que es monumental es grandilocuente. Puede
concluirse legítimamente que lo que es breve es grandilocuente,
o por lo menos se arriesga a serlo.
Por supuesto, hay que distinguir aquí esta concisión grandi­
locuente de otras formas, no grandilocuentes, de brevedad. Se
puede ser breve sin caer en el efecto de brevedad caracterís­
tico de cierta grandilocuencia: en la medida en que se es breve
sin afectación, es decir, sin sugerir al mismo tiempo que uno se
mantiene lacónico de manera deliberada para hacer sentir a los
demás cuánto podría decir todavía sobre tal o cual cosa. La bre­
vedad afectada conduce al resultado inverso al de la breve­
dad sin más: ésta constituye el arte del secreto-, aquélla, el arte
de la litote, arte necesaria y esencialmente grandilocuente, como
muestra el diccionario («forma de retórica que consiste en dar
a entender lo máximo diciendo lo mínimo»). La litote es, si se
quiere, la caricatura del secreto, o incluso su fracaso, ya que
el objeto que se pretende ocultar está ahí, no disimulado ni dis­
minuido, sino al contrario, ofrecido en bandeja de plata y ex­
puesto, una vez engordado desmesuradamente, al espectáculo
universal. Así es como en La bella E lena, de Offenbach, el rey
Agamenón, después de haberse presentado en escena como
«simplemente» lo más del mundo, es decir, al darse a conocer
con alguna parsimonia, considera apropiado añadir:
Y sólo este n o m b re m e dispen sa
D e d e c ir n a d a m ás so b re él.

Inmediatamente después, el monarca, cuya litote precedente


y bastante pesada no es suficiente para apaciguar ia angustia
de que no se le reconozca su importancia, se empeña en pun­
tualizar las cosas por última vez:

Dije bastan te so b re eso, pienso,


Al d e c ir m i n om bre.

Esta doble litote -q u e se adorna todavía con una tercera re­


dundancia: la concesión afectada de un «pienso» para llamar
la atención sobre su grandeza- señala al héroe bufón, mientras
que el secreto es la marca del auténtico héroe, en el sentido
en el que lo entiende Baltasar Gradan, que ve en la disposi­
ción hacia el secreto la cualidad primordial de El H éroe (cuyo
primer primor consiste en «hacer impenetrable su capacidad»6
y el segundo en «disimular sus voluntades»7), y también de El
Discreto («Entre los hombres cuyo corazón es pequeño, no hay
sitio para el secreto»).
La concisión latina, por su parte, procede casi siempre de
la grandilocuencia, ya que entronca más bien con la litote y
sus supuestos que con la brevedad y su secreto. Demasiado
rico en resonancias y connotaciones implícitas, el latín dice
más en tres palabras que lo que pudiera decir en diez o veinte:
su concisión, lejos de depurar el objeto del que habla, lo mez­
cla por el contrario en el halo de las cosas que no se dicen,
pero que se supone que están en la conciencia del lector o
del oyente, como si cada palabra eliminada se manifestara no

° -Q ue el h éroe practique incomprensibilidades de caudal." (TV. del T )


7 «Cifrar !a voluntad.» (N. del T.)
por una disminución, sino más bien por un incremento de sen­
tido, por una invasión de significación anárquica y confusa.
La mayoría de los escritores latinos se inclinan así a la grandi­
locuencia por la brevedad misma de su lengua. Y puede que
el más conciso de los latinos, aquél de quien es fácil que ad­
miremos el rasgo incisivo y el arte de decir mucho con pocas
palabras, sea también el más grandilocuente de los escritores.
La grandilocuencia prolija de Cicerón, por ejemplo, al final pa­
rece más sobria que la de Tácito, toda ella concisa, quien posee
más que ningún oLro el arte de la red u cción gran dilocu en te, es
decir, el arte de decir mucho, demasiado incluso, mediante el
ejercicio de una escritura contenida y condensada.
De entrada se puede definir el estilo de Tácito por el patro­
nímico mismo del escritor, tacitus: el que se calla, el que dice
poco. En efecto, Tácito no se pierde en las grandes palabras,
ni procede tampoco a una amplificación, un aumento de los
hechos que relata. Su técnica, muy al contrario, es la de la re­
ducción, casi podríamos decir de la evaporación (como en el
arte culinario, en el que ciertas salsas se obtienen al -reducirse»,
por lenta evaporación del agua durante la cocción a fuego
lento): sólo retiene de la historia -esto es, de los historiadores
a los que com pila- ciertos hechos, elegidos no con arreglo a
lo que hoy llamaríamos su importancia o significación histórica,
sino en la medida en que se prestan a la composición de «cua­
dros». La historia romana se reduce así a una sucesión de «es­
cenas», que produciría además una sucesión de cuadros en una
exposición de pintura-. G erm á n ico visitando u n ca m p o d e b a ­
talla, G alba d eg o lla d o p o r la g u a r d ia p r eto r ia n a , N erón p r e n ­
d á n d o se d e P opea, etcétera.
Esta representación de la hisLoria, necesariamente académica
y sumaria, es relevante por la riqueza de sobrentendidos, es
decir, si se cree a la mayor parte de los estudiosos de Tácito,
por una profunda penetración psicológica, un arte en adivinar
los deseos y sentimientos humanos más secretos. Esta sagaci­
dad psicológica se ejerce sobre todo en el análisis del aconte­
cimiento que llama más la atención de Tácito: el homicidio, el
asesinato político o pasional. De hecho, la narración del ho­
micidio viene acompañada, generalmente, por dos curiosas ob­
servaciones de orden psicológico. Primera observación: el vicio,
la corrupción, el mal, que condujeron al homicidio, están atrai­
ga dos d esd e siem p re en el alma del asesino. Según una distin­
ción fundamental de Aristóteles, no responden al a c c id en te,
sino a la esencia. Cuando se produce cualquier asesinato, Tá­
cito también se cuida de advertir que este crimen, aunque se
haya cometido tal día y a tai hora, no por eso era menos de­
seado ni estaba menos previsto desde hacía mucho tiempo,
como si el instante del crimen debiese repercutir sobre todos
los instantes de la vida pasada.8 A.sí, los momentos criminales
sólo son pvintos sobre la curva de una vida considerada como
viciosa de principio a fin: P oints on tbe curve to jin d , por tomar
el título de una reciente composición de Luciano Berio. El gesto
espontáneo, el acto irreflexivo no existen en el mundo de Tá­
cito; allí todo es previsible y todo está premeditado en fun­
ción de una especie de fatalidad criminal que el pintor sólo
tiene que acoger tal cual para fijarla, aquí y allá, en el detalle
de sus cuadros.
Ésta es, com o se sabe, la técnica utilizada -desd e entonces
y hasta h o y - por los procuradores de todas las justicias del
mundo. Se trata de mostrar que el presunto culpable no ha
actuado «por accidente», sino por necesidad, por naturaleza
-p r a e te r a n im u m a d fla g it ia p raecipitem , a causa de una dis­
posición de ánimo naturalmente dispuesta hacia el crim en- '

'‘ Po r ejem plo. Anuales, XII. 66: XIV, 1; XVI, 21. [Hay trad. e.sp.: Anales, C re­
dos, Madrid. 1979. Versión d e j ó s e L. Mondejo.]
g Annales, XVI, 21.
El crimen no es un acto aislado, cometido de manera espon­
tánea e irreflexiva, bajo los efectos del alcohol. de la pasión
o de la locura (móviles todos ellos que hay que rechazar, de­
trás de los cuales la Justicia ve con inquietud perfilarse el es­
pectro de las «circunstancias atenuantes»). No es más que un
momento intenso, una hora acuciante, en una vida dedicada
por entero al crimen. El culpable e.s culpable desde siempre,
malo por naturaleza. Cuando el criminal jugaba al dominó, be­
saba a su mujer, leía el periódico, ya era criminal: jugaba por
vicio, besaba de un modo perverso, leía con rencor. ¿Quién ha­
blaría aún de circunstancias atenuantes? No hay circunstancias
atenuantes porque no hay «circunstancias» en absoluto. El cri­
men no podría ser circunstancial, al ser expresión de una na­
turaleza, de una esencia. Courteline evoca con bastante
precisión, en Un cliente serio, esta distinción de fiscal entre el
accidente y la esencia, entre las circunstancias, en el fondo
ajenas al asunto, y la mala naturaleza, esencial para el crimen:
el sustituto Barbemolle, encargado de la acusación contra La-
goupille, inculpado por acaparar los periódicos en la cafetería
Pie q u e se m uevey hace observar al tribunal que el acusado es
«lamparero de profesión», pero «borracho por carácter».
En cuanto al asesinato mismo -y ésta es la segunda anota­
ción característica de Tácito cuando relata un homicidio-, ge­
neralmente viene acompañado de excitación, de agitación, como
si el asesino, después de haber gozado por adelantado con el
crimen durante tanto tiempo, ya no estuviera, una vez llegada
la hora del crimen, en condiciones de contenerse. Diríase que
se retuvo durante algunas horas -com o si se tratara de una ne­
cesidad natural y urgente- y, de repente, ya no pudo más: hay
que acelerar cueste lo que cueste, no se soporta ya ningún re­
traso, más tarde nada podría ir su ficientem en te rápido,lu La con-

Por ejem plo, Armales, XII, 37; XIII, 15; XIV, 64.
secuencia habitual de esta impaciencia es que el homicida aban­
dona en el último momento los pretextos o falsas apariencias
que había estado utilizando hasta entonces para disimular su
crimen. Apremiado por el tiempo, arroja su máscara. Es prefe­
rible aparecer ante los demás como el Homicida, el Asesino,
el Malo, que soportar a la víctima un segundo más. Por lo
demás, esto es como el último acto y la firma de la perversi­
dad, según Tácito: cuando desaparece todo «pudor», cuando
el perverso confiesa que asesina por capricho y que le gusta
ser malo. No mato ni por justicia ni por venganza, ni en inte­
rés del Imperio, ni siquiera en mi propio interés. Mato porque
soy un canalla, y quiero que todos lo sepan. La caricatura de
Courteline, en Un cliente s e ñ o , contiene también ese segundo
rasgo de la psicología criminal según Tácito. Hostigando al acu­
sado, el sustituto termina por exclamar: «¡Todavía, si la con­
ciencia de las infamias de las que está harto le gritase que fuese
a ocultarlas, com o se oculta una llaga maloliente, en las ti­
nieblas de un tugurio!... ( ...) ¡Pues no! ¡Llevando con orgullo
la vergüenza de ser abyecto, pretende alardear de su vicio a la
vista de la gente honrada!»
El efecto de hinchazón que afecta tanto a los cuadros de Tá­
cito como a las palabras del sustituto Barbemolle apunta a un
mismo fenóm eno de «reducción», que hay que entender en
un doble sentido. En primer lugar, ya se ha visto, el cuadro rea­
lizado no se obtiene con la ayuda de un derroche de colores,
sino más bien gracias a dos o tres colores escogidos: hay re­
ducción en la medida en que hay «disminución» de una reali­
dad, infinitamente variada y compleja, en beneficio de una
imagen elemental. Esta reducción del modelo a una imagen no
basta, sin embargo, para explicar su efecto grandilocuente. De
hecho, uno puede imaginar fácilmente una reducción que no im­
plique ninguna caricatura del objeto que se ha reducido: una
reproducción en miniatura del A uriga del Museo de Delfos, por
ejemplo, puede considerarse errónea, de mal gusto, sin que por
ello parezca una caricatura o algo grandilocuente. Por tanto, el
paso del modelo a su imagen reducida sólo conduce a la gran­
dilocuencia en ciertos casos. Cuando a la reducción, en el pri­
mer sentido del termino (disminución, alteración), se le añade
una segunda forma de reducción, más radical, cuya naturaleza
queda sugerida por el empleo del término en su acepción mili­
tar -cuando se dice que el enemigo ha sido «reducido’— o, in­
cluso, por el empleo de un verbo de significado muy similar,
acortar -caíando se dice, en su acepción penal, que un conde­
nado ha sido •‘guillotinado», o sea, decapitado, matado—. Redu­
cá" significa, en primer lugar, disminuir, pero también suprimir,
en tanto que lo que se disminuye ha sido disminuido hasta el
punto de no existir ya, como el enemigo en retirada o el con­
denado en el cadalso. Lo propio de la reducción grandilocuente
consiste en reducir en los dos sentidos del término: en dismi­
nuir y en suprimir. El paso del modelo a su miniaturización im­
plica en este caso un hurto del modelo, que desaparece en
beneficio de .su representación. Así, el Nerón del que habla Tá­
cito ya no tiene relación ninguna con el Nerón de la historia, tal
y como, en Courteline, el acusado Lagoupille. en la medida en
que no es de carne y hueso, no tiene ninguna relación con el
pillo de quien habla el sustituto Barbemolle. Lo que es decisivo
aquí es la relación entre la imagen propuesta y el modelo, o más
exactamente, el hecho de saber si la imagen conserva o no al­
guna referencia a una realidad exterior. En el caso de la minia-
turización simple, siempre hay referencia a esa realidad exterior:
si contemplo la reproducción del Auriga de Delfos, veo sin duda
que hay poca o ninguna relación entre la figurilla y su modelo,
pero también veo que allí se hace referencia a una estatua si­
tuada en el Museo de Delfós, que puedo ir a ver directamente.
En el caso de la reducción grandilocuente, sucede de otra ma­
nera: la imagen propuesta no remite a un objeto exterior, sino
que lo consume por completo. El Nerón de Tácito quiere ser tam­
bién el Nerón de la historia, el Lagoupille pintado por Barbe -
molle pretende identificarse con el auténtico Lagoupille: no hay
que buscar la realidad fuera de las imágenes que se nos propone
de ella. Sin duda, sería erróneo describir la grandilocuencia como
la transformación de lo real en imágenes, pues se puede muy
bien concebir lo real mismo como un tejido de imágenes. Cierto
que la grandilocuencia transforma lo real en imágenes, pero en
imágenes sum arias, es decir, en resúmenes, en imágenes fijas
que falsean y ocultan el ámbito de influencia y la variedad de las
imágenes de lo real (se observará que el adjetivo -sumario», apli­
cado a la valoración de lo real, sugiere a la vez brevedad y con­
fusión). Debido a este peligro inherente al sumario, las técnicas
del resumen, de la sinopsis, del título, de la alegoría, se incli­
nan con mucha facilidad hacia ta hinchazón y el ridículo. No hay
nada tan grandilocuente como ciertos resúmenes de libros, de
películas, de libretos de ópera: ei resumen te obliga a eso ai ob­
jeto resumido,, tal y como la reducción grandilocuente hace de­
saparecer el objeto que se suponía que sólo había que reducir.
La grandilocuencia se muestra así como una palabra sin re­
lación con aquello de lo que habla: habla bien, pero «habla de
naderías-, como diere Romeo acerca del discurso de Mercurio,
en el R om eo y Ju lieta de Shakespeare, semejante a una pala­
bra que se le hubiera concedido al hombre no sólo para disi­
mular su pensamiento, sino también, y sobre todo, para dejar
a un lado toda realidad, amortiguando el rumor de lo real con
el ruido de las palabras. Los ejemplos evocados al inicio no
suponen una excepción de este principio general, sino que,
por el contrario, lo confirman: la Béziers capital del mundo
permite olvidar a la Béziers de provincias, los memorialistas
Rousseau y Julien Green hacen olvidar, tanto en el ánimo del
lector como en el del escritor, al hombre Rousseau y al hom­
bre Julien Green.
En estas condiciones, la fraseología grandilocuente nunca es
tan patente com o cuando está motivada: es tanto más vivaz
cuanto más indeseable y terrorífica sea la realidad que tiene
que exterminar. El retomo de Napoleón de la isla de Elba, en
marzo de 1814, puede servir aquí de ilustración. He aquí, por
ejemplo, los titulares que El M onitor {Le M oniteur) -diario ofi­
cial de los poderes públicos, entonces en manos de la monar­
quía recientemente restaurada- consagraba al acontecimiento:

9 de marzo: El m onstruo se h a ev a d id o d e su lu g ar d e exilio.


10 de marzo: El ogro corso h a a tr a c a d o en el c a b o Ju a n .
11 de marzo: El tigre se h a d e ja d o ver en Gap. Ims tropas lle­
g a n d e lod os lad os p a r a d eten er su m a rch a . A c a b a rá su m ise­
rable av en tu ra h u y en d o a la m on tañ a.
12 de marzo: El m on stru o h a a v a n z a d o en r e a lid a d b a sta
G renoble.
13 de marzo: El tiran o está a h o r a en Lyon. El terror a su a p a ­
rición h a in v ad id o a todo el m u ndo.
18 de marzo: El u su rp ad or se h a arriesg ad o a a cerc a rse hasta
las sesen ta h oras d e m a r c h a d e la capital.
19 de marzo: B o n a p a rte a v a n z a a m a r c h a s fo rz a d a s, p e r o
es im posible q u e llegue a París.

