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El camino de fe a la luz (y las sombras) del misterio pascual

-meditaciones teológicas-
fr. Michael P. Moore ofm

4. Cuando la fe se viste de soledad: el desgarro en Getsemaní


Continuando nuestro camino de fe, luego de haber presenciado los incidentes en el templo, nos
acercamos a las últimas horas de Jesús, y lo volvemos a encontrar ahora en el Monte de los olivos (Mt
26,36-46, Mc 14,32-42; Lc 22, 39-46; Jn 18,1). Allí, su fe -nuestra fe- tendrá que enfrentarse con uno de los
más temidos interlocutores: la soledad que, en Getsemaní, desgarra. Los sinópticos pintan la escena con
detalles de honda dramaticidad; me tomo la libertad -no del todo correcta exegéticamente hablando -de
pasearme por las tres versiones yendo y viniendo.
Después de aquella cena -ahora sabemos que fue la última- Jesús siente necesidad de retirarse para
rezar. Y cuando uno se pone en oración, normalmente, reza su pasado, su probable futuro y, de un modo
particular, lo que está viviendo en esos momentos. Se trata de rezar la vida. Por eso no es secundario
recordar que Jesús viene de compartir una comida íntima, con un puñado de amigos y amigas. Un encuentro
que habrá tenido sabor a despedida, cargado de nostalgia e incertidumbre; dialogando y especulando con qué
sucedería si al maestro o a todos ellos los apresaran. Una conversación impregnada de cierto aire enrarecido
por la tensión que flotaba luego del anuncio por parte de Jesús sobre la posible traición de un amigo y la
negación de otro. Con todo esto en su corazón, Jesús necesita silencio y decide ir a rezar a un lugar querido
por él: Getsemaní, en el Huerto de los olivos. Allí mismo donde, un par de días antes, se había quebrado en
llanto. Contemplando la ciudad santa, había derramado lágrimas de impotencia. Pero ahora ya no llora; sólo
suda “como gotas de sangre espesa” (Lc 22,44). Ayer, sin nadie con quien llorar; hoy, sin nadie con quien
orar. El Monte de los olivos parece ser el lugar del no-consuelo, ni ante el llanto ni ante la plegaria.
También aquí lo discípulos lo siguen -como siempre, un poco retrasados-, están todos “en camino”.
Llegados al lugar, al inicio y al final de la escena, los invita a orar “para no caer en la tentación” ¿de qué
tentación habla Jesús? Después se aleja unos pasos. Necesita estar solo (aunque, a decir verdad, hacía
tiempo que ya lo estaba). Entre él y el resto del grupo, Marcos y Mateo ubican a Pedro, Santiago y Juan:
aquellos tres “elegidos” que habían contemplado al maestro glorioso durante la transfiguración. En ese
momento triunfal querían hacer “tres carpas” para gozar ese espectáculo luminoso. Ahora, cuando ya no hay
luz, prefieren dormir. Al incluir ahora esos nombres, los evangelistas nos ponen sobre aviso…
Pero volvamos a Jesús e intentemos acercarnos al lugar, desde una distancia prudencial. El Hijo del
Hombre reza, de rodillas, rostro en tierra, muy cerca del suelo (la postura normal para la oración era de pie,
con los brazos abiertos). Como saboreando el polvo, masticando la historia, tratando de entenderla. Y lo
hace desde una situación anímica muy definida: sintiendo angustia, pavor, “sumido en agonía”, padeciendo
una “tristeza hasta la muerte” (Mc 14,34). ¿Y qué dice? No dice. Murmura, balbucea algunas palabras que
resultan más monólogo que diálogo: “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz” (Mt 26,39). La oración
continúa. Pero detengámonos aquí un momento para reconocer toda la densidad teologal y espiritual que
tiene esa petición.
Jesús vislumbra la muerte en un horizonte cada vez más cercano. La amenaza es inminente. Ante
eso, siente miedo, no quiere morir. Es que ¿cómo querría morir quien amaba tan plena y sanamente la vida?
La vida es el primer y gran don. Y él lo supo disfrutar en la cotidianeidad de tantas alegrías y amores.
Aunque ahora era el tiempo del desamor; pero esto no borraba aquello. Como todo hombre, también Jesús se
aferra a la vida y le teme al sufrimiento. Por eso pide -en un primer momento- que pase de él ese cáliz. En el
condicional de Jesús “si es posible” me gusta imaginar que se esconde el intento de “negociar” con el Padre
algún otro modo de redención que no sepa tanto a la amargura de ese cáliz que ahora la vida le impone
beber. Entonces, en una respuesta también imaginada, su Padre le respondería: “No, hijo amado. No es
posible. Estos cálices y estas cruces son las que los hombres, en su libertad, han decidido para vos. Y, ante
esa libertad, mi omni-potencia se vuelve im-potente”.
Continuado la oración, Jesús balbucea: “pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Mt 26,29).