Estos titulares son noLables por la -anulación» que operan en


el objeto relatado, en este caso, el ascenso hacia París del ex
emperador Napoleón I. Ese objeto se halla privado de todos los
caracteres de la realidad y sólo es mencionado en tanto que se­
ñala una aparición sobrenatural y fantasmal: Napoleón, al que
además no se le nombra como tal, representa aquí el papel
del coco, bueno para asustar a los niños, o incluso el de una
pesadilla, apLa para inquietar al adulto, pero sólo mientras
duerme, en la fase del sueño. Se da por hecho que sólo existe
gracias a la imaginación infantil o a una imaginación trastor­
nada por un sueño poblado de criaturas legendarias y fabulo­
sas: así es, sin duda, ese monstruo que se evadió (como un loco
peligroso de su asilo); ese ogro que atracó (com o una la ser­
piente de mar hambrienta, en busca de carne fresca); ese tigre
qué, en Gap, se muestra, según parece, sin cadenas ni doma­
dor; ese tiran o cuya aparición, en Lyon, provoca escenas de
pánico histérico y colectivo. Desde luego, el Napoleón Bona-
parte que volvió de la isla de Elba era, en el fondo, tal y como
lo describían los titulares de El M onitor: monstruo, ogro, tigre
y Urano, como lo demostrarían suficientemente, si hubiera ne­
cesidad de ello, los cien funestos días de su segundo reinado.
Pero de ningún modo era ése el sentido en el que lo enten­
dían y lo escribían los redactores de El M onitor en la medida
en que, además, estaba dotado de existencia. Nada se dice de
esta última cualidad en las páginas de El Monitor. Leyendo los
titulares del periódico, al Príncipe le falta su virtud, o más bien
su vicio supremo, cual es la existencia (del mismo modo, el
enunciado de los atributos de Dios no significa nada si se omite,
contrariamente a lo que aconseja el llamado argumento onto-
lógico, ese atributo complementario y decisivo que es el ser).
Es verdad que esta cualidad —en este craso inquietante, la exis­
tencia- se perfila conforme el emperador avanza hacia Parts: de
monstruo, ogro y tigre como era, pasa solamente a «tirano», no­
ción que implica un peligro ya más preciso; luego, pasa a -usur­
pador', noción que precisa todavía más la realidad de la cosa
y la identidad del hombre; y, por último, a «Bonaparte», deno­
minación que constituye media mentira tan sólo —ya que Na­
poleón fue Bonaparte hasta 1804- y finalmente se detiene en
la frontera de lo real. Frontera que, por lo demás, como se verá
más tarde, no será franqueada por la continuación de los titu­
lares que, de manera en verdad entusiasta y ya no censurable,
conducen al emperador Napoleón a una nada de la que en rea­
lidad, a merced de El Monitor, no saldrá nunca.
Sin duda, esta forma de escamotear lo real* esta transforma­
ción del infortunio en pesadilla regida por un títere o un loco,
es d e o b lig a d o cu m plim iento desde el momento en que el ór­
gano destinado a dar cuenta de todo ello está lo bastante ins­
titucionalizado como para considerarse autorizado a oponer
una simple desestimación a toda información indigesta que pro­
ceda de la realidad. La facultad para ignorar la realidad, que
es el privilegio tanto de los partidos llamados de la -oposición»
-ya que, a fuerza de oponerse al -poder» en curso, acaban sin
darse cuenta por oponerse a lo real sin m ás- como del apa­
rato de Estado, es también la de toda agrupación, que implica
de entrada un acuerdo psicológico sobre determinado número
de opciones y de asuntos (es decir, un vago acuerdo referido
a un objeto indeterminado). Se dice que bastan dos ingleses
para echar un partido de fútbol, y tres para hacer un Imperio.
Puede que basten dos hombres del mismo parecer para crear
una opinión lo bastante sólida como para triunfar sobre lo real.
Con eso se dice bastante acerca de la fragilidad de lo real, tal
como se ofrece a la percepción humana,
La poca consideración de la que casi siempre goza lo real se
manifestaba no hace mucho, de un modo bastante agradable,
en los comentarios suscitados en su momento por la vuelta al
Elíseo del general De Gaulle y la llegada de la V República, en
1958; comentarios no menos chocantes que los titulares con los
que El M onitor anunciaba a sus lectores la vuelta de Napoleón
de la isla de Elba. Estos comentarios los tomamos de una re­
vista que tuvo una vida muy corta, que se llamaba El 14 d e ju lio
{Le 14 Ju illet), en la cual colaboraron numerosas personalida­
des de ayer y de hoy. En ella, Dionys Mascolo y Jean Schuster,
directores de la revista, juzgaban así el acontecimiento: «la noche
que cae sobre el espíritu, el tañido fúnebre de la libertad**." Brice
Parain veía en ello el efecto de un conocimiento insuficiente de
las lenguas extranjeras por parte de los franceses, así como el
de la ignorancia de la filosofía alemana y del «pensamiento me-
siánico ruso».12 André Pieyre de Mandiargues diagnosticaba en
la Constitución de 1958 «una inversión de todos los valores na­
turales», que «no puede tener el asentimiento más que de los
idiotas y los miserables, o de algunos perversos que desean la
catástrofe».13 Fierre Klossowski, por su parte, inculpaba al peli­
gro amarillo: la vuelta al poder del general De Gaulle era, de
creerle a él, un síntoma de «nuestra lenta absorción por parte
de las comunidades afroasiáticas- y del «mantenimiento de esta
parte de O ccidente que somos nosotros por los pueblos de
color».,;í
Estas reacciones, reproducidas del natural y en caliente, se
prestan a la risa por la desproporción que se pone de mani­
fiesto entre el acontecimiento y su comentario, su representa­
ción -desproporción que supone un rasgo característico de la
grandilocuencia-, Una especie de automatismo conduce a cada
cual, como a pesar suyo, a su m a n ía (d a d a ), y ello en contra
de la naturaleza del tema del que había que hablar. Objeto que,
en el fondo, sólo es un pretexto y que rápido se desvanece
detrás de los contenidos obsesivos. Poco importa de qué se
hable, lo que cuenta es lo que se diga sobre ello. Si se les pi­
diera su parecer sobre cualquier otro acontecimiento que no
sea la vuelta al poder de De Gaulle -ya se trate, por ejemplo,
de la aparición de los marcianos, del desencadenamiento de
una guerra nuclear, del suicidio de Marilyn Monroe-, que nadie
dude de que todos ellos volverían pronto a sus temas favori­
tos: Brice Parain a su lingüística, Mandiargues a sus perversos,

12 n ° i. p. 8.
” N ° 3, p. 3.
" N ° 3. p. 14.
Klossowski a sus chinos. De paso, advirtamos incluso aquí esta
in d iferen c ia h a c ia lo real, esta aptitud para escamotear lo reai
en beneficio de todo lo que se preste a decir sobre él. Esta in­
terferencia sobre lo real está, según parece, en el centro del me­
canismo de la grandilocuencia.
Se observará también el vínculo que relaciona la grandilo­
cuencia con el sentimiento de la catástrofe -se a ésta efectiva,
como en el caso de la vuelta de Napoleón de la isla de Elba,
o supuesta tan .sólo, como en el de la vuelta del general De
Gaulle de Colombey-les-Deux-Eglises-, Basta que se produzca
una gran desgracia para que salga a la superficie un lenguaje
grandilocuente e incongruente que sólo las circunstancias más
apacibles parecen tener el privilegio de contener provisio­
nalmente. A todo lo que pueda decirse que sea mediocre y
estúpido se le da entonces rienda suelta, con ello uno se de­
sahoga de golpe sin vergüenza ni riesgo. Así, entre 1941 y
1944, algunos dirigentes franceses podían repetir que el de­
sastre militar de junio de 1940 no se debió a una deficiencia
del ejército francés, sino más bien al espíritu hedonista de
las clases bajas, o a la influencia nefasta de sociedades secre­
tas, o incluso a las costumbres de André Gide. Sería erróneo,
no obstante, achacar esa grandilocuencia sólo u la tontería,
la ceguera o la cobardía. Sin duda, el resentimiento y el odio
intervienen en estas apreciaciones descabelladas de lo real,
pero en menor medida, sin embargo, que el deseo de borrar
la realidad misma cuando ésta se revela insoportable e indi­
gesta. Se trata, en efecto, de una negación fundamental de la
realidad, en la cual la acusación al otro no interviene más que
en segundo lugar y como consecuencia de aquello. En suma,
se está menos resentido con el otro que con la realidad. De
lo que se trata es de suprimir lo reai, aunque en la operación
tenga que perecer el otro. Suprimir lo real gracias al lenguaje,
solicitado com o último recurso, cuando todas las otras de­
fensas se han venido abajo. Conjurar lo real a golpe de pala­
bras; así puede definirse, de manera muy general, la función
de la grandilocuencia.
Roland Barthes, al analizar lo que él llama «mitos modernos»,
concluía en un diagnóstico bastante cercano al que invita el
análisis de la grandilocuencia: «La función del mito consiste
en evacuar la realidad: es literalmente un derrame incesante,
una hemorragia o* si se prefiere, una evaporación, una sensi­
ble desaparición en suma».15 Pero el mito del que habla Barthes
no es, en concreto, la palabra grandilocuente. El mito designa,
según Barthes, una palabra «despolitizada», propia del discurso
^burgués». Lo que se critica en el «mito» es, por tanto, un de­
terminado maquillaje de la realidad realizado por el lenguaje
de una determinada sociedad, y ello con vistas a fines conser­
vadores muy concretos (incluso aunque éstos no se perciban
como tales por quienes se sirven del mito). Tan deliberada­
mente «comprometida», la crítica de Barthes es parcial a la
fuerza: ocupada en desalojar la impostura y la estupidez de
cierta escritura burguesa y convencional, pasa por alto todas las
demás formas de evacuación de lo real por el rodeo de la es­
critura, como si el desasosiego frente a lo real no concerniese
más que al conjunto de las opiniones inconsistentes, tales como
las conforma día tras día cierta ideología dominante. La escri­
tura «mítica» no es, pues, la escritura grandilocuente; sólo re­
presenta, si se quiere, un caso particular, siendo un caso más
entre otros de evacuación de lo real por el rodeo de la escri­
tura. Incluso se trata, en Barthes, más bien de transformación
que de-evacuación de lo real propiamente dicha, puesto que k
función del mito consiste «en deformar, no en eliminao».16

Mytbnlogws. Rd. du Senil p. 251. ÍHay trad. esp.: Mitologías, Siglo XXI, Ma­
drid, 1980. Versión d e H éctor Srhm urler.]
¡bícl., p. 229-
La grandilocuencia, por su parte, es un arte de exorcizar la
realidad de manera radical, es decir, hasta la completa desa­
parición de esta última. Kste hurto puede captarse en su esen­
cia leyendo la continuación de los titulares que El M onitor
consagraba a la progresión de Napoleón hacia París en 1815.
Nos habíamos quedado en el 19 de marzo, fecha en la que el
diario anunciaba que era imposible que Napoleón llegase hasta
París. He aquí la continuación de estos titulares:

20 de marzo: N apoleón lleg ará m a ñ a n a h a sta los m uros d e


París.
21 de marzo: El E m p erad or N apoleón está en F on tain ebleau .
22 de marzo: Ayer p o r la noche, S. M. el E m p erad or h iz o su
e n tra d a p ú b lic a , llegó h a sta las Tullerías. N ad a p u e d e so b re­
p a s a r la aleg ría universal.

Si se comparan estos titulares, que van del 20 al 22 de marzo,


con los titulares precedentes (del 9 al 19 de marzo), se constata
el desplazamiento de una especie de grandilocuencia «negativa»
(exceso de angustia) a una grandilocuencia «positiva» (exceso de
felicidad). De ser demasiado cruel, como era entre el 9 y el 19,
Napoleón se volvió demasiado agradable, entre el 20 y el 22.
Se pasa directamente, en suma, de un Napoleón muy indesea­
ble a un Napoleón muy deseado, con la ayuda de una grande
locuenciaque, tanto al principio como al final, conserva la misma
precisa función: la de asegurar el estancamiento de lo reai. la
realidad no aparece más en el período angustioso del diario
oficial que en su período eufórico. Al principio: todo iría mal
si Napoleón volviese (pero no volverá). Al final: todo irá bien si
Napoleón vuelve (y, en efecto, ha vuelto). Falta el tiempo de la
realidad, que ningún titular señala, habiéndose operado el cam­
bio de perspectiva de manera instantánea y casi automática; es
decir, falta el momento en el que se hubiera percibido a la vez
tanto el carácter desagradable como el carácter real del hecho
del que se habla -todo irá mal si Napoleón vuelve, y ha vuelto,
en efecto-. Entre el espectro de un ogro y el fantasma de un buen
emperador, lo real lia escapado -p o r escaso margen- a su re­
presentación. Aunque sea por escaso margen, siempre hay una
posibilidad para quitar de en medio a lo real en el último mo­
mento. Esta posibilidad, como se sabe, radica en las palabras, de­
bido a «ese poder que tienen las palabras para mantener a
distancia las verdades más evidentes* del que habla Maree!
Aymé.17 Péguy también observa que cuando se quiere disimular
un acontecimiento desagradable -e n este caso se trata de la in­
minencia de una invasión alemana en Francia- no hay nada como
echar mano del «lenguaje elevado» y del -gran estilo».1"
Así, lo propio de la grandilocuencia - o de un cierto poder
de las palabras- consiste menos en amplificar lo real (haciendo
algo de nada) que en escamotearlo (haciendo nada de algo).
M u cho ru id o y p o c a s n u ec es. este título de una comedia de
Shakespeare podría servir de divisa a la grandilocuencia, a con­
dición de que se radicalice su sentido, de que se precise que
la nada a la que conduce todo ese ruido constituye de hecho
su sentido y su finalidad -m ucho ruido a f i n de no oír nada
m ás-.19 El hombre grandilocuente es semejante a un orador en
quien la función de la palabra hubiera alcanzado un grado tal
de hipertrofia que acarrease una degeneración paralela del
resto de las funciones: charlatán, por tanto, pero al mismo
tiempo sordo y ciego, a cubierto de una realidad, en adelante
y ya definitivamente, -exterior».
La aptitud para recusar la realidad a través del lenguaje cons­

7 Les Q u atre Vérités, Gatlimard.


lá C abiersde la Q uinzaine, VII-3, dc.122 de octubre d e 1905, «Nuestra patria».
VJ La traducción al francés del título shakespeariano, B eaucoup b ru itp n u r
ríen , clarifica to d o este pasaje. (N. d el T.)
tituye una facultad a la vez desagradable, por la hipocresía que
implicí, conscientemente o no, y fascinante, por $u sorpren­
dente y soberana eficacia. El hombre de las palabras es inque­
brantable: siempre tiene una palabra para destruir la realidad
que se le muestra y otra para borrar la realidad que emana ée
su propia persona.-El hombre que vive al amparo de las pala­
bras no recibe ninguna información de la realidad sin que pase
por la criba de un lenguaje capaz de eliminarla, no emite nin­
gún mensaje sin que pase por esa misma criba, transformando
entonces su propia realidad en algo muy diferente. Ése es, como
se sabe, el caso de El Tartufo de Moliere. Antes de ser un mal­
vado o un hipócrita. Tartufo es grandilocuente. Es, incluso, la fi­
gura ejemplar, acabada y perfecta de la grandilocuencia. Decir
que atosiga y engaña a los demás al tiempo que los sermonea
por cualquier motivo, es decir muy poco. Hay que añadir que,
ante todo, es el hombre del sermón, es decir, de la p a la b ra , y
de la palabra llevada a su extremo, dotada de un estatuto de­
sorbitado que le permite, a ella y sólo a ella, decidir qué es real
y qué no lo es. Cualquier realidad que se le ofrezca a Tartufo
(ya emane de su entorno o de sí mismo, de su propio deseo por
ejemplo) es al punto casi masticada, digerida y restituida a los
demás en forma de palabras que la neutralizan y la borran, por­
que es la palabra quien aquí determina lo verdadero, y no la
realidad a la que representa de forma soberana y sin apelación.
Este estatuto desorbitado del lenguaje es precisamente el mismo
por el que definimos la grandilocuencia: a saber, toda forma
de devoción -por tomar una palabra muy indicada para Tartufo-
hacía la mera representación. Tartufo sólo es "hipócrita» por­
que es grandilocuente; sólo abusa de los que le rodean en la
medida en que abusa de palabras. «Y aquí, para explicarme
mejor, utilizo la voz», le dice a Elmira en una perorata que hasta
su misma interlocutora calificará de extraña "retórica». Tartufo
está aquejado de una perversión que podría catalogarse como
una aberración triunfalista del lenguaje, cuyo efecto radica en
transformar automáticamente cualquier cosa en palabra, es decir,
en asimilar de manera rigurosa la realidad de la cosa a la de su
representación. Así, protegido de lo real por la fortaleza inex­
pugnable de su propio lenguaje, resulta inquebrantable, como
bien sabe por propia experiencia la familia de Orgón; y será ne­
cesario nada menos que el fallo soberano, casi divino, del Rey-
Sol, para fulminar in extrem is esa fuerza terrible e incontrola­
ble del lenguaje liberado de toda pertenencia a lo real.
Esta devoción de Tartufo y de la grandilocuencia hacia la re­
presentación no es, en el fondo, más que una forma entre otras
del fenómeno general de la superstición, que puede describirse
de manera general como una elección de la representación en
detrimento de lo que se representa, implicando a la vez una
mirada negligente hacia las cosas y una atención dirigida en ex­
clusiva hacia lo irreal. La superstición no se interesa por lo real.
Lo real es el cuerpo, ese cuerpo rechazado por el lenguaje gran­
dilocuente y al que Tartufo exige, en cualquier circunstancia,
que se le cubra -porque «no podría verlo». Tartufo había pre­
venido a Dorina en este sentido, que se obstinaba en hablarle
de cosas reales, peor aún, en mostrárselas:

P onga en sus discursos un p o c o d e m odestia,


O la d ejo en el acto.

Más modestia, es decir, menos realidad. Acepto hablar con


usted si, por ambas partes, queda claro que nada será real, que
nada se volverá real al menos, más que en la medida en que ello
esté permitido, facultado, por nuestro lenguaje. De lo contra­
rio, me callo, En efecto, no hay ningún otro partido que tomar,
cuando se es tan escrupuloso con lo real, más que el del mu­
tismo o el de la grandilocuencia: el primero consiste en callarse,
el segundo en no hablar de nada.
Un problema fundamental de la grandilocuencia es el de la
relación entre la realidad y su representación; Se ha visto que
la grandilocuencia señalaba, entre la realidad y su representa­
ción, una separación critica: no una cierta separación -pu es
lo propio de toda representación, ya sea literaria o de otro tipo,
estriba en diferir de lo que representa-, sino una separación
máxima, que implica la destrucción y la desaparición de la cosa
representada. En modo en que la grandilocuencia «experimenta»
lo real es comparable a lo que sucede en la experimentación
microfísica regida por las relaciones de incertidumbre de Hei-
senberg: la intervención en ella del observador es tal que mo­
difica de manera decisiva la naturaleza de lo que se obsen a.
En la experimentación grandilocuente de lo real, las palabras
que se utilizan para evaluar la realidad la modifican hasta el
punto de hacerla irreconocible, o mejor, hacerla completamente
diferente: En este sentido es como el lenguaje resulta ser casi
siempre un ultraje a lo real y al hombre, quien evalúa lo real a
través de un lenguaje casi siempre grandilocuente, un *mal con­
ductor de la realidad».20 La ventaja de la representación, que au­
toriza al hombre a poseer una conciencia de lo real, conlleva
como contrapartida el riesgo de un profundo desconocimiento,
debido a la facultad que posee el hombre, y sólo el hombre,
de tomar la imagen por el modelo y la palabra por la cosa f a ­
cultad que convierte al hombre en un tránsfuga virtual de toda
realidad y al dios TheutJh, inventor de la escritura según un mito
de Platón, en un traidor en potencia hacia lo real.21

20 P, Rcvnrdy, f.e livre de morí borde, Le M ercure de France.


Phédre, 21A c\ Philébe, 18 b. [Hay trad. c.sp.: Fedro y Filebo , en Diálogos,
Ciredos, Madrid, 1981, vols. III y IV. Versión d e Emilio Lledó (Fedro) y Ma Ánge­
les Duran (Filebo).]
La grandilocuencia perfecta supone a fin de cuentas un caso
extremo de divorcio entre lo real y su representación. Se la
puede considerar lograda cuando ya no queda nada de la rea­
lidad que supuestamente representa, cuando llega a consumir
del todo una realidad que deja de ser referencia exterior y, de
este modo, se vuelve interiorizada y ausente a la vez: integrada
por completo en el discurso, ausente otro tanto del mundo real,
exterior al discurso. La grandilocuencia constituye así una suerte
de imperialismo absoluto del lenguaje, de triunfo de la repre­
sentación y, en consecuencia, de negación implícita de toda
clase de realidad
Esta forma de «emancipación» del lenguaje con respecto a la
realidad es lo que confiere su sabor, por ejemplo, a la obra de
Sade, cuya retórica constante supone un caso de grandilo­
cuencia extrema y original. Cuando se estudia el estilo de Sade,
uno experimenta el placer de encontrarse con una forma de
grandilocuencia que divierte, en lugar de irritar o de dejar in­
diferente. Esta fuerza cómica es sensible tanto en las diserta­
ciones moralizantes, ya estén escritas en estilo directo (es decir,
por las víctimas de la virtud) o indirecto (por quienes gozan del
vicio), como en la mayor parte de los diálogos y las descrip­
ciones. Lo falso, la teatralidad, la inverosimilitud pura, se des­
pliegan en ellas sin reparo y sin escrúpulo, en una especie de
euforia que parece fruto de una libertad vinculada a la escri­
tura independiente, es decir, liberada de cualquier deseo de afe­
rrarse a lo real. De ahí la comicidad del texto, ligada a una
desproporción entre la realidad del texto y ía irrealidad de lo
que allí se narra, desproporción que se manifiesta en el hecho
de que tal escritura, que repudia por principio cualquier otra
realidad que no sea ella misma, se da no obstante -d e manera
muy lúdica e incluso, en ciertos aspectos, muy infantil- «aires-
de realidad. El hecho de escribir ya no evoca objetos, sino que
los crea de una pieza: es la escritura misma, investida de un
poder mágico, quien decide la existencia o la no existencia
de las cosas (de forma parecida a los niños cuando decretan
que tal o cual objeto de su entorno familiar «es» un caballo o
una locomotora). Para que la cosa exista, basta en suma con
escribirla. Del mi.smo modo, para que un diálogo se haga «ver­
dadero», basta con que se escriba. A Sade ya no le preocupa
la verosimilitud. De ahí la soltura de Sade con lo inverosímil
y, en consecuencia, la comicidad constante de los diálogos, que
hablan como si tal cosa una lengua improbable e inaudita: así.
por poner un ejemplo entre mil, en el «séptimo y último diá­
logo» de La filo s o fía en el tocador. Mine, de Mistival viene a bus­
car a su hija Eugenia, de quince años de edad, a casa de unos
libertinos que han dedicado la tarde a instruirla. Se entabla en­
tonces el siguiente diálogo entre la madre y la hija:

MADAME DE MISTIVAL:
Eugenia, querida Eugenia, escucha por última vez las súpli­
cas de quien te dio la vida; ya no son órdenes, criatura mía. son
ruegos; por desgracia, es demasiado cierto que estás aquí con
estos monstruos; apártate de este com ercio peligroso, y sí­
gueme, ¡te lo pido de rodillas! (Se d eja caer.)
EUGENIA ( S em idesn u da, com o h a d e record arse):
Tened, mamita, os ofrezco mis nalgas,., ya están a la altura
de vucsLra boca; besadlas, corazón, chupadlas, es todo lo que
Eugenia puede hacer por v o s...
m a d a m e d e m is t iv a l (R ech a z a n d o a E u g en ia con honor)-.
¡Ah, monstruo!... Vete, reniego de ti para siempre como hija
mía.

De la escritura de Sade podría decirse que es un perpetuo


exceso verbal, no porque deforme la realidad, sino porque as­
pira a prescindir de ella por completo, lo que vincula esta es­
critura al dominio del juego antes que al dominio, siempre serio,
de la grandilocuencia propiamente dicha. En Sade, la repre­
sentación devora sin duda lo real, pero aquí se trata de una re­
presentación en broma, análoga a la que usan los niños cuando
juegan a papas y a mamás, o a policías y ladronea -entreteni­
mientos cercanos a los que se entrega Sade cuando juega, sobre
el papel, al vicio y a la virtud, a lo verdadero y a lo falso, al
verdugo y a la víctima-. Así, la vehemencia del razonamiento,
la crudeza de los diálogos, la crueldad de las situaciones, se
encuentran siempre afectados por un coeficiente corrector que
los relega a un espacio de goce reservado para la mera repre­
sentación (esto sucede, por lo demás, en toda obra de carácter
básicamente infantil, por ejemplo, en Raymond Roussel). Ruy
presentación en broma, pues, y que se presta a la risa porque
se presenta como una admirable y regocijante parodia de todas
las formas de la grandilocuencia «seria*, de la que es su punto
culminante, es decir, el punto sin retorno para lo real. Tomando
en sentido inverso una célebre frase de Pascal ^La verdadera
elocuencia se burla de la elocuencia-^, puede decirse que, en
Sade, la grandilocuencia en broma se burla de la verdadera gran­
dilocuencia. No obstante, es preciso hacer aquí una distinción.
Si bien es cierto que el texto de Sade se presta a la risa por su
carácter de pastiche, de pastiche de toda grandilocuencia, no es
seguro en absoluto, sin embargo, que el propio Sade hubiera
sido consciente del carácter grandilocuente de su texto y toda­
vía menos de su carácter de pastiche. Sade, en suma, no hace
más que extender un cierto modo de escritura, practicado casi
por todos sus contemporáneos, más allá del umbral a partir del
cual todo texto cae definitivamente en lo increíble. Es dudoso
que haya prestado gran atención a esa imperceptible transgre­
sión que señala el naufragio de la escritura en su propio pasti­
che, transgresión por la que, en efecto, se diferencia de la
escritura del momento. Todo parece indicar, por el contrario,
que la relación psicológica y afectiva del autor con su texto era
más o menos la misma en Sacie que, por ejemplo, en Montes-
quieu, Rousseau o Saint-Just. Por tanto, hay muy buenas razo­
nes para pensar que el texto de Sade es ciertamente un pastiche,
pero un pastiche «objetivo» que no compromete la subjetividad
de su autor. Por eso, aunque se pueda mencionar sin titubeos
la violencia cómica atribuida en general al texto de Sade, no pa­
rece en cambio que se pueda hablar de un «humor’»en Sade.
La liberación de la escritura con respecto a lo real puede tam­
bién acabar en una variante de la grandilocuencia, cual es el
academicismo puro, es decir, una escritura estricta y rigurosa­
mente convencional. No se genera en ella ninguna hinchazón,
ningún exceso. Es, si se quiere, la escritura en sí misma, inde­
pendiente como es de toda referencia a lo real, lo que da lugar
por sí sola a una suerte de exceso solitario: com o un tumor
que se hubiera separado del cuerpo en el que se originó. Toda
la sustancia del mundo se ha refugiado en las palabras que se
encargan de señalarla: las cosas ya sólo existen como señales
estereotipadas e invariables, cuya letanía constituye en lo su­
cesivo el único canto del mundo. Tal academicismo absoluto
se emplea, por ejemplo, en los diálogos del teatro de Raymond
Roussel, redactados en una lengua de una extraordinaria e in­
superable simpleza que elimina de golpe, por su rec urso siste­
mático a la palabra convencional, toda referencia realista o
psicológica:

TRFZFL:
Espere... ¿No me dijo usted que estaba en Bayeux?
ÉU SF:
Desde luego.
TRFZF.T.:
Ahora bien, Saint Exupére fue su primer obispo...
É L IS F :
El primero, en efecto. También fue él quien hizo construir
d obispado en medio de unos terrenos bien orientados, aptos
para hacer un jardín. (...)
CLAUDE:
Cuántos siglos han pasado desde entonces...
FI.ISE:
... y sin ahorrar detalle, excepto un abeto...
Ci FNFVTF. VE:
¡... que aún vive!...
ÉLISF:
Sí... a fuerza de precauciones y cuidados.
GF NE VI ÉVE :
¿Quién lo vigila?
F.USF.:
El clero.

El privilegio de semejante escritura -sea querido o no, cons­


ciente o n o - es el de conseguir no hablar de nada. En eso ei
academicismo intransigente tiene parentesco con la grandilo­
cuencia: ambos llevan lo real a un mismo punto muerto. Pero
también difiere de él por eso mismo: la mera banalidad no sólo
no habla de nada, sino que tampoco se molesta en hablar de
algo; mientras que la grandilocuencia, cualesquiera que sean
sus excesos, pretende siempre ofrecer una cierta imagen de lo
real. La pura trivialidad es, en última instancia, un juego, al iguai
que la «grandilocuencia» de Sade: juega a lo reai, remeda lo real,
no pretende traducirlo. Es falso que no le preocupe lo verda­
dero. El lenguaje grandilocuente tiene una ambición muy dis­
tinta: remeda y deforma lo real, pero al mismo tiempo aspira
a emanar de él. Es una falsificación que se hace pasar por ver­
dadera. Más comprometida que el academicismo -m ás com­
prometida co n lo r e a l- es necesariamente mentirosa. Por eso la
grandilocuencia, a diferencia de la pura y simple convención,
no es una empresa lúdica, sino seria en todo momento: siem­
pre rica en referencias a lo real en connotaciones psicológicas,
en alusiones manifiestas o sobrentendidas a una sign ificación .
La transformación de lo insignificante en significante viene
acompañada también, la mayoría de las veces, de una trans­
formación paralela de lo anodino en importante. Esta transmu­
tación grandilocuente de los valores aparecía claramente en dos
de los principales ejemplos evocados más arriba: en la redac­
ción de las confesiones de Rousseau percibida como aconte­
cimiento único de la historia universal, así como en la forma
que tiene Julien Green, en su diario, de presentar un paseo
después de la cena como momento sumamente crítico y con­
fidencial de toda una vida. Pensamos aquí en las condiciones
misteriosas, analizadas por R. Barthes en un ensayo sobre la
■estructura del suceso-'/- en las cuales un h e c h o cu a lq u ierw e
insignificante alcanza la dimensión “Significante» del s u c e s o .
R. Barthes acierta» sin duda, al relacionar el suceso, tal como lo
relata la prensa escrita o hablada, a esa zona ambigua •en la
q u e el a co n tecim ien to se vive en teram en te co m o u n signo cuyo
con ten id o es, sin em bargo, incierto*:2' el acontecimiento digno
de ser relatado -e l «suceso»- llama la atención por la referen­
cia a un sentido que sugiere pero que se dispensa de dar. Por
ejemplo, por inspirarse en la ilustraciones propuestas por R.
Barthes, un acontecimiento cualquiera se vuelve interesante y
apto para ser publicado no por sí mismo, sino en tanto que per­
mite vislumbrar señales vagas y fabulosas en el horizonte de
la conciencia, autorizando la toma en consideración de la cau­
salidad aberrante o de la coincidencia descabellada -una vez
más, sin que se precise la naturaleza del significado que se se­
ñala de una manera tan vaga-. Lo notable llama la atención

-• lissais critiques, Fd. ciu Seuil. p. 18 8 -1 9 7 . ÍHay trad. esp.: Lnsayos críticos,
Seix Barra!, B arcelona, 1977. Versión de Carlos Pujol.)
a ibid., pp. 196-197.
como notable sin que se entregue la razón de su «notabilidad’»:
lo que hace que el hecho sea interesantes en suma, no es que
sea interesante por él mismo, sino que se señale como intere­
sante. Así procede Julien Green en el pasaje autobiográfico ci­
tado con anterioridad: el acontecimiento que relata en él se
vuelve importante y significante no porque allí se den cilu la
importancia o la significación, sino en tanto que se relata como
algo importante y significante. Así, en última instancia, io que
hace importante y significante el hecho de que el joven Julien
Green, tal día y a tal hora, haya salido a tomar el aire no es que
este hecho haya tenido lugar, sino que haya sido escrito. Su­
cede aquí como con esos verbos «performativas» de los que ha­
blan ciertos lingüistas, en los cuales el Verbo se confunde con
el Acto, dado que tiene el privilegio de realizar la cosa por ei
solo hecho de nombrarte:^ por ejemplo, «juro», «bautizo^, «pro­
testo». La palabra hace ahí las vece*, de la eos», la constituye aJ
nombrarla. Se observará, además, que estos casos.de acciones
nombradas y realizadas por un mismo acto, o un mismo verbo,
-performativo», llaman la atención por su carácter fantasmal,
es decir, eminentemente «representativo»: los hechos consis­
tentes en jurar, bautizar o protestar, prescinden con facilidad de
una referencia exterior, propiamente «hecha», ya que son re­
presentaciones indiferentes por definición a toda conformidad,
o invalidación, por parte de lo res$, Se jura por el honor, o por
la Virgen Sum ísim a, se b a u t i z a e n n o m b r e d e Cristo, s e p r o ­
testa en n om bre propio, y según la íntim a convicción: referentes
demasiado exteriores al discurso como para que pueda haber
riesgo nunca jamás de confrontación o de contradicción. Fl tí-

-’ Cf. L. J. Austin, Hou-loDo ’l hings wilh Wurds, Oxford University Press. [May
irad. esp.: Cómo ha cer las cosca, con palabras, Pitidos, Barcelona, 1988. Versión
de Genaro Garrió y Eduardo Rabossi]; E. Benveniste, Problémcs de Itnguisti-
quegen éra le. Gallintard, p. 269 v ss. ÍHay riad. c.sp.: Problemas de lingüística
general , Siglo XXI, México, 1971 y 1977, 2 vols. Versión de J. Almela.]
tulo del ensayo consagrado por J.-L. Austin a este problema lin­
güístico de los verbos «performativos» podría servir de divisa a
toda representación grandilocuente: how to d o tbings with words
-cóm o hacer cosas con palabras-. Debido a una misma trans­
mutación grandilocuente, la palabra se convierte en cosa y lo
anodino se vuelve impórtame. Aparece aquí el vínculo que re­
laciona la grandilocuencia con esa complacencia hacia sí mismo
que normalmente llamamos narcisismo: en ambos casos, el
hecho de nombrar basta para establecer que hay una cosa que
se está nombrando (como, en Sade, el hecho de escribir basta
para conferir realidad y verosimilitud a lo que se escribe); en
ambos casos, se da por descontado que su pensamiento es pro­
fundo» que su idea es decisiva* que su vida es de radical im­
portancia, desde el momento en que se escrib en . Ésa es la
formulación más general del narcisismo literario e intelectual:
una prioridad abusiva de la representación (de la imagen ofre­
cida al otro, y a sí mismo por el rodeo del otro), es decir, una
coincidencia de la cosa y de la palabra que hace que se apre­
cie la idea en la medida de su sola existencia (de su existencia
como idea). La existencia de una representación, en el narci­
sismo, hace las veces de garantía de realidad y de valor; -tengo
un recuerdo, luego es interesante», «tengo una idea, luego es
genial». En estas condiciones, no es sorprendente que la con­
fusión de la cosa y de la palabra, recomendada por algunas co­
rrientes del pensamiento contemporáneo (el «estructuralismo»),
lleve aparejada una explosión de narcisismo generalizado, Se
advertirá aquí que el narcisismo, al igual que la grandilocuer*-
cia, no implica tanto una preocupación atención exagerada
hacia sí cuanto una despreocupación exagerada hacia la exte­
rioridad, hacia lo real; de suelte que se tiene dificultad en de­
terminar si es la complacencia hacia sí lo que define a ambos,
o si no es más bien la indiferencia hacia lo real, o su alejamiento,
lo que hace posible el fenómeno de la grandilocuencia y del
narcisismo. La incapacidad para hablar de otra cosa que no sea
uno mismo ¿es el indicio de un amor excesivo hacia sí o el de
un desinterés respecto de la realidad exterior? Es probable que
el exceso de amor no llegue más que en segunda instancia y
que sea el exceso de indiferencia quien se sitúe en primer lugar.
Cabe ilustrar y apoyar esta proposición con un ejemplo elegido
a partir de un caso de narcisismo de rasgo adulador: la comu­
nicación enviada por Gabriel Marcel al coloquio «Kierkegaard
vivo», organizado por la UNESCO en abril de 1964 para cele­
brar el 50- aniversario del nacimiento de Kierkegaard. Éste, des­
pués de haberse desembarazado de Kierkegaard en algunas
líneas iniciales («Aunque pudiera hacer el inventario de las in­
fluencias que en un principio se ejercieron sobre el desarrollo
mismo de mi pensamiento, el de Kierkegaard me parece que
ha sido prácticamente inexistente1'), se extendía en considera­
ciones que sólo concernían a lo que él llamaba su propio «pen­
samiento» y su propia «obra»: a saber, si su teatro era a fin de
cuentas más importante que su filosofía, o viceversa; cómo se
podía, de un modo más general, definir su obra a través de él,
de Gabriel Marcel; luego, como anexo, venían algunas cues­
tiones más: ¿preparaba -todavía Gabriel Marcel- la licencia­
tura de filosofía en 1906 o 1907?, ¿había recibido del padre De
Lubac25 el consejo de leer tal libro al final del año 1940 o más
bien al comienzo del año 1941?^ Si uno se pregunta por la na­
turaleza del carácter descabellado y cómico de semejante co­
municación, pagada a muy buen precio por la UNESCO,
advertirá que lo más curioso aquí no es en el fondo que sólo
se hable de sí -después de todo, por qué n o - cuanto que se ig­

" Se trata de H em i Sonier de Lubac (1 8 9 6 -1 9 9 1 ), cardenal y teólogo jesuíta.