No se entiende en toda su radicalidad esta segunda parte escindida de la primera. Porque después de haber
sentido ese mareo y deseo de huir frente a la negrura amenazante, Jesús se des-centra para con-centrarse en
el corazón del Padre y, desde ahí, acepta que se haga su voluntad ¿Y cuál era la voluntad de Dios? En una
lectura un tanto apresurada podría especularse: “dado que Jesús sí sufrió y murió, esa era la voluntad divina,
finalmente cumplida el viernes santo… porque el Padre había decretado desde toda la eternidad que su Hijo
nos redimiera a través del sufrimiento en cruz”. Me parece que esta interpretación -tantas veces escuchada-
es disonante con la revelación, tomada en conjunto y en correcta hermenéutica, del Dios-Amor que
experimentó y testimonió Jesús. La voluntad del Padre, sostengo, es que Jesús sea fiel a su misión hasta las
últimas consecuencias, aunque -no para que- eso le cueste la vida. Y, en este sentido, se cumplió la voluntad
divina: Jesús asumió su destino sin negociar con Dios ni con los hombres. Porque, en otras palabras, el
designio divino es que la encarnación sea verdadera y total.
¿Y los discípulos? Duermen. Tres veces el maestro se pone en oración “repitiendo las mismas
palabras” (Mt 26,34), sólo interrumpidas para ver si ellos lo acompañan. “Tres”, número de totalidad y
plenitud: Jesús reza, todo él, comprometidos su carne y su espíritu, mientras los amigos duermen, todos
ellos, profundamente, indiferentes. Oscila entre el Padre silencioso -no consta que respondiera a sus
palabras- y los compañeros ausentes. Parece mendigar algún consuelo a su Dios y a sus amigos. Uno parece
callar, los otros prefieren dormir. Es “la hora del vértigo total” (J.L. Martín Descalzo). Soledad más
profunda es impensable. Entrega más gratuita, imposible.
Entonces, nuevamente, desde el infierno de la duda, brotará, sibilina, la pregunta “¿habrá valido todo
esto la pena?” De hecho, el evangelio de Lucas, tras las tentaciones en el desierto, añade una sugestiva frase:
“y el demonio se alejó de él hasta el tiempo propicio” (Lc 4,13) ¿Se referiría a esta noche de agonía donde el
sentido y el sin-sentido lucharían cuerpo a cuerpo? Tal vez, el tentador, nuevamente, lo habría seducido por
otras tres veces (totalmente): si eres el hijo de Dios, haz que estos cálices se llenen del buen vino; si cedes un
poco, podremos construir juntos un reino con pactos y componendas; y, si en verdad eres el hijo tan amado,
no tiembles ante la muerte, pues tu Padre no te abandonará en manos de tus enemigos. Y quizá, ya no desde
lo alto del alero del templo, sino desde la suave pendiente del Monte de los olivos, le habrá hecho ver -como
en una película para adelante y para atrás- que con su cruz y muerte llegaría, cuanto más, a dar algún sentido
al dolor de sus hermanos, pero no impediría que también ellos sufriesen “¿Habrá valido todo esto la pena?”
Getsemaní nos posiciona, en nuestro itinerario pascual, frente al drama que se desenvuelve cuando la
fe se encuentra, en la noche, con la soledad. Es verdad que, en los momentos más importantes y ante la toma
de decisiones trascendentales, estamos solos; aunque estemos acompañados. Ultima solitudo del ser, definía
Duns Escoto a la persona. En el medio de su noche, Jesús encuentra a sus amigos dormidos; y, a su Padre,
no lo encuentra. O, al menos, no escucha de sus labios una respuesta que lo certifique o que lo corrija, ni
tampoco una consolación que lo sostenga. Lamentablemente, es verdad que aún nuestros mejores amigos
pueden desaparecer en nuestros peores momentos, pero ¿y Dios? Como creyente teólogo no me gusta hablar
del silencio ni de la ausencia de Dios. Ningún padre -sano- abandona a su hijo en los momentos más duros.
Por eso, prefiero hablar de una Presencia distinta, que debemos saber decodificar. No creo que el Padre
estuviera ausente durante la pasión de su Hijo amado: ni en el Calvario, ni en Getsemaní, su antesala. Otra
cosa son los sentimientos subjetivos, de los cuales no podemos dudar; pero una cosa es “sentirse”
abandonado y otra, muy distinta, es “estar” efectivamente desamparado. Se trata, pues, de una soledad
misteriosamente habitada por el Espíritu que, si nos abrimos, nos sostiene para seguir caminando en fe a
través de la oscuridad.
La escena de Getsemaní termina con la misa exhortación a los discípulos con la que empieza: “recen
para no caer en la tentación” (Lc 22,46). En la tentación de creer que la noche es lo último.
Nos reencontramos mañana, si ustedes quieren, para seguir caminando juntos nuestra fe.

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