(A', del T)
Kierkegaard vii;ant. Gallimard, coll. -Idees-, p. 64 y ss. II lay trad. esp.: Kierke-
ycia n i vim , Alianza Editorial. Madrid, 1970. Versión de Andrés Sánchez Pascual.]
nore absolutamente la realidad que se había acordado comen­
tar: en este caso, Kierkegaard. El narcisismo es inquietante por
su facultad de ignorar lo real antes que por su complacencia en
conocerse sólo a sí mismo. Es verdad que se concibe nial lo
uno sin lo otro, pero parece que hay que dar la prioridad psi­
cológica a la primera y que el desprecio a lo real, caracterís­
tica tanto de la grandilocuencia com o del narcisismo, sea, por
contraste con la excesiva valorización de sí mismo, más una
causa que una consecuencia.
La separación entre lo real y su representación conduce a la
valoración grandilocuente de la imagen en detrimento de la rea­
lidad: esta separación, que define, si se quiere, el «espacio» de
la paranoia y del narcisismo, define también, y por las mismas
razones, el espacio de la violencia; Y ello en un doble sen­
tido: primero, porque la palabra grandilocuente violenta lo real;
y luego, porque esta violencia cometida sobre lo real es el in­
dicio de una violencia virtual tanto en el que habla como en
el que escucha (ya participe de ella este último, ya la rechace,
si considera que esta violencia es una afrenta que exige un
correctivo él mismo violento). La violencia sanciona siempre
un ultraje en el plano de la representación y no en el de la
realidad. Por ejemplo, la rebelión de los explotados contra los
explotadores no se determina por el hecho de la explotación
misma, sino que sólo interviene cuando esta explotación es ob­
jeto de una representación: la realidad vivida sólo se vuelve in­
tolerable cuando se dice. Así, se da en el hombre como una
paciencia infinita con respecto a la realidad y una impaciencia
no menos total con respecto a sus imágenes. Uno piensa aquí
en el dicho célebre de Pascal, en los P en sam ien tos: «¡Qué va­
nidad la de la pintura, que atrae la admiración por el parecido
de las cosas, cuyos originales no se admiran en absoluto!» Ese
pensamiento dice más de lo que parece en un primer momento:
porque «admirar» debe entenderse aquí en un doble sentido:
halagüeño en lo que concierne al logro estético en pintura, pero
muy enojoso en lo que concierne a la emergencia de la repre­
sentación de una realidad indeseable. Según este segundo sen­
tido, «admirar» recupera su sentido etimológico de adm irarv.
asombrarse, indignarse. El pensamiento de Pascal encuentra en­
tonces un segundo sentido que no contradice al primero, sino
que más bien lo duplica y lo completa: -«¡Qué vanidad la de la
representación, que atrae la indignación por su parecido con
las cosas, cuyos originales se toleran muy bien!» Así, el hom­
bre tolera con mucha ligereza saberse pequeño, mezquino, aún;
incluso admite de buen grado que nadie ignora eso; en cam­
bio, se siente ultrajado tan pronto como eso -c o n lo que todos
están de acuerdo—.se representa, se dice. Por este motivo toda
violencia humana, y hasta en los casos frecuentes en los que
se prolonga con manifestaciones de violencia física, no deja
de ser fundamentalmente una violencia verbal, un ultraje ver­
bal: no se da ningún puñetazo ni ningún disparo que no estén
precedidos por la representación de una imagen intolerable
que sustituye a una realidad tolerada hasta ese momento. Lo
que hay de intolerable, en tales casos, es la imagen, no lo que
la imagen representa: a lo que remite la imagen es a lo reíd
que no podría ser escandaloso o inmoral por sí mismo, mien­
tras que la imagen sí que es rica en connotaciones y signifi­
cados que añade a la realidad, haciéndola así, según los casos,
halagüeña (caso del narcisismo) o insoportable (caso de la vio­
lencia . es decir, del narcisismo herido). Rousseau, en la Carta
a D ’Alem bert, tiene muy buenas razones para señalar que el
hombre se conmueve de mejor grado con lo que ocurre en el
escenario que con lo que sucede en la realidad (sólo hay que
lamentar que la crítica resultante se refiera al teatro público,
muy inocente porque la imagen se da allí como tal, y no re­
ferida al teatro interior en el que se fabrican las imágenes nar-
cisistas y grandilocuentes, tales como las que salen de la pluma
del propio Rousseau). La violencia es vanidad, al igual que la
pintura según Pascal, porque se refiere a las palabras antes que
a las cosas, a las representaciones antes que a lo real. Por eso
Aas disputas más violentas so» precisamente las disputas de pa­
labras: estamos muy de acuerdo en las cosas, pero dispuestos
a matarnos unos a otros por cuestiones de representación. Lo
real, por su parte, se queda fuera del debate: se contenta con
ser lo real, simplemente, y ni siquiera es susceptible de come­
ter exceso -la s únicas que «exageran- son las palabras^. Pa­
rece evidente, pues, que la violencia está ligada al ejercicio de
la palabra y del lenguaje: al igual que el narcisismo y, en ge­
neral. la grandilocuencia, es una especie de tributo que hay que
pagar a cambio de la concesión de la capacidad humana de re­
presentación de lo real. Es dar prueba de superficialidad y de
ingenuidad el oponer la violencia al lenguaje, a la razón, al sen­
tido, el representarse al hombre com o un ser dividido entra la
posibilidad de una comunicación pacífica, fundada en la pala­
bra, y la tentación de una relación violenta, fundada en la au­
sencia de palahaa. La verdad, según parece, es exactamente kj
contrario: el hombre es susceptible de violencia justo en la mer
dida en que es susceptible de palabra. Ésa es la razón por la que
la agresividad humana, que posee el complemento de la pala­
bra, prevalece infinitamente sobre la agresividad animal, como
sugiere Konrad Lorenz en una obra reciente^7 y quizá también
por la que Aristóteles, en la P olítica, asocia la idea del hombre
considerado como «animal político», caracterizado por la pose­
sión de la palabra y de la razón (el lagos), a la eventualidad de
la violencia, e incluso de la peor de las violencias.“

2’ L'agression, unehisioire naturelledu mal, Flammarion. [Hay trad. esp.: Sobre


la agresión; elpretendido nial, Siglo XXI, Madrid, 1978. Versión de Félix Ulanco.]
“ Politiqufí. 1253 a. [Hay trad. esp.: Política , Editora Nacional, Madrid, 1977.
Versión de Carlos G ard a Gual.]
El vínculo entre el lenguaje y la violencia aparece con toda
claridad en la escritura grandilocuente por excelencia, la es­
critura política, cantera de excesos verbales tan monótonos
como inagotables. La renuncia a lo real no es aquí ocasional,
en efecto, sino sistemática, puesto que e! objeto del que trata
semejante escritura no concierne a lo real más que de manera
accesoria, designando antes que nada una red de significacio­
nes (derechos, valores, etc.) al margen de toda confirmación
o invalidación por parte de lo real. De suerte que,la escritura
política, que niega lo «insignificante* y lo integra a la fuerza en
una red significativa (porque para el que habla de política, ai
igual que para el paranoico, no existe nada que pueda ser in­
significante), es quizás al mismo tiempo la única escritura que
permite, en cualquier circunstancia, decir c u a lq u ie r co sa. Dé
allí el vínculo que une de manera esencial y necesaria el tem­
peramento doctrinario al temperamento hipócritas el enunciado
de lo que el doctrinario tiene por real sólo es posible a condi­
ción de arreglar sin cesar loe desmentidos ofrecidos por la rea­
lidad misma.
La complicidad de la escritura con la locura, la desmesura, ^
narcisismo o la violencia, basta sin duda para justificar más que
de sobra las palabras de Antonin Axiaud en El l>escmennos\ «Toda
escritura forma parte de la porquería. Quienes salen del vacio
para intentar precisar cualquier cosa que suceda en su pensa­
miento, son unos puercos».29 Se plantea aquí la cuestión de saber
si toda escritura es necesariamente -puerca», es decir, si el des­
tino de toda palabra es el de ser excesiva, condenando de ese
modo toda forma de «elocuencia» a la grandilocuencia. Nos pre­
guntábamos al comenzar si el vínculo entre la palabra y la des­
mesura era un vínculo ocasional, produciéndose sólo en el caso

29 Gíuvres completes, t. 1, Gallimard. p. 95. [Trad. esp.: El pesanervios, Visor,


Madrid, 1980. Versión de M arcos R. Barnatán.J
de la grandilocuencia, o si revelaba un carácter más amplio y
profundo del lenguaje, sea é.ste grandilocuente o no. Ahora po­
demos responder que existe, en efecto, un vínculo esencial entre
la palabra y la desmesura, entre la representación y la grandi­
locuencia, pues el destino de toda palabra radica en hablar de­
masiado, en sobrecargar toda realidad, por anodina que sea, con
un comentario significativo; En términos filosóficos, podría de­
cirse que la palabra es grandilocuente e ilusa por definición,
puesto que implica necesariamente una cierta negación del azar.
En consecuencia, toda palabra siempre dice un poco de mág.
Se habla de grandilocuencia cuando el margen entre lo real y
el dicho es especialmente sensible y evidente. Se habla, en cam­
bio, de estilo sobrio, o pasable, cuando esa separación se re­
duce a una mínima proporción, o al menos a una proporc ión
honorable. Falta por saber, desde luego, si la palabra, aunque
sea en este último caso, es susceptible de hacer verdaderamente
referencia a lo real.
Se puede buscar la respuesta a esta pregunta en el monó­
logo de Addie, paite central de la novela de Faulkner tiLulada
M ientras a g o n iz a discurso mantenido por una muerta a la que
su familia transporta en vehículo por el sur de los Estados Uni­
dos para llevarla hasta el lejano cementerio en el que decidió
ser enterrada. Addie, evocando su primera maternidad, comienza
por rechazar en bloque el lenguaje (al asimilar, en suma, toda
elocución a la grandilocuencia): '■Cuando me di cuenta de que
estaba embarazada de Cash. comprendí que la vida era terrible
y que ésa era su respuesta. Entonces fue cuando supe que las
palabras no servían para nada, que las palabras nunca se co­
rrespondían con lo que intentaban expresar. Cuando nació, com­
prendí que la palabra maternidad había sido inventada por
alguien que tenía necesidad de una palabra para eso, porque
los que tienen niños no se preocupan de que haya una pala­
bra o no la haya. Comprendí que la palabra m iedo había sido
inventada por alguien que nunca había tenido miedo, la pala­
bra orgullo por alguien que nunca había tenido orgullo».-™ No
obstante, se nota que Addie no niega aquí de modo categórico
la idea de que el lenguaje pudiera hacer referencia a lo real; sólo
lamenta que esa referencia sea demasiado lejana y casi abor­
tada, como si el encargo de la elección de las palabras hubiera
sido confiado a empleados ignorantes e incompetentes, bastante
parecidos a los futuros émulos del dios Theuth, tales como se
los representa por adelantado el rey Thamus, en el mito de Pla­
tón: «Poniendo su confianza en lo escrito, las cosas se recorda­
rán desde fuera, gracias a caracteres ajenos, no desde dentro y
gracias a ellos mismos l., ,1 En cuanto a la instaicción, se la pro­
curas en apariencia a tus discípulos, y no en la realidad: cuando,
en efecto, con tu ayuda rebosen de conocimientos sin haber
recibido enseñanza, parecerán ser buenos para juzgar de mil
cosas, mientras que la mayoría de las veces estarán desprovis­
tos de todo juicio; y, además, serán insoportables, porque ¡serán
apariencias de hombres instruidos, en lugar de ser hombres ins-
truidos!». -1 Hay que distinguí* entonces entre dos clases de rea­
lidad: por un lado, la que está pegada a la palabra y desaparece
con ella, realidad hecha de palabras que Addie compara a '<las
arañas que, colgadas por sus bocas de una viga, se balancean
en el vacío«;:u por otro lado, la que dormita detrás de la pala­
bra y se revela por su propia desproporción en relación a la
palabra que, en los casos felices, llega a sugerirla. Todo lo que
puede hacer el lenguaje, una vez más en el mejor de los casos,
es mostrar su impotencia para decir lo que trata de decir. Addie
relaciona esta impotencia de la palabra con un efecto de eva-

,Cl Tundís qu e j ’agonise, tr. M.-E. C oindreau, Gallimard, p. 178-79. (Hay trad.
e.sp.: Mientras agonizo. Sebe liar ral. B arcelona. 19H4. Versión de Agustín Ca­
ballero y Arturo del Hoyo.]
Phcdre, 2 7 5 u-b. tr. León Robín. [Hay trad. esp.; Pedro , op. cit\
■2 Tandis q u e j'agoni-se, p. 179.
poraeión que disipa en el aire la referencia a lo real con tanta
rapidez como se derrite la mantequilla en una sartén puesta al
fuego, y la opone al arraigo hacia lo real, condenado por su
parte a la sumisión, al apego forzado a las cosas. “Pensaba cuánto
se elevan las palabras, en una línea delgada, rápidas y anodi­
nas, mientras que las acciones se arrastran, terribles, sobre la tie­
rra, se aferran a ella.»'' fc’sta distinción entre la realidad verbal y
la realidad material conduce a hacer explícita una distinción que
hasta este momento había quedado implícita: es evidente que,
por el hecho de carecer de referencia a una realidad exterior,
la palabra llueca y grandilocuente no deja de ser «reaá,f a su ma­
nera. Se trata de una realidad pobre, que no dura, que no inte­
resa, que no deja huellas, pero que al menos tiene la facultad
de existir provisionalmente com o representación. La palabta
«real» es, pues, confusa mientras no distingamos con claridad
entre las palabras o expresiones de mera representación y las
mismas palabras o expresiones que se refieren a una realidad
exterior; entre las cosas reales, esto es. todas las cosas sin dis­
tinción, y lo que hay de real en las cosas. Si esta distinción pa­
rece abstrusa, se puede aclararla con facilidad mediante el
ejemplo de las señales de circulación que identifican la ciudad
de Béziers «como capital del mundo-: es muy cierto que estas
señales son cosas reales en tanto que representaciones, pero no
en tanto que representen algo real, ün consecuencia, hay algu­
nas cosas reales que no encierran ni señalan ninguna realidad:
eso es, por lo demás, lo que a menudo llamamos «señales» (p a n -
n ea u x ), en las que todo el mundo llega a caer en algún mo­
mento.11 De ahí la existencia de dos tipos de palabras, las que
prescinden de cualquier influencia de lo real y las que señalan

Ibid., p. 181.
31 Ju e g o d e palabras im posible de traducir a partir de la exp resión tomber
dans lep a n n ea u , c a e r en la trampa», d ejarse engañar*. í.V. del T.)
una instancia exterior, que están respaldadas directa o indirec­
tamente por lo real. Addie describe las primeras como palabras
‘•que no son más que los huecos en los que falta gente»,35 y las
segundas como pertenecientes al dominio de 4a oscuridad sin
voz en la que las palabras son acciones».,fl En términos más apro­
piados a nuestro discurso, se inferirá de esta distinción que toda
elocución no es necesariamente grandilocuente (al menos, 110
grandilocuente del todo) en la medida en que ciertas palabras,
si se dicen o escriben convenientemente, en el momento y
lugar oportuno», es decir, con arte, pueden conseguir evocaj-
lo que Addie llama «acciones» y que, de manera más filosófica,
cabe llamar el cu erpo. o de manera más general todavía, lo reai.
Prueba de ello, la escritura del propio Faulkner, que logra aquí
y allí, gracias a «palabras-acciones- que evocan la «pequeña mú­
sica» que reclama Céline, comunicar al lector, de tarde en tarde,
una cierta sensación de lo real.
Del h ed ió de que la palabra y la escritura no estén siempre
«privadas de realidad» por completo, y de que toda elocución
no sea por fuerza grandilocuente, se desprende una doble con­
secuencia que afecta respectivamente a los dominios tradicio­
nales de la moral y de la estética, o sea , una valoración del «bien»
y de lo «bello» que se produce en función de su contenido en
realidad (en el sentido indicado más arriba, «contenido en rea­
lidad» no designa la realidad de la cosa, sino lo que la cosa tiene
de realidad).
Si hubiera que componer, pues, un tratado del Bien y del Mal,
es decir, un sistema de moral, buscaríamos su principio general
en lo que nos ensenó el estudio de ía grandilocuencia, asimi­
lando de ese modo el Bien a lo real, el Mal a lo irreal, persua­
didos de que existe un vinculo fundamental entre lo que existe

'■ Jbid., p. l68.


Vi Ibid.
(lo real en tanto que señala algo real) y la pureza, la inocencia,
por un lado, y entre lo que no existe y la impureza, la «porque­
ría», por el otro. El detalle de este tratado, que no escribiremos
porque lo consideramos ya escrito, esto es, inscrito en la reali­
dad misma, consistiría en afirmar que una cosa es tanto mejor
cuanto más se acerque a la realidad, y tanto más despreciable
cuanto más se aleje de ella. Que la porquería no concierna a lo
que existe, sino básicamente a lo que no existe (es decir, todo
lo que no existe más que como representación), puede parecer
que es una paradoja. Fácilmente se nos podría objetar, por ejem­
plo, que un excremento es algo que, para existir, no necesita que
se le considere en general como una cosa sucia; a lo que res­
ponderíamos con la respuesta sagaz que dio una madre a alguien
de su entorno familiar que la interrogaba acerca de la natura­
leza de una mancha sospechosa observada sobre la alfombra:
«No está sucio -d ijo después de examinar la cosa—, es una caca».
Esta respuesta, que primero asombra un poco, es más sensata de
lo (jue parece. Plantea directamente el problema de la naturaleza
de lo sucio en sí y deja entender con claridad que nada puede
ser considerado sucio desde el momento en que se identifica
como algo conocido y existente. Pues uno se pregunta , en suma,
¿qué es lo que podría parecerle sucio al autor de esa rara asimi­
lación del excremento a lo no sucio, o sea, a lo limpio? ¿En qué
condiciones, por tanto, hubiera podido ser considerada la man-
cha como sucia? La respuesta es sencilla: habría estado sucio todo
lo que, después de examinarse, no hubiera parecido ser ni ex­
cremento. ni chocolate, ni papilla, ni queso, ni ninguna otra cosa
identificable. Sólo estaría absolutamente sucio el objeto no iden­
tificado, es decir, «innombrable» (término muy acertado que, ex­
presando con una única palabra la noción de lo indeterminado
y la de lo asqueroso, da cuenta a la perfección del vínculo pro­
fundo que relaciona la inexistencia con lo inmundo). Cada vez
que el o b jd o sea identificado como algo concreto, la madre
podra, y tendrá el derecho de responder: -No está sacio, por­
que es esto. Y. como todas las cosas reales participan de esta
concreción, de ello se sigue que no hay ninguna cosa real que
esté sucia, Naturalmente, sería un error, no obstante, concluir
que no haya nada que esté sucio, porque hay una infinidad
de cosas que no son esto ni aquello, como son las porquerías de
la representación, desde el momento en que ésta, al haber per­
dido el contacto con la única instancia que podría autentificarla,
es decir, lo real, ya sólo es el signo de sí misma. Céline hacía
notar que toda vulgaridad y obscenidad en el mundo consiste,
no en las cosas reales y en su mención cruda, sino tan sólo en
el sentim iento que se tiene de ellas y que sugieren.
Los términos que nos han servido para componer el esbozo
de nuestra ética también nos servirían para com poner un tra­
tado de estética general, fundado sobre el mismo principio:
en él valoraríamos lo Bello en función de la mayor o menor
riqueza de su contenido en realidad, y procederíam os del
mismo modo para lo Feo. Sería fácil invocar entonces la his­
toria del arte y observar que sus mejores momentos habían
sido aquéllos en los que más se había aproximado lo real a
la representación estética, com o en la escultura griega o en
la pintura holandesa (en nombre de semejante «estética de lo
real», como se sabe. Nietzsche exaltaba a Bizet en detrimento
de Wagner). Aparecería en tal caso una incompatibilidad ra­
dical entre la estética, lo Bello, y todo lo que resulta vago, im­
preciso, indeterminado, lo que conduciría a proponer una
poética del antisueño, exactam ente opuesta a la poética de
quienes, como Baudelaire, ven en el capacidad fundamental
del arte una capacidad no de servir la realidad, sino de ha­
cerla fracasan Las mismas observaciones afectarían antes que
nada a la naturaleza y a la función del teatro, que nuestra es­
tética definiría como repetición jubilosa y ludica de la reali­
dad, opuesta a toda forma de crítica y de acusación, tales como
las practica determinado teatro contemporáneo, en la estela
de B. Brecht.
Nuestros tratados de estética y de moral podrían, finalmente,
llevar a ta constitución de una filosofía general de lo real que
concedería a la realidad, además de los caracteres de lo bueno
y de lo bello, una tercera etiqueta: la de la verdad. No men­
cionaremos aquí, y para concluir, más que un epígrafe posi­
ble. que tomamos de Jean Paulhan:*7

Si el pensamiento ei aníe todo búsqueda de lo que existe.


no puede ser a la vez contestación de lo que existe. Nadie
puede al mismo tiempo aceptar y rechazar la verdad. Hay
que elegiry decidir de una vezpor todas un punto departida,
inflexible y oscuro, donde comience el pensamiento. ¿Quién
fue el que escribió:«Espero todo del lado impenetrable»?

Las manifestaciones de la grandilocuencia, naturalmente, no


sólo afectan a la forma del escrito o de la palabra. Esa palabra
desmesurada que es la grandilocuencia, en el sentido etimo­
lógico del término, es susceptible de contaminar todos los cara-
pos de expresión: la separación que introduce entre lo real y
su representación puede ser sensible en la representación no
escrita, com o la pintura, la música o el «lenguaje» cinemato­
gráfico. Sin embargo, la imagen grandilocuente es siempre una
imagen que puede traducirse en palabras, por lo que aparece
siempre en un segundo plano en relación a la palabra grandi­
locuente; de suerte que el análisis de las formas de grandilo­
cuencia que no son textuales remite finalmente al de la
grandilocuencia originaria, la de las palabras, respecto de la
cual la grandilocuencia no hablada resulta ser una derivación,
una manera de transposición en un terreno que implica sola-

^ Ijcí 14Juiílet, op. cit., n° 3, p. 3-


mente otros medios y otros efectos. La separación entre lo reai
y su representación es, en primer lugar, un asunto de palabras
porque la representación es verbal antes de ser pintada o can­
tada; el mismo ideograma sólo es una pintura del objeto seña­
lado en la medida en que pasa a través de una significación.
Una tela de Greuze, para atenemos a este ejemplo ilustre e
indiscutible de grandilocuencia no verbal, en este caso pictó­
rica, muestra una realidad separada de cualquier referencia a
lo real, pero en contacto inmediato con algunas nociones-, tales
como el honor, la modestia o la virtud, cosas que sólo existen
sobre la tela por haber existido primero en los libros. Por eso
Diderot comprendió tan bien el talento de Greuze, porque sen­
tía el original detrás de la copia y volvía a traducir en palabras
el mensaje originariamente verbal que Greuze se limitó a trans­
cribir hábilmente en imágenes. Para hacer eso, no tiene más
que devolver al texto lo que pertenece al texto. Probablemente
se comete un gran error cuando .se le reprocha a Diderot, como
a menudí) se hace, que fundamente su apreciación de la pin­
tura, en sus Salones, en la conformidad de la pintura con lo real,
que reserve la alabanza a lo que, en la tela, «se hace verda­
dero».^ y la censura a lo que en ella peca contra la «verosimi­
litud»^9 Considerado en sí mismo, este principio es en el fondo
uno de los más sólidos y más seguros. La expresión de la ver­
dad tiene los mejores títulos para constituirse en un valor que

** Cf. la crítica de La novia aldeana , en el Salón de 17ói: La com posición


m t p areció m uy bel Iai deb ió haber sucedido de esa manera-,
'■ Cf. ibid.: «Olro defecto. Fsta herm ana entrada en años, ¿es una hennana
o una criada?’ Si e s una criad a, h ace m al en a p o y a rse en el resp ald o de la
silla de su am o, e ignoro por qué envidia tanto la suerte de su am a: si es una
hija de la casa, ¿por qué es le aire innoble?, ¿por qué este desaliño? Contenta
o descontenta, había que vestirla corno es deb id o en los espon sales de su her­
m ana. Veo que nos induce a error, que la m ayoría d e los que miran el cu a­
dro la Loman p o r una criada y que el resto queda perplejo-.
pueda aceptarse como criterio estético. Lo que se le puede re­
prochar a Diderot es muy diferente: que no vea que la «reali­
dad* tan fielmente copiada por la pintura de Greuze no es
exactamente la realidad, sino una representación codificada,
convencional y grandilocuente, fruto de una cierta época y,
sobre todo, de un cierto lenguaje, Greuze hizo sus reproduc­
ciones a la perfección, y no hay que vacilar a la hora de con­
cederle un certificado de conformidad con el original, aunque
notando al margen que Greuze no copia cosas, sino palabras.
Por eso, además, la pintura de Greuze es extraordinaria, ex ­
traordinariamente grandilocuente, debido a la debilidad de su
contenido en realidad, que sólo existe aquí, como dirían los
compuestos de laboratorio, en calidad de dosis despreciable -
Así, el peor pintor, como el peor músico o el peor cineasta, es
aquél que al mismo tiempo se muestra más indiferente a lo real
y más atento a las imágenes de lo real ofrecidas por la repre­
sentación verbal.
La grandilocuencia, que afecta indistintamente a todas las for­
mas de expresión, es siempre literaria antes que nada, dado
que la imagen que propone está en esencia inspirada en un sig­
nificado y que no hay significado más que en la escritura. Se
puede aquí invertir la fórmula de Antonin Artaud y considerar
esta inversión más segura aún que la fórmula en su estado ori­
ginal: si sólo es posible que toda escritura sea una porquería,
es seguro en cambio que toda porquería en el mundo es, en
primer lugar y esencialmente, escritura.

3. LO REAL Y SU REPRESENTACIÓN

3.1. El ca so g en eral: la represen tación ta rd ía


A la representación, que atrapa y fija (en palabras o imáge­
nes), se le podría oponer la brillantez de lo real, que jamás se
deja atrapar ni fijar. Así, las relaciones de lo real con su repre­
sentación son siempre relaciones difíciles, hechas de contras­
tes, de amplias zonas de sombra y; algunas veces, de tarde en
larde, también de raras y felices coincidencias; Al estudio de al­
gunas de esas coincidencias dedicaremos, para concluir, las ob­
servaciones que siguen.
La representación de lo real -s i se acepta el caso más fre­
cuente, que es la ausencia de lo real en el seno de la repre­
sentación, ausencia que culmina en el fenóm eno de la
grandilocuencia- no sólo no es evidente, sino que constituye
un problema en apariencia sin solución. Lo propio de lo que
brilla -y eso hace lo real- es no dejar que nada se le acerque
sea porque al acercársele demasiado acabe quemándose (que
es el destino de ícaro y de Faetón), o sea porque al fijarse en
él de lejos se vuelva ciego a fuerza de mirarlo. Por tanto, la cap­
tación de la realidad se traducirá, en la mayoría de los casos,
por una supresión pura y simple del brillo que se quería cap­
tar, al que sustituye un decorado y una falsa luz: es cierto que
se recoge algo, pero eso no es lo que uno se proponía recoger.
Así. el narrador del Voyeur; de Robbe-Grillet, agota su voyeu-
rismo en describir, de manera directa y objetiva, un dique cuya
minuciosa descripción va reduciendo poco a poco su aspecto
visible hasta hacerlo oscuro e invisible: una rápida mirada de
reojo hubiera informado mejor sobre un objeto que la mirada
insistente y directa acabó por reducir a la nada, a la manera del
pergamino del que habla Balzac en La p ie l d e z a p a . Del mismo
modo, en un conocido pasaje de los C u a d ern o s d e la Q uin­
c e n a Péguy se esfuerza inútilmente en hacer revivir el caso

Cahiers de la Qtiinzaine, X - L3, del 20 d e junto de 190^: «A esle joven que


viene .) verm e y que sin querer m e reveló, con la in ocencia de una Fulguración,
qué significa que el acontecim iento histórico, sobre to d o este acontecim iento,
suceda una vez, y no vuelva a suceder nunca más».
Dreyfus en honor a un joven interlocutor. Cuanto más precisa
su descripción, más siente que la cosa se le escapa, que se abre
un abismo infranqueable entre la representación que ofrece a
su oyente y la cosa que se suponía que tenía que representar:
-Yo le daba algo real y él recibía la historia. En qué misterioso
abismo, abierto entre ambos, se hacía, se producía, se obtenía
la pérdida, o la desaparición, o la deserción ( ...) y sin ruptura
aparente, bajo la apariencia de continuidad, surge otra cosa,
una imitación, una falsificación, casi siempre una parodia, una
sustitución, un sustituto, un suplente, algo completamente ex­
traño», Un poco más lejos: «Nunca aprecié en esa fulguración,
en ese sobrecogimiento, que existiese lo real, y que existiese
la historia; que existe la realidad, el acontccimicnto de la rea­
lidad, y que existe la historia». Lo que Péguy llama aquí la His­
toria es en general la representación, cuyo destino más probable
es el de dejar atrás a lo real. Cuanto más se precisa la repre­
sentación, más se constata que lo real se ha perdido a lo largo
del camino. Esta interferencia de lo real con su representa­
ción, que conduce a un balbuceo en relación con lo real, no
proviene en esencia, contrariamente a lo que sugiere Péguy
en su comentario -^<Nunca vi en esa fulguración, en ese sobre-
cogimiento, que existiese el presente, y que existiese el pa­
sado—, de un ocultamiento del presente en el pasado y de una
especie de impotencia de la memoria. Más adelante se verá que
la reactualización del pasado es, al contrario, la vía de acceso
más frecuente que conduce de lo real a la conciencia de lo
real, y que. en general, no hay captación de lo real más que
con la ayuda de una diferencia entre el pasado y el presente.
Hay interferencia de lo real porque existe, en la anécdota re­
latada por Péguy, la voluntad de poner cerco a un aconteci­
miento mediante la visión o descripción directas, en lugar de
sugerirlo dejándole volver a la conciencia de lejos y dando
un rodeo. La realidad siempre está aquí, pero nunca aparece
más que en otra parte; por tanto, hay que mirar a otra parte
si se la quiere percibir.
F.n efecto, la única manera de enfocar lo real es a través de
una visión de lejos y al sesgo: la única una visión útil cuand©
se trata de localizar un objeto en la penumbra (la presencia
de los bastoncillos, sensibles a las luces más débiles, en el con­
torno de la retina permite percibir objetos situados un poco al
lado del punto de mira, mientras que una fijación directa del
objeto resulta ciega, afectando sólo a los iones, situados en el
centro de la retina, que únicamente se excitan con las luces
vivas). Sin embargo, esta comparación de la percepción de lo
real con la técnica de la visión nocturna sigue siendo insufi­
ciente. JNo basta, para percibir lo real, con mirarlo al bies; es
preciso todavía que no se le mire intencionadamente esperando
ver aparecer la cosa y, por tanto, no pudiendo ver nada en úl­
tima instancia. A menudo se ha insistido en el carácter fortuito
e involuntario de la percepción de lo real, que se encomienda
casi siempre a la atención distraída, es decir, a la falta de aten­
ción. La captación de lo real es comparable así a la evocación
del pasado, que sólo vuelve cuando no se lo llama: «Es una pér­
dida de tiempo que tratemos de evocarlo, todos los esfuerzos
de nuestra inteligencia son inútiles».M
Si bien, según Proust, el pasado vuelve por «azar» -«ese ob­
jeto (nuestro pasado), depende del azar que lo encontremos
antes de morir o que no lo encontremos*—,4- seguramente no
sea por casualidad que el advenimiento de lo real a la coa-
ciencia sobrevenga, la mayoría de las veces, por el rodeo del
p a s a d o . De manera general, cuando una representación tiene

41 Á la recberch e d u tem psperdu, G allüm rd, Bital. de l;i Plciadc, r. I, p. 44.


|Hay trad. esp.: E n busca del tiempo perdido, Alianza Editorial, Madrid, 1966.
vol. 1: «Por el cam ino de Swann». Versión d e Pedro Salinas.]
Ibid.
el privilegio de transmitir una cierta realidad, la realidad que
transmite le es anterior: precede a su representación. Hay así
un vínculo entre la imagen rica en realidad y el pasado. La
realidad cuya imagen ha «pasado» casi siempre le es anterior,
como el modelo platónico en relación a sus copias, las cuales,
llegando siempre y necesariamente después de la producción
del modelo, deben tomar el desvío de la ''reminiscencia». Si es
cierto que saber es recordar y que toda ciencia es reminiscen­
cia, ello es porque la conciencia de lo real es -u n a vez más,
en general- segunda en relación con esa misma realidad.
Lo real precede así, la mayoría de las veces, a su represen­
tación, de modo que la función de la representación consiste
en evocar no una realidad simultánea a la percepción, sino en
descubrir una realidad que le es anterior, que existe con tod»
la fuerza de lo real sin que no obstante haya sido registrada con
nitidez. La representación más convincente, la más «verdadera*,
casi siempre designa una realidad ya antigua, o al menos una
realidad que ha comenzado a ser real mucho antes de ser re­
conocida como tal: «reconocida», es decir, conocida solamente
la «segunda vez» (la primera vez, que no llega a la superficie
de la conciencia, era la de la emergencia de lo real mismo).
Una escena, tomada del comienzo del Viaje a l cen tro d e la
Tierra de Julio Verne, ilustra esa anterioridad de lo real sobre
su representación y el carácter necesariamente tardío que re­
sulta en esta última. El sabio profesor Lidenbrock y su sobrino
Axel estudian un criptograma cuyo desciframiento les condu­
cirá a emprender la exploración cuya descripción constituye
el tema de la novela. Confiando en que el autor del criptograma
puede haber seguido quizá la primera idea que se le vino a la
mente para mezclar las letras de una frase, que consiste según
Lidenbrock en escribir las palabras vertical mente en lugar de
trazarlas horizontalmente y, después, en volver a transcribir
en horizontal el texto así obtenido, el profesor hace un expe­
rimento destinado a determinar si semejante procedimiento con­
duce a un texto que presente al menos alguna semejanza ex­
terior con el texto que hay que descifrar:
■Veamos qué sale de aquí. Axcl, echa una frase cualquiera en
este trozo de papel; pero, en lugar de disponer las letras unas
detrás de otras, ponías sucesivamente en columnas verticales,
que se puedan agrupar en grupos de cinco o de seis.»
Axel hace lo que se le pide y, después de haber alterado
una frase que se le vino a la mente de manera automática, con­
sigue el texto siguiente:

Jrnne, b ee, tGe t ’bm irn a ia t a f iepeü

Texto que, tan pronto como lo desenreda Lidenbrock, da:

¡Te qu iero m u ch o, m i p e q u e ñ a G raü ben !

Para gran asombro del profesor que, leyendo el texto en voz


alta, descubre los sentimientos de su sobrino hacia su pupila
Graüben, pero «sobre todo para mi asombro», precisa el narra­
dor de la novela, que no es otro que Axel, quien descubre de
ese modo, a la vez que su tío, la naturaleza de sus propios
sentimientos.
Parece que no hay nada que ilustre mejor que esta escena
de Julio Verne la verdad del aforismo de Lacan según el cual el
lenguaje humano constituye «una comunicación en la que el emi­
sor recibe del receptor su propio mensaje de manera invertida».4'
Axel quizá no hubiera sabido nunca que quería a Graüben si no
le hubiese oído exclamar a su tío Lidenbrock: «¡Ah, quieres a
Graüben!» -proposición a la que Axel sólo opone un balbucean-

Écrits, Ed. dn Senil, p. 298. [Hay trad. esp.: Los «Escritos» d eja eq u es Lacan,
Siglo XXI, Madrid, 1994. Versión de Ángel Frutos.]
te -Sí.,. N o ...—. La verdad .sugerida por esta escena, sin em­
bargo, parece de más amplio alcance, y ello por dos razones.
En primer lugar, la verdad que me enseña el otro no es sólo la
verdad de mi deseo, desconocida por mí y revelada por el otro
-antes de entenderse aquí otro» en un sentido muy general, de­
signando todo lo que es exterior a mi persona y a mi concien­
cia-, También concierne a toda verdad, a toda realidad, en tanto
que éstas pueden escapar a la conciencia de aquél que, sin em­
bargo, está sometido a ellas, Axel sabe que está enamorado al
oír a su Lío leer un texto que el mismo había escrito: también
hubiera podido saber que era estudiante, alemán, habitante del
planeta Tierra y, en general, que poseía tal o cual atributo desde
el momento en que éste, por ser real, todavía no ha sido regis­
trado como tal por la representación. Así, es posible vivir toda
la vida en el bulevar Victor Hugo sin darse cuenta de que ese
Víctor Hugo es, además, aquel de quien se lee Los m iserables
o La ley en d a d e los siglos, ya que el Victor Hugo poeta jamás
ha tenido la ocasión de coincidir con el Victor Hugo de la calle,
del mismo modo que el amor Axel por Graüben no coincide
con su representación y, por tanto, debe esperar, para ser per­
cibido, a la escena de la doble revelación descrita por Julio
Verne. Por otra parte, este aprendizaje de lo real por el rodeo
del otro es revelador de una diferencia más profunda que la que
separa el propio yo del otro, y que es la distancia entre el tiempo
de la realidad y el tiempo de su representación. Es curioso, sin
duda, que Axel se entere de su propia verdad por boca de su
tío (el cual, una vez más. no hace más que volver a transcribir
su propio mensaje), pero Lodavía es más notable que esta ver­
dad concierna a una realidad que no esperó ser percibida para
ser real, mostrándose muy anterior a lo que la señaló en la con­
ciencia: lo que coloca a Axel en el ridículo más espantoso, pero
muy habitual, de ser el último que se entera de lo que le sucede.
Así es como generalmente uno se percata de lo real: poco des-
pues o mucho después, pero en cualquier caso después. Eso
es lo que le ocurre al iiéroe de una película de Fran^ois Lete-
rrier, P royección p r iv a d a (1973): éste, que es cineasta, decidió
extraer el tema de su próxima película de un accidente de au­
tomóvil. en el que una de sus amigas encontró la muerte unos
años antes; progresivamente, ira dándose cuenta, en el curso
de esta reconstitución de los hechos que constituye el rodaje de
la película, de la diferencia que separa lo real de la representa­
ción complaciente que se había hecho de ella hasta ese mo­
mento, para descubrir en suma que el aparente accidente
ocultaba un suicidio seguido de un homicidio. La repetición del
pasado se confunde aquí con la primera aparición de lo real:
la lenta salida del agua del vehículo accidentado, durante una
escena de dragado que señala, al término de la película, el punto
final de la reconstitución del drama, sugiere bien el largo «tra­
bajo» a cuya conclusión solamente lo real emerge a la superfi­
cie de la representación y llega en fin a coincidir con ella, esa
larga progresión por el rodeo que tienen que dar normalmente
las realidades más próximas para abrirse camino a la concien­
cia. «Nuestra relación con lo que nos es próximo está, desde siem­
pre embotada y sin vigor*, escribe Heidegger. «Pues el camino
de las cosas próximas, para nosotros los hombres, siempre es el
más largo, y por esa razón el más difícil.'»'11
El teatro de Marívaux pone sobre el escenario del modo más
visible ese tiempo de retraso que separa el advenimiento de
lo real de su acceso a la representación. En él, lo real jamás es
reconocido de entrada, sino solamente a la salida de un largo
rodeo que constituye la esencia de lo que se llamó el «galan­
teo» ( m a riv a u d a g e).45 A lo real le hace falta tiempo para que

"4 Le principe d e raison, p. 47. ÍHay trad. csp .: F,lprincipio de razón, op. cit.]
Proceden te del nom bre de Marivaux, el térm ino m arivaudage .se em plea
para designar un dicho o gesto de galantería delicada y rebuscada. (¿\. del ‘I 'J
se le reconozca, de suerte que el reconocimiento de lo real se
refiere indefectiblemente a una realidad ya pasada, de la que
en adelante no podríamos escapar, El acceso de lo real a la con­
ciencia se acompaña así con la revelación de algo que se pa­
rece a una trampa, y que es la trampa de toda realidad en tanto
que se la percibe demasiado tarde com o para que uno pueda
esperar actuar con eficacia sobre ella: como si sólo estuviese
permitido conocerla a condición de que se la conozca dema­
siado tarde. Por eso el reconocimiento de lo real coge de im­
proviso, ya que sobreviene más tarde. Así, la experiencia del
amor siempre constituye una sorpresa, como toda experiencia
de lo real* por otra parte. Se ha hecho notar que los persona­
jes del teatro de Marivaux se tomaban siempre mucho tiempo
para decidirse a decir, por fin, el «te quiero» con el que gene­
ralmente termina la pieza, como si lo esencial de la intriga de
este teatro consistiera en el intervalo que separa el reconoci­
miento del amor de ese triunfo sobre el amor propio que cul­
mina en la confesión. En realidad, este intervalo existe sin duda
en Marivaux, pero es muy corto y apenas cuenta. Lo esencial
del debate está en otro lugar: no concierne tanto al problema
de la confesión -saber si hay que decirlo o no—cuanto al pro­
blema del reconocimiento, e incluso al del conocimiento en ge­
neral -sa b er quién es y lo que uno siente—. La progresión
dramática de este teatro se funda en un p ro g reso d el saber, en
una lenta iniciación al conocimiento de lo real, que no se da
ni simple ni inmediatamente a la conciencia, sino que debe
aprender, por el contrario, con paciencia y casi a tientas a par­
tir de signos procedentes del exterior, como un amigo que nota
tu falta de apetito, o tu sirvienta que observa una acumulación
inusual de borradores de cartas rotas en la papelera. Y es que
la conciencia, el espíritu, todas las instancias de la representa­
ción, en fin, no son por sí más que auxiliares inciertos y débi­
les cuando se trata de acercar lo real —le tengo por un gran
visionario^, dice Marivaux refiriéndose al espíritu, en lu vida d e
M a r i a n a La iniciación al saber y a lo real sólo puede reali­
zarse al margen y a pesar de los prestigios de la representación:
constituye justo esa p ru e b a por la que pasan todos los héroes
de teatro de Marivaux. El éxito de la pmeba significa el acceso
de lo real a la conciencia. Una vez que ha pasado el momento
del reconocimiento, cuya laboriosa gestación es el resorte hui­
da mental de este teatro, ya está dicho todo, siguiéndose muy
rápido el momento de la confesión.
Se observará también que el teatro de Marivaux. al que con
frecuencia se le reprocha su falta de acción, cuando no de in­
terés, en cierto modo se funda antes bien en la pura acción:
es decir, no en la representación de la acción, sino en el hecho
de que la acción es primero irrepresentable, existe primero e *
un estado sordo e invisible y sólo se deja percibir una vez con­
sumada, cuando ya están hechos todos los movimiento®. Éste
es el destino de toda «historia», como dice Boris Pasternak:
"Nadie hace la historia, no se la ve, no más de lo que se ve
crecer la hierba*."1’ El destino de todos los actos profundos es­
triba en que sólo pueden percibirse cuando hace mucho tiemp©
que se emprendieron. Así, con los actos amorosos sucede lo
mismo que con la composición de cualquier obra, ya se trate
de la hierba o de un libro, y de todas las cosas que nunca tie­
nen un comienzo, o mejor de las que no se podrá decir nunca
cuándo ni cómo comenzaron.
La representación de lo real, por tanto, es generalmente tar­
día, pero eso no significa en absoluto que la realidad no sea
perceptible más que por el rodeo de la memoria. El acceso
de lo real a la conciencia, que sobreviene más tarde, no por
ello constituye un recuerdo. No es que lo real vuelva a la con-

í: Citado por Cl. Simón en epígrafe a L'herbe. Ed. de Minuit. [Hay trad. esp.:
La hierba. Lumen, Barcelona, 1986. Versión d e üsleban Busquéis.]
ciencia, sino que más bien llega a ella por primera vez: no
en tanto que ha pasado, sino en tanto que es reai, incluso
cuando su realidad sólo se manifiesta gracias a un desfase
entre la realidad antigua y su percepción presente. En esos
«retornos del pasado», que de hecho son llegadas de lo real.
no es el pasado el que vuelve, sino la realidad la que apa»
rece.
Las célebres descripciones de Proust proporcionan aquí una
ilustración a la vez elocuente y ambigua. Se sabe que en tres
momentos decisivos de En bu sca d e l tiem po p erd id o el narra­
dor relaciona la irrupción de una indecible felicidad con un
retorno del pasado a la conciencia: cuando reconoce en el
aroma procedente de una «magdalena" mojada en el té el sabor
de ciertos momentos de su infancia en Combray;47 cuando
Swann, durante una velada en casa de la marquesa de Saint-
Euverte, vuelve a oír el tema de la sonata de Vinteuil que de
repente le hace «revivir» los comienzas de su relación con Odette
de Crécy;4" y, por último, cuando el narrador mismo se «acuer­
da» de una reciente estancia en Venecia al tropezar con los -ado­
quines desiguales» del patio del hotel de Guermantés.49 Es
manifiesto que en los tres casos la intensidad y la verdad de
la experiencia, así como la razón de su carácter jubiloso, están
ligadas a una percepción tardía aunque imperiosa de lo real,
análogas a aquellas por las que Axel, en Julio Veme. o los hé­
roes de Marivaux descubren más tarde su propia verdad. Ahora
bien, ése no es en absoluto el sentir de Proust, que ve en estas
experiencias momentos en los que se confunden el pasado y
el presente, que de ese modo permiten al hombre efímero es­

17 Á la recberch e d u temps perdu, t. I. p. 45 y ss. [Hay erad, esp.: En busca


del tiempo perdido. op. cit.\
w Ibid.. t. I, p. 3 4 5 y ss.
^ Ibid ., t. III, p. 8 6 6 yr ss.
capar provisionalmente de la temporalidad y, con ella, de la rea­
lidad: «Esta causa de mi felicidad la adivinaba comparando esas
distintas impresiones bienaventuradas, que tenían en común el
hecho de que la.s experimentaba al mismo tiempo en el mo­
mento actual y en un momento lejano, hasta el punto de que
el pasado usurpaba el presente, de que dudaba a la hora de
sat>er en cuál de los dos me encontraba; en verdad, el ser que
entonces saboreaba en mí esta impresión la saboreaba en lo
que tenía en común en un día antiguo y ahora, en lo que tenía
de extratemporal, un ser que no aparecía más que cuando, por
una de esas coincidencias entre el presente y el pasado, podía
encontrarse en el único medio en donde pudo vivir, gozar de
la esencia de las cosas, es decir, fuera del tiempo. Esto expli­
caba que mis inquietudes con respecto a mi muerte hubiesen
cesado en el momento mismo en que reconocí inconsciente­
mente el gusto de la pequeña magdalena, ya que en aquel mo­
mento yo era un ser extratemporal, despreocupado por
consiguiente de las vicisitudes del futuro. Aquel ser nunca vino
a mí, nunca se manifestó, más que fuera de la acción, del goce
inmediato, cada vez que el milagro de una analogía me hacía
escapar del presente».wPrecisemos aquí la sucesión de las ideas
que resume, en este pasaje clave de El tiem po reco b ra d o , lo que
más le interesaba a Proust, al menos en materia de filosofía: soy
feliz cuando experimento algo que, estando en relación a la vez
con el Liempo pasado y el tiempo presente, no está en rela­
ción con el presente que pasa -q u e está sin relación, pues, con
el presente y su pobreza- (Baudelaire iría aquí más lejos aún:
lo real y su trivialidad).
Aquí el error de Proust no es tanto el de privilegiar la imagi­
nación a costa de la aparición de lo real, privilegio que, por otra
parte, reconoce él mismo de manera explícita —«Muchas veces,

'I: Ib-id., t. III, p. 871.


en el curso de mi vida, la realidad me había decepcionado por­
que en el momento en el que la percibía, mi imaginación, que
era mi único órgano para gozar de la belleza, no podía adap­
tarse a ella, en virtud de esa ley inevitable que quiere que so­
lamente se pueda imaginar lo que está ausente— cuanto el
de considerar com o recuerdo la simple aparición de lo real,
su «epifanía», el de considerar como representación segunda
lo que de hecho es primera presentación; La «reminiscencia*
proustiana no es un recuerdo por la simple razón de que no
reproduce ninguna imagen. Un recuerdo repite una presenta­
ción: por eso, en rigor, puede constituir una -re-presentación».
Pero no hay nada de eso en las reminiscencias evocadas por
Proust. La reminiscencia proustiana no rememora nada porque
ella es precisamente -y ahí radica todo su interés- la primem
«representación* de lo real, es decir, su presentación inaugu­
ral, que señala la emergencia de una cierta realidad en la su­
perficie de la conciencia. Cuando Swann -p o r atenernos sólo
a este ejem plo- vuelve a oír el tema de la sonata de Vinteuil,
que le evoca la época de sus primeros amores con Odette, no
recuerda, hablando con propiedad, la intensidad del sentimiento
que le unía, y aún le une, a Odette: simplemente toma con s­
c ie n c ia de ello. No hay aquí recuerdo, sino captación, per­
cepción, descubrimiento. La realidad no ha vuelto, ha llegado.
Es una pena que Proust, tan atento a este brote de lo real en
la superficie de la conciencia, haya creído que debía despedirlo
nada más nacer y haya fundamentado la intimidad de su feli­
cidad en su aptitud para evacuar lo real. Exponiendo una pro­
blemática bastante cercana, pero que conduce a conclusiones
opuestas, Stravinsky hacía notar que el triunfo artístico no con­
siste en una evasiva, sino al contrario en un dominio jubiloso
del presente: «La música es et único ámbito en el que el hom-

1,1 ibid., t. 111, p. 872.


bre realiza el presen te ».152 Este goce de lo real no se obtiene fi­
nalmente en En bu sca d el tiem po p e r d id o , y Proust mismo e x ­
pone la razón de este fracaso cuando evoca, para justificar las
múltiples decepciones que le ha valido la aproximación a lo
real, «la impotencia que tenemos para realizarnos en el goce
material, en la acción efectiva».** El retorno de lo real sigue es­
tando aquí, por tanto, sin acabar y como abortado; el pasado,
por el que lo real trata de abrirse paso hasta la conciencia, se
queda al final como pasado al no llegar a «realizarse» en el pre­
sente -u n poco como los tres árboles percibidos durante un
paseo por los alrededores por Balbec, que originan en el ánimo
del narrador el sentimiento de una reminiscencia que no llega
a plasmarse en un recuerdo, como un signo ya indescifrable,
y que al final lo abandonan, pareciendo que le dicen: «Lo que
no aprendas hoy de nosotros, no lo sabrás nunca*.

3.2. Dos casos p articu lares: la represen tación a n ticip a d a


y la rep resen tación p á n ic a
La relación de lo real con su representación es; pues, gene­
ralmente una relación de la anterioridad con la posterioridad*
aquí lo real precede a su representación. Esta regla general
soporta, desde luego, dos excepciones: por un lado, el caso
en el que la aparición de lo real sucede a su representación (re­
presentación anticipada); por otro lado, el caso en el que lo real
es simultáneo a su representación y coincide con ella (repre­
sentación pánica).
El primer caso apenas merece comentario. Concierne a todas
las realidades cuya percepción hace acto de presencia después

* Chroniques de ma vie, D cnoel/G onthier, coll. MécHationS", p, 63-64.


1,3 Á la recberc.be du tempsperdit, L. 111, p. 877. [Hay tracl. esp.; F.n busca del
tiempo perdido, op. cii\
v Ihid., t. I, p. 719.
de haber sido anunciadas como reales por el entorno cultural
en todas sus formas. El lugar privilegiado de este anuncio de
la realidad, que representa de antemano lo que aún habrá que
percibir en tanto que real y no sólo en tanto que representa­
ción, es sin lugar a dudas la escuefa, y a ella se refiere Freud
en un pasaje muy ilustrativo de El p o rv en ir d e u n a ilusión: «Nos
dicen en la escuela que Constanza está a orillas del B o d en see
(lago de Constanza). Una canción estudiantil añade: ¡Quien
no lo crea, que vaya a verlo! Pues da la casualidad de que yo
he ido y puedo confirmarlo: esta hermosa ciudad está situada
sobre la orilla de una vasta extensión de agua que todos los ha­
bitantes de los alrededores llaman el Bodensee. Ahora estoy ple­
namente convencido de la exactitud de esta aseveración
geográfica. Pero me acuerdo a propósito de esto de otro inci­
dente curiosísimo. Hombre maduro ya, me encontraba por vez
primera en Atenas sobre la colina de la Acrópolis, entre las
ruinas de los templos, mirando a lo lejos el mar azul. A mi ale­
gría se sumaba un sentimiento de asombro, que me hizo decir:
“¡Así que las cosas son de verdad como se nos enseñaba en la
escuela! ¡Es necesario entonces que mi fe en lo que oía care­
ciese de profundidad y de fuerza para que hoy pueda estar
tan sorprendido!”».^ La salp resa de la que aquí habla Freud es
similar a la que asalta a los héroes del teatro de Marivaux: en
ambos casos acompaña a la captación directa de lo real, con
la diferencia, no obstante, de que el advenimiento de lo real
sobreviene ya sea a continuación de un retraso de la repre­
sentación en relación a lo real (caso general, ilustrado por Ma­
rivaux), ya sea a continuación de un retraso de lo real en
relación a la representación (caso ilustrado aquí por Freud).

L ’a im iir d 'u n e ¿Ilusión, Ir. Marie B onaparte, P.U.F.. p. 35-6. [Hay tracl. csp .:
El p o rv en ir de u n a ilusión. Alianza Editorial, M adrid. 1977. Versión de Luis
ló p cz-B allesteros.l
A esta representación anticipada le falta, para que sea plena­
mente convincente, lo que cabría llamar la «fuerza» de lo reai,
que ninguna representación puede generar por sí sola. De afaá
esa extraña duda hacia lo que uno lia aprendido y ha creído
tener por seguro -duda de la que, por otra parte, sólo se es
consciente más tarde, justo con motivo de la captación de esa
realidad para la que no obstante se estaba preparado-. En apa­
riencia, la confirmación de una representación por la propia
realidad no debería sorprender la espesa, sin© más bien col­
marla. Si sorprende, y la experiencia enseña que en general
sucede así, eso es porque la realidad a la que se enfrenta posee
algo que no puede prever ningún saber, algo que ninguna re-
presentación puede perfilar de antemano: precisamente el
hecho de ser real, el misterio de su presencia (que implica, entre
otras cosas, la condición de un tiempo presente). Claude Simón
observa en La hierba\ «Lo propio de la realidad es que nos pa­
rezca irreal, incoherente, por el hecho de presentarse como un
permanente desafío a la lógica, al sentido común, al menos tal
como nos hemos acostumbrado a verlos imperar en los libro»
-debido al modo en que se ordenan las palabras, símbolos grá­
ficos o sonoros de cosas, sentimientos o pasiones desordena­
das-, de manera que a veces, sin duda, ocurre que nos
preguntamos cuál de estas dos realidades es la verdadera».*1
La desconfianza hacia los libros es un viejo tema que se re­
fiere a una no menos vieja sabiduría humana cuyo deseo, muy
honorable en este caso, consiste en rendir homenaje antes que
nada a lo real. Los libros son los libros; en cuanto a lo real, es
preferible «ir a verlo», como sugiere la canción estudiantil traí­
da a colación por Freud. Sin embargo, por una curiosa inver­
sión, ocurre que lo que existe sea también lo que está en los
libros: no sólo existe la Acrópolis en los libros de griego, sino

^ Ed. de Minuit, p. 99 -1 0 0 . [Hay trad. esp.; La hierba, op. cit\


que además existe en el centro de la Atenas moderna. De .suerte
que en ciertos casos -e n todos los casos de «representación an­
ticipada—- la sorpresa ante lo real es al mismo tiempo un ho­
menaje implícito que se rinde tardíamente al libro, al cual se
le agradece que se haya logrado olfatear una realidad.
La sorpresa ligada a la representación anticipada de lo real,
cuando ésta lleva a una percepción directa de la realidad que
representa, también ha sido evocada por Péguy en un texto
de los C u ad ern os d e la Q uincena, llamado «De un sobrecogi­
miento que tuvimos al mismo tiempo», en el que Péguy evoca
la transición desde un conocimiento vago de la amenaza de una
invasión militar alemana en Francia hasta la toma de concien­
cia, brutal y colectiva, de que esta amenaza es, por lo demás,
algo inminente, presente, real. «El conocimiento de esta reali­
dad se difundía paulatinamente, pero se difundía de uno a otro
como un contagio de vida interior, de conocimiento interior, de
reconocimiento, casi de reminiscencia platónica, de certidum­
bre anterior, no como una comunicación verbal ordinaria; en
realidad, era en uno mismo donde cada cual hallaba, recibía y
reconocía la conciencia total, inmediata, preparada, sorda, in­
móvil y hecha por la amenaza presente».^
Falta por considerar, en fin, otro caso particular, última vici­
situd de la relación entre lo real y su representación: el de la
coincidencia, es decir, el de la emergencia simultánea de lo real
y de su representación. Puede ocurrir¡ en efecto, que la repre­
sentación ni suceda a lo real, ni lo preceda, sino que le sea
estrictamente contemporánea: la cosa se manifiesta entonces al
mismo tiempo que accede a la existencia. Semejante coinci­
dencia entre lo real y su representación tiene com o conse­
cuencia la de privar al interesado del tiempo generalmente
necesario para hacerse cargo de lo que le sucede: de ahí la si­

t? Cahiers de la Q uínzaine, VTI-3, del 22 d e octubre de 1905


tuación de urgencia, que rechaza toda demora y prohíbe toda
deliberación, y que condena a la angustia este tercer modo de
representación de la realidad. La representación inmediata
de lo real es así la condición, o más bien la definición misma,
del p á n ico . El diccionario Robert, después de recordar la eti­
mología de la palabra (que deriva de Pan, el dios que pasaba
por asustar a los espíritus), define el pánico como un terror que
turba el espíritu de manera súbita y violenta. El origen de ese
«terror pánico», más allá del dios Pan que lo simboliza, no es
otra cosa que lo real, una realidad cualquiera tan pronto como
se presenta sú bitam en te al espíritu, es decir, sin darle tiempo
para reflexionar, sin darle la posibilidad de «rehacer las cosas»
gracias a esa operación de cambio brusco de opinión que es
la habitual y humana manera de hacer frente a cualquier cosa.
La representación pánica es, pues, la representación sin ©I
tiempo, la representación privada del tiempo: falta el desfase
que habitualmente permite recuperar lo real por el rodeo dr
la representación, tardía o anticipada. Para conocer lo real por
el rodeo del después o del antes, es preciso el complemento
del tiempo. Y es el tiempo lo que está ausente en el caso que
analizamos a continuación.
EnLre los innumerables ejemplos susceptibles de ser invoca­
dos para ilustrar este vínculo entre el terror y la coincidencia
de lo real y de su representación, invocaremos en primer lugar
una película de Steven Spielberg a partir de un guión de R. Ma-
theson. El d ia b lo so b re ru ed as (1972). La intriga no puede ser
más reducida: se trata de un automovilista normal y corriente
que es perseguido, a través de las carreteras y autopistas de los
Estados Unidos, por un camión loco que multiplica las manio­
bras inquietantes y criminales, y al que el automovilista -hom ­
bre sin grandes recursos, es cierto- no llega a «despistar». El
camión siempre termina reapareciendo en el retrovisor del au­
tomovilista, quien desde ese momento ya sólo puede esperar
alguna nueva persecución. Por un momento, sin embargo, el
automovilista, que ha perdido de vista a su perseguidor desde
hace algún tiempo, puede creer con toda razón que ya se lo ha
quitado de en medio. Está parado a la salida de un largo túnel
y ocupado en prestar ayuda al chófer de un autocar averiado,
cuando de repente surge, al otro lado del túnel, el camión mal­
dito. Habiendo encontrado su caza, se detiene en seguida y
lanza desde lejos, en dirección a su víctima, una misteriosa «lla­
mada de luces» que evoca la tragedia griega y la fuerza serena
del destino. Con lentitud, con calma, los faros del camión se
encienden y se apagan, Se trata de una especie de señal vacía,
de significante sin significado, y tanto más terrorífica cuanto que
el espectador -lo mismo que el héroe de esta siniestra aven­
tura- comprende en seguida de qué se trata, sin ser capaz 110
obstante de precisar la naturaleza de lo que se le dice. Hay,
en suma, reco n o cim ien to de algo q u e to d a v ía n o se h a c o n o ­
cido-. la segunda vez coincide con la primera. Eso es justo lo
que sucede en el caso de la coincidencia de io real con su re­
presentación: la cosa llega aquí al mismo tiempo que sus se­
ñales, una y otras se contunden cronológica y lógicamente. Por
eso el mensaje está aquí vacío, y la emisión, com o si no hu­
biese emisor; -circunstancia muy bien resuelta en el epílogo de
la película, cuando después de una falsa maniobra, posterior
a una trampa tendida por el automovilista, el camión se sale de
la carretera y cae por un barranco: el automovilista se lanza en­
tonces al encuentro de su perseguidor desconocido y descubre
que la cabina del camión está vacía. Sería inútil buscar la «mo­
raleja» de la película en el simple hecho de que el camión fan­
tasma mantenga su misterio, como sucede en el epílogo de
algunas narraciones o novelas de Edgar Alian Poe. En reali­
dad no hay ningún misterio en este camión, salvo una coinci­
dencia inquietante entre lo real y su representación, de la que,
por lo demás, es consciente el héroe de la película, el auto­
móvil ista, que manifiesta en un soliloquio angustiado que lo
que le sucede no es otra cosa que la realidad, y que el hecho
de que un camionero loco trate de asesinarlo, tema reservado
en general para la representación (novela policíaca, historieta
gráfica, serial de televisión), sea en ese caso también un tema
real. «En el fondo, es muy sencillo. Hay un camionero que,
desde esta mañana, trata de matarme; eso es, así es, eso es todo,
es increíble, pero es así y no hay nada más que decir». Todo
el «misterio» de la película reside en esa coincidencia que hace
que la cosa llegue y se represente al mismo tiempo, no en la
identidad del camionero o en la naturaleza de sus motivos.
La coincidencia de lo real con su representación, que deter­
mina el pánico, define también;- de manera más general, todo
lo que compete a la catástrofe. Se da una catástrofe cada vez
que el acontecimiento coge de improviso a la representación
porque coincide demasiado con ella, de manera que al que se
encuentra atrapado allí no puede evitar tener que actuar de
un modo irreflexivo, precipitado y casi siempre ineficaz, es
decir, a la desesperada, de un modo precisamente «catastrófico».
Se dice, para referirse a un acto cualquiera, que se ha realizado
a la desesperada precisamente cuando se da una catástrofe y
el que actúa no tiene tiempo de avisar, habiendo acontecido
lo real al mismo tiempo que su representación. De ello resulta
entonces un comportamiento errático e imprevisible, que puede
revestir indistintamente las formas del estupor, del desvaneci­
miento o incluso de la adquisición súbita de un tic nervioso.
A esta última elección s e entrega, en Gobineau, Christian, novio
hasta ese momento tan confiado como amoroso, cuando oye
a su querida lanzarle de repente, en voz alta y en público, el
siguiente mensaje: «¡Dios mío, mi querido Christian! ¡Cómo me
cansa usted! Desde hace un mes, si calculo bien, usted me re­
pite cada noche que Dios hace lo mismo. ¿Sabe usted lo que
resulta de eso? Se pretende, y me he enterado esta noche por
casualidad, que yo me he de casar con usted. ¡Vamos! Hágame
el favor en lo sucesivo de dejarme tranquila, y hasta que esos
ruidos tontos no hayan cesado por completo le prohíbo que
me hable. Monsieur de Rothbanner, déme su brazo, por favor».w
Lo cómico y la crueldad de la situación proceden aquí de que
el desgraciado Christian se ve entregado a la realidad sin haber
recibido aviso previo y tiene que tragarse de golpe a la vez la
realidad y su representación. No tiene fuerzas suficientes para
ello y sólo le queda la solución del desvanecimiento, segviido
de la adopción de una rareza, como indica Gobineau en estas
líneas: «Georges de Zévort se encontraba allí y oyó estas fra­
ses, junto a veinte personas, con tanta claridad como os digo:
sólo tuvo el tiempo justo de extender los brazos para coger
al pobre Christian, que cayó como fulminado. Le hicimos tomar
un vaso de agua y le llevamos a su casa; se le despertó una
enfermedad, no sé cuál, y hasta se insinúa que por ello con­
trajo un tic nervioso incurable».w El gesto neurótico está ahí
para reemplazar la palabra indecible y traduce, en suma, la in­
capacidad para hablar en que se encuentra bruscamente su­
mido quien ha experimentado el acontecim iento al mismo
tiempo que su representación, marcados ambos con el sello
de una misma -impresión». Marcel Aymé evoca esta parálisis
verbal frente a la administración brutal de la verdad en un pa­
saje de su novela El bu ey cla n d estin o. Roberte sorprende a su
padre, el honorable M. Berthaud, a quien respeta en atención
a sus numerosos méritos apreciables, entre los que figura en
buen lugar una profesión de la fe vegetariana que no se con­
cede ni complacencia ni derogación de ningún tipo, devorando
un buen pedazo de carne que cocinó en secreto: «Sorprendido
cuando se llevaba un trozo a la boca, el padre se quedó con

'■* «AdelaTde-, Nouvelles, J.-J. P a u v m , p. 29.


" Ibid.
el tenedor suspendido, el rostro crispado y pálido, con ios ojos
levantados hacia su hija y llenos de una horrible angustia.
Ambos, inmóviles, boquiabiertos, habían perdido la noción de
la oportunidad y habían olvidado el poder de las palabras con-
Lra la evidencia. La idea de interrogar o de explicar no se les
ocurrió a ninguno de los dos. Roberte, con la mano sobre el
picaporte, fue humillada por la enormidad del acontecimiento
y, negándose a desarrollar las consecuencias, recurrió a todas
sus facultades inertes».^ La extinción de las palabras -q u e hace
que los dos protagonistas hayan o lv id a d o el p o d e r d e las p a ­
la b ra s co n tra la ev id en cia - traduce aquí la irrupción de una
representación a la que por desgracia le acom paña la cosa
misma que representa, lo real, en este caso el hecho manifiesto
de que el régimen vegetariano de M. Berthaud es precisamente
un asunto de palabras, no de gusto, una cuestión que apunta
a la representación, no a lo real: ninguna palabra vale contra
la evidencia de que las palabras son sólo palabras y de que la
realidad está en otra parte. Ahora bien, lo que provoca el des­
concierto de Roberte es en primer lugar, una vez más, la apa­
rición repentina de un espectáculo que mezcla en una misma
«escena» la emergencia de lo real y la de su representación. No
es nada enterarse de que su padre, que se hace pasar por ve­
getariano, es en realidad un gran aficionado a las carnes rojas:
esto no concierne más que a la representación. Ks poco sor­
prender a su padre ocupado en devorar un bistec, si previa­
mente se ha sido informado: esto no concierne más que a lo
real. Lo que es atroz es encontrar de golpe lo real y su repre­
sentación, es enterarse y percibir una cosa que en sí es muy
inocente -d e ahí lo cómico de la escena, que reposa en el con­
traste entre el carácter escandaloso de la representación y el ca­
rácter anodino de la realidad que representa-, pero que se

I.e hceuf clandestin. Gnllimard, p. 33-


vuelve terrorífica por el hecho de que al mismo tiempo está re­
presen tada* Koberte encontrará finalmente una salida en la alo­
cada huida después de haber sostenido durante un tiempo la
mirada de su padre, mirada que evoca la de un animal herido,
en la que reluce «un fulgor casi homicida, traicionando el mo­
vimiento involuntario de la bestia a la defensiva, que se siente
acorralada en sus refugios más secretos».61 Bien está lo que bien
acaba. Sólo se trataba aquí de una catástrofe -moral" sin con­
secuencia ni continuación reseñable. En el caso de catástrofes
más físicas, o más materiales, el comportamiento inadecuado
del hombre abatido termina en general de una manera más trá­
gica: en una rápida desaparición, como se ve en los naufra­
gios o en los accidentes de todo tipo.
Observemos aquí, ya que estamos con las desapariciones,
que el ejemplo más notable para ilustrar el carácter angustioso
de una representación de lo real que coincide con esa mism#
realidad lo ofrece la simple experiencia de la m uerte. tal com e
uno la ve a su alrededor y, también, tal como se la puede re­
presentar para sí mismo a través de la «representación antier
pada» que m encionábamos antes. Como dice el héroe de la
película de Visconti, M uerte en Venecia, mientras se recupera
a duras penas de un ataque al corazón que estuvo a punto de
de matarlo, la muerte se define por el momento en el que pre­
cisamente ya no hay tiempo para pensar en nada, ni siquiera
en su muerte; momento simbolizado por el vaciado de arena en
un reloj de arena. La arena cae con tanta lentitud que uno ape­
nas se da cuenta de su paso desde la cubeta superior a la in­
ferior, pero en el último momento cae como una cuchilla: el
último grano de arena aniquila de repente un tiempo que hasta
ese momento había permanecido aparentemente inmóvil y es­
table. Así, la muerte es uno de los momentos en las que coin-

í” Ibid., pp. 33-34.


ciden lo real y su representación: el «me m uero y el °veo que
me muero» son una sola y misma cosa, y uno muere justo por
esta funesta identidad.
Observemos por último, para concluir, que el acto o el ¿'esto
logrados sólo podrán serlo si no interfieren con su propia re­
presentación en el mismo momento en que se realizan: ver­
dad bien conocida por los deportistas, que en general no fallan
el golpe -cuando son capaces física y estéticamente en otras
condiciones de conseguir el mencionado objetivo- más que en
la medida en que se le superpone, en el ánimo del protago­
nista, su propia representación. De modo que toda realidad que
lleve con ella el peso de su propia representación puede con­
siderarse abortada y fallida. Podría añadirse quizás a la teoría
freudiana de los actos fallidos, que concierne la mayoría de
las veces a fallos de palabra o de memoria, un apéndice que se
refiera al gesto fa llid o , cuya causa principal radica en una de­
sagradable coincidencia de la cosa y de su imagen, la misma
coincidencia que origina cualquier comportamiento inadaptado
y sella al final el momento del comportamiento sumamente de­
sagradable e inadaptado, es decir, el momento de la muerte.

Hemos llegado al término de nuestro estudio y, según pa­


rece, bastante lejos en relación a su punto de partida: el estu­
dio de la grandilocuencia. No tan lejos com o parece, sin
embargo. Ta grandilocuencia nos reveló, en una palabra, la po­
sibilidad de escapar de lo real por el rodeo del lenguaje, y de
manera general por el desvío de la representación. Nfo hay,
pues, ninguna realidad a la que no le concierna en el más
alto grado, aunque de manera negativa, la grandilocuencia, y
menos que ninguna otra las realidades fundamentalmente in­
digestas. como la muerte, con la que hemos terminado. El pá­
nico suscitado por la representación inmediata de lo real es el
mismo pánico contra el que trabaja la grandilocuencia, como
nos lo recordaban los titulares de El M onitor, que trataban de
asfixiar la percepción de una realidad penosa -la de la vuelta
de Napoleón de la isla de E lba- situándola entre dos repre­
sentaciones complacientes: «Roñaparte no volverá» y «El Em­
perador. por fin, está de vuelta». Asi, al menos habremos
aprendido sobre la marcha que el destino más probable de lo
real es el de escapar al lenguaje, y el destino más probable
del lenguaje el de echar a perder lo real; que existe, en con­
secuencia, una cosa independiente del lenguaje que se llama
normalmente, a falta quizá de un término más adecuado, fea
realidad. Por pobre, o por inexacto, que pueda parecer este ba­
lance, aquí nos contentaremos con él.
1. N o t a b r e v e .s o b r e l a t o n t e r í a

Las indagaciones sobre la «esencia» de la tontería, sean he­


chas por literatos o por filósofos, se refieren de manera casi in­
variable al problema de la in telig en c ia y de su contrario,
contrario que sería justo la definición de la esencia de la ton­
tería, a saber, lo contrario de la inteligencia. Quizá se dé aquí
algo así como un error inicial en el diagnóstico que, por ser
admitido universalmente, arrastraría de un modo inevitable a
los mejores espíritus por caminos estériles, hacia campos de ex­
ploración donde en concreto no hay nada que aprender con
respecto a la tontería. Y es que en absoluto resulta evidente que»
la tontería tenga que ser definida en función de y en relación
a la inteligencia, üs posible que el problema de la tontería sea
un problema a u tó n o m o , sin relaciones ni fronteras comunes
con el problema de la inteligencia. Ignorar esta heteronomía de
ambas cuestiones, plantear de entrada la implicación de la ton*
tería y de la inteligencia (o sea, hacer de la tontería un defecto
de inteligencia, asimilando tontería y «falta de inteligencia»),
equivaldría de ese modo a embrollar el asunto, a mantener una
vieja confusión quizá responsable tanto del carácter impene­
trable de la tontería como del carácter generalmente decep­
cionante de los estudios que se le han consagrado.

1 réel et son double, Gallimard, 197ó. ÍHay t.rad. esp.: Lo real y su doble,
Tusquets. Barcelona. 1993. Versión de Enrique* Lynch.]
La tontería, por tanto, suele ser asimilada a la falta de inteli­
gencia, considerada como lo contrario de la inteligencia. Así,
a la inteligencia atenta, ágil y vigilante, se le opondrá de buen
grado una tontería que se considera adormecida, anestesiada
y momificada2 Una primera objeción se le presenta en seguida
al espíritu: ese ser esclerótico al que se nos presenta como tonto
es una antítesis puramente teórica y casi automática de la in­
teligencia, pero no es de ningún modo el retrato del cretino
de carne y hueso. El cretino que todos conocemos no está en
absoluto adormecido, ni anestesiado, ni momificado: al con­
trario, es activo, se prodiga por todas partes, está siempre en
la brecha. Es forzoso* pues, abandonar ese criterio -criterio
de la diferencia entre la inteligencia y la tontería—que no no»
enseña nada, porque si la inteligencia está en estado de alerta,
también se puede estar seguro de que, al menos en este punto,
la tontería no le va a la zaga. En efecto, no hay nada más atento,
ágil y vigilante que la tontería. Bouvard y Pecuchet, héroes
indiscutibles de la tontería que se vive y que se hace, no son
dos indolentes, sino dos agitados: siempre en busca de cono­
cimiento, a la escucha, al acecho, en alerta continua. Lino es­
taría tentado a decir sobre la tontería lo que García Lorca decía
del viento: que no duerme jamás.
Al mismo tiempo, se observará que es inútil oponer la iner­
cia de la tontería al intervencionismo de la inteligencia, ya que
la pasividad de la falta de inteligencia no caracteriza de nin­
gún modo las manifestaciones, siempre activas y atrevidas, de
la tontería propiamente dicha. Al menos, desde el punto de vista
de la actividad o : mejor dicho, del activismo, nada distingue*
la inteligencia de la tontería. Es cierto que, cuando no com ­
prendo algo, me quedo callado, inmóvil, inactivo; delante de
los jeroglíficos, de una página de manual especializado, de un

2 Cf. M. Serres. L'interférence , Ed. de Minuit, p. 203.


esquema de psicoanálisis de vanguardia, me quedo en efecto
rom o adormecido y anestesiado. No actúo, mi cerebro per­
manece inactivo, inutilizado. Pero hay mucha diferencia entre
110 comprender y ser estúpido. Quizás habría que distinguir
aquí entre «tontería negativa» y «tontería positiva». La primera
designa solamente una falta de comprensión, una falta de in­
teligencia hacia algo determinado: no implica ninguna activi­
dad, ninguna intervención del espíritu (fuera de la que consiste
en constatar que no comprendo); es pura pasividad. La segunda
designa* al contrario, actividad e intervencionismo: no radica^
en absoluto en no comprender algo, sino en sacar de su pro­
pio fondo alguna idea o tarea absurdas a las que intenta con­
sagrarse en cuerpo y alma; es pura actividad. Se dice, por tanto,
una verdad profunda sin saberlo cuando se dice de un imbé­
cil que es tonto d e rem ate, porque es su activismo lo que ca­
racteriza al imbécil, y no la pasividad; de modo que hay que
distinguir de forma radical entre la simple negatividad de la falta
tic inteligencia y la indiscutible positividad de la tontería.
La falta de inteligencia se limita, si se quiere, al reconoci­
miento de una falta de comprensión: no logra captar un de­
terminado número de mensajes. Permanece callada, silenciosa.
1Jna vez más, no tiene ninguna relación con la tontería, que re­
cibe y emite un número infinito de mensajes. La tontería es de
naturaleza intervencionista: no consiste en descifrar mal o no
descifrar, sino en emitir continuamente. Habla, no se detiene
hasta «cargar las tintas*. La falta de inteligencia padece, la ton­
tería actúa: siempre mantiene la iniciativa. La falta de inteligencia
se retira, se sustrae a un mensaje del que no entiende nada; fca
tontería, al contrarío, va siempre por delante. La falta de inte­
ligencia no es más que un rechazo, o más bien una imposible
lidad de participación; la tontería, al revés, se descubre por
un perpetuo compromiso. La falta de inteligencia cierra las puer­
tas: señala la prohibición de ciertas vías de acceso a tal o cual
conocimiento, estrechando así el ámbito de la experiencia. la
tontería se abre a todo: al hacer de cualquier cosa un objeto
de atención y de posible compromiso, suministra una ocupa­
ción en la vida (ocupación cuya experiencia embriagadora rea­
lizan Bouvard y Pécuchet). La falta de inteligencia no es más
que una privación de existencia, una insuficiencia de la capa­
cidad para actuar. La tontería es una vocación, mejor aún, un
sacerdocio, con sus ídolos, sus párrocos, sus fíeles. Decidida­
mente, el problema de la tontería no tiene nada que ver con
el de la inteligencia ni con el de la no inteligencia. Inteligen­
cia y falta de inteligencia, por una parte, tontería y no tonte­
ría, por otra parte, no tienen en verdad nada en común, m
siquiera el ser contrarios.
Quizá sea aventurado conjeturar que la tontería se caracte­
riza más bien por la ilusión de poder alcanzar un fin que por
la falta de inteligencia de los medios empleados para lograr este
fin (por lo menos, la tontería humana, pues el animal, de creer
a los especialistas, ya se apoya en la elección de los medios).
La tontería de Bouvard y Pécuchet no consiste en no com­
prender, por ejemplo, la química (tarea para la que se mues­
tran en la práctica bastante capacitados), sino en a p ren d erla :
es decir, en considerar que esta proeza constituye por sí misma
un objetivo que podría colmarlos. El apólogo de la rama cor­
tada, en la que se está sentado y cuya caída desde allí vendrá
acompañada, si es de importancia, con la propia muerte, pro­
porciona aquí un clásico ejemplo. Después de iodo, el leña­
dor distraído no cometió ningún error en cuanto a la inteligencia
de los medios, pero no tuvo en cuenta lo bastante el interés
que podría tener el objetivo que se proponía alcanzar con la
ayuda de medios, en suma, inteligentes y eficaces. Del mismo
modo, los imbéciles suelen tener éxito en la tarea que em­
prenden: lo que prueba, en primer lugar, que no carecen de in­
teligencia, tesis que queríamos ilustrar aquí, y además, que son
peligrosos (justo porque, al ser inteligentes, tienen éxito en su
empresa).

2 . E l f e t ic h e r o b a d o o e l o r ig in a l im p o s ib l e d f , e n c o n t r a r

Un fetiche indio aparece en la primera página de La o reja


rata, célebre historieta de Hergc: se trata de una de las piezas
ilel Museo Etnográfico, que hizo su inventario y lo expuso con
el número 3.542. A la mañana siguiente, caemos en la cuenta
de que el fetiche ha desaparecido, robado durante la noche.
Al día siguiente, por la mañana, el fetiche reaparece en su sitio
habitual. Pero es una burda falsificación: la oreja derecha del
fetiche restituido está intacta, mientras que la del original es­
taba destrozada. Se acaba encontrando la pista del ladrón, quien
se ha ido a América del Sur con el fetiche autentico o, al menos,
el que él cree como tal; porque el fetiche que se descubrirá
en su equipaje es falso a su vez, una falsificación reconocible
porque tiene la oreja intacta. ¿Dónde se encuentra, pues, el
auténtico fetiche? Largas búsquedas en América del Sur, en
el lugar de origen del fetiche, no dan ningún resultado deci­
sivo. De vuelta a Europa, vemos de repente, en el escaparate
de un anticuario, un fetiche con la oreja rota, esto es, aparen­
temente el fetiche original. Se compra de inmediato el objeto
que, como rápido se va a ver, no es por desgracia ni el origi­
nal, ni una falsificación, sino un duplicado del original: es cierto
que tiene la oreja rota, pero no por ello es el fetiche .sustraído
del museo, dado que en otro escaparate aparecen dos dupli­
cados del fetiche robado, ofrecida la pareja al irrisorio precio
de 17,50 francos. Ambos tienen la oreja rota, que es la marca de
la autenticidad. Por tanto, tres originales en total. Hay dos de más
e, incluso, muy probablemente, tres de más. Este diagnóstico
pesimista se confirma pronto porque los duplicados empiezan
de repente a proliferar hasta el infinito: he aquí ahora una tienda
rebosante de fetiches con la oreja rota. El original ha desapa­
recido definitivamente, perdido entre sus duplicados,
Detrás de esta proliferación de duplicados se perfila una his­
toria compleja que se aclarará sólo más tarde, y de manera in­
completa además. Al principio, un explorador, Walker, ¡efe de
una expedición a la Amazonia, recibió de una tribu india un fe­
tiche en prueba de amistad. Pero Walker fue traicionado por su
intérprete, el mestizo López, que le robó a la tribu un diamante
sagrado y lo ocultó provisionalmente en el interior del fetiche
ofrecido a Walker. Al descubrir el robo, los indios persiguen y
masacran a todos los miembros de la expedición; sólo consi­
guen huir Walker, quien vuelve a Europa, donde confiará su fe­
tiche al Museo Etnográfico sin sospechar que se ha escondido
dentro una piedra preciosa, y López, quien, herido, termina mu­
riendo no sin haber garabateado una palabra que señala el lugar
donde se oculta el diamante. Palabra que caerá más tarde en
manos de un tal Kodrigo Tortilla, que en seguida sale para Eu­
ropa: roba el fcLiche en el museo y encarga rápido una copia
(casi) exacta a un tal M. Balthazar, artista especializado en la
escultura exótica, copia que Tortilla restituirá al museo antes de
regresar de nuevo a América con lo que él cree que es el feti­
che origina], y después de haber asesinado a Balthazar para
estar seguro de su silencio. Dos nuevos ladrones, Ramón y
Alonso, se lanzan entonces en persecución de Tortilla y de su
fetiche: matan al primero y recuperan el segundo, pero des­
cubren que han sido engañados a su vez con un falso fetiche.
La búsqueda conducirá finalmente al taller de escultura de otro
M. Balthazar, hermano del escultor fallecido, quien halló el fe­
tiche robado entre los objetos de su hermano y encargó re­
producciones en serie para fines comerciales. En cuanto al
original, se lo vendió a un rico coleccionista americano, que re­
gresa a los Estados Unidos a bordo de un transatlántico; allí será
<k\scubierto por fin. pero sin lograr recuperarse no obstante ni
el fetiche, que se romperá nada más ser descubierto, ni el dia­
mante, que cae rodando por el puente del barco y salta por la
borda. Aún falta por precisar, si se quiere que el asunto quede
.idarado por completo, un punto esencial de la intriga que el
;nitor no se molestó en explicar: hacer ver que el primer Bal-
illazar, el escultor, había hecho no uno, sino más bien dos d u ­
p licad os del fetiche -u n o para el Museo Etnográfico, otro para
'Tortilla, su socio capitalista, que de ese modo pasa de ladrón
,i víctima, mientras que él, Balthazar, de ejecutante pasa a la­
drón. o, al menos, a encubridor-, ¿Por qué este encubrimiento,
qué motivos tenía Balthazar para conservar en su poder el ob­
jeto robado por Tortilla? La historia no lo dice, y hay que con-
lentarse con hacer conjeturas.
Poco importa, por otra parte. Lo esencial de la historia con­
siste en la desaparición de un original y su sustitución por una
rápida proliferación de falsificaciones y de duplicados. Primero,
una falsificación; después, otra; luego, un duplicado; después,
dos duplicados: por último, una infinidad de duplicados. En
euanto al original, éste desapareció, pero al mismo tiempo pu­
lulan las copias: diríase que bastó con que el término inicial
de la serie fuese amputado para que ésta se encontrase do­
lada de un poder inagotable de reproducción. La intriga en­
cuentra de ese modo su principal resorte en esta especie de
vínculo necesario que relaciona la desaparición del original con
la proliferación de duplicados. Como si la ausencia de modelo
tuviese como contrapartida la profusión de las copias. Y como
si sólo se pudiese copiar a la perfección lo que ya no existe,
es decir, lo que no existe.
Sin duda, en La o reja rota, el original existe, pero es invisi-
hkt los principales personajes del relato se desviven en vano
a lo largo de la historia para tratar de echar el ojo a un objeto
invisible. El fetiche está en el fondo de un baúl que a nadie se
le ocurre abrir. Y, circunstancia sintomática, dejará de existir -e s
decir, se romperá en mil pedazos- tan pronto como se le vea.
tan pronto como se le identifique como original. Apenas nos lo
volvemos a encontrar, al final del episodio, cuando cae ai suelo
y se hace añicos; al museo ya sólo se le podría restituir una
torpe reconstrucción sujeta con grapas y cordones. Se diría que
el fetiche -e l original- no existe más que a condición de que no
se le vea: sólo existe en tanto que invisible y deja de existir
tan pronto como se repara en él. ¿Esto es por casualidad o cabe
descubrir aquí una rica intención simbólica? Lo cierto es que
el vigilante del museo encargado de velar por el tararea, al prin­
cipio y al final del libro, un pasaje de C arm en que ilustra a las
mil maravillas ese vínculo que relaciona la fragilidad del objeto
con su aptitud para ser visto: «En guardia,.., en guardia..., un
ojo negro te mira».
En resumidas cuentas, sólo es visible lo falso; lo verdadero
deja de ser verdadero tan pronto como se ve. Este lazo entre lo
auténtico y lo invisible, por un lado, y lo falso y lo visible, por
otro: está aquí simbolizado del modo más explícito. ¿Qué es.
en efecto, lo que caracteriza en última instancia al original res­
pecto de sus duplicados?, ¿qué es lo que distingue al verdadero
fetiche tanto de las falsificaciones de Balthazar, el escultor, como
de las reproducciones de Balthazar, el comerciante? Porque, en
lo sucesivo, ya no se trata sólo de que la oreja esté intacta o
esté rota. La verdadera distinción la ofrece el hombre del arado,
de La Fontaine, cuando se dirige a sus hijos: reconoceréis al
verdadero fetiche al abrirlo, al trabajarlo, al removerlo de arriba
abajo, porque «dentro se esconde un tesoro». Un tesoro, en
efecto: el diamante ocultado al principio por López. Mas al te­
soro sólo se accede a condición de destruir su escondite: úni­
camente obtendrá el diamante quien haya roto el fetiche. Así,
el único medio de autentificar la pieza consiste en romperla
para poder decidir después, en vista de la presencia o de la au-
.senda del diamante, si la pieza era o no el original buscado,
ron lo que el reconocimiento del original pasa necesariamente
por su propia desaparición. Extraño y profundo estatuto este
i leí original, de la verdad, cual es el no dejarse reconocer más
<|ue una vez difunto.
Se puede llevar más lejos el análisis de esta simbología. Lo
<|ue representa el fetiche con la oreja rota es el original, lo que
algunos filó so fo s c o m o Platón o Hegel llamarían el «modelo» o
la «cosa misma*; las falsificaciones, exactas o inexactas, repre­
sentan el dominio de las copias, de las sombras, de lo falso.
I’,l fetiche es lo Real y los otros objetos no son más que Do­
bles: no una imagen de la Cosa, sino más bien la Cosa misma.
Por eso contiene un tesoro: el diamante que brilla en su seno
no es otra cosa que su señal de autenticidad, de originalidad,
en suma, de realidad en el sentido de en s realissim um . A di­
ferencia de otros fetiches, no extrae su realidad de otro lugar,
sino de sí mismo. Ahora bien, esta realidad suprema no se deja
poseer, ni tampoco que se acerquen a ella: nada más verse el
diamante, éste rueda por el puente y cae al mar, como atraí­
do por un hechizo ineluctable contra el que toda codicia re­
sulta inoperante (un poco como ese oro del Rín, en Wagner,
que acaba por las buenas o por las malas volviendo al fondo
del río). Por más que se precipiten los ladrones, el diamante
ya ha desaparecido en el mar, ya ha regresado al reino de lo
invisible. La cosa en sí se ha ocultado de nuevo y ya de ma­
nera irremediable. Habrá que seguir viviendo entre las copias
y los duplicados, resignarse a la pérdida de lo original y lo
auténtico. De lo contrario, vete a buscar la Cosa misma al fondo
del océano.
¿Pero, en realidad, qué se ha perdido en la operación? Ai prin­
cipio, teníamos un determinado fetiche, situado en un deter­
minado lugar; y al final, encontramos el mismo fetiche, en el
mismo lugar, sólo que un poco remendado. ¿Qué es lo que ha
sucedido? Nada, casi nada. Nada, salvo que el fetiche fue más
o menos operado, aliviado de su peso meta físico: al perder la
piedra preciosa que escondía en su interior, perdió su cuali­
dad de posible modelo, su estatuto de primer objeto, en rela­
ción al cual determinados objetos podrían ser considerados
segundos. Ya no hay un mágico «primer objeto», ya no hay en
lo sucesivo más que un objeto entre otros objetas. Ahora bien,
esta «banalización» del fetiche ¿es el indicio de una pérdida real?,
¿o no será quizá la simple señal de una desilusión? Liberado del
diamante -e n el sentido en que se dice de una parturienta que
se ha «liberado^, el fetiche ha perdido sin duda cierto res­
p la n d o r d e la verdad, pero al mismo tiempo ha recobrado lo
que podría llamarse la d e n s id a d d e lo real. Es difícil tener que
decantarse a favor de una cosa o de la otra, ül resplandor tic
la verdad supone, por un lado, un mundo de originales, y por
el otro, un mundo de copias que sustituyen con mayor o rrjenor
habilidad a los originales: hay resplandor de la verdad cuando
se perfila el original a través de sus copias -filosofía del Doble,
filosofía metafísica, que considera la «realidad» cotidiana como
una duplicación cuyo sentido y clave sólo podría entregar la
visión del Original-. La densidad de lo real, por el contrario,
señala una plenitud de la realidad cotidiana, es decir, la uni­
cidad de un mundo que no se compone de duplicados, sino
siempre de singularidades originales (incluso aunque se «ase­
mejen» entre sí), y que, por tanto, no tiene que rendir cuentas
a ningún modelo -filosofía de lo real, que ve en lo cotidiano
y en lo trivial, incluso en la repetición misma, toda la origina­
lidad que existe en el mundo-. No hay ningún objeto, a los
ojos de esta filosofía de lo real, que pueda ser considerado
com o -original- en el sentido metafísico del término; no hay
ningún objeto real que no esté fabricado, que no sea artifi­
cial, dependiente, condicionado, «de segunda mano». Aquí todo
es postizo, si se quiere, al menos según la opinión de cierta
sensibilidad metafísica; ahora bien, estos «duplicados» no co­
pian ningún patrón y, en consecuencia, todos ellos son origi­
nales. Plétora de duplicados, plétora de originales: puede
decirse indistintamente lo uno o lo otro desde el momento en
que esta plétora es total, es decir, en tanto que ocupa de ma­
nera exhaustiva todo el campo de la existencia, Como no hay
más que duplicados, no hay originales; a la vez, todos los du­
plicados son originales,
Así son desde luego los fetiches de La o reja ro la : todos son
originales, pero no hay ningún «original» en el sentido metafí-
sico, es decir, un objeto radicalmente primero, punto de par­
tida ex n ib iío a continuación del cual será posible toda la serie
de los duplicados. La existencia de semejante fetiche original
es además, bien mirado, propiamente inconcebible. ¿Qué es,
en efecto, un fetich e, si no algo h ech o , fabricado, imitado a ima­
gen de otra cosa -com o recuerda la etimología de la palabra,
que deriva del latín J a c e r e y pasa por el portugués feiti$ o y el
español h e ch iz o (que significa a la vez postizo y brujería)-? El
fetiche es, en esencia, un artificio, un ficticiu m . es el artificio
puesto en el sitio de lo natural, el ídolo en el sitio del dios, el
duplicado en el sitio del modelo, el espejismo que hechiza en
el sitio de la realidad tangible; en suma, es la apariencia enga­
ñosa, lo falso por definición. ¿Cómo, en estas condiciones, po­
dría haber fetiches «auténticos», fetiches originales que no
imitasen ningún modelo? No hay, no puede haber «primer fe­
tiche»; ese objeto no podría significar nada más que una rigu­
rosa contradicción lógica, una con trad ictio in ter minia. No hay
que sorprenderse, pues, de que los héroes de La oreja rota,
en busca de fetiche original, esto es, de un objeto propiamente
inconcebible, tengan tanta dificultad para echarle el guante.
Sin embargo, aquí se impone una distinción. En tanto que
fantasma, en tanto que objeto del deseo, la pieza «original» siem­
pre estará, sin duda, en otro lugar; ahora bien, en tanto que ob­
jeto real, en cambio, jamás estará en otro lugar, sino que siem­
pre estará aquí. El fetiche que se persigue en América está en
Europa, en un baúl, al alcance de la mano. Del mismo modo,
en otros volúmenes del propio Hergé (El secreto d el U nicornio,
El tesoro d e R a ck h a m e l Rojo), el tesoro codiciado no está lo­
calizado en el océano Atlántico, donde van a buscarlo, sino
en su casa, en su propio sótano: basta con alargar la mano para
tocarlo, como bastaba con abrir el baúl de Balthazar para en­
contrar allí el fetiche. Éste es también, como se sabe, el des­
tino de esa C arta ro b a d a , de Edgar Alian Poe, que escapa a
todas las investigaciones de la policía por estar colocada bien
a la vista encima de la mesa. La mirada del deseo es una mi­
rada distraída-, se desliza sobre el presente, sobre el aquí, sob*¡e
lo que resulta demasiado visible, y sólo logra prestar atención
si dirige la mirada hacia otra parte. Y ya que hablamos de fe­
tiches, se observará que esta «suerte» vinculada a la mirada del
deseo -la de mirar siempre hacia otra parte, la de verlo todo
salvo lo que se intenta ver—define la suerte de aquellos a quie­
nes la psiquiatría llama precisamente fetich istas. El fetichista
se queda frío delante de la cosa misma, que le parece muda,
incolora e insípida; lo que le impresiona no es la cosa, sino
alguna otra cosa que la señala. De ahí el rechazo del presente
y del aquí, es decir, el rechazo de lo real en general, ya que el
presente y el aquí son sus dos coordenadas fundamentales.
No es posible interesarse a la vez por el fetiche (es decir, por
lo real) y por lo que se supone que representa el fetiche (es
decir, por lo «auténtico», en oposición a lo duplicado, a lo falso).
Quien busca el fetiche, encontrará el fetiche; pero quien busca
lo que representa el fetiche, no encontrará nada, y en ningún
caso el fetiche.
En suma, no busque lo real en otra parte que no sea aquí y
ahora, porque está aquí y ahora, solamente aquí y ahora. Pero
si no se quiere lo real, es preferible, en efecto, mirar hacia otro
lugar: ir a ver lo que hay bajo la alfombra, o lo que pasa en
América del Sur, o en el mar Caribe, en cualquier sitio con tai
que se esté seguro de que allí jamás se va a encontrar nada. Allí
nunca se encontrará otra cosa que no sea lo que se buscaba
en realidad: o sea. precisamente, nada.

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